WILKIE COLLINS La reina del mal Título original: The Evil Genius Traducción de Oscar Maristany Tolós Introducción Wilkie Collins se está convirtiendo, en España, en un recurso editorial. Fue un escritor prolífico y eso hace que aún quede mucha tela que cortar. Su admirable seguridad a la hora de desarrollar historias que atrapan la atención del lector hasta la última página le ayuda no poco. Pero conviene distinguir entre sus novelas. Esta, por ejemplo, es, como bien dice el editor, un folletín, no una novela de intriga. ¿Es que acaso los folletines carecen de intriga? Modestamente, yo me permitiría señalar una diferencia. La intriga es un mecanismo que se dirige de modo implacable hacia una solución que exige haber inventado y acoplado las piezas de la novela desde el principio; es decir, exige resolver la novela antes de comenzarla. El folletín, en cambio, parece actuar al contrario: parece buscar constantemente complicaciones que retrasen de continuo la llegada a su término de una historia que, en sí, suele ser bastante más pobre que la de una intriga. La intriga es siempre progresiva; el folletín puede serlo también, pero es, sobre todo, repetitivo. El artificio que inventa el autor de una intriga se somete a las necesidades de la solución final desde el principio; además, es un movimiento centrípeto. El movimiento del folletín, por el contrario, es centrífugo aunque, como en las lavadoras automáticas, girando dentro de unos límites determinados. La reina del mal es un folletín, pero no es cualquier folletín. Lo que sucede es que Collins decide mover una intriga utilizando la técnica del melodrama. El melodrama se surte siempre de un tipo de escenas cumbre que jalonan el relato y esas escenas cumbre se resuelven siempre de la misma manera: por un malentendido que aleja lo que estaba a punto de acercarse. Esto suele hacerse de dos maneras; la primera es lo que llamaríamos un disparo de largo alcance; por ejemplo, en esta novela, la decisión de la señora Presty de hacer "enviudar" a su hija coloca al lector ante la evidencia de que la situación que origina reventará en el momento más inoportuno; la segunda es el disparo a bocajarro; por ejemplo, cuando dos personajes (el capitán Bennedyck y Randal Linley) que poseen una información decisiva que, compartida, aliviaría sensiblemente la situación de una tercera persona, Syd, se cruzan sin poderla compartir. Es decir, de cara a la historia que se cuenta, se trata de repetir periódicamente una situación que bien pudiéramos calificar de coitus interruptus hasta que, agotadas todas las posibilidades, el final feliz se consume. Como comprenderán ustedes, esto es pan comido para un maestro de la intriga como Collins y lo normal, lo que sucede aquí, es que consiga manejar el ritmo ?eso sí que es esencial para el folletín? con toda soltura. De hecho, en mi opinión, sólo se produce un cierto empantanamiento a lo largo del libro cuarto. Por otra parte, ya he dicho en ocasiones anteriores que la galería de malvados de Collins es insuperable. ¿Qué deberíamos pensar, entonces, de un libro titulado La reina del mal? Pues, paradójicamente ?acaso porque estemos en un melodrama, es decir, en un sistema de tira y afloja lineal y unidireccional?, el carácter de la señora Presty se asemejaría, más que a un genuino "malo", al del destinatario de aquel epitafio que recogió Luis Carandell en su inolvidable Celtiberia show: "Aquí yace Fulano de Tal. En su vida hizo el bien y el mal. El bien lo hizo mal y el mal lo hizo bien". La señora Presty se convierte en la referencia de la historia, aunque sus protagonistas sean otros por delante de ella; el mal, ya lo imaginan ustedes, es omnipresente, pero no es el protagonista o quizá sí, quizá sea lo que podemos llamar el protagonista de fondo, mientras que el bien corretea torpemente ante ese fondo, yendo de un lado a otro sin saber con certeza dónde está su sitio: por eso coloca a tantos personajes en situación de desamparo y confusión; en su conjunto, todos los personajes, aunque sean más bien de una pieza, como corresponde a las características del relato, cumplen su cometido con eficacia y se limitan a representar lo que deben representar. Hay otros elementos característicos de las novelas de Collins, como el uso del correo no sólo como recurso expresivo, sino como elemento cualificado de la acción; pocas cosas hay tan emocionantes como una carta en las manos equivocadas o dos misivas que, conteniendo cada cual una de las dos partes de un destino, se cruzan en direcciones contrarias. Hay viajes, pretendientes, maledicencia social, hijas desamparadas, separaciones crueles, decisiones irrevocables... y hay, lo cual me parece reprochable, un cierre final cargado de explicaciones morales a cargo del abogado Sarrazin; una cosa es la explicitud, necesaria en este tipo de libros, y otra la grosería hacia el lector. Salvo esto, hay que decir que el autor no pretende más que lo que pretende, lo hace con profesionalidad y, diría yo, un cierto descaro, una alegre soltura que sin duda proviene de esa profesionalidad. Para ser precisos, tendríamos que denominar a ésta una novela "de enredo". Sí, eso es. Y así sentada su naturaleza, sepa el lector que, una vez más, una novela firmada por Wilkie Collins no le defraudará. José María Guelbenzu Afectuosamente dedicado a Holman Hunt ANTES DE LA HISTORIA LA EDUCACION DE LA SEÑORITA WESTERFIELD 1. EL JUICIO Los caballeros del jurado se retiraron a deliberar. Su Presidente se distinguía de todos ellos por ser el más brillante y el más elocuente, siendo por ello una persona muy respetada entre sus colegas. Por una vez, puede decirse que el hombre adecuado estaba en el cargo adecuado. De los once hombres del jurado, cuatro tenían personalidades muy superficiales. Eran estos: El Hambriento, que exigía constantemente que le trajeran la cena. El Despistado, que hacía dibujos en su cuaderno de notas. El Nervioso, que no se alteraba por nada. Y el Callado, que era quien finalmente decidía el veredicto. De los otros siete miembros del jurado, uno era un Soñoliento bajito que jamás solía causar problemas; otro era un Inválido con rauy mal humor que siempre hacía su trabajo a regañadientes, y cinco pertenecían a esa especie mayoritaria y feliz de la población que se deja gobernar con docilidad: de lo que no sabe, no opina. Cuando el Presidente se sentó a la cabecera de la mesa, y sus colegas a ambos lados, el silencio cayó sobre ese jurado masculino. (Circunstancia que normalmente no se da en las reuniones de mujeres.) La clase de silencio que se produce cuando nadie se atreve a hablar en primer lugar. Cuando sucedía esto, era obligación del Presidente hacer con sus cofrades deliberadores lo que acostumbramos a hacer cuando se nos para el reloj: darle cuerda al jurado, y ponerlo a trabajar. —Caballeros. ¿Se han formado ya una opinión definitiva sobre el caso? Algunos contestaron que sí y otros que no. El pequeño Soñoliento no dijo nada. El Inválido malhumorado exclamó: —¡Vamos allá! De repente, el Nervioso se puso de pie. Todos sus cofrades, temiendo la desgracia de que entre ellos hubiese un engorroso orador, se lo quedaron mirando. El Nervioso era básicamente un hombre educado, y se apresuró a tranquilizarles: —Les ruego que no se asusten, caballeros. No voy a hacer ningún discurso. Pero como estoy un poco alterado, tendrán que disculparme si de vez en cuando observan que estoy inquieto en mi silla. El Hambriento, que acostumbraba a almorzar muy temprano, miró su reloj: —Las tres y media —dijo—. Por el amor de Dios, quiere hacer usted el favor de ir al grano. El Hambriento era el más gordo de todos los presentes, y esto dio inspiración al Despistado, que no cesaba de hacer dibujos en su cuaderno de notas. Enormemente interesados en el creciente parecido entre el dibujo y la realidad, los miembros que se sentaban a ambos lados del Despistado miraban por encima de sus hombros. El pequeño Soñoliento se despertó sobresaltado, y pidió disculpas a todos. El Inválido malhumorado se dijo en voz baja: —¡Pandilla de inútiles! Y a todo esto, el Presidente, un hombre tranquilo, expuso el caso, no sin tomarse su debido tiempo. —El preso que espera nuestro veredicto, caballeros, es el Honorable Roderick Westerfield, hermano menor de Lord Le Basque. Está acusado de embarrancar a propósito el buque John Jerniman, cuando se hallaba bajo su mando, con el objetivo de obtener fraudulentamente una parte del dinero del seguro, y posteriormente quedarse con ciertos diamantes brasileños que formaban parte de la carga. En pocas palabras, he aquí a un hombre perteneciente a una de las familias más ricas del país, acusado de ser un ladrón. Antes de pretender siquiera llegar a una decisión, y con el fin de hacerle justicia, deberíamos intentar formarnos una idea general de su carácter, basándonos siempre en las evidencias. Y sería justo que empezáramos por preguntarnos algo acerca de su relación con la noble familia a la que pertenece. Los testimonios, por el momento, no le son demasiado favorables. En aquellos días, el procesado, siendo oficial de la Marina Real, se casó con la camarera de una taberna, a pesar de la opinión contraria de su familia. El miembro amodorrado del jurado, que en ese momento estaba despierto, sorprendió al Presidente con sus palabras: —Hablando de camareras —dijo—, yo conozco a la hija de un cura militar. Está muy afligida, la pobre. Es camarera en alguna parte del norte de Inglaterra. Es curioso, ahora no recuerdo el nombre del pueblo. Si tuviéramos un mapa de Inglaterra... —En ese momento, uno de sus cofrades lo interrumpió con saña: —¿Y qué derecho tiene —exclamó el miembro goloso del jurado, hablando bajo la desesperante influencia del hambre— la familia del señor Westerfield para atreverse siquiera a suponer que una camarera no puede ser una mujer perfectamente virtuosa? Al oír esto, el Nervioso, caballero incansable (en la ardua tarea de cambiarse de posición en la silla) donde los haya, se interesó repentinamente por el proceso: —Discúlpenme por meterme en este asunto —dijo con muy buenos modales, como en él era costumbre—. Como abstemio que soy (no tomo jamás ningún licor fermentado), debo protestar enérgicamente ante las diversas alusiones que aquí han sido hechas a favor de las camareras. —Pues yo, como cliente y consumidor habitual de licores fermentados —resaltó el Inválido—, afirmo que ojalá tuviera ahora mismo aquí delante una botella de champán y una camarera. Sobreponiéndose a las interrupciones, el admirable Presidente prosiguió: —Caballeros, cualesquiera que sean sus opiniones acerca del matrimonio del procesado, tenemos pruebas de que sus familiares le dieron la espalda a partir del momento en que se casó con la camarera. Con excepción de Lord Le Basque, cabeza de familia y hombre compasivo donde los haya. Fue él quien, haciendo uso de su influencia en el Almirantazgo, logró obtener para su hermano, que en ese momento estaba sin empleo, un destino en un barco. Todos los testigos afirman que el señor Westerfield hizo su trabajo con gran profesionalidad. Si hubiese sido capaz de dominarse a sí mismo, podría haber subido de rango en la Marina. Pero su temperamento le perdió. Terminó discutiendo con uno de sus superiores. —Fue gravemente provocado —dijo uno de los miembros del jurado. —Fue gravemente provocado —admitió el Presidente—. Pero si hemos de juzgar en base a las reglas de la disciplina, la provocación no puede ser una excusa. El procesado retó en el puente de mando al oficial de turno a un duelo en la orilla del mar. Y al recibir una desdeñosa negativa, le golpeó. Como es de suponer, el señor Westerfield fue juzgado por una corte marcial, y fue apartado del servicio. Pero Lord Le Basque era un hombre con una inagotable paciencia. El Servicio de Mercancías le dio al procesado una última oportunidad para que, al menos hasta cierto punto, recuperara su puesto. El señor Westerfield estaba hecho para la mar, y para nada más. Ante la encarecida petición de milord, los propietarios del John Jemiman, que transportaba mercancías entre Liverpool y Río, le dieron al señor Westerfield el puesto de segundo de a bordo, y él, haciendo honra a su reputación, justificó la confianza que su hermano había depositado en él. Durante una tormenta delante de la costa de África el capitán cayó al mar, y el señor Westerfield, segundo de a bordo, se puso al mando de la nave, y cumplió con su deber. Entretanto, los demás oficiales fueron incapaces de articular su capacidad de mando ante la situación peligrosa a la que se enfrentaban, y se quedaron paralizados. Fue el señor Westerfield, con su marinería y su valentía, quien salvó el barco. Le dieron el mando de la nave. Y desde ese día, tengan por seguro que no nos equivocaremos si afirmamos que fue un capitán ejemplar, si miramos el lado bueno de su genialidad. Llegado a este punto, el Presidente hizo una pausa para recopilar sus ideas. Ciertos miembros entre los reunidos (acaudillados por el Hambriento, que demandaba su cena, y por el Despistado, que en ese momento estaba enfrascado en la ilustración de un capitán de barco cayéndose por la borda en mitad de una tormenta), propusieron la absolución del procesado sin más consideraciones. El Inválido, malhumorado, exclamó: —¡Cerrado! —y los cinco miembros del jurado que carecían de criterio propio, animados por la admirable brevedad con que el Inválido había expresado su opinión, gritaron a coro: —¡Bravo! ¡Bravo, bravo! El Callado, a quien habían ignorado hasta entonces, atrajo la atención de todos. Era un hombre calvo, de edad incierta, y con la levita abrochada hasta la barbilla. Durante el proceso no se quitaba los guantes ni un segundo. Cuando el coro de los cinco aplaudió, él sonrió misteriosamente. Todos se preguntaron qué podía significar esa sonrisa. El miembro silencioso del jurado se guardó su opinión. Pero desde ese momento empezó a ejercer una influencia subterránea sobre el jurado. Incluso el Presidente, al reanudar su discurso, no pudo evitar mirarlo. —Después de un periodo de servicio, caballeros, sin que conozcamos ningún motivo de queja hacia el procesado, parece que finalmente sus méritos reciben su debida recompensa: le dan una parte de las acciones del barco que comanda, además de su sueldo como capitán. Así, con estas óptimas perspectivas parte de Liverpool en su último viaje a Brasil. Y nadie, ni siquiera su esposa, tiene la menor sospecha de que su marido se va de Inglaterra en circunstancias especialmente embarazosas. El testimonio de sus acreedores, y de otras personas con las que anduvo, prueban claramente que sus horas de ocio en tierra firme las empleó en jugar a las cartas y en apostar a las carreras de caballos. Después de una racha de suerte inhabitual, parece que ésta le abandona; empieza a perder importantes sumas, y se ve abocado a pedir préstamos con intereses muy altos, sin ninguna perspectiva razonable de poder devolver el dinero a los prestamistas, en cuyas garras termina cayendo. Cuando parte de Río para regresar a Inglaterra, no hay duda de que el procesado sabe que tendrá que enfrentarse a los acreedores, a los que, por otra parte, no puede devolverles el dinero. Ahí, caballeros, tenemos una característica destacable de su personalidad, que podríamos denominar faceta de jugador. Y a mi entender, esa faceta fue tratada por el juez con demasiada indulgencia. El Presidente quiso poner la rúbrica a su discurso con una o dos palabras. Pero el Inválido, que parecía discrepar en algo, insistió en ser escuchado: —En pocas palabras —dijo—, usted encuentra al preso culpable. —En pocas palabras —replicó el Presidente—, me niego a contestar esa pregunta. —¿Por qué? —Porque no está entre mis atribuciones intentar influir en el veredicto. —Señor, usted ha estado intentando influir en el veredicto desde el mismo momento en que ha entrado en esta sala. A todos los caballeros aquí presentes pongo por testigos. El Presidente, indignado, perdió de una vez por todas la paciencia: —Hasta que ustedes decidan si el procesado es culpable o inocente, de mis labios no saldrá ni una sola palabra más. Cuando tengan su veredicto, me limitaré a decir si estoy o no de acuerdo con su decisión. El Presidente cruzó los brazos y se convirtió en la viva imagen del hombre que intenta cumplir con su palabra. El Hambriento se reclinó sobre el respaldo de su silla, y emitió un quejido. El artista aficionado, que hasta ese momento había hallado una fuente de diversión en su cuaderno de notas, bostezó desatadamente y dejó caer su pluma sobre la mesa. El Nervioso, caballero afable que acostumbraba a alterarse fácilmente, pidió permiso para levantarse, y seguidamente se puso en pie y comenzó a andar de un lado a otro de la habitación. El crujido de sus botas despertó al pequeño Soñoliento, e irritó al Inválido. El coro de los cinco, más lejos que nunca de llegar a tener una opinión, miraron al Callado. Una vez más, éste sonrió misteriosamente, y ofreció una explicación de lo que estaba pensando; sólo que esta vez giró su cabeza calva en dirección al Presidente. ¿Simpatizaba tal vez con el hombre que, como él, había decidido permanecer en silencio? Mientras tanto, nadie dijo ni hizo nada. Un silencio inescrutable se extendió hasta los cuatro rincones de la habitación. —¿Por qué diablos no toma nadie la palabra? —exclamó el Inválido—. ¿Acaso se han olvidado todos ustedes de las pruebas? Esta repentina pregunta hizo darse cuenta al jurado, si no de la obligación que tenían consigo mismos, sí al menos de la que provenía de su juramento como miembros de un jurado. Unos recordaron las pruebas de un modo, y otros de otro. Cada uno de ellos insistió en hacer gala de su excelente memoria, y en afirmar su propio e incontestable punto de vista sobre el caso. El primero que habló empezó en el punto medio de la historia habían contado los testigos en la corte: —Yo estoy por absolver al capitán, caballeros: hizo bajar los botes salvavidas, y puso a salvo a la tripulación. —Pues yo estoy por hallarle culpable, porque el barco varó en una roca a plena luz del día, y sin que hiciera mal tiempo. —Yo estoy de acuerdo con usted, señor. Las pruebas demuestran que la nave se acercó peligrosamente a la costa, por orden expresa del capitán, que era quien en ese momento estaba al mando. —¡Caballeros, caballeros!, hagámosle justicia al capitán. La defensa alega que dio la orden pertinente, y en cuanto salió del puente de mando, sus subordinados le desobedecieron. Por lo que respecta a la insinuación de que abandonara el barco en un momento en que no hacía tan mal tiempo, las pruebas indican que él creía haber visto señales de que se acercaba una tormenta. —Sí, sí, todo eso está muy bien. Pero, ¿cuáles fueron los hechos? Se informó de la pérdida del barco, y las autoridades brasileñas enviaron a un grupo de hombres al buque naufragado con la esperanza de salvar el cargamento. Pues bien, unos días después encontraron el barco. Estaba en el mismo lugar y en las mismas condiciones en que lo habían dejado el capitán y su tripulación. —No olvide, señor, que cuando la expedición brasileña examinó el barco de arriba abajo, los diamantes ya habían desaparecido. —De acuerdo, pero eso no prueba que el capitán los robara. Y, además, no habían rescatado ni la mitad del cargamento cuando llegó la tormenta y partió el barco en dos. Así que después de todo, el pobre sólo se equivocó al prever en qué momento iba a estallar la tormenta. —Permítanme que les recuerde, caballeros, que el acusado estaba muy endeudado, y por tanto tenía mucho interés en robar los diamantes. —Espere un poco, señor. No hay joya más preciosa que el juego limpio. ¿Quién estaba al mando del puente cuando el barco embarrancó? El segundo de a bordo. ¿Y qué fue lo que hizo el segundo de a bordo al oír que sus patrones habían decidido llevarles a juicio? ¡Se suicidó! ¿Acaso eso no prueba su culpabilidad? —Quizás va usted demasiado deprisa, señor. El forense declaró qie el segundo de a bordo se quitó la vida en un estado de enajenación transitoria. —¡Poco a poco! Nosotros no tenemos que hacer ningún caso de lo que dijo o pudo dejar de decir el forense. ¿Qué fue lo que dijo el juez al recopilar los hechos? —¡No me venga ahora con qué dijo o dejó de decir el juez! El juez dijo lo que dicen todos los jueces: "Declaren al acusado culpable, si creen que lo hizo; y declárenlo no culpable si creen que no lo hizo". Y luego se retiró a su despacho a beberse tranquilamente una taza de té. Y mientras, aquí nos tiene a nosotros, padeciendo hambre, ¡y sin poder cenar con nuestras familias! —Hable por usted, señor. Yo no tengo familia. —Considérese usted un hombre afortunado. Yo tengo doce hijos, y le aseguro que mi vida es un tormento: no sabe usted lo difícil que es hacer que cuadren los números. —¡Caballeros! ¡Caballeros! Estamos divagando otra vez. ¿Es o no es culpable el capitán? Señor Presidente, no ha sido intención de ninguno de nosotros ofenderle. Y ahora, si es usted tan amable ¿podría decirnos lo que piensa? —Primero decidan ustedes —ésa fue su única respuesta. Ante tal urgencia, el Nervioso, siempre afligido por sus sobresaltos, adoptó de repente una actitud de superioridad. Y planteó una idea nueva. —¿Qué les parece si votamos a mano alzada? —sugirió—. Aquellos de ustedes que encuentren al procesado culpable que por favor levanten la mano. Por este método, pudieron contarse tres votos incluyendo el del Presidente. Después de un instante de duda, el coro de los cinco manifestó su acuerdo con ese parecer, probablemente por la simple razón de que ésa era la primera opinión que alguien expresaba. De ese modo, las manos que se alzaban pidiendo la condena del acusado, ascendían ya a ocho. ¿Iba a tener algún efecto este resultado, sobre esa minoría indecisa de cuatro miembros? En cualquier caso, a continuación se les invitó a que expresaran su opinión. Se alzaron solamente tres manos. Un hombre, hermético donde los hubiere, se abstuvo de expresar su sentir aunque fuera con una leve señal: ¿hace falta decir quién era? El miembro en cuestión adoptó un aspecto misterioso, que le convirtió en objeto de mayor interés. Pero su sonrisa enigmática se desvaneció de inmediato. Permanecía inmóvil sobre su silla, con los ojos cerrados. ¿Estaba meditando profundamente? ¿O sencillamente estaba durmiendo? El avispado Presidente hacía ya tiempo que sospechaba que este miembro del jurado, siendo el más estúpido de todos, al menos tenía la astucia necesaria para morderse la lengua y ocultar de ese modo su propia torpeza. Pero el jurado no llegó a esa misma conclusión. Impresionado por la gran solemnidad de su semblante, creyeron que había quedado absorto en un entramado de reflexiones de la más elevada importancia para la decisión del veredicto. Tras un diálogo acalorado, decidieron pedirle al único miembro independiente da todos los que había en la sala (el miembro que no había tomado partido) que manifestara su opinión del modo más sencillo posible. —¿Por qué veredicto se inclina usted, señor? ¿Culpable o no culpable? Los ojos del discreto miembro del jurado se dilataron como los de un buho, con lentitud y solemnidad. Ante las dos alternativas, la de manifestar su opinión con una o con dos palabras, su sabiduría taciturna escogió la forma más breve: —Culpable —respondió. Y cerró los ojos de nuevo, como si estuviese ya harto de todo aquello. La sala se inundó de una indescriptible sensación de alivio. Se olvidaron las hostilidades y hubo un intercambio de miradas amistosas. Consecuencia de ese armonioso sentimiento fue que el jurado se puso en pie y regresó a la sala. El destino del acusado estaba sellado. El veredicto era: Culpable. 2. LA SENTENCIA Cuando el jurado entró en la sala, el murmullo del público cesó. La curiosidad se centró entonces en la esposa del preso, que había estado presente en la sala todo el tiempo que había durado el juicio. Lo que todos se preguntaban ahora era, ¿cómo soportará la esposa la espera que precede a la emisión del veredicto? La señora Westerfield era lo que se dice una mujer hecha y derecha. Tenía una actitud altiva, una bonita figura, e iba elegantemente vestida, con colores oscuros. Sobre la frente le caían pequeños mechones rizados de una cabellera abundante y de color claro. Sus rasgos faciales eran grandes y firmes, pero delicados. La esposa no recompensó la curiosidad del público con ninguna emoción externa. Sus ojos, de color gris claro, soportaron la curiosidad general sin pestañear, incluso con osadía en la mirada. Para sorpresa del público femenino, la mujer había estado acompañada por sus dos hijos durante todo el juicio. La niña tenía diez años y era muy guapa. El niño, más pequeño, estaba sentado en la falda de su madre. Todo el mundo pudo observar que la señora Westerfield no le hacía el menor caso a su hija. Cada vez que decía algo en voz baja, lo cual hacía con frecuencia, era siempre para dirigirse a su hijo. Si el niño se inquietaba, ella le acariciaba. Sin embargo, ni una sola vez se dio la vuelta para ver si su hija, sentada al lado de su hermanito, estaba tan cansada del proceso como lo estaba el pequeño. El juez se sentó, y se dio la orden de que el preso compareciera para escuchar el veredicto. Hubo una prolongada pausa. El público se acordó de que la primera vez que el preso había entrado en la sala, estaba pálido. Entre los asistentes se oyeron comentarios en voz baja: —Se ha puesto enfermo. El público estaba en lo cierto. El médico de la prisión subió al estrado de los testigos y, con tono fatigado y monótono, hizo su declaración. El preso hacía años que padecía del corazón, pero la dolencia había sido desatendida. Incluso se había desmayado durante la espera larga y llena de incertidumbre anterior al veredicto. El desmayo había sido tan serio, que el testigo no quiso hacerse responsable de las consecuencias si el preso, con la emoción de enfrentarse a la corte y al jurado, volvía a caer desplomado. Así las cosas, se leyó formalmente el veredicto, y la sentencia fue aplazada. Una vez más, los espectadores miraron a la esposa del acusado. Se había puesto en pie con la intención de salir de la sala. Cuando ya se había hecho público el veredicto adverso, su marido solicitó despedirse de ella. El gobernador de la prisión, después de consultarlo con el médico, accedió a su petición. Cuando la esposa salió de la sala la gente se fijó en que llevaba a su hijo cogido de la mano, mientras que la niña los tenía que seguir detrás. Una dama compasiva se acercó y se ofreció a la madre para hacerse cargo de los niños mientras ella estuviera ausente. La señora Westerfield respondió fría y calmosamente: —Gracias, pero su padre desea verlos. El preso se estaba muriendo. Solamente hacía falta mirarlo para darse cuenta. Cuando su esposa y sus hijos se acercaron a la cama en la que se estaba dejando morir, abrió los ojos fatigosamente. Era un hombre corpulento. Como un leño. Naufragado. Respiraba con dificultad, pero aun así logró decir algunas palabras: —No te voy a preguntar cuál ha sido el veredicto —le dijo a su esposa—. Lo veo en tu cara. En silencio, sin dejar caer una sola lágrima, esperó al lado de su marido. Él tan sólo la había mirado una vez, un instante. Todo el interés del preso parecía centrado en sus hijos. La niña era la que estaba más cerca de su padre, y él la miraba con una sonrisa desdibujada. La pobre criatura parecía entender el significado del silencio de su padre. Llorando desconsoladamente, le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso: —Papá, guapo. Ven a casa y yo te cuidaré. El médico observó que en el rostro del padre se producía un cambio. Las demás personas presentes no lo advirtieron. Al preso se le puso el corazón en un puño; presintió que se acercaba el momento de la despedida. —Llévate a la niña —le dijo a la madre en voz baja. El médico le ayudó a tomar un trago de coñac, y le tomó el pulso. Apenas lo notó. El preso se rehizo durante un instante, y buscó ansiosamente a su hijo. —El niño —susurró—. Quiero ver a mi hijo. Cuando su esposa le acercó el niño, el médico le dijo en voz baja a la mujer: —¡Si tiene algo que decir a su marido, hágalo rápido! Ella se puso a temblar, y cogió la fría mano de su esposo. Cuando el preso sintió el contacto, por un momento pareció recobrar fuerzas. Le pidió que se inclinara. —Si te escribo ahora una carta aquí en la celda —le susurró—, querrán verla —hizo una pausa para coger aire, y pronunciando las palabras entrecortadamente, dijo: —Cógeme el brazo izquierdo y remángame la camisa. Ella le desabrochó el botón de la camisa de lino. En la cara interior del puño, escritas en rojo como de sangre, podían leerse las siguientes palabras: "Mira en la camisa que está en mi baúl". —¿Para qué? —preguntó ella. El preso la miró con miedo. Sus labios se desvanecieron en el vano intento de darle una respuesta. Ella se inclinó sobre él. Él suspiró. Y con el aire de su último suspiro movió los mechones de pelo que caían sobre la frente de su esposa. El médico señaló a los niños: —Llévese a estos pobrecitos a casa —dijo—. Han visto a su padre por última vez. La señora Westerfield obedeció en silencio; tenía sus motivos para querer llegar a casa lo antes posible. Lo primero que hizo al cruzar la puerta fue dejar a los niños al cuidado del criado. Luego se metió en la habitación de su difunto marido, echó el cerrojo y sacó la poca ropa que quedaba en el baúl. Cogió una camisa. Estaba fabricada con un material ordinario, tenía el acostumbrado diseño a rayas blancas y azules. Buscó, pero sus dedos, quizás insuficientemente sensibles, no notaron nada en el reverso de la tela. Volvió el baúl hacia la luz y descubrió, en una de las rayas azules de la camisa, una mancha delgada y brillante que parecía un lamparón de goma seca. Se detuvo un instante para pensar; luego cogió un estilete e hizo un corte en la tela. Por la hendidura asomó algo de color blanco. Lo sacó. Era un trozo de papel doblado. Una carta escrita a mano por su marido. Cuando la desdobló, una hoja pequeña de papel cayó al suelo. La recogió. En la carta aparecían letras, figuras y cruces, distribuidas en líneas, y mezcladas con tal confusión que no tenían, desde luego, ningún sentido. 3. LA CARTA La señora Westerfield dejó a un lado el misterioso pedazo de papel y volvió a coger la carta por si ésta podía aclararle el enigma. Esta vez sí que se quedó de piedra. La carta iba dirigida "a la señora Roderick Westerfield", y comenzaba de un modo muy brusco, sin ninguna de las acostumbradas formalidades. ¿Quería eso decir que en el momento de escribir la carta, su marido estaba enfadado con ella? Más bien, lo que quería decir era que su marido desconfiaba de ella. El señor Westerfield lo expresaba en estos términos: Te escribo esta carta antes de que empiece el juicio. Si el veredicto me es favorable, destruiré lo que he escrito. Si me hallan culpable, tendrás que ser tú quien haga lo que debería haber hecho yo. El inmerecido infortunio que ha caído sobre mí empezó con la llegada de mi barco a Río. Cuando nuestro segundo de a bordo terminó su servicio de ese día, pidió permiso para bajar a tierra, y desapareció para siempre. Ignoro por completo el motivo de su deserción. Yo quería sustituirle promocionando al mejor marinero de a bordo, pero los agentes de los dueños del barco no admitieron mi propuesta, y pusieron a un hombre de su confianza. De qué nacionalidad era este hombre, es algo que también ignoro. El nombre que él me dio fue Beljames, y los informes decían que era un caballero arruinado. Fuera quien fuese, sus modales y su forma de hablar eran cautivadores. Caía bien a todo el mundo. Después de la doble calamidad del embarrancamiento del barco y de la desaparición de los diamantes (valorados en cinco mil libras), regresé a Inglaterra en la primera ocasión que tuve, y Beljames se vino conmigo. Poco después de llegar a mi casa de Londres, un buen amigo me advirtió, en privado, que mis patrones habían decidido querellarse contra mí por haber encallado el barco a propósito y, lo que resulta todavía más cruel, por haber robado los diamantes. Al segundo de a bordo, Beljames, que era quien estaba al mando del barco cuando éste enrocó, lo acusaron de lo mismo. Yo sabía que era inocente y, por supuesto, decidí afrontar el juicio. Lo que yo no sabía era qué haría Beljames. ¿Seguiría mi ejemplo? ¿O intentaría escapar a la menor oportunidad? Pensé que mi obligación como amigo suyo era advertirle de la situación. Pero no sabía dónde encontrarle. Nada más llegar nuestro barco al puerto de Falmouth, en Cornwall, nos habíamos separado, y desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Le di mi dirección en Londres, pero él no me dio la suya. Durante el viaje de vuelta, Beljames me contó que le habían dejado en herencia una casa pequeña con jardín en St. John’s Wood, Londres. Su agente le había escrito una carta informándole de que la casa estaba en ruinas, y le había aconsejado que buscara a alguien que quisiera adquirirla a buen precio. Esto parecía justificar su estancia en Londres, donde le iba a resultar más fácil encontrar un comprador. Mientras yo no dejaba de pensar en todo esto, alguien me dijo que una dama deseaba verme. Resultó ser la dueña de la casa en la que Beljames estaba hospedado. Una mujer decente. Traía un mensaje inquietante. Beljames se estaba muriendo, y deseaba hablar conmigo. Fui inmediatatamente a verle. Cuando uno tiene que contarle sus problemas a alguien, es mejor ser breve. Beljames había oído hablar de la querella que querían ponernos. La muerte se encargó de que no tuviera tiempo de explicarme cómo se había enterado de ello. El pobre se había envenenado. Si fue por el terror que le infundía el juicio, o por remordimiento de conciencia, no es de mi incumbencia. Para desgracia mía, lo primero que hizo fue hacer salir de la habitación a la dueña y al médico. Y luego, cuando ya estábamos los dos solos, confesó que había cambiado el rumbo del barco a propósito, y que había robado los diamantes. Si he de ser justo con él, tengo que reconocer que el pobre hombre se mostró en todo momento angustiado por los problemas que podría causarme con su delito. Después de haber aliviado su mente con la confesión, me entregó la hoja de papel (escrita en lenguaje cifrado), que encontrarás dentro del sobre. "Ahí tienes la nota que explica donde están escondidos los diamantes", me dijo. Yo soy una de las muchas personas que no saben absolutamente nada acerca de mensajes cifrados, y así se lo dije. "Es así como guardo el secreto", dijo él. "Escribe lo que te voy a dictar, y sabrás lo que significa. Primero levántame." Cuando lo hice, empezó a mover la cabeza de un lado a otro. Estaba angustiado. Tenía muchos dolores. Pero se las compuso para indicarme dónde tenía la pluma, la tinta, y el papel. Estaban en una mesa que tenía a su lado, la misma en la que el médico había estado escribiendo. Le dejé un momento, para arrastrar la mesa hasta la cama. En ese momento lanzó un gemido, y pidió ayuda. Yo corrí hacia la habitación del piso de abajo a buscar al médico. Cuando volvimos, tenía convulsiones. Era el final de Beljames. Los abogados de mi defensa han intentado conseguir expertos, como ellos los llaman, para descifrar el mensaje. Pero todos han fracasado. Si son llamados como testigos, declararán que los signos de la hoja de papel no se corresponden a ningún código conocido, y que son simples garabatos hechos al azar que no significan nada. Por otra parte, la Ley no quiere tener en cuenta la confesión que me fue hecha, si no es por boca de un testigo. Podría probar que el rumbo del barco fue variado, en contra de mis órdenes, después de que yo me fuera abajo a descansar. Pero para ello necesito encontrar al hombre que estaba al timón en ese momento. Y sólo Dios sabe dónde está ahora. Además, como tú sabes, en el pasado cometí algunos errores, y ahora debo dinero. Esas circunstancias juegan muy seriamente en contra mía. Parece que mis abogados han depositado una enorme confianza en un famoso asesor, a quien han encargado que actúe en mi defensa. Yo por mi parte, me enfrento a este juicio con poca o ninguna esperanza. Si el veredicto es culpable, y tú no quieres olvidarte de mí, no descanses hasta encontrar a alguien que pueda interpretar estos signos cifrados. ¡Escucha mis ruegos!, haz por mí lo que yo ya no puedo hacer. Recupera los diamantes, devuélvelos, y muestra esta carta a mis patronos. Da un beso a los niños de mi parte. Ojalá que cuando sean un poco mayores puedan leer este alegato mío y sepan que su padre era inocente. Y que los quería mucho. El bueno de mi hermano cuidará de ti. Sé que hará eso por mí. Entonces, nada más. RODERICK WESTERFIELM La señora Westerfield cogió una vez más la hoja con el criptograma. La miró como si fuera un ser vivo que la hubiera retado a un duelo. Y tomó una decisión: —Si llego a ser capaz de leer este galimatías, ya sé lo que haré con los diamantes. 4. LA BUHARDILLA Exactamente un año después del desafortunado día del juicio, la señora Westerfield (recluida en el santuario de su habitación) celebró el final del obligado luto. Ella no creía que, externamente, y según mandan las convenciones, la disminución del dolor tuviera que mostrarse paulatinamente: del negro al gris. Puso sobre la cama su mejor vestido azul de paseo, al lado su sombrero nuevo, y observó el conjunto con admiración y alegría. Dejó en el suelo la ropa a la que acababa de renunciar para siempre. —¡Gracias a Dios, ya no te necesito más! —dijo, y apartó de una patada la ropa de luto enmohecida, mientras se dirigía hacia la chimenea para tocar la campanilla. —¿Dónde está mi pequeño? —le preguntó a la casera, en cuanto ésta entró en la habitación. —Está abajo conmigo en la cocina, señora. Le estoy enseñando a hacer un pastel de ciruelas. ¡Parece tan feliz! Espero que no quiera llevárselo en este momento. —Ni mucho menos. Quiero que lo cuide usted mientras yo estoy fuera. Por cierto, ¿dónde está Syd? La hija mayor había sido bautizada como Sydney por deseo de una familiar de su padre. A su madre no le gustaba el nombre, así que la llamaba siempre Syd, como si quisiera dejar el menor rastro posible de su nombre original. La casera miró a la señora Westerfield sin apenas ocultar la antipatía que sentía por ella, y respondió: —Está arriba en el desván, la pobrecita. Dice que la ha enviado usted allí para sacársela de encima. —Vaya si lo he hecho. —Señora, en ese desván no hay chimenea. Me temo que ahí estará muy sola y pasando frío. De nada le sirvió a la criada interceder por Syd: la señora Westerfield ni siquiera la estaba escuchando. Tenía toda la atención puesta en sus manos rollizas y hermosas. Cogió una pequeña lima del tocador, y se hizo los últimos retoques en las uñas. —Haga traer un poco de agua caliente —dijo—. Quiero darme un baño. La joven criada, que se encargó de subir el agua caliente, no estaba todavía familiarizada con el modo en que se hacían las cosas en aquella casa. Las instrucciones que la señora Westerfield había dado a la casera, una mujer bondadosa donde las hubiera, eran que, después de atenderla, la hiciese subir al piso de arriba. —Encontrarás a una niña pequeña y guapa, sola. Dile que tan pronto como yo me haya marchado, baje a mi cuarto y se quede ahí quieta. Todos los inquilinos de la casa sabían que la señora Westerfiel tenía a su hija abandonada. Incluso la nueva sirvienta había oído hablar de ello. Cuando abrió la puerta de la buhardilla, se detuvo en el umbral y miró cuidadosamente adentro. Solamente vio trastos: dos baúles viejos, una silla rota, y un sucio volumen de sermones tamaño cuartilla, formato que hacía ya muchos años había caído en desuso. La buhardilla tenía un techo inclinado, y mugriento, que descendía hasta una ventana agrietada. Estaba repleto de manchas de la lluvia que se había abierto camino a través del tejado. El papel de la pared estaba desteñido, desconchado y desgarrado por la humedad. El zócalo estaba lleno de agujeros. Por uno de ellos se asomó la mirada tímida y reluciente del único amigo de la niña en la buhardilla: un ratón que se estaba alimentando de las migajas que la niña había guardado de su desayuno. En el momento en que se abrió la puerta, el ratón se metió como una flecha en su agujero, y Syd miró hacia arriba. —¡Lizzie! ¡Lizzie! —dijo muy seria—. Tendrías que haber entrado sin hacer ruido. Has asustado a mi hijito. La buena mujer se echó a reír. —Y dígame, señora, ¿tiene usted una familia muy numerosa? —le preguntó, animada por la broma. Pero Syd no le veía la gracia: —Sólo dos más —contestó con tono serio. Y recogió del suelo dos miserables muñecas, tan sucias y destrozadas como pueda uno imaginar—. Las mayores... —continuó la extraña niña mientras ponía las muñecas encima de uno de los baúles vacíos—. La más grande es una niña, y se llama Syd. El otro es un niño, que lleva la ropa muy sucia, como puedes ver. Su mamá es muy buena y, siempre que hacen algo mal, les perdona y les compra ponis para que monten. Y cuando tienen hambre siempre les da cosas para comer que están muy buenas. ¿Tú quieres mucho a tu mamá, Lizzie?, ¿es buena tu mamá? Esas candorosas alusiones a la falta de atención que había sufrido Syd durante su niñez llegaron al corazón de la sirvienta. Se puso a recordar su infancia: también ella había crecido sin amigos, sin un fuego que la calentara, y no lo había podido soportar. —Ay, cariño —dijo la sirvienta—, se te han puesto los bracitos rojos del frío. Ven aquí conmigo, que te los voy a calentar. Sin embargo, la viva imaginación de Syd la protegía del frío mejor que la mano compasiva de cualquier mujer. —Eres muy amable, Lizzie —respondió—. Pero cuando juego con mis hijos, no tengo ni pizca de frío. Procuro que hagan mucho ejercicio. Ahora, por ejemplo, iremos al parque a caminar un rato. Cogió a sus muñecas de la mano y comenzó a caminar despacio de un lado a otro de la habitación, mientras iba señalando con el dedo a personas distinguidas y objetos de interés que tan sólo vivían en su imaginación. —Esa de ahí, hijos míos, es la reina en su carroza de oro arrastrada por seis caballos. ¿Os habéis fijado que por la ventana de la carroza asoma su cetro? Con eso gobierna la nación. Hacedle una reverencia a la reina. Y ahora, mirad que agua tan bonita y resplandeciente. Ahí está la isla donde viven los patos. Los patos son criaturas felices. Siempre se salen con la suya en todo, y cuando se mueren son muy buenos para comer. Al menos así era antes, cuando papá estaba con nosotros y cenábamos siempre cosas tan buenas. Sólo intento que estas dos pobres criaturas se entretengan un poco, Lizzie. Su padre está muerto, y yo ahora tengo que ser madre y padre al mismo tiempo. ¿Tenéis frío, cariñitos míos? Cuando oyó que Syd preguntaba eso a sus hijos imaginarios, la criada sintió un escalofrío. —Ahora ya estamos otra vez en casa —cogió las muñecas y las llevó de la mano hasta la chimenea—. ¡En mi casa, siempre está el fuego encendido! —exclamó la niña, animosa y frotándose las manos alegremente ante el hogar vacío como un desierto. La buena de Lizzie no pudo reprimirse más. —¡La pobre, si al menos se quejara de algo —estalló— no sería tan horrible! ¡Oh, qué vergüenza!, ¡qué vergüenza! —lloró ante la asombrada mirada de la pequeña Syd—. Ven, hija mía, vamos al cuarto de abajo, que está calentito. Ahí está tu hermanito. ¿Tu madre? Me da igual, que nos vea. A esa me gustaría cantarle bien las cuarenta. ¡Bueno, nada, nada! No quería asustarte. Podemos hacer que yo era hija tuya, y era un poco mala. Pero que ahora me cogía un ataque de cariño, y tú cogías las muñecas, así, muy bien, y yo te cojo a ti. ¡Ay, cómo tiembla esta niña! Danos un beso a todas. Syd no conocía la simpatía. Abrió los ojos como dos platos, con esa capacidad para maravillarse que sólo tienen los niños. Pero poco después, mientras bajaba por las escaleras con su buena amiga la sirvienta, pasaron por delante de la puerta de la señora Westerfield, y Syd adoptó esa expresión quebradiza de miedo que también pertenece exclusivamente a los niños. —Si sale mi mamá —susurró la niña—, haz como si no la viéramos. En la pequeña habitación caldeada se sintieron a salvo. Todos en la casa sabían que la señora Westerfield era la clase de mujer que, cualesquiera que fueran las circunstancias, nunca tenía prisa para vestirse. Pasó más de media hora antes de que se oyera el golpe con el que cerró la puerta de entrada. En ese momento, la amable casera, espiando desde la ventana, dijo: —Ya se va. ¡Ahora sí que nos lo vamos a pasar bien! 5. EL POSADERO La señora Westerfield se dirigió a la taberna en la que había trabajado como camarera tiempo atrás. Entró sin vacilar y le dio su tarjeta al posadero. Éste le abrió la puerta del gabinete y le hizo un gesto para que entrara. —Tienes buen aspecto —dijo él, mirándola de arriba abajo—. ¿Has vuelto para trabajar otra vez de camarera? —¿Te crees que eso es lo único que sé hacer? —respondió ella. —Bueno, mi cielo, cosas más extrañas se han visto. Me han comentado que ahora vives de la renta de Lord Le Basque. Y la semana pasada venía en los periódicos la muerte de su señoría. —Y los abogados de su señoría continúan dándome mi asignación. Una vez le dejó bien claras las cosas al posadero, la señora Westerfield no creyó que fuera necesario añadir que ella, Lady Le Basque, también tenía pensado cumplir la condición que su marido le había puesto para seguir cobrando la asignación: que no volviera a casarse. —Eres una mujer afortunada —resaltó el posadero—. Bueno, me alegro de verte. ¿Qué quieres beber? —Nada, gracias. Quiero saber si últimamente has sabido algo de James Bellbridge. El posadero gozaba de gran popularidad entre sus amigos. Probablemente porque era de la clase de hombres que no se reprimen nunca a la hora de hacer un chiste. —¡A eso lo llamo yo ser constante! —dijo él—. ¡Ahora te pones melosa con James, después de haberle dado calabazas hace doce años! La señora Westerfield adoptó un aire de dignidad, y le contestó: —Estoy acostumbrada a que me traten con respeto. Que tengas un buen día. El posadero, que era un hombre campechano, le puso la mano en el hombro e hizo que se sentara de nuevo. —No seas tonta —dijo—. James está en Londres. Se hospeda en mi casa. ¿Qué dices a eso? Desde sus ojos grises, la señora Westerfield le dirigió una mirada llena de ansiedad, de osadía, de curiosidad. —¿Me estás diciendo que ha vuelto otra vez aquí para trabajar como camarero? —No, cariño, no tengo esa suerte. James es ahora todo un caballero que se hospeda habitualmente en mi casa. La señora Westerfield prosiguió con sus preguntas. —¿Ha venido de América para quedarse? —No, James Bellbridge, no. Regresará para poner un saloon, como lo llaman ellos, con un socio. Dice que ha venido a Inglaterra por negocios. Me imagino que quiere que le dejen dinero para su nueva aventura. En Nueva York no son tontos, así que la única posibilidad que tiene de que le anticipen el dinero de las facturas es embaucando a sus amigos campesinos. —¿Y cuándo tiene pensado marcharse al campo? —Ya está ahí. —¿Cuándo regresa? —Vaya, parece que estás muy decidida a verle. Vuelve mañana. —¿Se ha casado? —¡Bueno, bueno!, parece que vamos llegando al meollo de la cuestión. Te diré que puedes estar tranquila. Muchas han sido las mujeres que le han exhibido sus armas de amar, pero él todavía no se ha dejado hacer prisionero. ¿Quieres que le dé recuerdos cariñosos de tu parte cuando lo vea? —Sí —dijo ella fríamente—, todo lo cariñosos que tú quieras. —¿Estás pensando en casarte con él? —preguntó el posadero. —Pienso en el dinero —añadió la señora Westerfield. —Dinero de Lord Le Basque. —¡Dinero de Lord Le Basque! ¡Que te zurzan! —¡Oye!, hablas igual que cuando eras camarera. ¿No estarás diciendo que te ha dejado una fortuna? —Sí. ¿Podrías darle un recado a James? —Haré cualquier cosa por una dama millonaria. —Dile que venga a tomar el té con su antiguo amorcito. A las seis. —No vendrá. —Vendrá. Y tras esa discrepancia en sus opiniones, la señora Westerfield se marchó de la posada. 6. EL BRUTO Al día siguiente, el fiel James justificó la confianza que la señora Westerfield tenía puesta en él. —Ay, Jemmy, ¡qué feliz soy al verte! Cariño, por fin soy tuya. —Eso, milady, siempre y cuando yo todavía te quiera. Suéltate de mi cuello. El hombre que con esta protesta se rebelaba contra la prisión de los brazos de una elegante dama, podría decirse que era el perfecto inglés: la cara regordeta; el cutis sonrosado; los ojos azules y roqueños; poco pelo y amarillo; una sonrisa inexpresiva, y los hombros, el cuello, los puños, y los pies, enormes. En fin, todas las características físicas que solamente pueden verse juntas en un país como Inglaterra. Igual que cualquier otro hombre, los de esta casta poseen sistema nervioso; la diferencia es que no lo saben: sufren dolor sin sentirlo; son valientes sin sentir el peligro; se casan sin amor; comen y beben sin límite, y cuando los asola alguna enfermedad se hunden (con todo lo grandes que son), sin hacer siquiera el esfuerzo de vivir. La señora Westerfield obedeció inmediatamente la orden, y se soltó del cuello de toro de su huésped. Era imposible no someterse a él: era muy bruto. Imposible no admirarle: era muy grande. —¿Ya no sientes ni un poco de amor por mí? —fue todo cuanto se aventuró a preguntarle. Él se tomó el reproche con buen humor. —¿Amor? —repitió—. ¡Vaya, esa sí que es buena; que tú me hables de amor después de dejarme por un hombre con título y todo eso. ¿Cómo debería llamarte?, ¿señora o milady? —Llámame como te apetezca. ¿Qué es lo que te parece tan gracioso, Jemmy? Antes me tenías cariño. Cuando me casé con Westerfield, tú te fuiste a América porque estabas enamorado de mí. ¡Oh, si hay algo de lo que estoy segura es de eso! Si tú supieras el cruel desengaño que he sufrido no serías tan malicioso conmigo. De repente, él se mostró interesado y animado por lo que ella le estaba contando, y adoptó un tono más íntimo: —Así que fue un mal marido, dices. Seguro que te dio sus buenas palizas, pero eso no me lo contarás. —Estás muy equivocado, querido. El señor Westerfield hubiera sido un buen marido si yo me hubiese preocupado por él. Pero a mí nunca me ha importado nadie excepto tú. No fue Westerfield quien me convenció para darle el sí. —Eso es mentira. —No, te aseguro que no lo es. —¿Entonces, por qué te casaste con él? —Cuando me casé con él, Jemmy, había perspectivas. ¿Cómo podía decir que no? ¡Piensa en lo que supone ser uno de los Le Basque! ¡Mantenida, y con honor, por esa noble familia! ¡Hasta el final de mis días! ¡Estuviera mi marido vivo o muerto! Al camarero todo esto le sonó como una monumental tontería. Su experiencia en la posada le sugirió una explicación muy simple a todo lo que estaba oyendo: —Oye, pequeña, ¿has estado bebiendo? La primera intención de la señora Westerfield fue levantarse indignada e ir hacia la puerta. Pero se sentía una mujer domada y le bastó la mirada de él para sentarse de nuevo. —No entiendes lo tentadora que puede resultar una oportunidad como esa —le dijo dulcemente. —¿A qué oportunidad te refieres? —A ser madre de un lord, querido. Al oírla hablar de su sueño de ser la madre de un lord, James, británico de pura cepa, le hizo instintivamente una reverencia a la mujer que le había dado calabazas. —¿Y eso, María? —preguntó él educadamente. Era la primera vez que él la llamaba por su nombre de pila. María se acercó a él. —Cuando Westerfield me estaba haciendo la corte, su hermano (milord) estaba soltero. Tenía a una dama, si es que puede llamarse dama a ese bicho, viviendo bajo su techo. Le dijo a Westerfield que estaba muy enamorado de ella, pero que detestaba la idea de casarse. "Si el primer hijo de tu esposa es un varón", le dijo, "será él el heredero de la finca y de los títulos, y eso me hará posible el poder continuar como hasta ahora." Un mes después ya estábamos casados. Al cabo de un tiempo nació nuestra primera hija. ¡Tuve un disgusto muy grande! Yo sospecho que milord, persuadido por la mujer de la que antes te he hablado, decidió arriesgarse a esperar un año, y luego otro, antes de casarse. Durante todo ese tiempo no tuve ningún otro hijo ni quedé embarazada. Presionaron a mi cuñado para que se casara. ¡Cómo la odio! Su primer hijo fue un varón: un varón nervioso, saludable, grandote, ¡un bruto! Seis meses después nació mi pobrecito hijo. ¡Y ahora, Jemmy, dime si después de esta decepción tan grande que he sufrido no merezco ser una mujer feliz! ¿Es verdad que vas a volver a América? —Es del todo cierto. —Llévame contigo. —¿Con dos niños? —No, sólo con uno. A la niña la puedo colocar en Inglaterra. Piénsalo antes de decirme que no. ¿Necesitas dinero? —Aunque así fuera, tú no puedes ayudarme. —Cásate conmigo, y te haré rico. Él la miró con atención, y se dio cuenta de que ella estaba nerviosa. —¿A qué llamas tú una fortuna? —Cinco mil libras. James abrió los ojos. Abrió la boca. Se rascó la cabeza. El hombre de alma impenetrable estaba asustado. —¡Cinco mil libras! —Pidió con voz lánguida unas "gotas de coñac". La señora Westerfield le tenía preparada una botella. —Pareces un poco cansado —le dijo. Pero él estaba tan profundamente concentrado en las virtudes restauradoras del coñac, que no le hizo ningún caso. Cuando se hubo repuesto dijo que no se creía lo de las cinco mil libras. —¿Y cómo sé yo que eso es verdad? —dijo en tono severo. Ella sacó la carta de su marido. —¿Te has enterado de lo del juicio de Westerfield por haber embarrancado su barco? —le preguntó ella. —He oído hablar de ello. —Pues mira esta carta. —¿Es larga? —Sí. —Entonces mejor que la leas tú. El escuchó con toda atención. Ninguno de los dos puso en duda que debían hacerse con los diamantes (si es que lograban encontrarlos). Así pues, quedaba claro que los dos estaban tácitamente a favor de ello. Pero él tenía dudas sobre el valor de las piedras preciosas. —¿Cómo sabes que valen cinco mil libras? —preguntó. —¡Ay, que estúpido llegas a ser, cariño! ¿Acaso no lo dice el propio Westerfield en su carta? —Léeme esa parte de nuevo. Ella así lo hizo: Después de la doble calamidad del embarrancamiento del barco y de la desaparición de los diamantes (valorados en cinco mil libras) regresé a Inglaterra a la primera oportunidad que tuve. Hasta aquí, él se mostró satisfecho. Pero enseguida quiso ver el criptograma. Ella se lo entregó con una condición: —Será tuyo, Jemmy, el día que te cases conmigo. Él se metió la hoja de papel en el bolsillo. —Ahora ya lo tengo. ¿Qué pasa si decido quedármelo? A una mujer que ha trabajado como camarera en una taberna, no es fácil cogerla desprevenida. —En ese caso —respondió ella lacónicamente—, lo primero que haría sería llamar a la policía, y después enviaría un telegrama a los jefes de mi marido en Liverpool. Él le devolvió inmediatamente el mensaje cifrado. —Sólo estaba bromeando. —Y yo también —repuso ella. Se quedaron mirándose. En ese momento sintieron que estaban hechos el uno para el otro. Pero ni aún así dejó James de pensar en sus intereses. —¿Y qué hacemos con este mensaje que no se entiende? Tú dices que todos los expertos que han intentado descifrar los signos han fracasado. —Eso es cierto —añadió ella—, pero tal vez haya alguno que lo logre. —¿Y cómo vas a encontrarlo? —Déjame intentarlo. ¿Me das un plazo de dos semanas a partir de hoy? —De acuerdo. ¿Algo más? —Sí, una cosa más. Consigue la licencia de matrimonio cuanto antes. —¿Por qué? —Para demostrarme que vas en serio. El estalló en una risotada. —No creas que es tan descabellado lo que dices. Podría llevarte conmigo a América, eres la clase de mujer que necesitaríamos en nuestra cantina. Me haré con esa licencia. Buenas noches. En el momento en que se ponía en pie, alguien llamó a la puerta con un golpecito suave. Una niña pequeña, que llevaba un vestido muy usado, se asomó en el umbral. —¿Qué haces aquí? —le preguntó rabiosa su madre. Como única explicación, Syd le ofreció su delgada mano con una carta. La señora Westerfield la leyó y, después de arrugarla hasta hacerla una bola, se la metió en el bolsillo. —¿Uno de tus secretos? —le preguntó James—. Algo, no sé, ¿relacionado con los diamantes? —Espera a ser mi marido —dijo ella—, y entonces podrás preguntar todo lo que quieras. Su amado había acertado de lleno: durante el último año la señora Westerfield había probado suerte con varios expertos, pero hasta ahora no había podido sacar nada en claro. No hacía mucho, había oído hablar de un extranjero que se dedicaba a descifrar criptogramas, y le había escrito una carta para preguntarle cuáles eran sus condiciones. En su respuesta (que la señora Westerfield acababa de recibir), el extranjero no sólo le hablaba de sus elevadísimos honorarios, sino que además, como precaución, le hacía una serie de preguntas que a ella le parecía poco conveniente responder. Otro de sus intentos por descubrir el misterio del mensaje cifrado también había resultado en vano. James Bellbridge también tenía sus buenos momentos, y precisamente entonces era cuando podía vérsele un poco más distendido. Como ahora, mientras contemplaba a la niña con curiosidad. —Tiene aspecto de pasar hambre —dijo sin ninguna clase de emoción, como si estuviera hablando de un gato callejero—. ¡Hola, tú! Toma, cómprate un poco de pan. Cuando Syd salía de la habitación, le lanzó un penique. Luego, aprovechó el momento para cerrar el trato con la madre de Syd. —Mira, si te llevo a Nueva York conmigo, quiero que quede claro que yo no voy a cargar con tus dos hijos. ¿Es esa la niña que vas a dejar en Inglaterra? La señora Westerfield sonrió con dulzura, y contestó: —Sí, cariño. 7. EL CRIPTOGRAMA La única posibilidad que le quedaba a la señora Westerfield de descubrir dónde estaban escondidos los diamantes era poniendo un anuncio en el periódico solicitando los servicios de una persona que conociera el arte de descifrar códigos. La primera de todas las respuestas que recibió vino a remediar un poco sus decepciones anteriores. En la misiva se adjuntaban cartas de recomendación de sendos caballeros, cuyos apellidos eran ya de por sí garantía suficiente. Aún así las verificó, y fue a visitar a uno de ellos al día siguiente. Su apariencia física no decía verdaderamente mucho a su favor. Era un hombre viejo, desaliñado, achacoso, y pobre. Su humilde habitación estaba llena de libros muy desgastados. No parecía que al viejo le hubiera sonreído demasiado la vida, ni que le resultaran muy familiares los habituales gestos de cortesía social: ni le dio los buenos días, ni le ofreció una silla a la señora Westerfield. Cuando ella intentó explicarle que se había equivocado de persona, él la interrumpió de mala manera. —Déjeme ver ese criptograma. Si antes no me parece que realmente vale la pena, no le puedo prometer que vaya a estudiarlo. La señora Westerfield estaba asombrada. —¿Se refiere a que quiere usted una suma importante de dinero? —preguntó ella. —No, me refiero a que yo no soy como esos que pierden el tiempo con criptogramas facilones inventados por idiotas. Ella puso la hoja de papel sobre el escritorio del viejo. —Pues pierda un poco de su tiempo con éste —dijo ella satíricamente—, ¡creo que le va a gustar! El hombre, de ojos legañosos e hinchados, examinó el criptograma. Luego se puso una lente de aumento. La única pista que le dio a la señora Westerfield sobre lo que pasaba por su cabeza en ese momento fueron sus movimientos: el viejo cerró su libro de golpe, y recreó la mirada en los signos y caracteres que tenía ante sí. De repente, miró a la señora Westerfield. —¿De dónde ha sacado esto? —le preguntó. —Eso a usted no le interesa. —En otras palabras, tiene usted motivos personales para no responder a mi pregunta. —Así es. Mientras el viejo sacaba sus propias conclusiones acerca de una respuesta como esa, le ofreció a la señora Westerfield una horrorosa sonrisa, mostrándole los tres dientes amarillentos que le quedaban por toda dentadura. —¡Ya veo! —dijo él, hablando solo. Luego miró el jeroglífico una vez más, y le hizo otra pregunta: —¿Tiene usted alguna copia? Hasta ese momento a ella no se le había ocurrido que eso habría sido sin duda una buena idea. El viejo se acercó a su silla. Parecía como si su único interés acerca del criptograma se limitara a la existencia de una copia. —¿Sabe lo que podría ocurrir? —le preguntó a la señora Westerfield—. Que el único criptograma que me ha logrado interesar verdaderamente en los últimos diez años podría perderse, o alguien podría robármelo, o quemarse si hay un incendio en esta casa. Merecería usted un buen castigo por ser tan descuidada. El viejo, finalmente, le dijo a la señora Westerfield cuáles eran sus deseos, pero hizo que pareciera un consejo: —Más le valdría a usted hacerse una copia. La señora Westerfield comprendió la importancia del consejo (expresado, por otra parte, de modo tan incivil). Su boda dependía de ese precioso pedazo de papel. Sí, se hallaba ante un hombre verdaderamente desagradable; de eso no cabía duda. Pero, al mismo tiempo, le pareció que podía confiar en él. —¿Y tardará usted mucho en descubrir su significado? —preguntó ella, después de terminar la copia del criptograma. Él puso la copia al lado del original, los comparó cuidadosamente, y después contestó: —Pueden pasar días hasta que encuentre la clave. Así que, si no me da usted al menos una semana de plazo, ni lo voy a intentar. Ella le pidió un plazo más corto. Él le devolvió los papeles, el original y la copia, con una mirada fría. —Inténtelo con otro —le sugirió. Y seguidamente abrió de nuevo su libro. La señora Westerfield le dio, de mala gana, una semana de plazo, y a continuación volvió por segunda vez al tema de sus honorarios: —¿Cuánto me va a costar? —Se lo diré cuando haya terminado. —¡No, no estoy de acuerdo! Primero tengo que saber la cantidad. Él le volvió a devolver los papeles. La experiencia que tenía la señora Westerfield sobre le pobreza desde luego no incluía esta clase de libertades. Se quedó bastante sorprendida, pero volvió a dar su consentimiento. Él cogió el mensaje cifrado original, lo metió en un cajón de su escritorio y lo cerró bajo llave. —Venga aquí dentro de ocho días, contando desde hoy —le dijo. Luego volvió a coger su libro. —No es usted muy educado que digamos —le dijo ella al salir de la habitación. —En cualquier caso —respondió él—, yo no interrumpo a la gente mientras está leyendo. Pasó una semana. Cuando la señora Westerfield fue a visitarle por segunda vez, seguía sentado a su mesa, seguía rodeado de sus libros, y seguía ignorando las atenciones que se deben ofrecer a una dama. —¿Y bien?, ¿se ha ganado usted sus honorarios? —He descubierto la clave. —¿Cuál es? —exclamó ella—. Dígame qué dice básicamente. No puedo esperar a leerlo. Él, sin inmutarse, continuó con lo que tenía que decirle. —Pero hay algunas combinaciones menores que todavía tengo que descubrir para quedar del todo satisfecho. Quiero unos días más. Ella se negó rotundamente a cumplir ese requerimiento: —Escríbame lo más importante —le repitió—, y dígame qué le debo. Él le devolvió el criptograma. Era la tercera vez que lo hacía. Encontrar a una mujer capaz de guardar la debida compostura ante una provocación como esa es tan improbable como que un matemático sepa encontrar la cuadratura del círculo o que sea inventado el movimiento perpetuo. Con una mirada furiosa, y una sola palabra, la señora Westerfield le expresó al filósofo cuál era su opinión acerca de él: —¡Bruto! —pero el hombre no se alteró para nada. —Yo —continuó el viejo—, si no puedo hacer bien mi trabajo, prefiero no empezarlo. Hoy es sábado día once. Podemos vernos, si a usted le parece bien, el próximo miércoles por la tarde. La señora Westerfield se calmó un poco; al menos lo suficiente para poder repasar mentalmente los compromisos que tenía para la semana que empezaba. El jueves se iba a hacer efectiva la licencia de matrimonio, y podría celebrarse la boda. El viernes salía el tren expreso que llegaba a Liverpool justo a tiempo para que los pasajeros pudieran embarcar el sábado por la mañana en el vapor de Nueva York. Una vez hechos los cálculos, la señora Westerfield le preguntó, con huraña humildad: —¿Le parece bien que venga el miércoles por la tarde? —No. Déjeme su nombre y su dirección. Le enviaré el criptograma, descifrado, a las ocho. La señora Westerfield dejó sobre la mesa una de sus tarjetas de visita, y se fue. 8. LOS DIAMANTES La semana siguiente fue básicamente un semana de acontecimientos. El lunes por la mañana, la señora Westerfield y su fiel James tuvieron su primera discusión. Ella se tomó la libertad de recordarle que había llegado el momento de acercarse hasta la iglesia para informarles de la boda, y de reservar plazas en el vapor para ella y para su hijo. James no le dio ninguna respuesta, sino que le preguntó si el experto estaba haciendo bien su trabajo. —¿Ha descubierto ya tu viejecito dónde están los diamantes? —Todavía no. —En ese caso, esperaremos hasta que lo sepa. —¿No crees en mi palabra? —preguntó enfadada la señora Westerfield. James Bellbridge contestó lacónicamente: —No. La señora Westerfield se sintió insultada, y así se lo hizo saber; se puso de pie y le indicó dónde estaba la puerta. —Puedes volver a América cuando te dé la gana —dijo , y ya veremos si eres capaz de encontrar tú solo el dinero que te hace falta. Seguidamente, para demostrarle que estaba hablando en serio, se sacó el criptograma del escote del vestido y lo arrojó al fuego. —El original está a salvo; me lo guarda mi viejecito —añadió—. Y ahora sal de esta habitación. James se puso de pie con una docilidad sospechosa. Cuando salió ya tenía muy claro lo que debía hacer. Media hora después, el viejecito descifrador de criptogramas vio interrumpido su trabajo por un hombre grueso y de aspecto canallesco al cual no había visto jamás hasta entonces. El desconocido afirmó ser el prometido de la señora Westerfield, y a continuación le pidió (con muy malos modos) que le dejara ver el criptograma. El viejecito le preguntó si, a ese efecto, traía consigo una orden por escrito, firmada por la propia señora Westerfield. El señor Bellbridge puso los dos puños sobre el escritorio del viejecito, y le dijo: —He venido aquí para ver el mensaje cifrado bajo mi propia responsabilidad, e insisto en que me lo enseñe usted inmediatamente. —Antes permítame que le enseñe otra cosa —fue la respuesta que ofreció el viejo al ordeno y mando del señor Bellbridge—. ¿Señor, sabría usted reconocer una pistola cargada, si la viera? Cuando el camarero se inclinó sobre el escritorio, el cañón de la pistola se acercó a una distancia de tres pulgadas de su enorme cabeza. Era la primera vez en su vida que lo cogían desprevenido. Hasta ese momento, a James no se le había ocurrido que un arrojado descifrador de criptogramas era una persona que podía estar expuesta a ciertos peligros, por ejemplo si alguien le confiaba algún secreto importante, por tanto era lógico que pudiera tomar sabias medidas para protegerse. Y para poder de persuasión, nada mejor que una pistola cargada. James salió de la habitación utilizando una serie de palabras que todavía no se han hecho un lugar en ningún diccionario inglés. Pero cuando James estaba tranquilo, era una persona con al menos dos virtudes: sabía reconocer sus derrotas, y apreciaba como ninguna otra cosa en el mundo el valor de los diamantes. Cuando fue a ver a la señora Westerfield al día siguiente, le llevó una noticia que sabía que iba a provocar la piedad de María: la Iglesia había recibido la notificación de la boda, y había un camarote reservado para ella en el vapor. Con todo arreglado según sus planes, la señora Westerfield tenía el camino libre para abandonar a la pobrecita Syd. Se la dejaría a su hermana mayor, que estaba soltera, y era la prestigiosa dueña de un colegio barato para niñas situado en uno de los arrabales de Londres. Esta dama (conocida en su barrio como la señora Wigger) hacía ya tiempo que tenía la intención de poner a Syd como aprendiz de profesora. —Voy a obligarla a aprender —prometió la señora Wigger—, hasta que sea capaz de hacerse cargo ella sola de las alumnas de primer curso. Así podrá pagarse la manutención y el alojamiento. Cuando sea mayor sustituirá a la directora titular y con ello me ahorraré un sueldo. Una vez la señora Wigger le hubo planteado su propuesta a la señora Westerfield, sólo le quedó aguardar a que su hermana le diera una respuesta. Ésta simplemente le escribió una carta en la que le informaba que estaba de acuerdo: Ven el próximo viernes a la hora que quieras antes de las dos, y Syd te estará esperando lista para marcharse. P.D: El jueves me caso otra vez, y el sábado cogeré el vapor y me iré a América con mi marido y mi hijo. La señora Westerfield echó la carta al correo y con ello, según sus propias palabras, se quitó otro peso de encima. El miércoles, a medida que se iban acercando las ocho de la tarde, la señora Westerfield se iba poniendo cada vez más nerviosa. Para tratar de tranquilizarse se propuso hacer algo. Abrió la puerta de la sala de estar y se puso a escuchar en la escalera. Cuando todavía faltaban unos minutos para las ocho, alguien llamó a la campana de la casa. Ella bajó corriendo a abrir la puerta, pero sucedió que la criada se encontraba en ese momento en el pasillo, y contestó. Pocos segundos después, la puerta se cerró de golpe. —¿Quién era? —preguntó la señora Westerfield. —No había nadie, señora. Resultaba extraño. ¿Acaso ese miserable viejo la había engañado? —Mira en el buzón —le gritó a la sirvienta—. Ella obedeció, y encontró una carta. La señora Westerfield abrió el sobre, en las mismas escaleras y de pie. Contenía una cuartilla de papel común de carta, sobre la que había escrito el significado del criptograma. Decía así: Recuerda, el número 12 de Purbeck Road de St. John's Wood. Ve hasta la glorieta del jardín trasero. Luego hasta la cuarta tabla del suelo, contando desde la pared del lado derecho, según se entra. Levántala haciendo palanca. Busca debajo del moho y los cascotes. Ahí encontrarás los diamantes. El viejo no acompañaba el texto de la carta con ninguna otra explicación, ni tampoco le devolvía el criptograma original. El extraño viejo se había ganado sus honorarios; sin embargo, no había venido a reclamarlos. ¡Ni siquiera le hacía saber a la señora Westerfield dónde o cuándo podía hacérselos llegar! ¿Habría sido él en persona quien había traído la carta? Fuera él, o algún mensajero, el hecho era que había dejado la carta y se había ido antes de que la criada abriera la puerta. De repente, a la señora Westerfield le sobrevino un sentimiento de desconfianza hacia el viejo, y se quedó paralizada. ¿Se habría llevado los diamantes? Cuando estaba a punto de mandar que fueran a buscar un coche de alquiler para ir hasta el hospedaje del viejo, entró James. Estaba ansioso por saber si había llegado el criptograma descifrado. Ella no le dijo nada acerca de sus sospechas, y simplemente se limito a informarle de que en sus manos tenía el mensaje descifrado. Él inmediatamente quiso verlo. Pero la señora Westerfield le dijo que no iba a mostrárselo hasta que él la hubiera hecho su esposa: —Mañana por la mañana, cuando vayamos a la iglesia, llévate un formón escondido en el bolsillo —esa fue la única pista que le dio. Y ese fue el momento en el que más desconfiaron el uno del otro. Al día siguiente, a las once en punto de la mañana, fueron unidos en matrimonio, teniendo por únicos testigos al dueño del hostal en el que habían trabajado los dos, y a su esposa. No permitieron que los niños asistieran a la ceremonia. Nada más salir por la puerta de la iglesia, la luna de miel de los recién casados comenzó con un viaje en coche hasta St. John's Wood. Cuando llegaron al lugar, observaron que en una ventana rota había un rótulo lleno de suciedad donde se leía: "Se alquila". Una señora les dijo, con muy malos modales, que podían ver la casa si lo deseaban. La novia, que estaba de muy buen humor, le hizo ver al novio que para guardar las apariencias lo más conveniente era que vieran primero la casa. Una vez cumplido este trámite, ella se dirigió a la señora encargada de enseñar la casa, y con voz dulce le dijo: —¿Podríamos ver el jardín? La señora le dio una extraña respuesta: —Es realmente curioso. James habló por primera vez: —¿Qué es lo que le parece tan curioso? —le preguntó, interrumpiéndola. —En todo este tiempo han sido muchas las personas que han querido ver la casa —dijo la señora—, pero solamente ha habido dos que quisieran ver el jardín. James dio media vuelta y se fue hacia la glorieta, dejando que fuera su esposa quien decidiera si valía la pena continuar con aquella conversación. A ella le pareció que el tema bien lo merecía. —Es evidente que yo soy una de esas dos personas que se han interesado por el jardín. ¿Y la otra?, ¿quién es? —El lunes vino un hombre mayor. La amable sonrisa de la novia se desvaneció. —¿Cómo era ese viejo? —pregunto ella. Esta vez, la señora de los malos modales se irritó más que nunca. —¡Ay, cómo quiere que se lo explique! ¡Era un verdadero animal! ¡Un bruto, eso es, un bruto! "¡Un bruto!", pensó ella. La misma palabra que había utilizado ella misma hacía muy pocos días, cuando el experto había logrado ponerla de tan mal humor. Llena de recelo, se fue hacia el jardín. James, siguiendo las instrucciones de su esposa, ya había empezado a trabajar con el formón. Sobre el suelo había una tabla suelta. Estaba apartando con ambas manos los cascotes y la tierra que había en el agujero. En cuestión de minutos, el escondite quedó al descubierto. Miraron dentro. Se miraron el uno al otro. El agujero, vacío, hablaba por sí solo. Los diamantes habían desaparecido. 9. LA MADRE La señora Bellbridge miró a su marido. Esperaba que de un momento a otro él estallara en cólera, y se preparó para ello. Pero James permaneció en silencio, con una mirada vacía y estúpida. Torpe como era, se había quedado aturdido. Parecía un perfecto imbécil: mudo, inofensivo, y desvalido. Ella volvió a poner los cascotes en el agujero, puso la tabla en su sitio, y recogió el formón. —Vámonos James, no te quedes ahí parado. Pero era inútil hablarle. Lo cogió por el brazo y se lo llevó al coche que estaba esperando en la puerta. Cuando el conductor abrió la puerta para ayudarle a entrar, observó que en el asiento delantero había un papel. A veces, la gente, que intenta por todos los medios hacer publicidad, echa anuncios por las ventanillas de los coches. El conductor lo cogió, y lo hubiera tirado al suelo de no ser porque la señora Bellbridge, al ver el reverso del papel, se lo quitó inmediatamente de la mano. —No es ningún impreso —dijo—. Está escrito a mano. Lo examinó de cerca y vio que estaba dirigido a ella. Era evidente que la persona que lo había dejado ahí la había tenido que seguir primero hasta la iglesia y luego hasta la casa de St. John's Wood. El autor de la carta se dirigía a ella por su antiguo nombre, y no por el que le acababa de ser concedido con el beneplácito del clero y de la ley. La señora Bellbridge leyó la carta: Señora, olvídese del asunto de los diamantes. Ha cometido usted un grave error contratando a la persona equivocada. La nota no decía nada más. Lo suficiente, sin embargo, para llegar a la conclusión de que el viejo se había llevado los diamantes. ¿Valía la pena ir hasta su posada? Fueron; sin embargo, el experto estaba en viaje de negocios. Nadie sabía dónde. Como de costumbre, el viernes por la mañana llegó el periódico. Para sorpresa de la señora Bellbridge, la noticia del robo aparecía con todo lujo de detalles en una de las primeras páginas. Decía lo siguiente: Una vez más, ha quedado demostrado que la ficción supera a la realidad. Los hechos han ocurrido en Liverpool. A principios de esta semana, una muy respetable compañía naviera recibió una extraña carta. El autor de la misma les advertía de que tenía que informarles acerca de unos hechos importantes, y seguidamente pasaba a explicar lo siguiente: Un amigo suyo (relacionado con la literatura) al parecer se había encontrado la tarjeta de visita de una dama sobre su escritorio. Dicha tarjeta le había recordado (el motivo no es menester aquí explicarlo) un delito que en su momento había despertado el interés del público: a saber, el juicio al capitán Westerfield pon haber embarrancado a propósito el barco que estaba bajo su mando. El autor de la carta no había oído hablar jamás del caso, pero aconsejado por su amigo había consultado un archivo de periódicos, encontrando el reportaje que hacía referencia a ese suceso y se había dado cuenta de una cosa: cuando el equipo de salvamento inspeccionó la nave naufragada, de la carga que llevaba había desaparecido la colección de diamantes consignada a la compañía de Liverpool. Hasta entonces no se habían encontrado. Continuaba la carta diciendo que no podía explicar nada más acerca de los hechos tan importantes mencionados al comienzo de la misma, porque quería preservar el secreto profesional y porque no podía traicionar la confianza que habían depositado en él al darle a conocer el escondite en el que, con toda probabilidad, estaban ocultos los diamantes. Estas circunstancias no le habían dejado más alternativa, como hombre honrado que era, que estar del lado de las personas que a su entender planeaban el robo de las piedras preciosas. Por todo ello, había puesto los diamantes bajo su protección, hasta que fueran identificados y reclamados por sus propietarios legítimos. A continuación, apelaba a esos caballeros, estipulando que la reclamación debía ser presentada por escrito y dirigida a su persona, utilizando las iniciales de su nombre, en una oficina postal de Londres. Si quedaba satisfecho con la identificación de la propiedad perdida, se reuniría (en un lugar determinado y a cierta hora y día) con una persona que fuera de la confianza de la compañía naviera; tras lo cual devolvería personalmente los diamantes, y ni reclamaría ni permitiría que le fuera entregada recompensa alguna. Las condiciones fueron cumplidas, y se llevó a cabo la tan esperada reunión. El autor de la carta, al que describieron como un viejo enfermizo y pobremente vestido, cumplió con su palabra: cogió el recibo, y se fue sin tan siquiera esperar a que le dieran las gracias. No sólo eso, sino que cuando, más tarde, los de la naviera contaron los diamantes, no faltaba ni uno solo. En la miseria. La pareja de recién casados se hallaba en la más completa y merecida miseria. La fortuna que planeaban robar, la fortuna en la que tanta ilusión habían puesto, se les había escapado de las mismas manos. El camarote del vapor a Nueva York ya había sido reservado y pagado por otros pasajeros. James se había casado con una mujer que no podía darle nada excepto ella misma, además de un estorbo en forma de niño. La misma tarde de la boda, después de descubrir que los diamantes habían desaparecido de la glorieta, y después de haberse repuesto un poco del disgusto, en lo primero que pensó James fue en recuperar el dinero de los pasajes de barco, para luego abandonar a su esposa y a su hijastro, y huir a América en un vapor francés. Con esas intenciones fue hasta las oficinas de la compañía inglesa diciendo que quería poner a la venta los billetes que había comprado. Pero una circunstancia jugaba en su contra: en esa época el tráfico de pasajeros a América era muy escaso, y el único beneficio lo aportaba el cargamento. Así que si todavía contemplaba la idea de abandonar a su esposa, desde luego tenía que resignarse a dar por perdido el dinero de los pasajes. La otra alternativa era, según sus propias palabras, "no renunciar a lo que ya está pagado, y una vez en Nueva York sacarle todo el jugo a su familia". Cuando esa tarde llegó a casa, todavía no había tomado ninguna decisión. También la esposa sentía que se encontraba en una situación crítica y, al igual que su marido, quería explotar los pocos recursos de que disponía. Si era lo suficientemente tonta como para permitir que James se dejara llevar por uno de aquellos impulsos tan propios de él, lo más probable era que ocurriera una de estas dos cosas: si estaba de mal humor, la tumbaría de un manotazo; si estaba de buen humor, la abandonaría. En cualquier caso, la única esperanza que le quedaba para protegerse era conquistar al esposo. Mientras él estaba fuera aquella tarde, ella se armó sabiamente de las más irresistibles tentaciones propias de su sexo. Cuando el marido llegó a casa, se la quedó mirando. Nunca la había visto tan bien vestida, tan hermosa. También era la primera vez que los magníficos ojos de ella lo miraban de esa manera. James, que en ese momento era un hombre herido, se rindió a unas emociones para las que no estaba preparado. Se quedó mirando fijamente a su esposa. Estaba sorprendido. Indefenso. Ese inestimable momento de debilidad era todo cuanto ansiaba la señora Bellbridge. James quedó verdaderamente encandilado; hasta el punto de que a la mañana siguiente pudo vérsele leyendo el periódico, y abrazando sentimentalmente a su esposa por la cintura. En un acto de refinada crueldad, a Syd no le habían dicho ni una sola palabra acerca del terrible cambio que se avecinaba a su joven vida. La pobrecita había visto cómo su madre hacía los preparativos para el viaje, poniendo sus cosas dentro de unas maletas, y se dispuso a imitarla. Cogió sus pocos vestidos, más bien trapos de ropa zurcida y rasgada, y lo subió con la intención de meterlos en uno de los viejos baúles destrozados que había en la parte de la buhardilla donde ella solía jugar. Antes de que pudiera terminar de hacer su equipaje, la criada la fue a buscar para llevarla de nuevo a la sala de estar, tal como le habían mandado hacer. Cuando Syd llegó al salón, vio a una extraña dama sentada en el sofá como una reina. Roderick, su hermano pequeño, estaba escondido detrás de una silla, sin disimular para nada su desagrado ante la presencia de la dama. Syd miró tímidamente a su madre. Ella solamente le dijo: —Ésta es tu tía. No sería en nada exagerado afirmar que el aspecto físico de la señora Wigger le habría bajado los humos al mismísimo Lavater, el altivo autor de ese famoso libro sobre Fisonomía. Bajo una capa de grasa blanducha había desaparecido completamente cualquier rasgo expresivo que su cara hubiese podido tener en su juventud. Esa ausencia, añadida a unos espejuelos verdes, hacía que sus virtudes (o sus vicios) se mantuvieran en secreto. Hasta que abría la boca. Su voz lo decía todo acerca de su personalidad; y eso que nadie era capaz de entender una sola palabra. Pero no vayan ustedes a pensar equivocadamente que se trataba de una mujer de naturaleza enfermiza. —¡Haz tu reverencia, hija! —dijo la señora Wigger. La naturaleza había moldeado su voz para que estuviera a la altura del terror que infundía su rostro. Si no hubiese sido porque llevaba faldas, habríase dicho que se trataba de la voz de un hombre. La niña se puso a temblar, pero obedeció. —Ahora vendrás conmigo —dijo la dueña del colegio—, y bajo mi techo y mis enseñanzas aprenderás a ser una mujer de provecho. Syd parecía incapaz de entender el destino que la aguardaba. Se escudó detrás de su desalmada madre. —Yo me voy contigo, mamá. Contigo y con Rick. Su madre la cogió por los hombros y la empujó hasta donde estaba su tía. La pequeña miró a la formidable criatura femenina con voz de hombre y anteojos verdes. —Tú tienes que venir conmigo —dijo la señora Wigger intentando animarla— y he venido a buscarte. Al oír esas horribles palabras, Syd sintió que un temblor recorría su pequeño cuerpo. Cayó sobre sus rodillas y se puso a llorar con tanta pena que hasta el peor de los salvajes hubiese comprendido su dolor. —¡Mamá, mamá, no me dejes! No me lo merezco, yo no he hecho nada malo. ¡Oh, por favor, por favor, ten compasión de mí, por favor, mamá! Incluso la madre más egoísta y desalmada que pueda uno imaginar no podría evitar que la más íntima y sagrada de todas las relaciones humanas, la maternidad, abriera una fisura en su corazón de piedra. Sus mejillas encarnadas se volvieron pálidas. Por un momento, no supo qué hacer. La señora Wigger, que percibía la vida de un modo muy particular gracias a sus anteojos verdes, percibió enseguida ese instante de indecisión de madre, y vio que había llegado el momento de hacer valer su experiencia como maestra de jovencitas. —Déjame hacer a mí —le dijo a su hermana—. Ni has sabido, ni sabrás jamás tratar a los niños. La maestra dio un paso al frente, y Syd se tiró al suelo y se puso a chillar. La señora Wigger agarró a la niña con sus largos brazos, la levantó y empezó a sacudirla. —¡Cállate, diablillo! —pero no hizo falta decirle que se callara. La cabecita de Syd, con su precioso pelo rizado, se hundió en el hombro de la maestra. Syd fue llevada al exilio sin que de su boca saliera una sola palabra o un solo lamento. Simplemente, se había desmayado. 