Wilkie Collins Marido y mujer Traducción: Gema Moral Bartolomé Nota al texto Marido y mujer se publicó por entregas en Cassell’s Magazine de enero a junio de 1870, y al mismo tiempo en Harper’s Weekly de Nueva York. El mismo año apareció en forma de libro, en tres volúmenes (F.S. Ellis, Londres). El texto de esta edición es la base de la presente traducción. Afectuosamente dedicado al Señor Frederick Lehmann y señora ¿No puedo escribir con este estilo, con este método también, sin perder mi fin, tu bien? ¿Por qué no puede hacerse? Las nubes negras traen agua; no así las claras JOHN BUNYAN, Apology for his Book Prefacio La historia que aquí se ofrece al lector difiere en un aspecto de las historias que la han precedido, escritas por la misma mano. Esta vez, la ficción se basa en hechos y aspira a contribuir en la medida de lo posible a acelerar la reforma de ciertos abusos que se cometen desde hace demasiado tiempo entre nosotros sin que nadie les ponga freno. En cuanto a la escandalosa situación actual de las leyes matrimoniales en el Reino Unido, no hay controversia posible. El informe de la Comisión Real, designada para examinar el funcionamiento de dichas leyes, me ha proporcionado la sólida base sobre la que he construido mi libro. En el Apéndice se encontrarán las referencias a tan alta autoridad que puedan ser necesarias para convencer al lector de que no le llevo a engaño. Sólo me queda por añadir que, mientras escribo estas líneas, el Parlamento se dispone a remediar los crueles abusos que se exponen en la historia de «Hester Dethridge». Existe por fin el proyecto de establecer legalmente en Inglaterra el derecho de una mujer a tener propiedades y a conservar sus ingresos. Aparte de esto, la Legislatura no ha hecho el menor esfuerzo, que yo sepa, por depurar las deformaciones que existen en las leyes matrimoniales de Gran Bretaña e Irlanda. Los miembros de la Comisión Real han pedido la intervención del Estado sin la menor vacilación, sin que hasta ahora hayan recibido respuesta del Parlamento. En cuanto a la otra cuestión social que se presenta en esta obra —la cuestión de la influencia del actual furor por el ejercicio físico en la salud y la moralidad de la nueva generación de ingleses—, no niego que el tema sea espinoso y que ciertas personas se molesten por lo que he escrito al respecto. Aunque en este caso no existe ninguna Comisión Real a la que pueda recurrir, sostengo, no obstante, que no he hecho más que remitirme a hechos claros y tangibles. En cuanto a las consecuencias físicas de la manía por el cultivo de los músculos que se ha apoderado de nosotros en los últimos años, es un hecho que las opiniones expresadas en este libro son las mismas que mantiene la profesión médica en general, con la distinguida autoridad del señor Skey1 a la cabeza. Y, si se discuten las pruebas médicas por estar basadas únicamente en la teoría médica, es también un hecho que la opinión de los médicos coincide con la experiencia de los padres de toda Inglaterra, que pueden confirmarlas en la práctica con los casos de sus hijos. Esta nueva forma de «excentricidad nacional» tiene sus víctimas, personas que han arruinado su salud de por vida. En lo que concierne a las consecuencias morales, puede que tenga razón o que esté equivocado al ver una relación entre la desmesurada afición actual por la cultura física en Inglaterra y la reciente expansión de la grosería y la brutalidad entre ciertas capas de la población. Pero ¿puede negarse acaso que esa grosería y esa brutalidad existen y, más aún, que han adquirido proporciones gigantescas entre nosotros en los últimos años? Nos estamos familiarizando hasta tal punto con la violencia y los atropellos que hemos acabado reconociéndolos como ingrediente necesario de nuestro sistema social, y tildamos a los salvajes que forman parte representativa de nuestra población con el epíteto recientemente inventado de «gamberros». La atención del público se ha volcado en los sucios gamberros vestidos de bombasí. Si este autor se hubiera limitado a ellos, se habría ganado las simpatías de todos sus lectores. Pero ha sido lo bastante audaz para dirigir la atención hacia los gamberros limpios que visten buen paño, y ha de defenderse de los lectores que no se han fijado en esta variedad o que, aun habiendo reparado en ella, prefieren pasarla por alto. Los gamberros con la piel limpia y trajes de calidad se encuentran fácilmente en diversos estamentos de la sociedad inglesa, en las clases medias y altas. Pondré unos ejemplos. No hace mucho, la rama médica se divirtió a la salida de un espectáculo público destrozando propiedades particulares, apagando los faroles de la calle y aterrorizando a ciudadanos decentes de una zona residencial de Londres. También, no hace mucho, la rama militar cometió atrocidades (en ciertos regimientos) que obligaron a intervenir a las autoridades de la Guardia Real Montada. Hace apenas unos días, la rama mercantil acosó y expulsó violentamente de la Bolsa a un eminente banquero extranjero, que había ido a visitar el lugar acompañado de uno de sus más antiguos y respetables miembros. La rama universitaria (en Oxford) abucheó al vicerrector, los profesores de las distintas facultades y los visitantes en la Conmemoración de 1869, y más tarde irrumpió en la Biblioteca de Christ Church y quemó los bustos y esculturas que encontró en ella. Todos estos atropellos son un hecho. Como es un hecho que las personas involucradas en ellos están ampliamente representadas entre los patrocinadores, y a veces entre los héroes, de los Deportes Atléticos. ¿No hay material aquí para un personaje como el de «Geoffrey Delamayn»? ¿Es un mero producto de mi imaginación la escena que se produce en la reunión atlética de «El Gallo y la Botella», en Putney? ¿No es necesario protestar, en aras de la civilización, contra el resurgimiento de la barbarie, cuando afirma ser un resurgimiento de las virtudes varoniles y encuentra la estupidez humana tan arraigada como para creérselo? Volviendo por un momento, antes de concluir este prefacio, a la cuestión artística, espero que el lector de estas páginas descubrirá que el propósito de la historia es siempre una parte integral de la historia misma. La condición principal para el éxito de una obra de este tipo es que realidad y ficción no puedan separarse la una de la otra. Me he esforzado mucho en lograr este objetivo y confío en que mi esfuerzo no haya sido inútil. W. C. Junio de 1870 Prólogo El matrimonio irlandés Primera parte La villa de Hampstead I Una mañana de verano de hace treinta o cuarenta años, dos muchachas lloraban desconsoladamente en el camarote de un barco de pasajeros de las Indias Orientales que partía de Gravesend rumbo a Bombay. Tenían la misma edad, dieciocho años. Habían sido íntimas amigas de la infancia, en el colegio. Era la primera vez que se separaban y, posiblemente, era para siempre. Una se llamaba Blanche. La otra se llamaba Anne. Ambas eran hijas de familias pobres; ambas habían sido alumnas y maestras en el colegio; y ambas estaban destinadas a ganarse el pan. Aquéllas eran las únicas semejanzas que existían entre ellas desde el punto de vista personal y social. Blanche era bastante atractiva y bastante inteligente, nada más. La belleza y el talento de Anne eran excepcionales. Los padres de Blanche eran personas respetables cuya principal preocupación era la de asegurar el bienestar futuro de su hija, por muchos sacrificios que costara. Los padres de Anne eran crueles y depravados. La única idea que les inspiraba su hija era la de especular con su belleza y sacar provecho de sus dotes. Las muchachas iniciaban su andadura en la vida en condiciones muy diferentes. Blanche se iba a la India para ser institutriz al servicio de un juez, bajo la tutela de la esposa de éste. Anne habría de esperar en casa hasta que surgiera el medio más barato posible de enviarla a Milán. Allí, entre desconocidos, habría de perfeccionar su talento artístico como actriz y cantante, y regresar luego a Inglaterra, donde haría rica a su familia como cantante lírica. Tales eran las perspectivas de las dos muchachas que se sentaban en el camarote del barco de las Indias, estrechamente abrazadas y llorando sin consuelo. Las frases de despedida que se susurraban —exageradas e impulsivas como suelen ser las charlas de muchachas- brotaban con sinceridad, directamente del corazón. —¡Blanche! Puede que te cases en la India. Pídele a tu marido que te traiga de nuevo a Inglaterra. —¡Anne! Puede que no te guste la ópera. Si es así, vente a la India. —En Inglaterra o fuera de ella, casadas o solteras, volveremos a encontrarnos, querida, aunque pasen muchos años, con todo el cariño que nos tenemos ahora. ¡Amigas que se ayudan mutuamente, hermanas que confían para siempre la una en la otra! Júralo, Blanche! —¡Lo juro, Anne! —¡Con toda tu alma y tu corazón! —¡Con toda mi alma y mi corazón! Las velas se desplegaron al viento y el barco empezó a deslizarse sobre el agua. Fue necesario apelar a la autoridad del capitán para que las muchachas se separaran. El capitán intervino con amabilidad y firmeza. —Vamos, querida —dijo, rodeando a Anne con el brazo—, no la molesto, ¿verdad? Yo también tengo una hija. —Anne apoyó la cabeza sobre el hombro del marino. El capitán la depositó con sus propias manos en el bote que aguardaba al costado del barco para llevarla a la orilla. Cinco minutos después el barco se alejaba, el bote arribaba a tierra, y habrían de pasar largos años antes de que las muchachas volvieran a verse. Era el verano de 1831. II Veinticuatro años más tarde, en el verano de 1855, había una villa en Hampstead que se alquilaba amueblada En la casa vivían aún las personas que deseaban alquilarla. Aquella noche, con la que empieza esta escena, había una señora y dos caballeros cenando. La señora había alcanzado la edad madura de cuarenta y dos años. Conservaba aún una belleza excepcional. Su marido, unos años más joven, estaba sentado frente a ella, silencioso y contenido, y no la miraba ni siquiera por accidente. La tercera persona era un invitado. El marido se llamaba Vanborough. El invitado se llamaba Kendrew. La cena estaba a punto de terminar. Sobre la mesa había fruta y vino. El señor Vanborough empujó las botellas hacia el señor Kendrew en silencio. La señora de la casa volvió la cabeza hacia el criado que servía y dijo: —Diga a las niñas que entren. La puerta se abrió y entró una niña de doce años que llevaba de la mano a otra de cinco. Ambas lucían bonitos vestidos blancos con sendos fajines del mismo color azul celeste. Pero entre ellas