10. EL COLEGIO Cuando uno lleva una vida tediosa en un lugar aburrido, el tiempo pasa despacio. Syd fue cumpliendo años: aniversarios inexistentes de los que ni ella misma tuvo noticia; y así fueron pasando los años de martirio para Sydney Westerfield en el colegio. En todo ese tiempo no le había llegado ni una sola noticia de su madre, de su hermano, o de su padrastro, a Inglaterra. Ni una sola carta. Ni cuatro líneas siquiera. Sin amigos, y sin esperanzas, la hija de Roderick Westerfield estaba, en el sentido más triste de la palabra, sola en el mundo. Las agujas del viejo y feo reloj del aula de la escuela se estaban acercando a la hora en que se acababan las lecciones matinales. Aburridas, esperando a que las liberaran, las colegialas del primer curso observaron un suceso diferente a todo cuanto habían visto hasta ese día en el colegio. La criada-para-todo se asomó audazmente por la puerta del aula, e interrumpió la lección de la señora Wigger. —Con su permiso, señora. Hay un caballero ahí afuera... La señora Wigger la interrumpió con un tremendo estallido de su voz. La criada se quedó muda. —¿Cuántas veces te he dicho que no entres aquí en horas de clase? ¡Vete ahora mismo! La criada, una mujer muy curtida después de toda una vida de trabajo duro y de recibir una bronca detrás de otra, mantuvo la compostura, y recuperó rápidamente el habla. —Hay un caballero esperando en el salón —insistió. La señora Wigger quiso interrumpirla de nuevo. —¡Aquí tiene su tarjeta de visita! —añadió la criada, elevando su voz sobre la de la señora Wigger. Como todo mortal, la dueña del colegio sucumbía fácilmente a los dictados de la curiosidad. Se acercó a la muchacha y le quitó la tarjeta de la mano. —Señor Herbert Linley, Mount Morven, Perthshire. ¡No sé quién es este hombre! —dijo la señora Wigger—. ¡Infeliz!, ¿ha dejado que entre un ladrón en casa, o qué? —Un caballero. Y como ése, pocos más voy a ver en lo que me queda de vida. Sí, señora: ¡un verdadero caballero! —sostuvo la sirvienta. —¡Quédate calladita! Y dime, ese caballero, ¿ha preguntado por mí? ¿Oyes lo que estoy diciendo? —Me ha dicho usted que me quede calladita. No, no ha preguntado por usted. —¿Y entonces por quién ha preguntado? —Lo ha anotado en su tarjeta de visita. La señora Wigger volvió a mirar la tarjeta y encontró las siguientes palabras, débilmente trazadas a lápiz: "Ver a la señorita S.W." La dueña del colegio miró enseguida a la señorita Westerfield. La muchacha se levantó de su silla, situada delante de toda la clase. Las sorprendidas alumnas, atónitas, contemplaban a la aprendiz de profesora: la consideraban su enemigo natural, determinada a colmarlas de toda esa información indeseada proveniente de libros indeseables. Se la quedaron mirando: estaban ante una de las hijas predilectas de la Madre Naturaleza. La mujer que estaba destinada a ser la persona más querida de la familia; la conquistadora de decenas de corazones masculinos, de todos los gustos y de todas la edades. Pero Sydney Westerfield había vivido seis interminables años en ese tormento terrenal que la señora Wigger regentaba bajo el nombre de colegio. Y todos los brotes de belleza que tendrían que haber asomado por su joven cuerpo, habían quedado marchitos por el efecto glacial de la implacable superintendencia de su tía materna. Todos los brotes, excepto la inexpugnable belleza de sus cabellos y de su mirada. Tenía las mejillas hundidas, y sus finos labios habían perdido todo su color. Llevaba puesto un vestido zarrapastroso que le colgaba lisamente sobre el pecho. Cuando salía a la calle a dar un paseo con las otras niñas, a ningún viandante que se preciara de ser un buen observador le pasaba por alto la mirada triste y resignada de sus ojos dulces y oscuros. "¡Qué lástima!", solían decir entre ellos. Si no se la viese tan desgraciada y no estuviese tan delgada, sería una muchacha muy atractiva. Perpleja ante la osadía demostrada por su aprendiz de profesora al levantarse de su sitio antes de que la clase hubiera terminado, la señora Wigger hizo valer su autoridad de una vez por todas. Y lo hizo con una sola palabra: —¡Siéntese! —Déjeme que le explique, señora. —Siéntese. —Por favor, señora Wigger, déjeme que le explique. —Sydney Westerfield, está usted dando el peor de los ejemplos a su clase. Iré yo a ver a ese hombre. Usted haga el favor de sentarse en su sitio. Sydney, que ya de por sí era una muchacha pálida, estaba blanca como la leche. Obedeció la orden, para satisfacción de las niñas de su clase: faltaban diez minutos para las doce del mediodía, que era cuando las niñas salían al patio a jugar durante media hora, mientras la criada ponía la mesa para comer. ¿Qué haría la aprendiz de profesora con media hora de libertad? Entretanto, la señora Wigger entró en el salón haciendo una reverencia, la menos pronunciada que le fue posible. Con la cabeza levemente inclinada, echó un vistazo al forastero a través de sus anteojos verdes. Incluso a través de ese poco ventajoso medio de visión, el caballero tenía un aspecto que hablaba por sí solo. La descripción hecha por la criada no admitía ningún tipo de discusión. Tan excelentes eran los modales del señor Herbert Linley, que incluso fue capaz de disimular el sentimiento de alarma que le asaltó al encontrarse cara a cara con la espantosa mujer que había acudido a recibirle. —Si es usted tan amable de decirme en qué puedo ayudarle —empezó diciendo la señora Wigger. Con los años, los hombres, los animales y las casas se hacen viejos y se rinden a su triste destino. Cuando el tiempo osa decirle a una mujer que se está haciendo vieja, entonces, y sólo entonces, el tiempo se convierte en pura contradicción. Herbert Linley había ido demasiado lejos al pensar por anticipado que la "joven señorita", a quien había ido a ver, iba a ser efectivamente "joven" en el sentido literal de la palabra. Si en el momento en que se quedó frente a frente con la señora Wigger, la puerta hubiese estado abierta, él, con muchísimo gusto, se habría escapado en ese mismo instante de la casa. —Me he tomado la libertad de llamar a su puerta —dijo él— en respuesta a un anuncio. ¿Podría usted decirme —hizo una pausa, y sacó un periódico del bolsillo de su gabán— si tengo el honor de estar hablando con la dama a la que aquí se hace mención? Herbert Linley abrió el periódico y le mostró el anuncio a la señora Wigger. Pero la mirada de ella no se posó sobre el pasaje indicado, sino sobre el paisaje que le ofrecía el guante del forastero. Tanta era la perfección con que se ajustaba a su mano, que le hizo pensar que se hallaba ante la clase de caballero que ha alcanzado esa posición en la vida que le permite llevar guantes hechos a medida. Él, muy educadamente, insistió de nuevo en indicarle la ubicación exacta del anuncio. Pero la señora Wigger, que continuaba sin hacerle ningún caso al periódico, puso sus anteojos en dirección a la ventana frontal del salón y descubrió un carruaje lujoso esperando en la puerta. Quedaba definitivamente claro: buenos guantes, tocan buen dinero. Armado de toda la paciencia del mundo, Linley señaló por tercera vez el periódico, y logró por fin atraer la atención de la señora Wigger en la dirección correcta. Ella leyó el anuncio: Joven dama desea ser empleada en la educación de una niña pequeña. Poseyendo pocos conocimientos, y habiendo sido tan solo aprendiz de profesora en un colegio, ofrece sus servicios a prueba, dejando que su patrón decida el jornal que merece, en caso de que obtenga un empleo fijo. Dirigirse por carta a S.W., Delta Gardens, 14. N.E. —¡Qué impertinente! El señor Linley se quedó helado. —¡Se lo repito, me parece de lo más impertinente! —insistió la señora Wigger. El señor Linley intentó apaciguar a la terrible mujer: —Debo de ser un poco estúpido, pero me temo que no la acabo de entender. —Una de mis profesoras ha puesto un anuncio, y ha utilizado mi dirección sin habérmelo consultado antes. ¿Me he explicado mejor ahora, caballero? —en el momento de llamarle caballero, volvió a mirar el carruaje. Ni siquiera Linley, que era un hombre muy capaz de contener sus emociones, pudo reprimirse de mostrar su alivio, visible en el resplandor de su cara, al descubrir que la dama del anuncio y ésa que lo tenía aterrorizado eran dos personas distintas. —¿Me he explicado bien? —repitió la señora Wigger. —Perfectamente, señora. Pero al mismo tiempo, tengo que expresarle que el anuncio me ha causado una impresión muy favorable. —-Pues la verdad, no sé qué le encuentra usted —resaltó la señora Wigger. —La muchacha que lo ha escrito se expresa con mucha sinceridad; yo diría que incluso con ingenuidad. A mí me parece que se trata de una persona extraordinariamente modesta para hablar de sus méritos, y que tiene muy en cuenta los intereses de los demás, cosa poco habitual hoy en día. Espero que me permita usted... Antes de que tuviera tiempo de añadir "ver a la joven", la puerta de la habitación se abrió, y entró una muchacha. ¿Era ella quien había escrito el anuncio? Algo le dijo a Linley que sí; algo que debió resultarle verdaderamente convincente: tal vez la circunstancia de que en el mismo momento en que la miró, se sintió enormemente interesado por ella. Era una clase de interés que Linley no había sentido nunca hasta entonces. No era para nada una muchacha atractiva, lo cual sin duda hubiera justificado si no la admiración, si al menos la afloración de ciertos sentimientos masculinos hacia la joven criatura pálida y ajada que permanecía de pie junto a la puerta, resignada de antemano a recibir cualquier clase de reprimenda. Cuando Linley vio a la pobre aprendiz de profesora, no pudo evitar pensar en su joven y feliz esposa, esperándole en casa, y en su preciosa niñita, la niñita mimada de toda la familia. Miró a Sydney Westerfield con un hondo sentimiento de compasión que les hacía honor a los dos. —¿Qué pretendes viniendo aquí? —le preguntó la señora Wigger. Sydney, la aprendiz de profesora y criada, le contestó a su tía y ama con desparpajo pero con respeto. Era evidente que el tono empleado por su tía no la había amedrentado en absoluto, al menos hasta ese momento. —Me gustaría saber —dijo Sydney— si este caballero desea verme por el tema de mi anuncio. —¿Su anuncio? —repitió la señora Wigger— ¡Señorita Westerfield! ¿Cómo se atreve usted a poner un anuncio mendigando un empleo sin mi permiso? —En cuanto alguien hubiese contestado a mi anuncio yo se lo hubiese hecho saber a usted, señora. Sydney siguió hablando sin perder la calma, pero también sin someterse a la insolente autoridad de la dueña del colegio. Y todo ello con una entereza más que admirable en una jovencita; especialmente si la cara de esa joven era el reflejo de un alma sensible. Linley se acercó a ella y, antes de que la señora Wigger pudiera entrometerse por tercera vez, le dijo a Syd con un tono amable: —Me temo que me he tomado demasiadas libertades al venir a darle una respuesta personalmente, cuando lo más correcto hubiera sido enviarle una carta. La única excusa que puedo ofrecerle es que no he tenido tiempo de enviarle una carta para concertar una cita, porque mañana ya no estaré en Londres. Verá, yo vivo en Escocia, y me veo en la obligación de regresar esta misma noche para atender la correspondencia. Hizo una pausa. Ella le miraba. ¿Entendía lo que le estaba explicando? Demasiado bien lo entendía. Por primera vez en todos los miserables años que había pasado en ese colegio, la pobre muchacha vio como una mirada se posaba sobre la suya con una simpatía tan sincera que resultaba difícil describirla con palabras. Su admirable sentido de la resignación, cuyo aprendizaje había desarrollado bajo los malos tratos de su madre y luego fortalecido en la vejación diaria de sus desalmadas compañeras, se hizo añicos esta vez. Bastó que la mirada amable de un forastero derramara su bálsamo en el corazón apenado de la muchacha. Agachó la cabeza, y su maltrecho cuerpo se puso a temblar. Cuatro lágrimas cayeron lentamente sobre el escote de su vestido raído. Intentó dominar sus sentimientos, pero fue en vano: —Le ruego que me disculpe, señor —fue lo único que logró pronunciar—. Es que no me encuentro muy bien. La señora Wigger le dio un golpecito en el hombro y le señaló la puerta. —¿Te encuentras lo bastante bien como para llegar hasta la puerta? —preguntó. Lindley se volvió hacia la endiablada mujer con una mezcla de asombro y repugnancia. —Por Dios, ¿qué ha hecho esta muchacha para que la trate usted así? —dijo. A la señora Wigger se le abrió boca, y se le formaron nuevas arrugas en la frente. Pero esbozó una sonrisa. Cuando un hombre considera que ha llegado el momento en que es imprescindible conocer a fondo el alma de una mujer, es decir, cuando piensa seriamente en la posibilidad de casarse con ella, su única oportunidad de llegar a una conclusión acertada consiste en dejarse provocar por unas circunstancias exasperantes, en dejarse llevar por la pasión. Si la joven se deja arrastrar por esa misma pasión, y se acerca a él, el pretendiente puede confiar en que los vicios de la muchacha quedarán más que compensados por sus virtudes. Si por el contrario la muchacha hace gala del más admirable de los comedimientos, a él no le quedará otro remedio que sentirse avergonzado y procurar que no se le olvide. El comedimiento de la señora Wigger tuvo a Herbert Linley un tanto confundido; hasta que ella se tomó la molestia de tener en cuenta lo que él le había dicho. —Si no me hubiera interrumpido con ese exabrupto —contestó ella—, tal vez me habría dado tiempo a explicarle que no pienso permitir que mi casa se convierta en una oficina de contratación de profesoras. Tal como yo lo veo, únicamente me queda recordarle que su carruaje le está esperando en la puerta. Linley cogió su sombrero, y se dirigió hacia la única puerta que quedaba abierta: la de la salida. Sydney dio media vuelta para salir de la habitación. Linley Ie abrió la puerta. —No se desanime —le susurró cuando pasó a su lado—. Tendrá noticias mías. Después se despidió de la dueña de la escuela con una reverencia. La señora Wigger alzó un dedo amenazante, y se le plantó delante. Él esperó, preguntándose qué era lo que iba a hacer a continuación. La señora Wigger llamó con la campanilla. —Está usted en la casa de una dama respetable. Es costumbre que mi criada acompañe a las visitas cuando se marchan. En ese momento llegó hasta el salón un delicado aroma de jabón. La criada entró en la habitación, secándose sus humeantes brazos en el delantal. —Le deseo a usted un buen día. ¡Aire! —esa fue la última palabra de la señora Wigger. Al salir de la casa, Linley se acercó a la criada y le deslizó una propina en la mano. —Voy a escribirle a la señorita Westerfield —le dijo—. ¿Sería usted tan amable de hacerle llegar la carta? —¡Vaya si se la daré! A él le sorprendió que la muchacha fuera tan fervorosa en su respuesta. Linley, que no era en absoluto un hombre vanidoso, no tenía ni idea del valor añadido que su actitud conquistadora, sus ojos marrones y amables y su cálida sonrisa habían aportado a su pequeño regalo monetario. En el colegio de la señora Wigger, un hombre guapo representaba la octava maravilla del mundo. En la primera papelería que encontró, detuvo el carruaje y escribió su carta. Sin duda me alegraría mucho poder ofrecerle una vida más feliz de la que tiene ahora. Pero es usted quien debe ayudarme a conseguirlo. ¿Podría usted enviarme la dirección de sus padres, si residen en Londres, o el nombre de algún amigo con quien yo pueda arreglar las cosas para que usted pueda venir a trabajar como institutriz de mi hijita? Estaré por los alrededores del colegio esperando su respuesta. Si algún contratiempo le impide contestarme en seguida, aquí le anoto el nombre del hotel en el que estoy hospedado para que pueda enviarme un telegrama antes de que me marche de Londres esta noche. El hijo del papelero, animado por la clandestina visión de una media corona, se fue a toda prisa y regresó, más deprisa aún, con la respuesta: No tengo ni padre ni madre ni amigos, y me acaban de despedir del colegio. Como no tengo ninguna carta de recomendación, pienso que no debería aprovecharme de su generosa oferta. ¿Puede ayudarme usted a hacer más llevadera mi desgracia, permitiéndome venir a verle a su hotel, aunque sea sólo un momento? De verdad, señor, de verdad, no me olvido del respeto que le debo, ni del respeto que me debo a mí misma. Lo único que le pido es que me dé usted la oportunidad de convencerle de que no soy del todo indigna de la confianza que usted ha depositado en mí. S. W. Con estas tristes palabras, Sydney Westerfield revelaba que su ciclo educativo había concluido. LA HISTORIA PRIMER LIBRO CAPÍTULO I LA SEÑORA PRESTY No muy lejos del nacimiento del famoso río que recorre las elevadas montañas que hay entre el lago Katrine y el lago Lomond, dividiendo a Escocia entre las Tierras Altas y las Tierras Bajas, el viajero encontrará las venerables paredes grises de Mount Morven. Y después de consultar su guía turística pedirá permiso para visitar la casa. Lo que en una mansión moderna se llamaría el primer piso, está reservado a la familia. El gran vestíbulo de entrada, con su antiguo hogar de leña, y las viejas habitaciones que lo rodean, se enseñan libremente al forastero. Los viajeros cultivados expresan diferentes opiniones acerca de los retratos familiares, y de los techos elaboradamente tallados. El público poco instruido se abstiene de complicarse la vida haciendo cualquier tipo de crítica. Mira hacia arriba, hacia las torres y las aspilleras, el almenaje y las armas antiguas y oxidadas, testimonio de las contingencias del pasado, tiempos aquellos en los que la casa era una fortaleza. Entra en el tenebroso pasillo, camina a través de las habitaciones cuyo suelo era de piedra, se queda mirando fijamente los cuadros descoloridos, y se maravilla de las sublimes piezas de caza que se alzan inaccesibles en lo alto de la chimenea. A veces ese mismo público se sienta en las escaleras, que están tan frías y duras como el metal, o acaricia tímidamente las patas de mesas inamovibles que podrían muy bien ser las de algún elefante por lo que a su tamaño se refiere. Cuando ha terminado de admirar todas esas maravillas, termina también su aburrimiento. Entonces, los turistas, liberados, cierran las tapas de sus guías y salen a la luz y al aire. Es en ese momento cuando a todos les surge la misma e inevitable pregunta que nadie que visite Mount Morven consigue jamás eludir: ¿Cómo puede una familia vivir en un lugar como éste? Si, a lo largo de su visita, a estos forasteros se les hubiese permitido subir al primer piso para dar las buenas noches a la hermosa hijita de la señora Linley, habrían podido ver las paredes de piedra del dormitorio de Kitty acogedoramente cubiertas de colgantes de terciopelo para mantener alejado el frío; habrían andado sobre una doble alfombra que desafía al helado suelo de piedra; habrían mirado la resplandeciente camita, de moderno diseño, digna del delicioso sueño propio de toda chiquilla. Tan sólo cuando hubiesen descorrido las cortinas de la ventana y se hubiese revelado ante ellos la diamantina solidez de los muros exteriores habrían podido sospechar que la habitación tenía trescientos años de antigüedad. Y si les hubieran permitido llevar un poco más allá sus averiguaciones, habrían encontrado, al lado mismo, el pasillo que conducía a la sala de estar de la señora Linley: aquí, un nuevo escenario metamorfoseado habría puesto ante su mirada más lujos modernos, presentados con la perfección que implica la sobriedad dentro de los límites del buen gusto. Pero en este caso, en lugar de la cabeza de una vivaz criaturita apoyada sobre la almohada, al lado de la cabecita de su muñeca, se habrían encontrado con una mujer de considerable tamaño, durmiendo como un tronco, y roncando, en un confortable sillón, con un libro sobre la falda. Aquéllos entre los turistas que fueran hombres casados habrían pensado que se trata de la suegra, y habrían optado por dar un buen ejemplo a los demás: es decir, habrían salido de la habitación. La dama sosegada que estaba bajo el soporífero influjo de la literatura, tenía mucha importancia en la casa. Su rango era el de madre de la señora Linley. Otro motivo que la hacía digna de la atención de todos era que había estado casada dos veces y había sobrevivido a ambos maridos. El primero de estos caballeros, el Honesto y Honorable Joseph Norman, había sido miembro del Parlamento, y había formado parte del Gobierno. La señora Linley era la única hija que le quedaba a Joseph Norman, que había muerto a una edad avanzada, dejando a su hermosa viuda (lo bastante joven, como a ella siempre le gustaba de decir, para ser su hija) bien provista y de muy buen ver, lo cual la hacía seguir siendo el objeto de aspiraciones matrimoniales a ojos de aquellos caballeros solteros que admiraban a las mujeres gruesas y adineradas. Después de dudarlo durante un tiempo, más bien poco, la señora Norman aceptó la proposición del hombre más feo y torpe de entre todos sus admiradores. Por qué se casó con el señor Presty (conocido en el mundo de los negocios por haberse enriquecido comerciando con vinagre), es algo que la señora Presty nunca fue capaz de explicar. Por qué motivo derramó lágrimas de sincero dolor cuando el señor Presty murió tras dos años de matrimonio, era un misterio que tenía confundidos a sus amigos más íntimos y queridos. Y por qué cuando se dedicaba a recordar su vida de casada (a lo cual era quizás demasiado aficionada) insistía en poner al oscuro señor Presty a la misma altura que el distinguido señor Norman, era un secreto que esta reconocida mujer aún no había revelado; o al menos no se tenía noticia de ello. A la señora Presty le gustaba explicar ("con toda la imparcialidad del mundo", según decía ella misma) que el ideal de la perfección masculina era la combinación de sus dos maridos, presamente por lo opuesto de sus caracteres. Es decir, los vicios del señor Norman eran las virtudes del señor Presty; y los vicios del señor Presty eran las virtudes del señor Norman. Al volver al salón, después de haberle dado las buenas noches a Kitty, la señora Linley encontró a la anciana durmiendo. Vio que el libro que estaba sobre la falda de su madre empezaba a deslizarse, pero antes de que pudiera cogerlo el libro cayó al suelo y la señora Presty se despertó. —¡Ay, mamá, lo siento mucho! Lo quería coger pero no he llegado a tiempo. —No pasa nada, mi cielo. Supongo que si continuara leyendo esta novela no conseguiría sino dormirme otra vez. —¿Tan aburrida es? —¿Aburrida, dices? Está claro que tú ni te has enterado de lo que está haciendo esta nueva generación de novelistas. Le suministra al público sedantes. —Mamá, ¿hablas en serio? —Con toda seriedad, y con toda gratitud, Catherine. Estos nuevos escritores nos hacen mucho bien a las viejas. Nada de tramas que exciten nuestros nervios; nada de personajes indecorosos que nos pongan de mal humor; nada de situaciones dramáticas que nos asusten; y luego está ese exquisito manejo de los detalles (como dice la crítica), y esa magistral anatomía de las motivaciones humanas, las cuales... sé lo que quiero decir, mi cielo, pero no sé cómo explicarme. —Creo que ya te entiendo, mamá. Una magistral anatomía de las motivaciones humanas, que ya por sí sola constituye una motivación para que cualquier ser humano se vaya a dormir. No voy a pedirte que me dejes la novela. No quiero irme a dormir todavía. Estoy pensando en Herbert en Londres. La señora Presty miró su reloj de pulsera. —Tu marido ya no está en Londres. Ya está de camino a casa. Dame el horario de trenes, y te diré a qué hora llega mañana. Puedes estar segura, Catherine, de que no voy a equivocarme. Los grandes conocimientos que el señor Presty tenía acerca de los símbolos me han sido de gran utilidad después de su muerte. Graciasa sus instrucciones, soy la única persona de esta casa que puede descifrar las indicaciones de los horarios de la red ferroviaria de ete país. Tu pobre padre, el señor Norman, nunca fue capaz de entender los horarios de los trenes, pero jamás intentó disfrazar sus deficiencias. No tenía ni una pizca de la vanidad (vanidad inofensiva, tal vez) que llevó al pobre señor Presty a expresar opiniones categóricas sobre temas que desconocía por completo, como la pintura y la música, por ejemplo. ¿Qué quieres, Malcolm? El criado a quien iba dirigida la pregunta, contestó: —Ha llegado un telegrama para la señora. Cuando el criado se lo quiso entregar a la señora Linley, su destinataria, ésta retrocedió. Normalmente no era una persona muy expresiva, así que el sentimiento de sobresalto que se había apoderado de ella solamente pudo advertirse en el repentino cambio del color de su cara. —¡Un accidente! —dijo lánguidamente— ¡Un accidente ferroviario! La señora Presty abrió el telegrama. —Si hubieses estado casada con un ministro del Gobierno —le dijo a su hija—, estarías demasiado acostumbrada a los telegramas como para que te dieran miedo. El señor Presty (que leía siempre los telegramas en su despacho) no fue muy justo con la memoria de mi primer marido: solía culparle porque me dejaba ver sus telegramas. Pero el alma del señor Presty tenía toda la poesía que le faltaba a la del señor Norman: él siempre veía el lado angelical de las mujeres, y pensaba que nosotras teníamos una misión más digna que todos esos telegramas y negocios y cosas así. Pero yo no entendí nunca cuál es exactamente esa misión que... —¡Mamá, mamá! ¿Está herido Herbert? —¡Deja de decir tonterías! ¡Ni hay heridos, ni hay accidente, ni hay nada de nada! —¿Entonces por qué me envía un telegrama? Hasta ese momento, la señora Presty solamente había leído el mensaje por encima. Esta vez se puso a leerlo atentamente hasta el final. Su cara adoptó una fría expresión de desconfianza. Meneó la cabeza. —Léelo tú misma —le contestó—. Y recuerda lo que te dije cuando le confiaste a tu marido la tarea de buscar institutriz para mi nieta. Si recuerdas bien, entonces te dije: "Conozco a los hombres mejor que tú". Espero que no tengas que arrepentirte nunca. La señora Linley estaba demasiado enamorada de su marido para dejar que eso sucediera jamás. —¿Por qué no habría de fiarme de él? —preguntó—. Tenía que ir a Londres en viaje de negocios, y era una excelente oportunidad. La señora Presty desechó con un movimiento de la mano este débil argumento de su hija. —Lee el telegrama —repitió con un tono de dignidad—, y juzga por ti misma. La señora Linley leyó: He contratado una institutriz. Vendrá conmigo en el tren. Creo que debo advertirte que se trata de una clase de mujer que puede sorprenderte un poco. Es muy joven y muy inexperta. No se parece en nada a la típica institutriz. Cuando conozcas las enormes crueldades que ha tenido que soportar la pobre muchacha, estoy seguro de que te compadecerás de ella tanto como yo. La señora Linley se guardó el telegrama en la mano, y sonrió. —¡Pobre Herbert! —dijo tiernamente—. Después de ocho años de matrimonio, ¿todavía le asusta la idea de que me sienta celosa? ¡Mamá! ¿Por qué me miras con esa cara? La señora Presty le quitó el telegrama a su hija y leyó algunos extractos, con un tono que dejaba ver su indignación. —Viajan juntos en el mismo tren. Muy joven, y muy inexperta. Y siente compasión por ella. ¡Ya, claro! Catherine, conozco bien a los hombres, los conozco muy bien. CAPÍTULO II LLEGA LA INSTITUTRIZ El señor Herbert Linley llegó a casa al día siguiente por la mañana. Cuando la señora Linley salió corriendo al portal para darle la bienvenida, vio que no iba acompañado. —¿Donde está la institutriz? —le preguntó después de saludarle. —La he dejado en manos del ama de llaves para que la acueste, pobrecita —respondió Linley. —¿Algo infeccioso tal vez, mi querido Herbert? —inquirió la señora Presty asomándose por la puerta del comedor. En lugar de responder a la pregunta de su suegra, Linley miró a su esposa. —Nada serio, Catherine. Solamente necesita ponerse un poco fuerte. Estaba tan fatigada, después de nuestro largo viaje nocturno, que no podía ni bajar del carruaje, y he tenido que cogerla en brazos. La señora Presty parecía escuchar la conversación con mucho interés. —Vaya, toda una innovación en el comportamiento de una institutriz —dijo—. ¿Y puede saberse cómo se llama? —Sydney Westerfield. La señora Presty miró a su hija y le mostró una satírica sonrisa. La señora Linley le reprochó su actitud: —¡Supongo que no tendrás nada que objetar al nombre de la muchacha! —Todavía no me he formado ninguna opinión al respecto. Yo no creo en los nombres. —Oh, mamá, ¿acaso sospechas que es un nombre inventado? —Querida, no me cabe la menor duda de que ése no es su nombre verdadero. ¿Puedo hacer otra pregunta? —continuó la vieja dama, volviéndose hacia Linley—. ¿Qué carta de recomendación te ha dado la señorita Westerfield? —Absolutamente ninguna. La señora Presty se puso de pie con la presteza de una mujer joven, y se apresuró hacia la puerta. —Haz como yo —le dijo a su hija, mientras salía del comedor—, y cierra con llave tu joyero. Cuando Linley se quedo a solas con su esposa, dio un profundo suspiro de alivio. —¿Por qué está tan desagradable tu madre esta mañana? —preguntó. —Cariño, mi madre no aprueba que deje en tus manos la elección de una institutriz para Kitty. —¿Dónde está Kitty? —Está en las lomas montando en su pony. Herbert, ¿por qué has enviado un telegrama para prevenirme sobre la institutriz? ¿Creías de veras que podía sentirme celosa de la señorita Westerfield? Linley estalló en una risa. —Eso ni se me había pasado por la cabeza —le respondió—. No va contigo, mi cielo, eso de ser celosa. La señora Linley no estaba muy contenta con esa particular visión de su carácter. El bienintencionado piropo que su marido le había dedicado le recordó que había circunstancias ante las cuales cualquier mujer, por más que fuera generosa y amable, debía sentirse necesariamente celosa. —No tendrás tiempo de comprobarlo —le dijo a su marido—, porque... —Se interrumpió. No tenía ganas de discutir eternamente sobre un tema tan delicado. Con tono jocoso, su marido terminó la frase por ella: —¿Porque no sabemos qué va a suceder en el futuro? —sugirió él, bromeando de nuevo cuando no debía. La señora Linley volvió al tema de la institutriz. —Yo no estoy ni mucho menos de acuerdo con lo que dice mi madre, pero, ¿no te parece que fue un poco imprudente que contrataras a la señorita Westerfield sin ninguna carta de recomendación? —Puedo estar del todo equivocado —replicó Linley—, pero me parece que si tú hubieses estado en mi lugar, habrías sido tan imprudente como yo. Si hubieses visto el horror de mujer que la acosaba y la insultaba. Su esposa lo interrumpió: —¿Cómo sucedió todo esto, Herbert? ¿Quién te presentó a la señorita Westerfield? Linley le habló del anuncio, y le explicó su entrevista con la dueña del colegio. Luego, después de hacerle saber que la señorita Westerfield había ido a verle en persona, le repitió todo lo que ella le había explicado acerca de la vida malgastada de su padre, y de su triste final. Esta parte de la historia sí que interesó a la señora Linley, quien deseó enseguida poder oír más. Su marido vaciló: —Preferiría que el resto te lo contara la propia señorita Westerfield, cuando yo no esté presente. —¿Por qué cuando tú no estés presente? —Porque te hablará con más libertad si no estoy yo. Déjala que te cuente su vida, y después me dices si estoy equivocado. Pero ya te digo de antemano que, sea cual sea tu decisión final, yo la voy a respetar. La señora Linley recompensó a su marido con un beso. Si algún forastero, casado, los hubiera visto en ese momento preciso, sin duda se habría puesto a recordar los viejos tiempos de su luna de miel. —Y ahora —continuó Linley—, ¿qué te parece si hablamos un poco de nosotros? Todavía no he visto a ninguno de mis hermanos. ¿Dónde está Randal? —Ha pasado estos días en la granja para cuidar de tus cosas. Ha dicho que vendría hoy. Ay, Herbert, no sabes cuánto le debemos todos a ese buenazo de tu hermano; ¡es tan cariñoso! Realmente su amabilidad no tiene límites. Sin decírselo a nadie, Randal le ha pagado el viaje a una familia pobre de la Tierra Alta que ha emigrado a América. La esposa me ha escrito, y me lo ha contado todo. Y a tu hermano le ha enviado un periódico americano: un pequeño detalle de atención de esta buena gente tan agradecida. Al sacar el tema de los vecinos que habían emigrado de Escocia, la señora Linley se acordó de otras familias que se habían quedado. Se hallaba todavía relatando los sucesos del pueblo, cuando el reloj la interrumpió marcando la hora del almuerzo de los niños. ¿Dónde se habría metido Kitty? La señora Linley se levantó y llamó con la campanilla para averiguarlo. Cuando el criado llegó, y hubo de responder por el paradero de la niña, simplemente dio media vuelta y señaló la puerta abierta. Se apartó un poco y, en el pasillo, apareció Kitty de la mano de Sydney Westerfield, que se mostraba tímida y no se atrevía a entrar en la habitación. —Aquí está, mamá —exclamó la niña—. Me parece que tiene un poco de miedo de ti. Ayúdame a arrastrarla hasta dentro. La señora Linley, amable, simpática e irresistible, (cualidades suyas que dejaban prendados a todos los desconocidos que se le acercaban) se adelantó para dar la bienvenida a la nueva empleada de la casa. —Oh, no pasa nada —dijo Kitty—. Syd me cae muy bien, y yo le caigo bien a ella. ¿Sabes qué? Syd vivió en Londres con una mujer muy cruel que siempre le daba muy poco para comer. ¿Ves que buena soy? Le estoy dando de comer —Kitty sacó una cajita de su bolsillo y, con un golpecito en la tapa, el mismo gesto con el que los viejos caballeros regalaban un poco de tabaco a un amigo, le ofreció confituras a la institutriz. —¡Cariño, no debes hablar así de la señorita Westerfield! Le ruego que la disculpe —dijo la señora Linley, volviéndose hacia Sydney con una sonrisa—. Siento que la haya venido a molestar a su habitación. Sydney besó a su pequeña amiga. A la madre le llegó al corazón el gesto silencioso de la nueva institutriz. —Espero que le permitan a la niña que me llame Syd —dijo dulcemente—. Es que me recuerda a unos tiempos más felices. En ese instante, se le quebró la voz, y no pudo seguir hablando. Entonces Kitty, con el tono del adulto que trata de animar a un niño, dijo: —Lo sé todo, mamá. Se refiere a cuando todavía vivía su papá. Syd se quedó sin papá cuando era pequeña, igual que yo. No la he molestado para nada, mamá, sólo le he dicho: "Me llamo Kitty. ¿Puedo saltar sobre la cama?" Y ella me ha dejado y hemos hablado y la he ayudado a vestirse. La señora Linley hizo sentar a Sydney en el sofá y cortó la cháchara de su hija. A la madre, generosa por naturaleza, ya le habían llegado hasta lo más hondo del alma la mirada, la voz, y la forma de ser de la institutriz. Cuando su marido cogió a Kitty de la mano para llevársela de la habitación, al pasar junto a su esposa ésta le susurró: —Creo que has acertado. Ahora sí que no tengo ninguna duda. CAPÍTULO III LA SEÑORA PRESTY CAMBIA DE OPINIÓN Estaban las dos solas. La fortuna había acompañado sus vidas de forma muy diferente, pero todavía era mayor el abismo entre el aspecto de una y de otra. En su mejor edad, alta y hermosa (resultaba difícil decir si eran más bellos su delicado cutis y sus ojos azules y claros, o su figura, madura y de formas perfectas), la señora Linley estaba sentada al lado de una criatura frágil de diminutos ojos negros, delgada, pálida, con un rostro ajado que llevaba escritas con resignación las tres privaciones más crueles que puede sufrir una mujer en su juventud: la falta de alimentación, la falta de aire fresco, y la falta de cariño. La dueña de la casa se preguntaba con tristeza, pero con dulzura, si esta niña abandonada era consciente de que en ese momento se abría claramente ante ella la perspectiva de una vida más feliz. —He visto que estaba descansando y no he querido molestarla —dijo la señora Linley—. Me hubiese gustado ser yo quien la recibiera. Espero que mi ama de llaves la haya tratado tan bien como a mí me habría gustado hacerlo si la hubiese visto llegar. —El ama de llaves ha sido todo lo buena y amable que se puede ser, madam. —No me llame madam; suena demasiado formal. Llámeme señora Linley. Y no quiero que empiece a darle clases a Kitty hasta que se haya repuesto. Me doy perfecta cuenta de que no ha tenido una vida feliz. A partir de ahora, no quiero que piense en su pasado, ni que hable más de él. —Perdone, señora Linley, pero es que mi pasado es precisamente la única razón por la que me he arriesgado a venir a esta casa. —¿En que sentido, hija mía? En el momento preciso en que la señora Linley le hacía esa pregunta, se abrieron silenciosamente las cortinas que separaban el comedor de la biblioteca. Un rostro gélido, rígido, con una marcada expresión de curiosidad y desconfianza, se asomó y clavó su penetrante mirada en la institutriz. Luego se escondió de nuevo tras las cortinas. La señora Presty era de la opinión de que recibir a una forastera sin carta de recomendación alguna y permitir que se introdujera en la intimidad de la familia representaba una crisis en la historia de ese hogar. Concienciada del peligro, y utilizando los métodos habituales para casos de urgencia, la suegra de Linley, oculta tras las cortinas, se dedicó a hurtar información. Pero ni falta hace decir que lo hacía todo por el bien de Linley. Las dos mujeres continuaron hablando sin sospechar que alguien las estaba escuchando. Sydney explicó su historia. —Si hubiese tenido una vida más feliz, tal vez habría sido capaz de resistirme a la amabilidad del señor Linley. Al señor no le he ocultado nada. El desde el primer momento supo que yo no tenía ningún amigo que pudiera hablarle bien de mí, y también le conté que me habían despedido del colegio. ¡Oh, señora Linley, todo cuanto le dije hubiese hecho desconfiar a cualquier persona; pero aun creyó más en mí! Empecé a preguntarme si era un hombre o era un ángel. Si él no me hubiese frenado, yo me habría arrodillado ante el señor Linley. Créame, si él me hubiese hablado con dureza, si me hubiese mirado con severidad, yo lo hubiese soportado con paciencia. Pero hacía ya tantos años que nadie me miraba con ternura, que alguien me hablaba cariñosamente, que ya ni recuerdo cuando fue la última vez. Eso es todo cuanto le puedo decir. El resto lo dejo a su misericordia. —A mi simpatía —respondió la señora Linley—, y déjalo estar así. Aunque hay una cosa que me gustaría saber. No me has hablado de tu madre. ¿Perdiste también a tu madre? —No. —Así que te crió tu madre. —Sí. —Seguro que te dio mucho cariño cuando eras pequeña. La señora Linley, que hasta entonces se había mostrado del todo agradable, no merecía un tercer monosílabo por respuesta. Así que a Syd no le quedó otra alternativa que explicarle lo que su madre había representado para ella. —¡Pensar que hay mujeres así en el mundo! —exclamó la señora Linley—. ¿Y dónde está tu madre ahora? —Creo que en América. —¿No estás segura? —Mi madre se volvió a casar y se fue a América con su nuevo marido y con mi hermano pequeño. De eso hace seis años. —¿Y a ti te dejaron aquí? —Sí. —¿Y no te ha escrito nunca? —Nunca. Esta vez, la señora Linley se quedó en silencio. Y no le resultó precisamente fácil. Pensó en la madre de Sydney y, no sin cierto morbo, pensó que su querida hijita bien podría estar en el lugar de Sydney. Sintió una viva impresión, y temió seguir hablando. —Sólo pienso —replicó después de esperar un poco—, que ojalá hubiese existido alguna persona generosa que se compadeciese de ti y te ayudase cuando más sola te sentías. Supongo que después de eso, cualquier cambio fue a mejor. ¿Quién se hizo cargo de ti? —Me fui a vivir con la hermana mayor de mi madre. Tiene un colegio para niñas. Cuando mi tía empezó a darme clases, dio comienzo la época más triste de mi vida: "Miserable, asquerosa, más te vale aprender, ¡y rápido!; si no te voy a dar una buena paliza y luego te dejaré una semana a pan y agua". —¿Y a las otras niñas, también les hablaba de ese modo tan vergonzoso? —No; ni mucho menos. Lo que ocurre es que mi caso era diferente. A mí mi madre me llevó a ese colegio a cambio de nada. Yo era joven, y mi tía quería que yo aprendiera a dar clases a las niñas de primero para ganarme así la comida y el techo. Las niñas me odiaban. Mi vida allí fue muy miserable: ni siquiera ahora me resulta fácil hablar de ello. Un día me escapé; pero me cogió y me dio un castigo ejemplar. Con la edad me volví más lista, e intenté encontrar otro empleo sin que ella se enterara. Las niñas mayores compraban esas historietas de un penique y las dejaban olvidadas por todas las habitaciones. Yo las leía siempre que podía. Incluso yo, que era bastante ignorante, me daba cuenta de lo absurdos y tontos que eran esos cuentos. Las otras chicas me animaron a que escribiera una. ¡En qué mal momento lo hice! Pero no hay mal que por bien no venga. Envié el manuscrito al editor. Lo aceptaron y lo publicaron, pero cuando le escribí una carta preguntándole si me podía pagar algo, él me contestó que no. Me dijo que había docenas de mujeres que habían escrito cosas para él a cambio de nada. No importaba de qué fueran las historias. Cualquier cosa servía para sus lectores, siempre y cuando los personajes fueran lores y damas, y hubiese mucho amor. La siguiente vez que intenté escaparme del colegio terminó con otra decepción. Había un pobre viejo, un actor retirado, que venía un par de veces a la semana a dar clases de declamación a las niñas, y de paso se ganaba unos chelines. Utilizaba un libro roto que desprendía el mismo olor que su pipa. Le llamábamos "profesor de literatura inglesa". Yo me aprendí de carrerilla uno de los escritos. Un día se lo recité, y le pregunté si creía que tenía alguna posibilidad de trabajar en los escenarios. Fue muy amable, me dijo la verdad: "Querida, tú no tienes ningún talento para el teatro. Que Dios te libre de tenerte que subir algún día a un escenario". Así que volví a mis historietas de penique, y probé suerte con otro editor. Al parecer, éste tenía más dinero que el primero. O a lo mejor sólo era más amable. Me dio diez chelines. Con ese dinero, lo intenté por última vez: puse un anuncio ofreciéndome para trabajar como institutriz. Si el señor Linley no hubiese visto el anuncio probablemente ahora estaría en la calle muriéndome de hambre. Cuando mi tía se enteró de todo insistió en que debía pedirle perdón delante de todas las niñas. ¿Usted cree que una puede volverse medio loca si no paran de perseguirla? Si es así, creo que ése debió ser mi caso. Me negué a pedirle disculpas y me echó del colegio, y de su casa. Ni siquiera me dio una carta de recomendación. Creerá usted que soy muy tonta, pero hoy, cuando me he despertado en esa cama tan suave, he vuelto a cerrar enseguida los ojos. Tenía miedo de que todo lo que había en la habitación fuese simplemente un sueño. Syd miró hacia un lado, y se puso de pie. —¡Oh, ha venido una señora! ¿Quiere que me vaya? Las cortinas que colgaban de la entrada de la biblioteca se abrieron por segunda vez. Tranquilamente, con los andares de una dama rebosante de dignidad, la señora Presty entró en la habitación. —¿Has estado leyendo en la biblioteca? —le preguntó la señora Linley a su madre. La señora Presty respondió: —No, Catherine. He estado escuchando. La señora Linley, ruborizada, se quedó mirando a su madre. —Preséntame a la señorita Westerfield —dijo con frialdad la señora Presty. La señora Linley se mostró un poco indecisa. ¿Qué iba a pensar la institutriz de su madre? A la señora Presty, desde luego, no le importaba en absoluto lo que la institutriz pudiera pensar de ella: atravesó toda la habitación y se presentó ella misma. —Señorita Westerfield, yo soy la madre de la señora Linley. Y soy, por ciertas razones, una persona importante. Cuando me formo una opinión acerca de algo, y después me doy cuenta de que era una opinión propia de una tonta, no me avergüenzo lo más mínimo en reconocerlo. Respecto a usted, he cambiado de opinión. Estrécheme la mano. Sydney obedeció respetuosamente. —Vuelva a sentarse en su silla —Sydney obedeció de nuevo. —Yo pensaba lo peor de usted —continuó la señora Presty—. Eso era antes de haber disfrutado del placer de oírla desde detrás de las cortinas. ¡Qué suerte haberlo hecho! ¿Cómo se llama? No lo ha dicho todavía, ¿verdad?, ¿o yo lo he olvidado? ¿Sydney ha dicho? ¿Sí, verdad? Pues lo que le quería decir, Sydney, es que yo, siendo aún muy jovencita, tuve la enorme suerte de estar íntimamente unida a dos destacadas personalidades. Le estoy hablando de mis dos maridos, quienes me enseñaron, y me enorgullece decir esto, a burlar la muerte. Entre los dos lograron hacerme pensar como un hombre. Juzgo las cosas por mí misma. Las opiniones de los demás (cuando no coinciden con la mía), para mí sólo son paja que debe ser esparcida al viento. No, Catherine. No estoy delirando. Esta joven, que tiene toda la vida por delante, tiene que saber lo importante que puede ser, en algunas ocasiones, el pensar libremente. Sydney, a partir de ahora considéreme su amiga y cuente conmigo para todo. Y ahora, póngase en pie. Mi nieta, que desde el mismo día en que nació no ha tenido que esperar nunca a nadie, la está esperando para que cene con ella. No deja de gritar que quiere que venga su institutriz; igual que en aquella ocasión en que el rey Ricardo (yo soy una gran lectora de Shakespeare) pidió a gritos un caballo. Fuera le está esperando la criada. La reconocerá enseguida: es una mujer fornida, que resopla todo el rato porque lleva el corsé demasiado apretado. Ella le mostrará el camino hasta el cuarto de juegos de la niña. Au revoir. ¡Espere!, vamos a ver cómo pronuncia usted el francés. Diga au revoir para que yo pueda oír su pronunciación. —Gracias. Catherine, esta muchacha va muy floja de francés —dijo la señora Presty, después de que la institutriz cerrara la puerta—. Pero, claro ¿qué puedes esperarte de esta pobre desgraciada, después de la vida que ha llevado? Ahora que estamos solas, Catherine, voy a darte un consejo. Creo que podemos esperar muchas cosas buenas de la señorita Westerfield; pero no debemos engañarnos: hay algo en ella que me da miedo. —¿Miedo? —repitió la señora Linley—. No te entiendo. —No importa que me entiendas o no, Catherine. Quiero más información. Quiero saber lo que te ha explicado tu marido sobre esta jovencita. Catherine se sorprendió de esa endemoniada curiosidad que parecía haber poseído a su madre, pero se lo contó todo. La señora Presty escuchó atentamente a su hija, y le fue señalando la lección moral que debía extraer de cada episodio, de acuerdo con su mundanal experiencia. —Primer obstáculo para su desarrollo moral: su padre. Juzgado, encarcelado, y muriéndose en la cárcel. Segundo obstáculo: su madre. Mala donde las haya, no vaciló en maltratar a su hija y en abandonar la sangre de su sangre. Tercer obstáculo: su tía. Más malvada todavía que la madre. Aquellas personas que solamente miran las cosas superficialmente se preguntarán qué vamos a ganar investigando en el pasado de la señorita Westerfield. Es muy sencillo: la posibilidad de saber qué podemos esperar de ella en el futuro. —Por lo que a mí respecta —se interpuso la señora Linley—, yo espero lo mejor de esta muchacha. —Que tiene el alma de un ángel —respondió la señora Presty—, no te lo voy a negar. Pero te ruego que escuches lo que me dice mi experiencia acerca de todo esto. No me olvido de la vida que ha llevado, y me pregunto si algún ser humano habría sido capaz de aguantar lo que esa muchacha, sin quedar maltrecho. Sí, no dudo que esa pobre muchacha pueda tener alguna virtud, pero habiéndose criado entre esa gente tan asquerosa (te ruego que me disculpes, querida: el señor Norman utilizaba a veces un lenguaje soez, y a mí todavía se me escapa de vez en cuando), ¡quién sabe las cosas que habrá visto, las veces que se habrá visto obligada a mentir! Y estoy segura de que cuando empezó a sentir la insidiosa llamada de la pasión pueril, no le dieron otro consejo que... que... estoy repitiéndote lo que el señor Presty dijo acerca de una sobrina suya que fue a uno de esos colegios desvergonzados de París; el señor Presty, que era muy elocuente, cuando se emocionaba solía utilizar magníficas comparaciones, pero ahora no puedo acordarme de ellas. Pero entiende qué quiero decir. Me gusta la señorita Westerfield, y confío en que todo le va a ir bien. Pero no te olvides de que aquí va a llevar una nueva vida; una vida de lujo, querida; una vida cómoda, saludable, y feliz. Y sólo Dios sabe si la semilla del mal que posiblemente habrán plantado en su alma cuando era una niña no brotará bajo las nuevas impresiones que la aguardan. Te digo que debemos tener cuidado. Te digo que debemos mantener los ojos bien abiertos. Será lo mejor para ella. Y será lo mejor para esta casa. La señora Linley no se dejó influir por el sabio consejo de su madre, quizás debido a su particular forma de expresarse, la cual, todo hay que decirlo, ayudaba poco a sus intereses. Por el contrario, y como era natural, la señora Linley se quedó muy sorprendida, y le contestó: —¡Mamá, nunca pensé que pudieras ser tan injusta! No creo que hayas oído todo lo que la señorita Westerfield me ha contado. Tú no la conoces tan bien como yo. Tiene tanta paciencia, es tan poco rencorosa, y le está tan agradecida a Herbert. —¡Tan agradecida a Herbert! —la señora Presty miró silenciosamente a su hija. No cabía la menor duda: la señora Linley era absolutamente incapaz de percibir el peligro que representaba ese sentimiento de agradecimiento de la institutriz, una mujer joven y muy sensible, hacia su marido, un hombre ciertamente bien parecido. Ante tal demostración de ingenuidad, la vieja perdió la poca paciencia que le quedaba, y se levantó dispuesta a irse. —Tienes muy buen corazón, Catherine; pero por lo que respecta a tu cabeza... —¿Qué le pasa a mi cabeza? —Pues, querida, que la llevas siempre muy bien adornada, gracias a tu criada. Con esa sutil alusión a la necedad de su hija, la señora Presty se despidió y salió del comedor en dirección a la biblioteca. Casi al mismo instante se abrió la puerta del comedor y entró un hombre joven que fue a darle cordialmente la mano a la señora Linley. CAPÍTULO IV RANDAL RECIBE SU CORRESPONDENCIA A pesar de su parecido físico con Herbert, Randal Linley no era ni mucho menos tan guapo como Herbert. No tenía lo que suele decirse una cara masculinamente bella, y apenas alcanzaba la estatura media de los hombres. A pesar de su juventud, caminaba siempre encorvado: era evidente que algún vicio o alguna debilidad física le habían dañado la parte superior de su cuerpo. Pero a pesar de éste y de otros defectos, su mirada y su sonrisa (tal vez lo que mejor expresaba la modestia y la nobleza de su alma), resultaban tan irresistiblemente atractivas que hechizaban tanto a las mujeres como a los hombres y a los niños. Sentían un enorme cariño por él no sólo las personas de la casa, sino también las de fuera. Incluso la señora Presty le tenía un gran afecto. —Desde que has vuelto, Randal ¿no te has dado cuenta de que hay una persona nueva en la casa? —fue lo primero que le dijo su cuñada. Randal le respondió que sí, que ya se había fijado en la Senorita Westerfield. Luego vino la pregunta inevitable: —¿Y qué te parece? —Te lo diré dentro de una semana o dos —replicó él. —No, dímelo ahora. —No me gusta juzgar a nadie por la primera impresión. Tengo la mala costumbre de sacar siempre conclusiones precipitadas. —Anda, precipítate esta vez. Hazlo por mí. Dime, ¿crees que es guapa? Randal sonrió y apartó la mirada. —Tu institutriz —le contestó—, parece que está un poco falta de salud, y quizás sea ésa la razón de que no me haya fijado mucho en ella, y de que incluso me parezca un poco fea. Esperemos a ver qué pueden hacer por ella el aire fresco y la vida saludable de este lugar. Tratándose de una mujer tan joven como ella, no me extrañaría que cualquier mañana descubriéramos a alguien completamente diferente. Quién sabe, puede que antes de un mes estemos todos admirando a una señorita Westerfield bien hermosa. ¿Ha llegado alguna carta para mí mientras he estado fuera? Randal entró en la biblioteca y volvió con sus cartas. —Esto entretendrá a Kitty —dijo, mientras le entregaba a su cuñada un ejemplar del periódico ilustrado de Nueva York, al cual la señora Linley se había referido al hablar con su marido. La señora Linley miró con atención los grabados, y volvió a una página anterior para ver de nuevo una ilustración que le había gustado especialmente. En esa misma página, le llamó la atención un párrafo. Cuando apenas llevaba leídas unas líneas, gritó asustada. —¡Una noticia terrible para la señorita Westerfield! —exclamó—. Toma, léela. Randal leyó lo siguiente: La lista semanal de comerciantes insolventes incluye a un hombre inglés llamado James Bellbridge, que hace algún tiempo estuvo relacionado con un bar de mala reputación de esta ciudad. Se sospecha que Bellbridge es el responsable de la muerte de su esposa, ocurrida cuando éste sufría un ataque de delirium tremens. La desafortunada mujer había estado casada en primeras nupcias con Roderick Westerfield, miembro honorable de la aristocracia inglesa, cuyo enjuiciamiento por haber encallado el barco que tenía a su mando despertó en Londres un gran interés hace algunos años. Las tristes circunstancias del caso se han visto más agravadas si cabe por la desaparición, el mismo día del asesinato, del joven hijo que la mujer tenía de su primer matrimonio. La policía cree que el pobre muchacho huyó aterrorizado de su miserable hogar. Los agentes están intentando descubrir alguna pista sobre su paradero. Además, corre la voz de que otro hijo del primer matrimonio (una niña) vive actualmente en Londres. Pero se desconoce todo acerca de ella. —¿Tu institutriz tiene algún pariente en Londres? —preguntó Randal. —Solamente una tía, que la ha tratado del modo más inhumano que puedas imaginarte. —Pues como tú misma has dicho, sí que son malas noticias para la señorita Westerfield. Y tal como yo lo veo, también son malas noticias para nosotros. He aquí a una muchacha sencilla, y sin amigos, dependiendo absolutamente de nuestra protección. ¿Qué vamos a hacer si algún día ocurre algo que nos haga cambiar de opinión acerca de ella? —Eso no va a suceder —manifestó la señora Linley. —Esperemos que así sea —dijo Randal, muy seriamente. CAPÍTULO V RANDAL ESCRIBE UNA CARTA A NUEVA YORK Antes de informar a Sydney Westerfield acerca de la muerte de su madre y la desaparición de su hermano, en Mount Morven se convocó una reunión familiar. Herbert Linley, como cabeza de familia, fue el primero en hablar. Expuso su opinión sin vacilaciones: su instintiva bondad le hacía deplorar la idea de que la muchacha tuviera que rememorar los aspectos más tristes de su vida. —¿Para qué afligir ahora a la pobre muchacha, cuando empieza a sentirse feliz entre nosotros? —preguntó—. Dame el periódico. No me sentiré tranquilo hasta que lo haya hecho pedazos. Su esposa puso el periódico lejos del alcance de su marido. —Tranquilízate, espera un poco —le dijo—, a lo mejor entre nosotros hay alguien que piensa que no es tarea nuestra ocultarle a nadie la verdad. Para sorpresa de todos los miembros del consejo familiar, la señora Presty, que fue la siguiente en hablar, se mostró de acuerdo con su yerno. —Creo que alguien debería hablar claro —manifestó la anciana— y voy a predicar con el ejemplo. Decir la verdad —se volvió hacia su hija con una mirada muy seria— es un asunto más complicado de lo que tú piensas. Por supuesto, es una cuestión de moralidad. Pero dentro de una familia, mi querida hija, a veces puede ser también una cuestión de conveniencia. ¿Es conveniente conmocionar a la institutriz de mi nieta, justo en el momento en que empieza con su nueva tarea? ¡A buen seguro que no! ¡Cielos! ¿Qué puede importarle a mi joven amiga Sydney que su monstruosa madre esté viva o muerta? Herbert, yo, con sumo gusto, respaldo tu propuesta: rompamos el periódico. Randal estaba sentado junto a Herbert. Éste cogió cariñosamente a su hermano por el hombro, y le preguntó: —¿Tú también estás con nosotros, Randal? Randal vaciló. —En principio, estoy de acuerdo —le dijo a Herbert—. Realmente me parece duro hacerle recordar a la señorita Westerfield lo miserable que ha sido su vida, y aún más con esta noticia tan cruel, que sin duda la dejará destrozada. Sin embargo... —¡Oh, te has expresado muy bien! Ahora no quieras estropearlo mirándolo desde el lado contrario! —exclamó su hermano—. Ya lo has expresado admirablemente; así que mejor lo dejas tal como está. —Sin embargo —insistió calmosamente Randal—, todavía no he oído una buena razón que nos dé derecho a ocultarle la noticia a la señorita Westerfield. Este modo de enfocar el asunto, inaudito pero ciertamente inteligente, excitó enormemente a la señora Presty: —No me gusta este hombre —afirmó, señalando a Randal—. No sé nunca con qué me va a salir. ¡Fíjate ahora mismo, por ejemplo! Ni él mismo sabe de que lado está. —Del mío —dijo Herbert. —¿Randal? Lo dudo. Herbert le preguntó a su hermano. —¿Que dices tú, Randal? —-No sé —respondió Randal. —¡Lo veis! ¡Qué os decía yo! —exclamó la señora Presty. Randal intentó poner un poco de luz en su extraña respuesta. —Lo único que digo —aclaró—, es que necesito un poco más de tiempo para pensarlo. Herbert se dio por vencido y se dirigió a su esposa: —¿Todavía tienes el periódico americano? —le dijo—. ¿Qué vas a hacer con él? La señora Linley le respondió despacio pero con firmeza: —Voy a mostrárselo a la señorita Westerfield. —¿En contra de mi opinión? ¿Y en contra de la opinión de tu madre? —preguntó Herbert—. ¿Es que te trae sin cuidado nuestra opinión? Cariño, ¿por qué no haces como Randal? Tómate unos días para pensarlo. Ella respondió como habitualmente lo hacía, con un tono dulce y tranquilo: —Aun a riesgo de parecerte tozuda, tengo ya una decisión tomada. Tengo muy claro cuál es mi deber. Su marido y su madre la escucharon asombrados. Les pareció extraño que la señora Linley, una mujer tan afectuosa y tan feliz (y debería añadirse, tan perezosa) adoptara esa posición tan intransigente ante un asunto familiar de tanta trascendencia. Esta circunstancia era especialmente rara porque la señora Linley solamente mostraba el metal del que estaba hecha en las escasísimas ocasiones en que algún tema le tocaba en lo más profundo del alma. Todas las personas que la rodeaban la tenían por una mujer delicada y de temperamento dulce. Así que se quedaron muy sorprendidos ante la presteza y firmeza de su respuesta. Pero Herbert, no dando su brazo a torcer, hizo un último reproche: —¿Es posible, Catherine, que todavía no te hayas dado cuenta de que es una enorme crueldad enseñarle este periódico a la señorita Westerfield? Pero ni siquiera apelando a su compasión cambió de parecer la señora Linley. —No te preocupes, seré cuidadosa —fue su única respuesta—. Primero le hablaré cariñosamente, como si fuera hija mía; y luego le daré la triste noticia de América. Oyendo hablar a su hija, la señora Presty mostró un repentino interés por el procedimiento que ésta iba a seguir. —¿Cuándo tienes pensado empezar? —preguntó. —Ahora mismo, mamá. La señora Presty dio por finalizada la reunión al instante. —Pues espérate a que yo me vaya —dijo, como queriendo dejar las cosas claras—. ¿Te importa que me coja del brazo de Herbert y que me acompañe? Las escenas angustiosas no son de su gusto ni del mío. La señora Linley no puso ningún impedimento. Herbert se resignó (no tanto como pudiera parecer) a las circunstancias. Cogidos del brazo, Herbert y su suegra salieron de la habitación. Randal no parecía tener intención de irse con ellos: se había dado un poco de tiempo para pensar. —Los demás estamos todos equivocados, Catherine. La única que lleva razón eres tú. ¿Qué puedo hacer para ayudarte? En señal de agradecimiento, Catherine cogió a Randal de la mano. —¡Ay, Randal, tú siempre tan amable! ¡Siempre pensando en los demás! Hablaré con la señorita Westerfield en mi habitación. Tú espera aquí, por si te necesito. Randal se hizo a la idea de que tendría que esperar un buen rato. Sin embargo, la señora Linley volvió al cabo de muy poco tiempo. —¿Te ha apenado mucho? —preguntó, al ver que ella regresaba con rastros de lágrimas en sus ojos. —Esa pobre muchacha maltratada guarda mucha nobleza en su interior. Enseguida se ha dado cuenta de por qué quería hablar con ella y lo primero que ha hecho ha sido pensar en mí. Incluso a ti, que eres un hombre, se te hubieran llenado los ojos de lágrimas si hubieses oído cómo me decía que por su culpa yo tenía que angustiarme tanto, y que... "Mañana, cuando nos volvamos a ver, ya no me verá usted triste." Y lo único que me ha pedido es que la dejara sola en su habitación el resto del día. Estoy segura de que si ella ha decidido no ponerse triste, se saldrá con la suya; pero aun así, ¡ojalá pudiera animarla! Parece que lo que más le duele no es la pérdida de su madre, pues al fin y al cabo toda la vida la estuvo maltratando de un modo vergonzoso. Sydney sufre sobre todo por su pobre hermanito, abandonado y perdido en un país desconocido. ¿Qué podríamos hacer para aliviarla de su ansiedad? —Podría escribirle una carta —dijo Randal— a un conocido mío de Nueva York, un abogado con mucha experiencia. —¡Ésa es precisamente la persona que necesitamos! Escríbele hoy mismo, por favor. Antes de que cierren Correos. La carta fue enviada. Decidieron (con gran sabiduría, como quedaría demostrado un tiempo después), que no le contarían nada a Sydney hasta haber recibido una respuesta del abogado de Nueva York. Éste se demoró lo menos que pudo en enviarle una carta a Randal. Había llevado a cabo todas las investigaciones posibles, pero ninguna había dado fruto. No se había podido encontrar ni una sola pista del muchacho y, en opinión de la policía, era difícil que se encontrara alguna. Desde que había aparecido la noticia en el periódico de Nueva York, el único acontecimiento reseñable era que el loco de James Bellbridge había sido recluido en un manicomio. Y ahí seguía. Encerrado y atado. Nadie tenía esperanzas de que se fuera a recuperar jamás. CAPÍTULO VI SYDNEY EMPIEZA A DAR CLASES Cuando la señora Presty describió a la consentida de su nieta como "una niña que no ha tenido que esperar nunca a nadie, desde el mismo día en que nació", no estaba exagerando mucho. Cualquier institutriz que hubiese querido causarle a Kitty una impresión favorable, y al mismo tiempo ejercer sobre ella la autoridad imprescindible, desde luego no habría tenido una tarea fácil. Los hijos malcriados, por más que los moralistas se empeñen en decir lo contrario, son casi siempre sociables y cariñosos. Eso es así, siempre y cuando la persona encargada de proporcionarles los primeros conocimientos útiles sea la adecuada. El señor y la señora Linley eran conscientes de que habían cuidado a su única hija con demasiada devoción como para ahora someterla de golpe a cualquier tipo de disciplina, y no podían dejar de sentirse culpables. Por todo ello, no tenían grandes deseos de presenciar el momento en que la señorita Westerfield iba a impartir la primera lección a Kitty. Sin embargo, y para su sorpresa y alivio, al final se vio que no había motivo alguno de preocupación. Sin necesidad de hacer valer su autoridad, la nueva institutriz logró algo que otras institutrices más viejas y más sabias, no habían logrado nunca. El secreto de este triunfo en contra de circunstancias adversas se hallaba oculto en la propia Sydney. En la rutina diaria de Mount Morven, todo era causa de regocijo y asombro para la desafortunada criatura que durante seis años había sufrido tantas crueldades, insultos, y privaciones en el colegio de su tía. Allá donde miraba veía caras agradables y oía palabras amables. A la hora de las comidas, aparecían sobre la mesa maravillosos logros del arte culinario. Muchos platos no los había probado antes, por no decir que ni siquiera había oído hablar de ellos. Cuando salía a pasear con su pequeña alumna, las dos eran libres de ir adonde les apeteciera, sin otra restricción que la de regresar a la hora de la comida. Respirar aire puro, contemplar el glorioso paisaje, eran placeres tan exquisitos y vigorizantes que, según había confesado la propia Sydney, incluso se mareaba un poco de tanto placer. Hacía carreras con Kitty, y nadie se lo reprochó. Exhausta, se tumbaba a descansar sobre la hierba, mientras la niña, más fuerte que ella, continuaba corriendo. No había ninguna voz desalmada que le gritara: "¡Déjate de gandulerías! ¡Venga, despabila, que no hay tiempo que perder!" Podía coger flores silvestres que no había visto nunca antes sin el temor de estar cometiendo algún pecado. Aprendió de Kitty los nombres de las flores y de los insectos de verano que revoloteaban y zumbaban en la brisa de la ladera. Tan contenta estuvo un día la pequeña de poder enseñarle todas esas cosas a su institutriz, que su excesivo ánimo hizo que de repente se pusiera a cantar. —Ahora te toca a ti —exclamó feliz la niña cuando se quedó sin respiración—. ¡Canta, Sydney, canta! ¡Ánimo, Sydney! Sydney no había vuelto a cantar desde aquellos días felices de su infancia en que su padre le contaba cuentos de hadas y le enseñaba canciones. Pero ya las había olvidado todas. —No sé cantar, Kitty; no sé cantar —cuando Kitty oyó esta triste confesión, se convirtió una vez más en institutriz. —Tú primero recita la letra de la canción y luego repite la tonada después de mí. Se rieron mucho con la lección de canto. Hasta tal punto que el eco de las colinas se puso a imitar sus risas. Un día, la señora Linley entró en el aula para ver como iban las lecciones, y pudo comprobar que la institutriz no había dejado a un lado la importante tarea de la enseñanza. Las lecciones avanzaban sin prisa pero sin pausa. Con un beso y una sonrisa, la amiga y compañera de juegos de Kitty conseguía que el aprendizaje resultara una tarea agradable. Y la pequeña se sentía incapaz de defraudar a su maestra. En la vida de estas dos criaturas tan sencillas la balanza de la autoridad estaba perfectamente equilibrada. En el aula, la institutriz era la maestra de la niña. Fuera de la clase, era la niña quien le enseñaba cosas a la institutriz. La división del trabajo era el principio que ponía un orden perfecto a las fuerzas productivas, ¡y nadie lo sospechaba! Sin embargo, al cabo de unas semanas, toda la familia se percató de que estaba sucediendo algo digno de interés. La melancólica Sydney Westerfield de la que todos se habían compadecido, se había convertido en una bella mujer. No era un simple cambio, sino una transformación total. Kitty cogió el espejo de mano de la habitación de su madre, y le pidió una y otra vez a su institutriz que lo cogiera y se mirase en él. —Papá dice que estás rellenita como una perdiz; y mamá, que estás fresca como una rosa; y el tío Randal hace así con la cabeza y dice que él ya lo veía venir. Ayer, cuando ellos se creían que yo estaba jugando con mi muñeca, oí que lo decían. Para mí tú eres la más guapa del mundo, pero me gustaría saber qué piensas tú de ti misma. —Creo, cariño, que ahora deberíamos continuar con nuestras lecciones. —Espera un poco, Syd. Quiero decirte otra cosa. —¿Qué? —Es sobre papá. ¿Te has fijado que ahora sale a pasear con nosotras muchas veces? —Sí, claro. —Antes de que vinieras tú, él no venía a pasear nunca conmigo. He estado pensando sobre esto, y estoy segura de que tú le gustas a mi papá. ¿Qué buscas en el cajón? —Tus libros, cariño. —Ya, pero es que todavía no he acabado. Papá habla mucho de ti, y tú nunca hablas de papá. ¿No te gusta mi papá? —¡Kitty! —¿Te gusta o no te gusta? —¡Cómo no va a gustarme! Le debo toda mi felicidad. —¿Te gusta más que mi mamá? —Sería muy desagradecida si no sintiese el mayor de los afectos por tu madre. Kitty se quedó un poco pensativa, y meneó la cabeza. —Eso no lo entiendo —dijo categóricamente—. ¿Qué quieres decir? Sydney limpió la pizarra, puso una suma, y no dijo nada. Kitty llevó a cabo su propia interpretación del repentino silencio de su institutriz. —A lo mejor es que no te gusta que yo sepa tantas cosas —insinuó—. O a lo mejor es que me quieres confundir. Sydney suspiró, y respondió: —Yo sí que estoy confundida. CAPÍTULO VII EL SUFRIMIENTO DE SYDNEY Los Linley tenían algunos amigos en el sur que para las vacaciones de otoño solían ir de visita a Escocia. Se quedaban siempre unos días en las Tierras Altas, y Herbert y Catherine los invitaban a pasar unos días en Mount Morven. Para celebrar su llegada preparaban una comida a la que también invitaban a los vecinos de los Linley. Llegó el día de esta fiesta anual. Los huéspedes estaban en la casa, y Herbert y Catherine andaban atareados haciendo los preparativos para el almuerzo y la fiesta. La señora Linley, que era una mujer con un indefectible sentido de la consideración hacia todos quienes la rodeaban, no se olvidó de Sydney y también a ella le envió una tarjeta de invitación. —La mesa está al completo para la comida —le dijo a su marido—. Será mejor que Kitty y la señorita Westerfield se unan a nosotros para la cena. —Supongo que sí —respondió Linley, vacilando. —¿Qué pasa, Herbert. No pareces estar muy convencido. —No, sólo estaba pensando. —¿Pensando qué? —¿Crees que la señorita Westerfield tiene algún vestido adecuado para la fiesta? Catherine miró a su marido como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. —¡Vaya, sí que es curioso, un hombre preocupándose por esas cosas! Herbert, me dejas de una pieza. Él se rió forzadamente. —No sé por qué, pero me he puesto a pensar en ello. A lo mejor es porque lleva cada día el mismo vestido: muy aseado, pero bastante usado. No sé, a lo mejor me equivoco. —¡Vaya, no sabía que te fijaras tanto en cómo va vestida la señorita Westerfield! ¡Y es curioso, porque tú nunca te has fijado en cómo voy vestida yo! —Perdona, Catherine, pero yo ya sé que tú siempre te vistes con mucha elegancia. Ese mínimo piropo logró que la señora Linley se olvidara de todo el asunto. —Tengo que decirte —continuó ella, con su dulce sonrisa— que todo esto que dices yo ya lo había pensado antes. He hecho que mi modista se encargue de ello. El nuevo vestido será tu regalo para la señorita Westerfield. —Lo dices en broma. —No, no, lo digo muy en serio. Mañana es el cumpleaños de Sydney. Mira, éste es mi regalo —abrió un joyero y sacó un brazalete liso de oro, con un diminuto retrato de Kitty incrustado en él—. Lo ha elegido Kitty —añadió, mientras señalaba un marco con una foto pequeña de Kitty. Herbert leyó la inscripción: "Para Sydney Westerfield, con el O riño de Catherine Linley". Él le devolvió el brazalete a su espfl| y quedó en silencio. Con un gesto más serio de lo habitual, tomó la mano de su esposa y la besó. El día de la cena y la fiesta, marcó una época en la vida de Sydney. Por primera vez en su vida, pudo mirarse al espejo y verse con un vestido bonito y un brazalete de oro en el brazo. Si tenemos en cuenta cómo los hombres (en cierta manera) y las modistas (de manera muy diferente) se aprovechan de la vanidad, ésta debería ser considerada no como un defecto sino como una virtud del sexo femenino. ¿Acaso hay alguna mujer que niegue que su primera sensación de vanidad satisfecha supuso para ella el más exquisito y eterno de cuantos placeres experimentó jamás? Sydney cerró la puerta con llave, y se exhibió ante el espejo. De frente; luego de lado, y finalmente se miró por encima del hombro para verse la espalda. Le brillaban los ojos, le ardían las mejillas. Era una deliciosa mezcla de orgullo y asombro. Con el nuevo vestido puesto, ensayó cómo hacer reverencias a los desconocidos; probó a dar la mano con donaire, y de modo que el brazalete quedara bien visible. Pero de repente se quedó inmóvil frente al espejo. Se puso seria, y empezó a pensar en el simpático y cariñoso señor Linley. Mientras se preguntaba ansiosamente qué le parecería al señor Linley su nuevo vestido, Kitty, engalanada con sus nuevos adornos, y tan vanidosa y feliz como su institutriz, aporreó la puerta con los dos puños, y anunció a bombo y platillo que era la hora de bajar. Sydney se puso nerviosa ante la idea de encontrar en el salón a todas las otras damas, y se ruborizó. Pero ello hizo que estuviera todavía más encantadora. En lugar de encabezar la comitiva de dos que formaba junto a su pequeña acompañante, Sydney se situó tímidamente detrás de Kitty. Era tan atractiva, tan joven y tan bella, que cuando entró en el salón las damas interrumpieron sus conversaciones para contemplarla. Fueron pocas, sin embargo, las que examinaron a la institutriz de Kitty con mirada benevolente. La mayoría puso en duda la prudencia de la señora Linley al contratar a una muchacha tan joven y guapa. Pero Sydney, con su actitud recatada y modesta, y huyendo de las miradas, fue ganándose la simpatía de aquellas señoras que en un principio habían concebido algún prejuicio contra ella. Cuando la señora Linley la presentó a sus invitados, la señora MacEdwin, la más bella de todas, le hizo un sitio a Sydney en el sofá, y con amabilidad y tacto exquisitos, la ayudó a sentarse. Cuando hicieron su entrada los hombres, provenientes del comedor, Sydney ya se sentía lo bastante cómoda para admirar tranquilamente la deslumbrante escena. Igual que había hecho en su dormitorio, Sydney se preguntó una vez más qué le parecería al señor Linley su nuevo vestido. No hace falta decir que el señor Linley ya se había fijado en ella desde el otro lado del salón. Hubo un instante en que la miró con tanto fervor y admiración que Sydney (que le estaba muy agradecida a Herbert, con un sentimiento probablemente más pueril que otra cosa) sintió un inexplicable placer. El hizo incluso el gesto de acercarse, pero enseguida se detuvo para volver con los huéspedes. Mientras conversaba con unos y con otros, ella no le quitó la vista de encima. Pero a la única persona que el señor Linley no hizo el menor caso, a la única a la que ni siquiera volvió a mirar, fue a la pobre institutriz. En aquel salón solamente había una persona cuya aprobación a la institutriz le parecía más importante que el aire que respiraba. Nunca se había sentido tan infeliz como en ese momento ¡No, ni siquiera en casa de su tía! La cariñosa señora MacEdwin le dio un golpecito en el brazo. —Querida, está perdiendo su precioso color de cara. ¿Quiere que la acompañe hasta la otra habitación? Sydney le agradeció muy sinceramente su amabilidad. A Sydney le dolía la cabeza y, con esa excusa, banal pero verdadera, pidió permiso para retirarse a la otra habitación. Cuando se estaba acercando a la puerta, se encontró de cara con el señor Linley. Había salido para dar instrucciones a una de la criadas, y ahora regresaba al salón. Sydney se quedó quieta. Sentía un temblor y un helor que le recorría todo el cuerpo. Pero a pesar de encontrarse tan indispuesta, encontró el coraje suficiente para hablar con él. —Tengo la impresión de que me evita usted, señor Linley —le dijo, hablándole con un respeto ceremonioso, y mirando al suelo—. Espero... —Sydney vaciló, y le miró con desesperación— no haber hecho nada que le haya ofendido. Hasta esa miserable noche, todas las veces que Sydney había hablado con el señor Linley, éste siempre la había mirado con una sonrisa. Nunca lo había visto tan serio y distraído como ahora. Su mirada vagó por toda la habitación, y finalmente recayó sobre la señora Linley, que esa noche tenía un aspecto espléndido y no paraba de reírse alegremente. ¿Por qué cuando miraba a su esposa parecía como si se sintiera avergonzado? Sydney, con voz lastimera, insistió en su duda. —Espero no haber hecho nada que le haya ofendido. Pero parecía que él no quería hacerle caso ¡precisamente la noche en que estaba más resplandeciente que nunca! Sin embargo, finalmente le ofreció una respuesta. —Querida niña, ¡cómo va a ofenderme! Me ha interpretado mal. No crea que..., por favor, no piense que han cambiado mis sentimientos por usted, o que alguien va a conseguir que cambien jamás. Le dio la mano, como tratando de dejar bien claro que sus palabras estaban cargadas de buenas intenciones. Sin embargo, seguidamente se alejó de ella. Y lo hizo sin ningún disimulo; pareció como si simplemente deseara alejarse. Sydney se dio cuenta de que el señor Linley apretaba los labios con fuerza y enarcaba las cejas: tuvo la impresión de que se estaba obligando a sí mismo a hacer algo que en el fondo aborrecía, o quizás hasta temía. Desesperada, Sydney salió de la habitación. El señor Linley se había mostrado muy amable, afirmando que sus sentimientos hacia ella no habían cambiado. ¿Acaso eso no era de por sí suficiente? A Sydney le pareció que no. Los hechos hablaban por sí solos: no tuvo la menor duda de que algo había hecho cambiar de opinión al señor Linley. Parecía como si la ansiedad, la pena o el remordimiento se hubieran apoderado de él. Sydney, que se había dado cuenta de la actitud alegre de la señora Linley durante toda la velada, sospechó que ésta desconocía los pensamientos secretos de su marido. ¿Qué significaría todo aquello? ¡Ay, qué desesperada e inútil le pareció a Sydney aquella pregunta! Pero aún así, no podía quitársela de la cabeza: ¿que significaría todo aquello? Sintiéndose muy miserable, la institutriz se dirigió con paso lánguido a su habitación. Pero al llegar al final del pasillo, se detuvo. A su derecha nacía el ramal ancho de escaleras de madera de encina que iban hasta los dormitorios de la segunda planta. A su izquierda, una puerta abierta dejaba entrever los escalones de piedra que descendían hasta la terraza y el jardín. La luz de la luna reposaba con todo su encanto sobre los parterres de flores recortados sobre la hierba. Sydney, sintiéndose maravillada, se detuvo a contemplarlas. Si se iba a dormir, sin duda alguna aquella iba a ser una noche de insomnio desesperante. El aire fresco de la noche subió por el túnel abovedado que quedaba debajo de las escaleras. La muchacha sintió en su corazón la enorme soledad del pensil iluminado por la luna. Miró hacia las escaleras que subían a los dormitorios. No parecía que hubiera ninguna criada preguntona por los alrededores; ninguna mirada inquisitiva que pudiera observarla desde las ventanas de la planta baja, un lugar abandonado y solitario en el que sólo entraban algunos turistas curiosos. Sydney se acercó al perchero que estaba en un hueco al lado de la puerta, cogió su sombrero y su capa, y salió al jardín. CAPÍTULO VIII LA SEÑORA PRESTY HACE UN DESCUBRIMIENTO La cena y la fiesta habían terminado. Los vecinos se habían marchado. Y las señoras de Mount Morven se habían retirado a sus dormitorios. De camino a su habitación, la señora Presty llamó a la puerta de su hija. —Quiero hablar contigo, Catherine. ¿Estás acostada? —No, mamá. Pasa. Vestida con un camisón en el que los colores azul y blanco se mezclaban delicadamente; y fastuosamente acomodada sobre un sillón con las almohadas más mullidas que el dinero podía comprar, la señora Linley se puso a meditar acerca de los acontecimientos de la tarde. —Esta ha sido la mejor fiesta que hemos organizado jamás —le dljo a su madre—. ¿Y te has fijado que bonita y encantadora estaba la señorita Westerfield con su vestido nuevo? —Precisamente de esa muchacha es de quien quiero hablarte —respondió secamente la señora Presty—. Tenía mejor opinión de ella cuando llegó a esta casa, que ahora. La señora Linley le señaló a su madre que la puerta que daba al dormitorio contiguo y más pequeño que había al lado, estaba abierta. —Más bajito —le dijo—, o despertarás a Kitty. ¿Qué ha hecho la señorita Westerfield para que haya cambiado tu buena opinión acerca de ella? Con la discreción que a veces le era habitual, la señora Presty le pidió a su hija si podían dejar ese tema para otro momento. —Por ahora, sólo quiero hacer alusión al cambio a peor que ha experimentado tu institutriz. Ha ocurrido mientras salía del salón esta tarde. Al llegar a la puerta, Sydney ha tenido una breve conversación con Herbert, y cuando cada uno se ha ido por su lado, él parecía haber montado en cólera. Esta vez fue la señora Linley la que se acomodó sobre las almohadas y se puso a reír. —¿Montado en cólera? ¡Pobre Herbert, si oyera cómo lo describes! Y mamá, por favor, no te ofendas. —Al contrario, hija mía, estoy gratamente sorprendida. Tu pobre padre, que para casi todo lo demás era un hombre muy lúcido, sin embargo nunca creyó mucho en tu inteligencia. Pero parece que no estaba en lo cierto, porque resulta evidente que has heredado algo de mi sentido del humor. De todos modos, eso no es lo que quería decir. He venido a traerte buenas noticias. Cuando llegue el momento de deshacernos de la señorita Westerfield... La señora Linley expresó su indignación con una mirada que sumió a su madre en el silencio. Pero la señora Presty, mujer que presumía de estar siempre a la altura de las circunstancias, se repuso enseguida y puso una cara inocente y sorprendida que habría aplaudido en el más exigente de los teatros. —¿Qué te he hecho yo ahora? ¿Por qué te pones así? —preguntó—. Sin duda, tú y tu marido sois unas personas muy extrañas. —¿Mamá, no le habrás dicho a Herbert lo mismo que me acabas de decir a mí? —Pues claro. Se lo he comentado a Herbert en algún momento de la fiesta. Y tengo que decirte que ha sido muy grosero conmigo. ¿Sabes lo que me ha contestado? "Dígale a la señora MacEdwin que se ocupe de sus propios asuntos. Y usted haría bien en hacer lo mismo." La señora Linley volvió a mirar a su madre. —¿Y qué tiene que ver la señora MacEdwin con todo esto? —preguntó. —Si no me interrumpieras constantemente ya te lo hubiera explicado. Catherine, no sé si te has dado cuenta de que la señora MacEdwin y yo hemos estado hablando durante la fiesta. A esta buena mujer le ha causado muy buena impresión la señorita Westerfield. Se ha quedado prendada, yo diría que hasta un poco trastocada. Bueno, ella ya está un poco mal de la cabeza; lo dicen hasta sus propias amigas. "La primera obligación de una institutriz", me ha dicho la muy tonta, "es hacerse merecedora del cariño de sus discípulos. Mi institutriz no ha logrado hacerse querer por mis hijos. Tiene un carácter terrible. Ya la he despedido. ¡Mire a esa dulce criatura junto a su nietecita! Tengo que reconocer que cada vez que veo lo bien que se entienden y lo mucho que se quieren, me entran ganas de llorar." Si te estoy citando al pie de la letra (como solíamos decir cuando estábamos en el Parlamento, en los tiempos del señor Norman) las tonterías que ha llegado a decir nuestra encantadora amiga, solamente es para abordar finalmente lo que realmente me interesa: si por cualquier causa, algún día tenemos una buena excusa para deshacernos de la señorita Westerfield, la casa de la señora MacEdwin está abierta para ella, cuando quiera y con las condiciones que quiera. Le he prometido a la señora MacEdwin que hablaría de este asunto contigo. Piénsalo, hija. Te lo aconsejo. La señora Linley tenía muy buen carácter, pero se negó a seguir dándole vueltas a algo que le pareció absurdo. —Puedes estar segura de que no voy a malgastar mi tiempo pensando en algo que no va a ocurrir jamás —dijo—. Buenas noches, mamá. —Buenas noches, Catherine. Desde luego, cuanto mayor te haces, peor carácter se te pone. A lo mejor es que estás un poco alterada por todo el ajetreo de la fiesta. Intenta dormir un poco, antes de que Herbert suba del salón de fumadores y te alborote. La señora Linley tampoco quiso pasar por alto ese comentario. —Cuando Herbert llega tarde después de estar con sus amigos no me despierta nunca, porque es una persona considerada. Para esas ocasiones, como tú misma habrás advertido, tiene una cama preparada en su gabinete. Al salir, la señora Presty pasó por el gabinete, que estaba junto al dormitorio. —La cama parece muy cómoda —dijo, elevando el tono de voz para que su comentario llegara a oídos de Catheririe—. Me pregunto si a Herbert no le resultará un poco difícil cambiarla por otra. La señora Presty se dirigía a su dormitorio cuando, al pasar por delante de la habitación de la pobre Sydney, vio que la puerta estaba abierta, lo cual le pareció ya de por sí una circunstancia bastante sospechosa. Sea joven o anciana, una dama, cuando se acuesta, no deja nunca la puerta de su dormitorio entreabierta. La señora Presty, movida por su sentido del deber, se puso a escuchar desde afuera. Luego se acercó de puntillas hasta la cama. Estaba vacía. ¡Y hecha! La anciana salió al pasillo muy excitada. Lo cual, todo hay que decirlo, la favorecía enormemente. Repasó mentalmente la lista de vicios y crímenes que puede cometer una institutriz, y por un momento pareció recrearse en la rememoración de ciertos recuerdos de su propia juventud. La institutriz se había retirado antes de las once. Eran las doce y no estaba en su dormitorio. Estuvo un rato dándole vueltas al asunto, y llegó a la conclusión de que probablemente la señorita Westerfield estaría preparando los ejercicios para el día siguiente. La señora Presty bajó hasta el aula, que estaba en el primer piso. El aula estaba vacía. ¿Dónde estaría la señorita Westerfield? ¿Era posible que Sydney fuera tan osada como para unirse a la reunión de hombres que estaba teniendo lugar en el salón de fumadores? La simple idea le pareció absurda. Sin embargo, antes de un minuto ya estaba en la puerta escuchando. Los hombres discutían en voz alta sobre política. La señora Presty se puso a espiar por el ojo de la cerradura. No había duda de que los fumadores se habían quedado solos. Si no hubiese sido porque la casa se hallaba repleta de huéspedes, la señora Presty hubiese dado la voz de alarma en ese mismo instante. Pero sintió miedo a un posible escándalo del que luego la familia seguramente habría de arrepentirse, y optó por la precaución. En el sugerente retiro de su propia habitación llegó a una sabia y prudente decisión. Entreabrió la puerta unas pulgadas y colocó una silla justo detrás, de modo que si se sentaba en ella podía ver la puerta del dormitorio de Sydney. Dondequiera que estuviera, la criada habría de volver antes de que los otros criados se levantaran por la mañana para trabajar. De eso no tenía la señora Presty la menor duda. Siempre había una lámpara que se quedaba encendida en el pasillo toda la noche, y que daba muy buena luz. Además, una persona que se llamara a sí misma venerable, y que se sintiera guiada por el sentido del deber, estaba por encima de las tentaciones de la somnolencia. La señora Presty se retocó el cutis y, con gesto decidido, se puso el gorro de dormir. Luego, como precaución, apagó la vela de su dormitorio. —Esta es una de esas situaciones en que es menester que mantenga bien alta mi dignidad —dijo para sí, mientras tomaba posición en su silla. En el salón de fumadores un hombre parecía estar ya bastante harto de hablar de política. Ese hombre no era otro que el dueño de la casa. Randal se dio cuenta de que su hermano tenía la mirada cansada, y además parecía preocupado. Y decidió dar por terminada la reunión. Al cabo de un momento le llegó la oportunidad que estaba esperando. Dos huéspedes, ambos miembros del Parlamento, se habían enzarzado en una discusión que se estaba deslizando a pasos agigantados hacia la pura y simple negación de la opinión del otro. Por si esto fuera poco, las opiniones de estos hombres no eran en absoluto originales. Otro de los invitados, conocedor de la fama de Randal de hombre políticamente moderado, se dirigió a él para pedirle que diera su opinión al respecto. Con un lenguaje muy sencillo, le explicó a Randal cuál era el tema de discusión. —Cuál de nuestros partidos políticos merece la confianza de los ingleses. Randal, no queriendo ser menos directo, contestó inmediatamente: —El que baje los impuestos. Sus palabras llegaron hasta el centro mismo de la encendida discusión, actuando como un aguacero. Como buenos miembros del Parlamento, los dos políticos no sentían ningún interés por las personas o los impuestos. Así que recibieron la nueva opinión con un silencio resignado. Los amigos que estaban escuchando la conversación empezaron a reír. El más viejo de ellos miró su reloj. Al cabo de cinco minutos las luces ya estaban apagadas y el salón de fumadores quedó vacío. Linley, por supuesto, fue el último en retirarse. Al salir notó que todavía estaba muy excitado, probablemente por el efecto conjunto del humo y del ruido. Pero la verdad era que durante toda la tarde se había sentido atormentado. Salió al pasillo y se puso a caminar lentamente, igual que lo había hecho la señorita Sydney Westerfield unas horas antes que él. El señor Linley estaba desvelado; se notó intranquilo, irritable. Igual que Sydney, también él se detuvo ante la puerta abierta de la entrada y admiró la conciliadora belleza del jardín. El somnoliento criado que había estado atendiendo a los huéspedes en el salón de fumadores le preguntó al señor si debía cerrar la puerta. —Váyase a la cama, ya me encargaré yo —respondió Linley. Linley subió despacio por las escaleras. Cuando llegó arriba, también él, como antes la señorita Westerfield, se sintió tentado por el aire fresco. Sacó la llave del cerrojo, salió afuera, cerró, se puso la llave en el bolsillo y bajó al jardín. CAPITULO IX ALGUIEN ABRE LA PUERTA Linley cruzó el césped con paso lento. Normalmente era un hombre tranquilo. Pero esa noche estaba triste. Se sentía preocupado; se sentía culpable. Al final del césped se iniciaban dos senderos. Uno llegaba hasta un seto de rara belleza. Le llamaban el Jardín Francés, porque tenía la misma forma que los viejos jardines de Versalles. El otro sendero conducía a una alameda, cuyo camino central estaba alfombrado de césped. La alameda, zigzagueando a su antojo, atravesaba un espesa maleza. A Linley le daba igual coger uno u otro sendero, así que se metió por entre los matorrales, simplemente porque era lo que tenía más cerca. En algunas partes del camino la luz de la luna se colaba a través de unos pocos espacios abiertos entre el verde. Pero la mayor parte del camino, Linley anduvo en la más absoluta oscuridad. No sabía qué distancia había recorrido, cuando delante suyo, muy cerca, oyó que la hojarasca crujía levemente. Como la suave brisa había dejado de soplar hacía rato, Linley dedujo que la causa del ruido tenía que ser necesariamente alguna criatura nocturna capaz de volar o arrastrarse. Miró hacia arriba, y vio la luna brillando. En ese mismo instante se dio cuenta de que aparecía una figura entre los matorrales. Se fue acercando a Linley. La luna la iluminaba. Cuando estuvo un poco más cerca, advirtió que tenía cuerpo de mujer. ¿Sería una de las criadas, apresurándose a regresar a casa después de haber ido a encontrarse con su amante? En la negrura en que se hallaba, y vestido con su oscuro traje de noche, se hallaba perfectamente oculto. ¿Qué podía hacer para que la mujer no se asustase? ¿Era mejor llamarla, o dejar que se le acercara en medio de aquella oscuridad? Decidió que lo mejor era llamarla. —¿Quién anda por aquí a estas horas? Se oyó un grito. La asustada figura se quedó quieta durante un instante, y luego dio media vuelta como si quisiera escapar corriendo. Pero permaneció inmóvil. —No se asuste —dijo él—. Seguramente reconocerá usted mi voz. Caminando bajo la luz de la luna, Linley se acercó hasta la silueta inmóvil. Era Sydney Westerfield. —¡Es usted! —exclamó él. Ella se puso a temblar. Una serie de palabras entrecortadas e ininteligibles fueron su única respuesta. —El jardín estaba tan tranquilo y tan bonito. Pensé que no hacía ningún daño a nadie... por favor, déjeme volver, tengo miedo de que me cierren la puerta. Sydney intentó pasar. —¡Mi pobrecita niña! —dijo él—, ¿de qué tiene miedo? No es usted la única: también yo he tenido la tentación de salir a dar un paseo: hace una noche encantadora. Cójase de mi brazo. Aquí, entre los árboles, ¡hay tan poco aire! En cuanto lleguemos de nuevo al jardín ya verá como respira mejor. Ella se cogió de su brazo. Linley sentía sobre su propio brazo los latidos del corazón de la muchacha. En silencio, caminando suavemente, la sacó de los matorrales y la llevó de nuevo al jardín. Por todos lados había sillas. Linley le propuso a Syd que se sentara a descansar un rato. —Tengo miedo de que me dejen fuera —repitió ella—. Por favor, permítame volver. Él accedió a sus deseos inmediatamente. —Tiene que dejar que la acompañe —le explicó—. En casa ya están todos durmiendo. ¡No!, no tenga miedo. Tengo la llave de la puerta. La abriré y podrá entrar usted sola. Ella le dedicó una mirada de agradecimiento. —Qué bien que ya no esté usted enfadado conmigo, señor Linley —le dijo—. Vuelve a ser tan amable como siempre. Subieron por las escaleras que llegaban hasta la puerta. Linley sacó la llave de su bolsillo y la hizo girar perfectamente dentro del cerrojo. Pero cuando fue a abrir la puerta, ésta no cedió. Empujó con todo su cuerpo, pero la puerta no se movió de sitio. ¿Era posible que al terminar la fiesta algún criado se hubiese quedado despierto hasta más tarde de lo habitual y, sin darse cuenta de que el señor Linley había salido al jardín, hubiese echado todos los cerrojos por dentro? Pues exactamente eso era lo que había ocurrido. No había otra alternativa que rendirse a las circunstancias. Linley bajó de nuevo las escaleras, y le dijo a Sydney: —Nos han cerrado la puerta. Sydney le escuchó en silencio. Estaba consternada. Él, sin embargo, pareció tomarse con buena filosofía el asunto de su compartido infortunio. —No es tan terrible —le explicó a Syd—. Los criados abrirán sus dependencias entre las seis y las siete. La temperatura es muy agradable, y en la glorieta del Jardín Francés, si no recuerdo mal, hay un sofá. Puede sentarse a descansar. Seguro que está cansada. Déjeme que la acompañe hasta allí. Ella se alejó unos pasos y miró hacia la casa. —¿No podríamos llamarles? —preguntó Syd. —No nos oirían. Y además... —Linley estaba a punto de recordarle a Syd la malvada interpretación que podría hacerse del hecho de que aparecieran los dos juntos regresando del jardín a esas horas de la madrugada. Pero el aspecto cándido de ella hizo que Linley optara por no decir nada. Solamente añadió: —Se olvida de que en nuestro viejo castillo todos los dormitorios están en el piso superior. Y no hay ninguna aldaba ni campanilla que pueda ser oída desde arriba. Venga a la glorieta. Dentro de una hora o dos amanecerá. Ella se cogió de su brazo en silencio. Llegaron al Jardín Francés sin haberse dirigido la palabra en todo el camino. La glorieta había sido diseñada según los gustos franceses del siglo anterior o, lo que es lo mismo, siguiendo los cánones clásicos. Era una simple copia de madera del Templo de Vesta en Roma. Linley le abrió la puerta a su Syd, y se quedó dudando en el umbral. Cualquier muchacha que hubiese sido criada por una madre cuidadosa habría comprendido, e incluso agradecido, las dudas de su acompañante. Y si en algún momento se hubiese sentido avergonzada, lo habría ocultado y le habría pedido a su acompañante que no regresara hasta el amanecer. En la ingenuidad y la pureza de la muchacha que había sido maltratada por su tía y, peor aún, por su madre, Sydney, incapaz de ver el peligro, hizo una pregunta que a cualquier persona que no conociese su vida le habría parecido cuando menos imprudente. —¿Va a dejarme aquí sola? ¿Por qué no entra? Linley pensó en su visita al colegio, y recordó a su detestable dueña. No culpó a Sydney por sus palabras: sólo sintió pena. Ella sujetó la puerta para que no se cerrara. Linley entró en la casa de verano. Se sentía muy seguro de sí mismo. Como muestra de respeto, Sydney le ofreció el sofá al señor Linley. Era el único asiento cómodo que había en toda la glorieta. Él, después de insistir en que debía ser ella quien se sentara, buscó por toda la casa y encontró un taburete de madera. En la pequeña habitación circular entraba muy poca luz, y ellos dos estaban muy cerca, en silencio. Sydney estalló súbitamente en una risita nerviosa. —¿De qué se ríe? —le preguntó Linley, contagiándose del buen humor de Sydney. —Parece tan extraño, señor Linley, que estemos aquí fuera los dos solos. En el instante mismo en que pronunció esas palabras, desapareció la expresión de alegría de su cara. La puerta de la glorieta estaba abierta; Syd quedó sobrecogida por el triste silencio de la noche. —¿Qué habría hecho yo, si me hubiese quedado sola fuera? —se preguntó en voz alta. Luego miró tímidamente al señor Linley—. Ojalá supiera como devolverle su amabilidad —Syd no dijo todo lo que estaba pensando. No obstante, Linley se dio cuenta enseguida de que Sydney escondía algo. Si en algún rasgo se parecen todos los hombres es en que no pueden ver llorar a una mujer. Linley adoptó una actitud paternal con la institutriz; le ofreció una sonrisa, le dio un golpecito en el hombro, y le dijo con tono optimista: —Tú eres mi pequeña institutriz. Y eres una buena persona. No me cuesta ningún esfuerzo ser amable contigo. Así que no tiene ningún mérito en absoluto. Linley le acercó su mano. Syd sintió un impulso, puro, limpio, e irrefrenable, y no pudo resistirse a él. Se inclinó y, en un gesto que en principio pareció de simple agradecimiento, besó la mano de Linley. El apartó la mano de los labios de Sydney, como quien la aparta del mismísimo fuego del infierno. —¡Oh, espero no haber hecho mal! —dijo ella. —No, querida. El señor Linley se sentía avergonzado. De repente, se dio cuenta de que no había sido capaz de cumplir sus autoproclamadas intenciones de reprimirse de toda actuación como aquella. En ese instante, la vergüenza se convirtió en miedo. Sydney no era consciente de esta situación. Él apartó su taburete un poco, tratando de establecer una mayor distancia entre los dos. El mal momento elegido por Linley para esa separación no hizo sino asustar a la muchacha. Y humillarla. Sydney le interpretó mal: pensó que la intención del señor Linley no era otra que recordarle que todavía había clases sociales. ¿Qué clase de institutriz se habría tomado esas libertades con su amo?, pensó la muchacha, sintiéndose tremendamente avergonzada. Syd se puso a llorar; se levantó de su sillón, y salió corriendo de la glorieta. Linley fue tras ella. La encontró reclinada en el pedestal de una de las estatuas del jardín. Se acercó. Sydney temblaba y jadeaba como una criatura asustada. Hasta el más insensible de los hombres se habría conmovido ante esa imagen. ¡Sydney! —le dijo—. ¡Mi pequeña Sydney! Ella intentó decirle algo, pero le fallaron las fuerzas, le traicionó la voz. Solamente pudo alzar la mano, en un vano intento de sujetarse al ancho pedestal. Un instante antes de caerse al suelo, Linley la cogió en sus brazos. La institutriz apoyó lánguidamente la nuca sobre el pecho de su patrón. La deliciosa luz de la luna se reflejaba en el rostro atormentado de Syd. Linley era una persona honrada, pero sintió que ya se había reprimido demasiadas veces. Sintió que era humano. Sintió que era un hombre. Y en un momento de locura, lo hizo. La besó apasionadamente. Era la primera vez que los virginales labios de Sydney sentían la calidez de los labios de un hombre. De repente, la ingenuidad, la maravilla, el misterio, el asombro, los que habían sido sus sentimientos hacia el señor Linley hasta entonces, se transformaron. En el momento supremo de ese beso, el amor alzó su velo, y la naturaleza reveló todos sus secretos. Syd se abrazó al cuello de Linley; emitió un leve suspiro de placer, y le devolvió el beso. —Sydney —susurró él—. Te quiero. Ella le escuchó embelesada, en silencio. Su respuesta la dio en el beso de retorno. Fue la casualidad quien los rescató de ese momento crítico de sus vidas; una de esas pequeñas casualidades que ocurren todos los días. Mientras Sydney lo abrazaba, el muelle de su brazalete cedió. La resplandeciente joya cayó sobre la hierba, junto a los pies de Sydney. Él no se dio cuenta, pero ella sí. Y en ese mismo instante recordó a la señora Linley. Se quedó pálida, helada. Sintió miedo, y se apartó inmediatamente de él, sumida en un silencio mortal. También él estaba aterrado. Nervioso, con voz temblorosa, le preguntó: —¿Te encuentras mal? —No, mal no. Impúdica y pecaminosa, sí —respondió ella, mientras señalaba el brazalete en el suelo—. Recógelo tú. Yo no me atrevo ni a tocarlo. Mira lo que pone dentro. Él recordó la inscripción: "Para Sydney Westerfield. Con el cariño de Catherine Linley". El señor Linley bajó la cabeza. Entendía muy bien lo que ella quería decir. —Me desprecias —le dijo a Sydney—, y me lo merezco. —No. Me desprecio a mí misma. He vivido entre gente malvada, y he terminado siendo tan malvada como ellos. Sydney suspiró profundamente y se alejó unos pasos. ¡Kitty!, dijo para sí, ¡La pobrecita Kitty! Linley se acercó a ella. —¿Por qué piensas en la niña ahora? —preguntó. Ella no se dio la vuelta; ni siquiera se detuvo. Había perdido toda confianza en sí misma. Y comenzaba a tenerle miedo a Linley. —Solamente hay una manera de arreglar esto —dijo ella—. Que no nos veamos nunca más. Tengo que irme de aquí. Tengo que despedirme de Kitty. Tengo un destino. Ayúdame a cumplirlo. Ayúdame a marcharme. Lejos de ponerle las cosas más fáciles a Syd, Linley se mostró poco o nada arrepentido de lo que había sucedido. —¿Dónde estarás mejor que en esta casa? —preguntó. —Lejos de Inglaterra. Cuanto más lejos estemos el uno del otro, mejor para los dos. Por tu propio bien, ayúdame. Haz que me envíen con los otros emigrantes al Oeste, al Nuevo Mundo. Ofréceme un horizonte, que no sea el de la vergüenza y la desesperación. Ayúdame a hacer algo bueno, algo con lo que no haga daño a nadie. Quién sabe, quizás en América pueda encontrar a mi pobre hermano. ¡Deja que me vaya, por favor! ¡Deja que me vaya! Sydney parecía determinada a marcharse de Mount Morven. Linley subió las escaleras. Se acercó a Sydney. —No me atrevo a decirte que te equivocas —dijo él, ruborizándose—. Sólo te pido que no hables más del futuro hasta que estemos los dos más calmados. Le señaló la glorieta. —Entra, estás muy cansada, pobrecita mía. Reponte un poco mientras yo intento pensar en algo. Linley la dejó dentro y anduvo y desanduvo la alameda del jardín una y otra vez. Lejos de la presencia de Sydney, de la enloquecedora fascinación que sentía por ella, poco a poco fueron retornando a su mente la lucidez y la prudencia. Evitó pensar en ella con ternura. Ya no se veía la luz de la luna. El cielo, sin estrellas, calinoso, esparcía su majestuosa oscuridad sobre la tierra. Linley miró asustado hacia el cielo del este. Tenía que tomar una decisión. La oscuridad le arredró, quizás porque en ella habitaba la sombra de su propia culpa. El indefinido color grisáceo del amanecer se hizo dueño y señor del cielo, y él se sintió más aliviado. Con el primer rayo de sol regresó a la glorieta. —¿Te molesto? —le preguntó a Sydney, mientras esperaba fuera en la puerta. —No. —¿Podrías salir? Quiero hablar contigo. Ella apareció en la puerta y aguardó a que él dijera lo que tuviera que decir. —Debo pedirte que sacrifiques tus sentimientos —comenzó—. Recuerdas anoche, en el salón, cuando me alejé de ti, y mi extraño comportamiento te hizo temer que me hubieras ofendido... yo no podía dejar de pensar en todo lo que le debo a mi esposa. He estado pensando en ella. Creo que es una buena mujer, y debemos ocultarle lo que ha pasado. Ella está muy ocupada atendiendo a los huéspedes, y no creo que sea el momento. Dentro de una semana ya no quedará ningún invitado en la casa. Hasta entonces, ¿crees que podrás guardar las apariencias? ¿Te quedarás aquí con nosotros como de costumbre, hasta que tengamos la oportunidad de quedarnos solos? —-Así será, señor Linley. Sólo le pido un favor. Mi peor enemigo es mi propio corazón, miserable y perverso. ¿Oh, es que no lo entiende? ¡Me avergüenzo de mirarle! A él le bastó con escuchar su corazón para conocer el significado de esas palabras. —No digas más —respondió con tristeza—. Nos mantendremos tan alejados como nos sea posible. Ella se estremeció ante esa franca constatación de que estaban unidos así en el amor como en la culpa. Se escapó corriendo de él para refugiarse en la casa de verano. No se dijeron una sola palabra hasta que la quietud de la mañana fue rota por el sonido de puertas desatrancándose, y el primer humo salió de la chimenea de la cocina. Entonces, él regresó y habló con ella. —Ya puedes volver a la casa —dijo—. Sube por las escaleras de delante; es temprano, no te encontrarás con ningún criado. Pero si te vieran, llevas puesta la capa. Creerán que has salido a dar un paseo al jardín más temprano que de costumbre. Cuando pases al lado de la puerta del piso de arriba, abre los pestillos sin hacer ruido, para que yo pueda entrar. Ella bajó la cabeza en silencio. Él se la quedó mirando mientras se alejaba por el césped, sabiendo que la admiraba, sabiendo más de lo que se atrevía a confesarse a sí mismo. Cuando Sydney desapareció de su vista, Linley se dio la vuelta y fue a esperar al mismo lugar donde ella había estado esperando. El sentido del deber hacia su esposa le pesaba sobre el pensamiento como una penitencia. Todavía guardaba vivamente en la memoria el beso de la fatalidad. ¡Soy un canalla!, se dijo a sí mismo, allí de pie, en la casa de verano, solo, mirando a la silla en la que ella ya no estaba. CAPÍTULO X EL CUMPLEAÑOS DE KITTY Por más que cuente con las inestimables ventajas que le proporciona la experiencia de toda una vida, no hay anciana, por sabia que sea, que no tenga que someterse inevitablemente a las leyes de la naturaleza. A primera hora de la mañana, cuando el sueño es más poderoso que en ningún otro momento de la noche, la señora Presty se quedó dormida como un tronco. Sydney subió las escaleras y entró en su habitación sin que nadie la viera. Media hora después, Linley abría la puerta de su gabinete. Su esposa todavía estaba durmiendo. Su suegra se despertó dos horas más tarde, y cuando miró el reloj se dio cuenta de que había perdido su ocasión. En circunstancias similares, cualquier otra dama se hubiese sentido abatida. Pero ella continuó creyendo en sus sospechas, incluso con más devoción que antes. Se oyó la campanilla que marcaba la hora del desayuno. Al salir al pasillo, Sydney se encontró con la señora Presty, quien al parecer la estaba esperando para darle los buenos días. —Me pregunto qué ha estado usted haciendo toda la noche, porque en su habitación no ha dormido —le soltó la anciana, con un tono tan cariñoso como envenenado—. ¡Ah, y no me lo niegue, porque se dejó la puerta abierta y miré dentro! —¿Y por qué lo hizo, señora Presty? —Jovencita, es evidente que estaba preocupada por usted. Y todavía lo estoy. ¿Estaba dentro, o fuera de la casa? —Estaba admirando la luna. —¿Admirando la luna? —¡Sí, admirando la luna! —Sola, por supuesto —sugirió la señora Presty. Sydney se amparó en un subterfugio. —¿Por qué habría usted de dudarlo? La señora Presty no malgastó más tiempo en interrogarla. Se acordó, con placer, de las sabias palabras que le había dicho a su hija el día en que Sydney había llegado a Mount Morven: "¡Quién sabe las cosas que habrá visto, las veces que se habrá visto obligada a mentir!" En ese momento la señora Presty, sintiéndose más vanidosa que nunca, tomó a Sydney del brazo y, con una actitud maternal, como tratando de inspirarle confianza, la llevó abajo a desayunar. Al pie de las escaleras se encontraron con el señor Linley. Su suegra miró disimuladamente a Sydney, y después le dio cordialmente la mano a su yerno. —¡Mi querido Herbert, qué pálido te encuentro! ¡Ese horrible hábito de fumar! Parece como si hubieses estado despierto toda la noche. Esa mañana, la señora Linley hizo su acostumbrada visita a la sala de estudios. Estaba agotada de atender a los huéspedes, así que durante el desayuno estuvo poco atenta. Lo único que le llamó la atención fue la ruidosa alegría exhibida por su marido. Si Linley era un hombre demasiado honesto como para manejar astutamente algún tipo de engaño, ¿por qué habría sobreactuado su papel de hombre que está perfectamente tranquilo? Su esposa, mujer confiada como pocas, estaba sencillamente sorprendida. "Le divierte todo esto de la vida social", pensó, "Herbert será joven toda la vida." La señora Linley, todavía de muy buen humor por sus exitosos esfuerzos para entretener a sus amigos, abrió la puerta de la sala de estudios con mucho dinamismo. —¿Cómo van esas lecciones? —pero sus palabras se detuvieron al instante—. ¡Kitty! —exclamó—. ¿Estás llorando? La chiquilla corrió hacia su madre con los ojos llenos de lágrimas. —¡Mira a Syd! Está enfadada, y llorando. No quiere hablar conmigo. Ves a buscar al médico, mamá. —Pesada, no quiero ningún médico. No estoy enferma. —Lo ves, mamá; antes nunca me había reñido así. En otras palabras, la situación que se había creado en la sala de estudios suponía un cambio completo respecto al orden habitual. Sydney, que siempre era tan paciente, había perdido la calma; Sydney, que siempre era tan amable, estaba hablándole groseramente a la pequeña amiga a la que tanto quería. La señora Linley cogió una silla, se acercó a la institutriz y le tomó la mano. La muchacha, alterada de un modo ciertamente extraño, apartó la mano violentamente y estalló en un terrible llanto. Asombrada y asustada, Kitty siguió el ejemplo de su maestra (lo mejor que pudo para su edad). La señora Linley sentó a su hija sobre sus rodillas y le dio tiempo a Sydney para que se calmara. A pesar de que la señora Linley sólo pudo tomarle la mano a Sydney durante un breve instante, no le pareció que tuviese fiebre. Tampoco la cara parecía arderle. Así que pensó que lo más probable era que estuviese nerviosa por alguna causa y su llanto no fuera otra cosa que un intento histérico de aliviarse. —Me temo, querida, que has pasado una mala noche —dijo la señora Linley. —¿Mala? Peor que mala. Sydney se detuvo. Miró aterrorizada a la buena de su señora y amiga. Confundida, hizo un esfuerzo para quitarle importancia a lo que acababa de decir. Con toda la sensibilidad, amabilidad y confianza del mundo, la señora Linley le explicó que lo único que necesitaba era reposo y silencio. —Te voy a llevar a mi habitación —propuso—. Haremos que pongan el sofá en el balcón, y enseguida te quedarás dormida con el delicioso aire cálido de afuera. Kitty, puedes guardar tus libros. Hoy tienes fiesta. Ven conmigo, te voy a llevar al salón a que te mimen un poco las señoras. Ni la institutriz ni la alumna fueron capaces de rechazar un ofrecimiento tan amable y sincero. Sydney, que todavía se sentía extraña y confusa, se excusó trivialmente y pidió permiso para salir a pasear por el parque. Cuando Kitty lo oyó, dijo que ella iba adonde fuera su institutriz. La señora Linley pasó sus dedos por el pelo de su hija, y dijo juguetonamente: —Creo que estoy un poco celosa —para sorpresa de la señora Linley, Sydney la miró como si esas palabras se las hubiese dicho a ella. La señora Linley añadió: —No tienes que querer más a tu institutriz que a tu madre —besó a la niña y, al ponerse de pie para marcharse, se dio cuenta de que Sydney se había ido al otro extremo de la habitación, junto al piano. La niña cogió una partitura y se tapó la cara. La señora Linley, que era una persona que no solía desconfiar de nadie, y menos de una persona que le interesara, salió de la habitación con la vaga sensación de que algo iba mal, y con la convicción de que debía pedirle consejo a su marido. Al oír que la puerta se cerraba, Sydney miró a su alrededor. Ella y Kitty estaban de nuevo solas. La niña empezó a guardar sus libros, sin mostrar ninguna alegría ante la perspectiva de un día sin clase. Sydney la cogió cariñosamente en brazos. —¿Te quedarías muy triste si un día me viese obligada a marcharme? —en cuanto Kitty imaginó esa posibilidad, el color de su cara se desvaneció, y pereció atemorizada. —¡Bueno, bueno!, ¡no ves que sólo estoy bromeando! —dijo Sydney, asustada ante el efecto que había producido su comentario acerca de una inminente separación—. Ven conmigo, cariño; iremos a pasear juntas por el parque. La cara de Kitty se iluminó al instante. Y propuso que fueran más allá del parque, hasta la dehesa, para dar de comer a las vacas. Sydney enseguida estuvo de acuerdo. Cualquier entretenimiento que hiciera que la niña no estuviera tan pendiente de ella, era bienvenido. Después de permanecer una hora en el parque, cuando regresaban a casa a través de una arboleda, la compañera de Sydney, que iba corriendo delante de ella, exclamó: —¡Ahí está papá! —Su primer impulso fue intentar retroceder hasta un árbol, con la esperanza de que el padre de Kitty no la viera. El señor Linley le pidió a Kitty que fuera a buscar un ramillete de margaritas, y se acercó a Sydney, que se había quedado inmóvil bajo los árboles. —He estado buscándote por todas partes —le dijo—. Mi esposa... Sydney le interrumpió: —¡Lo ha descubierto! —No tienes que preocuparte por nada —replicó él—. Catherine es demasiado buena y honrada como para sospechar de nosotros. Simplemente ha visto un cambio en ti que no comprende; me ha preguntado si yo también me había dado cuenta, y eso es todo. Pero su madre, es más astuta que el mismísimo diablo. Así que tienes que intentar dominarte. Le hablaba en un tono tan severo que Sydney se asustó. —¿Estás enfadado conmigo? —preguntó. —¡Enfadado! Enfadarse contigo es sencillamente imposible. —Quizás lo mejor para los dos sería que te enfadaras conmigo. Intentaré dominarme. ¡Oh, si supieras cómo sufro cuando la señora Linley se muestra amable conmigo! El intentó hacerle ver que, mientras los invitados permanecieran en la casa, los dos corrían un serio peligro. —Dentro de unos días, Sydney, ya nada nos obligará a continuar esta farsa. Hasta que llegue ese momento recuerda que la señora Presty sospecha de nosotros. Antes de que pudieran añadir nada más, Kitty vino corriendo hacia ellos con las manos rebosantes de margaritas. —Aquí tienes tu ramillete, papá. No; no quiero que me des las gracias. Quiero que me digas qué regalo me vas a hacer —su padre estaba preocupado por otras cosas. Miró a su hija con expresión ausente. La niña, herida en su orgullo, recurrió a su institutriz. —¿Puedes creerlo? —le preguntó—. ¡Papá se ha olvidado de que el próximo jueves es mi cumpleaños! —Tienes razón, Kitty. Y me merezco un castigo por haberme olvidado. ¿Qué regalo quieres? —Quiero un cochecito para muñecas. —¡Vaya! En mis tiempos nos conformábamos con una muñeca. Se dieron la vuelta los tres. Otra persona se había unido a la conversación. Y por su voz, nadie tuvo la menor duda de que esa cuarta persona era la señora Presty. La anciana salió de entre los árboles, como si hubiera estado dando un paseo por el parque. ¿Habría oído la conversación que Linley y la institutriz habían mantenido mientras Kitty estaba cogiendo margaritas? —¡Qué cuadro tan familiar! —resaltó la vieja y astuta dama—. Papá con un ramo de flores en la mano, como si fuera una imagen de un santo. La niña mimada de papá siempre pidiendo algo, y siempre consiguiéndolo. Y la institutriz de papá, tan dulce, joven y hermosa, que hasta yo me enamoraría de ella, si tuviera la suerte de ser un hombre. Sin duda te habrás dado cuenta, Herbert... ¿Ha sonado la campanilla, verdad? ¿Vamos a comer? Como te iba diciendo, Herbert, sin duda te habrás dado cuenta de que Catherine y la señorita Westerfield tienen un estilo ciertamente antagónico. Un contraste sin duda hechizador, pero también enorme. Me pregunto si alguna de las dos siente envidia por la figura de la otra. ¿Crees que alguna vez mi hija desearía ser la señorita Westerfield? ¿Y usted, cariño? ¿No ha deseado nunca ser como la señora Linley? —Ya que estamos en ello, déjeme hacer una tercera pregunta —intervino el señor Linley—. ¿Alguna vez se ha dado usted cuenta de las tonterías que puede llegar a decir, señora Presty? Con esa indelicada respuesta, Linley mostró su enfado. Pero Sydney se tomó el insulto de un modo muy distinto. Nunca se había sentido tan segura de sí misma como en ese instante. Ignoró a la irónica señora Presty con una actitud que ya la habría querido para sí la propia señora Presty. —¿Y qué mujer no querría ser tan hermosa como la señora Linley, y tan buena? —Gracias, querida, por piropear a mi hija de ese modo. Un piropo sincero, de eso no hay duda. Y nos viene muy bien —continuó la señora Presty— después de la salida de tono de mi yerno. Mi pobrecito Herbert, ¿cuando entenderás que yo no digo las cosas con mala intención? Lo que sucede es que soy una persona que se toma la vida con filosofía. Y procuro dejarme llevar siempre por ese maravilloso espíritu. Señorita Westerfield, créame si le digo que yo no sé lo que es estar preocupada. A mí los problemas, la muerte de algún pariente y esa clase de cosas, parecen no afectarme en absoluto. El pobre señor Norman solía atribuirlo al excelente funcionamiento de mi digestión. A mi segundo marido esa explicación siempre le pareció del todo absurda. Su alto ideal de las mujeres le impedía hacer cualquier alusión como ésa a sus estómagos. Solía decir palabras muy bellas (citando a algún poeta) acerca del resplandor de mi pecho. Quizás un poco abstractas, eso sí —dijo la señora Presty, mirando modestamente el paisaje natural que asomaba por debajo de su cuello—, pero un regalo para mis oídos. Yo diría que ha sonado otra vez la campanilla para el almuerzo. Iré delante y les diré que no vais a tardar mucho. A algunas personas les gusta comer a la hora. Yo misma, por ejemplo, si queréis que os diga la verdad, no soporto que me toque la cola del abajo del pescado. ¡Au revoir! ¿Se acuerda, señorita Westerfield, de cuando le pedí que dijera au revoir para ver cómo pronunciaba usted el francés? Entonces no le di mucha importancia a su acento. ¡Ay, pobre de mí, si le hubiese dado más importancia a su acento! Kitty, miró a su opulenta abuela con respeto, admiración e ingenuidad. Tiró de la cola del abrigo de su padre, y le dijo seriamente al oído: —¡Oh, papá, qué hermosas palabras dice la abuela! CAPÍTULO XI LINLEY HACE VALER SU AUTORIDAD Al cabo de una semana, cuando el lunes por la tarde el último de los invitados salió de Mount Morven, la señora Linley se dejó caer sobre una silla (en "la paz celestial del salón desértico", como Randal lo describió) y admitió que el esfuerzo por atender a los huéspedes la había dejado completamente extenuada. —Parece absurdo que a mi edad —dijo con una sonrisa lánguida— me pasen estas cosas. Pero lo cierto es que estoy tan cansada que hoy voy a acostarme antes de que se haga de noche. Como cuando era una niña. La señora Presty estaba sentada en silencio, en un rincón, alejada de todos. Desde allí observaba con una mirada maliciosa a la institutriz. Se acercó a su hija rápidamente. Parecía tener algo muy importante que decirle. Y Linley no tenía la menor duda de lo que era. —¿Puedes hacerme un favor, Catherine? —comenzó la señora Presty—. ¿Podemos ir a tu habitación para hablar? —¡Por favor, mamá, ten un poco de piedad de mí, y déjalo para mañana! La señora Presty aceptó a regañadientes el contratiempo, pero no sin poner una condición. —Doy por sentado —estipuló la anciana— que lo primero que harás mañana por la mañana será hablar conmigo. La señora Linley estaba dispuesta a aceptar esa condición y cualquier otra que le garantizara una noche de reposo ininterrumpido. Se acercó a su marido, que estaba al otro lado de la habitación, y se agarró a su brazo. —Estoy tan cansada, Herbert, y nuestras escaleras son tan empinadas, que no creo que pueda subirlas sin tu ayuda. Mientras subían juntos, Linley supo que su esposa tenía sus razones para irse del salón. —Estoy cansada y quisiera irme a la cama —le explicó—, pero antes me gustaría hablar contigo acerca de la señorita Westerfield. No, no hace falta que nos detengamos aquí, en el rellano. ¿Sabes? creo que ya sé porqué nuestra pequeña institutriz está tan nerviosa. Herbert, pareces asustado. —No. —Yo misma estoy sorprendida —continuó la señora Linley— de lo estúpida que soy por no haberme dado cuenta antes. Tenemos que ser más cariñosos que nunca con esa pobre niña. ¿No adivinas por qué? ¡Mi cielo, qué tonto eres! ¿No te has enterado de que entre nuestros invitados había dos hombres solteros? Uno de ellos es viejo y queda descartado. Pero el otro, me refiero a Sir George, por supuesto, es joven, guapo y simpático. ¡Cómo lo siento por ella, Herbert! Pero estoy casi segura de que se ha enamorado de él. Aunque ya sabrás que Sir George ha dilapidado toda su fortuna, y dudo que quiera casarse algún día si no es por dinero. Tengo que hablar con Sydney mañana mismo. Confío en poder ganarme su confianza. ¡Gracias a Dios, por fin hemos llegado a la puerta! Por ahora no puedo decirte nada más. Estoy muerta. Buenas noches, cariño. Tú también pareces cansado. Ya sé que es agradable tener amigos, ¡pero qué aliviada me siento después de haberme deshecho de ellos! Le besó, y lo dejó marchar. Cuando Linley se quedó solo se puso a pensar en el ingenuo error de su esposa y en el terrible esclarecimiento que la aguardaba. Sintió que desfallecía; se apoyó en la barandilla fantásticamente cincelada que protegía el lado exterior del rellano, y miró abajo a lo lejos, al vestíbulo de piedra. Por un momento, Herbert deseó que la vieja obra de carpintería cediera bajo su peso. De ese modo en cuestión de segundos, sus problemas habrían terminado para siempre. El recuerdo oportuno de Sydney hizo que volviera en sí. Por el amor que sentía hacia ella estaba decidido a evitar que la señora Presty se encontrara con su esposa la mañana siguiente. Al bajar las escaleras se encontró con su hermano en el pasillo del primer piso. —Precisamente quería hablar contigo —dijo Randal—. Dime una cosa, Herbert, ¿qué le pasa a la vieja, que está tan extraña? —¿Te refieres a la señora Presty? —Sí. Justo ahora me estaba contando que nuestra amiga, la señora MacEdwin, se ha encaprichado con la señorita Westerfield, y que nada le agradaría más que privarnos de nuestra hermosa institutriz. —¿La señora Presty ha dicho eso delante de la señorita Westerfield? —No. Me lo ha dicho poco después de que tú y Catherine salierais de la habitación. La señorita Westerfield también se había ido. Es probable que me equivoque, ya que no he tenido mucho tiempo para pensarlo, pero por la actitud de la señora Presty, yo diría que a la vieja le gustaría echar a la pobre muchacha de esta casa. —No te preocupes, Randal, mañana hablaré con ella de este tema. —Sí. —¿Te ha dicho alguna otra cosa? —No se lo he permitido. La señora Presty no me cae bien. Herbert, pareces cansado, preocupado. ¿Ha ocurrido algo? —Si ha ocurrido no te preocupes, ya te enterarás mañana. Y con esas palabras se fueron cada uno por su lado. Cómodamente sentada en el salón, la señora Presty acababa de abrir su periódico preferido. El negro perro de aguas de Linley descansaba a sus pies. Era su única compañía. Cuando la puerta se abrió, el perro se levantó, fue a hacerle arrumacos a su dueño y le miró a la cara. Si la señora Presty hubiese prestado atención a esa escena tal vez habría visto, en el retraimiento repentino y silencioso de la leal criatura, una señal del humor con el que venía su yerno. Pero la anciana estaba interesada en su lectura, o al menos eso fue lo que quiso aparentar. En un acto deliberado, hizo como si no viera que Linley acababa de entrar. Después de esperar un poco, Linley le quitó suavemente el periódico de las manos. —¿Qué significa esto? —preguntó la señora Presty. —Significa, señora, que tengo que decirle algo. —Por lo que parece, algo que no puede decirse de un modo civilizado. Puedes ser todo lo maleducado que quieras. Ya empiezo a estar acostumbrada. Linley, inteligentemente, vio que lo mejor era no hacer caso de ese comentario. —Desde que vive usted en Mount Morven —continuó—, creo que siempre ha encontrado en mí a un hombre con el que en general resulta fácil llevarse bien. Pero no olvide usted que soy quien manda en esta casa. La señora Presty cruzó plácidamente las manos sobre su regazo, y preguntó: —¿Manda a quién? —Mando sobre sus sospechas respecto a la señorita Westerfield. Por supuesto que es usted libre de pensar lo que quiera de ella y de mí. Lo que le estoy prohibiendo es que exprese sus pensamientos, ya sean insinuaciones hechas a mi hermano, o afirmaciones dirigidas a mi esposa. No crea usted que a mí me da miedo la verdad. La señora Linley sabrá más de lo que usted piensa, y lo sabrá mañana mismo. Pero no será usted quien se lo cuente, sino yo. La señora Presty movió la cabeza en un gesto de compasión. —Querido, me conoces lo suficiente como para saber que no te vas a deshacer de mí tan fácilmente. ¿O tengo que recordarte que la madre de tu esposa "es más astuta que el mismísimo diablo"? Linley reconoció sus propias palabras. —¡Así que estaba usted detrás de los árboles, escuchándonos! —Sí, y de lo único que me arrepiento es de no haber escuchado más. Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Creo que como madre mi deber es apartar a mi hija mancillada de tus manos. No están limpias, señor Linley. Tengo un deber que cumplir, y lo haré mañana. —No, señora Presty, usted no va a hacer nada mañana. —¿Y quién me lo va a impedir? —Yo se lo voy a impedir. —¿Ah, sí? ¿Y cómo, si puede saberse? —No tengo por qué responder a esa pregunta. Mis criados recibirán las instrucciones oportunas, y yo me encargaré de supervisarlas personalmente. —Gracias. Empiezo a entenderlo. Me vas a echar de la casa. Muy bien. Ya veremos qué dice mi hija. —Señora Presty, usted sabe tan bien como yo que si su hija se ve obligada a elegir entre usted y yo, se quedará con su marido. Tiene usted toda la noche para pensarlo. No tengo nada más que decirle. Si la señora Presty tenía una virtud, ésa era sin duda la de saber tomar decisiones con rapidez. Antes de que Linley hubiese abierto la puerta para salir, le llamó. —Siento molestarte de nuevo —dijo la señora Presty—, pero esta noche no tengo ninguna intención de perturbar mi descanso pensando en ti. Lo tengo todo muy claro, y no necesito darle más vueltas. Cuando a un hombre se le olvida cuál es su deber con eI sexo débil, hasta el punto de amenazar a una mujer, a esa mujer no le queda otra alternativa que someterse. Tú sabías que yo lo había arreglado todo para ver a mi hija mañana por la mañana. Sólo me queda rendirme ante la fuerza bruta. Señor Linley, dile a tu esposa que la cita queda cancelada. ¿Estás contento, ahora? —Bastante —dijo Linley. Y salió de la habitación. La señora Presty siguió a su yerno con la mirada del juez que acaba de dictar sentencia. Luego, sonrió alegremente. —¡Menudo idiota! Pareció como si tras esas dos solitarias palabras hubiese algún significado oculto. Quizás relacionado con lo que tendría que ocurrir a la mañana siguiente. En cualquier caso, la señora Presty sintió que esas dos palabras le producían un cosquilleo justo en la región en que los frenólogos creen que está situada la autoestima. CAPÍTULO XII DOS PERSONAS DUERMEN MAL Kitty estaba esperando a que Sydney entrara en su dormitorio para darle, como era habitual, las buenas noches. Pero a quien vio llegar del pasillo, caminando de puntillas, y con un paquete pequeño de papel en la mano, fue a su abuela. Kitty se quedó muy sorprendida. —¡Habla en voz baja! —dijo la señora Presty, señalando hacia la puerta que comunicaba con la habitación de la señora Linley—. Aquí tienes tu regalo de cumpleaños. No debes abrirlo hasta mañana por la mañana —puso el paquete debajo de la almohada y, en lugar de darle las buenas noches, cogió una silla y se sentó. —¿Puedo enseñarle mi regalo a mamá cuando vaya a verla mañana por la mañana? El regalo que había debajo del envoltorio de papel era un libro de láminas de seis peniques. La abuela de Kitty desaprobaba el despilfarro de dinero en regalos de cumpleaños para niños. —Claro que puedes enseñárselo. Y cuídalo lo mejor que puedas —respondió con seriedad la señora Presty—. Cariño, ¿y los otros regalos? ¿no los quieres ver también mañana por la mañana? La señora Presty, a quien todavía le remordían los recuerdos de la conversación con su yerno, tenía sus razones para meterle a la niña esas ideas en la cabeza. Su intención era levantar ciertos obstáculos familiares para evitar que el señor y la señora Linley pudieran encontrarse en privado durante las primeras horas de la mañana. Habitualmente, a la niña se le entregaban los regalos después de la cena. Si esta vez se los daban después del desayuno, habría un período de espera antes de que pudiera producirse ninguna conversación privada entre el señor y la señora Linley. Para ese intervalo la señora Presty tenía preparado un plan para desafiar la autoridad del señor Linley. Para ello solamente tenía que lograr que Catherine se pusiera celosa de una vez por todas. La pequeña y candorosa Kitty se convirtió al instante en cómplice de su abuela. —Le voy a preguntar a mamá si me pueden dar mis regalos a la hora del desayuno. —Y tu mamá, que es tan cariñosa, te dirá que sí —dijo la señora Presty, para redondearlo—. Desayunaremos temprano. Buenas noches, mi cielo. Al cabo de un rato, cuando Kitty ya estaba medio dormida, su institutriz entró en la habitación, más tarde de lo acostumbrado. —Creí que te habías olvidado de mí —dijo bostezando y alargando sus bracitos rollizos. A Sydney se le partió el corazón sólo de pensar que al día siguiente habrían de separarse. Pero se sobrepuso, no sin esfuerzo, a su desesperación. —Ojalá pudiera olvidarte —le respondió a la niña, sin darse cuenta de lo miserables y temerarias que podían resultar sus palabras. La niña estaba demasiado adormecida para entender nada. —¿Qué has dicho? —preguntó. Sydney la rodeó cariñosamente con los brazos, la levantó un poco de la cama y se la comió a besos. Los ojos de Kitty, semicerrados por el sueño, se abrieron de repente. —¡Qué frías tienes las manos! —dijo—. ¡Y cuántos besos me das! ¿Has venido para decirme buenas noches o para decirme adiós? Sydney recostó de nuevo a la niña sobre la almohada, le dio un último beso y salió corriendo de la habitación. Una vez en el pasillo le llegó la voz de Linley desde la planta baja. Le estaba preguntando a uno de los criados si la señorita Westerfield estaba dentro de la casa o en el jardín. El primer impulso de Sydney fue avanzar hacia las escaleras y responder ella misma. Una vez más, el recuerdo de la señora Linley hizo que se reprimiera. Regresó a su dormitorio. Los regalos que había recibido desde su llegada a Mount Morven estaban todos expuestos de modo que cualquiera que hubiese entrado en el dormitorio, mientras ella estaba ausente, los hubiera visto. Encima del sofá estaba el precioso vestido nuevo que se había puesto para la fiesta del atardecer. A ambos lados del vestido había otros regalos más pequeños, todos muy bien ordenados. Luego estaba el brazalete, encima del pedestal de una estatua; y un pedazo de papel en el que Sydney había escrito unas compungidas palabras de despedida para la señora Linley. Sobre el tocador, entre cepillos y peines, asomaban tres fotografías enmarcadas. Sydney se sentó a mirarlas. Lo primero que advirtió fue el parecido que había entre la señora Linley y Kitty. Se fijó en sus semblantes y se preguntó si tenía ella algún derecho a que esas personas fuesen sus amigas. No supo qué contestarse. Simplemente dejó caer unas lágrimas sobre las fotografías. —Ya las he estropeado —pensó—. Eso es lo que hago con todo: estropearlo. Hizo una pausa, y después cogió la tercera y última fotografía: la de Herbet Linley. A estas alturas, ¿era pecado el simple hecho de mirar su retrato? Hasta ese momento ni le había pasado por la cabeza, dejar la fotografía ahí. Su decisión osciló entre dos posibilidades: guardarla como recuerdo o hacerla pedazos. Las dos le parecieron igual de miserables. Resignada a la idea de que un sacrificio más ya nasa importaba, cogió el marco de cartón con ambas manos y se dispuso a romperlo. El retrato habría terminado hecho pedazos sobre el suelo, de no ser porque el rostro de Herbert se la quedó mirando. Si hubiese cogido el retrato de Herbert al revés, ahora no estaría mirándole por última vez. Sus ojos se llenaron de deseo. Un frenesí se apoderó de su cuerpo, de su alma. Apretó sus labios sobre la fotografía con la pasión de un amor desesperado. ¿Y qué más da? —se preguntó—. Si yo no soy más que el objeto de su amabilidad; la pobre tonta ignorante que no ha sabido ver la diferencia entre agradecimiento y amor. ¿Qué hay de malo en que esta fotografía me acompañe mientras me muero de hambre por las calles, o en un asilo? El espíritu fogoso que había en ella; en la niña que no había conocido la disciplina cariñosa de una madre; que no había sentido nunca la simpatía de una amiga del alma, se alzó con rebeldía contra el malvado destino que había amargado su vida. Sus ojos reposaban aún en la fotografía. —¡Acércate a mi corazón, tú que eres mi único amigo. Acércate y mátame! —y con esas indómitas palabras, llena de furia, se metió la fotografía dentro del escote del vestido y se dejó caer en el suelo. Ese acto de rabia, de abandono, en cierto modo era una burla a toda la cándida e infantil desesperación que había sufrido el día en que su madre la había dejado a merced de la crueldad de su tía. En Mount Morven, esa noche, hubo otra persona que pasó las horas en vigilia, atormentándose en silencio. Necesitaba estar solo. Iba y venía de un lado a otro de los lúgubres pasillos de piedra de la planta baja de la casa. Linley contaba las horas, reduciendo inexorablemente el tiempo que quedaba hasta la confesión que debía hacerle a su esposa. Todavía no había encontrado el momento de poder decirle a Sydney las únicas palabras de ánimo que se atrevería a decirle. Había preguntado por ella un poco antes del atardecer, pero nadie había sabido decirle dónde estaba. Como todavía ignoraba que en casa de la señora MacEdwin tenía alguna posibilidad, por escasa que fuera, de hallar refugio, Sydney se ahorró las tortuosas dudas que carcomían a Herbert Linley. ¿Podía la noble dama, a la que ellos habían agraviado, permitir la expiación de su culpa y guardar su miserable secreto? ¿Podían confiar en su alma generosa al menos durante unas horas más? Cuantas más vueltas le daba Linley a estas incertezas, más lejos se hallaba de encontrar una respuesta. CAPÍTULO XIII KITTY RECIBE LOS REGALOS Como era habitual a la hora de desayunar, toda la familia se hallaba reunida en la mesa del comedor. Kitty, que prefería la sugerencia hecha por la señora Presty en el sentido de acelerar la entrega de sus regalos de cumpleaños, había logrado su propósito metiéndose en la cama de su madre por la mañana y exigiéndole que se lo prometiera antes de levantarse de la cama. Por expreso deseo de la niña, no le habían dicho qué regalos le tenían preparados: —Escondédmelos —dijo Kitty, cual jovencita epicúrea entregada a las sensaciones del placer—, y esperad a que mi deseo de verlos sea tan fuerte que ya no pueda aguantar más. Por todo ello, los regalos estaban dispuestos sobre el alféizar de una de las ventanas. El esperado momento había llegado: Kitty ya no podía resistir más. Se dirigieron en procesión hacia los regalos. La señora Linley fue la primera en llegar al biombo detrás del cual estaban escondidos los regalos; desapareció detrás de éste, y salió con una fantástica y linda muñeca. La maravillosa criatura llevaba un vestido muy atrevido, a la moda francesa; hacía reverencias con la cabeza; los ojos se le cerraban cuando se la acostaba y se le volvían abrir cuando se la levantaba. También tenía voz y, aunque sólo era capaz de decir dos palabras, éstas eran más preciosas que dos mil en boca de un simple mortal. Kitty dio un grito de alegría, se abrazó a su regalo con tanto fervor que presionó el muelle que hacía hablar a la muñeca, y ésta dijo con voz chirriante: —¡Mamá! —luego, tras emitir un crujido, se puso a llorar, para terminar añadiendo—: ¡Papá! Kitty se sentó en el suelo; no podía tenerse en pie. —Creo que me voy a desmayar —dijo con un semblante bastante serio. En medio de la risa general, Sydney se acercó silenciosamente a Kitty y dejó a su lado un nuevo juguete: una preciosa y diminuta imitación de un joyero. Luego se alejó rápidamente, con el fin de que la niña no la viera. Sydney tenía la cara pálida, le temblaban las manos, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la compostura. La única que se dio cuenta de todo ello fue la señora Presty. Kitty estaba tan fascinada con el collar, los brazaletes, el reloj y la cadena de su nueva muñeca, que ni siquiera vio el joyero. Entonces, cuando se daba la vuelta para buscar a su querida Syd, su padre sacó un cochecito para la muñeca tanto o más bonito que la propia muñeca, y Kitty estalló de alegría. A continuación, su tío le dio una sombrilla, destinada a proteger el cutis de la muñeca cuando ésta saliera a pasear. Luego se produjo una pausa. ¿Dónde estaba el generoso regalo de la abuela? Nadie se acordó de él. Tuvo que ser la propia señora Presty quien se acercara hasta un banco de madera que estaba debajo de una ventana, lejos de donde estaban todos reunidos, para traer su inestimable libro de láminas de seis peniques. —Estoy pensando en quedármelo —le dijo a Kitty— hasta que seas lo bastante mayor para apreciar su valor. Por ir hasta la ventana, la suegra de Linley había perdido su oportunidad de ver cómo éste había susurrado algo al oído de Sydney. Nos encontraremos en los matorrales dentro de media hora —dijo. Ella dio un paso atrás, asustada por tal proposición. Cuando la señora Presty estuvo de nuevo en medio de la habitación, Linley y la institutriz ya se habían alejado el uno del otro. Kitty, ya repuesta, se puso de pie. Y ahora —declaró la niña mimada, dirigiéndose a los presentes—, voy a jugar. Puso la muñeca en el cochecito y empezó a pasearla por la habitación, mientras el señor Linley iba apartando todas las sillas del camino. Randal, a su vez, hacía de asistente con la sombrilla abierta, cumpliendo las estrictas órdenes que había recibido en el sentido de hacer ver "que era un día muy soleado". Una vez más el libro de láminas de seis peniques quedó abandonado. La señora Presty lo recogió del suelo, esta vez firmemente decidida a guardarlo hasta que la desagradecida de su nieta alcanzara la edad del libre albedrío. Lo puso en la estantería entre Don Juan de Byron y Vidas de los Santos de Butler. Desde la posición que ocupaba ahora, la señora Presty pudo ver que Linley se acercaba a Sydney: —Lo que tengo que decirte —susurró—, afecta mucho a tu propio interés. Si bien no logró enterarse de lo que estaba pasando entre ambos, la señora Presty sí pudo darse cuenta de que su yerno y la institutriz se entendían muy bien, al tiempo que parecían traerse algo entre manos. Miró con cautela a la señora Linley. Kitty había cambiado de humor. Estaba ansiosa por quitarle la ropa a su espléndida muñeca y volvérsela a poner. —Ven a ver mi muñeca —le dijo a Sydney—. Quiero que tú también te lo pases muy bien en mi cumpleaños. Randal aprovechó que se había quedado solo para deshacerse de la sombrilla dejándola encima de una mesa cercana a la puerta. Desde el otro extremo de la habitación, la señora Presty le hizo señas para que se acercara. —Quiero que me hagas un favor —empezó. Antes de proseguir observó a Linley, cogió un periódico y pretendió estar pidiéndole a Randal su opinión acerca de una noticia que le había llamado la atención—. Tú hermano nos está mirando —susurró—. No debe sospechar que tú y yo tenemos un secreto. A Randal le molestaban las excusas falsas. —¿Qué quiere que haga? —preguntó sarcástico. La respuesta no hizo sino aumentar su asombro. —Observa a la señorita Westerfíeld y a tu hermano. Ahora, míralos ahora. Randal obedeció. —¿Qué es lo que hay que mirar? —inquirió. —¿Es que no lo ves? —Lo único que veo es que están hablando. —¡Están hablando confidencialmente! Para que la señora Linley no pueda oírlos. Mira, míralos ahora. Randal miró fijamente a la señora Presty, con una inequívoca expresión de desagrado. Antes de que él pudiera responder, su vivaz sobrinita tuvo una nueva idea. Hacía sol, las flores brillaban hermosas, ¡y la muñeca todavía no había estado en el jardín! Kitty salió corriendo la primera, e iba tan preocupada por llevar el cochecito en línea recta que se había olvidado de su tío y de la sombrilla. La señora Linley se entretuvo tan sólo un momento en la habitación, el tiempo justo para recordarle a su marido y a la señorita Westerfield que si permanecían dentro de la casa se iban a perder una preciosa mañana de verano. Luego, la señora Linley siguió a su hija. Con su salida, y sin quererlo, estaba obstaculizando la intenciones de la señora Presty. Después de consultarse mutuamente con una mirada, Linley y la institutriz fueron los siguientes en salir. Cuando la señora Presty se quedó a solas con Randal y tomó conciencia de que todo su plan, cuidadosamente elaborado, se venía abajo, perdió la paciencia y, señalando teatralmente con el dedo la puerta por la que Linley y la señorita Westerfield habían salido, dijo enfurecida: —El matrimonio de mi hija se va a pique. ¡Y todo por culpa de esa vil criatura que tu hermano recogió en Londres! ¿Ahora me entiendes? —Todavía menos —respondió Randal—. A no ser que haya perdido usted la cabeza. La señora Presty recobró la calma. En una mañana tan espléndida como aquella, era muy probable que su hija se quedara en el jardín hasta que repicara la campanilla para la hora del almuerzo. Linley sólo tenía que acercarse a su esposa y decirle que quería hablar con ella. Y de ese modo tan sencillo, finalmente habría de llevarse a cabo la conversación que el señor Linley tan groseramente había insistido en defender como de su derecho exclusivo. La única posibilidad que tenía de vencer a su yerno en su propio terreno era obligar a Randal a que intercediera. Pero antes tenía que convencerle de la culpabilidad de su hermano. El lenguaje moderado y la compostura constituían la única esperanza de lograr este propósito. La señora Presty adoptó el disfraz de mujer sumisa y paciente, y utilizó la irresistible capacidad de seducción que aportan el buen humor y el sentido común. —Querido Randal, no tengo derecho a quejarme de lo que me acabas de decir —le contestó—. Me lo merezco por haber sido tan indiscreta. Reconozco que debería haber aportado pruebas, y haber dejado que fueras tú quien sacara sus propias conclusiones. Siéntate, por favor. No te entretendré más de cinco minutos. Tanta amabilidad confundió a Randal, que tomó una silla y se sentó al lado de la señora Presty. Los dos quedaron de espaldas a la puerta que comunicaba el comedor con la biblioteca. —No te voy a molestar más con mis opiniones —continuó la señora Presty—. Procuraré ceñirme sólo a lo que he visto y oído. Y si te niegas a creerme, ¡que te lo digan los propios culpables! Justo cuando terminaba de pronunciar esas palabras a modo de introducción, la señora Linley entró por la puerta de la biblioteca con la intención de coger la sombrilla de la muñeca. Randal le rogó a la señora Presty que hablara claro de una vez por todas. —Habla usted de los culpables —le dijo—. ¿Está usted insinuando que uno de esos culpables es mi hermano? La señora Linley avanzó un paso y cogió la sombrilla. Cuando oyó lo que decía Randal se detuvo un momento, sorprendida por la extraña alusión a su marido. Mientras tanto, la señora Presty contestó la pregunta que le había sido hecha. —Sí —le dijo a Randal—. Estoy hablando de tu hermano, y de la amante de tu hermano, la señorita Westerfield. La señora Linley volvió a dejar la sombrilla sobre la mesa, y se acercó a ellos. En ningún momento miró a su madre. Su cara, pálida y rígida, estaba girada hacia Randal. A él, y solamente a él, le dirigió la palabra. —¿Qué significan estas horribles palabras que acaba de pronunciar mi madre? —preguntó. La señora Presty celebró su victoria. Después de todas las adversidades, ¡el azar había jugado finalmente a su favor! —¿No te das cuenta —le dijo a su hija— de que aquí estoy yo para contestar esa pregunta? La señora Linley continuó mirando a Randal, y siguió dirigiéndose solamente a él. —Me resulta imposible exigirle a mi madre que me dé una explicación —continuó—. A pesar de lo que pueda sentir, no debo olvidar que es mi madre. Te lo vuelvo a preguntar a ti, que has estado escuchando lo que te decía ella: ¿qué es lo que ha querido decir? La señora Presty, que se daba a sí misma una enorme importancia, no quiso permitir que la pasaran por alto de ese modo. —Por más insolente que te pongas, Catherine, no voy a caer en tu provocación. Tu madre está obligada a hacerte abrir los ojos a la realidad. El amor de tu marido ya no es solamente para ti. Te ha salido una rival. Y esa rival es tu institutriz. Ahora haz lo que te parezca conveniente. Yo ya no voy a decir nada más. Con la cabeza bien alta, como si de la Virtud en persona se tratara, la señora Presty salió del comedor. Entonces Randal aprovechó su primera oportunidad para hablar. Se dirigió a su cuñada amablemente y con respeto. Ella se negó a escucharle. Estaba tan indignada por culpa de su madre, que no atendía a razones. —No intentes justificar ahora tu silencio —le dijo, muy injustamente—. Cuando he entrado en el comedor estabas escuchando lo que te decía mi madre y no has pronunciado una sola palabra de protesta. Veo que también estás implicado en esta vil calumnia. Randal quiso defenderse, pero era un hombre considerado y pensó que lo mejor era no provocarla más mientras siguiera en ese estado, en el que era sin duda incapaz de entenderle. —Cuando descubras que me has juzgado injustamente, te sabrá mal todo lo que me estás diciendo —dijo. Suspiró, y se fue. Ella se dejó caer sobre una silla. Si había algo que no podía quitarse de la cabeza en ese momento, era a su marido. Estaba impaciente por verle; ansiaba poder decirle: "¡Amor mío, no creo una sola palabra de lo que dicen de ti!" Cuando se había dirigido a buscar la sombrilla, su marido no estaba en el jardín. Y Sydney tampoco. Kitty, que también se había peguntado dónde podían estar su padre y la institutriz, le había pedido a la niñera que los buscara. ¿Qué había sucedido desde entonces? ¿Dónde los habían encontrado? Después de dudarlo un poco, decidió hacer venir a la niñera. Cuando apareció la muchacha y la señora Linley se dispuso a hacerle una de las preguntas que la habíam inquietado, le sobrevino un sentimiento de repugnancia. —¿Has encontrado al señor Linley? —dijo, no sin tener que hacer un gran esfuerzo. —Sí, señora. —¿Dónde estaba? —En los matorrales. —¿Y el señor te ha dicho algo? —Es que yo me he escapado antes de que pudiera verme, señora. —¿Por qué? —La señorita Westerfield estaba en los matorrales, con el señor. A lo mejor estoy equivocada, pero... —la muchacha se detuvo; parecía confundida. La señora Linley intentó decirle que continuara. Tenía las palabras en la mente. Pero le falló la capacidad de pronunciarlas. Impaciente, le hizo una señal a la sirvienta. Y ella la entendió. —A lo mejor estoy equivocada, pero me ha parecido que la señorita Westerfield estaba llorando. Después de decir eso, pareció ansiosa por querer marcharse. Vio la sombrilla. —La señorita Kitty está buscando esto y pregunta por qué no ha regresado usted al jardín para jugar con ella. ¿Puedo llevarle la sombrilla? —Llévasela. A la señora le había cambiado por completo el tono de voz. La sirvienta, cargada de dudas y miedo, la miró y le dijo: —¿Se encuentra usted bien, señora? —Me encuentro perfectamente. La muchacha se fue. La silla de la señora Linley se encontraba cerca de una ventana, desde donde podía ver el camino que iba hasta la entrada principal de la casa. Acababa de llegar un carruaje lleno de turistas habían venido a visitar la parte de Mount Morven que abierta a los forasteros. Los observó mientras salían, hablando y riendo, mirando a su alrededor. Todavía se sentía estremecida: era la primera vez que tenía que desconfiar de Herbert. Y encontró alivio echando un vistazo a los sucesos normales de cada día. Uno tras otro, los viajeros fueron desapareciendo bajo el porche de la puerta delantera de la casa. Luego el conductor se llevó el carruaje vacío, seguramente hacia el parador del pueblo, para dar de beber a los caballos. Ahora, desde las ventanas solamente podía ver una cosa: la soledad. Fuera y dentro de la casa, sólo había silencio, un horrible silencio. Volvió a sentir en su mente el peso del descubrimiento relatado por la sirvienta. Consideró las circunstancias. Y aun a su propio pesar, volvió a considerarlas. Su marido y Sydney Westerfield, juntos en los matorrales, y Sydney llorando. ¡Se habrían enterado de las abominables sospechas de la señora Presty?, o tal vez... ¡No! Cualquier otra mujer podía caer en la tentación de considerar esa segunda posibilidad. ¡Pero no la esposa de Herbert Linley! Agarró el periódico y fijó la vista en él, con la esperanza de fijar después el pensamiento. Obstinadamente, desesperadamente, leyó sin saber lo que estaba leyendo. Cuando las líneas impresas comenzaron a mezclarse y nublarse delante de sus ojos, oyó que alguien abría la puerta y se sobresaltó. Se dio la vuelta. Era su marido. CAPÍTULO XIV KITTY Y HERBERT SIENTEN UN DOLOR EN EL CORAZÓN Linley avanzó unos pasos y se detuvo. Su esposa se apresuró ansiosamente para salir a su encuentro, pero de repente se detuvo. Sintió desconfianza, o tal vez un temor irracional. Pero lo cierto es que vaciló en el momento en que se iba a acercar a él. —Tengo que contarte algo, Catherine. Es algo que te va a doler —en ese preciso momento le falló la voz; miró a su esposa, y luego apartó la mirada. No dijo nada más. Había dicho cuatro palabras sin importancia, y sin embargo todo estaba dicho. Ella vio la verdad en sus ojos, y la escuchó en su voz. Se puso a temblar. Linley avanzó, temiendo que su esposa pudiera desplomarse sobre el suelo. Pero ella logró dominarse enseguida, y le hizo una señal para que se alejara. —¡No me toques! —dijo—. ¡No hace ni un momento estabas con la señorita Westerfield! Ese reproche le alivió. —Reconozco que estaba con ella —respondió él—. Me ha dicho que te pidiera una cosa. —Me niego a concedérsela. —Primero escucha de qué se trata. —¡No! —Por tu propio bien, escúchame. Te quiere pedir permiso para marcharse de la casa, para no regresar nunca. Te lo pide ahora que todavía es inocente. Su esposa lo miró con desprecio. El se resignó, pero no permaneció callado. —Catherine, un hombre que está haciendo una confesión como ésta, ¿crees que quiere ocultarte algo? La señorita Westerfield te ofrece la única compensación que está al alcance de sus manos; ahora que todavía es inocente de haberte ofendido, excepto de pensamiento. —¿Eso es todo? —preguntó la señora Linley. —Queda en tus manos el decidir si ella puede compensarte de algún otro modo que a ti te parezca más aceptable. —Primero déjame ver si tengo claro lo que entiendes tú por compensación. ¿Ha puesto alguna condición la señorita Westerfield? —Me ha prohibido expresamente que ponga ninguna condición. —¿Y tiene pensado irse por ahí, sin amigos, sin nadie que pueda ayudarla? —Sí. Incluso en ese momento de terrible desgracia, la señora Linley demostró su nobleza con estas palabras: —Dame tiempo para pensar en lo que me has dicho —le pidió—. He tenido una vida feliz. No estoy acostumbrada a sufrir de este modo. Los dos se quedaron en silencio. Se oía la voz de Kitty, discutiendo con la sirvienta en las escaleras de la galería de retratos. Pero ni el padre ni la madre se dieron cuenta. —La señorita Westerfield es inocente de haberme ofendido, excepto de pensamiento —continuó la señora Linley—. ¿Me das tu palabra de honor de que eso es así? —Te doy mi palabra de honor. Eso pareció satisfacer a la señora Linley. —Mi institutriz —dijo—, ha querido traicionarme, pero no lo ha hecho. Eso no debo olvidarlo. Se tiene que ir, pero no se va a ir sola y desamparada. Su marido dejó de sentirse cohibido. —¡No creo que haya otra mujer como tú en el mundo! —exclamó. —Las hay, y muchas —respondió ella con entereza—. Una vulgar arpía, cuando se siente herida, encuentra alivio en un estallido de celos y una feroz discusión. Tú has vivido siempre entre damas. Tendrías que saber que en la posición en la que me encuentro, cualquier esposa que se respete a sí misma se habría contenido. Yo simplemente intento no olvidar nunca lo que les debo a los demás y lo que ellos me deben a mí. Se acercó al escritorio y cogió una pluma. Linley se dio cuenta de que su situación era delicada, y se abstuvo de alabar abiertamente la generosidad de su esposa: decidió que hasta que mereciera ser perdonado no emitiría ninguna opinión sobre la conducta de ella. Pero su esposa malinterpretó su silencio. Tal como ella lo entendía, lo que él apreciaba era el sacrificio hecho por la señorita Westerfield, absteniéndose de felicitar a su esposa por lo que estaba haciendo. Enfadada, ésta vez sí, la señora Linley tiró la pluma al suelo. —Has hablado en nombre de la institutriz —le dijo—. Pero, caballero, todavía no he oído nada de lo que piensas tú. ¿Fuiste tu quien la sedujo? Ya sabes lo agradecida que te está. ¿Te has aprovechado de su gratitud, dejando que se enamorara ciegamente de ti? ¡Qué malas entrañas tienes! ¡Defiéndete si puedes! El no replicó. —¿Por qué no te defiendes?¿Crees que yo no lo merezco? —estalló ella apasionadamente—. ¡Tú silencio me ofende! —Mi silencio es una confesión —contestó él, tristemente—. Puede que ella acepte tu perdón; pero yo no puedo ni siquiera aspirar a tu clemencia. Hubo algo en el tono de voz de Linley que a ella le recordó el pasado: aquellos días de amor impoluto y de confianza total, cuando ella era la única mujer en la vida de Herbert. Recuerdos guardados como tesoros; recuerdos de su vida de casada, que ahora le llenaban el corazón de ternura, y le oscurecían con lágrimas la feroz luz que había iluminado sus ojos. Cuando la esposa volvió a dirigirse a su marido, no había en su voz rastro de enfado ni orgullo alguno. —¡Ay, esposo mío!, ¿te ha arrebatado ella tu amor por mí? —Tú misma sabrás juzgar, Catherine, si el hecho de haberme resistido a la tentación no es prueba suficiente del amor que siento por ti, y si mi confesión no es ya reconocimiento suficiente de cuánto te debo. Ella se acercó un poco a su marido. —¿Es verdad lo que me estás diciendo? —Ponme a prueba. Ella no dudó un segundo en creerle. —Cuando se haya marchado la señorita Westerfield, prométeme que no la vas a volver a ver. —Te lo prometo. —Ni a escribirle. —También te lo prometo. Ella regresó al escritorio. —Mi corazón se siente más aliviado —dijo con sencillez—. Ahora puedo ser compasiva con ella. Después de escribir cuatro líneas, se levantó y le entregó el papel a su marido. Él levantó la mirada con sorpresa. —¡Dirigido a la señora MacEdwin! —dijo. —Dirigido —respondió ella— a la única persona que conozco que siente un verdadero interés en la señorita Westerfield. ¿No te habías enterado? —Sí, ahora recuerdo —dijo él, y continuó leyendo la carta—. Recomiendo a la señorita Westerfield como profesora de niños pequeños, habiendo probado suficientemente su capacidad, diligencia y buen carácter, durante el tiempo en que ha sido la institutriz de mi hija. Deja de trabajar a mi servicio bajo circunstancias que hablan a favor de su sentido del deber y su sentido de la gratitud. —¿Crees que, después de todo lo que ha pasado, he dicho más de lo que podría decir sin faltar a la verdad y al honor? Él se la quedó mirando en silencio. Nunca como en ese momento su silencio estaba tan cargado de significado. Cuando ella le cogió el papel de las manos, con su mirada pareció ya perdonarle. Pero todavía faltaba la prueba final, y ella la afrontó decidida. —Dile a la señorita Westerfield que deseo verla. Cuando Herbert se disponía a salir de la habitación, la señora Linley llamó a su marido. —Si por casualidad te encuentras con mi madre, ¿puedes decirle que venga a verme? La señora Presty, que conocía de sobra a su hija, estaba fuera esperando a que Catherine la llamara. Con ternura y respeto, la señora Linley se dirigió a su madre: —La última vez que nos vimos tus palabras me parecieron muy precipitadas y crueles. Ahora sé que al menos una parte de lo que me dijiste, y digamos que me ofendió, era verdad. Sé que si te pusiste furiosa, fue por mi bien. Espero que sepas disculparme. Te dije cosas que no debería haberte dicho, y lo siento. En una ocasión, tras una discusión y una posterior rectificación, Randal Linley le había dicho a la señora Presty: "¡Después de todo, tiene usted corazón!" Ahora, la respuesta de la señora Presty a su hija venía a demostrar lo acertado de esa visión de su carácter. —No digas nada más, cariño —respondió—. Te dije cosas que no debería haberte dicho. En ese instante entró Herbert en la habitación. Venía con Sydney Westerfield. La institutriz se detuvo en medio de la habitación. Agachó la cabeza; su respiración compulsiva y acelerada rompía monótonamente el silencio. La señora Linley avanzó hacia el lugar en el que Sidney permanecía de pie. Se quedó mirando a la muchacha temblorosa. Había algo divino en su belleza. Le dio la mano. Sydney se arrodilló. En silencio, cogió la generosa mano de su señora y se la llevó a los labios. En silencio, la señora Linley la levantó del suelo; cogió de la mesa la carta de recomendación, y se la entregó. Linley miró a su esposa y miró a la institutriz. Esperó, pero aún así ninguna de las dos pronunció una sola palabra. Herbert no pudo resistirlo. Primero se dirigió a Sydney. —Procura darle las gracias a la señora Linley —le dijo. Ella apenas pudo responder: —¡No sé qué decir! Luego se dirigió a su esposa: —Dile unas palabras amables de despedida —pidió. Ella hizo un esfuerzo, un vano esfuerzo por obedecerle. Pero un gesto de desesperación ya había hablado por ella cuando Sydney había dicho: "¡No sé que decir!" Haciendo honor a la cristiana virtud del arrepentimiento, y a la cristiana virtud del perdón, los tres permanecieron juntos en el momento de la despedida, y obligaron a sus frágiles almas a sufrir y a arrepentirse. En señal de gratitud hacia las mujeres, Linley reunió el suficiente coraje para despedirlas. Primero se dirigió a su esposa. —Catherine, ¿puedo decirle a Sydney que le deseas suerte en la vida? La señora Linley le apretó la mano a su marido. El se acercó a Sydney, y le dio el mensaje de su esposa. Sintió de corazón que era su deber añadir algo igualmente amable. Sólo pudo decirle lo que todos hemos dicho (¡cuán sinceramente y cuán apesadumbrados, eso no podemos negarlo!): las palabras de siempre. —¡Adiós! —y el deseo habitual para estas ocasiones—: ¡Que Dios te bendiga! En el último momento la niña entró corriendo en la habitación en busca de su madre. Cuando la vieron aparecer, se oyó un murmullo horrorizado. ¡Todos hubieran deseado que su inocente corazón se hubiese podido librar de la miserable escena de despedida! Kitty se dio cuenta de que Sydney tenía puesto el sombrero y la capa. —Te has vestido para salir —dijo. Sydney se dio la vuelta para ocultar su rostro. Pero era demasiado tarde; Kitty había visto sus lágrimas —¡Syd, Syd, no te marches, yo te quiero mucho! —miró a su padre y a su madre—. ¿Se marcha? —Tuvieron miedo de contestarle. Con su pequeña fuerza, abrazó por la cintura a su amiga del alma y compañera de juegos. —¡Yo te quiero, no te vayas, no me dejes! —la callada angustia que había en el rostro de Sydney hizo que Linley se sintiera apesadumbrado. Puso a Kitty en brazos de su madre. —¡No, no la dejéis marchar!, ¡no la dejéis marchar! —el llanto penoso de la niña siguió a la institutriz mientras ésta salía de la habitación llevando dentro su propio martirio. Con el corazón dolorido, Linley observó a Sydney hasta que la perdió de vista. —¡Ya se ha ido! —murmuró para sí— ¡Ya se ha ido para siempre! La señora Presty oyó las palabras de su yerno, y contestó: —Volverá. SEGUNDO LIBRO CAPITULO XV EL DOCTOR A lo largo de todo ese año, a los criados de Mount Morven les pareció que las semanas pasaban más lentamente de lo normal. Los habitantes de los pisos más altos de la casa tenían la misma impresión; sin embargo, la tendencia al aburrimiento en la que suelen caer habitualmente los pudientes hacía que éstos se hubieran resignado a las circunstancias en silencio. ¿Quién era el miembro más alegre y vivaz de la familia? Si esta pregunta hubiese sido hecha tiempo atrás, la respuesta habría sido unánime: Kitty. Si la pregunta se formulara en el momento presente, habría habido diferentes respuestas y opiniones. Pero lo que sí es cierto es que ninguno de los criados de la casa se habría atrevido a mencionar el nombre de la niña. Desde que Sydney Westerfield se había marchado, Kitty no había levantado cabeza. El tiempo logró silenciar el vehemente estallido inicial de angustia ante la pérdida de la compañera a la que tanto quería. Cuando la pequeña y fiel niña quiso saber por qué su institutriz se había ido de la casa, le hablaron con delicadeza y suavidad, pero con resolución, para que la niña no se hiciera ilusiones acerca de su regreso. Y así fue como dejó de quejarse y de hacer preguntas embarazosas. Pero todo el mundo veía que era imposible ayudarla a recuperar su ánimo. Solamente quería aprender sus lecciones si su madre estaba con ella. No aceptaba a ninguna institutriz. Se entretenía con sus juguetes y montaba en su pony. Pero había perdido su maravillosa alegría. Y su risa. Kitty se había convertido en una niña silenciosa. Y lo que resultaba aún peor. Kitty se sentía muy a menudo fatigada. Consultaron con el doctor. Éste era un experto en la práctica médica de la auscultación. Aquélla que no se aprende en los libros, sino al pie de la cama. La opinión del doctor fue que la vitalidad de la niña estaba seriamente dañada. —Aquí hay alguna causa —le dijo a la madre— que no logro entender. ¿Puede usted ayudarme? La señora Linley enseguida se puso a su disposición. —Mi hijita le tenía mucho afecto a su institutriz, pero ésta ha tenido que dejarnos. Ésa fue su respuesta, y el doctor tuvo suficiente. Enseguida aconsejó que llevaran a la niña al mar, y que dejaran en casa todo cuanto pudiera recordarle a la amiga ausente (libros, regalos, incluso prendas de vestir que pudieran traerle viejos recuerdos). "Aire nuevo, vida nueva." Cuando al doctor le dieron pluma, papel, y tinta, ésa fue su fórmula magistral. La señora Linley consultó con su marido qué lugar de la costa podía ser el más conveniente. La idea de que Sydney debía partir había dejado a los criados y criadas sumidos en una sincera tristeza. Al señor y a la señora Linley también los alcanzó esa infelicidad, pero ninguno de los dos lo confesó abiertamente. La institutriz se había convertido en un tema prohibido para ellos. Cada uno esperaba que fuera el otro quien rompiera por primera vez el tabú. La tensión que producía esta situación de incertidembre, y los temores ocultos que iba alimentando, les llevó sin darse cuenta a cierto distanciamiento. Quien más se negaba, y no sin cierta morbosidad, a admitir esa realidad era Linley. Si a la hora de comer él se mostraba silencioso y aburrido en presencia de su mujer, lo atribuía a la ansiedad que le producía la ausencia de su hermano, que se hallaba en Londres solucionando unos asuntos difíciles relacionados con los negocios. Si a veces se marchaba de casa a primera hora de la mañana y regresaba cuando ya era de noche, era porque tenía que hacerse cargo de la administración de la granja debido a la ausencia de Randal. La señora Linley no hizo el menor intento de poner en duda tales excusas, y aceptó los cambios circunstanciales de su vida doméstica. Pero se sometió a ellos no sin preocupación. Secretamente, temía que Linley estuviera sufriendo por la ausencia de la señorita Westerfield. Deseó que el padre de Kitty se diera cuenta de que también él necesitaba cambiar de aires, y quiso que las acompañara a la playa. —¿No vas a venir con nosotras, Herbert? —sugirió ella, después de que se pusieran de acuerdo sobre el lugar. Él se había convertido en un hombre muy irritable. Sin querer, contestó a la inofensiva pregunta de su mujer de un modo grosero. —¿Cómo queréis que vaya con vosotras, con todas las pérdidas que tenemos en la granja? ¿Quién se va a quedar aquí a arreglar todas estas cuentas ruinosas? Naturalmente, a la señora Linley le vino enseguida a la mente la prolongada ausencia de Randal. —¿Qué le puede haber retenido tanto tiempo en Londres? Esta pregunta terminó con la paciencia de Linley. —¿Es que no sabes —estalló— que las propiedades que he heredado de mi pobre madre en Inglaterra están en litigio en un tribunal? ¿Es que no has oído hablar nunca de retrasos y contratiempos y evasivas y falsas pretensiones saliendo al encuentro de desgraciados sin suerte como yo, que se ven en la obligación de acudir a la justicia? Sólo Dios sabe cuándo podrá volver Randal, o qué malas noticias traerá consigo cuando venga de una maldita vez. —Estás muy nervioso, Herbert. Y yo debería haberlo tenido en cuenta. El se sintió afectado por esa respuesta tan amable. Se disculpó lo mejor que supo; afirmó que tenía los nervios rotos y le pidió a su esposa perdonara sus malos modos. Ninguno de los dos sentía hostilidad hacia el otro; pero aún así no terminaba de producirse la reconciliación. La señora Linley dejó a su marido solo. En su interior se desató un conflicto sentimental. Por una parte estaba enfadada con él; pero por otra se sentía enfadada consigo misma. Con buenas intenciones (como siempre), la señora Presty volvió a hacer uso de su picardía. Viendo que su hija estaba llorando, y sintiéndose realmente conmovida, pensó que su obligación era consolarla: —Si lo que te preocupa es qué hace Herbert cuando sale de casa, puedes estar tranquila, cariño. Anteayer, cuando salió, le seguí. Una buena caminata para una vieja como yo, pero puedo asegurarte que, en efecto, cada día va a la granja. Catherine se fiaba de su marido (y no se equivocaba al hacerlo), y contestó a la señora Presty con una mirada que ella recibió con callada indignación. Dejó para otro momento su ansiado estallido de dignidad, y salió de la habitación. Cinco minutos después, a través de una nota, la señora Linley recibió la insinuación de que su madre estaba seriamente ofendida: Veo que mi interés maternal por tu bienestar, y mi devoto esfuerzo por ayudarte reciben miradas furiosas como única recompensa. Asi que cuanto menos nos veamos, mejor. Permíteme que te dé las gracias por tu invitación y que te informe de que no voy a acompañarte cuando mañana te marches de Mount Morven. La señora Linley contestó a la nota en persona. Al día siguiente, la abuela de Kitty repentinamente, como para fastidiar aún más, cambió de idea. Y disfrutó plenamente de su viaje al mar. CAPÍTULO XVI LA NIÑA Durante la primera semana se produjo una mejoría en la salud de la niña, lo cual vino a justificar los pronósticos esperanzadores del doctor. La señora Linley, muy contenta, le escribió una carta a su marido. Por otro lado, y por algún motivo sin duda inescrutable, lo mejor de la señora Presty pareció aflorar bajo la alentadora influencia del aire de mar. Puede parecer algo atrevido el decirlo, pero sin duda es del todo cierto que nuestras virtudes dependen en gran medida del estado de nuestra salud. Durante la segunda semana, los mensajes enviados a Mount Morven fueron menos alentadores. La mejora en la salud de Kitty se mantuvo. Pero no progresó. La tercera semana trajo unos resultados deprimentes. Ahora no podía haber ya la menor duda de que la niña estaba empeorando. Sintiéndose amargamente defraudada, la señora Linley le escribió una carta al médico, describiéndole los síntomas, y pidiéndole instrucciones. El doctor a su vez le contestó con una carta que decía lo siguiente: "Averigüen de dónde procede el suministro de agua potable. Si la sacan de un pozo, háganme saber dónde está situado. Contéstenme por telegrama." La respuesta llegó pronto: "De un pozo cercano a la parroquia". Y la réplica del doctor no se hizo esperar: "Vuelvan a casa en seguida". Regresaron el mismo día, pero fue demasiado tarde. Kitty pasó la primera noche en casa muy nerviosa y sin poder dormir. Tenía las manitas muy calientes, y una sed insaciable. El bueno del doctor, sin embargo, no dejó de hablar en términos esperanzadores, atribuyendo los síntomas al cansancio del viaje. Pero, a medida que fueron pasando los días, tuvo que visitarla cada vez más a menudo. La madre notó que su cara, siempre amable, iba cobrando una expresión cada vez más grave y angustiada, y le rogó que le dijera la verdad. Y la verdad fue dicha con dos temibles palabras: "fiebre tifoidea". Uno o dos días después, el doctor habló en privado con el señor Linley. El estado de debilidad de la niña (esa ausencia de vitalidad que él ya había observado cuando había visitado a Kitty antes de recomendarle que fuera al mar) suponía un tremendo obstáculo para su resistencia al avance de la enfermedad. —No le diga nada todavía a la señora Linley. Por el mometo no corre ningún grave peligro. A menos que la niña empiece a desvariar. —¿Cree que puede suceder? —preguntó Linley. El doctor movió la cabeza, y dijo: —Sólo Dios lo sabe. No hubo que esperar mucho para saberlo. Al atardecer siguiente, el peor de los síntomas hizo su aparición. Pero no fue un desvarío violento. Inconsciente de los sucesos pasados en la vida familiar, la pobre chiquilla creyó que su institutriz estaba viviendo en la casa como de costumbre, y preguntó apenada por qué su institutriz se había quedado ese día abajo, en la sala de estudio. —¡Ay, por qué no me la dejáis ver! ¡Quiero que venga Syd! ¡Quiero que venga Syd! Ése era su único lamento. Cuando por fin se calló debido al agotamiento, todos rezaron para que ése fuera el final de su triste desvarío. ¡Pero no! Cuando el lento fuego de la fiebre volvió a flamear, las mismas palabras salieron de los labios de la niña; el mismo tierno deseo hundido en su corazón. El doctor hizo salir a la señora Linley de la habitación. —¿Esa tal Syd, es la institutriz? —Sí. —¿Vive por aquí cerca? —Está trabajando con una familia amiga, a unas cinco millas de aquí. —¡Haga que la vayan a buscar inmediatamente! La señora Linley lo miró con una expresión entre esperanzada y temerosa. Pero no estaba pensando en sí misma. De hecho, en ese momento ni siquiera pensó en la niña. ¿Qué iba a decir su marido, si ella (que le había hecho prometer que no iba a ver a la institutriz nunca más), traía a Sydney Westerfield de vuelta a casa? El doctor hizo aún más hincapié en sus palabras. —No me atrevo a preguntarle cuáles son los motivos personales que la hacen dudar en este momento en que debe seguir usted mis consejos —dijo—, pero estoy obligado a decirle la verdad. Mi pobrecita paciente está en serio peligro: cada hora que perdamos es una hora ganada por la muerte. Traiga a esa mujer junto a esta cama lo más rápido que su carruaje pueda, y veamos cuál es el resultado. Le digo muy claramente que si la niña reconoce a la institutriz, todavía podemos salvarla. La decisión que acababa de tomar la señora Linley se vio reflejada en su cansada mirada de madre; que no había podido pegar ojo en muchas noches. Llamó a su doncella: —Dígale al señor que quiero hablar con él. La criada respondió: —El señor ha salido. El doctor observó el rostro de la madre, y no percibió en su expresión el menor síntoma de vacilación. Lo único que le importaba era su hija. Volvió a llamar a la doncella. —Que preparen el carruaje. —¿A qué hora quiere que esté listo, señora? —¡Ahora mismo! CAPITULO XVII EL MARIDO En el momento de pedir el carruaje, el primer impulso de la señora Linley fue el de ir ella en persona a casa de la señora MacEdwin. Pero una sola mirada a la niña le recordó que su libertad de movimientos empezaba y terminaba al lado de la cama de Kitty. Al menos se necesitaba una hora antes de poder traer a Sydney Westerfield de vuelta a Mount Morven. Sólo de pensar en lo que podía suceder en ese intervalo de tiempo, si ella se ausentaba, la llenó de horror. Le escribió una carta a la señora MacEdwin, y envió a su criada a que se la llevara. Sobre el resultado de esta gestión, no se podía tener la menor duda. El amor de Sydney por Kitty era tan grande que la institutriz habría hecho cualquier cosa por ella. Y por otra parte, la actitud de la señora MacEdwin hablaba por sí sola. Había recibido a la institutriz con suma amabilidad, absteniéndose generosa y delicadamente de hacer ninguna pregunta. Pero había una persona en Mount Morven que creyó necesario averiguar los motivos por los cuáles la señora MacEdwin había actuado de ese modo. La mente inquisidora de la señora Presty alcanzó una conclusión, y su sentido del deber le hizo comunicársela a su hija. —No puede haber la menor duda, Catherine, de que nuestra buena amiga y vecina ha oído hablar, probablemente por boca de los criados, de lo que ha ocurrido. Y teniendo en cuenta que ella también tiene un marido al que vigilar (¡los hombres son tan débiles!), opino que si se fía de nuestra fascinante institutriz, es porque sabe que el amor de la señorita Westerfield se ha quedado aquí, en esta casa. ¿No te parece que tengo razón? La señora Linley le espetó: —¡No vuelvas a decir eso nunca más! Y la señora Presty respondió: —¡Cómo se puede ser tan desagradecida! Después de que partiera el carruaje, comenzó una espera terrible, que sólo se vio rota por un suceso doméstico. La señora Linley pensó que quizás la señora Presty sabía por qué su marido había salido de casa, y mandó a la criada a que se enterara. La respuesta fue que Linley, tras haber recibido un telegrama en el que Randal anunciaba su regreso de Londres, había ido a la estación del ferrocarril a recogerle. Antes de bajar al vestíbulo a darle la bienvenida a Randal, la señora Linley hizo una pausa para considerar cuál era su situación. La única alternativa que tenía era reconocer, a la primera oportunidad que tuviera, que había asumido la responsabilidad de enviar a alguien a buscar a Sydney Westerfield. Catherine Linley se dio cuenta de que por primera vez en su vida estaba planeando lo que le iba a decir a su marido. En ese momento recibió un segundo mensaje, en el que se le hacía saber que los dos hermanos acababan de llegar, y fue a reunirse con ellos en el salón. Linley estaba solo en un rincón. El doctor le había explicado que la vida de la chiquilla corría peligro, y se había quedado completamente hundido. Todavía permanecía con la cabeza gacha cuando su esposa abrió la puerta. Randal estaba hablando con la señora Presty. La anciana, mujer de insaciable curiosidad, estaba ansiosa por saber cómo le había ido a Randal en Londres; sobre todo deseaba saber cómo se había entretenido cuando no estaba ateniendo los negocios. Randal estaba apesadumbrado por la enfermedad de Kitty, y miraba tristemente a su hermano. —No me acuerdo —respondió con aire ausente a la señora Presty. Otras mujeres tal vez se habrían percatado de que habían elegido un mal momento, pero la señora Presty, con la mejor de las intenciones, insistió. —De verdad, Randal, tienes que animarte. Seguro que puedes explicarnos algo. ¿Conociste a alguna persona agradable mientras estuviste fuera? —Conocí a una persona interesante —dijo, resignado y abrumado. La señora Presty sonrió. —¡Una mujer, por supuesto! —Un hombre —contestó Randal—. Uno de los invitados a la cena del club. —¿Y quién es? —El capitán Bennydeck. —¿Del Ejército? —No, pertenecía a la Armada. —¿Y hablasteis mucho rato? La irritación de Randal empezó a notarse. —No —dijo—. El capitán se retiró temprano. La perspicaz inteligencia de la señora Presty descubrió un aspecto inverosímil en la historia de Randal. —¿Entonces, cómo es posible que llegaras a sentirte interesado por él? —dijo, a modo de objeción. Randal era una persona muy paciente, pero no pudo resistir más. —Pues no lo sé explicar —dijo con malos modos—. Lo único que sé es que el capitán Bennydeck me cayó bien. Tras esta respuesta se alejó de la señora Presty y fue a sentarse junto a su hermano. —De veras lo siento —le dijo a Linley cogiéndole de la mano—. Debes tener fe. La amargura y la desesperación que sentía el padre estallaron en su respuesta. —Puedo soportar otros problemas, Randal, como la mayoría de los hombres. Pero este dolor me come por dentro. Hay algo tan horriblemente inhumano en el hecho de que la muerte amenace a una niña, mientras sus padres, que deberían morir antes, están vivos y en perfecto estado de salud —luego quiso añadir algo, pero se reprimió—. Mejor será que no diga nada más: sólo conseguiría incomodarte. La señora Linley se conmovió al ver el rostro afligido de Herbert; se olvidó de las palabras conciliatorias que había preparado, y dijo: —Haz como te dice Randal, cariño: ten fe. Porque donde hay vida hay esperanza. Él se ruborizó, mientras sus oscuros ojos se iluminaban. —¿Es eso lo que ha dicho el doctor? —preguntó él. —Sí. —¿Y por qué nadie me lo ha dicho antes? —Porque cuando he mandado que te llamaran me han dicho que te habías ido. A él no pareció interesarle demasiado esta explicación, y es probable que ni siquiera llegara a oírla. —Dime qué es lo que ha dicho el doctor —insistió él—. Quiero que me lo expliques todo, hasta el