no existía parecido familiar. La mayor era frágil y delicada, con un rostro pálido y sensible. La menor era rubia, con rojos mofletes y ojos picaros y brillantes: una pequeña y encantadora imagen de la felicidad y la salud. El señor Kendrew miró a la más pequeña con aire inquisitivo. —Esta señorita —dijo— me es completamente desconocida. —De no haberse comportado como si usted mismo fuera un desconocido durante todo este año —dijo la señora Vanborough—, no habría tenido que hacer esa confesión. Ésta es la pequeña Blanche, hija única de mi más querida amiga. Cuando la madre de Blanche y yo nos vimos por última vez, éramos dos pobres muchachas que salían al mundo. Mi amiga se fue a la India, y allí se casó, ya mayor. Tal vez haya oído hablar de su marido, el famoso oficial de la India, sir Thomas Lundie. Sí, «el rico sir Thomas», como lo llama usted. Lady Lundie se encuentra ahora de camino a Inglaterra por primera vez desde que abandonó el país; hace ya tantos años que no quiero ni pensarlo. Esperaba su llegada ayer; la espero hoy; puede llegar en cualquier momento. En el barco que la llevó a la India, nos hicimos la promesa de volver a vernos; «votos», lo llamábamos nosotras en los viejos tiempos. Imagínese lo cambiadas que nos encontraremos la una a la otra cuando por fin nos volvamos a ver. —Mientras tanto —dijo el señor Kendrew—, su amiga al parecer envió a su hijita para que la representara. Es un viaje muy largo para una niña tan pequeña. —Un viaje prescrito por los médicos en la India, hace un año —replicó la señora Vanborough—. Dijeron que la salud de Blanche requería de los aires ingleses. Sir Thomas estaba enfermo en aquel entonces y su mujer no podía dejarlo solo. Tenía que enviar a su hija a Inglaterra, ¿y a quién podía enviársela más que a mí? Fíjese en ella ahora y dígame si el aire de Inglaterra no le ha sentado de maravilla. Las dos madres, señor Kendrew, parecemos haber revivido literalmente en nuestras hijas. Yo tengo sólo una hija. Mi amiga tiene sólo una hija. Mi hija es la pequeña Anne, igual que yo. La hija de mi amiga es la pequeña Blanche, igual que ella. Y para acabar, las dos niñas se han encariñado tanto la una de la otra como nos encariñamos nosotras en nuestra época de colegialas. A menudo se oye hablar del odio heredado. ¿Existirá también el amor heredado? Antes de que el invitado pudiera responder, el señor de la casa reclamó su atención. —Kendrew —dijo el señor Vanborough—, cuando haya acabado con su ración de sentimentalismo doméstico, ¿qué le parece si toma una copa de vino? Las palabras se pronunciaron con un tono y unos modales despectivos, sin disimulo. La señora Vanborough enrojeció. Esperó y dominó su momentánea irritación. Cuando se dirigió a su marido, fue evidentemente con el deseo de apaciguarlo. —Me preocupas, querido, ¿no te encuentras bien esta noche? —Estaré mejor cuando esas niñas dejen de hacer ruido con los cuchillos y los tenedores. Las niñas pelaban la fruta. La más pequeña siguió haciéndolo. La mayor se detuvo y miró a su madre. La señora Vanborough hizo una seña a Blanche para que se acercara y le señaló la puerta cristalera. —¿Te gustaría comerte la fruta en el jardín, Blanche? —Sí —contestó Blanche—, si Anne viene conmigo. Anne se levantó de inmediato y las dos niñas salieron al jardín cogidas de la mano. Tras su marcha, el señor Kendrew cambió de tema sensatamente y aludió al alquiler de la casa. —Echarán mucho de menos el jardín esas dos jóvenes señoritas —dijo—. Es una verdadera lástima que hayan de renunciar a este bonito lugar. —Dejar la casa no es lo peor del sacrificio —dijo la señora Vanborough—. Si John cree que Hampstead está demasiado lejos de Londres para él, desde luego tenemos que mudarnos. Sólo me quejo de la dura prueba que supone alquilar la casa. El señor Vanborough miró a su mujer desde el otro lado de la mesa con la mayor descortesía posible. —¿Qué tienes que ver tú con eso? —preguntó. La señora Vanborough intentó despejar el horizonte conyugal con una sonrisa. —Mi querido John —dijo afablemente—, olvidas que, mientras tú te ocupas de tus negocios, yo me paso aquí todo el día. No puedo evitar encontrarme con la gente que viene a ver la casa. ¡Y qué gente! —añadió, volviéndose hacia el señor Kendrew—. Desconfían de todo, desde el limpiabarros que hay junto a la puerta hasta las chimeneas. Se presentan a cualquier hora. Hacen todo tipo de preguntas insolentes, y te demuestran bien a las claras que no tienen intención de creerse las respuestas antes de que hayas podido formularlas. Una infeliz cualquiera pregunta: «¿Cree usted que las cañerías están bien?», y husmea con recelo antes de que pueda decir que sí. Un bruto cualquiera pregunta: «¿Está completamente segura de que la construcción de la casa es sólida?», y se pone a dar saltos con todas sus fuerzas sin esperar a que conteste. Nadie confía en las cualidades de nuestra gravilla ni en las ventajas de la orientación sur de la casa. Nadie quiere saber nada de las reformas que hemos hecho. En cuanto oyen hablar del pozo artesiano de John, parece como si jamás bebieran agua. Y si por casualidad pasan por delante del corral, ¡dejan de apreciar al instante los méritos de los huevos frescos! El señor Kendrew rió. —Yo también he pasado por eso —dijo—. Las personas que quieren alquilar una casa son enemigos natos de las personas que la alquilan. Extraño, ¿verdad, Vanborough? El sombrío humor del señor Vanborough se resistió al amigo con la misma obstinación con que se había resistido a la esposa. —Creo que no estaba escuchando —respondió. Esta vez su tono fue casi brutal. La señora Vanborough miró a su marido sin disimular la angustia y la sorpresa. —John! —dijo—. ¿Qué te ocurre? ¿Te duele algo? —Un hombre puede estar inquieto y preocupado sin necesidad de que le duela nada, supongo. —Siento que estés preocupado. ¿Es por negocios? —Sí, negocios. —Pídele consejo al señor Kendrew. —Estoy esperando para pedírselo. La señora Vanborough se levantó inmediatamente. —Toca la campanilla cuando quieras café, querido —dijo. Al pasar junto a su marido, se detuvo y puso la mano cariñosamente sobre su frente—. ¡Ojalá pudiera borrar este ceño! —susurró. El señor Vanborough sacudió la cabeza con impaciencia. La señora Vanborough suspiró y se volvió hacia la puerta. Antes de que pudiera salir de la estancia, su marido le gritó: —¡Procura que no nos molesten! —Haré todo lo posible, John. —Miró al señor Kendrew, que le había abierto la puerta, y recuperó con esfuerzo el tono de ligereza—. ¡Pero no olvides a nuestros enemigos natos! Podría venir alguien con intención de ver la casa, a pesar de la hora. Los dos caballeros se quedaron a solas con el vino. Físicamente existía un gran contraste entre ellos. El señor Vanborough era alto y moreno; un hombre apuesto y gallardo, con una energía que todo el mundo podía ver en su rostro; con una falsedad innata que sólo un observador atento podía detectar. El señor Kendrew era bajo y rubio, lento y torpe, excepto cuando se exaltaba por algún motivo. Mirándole a la cara, el mundo veía un hombrecillo feo y poco expresivo. El observador atento que penetraba más allá de la superficie encontraba debajo de ella una agradable naturaleza sustentada en los sólidos cimientos de la verdad y el honor. El señor Vanborough inició la conversación. —Si se casa algún día —dijo—, no sea tan idiota como yo, Kendrew. No se case con una mujer del teatro. —Si yo consiguiera una mujer como la suya —replicó el otro—, también la retiraría de los escenarios mañana mismo. Una mujer hermosa, inteligente, de carácter intachable y que le ama de todo corazón. ¡Hombre de Dios! ¿Qué más quiere? —Quiero mucho más. Quiero una mujer de alta cuna que esté bien relacionada, una mujer que pueda recibir a la mejor sociedad de Inglaterra y despejarle el camino a su marido hacia una elevada posición. —¡Una elevada posición! —exclamó el señor Kendrew—. He aquí un hombre al que su padre ha legado medio millón contante y sonante, con la condición de ocupar su lugar a la cabeza de una de las mayores firmas mercantiles de Inglaterra. ¡Y va él y habla de posición, como si fuera un escribiente recién incorporado a su propia oficina! ¿Qué más espera su ambición, aparte de lo que su ambición ya tiene? El señor Vanborough apuró el vaso de vino y miró a su amigo a la cara. —Mi ambición —dijo— espera una carrera parlamentaria con un título nobiliario al final, y sin otro obstáculo que lo impida salvo mi digna esposa. El señor Kendrew levantó la mano a modo de advertencia. —No hable así —dijo—. Si es una broma, no la entiendo. Si habla en serio, despierta en mí una sospecha que preferiría no tener. Cambiemos de tema. —¡No! Aclarémoslo de una vez por todas. ¿Qué es lo que sospecha? —Sospecho que se ha cansado de su mujer. —Ella tiene cuarenta y dos años y yo treinta y cinco, y llevamos trece años casados. Lo sabe... y dice que sólo sospecha que me he cansado de ella. ¡Bendita inocencia! ¿No se le ocurre nada más que decir? —Ya que me obliga a ello, me tomaré las libertades de un viejo amigo, y le diré que no es justo con ella. Hace casi dos años que abandonaron el extranjero y volvieron a Inglaterra, cuando murió su padre. Con excepción de mí mismo y de un par de amigos de los viejos tiempos, no ha presentado a su mujer a nadie. Su nueva situación le ha abierto las puertas de la mejor sociedad. Jamás se hace acompañar de su mujer. Va a todas partes como si fuera soltero. Sé de buena tinta que esas nuevas amistades suyas le creen en realidad un hombre soltero. Perdóneme por hablarle con tanta franqueza; digo lo que pienso. Es impropio por su parte que tenga a su mujer aquí encerrada, como si se avergonzara de ella. —Me avergüenzo de ella. —¡Vanborough! —¡Espere un momento! No todo es tal como usted lo pinta, mi buen amigo. ¿Cuáles son los hechos? Hace trece años me enamoré de una hermosa cantante y me casé con ella. Mi padre se enfureció y yo tuve que irme a vivir con ella al extranjero. No importó, en el extranjero. Mi padre me perdonó en su lecho de muerte y pude volver con ella a Inglaterra. Ahora sí que importa. Me encontré de pronto con una gran carrera ante mí, atado a una mujer cuya extracción (como bien sabe usted) es lo más baja posible. Una mujer sin la menor distinción, sin la menor aspiración en la vida aparte de ocuparse de su hija y de la cocina, de su piano y sus libros. ¿Es ésa la mujer que puede ayudarme a ocupar mi sitio en la sociedad, la que puede allanarme el camino, despejándolo de obstáculos políticos y sociales, para llegar a la Cámara de los Lores? ¡Por Júpiter! Si alguna vez hubo una mujer