último detalle. Ella le obedeció, sin dejarse ni una coma. Del siniestro cambio que se produjo en el rostro de Herbert, a medida que fue avanzando la narración, fueron testigos las dos personas que se hallaban presentes en el salón, además de su esposa. Ella esperaba que él le dijera alguna palabra amable para animarla. Pero él se limitó a decir: —¿Y tú qué has hecho? Ella le respondió con la misma frialdad. —He enviado el carruaje a recoger a la señorita Westerfield. Hubo una pausa, un silencio. Luego, la señora Presty le susurró a Randal: —¡Ya dije yo que esa mujer iba a volver! La Maldición de esta familia: así es como yo llamo a la señorita Westerfield. ¡Así es como debería llamarse esa mujer! Randal pensó que efectivamente era el nombre más adecuado, pero no para la señorita Westerfield, sino para la señora Presty. Pero no dijo nada, y miró con simpatía a su cuñada. Ella notó su ternura en aquellos momentos en que ese sentimiento era de un enorme valor. Le tembló un poco la voz cuando se dirigió a su marido, que permanecía en silencio. —¿No te parece bien lo que he hecho, Herbert? Él tenía los nervios a flor de piel debido a la pena y la incertidumbre, pero en esta ocasión hizo un esfuerzo por ser amable. —¿Cómo quieres que diga eso —replicó—, cuando la vida de nuestra pobre chiquilla depende de la señorita Westerfield? Sólo te pido un favor: antes de que la traigas a esta casa, dame tiempo para marcharme. La señora Linley lo miró asombrada. Su madre le tocó el brazo. Randal intentó advertirle con una señal para que fuera cuidadosa. Tanto Randal como la señora Presty se habían fijado en que Catherine no se había dado cuenta de una cosa. Desde el punto de vista de Linley, el regreso de la institutriz era una prueba temible para sí mismo. Lo notaron en su mirada, su voz, y su actitud. Pero Catherine no lo había advertido. Herbert había luchado contra su apasionada culpa (hasta qué punto había sacrificado sus sentimientos, sólo él lo sabía) y aquí estaba la tentación, justo en el momento en que con honor se estaba resistiendo a ella; ¡y además era su propia esposa quien le traía la tentación a casa! Los motivos que ella tenía para hacer venir a la institutriz estaban más que justificados y la eximían de toda culpa, pero sin duda habría gente que no lo vería con los mismos ojos. Herbert, por su parte, sintió que la vieja lucha contra sí mismo corría peligro de reanudarse, y creyó ver que todo el terreno ganado hasta entonces empezaba a hundirse bajo sus pies. A pesar de los bienintencionados esfuerzos llevados a cabo por los parientes para evitar que se produjera esta situación, la señora Linley cometió el peor de los errores que podía cometer. Justificó su actitud, en lugar de dejar que fueran los hechos los que se justificaran por sí mismos. —La señorita Westerfield viene a esta casa —argumentó— con una misión irreprochable, una misión de misericordia. ¿Por qué habrías de marcharte tú de la casa? —Porque no quiero ser injusto contigo. La señora Presty no pudo contenerse por más tiempo. —¡Pon fin a todo esto, Catherine! —le dijo en un susurro. Catherine se negó a dejar el tema. La respuesta breve y grosera de Linley la había hecho enfadar terriblemente. —Después de lo que ha pasado —insistió ella—, ¿crees que no hago bien en confiar en ti? —También ha pasado —le recordó a su esposa— que te he prometido que no volvería a ver a la señorita Westerfield nunca más. —Reconócelo de una vez por todas —estalló ella, no pudiendo ya resistir más las provocaciones—: a pesar de que yo quiero confiar en ti, eres tú quien no confías en ti mismo. Por desgracia, la señora Presty volvió a entrometerse: —No la escuches, Herbert. Apártate de la tentación, e irás por el buen camino. Le dio un golpecito en la espalda, como si le acabara de dar un buen consejo a un muchacho. Y él expresó lo que sentía acerca de los buenos oficios de su suegra con un lenguaje que dejó a la señora Presty de una pieza. —¡Y usted cierre el pico! —¿Has oído eso? —preguntó la señora Presty, dirigiéndose indignada a su hija. Linley cogió su sombrero. —¿A qué hora llegará la señorita Westerfield? —le dijo a su esposa. Ella miró el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea. —Antes de la media. No te inquietes—añadió con un aire de simpática ironía—; tienes tiempo de sobras para escaparte. Él avanzó hacia la puerta, y miró a Catherine. —Sólo te pido que no te olvides de una cosa —dijo—: yo estaré en la granja, y cada media hora quiero que envíes a alguien para que me comunique cómo se encuentra Kitty. Veremos si la señorita Westerfield justifica el experimento que el doctor nos ha recomendado que intentemos. Después de dar estas instrucciones, salió del salón. La señora Linley se dejó caer en el sofá. Había perdido toda esperanza de que ya no hubiera nada entre Herbert y la institutriz. ¡Sydney Westerfield todavía era dueña del corazón de su marido! Sin duda, su madre era la persona más adecuada para darle ánimos. Randal así se lo sugirió, pero el resultado no pudo ser peor. La señora Presty (a su edad, y en su condición de viuda de un ministro del Gobierno), no podía olvidar el modo en que Randal le había ordenado que cerrara el pico. —¿Como voy a darle ánimos, después de cómo me ha insultado tu hermano? —le dijo a Randal. Y él fue lo suficientemente ingenuo para darle una explicación. —Yo estaba hablando de la esposa de mi hermano —dijo Randal. —La esposa de tu hermano ha permitido que me insultara. Después de recibir esa contestación, Randal sólo podía darle vueltas a un asunto: esa mujer iba a misa cada domingo, y tenía el Nuevo Testamento, encuadernado con muy buen gusto, ¡encima del tocador! La ocasión bien merecía un poco de reflexión acerca del Sistema que produce en estos tiempos al cristiano corriente. La señora Presty no dijo nada más. La señora Linley permaneció absorta en sus propios y amargos pensamientos. En silencio, esperaron a que regresara el carruaje que habría de traer a la señorita Westerfield. CAPÍTULO XVIII LA NIÑERA Ojerosa, pálida, ajada y ansiosa, Sydney Westerfield entró en la habitación, y miró de nuevo las caras que ya se había resignado a no volver a ver nunca. Pareció no darse mucha cuenta del esfuerzo que todos hicieron por darle una amable bienvenida con la intención de tranquilizarla lo mejor que supieron. —¿Llego a tiempo? —fueron las primeras palabras que pronunció al entrar en la habitación. Le respondieron que sí, y ella se volvió hacia la puerta, ansiosa por llegar cuanto antes al piso de arriba, junto a la cama de Kitty. La amable mano de la señora Linley se interpuso en su camino. El doctor había dejado ciertas instrucciones, advirtiéndole a la madre que se guardara de ningún accidente que pudiera recordarle a Kitty el día en que Sydney se había marchado. El día de aquella amarga despedida la niña había visto a la institutriz con el mismo vestido de paseo que ahora llevaba. La señora Linley le cogió el sombrero y la capa, y los puso en una silla. —Debemos tomar todavía otra precaución —dijo—. Tengo que pedirte que esperes en mi habitación hasta que me parezca que puedes mostrarte sin ningún peligro. Ven conmigo. La señora Presty las siguió, y rogó encarecidamente que le permitieran aguardar el resultado del experimento en la puerta del dormitorio de Kitty. Ya no mostraba una actitud vanidosa; muy al contrario, permanecía silenciosa, incluso humilde. A medida que la oportunidad de salvar la vida de la niña se hacía realidad rápidamente, la abuela recuperaba lo mejor de su temperamento. Randal abrió la puerta y salieron los tres. La enfermedad de su pobre sobrinita le había puesto en ese estado de nerviosismo y locura en el que los hombres de carácter imaginativo pierden el control y dicen cosas extrañas e inapropiadas. Le imploró a su cuñada que le explicara lo que había ocurrido, y seguidamente asombró a la señora Presty con uno de sus comentarios familiares acerca de la inconsistencia del carácter de la anciana: —Es usted una vieja desagradecida —murmuró Randal, al pasar junto a ella—, pero parece que después de todo tiene buen corazón. Luego se quedó a solas, y no pasó ni un solo momento tranquilo. Los minutos corrían despacio en el silencio de la casa. Se puso a caminar de un lado a otro de la habitación. Escuchó a través de la puerta. Cambió varias veces los muebles de lugar. Cuando la niñera bajó del piso de arriba con un mensaje de la señora Linley, Randal corrió a recibirla. Vio las buenas noticias en su cara sonriente y, por primera y última vez en su vida, besó a una de las sirvientas de su hermano. Susan, una joven bien criada, muy capaz casi siempre de decir, "¡No le da a usted vergüenza, señor!", al mismo tiempo que ponía cara de, "¡cójame por la cintura!", se puso en esta ocasión a temblar de miedo ante semejante recibimiento. El hermano del señor, que hasta ese día había sido un ejemplo de buen comportamiento, un hombre al que ella misma había definido en ocasiones como alguien incapaz de besar a una mujer a menos que tuviera el derecho a ello en su calidad de esposo, era evidente que se había vuelto loco. La pregunta ahora era: ¿la mordería a continuación? No. Sólo parecía confuso, y dijo (¡que extraordinario!) que no lo iba a volver a hacer nunca más. Por fin, Susan le dio el mensaje muy seria. Estaba ante un hombre irreconocible, y sintió la necesidad de medir muy bien sus palabras. —La señorita Kitty se ha quedado mirando fijamente a la señorita Westerfield. Ha permanecido así durante un instante, señor, como si no acabara de entender lo que estaba pasando. Y luego, de repente, la ha reconocido. En ese momento acababa de entrar el doctor. Ha descorrido las cortinas para que entrara luz, la ha observado, y ha dicho: —Usted sólo preocúpese de cuidarla. Entonces, Susan, muchacha de frágil corazón, empezó a llorar. —Es que no puedo evitarlo, señor. ¡Queremos todos tanto a la señorita Kitty! ¡Y estamos tan felices de que se haya recuperado! Si me permite usted, esto es exactamente lo que le ha dicho el doctor a la señora Linley: "Usted sólo preocúpese de cuidarla, que yo respondo de su vida". ¡Ay, Dios mío!, ¿qué le habré dicho para que se vaya corriendo? Randal se había marchado bruscamente, encerrándose en el salón. Susan tenía poca experiencia con los hombres, y por eso ignoraba que a todo caballero inglés que se precie le da vergüenza que le vean (especialmente sus subordinados) con lágrimas en los ojos. Apenas había logrado tranquilizarse un poco cuando apareció un criado con otro mensaje. —No sé si he hecho bien, señor —comenzó Malcolm—. Abajo, entre los forasteros que están mirando los cuadros y las habitaciones, hay un hombre que dice que le conoce a usted, y ha preguntado si era usted pariente del caballero que permite a los viajeros ver su interesante casa antigua. —¿Y? —Pues verá, señor, le he dicho que sí. Y entonces me ha preguntado si se encontraba usted en la casa en estos momentos. Randal abrevió la historia del criado: —Y tú has dicho que sí otra vez, y él te ha dado su tarjeta. Déjamela ver. Malcolm sacó la tarjeta, y enseguida recibió instrucciones para hacer subir al caballero. Su nombre tenía que ver con la cena en el club social de Londres: Capitán Bennydeck. CAPÍTULO XIX EL CAPITÁN El terso cutis que el capitán había tenido en su juventud estaba ahora curtido por el viento y la lluvia; su negra barba tenía ya algunos mechones grises, y su pelo había entrado en el indisimulable proceso de retirarse paulatinamente de su ancha frente. No pasaba de la estatura media, pero su figura flaca estaba bien conservada. Emanaba un halo de fortaleza y poderío, quizás duramente puestos a prueba en algún momento del pasado. A pesar de que aparentaba más edad de la que en realidad tenía, todavía era, físicamente hablando, un hombre atractivo. Su mirada reposada tenía una expresión triste y cansada. Sólo adoptaba una mayor luminosidad cuando sonreía. En esas ocasiones, ayudado por este cambio y por su actitud sencilla y seria, su mirada decía mucho de él sin necesidad de que hablara. Los hombres y las mujeres que, por ejemplo, se habían refugiado de la lluvia en algún portal junto al capitán Bennydeck, enseguida se sentían irresistiblemente tentados a charlar con él. Y, cuando el cielo se aclaraba, la mayoría se llevaban la misma impresión favorable de este hombre: "Es la clase de caballero con el que me gustaría encontrarme otra vez". Si bien el capitán todavía guardaba alguna duda sobre qué clase de recibimiento iba a darle Randal, las primeras palabras de bienvenida de éste lo tranquilizaron en cuanto entró en el salón. —Me alegra saber que guarda usted un recuerdo de mí tan bueno como el que yo guardo de usted —dijo el capitán Bennydeck cuando Randal le estrechó la mano. —Puede estar seguro de que así es —dijo Randal. El capitán, que era un hombre modesto, todavía tenía sus dudas. —Verá, es que las circunstancias estaban un poco en mi contra. Nos conocimos en una cena muy aburrida, entre hombres mundanalmente tediosos, que sólo provocaban bostezos con tanto hablar de sí mismos. Todo era: "yo hice esto", y "yo dije aquello". Todos los caballeros que había en esa cena lo habían hecho siempre todo bien. Y los que no estaban, todo lo habían hecho mal. ¡Y qué decir de cuando empezaron con la política: cómo alardeaban de lo que habrían hecho ellos si fueran el primer ministro! ¡Y qué difícil era complacerles en el tema del vino! ¿Recuerda que me recomendó usted que pasara mis vacaciones en Escocia? —Lo recuerdo perfectamente. Y debo reconocer que mi consejo fue egoísta. En verdad, lo que yo quería era verle de nuevo. —¡Y ha visto usted cumplirse su deseo, en casa de su hermano! Y todo gracias a la guía de viajes que llevo conmigo. Primero vi su apellido, y luego continué leyendo y me enteré de que en Mount Morven había cuadros, y a los desconocidos les estaba permitido verlos. A mí me gusta mucho la pintura. Así que aquí me tiene. Randal se acordó en ese momento de los dueños de Mount Morven. —Me gustaría poder presentarle a mi hermano y a su esposa —dijo—. Pero desgraciadamente, la única hija que tienen está enferma. El capitán Bennydeck se puso de pie enseguida. —Lamento mucho haberle molestado —comenzó. Su nuevo amigo lo hizo sentarse de nuevo con un empujoncito y sin ningún ceremonial. —Al contrario, no podía haber llegado usted en mejor momento, justo cuando la incertidumbre ha llegado a su fin. El doctor nos acaba de decir que la vida de la pobrecita niña ya no corre ningún peligro. Puede imaginarse lo contentos que estamos todos. —¡Oh, ya pueden ustedes agradecérselo a Dios! —el capitán dijo esas palabras para sí mismo, con la voz temblorosa. Randal se sintió avergonzado por un momento, y no lo pudo ocultar. Acababa de conocer otra faceta del carácter del capitán Bennydeck. Este se lo quedó mirando, se dio cuenta de lo que estaba pensando Randal, y volvió al tema de sus viajes. —¿Se acuerda usted de cuando era pequeño y se iba de vacaciones, y luego tenía que volver al colegio? —le preguntó con una sonrisa—. Pues ahora que tengo que marcharme de Escocia y volver a Londres a trabajar, me pasa un poco eso mismo. Me cuesta decidir qué admiro más: si su hermoso país, o las gentes que lo habitan. He tenido unas conversaciones muy agradables con sus vecinos más pobres. Lo único que me habría gustado es que fueran un poco más respetuosos con sus obligaciones religiosas. Era la primera vez que Randal oía a algún viajero hacer semejante objeción. —Los hombres y las mujeres de las Tierras Altas son gente muy noble —dijo—. Si los conociera usted tan bien como yo, se daría cuenta de que son personas muy religiosas. Lo que pasa es que a ojos del forastero, no resulta tan notoriamente visible (iba a decir tan agresivamente notorio) como ocurre con el sentimiento de devoción que existe en las Tierras Bajas escocesas. Razas diferentes, temperamentos diferentes. —En fin —añadió el capitán, serio y amable—, son almas que hay que salvar. Si yo les enviara a estas pobres gentes unos cuantos ejemplares del Nuevo Testamento, traducido a su propio idioma, ¿cree que aceptarían mi regalo? A estas alturas, Randal empezó a sentir una enorme curiosidad por saber más acerca de esta desconocida faceta del capitán Bennydeck. Reconoció que le resultaba sorprendente observar que alguien pudiera interesarse tanto por unas gentes desconocidas. AI capitán, a su vez, le sorprendió que Randal sacara esa impresión de sus últimas palabras. —Lo único que hago es intentar hacer el bien allá donde voy —respondió. —Sin duda, debe llevar usted una vida muy feliz —dijo Randal. El capitán Bennydeck se quedó mirando al suelo. La melancolía recorrió su rostro como una sombra. Sin necesidad de grandes palabras, volvió a poner a Randal en su sitio. —No, señor. —Discúlpeme —rogó el joven—, se lo he dicho sin pensar. —Se equivoca usted conmigo —explicó el capitán—, pero la culpa es sólo mía. Mi vida es una penitencia por todos mis pecados de juventud. Mi último viaje fue una expedición al mar polar. Nuestro barco chocó contra el hielo. Caminamos con la esperanza de encontrar el lugar más cercano habitado por el hombre. Pero fue una lucha desesperada; de hombres muriendo de hambre, pudriéndose por culpa del escorbuto; una lucha contra las despiadadas fuerzas de la Naturaleza. Uno tras otro, mis camaradas fueron cayendo al suelo, y muriendo. Cuando llegó la expedición de rescate, de veinte hombres sólo quedábamos tres. Uno de ellos murió durante el viaje a casa; el otro vivió para llegar a su hogar y quedarse en la cama de por vida, rodeado de su esposa y sus hijos. Y el que queda, de esa banda de mártires de una causa desesperada, tan sólo vive para hacerse merecedor de la misericordia de Dios; e intenta hacer mejores y más felices cada día a los hijos de Dios; y que éstos se hagan cada día más merecedores de un mundo que está por venir. Randal era un hombre bueno, y comprendió la sinceridad de Ias palabras del capitán. —¿Puedo estrecharle la mano, capitán? —dijo. Se dieron las manos en silencio. Después, fue el capitán Bennydeck quien habló primero. Se sentía perturbado por una modesta desconfianza en sí mismo, aquélla que los hombres de alma noble y valiente están más expuestos a experimentar que los que no tienen esas cualidades. Se sintió exactamente igual que la primera vez que se había hallado en presencia de Randal. —Espero que no me tome por un presumido —comenzó diciendo—. No es nada frecuente que hable tanto de mí como he hecho con usted. —Nada me gustaría más que seguir escuchándole —replicó Randal—. ¿No podría usted aplazar su vuelta a Londres un día o dos? Aquello no era posible de ninguna manera. El sentido ineludible del deber llamaba al capitán. —En la ciudad tengo más posibilidades de encontrar a gente desconocida que se interese por lo que tengo que predicarles —dijo, refiriéndose sarcástica y complacientemente a los habitantes de las Tierras Altas. —¿Y siempre es gente a la que no conoce? —preguntó Randal—. ¿No se ha encontrado nunca por accidente con alguna persona conocida? —Todavía no. Pero puede ocurrir a mi vuelta. —¿Por qué lo dice? —Por lo que le voy a contar. He estado buscando a una pobre muchacha que ha perdido a su padre y a su madre. Me temo que la han dejado sola en este mundo. Su padre era un buen amigo mío; fue oficial de la Armada, igual que yo. Hace tiempo contraté a un detective, que no logró encontrarla. Ahora, ese mismo detective me escribe para contarme que tiene motivos para creer que la muchacha ha encontrado trabajo de maestra en una escuela de los arrabales de Londres; y yo voy a regresar allí (entre otros motivos) para ver si puedo seguir yo mismo esa pista. ¡Adiós, amigo! ¡De veras que siento tener que marcharme! —La vida está hecha de despedidas —respondió Randal. —Y de encuentros —le recordó sabiamente el capitán—. Cuando vaya usted a Londres, siempre que quiera puede preguntar por mí en el Club. Deseándose mutua y sinceramente toda la suerte del mundo, Randal acompañó al capitán Bennydeck hasta la puerta. Luego, mientras regresaba al salón, no pudo evitar pensar en la insistente búsqueda de la muchacha perdida que se había propuesto el capitán. ¿Iba el bueno del capitán a encontrarla? Parecía una pregunta banal, pero aún así Randal no lograba eludir la cuestión. Tuvo la tentación de reírse de su propia ocurrencia, pero de repente tuvo una idea. ¿Qué le había contado su hermano acerca de la señorita Westerfield? Ella era hija de un oficial de la Armada; ella había sido maestra de escuela. ¿Era realmente posible que Sydney Westerfield fuese la muchacha que estaba intentando encontrar el capitán Bennydeck? Randal abrió la ventana que daba al camino de delante de la casa. ¡Demasiado tarde! El carruaje que había traído al capitán hasta Mount Morven se había perdido en el horizonte. La otra posibilidad que tenía, era mencionarle el nombre del capitán Bennydeck a Sydney, y dejarse guiar por el resultado de esa revelación. Mientras se acercaba a la campanilla para mandar a buscar a la institutriz, oyó que la puerta de detrás suyo se abría. La señora Presty había entrado en el salón (al parecer) para hablarle a Randal sobre algún asunto que tal vez podía ser de su incumbencia. CAPÍTULO XX LA SUEGRA A pesar de que a Randal le había impresionado mucho el capitán Bennydeck, las primeras palabras de la señora Presty le hicieron olvidarse de todo. Le preguntó si tenía algún mensaje para su hermano. Randal miró inmediatamente el reloj. —¿Catherine no ha enviado a nadie a la granja todavía? —preguntó asombrado. La señora Presty parecía no poder dejar de pensar en su hija. —¡Ay, pobre Catherine! ¡Tener que pasar todos estos nervios al mismo tiempo que cuida de su hija! Una noche tras otra sin poder pegar ojo, una noche tras otra torturada por la incertidumbre. Pero como siempre, su anciana madre nunca la defrauda, y como es lógico me he hecho cargo de todas las tareas domésticas, hasta que se mejore. Randal lo intentó de nuevo: —Señora Presty, ¿me está usted diciendo que, después de las instrucciones tan claras que ha dado Herbert, nadie ha enviado todavía a ningún recadero a la granja? Al oír el nombre de su yerno, la señora Presty alzó su venerable cabeza. —No veo necesidad de tener tanta prisa —respondió enfadada— después del modo brutal en que Herbert se ha portado conmigo. Ponte en mi lugar, y trata de imaginarte cómo te sentirías si alguien te dijera que cerraras el pico. Randal no quiso perder ni un segundo más con una mujer que hacía oídos sordos a cualquier reproche. Sintiendo la necesidad de introducir otro tema que resultara más agradable, preguntó dónde podía encontrar a su cuñada. —He llevado a Catherine al jardín —anunció la señora Presty—. El doctor mismo lo ha recomendado. No, mejor dicho, lo ha ordenado. Teme que si Catherine no hace ejercicio y respira un poco de aire fresco, la siguiente en caer enferma sea ella. Randal aconsejó a la señora Presty que, en interés de la propia Catherine, debía enviar un mensaje a través del recadero al señor Linley, explicándole que la señora Linley no tenía la culpa de la inexcusable demora que se había producido. Sin decir una sola palabra más a la señora Presty, salió de la habitación a toda prisa. Ella, mujer inveteradamente desconfiada donde las haya, le dijo que esperara un momento. Quería saber a dónde iba, y por qué con tanta prisa. —Voy al jardín —respondió Randal. —¿Para hablar con Catherine? —Sí. —Puedes ahorrarte el viaje, querido Randal. Catherine volverá dentro de un cuarto de hora, y antes de subir arriba pasará por esta habitación. ¡Para la señora Presty no era importante un cuarto de hora! Pero para Randal sí, de manera que salió resuelto hacia el jardín. Su determinación hizo sospechar a la señora Presty, como era habitual en ella. Llegó a la conclusión de que la intención de Randal era poner a su hija en contra suya, y viceversa. Lo único que podía hacer en este caso era seguirle de inmediato. La inquieta viejecita salió corriendo de la habitación, con la convicción de que, después de todo, a lo mejor la Maldición de la familia ¡era el mismísimo Randal Linley! Los dos habían tomado el camino más corto para llegar al jardín: a través de la biblioteca; luego por el pasillo, y finalmente por el tramo abovedado de escaleras desde el cual se podía salir directamente de la casa. De las dos puertas que había en el salón, una, la de la izquierda, daba a las escaleras principales y al vestíbulo; y la otra, la de la derecha, permitía el acceso a las escaleras traseras y a la entrada lateral de la casa, que tanto utilizaban los criados como los miembros de la familia que tenían prisa por salir. Apenas se había vaciado el salón, cuando alguien abrió de repente la puerta de la derecha. Herbert Linley entró con el paso acelerado y vacilante. Cogió la silla que le quedaba más cerca y se dejó caer sobre ella, rendido por el nerviosismo y la fatiga. Había venido al galope desde la granja, aterrorizado por el inexplicable retraso en la llegada del mensajero de la casa. Incapaz de soportar durante más tiempo el sufrimiento y el desconsuelo que le provocaba la incertidumbre, había decidido regresar para enterarse personalmente de lo que estaba sucediendo. Tal como él lo interpretaba, la negligencia en el cumplimiento de las instrucciones que había dado sólo podía deberse a que la última posibilidad de salvar a la niña había fallado y su esposa había tenido miedo de contarle la terrible verdad. Permaneció sentado unos segundos, y después se levantó y se dirigió a la biblioteca. Allí tampoco había nadie. Cerca de él estaba la campanilla. Levantó la mano para llamar, pero finalmente no lo hizo. A pesar de que era un hombre valiente, Herbert sintió miedo ante la idea de llamar a un criado y que éste le dijera que la niña había muerto. El tiempo que permaneció en esa situación, solo y sin saber qué hacer, es algo que no recordaría después, al rememorar aquel momento. Todo lo que sabía era que en un instante dado oyó un sonido proveniente del salón. Se trataba simplemente del ruido de una puerta abriéndose. El sonido provenía del lado de la habitación que estaba más cerca de la escalera del vestíbulo, y por lo tanto la más próxima a los dormitorios. Alguien había entrado en el salón. Poco importaba que fuera un sirviente o un miembro de la familia: la cuestión era que por fin podría enterarse de lo que había sucedido durante su ausencia. Descorrió las cortinas de la entrada de la biblioteca, y miró. Era una mujer. Estaba de pie y de espaldas a la biblioteca, cogiendo una capa que había sobre una silla. Al sacudir la capa, antes de ponérsela, cambió de posición. Herbert le vio la cara: la que no habría de olvidar jamás hasta el último día de su vida. Era Sydney Westerfield. CAPÍTULO XXI LA INSTITUTRIZ Linley todavía dispuso de un instante para poder retirarse de nuevo a la biblioteca, y así evitar a tiempo que Sydney se diera cuenta de su presencia. Pero ni siquiera fue capaz de desearlo. El dolor y la incertidumbre le habían quitado la rapidez mental que posibilita que entre el pensamiento y la acción discurra tan sólo un breve momento. Permaneció indeciso, dudando durante unos segundos. Y entonces fue cuando ella alzó la mirada y vio a Herbert. A Sydney se le escapó una ahogada exclamación, y se le cayó la capa de las manos. No sabía qué hacer. No sabía qué decir. Simplemente se quedó clavada al suelo. Randal trató de dominarse. Sin ser apenas consciente de lo que estaba diciendo, solamente logró que sus disculpas parecieran las propias de un desconocido: —Siento haberla asustado; no sabía que estaba usted en esta habitación. Sydney le señaló con el dedo la capa tirada sobre el suelo, y el sombrero, que permanecía sobre una silla cercana a ella. Herbert, que cornprendió enseguida que Sydney estaba a punto de marcharse, sintió la necesidad de retenerla. —Me alivia mucho poder verla —le dijo— antes de que se vaya. Se sentía ¡aliviado! al verla. ¿Por qué? ¿Qué significaba esa extraña palabra?, ¿por qué se sentía aliviado al verla? Sydney se Ievantó, y le hizo precisamente esas preguntas. —Prefiero —respondió él—, que sea usted quien me comunique la mala noticia, antes que un criado. —¿A qué mala noticia se refiere? —preguntó ella, sin salir de su asombro. Herbert no pudo contenerse por más tiempo, y finalmente dejó salir todo el dolor que había en su interior. Sintió que se ahogaba: estaba perdiendo el convulsivo pulso que todo hombre mantiene contra sus propias lágrimas. —Mi pobrecita niña —dijo con voz entrecortada—. ¡La única que tengo! Sydney se olvidó al instante de todo cuanto antes le había podido parecer vergonzoso de aquella situación. Se acercó a él y, sin ningún temor, le puso suavemente la mano sobre el brazo. —¡Oh, señor Linley, qué terrible error estamos cometiendo! Sus oscuros ojos se posaron sobre ella con una expresión de pesadumbre e incerteza. Había oído sus palabras, y tenía miedo de creerla. Ella sintió una angustia tan grande, y una autocompasión tan ciega, que dijo sin pensar: —La niña, solamente oírme, me ha reconocido enseguida. Ahora la recuperación de Kitty es sólo una cuestión de tiempo. Se echó hacia atrás; la expresión de su cara cambió ligeramente. Las argucias de la señora Presty, habían dado resultado. Si en ese momento Linley hubiese dicho lo que pensaba, su argumentación habría sido probablemente ésta: "¡Y Catherine no me lo dijo!” ¡Con qué amargura pensaba ahora en la mujer que le había dejado en la incertidumbre! ¡Y cuán agradecido le estaba a la mujer que lo había aliviado de la más pesada de las cargas que había sentido jamás! Sin sospechar la gratitud que en ese momento Linley sentía por ella, Sydney creyó que en su falta de discreción había obrado con una terrible torpeza. —¡Qué desconsiderada, qué cruel he sido! —dijo—, debería haber tenido más cuidado antes de darle la buena noticia! ¡Ay, por favor, perdóneme! —¿Tú, desconsiderada?, ¿tú, cruel? —ante el simple hecho de que Sydney pudiera hablar de ese modo de sí misma, él reaccionó acordándose de todo cuánto le debía a la mujer que tenía delante. Y no pudo contenerse por más tiempo. Se acercó a Sydney, y cubrió sus manos de besos en señal de agradecimiento. —¡Querida Sydney! ¡Querida Sydney, qué buena eres! Ella se apartó de él. No lo hizo bruscamente, como para no parecer ofendida. Su fino sentido de la inteligencia penetró en el significado de esos inofensivos besos: era solamente un irrefrenable estallido de alivio, un gesto sustitutivo de aquello que Herbert no podía expresar con palabras. Pero Sydney habló de otras cosas. Le contó al señor Linley cómo su esposa había ordenado que pusieran caballos de refresco en el carruaje. Y que solamente faltaba el visto bueno del doctor para que ella pudiera regresar inmediatamente a casa de la señora MacEdwin. Sydney se dio la vuelta para coger la capa. Linley se interpuso en su camino. —No puedes abandonar a Kitty —dijo, de modo imperativo. Una sonrisa apagada iluminó la cara de Sydney por un instante. —Kitty se ha quedado dormida. Está en un sueño dulce y sereno. Así que creo que yo ya he cumplido con mi misión. La niñera está junto a la cama de su hija, y la señora Linley ha salido pero enseguida estará con la pequeña. —No te vayas. Espera un poco —rogó—. Hacía tanto tiempo que no nos veíamos. El tono con que él hablaba le hizo ver a Sydney que lo mejor que podía hacer era insistir en marcharse mientras su decisión fuera firme. —Yo ya he acordado con la señora MacEdwin —comenzó— que si todo iba bien... —Olvídate de la señora MacEdwin —la interrumpió él—; solamente dime si eres feliz. Ella no respondió a esa pregunta. —El doctor no ve ningún peligro en que me vaya durante unas horas. La señora MacEdwin se ha ofrecido para enviarme de nuevo por la tarde. Me quedaré a dormir con Kitty. —No tienes buen aspecto, Sydney. Estás pálida y pareces fatigada. No eres feliz. Ella comenzó a temblar. Por segunda vez, se dio la vuelta y quiso coger su capa. Por segunda vez, él se interpuso. —No, todavía no —dijo el señor Linley—. No sabes lo desdichado que me siento de verte tan triste. Aún recuerdo los tiempos en que eras la criatura más feliz del mundo. ¿Te acuerdas tú también? —¡No me pregunte eso! —fue lo único que pudo contestar. Él la miró, y suspiró. —Es terrible ver cómo estás malgastando tu juventud de un modo tan triste, entre desconocidos. El nerviosismo de Linley iba en aumento. Finalmente, clavó en ella una mirada perturbada y llena de ansiedad. La joven tomó la firme decisión de hablarle con frialdad. Se dirigió a él como al "señor Linley", y se despidió. Fue inútil. Él se puso delante de la puerta y no la dejó pasar. No hizo el menor caso de lo que Sydney había dicho: como si no lo hubiera escuchado. —Ni un solo día —reconoció— he dejado de pensar en ti. —¡No debería decir eso! —¡Sí, ojalá pudiera contenerme! Pero tu sola presencia... Ella, enfadada, le hizo una última petición. —¡Por el amor de Dios, alejémonos el uno del otro ahora y para siempre! A partir de ese momento, él comenzó a hablarle de un modo inequívocamente tierno, y con un lenguaje y un tono hechos para derribar las murallas que Sydney había levantado, provocando en ella un sentimiento de pena. —¡Ay, Sydney, es tan difícil despedirse de ti! —Déjeme —exclamó ella con pasión—. ¡No sabe cuánto me está haciendo sufrir! —Sí que lo sé, mi vida, ¡porque yo también sufro! Solamente me gustaría saber si, alguna vez, tu has sentido por mí lo mismo que yo por ti. —-¡Herbert, por favor! —¿Has pensado alguna vez en mí desde que nos separamos? Sydney había luchado contra sus propios sentimientos y contra los de él. Pero en ese momento, ya no pudo resistir más. Desesperada, pero con arrojo, no dudó en decir la verdad: —¡No pienso en otra cosa! Soy una miserable, y no he sabido ser agradecida después de todo el cariño que me habéis ofrecido. No me merezco que te preocupes por mí. Ni siquiera merezco tu piedad. Trátame como me merezco: échame de esta casa; ¡ten piedad de esta miserable criatura cuya vida ya tan sólo significa un interminable esfuerzo por olvidarte! Herbert, enloquecido por la voz y la mirada de Sydney, la sentó sobre sus piernas y la abrazó. Ella luchó en vano para soltarse. —¡Oh, Dios mío! —murmuró—, ¡qué brusco eres! Cariño, recuerda lo joven que soy, lo débil que soy. ¡Ay, Herbert! ¡Me muero, que me muero, me muero! —su voz se fue haciendo cada vez más lánguida; su cabeza se apoyó sobre el pecho de Herbert. Levantó la mirada y le susurró palabras de amor. Él la colmó de besos. Las cortinas de la entrada de la biblioteca se abrieron silenciosamente. Sin que nadie oyera sus pasos, Catherine Linley cruzó el umbral y entró en la habitación. Permaneció durante un instante quieta y silenciosa, horrorizada. Luego, sin hacer el menor ruido, avanzó hacia ellos. Vaciló unos segundos, pero finalmente se acercó a su esposo y alzó la mano sobre él con la intención de tocar su hombro para advertirle de su presencia. Pero cambió de opinión, y tocó a Sydney. Entonces, y sólo entonces, se dieron cuenta de que habían sido descubiertos. Todo lo que en el pasado había unido a estas tres personas se acababa de hacer añicos en ese instante. Se miraron. Fue Herbert quien rompió el silencio. —Catherine... Con una mirada quieta, transparente y de infinito desprecio, su esposa le hizo callar: —¡No digas nada! Pero él no quiso callar. —Yo soy el único culpable. —No te molestes en encontrar una excusa —respondió ella—. No me hace ninguna falta. Herbet Linley: la mujer que una vez fue tu esposa, ahora te desprecia. Luego miró a Sydney Westerfield. —Y a ti quisiera decirte una última cosa. Mírame a la cara, si es que te atreves. Sydney levantó la cabeza. Encaró a la ultrajada mujer con una mirada ausente, como si estuviera viéndola en sueños. La señora Linley tuvo que hacer un gran esfuerzo para seguir dominándose. Situada entre su marido y la institutriz, continuó hablando: —Señorita Westerfield, ha salvado usted la vida de mi hija —hizo una pausa sin dejar de mirar a la muchacha, terriblemente pálida. Señaló a su marido con el dedo, y dijo: —¡Lléveselo! Luego, ella salió de la habitación, y los dejó juntos. TERCER LIBRO CAPITULO XXII RETROSPECTIVA Las vacaciones de otoño habían llegado a su fin, y los turistas se habían marchado de Escocia dejándola a disposición de los escoceses. Un día de esa melancólica estación, llegó un forastero al pueblo más cercano a Mount Morven. Sólo hasta ahí llegaban los carruajes. El forastero venía del norte y viajaba solo. Un cuaderno de dibujo y una cajita de colores formaban parte de su equipaje e indicaban su condición de artista. A la hora de cenar se puso a conversar con el camarero del hotel. Le hizo varias preguntas acerca de una pintoresca casa que había por los alrededores, lo que demostraba que el pintor era un buen conocedor de la fama de Mount Morven. Al comentarle al camarero que tenía pensado ir a visitar el viejo castillo fronterizo al día siguiente, éste respondió: —La casa no se puede ver. Cuando el viajero quiso saber porqué, el camarero, que era hombre de pocas palabras, sencillamente añadió: —Silencio. Luego se acerco el propietario con una botella de vino, y demostró ser más sociable con los forasteros. Brevemente, y en inglés, éstas (tal y como el propietario las explicó) fueron las circunstancias por las cuales Mount Morven había sido cerrado al público. No mucho tiempo atrás, la familia se había dispersado por completo. Entre los vecinos de los alrededores no había ninguno en no lamentara tal pérdida. Ricos o pobres, todos sentían la misma simpatía por la buena de la señora Linley, que había sido tratada del modo más vergonzoso que podía uno imaginar por su marido y por una desgraciada jovencita que había trabajado como institutriz en la casa. Para decirlo claramente, los dos habían huido juntos. Alguna gente decía que se habían ido al extranjero; otros opinaban que estaban en Londres. En lo que todos coincidían, era en que el comportamiento del señor Linley resultaba del todo incomprensible. Siempre había hecho gala de un carácter excelente: era un buen terrateniente, un buen padre y un marido devoto. Y aún así, después de más de ocho años de matrimonio feliz, había decidido buscarse la ruina. El día en que el párroco del pueblo dedicó el sermón a este tema, no logró sino atribuir esta extraordinaria explosión de vicio por parte de un hombre, hasta entonces tan virtuoso, a la posesión del diablo. Y, en este caso, utilizó la palabra "diablo" porque era el único modo discreto y clerical de poder mencionar desde el púlpito a la institutriz. El terrateniente no podía sino estar de acuerdo con el párroco. Por supuesto, después de lo que había ocurrido, era impensable que la señora Linley se quedara en la casa de su marido. Ella y su hijita, y su madre, vivían retiradas en un lugar que sólo conocía el abogado de la señora Linley, quien, siguiendo las instrucciones de ésta, se hacía cargo de la correspondencia. Sin embargo, todavía había un miembro de la familia en quien confiar. Era el hermano pequeño del señor Linley, de quien se sabía que estaba de viaje por el Continente. Dos viejos criados cuidaban de Mount Morven. Y ésa era la historia de porqué la casa estaba cerrada. CAPÍTULO XXIII LA SEPARACIÓN En una casa de madera a orillas de uno de los Lagos de Cumberland, se encontraban dos mujeres sentadas junto a la mesa del comedor. A través de la ventana divisaban un jardín que llegaba hasta las aguas del lago; y detrás de éste, un guardabotes y un muelle de madera. En el muelle, una niña estaba pescando. Cuidaba de ella una niñera. Después de varios días de lluvia, esa mañana el sol era cálido para la época del año en que estaban. La extensa sábana de agua se oscurecía y resplandecía alternativamente, según se fueran reuniendo o dispersando las nubes sobre el hermoso cielo azul. Las dos mujeres habían terminado de desayunar. La mayor, es decir, la señora Presty, sacó la calceta y empezó a hacer punto mientras miraba en silencio a su hija. La señora Presty tenía una expresión entre angustiada e impaciente. —¿Has vuelto a dormir mal, Catherine? El atractivo físico de la señora Linley no era aquél que proviene de la belleza perecedera propia de la juventud y del disfrute de una buena salud. Estaba pálida y, sin embargo, sus rasgos llenos de distinción no habían perdido ni su gracia ni la simetría de sus formas. A pesar de que su aspecto era el de una mujer que había sufrido profundamente, a ojos de muchos hombres habría resultado una mujer digna de admiración, y hasta digna de ser amada. —Últimamente es rara la noche que logro dormir bien— respondió ella con tono tranquilo. —No te das ninguna oportunidad —repuso la señora Presty—. Mira qué mañana más bonita; ¿por qué no sales a navegar un poco por el lago? Mañana dan un concierto en el pueblo; ¿por qué no compramos entradas? Tienes que volver a disfrutar de la vida, Catherine. Precisamente ésa era la virtud que hacía de tu padre un hombre tan extraordinario. Y precisamente ésa, también, era la virtud que el señor Presty decía envidiar del señor Norman. ¡Fíjate en el vestido que llevas puesto! ¿Qué sentido tiene que una mujer de tu edad se ponga cada día esa ropa oscura? No se nos ha muerto nadie, pero tú haces todo lo posible para que todo el mundo crea que estás de luto. —No me siento con el ánimo suficiente para llevar ningún vestido de color. La señora Presty hizo ver que no oía ese comentario. Continuó haciendo punto, y únicamente interrumpió su trabajo en el momento en que la criada entró en el comedor con las cartas que habían llegado en el correo de la mañana. Solamente había dos, y eran para la señora Linley. Ante la falta de correspondencia para ella, la señora Presty se adueñó de las cartas de su hija. —Una tiene la letra del abogado —anunció—, y la otra es de Randal. ¿Cuál quieres que abra primero? —La de Randal, por favor. La señora Presty la abrió deslizándola después por encima de la mesa hasta entregársela a su hija. —Cualquier noticia vendrá bien contra el aburrimiento de esta casa —dijo—. Si no es algo secreto, Catherine, léela en voz alta. No había nada secreto en la primera página. Randal anunciaba que había llegado a Londres, después de su estancia en el Continente, y que pensaba quedarse ahí durante un tiempo. Se había encontrado con un amigo (un antiguo alto oficial de la Armada, al que se alegraba mucho de volver a ver: un hombre pudiente que utilizaba su fortuna para ayudar a sus prójimos más necesitados. En este momento se hallaba muy ocupado creando un "Hogar", según un innovador plan suyo. Y se estaba volcando con tanta devoción en la fundación de esa institución, que su doctor le había pronosticado que de seguir de ese modo no tardaría mucho en caer enfermo. Si lograba convencerle para que se tomara unas vacaciones, Randal tal vez regresaría al Continente como compañero de viaje de su amigo. —Debe ser el amigo que conoció en el club hace tiempo —observó la señora Presty—. ¿Y bien, Catherine? Supongo que la carta dice algo más. ¿Qué pasa?, ¿malas noticias? —Algo que ojalá Randal no hubiera escrito. Mamá, léelo tú misma, y luego olvidemos este asunto. La señora Presty leyó: No sé nada de mi desafortunado hermano. Si crees que éste es un modo demasiado indulgente de referirme al hombre que tan vergonzosamente te ha ofendido, la única excusa que puedo ofrecerte es mi firme convicción de que en este momento ya está empezando a pagar por el crimen que ha cometido. En cierto sentido, creo que conozco a Herbert mejor que tú. Estoy convencido de que el respeto y la devoción que siente por ti no se ha perdido del todo. Se ha dejado embaucar por uno de esos enamoramientos pasajeros, de resultados desastrosos y hasta criminales, en los que los hombres suelen caer cuando se dejan llevar únicamente por sus sentidos. Eso es algo que las mujeres ni entienden ni podrán entender jamás. Temo poder ofenderte con lo que te estoy escribiendo. Pero creo que debo ser sincero, a pesar de todo. A Herbert le espera (si es que no lo está sufriendo ya) el más amargo de los arrepentimientos. No podrá sentir otra cosa cuando se encuentre atado a una mujer que no puede ni compararse contigo. Y digo esto, desde el más sincero sentimiento de lástima por la pobre muchacha, cuando pienso cuán miserable juventud ha tenido que pasar. Cómo acabará todo esto, es algo que no puedo predecir. Lo que sí puedo decirte es que yo no veo el futuro con la misma desesperanza que tú. La señora Presty dejó la carta sobre la mesa, decidida secretamente a escribirle a Randal para decirle que guardara para sí sus convicciones acerca del futuro. Una mirada al rostro de su hija la hizo desistir de explicarle sus planes, y decidió cambiar de tema. Todavía quedaba la segunda carta. —¿Te parece bien que miremos qué dice el abogado? —sugirió la señora Presty, abriendo el sobre. El abogado no tenía nada que decir. Simplemente les enviaba una carta que había recibido en su oficina. La señora Presty había pasado de sobras la edad en que ciertos sentimientos se expresan a través del sonrojo. Sin embargo, al ver la segunda carta, palideció. La dirección estaba escrita de puño y letra de Herbert Linley. CAPÍTULO XXIV HOSTILIDAD La señora Linley no había visto permanecer mucho tiempo en silencio a su madre, excepto cuando comía o dormía. Pero la señora Presty estaba ahora sumida en un profundo silencio. Su hija levantó la mirada. Al ver la expresión en el rostro de su madre, la señora Linley enseguida se dio cuenta de que algo iba mal, y preguntó de qué se trataba. —Mamá, me parece que alguna cosa te ha angustiado. ¿Es algo relacionado con la carta? —se inclinó sobre la mesa y miró la carta de cerca. La señora Presty le había dado la vuelta: de manera que la dirección quedaba oculta. El sobre permanecía cerrado. —¿Por qué no lo abres? —preguntó Catherine. La señora Presty dio una extraña respuesta: —Estaba pensando en arrojarla al fuego. —¿Mi carta? —Sí, tu carta. — Primero déjame verla. —Es mejor que no la veas, Catherine. Naturalmente, la señora Linley protestó. —Me la envía mi abogado; ¿por qué no iba a poder leerla? ¿Por qué escondes la dirección? ¿Es de alguien cuya letra conocemos? —miró de nuevo a su madre, que permanecía silenciosa; reflexionó durante unos instantes, y luego pareció entenderlo todo. —Dámela ahora mismo —dijo—. Mi marido me ha escrito una carta. La señora Presty enarcó sus pobladas cejas en un gesto de enfado. —¿Es posible —preguntó con tono de gravedad en su voz— que todavía estés tan enamorada de ese hombre como para que aún te preocupe lo que pueda escribirte? La señora Linley alargó la mano para coger la carta. Su astuta madre intentó disuadirla esta vez por la vía de la persuasión. —De acuerdo, cariño: ya que insistes, al menos déjame que sea yo quien la lea. —De acuerdo, pero prométeme que la leerás de arriba abajo, hasta la última palabra. La señora Presty lo prometió (no sin cierto recelo), y seguidamente abrió el sobre. Después de leer las dos primeras palabras se detuvo, y empezó a limpiar sus lentes. ¿La estaban engañando sus propios ojos?, ¿o era cierto que Herbert Linley, el causante de la más dolorosa de las crueldades que puede causar un marido a su esposa, se estaba dirigiendo a su hija con esta expresión: "Querida Catherine"? Volvió a ponerse los lentes. Efectivamente, con esas palabras comenzaba su carta. ¿Se había vuelto loco? ¿O estaba bebido cuando la había escrito? La señora Linley sentía ansiedad, pero se limitó a esperar sin mostrar ningún signo de impaciencia o sorpresa. Por su aspecto, no parecía que estuviera pensando en la carta de Herbert, sino en la de Randal. —Quiero verla otra vez —y con esa sencilla explicación, volvió enseguida a la parte final de la carta de Randal, la que tanto le había ofendido al leerla por primera vez. La señora Presty creyó saber qué era lo que estaba pasando por la cabeza de su hija. —Tu marido te ha escrito —le dijo—, y ahora crees que tal vez merecería la pena volver a considerar la opinión de Randal, ¿no es cierto, hija? Sin levantar la mirada de la carta, la señora Linley contestó: —¿Por qué no empiezas? —y la señora Presty, saltándose el saludo de encabezamiento que su yerno hacía a su hija, leyó lo siguiente: Confío en que cuando veas de qué trata esta carta, sepas perdonarme por haberla escrito. Hay algo que quiero contarte respecto a nuestra hija. A pesar de que he hecho méritos para que me tengas en la más baja estima, estoy seguro de que no me negarás que durante el tiempo que vivimos juntos mi amor por la pequeña Kitty fue un amor tan profundo como el tuyo. Sé que soy una persona malvada. Pero aún así, en mi corazón todavía queda un sentimiento de ternura para Kitty. No puedo soportar estar separado de mi hija. La señora Linley se puso de pie. Hasta ese día había guardado alguna esperanza, alimentada por Randal, de que pronto habrían de llegar la expiación y la reconciliación. Pero después de leer la carta comprendió claramente lo que habría de suceder. —Léela rápido —dijo—, o déjame leerla a mí. La señora Presty continuó: Yo, por mi parte, no deseo causarte ningún daño haciendo alusiones innecesarias a mis derechos como padre. Lo único que quiero es llegar a un acuerdo que sea igual de justo para ti que para mí. Te propongo que Kitty viva con su padre durante una mitad del año, y que vuelva junto a su madre durante la otra mitad. Te aseguro que no veo la razón por la que no pueda hacerse de este modo. La señora Linley no pudo permanecer callada ni un segundo más. —¿Es que no ve la diferencia —exclamó— entre su situación y la mía? ¿Qué otro consuelo me queda a mí, por el amor de Dios, qué otro consuelo me queda a mí en esta vida que mi niña? ¡Y me amenaza con quitármela seis meses al año! ¡Y encima presume que se trata de algo justo! ¿Es que los hombres no tienen vergüenza? En circunstancias normales su madre habría tratado de tranquilizarla. Pero, mientras su hija hablaba, la señora Presty comenzó a leer en voz baja la segunda página de la carta. Cuando vio lo escrito, se sobresaltó. Arrugó la carta y la lanzó al fuego. Pero, en vez de caer sobre el brasero, el papel cayó más abajo, sobre la ceniza. Con una agilidad asombrosa para su edad, la señora Presty atravesó la habitación para enmendar su error. Pero la señora Linley, más joven y rápida, llegó a la chimenea antes que su madre, y cogió la carta. —¡Dice algo más! —exclamó—. Y tienes miedo de leerlo. —¡No lo leas! —gritó la señora Presty. Solamente quedaba una frase por leer: Si por causa de tu amor de madre sientes alguna desconfianza, permíteme añadir una última cosa: mientras esté bajo mi techo, Kitty recibirá los cuidados de una mujer llena de amor. Sin duda recordarás el enorme cariño que sentía la señorita Westerfield por Kitty. Créeme igualmente si te digo que ahora siente más devoción que nunca por la niña. —He intentado evitar que la leyeras —dijo la señora Presty. La señora Linley miró a su madre con una mueca que imitaba una sonrisa. —¡No me hubiese querido perder esto por nada del mundo! —dijo—. Me propone esta cruel separación, y espera que me someta ¡porque la querida de mi esposo siente mucho afecto por mi hija! —lanzó la carta con un furioso gesto de desprecio, para luego estallar en un histérico ataque de risa. A su madre, cuya edad la había hecho sabia, el instinto, que no la razón, le dijo lo que debía hacer. Llevó a su hija hasta la ventana abierta, y llamó a Kitty. La niña, que estaba entretenida pescando en el lago, dejó la caña sobre las tablas. La señora Linley la observó mientras corría ágilmente sobre el pequeño embarcadero acercándose a la casa. Esa imagen logró lo que ninguna otra. El amor que sentía por su hija hizo que la enfurecida esposa se tranquilizara. La señora Presty acompañó a su hija para que se reuniera con Kitty en el jardín; esperó hasta verlas juntas, y sólo entonces regresó al comedor. La carta de Herbert Linley estaba en el suelo, y la suegra, mujer discreta, la recogió. Ya no podía causar más daño a nadie. Y tal vez había razones para no echar al fuego la propuesta del marido. —A menos que yo esté muy equivocada —concluyó la señora Presty—, no pasará mucho tiempo antes de que recibamos más noticias del abogado. Guardó la carta bajo llave y se preguntó qué iba a hacer su hija después de todos aquellos acontecimientos. La señora Linley regresó al cabo de media hora. Estaba pálida, silenciosa, y encerrada en su propio mundo. Se sentó a la mesa y escribió una línea. Sin la menor vacilación, firmó con su nombre, y dobló el papel. Antes de que pudiera introducirlo en el sobre, la señora Presty se entrometió con una de sus clásicas injerencias. —Supongo que esa carta es para el señor Linley —dijo—. ¿Puedo ver lo que has escrito? La señora Linley le entregó la nota. La única frase que contenía, decía lo siguiente: Me niego rotundamente a separarme de mi hija. Catherine Linley —¿Has considerado lo que puede suceder cuando reciba tu mensaje? —preguntó la señora Presty. —No, mamá. —¿Lo consultarás con Randal? —Preferiría no hacerlo. —¿Me dejarás que hable con él? —Te lo agradezco, pero mi respuesta es no. —¿Por qué no? —Después de lo que Randal me ha escrito, ya no siento ningún interés por sus opiniones —y con esa respuesta puso la carta en el cajón de la correspondencia y se fue de nuevo junto a Kitty. Tras este suceso, la señora Presty tomó la decisión de esperar a que llegara la respuesta de Herbert Linley, y de dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Comenzó a andar de un lado a otro de la habitación, deteniéndose de vez en cuando ante la ventana: pero lo que veía afuera de poco le servía para predecir el futuro. Kitty volvía a estar concentrada en su pesca, y su madre caminaba con paso lento de un extremo al otro del muelle, sumida al parecer en una profunda meditación. Ante esta llegada de nuevos acontecimientos, ¿tomaría, de entre todas las decisiones, la más difícil? CAPÍTULO XXV LA CONSULTA La segunda carta no llegó. Sin embargo, a finales de semana recibieron un telegrama del abogado. Mañana vendré por un asunto que quiero consultarles personalmente. Para llegar hasta Cumberland, el abogado de la señora Linley tuvo que sacrificar dos días de su preciado tiempo. No cabía la menor duda de que algo grave estaba sucediendo. Pero, hagamos un alto en el camino. ¿Quién era este abogado? Era el señor Sarrazín, de Lincoln's Inn Fields. ¿Era inglés o francés? Era una curiosa mezcla de los dos países. Sus antepasados habían sido franceses que encontraron refugio en Inglaterra tras huir de las persecuciones de Luis XIV, el tirano que, manejado por el clero, había revocado el Edicto de Nantes. Inglés de nacimiento, hombre del todo competente y cumplidor, el señor Sarrazín creía firme e irrenunciablemente que, bajo la influencia de nuestro clima y nuestras costumbres insulares, había perdido por completo su alma francesa. Por más que la vívida sangre francesa corriera por sus venas, y se manifestara con pasión precisamente en los momentos menos adecuados y en las más deplorables circunstancias, él nunca reconocía la existencia de este lado extranjero de su carácter. Su excelente ánimo; su talante simpático; su agilidad y brillantez de pensamiento (o sea, todas las cualidades que podían hacer desconfiar a los clientes ingleses, antes de conocerle mejor y de cambiar favorablemente su opinión acerca de él eran atribuidos por el señor Sarrazín a la estimulante influencia de su situación familiar y a su carrera profesional. Su esposa, inglesa de pura cepa; sus hijos, ingleses de pura cepa; sus bigotes; sus opiniones políticas; su paraguas; su banco reservado en la iglesia; su pastel de ciruelas, y su Times: todo ello lo convertía (como él mismo solía decir) en nativo de la gloriosa nación que goza con la caza del zorro y cree en el efecto benéfico de un sinfín de píldoras. Así de espléndido era el hombre que acababa de llegar tremendamente fatigado después de su largo viaje, pero sin haber perdido por ello ni una pizca de su inigualable temperamento. Y como muestra de su excelente humor, se sentó a la mesa a cenar. Si todavía quedaban epicúreos, el señor Sarrazín era sin duda uno de ellos. Así que cuando se encontró con que el plato que le servían para cenar era una chuleta, su ancestral sangre francesa se coaguló con la simple visión de la carne: sin embargo, el inglés de pura cepa que había en él se entregó heroicamente al plato nacional. Igualmente habría que añadir que el señor Sarrazín, por ser francés y, por tanto, hombre lleno de vida, se dio cuenta de que Kitty era su alma gemela, y le bastaron cinco minutos para hacerse amigo íntimo de la niña. Habló con ella y la escuchó como si fuera su cliente, olvidándose del motivo que le había traído de Londres. Para disgusto de la señora Presty, el señor Sarrazín, nada mas terminar la chuleta, dobló una esquina del mantel y empezó a hacer juegos malabares con los tenedores y los cuchillos. Y lo hizo con tal destreza que la pobrecita Kitty (que se aburría muy a menudo en las nuevas circunstancias de su vida) aplaudió con placer, y volvió a ser la alegre niña que había sido en otros tiempos más felices. La señora Linley, tocada en su amor y orgullo de madre, se olvidó de recordarle a este extraordinario abogado cuál era el asunto que había venido a tratar. Pero la señora Presty miró el reloj y vio que su nieta ya tendría que haberse ido a dormir hacía media hora. —Es hora de irse a la cama —sugirió la abuela. Sin embargo, la nieta no tenía la misma opinión. —Oh, no, todavía no —rogó—. Quiero hablar con el señor... —habiendo oído el nombre del invitado una sola vez, y hallándose su memoria en cierto estado de desconcierto tras los juegos malabares, Kitty vaciló—. Usted es el señor Sarraceno, ¿verdad? —preguntó la niña. —¡Casi! —exclamó el genial abogado—. Me llamo Sarrazín, pero hagamos una cosa: llámame Samuel. —Ah, de acuerdo —dijo Kitty—. Abuela, antes de irme a dormir, quiero preguntarle una cosa a Samuel. La abuela insistió en aplazar la pregunta hasta la mañana siguiente. Samuel quiso consolar a la niña antes de darle las buenas noches: —Me levantaré temprano —susurró—, y antes de desayunar iremos a pescar al embarcadero. Kitty le expresó su agradecimiento con la sinceridad que le era habitual: —¡Oh, que simpático eres, Samuel! ¡Cómo me gustaría que vivieses aquí con nosotras! —la pobre señora Linley se rió por primera vez desde la catástrofe que había dejado deshecho su hogar. La señora Presty, sin embargo, quiso dar ejemplo. Cogió su silla, se sentó enfrente del abogado, y le dijo: —¡Vamos a ver, señor Sarrazín! El abogado, queriendo dar a entender que había comprendido lo que le había dicho la señora Presty, eligió una forma de expresarse ciertamente poco profesional: —Estamos metidos en un buen lío —dijo—, y cuanto antes lo arreglemos, mejor. —Lo único que quiero es que Kitty se quede conmigo —dijo la señora Linley—, y para ello estoy dispuesta a hacer lo que usted me ordene. —Si, después de oír lo que le tengo que decir, realmente me hace usted caso, mi viaje hasta aquí no habrá sido en vano. En primer lugar, ¿me permitiría usted ver la carta que hace unos días tuve el honor de enviarle? La señora Presty le dio la carta de Herbert Linley. Él la leyó con mucha atención y, al terminar, se dio un golpecito en el pecho. —Si no fuera porque sé lo que tengo aquí —les advirtió— habría afirmado sin dudar: esta carta la ha escrito otra persona, y esa persona se llama señora Westerfield. —¡Eso mismo pienso yo! —exclamó la señora Presty—. Y no me cabe la menor duda. —Oh, pero no olvide usted que sí hay una gran duda respecto a eso. Y usted pensará igual que yo, en cuanto oiga lo que su cruel yerno amenaza con hacer —se volvió hacia la señora Linley—. Después de haber visto a esa guapísima amiguita mía que acaba de irse a la cama creo que ya sé cuál fue la contestación que le dio usted a su marido. Pero tal vez debería ver en qué términos se ha expresado usted en esa carta. ¿Tiene usted una copia? —Al ser una carta tan breve, no me pareció necesario hacer una copia, señor Sarrazín. —¿Quiere decir que recuerda lo que escribió? —Puedo repetírsela palabra por palabra. Esta fue mi respuesta: Me niego rotundamente a separarme de mi hija. —¿Y por toda respuesta escribió eso? —Solamente eso. El señor Sarrazín miró a su cliente con indisimulada admiración. —Es la primera vez en mi dilatada experiencia —dijo—, que me encuentro con una dama capaz de escribir una carta que diga tanto en tan pocas palabras. ¡Qué gran abogada sería usted, señora Linley, si los derechos de la mujer invadiesen mi profesión! Metió la mano en su bolsillo y sacó una carta dirigida a él. Las dos mujeres observaron ansiosamente cómo el alegre rostro del señor Sarrazín se iba ensombreciendo poco a poco. —Soy portador de infaustas noticias —comenzó diciendo—, y ése es el motivo por el que me embarga la inquietud. Vayamos al grano, y después olvidemos el tema lo antes posible. Aquí tengo una carta que me ha escrito el abogado del señor Linley. Si quieren seguir mi consejo, lo mejor es que les explique cuál es la esencia de su contenido y que después vuelva a introducirla en mi bolsillo. Señora Presty: dudo que una mujer esté detrás de estas instrucciones tan crueles; y, por lo tanto, dudo que una mujer esté detrás de la carta que fue la causa de tales instrucciones. Pero como les estaba diciendo, lo mejor será que vayamos al grano, pues estoy divagando. Un abogado es un ser humano: ésa es mi única excusa. Señora Linley, en dos palabras: su marido está empeñado en recuperar a la señorita Kitty, y cuando decida recurrir a la Ley ésta obrará como su humilde y fiel servidora. —¿Quiere decir que la Ley me va a quitar a mi hija? —Me avergüenzo, señora, sólo de pensar que vivo en el seno de la Ley; pero eso, debo reconocerlo, es exactamente lo que la Ley es capaz de hacer en este momento. Tranquilícese, se lo ruego. Llegará un día en que las mujeres les harán ver a los hombres que son ellas quienes traen al mundo a los hijos y quienes los alimentan; un día en que las mujeres no cejarán hasta demostrar que los más altos derechos son los derechos de una madre. Hasta que ese día... —Hasta que ese día llegue, señor Sarrazín, no me someteré a la Ley. —¡Bien dicho, Catherine! —exclamó la señora Presty—. Yo en tu caso haría exactamente lo mismo. El señor Sarrazín escuchó pacientemente. —Señoras mías: soy todo oídos —dijo con resignada amabilidad—. Y ahora explíquenme cómo tienen intención de hacerlo. Las dos mujeres se quedaron mirándose la una a la otra con la expresión de quienes son conscientes de que una cosa es hablar y otra muy distinta poner en práctica lo dicho. El abogado, que tenía enorme corazón, quiso ayudarlas con una sugerencia: —¿Acaso están planeando escapar con la niña y refugiarse en el extranjero? La señora Linley aceptó de buen grado la insinuación. —El primer tren sale a las siete y media de la mañana —dijo—. Podríamos llegar a tiempo de coger algún vapor extranjero que zarpara de la costa este de Escocia. La señora Presty, sin quitarle el ojo de encima al señor Sarrazín, no estaba igual de dispuesta que su hija a tomar una decisión tan precipitada. —Me temo —confesó—, que nuestro estimable amigo tiene algo que objetar. ¿De qué se trata? —No pondría la mano en el fuego, señora, pero creo que el señor Linley y su abogado sospechan algo. Hablando claro, me temo que ya han contratado a espías para vigilarnos. —¡Imposible! —Me explicaré. Yo viajo siempre en segunda clase: además de ahorrar dinero, encuentra uno a gente con quien hablar. ¿Y qué precio hay que pagar? ¡Solamente el de tener que sentarse en un cojín duro! En el mismo compartimento viajaba una persona muy habladora, un hombre joven y listo con el pelo de un color rojo ciertamente llamativo. Cuando cogimos el carruaje desde la estación, todos los pasajeros bajaron en el pueblo excepto dos: el joven, y yo. Cuando me detuve en la verja de la casa de ustedes, el carruaje continuó unas yardas, y dejó a mi compañero de viaje en la posada. Debo confesarles, señoras mías, que, por defecto profesional, soy una persona astuta. No llamé a su puerta enseguida, sino que esperé; y cuando estuve seguro de que nadie podía verme crucé la carretera, fui hasta la posada y eché un vistazo desde fuera. Esta noche hay luna llena. Fui con mucho cuidado. El joven no me vio, pero yo vi una cabeza con el pelo rojo como el fuego, y un par de ojos azules y afables detrás de una de las persianas: justamente la de la ventana que tiene las mejores vistas de la verja de esta casa. ¡Simple suspicacia, dirán ustedes! No voy a negarlo, pero aun así tengo mis razones para seguir sospechando. Antes de partir de Londres, uno de mis amanuenses me siguió apresuradamente hasta la estación del ferrocarril, y me atrapó en el momento en que ya me disponía a subir al vagón: "Acabamos de enterarnos de algo", me dijo. "A usted y a la señora Linley les van a echar las cuentas". Con su permiso: echarle las cuentas a alguien significa, en el lenguaje detectivesco inglés, tomar la decisión de vigilarlo. Por supuesto, es posible que mi amanuense estuviera mal informado. Y que mi compañero de viaje haya hecho todo el trayecto desde Londres simplemente para maravillarse con el paisaje de Cumberland desde la ventana de una posada. ¿Qué opinan ustedes? Sin duda resultaba más fácil cuestionar la Ley que las conclusiones del señor Sarrazín. —Supongamos que decido viajar al extranjero, y llevarme a mi hija conmigo —insistió la señora Linley—. ¿Quién puede impedírmelo? A regañadientes, el señor Sarrazín le recordó a la señora Linley que el padre tenía derecho a impedírselo. —Ninguna persona, ni siquiera la madre, puede quitarle a un padre la custodia de su hija —dijo—, excepto con el consentimiento del propio padre. Su autoridad es la autoridad suprema. —A menos que se dé la circunstancia de que la Ley le haya despojado de ese privilegio, otorgándoselo expresamente a la madre —interrumpió la señora Presty. —¡Ajá! —exclamó el señor Sarrazín, revolviéndose en su silla y observando a la señora Presty con una mirada sutil—. Fíjese en su madre: ella ya se ha dado cuenta de adonde quiero ir a parar. —Me he dado cuenta de más de lo que usted imagina —contestó la señora Presty—. Por lo que sé del carácter de mi hija, tengo que decirle que, más pronto que tarde, se hallará usted en una situación delicada. —¿A qué se refiere, señora? En los tiempos de la señora Presty, las personas se valían a menudo de metáforas para expresar sus opiniones. Al pedirle el señor Sarrazín que se explicara, ella lo hizo con ese recurso, convencida y satisfecha de su hallazgo literario. —Nuestro erudito amigo aquí presente, mi querida Catherine, me recuerda a un viajero explorando un pueblo desconocido. Dobla una esquina, con la confianza de que ésta le recompensará con la aparición de algún lugar grato; pero, en lugar de eso, se topa con un callejón sin salida o, como dicen los franceses (yo hablo correctamente el francés), en un cul de sac. ¿Me explico claramente, señor Sarrazín? —Señora, no entiendo absolutamente nada de lo que me está diciendo. —¡Pues sí que es extraño! Tal vez me he dejado llevar demasiado lejos por mi gran imaginación. Déjeme que intente explicárselo más claramente. —Déjeme decirle antes que la mía ve proféticamente lo que va a hacer usted, y le desea sinceramente lo mejor: es decir, que abandone esa idea. Y ahora, le ruego que continúe. —Y yo le ruego que hable con más claridad que mi madre —añadió la señora Linley—. Si no he entendido mal lo que acaba usted de decir, existe una Ley que, al fin y al cabo, me puede otorgar la custodia de mi hija. No me importa cuánto dinero cueste: quiero que se aplique esa Ley. —Si me lo permite, antes quisiera saber —convino el señor Sarrazín— si se mantiene usted firme en su decisión de no darle la menor oportunidad a su marido en este asunto de Kitty. —Completamente. —Si me lo permite, una última cuestión: he oído que su boda se celebró en Escocia. ¿Es eso verdad? —Sí. El señor Sarrazín mostró una vez más su carácter escasamente profesional. Aplaudió y exclamó ¡Bravo! como si estuviese en el teatro. La señora Linley lo vio en ese momento todo más claro: ahora entendía por qué el abogado se mostraba tan eufórico: —¡Qué tonta soy! —exclamó—. Hay una cosa que llaman "incompatibilidad de caracteres", y el marido y la esposa van al abogado y firman un papel y prometen no molestarse más el uno al otro mientras vivan. Y lo tienen que cumplir así tanto en Escocia como en Inglaterra. A eso se refiere usted, ¿verdad? El señor Sarrazín creyó conveniente adoptar de nuevo su actitud más profesional. —No, desde luego que no, señora —dijo—. Yo no sería digno de su confianza si no pudiera proponerle nada mejor que eso que usted dice. El único modo en que usted se puede asegurar la completa custodia de la pequeña Kitty es con la ayuda de un juez... —Consígala inmediatamente —le interrumpió la señora Linley. —Y solamente puede convencer al juez para que la escuche —procedió el señor Sarrazín— de una manera. Reúna todo su valor, señora, y pida usted el divorcio. Se produjo un súbito silencio. La señora Linley se levantó temblando, como si delante suyo tuviese, no al bueno del señor Sarrazín, sino al mismísimo diablo. —¿Has oído eso? —le dijo a su madre. La señora Presty respondió con una simple inclinación. —¡Piensa en el escándalo! La señora Presty respondió con otra inclinación. El abogado vio que había llegado su oportunidad. —-Bueno, señora Linley —preguntó—, ¿qué me dice usted? —¡No, jamás! —esa fue su categórica respuesta y, anticipándose a cualquier intento de persuasión por parte de su madre o del abordo, salió de la habitación. Las dos personas que se quedaron en ella, sentadas la una frente a la otra, tenían opiniones bien distintas. —No lo hará, señor Sarrazín. —Lo hará, señora Presty. CAPÍTULO XXVI LA DECISIÓN Puntual a su cita con Kitty para ir a pescar, el señor Sarrazín ya se hallaba en el embarcadero a primera hora de la mañana. El aire permanecía inmóvil; la perezosa niebla dormía en la orilla más alejada del lago. Solamente asomaban los oscuros picos de las montañas, como sombras derramadas por la mismísima tierra sobre un cielo gris y apagado. Más al alcance de la mano, las aguas del lago mostraban una superficie opaca; ningún pájaro volaba en medio de esta apagada calma; no había ningún insecto que tentara a los peces a saltar del agua. De vez en cuando, una solitaria hoja olvidada por el otoño en alguno de los árboles de la orilla caía silenciosamente y moría. No pasaba ningún coche por la desierta carretera; del pueblo no provenía ni una sola voz; de las chimeneas salían rectas trenzas de humo, y su vapor se perdía en el nublado cielo. El único sonido que perturbaba la espesa calma de la mañana, era el ruido de las pisadas del abogado, que andaba de un extremo al otro del embarcadero. Pensó en Londres y en el incesante tráfico de sus calles, y en el rugido del ir y venir de sus gentes, y se dijo a sí mismo, con la rotunda convicción del hombre que se ha criado en un pueblo: "¡Qué lugar tan miserable!" Anduvo y desanduvo el embarcadero por quincuagésima vez. Y por quincuagésima vez miró con desagrado las melancólicas aguas del lago. En ese instante, desde el jardín, una voz gritó su nombre. Kitty permanecía de pie detrás de la verja, con una caña de pesar en cada mano. A un lado de su cuerpecito llevaba una cajita de hojalata colgada con una correa; y al otro lado, una cesta. Cargada con todos esos impedimentos, pidió ayuda. Susan le había abierto la puerta de la casa, y ahora Samuel tendría que abrirle la puerta de la verja. La niña se sorprendió agradablemente al ver que a su amigo se le había enrojecido la nariz con la desapacible mañana. Y le enseñó la suya, como queriéndole mostrar su perfecta simpatía respecto a esa circunstancia. Kitty, presintiendo que su confianza en los conocimientos y la experiencia del señor Sarrazín como pescador era un error, le entregó las cañas de pescar. —Tengo los dedos fríos —dijo—. Pon tú los cebos. Él miró a su joven amiga con callada perplejidad. Y ella señaló la cajita de hojalata. —Aquí hay mucho cebo, Samuel; el que mejor va son las queresas —el señor Sarrazín echó una ojeada al interior de la cajita con indisimulado disgusto; y Kitty hizo un inesperado descubrimiento. —Parece como si no supieras nada —dijo. Y Samuel contestó cordialmente: —¡Nada de nada! —al cabo de cinco minutos, Samuel estaba al lado de su joven amiga, con el cebo puesto en el anzuelo, con su hilo en el agua y con rigurosas instrucciones de no quitarle la vista de encima al corcho ni por un segundo. Comenzaron a pescar. Kitty miró a su compañero, y luego apartó la mirada en silencio. Tratando de animarla a hablar, el bueno del abogado hizo alusión a lo que ella había dicho antes de acostarse. —Anoche querías preguntarme algo —le recordó—. ¿Qué es? Sin ningún preliminar que pudiera prevenirle, Kitty respondió: —Quiero que me expliques qué ha sido de papá, y por qué Syd se ha marchado y me ha dejado. Tu sabes quién es Syd, ¿verdad? La única alternativa que le quedó al señor Sarrazín fue alegar su ignorancia al respecto. Mientras Kitty le aleccionaba sobre quién era la institutriz, el abogado tuvo tiempo de considerar qué era lo mejor que podía decirle a la niña. El resultado añadió una más a la lista de oportunidades que el señor Sarrazín había perdido a lo largo de su vida. —Mira —continuó la niña con tono grave—, tú eres listo y has venido a ayudar a mamá. Lo sé porque me lo ha dicho mi abuela. Pero no me ha querido explicar nada más. No me mires a mí: mira a tu corcho. Mi papá se ha ido y Syd me ha dejado sin decirme ni adiós, y hemos vendido nuestra vieja y bonita casa de Escocia y hemos venido a vivir aquí. ¿Sabes una cosa? Yo no entiendo nada de lo que está pasando. Si ves que el corcho empieza a temblar, y que luego de repente se sumerge un poco, como si fuera a hundirse, tira de la caña: seguro que al final del hilo hay un pez. Cuando le pregunto a mamá qué significa todo esto, ella me dice que hay una razón, pero que yo no soy lo bastante mayor para entenderla, y se pone triste, y me da un beso, y así se acaba todo. Mira tu corcho: han picado. No, no han picado: sólo es un mordisco. ¡Los peces son tan astutos! Pero mi abuela es aún peor. A veces me dice que soy una niña mimada; y a veces me dice que las niñas buenas no hacen preguntas. Eso es una tontería, y creo que no está bien que me hagan eso. ¿No te encuentras bien?, ¿es por mi culpa? No quiero molestar. Sólo quiero saber por qué se ha marchado Syd. Si yo fuera más pequeña, a lo mejor me habría creído que se la habían llevado las hadas. ¡Pero ahora ya no! Ya soy demasiado mayor. Así que ahora quiero que me lo cuentes todo. El señor Sarrazín trató en vano de ganar algún tiempo: miró su reloj de pulsera. Kitty miró por encima del hombro del abogado. —Oh, no hay ninguna necesidad de tener prisa: el desayuno no estará listo hasta dentro de media hora. Nos queda tiempo de sobra para hablar de Syd. Continúa. El señor Sarrazín sabía que si había alguien más listo que un niño, era una niña. Pero, aun sabiéndolo, hizo lo menos inteligente podía hacer: intentó salir del aprieto, negándolo todo categóricamente. —No sé por qué se ha ido —Kitty no tardó ni medio segundo en hacer la siguiente pregunta. —Bueno, pues entonces dime qué piensas de todo esto. Completamente desesperado y acosado, el señor Sarrazín dijo lo primero que le pasó por la cabeza: —Creo que se ha marchado para casarse. Kitty se indignó. —¡Que se ha marchado para casarse y no me ha dicho nada! —exclamó—. ¿Qué quieres decir? La experiencia profesional del señor Sarrazín en temas de mujeres y matrimonios no le ayudó a encontrar ninguna respuesta. Ante esa dificultad, se esforzó en buscar una solución imaginativa, y se inventó lo que ninguna mujer ha inventado todavía hasta el momento: —Está esperando —dijo—, a ver cómo le va su matrimonio, antes de contárselo a nadie. A Kitty le pareció que ésa era una explicación razonable. —Espero que no se haya casado con un mal hombre —dijo Kitty, muy seria y meneando la cabeza en un gesto adivinativo—. ¿Y cuando sabré algo de Syd? El señor Sarrazín probó suerte con otro embuste, obteniendo esta yez mejores resultados: —La primera persona a quien le va a escribir será a ti, por supuesto —mientras pronunciaba esa mentira piadosa, el corcho de su caña empezó a temblar. Ahora tenía la oportunidad de cambiar de tema. —¡Han picado! —exclamó. Kitty tiró sobre las tablas su propia caña, y se lanzó a ayudar a su ignorante amigo. Un diminuto pescadito surgió del agua y empezó a colear en el aire. —Es un escarcho —dijo Kitty. —Está sufriendo; dámelo a mí —dijo el compasivo abogado. Kitty liberó al pez del anzuelo y se lo entregó al señor Sarrazín. En un gesto tierno, y con un movimiento suave, el señor Sarrazín depositó el pez en el agua. —Vete, y que Dios te bendiga —dijo este admirable hombre, al tiempo que el escarcho desaparecía meneando jubilosamente Ia cola. Kitty estaba escandalizada. —¡Eso no es justo! —dijo la niña. —¡Oh, y tanto que lo es! Sobre todo para el pez. Continuaron pescando. ¿Cuál sería la siguiente pregunta comprometedora de Kitty? ¿Querría que le explicaran por qué su padre la había abandonado? No; la última imagen que había guardado Kitty en su mente era la de Sydney Westerfield. Y todavía se hallaba pensando en ella cuando habló de nuevo. —Me pregunto si tienes razón en lo de Syd —comenzó diciendo—. A lo mejor estás equivocado, ¿no? A veces me imagino que Sydney y mi madre han reñido. ¿Puedes preguntarle a mi madre si eso es cierto? —dijo la pequeña cariñosamente pero con cierta ansiedad—. ¿Lo ves? No puedo dejar de hablar de Syd; ¡es que la quiero tanto!; ¡y la echo tanto de menos! ¡Y tengo tanto, tanto miedo de no volver a verla nunca más! —en ese instante dejó caer la caña sobre el embarcadero, se tapó la cara con sus pequeñas manos y estalló en un llanto. Alarmado y angustiado, el bueno del señor Sarrazín le dio un beso a la niña, y dijo otra mentira piadosa. —No debes preocuparte, Kitty. Estoy seguro de que volverás a verla. Sintió remordimientos por haber creado en Kitty una esperanza que él sabía falsa. ¡Eso no iba a ser posible nunca! A su entender, el propio de un ser humano con sus defectos y debilidades, Sydney había cometido el único pecado que merece ser perdonado. ¿Acaso la naturaleza humana está equivocada?, ¿o tal vez son las leyes humanas las que están mal hechas? Todo lo mejor y lo más noble de nosotros se deja alcanzar por el amor. Y son las reglas de la sociedad las que declaran que un accidente de posición social debe ser la circunstancia que decida si el amor es una virtud o un crimen. Estos eran los pensamientos del abogado. Estaba preocupado y desesperanzado. Kitty le puso la mano sobre el brazo. El abogado se sintió aliviado. La pequeña se había secado las lágrimas, con esa tremenda facilidad con que los niños pasan de la risa al llanto y del llanto a la risa. Y parecía ahora más interesada por el cambio que se había producido en el tiempo. —¡Fíjate en el lago! —exclamó—. ¡No se ve! Una espesa niebla blanca se estaba cerrando sobre ellos. Sigilosamente, fue avanzando sobre el agua hasta que el guardabotes, al final del embarcadero, iba quedando progresivamente oculto. La crudeza y frialdad de la atmósfera dejó a la niña temblando. Cuando el señor Sarrazín se dio la vuelta y cogió de la mano a Kitty con la intención de llevarla adentro, se percató del perfil ya casi invisible del guardabotes, antes de que éste se perdiera definitivamente en la niebla. Kitty le preguntó entonces: —¿Ha visto usted algo? Con el tono propio del hombre que está sumido en sus propios pensamientos, la respuesta del señor Sarrazín fue que ahí no había nada que ver. Tomaron el sendero del jardín que conducía a la casa. Al llegar a la puerta, el abogado echó de nuevo la vista atrás, en la dirección del ya invisible lago. —-¿Se utiliza ahora el guardabotes? —preguntó a Kitty—. ¿Hay alguna embarcación dentro? —Hay un bote, que puede navegar a cualquier parte. —¿Y hay algún hombre que sepa llevarlo? —¡Claro!, el jardinero sabe. Había sido marinero, y además conoce el lago tan bien como... —Kitty no lograba encontrar una comparación adecuada. —¿Igual que tú conoces la tabla de multiplicar? —añadió el señor Sarrazín, adoptando un tono menos serio. Kitty hizo un gesto de exageración con la cabeza. —¡Mucho mejor! —reconoció sinceramente. Al abrir la puerta del comedor vieron a la señora Presty preparando café. Kitty salió de inmediato. Su abuela le tenía dicho que después de pescar debía desmontar las cañas y guardarlas inmediatamente en sus cestas del trastero. El señor Sarrazín aprovechó la ausencia de la niña para preguntar a la señora Presty si la señora Linley había tomado ya una decisión durante la noche acerca de solicitar el divorcio. —No sé nada de mi hija —le respondió la señora Presty—, excepto que ha pasado muy mala noche. Sin duda habrá estado pensando en su sabio consejo —añadió la anciana dama, no sin esbozar una maléfica sonrisa. —¿Sería usted tan amable de averiguar si su hija ha tomado ya alguna decisión? —se atrevió a pedir el abogado. —¿No es ése su trabajo? —preguntó astutamente la señora Presty—. Puede escribirle una nota, y yo se la mandaré arriba. El señor Sarrazín, hombre paciente donde los hubiere, escribió la nota. En ella pedía humildemente que se le dieran instrucciones, y aclaraba que le satisfaría mucho que se las dieran con una sola palabra: Sí o No. En caso de que la respuesta fuera Sí, pediría que le dejaran hablar unos minutos con la señora Linley lo antes posible. Eso era todo. La respuesta que llegó implicaba un Sí: Le recibiré en cuanto termine usted de desayunar. CAPÍTULO XXVII LA RESOLUCIÓN Después de leer la respuesta de la señora Linley, el señor Sarrazín miró por la ventana del comedor y vio que la niebla empezaba a cubrir la casa. Antes de que la señora Presty pudiera hacer algún comentario acerca de cómo había cambiado el tiempo, el abogado la sorprendió con una extraña pregunta. —Señora, ¿hay alguna habitación en el piso de arriba, que tenga vistas a la carretera que hay frente a su verja? —¡Por supuesto! —¿Puedo entrar en esa habitación sin causar molestias? —¡Por supuesto! —repitió la señora Presty, enarcando las cejas en un gesto no tanto de sospecha como de sorpresa—. ¿Quiere subir ahora? —añadió—, ¿o prefiere esperar hasta después del desayuno? —Con su permiso, me gustaría subir antes de que la niebla se haga más espesa. ¡Oh, señora Presty, nada más lejos de mi intención que molestarla! La criada puede mostrarme el camino hasta la habitación. —¡No! —por primera vez en su vida, la señora Presty insistió en desempeñar el papel de criada. Tal era su curiosidad, que aunque hubiese sido coja de ambas piernas no habría dudado en subir las escaleras reptando con las manos—. ¡Aquí tiene! —dijo, abriendo la puerta de la habitación del piso de arriba, y situándose en el centro exacto de ésta, desde donde pudiera observarlo todo—. ¿Le sirve ésta? El señor Sarrazín se acercó a la ventana; oculto detrás de la cortina, se asomó con precaución. Al cabo de medio minuto se dio la vuelta, dejando a su espalda el brumoso paisaje de la carretera, y dijo para sí: —Justo lo que esperaba. Otra mujer se habría interesado por los motivos de este misterioso proceder. Pero la señora Presty, que no abrigaba dudas sobre su dignidad, optó por descubrirlo por sí misma. Para sorpresa del señor Sarrazín, la señora Presty procedió a imitarle ante sus propias narices: avanzó hasta la ventana y se ocultó detrás de la cortina. Siguiendo su ejemplo, terminó dándose la vuelta. —Ahora que los dos hemos mirado —le dijo al abogado, con su inimitable resuello—, ¿qué le parece si intercambiamos impresiones? Lo hicieron sin ninguna dificultad, ya que ambos habían visto a los mismos dos hombres yendo y viniendo de una punta a la otra de la verja de la casa. Antes de que la amenazante niebla hiciera imposible su identificación, el señor Sarrazín había reconocido a uno de ellos como el afable joven que había sido su compañero de viaje desde Londres. En cuanto al otro, probablemente se trataba de un vecino que había sido reclutado eventualmente para ayudar al joven espía. Esta nueva circunstancia no hacía sino empeorar las cosas. La señora Presty preguntó qué era lo que debían hacer. El señor Sarrazín respondió: —Bajemos a desayunar. Al cabo de un cuarto de hora, los dos se hallaban en la habitación de la señora Linley. La encontraron nerviosa y con los ojos enrojecidos, por lo que dedujeron que había pasado una mala noche. En el momento que el abogado se acercó a ella, la señora Linley se apresuró a cruzar la habitación hasta donde estaba él y, con un gesto trémulo, le tomó ambas manos. —Es usted una buena persona, un hombre adorable —dijo impetuosamente—. No puedo sino sentir por usted un respeto y un aprecio muy grandes. Dígame, ¿tiene la certeza de que la única manera de que mi hija se quede conmigo es la que mencionó anoche? El señor Sarrazín acompañó a la señora Linley hasta una silla y la invitó amablemente a sentarse. Al verla tan triste, se sobrecogió y preocupó, y terminó por decirle con toda sinceridad, y hasta solemnemente, que la única alternativa que le quedaba era la que él le había explicado. Luego le pidió que se calmara, pero fue inútil. La señora Linley no le soltaba las manos, como si agarrándose a ellas se estuviera agarrando también a su última esperanza. —¡Ahora, escúcheme! —exclamó ella—. Hay una cosa que quiero decirle: creo que hay otra forma de arreglar esto. Y quiero saber cuál es su opinión al respecto. —¡Aguarde un momento! Le ruego que aguarde un poco. —¡No! No hay tiempo que perder. ¿Cree que hay alguna posibilidad de hablar con el abogado del señor Linley? Déjeme acompañarle a Londres. ¡Convenceré a ese abogado de que utilice su influencia sobre el señor Linley; me arrodillaré delante de él; no me marcharé hasta haberle ganado para mi causa! ¡Me llevaré a Kitty conmigo; nos verá a las dos juntas, sentirá compasión por nosotras y nos ayudará! —Sería inútil, sería verdaderamente inútil, señora Linley. —¡Oh, no diga eso! —No me deja usted otra alternativa, mi querida señora. El hombre del que está usted hablando es la última persona del mundo que se dejaría influir de ese modo que usted dice. Se trata de un célebre abogado, un hombre que conoce muy bien su oficio, créame. Si intentara usted darle lástima, él le diría sin vacilar: "Señora, yo sólo cumplo con mi obligación. Me debo a mi cliente". Y llamaría al servicio, y haría que la echaran inmediatamente. Sí, créame, lo haría sin vacilar, aunque usted se humillara y llorase a sus pies. La señora Presty interrumpió por primera vez la conversación entre su hija y al abogado. —Yo en tu lugar, Catherine —dijo—, empujaría a ese hombre al suelo y le pondría el pie en el cuello. Otórgale el divorcio a tu marido y tendrás a tu hija a tu lado. La señora Linley estaba postrada en su silla. Toda la euforia que la había mantenido con vida hasta ese instante pareció abandonarla de repente, y con ella pareció irse también su última esperanza. Pálida, agotada, resignada, había alzado la mirada hacia su madre cuando ésta había dicho: "Otórgale el divorcio", y había respondido: "Se lo acabo de otorgar". —Confíe en mí —dijo con vehemencia el señor Sarrazín—. Yo me encargaré de que se haga Justicia, y la protegeré hasta que llegue ese día. La señora Presty hizo su pequeña contribución al