que debía ser «enterrada», como dice usted, esa mujer es mi esposa. Y lo que es más, si quiere que le diga la verdad, abandono esta casa precisamente porque no puedo enterrarla en ella. Tiene el maldito don de trabar amistad con la gente allá donde vaya. Si dejo que siga por aquí mucho tiempo, acabará teniendo un círculo de amigos a su alrededor. Amigos que la recordarán como la famosa cantante de ópera. ¡Amigos que verán al sinvergüenza embaucador de su padre que viene borracho a llamar a mi puerta en cuanto me doy la vuelta, para pedirle prestado dinero a su hija! Créame, este matrimonio ha arruinado todas mis perspectivas de futuro. No me hable de las virtudes de mi mujer. Para mí es como una rueda de molino atada al cuello con todas sus virtudes. Si no hubiera sido un idiota redomado, habría esperado y me habría casado con una mujer que me hubiera sido útil, una mujer de posición elevada... El señor Kendrew interrumpió de pronto a su anfitrión, tocándole el brazo. —Para abreviar —dijo—, una mujer como lady Jane Parnell. El señor Vanborough se sobresaltó. Por primera vez, miró a su amigo a los ojos. —¿Qué sabe usted de lady Jane? —preguntó. —Nada. Yo no me muevo en el círculo social de lady Jane, pero voy a la ópera algunas veces. Lo vi anoche, en el palco de ella, y oí lo que se decía en los palcos cercanos. Se hablaba abiertamente de usted como el hombre afortunado al que lady Jane distinguía por encima de los demás. ¡Imagínese lo que ocurriría si se enterase su mujer! Está obrando mal, Vanborough; está obrando mal en todos los sentidos. Me alarma usted, me aflige, me decepciona. No he sido yo quien le ha pedido esta explicación, pero ahora que la he oído, no voy a callarme. Recapacite sobre su conducta; recapacite sobre lo que acaba de decirme... o deje de contarme entre sus amigos. ¡No! No quiero seguir hablando. Los dos nos hemos exaltado y podríamos acabar diciendo cosas que sería mejor no decir. Una vez más le ruego que cambiemos de tema. Me escribió pidiéndome que viniera hoy porque necesitaba que le aconsejara sobre un asunto importante. ¿Cuál es? El silencio siguió a esta pregunta. El rostro del señor Vanborough dejaba traslucir cierta turbación. Se sirvió otra copa de vino y se la bebió de un trago antes de responder. —No es tan fácil explicarle lo que quiero —dijo—, después del tono que ha adoptado conmigo al hablar de mi mujer. El señor Kendrew lo miró con sorpresa. —¿Concierne a la señora Vanborough ese asunto? —preguntó. —Sí. —¿Está ella al tanto? —No. —¿Lo ha mantenido usted en secreto por respeto a ella? —Sí. —¿Tengo yo derecho a aconsejarle? —Tiene el derecho de un viejo amigo. —Entonces ¿por qué no me dice abiertamente de qué se trata? El señor Vanborough tuvo de nuevo unos instantes de confusión. —Será mejor que se lo explique una tercera persona —respondió—, que llegará en cualquier momento. Él conoce todos los hechos y está mejor capacitado que yo para exponerlos. —¿Quién es? —Mi amigo, Delamayn. —¿Su abogado? —Sí, el socio más joven de la firma Delamayn, Hawke y Delamayn. ¿Lo conoce? —Superficialmente. Era amigo de la familia de su mujer antes de que se casaran. No me gusta. —¡Hoy es bastante difícil complacerle! Delamayn es un hombre que promete como pocos. Un hombre con una carrera ante sí y con el valor necesario para llevarla a cabo. Va a dejar la firma para probar suerte en el Foro. Todo el mundo dice que hará grandes cosas. ¿Qué tiene usted en contra de él? —Nada en absoluto. En ocasiones conocemos a personas que nos desagradan sin saber por qué. Sin saber por qué, me desagrada el señor Delamayn. —Sea como fuere, tendrá que soportarlo esta noche. Llegará en cualquier momento. Llegó en aquel mismo instante. El criado abrió la puerta y anunció al «señor Delamayn». III En cuanto a su aspecto físico, el prometedor abogado que iba a probar suerte en el Foro, parecía un hombre destinado al éxito. Su rostro duro y lampiño, sus perspicaces ojos grises, sus labios finos y enérgicos decían claramente, con todas las letras: «Estoy resuelto a triunfar en el mundo, y si alguien se interpone en mi camino, estoy resuelto a triunfar pasando por encima de él». El señor Delamayn solía ser cortés con todo el mundo, pero jamás se le había oído decir una palabra innecesaria, ni siquiera a su mejor amigo. Era un hombre de un talento singular y de un honor sin tacha (de acuerdo con el código que impera en sociedad), pero al que nadie osaría tratar con familiaridad. Uno jamás le pediría dinero prestado, pero le confiaría una fortuna incalculable. De hallarse uno inmerso en problemas personales, vacilaría en solicitar su ayuda. De hallarse uno inmerso en problemas de cariz público, potencialmente provechosos, diría sin vacilar: «Éste es mi hombre». No cabía la menor duda de que obtendría cuanto quisiera, nadie podía dudarlo después de echarle un vistazo. —Kendrew es un viejo amigo —dijo el señor Vanborough, dirigiéndose al abogado—. Lo que tenga que decirme a mí, puede decirlo delante de él. ¿Le apetece un poco de vino? —No, gracias. —¿Me trae alguna noticia? —Sí. —¿Trae usted las opiniones escritas de los dos abogados? —No. —¿Por qué no? —Porque no es necesario. Si los hechos declarados son correctos, no existe la menor duda sobre lo que dicta la ley en este caso. El señor Delamayn acompañó su respuesta de una hoja escrita que extrajo de su bolsillo y desdobló sobre la mesa. —¿Qué es eso? —preguntó el señor Vanborough. —El caso que se refiere a su matrimonio. Sobresaltado, el señor Kendrew dio las primeras muestras de interés sobre lo que hasta entonces había carecido de sentido para él. El señor Delamayn le lanzó una breve mirada y prosiguió. —El caso —dijo—, tal como usted lo ha declarado y nuestro pasante lo ha puesto por escrito. El vivo genio del señor Vanborough volvió a salir a la superficie. —¿Para qué necesitamos eso ahora? —preguntó—. Ha hecho usted sus averiguaciones para asegurarse de que lo que he declarado es cierto, ¿no? —Sí. —¿Y ha comprobado que tengo razón? —He comprobado que tiene razón, si el caso está correctamente expuesto. Quiero asegurarme de que no se ha producido error alguno entre el pasante y usted. Se trata de un asunto de suma importancia. Voy a asumir la responsabilidad de dar una opinión que podría tener graves consecuencias, y primero quiero asegurarme de que esa opinión tiene una base sólida. Debo hacerle unas cuantas preguntas. No se impaciente, se lo ruego. No tardaremos mucho. Tras consultar el texto, hizo su primera pregunta. —¿Se casó usted en Inchmallock, en Irlanda, hace trece años, señor Vanborough? —Sí. —Su esposa, que entonces era la señorita Anne Silvester, ¿era católica? —Sí. —¿Su padre y su madre eran también católicos? —Lo eran. —¿El padre y la madre de usted eran protestantes, y usted fue bautizado y educado en la fe de la Iglesia de Inglaterra? —¡En efecto! —¿La señorita Anne Silvester sentía, y así lo expresó, una fuerte aversión a casarse con usted porque pertenecían a diferentes comunidades religiosas? —Sí. —¿Venció usted su resistencia, consintiendo en hacerse católico romano como ella? —Era la solución más fácil, y a mí no me importaba. —¿Fue usted formalmente aceptado en la Iglesia Católica Romana? —Pasé por todo el ceremonial. —¿Aquí o en el extranjero? —En el extranjero. —¿Cuánto tiempo transcurrió hasta el día de su boda? —Fue seis semanas antes de casarme. Consultando una vez más el documento que tenía en la mano, el señor Delamayn comparó con especial cuidado esta última respuesta con la respuesta dada al pasante. —Correcto —dijo, y prosiguió el interrogatorio—. ¿El sacerdote que los casó era un tal Ambrose Redman, un joven que apenas si se había iniciado en sus tareas eclesiásticas? —Sí. —¿Les preguntó si eran ambos católicos? —Sí. —¿Preguntó algo más? —No. —¿Está seguro de que no les preguntó en ningún momento si los dos eran católicos desde hacía más de un año antes de presentarse ante él para casarse? —Estoy seguro. —Debió de olvidar esa parte de sus deberes, o tal vez, siendo tan sólo un principiante, la ignoraba por completo. ¿No pensó la señora, o usted mismo, en informar al sacerdote sobre ese punto? —Ni yo ni la señora sabíamos que debiéramos informarle. El señor Delamayn dobló el documento y volvió a metérselo en el bolsillo. —Correcto en todos sus detalles —dijo. La tez morena del señor Vanborough palideció poco a poco. Lanzó una mirada furtiva al señor Kendrew y volvió a apartar la vista. —Bien —dijo al abogado—, ¡hablemos pues de su opinión! ¿Qué dice la ley? —La ley —respondió el señor Delamayn— es indiscutible. Su matrimonio con Anne Silvester no es válido. El señor Kendrew saltó como un resorte. —¿Qué quiere usted decir? —preguntó con severidad. El prometedor abogado alzó las cejas en un cortés gesto de sorpresa. Si el señor Kendrew quería información, ¿por qué la pedía de ese modo? —¿Desea usted que entre a explicar los pormenores de la ley sobre este caso? —preguntó. —Sí. El señor Delamayn expuso los pormenores de la ley, tal como rigen aún hoy en día, para vergüenza de la asamblea legislativa y la nación inglesa. —Por el Estatuto Irlandés de Jorge II —dijo—, todo matrimonio celebrado por un sacerdote católico entre dos protestantes, o entre un católico y cualquier persona que haya sido protestante en los doce meses anteriores al matrimonio, se declara nulo. Y por otras dos leyes del mismo reinado, el sacerdote comete un delito al celebrar tal matrimonio. Se ha eximido de esta ley al clero irlandés de otras adscripciones religiosas, pero sigue en vigor en lo que respecta a los sacerdotes católico-romanos. —¿Es posible tal estado de cosas en la época en que vivimos? —exclamó el señor Kendrew. El señor Delamayn sonrió. Había dejado ya de hacerse las típicas ilusiones sobre la época en la que vivía. —Existen otras circunstancias en las que la ley matrimonial irlandesa presenta curiosas anomalías que le son propias —dijo—. Es un delito, tal como acabo de explicar, que un sacerdote católico celebre un matrimonio que podría ser legalmente celebrado por un párroco anglicano, un pastor presbiteriano y un pastor no conformista2. Y también es delito (aunque sea otra la ley que lo regula) que un párroco anglicano celebre un matrimonio que pueda ser legalmente celebrado por un sacerdote católico. Asimismo es delito (regulado por otra ley más) que un pastor presbiteriano y un ministro no conformista celebren un matrimonio que pueda ser legalmente celebrado por un clérigo de la Iglesia Anglicana. Es un extraño estado de cosas. Posiblemente a un extranjero le parezca escandaloso. En este país no parece importarnos. Volviendo al caso que nos ocupa, el resultado es el siguiente: el señor Vanborough es un hombre soltero; la señora Vanborough es una mujer soltera; su hija es ilegítima; y el sacerdote, Ambrose Redman, es susceptible de ir ajuicio y ser castigado, como un delincuente, por casarlos. —¡Una ley infame! —dijo el señor Kendrew. —Es la ley —replicó el señor Delamayn, dando una respuesta que a él le bastaba. Hasta entonces, ni una palabra había escapado de labios del dueño de la casa. Tenía los labios fuertemente apretados y los ojos clavados en la mesa mientras pensaba. El señor Kendrew se volvió hacia él y rompió el silencio. —¿Debo entender —dijo— que el consejo que quería pedirme se refería a esto? —Sí. —¿Pretende decirme que, previendo esta entrevista y el resultado al que podría conducir, tenía la menor duda sobre lo que está obligado a hacer? ¿Debo realmente entender que vacila en deshacer este espantoso equívoco, convirtiendo en su esposa ante la ley a la que es su esposa a los ojos de Dios? —Si quiere expresarlo así —dijo el señor Vanborough—, si no quiere considerar... —Quiero una respuesta clara a mi pregunta: sí o no. —¡Déjeme hablar! Un hombre tiene derecho a explicarse, creo yo. El señor Kendrew le interrumpió con un gesto de indignación. —No se moleste en explicarse —dijo—, prefiero abandonar esta casa. Me ha dado una lección, señor, que no olvidaré. He descubierto que un hombre puede conocer a otro desde que ambos eran unos muchachos y no haber visto nada más que su falsa superficie en todo ese tiempo. Me avergüenzo de haber sido amigo suyo. A partir de este momento, no lo conozco. Con estas palabras, salió de la habitación. —He ahí un hombre curiosamente exaltado —comentó el señor Delamayn—. Si me lo permite, creo que voy a cambiar de opinión y aceptaré esa copa de vino. El señor Vanborough se puso en pie sin decir nada y dio una vuelta a la habitación con nerviosismo. Aun siendo un sinvergüenza —si no de hecho, sí al menos de pensamiento—, la pérdida del amigo más antiguo que tenía en el mundo lo dejó pasmado... momentáneamente. —El asunto es delicado, Delamayn —dijo—. ¿Qué me aconseja usted que haga? El señor Delamayn movió la cabeza y bebió un sorbo de clarete. —Me niego a aconsejarle —respondió—. No asumiré más responsabilidad que la de exponer la ley que se aplica a su caso. El señor Vanborough volvió a sentarse a la mesa para considerar la disyuntiva de hacer valer o no su desvinculación matrimonial. Hasta entonces no había tenido tiempo de darle vueltas al asunto. De no haber vivido en el Continente, sin duda la cuestión de su matrimonio defectuoso se habría planteado mucho antes. Dadas las circunstancias, no había surgido hasta el verano de aquel mismo año, en una conversación casual con el señor Delamayn. El abogado no dijo nada por unos minutos; bebió vino mientras el marido guardaba igualmente silencio, sumido en sus pensamientos. El primer cambio que se produjo en esta escena se debió a la aparición de un criado en el comedor. El señor Vanborough lo miró con un súbito arrebato de ira. —¿Qué quieres? El hombre era un sirviente inglés bien entrenado. En otras palabras, una máquina humana que cumplía con su deber impasiblemente en cuanto se le daba cuerda. Tenía algo que decir y lo dijo. —Hay una dama en la puerta, señor, que desea ver la casa. —La casa no se puede ver a estas horas. La máquina tenía un mensaje que transmitir y lo transmitió. —La dama desea que le presente sus excusas, señor. Me ha pedido que le diga que tiene mucha prisa. Ésta era la última casa de la lista del agente inmobiliario, y su cochero es un estúpido que no sabe orientarse en lugares desconocidos. —¡Refrena tu lengua! ¡Y dile a esa señora que se vaya al diablo! El señor Delamayn intervino entonces, en parte por el interés de su cliente, en parte por decoro. —Según tengo entendido es importante para usted alquilar esta casa lo antes posible —dijo. —¡Por supuesto! —¿Es sensato perder una oportunidad de echarle el guante a un posible inquilino por ahorrarse una molestia momentánea? —Sensato o no, es un fastidio de mil demonios que venga un desconocido a molestarlo a uno. —Como quiera. No es mi intención entrometerme. Sólo deseo decirle que, si está usted pensando en mi comodidad como invitado, para mí no sería ninguna molestia. El criado aguardó impasible. El señor Vanborough cedió con impaciencia. —Muy bien. Que pase. ¡Ojo! Si entra aquí, que sea sólo para ver esta habitación y volver a salir. Si quiere hacer preguntas, que vaya al agente. El señor Delamayn intervino una vez más, en interés, esta vez, de la señora de la casa. —¿No sería conveniente —sugirió— consultar a la señora Vanborough antes de decidirse del todo? —¿Dónde está la señora? —En el jardín o en el prado, señor, no estoy seguro. —No podemos recorrer toda la finca para buscarla. Díselo a la doncella y haz pasar a la dama. El criado se retiró. El señor Delamayn se sirvió una segunda copa de vino. —Excelente clarete —dijo—. ¿Se lo envían directamente de Burdeos? No hubo respuesta. El señor Vanborough había vuelto a ensimismarse en la disyuntiva de librarse o no del vínculo matrimonial. Tenía un codo apoyado en la mesa. Se mordía las uñas con vehemencia. Mascullaba entre dientes: «¿Qué hago?». En el vestíbulo se hizo suavemente audible un frufrú de sedas. La puerta se abrió, y en el comedor entró la dama que había ido a ver la casa. IV Era alta y elegante; bellamente ataviada con la más afortunada combinación de sencillez y esplendor. Sobre el rostro colgaba un ligero velo veraniego. Lo levantó y se disculpó por estorbar la sobremesa de los caballeros, con la soltura y la gracia naturales de una mujer de alcurnia. —Les ruego que acepten mis disculpas por esta intrusión. Estoy avergonzada por molestarlos. Con una simple ojeada a la habitación tendré suficiente. Hasta el momento se había dirigido al señor Delamayn, que casualmente se encontraba más cerca de ella. Al mirar hacia el otro lado del comedor, sus ojos se posaron sobre el señor Vanborough. La dama dio un respingo y profirió una fuerte exclamación de asombro. —¡Usted! —dijo—. ¡Dios del cielo! ¿Quién iba a pensar que lo encontraría aquí? El señor Vanborough, por su parte, se quedó petrificado. —¡Lady Jane! —exclamó—. ¿Cómo es posible? Apenas la miraba al hablar. Sus ojos se desviaban llenos de culpabilidad hacia la puerta que conducía al jardín. La situación era terrible; tan terrible si su mujer descubría a lady Jane como si lady Jane descubría a su mujer. Por el momento no se veía a nadie en el jardín. Tenía tiempo —si se le daba la oportunidad— para sacar a la visitante de la casa. La visitante, inocente de todo conocimiento de la verdad, le tendió la mano alegremente. —Por primera vez creo en el mesmerismo —dijo—. Éste es un ejemplo de afinidad magnética, señor Vanborough. Una amiga enferma quiere alquilar una casa amueblada en Hampstead. Me comprometo a encontrarle una, y el día que elijo para mi descubrimiento es el día que usted elige para cenar con un amigo. En mi lista sólo queda una casa en Hampstead, y en esa casa me encuentro con usted. ¡Asombroso! —Se volvió hacia el señor Delamayn—. Supongo que es usted el dueño de la casa. —Antes de que alguno de los dos caballeros pudiera decir una sola palabra, lady Jane se fijó en el jardín—. ¡Qué parque tan hermoso! Me parece que veo a una señora en el jardín. Espero no haber sido la causa de que saliera. —Volvió la mirada y recurrió al señor Vanborough—. ¿La esposa de su amigo? —preguntó y, en esta ocasión, aguardó la respuesta. En la situación del señor Vanborough, ¿qué respuesta era posible? La señora Vanborough no sólo era visible, sino audible, en el jardín; daba órdenes a uno de los criados encargados del jardín, con el tono y la actitud que la identificaban como señora de la casa. Suponiendo que Vanborough dijera: «No es la esposa de mi amigo», la curiosidad femenina conduciría inevitablemente a la siguiente pregunta: «Pues ¿quién es?». ¿Y si inventaba una explicación? La explicación requería su tiempo, y ese tiempo le daría oportunidad a su esposa de descubrir a lady Jane. Tras estudiar estos factores en un instante de ansiedad, el señor Vanborough optó por el camino más corto y audaz para sortear la dificultad. Respondió afirmativamente en silencio, con una inclinación de cabeza que convirtió a la señora Vanborough en señora Delamayn con destreza, sin dar al señor Delamayn la ocasión de oírlo. Pero el abogado solía tener la mirada atenta, y el abogado lo vio. Dominado rápidamente el asombro natural que, en un primer momento, le produjo aquella libertad con su persona, el señor Delamayn extrajo la conclusión inevitable de que algo andaba mal y de que se pretendía involucrarlo a él, cosa que no podía permitir en absoluto. Avanzó, dispuesto a contradecir a su cliente en su misma cara. La voluble lady Jane lo interrumpió antes de que pudiera abrir la boca. —¿Me permite una pregunta? ¿Está orientada al sur? ¡Sí, desde luego! Debería haberme dado cuenta por el sol de que está orientada al sur. Supongo que ésta y las otras dos son las únicas estancias de la planta baja. ¿Y es tranquila? ¡Desde luego que sí! Es una casa encantadora. Tiene muchas más posibilidades de contentar a mi amiga que todas las demás que he visto. ¿Podría reservarme la opción de compra hasta mañana? —Aquí se detuvo para tomar aliento y dio al señor Delamayn la primera oportunidad de hablarle. —Ruego a su señoría que me disculpe —empezó—. En realidad yo no... El señor Vanborough detuvo al abogado antes de que éste pudiera seguir hablando; acercándosele por detrás, le susurró: —¡Por amor de Dios, no me contradiga! ¡Mi mujer viene hacia aquí! En aquel mismo momento (suponiendo aún que el señor Delamayn era el dueño de la casa), lady Jane volvió a la carga. —Da usted la impresión de tener alguna duda —dijo—. ¿Quiere usted referencias? —Sonrió sarcásticamente y solicitó la ayuda de su amigo—. ¡Señor Vanborough! El señor Vanborough, ocupado en acercarse paso a paso, subrepticiamente, a la puerta del jardín, dispuesto a impedir que su mujer entrara en el comedor, cualesquiera que fueran las consecuencias, no le prestó atención ni la oyó. Lady Jane lo siguió y le dio unos vivos golpecitos en el hombro con su sombrilla. En aquel momento apareció la señora Vanborough en el umbral de la puerta del jardín. —¿Molesto? —preguntó, dirigiéndose a su marido, tras una firme mirada a lady Jane—. Esta señora parece ser una vieja amiga. —Había un tono de sarcasmo en aquella referencia a la sombrilla, que podía desembocar en un tono de celos en cualquier momento. Lady Jane no se inmutó lo más