consuelo de su hija: —Después de todo —preguntó—, ¿qué es lo que te asusta tanto del divorcio? No tienes que preocuparte por lo que pueda decir la gente, puesto que aquí no tenemos ningún tipo de vida social. Y, por lo que respecta a la prensa, bastará con que procuremos mantenerlos bien alejados de la casa. La señora Linley respondió con un momentáneo acceso de vitalidad: —No es el temor al qué dirán lo que me atormenta —dijo—. Ayer, en la soledad de la noche, me detuve a escuchar a mi corazón, y éste me habló de Kitty. Sentí que valía la pena hacer cualquier sacrificio por ella. Pero lo que me resulta más difícil es escapar al recuerdo de mi matrimonio. Señor Sarrazín: eso es lo que no logro superar. Aquello que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Si le otorgo el divorcio, ¡estaré incumpliendo ese mandamiento! Estaré renunciando a los votos que me comprometí a respetar en Presencia de Dios. ¡Estaré desafiando a Dios! Estaré profanando el recuerdo de ocho años de felicidad bendecida con verdadero amor. ¡No!, no hace falta que me recuerde usted el daño que me ha causado mi marido. No he olvidado la crueldad de sus ofensas; no he olvidado que el único culpable de esta situación es él. Pero si obro como usted dice, ¿quién será la responsable del acto que destruirá definitivamente nuestro matrimonio? ¡Yo! ¡Y solamente yo! Perdóname, mamá; perdóneme, mi buen amigo: es el miedo que tengo lo que me hace hablar así. ¡Se acabó! Mi hija es el único tesoro que me queda. ¿Qué debo hacer? ¿Qué tengo que firmar? ¿Qué tengo que sacrificar? Dígamelo usted, y lo haré. ¡Me rindo! ¡Me rindo! Con tono delicado y misericordioso, el señor Sarrazín respondió a la triste petición de la señora Linley. Recurriendo a toda su experiencia, conocimientos, y tesón, se dirigió a la señora Presty. La señora Linley tenía la posibilidad de escuchar esa conversación, o de no hacerlo, según su propio deseo. En cualquiera de los dos casos, el abogado iba a servir bien a sus intereses. El bueno del abogado besó su mano. —Descanse, y repóngase —susurró. Luego se volvió hacia la madre de la señora Linley, y volvió a adoptar el talante de un hombre de negocios. —Lo primero que voy a hacer, señora, es enviar un telegrama a mi agente en Edimburgo. Él lo arreglará todo para que el Tribunal oiga nuestro caso lo antes posible. Por lo demás, no debe usted preocuparse de nada. Sin embargo, llegados a este punto, la señora Presty se mostraba ya del todo refrectaria a cualquier clase de consejo. —A mí lo que me preocupa ahora es saber cómo se va a proceder con esos dos hombres que están afuera, vigilando la puerta —esas fueron sus únicas palabras. Asustada, la señora Linley levantó la cabeza. —¡Dos! —exclamó, mirando al señor Sarrazín—. Anoche dijo usted que había uno. —Pues tenemos que añadir otro esta mañana. Descanse un poco, señora Linley. Ya sé que tiene usted muchas preocupaciones, ya sé que está muy confundida —el señor Sarrazín se giró de nuevo hacia la señora Presty. —Uno de esos dos hombres me seguirá hasta la estación, y me verá partir hacia Londres. El otro la vigilará a usted, o a su hija, o a la criada, o a cualquier otra persona que intente salir a escondidas con la niña. Y los dos están muy cerca de la verja, porque temen perdernos de vista entre la niebla. —Ojalá viviésemos en la Edad Media —dijo la señora Presty. —¿Y de qué nos serviría eso, señora? —Por el amor de Dios, señor Sarrazín, ¿es que no se da usted cuenta? En esa época de nobles hazañas habría cogido usted una daga, y el jardinero habría empuñado otra, y habrían salido ahí fuera y los habrían cosido a puñaladas sin pensárselo dos veces. ¡Y a esto de ahora lo llaman la era del progreso! El más vil de los tunantes es una persona sagrada cuya vida estamos obligados a respetar. Ay, ojalá que ese 5 de Noviembre nuestro héroe nacional hubiese apuntado con sus cañones donde tenía que apuntar. Siempre lo he dicho, y no dejaré de decirlo nunca: Guy Fawkes fue un gran hombre de Estado. Entretanto, la señora Linley no estaba ni reposando ni escuchando las opiniones políticas de su madre, sino que escrutaba el rostro del señor Sarrazín. —Nos amenaza un grave peligro —dijo—. ¿Cómo podemos escapar de él? Como persistir en distraerla era sencillamente inútil, el señor Sarrazín decidió por fin darle una respuesta. —El peligro de seguir los procedimientos legales para conseguir la custodia de la niña —dijo— es mayor de lo que he entendido que debía reconocer, al menos mientras ustedes seguían manteniendo dudas sobre qué decisión era la mejor. He tenido cuidado, quizás demasiado, en no influir con mis opiniones en un asunto de tan vital importancia para su futuro. Pero por fin ha llegado usted a una decisión. Y ahora no tengo más remedio que recordarle que debe pasar un tiempo antes de que el decreto de su divorcio sea pronunciado y la custodia de la niña se otorgue legalmente a la madre. Y ahí está el peligro. Si no siente usted miedo ante la perspectiva de llevar a cabo un acto arriesgado, que a buen seguro haría temblar a otras mujeres, estoy seguro de que encontraré el modo de frustrar las intenciones de los espías. La señora Linley se levantó. —Dígame qué tengo que hacer —exclamó—, y juzgue usted si se encuentra ante una de esas mujeres que se asustan con facilidad. El abogado señaló con una sonrisa persuasiva la silla vacía de la señora Linley. —Si permite que la excitación se apodere de usted —dijo—, terminará asustándome a mí. ¡Oh, haga el favor de sentarse de nuevo! La señora Linley sintió la fuerza de tan cortés petición, y obedeció. La señora Presty sintió una admiración hacia el abogado como no la había sentido hasta entonces —¿Es así cómo amansa usted a su esposa? —preguntó. El señor Sarrazín era uno de esos caballeros que sabe estar siempre a la altura de las circunstancias, cualesquiera que sean éstas y respondió: —En la época en que estuvo usted casada, señora, ¿acaso revelaba los secretos de su vida conyugal? —luego se volvió hacia la señora Linley. —Antes que nada, debo preguntarle algo —empezó—, y luego me gustaría que oyese lo que voy a proponerle. ¿Cuántos criados tiene a su servicio en esta casa? —Tres. Nuestra ama de llaves, que también es cocinera; nuestra doncella, y la hija del ama de llaves, que hace las faenas de Ia casa. —¿Y hay algún criado que no viva en la casa? —Únicamente el jardinero. —¿Son de su entera confianza esas personas? —Según de qué se trate, señor Sarrazín. —De un secreto que sólo le atañe a usted. ¿Cree que puede confiar en ellas? —¡Por supuesto! La criada lleva con nosotros muchos años. No conozco a ninguna mujer tan honesta. Y por lo que se refiere a nuestra vieja ama de llaves, tengo que decirle que a veces incluso se sienta a beber el té con nosotras. Su hija se casará pronto, y el vestido de novia se lo he regalado yo. En cuanto al jardinero, deje que Kitty arregle el asunto con él, y yo respondo por lo demás. ¿Por qué señala usted hacia la ventana? —Mire afuera, y dígame lo que ve. —Veo niebla. —Pues, señora Linley, yo lo que veo es la niebla. Mientras los espías están vigilando su verja, ¿qué le parece la idea de cruzar el lago? CUARTO LIBRO CAPITULO XXVIII EL SEÑOR RANDAL LINLEY Pasó el invierno. Pasó casi toda la primavera. Londres padecía todavía la estricta regularidad de los vientos del este. A pesar de que faltaba menos de una semana para el comienzo del verano, cuando por la mañana el señor Sarrazín entró en su despacho para abrir la correspondencia del día se alegró de encontrarlo caliente gracias al fuego de la chimenea. En general, la correspondencia estaba exclusivamente relacionada con procedimientos judiciales. Solamente había dos cartas que suponían una excepción a la regla. La primera llevaba la dirección escrita a mano con la letra de la señora Linley, y su matasellos pertenecía a la ciudad de Hannover. La madre de Kitty no sólo había conseguido alcanzar la orilla segura del lago, sino que ella y su hija habían logrado igualmente cruzar el mar hasta Alemania. Su carta estaba bien escrita. Y a pesar de que su autora era una mujer, su levedad permitía leerla en menos de un minuto: Querido señor Sarrazín, Le escribo con el tiempo justo para la recogida del correo de la noche. Nuestro excelente mensajero se ha asegurado bien de que el peligro de ser descubiertas ya ha pasado. Los miserables se han llevado un desengaño tan grande que ya están de vuelta a Inglaterra, para tumbarse a esperarnos en Folkestone y Dover. Mañana por la mañana nos vamos de este encantador lugar (¡oh, sin ningún deseo de ello!) para ir a Bremen, donde cogeremos el vapor a Hull. Le enviaré más noticias en cuanto lleguemos ahí. Atentamente suya, Catherine Linley. El señor Sarrazín metió la carta en un cajón, y sonrió mientras lo cerraba con llave. ¿Se habrá decidido por fin?, se preguntó. La segunda carta resultó ser una agradable sorpresa. En ella el remitente le anunciaba que acababa de regresar de Estados Unidos. Le invitaba a cenar esa misma noche, y estaba firmada Randal Linley. El señor Sarrazín siempre había apreciado mucho más a Randal que a su hermano Herbert. El abogado conocía a la señora Linley desde antes de su matrimonio, y siempre había pensado que Catherine habría hecho bien en casarse con el más joven de los hermanos, en lugar de elegir al mayor. Con Randal habían entablado enseguida una buena amistad. En cambio sus relaciones con Herbert nunca llegaron a ser íntimas: si bien es cierto que nació entre ellos una cordial y caballerosa relación, no puede decirse que llegaran a hacerse nunca amigos. A las siete en punto de la tarde, los dos amigos se encontraron en la habitación de un hotel. Cuando se sentaron ante la pequeña pero cómoda mesa, ambos tenían un sinfín de preguntas que hacerse, y nada podía interrumpirles, excepto una cena de tan extraordinario mérito que uno no podía sino deleitarse con ella de principio a fin. Comenzó Randal. —Antes que nada —le dijo—, cuénteme cómo se encuentran Catherine y la niña. ¿Dónde están? —De regreso a Inglaterra, después de haber estado un tiempo viviendo en Alemania. —¿Y la anciana dama? —La señora Presty se ha quedado en casa de unos amigos en Londres. —¡Qué, ¿se han separado?, ¿se han peleado? —No, ni mucho menos. Ha sido una separación amistosa, en el más estricto sentido de la palabra. ¡Oh, Randal!, ¿qué está haciendo? No le ponga pimienta a una sopa tan perfecta. Esta sopa es tan buena como la del Café Anglais de París. —Sí, tiene usted razón. No me había dado cuenta. Pero, ahora, explíqueme lo de Catherine. Estoy ansioso por saber algo de ella. ¿Por qué se marchó al extranjero? —¿Es que no ha tenido usted noticias suyas? —Hace seis meses o más que no sé nada de ella. Creo que sin querer la hice enfadar al escribirle una carta en la que le daba demasiadas esperanzas con respecto a Herbert. La señora Presty respondió a mi carta aconsejándome que no volviera a escribirle más a su hija. Catherine no es de ésas que tienen malicia. —¡Eso ni lo piense! —respondió el abogado con el gesto adusto—. Atribuya su silencio a una causa justa. Ha tenido que soportar una angustia terrible desde que usted partió a América. —¿Y el causante de esa angustia ha sido mi hermano? ¡Oh, espero que no! —Si quiere que le diga la verdad, él ha sido el único causante. ¿Todavía no sabe lo que ha hecho? —¿Tiene que ver con la niña? ¡No me estará diciendo que Herbert le ha quitado la niña a su madre! —Amigo mío: mientras yo sea el abogado de la madre de Kitty, su hermano no hará nada parecido a eso. Alzo esta primera copa de jerez para brindar por su regreso a Inglaterra. Buen vino, pero, para mi gusto, un poco seco. No, de momento dejaremos los problemas domésticos. Después de cenar se lo contaré todo. ¿Por qué motivo se fue a América? ¿No habrá estado dando conferencias, verdad? —He estado disfrutando de la compañía de la gente más hospitalaria del mundo. El señor Sarrazín movió la cabeza. En ese momento, tenía en sus manos la carpeta de un caso de derechos de propiedad sobre un obra literaria. —A mí esa gente sólo me inspira un sentimiento: lástima —aseguró. —¿Por qué? —Porque su Gobierno se olvida de rendir tributo al honor de la nación. —¿Cómo? —De este modo: el honor de una nación que confiere derechos de propiedad a unos trabajos artísticos producidos por sus propios ciudadanos, sin duda debería proteger también del plagio a aquellas obras que han sido realizadas por otros ciudadanos. —Pero de eso no tiene la culpa la gente. —Desde luego que no. Ya le he dicho antes que la culpa la tiene el Gobierno. Y ahora, concentrémonos en el pescado. Randal siguió el consejo de su amigo. —Buena salsa, ¿no le parece? —dijo. El epicúreo se permitió introducir una enmienda. —¿Buena? —repitió—. Mi querido amigo, esta salsa es la perfección absoluta. No me gusta menospreciar la cocina inglesa. Pero, piense en la mantequilla derretida, y dígame si alguien que no fuera un extranjero (no me gustan los extranjeros, pero reconozco sus méritos) podría haber hecho esta salsa al vino blanco. Así que no viajó usted a América por ningún motivo en especial. —Al contrario, tenía un motivo muy especial. ¡Acuérdese de cómo era mi vida cuando vivía en Escocia, y mire cómo es ahora! Ya no tengo Mount Morven; ni la granja; ni los buenos vecinos de las Tierras Altas. Tampoco puedo visitar a mi hermano, con la nueva vida que lleva. He herido los sentimientos de Catherine. He perdido a la pequeña Kitty. No tengo ninguna obligación de ganarme la vida (las desventajas son mayores que las ventajas). Me trae sin cuidado la política. Disfruto comiendo inofensivos animalitos, pero sin embargo no me produce ningún placer cazarlos. ¿Qué me queda, sino tratar de cambiar de lugar, e irme a conocer mundo, como una incansable criatura, sin ningún propósito en Ia vida? ¿He hecho algo mal de nuevo? Esta vez no he tocado la pimienta, y aún así me mira usted como si le hubiera ofendido. De nuevo salió el lado francés del carácter del señor Sarrazín. Señaló indignado el plato de su amigo. —¿Está usted apartando las trufas y poniéndolas a un lado? —preguntó. —Bueno —reconoció Randal—, no me gustan las trufas. El señor Sarrazín se levantó, con su plato en la mano y con el tenedor preparado para actuar. Rodeó la mesa hasta llegar junto a su amigo y transfirió reverentemente las trufas despreciadas a su propio plato. —Randal, se arrepentirá de esto mientras viva —dijo solemnemente—. Entretanto, el que sale ganando soy yo —y no dijo ni una sola palabra más hasta terminar las trufas. —Creo que las habría saboreado mejor —aclaró tras terminar el plato— con los ojos cerrados. Pero habría pensado usted que me estaba durmiendo —después de decir eso recobró su nacionalidad inglesa, hasta que trajeron el postre a la mesa, y el camarero se dispuso a salir de la habitación. En ese momento tan propicio tuvo otra recaída. Insistió en querer felicitar al cocinero y darle las gracias. —Por fin —dijo Randal—, estamos solos. Ahora quiero saber por qué se marchó Catherine a Alemania. CAPÍTULO XXIX EL SEÑOR SARRAZÍN Como abogado, el invitado de Randal era de la opinión de que una narración solamente puede producir el efecto deseado si se da una condición: se debe empezar por el principio. Después de relatarle todo cuanto había sido dicho y hecho durante su visita a la casa del lago, incluyendo sus primeros pasos como pescador bajo la supervisión de Kitty, se detuvo para llenar de nuevo su vaso, y a continuación dejó asombrado a Randal con la descripción del plan que había maquinado para escapar de los espías cruzando el lago cobijados por la niebla. —¿Y qué dijeron las damas sobre ese plan? —preguntó Randal—. ¿Cuál de las dos fue la primera en hablar? —¡La señora Presty, por supuesto! Dijo que ella no iba a arriesgar absurdamente su vida en ese lago y en medio de esa niebla. La señora Linley mostró, en cambio, una resolución que me dejó de una pieza. Solamente podía pensar en Kitty. Viendo que mi idea era buena, se fue de inmediato a consultar con el ama de llaves. Entretanto mandé llamar al jardinero, y le expliqué lo que teníamos pensado hacer. El hombre era uno de esos estólidos ingleses que posee recursos pero que no sabe expresarlos con propiedad. A juzgar por su rostro, diríase que el hombre estaba sucumbiendo al aburrimiento bajo los efectos de un sermón en lugar de estar escuchando a un abogado que le estaba proponiendo una estratagema. Cuando terminé, el hombre mostró la madera de la que estaba hecho. Con palabras sencillas, me hizo tres preguntas que dieron medida de su gran inteligencia: "¿Cuánto equipaje, señor?" "El menor que les resulte posible y conveniente", dije yo. “¿Cuántas personas?" "Las dos mujeres, la niña, y yo". "¿Sabe usted remar, señor?" "En cualquier tipo de agua, señor Jardinero: dulce o salada". ¡Habrase visto: preguntarme a mí, un perfecto atleta inglés, si sabía remar! Al cabo de una hora estábamos listos para embarcar, y la bendita niebla era más espesa que nunca. La señora Presty se sumó al plan a regañadientes; Kitty se divirtió extraordinariamente, y su madre permaneció callada y resignada. Pero ocurrió algo que no terminé de entender: en el embarcadero había un hombre con una pistola. —¡No sería uno de los espías! —Nada de eso. Todo el asunto fue idea del jardinero. Había sido marinero en sus tiempos, y ese es un arte que enseña a los hombres (si valen para algo) a pensar y actuar al mismo tiempo. Había estado vigilando a los canallas de delante de la casa, y había reconocido al más bajito de ellos: era un vecino del lugar que sabía perfectamente que junto a la casa había un guardabotes. "Ese tipo no es tan tonto como parece", pensó el jardinero. "Y si menciona lo del guardabotes, el otro tipo, el de Londres, puede que empiece a sospechar algo; así que he situado a mi hijo en el embarcadero (ese jovencito callado que está ahí con la pistola) para que eche un vistazo. Si ve otra embarcación (hay media docena a este lado del lago) que zarpa detrás nuestro, tiene órdenes de disparar para que nosotros podamos oírle desde aquí. Me he permitido esa licencia, señor, para evitar que nos sorprendan en la niebla. ¿Le parece a usted bien, señor?". ¡Qué si me parecía bien! En los tiempos en que la diplomacia era algo más que una solemne pretensión, ¡qué gran Congresista habría sido ese jardinero! Pues bien, armamos los remos y zarpamos. Y no precisamente a la deriva, pues disponíamos de una brújula. Empezamos a remar en perfecta línea recta hacia el pueblo que quedaba justo al otro lado de la orilla, llamado Brightfold. Durante el primer cuarto de hora no sucedió nada; y luego, ¡diablos! (disculpe la vulgaridad), oímos el pistoletazo. —¿Qué hizo? —Continué remando, y discutí el asunto con la señora Presty y la señora Linley. Esta vez resulté ser el más listo de la expedición. Los hombres estaban persiguiéndonos en la oscuridad. Pero tenían que adivinar qué rumbo habíamos tomado, y lo más probable es que supusieran (con el mal tiempo que hacía) que elegiríamos el camino más corto para cruzar el lago. Yo sugerí que variáramos el rumbo, y así lo hicimos. Arribamos a un pueblo grande, orilla arriba, llamado Tawley. Bajamos a tierra y nos cercioramos de que ningún barco nos había seguido. Los muy tontos no habían hecho sino ratificar la confianza que yo había depositado en ellos: se habían dirigido a Brightfold. Todavía disponíamos de media hora hasta que el próximo tren llegara a Tawley, y la niebla empezaba a disiparse a ese lado del lago. Estuvimos mirando tiendas, e hice una compra. —Aguarde un momento —dijo Randal—. ¿En Brightfold hay estación de ferrocarril? —No. —¿Y hay oficina de telégrafos? —Sí. —Ahí no anduvo usted muy inteligente, ¿no? Lo primero que harían esos hombres al llegar a Brightfold sería telegrafiar a Tawley. —No le quepa la menor duda. ¿Y cómo cree que nos descríbirían? Randal respondió: —Un caballero de mediana edad; dos damas, una de ellas mayor, y una niña pequeña. Lo suficiente para que les identificaran fácilmente en Tawley, en caso de que el jefe de estación entendiera el mensaje. —¿Quiere que le cuente qué encontró, telegrama en mano, el jefe de estación? Pues, ni a una anciana dama; ni a un caballero de mediana edad; solamente a una dama y un niño pequeño. A Randal se le iluminó la cara. —Se separaron, por supuesto —dijo—, y disfrazaron a Kitty. ¿Cómo lo hicieron? —¿No le acabo de decir que estuvimos mirando tiendas y que hice una compra? Un traje de muchacho. En un patio abandonado, la señora Linley se lo puso a la niña, y le recogió el pelo debajo de un sombrero de paja. Con ese tiempo, no había ni un solo curioso en los alrededores. Nos despedimos y nos separamos, sintiendo yo por ese hecho un gran temor, que al final (¡gracias a Dios!) resultó ser infundado e innecesario. Kitty y su madre se fueron a la estación, y la señora Presty y yo alquilamos un carruaje y nos dirigimos hacia la punta del lago, para coger el tren de Londres. ¿Sabe, Randal, que he cambiado mi opinión acerca de la señora Presty? Randal sonrió. —Vaya, parece que también usted ha encontrado algo bueno en esa vieja dama —dijo. —Así es; parece que las circunstancias hicieron aflorar ese algo que no se aprecia a primera vista —resaltó el abogado—. Cuando propuse que debíamos separarnos en dos grupos y le expliqué las razones que tenía para ello, temí encontrar alguna dificultad para convencer a la señora Presty de que debía renunciar a la idea de acompañar a su hija y a su nieta en ese intrépido viaje. Le sugerí que se acordara de sus amigos en Londres, y que podía alojarse en casa de éstos, y lo único que logré fue que me regañara por tomarme tantas libertades: "No necesito que me recuerde que tengo amigos en Londres. ¡Andando!; yo ya estoy lista para irme. ¡Con usted!". Me cuesta reconocerlo, pero lo que yo esperaba es que ella dijera que cualquier sacrificio era poco cuando se trataba de su hija. Pero de sus labios no salió ni mucho menos una de esas soflamas solemnes y presuntuosas. Reconoció el verdadero motivo con tal altanería que se ganó mi más sincera admiración: "Haría cualquier cosa", dijo, "con tal de fastidiar a Herbert Linley y a esos espías que nos ha enviado". No puedo explicarle qué contento me puse de que la señora Presty obtuviera su recompensa ese mismo día. Llegamos tarde a la estación, y tuvimos que esperar al otro tren. ¿Y qué cree que sucedió? ¡Los dos canallas nos siguieron a nosotros en vez de ir detrás de la señora Linley! No cabe duda de que habían estado haciendo preguntas en la cochera donde habíamos alquilado el carruaje; de que nos habían reconocido por la descripción; y de que habían hecho el largo viaje a Londres en vano. La señora Presty y yo nos estrechamos las manos en la estación terminal de Londres, como dos excelentes amigos que han hecho un viaje juntos por el motivo más importante que pueda existir. Bueno, después de esto, creo que me merezco otro vaso de vino. —¡Prosiga con su historia y se hará usted merecedor de otra botella! —exclamó Randal—. ¿Qué hicieron Catherine y la niña después de separarse de usted y de la señora Presty? —Hicieron lo que resultaba más seguro para ellas: se marcharon de Inglaterra. La señora Linley actuó esta vez con mucha astucia. Tuvo la excelente idea de eludir los puertos de mar más populares, como Folkestone o Dover, que a buen seguro iban a estar vigilados, y decidió partir (si ello era posible) desde algún lugar de la costa del este. Después de hacer ciertas averiguaciones supimos que había una línea de vapores que iba de Hull hasta Bremen una vez por semana. El viaje en ferrocarril desde Cumberland fue tedioso, con varios y engorrosos transbordos, pero llegaron a Hull a tiempo de embarcar. Las primeras noticias que tuve de ellas me llegaron a través de un telegrama desde Bremen. Allí esperaron nuevas instrucciones. Las envié a través de un hombre muy capacitado y de mi plena confianza; un correo italiano, al que conozco desde hace veinte años. ¿Quiere que le diga la verdad? Yo pensaba que, mientras yo estuviera alejado de la señora Linley, lo mejor que podía hacer era procurarle un amigo. —Creo que hizo usted muy bien —dijo Randal. —Pues se equivoca usted. Cometí un error. Me había pasado de listo, y terminé pagando las consecuencias. ¿Se acuerda del consejo que le di a la señora Linley? —Sí; la convenció usted, no sin grandes dificultades, de que solicitara el divorcio. —Así es. Y cuando ya había hecho todos los preparativos necesarios para el juicio, recibí una carta de Alemania. Mi encantadora cliente había cambiado de opinión, y renunciaba a pedir el divorcio. ¡Esa fue la recompensa que obtuve por pensar que podía ser más astuto que nadie! —No le comprendo. —Mi querido amigo, esta noche le veo a usted un poco torpe. Verá: tan eficazmente había protegido yo a la señora Linley y a su hija, y tan encantador era el lugar que mi correo italiano les había encontrado para su retiro en uno de los arrabales de Hannover, que la señora Linley no veía ahora ningún motivo para emprender el traumático trámite que yo le había recomendado: es más, la sola idea le repugnaba, la enfrentaba a sus más íntimas convicciones; le parecía depravada y vergonzante, y portadora de más mal que bien. A esas alturas, ya se había convencido (gracias a mí) de que no había ningún riesgo de que descubrieran a Kitty y se la llevaran. Por lo cual me rogó que le escribiera a mi agente de Edimburgo, y que le dijera que anulara su petición a la Corte. ¡Ah!, veo que por fin va entendiendo usted el asunto. Esa obstinada mujer estaba corriendo un riesgo que me hizo temer lo peor. Cada día, al recibir el correo, temía encontrarme con la noticia de que la señora Linley había pagado el precio de su sandez, y que el hermano de usted había logrado arrebatarle a la niña. Aguarde un poco, antes de burlarse de mí. De no ser por el correo, eso es precisamente lo que habría ocurrido hace una semana. Randal parecía asombrado. —Pero llevaban ya muchos meses ocultas —objetó Randal—. ¿Cómo es posible que las descubrieran después de tanto tiempo? —¡Eso es lo que me pregunto yo! Lo único que sé es que las encontraron. ¿Y por qué no habría de ser así? La suerte había empezado estando de nuestro lado. ¿Por qué no habrían de tener nuestros rivales su momento de suerte? —¿Realmente cree usted en la suerte? —Soy un devoto de ella. Un abogado debe creer en algo. No puede tener fe en la ley, porque la conoce demasiado. Y por otro lado, sus clientes le presentan (si es un hombre con sentimientos) una horrible visión de la naturaleza humana. Así que el pobre diablo prefiere creer en la suerte a no creer en nada. Yo pienso que fue más bien accidental el hecho de que la persona que trabajaba para el marido encontrara a la esposa y a la hija. Sea como fuere, la señora Linley y Kitty fueron descubiertas en las calles de Hannover; descubiertas, reconocidas, y seguidas. Casualmente, ese día el correo se encontraba con ellas. ¡Otra vez había tenido suerte! Durante treinta años, o todavía más, mi correo italiano había estado viajando por todos los rincones de Europa, y no había ni un solo posadero, por modesto que fuera, que no lo conociera y apreciara. "Pretendí que no me había dado cuenta de que nos seguían”, me explicó (en una carta que me envió desde Hannover para tranquilizarme), "y llevé a las damas a un hotel. En el apuro en que nos encontrábamos, el hotel ofrecía dos ventajas: tenía una salida por la parte de atrás, y el gerente era un buen amigo mío. Nos pusimos de acuerdo en lo que debía decir en el momento en que alguien se acercara a hacerle alguna pregunta; y durante tres días encerré en su habitación como a dos prisioneras a mis pobres damas. El modo en que acaba todo esto, es que el policía del señor Linley se marcha a vigilar el servicio de vapores del Canal, mientras nosotros volvemos tranquilamente por Bremen y Hull." Y ése es el relato del correo. Sólo me queda por añadir que la pobre señora Linley se ha llevado un buen susto, y parece ahora más decidida a escuchar mis consejos; hasta el punto de que ha cambiado de opinión y se ha vuelto a rendir a la evidencia de que tiene que solicitar el divorcio. Pero me temo que si no logramos que nuestro caso se escuche sin más demora, la señora Linley me saldrá con otra de sus sorpresas de última hora. ¿Cuando abren los juzgados? Usted ha vivido en Escocia, Randal... —Pero no he vivido en los juzgados. Ojalá pudiera darle la información que me pide. El señor Sarrazín miró su reloj. —A menos que esté muy equivocado —dijo—, puede que estemos desperdiciando un tiempo precioso. ¿Me disculpa? Tengo que marcharme al club. —¿Cree que ahí encontrará la información que busca? —Así es. Tenemos a unos cuantos jugadores de cartas empedernidos que no se mueven del casino. Uno de ellos ejerció en los juzgados, si no me equivoco. Se me acaba de ocurrir que vale la pena intentarlo. —¿Me informará del resultado de sus pesquisas? —preguntó Randal. El abogado se despidió de él estrechándole la mano. —¿Todo este asunto le causa a usted casi tanta ansiedad como a mí? —dijo. —Si quiere que le diga la verdad, me siento un poco sobresaltado cuando pienso en Catherine. Si hay otra larga demora, ¿cómo sabemos lo que puede ocurrir antes de que la Ley le otorgue la custodia de la niña a la madre? Deje que envíe a uno de los criados para que le espere en el club. ¿Podría usted entregarle una nota explicando cuando se celebrará el juicio? —Será un placer. Buenas noches. Después de quedarse solo, Randal se sentó un rato junto al fuego pensando en el porvenir. Y le pareció que era un porvenir desalentador. Pensó que debía distraerse un poco, alejarse de tan densos pensamientos, y abrió su escritorio de viaje y extrajo dos o tres cartas. Le habían sido enviadas, durante su estancia en América, por el capitán Bennydeck. El capitán había cometido un error del que todos hemos sido culpables alguna vez. Dedicándose con excesiva devoción al trabajo había descuidado por completo su salud. Había desatendido los consejos de su médico; los nervios le traicionaban y se ponía furioso a menudo. El hombre que por su poderío físico podía resistir al frío y al hambre en el yermo Ártico, se había venido abajo con la carga del trabajo intelectual que desempeñaba en Londres Esta era la noticia que contenía la primera de las cartas. La segunda, escrita al dictado, aludía brevemente a los remedios sugeridos. Al capitán se le recomendaba aire fresco, por supuesto de mar. Al mismo tiempo se le prohibía recibir tanto cartas como telegramas mientras estuviera fuera de la ciudad, y hasta que el médico le diera su visto bueno. El capitán Bennydeck había pensado que lo mejor que podía hacer era alquilar un barco y navegar por puro placer. En la tercera y última carta, el capitán anunciaba que había encontrado un barco y estaba dispuesto a zarpar en cuanto la nave estuviera lista. Se había propuesto navegar por el Canal hacia donde los caprichos del viento lo llevaran. Se haría acompañar por amigos, todavía no sabía cuántos. El barco no era lo bastante grande para acomodar a más de uno o dos invitados a la vez. Cada pocos días, Ia nave echaría el ancla en la bahía del pequeño pueblo costero de Sandyseal, para acomodar a los amigos que bajaran o subieran bordo y (a pesar de los consejos médicos) para recoger la correspondencia. Seguramente habrá oído hablar de Sandyseal, escribió el capitán, puesto que es uno de los últimos hallazgos de los doctores de toda Inglaterra. Recomiendan su aire fresco a los pacientes enfermos de los nervios. El único hotel del pueblo, y las escasas cabanas en que se alquilan habitaciones, están atestadas, según he oído, y los especuladores construyen a un ritmo tal que en unos pocos meses no habrá quien conozca Sandyseal. Antes de que las hileras interminables de casas, las terrazas y los grandes hoteles conviertan el pueblo en uno de esos abrevaderos que tan de moda están, quiero echar un último vistazo a esos lugares que aún no han cambiado y que siento tan cercanos. Si se pregunta usted a qué viene ese deseo mío, se lo puedo explicar muy fácilmente. Dos millas tierra adentro de Sandyseal hay una solitaria y vieja casa rodeada de fosos. En esa casa nací yo. Cuando vuelva usted de América, escríbame a la oficina de correos, o al hotel (en ambos lugares, todos me conocen), y arreglemos un encuentro, aunque sea breve. Ojalá pudiera pedirle que viniera a ver mi casa natal. Fue vendida, hace años, por deseo de mi padre, y tal como dejó escrito en su testamento, fue adquirida por una comunidad de monjas, así que tendremos que conformarnos con verla desde fuera. Entretanto, no se preocupe usted por mi recuperación. El mar es ya un viejo amigo; y por otro lado tengo plena confianza en la misericordia de Dios. Al final había una posdata que decía lo siguiente: ¿Ha tenido usted alguna otra noticia acerca de la hija de mi viejo amigo Roderick Westerfield, esa pobre muchacha cuya historia yo no habría conocido de no ser por usted? Estoy seguro de que tendrá usted sus buenos motivos para no decirme cómo se llama el hombre que la ha descarriado; o para no darme la dirección en la que puedo encontrarla. Quizás un día nada le impida romper su silencio. En tal caso, no tema usted por las dificultades que pueda encontrarme en el camino. No se ha inventado todavía nada que pueda desanimarme, cuando se trata de salvar a una pobre alma en peligro. Randal regresó a su bufete con la intención de escribirle al capitán. Cuando llevaba escritas dos o tres frases, regresó el criado con la respuesta que el abogado le había prometido. El señor Sarrazín le comunicaba, alegre, la siguiente noticia: Hoy creo más que nunca en la suerte. Si nos damos prisa —¡y no tenga usted duda de que así será!—, obtendremos el divorcio en tres meses, según mis cálculos. CAPÍTULO XXX EL PRESIDENTE DEL TRIBUNAL El Presidente de la Sección Primera del Tribunal de Justicia de Edimburgo escuchó la petición de divorcio realizada por la señora Linley. Para decepción de la numerosa audiencia que se había congregado en la sala, no hubo ningún intento de defensa por parte del marido: una sabia decisión teniendo en cuenta que las pruebas de la esposa y de sus testigos eran irrefutables. No obstante, cuando estaba a punto de terminar el procedimiento, sucedió algo conmovedor: la señora Linley se sintió repentinamente enferma y tuvieron que sacarla de la sala, justo en el momento del proceso que había de resultar más interesante para ella: un instante antes de que el juez fuera a anunciar su veredicto. Pero, a tenor de cómo iban a producirse posteriormente los hechos, la retirada de la pobre dama fue lo mejor que le podría haber ocurrido para su propio bien. Después de condenar el comportamiento del marido con una implacable severidad, el Presidente del Tribunal sorprendió a la mayoría de los presentes refiriéndose a la esposa en estos términos: —Aun por gravosa que haya sido la ofensa cometida contra la señora Linley, las pruebas demuestran que tampoco ella está libre de culpa. Ella ha sido culpable, y estoy siendo generoso con mis palabras, de un acto de imprudencia. Cuando la criminal relación que había surgido entre el señor Herbert Linley y la señorita Westerfield le había sido confesada a la señora Linley, todo parece indicar que ella sobrevaloró de un modo irresponsable cualquier mérito suyo que podría haber conducido a la resistencia a Ia tentación final. Efectivamente, tan fuertes eran sus deseos de perdonar a los pecadores (sin esperar a ver si los acontecimientos justificaban el ejercicio de la misericordia), que ella misma reconoce que le estrechó la mano a la señorita Westerfield para despedirse, cuando no hacía ni siquiera media hora que le habían sido comunicadas por primera vez la falta de vergüenza y de modestia, y de los sentidos del deber y gratitud demostradas por la joven. Decir que éste fue un acto de una mujer irresponsable, culpable de imprudencia y, yo añadiría que culpable de cometer una gran torpeza, sería solamente decir lo que se merece. La siguiente de sus actitudes que me veo obligado a juzgar, fue todavía más censurable. Pues todo indica que fue ella la persona que situó la tentación en el camino de su marido, y por ello (en cierto grado, al menos) podemos igualmente entender que fue ella la persona que también provocó la catástrofe que la ha traído finalmente ante esta corte. Me estoy refiriendo, no es necesario que lo diga, al hecho de que la señora Linley invitara a la señorita Westerfield a regresar a la casa, justo cuando la institutriz estaba ya lejos de poder causar más daño a la familia Linley, puesto que en esos días se hallaba trabajando para otra dama; arriesgándose (lo que de hecho ocurrió) a que se encontrara de nuevo con el señor Herbert Linley sin la presencia de una tercera persona. Soy consciente de que las razones maternales que movieron a la señora Linley son consideradas por mucha gente lo suficientemente imperiosas para justificar ese acto tan reprochable; y yo mismo me he permitido (me temo que no sin cierta debilidad por mi parte) tener en cuenta esta consideración a la hora de pronunciarme sobre este caso de divorcio. Déjenme expresar mi más firme esperanza en que la señora Linley habrá aprendido la lección; y en que, si en el futuro se encuentra en alguna otra situación difícil, tendrá (y así se lo recomiendo yo) un mayor dominio sobre sus impulsos, que no son desde luego los propios de una mujer de su edad sino más bien los que podrían esperarse de una jovencita, y por tanto no gozan de excusa alguna. Acto seguido, el Presidente del Tribunal, haciendo uso de la fórmula acostumbrada, le otorgó a la señora Linley el divorcio y la custodia de la niña. * * * Tan rápidamente como le fue posible, el señor Sarrazín alquiló y condujo él mismo un carruaje desde el Tribunal hasta la posada en donde se alojaba la señora Linley para decirle que el principal objetivo, asegurarse la custodia de la niña, se había logrado. En la puerta se encontró con la señora Presty. Iba acompañada de un desconocido, cuyos servicios médicos habían sido requeridos. Interesado profesionalmente en escuchar el resultado del juicio, este caballero se ofreció a comunicarle la buena noticia a su paciente. Antes de administrarle un brebaje, había querido esperar a que la señora Linley se liberara de la incertidumbre que pesaba sobre ella, con lo cual se hacía más razonable la esperanza de que el medicamento surtiera efectos benignos. Y después de dar esa explicación, salió de la habitación. Mientras el doctor estuvo hablando, la señora Presty sacó sus propias conclusiones de la observación atenta del rostro del señor Sarrazín. —Voy a hacer un comentario que podrá parecerle desagradable —anunció—. Señor, parece usted diez años más viejo ahora que cuando ha salido de aquí esta mañana para ir al Tribunal. Hágame un favor, acerqúese a la mesilla —después de que el abogado la obedeciera, la señora Presty llenó un vaso de vino—. Ahí tiene usted el mejor remedio —dijo— para cuando uno está preocupado por algo. —"Preocupado" no es la palabra —aclaró el señor Sarrazín—. ¡Estoy furioso! No está bien que un abogado diga esto acerca de un Presidente de Tribunal, pero lo digo: ese hombre debería sentirse avergonzado. —¿Qué es lo que ha hecho ese hombre —exclamó la señora Presty— para que hable usted de él de ese modo, después de que nos haya concedido el divorcio? El señor Sarrazín repitió las palabras con las que el juez se había referido a la actitud de la señora Linley. —En mi opinión —añadió—, un lenguaje como ese es un grave insulto para su hija. —Pero aun así —repitió la señora Presty—, nos ha concedido el divorcio —se acercó de nuevo a la mesilla, llenó el segundo vaso del remedio contra las preocupaciones, y esta vez fue ella quien lo bebió—. ¿Qué clase de carácter tiene el Presidente del Tribunal? —preguntó dejando el vaso vacío sobre la mesa. Teniendo en cuenta las circunstancias en que se hallaban, ésa no podía sino parecer una pregunta extraordinaria. Sin embargo, el señor Sarrazín la contestó de la mejor manera que pudo. —Tiene muy buen carácter —dijo—. Precisamente por eso no logro entender su actitud. Tengo entendido que es uno de los hombres más cuidadosos y considerados que se ha sentado jamás en el Tribunal. Espero que sepa usted perdonarme, señora Presty, no era mi intención que se hiciera usted una idea equivocada. —¿Qué idea equivocada, señor Sarrazín? —He tenido la impresión de que en cierta manera entendía y excusaba usted la actitud del juez. —Pues no se equivoca usted. —¿Cree que hay alguna excusa para lo que ha dicho? —Sí. —¿Cuál, señora? —El juez es de constitución débil, señor. —¿Puedo preguntarle dónde reside exactamente esa debilidad? —Claro que puede. Padece gota. El señor Sarrazín creyó que por fin la había entendido. —Conoce usted al Presidente del Tribunal —dijo. La señora Presty lo negó rotundamente. —No, señor Sarrazín. No ha sido así como he llegado a esa conclusión. Simplemente he recurrido a mi experiencia respecto a otro personaje político de alto rango, y he aplicado su caso al del Presidente del Tribunal. ¿Sabía usted que mi primer marido era Ministro del Gobierno? —Se lo he oído decir, señora Presty, en más de una ocasión. —Muy bien. Así también habrá oído usted que el señor Norman era miembro de una reputada familia. Tanto dentro como fuera del Parlamento, era una persona tan exquisitamente educada que en ocasiones su actitud resultaba incluso ofensiva. Un día, interrumpí a mi marido mientras estaba leyendo con fervor un Acta del Parlamento. Antes de poder disculparme (y esto se lo digo en la más estricta confianza), me lanzó el Acta del Parlamento a la cabeza. Noventa y nueve mujeres de cada cien le habrían devuelto el Acta del mismo modo. Pero yo, conociendo su constitución, decidí esperar un día o dos. Al segundo día, mis previsiones se cumplieron. El señor Norman tenía el dedo gordo del pie del tamaño de mi puño, y rojo como una langosta. Se disculpó por lo del Acta del Parlamento con lágrimas en los ojos. Suprimida la gota en el temperamento del señor Norman, suprimida la gota en el temperamento del Presidente del Tribunal. Se le hinchará el dedo del pie. Y, si consigo que mi hija vaya a verle, no tengo la menor duda de que le pedirá disculpas con lágrimas en los ojos. Pero el destino quiso que este experimento no se llegará a realizar nunca. Acertada o errónea, la teoría de la señora Presty quedó como la única explicación de la severidad del juez. El señor Sarrazín intentó cambiar de tema. Pero la señora Presty no había terminado del todo. —Todavía quisiera añadir otra cosa —procedió—. ¿Aparecerán en la prensa los comentarios del Presidente del Tribunal? —Sin duda. —En ese caso procuraré que, por el bien de mi hija, mañana no entre ningún periódico en esta casa. Por lo que respecta a las visitas, no hay nada de lo que debamos preocuparnos. No parece que Catherine vaya a salir de su habitación: sus preocupaciones acerca de esta cuestión tan desagradable la han dejado muy abatida. En ese momento regresó el doctor. Sin llegar a la pesimista conclusión a la que había llegado la anciana dama, el doctor sí admitió sin embargo que la paciente se hallaba desanimada y, a juzgar por la respuesta que le había dado a una pregunta que le había formulado, tenía razones para suponer que Escocia le traía tan malos recuerdos que su estancia en ese país no era en absoluto recomendable para su salud. Su consejo fue que debía marcharse de Edimburgo lo antes posible para ir hacia el sur. Si el cambio de clima no provocaba ninguna mejoría en su estado de ánimo, al menos estaría en el lugar adecuado para consultar a los mejores facultativos de Londres. En dos o tres días, preveía el doctor, la señora Linley estaría en condiciones de viajar, siempre teniendo en cuenta que no había que forzarla a hacer largos viajes en ferrocarril. Después de dar este consejo, el doctor se despidió. Al poco rato de marcharse apareció Kitty con un mensaje de la señora Linley. —¿Es que el médico no ha mandado todavía a tu madre a dormir? —inquirió la señora Presty. Kitty negó con la cabeza. —Mamá quiere marcharse mañana, y ningún médico la hará ir a dormir hasta que te vea a ti para arreglar los preparativos del viaje. Eso es lo que me ha dicho que te diga. Si yo me portara así con mi médico seguro que me ganaría una zurra. La señora Presty salió de la habitación mientras su nieta la observaba con un gesto de preocupación que no resultaba en absoluto fácil de comprender. —¿Qué te pasa? —preguntó el señor Sarrazín—. Hoy te veo preocupada. Kitty levantó la mano a modo de advertencia. —La abuela a veces escucha detrás de las puertas —dijo en voz baja—. No quiero que me oiga —esperó un poco, y luego se aproximó al señor Sarrazín, arrugando la frente de un modo misterioso—. Súbame a sus rodillas —dijo—. En esta casa está pasando algo malo. El señor Sarrazín sentó a la niña sobre sus rodillas y le preguntó precipitadamente qué era lo que iba mal. La respuesta de Kitty lo dejó más confundido si cabía. —Cada mañana, cuando me despierto, voy a la habitación de mamá —empezó diciendo la niña—. Me meto en su cama, y le doy un beso, y le digo "buenos días", y a veces, si no tiene prisa para levantarse, me quedo un rato en su cama y me vuelvo a dormir. Esta mañana mamá se ha pensado que yo estaba durmiendo. Pero yo no estaba dormida: sólo estaba callada. No sé por qué estaba callada. El tono amable del señor Sarrazín la envalentonó: —Bueno —dijo—, ¿y qué ha pasado después de eso? —La abuela ha entrado en la habitación. Le ha dicho a mi madre que tratara de mantenerse animada. Y luego le dice: "¡Qué peso vas a quitarte de encima!" Y luego le dice: "¿Está dormida la niña?" Y mamá le dice: "sí". Entonces la abuela ha cogido una de las toallas de mamá. Y yo he pensado que iba a lavarse. ¿Qué habría pensado usted? El señor Sarrazín empezó a dudar si resultaría conveniente discutir acerca de los motivos de la señora Presty para coger una toalla. Así que se limitó a decir: —Continúa, Kitty. —La abuela ha metido la toalla en el jarro —continuó Kitty, con un gesto de preocupación—, pero no se ha lavado. Ha ido hasta uno de los baúles de mi madre. Aunque es tan vieja, es terriblemente fuerte, te lo digo yo. En un momento ha borrado la etiqueta del baúl. Mi madre ha dicho: "¿Por qué haces eso?" Y la abuela dice, y ésta es la cosa terrible que quería contar; vaya, me acuerdo de todo: esto es como aprender la lección pero más divertido; la abuela le ha dicho: "Antes de que acabe el día, el nombre de los baúles dejará de ser tu nombre para siempre". El señor Sarrazín se dio cuenta enseguida del laberinto en que su joven amiga lo había metido en un momento: el divorcio, y el inevitable regreso de la esposa (una vez que el esposo ya no fuera el esposo) a su antiguo nombre de soltera, era algo en lo que el asesor legal de la señora Linley no había pensado todavía. El señor Sarrazín intentó bajar a la niña de sus rodillas. Ella se agarró de su cuello. Él pensó que un viaje en tren podía ser una buena excusa, y le dijo a la niña que tenía que ir a Londres. Ella lo sujetó un poco más fuerte. El abogado se levantó y dijo: —Mi cielo, de verdad que no puedo quedarme —Kitty se amarró a él con brazos y piernas, y encontrando incómoda esa posición, perdió los nervios: —Mamá va a tener un nombre nuevo —gritó, como si el abogado se hubiera vuelto sordo de repente—. La abuela dice que ahora tendrá que llamarse señora Norman. Y yo también tendré que ser la señorita Norman. ¡No quiero! ¿Dónde está papá? Quiero escribirle una carta. Sé que él no va a dejar que me cambien el nombre. ¿Me has oído? ¿Dónde está papá? Se agarró con sus pequeñas manos al cuello del abrigo del señor Sarrazín, e intentó sacudirlo en un ataque de furia por querer saber qué significaba todo aquello. En ese momento crucial, la señora Presty abrió la puerta y se quedó de piedra. —¿Qué haces ahí colgada del señor Sarrazín? —exclamó la anciana dama—. ¡Infeliz!, ¿qué eres, una niña o una mona salvaje? El abogado bajó a la niña despacio. —No te lo creas, Samuel —susurró mientras la dejaba en el suelo—. Yo no voy a ser la señorita Norman. La señora Presty señaló con gesto severo la puerta abierta. —¡Cómo se te ocurre chillar de esa manera, sabiendo que en este momento a tu madre le hace más falta que nunca que haya silencio en esta casa! Si te vuelvo a oír te pasarás lo que queda de semana a pan y agua, y sin muñecas. Kitty se retiró avergonzada, y la señora Presty afiló su lengua para dirigirse esta vez al señor Sarrazín. —Caballero, estoy asombrada de ver que se permite usted estas confianzas con la desvergonzada de mi nieta. Nadie diría que es usted un hombre casado y con hijos. —Precisamente esa es la razón, mi querida señora —replicó sabiamente el señor Sarrazín—. Si juego con mis hijos, ¿por qué no habría de hacerlo con Kitty? ¿Puedo hacer algo por usted en Londres? —prosiguió, acercándose un poco más a la puerta—. Voy a salir de Edimburgo en el primer tren. Y se lo prometo —le dijo, con un sentimiento del agravio todavía brillando en sus ojos—: ésta será la última vez que mantenga una conversación a solas con su nieta. La próxima vez que la niña quiera hacerme alguna pregunta, se la enviaré a usted. La señora Presty miró al abogado, que ya se marchaba, con una expresión de confusión. ¿Qué "conversación a solas" había sido esa?; ¿qué "preguntas" le había hecho? Después de considerar esos interrogantes durante un instante, y conociendo a su nieta como la conocía, pensó que con un poco de astucia obtendría enseguida los resultados deseados. Observó que sobre la mesilla había un pastel. —Sólo tengo que perdonar a Kitty —decidió—, y la niña me lo contará todo sin rechistar. CAPITULO XXXI EL SEÑOR HERBERT LINLEY De todos los amigos y vecinos que habían tenido alguna relación con Herbert Linley en el pasado, no más de dos o tres continuaron manteniendo su amistad con él después del desgraciado acontecimiento. Y no hace falta decirlo, esos pocos eran todos hombres. Uno de esos compañeros fieles, que no se habían desligado de él todavía, acababa de salir del hotel de Londres en el que Linley había reservado habitación para Sydney Westerfield y para sí mismo a nombre de señor y señora Herbert. Este viejo amigo estaba estremecido ante el empeoramiento que había notado en el fugitivo de Mount Morven. Linley ya no conservaba la esbelta figura de otros tiempos, como si hubiese padecido una larga enfermedad; el saludable color de su cara también había desaparecido; tenía que esforzarse de un modo penoso para adoptar las amables maneras que antes exhibía de un modo natural. "¡Después de haberlo sacrificado todo para hacer que una mujer sienta que su vida es verdaderamente decente y verdaderamente fructífera, a cambio no le queda nada, ni siquiera un asomo de falsa felicidad!" Con esa terrible conclusión, el invitado bajó por las escaleras del hotel, y salió a la calle. Linley regresó a la lectura del periódico. Línea a línea, leyó el artículo que informaba a los miles de lectores de que su esposa se había divorciado de él y había obtenido la custodia legal de su hija. Palabra por palabra, escrutó con mórbida atención el juicio demoledor que el Presidente del Tribunal había tenido para Sydney Westerfield y para él. Palabra por palabra, leyó las recriminaciones infligidas a la infeliz mujer a quien él se había comprometido a amar. Como si eso no bastara, y atormentado por sus propias sospechas, buscó más información. En la página siguiente había un editorial sobre el juicio, escrito con un sublime y virtuoso tono lastimero, y situándose del lado de la mujer y en contra del juez, pero afirmando, al mismo tiempo, que ninguna condena de la conducta del marido y la institutriz podía ser demasiado piadosa, y que no había ninguna miseria que pudiera sobrevenirles en el futuro de la que no se hubieran hecho merecedores. Tiró el periódico sobre la mesa, y reflexionó sobre lo que había leído. En ese instante se dio cuenta de que había echado por la borda toda una vida. Cuando miró atrás, no vio otra cosa que esa vida malgastada. Cuando sus pensamientos se dirigieron al futuro, se enfrentaron a unas perspectivas vacías de promesas para un hombre todavía en la flor de la vida. Su esposa y su hija estaban tan lejos de él como si hubieran muerto, y la decisión de esa situación le correspondía a su esposa. ¿Tenía derecho a quejarse? No. No tenía el menor derecho. Como decían los periódicos, se lo tenía merecido. El reloj marcó la hora, y él se sobresaltó. Se levantó deprisa, y avanzó hacia la ventana. Al cruzar la habitación pasó junto a un espejo. Su tétrica desesperación se vio reflejada en él. "Ella volverá enseguida", se recordó a sí mismo. "¡No debe verme así!" Fue junto a la ventana para distraerse y tomar el aire. Observó la vida fluyendo por la calle. Entonces vio que en su vida la felicidad era tan sólo artificial. Y se dio cuenta también de que el amor que le demostraba a Sydney era solamente una simulación: en eso, y no en otra cosa, se había convertido su vida Si Herbert hubiese sabido que ella había salido de casa para alejarse durante unos minutos de sus propios temores; si él hubiese sospechado que ella también tenía pensamientos que frecuentemente ocultaba: tristes augurios de perder la custodia de su corazón, aterradoras sospechas de que él ya había empezado a compararla con la esposa que había abandonado, y de que la que salía perjudicada en esa confrontación era ella, la propia Sydney. Si él hubiese sabido todo eso, ¿cómo habría acabado todo? Pero lo cierto es que ella, hasta ese momento, no le había dado a Linley motivos para que desconfiara. Que ella lo amaba, él lo sabía. Que ella había empezado a dudar de que él la amara, él no lo habría creído, aunque su mejor amigo le hubiese traído pruebas irrebatibles de ello. Esa mañana, durante el desayuno, ella le había dicho: —Recuerdo a una buena mujer que solía alquilar habitaciones aquí en Londres, y que fue muy amable conmigo cuando yo era niña —y le había pedido permiso para ir a esa casa a preguntar si su amiga la casera todavía vivía. Y lo hizo sin que notara él la rigidez de su sonrisa ni el tono trémulo de su voz. Sólo cuando salió a la calle le saltaron las reveladoras lágrimas, y sintió una enorme amargura por dentro, y sus miserias se mezclaron con la multitud que iba y venía por las calles de Londres. Mientras, él, que permanecía en la ventana, la vio cruzar la calle de regreso. Sydney entró en la habitación con el cuerpo erguido tras tanto caminar. Le dio un beso a Herbert, y dijo con su hermosa sonrisa: —¿Te has sentido solo sin mí? ¿Quién habría supuesto que la tormentosa desconfianza, y el temor a ser abandonada, inundaban en ese mismo momento el corazón de esa mujer? El le acercó una silla, y luego se sentó a su lado. Le preguntó si estaba cansada. Todas y cada una de las atenciones que ella pudiera desear del hombre que amaba le eran dadas con toda la apariencia de sinceridad. Ella se le acercó un poco y le respondió con tono aparentemente tranquilo. —No, cariño, no estoy cansada, me siento feliz de haber vuelto a casa. —¿Todavía vive tu antigua casera? —Sí. ¡Pero está tan desmejorada, la pobre! Ha tenido que luchar mucho desde la última vez que la vi. —Supongo que no te habrá reconocido. —¡Oh, no! Me ha mirado, ha mirado mi vestido, con gran sorpresa, y me ha dicho que sus habitaciones no eran muy apropiadas para una joven dama tan elegante como yo. Ha sido muy triste. Le he dicho que conocía muy bien sus habitaciones, que había estado en una de ellas hacía mucho tiempo, y después le he explicado quién era. ¡Oh, el encuentro nos ha puesto muy melancólicas a las dos! Luego le he dado un beso, y ella se ha puesto a llorar. Y le he tenido que contar que mi madre había muerto, y que mi hermano continuaba desaparecido a pesar de todos mis efuerzos por encontrarle. Le he pedido que me dejara entrar en la cocina, creyendo que el cambio nos aliviaría un poco a las dos. En aquellos días, la cocina era un lugar de refugio para mí, un paraíso. ¡Era un lugar tan cálido para una niña medio muerta de hambre como yo! Ahí siempre había algo de comer para mí. No tienes ni idea, Herbert, de lo vacía y pobre que me ha parecido hoy esa cocina. Me he alegrado de salir rápidamente, e ir al piso de arriba. En lo más alto de la casa había una buhardilla. Yo siempre solía jugar ahí, sola. Cuando he abierto la puerta me he encontrado con que todo estaba cambiado. —¿Estaba más bonito? —¡Cariño, no podía estar peor! Mi antiguo cuarto de jugar, lleno de polvo y trastos, está limpio y arreglado; han quitado las tablas del suelo, y en un rincón hay una camita. El nuevo inquilino de la habitación es algún empleado de las oficinas del centro. Ojalá no hubiese entrado. Pero aún me aguardaba otra sorpresa, esta vez agradable. Al limpiar la buhardilla, adivina qué había encontrado la casera. Herbert hubiera dicho cualquier cosa que la hiciera feliz; cualquier cosa que la hiciera creer que estaba más enamorado de ella que nunca. —¿Era algo que te habías dejado ahí de pequeña? —preguntó. —¡Sí!, lo has adivinado a la primera: un pequeño recuerdo de mi padre, tan sólo unas pocas hojas arrugadas de un libro de canciones para niños que él solía enseñarme a cantar; y un pequeño paquete de cartas, que mi madre probablemente dejó olvidadas ¡Mira!, las he traído conmigo; estoy deseando leerlas ahora mismo. ¿Te estoy aburriendo, cariño? —Por supuesto que no. Le dio esa considerada respuesta mecánicamente, como si estuviera pensando en otra cosa. Ella temió decirle claramente que había notado algo extraño en su comportamiento, y le comentó simplemente que tenía mala cara. —Hace tiempo que lo vengo observando —le confesó—. Estás acostumbrado a vivir en el campo, y me temo que Londres no es tu lugar. El, todavía con tono ausente, todavía pensando en el divorcio, reconoció que podía tener razón. Ella dejó el paquete de cartas y la pobre reliquia del viejo libro de canciones sobre la mesa, y se inclinó sobre él. Tiernamente, y con timidez, le echó los brazos al cuello. —Creo que un poco de aire puro nos iría bien —sugirió—. ¿Qué te parece si vamos hasta el mar? —¿Y a dónde quieres que vayamos? —Oh, esa decisión te la dejo a ti. —No, Sydney. Fui yo quien propuso venir a Londres. Esta vez quiero que seas tú quien decida. Ella aceptó su propuesta y le prometió que pensaría en ello. Con un gesto de preocupación, cogió las canciones y se las guardó en el bolsillo. Al ir a recoger las cartas vio el periódico sobre la mesa. —¿Hay algo interesante, hoy? —preguntó, mientras lo cogía con intención de hojearlo. Herbert se lo arrebató de las manos de golpe, casi a la fuerza. Enseguida se disculpó por su rudeza. —No hay nada que valga la pena en el periódico —le dijo a Sydney después de pedirle disculpas—. No creo que te interese la política, ¿verdad? En lugar de responder, ella se quedó mirándole. El saludable color que había adquirido su rostro gracias al ejercicio, se desvaneció. Estaba pálida, callada. Herbert, sintiéndose confuso, sonrió incómodamente. —Espero —comenzó, esforzándose por poner un poco de alegría en su voz— no haberte ofendido. —¿Hay algo en el periódico que no quieres que lea? Él lo negó, pero siguió aferrándolo. Sydney, con la voz más apagada y el rostro más pálido que nunca, preguntó: —¿Ha acabado todo? ¿Es eso lo que sale en el periódico? —¿A qué te refieres? —Me refiero al divorcio. Él regresó a la ventana, y miró afuera. Era lo mejor que podía hacer para no tener que mirar a Sydney a la cara. Ella se le acercó por detrás. —No quiero leerlo, Herbert. Únicamente te pido que me digas si vuelves a ser un hombre libre. Después del tono quedo que había empleado Sydney, a él ciertamente no le quedaba otra alternativa que tratarla brutalmente o contestar a su pregunta. Sin apartar la mirada de la calle, Herbert dijo: —Sí. —¿Libre para volver a casarte si lo deseas? —insistió ella. El dijo que sí de nuevo, y sostuvo la mirada lejos de la de ella. Ella aguardó un momento. Él no hizo ni dijo nada. Aunque había podido sobrevivir a la muerte lenta de todas sus ilusiones, en el corazón de Sydney todavía permanecía intacta una última esperanza. La misma que murió con esa mirada cruel que se perdía en la calle. —Intentaré pensar en algún lugar de la costa al que podamos ir —después de que él pronunciara esas palabras, ella se acercó lentamente a la puerta, pero recordó el paquete de cartas y regresó. Las cogió, se detuvo un momento, miró hacia la ventana. Él seguía interesado en la calle. Sydney salió de la habitación. CAPÍTULO XXXII LA SEÑORITA WESTERFIELD Sydney cerró la puerta de su dormitorio con llave y se quitó el vestido. A pesar de que estaba hecho con una tela ligera, sentía que la ahogaba. Incluso el lazo del cuello parecía que le cortara la respiración. Las lágrimas no aliviaron la pesadísima carga de su corazón. En la soledad de su dormitorio se puso a pensar en su futuro y tuvo un mal presentimiento, del que luego se retractó. Una de las ventanas ya estaba abierta, y ella abrió la otra para que entrase más aire. Con el ambiente más fresco, pareció recuperar la memoria: recordó el periódico que Herbert le había arrancado de las manos. Llamó inmediatamente a la doncella. —Vaya abajo y pídale el periódico de hoy al primer camarero que vea. No me importa qué periódico sea, pero tráigalo enseguida. Sydney estaba impaciente por leer la noticia del divorcio. Después de que le subieran el periódico, y de haber leído la noticia de arriba abajo, sólo pudo pensar en una cosa: en lo que había dicho el juez acerca de la señora Linley. ¿Por qué le hacían esos reproches, no solamente crueles sino además públicamente, a tan generosa amiga, a tan honesta esposa, y a tan devota madre? ¡A la señora Linley, que no había dudado ni un instante en perdonar a la miserable mujer que le había arrebatado a su marido! No sabía qué hacer. Se arrodilló. Rezó con fervor. —¡Oh, Dios mío, cómo puedo devolverle a esa mujer la felicidad que le he robado! Había oído decir que rezar tenía efectos benéficos para las alma rotas. Pero no sucedió nada de eso. Se apoderaré de ella un incontenible deseo de solucionar aquello de una manera rápida y drástica. ¿Debía esperar a que Herbert Linley dejara de ocultar que ya estaba cansado de ella? ¿Debía esperar a que la desterrara de su lado? ¡No! Tenía que ser ella quien tomara la iniciativa de la separación. Ese pensamiento pareció darle fuerzas. Abrió la puerta de golpe y bajó las escaleras velozmente. Pero enseguida se acordó del terrible obstáculo que había en su camino: el divorcio. Regresó a su habitación despacio y llena de tristeza: se había rendido. No había manera de disfrazar la realidad: las dos personas que habían sido marido y mujer estaban ahora irrevocablemente alejadas por deseo de la esposa. ¿Y si él se arrepintiera sinceramente? ¿Y si él se mostrara dispuesto a volver? La mujer a quien Herbert Linley había traicionado, ¿querría aceptar sus disculpas? El divorcio, el miserable divorcio, hacía pensar en una única respuesta: ¡No! Luego se tranquilizó un poco, y empezó a pensar en el matrimonio que ya había dejado de ser un matrimonio. Tenía cerca el tocador. Vio su mirada ausente reflejada en el espejo: estaba ojerosa. ¡En el espejo únicamente veía a una infeliz! Se sentía avergonzada de su maldad. Tenía deseos de sacrificarse por el bien de la que había sido su amiga hasta que ella la había traicionado. ¡Pero ahora ya era todo inútil! ¡Ya era tarde! ¡Ya era tarde! Sintió una profunda amargura. ¿Por qué se sentía de ese modo? Comparando las perspectivas de la señora Linley con las suyas propias, ¿había algo que justificara su pena por la esposa divorciada? Ella tenía a su dulce hijita para hacerla feliz; una enorme fortuna para criarla sin que tuviera que pasar ninguna sórdida necesidad; todavía era hermosa, todavía era una mujer atractiva. Mientras ella estaba en una posición inmejorable, ¿qué tenía ante sí Sydney Westerfield? La miserable pecadora acabaría como merecía. Absolutamente dependiente de un hombre que posiblemente estaría lamentando la pérdida de su esposa, ¿cuánto tardaría en encontrarse en la calle, sin ninguna amiga que la pudiera ayudar, sin esperanzas de recuperar su reputación, enfrentada al dilema de tirarse al río o envenenarse, igual que otras mujeres se habían envenenado o ahogado cuando la única perspectiva aceptable de sus vidas era descansar en paz? Sydney rememoró la forma en que Herbert le había hablado, y el modo en que se había comportado con ella al regreso del paseo de aquella mañana. Había sido amable y considerado con ella; había escuchado su pequeña historia acerca de las reliquias encontradas en la buhardilla, como si a él le interesara todo aquello que le interesaba a ella. No se había sentido decepcionada por nada, no podía quejarse de nada, hasta que había querido saber si era un hombre libre para hacerla su esposa. Solamente podía culparse a sí misma de que él se hubiera mostrado distante y frío al haber oído hablar de ese delicado asunto el mismo día en que recibía la noticia de que el divorcio le había sido concedido a su esposa y de que le habían quitado a la niña. Pero a pesar de todo ello, podría haber encontrado una forma más amable de reprender a una persona sensible como Sydney que quedarse mirando la calle; ¡como si se hubiese olvidado de ella, y le interesara más mirar a los desconocidos que pasaban! Tal vez no estaba pensando en los desconocidos; tal vez estaba pensando cariñosamente en su esposa y sintiendo arrepentimiento por haberla abandonado. Sydney se sintió confusa. ¿Acaso no podía dejar de pensar en sí misma y en su futuro? Miró distraída alrededor de la habitación, y vio el paquete de cartas de su padre en la mesita de noche. Lo desató. Las tres primeras cartas que examinó eran breves, y estaban firmada con nombres que no le resultaban familiares. Todas estaban relacionadas con carreras de caballos, y hacían referencia a una serie de previsiones que sin duda habrían de hacer millonarios a los avispados apostantes. Siendo misericordiosa con la memoria de su padre, Sydney tiró las cartas al hogar, y luego les prendió fuego. A continuación cogió otra del paquete. Ésta era más extensa, y estaba escrita a mano con letra clara y firme. En comparación con los garabatos llenos de manchas de tinta que acababa de quemar, le pareció que aquella carta pertenecía a un caballero. Buscó la firma. El extraño apellido la sorprendió: el autor se llamaba "Bennydeck". No era éste un apellido común, pero aun así tampoco le resultaba del todo desconocido. ¿Se lo habría oído mencionar a su padre alguna vez cuando era niña? No lograba recordar de qué conocía ese nombre. Leyó la carta. El caballero se dirigía amistosamente a su padre, llamándole "querido Roderick" y luego continuaba diciendo: El retraso con que zarpará tu barco me brinda la oportunidad de escribirte de nuevo. En mi última carta te informaba de la muerte de mi padre. En ese momento no me sentí con fuerzas suficientes para contarte otro suceso. Prepárate para recibir una sorpresa. Nuestro viejo castillo fortificado de Sandyseal, en el que compartimos tantos veranos cuando éramos compañeros de clase, ha sido vendido. Cuando oigas lo que tengo que decirte te sentirás tan apenado y asombrado como yo. Sandyseal se ha convertido en un convento de monjas ingesas, de la Orden de San Benedicto. Ahora te imagino acabando de leer mi carta, y mirando fijamente al vacío con tus ojos negros, mientras te dices a ti mismo que todo esto que te cuento debe de tratarse de una de mis confusiones. Por desgracia (puesto que siempre he sentido un enorme cariño por la casa en que nací), lo que te cuento no es sino la pura verdad. En su testamento, mi padre dio órdenes terminantes de que Sandyseal fuera vendido. Esas órdenes son el resultado de una promesa que le hizo a su esposa hace muchos años. Cuando mi pobre madre murió, tú y yo aún éramos muy jóvenes. Pero creo que recordarás que ella, al igual que el resto de su familia, era Católica, Apostólica y Romana. Después de recordarte esto, puedo decirte que el castillo de Sandyseal era propiedad de mi madre. Formaba parte de su ajuar, y debía pasar a mi padre si ella moría antes que él, y si ella no dejaba ninguna hija. Yo soy su único hijo. La casa era la única propiedad de mi padre. Su herencia me deja a mí el dinero de la venta de ésta. Yo habría preferido quedarme antes con la casa que con el dinero. ¿Pero, por qué mi madre le hizo prometer a mi padre que vendería la casa si ella moría? Una carta, adjunta a la herencia de mi padre, responde esta pregunta, y cuenta una historia muy triste. Por deseo expreso de mi madre, a mí se me ocultó mientras mi padre estuvo en vida. Mi madre tenía una hermana más joven que ella, que era la más hermosa de la familia. Se dice que todos aquellos que la conocían, la amaban y admiraban. No me parece necesario alargar esta carta ya de por sí larga, explicando la triste historia de esta muchacha. Es una historia que ya habrás oído contar, una y otra vez, acerca de otras jóvenes: amó a un hombre y confió en él; luego éste la rechazó y abandonó. Ella quedó sola y sin amigos en un país que le era extraño y, sintiéndose denigrada y sin ninguna esperanza en el futuro, intentó ahogarse en el río. Todo esto ocurrió en Francia. Dio la casualidad de que la mujer más buena del mundo (una Hermana de la Caridad) estaba en ese momento cerca del río y la pudo salvar. Le dieron protección, cariño, la animaron a que regresara junto a su familia. Pero la pobre muchacha desamparada se negó. No podía quitarse de la cabeza que les había traído la desgracia. La buena de la Hermana de la Caridad se ganó su confianza. Desde entonces, su única ilusión fue apartarse del mundo y convertirse en una beata para el resto de sus días. Y su sueño se hizo realidad en el convento de monjas benedictinas de Francia. Allí halló la protección y la paz que buscaba. Allí pasó el resto de su vida entre sus amigas, las devotas hermanas, y allí murió tranquilamente, e incluso feliz. Ahora entenderás por qué mi madre se sentía tan agradecida por la buena obra de la comunidad de las monjas; y no hará falta que te explique lo que pensó al recibir la promesa de mi padre, mientras sufría los últimos achaques de su enfermedad. El le prometió inmediatamente regalar la casa a las benedictinas. Mi madre se lo agradeció, pero se negó a aceptar la propuesta. Estaba pensando en mí. "Si nuestro hijo no puede heredar la casa de su padre", dijo mi madre, "lo correcto sería que obtuviera el valor de la casa en dinero. Lo mejor sería vender la casa." Así que aquí estoy. Ahora soy rico. Y con todo ese dinero en el banco. Mi idea es invertirlo en los Fondos Públicos, y que vaya creciendo con el interés, hasta que me haga viejo y me retire de la Armada. En los últimos años de mi vida podría dedicarme tal vez a la fundación de alguna institución de caridad, de la cual yo mismo podría ser el presidente. Si muero antes de todo esto... ¡oh, no creas que no hay posibilidades! Puede haber una guerra naval, o podría convertirme en uno de esos locos incurables que arriesgan su vida en una expedición al Ártico. Así pues, en caso de que suceda lo peor, dejaría todo cuanto tengo en tus honestas y capacitadas manos. Deseando que tu viaje al extranjero sea bueno, atentamente tuyo. Así terminaba la carta. Sydney volvió a leer con atención la segunda mitad del escrito. La historia de la hija favorita pero infeliz de la familia tenía un tinte melancólico y siniestramente interesante. Sintió que, en muchos aspectos, se parecía a su propia vida, pero sin ese final lleno de paz. Pero ella, ¿en qué comunidad de mujeres misericordiosas podía ser acogida, en la situación de dolorosa necesidad que vivía? ¿Qué consuelo religioso la podía redimir? ¿Qué oraciones, qué esperanzas, podían reconciliarla consigo misma, en su lecho de muerte? Dobló la carta del capitán Bennydeck, se la guardó en el pecho, y suspiró. —Si mi destino hubiese caído en manos de gente bondadosa —pensó—, tal vez ahora estaría en la Iglesia que cuidó a esa pobre muchacha. Se sintió triste. Se preguntaba en qué parte de Inglaterra estaría Sandyseal; se preguntaba si las monjas del viejo castillo fortificado abrían alguna vez sus puertas a mujeres cuya única petición a su caridad cristiana era la de ser compadecidas. En ese momento oyó los pasos de Linley acercándose a la puerta. Su tono y su actitud eran amables. Parecía que volvía a tratarla con cariño. Estaba preocupado al no ver durante tanto rato a Sydney: temía que estuviera enferma. —Sólo estaba pensando —dijo ella. Él sonrió, se sentó junto a ella y le preguntó si había estado pensando en algún lugar al que pudieran ir una vez se marcharan de Londres. CAPITULO XXXIII LA SEÑORA ROMSEY En el único hotel de Sandyseal no quedaba una sola habitación libre. Más de la mitad de los huéspedes eran inválidos, enviados al lugar por sus doctores con el objeto de que se recuperaran de sus dolencias. Para las personas de carácter alegre que buscaran algún tipo de diversión, el lugar no tenía ningún interés. Situada en la parte más recóndita de una pequeña y melancólica bahía, y sin que desde ella pudieran verse los barcos que pasaban por el Canal, diríase que Sandyseal podría haber sido construida en cualquier isla remota del Pacífico. Las naves que se preciaran de seguir siéndolo, se cuidaban mucho de acercarse a los traidores bancos de arena y a las corrientes que acechaban en la entrada de la bahía. El fondo era bueno para el anclaje, pero la profundidad del agua solamente permitía la navegación de barcos pequeños: raídas barcas de pesca que a duras penas rendían para cubrir gastos, y roñosas lanchas costeras que transportaban carbón y patatas. Detras del hotel había dos hileras de sucias cabañas. Los patrones de barcos de recreo que se hallaban de permiso bostezaban detrás de sus ventanas. Los perezosos pescadores se asomaban por las verjas de sus jardines, tratando de escudriñar y prever el tiempo. Y los guardias de costas, aburridos, se reunían en el observatorio de madera, y apuntaban con sus inútiles telescopios hacia un mar vacío. El campo, con sus escasos árboles enanos y sus setos quebrados, se tendía desolada y monótonamente bajo el cielo, permitiendo libre paso al famoso aire curativo que sanaba los nervios más destrozados. Desde la carretera de color pardo que iba hasta el pueblo más cercano, los forasteros que fueran a dar un paseo podían ver a lo lejos un objeto bajo y marrón, el convento en el cual vivían las monjas de clausura, ocultas a los ojos de los mortales. Las ventanas de uno de los lados del hotel daban a un pequeño embarcadero de madera, tristemente abandonado, que pedía a gritos que lo repararan. Al otro lado, dentro de un recinto amurallado, varias lanchas ligeras sin aparejos se estaban pudriendo en un banco de barro. En las afueras de este vecindario había un pequeño grupo de tiendas: una vendía frutas y pescado; otra era un colmado que también vendía tabaco; otra estaba cerrada y tenía un cartel en la puerta para ser arrendada. Y otra, detrás de la Capilla Metodista, hacía las veces de oficina de correos y de almacén de cuerdas y carbón. Más allá de esta pequeña colonia de comercios no había nada (y éste era el gran encanto del lugar) con lo que los inválidos pudieran distraerse. De este modo desaparecía cualquier tentación de ignorar las instrucciones de los doctores, y de la mañana a la noche no hacían otra cosa más que cuidar de su salud. Estaba anocheciendo. En uno de los salones del hotel se daba una pequeña fiesta alrededor de una tetera. La señora Romsey, una mujer rica y casada con un socio de la empresa Romsey y Renshaw, estaba hospedada en el hotel con sus tres hijas, que tenían una constitución débil. Su recuperación completa, después de haber estado muy enfermas y haberse contagiado unas a otras, era menos rápida de lo que había previsto el doctor. Este había dicho que, en mayor o menor medida, las tres niñas tenían el sistema nervioso dañado. Y por ello les había recomendado una visita a Sandyseal. Las niñas habían mejorado mucho, gracias tanto al famoso aire de la región como a los nuevos compañeros de juegos. Las tres niñas se habían hecho amigas de los hijos de Lady Myrie, unos muchachos muy bien educados, y de la encantadora Kitty, hijita de la señora Norman. Entre las madres también surgió una relación muy cordial. En respuesta a otra invitación anterior de Lady Myrie, la señora Romsey había invitado a las dos damas a tomar el té para celebrar un acontecimiento doméstico. Su marido, que había permanecido en el Continente en viaje de negocios durante un largo periodo de tiempo, acababa de regresar a Inglaterra, y esa misma noche había acudido a Sandyseal para reunirse con su esposa y sus hijas. Cuando Lady Myrie llegó, la señora Romsey le presentó a su marido. La señora Norman, cuya llegada se esperaba en breves momentos, se excusó por medio de una nota. No se encontraba bien esa noche, y rogaba que la disculparan. —Es una gran decepción —le dijo la señora Romsey a su marido—. Te habría gustado mucho conocer a la señora Norman. Es una mujer encantadora: alta, bella, una perfecta dama . Y se va mañana. Pero no a primera hora, cariño, así que aún tengo esperanzas de poder presentarte a mi amiga y a su dulce hijita Kitty en algún momento de la mañana. Por un instante, el señor Romsey pareció interesado en el nombre de la señora Norman. Pero a continuación sorbió lentamente su té, y pareció sumirse en algún misterioso pensamiento mientras su esposa continuaba hablando con él. —¿La has conocido aquí, a esa dama? —preguntó el señor Romsey. —Sí, y creo que he hecho una amiga para toda la vida —dijo la señora Romsey con entusiasmo. —Y yo también —añadió la señora Myrie. El señor Romsey prosiguió con sus averiguaciones. —¿Es una mujer hermosa? Las dos damas respondieron al mismo tiempo. Lady Myrie describió a la señora Norman con una palabra terrible: "clásica", mientras que la respuesta de la señora Romsey fue algo más inteligible: "¡Ni siquiera la enfermedad puede destruir su belleza!" —¿Ni siquiera el dolor de cabeza que tiene esta noche? —sugirió el señor Romsey. —¡No seas malvado, cariño! La señora Norman está aquí por consejo de uno de los mejores médicos de Londres. Ha padecido muchos problemas, la pobrecita. El señor Norman insistió en su maldad. —¿Relacionados con su marido? —preguntó. Lady Myrie protestó. Era viuda, y todos sus amigos sabían que la muerte de su marido había significado el acontecimiento más feliz de su vida matrimonial. Pero Lady Myrie entendía muy bien cuáles eran sus obligaciones consigo misma, como mujer respetable que era. —Creo, señor Romsey, que podría haberse ahorrado ese comentario —dijo Lady Myrie con dignidad. El señor Romsey se disculpó. Tenía sus motivos para querer saber algo más acerca de la señora Norman, así que propuso retirar sus últimas observaciones y en adelante indagar de otro modo. ¿Podía preguntarle a su esposa si alguien había visto al señor Norman? —No. —¿O alguien ha oído hablar de él? La señora Romsey respondió de nuevo negativamente, y añadió una pregunta. ¿Qué significaba tanto interés? —Significa —se interpuso la señora Myrie— eso a lo que todas las mujeres estamos expuestas: escándalo. Todavía no le había perdonado al señor Romsey sus palabras y lo miró fijamente mientras hablaba. Algunos hombres son impenetrables, y las miradas no les impresionan. El señor Romsey era uno de esos hombres. Se dio la vuelta, miró a su esposa, y dijo con calma: —Lo que quiero decir es que conozco a la señora Norman mejor que tú. He oído hablar de ella. Cómo o dónde, no tiene importancia. Es una mujer a quien la prensa hizo célebre. No te asustes. Se trata de la esposa divorciada del señor Linley. Las dos damas intercambiaron una mirada de perplejidad. Reprimida por su sentido del deber conyugal, la señora Romsey se limitó a emitir una exclamación. Lady Myrie, libre de coerción alguna, expresó su opinión diciendo: —¡Eso es imposible! —La madre política del señor Norman al que me refiero —prosiguió el señor Romsey— tengo entendido que todavía vive. Es una vieja dama que ha estado casada dos veces. Su apellido es señora Presty. Eso lo aclaraba todo. La señora Presty estaba con su hija y su nieta en el hotel. Lady Myrie se rindió a la evidencia, alzó las manos horrorizada, y exclamó: —¡Esto es demasiado horrible! La señora Romsey adoptó una visión más compasiva del descubrimiento. —Seguramente deberíamos compadecernos de la pobre criatura —sugirió. Lady Myrie miró a su amiga con asombro. —Mi querida amiga, debes haberte olvidado de lo que el juez dijo de ella. Seguramente lo leíste en los periódicos. —No, solamente conocí la noticia del juicio. Pero, dime, ¿que fue lo que dijo de ella el juez? —¿Qué dijo? —repitió Lady Myrie—. ¡Más bien dirás qué no dijo! Su excelencia el juez manifestó que tenía muchas ganas de no conceder el divorcio. Habló de la señora Linley como de una mujer horrible que nos había causado una gran decepción; dijo que su comportamiento había sido del todo inadecuado; que había envalentonado a la abominable institutriz; y que si su marido había caído en la tentación, la única culpable era ella. Y dijo muchas otras cosas, que ahora no recuerdo. La señora Romsey recurrió desesperadamente a su marido. —¿Qué debo hacer? —preguntó. —No hagas nada —fue su sabia respuesta—. ¿No has dicho que se iba mañana? —¡Precisamente por eso estoy preocupada! —explicó la señora Romsey—. Kitty, su hijita, dará mañana una comida de despedida para nuestras hijas, y yo he prometido llevarlas para que pudieran despedirse de ella. Lady Myrie dictó sentencia sin vacilación: —Por supuesto, sus hijas no deben ir a esa fiesta. ¡Son niñas! ¡Y un día se harán mayores! ¡Piense en su reputación! —¿Y usted por qué se muestra tan preocupada? —preguntó el señor Romsey. Lady Myrie corrigió su lenguaje: —A mí también me ha decepcionado mucho esta mujer —dijo—. A pesar de que mis hijos son varones, lo que a mi entender puede resultar una importante diferencia, no tengo la menor duda de que mi obligación como madre es alejarlos de las malas compañías. Yo no hago nunca nada bajo mano. ¡No me gustan las excusas! Así que voy a enviarle una nota a la señora Norman explicándole porqué no irán mis hijos mañana a la comida. —¿No está siendo usted demasiado dura con ella? —dijo piadosamente la señora Romsey. El señor Romsey estuvo de acuerdo con su esposa en que no era conveniente proceder del modo que proponía Lady Myrie. —Siempre que pueda debe usted evitar los alborotos innecesarios —fue la filosofía pacífica a la que se encomendó el caballeroso señor Romsey—. Enviaremos una nota explicando que las niñas se han resfriado, y nos olvidaremos del asunto. La señora Romsey miró agradecida a su admirable marido. —¡Muy bien dicho! —exclamó con alivio. Lady Myrie, sin olvidar en ningún momento sus modales, se levantó, sonrió resignadamente, y dijo: —Buenas noches. Casi al mismo tiempo que eso sucedía, la pequeña e inocente Kitty sorprendía a su madre y a su abuela presentándose ante ellas en camisón, cuando hacía ya casi dos horas que la habían acostado. —¿Con qué nos va a sorprender cualquier día esta chiquilla? —exclamó la señora Presty. Kitty fue sincera. —No puedo dormir, abuela. —¿Por qué no puedes dormir, mi cielo? —le preguntó su madre. —¡Estoy tan nerviosa por la comida de mañana! —dijo la niña, juntando sus manos y apretándolas con energía mientras pensaba entusiásticamente en sus compañeros de juegos—. ¡Ay, deseo tanto que todo salga bien! CAPÍTULO XXXIV LA SEÑORA PRESTY La señora Presty, que pertenecía a la generación que había vivido para conocer la Era de las Prisas, y no sentía ninguna simpatía por la misma, había llegado al salón del hotel dos horas antes de la hora que habían fijado para partir de Sandyseal. Estaba tranquila por lo que hacía a su equipaje. —Mis baúles están cerrados con llave, precintados y etiquetados. Odio que me den prisas. ¿Qué estás leyendo? —preguntó al darse cuenta de que su hija tenía un libro en el regazo, y de que, en un gesto apresurado, trataba de esconderlo. La señora Norman utilizó el más común (cuando el objetivo es burlar la curiosidad) e inútil de los subterfugios. Respondió: —Nada. ¡Nada! —repitió la señora Presty con irónico interés—. Catherine, ésa es precisamente la obra que más deseos tengo de leer. Cogió el libro, lo abrió por la primera página, y descubrió una inscripción borrosa que la indignó: "Para mi querida Catherine, en el aniversario de nuestro matrimonio. Herbert". ¡Vaya mofa contenían esas palabras, leídas a la reciente luz del divorcio! "—¡Menuda falta de dignidad! —dijo la señora Presty—. ¡Que guardes todavía el regalo de ese malnacido, después de haberte puesto en ridículo delante de todo el mundo! ¡Oh, Catherine! Catherine no fue tan paciente con su madre como de costumbre. —Guardo el mejor recuerdo de la época feliz de mi vida —respondió. —Ése es un sentimiento equivocado —afirmó la señora Presty—. Voy a deshacerme del libro. Querida, en este lugar entontecedor se te está ablandando el cerebro. Por segunda vez, Catherine se mostró en desacuerdo con la opinión de su madre. —En Sandyseal he recuperado mi salud —dijo—. Me gusta este lugar, y me apena irme. —A mí que no me quiten los escaparates de las tiendas, las calles, la vida, la barahunda y el humo de Londres —exclamó la señora Presty—. Gracias a Dios que estas habitaciones ya están reservadas por otras personas, y que nos tenemos que ir, nos guste o no. Tras estas palabras con las que la señora Presty manifestaba su alegría por esa circunstancia, alguien llamó a la puerta, y se oyó una voz que pedía permiso para entrar. No había ninguna duda: era la de Randal Linley. La señora Presty, que todavía sostenía el libro de Catherine en sus manos, abrió la gaveta de la mesa, metió el libro dentro y la cerró de golpe. Al descubrir la presencia de las dos mujeres, Randal se detuvo en el umbral y se las quedó mirando con asombro. —¿No esperabas encontrarnos aquí? —preguntó la señora Presty. —Sabía que estabais aquí porque me lo había dicho nuestro amigo Sarrazín —dijo Randal—. Pero esperaba encontrarme al capitán Bennydeck. ¿Me he equivocado de habitación? Estaba convencido de que ésta era la suya. Catherine intentó darle una explicación. —Eran las habitaciones del capitán Bennydeck —empezó—, pero ha sido muy amable, a pesar de que somos unos perfectas desconocidas para él... La señora Presty la interrumpió: —Mi querida Catherine, tú no has tenido tanta suerte como yo: no te han enseñado a explicar las cosas complicadas con brevedad. Permíteme que, utilizando el viejo estilo del señor Presty, sea yo quien aclare este asunto. Este lugar, Randal, está siempre lleno. Y nosotras no tuvimos el cuidado de escribir con la suficiente antelación para reservar habitación. Nos comunicaron que no había habitaciones libres y que debíamos marcharnos. El capitán Bennydeck estaba junto a la recepción, y oyó que una de nosotras estaba delicada de salud. Sin que lo oyéramos él ofreció amablemente su habitación, y dijo que dormiría a bordo de su yate. Una conducta sin duda digna del mismísimo Sir Charles Grandison. Cuando quise bajar a la recepción para darle las gracias, ya se había ido. Y aquí hemos estado, en esta habitación, durante casi tres semanas. Alguna vez hemos visto el yate del capitán, pero lo que nos ha sorprendido es que no hemos visto al capitán en persona ni una sola vez. —No hay nada de que sorprenderse, señora Presty. Al