mínimo. Tenía un doble privilegio de familiaridad con los hombres que le agradaban: el privilegio como persona de alcurnia y el privilegio como joven viuda. Saludó a la señora Vanborough con una inclinación de cabeza y toda la refinada cortesía de la clase a la que pertenecía. —La señora de la casa, supongo —dijo con una amable sonrisa. La señora Vanborough devolvió el saludo con frialdad, entró primero en la habitación, y luego respondió: —Sí. Lady Jane se volvió hacia el señor Vanborough. —¡Presénteme! —dijo, sometiéndose resignadamente a las formalidades de las clases medias. El señor Vanborough obedeció, sin mirar a su mujer, y sin mencionar el nombre de ésta. —Lady Jane Parnell —dijo, acortando la presentación al máximo posible—. Permítame que la acompañe a su carruaje —añadió, ofreciendo su brazo—. Yo me ocuparé de que se le reserve la primera opción de compra. Déjelo en mis manos con toda confianza. ¡No! Lady Jane estaba acostumbrada a marcharse dejando una impresión favorable allá donde fuera. Tenía por hábito ser encantadora (de modos muy diversos) con ambos sexos. La experiencia social de las clases altas en Inglaterra es de bienvenida en el mundo entero. Lady Jane se negó a marcharse hasta que no hubiera derretido la glacial acogida de la señora de la casa. —Debo presentar de nuevo mis disculpas —dijo a la señora Vanborough— por venir a una hora tan intempestiva. Lamentablemente, mi intrusión parece haber incomodado a los dos caballeros. El señor Vanborough tiene todo el aire de desear que me encontrara a cientos de kilómetros de distancia. Y en cuanto a su marido... —Se interrumpió y miró al señor Delamayn—. Perdóneme por hablar con tanta familiaridad. No tengo el placer de conocer el nombre de su marido. Muda de asombro, la señora Vanborough siguió con los ojos la dirección de la mirada de lady Jane y se detuvo en el abogado, que era un completo desconocido para ella. El señor Delamayn, que aguardaba con determinación una oportunidad para hablar, la aprovechó una vez más, y esta vez con éxito. —Le ruego que me perdone —dijo—. Aquí se ha producido un malentendido, del que no soy en absoluto responsable. No soy el marido de esta señora. Le tocaba el turno a lady Jane de asombrarse. Miró al abogado. ¡En vano! El señor Delamayn había aclarado su situación; el señor Delamayn declinaba toda intervención posterior. Se sentó en silencio en una silla, en el otro extremo de la habitación. Lady Jane se dirigió al señor Vanborough. —Sea cual sea el error —dijo—, usted es el responsable. Ciertamente me ha dicho usted que esta señora era la esposa de su amigo. —¡¡¡Cómo!!! —exclamó la señora Vanborough a voz en grito, con seriedad, incrédula. La gran dama empezó a dar muestras del orgullo innato que ocultaba bajo el fino velo exterior de la cortesía. —Hablaré más alto, si lo desea —dijo—. El señor Vanborough me ha dicho que es usted esposa de ese caballero. El señor Vanborough habló a su mujer en un susurro furibundo, con los dientes apretados. —Todo esto es un error. ¡Vuélvete al jardín! La indignación de la señora Vanborough quedó relegada momentáneamente por el miedo, al ver la expresión de su marido, debatiéndose entre la pasión y el terror. —¡Qué forma de mirarme! —dijo—. ¡Qué forma de hablarme! —¡Vuélvete al jardín! —se limitó a repetir él. Lady Jane empezó a percibir lo que el abogado había descubierto unos minutos antes: que algo andaba mal en la villa de Hampstead. La señora de la casa se hallaba en una situación anómala, de una u otra índole. Y dado que la casa pertenecía a todas luces al amigo del señor Vanborough, el amigo del señor Vanborough había de ser por fuerza el responsable, por mucho que lo hubiera negado. Tras llegar, con toda la lógica del mundo, a esta errónea conclusión, la mirada de lady Jane se detuvo un instante en la señora Vanborough con una expresión inquisitiva de elegante desprecio que habría soliviantado a la mujer de carácter más dócil. El insulto que llevaba implícito hirió la sensibilidad de la esposa en lo más vivo. Una vez más se volvió hacia el marido, esta vez sin dejarse intimidar. —¿Quién es esta mujer? —preguntó. Lady Jane estuvo a la altura de las difíciles circunstancias. Su manera de envolverse en su propia virtud, sin el menor disimulo por un lado y sin comprometerse lo más mínimo por el otro, fue digno de verse. —Señor Vanborough —dijo—. Hace un momento se ha ofrecido a acompañarme a mi carruaje. Empiezo a comprender que habría sido mejor que aceptara su oferta al instante. Déme el brazo. —¡Alto! —exclamó la señora Vanborough—. La expresión de su señoría es de desprecio; las palabras de su señoría no admiten más que una interpretación. Me veo envuelta en un vil engaño del que soy inocente y que escapa a mi comprensión. Pero una cosa sí sé: no toleraré que se me insulte en mi propia casa. Después de lo que acaba usted de decir, prohíbo a mi marido que le dé el brazo. ¡Su marido! Lady Jane miró al señor Vanborough; al señor Vanborough, al que amaba; del que sinceramente creía que era soltero; del que, hasta entonces, no había sospechado nada peor que un intento de ocultar las flaquezas de su amigo. Abandonó el tono refinado; perdió los modales refinados. La sensación de agravio (si lo que oía era cierto), la punzada de celos (si aquella mujer era realmente la esposa), desnudaron su carácter de todos los disfraces, hicieron aflorar el color de la ira a sus mejillas y prendieron el fuego de la ira en sus ojos. —Si puede usted decir la verdad, señor —proclamó con altivez—, tenga la amabilidad de decirla ahora. ¿Se ha presentado usted falsamente ante el mundo, se ha presentado falsamente ante mí, como hombre soltero con las aspiraciones de un soltero? ¿Es su esposa esta señora? —¿La estás oyendo? ¿La estás viendo? —exclamó la señora Vanborough, apelando ella también a su marido. Retrocedió de pronto ante él, temblando de pies a cabeza—. ¡Vacila! —musitó débilmente—. ¡Dios bendito! ¡Vacila! Lady Jane repitió la pregunta con gravedad. —¿Es su esposa esta señora? Él se armó del valor de los granujas y pronunció la palabra fatídica. —¡No! La señora Vanborough retrocedió tambaleándose. Se agarró a las cortinas blancas de la ventana para no caer y las rompió. Miró a su marido, apretando con fuerza la cortina rota. —¿Estoy loca yo, o es él el loco? —se preguntó. Lady Jane exhaló un hondo suspiro de alivio. ¡No estaba casado! Sólo era un soltero libertino. Un soltero libertino es vergonzoso, pero reformable. Se le puede censurar gravemente e insistir en que se corrija sin condiciones. También es posible perdonarle y casarse con él. Lady Jane adopto la actitud más conveniente, dadas las circunstancias, con absoluto tacto. Castigó con reproches en el presente, sin excluir la esperanza, en el futuro. —He hecho un lamentable descubrimiento —dijo con gravedad al señor Vanborough—. ¡A usted le corresponde convencerme de que lo olvide! Buenas noches. Acompañó estas últimas palabras de una mirada de despedida que enfureció a la señora Vanborough. Saltó hacia adelante e impidió a lady Jane que abandonara la estancia. —¡No! —dijo—. ¡Aún no se va! El señor Vanborough dio un paso al frente para intervenir. Su mujer le lanzó una mirada terrible y le dio la espalda con un terrible desprecio. —¡Este hombre ha mentido! —dijo—. ¡Para que se me haga justicia, insisto en demostrarlo! —Tocó una campanilla que había sobre una mesa cercana. Entró el criado—. Vaya a la habitación contigua y traiga mi escribanía. —Esperó, de espaldas a su marido y con los ojos clavados en lady Jane. Sola e indefensa, contemplaba el naufragio de su matrimonio, elevándose sobre la traición del marido, la indiferencia del abogado y el desprecio de su rival. En aquel espantoso momento, su belleza volvió a deslumbrar con el brillo de su antigua gloria. La espléndida mujer, cuyas tribulaciones sobre el escenario habían tenido en vilo a miles de espectadores en su antigua época de artista, surgió entonces más espléndida que nunca en medio de una tribulación auténtica, poniendo en vilo a las tres personas que la miraban, pendientes de ella, hasta que volvió a hablar. El criado regresó con la escribanía. La señora Vanborough sacó un papel y se lo tendió a lady Jane. —De soltera fui cantante profesional —dijo—. Las difamaciones a que se ven expuestas tales mujeres pusieron en duda mi matrimonio. Me hice entonces con el documento que tiene usted en la mano, y que habla por sí solo. ¡Incluso en la más alta sociedad, señora, se respeta eso! Lady Jane examinó el documento. Era un certificado de matrimonio. Con una palidez mortal, hizo una seña al señor Vanborough. —¿Me ha engañado? —preguntó. El señor Vanborough volvió la vista hacia el rincón más alejado de la habitación, donde estaba sentado el abogado, impertérrito, aguardando acontecimientos. —Hágame el favor de acercarse un momento —dijo. El señor Delamayn se levantó y accedió a la petición. El señor Vanborough se dirigió a lady Jane. —Le ruego que se remita a mi asesor. Él no tiene ningún interés en engañarla. —¿Y se me pide simplemente que me atenga a los hechos? —preguntó el señor Delamayn—. Me niego a hacer nada más. —No se le pide que haga nada más. La señora Vanborough dio un paso al frente en silencio, escuchando atentamente aquel intercambio de preguntas y respuestas. El coraje que la había sostenido contra el ultraje declarado abiertamente se hundió bajo la sensación de que se avecinaba algo imprevisto. En su corazón sintió una indefinible punzada de miedo que se extendió hasta alcanzar el cuero cabelludo. Lady Jane ofreció el documento al abogado. —En dos palabras, señor —dijo con impaciencia—. ¿Qué es esto? —En dos palabras, señora —respondió el señor Delamayn—. Papel mojado. —¿No está casado? —No está casado. Tras unos instantes de vacilación, lady Jane se volvió hacia la señora Vanborough, que estaba en silencio a su lado, la miró y retrocedió aterrorizada. —¡Sáqueme de aquí! —exclamó, acobardada ante el rostro cadavérico que le hacía frente con la mirada fija de la agonía en sus grandes ojos brillantes—. ¡Sáqueme de aquí! ¡Esta mujer quiere matarme! El señor Vanborough le ofreció el brazo y la condujo hacia la puerta. La habitación estaba sumida en un silencio absoluto. Los ojos de la esposa siguieron cada uno de los pasos de la pareja con la misma mirada atroz, hasta que la puerta se cerró. A solas con la mujer repudiada, abandonada, el abogado dejó el inútil certificado sobre la mesa sin decir nada. Ella lo miró a él y luego al papel, y cayó a sus pies desvanecida, sin un solo grito de aviso, sin el menor esfuerzo por salvarse. Él la levantó del suelo, la