capitán Bennydeck le gusta ser amable, y odia que le den las gracias por ello. Yo esperaba encontrarme hoy aquí con él. Catherine fue hasta la ventana. —Ahí viene —dijo—. Su yate está en la bahía. —Y va muy lento —añadió Randal—. Para cuando llegue aquí, ya tendré que haberme ido. Catherine lo miró tímidamente. —¿Te vas tan rápido porque estoy yo aquí? —preguntó con un ligero tartamudeo en la voz. Randal quedó sorprendido por las palabras de Catherine, pero no dijo nada. —Se refiere al divorcio —explicó la señora Presty—. Ya has oído hablar de ello, por supuesto; y tal vez te has puesto del lado de tu hermano. —Ni mucho menos, señora. Mi hermano se ha equivocado de principio a fin. Se volvió hacia Catherine. —Me quedaré contigo todo el tiempo que pueda, y con mucho placer —dijo con sincera amabilidad—. La verdad es que voy camino de casa de unos amigos; y si el capitán Bennydeck hubiese estado aquí a la hora en que teníamos la cita, yo ahora estaría yendo camino de la estación para coger el próximo tren hacia el oeste. Sólo tenía que verme con él para decirle dos palabras acerca de una persona en la que él está interesado. Pero le diré lo que le tenía que decir de otro modo. Escribió algo en una de sus tarjetas de visita y la dejó sobre la mesa. —Regresaré a Londres dentro de una semana —continuó diciendo—. Ya me diréis en qué dirección puedo encontraros. Echo de menos a Kitty: ¿dónde está? Mandaron a la doncella a buscar a Kitty. Cuando entró en la habitación estaba más callada y tranquila que de costumbre. Pero al darse cuenta de la presencia de Randal, volvió a ser la de siempre y saltó sobre las piernas de su tío. —¡Oh, tío Randal, estoy tan contenta de verte! —luego contuvo su alegría y miró a su madre—. ¿Puedo llamarle tío Randal? —preguntó— ¿O él también ha cambiado de nombre? La señora Presty levantó un dedo admonitorio señalando a su nieta, y le recordó a Kitty que no debía mencionar para nada el asunto de los nombres. Randal vio la mirada azorada de la niña, y sintió pena por ella. —Conmigo puede hablar de lo que quiera. Estoy seguro de que Kitty ya sabe que con los desconocidos no tiene que hablar de estas cosas; pero sabe que conmigo puede hablar de lo que quiera. Kitty abrazó a su tío con cariño y lo besó en la mejilla. —Todo ha cambiado —le susurró al oído—. Viajamos de un sitio a otro; papá nos ha abandonado, y Syd también, y ahora tenemos un nombre nuevo. Los Norman: así nos llamamos ahora. Ojalá fuese mayor para entender todo lo que pasa. Randal intentó consolarla devolviéndola a su feliz ignorancia. —Tienes a tu mamá, que es muy buena —le dijo—. Y me tienes a mí, y tienes tus juguetes. —Y unos niños y niñas muy simpáticos con los que juego mucho —exclamó Kitty, siguiendo ávidamente la nueva sugerencia de su tío—. Vendrán todos para comer conmigo. ¿Tú también te vas a quedar a comer conmigo, verdad? Randal le prometió a Kitty que comerían juntos cuando se encontraran en Londres. Antes de salir de la habitación señaló su tarjeta, que estaba sobre la mesa. —Acordaos de darle mi mensaje a mi amigo —dijo, mientras salía. En el instante mismo en que Randal hubo cerrado la puerta, la señora Presty cogió la tarjeta y leyó lo que Randal había escrito en ella. Su hija se quedó de una pieza. —No es una carta, Catherine —con ese argumento defendió su forma de proceder, y luego leyó el mensaje sin el menor asomo de arrepentimiento: Lamento tener que decirte que no puedo contarte nada más acerca de la hija de tu viejo amigo. Sólo puedo repetirte lo que ya te dije anteriormente: la muchacha ni necesita ni se merece la ayuda que tú tan amablemente le ofreces. La señora Presty volvió a dejar la tarjeta sobre la mesa y reconoció que hubiera deseado que Randal hubiese sido más explícito. —¿Quién debe ser esa muchacha? —se preguntó—. ¿Otra mala pécora descarriada? Kitty se volvió hacia su madre con una mirada de asombro. —¿Qué es una pécora? —preguntó—. ¿Se refiere a mí, la abuela? El reloj del hotel dio las dos, y las ansiedades de la niña tomaron una nueva dirección. —¿No es ya la hora de que vengan a verme mis amiguitos? —dijo Kitty. Ya hacía media hora que debían haber llegado. Catherine propuso que la doncella fuera a preguntar a Lady Myrie y a la señora Romsey si les había ocurrido algo que causara su demora. En el momento en que le pedía a Kitty que llamara a la campanilla el camarero entró con dos notas, dirigidas a la señora Norman. La señora Presty tenía sus propias ideas, y llegó a sus propias conclusiones. Observó a Catherine atentamente. Incluso Kitty se dio cuenta de que su madre se ponía cada vez más pálida a medida que iba leyendo las notas. —Pareces asustada, mamá —no hubo respuesta. Kitty empezó a sentirse tan preocupada con el tema de la comida y de sus invitados, que se aventuró a hacerle una pregunta a su abuela. —¿Crees que tardarán mucho? —preguntó. Para entonces, la mundana sabiduría de la vieja dama había pasado del estado de sospecha al de certidumbre. —Cielo —contestó—, tus amigos no van a venir. Kitty corrió hacia su madre, ansiosa por saber si lo que su abuela le había dicho era realmente cierto. Antes de decir una sola palabra, se echó hacia atrás. Estaba demasiado desconcertada para poder hablar. Nunca había visto a su madre mirarla de ese modo tan terrible. Y Catherine nunca había visto a su hija temblando así. Se sentía insultada por las notas que había recibido, y no pudo contenerse por más tiempo. Cogió a Kitty en brazos. —Mi cielo, mi amor, no estoy enfadada contigo. ¡Te quiero! ¡Te quiero! No hay en el mundo entero una niña tan dulce, tan tierna y tan guapa como tú. ¡Oh, pareces tan decepcionada! ¡Estás llorando! ¡No me partas el corazón, no llores más! Kitty levantó la cara y se secó las lágrimas con la mano. —No lloraré más, mamá —y como todas las niñas, cumplió su palabra. Su madre la miró, y rompió a llorar. El lado perverso de la naturaleza de la señora Presty dejó paso a la parte más noble de su carácter. —Llora, Catherine —dijo tiernamente—. Te sentirás mejor. Déjame a mí la niña. Con una delicadeza que sorprendió a Kitty, la señora Presty llevó a su nieta hasta la ventana y le mostró el camino de delante de la casa. —Voy a decirte una cosa, y ya verás cómo te va a alegrar —comenzó la anciana—. Mira por la ventana. Kitty obedeció. —No veo que vengan mis amiguitos —dijo la niña. La señora Presty continuó señalando a alguien que había en el camino—. ¿Es mejor eso que nada, verdad? —insistió—. Ven conmigo: iremos a buscar a la doncella. Ella te cuidará. Kitty susurró: —¿Puedo darle un beso a mamá antes de irme? —mostrando de nuevo su faceta sensible, la señora Presty retrasó ese momento. —Espera a cuando vuelvas, y entonces podrás contarle a mamá lo mucho que te has divertido. Cuando ya salían por la puerta Kitty volvió a susurrarle al oído: —¿Puedo pedir una cosa? —Sí, pide. —¿Le dirás al muchacho del burrito que lo haga galopar? —Le diré que le voy a dar una propina de medio chelín si consigue que te lo pases bien. Y ya verás entonces lo que hace. Kitty miró con seriedad a su abuela. —¡Qué lástima que no seas siempre así! —dijo. La señora Presty se ruborizó. CAPÍTULO XXXV EL CAPITÁN BENNYDECK Catherine y su madre estuvieron juntas un rato sin que nadie las molestara. La señora Presty había leído (y destruido) las notas de Lady Myrie y de la señora Romsey. Sentía hacia ellas el mayor de los desprecios, puesto que ambas reproducían maliciosamente en sus cartas las palabras que el juez había dedicado a Catherine. Entonces, cuando se sintió suficientemente tranquila, quiso darle un consejo a su hija. —Parece que después de llorar, ya tienes mejor aspecto —reconoció la señora Presty—. Pero no pareces sentirte mejor. ¿Qué te preocupa ahora? —No puedo evitar pensar en la pobrecita Kitty. —Cariño, la niña no necesita que nadie se apiade de ella. Está olvidándose de todos sus problemas, montada en su burrito preferido, ése al que le da de comer cada mañana. Sí, sí, ya lo sé, no hace falta que me digas que estás en una situación delicada. Y nadie puede negar que es vergonzoso que la niña tenga que pasar por todo esto. Ahora, escucha bien lo que te voy a decir. Bien mirado, esas dos despreciables mujeres te han hecho un favor. Te han enseñado ni más ni menos que tienes que proteger tu futuro. Tienes que engañar al vil mundo que te rodea, Catherine: engañarlo del modo que se merece. Protégete detrás de una respetabilidad: eso te evitará recibir más insultos como los que has recibido hoy —convencida de lo que estaba diciendo, la señora Presty dio un puñetazo sobre la mesa, y terminó su discurso con tres palabras: —¡Sé una viuda! A pesar de la claridad de sus palabras, Catherine parecía no acabar de comprender a qué se estaba refiriendo su madre. —No le des más vueltas —prosiguió la señora Presty—. Y haz lo que te digo. Al menos, si no quieres hacerlo por ti, hazlo por Kitty. Dentro de unos años será una jovencita. Y puede tener alguna propuesta de matrimonio que nos haría a todas muy felices. Supon que la familia de su pretendiente sea religiosa, y que tu divorcio y los comentarios del juez respecto al mismo salen a la luz. ¿Qué sucederá entonces? —No puedo creer que estés hablando en serio —dijo Catherine—. ¿Has pensado bien qué consejo me estás dando? Aparte de que lo que me estás proponiendo es un fraude, sabes tan bien como yo que Kitty haría preguntas. ¿Crees que puedo decirle a Kitty que su padre ha muerto? ¡Una mentira, una mentira tan terrible como ésa! —¡Tonterías! —dijo la señora Presty. —¿Tonterías? —repitió Catherine con indignación. —Sí, tonterías, y de las grandes —insistió su madre—. ¿Acaso tu situación no te ha obligado ya a mentir? Cuando la niña pregunta por qué su padre y su institutriz nos han abandonado, ¿acaso no te has visto obligada a inventarte excusas que al fin y al cabo son mentiras? ¡Si el hombre que una vez fue tu esposo no está ya más que muerto para ti, me gustaría saber qué significa entonces tu divorcio! Mi pobrecito cielo, ¿crees que puedes continuar tu vida como hasta ahora? ¿Cuántos miles de personas crees que han leído la noticia de tu divorcio en el periódico? Cuántos cientos de personas, interesadas en una mujer hermosa como tú, se estarán preguntando por qué no ven nunca al señor Norman? ¿Qué harás? ¿Te irás al extranjero otra vez? Vayas a donde vayas, llamarás la atención. Cada mujer poco agraciada que te mire se convertirá en tu enemiga. Todos tus esfuerzos serán en balde, Catherine. Sólo es cuestión de tiempo. Tarde o temprano serás una viuda. Aquí viene otra vez el camarero. ¿Qué querrá ese hombre ahora? El camarero respondió anunciando: —El capitán Bennydeck. La señora Presty estaba más cerca de la puerta que su hija, así que el capitán vio primero a la anciana dama, y quiso ofrecerle sus disculpas. —Le ruego que me disculpe por molestarla. La señora Presty tenía buen ojo para los hombres bien parecidos, independientemente de cual fuera su edad. Experimentó un "cambio mágico", como diría un prestidigitador. De repente, adoptó una actitud vívida y dulce. —¡Oh, capitán Bennydeck, no tiene que presentar usted ninguna excusa para entrar en su propia habitación! No obstante, el capitán reiteró sus excusas. —La propietaria del hotel me ha dicho que el señor Randal Linley se acaba de marchar y me ha dejado un mensaje. De no ser por eso, créanme que no me habría atrevido... La señora Presty le interrumpió de nuevo. Que el capitán tuviera derecho a reclamar su propia habitación le parecía un principio irrevocable. Desempolvó la antigua e irresistible sonrisa con la que había conquistado al señor Norman y al señor Presty, para decir: —Oh, no tiene que darnos usted ninguna explicación, ¡faltaría más! Está usted en su casa. ¡Siéntese en el sillón! Catherine avanzó unos pasos. Había llegado el momento de pararle los pies a su madre, si eso era de algún modo posible. Por eso se sintió un poco avergonzada, y se sonrojó levemente, lo cual resaltó aún más su belleza. El capitán clavó la mirada en ella. Estaba asombrado. Perdió la serenidad (propia de los hombres que provienen de una buena familia), y comenzó a admirarla atolondradamente. No sabía qué decir. En ese momento, la señora Presty vio su oportunidad, y los presentó. —Mi hija, la señora Norman. Capitán Bennydeck. Catherine se dio cuenta de que estaba delante de un hombre tímido y, compadeciéndose de él, intentó que se sintiera cómodo. —No sabe usted lo contenta que estoy de poder darle las gracias —le dijo, invitándole con un gesto a que se sentara—. Este aire tan bueno me ha devuelto la salud, y todo gracias a su amabilidad. El capitán volvió a recuperar la calma. Había sido objeto de una gratitud de la cual, a su modesto parecer, no era merecedor. —Poco saben ustedes, señoras —replicó el capitán—, acerca de mi interés por actuar de ese modo. Cuando llegué a este hotel puede decirse que acababa de ser prácticamente desalojado de mi propio yate por uno de mis invitados. La señora Presty se interesó rápidamente por aquel asunto. —¡Cielo santo!, ¿qué le hizo ese hombre? El capitán Bennydeck respondió muy seriamente: —Roncaba. Catherine puso cara de asombro, mientras la señora Presty estallaba en una risotada. El capitán, sin embargo, no estaba para bromas y quiso zanjar la cuestión. —Este asunto no tiene la más mínima gracia —dijo, mirando a Catherine—. El barco es pequeño. Llevo dos noches sin poder dormir por culpa de ese horrible ronroneo. Y de nada me ha servido despertarle para que dejara de roncar. Lo único que he conseguido es que se disculpara, eso sí, con muy buenas palabras, y que al momento estuviera de nuevo roncando. Al tercer día decidí descansar una noche en tierra, así que eché anclas aquí, en la bahía. Esta habitación la conseguí gracias a un huésped que no estaba de acuerdo con el precio y se había marchado antes de tiempo. Envié una nota a bordo disculpándome, y me fui a dormir plácidamente. A la mañana siguiente, el patrón de mi barco me informó de que había habido lo que él llamó "una pequeña marejada durante la noche". Me explicó que esta vez, a juzgar por los desagradables sonidos que procedían de mi amigo, parecía que el hombre se había mareado. "Señor, el caballero ha abandonado el barco a primera hora de la mañana", me ha dicho, "y ha regresado a su casa en el ferrocarril". Así que el día en que ustedes llegaron al hotel, yo ya había recuperado mi camarote. ¿Se quedará mucho tiempo, señora Norman? Catherine respondió que su intención era regresar a Londres en el próximo tren. El capitán no había visto todavía la tarjeta que Randal había dejado sobre la mesa. Catherine se la entregó. —Y dígame, ¿el señor Linley y usted son viejos amigos? —preguntó el capitán, mientras cogía la tarjeta. La señora Presty se apresuró a contestar por su hija: —Oh, sí. Resultaba evidente que Randal no le había querido mencionar al capitán su verdadera relación con las dos mujeres. ¿Continuaría guardando Randal el mismo silencio si el capitán le mencionaba algún día que había conocido a la señora Norman? Si la señora Presty hubiese conocido mejor a Randal, comprendiendo las razones que lo impulsaban a actuar de ese modo, sin duda se habría sentido mucho más tranquila. Randal era consciente de la horrible desgracia que representaba la ruptura de la familia, y ésa era la única razón por la que había optado por ocultarle al capitán Bennydeck las relaciones ilícitas de su hermano con Sydney Westerfield; y, por supuesto, su antigua relación, como cuñado, con la esposa divorciada. El cambio de nombre había protegido entonces a la señora Linley de ser descubierta por el capitán, y casi con toda probabilidad continuaría protegiéndola en el futuro. El día en que le concedieron el divorcio, y la noticia salió en todos los periódicos, el bueno de Bennydeck estaba entretenido en el mar. De todos modos, tampoco acostumbraba a ir al club, y no se relacionaba nunca con esa clase de personas, sean hombres o mujeres, para quienes los chismes y escándalos son tan necesarios copo el aire que respiran. Pero la señora Presty desconocía todas estas circunstancias. Así que, mientras observaba al capitán leyendo el mensaje de Randal, no pudo dejar de sentirse preocupada por su hija. Sin embargo, había poco que observar. El rostro del capitán, de facciones elegantes, apenas pudo contener una expresión de pena. Se guardó la tarjeta en el bolsillo con un suspiro. Luego se hizo un silencio. El capitán Bennydeck parecía estar cavilando acerca del mensaje que acababa de leer. Catherine y su madre le observaban con el mismo interés, aunque sus motivos eran muy distintos. El encuentro entre el capitán y las dos damas, que tan plácidamente se había desarrollado en su comienzo, corría el peligro de caer en la formalidad y la vergüenza: acababa de entrar en escena un nuevo personaje. Kitty regresó triunfante de montar en burro. —¡Mamá, el burro ha galopado, pero además ha dado una coz al aire, y me he caído! ¡Oh, no me he hecho daño! —exclamó la niña, al notar que su madre se sobresaltaba—. Es muy divertido caerte del burro. No es como caerse al suelo. Es como si el suelo viniera hacia ti y te dijera: ¡patapún! Kitty vio a un caballero desconocido en la habitación y detuvo abruptamente su narración. El capitán Bennydeck era un entusiasta de los niños. Solamente había que ver la luz de su rostro al aparecer la niña para saberlo. —¿Es su hijita, señora Norman? —dijo. —Sí. (Una pregunta y una respuesta muy habituales. Ni la una ni la otra parecían tener ningún significado extraordinario. Y sin embargo, habrían de resultar lo suficientemente importantes para dar un nuevo rumbo a la vida de Catherine.) Entretanto, Kitty hablaba en voz baja con su madre. Quería saber cómo se llamaba el caballero desconocido. El capitán la oyó. —Me llamo Bennydeck —dijo—. Acércate un momento. Kitty había oído algo acerca de un capitán y un barco. Con la rapidez usual de las niñas, enseguida se dio cuenta de que acababa de hacer un nuevo amigo. —He visto su barco, señor. Es muy bonito —dijo, mientras corría hasta el otro extremo de la habitación donde estaba el capitán Bennydeck—. ¿Es muy bonito ir a navegar? —Si no tuvieras que regresar a Londres, cariño, le pediría a tu madre que me dejara llevarte conmigo a navegar. Quizás en otra ocasión. La respuesta del capitán entusiasmó a Kitty. —¡Oh, sí, mañana, o pasado mañana! —sugirió la niña—. ¿Tiene usted mi dirección en Londres? Mamá, ¿cuál es nuestra dirección cuando estamos en Londres? Antes de que su madre pudiera responderle, Kitty saltó con una nueva idea. —No, no me la digas. Ya la encontraré yo sola. Está a fuera, en el pasillo, escrita en los baúles de la abuela. El capitán Bennydeck siguió a la niña con una mirada amable. En ese momento, Catherine vio confirmada la buena impresión que le había causado aquel hombre. Cuando estaba a punto de preguntarle si estaba casado, y si tenía hijos, Kitty regresó para anunciar que la dirección era "Hotel Buck, Sydenham". —Mamá se apunta las cosas porque tiene miedo de olvidarlas —añadió—. Apúnteselo: Buck. El capitán sacó su cuaderno de bolsillo y dirigiéndose amablemente a la señora Norman dijo: —¿Me permite que siga su ejemplo? —Catherine no solamente celebró el buen humor del capitán, sino que dijo con toda amabilidad: —Cuando esté usted en Londres, no olvide que la invitación de Kitty es también la mía. En ese mismo instante la señora Presty, puntual donde las hubiere, miró su reloj y le recordó a su hija que el ferrocarril no tenía la costumbre de esperar a los pasajeros. Catherine se puso de pie y se despidió del capitán estrechándole la mano. Kitty, queriéndose lucir un poco más, le dio un beso y le susurró al oído un pequeño recordatorio: —En Londres hay un río. No olvide traer su barco. El capitán les abrió la puerta. Deseaba seguir a la señora Norman hasta la estación del ferrocarril. Deseaba viajar en el mismo tren que ella. La señora Presty no hizo el menor intento de recordarle al capitán que ella se hallaba todavía en la habitación. En lo referente a los intereses de la familia, poco le costaba a la anciana adelantar la mirada hasta un futuro lejano, y eso era precisamente lo que estaba haciendo ahora. La posición social del capitán era más de lo que podía desear; resultaba evidente que sus circunstancias pecuniarias eran desahogadas, y además no cabía duda de que se sentía cautivado por Catherine y Kitty. La señora Presty, profeta irreflexiva, ya vislumbraba ante sí un futuro prometedor. Sólo faltaba cerciorarse de que el caballero fuese soltero. El capitán Bennydeck se acercó a ella para despedirse. —Todavía no —se disculpó la mujer, más agradecida que nunca—. Yo ya tengo preparado el equipaje desde hace dos horas. Siéntese unos minutos más. Parece que ha hecho usted muy buenas migas con mi nieta. —Si yo tuviese una niña así sería el hombre más feliz del mundo. —Ay, estimado caballero, no es oro todo lo que reluce —recalcó la señora Presty—. Seguro que ese proverbio en su origen surgió con la intención de referirse a los niños. ¿Me permite que juguemos a las adivinanzas? Yo digo que no está usted casado. El capitán se sorprendió un poco. —Lleva usted razón. No he estado nunca casado. Tiempo después, la señora Presty reconocería que en ese momento había tenido deseos de recompensar al capitán con un beso por su sinceridad. Pero el capitán lo impidió sin saberlo, haciendo una pregunta: —¿Por qué quería saber si soy soltero? La señora Presty anunció modestamente que ése era un asunto en el que no le faltaba ni pizca de experiencia. —Si estuviese usted casado, no le gustarían tanto los niños, ¡Oh, ya le llegará a usted su hora!... quiero decir la hora en que encuentre usted a una buena esposa. El capitán le ofreció una respuesta triste. —A mí ya se me ha pasado el tiempo. Yo no he tenido la suerte que han tenido otros hombres. El capitán estaba pensando en el afortunado que se había casado con la señora Norman. ¿Era su marido merecedor de tanta dicha? —¿Su marido está aquí con usted? —preguntó el capitán. De la respuesta a esta pregunta, dependían temas muy importantes. La señora Presty vaciló un instante, pero acudió en rápido auxilio de su hija, dejando claro que Catherine era viuda, Y lo cierto es que, al hacerlo, y en el modo en que lo hizo, no puede decirse que faltara a la verdad. —No hay ningún señor Norman. —¡Su hija es viuda! —exclamó el capitán, incapaz de ocultar su felicidad por el hallazgo. —¡Pues qué iba a ser si no! —replicó alegremente la señora Presty. ¡Claro, qué iba a ser si no! Si "no hay ningún señor Norman” querría decir (y realmente así era) que el señor Norman estaba muerto. Y por lo que respectaba a la honradez de la señora Norman, de ella no cabía la menor duda, pues pertenecía a la alta soledad. El capitán Bennydeck se sintió un poco avergonzado de su propio ímpetu. Quiso decir algo, pero en ese momento el camarero (que ese día parecía condenado a ser el torpe causante de toda clase de molestias) apareció de nuevo. —Con permiso, señora —dijo—. Acaba de llegar el matrimonio que ocupará estas habitaciones. La señora Presty se levantó rápidamente y le estrechó la mano al capitán. Luego, echó una última mirada a la habitación, y recogió de la mesa su calceta y su horario de ferrocarriles. ¿Se dejaba algo? No parecía haber nada a la vista. La señora Presty fue hasta el dormitorio de su hija para ayudarla a empaquetar. El capitán Bennydeck se encaminó hacia su yate. En el vestíbulo del hotel se cruzó con una dama y un caballero. Y, por supuesto, se fijó en la dama. Era bajita y enigmática, y le pareció que, a pesar de su aspecto nervioso y enfermizo, era una mujer hermosa. ¿Qué habría dicho, qué habría hecho, si hubiese sabido que esos dos desconocidos eran el hermano de Randal Linley y la hija de Roderick Westerfield? CAPÍTULO XXXVI EL SEÑOR Y LA SEÑORA HERBERT Cuando la desconfianza, sentimiento subrepticio donde los haya, se apodera de la mente de uno, lo hace siempre por etapas. Poco a poco va alcanzando su objetivo y consigue deshacer cualquier espejismo con apariencia de verdad. Día tras día, y cada vez más, Sydney se fue convenciendo equivocadamente de que Herbert Linley no podía evitar comparar su actual vida con aquélla que había llevado más felizmente en Mount Morven, y que ahora solamente era un recuerdo. Día tras día aumentaba su infundado temor a que llegara el momento en que Herbert Linley la abandonaría en ese mundo en el que no había lugar para mujeres como ella. ¡Pero solamente eran espejismos, fatales espejismos que para ella representaban toda la verdad! Si bien era cierto que el hombre de quien desconfiaba era moralmente débil, no lo era menos que su cuna y crianza habían hecho anidar en él un firme sentimiento: el honor. Sólo por esa causa podía entenderse que Herbert fuera, si se me permite tal expresión, coherente desde la incoherencia. Podía reprocharse a sí mismo haber sido infiel a la mujer que había abandonado, y al mismo tiempo era capaz de sentir devoción hacia la mujer que él había descarriado. Por más que en sus momentos de soledad sentía cómo se debilitaba su decisión, en presencia de Sydney se mostraba estudiadamente amable en la conversación y considerado en el lenguaje; su conducta hacía pensar en un futuro seguro, pero ella sólo alcanzaba a ver el mundo a través de su desconfianza, distorsionando la realidad. Hechizada, poseída por ese espejismo Sydney leyó una vez tras otra la carta que el capitán Bennydeck le había escrito a su padre, y veía cada vez más claras las circunstancias que relacionaban su situación con la de la pobre muchacha que había dejado de malgastar su vida acabando sus días rodeada de monjas en un convento francés. A continuación dos cosas ocurrieron. Cuando Herbert le preguntó a Sydney a qué parte de Inglaterra deseaba ir una vez abandonaran Londres, ella dijo que había oído hablar de un lugar llamado Sandyseal, y que tenía curiosidad por conocerlo. El mismo día, Herbert, al que le daba igual vivir en su tierra o lejos de ella, puesto que lo que más ansiaba era poder complacer a Sydney, reservó por correo una habitación en el hotel de Sandyseal. Tuvieron que esperar un tiempo hasta que hubo una habitación libre. Entretanto, Sydney, asustada ante su futuro, y melancólica por la ausencia de una amiga o algún familiar a quien pudiera confiar sus penas, decidió que completaría el paralelismo entre sí misma y esa otra alma errante de quien había oído hablar, iniciando una relación epistolar anónima con la comunidad benedictina de Sandyseal. Le envió una carta a la Madre Superiora explicándole la verdadera historia de su vida. Solamente le ocultó los nombres propios de personas. Le reveló que se encontraba sola en el mundo; admitió que deseaba con fervor arrepentirse de su maldad y llevar una vida religiosa; le explicó su infortunio al haber sido criada por personas sin ninguna vocación por la religión, y reconoció que había asistido a lugares de culto protestante, aunque aclarando que había sido una simple casualidad conectada con sus obligaciones como maestra de escuela. La religión de cualquier mujer cristiana, que me ayude a ser yo misma, escribió, es la religión a la que deseo ansiosamente pertenecer. Acudo a ustedes con mi angustia, ¿creen que podrían recibirme? Tras esa sencilla petición, anotó la siguiente dirección: S. W. Administración de Correos, Sandyseal. Cuando el capitán Bennydeck y Sydney Westerfield se cruzaron en el vestíbulo siendo dos perfectos desconocidos, hacía ya una semana que la carta había sido echada al correo en Londres. El criado mostró "al señor y la señora Herbert" su salón, y les rogó que tuvieran la amabilidad de aguardar unos minutos, hasta que las camareras terminaran de arreglar las otras dependencias. Sydney se sentó en silencio. Pensó en su carta. Pensó en la Administración de Correos. Pensó si allí habría alguna respuesta esperándola. Herbert se acercó a la ventana para ver el paisaje, pero antes se detuvo a observar unas láminas que colgaban en la pared. Le parecieron buenas obras de arte, superiores a la decoración habitual de los aposentos de un hotel. Si hubiese ido directamente a la ventana, tal vez habría visto a su antigua esposa, a su hija, y a la madre de la mujer de quien se había divorciado, subiendo al carruaje que les llevaba a la estación del ferrocarril. —Ven a mirar el mar, Sydney —dijo. Hastiada y con una sonrisa apagada, ella se acercó a Herbert. Era un día de sol y calma. En la playa había casetas con aguas termales; por todas partes se veían niños jugando, y en alta mar se distinguían las blancas velas de las naves de recreo. A la tediosa existencia de Sandyseal no le faltaba cierto silencioso aire hogareño, que a ojos de los forasteros no dejaba de tener encanto. Ensimismada, Sydney dijo: —Creo que este lugar será de mi agrado. Y Herbert añadió: —Esperemos que el aire fresco te devuelva la salud. Lo dijo de todo corazón y con amabilidad; pero mientras hablaba siguió mirando por la ventana. Una mujer que las tuviera todas consigo no habría permitido que esta tontería la molestara. Pensó en aquel otro día en Londres, cuando él tampoco había apartado la mirada de la ventana. Sydney se sentó sin decir nada. ¿La había ofendido? ¿Con qué la había ofendido? Herbert se ahogaba en un mar dudas, y se consoló pensando en Catherine. Ella nunca se ofendía por nimiedades como esa, al contrario. Cuando vivía con su esposa, ella siempre le agradecía afectuosamente cualquier palabra amable que viniera de él, por insignificante que fuera. Herbert dejó de lado ese pensamiento y reunió valor para hablar de nuevo con Sydney. —Si crees que Sandyseal es realmente como esperabas —le dijo—, dímelo con tiempo para que pueda reservar una estancia más larga. Quizás quince días sea poco. —Gracias, Herbert, creo que quince días serán más que suficientes. —Si a ti te parecen suficientes... —dijo él. Sensible y suspicaz, Sydney malinterpretó las palabras de Herbert: le pareció que estaba empleando un tono irónico. —Me parece que será más que suficiente para los dos —replicó ella. Él cogió una silla y se acercó a ella. —¿Acaso crees —dijo, con una sonrisa—, que el primero en cansarse de este lugar voy a ser yo? Hasta la sonrisa de él la hacía temblar. A la pobre le pareció que Herbert, con su sentido del humor, no pretendía otra cosa que menospreciarla. —Hemos ido juntos a muchos lugares —le recordó ella—, y juntos nos hemos hartado de todos ellos. —¿Estás diciendo que la culpa ha sido mía? —Yo no digo eso. Herbert se puso de pie y se acercó hasta la campanilla. —Parece que el viaje te ha fatigado un poco —continuó diciendo—. ¿Quieres ir a tu habitación? —Iré a mi habitación, si ése es tu deseo. Él esperó un poco, y luego, con toda la calma del mundo, contestó: —Lo que realmente hubiera deseado yo —dijo—, es que hubieses ido a ver a un médico en Londres. Últimamente te enfadas con demasiada facilidad. He observado que estás cambiando, y quiero pensar que sólo es a causa de tu mala salud. Ella le interrumpió: —¿A qué cambio te refieres? —Es muy posible que ande equivocado, Sydney, pero en más de una ocasión me ha parecido que desconfías de mí. —De lo que desconfío es de la pecaminosa vida que llevamos —dijo ella en un estallido—, y veo que el final se está acercando. Tú eres amable y considerado, y haces lo posible por ocultar la verdad, pero lo cierto es que todo este tiempo que has vivido conmigo solamente ha servido para que te arrepientieras de haber abandonado a tu mujer. Empiezas a darte cuenta del sacrificio que has hecho, y no me extraña que te encuentres así. Di la palabra, Herbert, y te aliviaré de esta carga. —Jamás pronunciaré esa palabra. Ella se quedó dudando un instante. Quería creerle, y al mismo tiempo tenía miedo de hacerlo. —Aún me quedan las suficientes fuerzas —continuó diciendo ella— para arrepentirme, aun cuando será un amargo arrepentimiento, por el daño que le he hecho a la señora Linley. Cuando todo termine, como debe ser, con nuestra separación, ¿le pedirás a tu esposa...? Herbert comenzó a perder la paciencia; sin enfadarse, pero con firmeza, se negó a seguir escuchándola. —Ya no es mi esposa —dijo. Sydney sentía en sus entrañas esa mezcla de amargura y penitencia que sólo una mujer puede sentir. —¿Le pedirás a tu esposa que te perdone? —insistió. —¿Después de que haya sido ella quien ha pedido el divorcio? Herbert señaló la ventana. —Mira el mar. Es como si me estuviese ahogando en él y tuviera que pedirle disculpas. ¿Qué te parecería eso? Las palabras de Herbert no conmovieron a Sydney. No quería saber nada del divorcio. La necesidad del arrepentimiento se hizo más fuerte en su interior. —La señora Linley es una buena mujer —insistió—. La señora Linley es una mujer cristiana. —Ya no tengo ningún derecho con respecto a ella, ni siquiera el de recordar sus virtudes —respondió él con voz grave—. ¡Ya basta, Sydney! Lamento haberte decepcionado. Lamento que estés enfadada conmigo. La actitud de Sydney cambió al escuchar esas palabras. —Hiéreme cuan profundamente desees —dijo humildemente—. Intentaré soportarlo. —¡Por nada del mundo te haría daño! ¿Por qué insistes en afligirme de ese modo? ¿Qué he hecho yo para merecer de ese modo tu desconfianza? —se quedó en silencio, y alargó su mano—. No nos peleemos, Sydney. Y ahora dime qué vas a hacer. ¿Quieres seguir teniendo ese prejuicio hacia mí, o me concederás un juicio justo? Ella le amaba con todo el alma. ¡Era tan joven! ¡Y están tan llenos de esperanza los hombres jóvenes! Aún a pesar de tener esa certeza, Sydney luchó contra sus sentimientos. —Herbert, ¿es tu compasión por mí la que habla en este momento? Herbert se dio por vencido. Le dio la espalda a Sydney y dijo con tristeza: —Es inútil. No hay manera de vencer tu desconfianza. Ella se le acercó. Con una exclamación que equivalía a una súplica, Sydney logró que Herbert se diera la vuelta, la abrazara temblorosamente y pusiera la cabeza sobre su pecho. —Perdóname. Sé paciente conmigo. Ámame. Luego él habló con delicadeza, intentando tranquilizarla. —¡Por fin volvemos a ser amigos, Sydney! —dijo. ¿Amigos? Como mujer, Sydney sintió que la amistad, en su caso, era algo absolutamente insuficiente. —¿Somos amantes? —susurró entonces. —¡Sí! Al oír esa afirmación, Sydney sintió una gran alegría en su corazón. Sonrió, fue hasta la ventana a mirar el mar, y lo contempló con ojos nuevos. —El aire de este lugar me sentará muy bien, ahora lo sé —-dijo—. ¿Tengo los ojos enrojecidos, Herbert? Los bañaré en agua y me arreglaré para estar deslumbrante. Llamó con la campanilla. Acudió la camarera, dispuesta a enseñarle las otras habitaciones. En el umbral, Sydney se dio la vuelta. —Vamos a intentar que este salón se parezca lo más posible a nuestro hogar —sugirió—. ¡Qué lúgubre, qué espantosa parece esa mesa vacía, como si no nos perteneciera! Pon encima algunos de nuestros libros y de mis recuerdos, mientras yo salgo un momento. Cuando regrese tendré cosas que hacer. Al llegar a la habitación Herbert había dejado la maleta de Sydney encima de una silla. Ahora se había quedado solo en el salón, y ya no sentía necesidad de esconderse. Mientras abría la maleta, dijo en un suspiro: —¿Hogar? Nosotros no tenemos hogar. ¡Pobre muchacha!, ¡pobre desgraciada! De todos modos haré lo posible para que viva de esa ilusión. Abrió la maleta. Para proteger los frágiles regalos que ella denominaba "mis recuerdos", Sydney los había envuelto en algodón y los había colocado en la parte superior de la maleta, para que el peso de los libros no los aplastara. Herbert puso gran cuidado en sacar de uno en uno los delicados objetos. Lo primero que encontró fue un frágil candelero chino (que servía para poner en él una bujía) que se había partido en dos pedazos a pesar del esmero de Sydney al envolverlo. Aunque el objeto en sí no era de gran valor, los viejos recuerdos que le traía a Sydney hacían que sintiera un enorme aprecio por él. El candelero se había roto por el pie, podía ser reparado fácilmente, y Sydney no llegaría a enterarse nunca del accidente. Tras consultar con el camarero, Herbert se enteró de que en el pueblo más cercano había quien hacía esa clase de trabajos, y pensó que podía acercarse hasta el lugar dando un paseo. Temiendo que pudiera ocurrir un nuevo desastre si volvía a guardar el candelero en la maleta, abrió un cajón y puso con cuidado los dos trozos en el interior. Al empujarlos hacia el fondo con la mano, notó que había algo en el cajón. Lo sacó. Era un libro, el mismo libro que la señora Presty (¡otra vez ella; no había duda de quién era la reina del mal en la familia!) había ocultado para que Randal no lo viera, y que luego, al marcharse del hotel, había dejado olvidado. Herbert reconoció enseguida las tapas doradas, que él mismo había encargado. Sabía la inscripción de memoria, pero aun así la leyó de nuevo: A mi querida Catherine, de Herbert. En el aniversario de nuestro matrimonio. De repente, el libro le resbaló de las manos y cayó sobre la mesa. Era como si acabase de descubrir algo sorprendente, algo que le causaba un gran dolor. Su esposa (él insistía en seguir llamándola su esposa) había estado en esa misma habitación. Quizás incluso había sido la persona que la había ocupado inmediatamente antes que Sydney y él. ¿Tenía aquel regalo todavía algún valor para su esposa? ¿Y el recuerdo de los viejos tiempos?, ¿seguía teniendo algún valor para ella? ¡No! Era evidente que no. Había dejado olvidado el libro. Tal vez, al salir de casa, su doncella lo había guardado en el equipaje, o la pequeña y encantadora Kitty lo había puesto en uno de los baúles de su madre. En cualquier caso, el libro ahora estaba ahí. Abandonado en el cajón de una mesa de hotel. —¡Oh! —pensó con amargura—, ¡ojalá pudiera ser tan frío con Catherine como ella lo es conmigo! Hasta ese instante había logrado mantenerse firme en su decisión: pero esta prueba final era superior a sus fuerzas. Se dejó caer sobre una silla. Fue su carácter viril lo que le impidió caer en la debilidad del llanto. Recordó que había sido ella quien había solicitado el divorcio, ella quien le había quitado a su hija. ¡En vano! ¡En vano! Herbert estalló a llorar. CAPÍTULO XXXVII LA SEÑORA NORMAN Aliviada de corazón después de la reconciliación (y desgraciadamente no era la primera), con la esperanza recobrada, y recuperada la dulce sensación de satisfacción, Sydney volvía a sentir que la serenidad se adueñaba de su alma. Ya no se torturaba con el pensamiento de la pecaminosa vida que había deplorado con toda honestidad, ni con el recuerdo de la contrariada esposa a quien tanto había deseado compensar. ¿Acaso ha nacido la mujer que ante el renovado fulgor del amor no haya sabido olvidar sus penas? Lo único que ahora angustiaba a Sydney era la carta enviada al convento de Sandyseal. Tal como veía ahora las cosas, más tranquila, podía entender que había ofendido a Herbert. En primer lugar, desconfiando de él. Y después recurriendo a una desconocida en busca de compasión, en vez de recurrir al propio Herbert. Si la respuesta a su carta, que tan temerariamente había solicitado, la estaba esperando en ese momento en la Administración de Correos, y si la Madre Superiora, en su inmensa misericordia, estaba dispuesta a consolarla y a guiarla, ¿cómo iba ahora a echarse atrás?, ¿qué excusa podía poner para rechazar lo que tan amablemente se le ofrecía, y ella misma había solicitado? No le cabía la menor duda de que estaba entre dos alternativas, una no menos ingrata e insufriblemente degradante que la otra. Para una persona sensible como ella, precisamente ésta era la incertidumbre más penosa que podía enfrentar. La camarera no había terminé todavía de arreglar la habitación que le correspondía a Sydney, cuando ésta le preguntó si la Administración de Correos quedaba cerca del hotel. La mujer sonrió: —Aquí todo está cerca, señora. Éste es un lugar pequeño. ¿Quiere que mande al recadero a Correos? Sydney escribió sus iniciales sobre un papel. —Por favor, pregunte si ha llegado algo a este nombre. Le entregó la nota a la camarera. —¡Carteándose con su amante en las narices de su marido! — ésas fueron las palabras exactas de la muchacha, ya en el piso de abajo, cuando el recadero hizo un comentario acerca de lo misteriosas que le parecían esas iniciales. La Madre Superiora le había enviado su respuesta. Sydney temblaba al abrir la carta. Esta comenzaba en tono amable: Te creo, hija mía, y estoy deseando ayudarte. Pero no puedo mantener correspondencia con una desconocida. Si decides darte a conocer, tengo que decirte que le he enseñado tu carta al Padre. Él es nuestro consejero y guía, así en lo espiritual como en lo terrenal, y a él te encomiendo desde el principio. En su sabiduría, el Padre decidirá sobre la difícil cuestión de admitirte o no en nuestra Sagrada Iglesia, y descubrirá, a su debido tiempo, si tienes verdadera vocación para llevar una vida religiosa. Si él aprueba tu petición, puedes contar con mi cariñoso deseo de servirte. Sydney volvió a meter la carta en el sobre. Sintió que estaba muy agradecida a la Madre Superiora, pero obligada por las circunstancias decidió no seguir en tratos con la Comunidad Benedictina. A pesar de que en nada habían variado sus motivos para haber enviado la carta al convento, la sola mención del Padre hubiese bastado para hacer que se echara atrás. La idea de abrirle su corazón a un hombre, y a un hombre desconocido, y de contarle sus más tristes secretos era demasiado monstruosa como para dudar un solo instante de la decisión que debía tomar. Escribió una breve y respetuosa nota, en la que le agradecía a la Madre Superiora su ayuda, y con eso dio por terminada su relación con el convento. Cerró el sobre, fue a echarlo al buzón del hotel y regresó a la salita que estaba a modo de antesala de su habitación. Se sentía liberada de la última duda que la preocupaba, y ansiosa por mostrarle a Herbert lo mucho que creía en él y la enorme esperanza que tenía en un futuro mejor. Cuando Sydney abrió la puerta para salir de su dormitorio, una feliz sonrisa se dibujaba en sus labios. Planeaba preguntarle juguetonamente a Herbert si en su larga ausencia él la había echado de menos. Pero cuando levantó la mirada, se quedó helada. Herbert tenía los brazos estirados sobre la mesa, y la cabeza reposando sobre ellos. Parecía desesperado; respiraba profundamente, con dificultad, y temblaba entre sollozos. Transmitía un gran dolor. Guiada por la compasión y el amor, Sydney se acercó hasta Herbert con la intención de levantarlo de la silla. Pero se detuvo de nuevo. Le llamó la atención que sobre la mesa hubiese un libro. Herbert todavía no se había dado cuenta de que Sydney estaba en la salita. Ella cogió el libro y lo abrió. Leyó la dedicatoria y miró a Herbert. Volvió a leerla, observó la letra, y supo por fin la verdad. Quedó paralizada por el dolor. Volvió a dejar el libro sobre la mesa sin hacer ruido. Luego tocó el hombro de Herbert, y lo llamó por su nombre. El levantó la mirada sobresaltado. Trató de hablarle con el tono amable que le era habitual. —No te he oído entrar —dijo. Ella señaló el libro, mientras la expresión de su rostro y su actitud permanecían insondables. —He leído la dedicatoria que le escribiste a tu esposa —respondió ella—. Te he estado observando mientras pensabas que estabas solo. Has sido misericordioso conmigo ocultándome la verdad durante tanto tiempo, pero ha sido en vano. Ya nada te ata a mí, Herbert. Eres un hombre libre. Él aparentó no haberla entendido, pero ella no dijo ni hizo nada para aclarar la situación. Entonces, él reconoció honestamente que sus palabras le habían afligido. Ella le escuchaba silenciosa y sumisa y permitió que él le cogiera la mano y la besara. Herbert empezó a sentir miedo de Sydney, miedo a perder la razón. Luego hubo un largo silencio, un silencio tenebroso e inquietante. Sydney había olvidado cerrar la puerta de su habitación. En el umbral apareció uno de los camareros del hotel. Hablaba con una persona que quedaba oculta detrás del propio camarero. —Quizás el libro esté en la habitación —sugirió. Una voz amable respondió: —Espero que el caballero y la dama me disculpen, si les pido permiso para buscar mi libro. La mujer entró. Herbert Linley y Sydney Westerfield la miraron. Allí estaba la mujer que habían ultrajado. Ella se detuvo y les devolvió la mirada. Al camarero le sorprendió enormemente que no hablaran. Siendo como era un hombre de pocas luces, llegó a la conclusión de que la gente de alta alcurnia era tan extraordinariamente diferente de la gente común que incluso parecía que no sabían ni hablar. Como Herbert era el que se encontraba más próximo al camarero, éste pensó que lo más civilizado era ofrecerle una explicación al caballero. —La dama ha ocupado antes que ustedes estas habitaciones, señor. Ha vuelto de la estación para buscar un libro que ha dejado. Herbert le hizo una seña para que se marchara. El camarero se dio la vuelta obedeciendo, pero cuando quiso llegar a la puerta tuvo que detenerse para dejar pasar a Sydney, que corría hacia ella con la intención de marcharse. Herbert habló para impedirlo. —Quédate —dijo amablemente—. Ésta es tu habitación. Sydney no sabía qué hacer. Herbert volvió a insistir. Apuntó con el dedo a la que había sido su esposa, y dijo: —Observa cómo te está mirando esa mujer —dijo—. No quiero que te dejes insultar por nadie de ese modo. Sydney obedeció alejándose de la puerta y regresando a la habitación. Catherine, que hasta el momento no había dicho una sola palabra, se volvió hacia Sydney y con la voz tranquila y el tono digno del que no está enfadado y no quiere menospreciar al otro, dijo: —Veo que ha estado usted a punto de marcharse. No quiero ser injusta con usted; no crea que no me he dado cuenta de que mi presencia le provoca un cierto sentimiento de vergüenza. Sydney se había quedado cerca de la mesa tratando de recuperarse. Herbert le dijo: —Dame el libro. Cuanto antes termine todo esto, mucho mejor; para ella y para nosotros. Sydney le entregó el libro. Ni Herbert ni Catherine pudieron ocultar sus sentimientos, ¡porque al final ella había recordado su regalo! Herbert le ofreció el libro. Pero Catherine no había dejado ni por un instante de mirar fijamente a Sydney. Y fue a ella a quien se dirigió de nuevo. —Dígale que no quiero el libro. Sydney, deseosa de obedecer a Catherine, quiso decirle algo a Herbert, pero él la interrumpió de nuevo. —Ya te he dicho que no debes permitir que te insulte de este modo —se volvió hacia Catherine—. Este libro le pertenece, señora. ¿Por qué no lo quiere? Ella se quedó mirando con fijeza a Herbert por primera vez. Y esa única mirada fue suficiente para que él supiera que había obrado mal. —Lo habéis tocado con vuestras manos —respondió Catherine—. Os podéis quedar el libro. Al oír las palabras de Catherine, Sydney sintió una punzada en el corazón. —¡Cuan amargo es el desprecio que sale de sus labios! —¿Acaso quiere hacerme creer que mi desprecio la ofende? ¿Es de eso de lo que quiere presumir? —Te prohibo que insultes a la señorita Westerfield —le dijo Herbert a Catherine. Después se volvió hacia Sydney—: No permitiré que sigas sufriendo —dijo con ternura; luego se acercó a ella para abrazarla. Sydney miró a Catherine, y seguidamente se apartó de Herbert rechazando sin estridencia su cariño. No pasó desapercibido para Catherine este gesto de honestidad y de verdadera penitencia. La actitud de Sydney le había parecido digna de respeto. Se acercó a ella y le dijo: —Señorita Westerfield. Si es usted quien me pide que me lleve el libro, me lo llevaré. Una Sydney taciturna le entregó el libro. En aquella situación, el silencio era la más veraz de las gratitudes. Con tranquilidad, pero con resolución, Catherine arrancó la hoja que contenía la dedicatoria de Herbert, y la puso delante de él sobre la mesa. —Te devuelvo tu dedicatoria. Ya no significa nada para mí —hablaba con firmeza. Ni por un instante se le quebró la voz. Se acercó lentamente a la puerta y se detuvo en el umbral; se dio la vuelta y miró a Sydney—. Espero que sepa usted comprender mi sufrimiento —dijo amablemente—. Si la he ofendido en algo, créame que lo lamento. En la perfecta quietud del aire, pudieron escuchar cómo el sordo roce de su vestido sobre la alfombra se iba apagando. Y la perdieron de vista. Herbert se acercó a Sydney. Estaba decidido a ofrecerle una muestra inequívoca de su cariño. Sentía afecto por Sydney. En lo más profundo de su corazón, sentía afecto por ella. Cuando estuvo más cerca, vio que la joven tenía los ojos llenos de lágrimas, pero ella ni siquiera se había dado cuenta de que estaba llorando. De hecho, apenas era consciente de la presencia de Herbert. Su mirada estaba ausente. Herbert hizo un intento por animarla. —He intentado protegerte de sus ofensas. ¿Crees que he hecho bien? —preguntó. Con un voz lejana, ausente, ella respondió: —¡Sí! —¿Crees que podrás hacer igual que yo, cariño?, ¿crees que podrás olvidar lo que ha ocurrido? Pero Sydney respondió: —Intentaré expiar mi pecado —y se fue hacia la puerta de su habitación. La respuesta sorprendió a Herbert, pero pensó que ése no era el mejor momento para pedirle una explicación. —¿Quieres estirarte un rato y descansar, Sydney? —Sí. Ella se cogió de su brazo, y él la acompañó hasta la puerta de su habitación. —¿Puedo hacer algo más por ti? —preguntó. —Nada, gracias. Sydney cerró la puerta, pero la volvió a abrir enseguida. —Sí, una cosa más —dijo—. Bésame. El la besó con delicadeza. Luego, mientras regresaba al salón, se dio la vuelta y miró hacia el pasillo. Sydney ya había cerrado la puerta de su habitación. Herbert sintió como si la cabeza le fuera a estallar de un momento a otro. Trastornado, fatigado, se dejó caer sobre el sofá: había sido enormemente difícil y dura la prueba que había tenido qu superar. A pesar de la pena que uno pueda sentir por dentro, del miedo, del dolor, siempre llega el momento en que la Naturaleza vence a lo humano. Herbert, desdichado, y rendido por el cansancio cayó en un profundo sueño. Fue el camarero quien, un poco más tarde, al entrar para poner la mesa para el almuerzo, le despertó. —La comida está lista, señor —anunció el muchacho—. ¿Quiere que llame a la señora? Herbert se levantó y fue hacia la habitación de Sydney. Pensó que quizás también ella se había quedado dormida, y entró sin hacer ruido. Pero no vio una sola señal de su presencia. La cama estaba hecha, y sobre la colcha había un trocito de papel. Solamenre tenía escrita una línea: Tú todavía puedes ser feliz, y es posible que dependa de mí. Herbert se quedó paralizado en medio de la habitación vacía; no podía apartar la mirada de la nota. Las únicas palabras que supo pronunciar dejaron bien claro cuánta era su desesperación y su humillación: —¡Me lo tengo merecido! QUINTO LIBRO CAPITULO XXXVIII ESCUCHANDO AL ABOGADO Señor Herbert Linley, con su permiso, voy a responder por escrito a sus peguntas, porque es bastante probable que algunas de las opiniones que aquí encontrará puedieran ofenderle si se las dijera en persona. Lleva usted razón al suponer que la señorita Westerfield oyó hablar de mí en Mount Morven como consejero legal de la dama que antes fuera su eposa. Enseguida le haré a usted saber el propósito por el cual la señorita Westerfield, en aquellas circunstancias, acudió a mí. Sobre cómo logró llegar hasta mi despacho, quisiera recordarle que pudo haber encontrado mis señas en cualquiera de las guías de abogados que existen. El propósito de la señorita Westerfield, como le iba contando, fue, en primer lugar, hacerme saber que había decidido poner fin a la pecaminosa vida que llevaba con usted. Sí, ella le ha dejado para siempre. Sentí pena de ver (aunque ella trató de ocultármelo) cuan triste se sentía por la separación. Tiene que saber usted que dos dulces mujeres lo han amado con pasión, que le han entregado su alma como sólo las mujeres son capaces de hacerlo. Después de haberme explicado eso, la señorita Westerfield mencionó a continuación el motivo que la había traído hasta mi despacho. Me preguntó si podía informarla acerca del paradero de la señora Norman. Debo confesarle que tal petición me dejó estupefacto. A mi entender, la señorita Westerfield es la última persona que puede estar interesada en ponerse en contacto con la señora Norman. Eso es lo que yo pienso, y a usted se lo hago saber, aunque a ella no le dije nada acerca de mi opinión. Lo que sí hice fue preguntarle sus motivos. Me respondió que le avergonzaba compartirlos con un desconocido. Después de escuchar esa respuesta, me negué a darle la información que me pedía. Creo que ella venía preparada para escuchar esa respuesta, porque a continuación me preguntó si yo estaba dispuesto a decirle dónde podía encontrar al señor Randal Linley, su hermano. En este caso me alegré de poder satisfacer su petición: si la señorita Westerfield quería pedir consejo a alguien, ¡quién mejor que su hermano!, pensé yo. Le di sus señas de Londres, y le aclaré que Randal se hallaba en ese momento de viaje, visitando a unos amigos, y que estaría ausente de Londres una semana. Ella me dio las gracias, y se levantó con la intención de marcharse. Debo confesarle que sentí cierto interés por la joven. Quizás porque yo sabía que hubo un tiempo en que ella había sentido por su padre el mismo cariño que mis hijas por mí. Le pregunté si aún vivían sus padres. "Están muertos", dijo. A continuación pregunté: "¿Tiene usted algún amigo en Londres?" Ella respondió: "Yo no tengo amigos". Lo dijo con una resignación realmente triste, y más teniendo en cuenta que se trata de una muchacha tan joven. Me quedé muy afligido. Luego, aun a riesgo de poder ofenderla, le pregunté si tenía suficiente dinero. Ella me dijo: "Ahorré un poco de mi salario de institutriz". Por la variación que noté en el tono de su voz, deduje que se estaba refiriendo a la época en que había vivido en Mount Morven. Me sentí mal al pensar que la pobre muchacha estaba sin amigos, y que terminaría durmiendo en una de esas fondas miserables de Londres. Por fortuna, al llegar a la estación lo primero que había hecho la señorita Westerfield había sido acudir a mi despacho. Todavía no tenía decidido dónde hospedarse, así que pude serle útil. Mi pasante más veterano se encargó de dejar a la señorita Westerfield con una gente muy respetable, en cuya casa de huéspedes estaría segura y podría alojarse por muy poco dinero. No voy a darle a usted las señas de la fonda. Creo que es mejor que la señorita Westerfield no sea molestada. Al cabo de una semana, vino a visitarme un gran amigo: el bueno de Randal Linley. Ese mismo día, Randal había visto a la señorita Westerfield. Ella le había contado la conversación sostenida conmigo, y le había formulado la misma petición que yo creí prudente no satisfacer. Por el contrario, sí confesó los motivos que a mí no quiso explicarme. Randal quedó tan impresionado por el sacrificio de esta mujer redimida, que de inmediato se mostró dispuesto a proporcionarle el paradero de la señora Norman. Sin embargo, después de darle vueltas al asunto, Randal entendió que, pr puros y desinteresados que fueran los motivos de la señorita Westerfield, que sin duda lo eran, él no tenía derecho a provocar un encuentro que podía tener consecuencias fatales para la propia señorita Westerfield. De modo que a lo único que quiso comprometerse fue a transmitirle a la señora Norman lo que la señorita Westerfield había dicho, y a informar posteriormente a la joven acerca de los resultados de dicho trámite. En los ratos en que mi trabajo me dejaba un respiro, me sentía a veces un poco intranquilo al pensar en el futuro de la señorita Westerfield. El bueno de su hermano logró que por fin yo me sintiera más tranquilo a este respecto. Randal me propuso lo siguiente: que dejásemos a la señorita Westerfield al cuidado de un viejo y querido amigo de su difunto padre, el capitán Bennydeck. Como ella se había separado de usted voluntariamente, Randal y el capitán vieron llegado el momento que tanto tiempo habían estado esperando. En aquellos días, el capitán Bennydeck estaba navegando en su barco. A su regreso, él o Randal se encargarían de preguntarle a la señorita Westerfield su opinión al respecto y ella, sin duda, no dejaría pasar la oportunidad de conocer al amigo de su padre. Esto es todo cuanto puedo explicarle en respuesta a las preguntas que me ha formulado usted. Permítame que le dé un buen consejo: haga lo único que puede hacer para desagraviar a esa pobre muchacha: resígnese a una separación, será lo mejor para ella y para usted. SAMUEL SARRAZÍN CAPÍTULO XXXIX ATENDIENDO A RAZONES Randal no tuvo noticias del capitán Bennydeck durante un largo periodo, así que pensó que lo mejor que podía hacer por Sydney era dejarse caer por el Club para hacer ciertas averiguaciones. Allí nadie supo decirle dónde estaba el capitán. Randal decidió entonces enviar una carta al hotel de Sandyseal solicitando la información que necesitaba. La respuesta del hotelero le dejó un poco sorprendido. Hacía unos días el barco había aparecido de nuevo en la bahía. El capitán, que tenía buen aspecto, había bajado a tierra para coger el primer tren a Londres. El patrón del barco había informado al hotelero de que tenía órdenes de llevar de nuevo la nave a puerto. El hecho de que el capitán hubiese cambiado de planes, terminando la travesía un mes antes de lo previsto, dejó a Randal confuso. Fue a la casa del capitán, pero lo único que le dijeron los criados era que no sabían nada de su señor. Randal se quedó unos días en Londres, con la vaga esperanza de que Bennydeck fuera a visitarle. Durante este intervalo, su paciencia fue recompensada por un hecho inesperado. Se enteró del paradero de su amigo el capitán a través de una carta de Catherine, remitida desde el Hotel Buck de Sydenham. En la carta, Catherine, después de regañar cariñosamente a Randal por no haberle escrito ni una vez, y no haberla visitado, le invitaba a comer. Y terminaba con estas palabras: Solamente estaremos tú, yo, y un amigo tuyo, que también lo era mío, al menos la última vez que nos vimos. El capitán Bennydeck ya se ha cansado del mar. Está hospedado en este hotel porque ha decidido que le dé un poco el aire de Sydenham; y parece que le sienta muy bien. Randal se quedó pensando muy seriamente en lo que acababa de leer. Afirmar que Bennydeck "se había cansado del mar", y que estaba deseoso de respirar el aire de un arrabal de Londres, cuando a él lo que le gustaba era la suave brisa del Canal, era una veleidosa y absurda invención. Nadie que conociera al capitán lo podría haber creído. A pesar de la apariencia de candidez que la carta de Catherine dejaba traslucir, Randal llegó a la conclusión de que la verdadera razón por la que su amigo había interrumpido su travesía marítima podía hallarse en la propia Catherine. La estancia junto al mar, y el paso del tiempo, le habían devuelto a Catherine su encanto personal, el que poseía antes del tiempo de las penas y las preocupaciones. El hecho de que Catherine se hubiera cambiado de nombre era sin duda la explicación de que Bennydeck, un hombre tan devotamente religioso, no se hubiera alarmado ante el asunto del divorcio de Catherine. ¿Qué le había ocurrido al capitán Bennydeck? ¿Se había quedado prendado de la belleza de Catherine? ¿Se estaba lo suficientemente prendado como para que ella se diera cuenta de ello? ¿Era secretamente correspondido ese interés? Randal le escribió una carta a Catherine aceptando la invitación. Decidió, sin embargo, que iría un poco antes de la hora convenida, con la intención de hablar en privado con ella. Pensaba que así no tendría tiempo de preparar las respuestas a las preguntas que Randal quería hacerle. En las jornadas anteriores al día del almuerzo, se produjo un suceso calamitoso que terminó de convencer a Randal de que había tomado la decisión idónea. Ocurrió que después de meses de no haberse visto, Herbert vino a visitarle. ¿Quién era este hombre huraño, desaseado, de aspecto mortecino y lastimoso que le miraba con los ojos enrojecidos? ¿Se trataba realmente de su hermano, el mismo al que Randal recordaba como un hombre de buena presencia, de trato agradable, y feliz? Randal se sintió tan apenado que por un momento pareció que se había quedado sin habla. Con un gesto, le pidió a su hermano que tomara asiento. Herbert se dejó caer sobre la silla demostrando una fatiga que resultaba alarmante. Su modo de hablar resultó de lo más extraño, pues transmitía una rabia sólo comparable a la de un animal acorralado. —Parece que te incomodo —dijo. —Me pone nervioso verte así. No sabes cuánto. —Dame un vaso de vino. He estado caminando horas y horas sin rumbo. Estoy muerto. Bebió el vino con ansiedad. En cualquier otra circunstancia, Herbert habría sentido su efecto vivificante, pero aquel día no fue así, y su tono continuó siendo tenebroso y amenazador. Cuando un hombre es moralmente débil y no es capaz de enfrentarse a la calamidad, ésta se abre camino a costa de su caballerosidad. Y es así como la desgracia termina mostrándose desnuda, como la propia naturaleza del hombre primitivo y salvaje a cuyo linaje no debemos olvidar que pertenecemos todos, pues de todos es antepasado. —¿Te encuentras mejor, Herbert? Herbert dejó el vaso vacío sobre la mesa, ignorando la pregunta que le había hecho su hermano. —Randal —dijo Herbert—, tú sabes dónde está Sydney. Randal admitió la verdad. —Dame sus señas. La memoria me traiciona. Escríbelas. —No, Herbert. —¿No quieres escribirlas? ¿No quieres dármelas? —Ni voy a dártelas ni a anotarlas. Y ahora vuelve a sentarte. No me asustan ni tu mirada de desafío ni tus puños apretados. La señorita Westerfield ha tomado una sabia decisión al separarse de ti. Y tú haces muy mal en querer volver con ella. Voy a explicarte las razones que tengo para pensar así, e intenta comprenderlas. Y una vez más: siéntate. La gravedad de la situación se reflejaba en el rostro de Randal. Si su corazón se hallaba dolido por la situación que estaba atravesando su hermano, no le faltaban razones para sentirse enfadado, porque Herbert parecía haber escogido el camino a través del cual el sufrimiento del ser humano termina desembocando en envilecimiento. El pobre Herbert se humilló ante la firmeza de voz y la mirada de Randal. —No seas severo conmigo —dijo—. En la situación en que me encuentro, lo que necesito es compasión. Sobre todo de mi hermano. Yo no soy como tú. No estoy acostumbrado a vivir solo. Estoy acostumbrado a tener a mi lado a un mujer cariñosa que me hable, que me cuide. No sabes lo que es ver a una mujer hermosa, vestida con trajes elegantes, servicial, atenta, que nunca piensa en sí misma. No sabes lo que es haber tenido todo eso y de repente encontrarse, solo como me encuentro ahora. Ya no la tengo; mi esposa me ha abandonado, me ha quitado a mi hija, y ahora me han quitado a Sydney. Estoy solo. ¿Has oído lo que digo? ¡Solo! Coge ese atizador del fuego. Cógelo y reviéntame los sesos. Devuélveme a mi Sydney o mátame. Si tuviera suficiente valor, lo haría yo mismo. ¡Oh, por qué tuve que darle el empleo a esa institutriz! ¡Oh, Randal, yo era tan feliz con Catherine y con mi pequeña Kitty! Herbert apoyó la cabeza en el respaldo de la silla. Parecía muy cansado, y Randal le ofreció otro vaso de vino. Pero él lo rechazó. —Cuando bebo mucho vino me pongo frenético. Habrás oído el viejo dicho de que los hombres olvidan sus penas con la bebida. Ayer lo intenté hacer, pero lo único que conseguí fue que la cabeza me ardiera como el mismísimo fuego. Ese vaso que he tomado ahora creo que me ha sentado mal. ¡No! No me he desmayado. Déjame que descanse la cabeza un poco. Cógeme la mano, Randal. Tú y yo siempre nos hemos hablado con respeto, nunca nos hemos levantado la voz, y no deberíamos empezar ahora. Ya me he dado cuenta de que me estoy volviendo perverso. No sabía lo enamorado que estaba de Sydney hasta que la he perdido, hasta que la abandoné —hizo una pausa y se pasó la mano por la cara, que le ardía. ¿En qué estaría pensando Herbert? —Mi querido y viejo amigo, quiero que me hagas un favor. Quiero que me digas dónde vive mi esposa en estos momentos. Randal se quedó perplejo. —Sabes muy bien —respondió—, que Catherine ya no es tu esposa. —¡Eso no tiene importancia! ¡Tengo que hablar con ella! —No debes hacerlo en estas circunstancias. —¿Y tú, podrías hacerle llegar un mensaje? —Primero dime de qué se trata. Herbert le lanzó una severa mirada y lo tomó del brazo. Por el modo en que pronunció las siguientes palabras, parecía que volvía a ser el mismo que su hermano había conocido: —Dile que estoy muy solo. Dile que me moriré si nadie me consuela. Y pídele que me deje ver a Kitty. Randal se sintió conmovido por la quebrada voz de Herbert. —No puedo verte así, Herbert —dijo cariñosamente—. Haré que Catherine reciba tu mensaje, y haré todo cuanto pueda para convencerla. —¿Lo harás ahora mismo? —Sí, en cuanto me sea posible. —¿Y no lo olvidarás? No, no lo olvidarás. Sé que no lo olvidarás —Herbert intentó levantarse de su silla, pero volvió a caer de espaldas—. Si no es molestia, permíteme que me quede un rato descansando —pidió—. Ya sé que no resulto una buena companía, ya lo sé. Me marcharé en cuanto me lo pidas. Randal no quiso ni oír hablar de ese asunto. —Te quedarás aquí conmigo. Y si yo salgo de casa, se quedará contigo alguien que te aprecia casi tanto como yo —mencionó a continuación el nombre de uno de los más antiguos sirvientes de Mount Morven que, tras la ruptura de la familia, había ido a servir a la casa de Randal—. Y ahora, descansa —dijo—. Te pondré este cojín para tu cabeza. Herbert respondió: —Me siento como si hubiese regresado a casa —y se acomodó para poder descansar un rato. CAPÍTULO XL CUIDÁNDOSE EL TEMPERAMENTO Al día siguiente, Randal se apresuró a hacer los preparativos para poder llegar al hotel de Sydenham una hora antes del almuerzo. Sus esperanzas de que Catherine recibiera de buen grado el mensaje que le traía de parte de Herbert eran tan escasas que no quiso decirle nada a su hermano por temor a crearle falsas esperanzas. Cuando Randal salió de casa, nadie sabía qué asunto se traía entre manos. En el momento en que se sentó en el carruaje, apareció, como siempre, el muchacho de los periódicos. Ese mismo día había salido a la venta un nueva entrega de una popular revista semanal. Randal compró un ejemplar. Después de leer uno o dos artículos sobre asuntos políticos, llegó a las páginas dedicadas a las "Noticias de Moda". Como no le interesaban nada ese tipo de cosas, comenzó a pasar rápidamente las páginas en busca de las gacetillas sobre literatura y teatro. Entonces le llamó la atención un nombre que le resultaba bastante familiar. Leyó toda la noticia. Decía lo siguiente: La señora Norman, que luce encantadoramente su viudez, está pasando unos días en el hotel Buck, rodeada de los habituales personajes ilustres que suelen hallar reposo en sus habitaciones. Se comenta que la dama está a punto de casarse con un oficial retirado de la Armada, famoso por cierto episodio ocurrido en el Ártico, aunque probablemente todos ustedes le conozcan por ser de nuestros más importantes y conocidos filántropos. La descripción de Bennydeck era tan exacta que no dejaba lugar al equívoco. Randal leyó una vez más la primera frase de la noticia: ¡La encantadora viuda! ¿Era posible que se estuvieran refiriendo a Catherine? Randal no podía imaginar que la crueldad de Catherine pudiera llegar hasta el extremo de hacerse pasar por viuda, de contestar a las inevitables preguntas de Kitty con la explicación de que su padre había muerto. Randal llegó al hotel de Sydenham sin saber a qué atenerse. Su cabeza era una hoguera de suspicacias contradictorias. Pero algo le decía que al final todo se aclararía y que la encantadora viuda no sería Catherine sino otra mujer. Pero cuando entró en el hotel ya le aguardaba una primera decepción. La señora Norman y su hijita habían salido a dar un paseo en coche con un amigo, y se les esperaba puntuales a la hora de comer. La señora Presty sí estaba en el hotel, probablemente en el jardín. Randal la encontró cómodamente sentada en la glorieta, haciendo calceta y leyendo el periódico que tenía en su regazo. La señora Presty se levantó y saludó a Randal con sonrisa y gesto amable, lo cual no era nada habitual en ella. —¡Oh, Randal, eres muy amable al venir tan pronto! —comenzó diciendo la señora Presty, que enseguida se dio cuenta, gracias a su penetrante lucidez, de que a Randal no le había alegrado en exceso ser recibido con tan radiante sonrisa—. ¡No irás a decirme que has venido hasta aquí para estropear nuestro almuerzo con malas noticias! —añadió, mirándole con desconfianza. —Eso depende de usted —contestó Randal. —Esta pobre e inútil anciana se siente muy halagada por tus palabras. Pero a mí no me vengas con misterios, querido. Yo no pertenezco a esa generación que en un vaso de agua monta una tormenta de mil demonios; que confunde una banal escaramuza con una feroz batalla. ¡Habla sin rodeos! Randal le dio la revista, abierta por la página que traía la información acerca de la viuda. —Ahí tiene la noticia que quería darle —le dijo. La señora Presty le echó un vistazo, y le devolvió la revista a Randal. —No sabes cuánto lamento tener que estropear esta actuación tuya tan teatral —dijo ella—, pero deberías saber que, en lo que a noticias se refiere, aquí en Sydenham vamos solamente media hora retrasados respecto a Londres. Querido, debo informarte de que esta nueva es prematura. Lo que ocurre es que si estos tipejos que escriben en las revistas tuviesen que esperar hasta averiguar si una noticia es verdadera o falsa, ¡cuan escasos serían los chismes que encontraría nuestra sociedad en sus gacetillas preferidas! Además, lo que no es verdad hoy, lo es a la semana siguiente. El autor solamente dice: Se comenta. ¡Qué delicado por su parte! ¡Qué perfecto caballero! —Señora Presty, ¿está usted diciéndome que Catherine...? —Estoy diciéndote que Catherine es viuda. Una viuda creada por esta viejecita que tienes delante, ¡y bien que lo he hecho! —Señora, si ésta es una de sus bromas... —De ningún modo, caballero. —¿Señora Presty, se da usted cuenta de que mi hermano...? —¡Oh, no me hables de tu hermano! Herbert solamente es un obstáculo en nuestro camino, y no hemos tenido más remedio que deshacernos de él. Randal se alejó unos pasos de la señora Presty. Era una anciana demasiado sabia para él; no lograba entenderla. "¿Se habrá trastornado del todo esta mujer?" se preguntó en silencio Randal. —Siéntate —dijo la señora Presty—. Veo que estás realmente empeñado en tomarte este asunto como algo personal, y que quieres que justifique cada palabra que digo; me da mucha pena que carezcas de sentido del humor. Pero si a pesar de todo sigues insistiendo, lo haremos a tu manera: me pondré a la defensiva. Así que ahora oirás cómo fueron tratadas mi hija divorciada y mi pobre nietecita en Sandyseal, después de tu marcha. Después de narrarle los acontecimientos, la señora Presty le sugirió a Randal que antes de aventurarse a dar su opinión se pusiera en el lugar de Catherine. —¿Tú te hubieses arriesgado a que te humillaran de nuevo y de la misma forma? —le preguntó—. ¿Habrías consentido que hiciesen sufrir a tu hija? —Yo me habría retirado a vivir a algún lugar lejano y me habría quedado ahí para siempre —respondió él—. Ni un solo día habría andado yo con mi hija por ningún hotel lleno de desconocidos. —¡No me digas! ¿Entonces habrías preferido condenar a tu pobre hijita a una miserable soledad? ¿Y la mirarías mientras se muere por estar en compañía de otros niños, y no sentirías compasión de ella? Me pregunto qué habrías hecho tú cuando el capitán Bennydeck vino a vernos a la costa. Alguien le presentó a la señora Norman, y a la hijita de la señora Norman, y a todas nos pareció un hombre encantador. Un día, el capitán y yo nos quedamos a solas. El se prendó de la hermosura de mi hija y naturalmente quiso saber dónde estaba el marido, el señor Norman. ¿Qué le habrías contado tú? —Le habría dicho la verdad. —¿Le habrías confesado que no había ningún señor Norman? —Sí. —¡Pues eso fue exactamente lo que le dije! El capitán, a quien anteriormente habían presentado a Kitty, llegó por sí solo a la concusión de que la señora Norman sólo podía ser viuda. Si yo le hubiese aclarado el asunto en ese momento, ¿qué habría sido de la reputación de mi hija? Si yo le hubiese explicado toda la verdad en este hotel, delante de toda esta gente que quería saber quién era esa hermosa y distinguida dama que se hacía llamar señora Norman, ¿tienes idea de lo mucho que habrían sufrido Catherine y su hijita? ¡No! ¡No! ¡Eso no! Espero que sepas reconocer que he resuelto esta espantosa situación lo mejor que he podido. Una mujer cruelmente ofendida, y su hijita, pueden estar tranquilas, y ha sido gracias a mí. No había otro posible desenlace más que éste. Me he visto obligada a tratar a tu hermano como a un personaje de novela. Lo he hecho desaparecer igual que a un náufrago, porque ése era el modo más fácil de responder a preguntas molestas. "Se encuentra nave a la deriva en medio del Atlántico, y a todos sus tripulantes ahogados". Peores historias se han publicado. —¿Ha hecho usted todo esto con el consentimiento de Catherine? —preguntó Randal, levantándose de su silla. —Mi hija es una mujer prudente, y sabe que hay ocasiones en las que hay que resignarse ante las circunstancias. —¿Y Catherine está de acuerdo en contarle a Kitty que su padre está muerto? La señora Presty se puso seria. —¡Alto ahí! —respondió—. Antes de que Catherine consintiera en llevar a cabo mi plan, llegué a un acuerdo con ella. Le dije: ¿Permitirás que la niña vuelva a ver a su padre? ¡Ésa era exactamente la pregunta que Randal quería hacerle a Catherine! Tal y como le había prometido a su hermano. —¿Y qué le respondió Catherine? —dijo él, inquisitivo. —Fue muy sincera. Me dijo: "¡No me atrevo!" Esa respuesta fue suficiente para mí. Con ella, mi hija me daba permiso para hacerle saber a Kitty que jamás volvería a ver a su padre. No tardó mucho la niña en preguntar si su padre estaba muerto. —Es suficiente, señora Presty. Veo que sigue usted utilizando unos argumentos que están a la altura de su modo habitual de hacer las cosas. —Di mejor que están a la altura de la triste situación en que nos encontramos mi hija y yo por culpa del comportamiento del despreciable de tu hermano. ¡Di eso, y no estarás faltando a la verdad! Randal no hizo caso a las palabras de la señora Presty. —Cuando vea usted a Catherine, tenga la bondad de decirle que haría cualquier cosa por ella; pero que, después de lo que acabo de oír, ni me atrevo a sentarme a su mesa, ni a mirar a mi pobre sobrina a la cara. La señora Presty volvió a hablar con osadía: —Una sabia decisión —resaltó—. La amargura que se ve en tu rostro sólo serviría para estropear uno de los mejores almuerzos que se haya servido jamás en una mesa. ¿Tienes algún mensaje para el capitán Bennydeck? Randal quiso saber si su amigo se encontraba en ese momento en el hotel. Con una sonrisa muy significativa, la señora Presty respondió: —En este preciso momento, no. —¿Y dígame, dónde está? —Donde cada día, a esta hora. Dando un paseo en coche con Catherine y Kitty. Siendo tan íntimas las relaciones entre Catherine y Bennydeck, Randal se sintió aliviado al regresar a Londres sin haberse topado con su amigo. Se despidió de la señora Presty con una simple inclinación, como si de una desconocida se tratara. Pero ella, vieja dama incorregible, lo despidió de modo cariñoso y familiar. —Adiós, querido Randal. ¡Aguarda un momento! ¿Crees que podrías venir si te invitamos a la boda? Cuando llegó a la estación del ferrocarril, Randal fue informado de que todavía habría de esperar el tren un buen rato. Mientras paseaba arriba y abajo por el andén, doblemente preocupado por su hermano y por Sydney, hizo su aparición en la estación el tren de Londres. Randal no se movió. Permaneció de pie mientras su mirada se perdía entre los pasajeros que en coches de caballos iban arribando a la estación del ferrocarril. De repente, entre todo aquel alboroto, reconoció una voz. Una voz que preguntaba por el camino que conducía al Hotel Buck. Rápidamente cruzó la vía y se topó de narices con Herbert. CAPÍTULO XLI RANDAL HACE LO QUE PUEDE Durante un instante, los dos se miraron en silencio. En los ojos de asombro de Randal brillaba el reflejo de la mirada interrogativa de Herbert. —¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Herbert sospechando algo—. ¿Has estado en el hotel? —preguntó con brusquedad—. ¿Has visto a Catherine? Diciendo que no había visto a Catherine, no faltaba a la verdad. Y eso fue precisamente lo que dijo. —Que yo recuerde —dijo entonces Herbert— tú nunca le has mentido a tu hermano. Tengo que pensar que los dos hemos leído la misma revista, y tú has llegado el primero con la intención de aclarar las cosas. ¿Es eso lo que ha sucedido, verdad? Me pregunto quién debe ser esa tal señora Norman. ¿Has podido averiguarlo? —No. —De lo único que estoy seguro es de que no se trata de Catherine. Y sabiendo eso, me voy a ir a casa mucho más tranquilo —dijo Herbert cogiendo a su hermano del brazo y llevándolo hacia el andén—. ¿Sabes una cosa, Randal? Por un momento he llegado a pensar que esa mujer podía ser Catherine. ¡Así ardan en el infierno esos gacetilleros con su maldita revista! —sacó de su bolsillo el ejemplar, lo rasgó por la mitad y lo lanzó contra el suelo—. El pobre Malcolm me la dio con toda su buena intención —dijo refiriéndose al viejo criado—, pero sólo me ha hecho más desgraciado. El público, goloso, no se contenta con murmurar a escondidas, sino que tiene que devorar chismografía impresa. Y la demanda es tal que no ha nacido todavía el editor que pueda satisfacerla. Randal recogió del suelo los trozos de papel que habían formado parte de la revista. No era la misma que él había comprado en la estación. La que Herbert había estado leyendo era la competencia de la que había comprado Randal. Estaba dedicada a las "Notas de Sociedad", y en ese último número había aparecido la misma información acerca de la boda de la señora Norman, salvo que aquí se habían atrevido a publicar el nombre del capitán Bennydeck. —¿Y dices que Malcolm te ha dado esto? —preguntó Randal. —Así es. Él y la doncella de la casa de al lado están suscritos a la revista. Malcolm debió pensar que leyéndola me distraería un poco. Pero cuando he leído eso de la tal señora Norman, he salido como un rayo hacia la estación del ferrocarril. ¡La verdad es que no sé como no me he vuelto loco en el momento mismo de haberlo leído! —¡Tranquilízate, Herbert! ¿Y si fuese cierta esa información que has leído? —¿Por qué habría yo de imaginar algo así, después de lo que me contaste? —No te enfades, Herbert, y hazme el favor de no olvidar una cosa: después del divorcio, tanto tú como Catherine podéis volver a casaros si es vuestro deseo. Herbert pareció salirse de sus casillas. —¡El que quiera casarse con Catherine se las tendrá que ver conmigo! De todos modos, no es ésa la cuestión que aquí estamos tratando. Te olvidas de que a la mujer del hotel Buck la llaman la viuda. Y además, está Kitty: ¿cómo se las habría apañado Catherine para engañar a nuestra hija de ese modo? ¡Ésa pregunta era la que me volvía loco, Randal! Pero ahora ya estoy tranquilo. ¿Has visto a Catherine últimamente? —No, hace tiempo que no la veo. —Me imagino que estará tan hermosa como siempre. ¿Cuando irás a pedirle que me deje ver a Kitty? —Ya me ocuparé de ello más adelante —fue la única respuesta que se atrevió a darle. Randal se sentía agobiado por el enorme enredo que se estaba produciendo a su alrededor, y siendo de naturaleza cándida no se veía capaz de desengañar a Herbert. Si le decía la verdad allí mismo, tan cerca del hotel, y en el estado de nervios en que se encontraba ¡quién sabe qué desgracias podían ocurrir!; si se lo contaba todo de regreso a casa, corría igualmente el mismo riesgo, y si decidía guardar el secreto, el desarrollo de los acontecimientos podía poner de relieve, en cualquier momento, todo lo que él estaba intentando ocultar. Por otro lado, no podía confiar en Catherine, una mujer que se había dejado embaucar por el tramposo proceder de su madre sin oponer resistencia. ¿Cabía la posibilidad de que Catherine terminara diciendo la verdad sobre su pretendida viudez, precisamente ahora que parecía dispuesta a corresponder al galanteo de Bennydeck? Randal pensó que quizás estaba traicionando a Catherine, pero finalmente decidió que debía obrar en contra de la mujer a la que había conocido y admirado, y en la que había confiado durante tantos años. A fin de cuentas, no había duda de que su segundo matrimonio habría de tener consecuencias desastrosas, y tarde o temprano la noticia llegaría a oídos de Herbert. Entretanto, la cruel mentira ideada por la señora Presty, inventada para que la pobre Kitty no hiciera demasiadas preguntas, había levantado un muro insuperable para el encuentro entre padre e hija. Pero Randal tenía otros motivos para sentirse receloso. Le había prometido a su hermano hacer todo lo que estuviera a su alcance para convencer a Catherine de que se encontrara con Sydney. Ahora le parecía que esa promesa era una misión absolutamente imposible. Sydney no estaba preparada para tan controvertido encuentro, y podía cometer cualquier clase de imprudencia. Después de haber estado en Sydenham, Randal era de la opinión de que dejar a Sydney bajo la tutela de Bennydeck era algo que ya no podía prometerle a la joven. Nadie ponía en duda que el capitán había aceptado a la hija de Catherine, y que la quería como si se tratara de la suya propia. Pero mientras el capitán estuviera cortejando a Catherine, estaba claro que Sydney no recibiría el cariño que en otras circunstancias no le hubiese faltado. Fuera cual fuere el desenlace final, Randal pensó que sólo le quedaba una salida. Tenía que hacer que Sydney y Bennydeck se conocieran cuanto antes, y escribirle inmediatamente una carta al capitán para que estuviese preparado para el encuentro. Aun tratándose de un trámite en apariencia sencillo, Randal pensó que debía valorarlo en todos sus detalles. ¿Debía mencionar la información que relacionaba a Bennydeck con Catherine? Su sentido de la delicadeza le dictó que tomarse esa libertad no estaba en absoluto justificado, aunque Catherine fuese una íntima amiga suya. Si el capitán deseaba abordar en algún momento ese asunto, era una decisión que debía tomar él. Además, si tenía en cuenta el bien de Catherine, que ya había sufrido mucho, Randal no podía escapar a otros muchos interrogantes: ¿tenía derecho a no alegrarse por el segundo matrimonio de Catherine?, ¿acaso Bennydeck no era un hombre moral e intelectualmente superior al primer marido de Catherine?, ¿qué futuro más feliz podía imaginar para Catherine que haberse convertido en la esposa de su buen amigo el capitán? Escrita en razón de esos argumentos, su carta contenía estas pocas palabras: Estoy seguro de que se alegrará usted cuando oiga lo que le tengo que comunicarle. La hija de su viejo amigo ha dejado su vida pecaminosa, y ha hecho algunos sacrificios que demuestran la sinceridad de su arrepentimiento. Sin entrar en detalles, que es lo más misericordioso en este caso, permítame tan sólo informarle de que Sydney Westerfield se ha hecho inequívocamente merecedora del paternal interés que usted le profesa. Yo respondo por ella. Con su permiso, mañana, cuando me reúna con Sydney, le diré que muy pronto usted irá a verla. Creo que puedo tomarme esa libertad, pero de todos modos estoy seguro de que la pobre muchacha se sentirá más tranquila ante al encuentro si puedo garantizarle que todo cuanto yo le digo es con el consentimiento de usted. En la posdata añadió las señas de Sydney, y esa misma tarde envió la carta. La tarde del día siguiente, Randal recibió dos cartas timbradas en Sydenham. En una de ellas, la dirección estaba escrita con la letra de la señora Presty. El azar quiso que Randal cogiera esa carta primero, y que la lanzara inmediatamente al cesto, con lo cual su opinión acerca de la remitente quedaba del todo expresada. La segunda carta, escrita con hosco estilo, la enviaba Bennydeck. No mencionaba para nada que tuviera pensado hacer cambios en su vida. En ella decía que no le iba a resultar posible marcharse de Sydenham antes de un día o dos, pero no mencionaba la causa de su demora. Quizás lo más razonable habría sido deducir de ello que sobre la boda nada estaba decidido todavía, y que el capitán se encontraba esperando la respuesta de Catherine. Randal se guardó la carta en el bolsillo y se fue a la casa de huéspedes con la intención de ver a Sydney. CAPÍTULO XLII INTENTANDO PERDONARLA Hacía más calor de lo habitual. De todos los lugares del mundo, Londres era el peor sitio para pasar un verano tórrido. Por lo que Randal podía recordar, Sydney acostumbraba a hacer un solo paseo al día, siempre por la tarde. Así pues, cuando al preguntar por ella le respondieron que había salido, se sorprendió. —¿Ha ido a dar un paseo? —preguntó—. ¿Con este día? No. Sydney no podría caminar. El calor era sofocante. El hijo de la dueña había ido a la parada a buscar un coche de caballos, y allí oyó a la señorita Westerfield decirle al cochero que la llevara a Lincoln 's Inn Fields. Al oír el nombre de ese lugar, Randal pensó de inmediato en el señor Sarrazín, y se encaminó al despacho del letrado con la intención de descubrir algo más. Randal tenía el presentimiento de que Sydney había vuelto a acudir al señor Sarrazín. Tras varias averiguaciones, se enteró de que, tal como había supuesto, la señorita Westerfíeld había estado en el despacho, pero hacía más de una hora que se había ido. Después de haberle confesado ese hecho, el bueno del señor Sarrazín cambió bruscamente de tema, para comenzar a hablar del tiempo. Al igual que todos los habitantes de Londres, el abogado se quejaba de la dureza del verano. No siendo ese tema del agrado de Randal, el abogado optó entonces por hablar de política. A Randal nunca le habían interesado los partidos políticos y menos aún si como ahora éstos necesitaban urgentemente la reforma de sus estructuras. Como que el señor Sarrazín no quería de ningún modo que su invitado tomara la iniciativa de la conversación, recurrió a su sentido de la hospitalidad. Abrió su petaca, comenzando a recitar las bondades de sus cigarros puros, y le ofreció una bebida. Randal no tenía sed, ni acostumbraba a fumar puros. Finalmente, pareció que el abogado se rendía. —Amigo mío, usted quiere algo de mí —dijo sonriendo con paciencia—. ¿Quiere decirme de una vez de qué se trata? Randal le dijo entonces: —Quiero saber por qué ha venido a verle la señorita Westerfield. El señor Sarrazín se escudó en su galantería. —Los secretos de una dama son sagrados —declaró con solemnidad—.Y más aún si se trata de una bella dama. ¡El sexo femenino, mi querido amigo! ¿Acaso tendré que recordarle cuáles son nuestros deberes con el sexo femenino? A Randal no le pareció ninguna novedad que el señor Sarrazín se exaltara de ese modo. Al fin y al cabo, era medio extranjero. Y por otro lado, en general el interés que demostraba hacia el sexo femenino era propio de un hombre de noventa años. —¿Le ha hablado de mí, la señorita Westerfield? —preguntó Randal a continuación. El huidizo señor Sarrazín decidió que aquél era el momento de elevar una protesta. —¡Vaya, parece que nos encontramos ante un caso muy claro