depositó sobre el sofá, y esperó a ver si volvía el señor Vanborough. Al ver el hermoso rostro, hermoso aun en su desmayo, el abogado reconoció que la situación era dura para ella. ¡Sí! A su modo impasible, el prometedor abogado reconocía que era dura para ella. Pero la ley lo justificaba. En aquel caso, no existía duda. La ley lo justificaba. En el exterior se oyó el ruido de cascos de caballos y el chirrido de unas ruedas. El carruaje de lady Jane se alejaba. ¿Volvería el marido? (¡Hay que ver lo que hace el hábito! Incluso el señor Delamayn seguía pensando en él como el marido, ¡a pesar de la ley!, ¡a pesar de los hechos!) No. Transcurrieron los minutos. Y no había indicios de que el marido volviera. No era prudente montar un escándalo en la casa. No era deseable (bajo su responsabilidad únicamente) que los criados vieran lo que había ocurrido. No obstante, allí estaba ella, sin sentido. El frío aire de la noche entró por la puerta abierta del jardín y alzó las ligeras cintas de su cofia de encaje, alzó el pequeño mechón de pelo que se había soltado y le caía sobre el cuello. Aun así, seguía inerte, la esposa que lo había amado, la madre de su hija; allí seguía inerte. El abogado alargó la mano para tocar la campanilla y pedir ayuda. En aquel mismo momento se quebró una vez más el silencio de la noche estival. La mano del señor Delamayn se quedó suspendida sobre la campanilla. El ruido del exterior se fue acercando. Eran otra vez cascos de caballos y chirrido de ruedas. Avanzaban; avanzaban con rapidez; se detenían ante la casa. ¿Había vuelto lady Jane? ¿Era el marido el que había vuelto? Sonó un fuerte campanillazo, se oyó el ruido de la puerta de la casa que se abría con presteza, el frufrú de un vestido femenino en el vestíbulo. La puerta del comedor se abrió, y apareció una mujer... sola. No era lady Jane. Era una desconocida; mayor, unos cuantos años mayor que lady Jane. Una mujer poco agraciada, quizá, en otros tiempos. Una mujer casi bella ahora, con el rostro resplandeciente de impaciente felicidad. La mujer vio la figura del sofá. Corrió hacia ella con un grito, que era de reconocimiento y de terror a la vez. Cayó de rodillas y apoyó la inerte cabeza contra su pecho, y cubrió la fría mejilla blanca con besos de hermana. —¡Oh, cariño mío! —dijo—. ¿Así es como hemos de volver a encontrarnos? ¡Sí! Después de tantos años desde su despedida en el camarote de un barco, así fue como volvieron a encontrarse las dos viejas amigas del colegio. Segunda parte El paso del tiempo V Avanzando desde el tiempo pasado al tiempo presente, el Prólogo abandona la última fecha alcanzada (el verano de 1855) y viaja a través de un intervalo de doce años; nos dice quién vivió, quién murió, quién medró y quién fracasó de las personas afectadas por la tragedia de la villa de Hampstead, y hecho esto, deja al lector en el inicio de LA HISTORIA, en la primavera de 1868. El registro de datos se inicia con un matrimonio: el del señor Vanborough y lady Jane Parnell. Tres meses después del memorable día en que su abogado le informó de que era un hombre libre, el señor Vanborough tenía a la mujer que deseaba para adornar la cabecera de su mesa y ayudarle a prosperar en el mundo, con la Legislatura de Gran Bretaña como humilde servidor de su traición y cómplice respetable de su crimen. Se convirtió en miembro del Parlamento. Dio (gracias a su mujer) seis de las cenas más espléndidas y dos de los bailes más concurridos de la temporada. Hizo un primer discurso con éxito en la Cámara de los Comunes. Donó fondos a una iglesia de un barrio pobre. Escribió un artículo en una revista trimestral que atrajo la atención del público. Descubrió, denunció y puso remedio a un abuso flagrante en la administración de una organización benéfica. Recibió (gracias una vez más a su mujer) a un miembro de la familia real entre los visitantes de su casa de campo durante el receso parlamentario. Éstos fueron sus triunfos y éste el ritmo con que progresó en su camino a la nobleza durante el primer año de su vida como marido de lady Jane. No quedaba más que un favor que la Fortuna pudiera conceder a su niño mimado, y la Fortuna se lo otorgó. Habría una mancha en el pasado del señor Vanborough mientras viviera la mujer a la que había repudiado y abandonado. Al final del primer año, la Muerte se la llevó y la mancha quedó borrada. Ella había soportado la cruel herida que se le había infligido con paciencia extraordinaria, con admirable valor. Justo es admitir que el señor Vanborough le rompió el corazón con el más estricto arreglo al decoro. Ofreció (a través de su abogado) una generosa provisión de fondos para ella y para su hija, que fue rechazada sin un instante de vacilación. Ella rechazó su dinero y su apellido. Por el apellido que llevaba en su época de soltera, el apellido que había hecho ilustre con su arte, fueron conocidas madre e hija para todos aquellos que se molestaron en interesarse por ellas después de su caída en sociedad. No había falso orgullo en la actitud resuelta que adoptó después de que su marido la abandonara. La señora Silvester (como ahora se llamaba) aceptó con agradecimiento, para ella y para la señorita Silvester, la ayuda de su querida y vieja amiga, con la que se había reencontrado en aquel momento de aflicción y que le fue leal hasta el fin. Vivieron con lady Lundie hasta que la madre se sintió lo bastante fuerte para llevar a cabo el proyecto de vida que había dispuesto para el futuro y para ganarse el pan como profesora de canto. Todo pareció indicar que se había recuperado y que volvía a ser la misma de siempre al cabo de unos pocos meses. Empezaba a abrirse camino, a ganarse la simpatía, la confianza y el respeto de todos... cuando se hundió de repente al inicio de su nueva vida. Nadie pudo explicárselo. Entre los propios médicos hubo división de opiniones. Científicamente hablando, no había razón alguna para que muriera. Era tan sólo una figura retórica —en modo alguno convincente para una mente racional— decir, como dijo lady Lundie, que había recibido el golpe mortal el día en que su marido la había abandonado. Lo único cierto fue el hecho; que cada cual lo justifique como mejor le plazca. A pesar de la ciencia (lo que significaba bien poco), a pesar de su propio valor (lo que significaba mucho), la mujer se desplomó en su puesto y murió. En la última fase de su enfermedad, su mente deliraba. Sentada junto a su cama, la amiga de los viejos tiempos escolares la oyó hablar como si se creyera de nuevo en el camarote del barco. Aquella pobre alma halló el tono —casi el aspecto— que había perdido durante tantos años, el tono del momento pasado en que las dos muchachas se habían separado para seguir caminos distintos en la vida. Dijo: «Volveremos a encontrarnos, querida, con todo el cariño que nos tenemos», igual que lo había dicho hacía toda una vida. Hacia el final, recobró la lucidez. Sorprendió al médico y a la enfermera rogándoles amablemente que salieran de la habitación. Cuando se fueron, miró a lady Lundie y pareció despertar de un sueño. —¡Blanche! —dijo—. Temo por mi hija. —¡Será mi hija, Anne, cuando tú te hayas ido! La moribunda hizo una pausa y meditó un momento. Un súbito temblor se apoderó de ella. —¡Guarda el secreto! —dijo—. Temo por mi hija. —¿Tienes miedo? ¿Después de lo que te he prometido? Anne repitió la frase solemnemente. —Temo por mi hija. —¿Por qué? —Mi Anne es mi segundo yo, ¿verdad? —Sí. —¿Quiere tanto a tu hija como yo te quería a ti? —Sí. —No lleva el apellido de su padre, sino el mío. Se llama Anne Silvester, como yo. ¿Acabará como yo? Hizo la pregunta respirando con dificultad, con el tono apagado que delata la proximidad de la muerte, y heló la sangre a la mujer viva que la estaba escuchando. —¡No pienses eso! —exclamó horrorizada—. ¡Por amor de Dios, no pienses eso! En los ojos de Anne Silvester volvió a asomar la locura. Hizo débiles ademanes de impaciencia. Lady Lundie se inclinó sobre ella y la oyó susurrar: —¡Incorpórame! Una vez entre los brazos de su amiga, la miró a los ojos, y volvió a expresar con frenesí el temor por su hija. —¡Que no se eduque como yo! Ha de ser institutriz, ha de ganarse el pan. ¡No permitas que sea artista! ¡No la dejes cantar! ¡No permitas que suba a un escenario! —Se detuvo. De pronto su voz recobró la dulzura; sonrió débilmente; pronunció una vez más las palabras juveniles con el mismo tono juvenil—: ¡Promételo, Blanche! Lady Lundie la besó y respondió, igual que había respondido al despedirse en el barco: —¡Lo prometo, Anne! La cabeza cayó, y no volvió a levantarse. La última chispa de vida parpadeó en los ojos velados y se extinguió. Los labios se movieron aún un instante. Lady Lundie acercó el oído y oyó la horrible pregunta repetida con las mismas horribles palabras: —Es Anne Silvester, como yo. ¿Acabará como yo? VI Transcurrieron cinco años, y las vidas de los tres hombres que se habían sentado a la mesa del comedor de la villa de Hampstead empezaron a reflejar, en su alterado aspecto, los cambios y el paso del tiempo. El señor Kendrew, el señor Delamayn, el señor Vanborough. Que el orden en el que aquí se nombran sea el orden en que se repasan sus vidas, una vez más, tras un lapso de cinco años. Se ha contado ya cómo expresó el amigo del marido lo que opinaba sobre su traición. Queda por contar lo que sintió cuando murió la esposa abandonada. Los Rumores, que ven lo más recóndito del corazón de los hombres y se deleitan dándole la vuelta hacia fuera para exponerlo a la luz pública, habían afirmado siempre que la vida del señor Kendrew tenía su secreto, y que ese secreto era una pasión imposible por la hermosa mujer que se había casado con su amigo. Ni una sola indirecta se insinuó jamás a ningún ser viviente, ni una sola palabra se dijo jamás a la mujer en cuestión, que pudiera sacarse a relucir como prueba de tal afirmación mientras la mujer estuvo con vida. Cuando falleció, los Rumores volvieron a empezar con más confianza que nunca, y se sirvieron de la conducta del hombre como prueba contra él. Asistió al funeral, a pesar de que no era pariente. Arrancó unas cuantas briznas de la hierba con que cubrieron la tumba, cuando creía que no le miraba nadie. Desapareció de su club. Viajó. Regresó. Admitió que estaba harto de Inglaterra. Solicitó, y obtuvo, un destino en una de las colonias. ¿A qué conclusión apuntaba todo esto? ¿No era evidente, acaso, que el curso habitual de la vida había perdido todo su atractivo para él, en cuanto dejó de existir el objeto de sus desvelos? Quizá fuera así; se han hecho suposiciones menos probables que han dado con