de cambio de papeles! —exclamó—. ¿Acaso me toma usted por un testigo del jurado?, ¿a qué viene tanto interrogatorio si puede saberse?, ¿acaso se cree usted abogado? Pues, querido amigo, si se empeña usted, le diré que como testigo soy un poco desmemoriado: non mi ricordo. Yo no sé nada. Nada. Randal cambió entonces el tono de su voz. —Creo que ya nos hemos entretenido bastante —dijo—. Escuche, Sarrazín. Tengo mis buenos motivos para querer saber qué fue lo que ocurrió entre usted y la señorita Westerfield; y confío en que un buen amigo no me va a ocultar nada. El abogado, hombre que presumía de no hacer ni decir nunca nada al buen tuntún, respondió: —Está bien. Soy un viejo amigo suyo, y no puedo desmerecer la confianza que ha puesto usted en mí. Lo que quiere saber usted es qué vino a hacer aquí la señorita Westerfield. Pues bien, el propósito de la visita de la señorita Westerfield no fue otro que hacerme danzar a su son. Y, debo añadir, que no pude negarle ningún baile. Mi querido Randal, esa preciosa moza es la mujer más engatusadora que he conocido jamás, ¡y mire que llegan a serlo las mujeres! Hace muchos años que soy abogado, y he visto de todo. Pero debo reconocer que esta jovencita me ha dado una verdadera lección de astucia. ¡Tendría que haber visto con qué candidez me preguntaba... cuánto tiempo tenía pensado quedarse la señora Norman en su residencia actual! Randal le interrumpió: —¡Supongo que no le habrá dado usted las señas de Catherine! —Hotel Buck. Sydenham —respondió el señor Sarrazín—. Se apuntó las señas en una hermosa libretita de bolsillo. —¡No puedo creer que sea usted tan pusilánime! —exclamó Randal. El señor Sarrazín añadió: —¡Sí, tan pusilánime, como usted dice, que la preciosa señorita Westerfield no sólo me sonsacó las señas de Catherine. Sabe que la señora Norman está aquí por unos negocios relacionados con una nueva inversión de sus ahorros. Y aparte de eso, también sabe que uno de los síndicos nos está haciendo esperar. También dijo que había oído que la señora Norman se había quejado del mal aire que hay en Londres. Y luego me hizo saber cuánto deseaba que la señora Norman encontrara casa en algún barrio donde el aire fuera más saludable. Como puede ver, Sydney supo preparar bien el terreno para que yo le revelara las señas de la señora Norman. Y yo no hice sino sucumbir a su maléfico procedimiento. Así que terminé contándole una parte de la verdad. Le dije: "De hecho, la señora Norman no se encuentra en Londres, sino en los arrabales". Lo que sucedió a continuación... realmente me avergüenzo. Lo extraño es que yo, un hombre con tanta experiencia con las mujeres, me dejara sorprender por ésta. —¿Qué le hizo Sydney? —La pobre muchacha se arrodilló en el suelo, y me dijo: "¡Oh, señor Sarrazín, usted siempre se ha portado muy bien conmigo! No me defraude ahora. Dígame dónde está la señora Norman". Yo le rogué que se sentara de nuevo, cogí el pañuelo que llevaba en el bolsillo y le sequé las lágrimas. —¡Y entonces le dio las señas! —Estuve a punto de hacerlo, pero esperé. Le pregunté cuál era el papel de usted en todo este asunto. Amigo, siento decirle que su buen corazón le ha hecho prometer más cosas de las que puede cumplir. Ella llevaba un tiempo aguardando a que usted le facilitara cierta información acerca de si la señora Norman deseaba encontrarse con ella. Pero su espera había sido en vano. Una situación ciertamente injusta para ella, ¿no le parece? Personalmente me sentí muy dolido por esa situación, pero aun así me mantuve firme y no le dije nada. Empecé a notar los primeros síntomas de mi rendición después de que la señorita Westerfield me contara su secreto, y me explicara sin tapujos por qué deseaba ver a la señora Norman. A sus ruegos y a sus lágrimas, pude resistirme. Pero no a la confesión de sus motivos. Lo correcto en este caso —exclamó en voz alta el señor Sarrazín— es que estas dos mujeres se reúnan para hablar. No olvide usted que es sincero el arrepentimiento de esa pobre muchacha. Yo digo que Sydney tiene derecho a explicar su punto de vista, y la mujer a quien ha ofendido gravemente tiene derecho a saber qué medios ha puesto para reparar el daño causado en el pasado; y tiene igualmente derecho a escuchar su confesión. Porque Catherine es la mujer que más interés pueda tener (aunque esté divorciada) en oír cuál ha sido la vida de la señorita Westerfield junto a ese desgraciado hermano suyo. ¡Ah, ya sé que con la hipocresía inglesa siempre se ven las cosas de otra manera! No hace falta que me lo explique ¡Al diablo la hipocresía inglesa! ¡Es el mayor obstáculo al progreso de la nación inglesa! Randal se quedó pensativo, y por un momento pudo parecer que estaba del todo ausente. No resultaba nada difícil adivinar a dónde había ido Sydney Westerfield después de salir del despacho del abogado Sarrazín. ¡Quién sabía si para entonces Sydney y Catherine ya se habrían encontrado, y habrían tenido la oportunidad de hablar! ¡De hablar a solas! Al señor Sarrazín no le pasó inadvertido el silencio de Randal. —¿Acaso no está usted de acuerdo conmigo? —preguntó Randal—. Porque por lo que a mí respecta, no me hace ninguna gracia que esas dos mujeres lleguen a encontrarse. —Ay, amigo, me parece que usted no ha sido nunca un hombre demasiado confiado. Mucho me sorprendería que la señora Norman tratase con desprecio a nuestra pobre Sydney. En todo caso, quizás sí pueda a ofenderla en algo, pero no tema que Sydney vaya a contestarle de forma grosera. No hay redención, por amarga que ésta pueda resultar, que esa decidida muchacha no pueda soportar. La adversidad le ha forjado un carácter fuerte. La suya ha sido una vida muy dura, puede creerlo. Y viene siendo así desde muchos años antes de que usted y yo la conociéramos. ¡Santo cielo! ¡Qué diría mi esposa si me oyera! Las mujeres son unas santas, pero también tienen sus defectos. Mi querido amigo, lo que haremos es esperar hasta mañana y tener fe en Sydney, y no permitir que nuestras esposas, disculpe, quería decir mi esposa, se entere del camino prohibido por el que nos está llevando nuestra simpatía hacia esa muchacha. ¡Oh, sería una vergüenza! ¿Cómo podía alguien sentirse deprimido al lado de un hombre como éste? Randal se fue y se dirigió a pie hacia su casa. Se sentía irremediablemente contagiado del optimismo del señor Sarrazín. Pero al llegar a la puerta se topó con su viejo criado, que traía cara de malas pulgas. —¿Ha sucedido algo, Malcolm? —Lamento tener que comunicárselo, señor. Se ha marchado. —¿Se ha marchado? ¿Por qué? —No lo sé, señor. —¿A dónde ha ido? —No me lo ha dicho. —¿No ha dejado ninguna nota? —Sí, hay un mensaje, señor. El señor Herbert volvió... —¡Espere! ¿Volvió de dónde? —Dijo que como usted se había marchado se sentía un poco solo, y pensó que en el club se animaría. Me encargó que le comunicara su paradero en caso de que me lo preguntase. Me lo dijo con mucha educación y muy tranquilamente, bueno, ya sabe usted cómo es él, pero cuando volvió, y me va a disculpar por el modo en que se lo voy a decir, cuando volvió, nunca había visto a un hombre tan enfurecido. "Dígale a mi hermano que ha sido muy amable al acogerme en su casa, y que estoy en deuda con él, pero que no puedo quedarme ni un día más." Ese fue el mensaje del señor Herbert. Intenté hablar con él, pero su hermano dio un portazo y se marchó. Incluso Randal, que era un hombre de naturaleza tranquila y benévola, se sintió ofendido por el modo en que le había tratado Herbert. Entró en el salón sin decir una sola palabra. Malcolm lo siguió y le mostró una carta que había sobre la mesa. —Creo que quizás usted la tiró por error, señor —explicó el viejo hombre—. La he encontrado en el cesto. Luego hizo una servicial reverencia con el inconfundible estilo respetuoso de los criados de la vieja escuela, y desapareció. Randal decidió entonces que ésa iba a ser la última vez que se preocupaba por su hermano. —Con Herbert, toda amabilidad es un derroche —pensó—. De ahora en adelante le voy a tratar igual que él lo hace conmigo. Pero no podía dejar de pensar en su hermano. Sacó del sobre Ia carta de la señora Presty con la esperanza de encontrar algo que le hiciera cambiar de opinión. Seguía pensando en su hermano, así que en lugar de leer la carta estuvo pensando en la relación que pudiera existir entre la visita de su hermano al club y el mensaje malhumorado que le había dejado. Quizás en el salón de fumadores Herbert había oído algún chismorreo que podía haber causado su extraño comportamiento. Si Randal hubiese sido miembro del club a buen seguro que habría ido enseguida a investigar lo sucedido. ¿De qué otro modo podía conseguir la información que necesitaba? Después de darle muchas vueltas al asunto, recordó el día en que había invitado a comer a Sarrazín. Fue justo después de que el abogado regresara de su viaje a Estados Unidos: ese día, al terminar de comer, Sarrazín había ido al club por un asunto que era del interés de ambos. El club de Herbert y el de Sarrazín eran el mismo. Randal escribió enseguida una carta al señor Sarrazín, explicándole lo que había sucedido, y confesándole lo angustiado que se sentía. Luego le dio instrucciones a Malcolm para que llevara la carta al abogado y, en caso de que éste no se hallara en ese momento en casa, que preguntara dónde se le podía encontrar. Luego Randal encendió su pipa de tabaco con la intención de tranquilizarse. Se encontraba en medio de una nube de humo (única nube que nunca se hará desmerecedora de nuestra confianza), cuando le llamó la atención la carta de la señora Presty. Si en lugar de julio hubiese sido enero, la habría arrojado al fuego. Cogió la carta, y la leyó. A pesar de que en nuestro último encuentro tú me trataste muy mal, yo no soy una persona ni injusta ni rencorosa, y te escribo esta carta con el mismo cariño de siempre. Como comprenderás, no me quedó otro remedio que justificar tu ausencia en el almuerzo, de modo que tuve que explicarle a Catherine lo que había sucedido entre tú y yo. Como puedes imaginar, quedó muy afligida: supongo que estarás satisfecho. Pero de algún modo tenía que justificar tu ausencia. Catherine se disgustó mucho, y no había forma de consolarla. Ni siquiera nuestro querido capitán Bennydeck lograba animarla. Nada más comenzar el almuerzo, Catherine le dijo al capitán: "No te recibo como debiera, pero espero que sepas disculparme. He perdido la estima de un viejo amigo que me ha ofendido muy gravemente". Catherine se abstuvo de mencionar tu nombre. Lo hizo por cortesía, esa cualidad que parece no estar a tu alcance. Lo que le dijo el capitán a continuación fue lo más hermoso que he oído jamás. Le dijo: "Permite que un verdadero amigo ocupe en tu corazón el espacio baldío que deja uno falso". Entonces él le besó la mano. ¡Tendrías que haber visto qué forma de besarla! ¡ Y cómo lo miraba ella! Espero, Randal, que ya te hayas dado cuenta de que mi hija quiere casarse con el capitán, y de que el que más ha hecho para que eso sea así, no he sido yo, sino tú. Al dejar de lado a Catherine, lo que has conseguido es que se eche en brazos del único amigo verdadero que le quedaba. Te estoy agradecida, Randal. Te estamos muy agradecidas por todo lo que has hecho por nosotras. No es menester que a todo esto añada que después del almuerzo yo hice todo cuanto pude para retirarme lo antes posible, llevándome a Kitty conmigo, para que ellos dos se quedaran a solas. Por la noche, antes de ir a dormir, fui a la habitación de Catherine. Nuestra conversación duró menos de un minuto. De nada me sirvió preguntarle si el capitán le había propuesto matrimonio. Su excitación era ya vastante clarificadora. Solamente hubo una cosa que quise preguntarle. Le dije: 'Catherine, tesoro mío, ¿le has dado el Sí?' Ella, blanca como la leche, se dio la vuelta, me miró y me dijo: 'No le he dicho que No'. ¿No te parece una gran noticia? Que Dios te bendiga. Nos veremos en la boda. Randal dejó la carta sobre la mesa, y puso otra pizca de tabaco en su pipa. No es que se sintiera ni mucho menos desesperado; sencillamente estaba impaciente por tener alguna noticia del señor Sarrazín. Si en ese mismo instante lo hubiera estado observando la señora Presty, sin duda habría exclamado para sí: "Ya había olvidado que el muy desgraciado tiene el vicio de fumar". Al cabo de media hora, Malcolm abrió la puerta y entró el señor Sarrazín diciendo: —No encontrará usted peores cizañeros, que esos hombres del salón de fumadores del club. Fueron esas gacetillas las que empezaron con el chisme, y el editor de una de ellas completó la faena. Lo que no sé decirle es cómo logró la información. La cuestión es que los chismorreos terminaron por convertirse en ese reportaje acerca de la encantadora viuda, y el editor no hace sino felicitarse a sí mismo por la delicadeza con que ha tratado todo el asunto: "Cuando tuve el artículo en mis manos", dijo el editor, "el reportero mencionaba que la señora Norman era la conocida dama que se había divorciado del señor Herbert Linley. Eso no me pareció correcto incluirlo, y lo taché". Por otro lado, parece ser que su hermano se ha acercado al club en alguna ocasión, pero no lo frecuenta, ya que ninguno de sus miembros lo recuerda ni siquiera de vista. ¿Quiere lumbre? Se le ha apagado la pipa. Pero Randal había perdido definitivamente la fe en los efectos tranquilizadores del tabaco. —¿Cree que su hermano se ha ido a Sydenham? —preguntó el señor Sarrazín. Randal respondió: —No tengo la menor duda. CAPÍTULO XLII SABER LO QUE SE QUIERE En sus orígenes, el jardín del hotel de Sydenham había pertenecido a una casa vecina. Era un jardín grande, y quienes lo habían ideado demostraban con un gusto exquisito. Los parterres, el césped, una bonita fuente y bancos bajo las sombras de árboles robustos y elegantes, completaban un hermoso y bucólico paraje. El jardín se podía atravesar de punta a punta por un sendero serpenteante que salía de la parte trasera del edificio. Éste había sido adquirido por un inversor, que prolongó el camino hasta la carretera colindante con la dehesa que hay junto al Crystal Palace. Tan plácido les parecía el jardín a los huéspedes del hotel que la mayoría siempre regresaba al hotel en cuanto podían, en vez de dejarse atraer por los nuevos lugares de moda. Allí veían cumplidos sus deseos gentes de todas las edades y gustos. Los niños se divertían en el parque más bonito que habían visto jamás. Entre los tupidos matojos, se veían senderos que convidaban a dar largos paseos a aquellas personas que sabían valorar la discreción. El espacio que ocupaban la fuente y el césped era lugar de encuentro de los huéspedes más sociables, siempre dispuestos a trabar amistad con otras gentes. Hasta un artista aficionado podía atreverse en este paisaje a retratar a la Madre Naturaleza sin necesidad de salir del jardín. Cuadros de árboles robustos, de colinas, sometidos, ¡ay! al tímido y poco fiel pincel del pintor novel. El día posterior al del almuerzo, que tal como había previsto Catherine había fracasado por culpa de la ausencia de uno de los invitados, se estaba celebrando un festival en el Crystal Palace. A juzgar por lo desérticos que se encontraban los jardines del hotel parecía que la celebración estaba siendo bien acogida por los huéspedes Era una preciosa tarde de verano. Cuando comenzó a ponerse el sol, los contados inválidos que todavía vagaban entre los parterres o descansaban bajo las sombras de los árboles, fueron entrando en el edificio temerosos de la humedad de la noche. Catherine, Kitty y la niñera se quedaron solas en el jardín. La niña le hizo notar a su madre que ese día, "no había estado pendiente de ella como los otros días". Desde que su abuela le había prohibido volver a hablar de su padre, Kitty se quejaba constantemente de que nadie hiciera nada por entretenerla. En esta ocasión, sus quejas fueron sobre la señora Presty. —¿Por qué no me ha llevado al Crystal Palace la abuela? —preguntó la niña. —Cariño, la abuela está con unos caballeros y unas damas a quienes les molesta que haya niños jugando a su alrededor. Esa revelación puso a la niña en pie de guerra. —¡Odio a las damas! ¡Y odio a los caballeros! —¿Al capitán Bennydeck también? —preguntó su madre. —No, a mi capitán lo quiero mucho. Y a los camareros también. Seguro que si no tuviesen tanto trabajo me llevarían al Crystal Palace. Ojalá fuese ya la hora de acostarse. Me aburro mucho. —¿Por qué no vas a dar un paseo con Susan? —¿Y a dónde quieres que vayamos? Catherine miró hacia la verja de entrada y le propuso a Kitty que fuera a hacerle una visita al viejo guarda. Kitty negó con la cabeza. Había un problema con el anciano. —Todo lo quiere saber. Me pregunta todo el rato la tabla de multiplicar. Está siempre presumiendo de que él se la sabe de memoria. Y me corrige cada vez que me equivoco. No me gusta el guarda. Catherine miró entonces en dirección contraria, hacia la casa. Oyó el suave y agradable rumor del agua de la fuente cayendo sobre la balsa. —Ve a dar de comer a los peces —sugirió entonces. Kitty se sintió enseguida entusiasmada ante la buena idea de su madre. —¡Eso es! —exclamó mientras arrancaba a correr hacia la fuente seguida de cerca por la niñera. Catherine se sentó bajo los árboles, y observó en su soledad la puesta de sol en un cielo sin una sola nube. Ahora que la posibilidad de un nuevo matrimonio dependía únicamente de su decisión, el recuerdo de los felices años de su antiguo matrimonio se le hacía profundamente triste. Los amargos recuerdos del pasado, y la esperanza en el futuro, se mezclaban en sus pensamientos de un modo confuso y desconsolador. Pensó entonces en las diferentes circunstancias que habían rodeado las dos confesiones de amor que le habían hecho, Herbert (hacía años), y Bennydeck (hacía veinticuatro horas). Repasó mentalmente ambos momentos, y no pudo evitar comparar su reacción ante una y otra situación. Apremiada por el hombre infiel que más tarde habría de ofenderla con crueldad, aquel día Catherine tan sólo se preguntó por qué había tardado tanto en pedirle que se casara con él. Apremiada con igual ardor por Bennydeck, que tanto por su edad, su carácter, y la humilde devoción que le profesaba, le aseguraba a Catherine un futuro con toda la felicidad que una mujer pudiera desear, no sólo no había logrado todavía decidirse, sino que necesitó pedirle a su pretendiente que le dejara considerar su petición durante un día. Y ese día estaba a punto de llegar a su fin. Mientras miraba la puesta de sol, el fantasma de su pecaminoso marido vino a ensombrecer la luz celestial; la sombra hizo que Catherine sintiera miedo de decir que Sí, miedo de decir que No, y miedo de sus propias dudas. Entonces, por el solitario sendero que partía de la verja junto a la casa del guarda, apareció la figura de un hombre. Al ver que avanzaba hacia ella, el primer impulso de Catherine fue levantarse. Enseguida volvió a sentarse, y logró alejar las dudas, calmarse, y concentrarse en sus propios pensamientos. Catherine no podía hacer como si no le hubiera visto. Habría sido un acto de ingratitud, sobre todo después de que Bennydeck accediera a dejarla sola durante un día tal como ella le había solicitado. Pero tampoco podía recibirle, porque entonces Catherine se situaba a sí misma en la falsa posición propia de la mujer que está demasiado indecisa para saber lo que de verdad piensa. Al mismo tiempo, sabía que su obligación era elegir entre recibirle o no recibirle. Su decisión final fue no pensar solamente en sí misma, sino esperar a que llegara Bennydeck. Cuando el capitán estuvo más cerca, Catherine observó que su semblante era el de un hombre angustiado. Llevaba una carta en la mano, una carta abierta. Durante un instante se quedó de pie delante de ella; luego sonrió, y seguidamente pidió permiso para sentarse a su lado. Cogió una silla y se sentó. Al momento, cuando se dio cuenta de que Catherine había visto la carta, se apresuró a esconderla en el bolsillo. —Espero que no haya tenido ningún disgusto —dijo Catherine. Él volvió a sonreír, y le preguntó si se estaba refiriendo a la carta. —Sólo es un informe —añadió— que me ha enviado mi ayudante. Lo he dejado encargado de los asuntos de mi Hogar. Es un buen hombre, pero me temo que su carácter no está hecho a prueba de las muestras de ingratitud que con frecuencia se nos cruzan en el camino de la vida. Mi encargado no se fía de nada ni de nadie. Pero ahora no me preocupa nada de todo eso, porque cuando estoy a su lado, sólo me preocupa usted. Catherine miró al capitán Bennydeck, y en sus ojos adivinó que iba a volver a hablar de la temida proposición. Entonces, intentó hacer lo que la mujer ha hecho toda la vida cuando se halla en un apuro: ganar tiempo. —Hábleme de su Hogar —le dijo—. Quisiera saber cómo es. ¿Es muy importante la disciplina en su Hogar? —Allí la disciplina no existe —respondió él amablemente—. Mi único propósito es dar amistad a los desamparados, y el único poder que tengo sobre ellos son las enseñanzas del Sermón de la Montaña. Hago todo lo posible para que ellos no vean el Hogar como una prisión. Es por ello que nunca abro la puerta a vagabundos curtidos y callejeros. No crea que no siento compasión por esos pobres pecadores, pero para ellos ya existen muchos asilos donde inevitablemente es la disciplina la que manda. Yo acojo a penitentes y sufridores de otra estirpe; personas que antes de caer en desgracia habían gozado de una buena posición social, y que por lo tanto conocen el sentido del honor; personas a las que yo sé que con la ayuda del Nuevo Testamento puedo mejorar, porque precisamente cuando anduvieron por el glorioso sendero de la religión fueron puros y felices en sus vidas. No son pocas, sin embargo, las veces que sufro decepciones. Pero no por ello dejo de insistir en aplicar mi sistema, que consiste en confiar en ellos como si fueran mis propios hijos. Y tengo que decirle que la mayoría de las veces la confianza que he depositado en ellos no ha dado sus frutos. Si llegara el día (y espero que no llegue nunca) en que la disciplina se hiciera necesaria, sería tan grande mi decepción que cerraría el Hogar. —Y dígame, ¿su Hogar admite tanto a mujeres como a hombres? El capitán Bennydeck estaba ansioso por hablar de otro tema que él consideraba más importante que su Hogar. Respondió a la pregunta de Catherine, mientras dibujaba líneas en la fina arena dispuesta debajo de los árboles. Parecía que su pensamiento estaba no ya en otro tema, sino en otro lugar. —Dispongo de medios limitados —dijo—. Así que me he visto obligado a elegir entre hombres o mujeres. —Y ha elegido usted a las mujeres. —Sí. —¿Por qué? —Porque una mujer que ha perdido el rumbo está más desamparada que nadie. —¿Busca usted a esas mujeres, o son ellas quienes acuden a su Hogar? —La mayoría acuden a mí. Sin embargo, hay una joven a la que estuve buscando durante un tiempo y que ahora está esperando verme. Es una muchacha por la que tengo un gran interés. —¿Es por su belleza, que siente usted tanto interés? —La última vez que la vi era solamente una chiquilla. Es hija de un viejo amigo mío, que murió hace muchos años. —¿Y aun así la hace usted esperar? —Sí, así es. Dejó caer su bastón en el suelo, y miró a Catherine; pero ella no encontró en la mirada del capitán ninguna explicación a un comportamiento tan extraño, y se sintió un poco decepcionada. —Lleva ya usted bastante tiempo lejos de su Hogar —le dijo, sin perder la esperanza de que le ofreciera alguna explicación—. ¿Cuándo tiene pensado regresar? —Volveré —dijo— cuando sepa si puedo darle las gracias a Dios por ser el hombre más feliz del mundo. Los dos permanecieron en silencio. CAPÍTULO XLIV PENSAR EN LAS CONSECUENCIAS Catherine escuchó el rumor del agua de la fuente cayendo sobre la balsa. Tenía la remota esperanza, ciertamente indigna de ella, de que Kitty se cansara de los peces y viniera a interrumpirlos. Pero tal cosa no sucedió. Ni tampoco apareció nadie por el sendero que daba la vuelta a todo el jardín. Catherine estaba a solas con el capitán. Hacía una noche espléndida, y en el aire se respiraban las fragancias del verano y las fragancias del amor. —¿Ha pensado usted en mí desde ayer? —preguntó él amablemente. Ella reconoció que sí. —¿Puedo tener alguna esperanza de que su corazón sea algún día para mí? —No me atrevo a preguntarle a mi corazón. Si hiciera caso solamente de mis sentimientos, entonces... —se quedó en silencio. —¿Y a qué otra cosa habría usted de hacerle caso? —A mi pasado, a mi sufrimiento, y a todo aquello de lo que debo arrepentirme. —¿Acaso no fue feliz en su matrimonio? —preguntó él. —No tuvo un final feliz —respondió ella. —Pero eso no fue por su culpa, Catherine, de eso estoy seguro. —Sí, ciertamente no fue culpa mía. —Pero aun así afirma usted que se arrepiente... —Capitán Bennydeck, cuando digo que hay cosas de las que debo arrepentirme, no me estoy refiriendo a mi marido. Porque si a alguien he herido, ha sido solamente a mí misma. Catherine pensó entonces en el consejo que le había dado su madre, en lo fatídico que se estaba tornando. Pensó también en el bien de su hija. Y fue consciente de que la suya era una situación comprometida, sobre todo teniendo en cuenta que era un hombre honesto el que la amaba y confiaba en ella. Si Bennydeck hubiese sido un hombre menos ingenuo para los temas mundanos; si no hubiese estado tan enamorado de ella, tal vez habría conseguido que, poco a poco, terminara confesándole toda la verdad sobre su pretendida viudez. Pero era tal la confianza que el capitán Bennydeck había depositado en Catherine que le resultaba imposible sospechar lo que cualquier otro hombre habría adivinado enseguida. El capitán observó que Catherine se ponía pálida, y que en su rostro se iba dibujando un gesto de angustia; pero pensó que era solamente el modo silencioso en que le estaba reprochando que la abrumara con todas esas preguntas. —Espero que me perdone —dijo él candidamente. Catherine se quedó perpleja. —¿Qué tengo que perdonarle? —Mi falta de consideración. —¡Oh, capitán Bennydeck, precisamente la consideración es una de sus grandes virtudes! Y son innumerables las ocasiones en que así lo ha demostrado. No crea que no me he fijado, y que no le admiro por ello. A pesar de las palabras de Catherine, Bennydeck continuó con su actitud cautelosa y vacilante. —Sin querer, le he hecho recordar de nuevo sus penas —dijo—. Y no puedo hacer nada para consolarla. No me merezco su perdón ¿Me permite usted que haga uso de la única excusa que dispongo? ¿Me permite usted que le hable de mí? Ella le dio a entender con un gesto que no era necesario que le pidiera permiso. —Toda mi vida —comenzó—, me he sentido, podríamos decir que estigmatizado por mis defectos. En la escuela no fui nunca lo que se dice un niño popular. Solamente tenía un amigo, y hace ya mucho tiempo que está enterrado. De mi vida universitaria, y de mi estancia posterior en Londres, no me atrevo ni a hablarle. La recuerdo como una época horrorosa. Mi amigo, el de la escuela, fue quien decidió mi profesión. Cuando él se alistó en la Armada, yo estuve un tiempo sin saber qué hacer y terminé por alistarme. Me gustaba la vida del mar. Puedo afirmar incluso que el mar me salvó la vida. Durante varios años no estuve en tierra más de dos o tres semanas seguidas. No hacía ningún tipo de vida social. Casi podría afirmar que no salí nunca con ninguna mujer. El siguiente cambio en mi vida me llevó a una expedición al Ártico. ¡Dios me libre de explicarle lo que le puede llegar a pasar un hombre cuando se pierde en las regiones del hielo eterno! Solamente permítame que le explique que si Dios quiso que siguiera viviendo fue para que yo aprendiera algo de aquella terrible experiencia. A partir de ese episodio de mi vida, fui un hombre nuevo. Me convertí (espero que para bien) en lo que soy ahora. ¡Oh, acabo de darme cuenta de una cosa! Lo que le dije ayer, no tendría que habérselo dicho. Tendría que haber guardado el secreto. Me refiero a mi amor por usted. Tendría que haber esperado a que usted me conociera mejor, a que usted hubiera ido observando mi comportamiento, mi forma de ser, y así se hubiese ido usted enamorando de mí. Si le cuento una cosa, usted no se va a reír, no, usted no es de esas. Si le cuento que, ¡a mi edad!, no he tenido ninguna experiencia. Hasta que la he conocido a usted, yo no sabía lo que era el verdadero amor. ¡Y ahora, a los cuarenta...! ¡Oh, cómo se reirían algunos! Vaya, debo reconocer que me estoy dejando llevar por la melancolía. —No, no creo que sea melancolía —dijo Catherine con voz temerosa. Sintió que era prisionera del nerviosismo; pero no le pareció que aquél fuera un sentimiento doloroso; sino todo lo contrario, maravilloso. Cualquier hombre que no hubiese sido un ingenuo ni hubiese estado obnubilado como lo estaba Bennydeck habría sabido aprovechar el momento de debilidad y ternura de Catherine. Era la clase de situación que anhela todo amante que se precie; la ocasión que aprovechan los más astutos amantes para robarle el corazón a una mujer generosa, y hacerla suya. En el trato diario con Bennydeck, Catherine se había ido rindiendo a las virtudes exhibidas por él: a su sincera amabilidad, a su viril simpatía, a su firme pero poco ostentosa fe religiosa. Catherine nunca había sentido el poder de alguien con tanta fuerza. Poco a poco, su memoria se fue desprendiendo de los recuerdos del pasado, los mismos que la hacían dudar a la hora de tomar una decisión. Sin ser consciente apenas de sus propios actos, en ese mismo instante comenzó a poner a prueba los sentimientos de Bennydeck. No en vano, Catherine jamás había visto antes un amor como el que le profesaba el capitán. El privilegio de poder explorarlo hasta sus más remotas profundidades es algo a lo que ninguna mujer se habría resistido. —Creo que no es justo que hable usted así de sus propios sentimientos —dijo ella—. Estoy segura de que sus intenciones conmigo son del todo puras. Pero dígame, ayer cuando le hablé del viejo amigo que me había abandonado, ¿por qué no se mostró usted nada celoso ni me preguntó nada acerca de él? —¡Me habría sentido avergonzado de hacerle una pregunta come ésa! —¿Creyó tal vez que yo tenía un buen motivo para no decir su nombre? —¿Acaso le conozco yo? —Después de lo que le acabo de decir, ¿todavía me pregunta usted eso? —¡Le ruego que me disculpe! Debería pensar las cosas antes hablar. —Pues cuando yo pienso en las palabras que me dijo usted ayer, apenas puedo creer que no estoy viviendo en un sueño. Antes de conocerle, nunca me habría imaginado que un hombre pudiera llegar a entenderme tan bien, que fuera capaz de ser tan gentil conmigo, tan considerado. Sin embargo, debo confesarle que lo que me dijo después me dejó un poco desconcertada. Pero no por eso voy a juzgarle con severidad. En la compasión, en la clase de compasión que ha demostrado usted tener por mí, a veces se puede esconder un sentimiento más importante. Sin embargo, a veces no lo manifestamos por culpa de la prudencia, ¿no le parece a usted que es así? —Sí, creo que eso es lo que me ha sucedido con usted. —Aunque quizás también pudiera ser cierto que yo haya hecho poco por ocultar lo mucho que confío en usted. Lo terrible ahora sería que llegáramos a perder también la amistad. En ese momento, Catherine no pudo evitar sonrojarse. Temió que el capitán Bennydeck pudiera dar a sus palabras un significado que no tenían. Catherine le cogió de la mano. Bennydeck se quedó atónito. Aun temiendo que con sus palabras pudiera ofenderla, se entregó con frenesí a la largamente aplazada confesión de sus sentimientos más profundos. —Permítame usted que sea su amigo; el mejor amigo que una mujer pueda desear; un amigo íntimo —le dijo—. La clase de amigo que nunca la dejará abandonada. ¡A su lado sufriré todo lo que sea necesario, querida! Sí, ya sé que es mucho lo que pido, y muy poco lo que le puedo ofrecer. La vida que yo sueño a su lado quizás sea demasiado perfecta y feliz para poder ser vivida en la tierra. Pero aun así, no puedo renunciar a ese sueño. ¿No es terrible que mi corazón tenga que estar eternamente condenado a esperar una felicidad que está más allá de mi alcance? Aunque haya una Providencia que guía nuestras vidas, ¿acaso no es justo que a veces soñemos con un final más feliz del que nos depara el destino? El capitán guardó un momento de silencio, luego suspiró, y dejó caer su mano. Ella, temerosa de desvelar sus emociones, se ocultó el rostro con las manos. Catherine se sentía avergonzada. —No era mi intención afligirla —dijo él con voz triste. Ella se descubrió la cara. Lo miró durante un breve instante, y luego dejó que el silencio dijera el resto. El capitán la abrazó. Lentamente, el sol, glorioso testigo de aquel momento, se fue desvaneciendo tras el horizonte, y el suave crepúsculo veraniego fue descendiendo sobre la tierra. —No sé que decir —susurró él—. Tanta felicidad me confunde. —¿De verdad se siente usted feliz? —preguntó ella. —¿Cómo si no podría pensar lo que estoy pensando? —¿Está usted pensando en mí? —Sí, estoy pensando en usted, y en nuestro futuro. ¡Oh, amada mía, que Dios nos conceda una larga vida, porque lo que veo ante nosotros está lleno de pureza y hermosura! —Cuénteme qué ve exactamente. —Veo a un marido y a su esposa que significan todo el uno para el otro. Veo a los amigos que vienen a visitarnos, y los recibimos con alegría. Pero veo que somos más felices cuando estamos solos. —¿Vivimos retirados, o algo así? —Vivimos donde a usted más le gusta. ¿Qué le parece Inglaterra, en el campo tal vez, o en el mar? —¡Sí, en el mar! Sé que el mar es su mejor amigo. Iremos a un lugar que esté cerca de la costa. Pero no seré egoísta; no le querré todo para mí; no me olvidaré de lo bueno que es usted con esos pobres diablos que no pueden gozar de la misma felicidad que nosotros, y que necesitan de su cariño. Quizás hasta pueda ayudarle. ¿Acaso lo duda? —No, lo que ocurre es que no quiero que usted tenga que ver le que yo he visto. Me temo que la haría infeliz. No crea que no me tienta su ofrecimiento. La ayuda de una mujer, sobre todo de una mujer como usted, es lo que más he deseado en mi vida. Allá donde yo he fallado una y otra vez, usted, con su valía, lo arreglaría todo enseguida. ¡Usted lo haría muy bien, estoy seguro! Tendría las mejores ideas. —Solamente quiero ser digna de usted —dijo humildemente Catherine—. ¿Cuándo me enseñará su Hogar? El la acercó un poco más con un abrazo tierno y tímido, y la besó por primera vez. —Todo depende de usted, Catherine —le respondió—. ¿Cuándo será usted mi esposa? Ella se quedó perpleja. El capitán notó enseguida que Catherine estaba temblando. —¿Es que hay algún obstáculo que le impida casarse conmigo? —preguntó. Antes de que Catherine pudiera darle una respuesta, se oyó a lo lejos la voz de Kitty llamando a su madre. Y al momento, la niña llegaba corriendo. Se aferró a la mano de su madre, reclamando ansiosamente su atención. Catherine sintió un escalofrío. Al sentir el tacto de la mano de su hija le vino a la memoria todo aquello que el embelesamiento le había hecho olvidar. Y como si del juicio final se tratara, sintió que sus recuerdos caían sobre ella con una gigantesca fuerza. Bennydeck se dio cuenta del cambio. ¿Era posible que la simple aparición de la niña hubiese alterado a Catherine de esa manera? Pero el capitán no pudo decir nada, porque Kitty estaba impaciente por decirle algo a su madre. —Mamá, quiero ir con los otros niños. Susan se ha ido a cenar. Llévame tú. Pero su madre no la estaba escuchando. Entonces, Kitty se volvió hacia Bennydeck. —¿Por qué no habla mi mamá? —preguntó la niña. El capitán respondió: —Ya te llevaré yo —Bennydeck estaba preocupado por Catherine; no sabía cómo ayudarla—. Por favor, déjeme que la acompañe hasta el vestíbulo —dijo—. No se encuentra usted bien. —Enseguida me repondré. Hágame un favor. ¡Cuide de mi niña! Catherine parecía ausente de este mundo, a punto de desmayarse de un momento a otro. Bennydeck no sabía qué hacer. Ella alzó su temblorosas manos indicándole el camino. —¡Le ruego que vaya! —su voz y su gesto eran tan sinceros, que a Bennydeck le resultó imposible desobedecerla. Resignado, se volvió hacia Kitty y le preguntó a dónde deseaba ir. La niña señaló el sendero, hacia la torre del Crystal Palace que podía verse a lo lejos. —La maestra se ha llevado a todos los niños para despedir a la orquesta del Festival —-dijo—. Yo también quiero ir. Bennydeck y la niña comenzaron a caminar. Él no dejó ni un instante de mirar hacia atrás, hasta que perdió a Catherine de vista. Ella permanecía sentada en el mismo lugar, y seguía ausente del mundo. Entonces, sobre el camino que conducía a la entrada del hotel, a Catherine le pareció ver una figura humana recortada sobre el crepúsculo, una figura que se acercaba a las escaleras. Pensó que si necesitaba ayuda, no estaría sola. Bennydeck y Kitty seguían caminando. Cuando dejaron atrás el jardín, el capitán se sintió en cierto modo aliviado. CAPÍTULO XLV AMAR A TUS ENEMIGOS Catherine intentó pensar en Bennydeck. Mientras estuvo al alcance de su vista, le siguió con la mirada. Pero por más que quiso mirarle, por más que quiso pensar en él, no pudo. Lo único que veían sus ojos era a Kitty caminando junto a él. Mirar a Kitty era ver también a su padre. Al padre que todavía vivía. La niña representaba para Catherine la imposibilidad de que triunfase la mentira. La mentira acerca del hombre infiel de quien la Ley la había librado. Pero la Ley no podía evitar que pensase en él. Él, y solamente él, acompañaba a Catherine en sus momentos de soledad. Y cuando pensaba en él, ¿era para recordar el pecado que había cometido Herbert, el modo en que había ofendido a la mujer que había prometido amar y cuidar? ¡No! Cuando pensaba en él no podía evitar acordarse de los años de felicidad que había pasado a su lado; y se torturaba pensando que todavía le debía toda la felicidad con que él la había obsequiado cuando Catherine estaba en la flor de su juventud. Y oía una voz que le decía: "¡Mujer, compara todos esos años de felicidad que yo te he dado con el daño que te he causado. Sí, tienes derecho a condenarme, y también la Sociedad tiene derecho a culparme. Pero no olvides que sigo siendo el padre de tu hija. ¡Tienes que perdonarme!" La soledad puede con cualquier pensamiento. Solamente hay una excepción a esa máxima: cuando ese pensamiento nace de un desesperado sentimiento de culpabilidad. La tenue y mísera luz del crepúsculo; el lento y solemne anochecer y aquel solitario paraje hicieron que Catherine se sintiera acongojada. Decidió levantarse para regresar junto a la luz y los seres humanos. Al mirar hacia la entrada del hotel, vio algo inesperado. No estaba sola. Una mujer se había detenido junto al sendero. Catherine se sintió observada. Estaba anocheciendo, había ya poca luz, y cierta distancia entre ella y la figura. No pudo reconocer quién era, pero parecía una mujer. La desconocida no hizo ningún movimiento ni dijo nada. Catherine, estremecida ante la visión de la siniestra y solitaria figura, se apretó contra el respaldo del asiento. Con voz temblorosa, dijo: —¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Una voz igualmente temblorosa, asustada, respondió: —Quiero hablar con usted. La mujer se fue acercando lentamente; se detuvo un instante y luego siguió avanzando hacia Catherine. Después se quedó un momento vacilando, y finalmente se acercó. Todavía quedaba un poco de luz, suficiente para que Catherine pudiera ver su rostro. Era Sydney Westerfield. Los recuerdos de la infancia en los seres maduros se prolongan durante más tiempo en aquel sexo que da a luz a las criaturas. Por eso es más fácil que, en ciertos momentos de la vida, a una mujer la traicione uno de esos recuerdos. Las diferentes circunstancias de la vida destapan de ese modo las emociones de una mujer, y la convierten en un ser inesperado por apasionado. En el momento en que Catherine reconoció a Sydney, se sintió paralizada. La causa fue el más elemental de los instintos animales: el del peligro. —Me sorprende que te hayas atrevido a venir hasta aquí —dijo Catherine. El tono de voz de Sydney no sólo no era rencoroso, sino que resultó ser el de una mujer resignada y cargada de paciencia. —Dos veces he ido hasta el lugar donde usted vive ahora, y me ha faltado valor. Las dos veces he dado media vuelta, y he caminado y caminado sin rumbo, sin poder detenerme. Se diría que la vergüenza y el miedo son insensibles al cansancio. Éste es mi tercer intento. Me acercaré un poco más. Así podrá usted ver usted mi rostro marcado por el cansancio. No tengo mucho que decirle, pero le pido que me escuche. —Me sorprende, señorita Westerfield. No tiene derecho a presentarse de este modo. Me niego a escucharla. —Señora, ¿cree usted que una infeliz como yo, y en mi situación, se habría atrevido a venir hasta aquí si no tuviera un buen motivo para ello? ¡Se lo ruego, reconsidere su decisión! —¡No! Sydney se dio la vuelta dispuesta a marcharse, pero se quedó quieta. Alguien se estaba acercando desde el hotel. Se trataba de la niñera, que no encontraba a la niña y había acudido al jardín creyendo que Kitty estaría con su madre. —¿Dónde está la señorita Kitty, madam? —preguntó la niñera. La señora le explicó a la muchacha lo que había sucedido, y la envió al Crystal Palace para que liberara al capitán Bennydeck de la difícil tarea de dominar a la niña. Susan escuchó a su señora sin dejar de mirar a Sydney, cuyo rostro le resultaba enormemente familiar. Antes de que la niñera se retirara, Sydney le dijo: —Espero que la niña esté bien. Las palabras de Sydney fueron tan sinceras, que cualquier madre se hubiese llenado de emoción al oírlas. Sydney tenía el corazón partido, pero no había dejado nunca de querer a la pequeña Kitty. Hasta la niñera se quedó impresionada. Luego Susan dio media vuelta, y recordó los tiempos más felices en que la institutriz había conquistado a todos los habitantes de Mount Morven. —La niña se encuentra bastante bien, señora. Gracias por preguntar —dijo Susan. Luego salió corriendo para proseguir con su cometido. Antes, sin embargo, vio que la señora le hacía un gesto a Sydney y le acercaba una silla. Pero Susan no estaba lo bastante cerca para oír la conversación entre las dos. —Señorita Westerfield, le ruego que olvide todo cuanto le he dicho hace un momento —Catherine le indicó que se sentara—. Estoy dispuesta a escucharla —continuó diciendo—. Dígame, ¿lo que desea contarme tiene que ver solamente con usted? —Tiene que ver conmigo y con otra persona. Por primera vez en su vida, Catherine estuvo a punto de perder la paciencia. —Si se está usted refiriendo al señor Herbert Linley... Sydney la interrumpió. Lo que le dijo a continuación dejó a Catherine de una pieza. —Al señor Herbert Linley no voy a verlo nunca más. —Herbert la ha dejado. —No. He sido yo quien le ha dejado a él. —¡Usted! Catherine lo dijo con un tono tan despectivo que Sydney no tuvo más remedio que ponerse a la defensiva. —Si no me hubiese marchado yo por mi propia voluntad, ¿por qué me habría de arriesgar a venir hasta aquí? Catherine era una mujer que concedía una enorme importancia a la justicia. Tal vez por ello se sintió conmovida por la respuesta de Sydney. Sin embargo, y probablemente con ánimo de despreciar a Sydney, no pudo evitar hacer su propia interpretación de lo sucedido: —La ha tratado con crueldad. Por eso se ha ido. —Si Herbert me hubiese maltratado —respondió Sydney— ¿cree que habría venido a quejarme precisamente a usted? No, no tengo ninguna queja de Herbert. —¿Entonces por qué le ha dejado? —Herbert ha sido siempre muy considerado y muy amable conmigo. No puede usted imaginarse hasta qué punto. Para ser un hombre infeliz, ha hecho todo cuanto ha podido para traer un poco de paz a mi vida. Y aun a pesar de eso, le he dejado. ¡Oh, no he venido aquí en busca de ningún elogio. No hay mérito en mi arrepentimiento, sino amargura! Yo no habría sido capaz de dejarle si no hubiese sido porque él nunca me amó como la amaba a usted. —Señorita Westerfield, la menos indicada aquí para hacer comentarios acerca de mi matrimonio es usted. —Creo que en cuanto oiga lo que le voy a decir sabrá usted disculpar mi torpeza. Mi vida con Herbert Linley no ha sido feliz. Él, llevado por la compasión, ha intentado mantener oculta su pena, pero no lo ha logrado. Hacía ya algún tiempo que venía sospechándolo, pero el día en que el señor Linley encontró su libro en el hotel, ya no tuve ninguna duda. Señora, no ha habido otra mujer en el corazón pecador de Herbert más que usted. Yo sólo he sido la víctima fugaz de un hombre caprichoso. Y usted, usted ha sido siempre el único amor de Herbert Linley. Pregúntele a su propio corazón, pregúntele si ha nacido la mujer que pueda confesarle a usted una verdad como ésa. Catherine agachó la cabeza. No podía reprimir el temblor de sus manos extendidas sobre su falda. Después de escuchar la confesión de Sydney, pareció como si se apoderara de ella una fuerza sobrenatural. Se sentía angustiada e indecisa. Silenciosa. Catherine, que era la única que tenía derecho a juzgar, ¡era precisamente la que ahora permanecía en silencio! Todavía no se había cerrado la noche. Aún se podía ver. Por primera vez aquella noche, Sydney se dejó llevar por un impulso, y se equivocó. Ansiosa como estaba por redondear su acto de contrición, fue incapaz de percibir la dura lucha que Catherine estaba librando en su interior. Mencionó una vez el nombre de Herbert Linley, y probablemente habló más de lo que habría resultado prudente. —¿Permitirá usted que el señor Herbert Linley venga a pedirle perdón? —dijo Sydney—. Es lo único que desea él ahora. Catherine estalló diciendo: —¡Mucho desea el señor Herbert Linley! ¿La ha enviado él? ¿O está por ahí escondido esperando también el momento de asaltarme por sorpresa? —Oh, señora, yo no habría sido capaz de tomarme esa licencia Verá, yo tenía la esperanza de que usted querría verle, y de poder escribir una carta al señor Herbert Linley dándole la buena noticia —hizo una pausa y continuó diciendo—: Le ruego que me disculpe si yo misma me he creado falsas esperanzas. Nunca ha sido mi intención hacerla cambiar de parecer. —¿Cómo se atreve a enfrentarse a la verdad, a mirarme a la cara sin avergonzarse? —dijo Catherine, interrumpiendo a Sydney—. ¿Acaso ha olvidado usted cuán sagrados compromisos ha violado ese hombre, qué recuerdos sagrados ha profanado, cuántos años de verdadero amor ha echado por la borda? ¿Tengo que recordarle a usted cómo el señor Herbert Linley abandonó vilmente a su esposa, envenenándole el alma con sus falsas verdades, con su desprecio al honor? Viene usted aquí a hablarme de remordimientos. Pero, señorita Westerfield, no olvide que de no haber sido por usted, él seguiría siendo ahora un marido respetable. Sydney aceptó el reproche con resignación. Sin decir palabra, dejó que un irrefrenable sentimiento de vergüenza se apoderara de ella. Catherine la observó y aplacó entonces su ira. La persona de naturaleza noble en ocasiones puede permitirse ser condescendiente con la ira, pero jamás debe asociarse a la malicia y la vejación, porque éstas viven en una región profunda y oscura. Catherine, que era una mujer noble, enmendó enseguida el sentido de su recriminación. —Se lo digo sin ánimo de ofenderla —comenzó diciendo—. Pero creo que antes de haber venido hasta aquí para decirme que debo perdonar al señor Herbert Linley, debería usted haber pensado mejor lo que me está pidiendo. Bueno, mejor que no sigamos hablando, porque creo que no nos hará ningún bien a ninguna de las dos —continuó Catherine, mientras se levantaba de la silla—. Con sinceridad le digo, y espero que me crea, que si hay algo que pueda hacer por usted... —-¡Nada! Esa sola palabra expresaba sobradamente la terrible y desoladora historia de una mujer errante. Catherine le propuso que entrara al hotel a descansar un rato. —Con su permiso, me quedaré aquí —respondió Sydney, viendo que hasta levantarse de la silla suponía en ese momento para ella un enorme esfuerzo. Catherine se despidió de ella con sencillez. —Creo en la bondad de sus intenciones. Y creo en la sinceridad de su arrepentimiento. —¡Créame que seré castigada como me merezco! —ésas fueron sus últimas palabras. A medida que Catherine y Sydney se fueron alejando la una de la otra, la luna fue asomándose por encima de los árboles que ocultaban la dehesa y dio al jardín una luz nueva, pura, y hermosa. CAPÍTULO XLVI NIL DESPERANDUM Sydney ya no sentía ningún miedo de su propia soledad; ni de la melancolía, ni de la incertidumbre por lo que pudiera sucederle en el futuro. Pero no podía ponerse en pie. La muchacha reposaba igual que un animal exhausto. Encerrada en su propio mundo. Con una respiración regular, casi mecánica. No podía ver ni oír nada de cuanto ocurría a su alrededor. Nada. La única sensación de la que era consciente era un agudo dolor en los brazos y las piernas. La luna trepaba por los cielos e iluminaba las hojas en las copas de los árboles. Cuando el primer rayo de luna se posó sobre su rostro, Sydney quiso cubrírselo con las manos, pero se sentía demasiado cansada. La luz se fue haciendo más intensa, mientras los minutos transcurrían con extrema lentitud. Fue entonces cuando Sydney se dio cuenta de qué era lo único que podía salvarla. Su desfallecido corazón comenzó a palpitar de nuevo con fuerza. Un hálito de vida rescató a su alma del tenebroso silencio de la soledad. Oyó la alegre voz de una niña que gritaba su nombre: —¡Sydney, querida! ¿Eres tú? Su antigua alumna, su pequeña compañera de juegos se le lanzó encima y la abrazó. —Cariño. ¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó enseguida Sydney. Fue Susan quien respondió: —Venimos del Palace, señorita. Me tendrá que disculpar —dijo tímidamente—, pero la niña y yo tenemos que marcharnos. Ya tendríamos que estar de vuelta al hotel. Resignada y en silencio, Sydney intentó soltar a la niña de su cuello. Kitty se agarró con fuerza y la besó. —¿Crees que la voy a soltar ahora con lo que me ha costado encontrarla? —dijo Kitty, desafiando sin miedo a su niñera—. ¡Susan, me sorprendes! Susan firmó enseguida su rendición. Cuando la amabilidad forma parte de la naturaleza de una persona, el don de la delicadeza surge consecuentemente, y es de este modo como ambas, amabilidad y delicadeza, viajan siempre juntas e inseparables, incluso cuando el camino de la vida esconde circunstancias sociales imprevistas. Susan se retiró unos pasos, permitiendo que la conversación entre la niña y la institutriz transcurriera en la intimidad. Nerviosa, sin respirar, Kitty se lanzó a hacer una pregunta, y luego otra, y luego otra. A algunas de las dudas de la niña resultaba realmente difícil responder con la verdad y nada más que la verdad. Kitty quería saber si Sydney había visto a su madre, y luego muy impaciente le preguntó por qué la habían dejado sola en el jardín. —¿Por qué no has entrado en el hotel con mi mamá? —preguntó la pequeña. —No me lo preguntes a mí, cielo —fue lo único que supo responderle Sydney. Fue inevitable que Kitty sacara su propia conclusión: —¿Os habéis peleado mi mamá y tú? —Oh, no. No es eso. —Pues entonces ven conmigo dentro. —Espera un momento, Kitty. Primero tienes que contarme algo ti. ¿Cómo vas con tus lecciones? —¡Oh, qué institutriz tan tonta! ¡Cómo quieres que vayan bien mis lecciones si mi institutriz no está aquí para enseñármelas! ¿Dónde has estado tanto tiempo? ¡Yo nunca me hubiese marchado y te hubiese dejado a ti! —hizo una pausa—. ¡Sola! Luego examinó con una mirada viva el rostro de Sydney. Su indisimulada curiosidad no era otra que la propia de una chiquilla de su edad. —Estás muy blanca, muy fea. ¿Crees que te lo hace la luz de la luna? —dijo—. ¿O es que estás disgustada? Sydney, ¿todavía te acuerdas de cómo se cantan esas canciones que yo te enseñaba cuando llegaste a mi casa para ser mi institutriz? —¡Ya no las canto nunca, cielo! —¿Y no vas a pasear con nadie, ni juegas a las carreras con nadie? —No, tesoro mío. Esos eran otros tiempos que ya no volverán. Kitty apoyó su cabeza sobre el regazo de Sydney. Y dijo llena de tristeza: —No es la luz de la luna —dijo—. ¿Quieres que te cuente un secreto? Yo a veces tampoco soy feliz. Mi pobre papá ha muerto. Tú a él le gustabas mucho. Estoy segura de que también a ti te habrá dado mucha pena que se haya muerto. Sydney se quedó perpleja. Sin poder pronunciar palabra. Antes de que pudiera preguntarle a la niña quién había cometido la crueldad de contarle esa mentira, y con qué propósito, Susan, la niñera, que permanecía de pie detrás de la silla, le hizo a Sidney una señal advirtiéndole que no dijera nada. —Todos estamos muy tristes ahora, Syd —dijo Kitty, siguiendo con su charla—. Mamá ya no es como era antes. Incluso mi capitán ya no me cuenta las cosas que me contaba antes. No ha querido volver con nosotras del Crystal Palace. Ha dicho que ya volvería él solo. ¡Otra sorprendente alusión que sobresaltó a Sydney! Le preguntó a la niña quién era el capitán. Kitty se levantó de golpe como si aquella pregunta la hubiese trastocado. —¡Oh, Syd, eso es lo que pasa por haberte ido y habernos dejado! Ahora no sabes quién es el capitán Bennydeck. ¡El nombre del amigo de su padre! ¡El nombre que recordaba vagamente haber oído en su infancia! —¿Dónde le conociste? —preguntó Sydney. —¡En la costa, Syd! —¿Quieres decir en Sandyseal? —Sí, a mamá le pareció simpático, y a la abuela también (lo cual es maravilloso). Y yo le di un beso. ¡Prométeme que no se lo dirás a nadie! Mi capitán es un hombre muy bueno, y será mi nuevo papá. ¿Había alguna posible conexión entre lo que Kitty acababa de decir, y aquello que le habían hecho creer a la pobre chiquilla cuando había preguntado por su padre? ¡Incluso Susan parecía estar al corriente de este segundo y extraño matrimonio! La niñera las interrumpió con una regañina. —No debe hablar usted así, señorita Kitty. Y usted, señorita Westerfield, haga el favor de hacerla bajar de su falda. Ya hemos estado demasiado rato aquí. Kitty propuso entonces que hicieran un trato. —Iré contigo, Susan —dijo—, si Syd viene conmigo. —Cielo, siento tener que darte este disgusto, pero no puedo ir contigo. Kitty no la creyó. —Tú no me darías ningún disgusto, ni aunque quisieras —dijo audazmente la niña. —Tengo que marcharme. ¡Oh, Kitty, tienes que entenderlo y no ponerte triste! Las súplicas de Sydney fueron inútiles. La niña no quería ni oír hablar de la posibilidad de que Sydney volviera a dejarla sola. —Quiero que tú y mamá volváis a ser amigas. ¡No me rompas el corazón, Sydney! ¡Ven a casa conmigo, y dame las lecciones, y juega conmigo y quiéreme! En un arrebato de desesperación, la pequeña estiró a Sydney del vestido, mientras reclamaba a viva voz que Susan acudiera en su ayuda. Con lágrimas en los ojos, la niñera hizo cuanto pudo para ayudarlas a las dos. —La señorita Westerfield esperará aquí —le dijo a Kitty—. Mientras tanto, tú hablarás con tu mamá. Diga usted que sí, señorita —le pidió en un susurro a Sydney—. Es la única posibilidad que tenemos de arreglar esto. La niña exigió que le hicieran una promesa. Tal era el fervor con el que amaba a su querida institutriz, que incluso le dictó cuáles debían ser los términos de la promesa: —Repite lo que yo diga, igual que cuando tú me dabas las lecciones y yo las repetía —insistió la niña—. Di, "Kitty, te prometo que te esperaré". ¡Quién, que hubiese sentido el más mínimo cariño por aquella niña, se habría negado a repetir sus palabras! De una manera o de otra, la horrible necesidad de mantener a la niña en el engaño se hacía una vez más insalvable. Primero había sido su huida de Mount Morven, y ahora, otra vez, la imposibilidad de ser sincera con Kitty se cruzaba en el camino de Sydney. Kitty tenía ahora tantos deseos de ir a ver a su madre como hacía un instante los había tenido de quedarse junto a Sydney. Avisó a Susan para que la siguiera, y se fue corriendo hacia el hotel. —La señora no permitirá que la niña vuelva. Puede usted salir del jardín por ahí —le indicó la niñera señalando hacia la izquierda, donde estaba el sendero, tras lo cual salió corriendo detrás de Kitty. Ya se había alejado Kitty; ya se había ido Susan. Sydney estaba otra vez sola. Despedirse de Kitty había supuesto para Sydney más de lo que su corazón podía soportar. Ni siquiera su huida de Mount Morven había sido una prueba tan difícil como ésa. Ahora sabía que no iba a encontrar nunca otra casa en la que servir. No habría ya otra buena señora que la quisiera acoger. Solamente quedaba en el mundo una persona que la quisiera, su pequeña y fiel amiga. Y ésa era la última vez que la iba a ver. "¡Es la única persona a la que jamás le he hecho daño —pensó— y ya no la voy a ver más!" Se levantó para marcharse. Miró melancólicamente el jardín, el último lugar en el que había visto a Kitty, y tuvo una última tentación de demorarse un rato en esa visión. Su mirada reposó un instante sobre el recodo del sendero donde había perdido de vista a la pequeña y movediza figura, a la impaciente niña que había corrido a defender su causa. Aun estando ausente, la niña seguía siendo para Sydney su ángel de la guarda. El sendero por el cual Susan le había indicado que debía marcharse estaba justo detrás suyo. Sydney se dio la vuelta, y en ese momento estalló en llanto. Las lágrimas aliviaron su ahogo. Se sintió más tranquila. Siguió caminando, pero las lágrimas le impedían ver el camino, y se extravió. Estuvo a punto de caerse, pero una mano la sujetó. La voz de un hombre, firme, profunda y amable, silenció su grito inicial de terror. —Señorita, no se encuentra usted bien. No debería andar sola por estos lugares. Déjeme que la ayude. ¿Puedo hacer algo por consolarla? El hombre la llevó hasta la misma silla de la que Sydney se había levantado hacía un momento. Se sentó a su lado guardando un piadoso silencio. —Lleva usted una pena muy grande para ser tan joven —le dijo el hombre al comprobar que Sydney comenzaba a reponerse—. De dónde viene todo ese dolor, no es de mi incumbencia. Yo tan sólo deseo ayudarla. —Nadie puede ayudarme. —¿Quiere que la acompañe adentro del hotel con sus amigos? —No tengo amigos. —Discúlpeme, pero creo que en eso se equivoca. Tiene usted un amigo. Me tiene a mí. —¿Usted? Pero si no le conozco de nada. —Ningún ser humano que necesite mi ayuda es para mí un desconocido. Ella se giró por primera vez para verle la cara. La luz de la luna iluminó entonces el rostro de Sydney. El hombre la miró con atención. —Yo la conozco a usted de haberla visto antes en alguna parte. El día que Sydney y él se cruzaron en el vestíbulo del hotel de Sandyseal, ella no se había fijado en él. —Creo que se confunde —respondió ella—. Permítame que le esté agradecida por su amabilidad. Pero ahora debo irme. Con la intención de retenerla, él preguntó: —¿Está usted segura de que se encuentra bien? —Segura del todo. Pero él siguió insistiendo en que se quedara. De aquel primer encuentro en la costa de Sandyseal, él recordaba haberla visto en compañía de un hombre. Ahora estaba sola y lloraba desesperadamente. A lo largo de su vida había conocido otras muchas historias tristes, así que se atrevió a dar por ciertas sus suposiciones. —Si no quiere que la acompañe —dijo—, al menos considere la posibilidad de dejarme ayudarla. Si lo desea, puede usted encontrarme en esta dirección. Le dio una de sus tarjetas. Ella la cogió sin mirarla, se sentía confusa; apenas sabía qué decir. —¿No se fía usted de mí? —preguntó él, triste pero sin mostrarse enfadado. —¡Oh, no, yo nunca desconfiaría de nadie! Sólo de mí misma. No merezco su interés. —No diga usted eso —respondió él—. Si usted me permite que lo intente, yo le devolveré su confianza. ¿Se marcha usted hoy de aquí?, ¿se dirige a Londres? —Sí. —Mañana —continuó él—, vendrá a verme una muchacha que se encuentra sola en este mundo, igual que usted. Si le doy a usted las señas de esa pobre joven, ¿irá usted a verla para preguntarle si soy o no una persona en quien se puede confiar? Entretanto, el hombre había sacado una carta de su bolsillo. Rompió un trozo de la segunda hoja y se lo entregó a Sydney. —Acabo de recibir las señas de la muchacha a través de un amigo —dijo el hombre. Mientras le daba esta explicación se oyeron los chillidos de una niña furiosa y suplicante. Los gritos procedían del hotel. La pequeña y fiel Kitty se había escapado para ir a ver a Sydney, la niñera había corrido detrás de ella, logrando atraparla, y ahora la llevaba en volandas tratando de conducirla de nuevo al interior del hotel. Sydney se dio cuenta de que no había sido ella la única en reconocer la voz de la niña. El desconocido, tan amable con ella, también había buscado con la mirada el lugar de donde procedía la voz de Kitty. Nada volvió ya a perturbar la calma de aquella noche. Cuando el hombre se volvió hacia la muchacha que tanto lo había conmovido, ella ya no estaba. Sydney tenía miedo de que la siguieran, así que fue corriendo hasta la estación del ferrocarril. A la luz del quinqué del vagón, miró por primera vez la tarjeta y el pedazo de papel con la dirección anotada que le había entregado el desconocido. Cuando Sydney leyó la dirección, se quedó perpleja: ¡Era su propia dirección! Y cuál fue su sorpresa al mirar la tarjeta: ¡El hombre se llamaba Bennydeck! CAPÍTULO XLVII MEJOR ES HACER QUE DESEAR Más de una vez, a lo largo de aquel día, el capitán daría muestras de un defecto que sin duda habría sorprendido a sus amigos: el capitán Bennydeck estaba lleno de dudas. Cuando un hombre ha tenido que capitanear naves, poniendo en riesgo su propia vida y la de su tripulación, por las regiones del hielo eterno, la naturaleza y el hábito le enseñan a afrontar los percances a rostro descubierto, a saber qué debe hacer en cada momento, y a mantenerse firme en su decisión cualesquiera que sean los obstáculos que halle en su camino. Pero, aun siendo fuerzas formidables, la naturaleza y el hábito sólo pueden encontrar el camino de la perfección cuando es el Amor quien las guía. Hallar a una mujer sola, desamparada, pidiendo a gritos un poco de comprensión, y dejarla marchar sin haber hecho nada por ella habría sido un acto de tremenda desconsideración, una cobardía que a cualquier hombre le habría hecho tener remordimientos de conciencia. El capitán se había limitado a hacer y decir lo que había hecho y dicho cada vez que se había encontrado con un caso parecido al de la muchacha del jardín. Cuando Sydney salió huyendo de Bennydeck, éste avanzó instintivamente unos pasos como queriendo salir en su busca, pero al momento se detuvo. ¿Qué motivos tenía para querer seguirla? La muchacha parecía haberse recuperado, tenía la tarjeta con sus señas, y tenía además las señas de quien podía asegurarle las buenas intenciones del capitán. Él ya había hecho todo lo que tenía que hacer. Dio de nuevo media vuelta, se fue hacia el hotel y entró. Ya en mitad del pasillo, dudó un instante, y se detuvo. Estaba delante de los aposentos de Catherine. Oyó voces que provenían del interior. Enseguida reconoció la voz de la señora Presty. Hablaba alto y se mostraba muy segura de sí misma. Al parecer, se despedía de sus amigos. El capitán la vio de espaldas, y decidió no moverse del pasillo para que la señora Presty no lo viese a él. Luego observó cómo entraba en el salón de Catherine. La clase de explicación que el capitán deseaba pedirle a Catherine no podía tener lugar en presencia de su madre, así que el bueno de Bennydeck regresó al jardín. La señora Presty se encontraba de un humor excelente. Había pasado un rato muy entretenido en el Festival, sobre todo por ser ella en todo momento la voz cantante, impartiendo órdenes por doquier, y además sin tener que pagar ni un céntimo para sufragar los gastos de la peor de todas las cenas que uno pueda ingerir en Inglaterra: aquélla que pretende hacerse pasar por una cena francesa. Había llegado al hotel eufórica y deseosa de prolongar la fiesta. ¿Pero qué vio al abrir la puerta del salón? Utilizando el lenguaje teatral, siempre tan expresivo, Catherine fue "hallada en soledad", con los codos apoyados sobre la mesa y la cara oculta entre las manos. Su hija constituía en ese instante el vivo retrato de la desesperación. La señora Presty observó la escena que se desplegaba ante sus ojos. Cada arruga de su rostro reflejaba la indignación de la dama justiciera. Con brevedad y elocuencia romanas, o en dos palabras, como se diría comúnmente, la señora Presty exclamó: —¡Pobre capitán! Catherine levantó entonces la mirada. —Lo sabía —prosiguió la señora Presty con gran énfasis—. Por la cara que llevas, ya sé lo que has hecho. Le has dicho que No a Bennydeck. —¡Que Dios me perdone! Pero te equivocas. ¡Le he dicho que Sí! ¡Soy una pecadora! En estas circunstancias algunas madres se habrían disculpado ante su hija. Otras habrían preguntado cuál era el sentido de tan compungida respuesta. Pero eso habría sido propio de una madre normal, y la señora Presty se sentía algo más. Le alegró oír la noticia, y no hizo ningún comentario acerca del reproche que Catherine se hacía a sí misma por haber tomado una decisión afirmativa. —Mi querida hija, acepta la enhorabuena de tu anciana y afectuosa madre. Ya sabes que nunca he sido partidaria de que las mujeres anden por ahí besuqueándose por todo. Pero creo que esta ocasión bien lo merece. Anda, hija, ven y dame un beso. Tan repentino estallido de amor de su madre no le paso inadvertido a Catherine. —Tendría que haber tenido mejor memoria —dijo Catherine—. En mi vanidad, en mi debilidad, en mi pasajero y egoísta goce de este instante de suprema felicidad, he olvidado lo tormentoso que ha sido mi pasado; he olvidado la farsa en la que me he visto envuelta. La vergonzosa mentira que le hemos hecho creer a ese pobre hombre. Sólo cuando he mirado a mi pobrecita hija me he acordado de cuál es mi deber como madre, de cuál es el significado de la palabra Decencia. Hoy, cuando he mirado a Kitty, he visto a su padre. La señora Presty se dejó caer sobre una silla. Estaba realmente asustada. Sus regordetas mejillas temblaban igual que un flan. —¿Ha estado aquí ese hombre? —preguntó. —¿Qué hombre? —El hombre que de encontrarse con el capitán podría dar al traste con tu matrimonio. ¿Ha estado o no ha estado aquí Herbert Linley? —Desde luego que no. Quien sí ha estado aquí ha sido Sydney Westerfield. La señora Presty saltó de la silla. —¿Has visto... a Sydney... Westerfield? —repitió la señora Presty demostrando en cada enfática pausa una mezcla de perplejidad e incredulidad. —Sí, la he visto. —¿Dónde? —En el jardín. —¿Y has hablado con ella? —Sí. La señora Presty puso el grito en el cielo, como reclamándole a nuestro viejo amigo, "el ángel que está en el cielo para dar cuenta de todos los desmanes terrenales", que tomase nota de las preguntas y respuestas que acababa de oír; o quizás la señora Presty optaría simplemente por sentarse y aguardar a que el suelo se hundiera bajo los pies de su inmoral hija. Después de una horrible espera, la vieja dama se acordó de que tenía algo más que decir, y lo dijo. —No te estoy criticando, Catherine. Ni siquiera me interesa saber de qué hablasteis tú y la señorita Sydney Westerfield. Al mismo tiempo, y porque esto sí que me conviene saberlo, quisiera que me confirmaras si debo marcharme de este hotel. No voy a quedarme yo bajo el mismo techo que esa mujer. Así que dime, ¿se ha marchado ya? —Se ha marchado. La señora Presty echó una ojeada a la habitación. —¿Y se ha llevado a Kitty? —preguntó. —¡No hables de Kitty! —exclamó Catherine muy nerviosa—. La pobrecita es tan cariñosa. He tenido que separarla de la señorita Westerfield a la fuerza. Sólo de pensarlo se me rompe el corazón. —No me sorprende, Catherine. Le has dado a mi nieta una educación moderna. Que si los niños son todos unos angelitos, que si nada de castigos; que si hay que reñirles pero con mucho cariño: “No seas traviesa, cielo, porque si lo eres tu mamá no estará contenta contigo". Y luego, claro, cuando su hija le desobedece, la mamá se pone triste sólo de pensarlo. ¡Menudo sistema educativo! Todo lo que he logrado en esta vida; todas y cada una de las virtudes que poseo, las que enamoraron a hombres como tu padre y el señor Presty; todos los encantos que me han convertido en el ídolo de la vida social de esta nación, son enteramente atribuibles a los rígidos y juiciosos castigos que recibí de pequeña. Castigos que entonces podían darse con toda libertad y con la mano bien abierta. Pero cambiemos de tema. ¿Dónde está nuestro querido Bennydeck? Quiero felicitarle por su inminente boda. La señora Presty miró severamente a su hija y añadió para sí misma: —¡Ese hombre se arrepentirá algún día de lo que está haciendo! Catherine desconocía el paradero del capitán. —Yo también quiero decirle una cosa —le explicó a su madre—, y tampoco sé dónde está. La señora Presty continuaba mirando fijamente a su hija. A juzgar por el semblante de Catherine y por su tono de su voz, nadie habría pensado que se estaba refiriendo al hombre que la había conquistado con su irresistible sortilegio. Catherine parecía algo enferma. Tenía una voz triste. —No te veo muy feliz que digamos, cariño —observó amablemente la señora Presty—. Espero que no se trate de una discusión matrimonial prematura. —No se trata de nada de eso. —¿Puedo ayudarte en algo? —Sí, puedes ayudarme, y mucho. Pero sé demasiado bien que te negarás a ello. Hasta ese momento la señora Presty había llevado la conversación por los cauces de su propio interés. Pero ahora comenzaba a sentirse un poco asustada. —Después de todo lo que he hecho por ti —respondió—, ¿como te atreves a hablarme de ese modo? ¿Por qué habría de negarme a ayudarte? Catherine vaciló. Su madre insistió: —Lo que me quieres pedir, ¿tiene algo que ver con el capitán Bennydeck? —Sí. —¿De qué se trata? Catherine se armó de valor. —Sabes tan bien como yo a qué me estoy refiriendo —le dijo a su madre—. El capitán Bennydeck cree que estoy libre para casarme con él porque soy viuda. Quiero que me ayudes a decirle la verdad. —¡Qué! Tal fue el grito de horror de la señora Presty que debió oírse desde el jardín. Y que nadie dude de que hasta el pelo de la cabeza se le habría erizado de no ser porque no era todo suyo. Catherine se levantó con calma. —No quiero discutirlo —dijo resignada—. Ya sabía que te negarías a ayudarme. Se acercó a la puerta. En ese instante su madre se levantó y se puso en medio decidida a impedirle que se marchara. —No permitiré que cometas una locura de la que luego te puedas arrepentir —dijo la señora Presty—. Vuelve a sentarte inmediatamente en esa silla. Catherine la desobedeció. —Todo esto no puede acabar bien de ningún modo —respondió Catherine—, pero cuanto antes termine mejor. Estoy decidida a llevar a cabo mi plan. No puedo seguir mintiéndole a un hombre que me ama tan sinceramente. —Pues en ese caso, pongamos las cosas en claro —insistió la señora Presty—. El cree que fue la muerte de tu marido lo que puso fin a tu primer matrimonio. ¿Qué pretendes ahora? ¿Decirle que fue el divorcio el que terminó con tu matrimonio? —Sí, eso quiero hacer. —¿Y qué derecho tiene él a saberlo? —Un derecho innegable. El derecho de un marido a que su esposa no tenga secretos para él. La señora Presty le devolvió astutamente el golpe. —Todavía no eres su esposa. Espérate hasta que estés casada. —Jamás! ¡No sería más que una desgraciada si me casara con un hombre honesto utilizando la mentira como arma! —¡No son mentiras! Hablas como si fueras una impostora. ¿Acaso no eres tú una distinguida dama que con sus encantos ha encandilado al hombre que ahora desea casarse contigo? ¿Acaso no eres tú la hermosa mujer a quien él ama? No existe una sola mancha en tu reputación. En todos los sentidos, tú eres la esposa que él necesita, y la que se merece. ¡Y ahora quieres importunar cruelmente a ese pobre hombre con asuntos que no son de su incumbencia! ¡Acaso deseas crearle ahora dudas! ¡Acaso serás tan necia de proporcionarle argumentos para que te haga cualquier reproche a la primera oportunidad que tenga, a la mínima que un día se sienta ofendido por algo que hagas o digas! Cualquier mujer sentiría envidia del futuro hogar que os aguarda a ti y a tu hija. Y tú deseas estropearlo todo hablando más de la cuenta. Catherine, juro que estoy avergonzada de tu comportamiento. ¿Es que no tienes principios? ¡La señora Presty hablaba totalmente en serio! Para ella, todas aquellas consideraciones que a cualquiera le habrían parecido puramente egoístas, no eran sino virtudes incontestables. La señora Presty era capaz de erigirse moralmente por encima de sus semejantes y de proclamar sus principios a los cuatro vientos, con un orgullo y un entusiasmo tales que ya los habría querido para sí el mismísimo Primado de Inglaterra. Pero Catherine continuaba manteniéndose firme en su decisión. Se acercó un poco más a la puerta, y dijo lacónicamente: —Buenas noches, mamá. —¿Es eso todo lo que tienes que decirme? —Me siento muy fatigada. Tengo que ir a descansar. Por favor, déjame marchar. La señora Presty abrió la puerta de malos modos. —¿Entonces, te niegas a seguir mis consejos? —dijo—. ¡Pues bien, hazlo a tu manera! Seguro que te aguarda una vida muy próspera. Oh sí, hoy en día hay muchas Ferias y Exposiciones donde incluso te premian con medallas de oro. El día que se celebre alguna Exposición de Idiotas, creo que sé quién podría llevarse el primer premio. Catherine siempre le había guardado el debido respeto a su madre, incluso cuando ésta se lo ponía ciertamente difícil. Pero en esta ocasión, ni su férreo sentido del deber filial pudo impedir su reacción. —Ojalá no hubiese seguido jamás tus consejos —dijo Catherine—. Si hubiese hecho antes lo que estoy haciendo ahora, me habría ahorrado muchos malos momentos. Desde que la señorita Westerfield entró en nuestra casa, has sido tú, y no ella, la mala mujer. Cruzó el umbral de la puerta; se detuvo un instante, y entró de nuevo en la habitación. —No he pretendido ofenderte, mamá, ¡pero cuando te pones furiosa me resultas insoportable! Buenas noches. Ni una sola palabra de réplica siguió a esa disculpa bienintencionada de Catherine. La señora Presty (la locuaz señora Presty, mujer de lengua vivaracha y espíritu indomable) se había quedado muda. Ella, que gracias a su experimentada vida, a su devoción y a su sentido de la disciplina, se había erigido en el ángel guardián de la familia; que en las situaciones de peligro había sido el indiscutible timonel de su hija, evitando que el naufragio familiar viera la luz pública. Ella, la madre perfecta, había sido estigmatizada, había sido llamada causa de todos los males de su hija, por su propia hija. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer? ¿Qué medidas horribles y sin precedentes debía tomar después de un insulto como ése? La señora Presty permaneció inmóvil en el centro de la habitación. Se sentía desvalida; las preguntas se sucedían una tras otra en su cabeza, y no encontraba respuestas. Al cabo de un rato, alguien llamó a la puerta. Apareció un camarero, y dijo: —Afuera hay un caballero que desea ver a la señora Norman. El caballero entró en la habitación. Era Herbert Linley. CAPÍTULO XLVIII TODA PRECAUCIÓN ES POCA El hombre que se había divorciado de Catherine miró a la mujer que había sido su suegra sin hacer la menor concesión a las más elementales reglas de urbanidad. Ni le tendió la mano ni le hizo reverencia alguna. La rabia lo encendía por dentro. Su ceño arrugado, y su rostro enrojecido lo delataban. —Quiero ver a Catherine ahora —dijo. Esta deliberada grosería resultó ser el mejor estímulo para que la señora Presty volviera a ser la de siempre. El rostro lleno de arrugas de la vieja dama recuperó su sonrisa diabólica y amenazadora. —¿Qué clase de compañías has frecuentado desde la última vez que te vi, si puede saberse? —comenzó diciendo la señora Presty. —No es de su incumbencia con quién voy o dejo de ir. —En eso estoy de acuerdo contigo. Simplemente me preguntaba si últimamente has estado viajando por el sur de África, viviendo en perfecta armonía con los Hotentotes. Es la única explicación que se me ocurre para entender tu comportamiento. A menos que yo haya cometido la torpeza de ofender a un marido irritable. Pero eso parece poco probable, teniendo en cuenta que yo no soy tu esposa. —¡Gracias a Dios! —Sí, gracias a Dios. Pero realmente me gustaría saber, por simple curiosidad, a qué se debe esa imprevisible actitud tuya. De repente te presentas en este lugar sin haber recibido la invitación de nadie, que yo sepa. Entras en la habitación donde está una dama, y te comportas como si estuvieras en la subasta del pescado. Permíteme que te dé una pequeña lección de urbanidad. Observa. Yo te recibo con una reverencia. Así. Y entonces te digo: "¿Cómo está usted, señor Linley?" ¿Lo has comprendido? —No quiero que me cuente nada. Quiero ver a Catherine. —¿Quién es Catherine? —Lo sabe usted tan bien como yo. Su hija. —Caballero, usted no conoce a mi hija. Y si no le importa, a partir de ahora, cuando hablemos de ella, utilizaremos su ilustre nombre de soltera. ¿Ha dicho usted que deseaba ver a la señora Norman? —Llámela como le dé la gana. He venido a decirle una cosa, y se la voy a decir. —No, señor Linley. Usted no le dirá nada. —¡Eso ya lo veremos! ¿Dónde está? —Mi hija no se encuentra bien. —De acuerdo, no la voy a entretener mucho tiempo. —Mi hija se ha retirado a su habitación para descansar. —¿Dónde está su habitación? La señora Presty se acercó a la chimenea francesa y puso la mano sobre la campanilla. —¿Es usted consciente de que estamos en un hotel? —preguntó ella. —Eso no me importa. —Oh, sí que le importa. En los hoteles hay camareros. Y cuando se trata de un hotel grande, como éste, hay también un policía al servicio de los huéspedes. ¿Quiere que le llame? Herbert vio claramente cuáles eran las dos únicas opciones que tenía: o permitía que la señora Presty tomara el mando de la situación, o acabaría siendo expulsado violentamente del hotel. Herbert había sido toda su vida un hombre de honor. Si bien era cierto que últimamente se estaba abandonando un poco, no había olvidado ni por un instante su condición de caballero. —No se moleste usted en llamar —dijo—. Y voy a tener que pedirle disculpas por haber permitido que mi temperamento me traicionara. Al mismo tiempo, creo que debe usted reconocer que, en cierta medida, he sido víctima de sus provocaciones. —No comparto su opinión —respondió la señora Presty, decidida a hacer oídos sordos a cualquier petición de clemencia proveniente de Herbert Linley—. Por lo que a provocaciones se refiere —añadió ella, sentándose de nuevo, sin ofrecerle una silla a Herbert—, cuando afirma ser usted la víctima, nos está ofendiendo a mi hija y a mí. ¿Usted víctima de mis provocaciones? ¡Cielo santo! —No diría usted eso —alegó él, tratando de contener su ira— si supiese los malos momentos que he tenido que pasar. De repente, la señora Presty miró hacia la puerta. —Aguarde un momento —dijo—. Me ha parecido oír que alguien entraba. Se callaron los dos, y tras el silencio pudieron oír unos pasos que provenían del pasillo. Pero las pisadas no se acercaban a la puerta, sino que se alejaban de ella. Al parecer, la señora Presty había llegado a una suposición equivocada. —Me estaba usted diciendo... —dijo ella resignadamente, permitiendo que Herbert procediera con su explicación. Herbert deseaba alegar algo en su propia defensa, y procuró hacerlo con moderación. No intentó negar que efectivamente él hubiera sido culpable de graves ofensas. Pero se defendió diciendo que ya había sufrido suficiente castigo por sus errores. Que se equivocó completamente amenazando con quitarle la niña a su madre aprovechándose de la Ley. Y al fin y al cabo, ¿acaso no había sido ya castigado ejemplarmente con el divorcio obtenido por su mujer, viéndose en consecuencia separado de su hijita al tiempo que de su esposa? Sin embargo, la señora Presty no estaba dispuesta a ver aquel conflicto desde el punto de vista de Herbert. Según ella, si alguna persona había sufrido con el divorcio, ésa no era otra que su mancillada hija. Sin perder la paciencia, Herbert reconoció haber injuriado a Catherine, y a continuación insistió de nuevo en que él ya había sufrido su castigo. Y se negó a aclarar si su vida junto a Sydney Westerfield había sido o no feliz, tan sólo dijo que estaba terminada. Ella le había dejado. ¡Sí!, ella le había dejado para siempre. Y además, él no deseaba persuadirla para que volvieran a su pecaminosa vida. Ahora eran dos almas en penitencia. Los dos estaban avergonzados de sus actos y ella se había marchado sin la ayuda que un hombre como Herbert, en virtud de su honor, estaba obligado a ofrecerle. —No tiene a nadie en este mundo. Debe estar sufriendo una terrible pobreza; sólo de pensarlo me pongo a temblar —confesó Herbert—. ¿Es que nadie va a compadecerse de mí, es que nadie va a hacer nada para librarme de esta angustia? La señora Presty le interrumpió; no quería oír más el nombre de Sydney. —No creo que saquemos nada en claro —le dijo a Herbert— si insistimos en seguir hablando del pasado. Y ya va siendo el momento de que me explique a qué ha venido aquí. —He venido a ver a Kitty. —Ése no es tema que se vaya a discutir aquí esta noche. —¡No diga usted eso, señora Presty! Soy el hombre más desgraciado sobre la faz de la tierra, y lo único que pido es poder ver a mi hija. Yo sé que Kitty no se ha olvidado de su padre. Su madre no puede ser tan cruel como para negarse a dejarme ver a mi propia hija. Estaré de acuerdo en que ella decida en qué momento puedo verla, y cuánto tiempo debe durar la visita. En fin, haré todo lo que ella decida... ¿Puede usted pedirle a Catherine que me deje ver a Kitty? —No puedo hacer algo así. —¿Por qué? —Por motivos personales. ¿Qué le parece a usted? —¿Y qué razones son ésas si puede saberse? —Razones que no tiene usted ningún derecho a preguntar. Herbert se levantó de la silla. La señora Presty observó de nuevo en su rostro una mirada iracunda. —He venido hasta aquí —dijo él— porque quería cerciorarme de una sospecha. Y usted, con sus mentiras, me ha dicho todo lo que quería saber. Señora Presty, cuando los periódicos se refirieron a Catherine como a una viuda, fue la propia Catherine quien les autorizó para que así lo hicieran. Ahora entiendo que mi hermano, que nunca antes me había mentido, ésta vez sí lo hiciera. Ahora entiendo el papel que ha estado interpretando su hija, y sé con toda certeza (como si lo hubiese escuchado con mis propios oídos) que o usted o Catherine, o las dos juntas, le han contado una mentira diabólica a mi pobre hija. No, no. Prefiero no ver a Catherine. Muchos hombres han matado a su mujer por menos. Hace usted muy bien en mantenerme alejado de ella. De repente se detuvo y miró hacia la puerta. —La oigo —exclamó Herbert—. ¡Está entrando! Volvieron a escucharse los pasos. Esta vez se estaban aproximando. La señora Presty, aterrorizada por lo que pudiera ocurrir, abrió de golpe la puerta. Era el capitán Bennydeck. Entró. CAPÍTULO XLIX EL SECRETO ESTÁ BIEN GUARDADO Lo primero que sorprendió al capitán fue que hubiera un desconocido en la habitación. Le hizo una reverencia, pero a simple vista no pareció que el forastero se sintiera ni impresionado ni halagado por su saludo. Luego el capitán se volvió hacia la señora Presty. Al observar que la anciana dama estaba nerviosa, ofreció las acostumbradas disculpas, expresando su arrepentimiento por haber interrumpido la conversación, y lo achacó a la mala fortuna que no a una falta suya de urbanidad. Siendo la señora Presty conocedora de que la caballerosidad y el buen linaje eran virtudes inherentes al capitán Bennydeck, le advirtió enseguida de la conveniencia de que se marchara y la dejara de nuevo a solas con el desconocido. Para disgusto de la señora Presty, el capitán se quedó y, viendo que Catherine no estaba, preguntó preocupado si le había ocurrido algo. Al principio, la señora Presty no supo qué contestar. Parecía como si su presencia de ánimo (o, para ser más exactos, su inigualable audacia) la hubiera abandonado de repente ante la doble visión del que había sido el marido de su hija y el que iba a serlo pronto. Juntos, pero siendo dos perfectos desconocidos. ¿Cuánto tiempo podía durar aquella situación de recíproco anonimato? La señora Presty no se había encontrado nunca en una situación tan embarazosa como aquella. El sentido del honor empujaba a Catherine a tomar la decisión de confesarle a Bennydeck las verdades de su anterior y catastrófica vida matrimonial. Y Bennydeck, que la amaba devotamente, sin duda la disculparía. Pero si el primero en informar al capitán del engaño que había sufrido era un perfecto desconocido, ¿qué esperanzas quedaban de que quisiera continuar manteniendo su compromiso de boda? Era incluso posible que Bennydeck ya desconfiase de aquella situación ciertamente sospechosa. Seguramente, al acercarse a la puerta había oído la voz airada de un hombre, y ahora estaba observando a ese hombre con una curiosidad que ya tomaba la apariencia de desconfianza. Por la expresión de su rostro, era ya más que evidente que Herbert comenzaba a sentirse incómodo ante la mirada incisiva del capitán. Después de mirar de soslayo a Bennydeck, Herbert le preguntó a la señora Presty quién era aquel caballero. —Quizás me equivoco —añadió Herbert—, pero me ha parecido que su amigo me miraba como si me conociese. —Es que nos hemos visto antes, señor. El capitán le replicó con tono y actitud corteses, lo cual pareció refrescarle la memoria a Herbert sobre cómo debía un caballero guardar sus modales. —¿Puedo preguntarle dónde tuve el honor de conocerle? —inquirió Herbert. —Nos cruzamos en el vestíbulo del hotel de Sandyseal. Iba usted con una joven. —Tiene usted mejor memoria que yo, señor. Por más que lo intento, no logro recordar esa circunstancia a la que usted se refiere. Bennydeck no insistió. La señora Presty se mostraba visiblemente avergonzada, y al capitán aquello no pudo parecerle menos que sorprendente. A pesar de los buenos modales empleados por Herbert, le pareció que había algo sospechoso en él. Así que pensó que no estaría de más insinuarle a la señora Presty que, en caso de necesidad, podía contar con él. —Me temo que he interrumpido una conversación confidencial —comenzó diciendo—, y quizás debería explicarles que... La señora Presty le escuchaba, pero tenía la cabeza en otra parte. Temía que Herbert pudiera hacer alguna peligrosa revelación, y no sabía qué hacer para evitarlo. Interrumpió al capitán. —Discúlpeme un momento. Quiero decirle algo a este caballero. Bennydeck enseguida se echó a un lado y la señora Presty comenzó a hablar en voz baja. —Que veas o no a Kitty —comenzó diciendo, con la intención de atacar el flanco débil de Herbert— depende enteramente de tu discreción. —¿Qué quiere usted decir con "discreción"? —Procura no mencionar nada acerca de nuestras disputas familiares, y te prometo que verás a Kitty. Eso es lo que quiero decir. No aseguró nada Herbert sobre si tenía pensado ser o no discreto. Antes quería descubrir con qué propósito había entrado Bennydeck en la habitación. —El caballero estaba a punto de darle una explicación —le dijo a la señora Presty—. ¿Por qué no le brinda usted la oportunidad? A la señora Presty no le quedó más opción que ceder, o al menos que así lo pareciera. Nunca había odiado a Herbert tanto como en ese momento. El capitán prosiguió entonces con su explicación. Tenía sus razones (explicó) para haber dudado en un primer momento de la conveniencia de presentarse sin haber sido invitado; así que creyó más oportuno retirarse. Pero después de pensarlo por segunda vez, decidió volver, con la esperanza de... —¿Con la esperanza —le interrumpió Herbert— tal vez de poder ver a la hija de la señora Presty? —Sí, ése era uno de mis motivos —respondió Bennydeck. —Es posible que le parezca muy indiscreto por mi parte, pero ¿puedo preguntarle cuál era su otro motivo? —Oh, en absoluto. Verá, al pasar por delante de la puerta he oído a un desconocido. Y me ha parecido que su tono no era el más adecuado tratándose de la habitación de una dama, así que he pensado... Herbert le interrumpo de nuevo: —¡Ha pensado usted que debía socorrer inmediatamente a una pobre dama en apuros! ¿Tengo razón? —Así es. —¿Sería mucho suponer si le digo que creo estar hablando con el capitán Bennydeck? —Señor, me gustaría que me explicara cómo ha sabido usted mi nombre. —Digamos que por instinto, capitán. A la señora Presty no le gustó el rumbo que estaba tomando aquella conversación, y menos la desafiante expresión del rostro de Herbert. Con una mirada expresiva, la vieja dama advirtió a Herbert que no continuara por aquel camino. Pero él no le hizo ningún caso y le lanzó un irónico cumplido al capitán Bennydeck. —Oh, ése es el precio que debe usted pagar ahora que se ha convertido en una celebridad. En todos los periódicos viene anunciada su inminente boda. —No acostumbro a leer la prensa. —¡Oh, no me diga! ¿Acaso insinúa usted que la noticia es falsa? Pues ya que no lee usted los periódicos, permítame al menos que le refresque la memoria. Está usted prometido con una hermosa viuda llamada señora Norman, aunque creo que lo de "viuda" y lo de "señora Norman" debería ir entrecomillado. La señora Presty dio un salto de su silla. Con el gesto torcido por un irrefrenable estallido de ira, avanzó hacia la puerta. Herbert, devorado por los celos hacia el hombre que estaba a un paso de convertirse en el marido de Catherine, había cometido un gran error. La señora Presty estaba realmente enfurecida, y era precisamente en esas circunstancias cuando la vieja y astuta dama se convertía en una contrincante difícil e imprevisible. Abrió la puerta y se giró hacia los dos hombres, con tal actitud de pomposa insolencia, que esta vez podría decirse que se había superado a sí misma. —Lamento tener que interrumpir esta interesante conversación —dijo—, pero miren si soy estúpida que he olvidado por completo mis obligaciones familiares. En cuanto un pequeño asunto quede resuelto, me permitirán ustedes que regrese para escucharles con renovado placer. Espero que para entonces hayan recuperado ustedes sus buenos modales. Tal era su rabia reprimida que, al salir de la habitación, se despidió de los dos haciéndose besar la mano sendas veces. Bennydeck la observó, convencido de que las falsas excusas de la señora Presty ocultaban algún propósito siniestro. Pero fue totalmente incapaz de imaginar lo que estaba tramando. Herbert, por su parte, continuaba insistiendo en provocar una discusión con el capitán. —Como acabo de decirle muy claramente —procedió—, no siempre hay que fiarse de lo que dicen los periódicos. ¿Habla usted en serio, caballero, cuando dice que se va a casar con la señora Norman? —Para mí sería un honor. Y espero con ansia ese momento de felicidad. Lo que no acabo de entender es a qué viene este interés suyo por todo este asunto. —Pues en ese caso, me va a permitir usted que se lo aclare. Me llamo Herbert Linley. Hasta ese momento había querido ocultar su nombre, conocedor del efecto que podía producir su desvelamiento. Pero el resultado no fue el que él esperaba. Bennydeck no se alteró lo más mínimo. Al contrario, parecía como si el descubrimiento del nombre le hubiera causado cierto interés. —¿Es posible que sea usted familia de un amigo mío? —dijo tranquilamente. —¿Cómo se llama su amigo? —El señor Randal Linley. Herbert no había previsto que la conversación pudiera tomar ese rumbo. —¿Randal y usted son amigos? —inquirió Herbert, tan pronto como se hubo repuesto de la sorpresa. —Muy íntimos. —Es extraño que él no le haya hablado nunca de mí. —En efecto, resulta extraño. Herbert hizo una pausa. Entonces le vino a la memoria que su hermano se sentía avergonzado de la desgracia que había caído sobre la familia y comenzó a entender las razones de su silencio. —¿Es usted un familiar cercano del señor Randal Linley? —preguntó el capitán. —Soy su hermano mayor. Como Bennydeck ignoraba la desgracia que Herbert había traído a su familia, la respuesta de éste le pareció asombrosa. Desde su punto de vista, el silencio de Randal resultaba incomprensible. —Si no es mucho preguntar —prosiguió Herbert—, desearía saber si mi hermano aprueba su matrimonio. El tono de su voz había cambiado, y Bennydeck entendió que debía ponerse a la defensiva. —Todavía no he pedido su opinión a mi buen amigo Randal —respondió lacónicamente. Herbert se quitó entonces la máscara. —Pues mientras tanto, quizás le sea de gran utilidad la mía —dijo—. Su boda es un crimen, y yo estoy decidido a impedir que se cometa ese delito. El capitán se levantó de la silla y se situó frente al hombre que había pronunciado aquella insolencia. Su gesto era duro. —¿Está usted loco? —preguntó. Herbert estaba en ese momento a punto de confesar que él había sido el marido de Catherine hasta que la Ley disolvió su matrimonio, cuando entró un camarero y se le acercó con un mensaje. —Tiene que venir enseguida, señor. —¿Quién me llama? —Una persona que le está esperando afuera, señor. Es un asunto grave, señor. No hay tiempo que perder. Herbert miró al capitán. —Prométame usted que esperará aquí hasta que regrese —dijo—, o de lo contrario no saldré de esta habitación. —Tranquilícese. No me moveré ni un centímetro hasta que me haya dado usted una explicación —fue su firme respuesta. El criado le indicó a Herbert que lo siguiera. Atravesó el pasillo y abrió la puerta de la sala de espera. Herbert entró y se encontró cara a cara con la que había sido su esposa. CAPÍTULO L EL PERDÓN ES PRIVILEGIO DEL OFENDIDO Sin decir una sola palabra, Catherine se levantó, se acercó, y le dijo: —Respóndeme: ¿Le has contado al capitán quién soy? —Todavía no. Después de tanto tiempo sin verla, Herbert solamente fue capaz de dar esa breve respuesta. No era la misma mujer que había visto por última vez en Sandyseal, cuando regresó a su habitación para recoger el libro que había dejado olvidado. En esa ocasión, el nerviosismo producido por ese inesperado encuentro había hecho que Catherine se pusiera pálida; el poder de la ofensa había endurecido los rasgos de su rostro haciéndola parecer más vieja de lo que en realidad era. Pero esta vez estaba preparada para verle; esta vez tenía una decisión que tomar y eso parecía haberle devuelto la confianza en sí misma. Los ojos de Catherine irradiaban una mirada pulcra y azul; sus mejillas tenían unos colores hermosos, saludables. Herbert quedó literalmente deslumbrado ante su belleza. —En los viejos tiempos, de los que sin duda también tú te acordarás —prosiguió ella—, si no me falla la memoria dijiste un día que yo era la mujer más sincera que habías conocido jamás. Dime, Herbert, ¿todavía sigues pensando igual?, ¿sigues teniendo fe en mí? —Tengo una fe ciega en ti. Catherine continuó diciendo: —¿Me creerás si te digo que antes de que entraras en esta casa, yo ya había tomado la decisión de contarle al capitán Bennydeck eso que tú todavía no le has contado? De haber podido apartar la mirada de Catherine es probable que Herbert se hubiera dado cuenta del rumbo que habrían de tomar los acontecimientos, y en consecuencia habría recordado que su victoria sobre el capitán todavía no era un hecho. Pero los ojos de Catherine eran como imanes que le traían a la memoria tiernos recuerdos del pasado. Y la respuesta de Herbert fue la de un niño dócil y obediente. —Por supuesto que te creo. Catherine sacó una carta del escote y se la mostró a Herbert, haciéndole notar que el sobre permanecía aún cerrado. —Hace sólo un momento, cuando estaba en mi dormitorio escribiendo esta carta —dijo—, ha entrado mi madre para decirme que tú y el capitán Bennydeck os habíais encontrado en el salón. Ella tenía miedo de que os pelearais, y de que terminara por descubrirse toda la verdad. Me ha dicho que debía bajar rápidamente para hablar contigo y convencerte de que debías marcharte enseguida. Y que si yo no me veía capaz de enfrentarme a ti, que la dejara a ella hacerlo a su manera. Pero yo no podía de ningún modo permitir que el hombre que hace años logró ganarse mi respeto se marchase de aquí avergonzado. El único modo de evitarlo era hablar contigo en privado. Mi madre ha sido quien se ha encargado de todo: ha sido ella quien ha ordenado al criado que fuera a buscarte y te condujera aquí. ¿Dónde se encuentra el capitán Bennydeck en estos momentos? —Me espera en el salón. —¿A ti? —Sí. Catherine se quedó pensativa. —He traído la carta que estaba escribiendo en mi dormitorio —prosiguió— porque deseaba mostrártela. ¿Quieres leerla? Le ofreció la carta a Herbert. Él vaciló. —¿Es para mí? —preguntó. —Es para el capitán Bennydeck —respondió ella. Los celos que todavía anidaban en su corazón, celos que ni la Ley ni la razón le permitían abrigar, le hicieron adoptar una actitud de indiferencia, como si se tratara de un perfecto desconocido, que en nada se correspondía con su verdadero sentir. Le rogó a Catherine que aceptara sus excusas. Ella se negó a hacerlo. —Antes de tomar una decisión —le dijo Catherine—, al menos quiero que sepas cuáles han sido mis motivos para escribirle esta carta al capitán Bennydeck, en lugar de darle una explicación en persona, como era mi intención en un principio. Cuando pensé en el disgusto que le iba a producir, se me desgarró el alma. No me ha bastado pensar en mi felicidad. Él es un hombre bueno, y me temo que no comprendería mi decisión. En la carta le explico toda la verdad. No le escondo nada. Me he visto en la obligación, asimismo, de mencionar el modo en que tú me has tratado, y las circunstancias que me obligaron a ocultarme bajo una personalidad falsa, algo de lo que ahora me arrepiento con amargura. He hecho lo posible por no mentirle a una persona: a ti. He luchado hasta la extenuación por no hacerte ningún daño. Eres tú, y no yo, quien debe decidir si lo he logrado o no. Te lo voy a pedir por última vez. ¿Quieres leer la carta? Catherine tenía la voz triste, pero mantuvo en todo momento una actitud de dignidad y de calma. Herbert pensó en lo generosa que había sido Catherine al perdonarle cuando él y Sydney Westerfield eran todavía inocentes de la ofensa que más tarde le infligirían. Sin decir una palabra, Herbert, cogió la carta de las manos de Catherine, y comenzó a leerla. Ella giró la cara. En la penumbra no había riesgo de que él pudiera ver su rostro. Se esforzó por mantenerse serena, por esconder su sufrimiento. Pero no está en la naturaleza de la mujer esconder sus sentimientos; y nada hay que a una mujer le duela más que verse forzada a traicionar su verdadera naturaleza. Por un instante, a Catherine le pareció que Herbert, que seguía leyendo, emitía un suspiro. Quiso mirarle, pero volvió a girarse rápidamente. Fue él entonces quien se levantó y se acercó a Catherine. Señaló con el índice la carta que llevaba en la mano. Hizo dos intentos de decir algo, pero la cobardía pudo con él. Mantenía una dura pugna consigo mismo. Pero debía hacerlo, debía hacerlo por ella. Venció a su cobardía, y con voz temblorosa dijo: —¿Crees que el hombre con quien te vas a casar se merece esto? —preguntó Herbert sin dejar de señalar la carta. Ella respondió con firmeza: —Se merece esto y más. —Cásate con él, Catherine. Y olvídate de mí. El corazón de Catherine, el mismo que él había herido tan profundamente, se compadeció de él, le perdonó, y respondió con un estallido de lágrimas. Catherine le tendió una mano implorante. Herbert puso sus labios sobre la mano de Catherine. Y se fue. CAPÍTULO LI DUM SPIRO, SPERO La señora Presty se presentó en la sala de espera feliz y sonriente. —¡Nos hemos deshecho de tu enemigo! —anunció—. He mirado por la ventana y le he visto marcharse del hotel —hizo una pausa. Se sorprendió enormemente de ver a su hija tan afligida—. ¡Catherine! —exclamó—. ¡Te estoy diciendo que Herbert se ha ido. ¿Es que no te alegras? ¿Va todo bien, hija? ¿Has hablado con él? La última vez que lo he visto estaba decidido a causarnos problemas. ¿Le ha contado a Bennydeck lo del divorcio? —No. —¡Oh, le doy gracias a Dios por ello! Ahora ya no tenemos nada que temer. ¿Dónde está el capitán? —En el salón. —¿Por qué no vas con él? —¡No me atrevo! —¿Quieres que vaya yo? —Sí, y dale esto. La señora Presty cogió la carta. —¿Querrás decir que la rompa, no? —dijo. —No, he querido decir lo que he dicho. —Mi querida niña, si todavía tienes algún respeto por ti misma, si todavía sientes algún respeto por tu madre, ¡no me pidas que le dé esta estúpida carta a Bennydeck! ¿No quieres atender a razones? ¿Insistes en hacer lo que te viene en gana.? —Sí. —Algún día Kitty te tratará igual que tú me tratas a mí, y puedes estar segura de que lo tendrás bien merecido. ¡Oh, ojalá fueses todavía una chiquilla para que pudiera darte una buena zurra, vaya si lo haría! Llena de ira, la señora Presty cogió la carta y se la llevó a Bennydeck. No tardó ni un minuto en regresar, y dijo mansamente: —Me da miedo ese hombre. —¿Está furioso? —No, no está furioso. Precisamente por eso me da miedo. Está tranquilo, demasiado tranquilo. Me ha preguntado: "¿Dónde está el señor Herbert Linley? Le estoy esperando". Y yo le he dicho: "Se ha marchado del hotel". Y él ha dicho: "¿Qué quiere decir con que se ha marchado?" Entonces le he dado la carta: "Tal vez esto se lo aclare todo" le he dicho yo. Él ha echado un vistazo a la carta y ha reconocido tu letra al momento. "¿Por qué me escribe esta carta si estamos los dos en el mismo hotel? ¿Por qué no quiere hablar conmigo?" Yo le he indicado con un gesto que leyera la carta, pero él no quería ni verla. Sólo me miraba a mí. Me miraba fijamente. "Aquí hay gato encerrado", ha dicho. "Yo soy un hombre sencillo, y no me gustan los misterios. El señor Linley quería decirme algo, pero el criado le ha dado un mensaje. ¿Quién ha enviado al criado. ¿Usted lo sabe?" Ahora escúchame Catherine. ¿Qué mujer, que hubiese estado en mi lugar, se habría atrevido a contarle la verdad al capitán? Ninguna, claro. Entonces le he dicho que yo no sabía nada del asunto, pero me he dado cuenta de que él sospechaba de mí, que me atravesaba con su mirada. No lo habría pensado jamas de un hombre como él, con esa mirada suya, siempre tan buena. "No quiero entretenerla más", me ha dicho. Ya sabes que yo no me dejo amedrentar fácilmente, pero cuando he visto que podía marcharme, ¡no sabes qué alivio! Y luego, al salir al pasillo, ¿qué dirías que he oído? El capitán ha echado el cerrojo. ¡Se ha encerrado en la habitación, cariño, se ha encerrado dentro! Aquí estamos demasiado cerca, cielo, puede oírnos. Vamos arriba. Catherine no quiso obedecer a su madre. —Debo permanecer cerca de él —dijo llena de esperanza —. Tal vez desee verme. Su madre le recordó que el saloncito era un lugar público, y que quizás alguien pudiera necesitarlo de un momento a otro. —Vayamos al jardín —propuso la señora Presty—. Podemos decirle al criado que, en caso de que alguien quiera vernos, puede encontrarnos fuera. Catherine cedió finalmente a las pretensiones de su madre, y la señora Presty, desbordante de alegría, comenzó a hablar sin parar. Su hija no tenía nada que decir, ni le importaba en absoluto a dónde fueran o dejaran de ir. En ese momento, Catherine parecía haber perdido toda ilusión de vivir. Anduvieron vagando por aquí y por allá, por los lugares más tranquilos del jardín. Transcurrió media hora, sin que recibieran ningún mensaje. El reloj del hotel dio la hora, y continuaba sin ocurrir nada. —Ya no puedo andar más —dijo Catherine. Se dejó caer sobre una de las sillas del jardín, agarrada a la mano de su madre. —Ve a verle, por el amor de Dios —le suplicó la hija a la madre—. Ya no puedo dar un paso. Pero la señora Presty, la intrépida señora Presty, tenía miedo de encontrarse cara a cara con él. —Le tiene un gran afecto a la niña —sugirió—. ¿Por qué no enviamos a Kítty en mi lugar? En el jardín, cerca de donde ahora se encontraban la señora Presty y Catherine, un grupo de niñas estaba jugando. Al ser requeridas para que fueran a buscar a Kitty salieron corriendo y regresaron al cabo de unos minutos trayendo a la pequeña. La señora Presty le dio instrucciones a su nieta, y Kitty se sintió muy orgullosa de poder llevar a cabo aquella importante misión. También se sentía feliz ante la perspectiva de visitar al capitán, "ella sola, como una persona mayor". Esta vez la incertidumbre duró poco. Kitty regresó corriendo. —¡Qué suerte que me hayáis enviado a mí! —dijo—. No le habría abierto la puerta a nadie más. Me lo ha dicho él mismo. —¿Has llamado a la puerta sin aporrearla, como te ha dicho tu abuela? —preguntó la señora Presty. —No, abuela, me he olvidado de llamar. He intentado abrir la puerta, y él ha gritado que no quería que nadie le molestara. Yo le he dicho: "No se preocupe, soy yo. Kitty", y él ha abierto la puerta enseguida. Abuela, ¿por qué está tan pálido el capitán?, ¿está enfermo? —Tal vez le moleste el calor —sugirió la señora Presty juiciosamente. —El capitán ha dicho: "Oh, mi pequeña Kitty", me ha levantado en brazos y me ha dado un beso. Luego, ha vuelto a sentarse y ha dejado que me subiera a sus rodillas, y me ha preguntado si yo le quería, y yo le he dicho, "sí, sí que le quiero", y él me ha vuelto a dar un beso, y me ha preguntado si me iba a quedar un rato con él para hacerle compañía. Yo me había olvidado de lo que tu querías que le dijese —reconoció Kitty, dirigiéndose a la señora Presty—, y me lo he inventado todo. —¿Qué le has dicho? —Le he dicho que mamá también le quería mucho, y le he dicho: "Las dos le haremos compañía". Entonces él me ha puesto de pie, y se ha levantado y ha ido a mirar por la ventana. Yo le he dicho que mamá no estaba ahí, y que si quería encontrarla yo sabía dónde estaba. "Voy a buscarla", le he dicho. El capitán es muy bueno, pero es muy tozudo. No he podido hacer que se apartara de la ventana. Yo le he dicho: "¿Quiere ver a mamá, verdad?" Y él ha dicho: "Sí” "No vuelva a cerrar la puerta con llave otra vez", le he dicho, '"Mamá se enfadará". ¿Y qué dirías que me ha dicho él, abuela? Ha dicho: "Adiós Kitty". Era muy divertido. Parecía como si no entendiera nada de lo que yo le decía. ¿Sabes qué me parece a mí, mamá? Creo que es mejor que vayas a verle ahora mismo. Catherine vaciló. Finalmente, acompañada de la señora Presty y de Kitty, entró en el hotel. CAPITULO LII L'HOMME PROPOSE, ET DIEU DISPOSE El capitán Bennydeck vio a Catherine y la niña en el umbral de la puerta. La señora Presty se detuvo unos pasos detrás de ellas, y esperó en el pasillo, ávida de que el semblante del capitán revelara alguna cosa. Pero no sacó nada en claro. Catherine, sin embargo, sí observó un cambio en él. Parecía un hombre vencido y apagado. Daba la impresión de haber tenido que realizar un gran esfuerzo para dominarse a sí mismo, quedando por ese esfuerzo agotado y deprimido. El capitán estaba tranquilo, incluso amable. Ni su aspecto ni sus palabras indicaban que su amistad con Catherine fuera a tener un final próximo. Y aun así, en el momento de verle, a Catherine se le rompió el corazón. El la llevó hasta una silla y le dijo que había llegado en un buen momento porque deseaba hablar con ella. Kitty preguntó si se podía quedar con ellos. Él le pasó la mano cariñosamente por el pelo y le dijo: —No, cielo, ahora no. La niña se lo quedó mirando. Se había dado cuenta de algo. Algo que no había notado antes en él, y se quedó asombrada. Se retiró unos pasos, encogida y en silencio, hasta que llegó a la puerta. El capitán salió al pasillo y le dijo a la señora Presty: —Llévese a su nieta al jardín. Iremos a reunimos con las dos dentro de un rato. Hasta pronto, Kitty. Kitty dijo "adiós" con ese inexpresivo tono que emplean los niños al repetir sus lecciones. Su abuela la cogió de la mano y se fueron en silencio. Bennydeck cerró la puerta y se sentó junto a Catherine. —Le estoy agradecido por la carta —dijo—. Me ha hecho ver que es usted más buena de lo que pensaba. Y eso que yo ya la tenía en gran estima. Ella le miró con sorpresa. Se sentía abrumada. No esperaba que él hubiera reaccionado de ese modo al conocer la verdad. —Ha reconocido usted sus errores, y ha sabido enmendar las mentiras que otras personas le han hecho decir —continuó él—. Teniendo en cuenta que no tiene nada que ganar y todo que perder, ¿quién sino una mujer buena hubiese contado toda la verdad? Le salieron del alma esas palabras. La voz le temblaba. Catherine se acercó a él. —No sabe usted cómo me sorprende su sinceridad. Me alivia mucho oír sus palabras —dijo ella amablemente; y a continuación estrechó la mano del capitán. Tanta era su ansiedad por querer darle las gracias, y tanta la alegría que inundaba su otrora maltrecho corazón, que no se dio cuenta de que él permanecía triste. —¿Qué he dicho para que se sorprenda usted tanto? —preguntó el capitán—. ¿De qué ansiedad la he aliviado? —Tenía miedo de que me despreciara. —¿Por qué habría de despreciarla? —¿Acaso no me he ganado su cariño con engaños? ¿Acaso no he permitido que usted me admirara y me amara sin decirle que en mi pasado había cosas de las que debía arrepentirme? Incluso ahora, apenas puedo creer que usted me haya perdonado. ¡Usted!, que ha leído la confesión de mis peores pecados. ¡Usted!, que conoce mis defectos más inconfesables. —No. Mi única virtud —respondió él— ha sido no olvidar en ningún momento que es usted un ser humano. Y yo pregunto, ¿acaso entre los seres humanos, hay alguno, por noble que sea, que se haya mantenido siempre íntegro en su bondad? —En algunos libros —sugirió ella— he leído sobre algún caso. —Sí —dijo él—, pero esa clase de libros pertenecen a una literatura de la peor calaña. Si en estos tiempos que corren hay libros verdaderamente inmorales, son precisamente esos a los que usted acaba de hacer alusión. —¿Por qué dice usted que son inmorales? —Por la sencilla razón de que pervierten la verdad deliberadamente. ¡Literatura de aplauso fácil para atrapar a lectores idiotas! ¿Acaso en el mundo que nos rodea, en la vida real, hay gente tan infaliblemente buena? ¡No! ¿Acaso hay algún ser humano, por bondadoso que sea, que esté libre de caer en la tentación de hacer daño a los demás? ¡No! ¿Qué nos enseñan las Oraciones del Señor? Nos enseñan a todos, sin excepción, a rogar que Dios no nos deje caer en la tentación. Usted ha caído en la tentación. Eso significa solamente que usted es un ser humano. Y usted únicamente ha hecho lo que se espera de un ser humano: se ha arrepentido y ha confesado. ¡Y yo sé cuánto ha sufrido usted y cuan enorme ha sido su esfuerzo! ¡Qué malvado fariseo sería yo si ahora la despreciara! Ella lo miró con gratitud. Alzó sus manos para darle un abrazo, pero se detuvo. —¿Soy yo quién se está ahora torturando sin necesidad? —dijo Catherine—. ¿O realmente veo en su rostro una expresión de pena? —Ve usted la mayor pena que he sentido jamás en mi vida. —¿Siente usted pena de mí? —No, siento pena de mí mismo. —¿Por culpa mía? —Por culpa de su desgracia. —¿Entonces es usted capaz de sentir algo por mí? —Sí, siento algo por usted. Catherine todavía no estaba del todo tranquila. Y no parecía que el capitán fuera a ayudarla demasiado. Así que Catherine decidió llevar aquella conversación hasta sus últimas consecuencias. —Me temo que el afecto que usted siente hacia mí tiene un límite —dijo ella—. ¿Hasta dónde alcanza su cariño? Por primera vez, él no quiso contestar claramente a una pregunta de Catherine. —Ahora me doy cuenta de que debería haber seguido su ejemplo —reconoció él—. Tal vez habría sido mejor para los dos que yo hubiese contestado su carta por escrito. —Dígamelo sin rodeos —exclamó ella—. ¿Hay algo que no puede usted perdonarme? —Hay algo que no puedo olvidar. —¿De qué se trata? ¡Oh, de qué se trata! Cuando mi madre le contó a la pequeña Kitty que su padre había muerto, ¿cree que no lo lamenté más yo de lo que usted pueda hacerlo? ¿Cree que no me sentí avergonzada? —Sólo creo que no debería usted haber permitido que eso ocurriera. Pero comprendo que no es culpa suya que la indujeran a cometer ese error. La infidelidad de su marido hizo que usted perdiera el respeto y el cariño hacia él, y eso la dejó sin escudo que la protegiera contra los sofisticados argumentos de esa mala consejera suya que es su madre. Pero para eso, todavía hay remedio. ¡Cuéntele a Kitty toda la verdad igual que ha hecho conmigo! Y después (y que conste que no tengo ningún motivo para defender la causa del señor Herbert Linley, después de ver cuál ha sido su comportamiento), después debe usted reconocer que el padre tiene sus derechos sobre la niña. —¿Se refiere usted a que tiene derecho a verla? —¿De qué otra cosa podría estar hablando? Sí, debe usted permitir que vea a su hija. Haga usted (¡que Dios me ayude, ahora ya es tarde!), haga usted lo que debería haber hecho aquel abominable día que pasará a ser el más negro de mi vida hasta que me muera. —¿De que está usted hablando? —Del día en que se puso usted en manos de la Ley del hombre, y olvidó la Ley de Dios; del día en que rompió su matrimonio, su sagrado matrimonio, ¡le estoy hablando de su divorcio! Ella le escuchó sin miedo. Le escuchó y sintió por él todo el odio del mundo. —¡Es usted un hombre despiadado! —exclamó Catherine—. Es capaz de perdonarme por todo lo que he hecho, y hasta de comprenderme. Y sin embargo, me juzga sin misericordia por el único acto de mi vida del que verdaderamente puedo decir que no soy culpable, porque fue mi marido quien me abandonó a mí. Yo sólo ejercí el sagrado derecho de una madre. ¡Oh, es posible que ahora me diga esto! ¡Usted! —Sí, así es —dijo él, lamentándose amargamente. —¿Qué clase de comediante es usted? ¿Por qué maldice el día, el bendito día en que pude asegurarme de que mi hija permanecería siempre a mi lado? —Por la peor y la más perversa de las razones humanas —respondió él—. Por egoísmo. No piense usted que estoy hablando del divorcio con conocimiento de causa. No he tenido ocasión de reflexionar acerca de ello. Ni siquiera ahora. Si lo aborrezco es porque se interpone entre usted y yo. Me repugna porque nos separa de por vida. —¿Nos separa de por vida? ¿Por qué habla usted así? —¿Cómo puede preguntarme eso? —Pues se lo pregunto. El capitán Bennydeck miró a su alrededor. Un grupo de religiosos había ido a visitar el hotel y obtenido permiso para dejar un ejemplar de la Biblia en cada habitación. En la repisa de la chimenea de la de Catherine había uno. Bennydeck lo cogió y lo dejó sobre la mesita, junto a Catherine. Abrió el Nuevo Testamento, por el Evangelio según San Mateo. Puso el dedo índice sobre el papel, y dijo: —He intentado comprender cuáles son los deberes de un buen cristiano lo mejor que he podido. Uno de esos deberes, a mi entender, es que mis creencias se traduzcan en actos. Usted me ha conocido lo suficiente, espero, para saber (a pesar de que no le he querido hablar de ello) que soy, o hago todo lo posible por ser, un fiel seguidor de las enseñanzas de Cristo. ¡Ay de mí si algún día pongo mis intereses y mi felicidad por encima de Sus leyes! Si por obedecerlas tengo que sufrir como ahora estoy sufriendo, no haré otra cosa que resignarme, porque ése es mi deber. Esas son las leyes que rigen mi vida. —¿Sufre usted por mi causa? —Por su causa. —¿Puede usted explicarme por qué le hago sufrir? El capitán ya había encontrado el capítulo que buscaba. Señaló el verso con el dedo, mientras sus lágrimas caían sobre el papel. —Lea —fue su respuesta—, lo que dice el más misericordioso de todos los Maestros en su Sermón de la Montaña. Ella leyó: "Pobre de aquél que se case con una mujer divorciada, porque está pecando de adulterio". Cualquier otra mujer que, como Catherine, se hubiese sentido inocente de aquel pecado que parecía imputársele, habría señalado esa primera parte del verso que hace presuponer la infidelidad de la esposa divorciada, y habría querido saber si con esas palabras el capitán se estaba refiriendo a ella. Pero Catherine se levantó en silencio, y le ofreció la mano al capitán para despedirse de él. Antes de darle la mano, él le dijo: —¿Me perdona usted? —Me da usted pena —dijo ella. —Acuérdese usted del día de su boda. Acuérdese de las palabras que les unieron a usted y a su marido: hasta que la muerte les separe. ¿La ha tratado con crueldad su marido? —¡Jamás! —¿Se ha arrepentido de sus pecados el señor Herbert Linley? —Sí. —Pregúntele a su conciencia si no hay una vida más virtuosa para usted y su hija que la que están llevando ahora. Él aguardó la respuesta de Catherine, pero sólo hubo un largo silencio. —No me malinterprete —prosiguió él, amablemente—. No le digo todo esto movido por un espíritu de egoísmo y desesperación. Lo digo porque estoy preocupado por su futuro, y estoy intentando mostrarle el camino que conduce a la esperanza. ¡Catherine!, ¿no hay nada que crea usted necesario decirme? Por fin, con la voz temblorosa, Catherine le respondió: —Sólo me deja usted una alternativa: decirle adiós. Él la abrazó tiernamente y le dio un beso en la frente. Catherine no pudo soportar la expresión de agonía de su rostro. Horrorizada, apartó su mirada. El último acto del capitán Bennydeck estuvo consagrado a proporcionar tranquilidad a la única mujer que había amado. Le hizo un gesto a Catherine para que lo dejara solo. CAPÍTULO LIII EL QUE AMA CON BONDAD, AMA DE VERDAD La señora Presty esperó en el jardín a que llegaran su hija y el capitán Bennydeck, pero su espera fue inútil. Teniendo en cuenta lo tarde que era, hacía ya rato que su nieta tenía que haber estado acostada, así que decidió regresar al hotel. —¿Y si los buscamos en el salón? —propuso Kitty. —¿Y si nos esperamos un poco antes de entrar? —fue el consejo que le dio su sabia abuela—. Si oigo que todavía están hablando, te llevaré arriba a dormir. —¿Por qué? La señora Presty le hizo a Kitty una insinuación relacionada con el trato que recibían los niños preguntones. Una suerte de consejo que podía llegar a serle muy útil en el futuro. —Cuando seas mayor, cariño, cuídate de no cometer el mismo error que he cometido yo. No seas nunca tan tonta de contarle tus tazones a un niño que te pregunta el porqué de algo. —¿Es así como te trataron a ti cuando eras pequeña, abuela? —¡Por supuesto! —¿Y por qué? Para entonces ya habían llegado al salón. Kitty abrió la puerta sin llamar, y miró dentro. No había nadie. La señora Presty dejó a su nieta al cuidado de la niñera, y luego llamó a la puerta del dormitorio de Catherine. —¿Puedo pasar? —Adelante. ¿Dónde está Kitty? —Susan ha ido a acostarla. —¡Que vuelvan inmediatamente las dos! Y no hagas ninguna pregunta. Ya te lo explicaré cuando vuelvas —le dijo Catherine a su madre en un tono desabrido y mirándola con dureza. La señora Presty comprendió enseguida que no era ése el momento de hacer gala de su sentido de la dignidad, sino de acatar sin más las órdenes de su hija. —No voy a preguntarte qué ha sucedido —dijo su madre al regresar—. Esa carta, esa maldita carta que le has escrito al capitán, ha confirmado mis peores temores. ¡Por el amor de Dios, dime qué vamos a hacer ahora! —Nos marchamos de este hotel —respondió ella sin vacilar. —¿Cuándo? —Esta misma noche. —Catherine, ¿sabes la hora qué es? —Todavía estamos a tiempo de salir para Londres con el último tren. ¡No quiero oír nada! Si me quedo en este lugar, donde en cada rincón hay algo que me recuerda constantemente a ese infeliz ¡me volveré loca! He tenido el disgusto más grande de mi vida, he sido miserablemente humillada, y ya no puedo soportarlo más. Tú quédate si ése es tu deseo. Pero yo me voy. Catherine se movía nerviosamente de un lado a otro de la habitación. La señora Presty hizo lo posible por calmarla. —Tranquilízate, Catherine, y tus deseos serán cumplidos. Haré todos los arreglos con el dueño del hotel, y me encargaré de darle a la criada las órdenes necesarias. Y ahora, siéntate junto a la ventana, y respira un poco de aire fresco. Los trenes que van de Sydenham a Londres salen muy tarde. Un poco antes de la medianoche subieron al último. Cuando empezaban a alejarse de la estación, Catherine se sintió algo más tranquila y decidió que era el momento de contarle a su madre cuáles eran sus planes inmediatos. Pasarían la noche en un hotel que estuviera lo más cerca posible de la estación terminal de Londres. A la mañana siguiente irían al campo, en busca de algún lugar tranquilo y alejado de todo. No importaba dónde fuera; lo único que necesitaban era que nadie la molestara. —Sólo quiero encontrar un poco de paz, y poder descansar. Es lo único que necesito para tranquilizarme —dijo Catherine—. No quiero que nadie sepa dónde estoy. Estas condiciones fueron estrictamente respetadas, con la sola excepción del señor Sarrazín. Mientras no estuvieran del todo arreglados los asuntos referentes a lo pecuniario, el abogado podía visitar a su clienta. Así lo acordaron Catherine y su madre. * * * A la mañana siguiente, el capitán Bennydeck todavía estaba hospedado en el hotel de Sydenham. Su estado de ánimo era opuesto al de Catherine. El hotel no le traía ningún mal recuerdo. Tanto era así, que incluso decidió hacer un recorrido visitando hasta el último de los rincones que pudiera traerle algún recuerdo de la mujer a la que había amado y perdido. No resultaba difícil adivinar las razones que tenía el capitán para embarcarse en ese viaje a su propia melancolía. El capitán había sido bondadoso en su amor, y ya se sabe que el que ama con bondad, ama de verdad. Desde el día en que el capitán había llegado al hotel, era habitual que sus subalternos le enviaran el correo que iba recibiendo a diario en su casa de Londres. De entre todas las cartas que recibía cada mañana, leía siempre en primer lugar aquéllas que estaban escritas a mano y con una letra que le resultaba familiar. Luego cogía el resto de la correspondencia y se iba hasta un lugar retirado del jardín. No a uno cualquiera, sino al lugar exacto donde había pasado los momentos más felices de su vida al lado de Catherine. Durante toda la mañana, el capitán no consiguió quitarse de la mente a Catherine. Su propio juicio le decía que aquella obstinación era contraproducente; desde su conciencia oía voces que lo acusaban de insensato, y hasta sus convicciones religiosas se rebelaban en su contra para recordarle que también de pensamiento puede pecar el hombre. Pero aun así, el capitán Bennydeck no hacía otra cosa que pensar en ella. Por su parte, el gerente del hotel había informado al capitán de la partida de Catherine, reconociendo sinceramente que desconocía adonde había ido. El capitán preguntó si Catherine había dejado alguna dirección donde enviarle la correspondencia que fuera llegando al hotel en días posteriores, y el gerente contestó que había recibido la orden de enviar todas las cartas a su abogado. La vergüenza le impidió preguntar más. Se acordó además de la conversación mantenida con Catherine en el momento de despedirse de ella y pensó que si ahora le escribía una carta no estaría sino traicionando sus propios principios. Ella le había mostrado el camino apropiado, y en cuanto se marchara del hotel el capitán seguiría ese camino y no otro. Antes de verse tentado a cambiar de pensamiento, decidió comunicarle al gerente del hotel su marcha. Su único deseo entonces era refugiarse en sus labores de cristiana misericordia. Quizás en su Hogar encontraría el consuelo que andaba buscando. Mientras tanto, la correspondencia que todavía no había abierto le ofrecía la perspectiva de pasar un rato distraído con otros asuntos. Una tras otra, fue leyendo las cartas despreocupadamente. Cogió la última carta que le quedaba por leer. Le llamó poderosamente la atención. Las primeras frases revelaban que la muchacha desesperada que había encontrado en el jardín (la desconocida a quien entonces quiso ayudar y consolar, y a quien se había ofrecido a auxiliar en el futuro), era la misma joven extraviada que durante tanto tiempo había estado buscando. La mismísima hija de su antiguo y excelente amigo Roderick Westerfield. En la continuación de la carta, la muchacha le confesaba una triste historia. Y dejaba en manos del que había sido amigo de su padre la decisión de si era merecedora del afecto que él le ofreció en el jardín, cuando el capitán desconocía aún la verdadera identidad de la muchacha. Dicha confesión era una repetición exacta de la declaración que Bennydeck leyera en la carta de Catherine. Aun generosa en su sinceridad, Catherine había ocultado una parte de la verdad. En su relato de la huida de la institutriz de Mount Morven, no mencionó el nombre de la fugitiva. "Esto viene a demostrar una vez más", pensó el desconsolado capitán, "¡lo virtuosa que es la mujer que podría haber traído la felicidad a mi vida!" Introdujo de nuevo la carta en el sobre. Sólo quería pensar en el otro asunto que reclamaba ahora poderosamente su atención y su cariño, y que sería de una vital importancia para su futuro. Sólo había un camino para demostrarle su cariño a Sydney, y de paso rendir honor a la memoria de su padre. El capitán debía contestar su carta en persona. Se apresuró a coger el primer tren para Londres, y tan pronto como llegó a su destino se fue a ver a Randal con la intención de pedirle las señas de Sydney. Al llegar a casa de Randal, éste no tuvo ningún inconveniente en satisfacer la petición de su amigo, y luego se atrevió a hacer un comentario acerca del compromiso de boda del capitán. —Tengo que felicitarle —fueron sus palabras. —Felicíteme en todo caso por haber encontrado a la hija de Roderick Westerfield. Randal sospechó enseguida del tono de voz austero empleado por el capitán, y le preguntó si tal vez el compromiso de boda había sido anunciado con demasiada premura. —El compromiso sencillamente no existe —respondió Bennydeck, y le rogó a Randal con una mirada que no siguiera interrogándole acerca de ese asunto. A pesar de ser el capitán un buen amigo suyo, Randal no pudo dejar de alegrarse por su hermano. A riesgo de que su curiosidad tuviera consecuencias imprevistas, le preguntó si Catherine se encontraba todavía en el hotel. El capitán negó con un gesto. Randal insistió. —¿Sabe usted a dónde ha ido? —Nadie lo sabe, excepto su abogado. —En ese caso —dijo Randal confiado—, obtendré la información que necesito en menos de lo que canta un gallo. Bennydeck recibió con sorpresa las palabras de Randal, y éste quiso explicar por qué estaba tan seguro de lo que decía. —Herbert no aguantará mucho tiempo más sin ver a Kitty —prosiguió Randal—, y he decidido que voy a ayudarle. Mi hermano ha hecho todo cuanto un hombre puede y debe hacer para pasar una triste página de su pasado. Tal como están ahora las cosas, creo que no corro el riesgo de ofender a Catherine si arreglo un encuentro entre la niña y su padre. ¿Qué opina usted? —¡Hágalo ahora mismo! La rapidez y el fervor de su respuesta, no dejaban lugar a dudas sobre su sinceridad. El capitán Bennydeck y Randal Linley salieron juntos de la casa. Al poco se separaron. Uno de ellos se encaminó hacia la casa de huéspedes de Sydney, y el otro al despacho del señor Sarrazín. CAPÍTULO LIV LOS RECUERDOS PERTENECEN AL PASADO La doncella de la casa de huéspedes anunció la presencia de una visita. Si la memoria de Sydney podría haber traído el retrato de un capitán amable agasajándola en el jardín del hotel de Sandyseal, ocurrió todo lo contrario. Se acordó de la primera carta que le había escrito al capitán. Se acordó de su espera; de su desesperada petición de indulgencia, y sobre todo no pudo escapar al pensamiento de qué le ocurriría en el futuro si el capitán Bennydeck, hombre bueno donde los hubiera, no la consideraba merecedora de ser perdonada. Pero cuando el capitán comenzó a dirigirle las primera palabras, la pobre muchacha se dio cuenta de que sus temores habían sido infundados. —¡Hija mía, es asombroso lo mucho que se parece usted a su padre! Tiene su misma sonrisa, sus mismos ojos. ¡Ay, si mi viejo y estimado amigo Roderick estuviera ahora aquí! Entonces se acercó a Sydney, le cogió la mano y se la besó como besa un padre a una hija. —¿Te acuerdas de mí, Sydney, cuando tú sólo eras una chiquilla y yo iba a tu casa? No, supongo que eras muy pequeña para acordarte. Sydney se sintió emocionada. Con la voz temblorosa, acertó a decir: —Recuerdo su nombre, señor. Mi pobre padre hablaba siempre de usted. Cuando es sincera la compasión que un hombre siente por una mujer que ha sufrido, no existe el peligro de que, al querer conquistar el corazón de ella, el varón emprenda un camino equivocado. Bennydeck le dio consuelo a Sydney; se mostró interesado en escuchar todo lo que ella quisiera contarle; la colmó de atenciones, y le habló en tono cariñoso de los tiempos en que solía visitar a menudo el hogar de la pequeña Syd. —Recuerdo muy bien el gran amor que te profesaba tu padre. ¡Y tú, qué chiquilla tan despierta eras para tu edad! —continuó diciendo el capitán—. Supongo que ya no debes acordarte de aquellas antiguas canciones marineras que te cantaba tu padre. Era una delicia oírte luego cantándolas con aquella vocecita tuya tan pastoril. Puedes imaginarte cómo sonaban aquellas canciones que hablaban de tormentas y naufragios, de rayos y centellas, de arriesgadas travesías por peligrosos arrecifes en medio de la oscuridad y el frío, en la delicada voz de una chiquilla que no tenía la menor idea de lo que significaba todo aquello. Por aquel entonces, tu madre era una mujer muy estricta en cuanto a tu educación. A ella no le hacía ninguna gracia que aprendieses todas aquellas canciones tan trágicas. Y recuerdo también que cuando te sorprendía buscando caramelos en mis bolsillos, terminaba siempre acusándome de querer ensuciarte el estómago. Pero yo no le hacía ningún caso. La última vez que te vi, tu padre estaba cantando "Los Marineros de Inglaterra", y tú estabas sentadita en sus rodillas y cantabas con él. Supongo que a menudo te habrás preguntado por qué un día de repente dejaste de tener noticias mías. Supongo que pensaste que me había olvidado de ti. —No, ¡eso no lo pensé! —Verás, en esa época yo estaba en la Armada —comenzó explicando el capitán—, y nos dieron órdenes de embarcar con destino a un puerto extranjero. Cuando regresé a Inglaterra, recibí malas noticias. Me enteré de la muerte de tu padre y del vergonzoso juicio que le hicieron. ¡Pobre hombre! ¡Era tan inocente de las acusaciones que se vertieron contra él, como lo eres tú, Sydney! Lo primero que hice fue dar las oportunas instrucciones para que os encontraran a tu madre, a ti, y a tu hermano. En cierta manera, me consolé pensando que yo era un hombre lo suficientemente adinerado para haceros la vida más fácil y más acorde con vuestra posición social. Pensé que el dinero podía con todo. Un grave error por mi parte, querida. El dinero no pudo encontrar a la viuda ni a sus hijos. Supusimos entonces que estaríais en algún lugar de Londres, pero eso fue todo lo que logramos averiguar. Y yo sentí una gran pena. De vez en cuando, llegaba hasta nuestro conocimiento alguna pista, y entonces reiniciábamos las investigaciones, pero jamás obtuvimos ningún resultado. ¡Es tan fácil que en una ciudad tan grande como Londres una pobre mujer y su pequeña familia desaparezcan sin más! Pasaron los años, más de los que en realidad me gustaría reconocer. Hasta que un día una persona mencionó tu nombre. Un tiempo después, esa misma persona me hizo saber que estabas empleada en un hogar haciendo labores de institutriz, y me dio tus señas. Te estoy hablando de un pobre y viejo actor arruinado, Sydney. Me dijo que tú eras su alumna preferida. ¿Le recuerdas ahora? —¡Muy desagradecida sería si algún día me olvidara de él! Fue la única persona de esa escuela que me trató con cariño. ¿Aún vive ese buen hombre? —No, el pobre descansa ya en paz. Puedo afirmar con satisfacción que hice cuanto pude y más para que sus últimos días fueran los más felices de su vida. —Me gustaría saber —confesó Sydney— cómo le conoció usted. —Mi primer encuentro con él no fue, créeme, nada romántico. Yo estaba leyendo las páginas de sucesos del periódico. El pobre desgraciado había tenido que comparecer ante la justicia. Le acusaban de haber roto una ventana. Lamentablemente, la única alternativa que tenía para no terminar sus días muerto de hambre en la calle era que lo enviaran a una prisión. El magistrado lo interrogó, y entonces salió a relucir un historia verdaderamente conmovedora. La mala fortuna, agravada por la negligencia de las autoridades que en su momento deberían haberle ayudado, había sido el principal desencadenante de sus desgracias. El juez decidió que el reo debía regresar a los calabozos mientras prosiguieran las diligencias. El día en que volvió a comparecer ante la corte y fue confirmada su sentencia, yo estuve presente en la sala. Pagué su fianza, y tracé un plan para que pudiera comenzar a ganarse un poco la vida. Él me estuvo siempre muy agradecido por aquello, y con frecuencia acudía a verme. Un día me explicó cómo habían comenzado todos sus problemas. Resulta que había decidido pedir un pequeño adelanto de su miserable salario. ¿Sabes lo que le respondió la directora de la escuela? —¡Que si lo sé, dice usted! —dijo Sydney—. También a mí me despidió. —Sí, me enteré de ello —replicó el capitán— por boca de la mismísima directora. Tengo que decirte que parecía que aquella mujer disfrutara contándome tus desgracias. Fue ella quien me puso al corriente del segundo matrimonio de tu madre, de cómo murió al cabo de un tiempo en circunstancias miserables; de tu pobre hermanito, de cómo desapareció y nunca más volvisteis a saber de él. Sin embargo, cuando le hice saber que estaba interesado en conocer tu paradero, no quiso contarme nada más. No sabía nada de ti, ni le importaba saberlo, me dijo. Si no hubiese sido porque un buen día tuve la suerte de conocer a Randal Linley, tal vez nunca habría sabido de ti. Pero no hablemos más de este asunto porque pertenece al pasado. A partir de hoy, Sydney, empezaremos una nueva vida, y rogaremos al señor para que sea una vida más feliz. ¿Has pensado ya qué quieres hacer en el futuro? —Si pudiese encontrar a alguien que quisiera ayudarme —dijo Sydney resignadamente—, tal vez emigraría. Sólo soy una mujer humillada que ya no siente ningún orgullo de sí misma. Aceptaría cualquier trabajo que fuera honrado. Además, si fuese a América, tal vez podría encontrar a mi hermano. —Hija mía, después de todo este tiempo no existe ya la menor posibilidad de que encuentres a tu hermano. Y aunque llegaras a encontrarle, seríais dos perfectos desconocidos. Olvida esa vana esperanza, y quédate aquí conmigo. Aún puedes ser feliz en tu propio país, aún puedes ser útil aquí. —¿Útil? —repitió Sydney con tristeza—. Sé que es usted un hombre con un gran corazón, capitán Bennydeck, pero en este caso se equivoca. Ser útil significa ayudar a los otros, supongo. ¿Quién va a querer que yo le ayude? —Yo, por ejemplo —respondió el capitán. —¡Usted! —Sí. Creo que podrías serme de gran utilidad, jovencita. Ahora mismo voy a explicarte cómo. Verás... Le habló de las circunstancias en que había fundado su Hogar, y de las buenas obras que había hecho. —Y tú eres la persona perfecta —prosiguió el capitán—, para convertirte en la buena amiga y hermana que necesito para reeducar a mis pobres muchachas. Tú has sufrido igual que ellas y podrías contarme muchas cosas que ellas a veces no se atreven a confesar. Los ojos de Sydney se llenaron de lágrimas. —¡Oh, es terrible ver tan cerca de mí la posibilidad de comenzar una vida feliz, y tener que renunciar a ello! Sencillamente, no puede ser. —¿Por qué no? —Porque yo, señor, no estoy hecha para eso que usted propone. Usted es como un padre, un buen padre, para esas pobres muchachas. Si quiere buscar una amiga para ellas, una amiga que sea como una hermana, tiene que ser alguien que pueda ser un ejemplo para ellas. Y yo no he sido ejemplo de nada bueno en esta vida. ¿Cree que me escucharían? —¡Más que a nadie! Tú, Sydney, te ganarás muy pronto el afecto de esas jovencitas porque enseguida se darán cuenta de que tienen algo en común contigo. Y verán que las ayudas de todo corazón y no solamente porque lo consideres tu deber. ¿No quieres aceptar mi oferta, Sydney? ¿No quieres ayudar a esas pobres muchachas? ¿No quieres ayudarme? Ella le miró como si apenas comprendiera lo que le estaba diciendo. O tal vez tenía miedo de entenderle. El capitán pareció entonces decidido a hablar claramente. —Hasta ahora te lo he querido ocultar —comenzó diciendo—, porque no quería que tuvieras que cargar con mis propios sufrimientos, pues ya has tenido que padecer los tuyos y Dios sabe cuán dolorosos han sido. Tan sólo quisiera que supieras que soy un hombre que vive un permanente sentimiento de aflicción. Si tú, que eres una joven tan encantadora, estuvieses a mi lado, creo que conseguirías hacerme olvidar mis penas. Después de decirle esas palabras, el capitán Bennydeck le tendió la mano a Sydney. A cualquier mujer, incluso siendo feliz, le habría resultado difícil rechazar a un hombre como el capitán. Sydney pensó que solamente podía agradecerle al capitán su amabilidad de una forma. En silencio, con una actitud de afectuoso respeto, Sydney le besó la mano. El siguió hablando de las grandes esperanzas que tenía puestas en ella; de que en un futuro cercano cabía la posibilidad de que ella se uniera a él para dirigir los dos juntos el Hogar. Le dijo que no le cabía la menor duda de que tenía excelentes cualidades para ser su secretaria. Tan decidido estaba a ello, que quiso hacer en ese mismo momento una prueba. El capitán le mostró a Sydney varios informes que habían ido llegando al Hogar durante su estancia en Sydenham. Ella los leyó con enorme atención. Tanto fue así, que al capitán le pareció que aquel esmero de la joven justificaba plenamente la confianza depositada en ella. —Estos informes —le explicó a Sydney el capitán— se guardan para poder consultarlos si es menester. Pero para ahorrar tiempo redactamos un extracto de su contenido y lo hacemos constar en el informe diario de nuestras actuaciones. ¡Acércate aquí, Sydney! Quiero que empieces ahora mismo con tu nuevo trabajo. Haremos una prueba. Veo que encima de la mesa tenemos papel, tintero y pluma. Vamos a ver si eres capaz de referir cuáles son las partes más importantes de este informe sin dejarte ninguna. Por ejemplo, aquí, la persona que ha escrito el informe, hace cierta afirmación y a continuación explica los motivos que tiene para haber llegado a dicha conclusión. Muy bien expresado, sin duda, pero a nosotros no nos interesan sus razones. Un poco más abajo, nos da otra vez su opinión acerca de qué procedimientos cree que deberíamos seguir. Muy amable por su parte, sin duda, pero no nos interesa su opinión. Sólo queremos que nos explique los hechos. Bueno, creo que ya eres mi secretaria, así que coge la pluma y anota los hechos. Olvídate por completo de sus opiniones. Sydney se sentía orgullosa y feliz. Obedeciendo las órdenes del capitán, hizo un breve extracto del informe y seguidamente, cuando comenzaba a leerlo en voz alta para que el capitán pudiera comprobar que su nueva secretaria había hecho bien su trabajo, fueron interrumpidos. Había llegado una visita. Era Randal Linley. Cuando les vio en la mesa de trabajo y observó que sobre el escritorio había un cartapacio, se mostró sorprendido. —¿Interrumpo su trabajo? —preguntó. La respuesta de Bennydeck, no exenta de ciertos aires de grandeza, supuso todo un elogio para Sydney. —Mi nueva secretaria y yo estamos ocupados con un asunto relacionado con el Hogar. Randal pareció comprender enseguida la nueva situación. Cogió del brazo a su amigo y lo llevó hasta un extremo apartado de la oficina. —¡Amigo mío! —le dijo—. Tendrá que disculparme, pero creo que tenemos que hablar en privado. Sydney se levantó enseguida con intención de retirarse. El capitán la felicitó por su trabajo, y la animó a que continuara por ese camino. Le sugirió que saliera, y le dijo que iría a reunirse con ella enseguida y la acompañaría a hacer una visita por todas las estancias del Hogar. Entonces le abrió la puerta con la misma galantería que si la pobre Sydney hubiese sido la dama más distinguida del mundo. —He hablado con mi amigo, el señor Sarrazín —comenzó explicando Randal—, y he logrado convencerle de que debía entregarme las señas de Catherine. Voy a dárselas a Herbert para que pueda ir enseguida. Pero antes necesito su ayuda. —Dígame, ¿cómo puedo ayudarle? —Quiero decirle a mi hermano que el compromiso de boda entre usted y Catherine está roto, pero sólo usted puede autorizarme a tal afirmación. Bennydeck quedó visiblemente afectado al escuchar las palabras de Randal. Randal le dio a continuación una explicación. —Lamento mucho —dijo—, sacar a relucir en estos momentos un tema tan doloroso para usted, pero si mi hermano sigue creyendo que el compromiso de boda entre usted y Catherine es todavía válido, estoy seguro de que él no querrá interponerse. El capitán aceptó de inmediato los argumentos de Randal. —Tiene usted mi autorización para decirle a su hermano lo que mejor convenga a sus intereses —fue su respuesta—. Si logra usted reunir al padre y a la niña, no dude de que la reconciliación entre marido y mujer será la consecuencia más inmediata. —Olvida usted —dijo Randal—, que ese matrimonio ha sido anulado. Bennydeck, ignorando por completo la alusión a la rigidez de las leyes expresada por Randal, dijo a modo de sentencia: —Yo más bien diría que ese matrimonio ha sido profanado. CAPÍTULO LV QUE LA NIÑA DECIDA Desde las ventanas frontales de la Cabaña de Brightwater, en Middlesex, puede verse la apacible y arbolada avenida que desemboca en la carretera. Si uno sigue esa carretera, a pocas millas encontrará el pueblo de Uxbridge. Por lo que respecta a la parte trasera de la cabaña, hay un hermoso jardín con un alegre arroyo que va a desembocar a un lejano río. Las pocas habitaciones de que dispone este agradable lugar están bien amuebladas. Incluso podría decirse que demasiado, teniendo en cuenta cuáles son las limitaciones de un edificio que, como su propio nombre indica, no es más que una cabaña. Las paredes del comedor están adornadas con acuarelas realizadas por viejos maestros ingleses. El gabinete es ahora una maravillosa biblioteca. Libros y libros cubren sus cuatro paredes, desde el suelo hasta el techo. Tomos viejos y selectos noblemente encuadernados que en los anaqueles ofrecen un hermoso y colorido espectáculo al espectador más exquisito. Un verdadero banquete para la mirada. Tanto la biblioteca como el resto de las obras de arte que hay en la casa son bienes inmuebles heredados, que han ido pasando de padres a hijos. Si quisiéramos hacer una descripción fehaciente de su actual propietario, diríamos que es uno más entre los centenares de ingleses que se arruinan cada año por su excesiva afición a las apuestas de caballos, una institución auténticamente inglesa y tácitamente permitida o convenientemente tolerada por la audaz hipocresía de un país que no dudó en regocijarse ante la destrucción de Baden, y que sólo con oír el nombre de Mónaco se pone a temblar. Pues bien, esta víctima de los hipódromos necesitaba con suma urgencia un poco de dinero. Tanto era así que decidió alquilar su preciosa cabaña. Incluso había dejado que la anciana dama le ganara claramente el pulso al establecer el precio, hasta el punto de que la señora Presty le hizo bajar una guinea el alquiler semanal. A él no le quedó otra opción que vengativamente elogiar con ironía a la vieja dama: —¡Cuánto dinero se ahorraría este país, señora, si la nombraran a usted Ministra de Hacienda! La señora Presty puso el gesto serio, como queriendo darle a entender al hombre que aceptaba el comentario como un merecido tributo a la gloria de una distinguida dama. —No le falta a usted razón, señor. No le quepa a usted la menor duda de que yo sería la primera funcionaria de la Historia de Inglaterra que sabría hacerse cargo del dinero público como Dios manda. Dos días después de abandonar el hotel de Sydenham, Catherine, Kitty y la señora Presty ya estaban totalmente instaladas en la cabaña. Un día las dos damas estaban sentadas en la biblioteca, leyendo sendos libros elegidos no sin dificultad de entre los interminables y repletos anaqueles. No fueron pocas las ocasiones en que aquella tarde Catherine interrumpió su lectura, quedándose absorta en sus propios pensamientos. La señora Presty, que se había dado cuenta de esta repetida circunstancia, le preguntó por fin qué la tenía tan preocupada. Catherine le respondió que no podía dejar de pensar en Kitty. Ya habían pasado varios días (le recordó Catherine a la señora Presty) desde su encuentro con Herbert Linley. En aquella ocasión Herbert había sido indulgente y generoso al referirse a la proposición de matrimonio hecha por el capitán a Catherine (matrimonio que ya no se iba a celebrar). Esa actitud de Herbert despertó la más sincera admiración en Catherine. Ahora pensaba que la mejor forma de demostrarle cuán agradecida estaba por su condescendencia tal vez fuera permitirle ver a su hija, teniendo en cuenta la devoción y el cariño que sentía por ella y todo el tiempo que llevaba sin poder verla. Pero aunque Catherine quería satisfacer ese deseo del padre, a su entender existía todavía un serio obstáculo: la niña continuaba creyendo que su padre estaba muerto. Y así se lo expuso Catherine a su madre. La señora Presty, después de desaprobar que su hija hubiera utilizado tan elogiosos términos para describir el comportamiento del hombre del que se había divorciado, se limitó a responder: —Tú eres la madre de la niña. Así que tienes que decidir tú. Tras lo cual regresó a su lectura. A Catherine le pareció que no se merecía una respuesta tan brusca, y quiso aclarar cierto asunto con su madre. —¿Quién planeó toda esta farsa? —preguntó—. ¿Quién le mintió a la niña? La señora Presty no parecía ofendida. —Comparativamente hablando, hija mía, eres inocente —reconoció la vieja dama, con un aire de satírica indulgencia —. Es cierto que tu único pecado fue consentir que yo llevara adelante mi plan. ¿Pero ahora, qué te impide contar toda la verdad? ¿Tienes miedo? Catherine reconoció sin rodeos: —Sí, tengo miedo. —Y te gustaría que, como siempre, lo resolviese yo. —Sí. La señora Presty sonrió con satisfacción mientras cerraba su libro. —Lo que me extraña es que hayas tardado tanto en pedírmelo. Todos los problemas que nos han ido surgiendo desde tu divorcio (¡y sólo Dios sabe cuántos otros nos aguardan todavía!) los he tenido que resolver yo. En cuanto al problema que nos ocupa ahora debo informarte (y no lo he hecho antes por falsa modestia) que ya está resuelto. Cada problema tiene su solución. Pero si uno no abre bien los ojos, jamás la encontrará. Dejó sobre la mesa su libro y le dio un empujoncito para que se deslizara hasta el otro extremo, donde estaba Catherine. —Busca la página doscientos cuarenta —dijo la señora Presty—. Ahí tienes la solución a tu problema. El título del libro era "Grandes Naufragios de la Historia de la Navegación", y en la mencionada página venía uno de ellos. Se relataba cómo en un principio todos los indicios habían apuntado a que en dicho naufragio no había quedado ni un solo superviviente. Pero un grupo de pasajeros y miembros de la tripulación había sido descubierto posteriormente en una isla desierta, y habían sido rescatados sanos y salvos. Después de haber leído esta historia, Catherine miró a su madre con la esperanza de que se decidiera a darle una explicación. —¿Es que no lo ves? —preguntó la señora Presty. —Pues a decir verdad, no. Haciendo honor a su fama de mujer paciente, la anciana mantuvo la calma. —Ahora que lo pienso, he cometido un error inexcusable —reconoció la señora Presty—. He olvidado que no has heredado la vívida imaginación de tu madre. Hija mía, a pesar de mi edad, todavía conservo esa facultad. ¡Oh, tu pobre padre solía quedarse asombrado! Siempre se preguntaba cómo era posible que yo no hubiese escrito nunca una novela. En cuanto al señor Presty, debo decir que también él era un ferviente admirador de mi inteligencia, pero se tomaba el asunto de un modo muy diferente a como lo hacía tu padre. "Ten cuidado, mi amor", me decía, "de no echar a perder tu condición de dama distinguida. No olvides que eres una de las mujeres más importantes de Inglaterra, y que todavía puedes presumir de no haber escrito nunca una novela." Discúlpame, hija, me estoy perdiendo por la anecdótica región de lo literario, cuando lo que debería hacer es darte una explicación inmediatamente. Ahora te ruego que me escuches con atención. Lo que voy a hacer a continuación es decirle a Kitty: "Mira, cielo, he encontrado este libro que seguro que te va a gustar". Entonces haré que se fije en ese relato que acabas de leer. Es una niña muy lista (Kitty sí parece dar ciertas muestras de haber heredado mi inteligencia), y seguro que querrá saber si los amigos de los náufragos no se sorprendieron de verles de nuevo después de tanto tiempo. Y yo le responderé: "Muchísimo, claro, porque sus amigos ya les creían muertos". ¡Ah, hija mía, tengo la impresión de que empiezas a entenderlo todo! En efecto, Catherine vio tan claro aquel plan que quiso ponerlo en práctica inmediatamente. Hizo que fueran a buscar rápidamente a Kitty. La niña apareció con la caña de pescar colgada al hombro. —Me voy al arroyo —anunció la pequeña—. Creo que hoy almorzaremos pescado fresco. Catherine hizo el gesto de querer darle a la niña el ejemplar de los "Grandes Naufragios de la Historia de la Navegación", pero la mano atenta de la señora Presty lo evitó a tiempo. Luego, con voz amable, le dijo a su nieta: —Cuando acabes de pescar, cariño, ven a ver a tu abuela. Tengo un libro muy bonito para ti. —¡Cómo se te ha ocurrido hacer eso, Catherine! —prosiguió la señora Presty cuando Kitty ya se había marchado—, ¡Cómo quieres que la niña se ponga ahora a leer y saque sus propias conclusiones teniendo como tiene la cabeza llena de peces! Dudo que haya algún pez en ese riachuelo, pero si lo hubiera, créeme que no será Kitty quien lo coja. Cuando vuelva decepcionada y nos pregunte: "¿Y ahora qué hago?", entonces habrá llegado la hora de los "Grandes Naufragios de la Historia de la Navegación". Ya sabes que no me gusta hacerme la presumida, pero si de algo entiendo es de cómo hay que tratar a los niños. Por eso me extraña que Dios no haya querido darme una familia numerosa. En el jardín, y ante la atenta vigilancia de la fiel Susan, Kitty puso el cebo en el anzuelo y comenzó a pescar en la parte del arroyo que quedaba bajo la sombra de los árboles. En este rincón resguardado del jardín se hallaba una pequeña glorieta con el techo de bálago y las paredes de celosía trabajada en madera, completamente recubiertas por una frondosa enredadera. La niñera se hallaba en el interior del cenador entretenida con las agujas y el hilo. De vez en cuando miraba por la puerta abierta para asegurarse de que Kitty estuviera bien. El aire era fresco y agradable; el suave rumor del río sonaba como música celestial para el oído. Susan había terminado de almorzar poco antes de ir con Kitty al arroyo. La calma de aquel delicioso rincón del jardín fue calando poco a poco en el espíritu de aquella buena muchacha. Sus párpados fueron cerrándose lenta y paulatinamente. Las agujas de punto fueron deslizándose de sus dedos, hasta que cayeron suavemente sobre su falda. Súbitamente, se puso derecha y cogiendo de nuevo las agujas reanudó sus labores de punto con enorme resolución. Al cabo de poco tiempo, se le acabó el hilo. A su lado tenía preparado otro ovillo. Cuando se inclinó para recoger el rodillo vacío, apoyó suavemente la cabeza sobre la pared de la glorieta y sintió como si estuviera reposando en una verdadera almohada de hojas y flores. Cerró los ojos. ¿Estaba pensando, o dormía? Sea como fuere, Susan parecía ausente. Comenzó a respirar con el mismo ritmo regular que producían las aguas del arroyo a su paso por el jardín. El arte de pescar, sobre todo el que tiene lugar en las aguas sombrías de un arroyo, nos enseña cierta lección moral. Kitty ponía la caña, y esperaba. Reponía el cebo, y lo volvía a intentar. Todo ello con una paciencia descomunal. Tanto era así que si Susan hubiese sido testigo de ello, sin duda se habría quedado perpleja. Pero la niñera se había dormido. Todo tiene su final. Y la paciencia de Kitty no podía ser una excepción. Dejó la caña sobre la orilla, pensando que lo mejor era que hilo y anzuelo hicieran solos su trabajo. Y se puso a caminar sin otro rumbo que la simple búsqueda de una nueva diversión. Fue recogiendo flores de distintas plantas hasta que no pudo continuar su camino a causa de la maleza. Junto a ésta había un banco rústico, que señalaba los límites del jardín. El sendero la había alejado bastante del arroyo, pero todavía podía ver la vieja y desvencijada pasarela de madera que cruzaba el arroyo y que utilizaban tanto la servidumbre como los comerciantes para ir y venir de la cabaña al llano, donde estaba la aldea, a una milla de distancia. Kitty se sentía cansada y acalorada, y se sentó en el banco. Puso las flores a su lado y las fue juntando para formar un ramillete. Kitty seguía siéndole fiel a Sydney, todavía le tenía un gran cariño, y había planeado llevarle el ramillete de flores a su madre ofreciéndoselo como regalo y como excusa para volver a hablar del eternamente prohibido tema de la institutriz. El propósito final de su plan era preguntarle a su madre cuándo podría volver a ver a Sydney. Kitty se hallaba inmersa en la tarea de ir probando con las distintas flores para ver cuáles podían formar el mejor conjunto. De repente oyó que la llamaban y se sobresaltó. La voz venía del arroyo. A lo lejos, vio a un caballero cruzando el arroyo por la pasarela. El hombre le preguntó a voces qué camino debía seguir para llegar a la Cabaña de Brightwater. A Kitty le llamó poderosamente la atención algo en su voz. La niña no habría sabido decir exactamente el qué y, a su edad, tampoco habría sabido preguntarlo. Cruzó velozmente el prado que la separaba del arroyo, afanosa por llegar lo antes posible a dónde estaba el caballero y poder responder a su pregunta. Kitty se detuvo delante del hombre. Estaba asfixiada y enardecida; sus ojos brillaban, y sus mejillas estaban hermosamente encarnadas. El hombre, al verla, exclamó con alegría: —¡Mírala! Luego adoptó de nuevo un gesto grave, y se fue poniendo pálido. Mientras, la niña, de pie delante de él, le miraba con curiosidad e inocencia sobrecogedoras. Kitty se había asustado, pero no porque el hombre pareciera nervioso y disgustado, circunstancia ésta de la que Kitty no se había percatado, sino porque, a pesar de tratarse de un caballero más delgado, más pálido, y más viejo... ¡se parecía tanto a su padre! —La cabaña es esa de ahí, señor —dijo Kitty, con un lánguido tono de voz. El miró a la niña con expresión de dolor. Parecía como si lo hubiera defraudado por alguna causa. La niña se atrevió entonces a preguntar: —¿Me conoce usted, señor? Con la voz más triste que Kitty había oído jamás, el hombre dijo: —Pequeña, ¿qué te hace pensar que te conozco? La niña, temerosa de ofender al caballero, no supo qué respuesta darle. Sólo acertó a susurrar: —Es que se parece usted tanto a mi pobre papá. El hombre se puso a temblar igual que si hubiese visto un fantasma. Se acercó a la niña y le cogió la manita. Hacía un día caluroso en Brightwater, pero la niña tenía los dedos fríos como el vidrio. La acompañó hasta el mismo banco en el que Kitty había confeccionado su ramo. —Estoy cansado, cielo —dijo el hombre—. ¿Nos sentamos? Era cierto que estaba muy cansado. Parecía que apenas pudiera caminar. A Kitty el hombre le dio pena. —Tal vez está usted enfermo —dijo mientras se sentaba a su lado. —No, no estoy enfermo. Sólo un poco cansado. Y también tengo miedo de asustarte. El hombre le daba de vez cuando una palmadita en la mano. —Cielo, hace un momento, cuando hablabas de tu padre ¿por qué has dicho "mi pobre papá"? —Es que mi padre murió, señor. El hombre apartó su mirada de la niña y se apretó las manos contra el pecho como si de repente hubiese sentido un fuerte dolor en el corazón. Pero enseguida pareció recuperarse y le dijo a la niña algo ciertamente extraño. Con voz amable le preguntó quién le había contado que su padre estaba muerto. —Me lo dijo un día mi abuelita. —¿Recuerdas qué te explicó exactamente tu abuelita? —Sí. Me dijo que mi papá se había ahogado en el mar. El hombre repitió entonces para sí mismo: —¡No ha sido su madre! ¡Gracias a Dios, no ha sido su madre! ¿A qué se estaría refiriendo con aquellas enigmáticas palabras? Kitty no cesaba de mirar a aquel extraño, cada vez era mayor su curiosidad. Entonces, él puso su brazo sobre el hombro de la pequeña. —Acércate a mí —dijo—. No tienes que tener miedo, cielo. Ella se acercó un poco más. Quería demostrarle que no le tenía miedo. Pero el pobre hombre apenas parecía darse cuenta de nada. Su mirada se volvió sombría; suspiraba nerviosamente. Entonces le dijo a la niña: —Cariño, ¿sabes qué haría tu padre ahora mismo si estuviese vivo? Te daría un beso. Antes me has dicho que me parezco a tu padre. ¿Puedo darte un beso? Kitty alargó sus bracitos, se cogió suavemente al cuello del hombre y le ofreció su mejilla. Cuando él la besó, la niña lo reconoció inmediatamente. Kitty sintió una inmensa alegría. Su corazón se había llenado de vida y latía con fuerza. De repente, se descolgó del cuello del hombre. —¡Mi papá siempre me daba besos como éstos! —exclamó—. ¡Eres tú, papá, eres tú! ¡No te has ahogado! ¡No te has ahogado! Volvió a echarle los brazos al cuello, y esta vez se agarró con todas sus fuerzas, como si de ello hubiese dependido su vida. — ¡Oh, papá, te quiero! ¡Mi pobrecito papá! ¡Creía que te habías ahogado! Kitty tenía las mejillas llenas de lágrimas. Él rompió a llorar sobre el hombro de la niña: —¡Oh, niña de mi alma!, ¡mi pequeña y dulce Kitty! El sentimiento de dolor de Kitty se transformó entonces en perplejidad. ¿Cómo era posible que él estuviera tan triste estando ella tan feliz? Kitty puso la mano en el bolsillo de su delantal y sacó un pañuelito. Se secó las lágrimas, antes de decirle a su padre: —¿Estás pensando en lo malo que ha sido el mar contigo, papá? —¡No, hija, en el mar bueno, en el mar amigo, en el mar luminoso y hermoso que os ha traído de nuevo a ti y a tu madre! ¡Entonces Kitty se dio cuenta! ¡Se había olvidado de su madre! La niña se agarró con fuerza a la mano de su padre y tiró de él con toda su pequeña y decidida fuerza, convencida de que podría levantarlo del banco. —¡Vamos! —exclamó—. ¡Vamos, quiero que mamá te vea! ¡Quiero que ella también se ponga contenta! Él se mostró vacilante. Kitty dio un salto, se sentó en el regazo de su padre y le acarició suavemente la mejilla. Aquél era un gesto de complicidad con la felicidad del pasado. —¡Oh, papá, siempre has sido el más bueno del mundo conmigo! ¿Por qué no me quieres ahora? Herbert ya no pudo reprimir por más tiempo sus sentimientos, y se abrazó a su hija como un niño. Kitty acompañó a su padre hasta una de las ventanas de la habitación de Catherine. La niña no paraba de reír, de bailar y de cantar alrededor de él. Alguien había cerrado la ventana por dentro. Kitty dio unos golpecitos en el cristal. Su madre los oyó, se acercó a la ventana, y corrió afuera a reunirse con ellos. ¡Oh, qué lejos quedaba el triste día en que habían tenido que marcharse de Mount Morven, qué distante parecía la prolongada y cruel separación entre el padre y la madre, entre la hija y el padre, ahora que los tres volvían a estar de nuevo juntos! DESPUÉS DE LA HISTORIA 1. LAS DISCULPAS DEL ABOGADO Que una mujer madura como mi esposa se sienta celosa, siendo como soy uno de los hombres de comportamiento más edificante que jamás se haya visto, es una circunstancia descorazonadora. A veces, el hombre olvida que la Virtud es ya por sí misma una recompensa, y se pregunta: ¿de qué sirve la fidelidad conyugal? En cualquier caso, la razón de ser del matrimonio es (o debería ser): paz a cualquier precio. Hoy he sido exonerado de seguir guardando el secreto que durante todo este tiempo he estado obligado a guardar. Hace tiempo que me insistes para que te dé una explicación. Aquí la tienes por fin. Desde que estamos juntos, cariño, creo que habremos discutido diez mil veces, más o menos. Y una vez más debo reconocer que tienes razón. Esa carta, que recibí un día mientras tomábamos el té, y que lleva la indicación de privada, era, efectivamente, lo que tú enseguida afirmaste que era: la carta de una dama. De una encantadora dama, sumida en la más profunda perplejidad. Dicha dama y yo nos conocíamos desde hacía muchos años. Ella era mi clienta y yo su abogado. Una vez más, quería oír mi consejo, y que se lo hiciese llegar con la máxima discreción. ¿Acaso no hubiera faltado gravemente al sagrado deber del secreto profesional si le hubiese mostrado el contenido de la carta a mi esposa? La señora Sarrazín dice que No. El marido de la señora Sarrazín dice que Sí. Déjame añadir que la dama en cuestión era una persona de reputación intachable, pero se había dejado enredar en una jugarreta de la que ella no tenía ninguna culpa. Hablando en plata, se había divorciado. Ah, querida, como se dice vulgarmente, ¿no hueles a podrido? Sí, efectivamente, mi dienta era la señora Norman. Y al día siguiente fui hasta una preciosa cabaña en medio del campo para hablar con ella. Allí encontré a mi gran amigo Randal Linley, que había sido invitado por la señora Norman por una razón muy especial. Un momento. ¿Por qué estoy escribiendo todo esto, en lugar de darte una explicación en persona? Querida, tú perteneces a una ilustre familia. (Debo decir que fue para mí un honor que te casaras conmigo). Y tienes, tal como tu padre me explicó el día de tu boda, el carácter altivo y soberbio de tu linaje. Y yo, previendo una explosión temperamental por tu parte, he preferido que, en caso de que tengas necesidad de ensañarte con algo, lo hagas contra un pedazo de papel y no contra mi cara. ¿Estoy, como así parece, confesando mi cobardía? Todo acto de cobardía, señora Sarrazín, lo es sólo relativamente. Incluso el hombre más valiente del mundo tiene su lado cobarde, aunque no siempre resulta sencillo ponerlo al descubierto. Hace algunos años, en una comida, me senté al lado de un oficial del ejército británico. En una época había sido el jefe de un grupo especializado en operaciones secretas que se había infiltrado tras las líneas enemigas. En otra etapa de su carrera militar, combatiendo en las trincheras, había tenido que salir a recoger a un soldado malherido y lo había llevado hasta el hospital de campaña, en medio de una lluvia de proyectiles del enemigo. Dos clases de valor muy distintos, diría yo. Valor fogoso y valor frío. Y podemos afirmar que este héroe poseía ambos. Pero esa noche, yo descubrí cuál era su lado cobarde. En un momento de la cena me fijé en que comenzó a quedarse blanco como la pared; tenía la frente perlada de sudor; temblaba; nervioso, no hacía más que decir tonterías. Estaba tan asustado que parecía totalmente enajenado. ¿Y todo por qué? ¡Porque tenía que levantarse y pronunciar un discurso! Bueno, pues mientras regresábamos a la cabaña la señora Norman, Randal Linley y yo nos sentamos en la biblioteca de la cabaña para mantener una conversación. ¿Qué quería la buena de mi clienta? La señora Norman contemplaba la posibilidad de casarse por segunda vez, y quería mi consejo como abogado y mi apoyo como viejo amigo. Yo, que por supuesto estaba dispuesto a darle ambas cosas, le pedí que me diera más detalles acerca del asunto. Pero la señora Norman sintió de repente un terrible acceso de pudor, y sólo acertó a decir: —Hable con mi cuñado. Entonces miré a Randal, y le dije: —Señora Norman, querrá usted decir su antiguo cuñado, ya que después del divorcio... Randal me interrumpió. —Después del divorcio —remarcó él—, volveré a ser su cuñado. Eso sólo podía significar una cosa: que Catherine iba a casarse por segunda vez con Herbert Linley. Pero eso a todas luces resultaba ridículo. —He oído bromas más graciosas que ésa —dije yo—. Y si lo que pretenden es hacerme creer que están hablando en serio, les diré que sencillamente no creo una sola palabra de lo que me están diciendo. —¿Por qué no quiere creernos? —preguntó Randal. —Decirle a alguien que ya no le amas y al momento decirle que vuelves a amarle: ésa no es la filosofía del divorcio —sugerí yo intrépidamente. —No crea que yo soy favorable al divorcio —dijo Randal. Yo le respondí mordazmente: —Eso ya lo veremos cuando se case. Él se tomó aquello muy en serio. —No me malinterprete —replicó Randal Linley—. Cuando la crueldad hace su aparición, o cuando se produce el abandono por parte del marido, el divorcio me parece útil y razonable. Si la esposa infeliz puede encontrar a un hombre honorable que la proteja, o que le procure un hogar, la Sociedad y la Ley, que son los últimos responsables de la sagrada institución del matrimonio, están capacitados para permitir que la mujer que ha sido ultrajada estando bajo la protección de dicha institución se case otra vez si ése es su deseo. Pero cuando el marido ha cometido un pecado sexual, yo afirmo que la Ley inglesa que rechaza el divorcio en ese caso es justa; y la Ley escocesa que lo acepta es injusta. La religión, que acertadamente condena ese pecado, lo perdona si se da un verdadero arrepentimiento. ¿Por qué no habría de poder perdonarlo una esposa en esa misma situación? ¿Por qué deben ver arruinadas sus vidas un padre, una madre y una hija, cuando existe la posibilidad de evitar la condena recurriendo al perdón de los pecados, sin duda la más importante de las virtudes cristianas? En casos como éste, me parece mal que se haga uso del divorcio. Y creo que debe ser motivo de alegría que un marido, una esposa y su hija vuelven a estar juntos, porque son sangre de la misma sangre, porque es Ley de la Naturaleza, y Ley de Dios, que así sea. Yo, ciertamente, podría haber rebatido sus argumentos, pero pensé que a Randal no le faltaba razón. Entonces quise asegurarme de que había entendido bien cuáles eran los hechos. —¿Quiere hacerme usted creer —pregunté—, que el señor Herbert Linley tiene pensado casarse con esta dama por segunda vez? —Si no hay ninguna Ley que lo impida —dijo Randal—, así será. Mi querida esposa, en todos los años que llevamos juntos no creo que me hayas visto nunca mirar a nadie como me miró Randal en ese momento. Allí estaba yo, delante de una dama que se había divorciado gracias a la Ley y por deseo propio, y que ahora deseaba casarse de nuevo con el mismo hombre de quien se había divorciado. ¡Ni el más osado de los novelistas se habría atrevido a imaginar una historia tan inverosímil! ¡Pero dejémonos ahora de novelas! ¿Que cómo terminó todo? Pues del único modo en que podía acabar. A lo largo de mi dilatada experiencia como abogado, nunca me había encontrado con un caso como éste, de modo que pensé que lo mejor sería olvidarme de mis hábitos profesionales y dirigirme a la señora Norman como el amigo que era. —De acuerdo con la Ley, usted y el señor Herbert Linley son ahora célibes. Hagan ustedes lo que hace cualquier pareja de solteros que desean contraer matrimonio: busquen una iglesia ¡Y por todos los santos, no olviden enviarle una invitación de boda al juez que les concedió el divorcio! Dicho y hecho. Quince días después, esta misma mañana, el señor y la señora Linley se han casado. Randal y yo hemos sido los únicos testigos de la ceremonia, que por lo demás se ha celebrado en la más estricta intimidad. 2. LA DEFENSA DEL ABOGADO Me pregunto si las anteriores páginas de mi relato no estarán ya hechas trizas y en el fondo de una papelera. Pero ante la duda, me arriesgaré a proseguir con mi historia. ¿Qué objeciones pueden hacerse a un matrimonio divorciado que al cabo de un tiempo decide volver a casarse? La señora Presty considera que son tres, y las enumera por orden de importancia. Por cierto, creo que no corro el riesgo de equivocarme si afirmo que, por una vez, la señora Presty y tú estaréis de acuerdo en algo. Primera Objeción: Nadie ha hecho algo así antes. Segunda Objeción: Sea o no sincero su arrepentimiento, el señor Herbert Linley no merece una segunda oportunidad. Tercera Objeción: Ninguna persona respetable querrá visitarles nunca. Primera Réplica: La cuestión no es si alguien antes ha hecho algo parecido, sino si el hecho en sí puede considerarse correcto. En los ministerios matrimoniales no hay ninguna cláusula que prohiba a una esposa perdonar a su marido. Pero en cambio sí que hay una prohibición expresa de que pueda producirse entre ellos algún tipo de separación. No es, por lo tanto, un acto de injusticia perdonar al señor Herbert Linley, y es totalmente correcto casarse de nuevo con él. Segunda Réplica: Desde el momento en que la hija trae al padre a casa, y da por hecho que él y su madre deben vivir juntos, porque son su padre y su madre, a todos los efectos como si la inocente Kitty hubiera revocado la Ley del Divorcio para apelar a la Ley de la Naturaleza. Sea o no merecedor de ello el señor Herbert Linley, lo cierto es que él pertenece a ese hogar. Y hasta aquí, mi segunda réplica. Tercera Réplica, o argumento contra la objeción de que nadie querrá hacer vida social con esa pareja: la señora Sarrazín irá a verles. ¡Sí, cariño, lo harás! No porque lo diga yo. ¿Acaso te he dicho alguna vez lo que debes hacer? No. Lo harás por decisión propia, y porque sentirás compasión por una vieja dama llena de ideas equivocadas. Juzga tú misma después de leer lo que viene a continuación si la señora Presty no es una mujer que tristemente carece de la visión de lo que significa hoy en día el sexo femenino. Después de que terminara nuestra conversación, la auténtica causante de todos los males de la familia entró en la biblioteca. Tuve el honor de ser yo quien le comunicara la decisión que habíamos tomado. La señora Presty se fue hacia la puerta y, cuando parecía que iba a marcharse dando un portazo, se dio la vuelta y con un tono de voz propio de un sargento de regimiento, se despidió amenazadoramente de su hija. —No quiero saber nada más de ti, Catherine. La paciencia de una madre tiene un límite, y tú lo has sobrepasado. No voy a vivir contigo. Viviré otra vez con el señor Norman y el señor Presty. ¡Con su memoria! Espero que seas feliz. Aunque lo dudo mucho. Salió de la biblioteca, pero al cabo de un instante regresó con la intención de decir unas últimas palabras; esta vez se dirigió a Randal Linley. —Señor Randal, cuando se encuentre usted con su amigo el capitán Bennydeck, no olvide saludarle de mi parte. ¡Ah, y comuníquele usted mi enhorabuena por las calabazas que ha recibido de Catherine. Habría sido una pena que un hombre tan considerado como él se hubiese casado con una verdadera idiota! Buenos días. Una vez más salió de la biblioteca y antes de que nadie se hubiera dado cuenta ya estaba de vuelta. En esta ocasión, la señora Presty se dirigió a mí. La vieja dama hizo un enorme esfuerzo para disimular su mal carácter. Y lo cierto es que obtuvo un resultado bastante notable. —Es bastante probable, señor Sarrazín, que tarde o temprano alguna terrible desgracia caiga sobre mi hija, como castigo por no haber hecho caso de los consejos de su madre. Cuando eso ocurra, mi deber será regresar junto a ella y ofrecerle mi consuelo como madre. Me encontrará usted aquí, si desea escribirme. Son las señas de mi banquero. Creo que, siendo usted abogado, puedo hacer esta clase de concesiones. Además, usted no tiene la culpa de todo esto. Abrió la puerta y salió al pasillo. Pero al cabo de un instante ya había regresado. Se acercó a su hija y le dio un beso sincero. Luego regresó a la puerta, miró amenazadoramente a Randal y levantando teatralmente su puño, le dijo: —¡Eres un monstruo! Y tras semejante exhibición de lo mejor y lo peor de su carácter, se marchó, esta vez definitivamente. Cuando la pareja recasada regrese de su segunda luna de miel, y vayas a hacerles una visita, lleva contigo a la señora Presty. 3. LAS CONCLUSIONES DEL ABOGADO "Si vas a incluirme en este asunto ridículo y deplorable" (parece como si pudiese oír a mí mujer), "creo que por lo menos deberías explicarme el final de la historia: ¿qué fue de la pequeña Kitty? ¿recibió la señorita Westerfield su justo merecido? Aunque quien sabe, tal vez te has propuesto contarme esa parte personalmente". No. También en este caso prefiero hacerlo por escrito, a una distancia prudente de nuestro hogar, en Lincoln Inn Field's. Kitty, por supuesto, acompañó a su padre y a su madre al Continente. Pero antes quiso despedirse de su institutriz y amiga del alma, a la que todavía sigue queriendo tanto. Randal y yo nos ofrecimos a acompañarla (obviamente, con el permiso de su madre). Y ahora no te enfades. Cuando llegamos al Hogar, encontramos al capitán Bennydeck y a su preciosa secretaria disfrutando de un momento de merecido descanso después de una larga mañana de trabajo. Se estaban preparando un refrigerio. El capitán estaba cortando el pollo y, a su lado, Sydney se cuidaba de la ensalada. El gato ocupaba la tercera silla, y no apartaba la mirada de los movimientos del cuchillo y el tenedor. Por un momento pensé en las penas del pasado. En cualquier caso, sentí que estaba ante una hermosa escena familiar. El sueño de todo varón. La llegada de Kitty trajo la felicidad que faltaba para completar el cuadro. Nuestra visita no podía prolongarse mucho tiempo porque al día siguiente toda la familia tenía que embarcarse a primera hora de la mañana. Al despedirse de Sydney, Kitty le hizo prometer que se volverían a ver, ya que le resultaba insoportable la idea de no ver más a su querida institutriz. Como todas las niñas, Kitty tiene la costumbre de hacer preguntas extravagantes. Una vez en la calle, le dijo a su tío: —¿Crees que mi capitán se casará con Syd? No había pasado demasiado tiempo desde que Bennydeck sufriera el que habría de ser el disgusto más amargo de su vida. Aquella tarde, Randal había observado en la expresión de su mirada signos de que aquella decepción amorosa todavía no estaba olvidada. De no haber sido la pobrecita Kitty quien hubiera formulado inocentemente tan absurda pregunta, Randal le habría dado una respuesta cuando menos desapacible. Pero tratándose de su sobrinita, Randal se limitó a contestar: —Hija mía, eso no es asunto nuestro. Kitty, por supuesto, no quedó satisfecha con esa respuesta y siendo una niña que no se rinde jamás, se volvió hacia mí y me preguntó: —¿Y a usted qué le parece, Samuel? ¿Se casarán? Siguiendo el ejemplo de Randal, respondí: —¡Cómo quieres que lo sepa, pequeña! La niña miró entonces a Randal; y luego a mí, y nos dijo: —¿Os digo lo que pienso? Que sois los dos unos embusteros.