la verdad. En cualquier caso, es cierto que abandonó Inglaterra para no regresar jamás. Otro hombre perdido, dijeron los Rumores. Añádase que era un hombre con diez mil libras de renta y, por una vez, los Rumores podrán alegar su veracidad. El señor Delamayn es el siguiente. El prometedor abogado fue excluido de la lista de profesionales habilitados para ejercer, a petición propia, y se inscribió como alumno en una de las facultades de leyes3. Durante tres años no se supo de él sino que estaba estudiando mucho y asistiendo a las clases. Obtuvo el título4. Sus antiguos socios sabían que podían confiar en él, y pusieron diversos casos en sus manos. En dos años se labró una posición en los tribunales. Al cabo de dos años se labró una posición fuera de los tribunales. Apareció como «ayudante» en un famoso caso en el que estaba en juego el honor de una gran familia y el derecho de propiedad de una gran finca. El abogado «titular» enfermó la víspera del juicio. Él llevó el caso del demandado y lo ganó. El demandado dijo: «¿Qué puedo hacer por usted?»; el señor Delamayn respondió: «Métame en el Parlamento». Dado que el demandado era un terrateniente, sólo tuvo que dar las órdenes necesarias, ¡y he aquí que el señor Delamayn se convirtió en miembro del Parlamento! En la Cámara de los Comunes, el nuevo miembro y el señor Vanborough volvieron a encontrarse. Se sentaban en el mismo banco y apoyaban al mismo partido. El señor Delamayn se dio cuenta de que el señor Vanborough había envejecido, tenía el pelo canoso y parecía cansado. Hizo unas cuantas preguntas a una persona bien informada. La persona bien informada negó con la cabeza. El señor Vanborough era rico; el señor Vanborough estaba bien relacionado (gracias a su esposa); el señor Vanborough era un hombre sensato en todo el sentido de la palabra; pero no gustaba a nadie. Le había ido muy bien el primer año, y ahí se había acabado todo. Que era inteligente no se podía negar, pero producía una impresión desagradable en la Cámara. Cuando invitaba, se mostraba espléndido, pero no era popular en sociedad. Su partido lo respetaba, pero cuando tenía algo que dar, siempre lo pasaba a él por alto. A decir verdad, tenía un genio endiablado y, sin nada más en su contra, sino todo lo contrario, con todo a su favor, no hacía amigos. Un hombre amargado. En casa y fuera de ella, un hombre amargado. VII Transcurrieron cinco años más desde el día en que enterraron a la esposa abandonada. Era el año 1866. Cierto día de aquel año aparecieron en el periódico dos artículos especiales: la noticia de la concesión de un título nobiliario y la noticia de un suicidio. Al señor Delamayn le fue bien en el Foro, y mejor aún en el Parlamento. Se convirtió en uno de los miembros destacados de la Cámara. Hablaba con claridad, sensatez y modestia, y nunca se extendía en exceso. Sabía mantener la atención de la Cámara donde otros de mayor capacidad la «aburrían». Los jefes de su partido decían abiertamente: «Tenemos que hacer algo por Delamayn». La oportunidad surgió, y los jefes mantuvieron su palabra. El Procurador General fue ascendido, y pusieron a Delamayn en su lugar. Hubo protestas de los miembros de mayor antigüedad en el Foro. El ministro respondió: «Queremos un hombre al que se escuche en la Cámara, y lo tenemos». La prensa apoyó el nombramiento. Se produjo un gran debate, y el nuevo Procurador General justificó al ministro y a la prensa. Sus enemigos dijeron con sorna: «¡Será lord Canciller5 en un par de años!». Sus amigos hacían bromas ingeniosas en su círculo, que apuntaban a la misma conclusión. Advertían a sus dos hijos, Julius y Geoffrey (entonces en la universidad), de que tuvieran cuidado con las amistades que entablaban, puesto que podían convertirse en hijos de un lord en cualquier momento. Realmente empezaba a crearse la impresión de que iba a ser así. El señor Delamayn no dejó de ascender. Su siguiente paso sería Fiscal General del Estado. Más o menos por aquella misma época —confirmando el dicho de que «el éxito llama al éxito»- murió un pariente sin hijos y le legó una fortuna. En verano de 1866 quedó vacante un cargo de juez del Tribunal Supremo. La persona designada en un principio por el Ministerio recibió un rechazo unánime. Así pues, buscaron un sustituto para el cargo de Fiscal General y ofrecieron el puesto al señor Delamayn. Éste prefería seguir en la Cámara de los Comunes y lo rechazó. El Ministerio no quiso aceptar un no por respuesta. Confidencialmente se le preguntó: «¿Lo aceptaría con un título nobiliario?». El señor Delamayn consultó con su mujer, y lo aceptó con un título nobiliario. The London Gazette anunció al mundo que se había convertido en el barón Holchester, de Holchester. Y los amigos de la familia se frotaron las manos y dijeron: «¿Qué os habíamos dicho? ¡Aquí están nuestros dos jóvenes amigos, Julius y Geoffrey, hijos de un lord!». ¿Y dónde estaba el señor Vanborough todo ese tiempo? Exactamente donde lo habíamos dejado hace cinco años. Era tan rico como siempre, o más aún. Estaba tan bien relacionado como siempre. Era tan ambicioso como siempre. Pero ahí se acababa todo. Seguía en la Cámara de los Comunes; seguía teniendo su sitio en sociedad; no agradaba a nadie; no tenía amigos. La vieja historia se repetía una vez más, con una diferencia: que el hombre amargado estaba más amargado que antes, sus cabellos eran aún más grises, y su irritable temperamento más insoportable que nunca. Su mujer tenía habitaciones propias en la casa, igual que él, y los criados de confianza se encargaban de que no se encontraran nunca en las escaleras. No tenían hijos. Sólo se veían en sus espléndidos bailes y cenas. La gente comía en su mesa y bailaba en su salón, y después todos cambiaban impresiones y confirmaban lo aburrido que era. Poco a poco, el hombre que había sido abogado del señor Vanborough fue ascendiendo hasta que llegó a la nobleza y no pudo ascender más, mientras que el señor Vanborough, en la parte inferior de la escala social, miraba hacia arriba y se fijaba en él, sin más oportunidades de llegar a la Cámara de los Lores, pese a todas sus riquezas y relaciones, que las que tendríamos cualquiera de nosotros. La carrera de aquel hombre había terminado, y el día que se anunció la designación del nuevo lord, el hombre terminó con ella. Dejó el periódico a un lado sin hacer ningún comentario y salió. Su carruaje lo dejó al noroeste de Londres, donde aún quedan verdes campos, cerca del sendero que conduce a Hampstead. Caminó solo hasta la villa en la que había vivido con la mujer a la que tan cruelmente había tratado. Se habían edificado casas nuevas alrededor, en la parte del antiguo jardín que se había vendido. Tras un momento de vacilación, se acercó a la puerta y llamó. Entregó su tarjeta al criado. El señor de la casa reconoció el nombre; sabía que pertenecía a un hombre muy rico que era miembro del Parlamento. Preguntó cortésmente a qué afortunada circunstancia debía el honor de la visita. El señor Vanborough se limitó a contestar sucintamente: —Yo viví aquí en otro tiempo; este lugar me trae recuerdos con los que no es necesario que le moleste a usted. ¿Me perdonará si le hago una petición que le parecerá muy extraña? Me gustaría volver a ver el comedor, si no tiene nada que objetar y si no molesto a nadie. Las «peticiones extrañas» de los hombres ricos tienen el carácter de «comunicaciones confidenciales», por la excelente razón de que no son nunca peticiones de dinero. El dueño de la casa acompañó al señor Vanborough al comedor, y allí, secretamente intrigado, lo contempló. El señor Vanborough se dirigió directamente a cierto lugar de la alfombra, no lejos de la puerta que conducía al jardín y casi delante de la puerta del comedor. En aquel punto se detuvo en silencio con la cabeza sobre el pecho, pensando. ¿Era allí donde la había visto por última vez, el día en que había abandonado aquella habitación para siempre? Sí, era allí. Al cabo de un par de minutos, el señor Vanborough salió de su ensimismamiento, pero con aire distraído, ausente. Dijo que era un lugar muy bonito y expresó su agradecimiento, volvió la vista atrás antes de que se cerrara la puerta, y luego se fue. El carruaje lo recogió donde lo había dejado y lo llevó a la residencia del nuevo lord Holchester. Allí dejó una tarjeta de visita para él. Luego regresó a casa. Una vez en ella, su secretario le recordó que tenía una cita diez minutos después. Él le dio las gracias con el mismo aire distraído y ausente con que antes había dado las gracias al dueño de la villa, y se fue a su vestidor. Llegó la persona con la que estaba citado, y el secretario envió arriba al ayuda de cámara para llamar a la puerta. No hubo respuesta. Cuando trataron de abrir la puerta, descubrieron que la habían cerrado desde dentro. La forzaron y lo encontraron tumbado en el sofá. Al acercarse, descubrieron que se había dado muerte. VIII Cerca ya de su fin, el Prólogo vuelve a fijarse en las dos niñas y nos dice, en pocas palabras, cómo pasaron los años para Anne y Blanche. Lady Lundie cumplió con creces la promesa solemne que había hecho a su amiga. Protegida de cualquier tentación que hubiera podido alimentar en ella el deseo de ejercer la misma carrera de su madre, educada para ganarse la vida con la enseñanza, con todas las artes y ventajas que el dinero podía procurar, el primer y único ensayo de Anne como institutriz se hizo bajo el techo de lady Lundie y con su propia hija. La diferencia de edad entre las dos jóvenes, siete años, el cariño que parecía crecer al tiempo que ellas crecían, favoreció el experimento. En su doble relación de profesora y amiga de la pequeña Blanche pasó Anne Silvester su adolescencia, segura, feliz, sin incidentes, en el modesto santuario del hogar. ¿Quién podía imaginar un contraste mayor que el contraste entre sus primeros pasos y los de su madre? ¿Quién podía ver otra cosa que no fuera el desvarío de una moribunda en la terrible duda que había torturado a su madre en sus últimos instantes: «¿Acabará como yo?». Sin embargo, en el intervalo que ahora revisamos, ocurrieron dos acontecimientos de importancia en aquel tranquilo círculo familiar. En 1858, la casa se animó con la llegada de sir Thomas Lundie. En 1865, la familia se separó debido al regreso de sir Thomas a la India, acompañado de su esposa. Hacía un tiempo que lady Lundie no estaba bien de salud. Los médicos consultados coincidieron en afirmar, casualmente al mismo tiempo que sir Thomas debía volver a la India, que un viaje por mar era el único cambio que se necesitaba para que la paciente recobrara las fuerzas. Por el bien de su esposa, sir Thomas accedió a retrasar su regreso y hacer el viaje por mar con ella. Sólo existía una dificultad: la de dejar a Blanche y a Anne solas en Inglaterra. Consultados sobre este punto, los médicos habían declarado que Blanche se hallaba en una época crítica de la vida, por lo que no podían aprobar que fuera a la India con su madre. Al mismo tiempo, parientes cercanos y queridos se ofrecieron de buena gana a acoger a Blanche y a su institutriz. Sir Thomas, por su parte, se comprometió a volver con su esposa al cabo de año y medio o, como mucho, de dos. Atacada en todas direcciones, fue vencida la natural reticencia de lady Lundie a dejar a las dos muchachas. Consintió en separarse de ellas, con el ánimo deprimido en el fondo, y dudas sobre el futuro. En el último momento llevó aparte a Anne Silvester, donde los demás no pudieran oírla. Anne era entonces una joven de veintidós años y Blanche una muchacha de quince. —Querida mía —dijo simplemente—. Debo confesarte a ti lo que no puedo decirle a sir Thomas y tengo miedo de decirle a Blanche. Me voy llena de inquietud. Estoy convencida de que no viviré para regresar a Inglaterra y, cuando muera, creo que mi marido volverá a casarse. Hace años, tu madre se mostró intranquila por tu futuro en su lecho de muerte. Yo estoy intranquila ahora por el futuro de Blanche. Prometí a mi querida y difunta amiga que serías como una hija para mí, y eso la tranquilizó. Tranquilízame tú a mí, Anne, antes de que me vaya. Ocurra lo que ocurra en los años venideros, prométeme que serás siempre una hermana para Blanche, como lo eres ahora. Lady Lundie extendió la mano por última vez. Con el corazón acongojado, Anne Silvester la besó y pronunció la promesa. IX Dos meses después se cumplió uno de los presentimientos que habían atormentado a lady Lundie. Murió durante el viaje y fue enterrada en el mar. Un año después se confirmó la segunda premonición. Sir Thomas Lundie volvió a casarse. Llevó a su segunda esposa a Inglaterra a finales de 1866. El tiempo prometía discurrir en el nuevo hogar con la misma quietud con que había discurrido en el antiguo. Sir Thomas recordaba y respetaba la confianza que su primera esposa había depositado en Anne. La segunda lady Lundie, guiándose prudentemente en este asunto por la conducta de su marido, dejó las cosas tal como las había encontrado. Al iniciarse el año de 1867, la relación entre Anne y Blanche era de armonía y cariño fraternales. Las perspectivas de futuro eran inmejorables. En aquella época, de las personas involucradas en la tragedia de la villa de Hampstead, ocurrida doce años antes, tres habían muerto y otra se había exiliado en una tierra extranjera. Quedaban Anne y Blanche, que eran niñas entonces, y el prometedor abogado que había descubierto el defecto en el matrimonio irlandés6, conocido antes como señor Delamayn, y ahora como lord Holchester. La historia Escena primera La glorieta Capítulo I Los búhos En la primavera del año 1868 vivían en cierto condado del norte de Bretaña dos venerables búhos blancos. Los búhos habitaban una glorieta desierta y ruinosa. La glorieta se hallaba en los jardines de una finca rural de Perthshire conocida como Windygates. El emplazamiento de Windygates había sido cuidadosamente elegido en aquella parte del condado, donde las fértiles tierras bajas iban a unirse con las regiones montañosas de más al norte. La mansión se había diseñado con inteligencia y estaba amueblada con lujo. Los establos eran un modelo de ventilación y espacio, y los jardines eran dignos de un príncipe. No obstante, pese a disfrutar en un principio de estas ventajas, Windygates acabó en la ruina con el paso del tiempo. Sobre la casa y las tierras cayó la maldición de los litigios. Durante más de diez años, un pleito interminable fue enroscándose alrededor de la propiedad, privándola de moradores, e incluso de todo contacto humano. La mansión quedó cerrada. El jardín se convirtió en una selva de malas hierbas. La glorieta quedó sumergida bajo enredaderas, y la aparición de estas plantas trajo consigo la aparición de aves nocturnas. Durante años, los búhos vivieron tranquilos en la propiedad que habían adquirido por el derecho más viejo de cuantos existen: el de ocupación. A lo largo del día permanecían posados pacífica y solemnemente, con los ojos cerrados, en la fría oscuridad que creaba la hiedra en torno a ellos. Al llegar el crepúsculo, despertaban suavemente a la vida. En sabia y silenciosa compañía, salía volando la pareja sin hacer ruido y recorría los tranquilos senderos buscando comida. A veces batían el campo como un setter y se dejaban caer de repente sobre un ratón desprevenido. Otras, moviéndose como espectros sobre la negra superficie del agua, probaban suerte en el lago para variar, y capturaban una perca igual que antes el ratón. Sus variadas digestiones toleraban por igual la rata que el insecto. Y había momentos, momentos de orgullo en sus vidas, en que eran lo bastante listos para cazar algún pájaro pequeño que se hubiera posado cerca de ellos. En tales ocasiones, el sentido de superioridad con que contemplan los grandes pájaros a los pequeños calentaba su fría sangre y los hacía ulular alegremente en medio del silencio de la noche. Así, durante años, los búhos dormían felices durante el día y encontraban comida cómodamente al hacerse de noche. Habían llegado con las enredaderas para apoderarse de la glorieta. En consecuencia, las enredaderas formaban parte de la constitución de la glorieta; y en consecuencia, los búhos eran los guardianes de la constitución. Hay búhos humanos que razonan igual que los animales y que, en ese aspecto —así como en el de capturar pájaros más pequeños—, son increíblemente parecidos a ellos. La constitución de la glorieta duró hasta la primavera de 1868, cuando los pasos no consagrados de la innovación hollaron aquel camino y los venerables privilegios de los búhos sufrieron un primer ataque del mundo exterior. Dos seres sin plumas, a los que nadie había invitado, aparecieron en la puerta de la glorieta, inspeccionaron las enredaderas constitucionales y dijeron: «Esto ha de quitarse»; volvieron la vista hacia la horrible luz del mediodía y dijeron: «Eso ha de entrar». Luego se fueron, y se los oyó decir a lo lejos, mostrándose de acuerdo entrambos: «Se hará mañana». Y los búhos dijeron: «¿Hemos honrado la glorieta, viviendo en ella todos estos años, para que la horrible luz del mediodía caiga al fin sobre nosotros? ¡Caballeros, la constitución será destruida!». A tal efecto, aprobaron una resolución, como tienen por costumbre en la especie. Y luego volvieron a cerrar los ojos, convencidos de haber cumplido con su deber. Aquella misma noche, de camino a los campos, observaron con consternación que había luz en una de las ventanas de la casa. ¿Qué significaba aquella luz? Significaba, en primer lugar, que el litigio había acabado por fin. Significaba, en segundo lugar, que el propietario de Windygates, necesitado de dinero, había decidido alquilarla. Significaba, en tercer lugar, que la mansión había hallado un inquilino y que iba a ser rehabilitada inmediatamente, tanto por dentro como por fuera. Los búhos ulularon mientras volaban sobre los senderos en medio de la oscuridad. Aquella noche intentaron capturar un ratón y fallaron. A la mañana siguiente, los búhos que tenían la constitución a su cargo despertaron de su profundo sueño al oír voces de seres sin plumas que los rodeaban. Abrieron los ojos a su pesar y vieron instrumentos de destrucción atacando las enredaderas. Ora en una dirección, ora en otra, aquellos instrumentos abrieron paso a la horrible luz del día. Pero los búhos se mostraron a la altura de las circunstancias. Erizaron las plumas y exclamaron: «¡Sin rendición!». Los seres sin plumas siguieron con su cometido alegremente y respondieron: «¡Reforma!». Las enredaderas cayeron a un lado y a otro. La horrible luz del día era cada vez más brillante. Los búhos apenas tuvieron tiempo para aprobar una nueva resolución, a saber: «Que seguiremos apoyando la constitución», antes de que un rayo de sol los deslumbrara, obligándolos a salir volando rumbo a la sombra más cercana. Allí se posaron parpadeando mientras la glorieta era despojada de la maleza invasora que la ahogaba, mientras se sustituía la madera podrida, mientras el tenebroso lugar se purificaba con aire y con luz. Y cuando lo vio el mundo y dijo: «¡Ahora servirá!», los búhos cerraron los ojos en piadosa memoria de la oscuridad, y respondieron: «Caballeros, ¡la constitución ha sido destruida!». Capítulo II Los invitados ¿Quién era el responsable de la reforma de la glorieta? El responsable era el nuevo inquilino de Windygates. ¿Y quién era el nuevo inquilino? Venid y lo veréis. En la primavera de 1868, la glorieta había sido la sombría morada de una pareja de búhos. En otoño del mismo año, la glorieta era el animado punto de encuentro de una muchedumbre de damas y caballeros que celebraban una fiesta en el jardín, los invitados del inquilino que había alquilado Windygates. La escena, al inicio de la fiesta, era todo lo agradable a la vista que la luz, la belleza y el movimiento son capaces de conseguir. Dentro de la glorieta, las mujeres resplandecían con sus llamativos vestidos de colores en medio de la penumbra que arrojaba sobre ellas la sombría y moderna vestimenta de los hombres. A través de las tres aberturas en arco de la glorieta se veía la fresca y verde perspectiva de un jardín que conducía a macizos de flores y arbustos y, más lejos aún, a través de un hueco entre los árboles, a una espléndida casa de piedra que cerraba la vista con una fuente abundante en reflejos solares. La mitad de los invitados reían; todos hablaban. El cálido murmullo de voces se hallaba en su punto álgido y el alegre tintineo de las risas alcanzaba sus notas más altas, cuando una voz dominante se elevó con claridad y sonoridad sobre el resto, pidiendo silencio con autoridad. Instantes después, una joven dama ocupaba el espacio libre que quedaba junto a la entrada de la glorieta e inspeccionaba la muchedumbre de invitados como un general pasa revista a un regimiento. Era joven, guapa, de cutis blanco y rellena figura. No se sentía turbada en lo más mínimo por la situación. Vestía a la última moda. Sobre la frente se ladeaba un sombrero plano como una bandeja. Un hinchado globo de claros cabellos castaños le caía desde la coronilla. Una catarata de perlas se desparramaba sobre su pecho. De sus orejas colgaban dos cucarachas esmaltadas (horriblemente parecidas a sus originales). Las faldas eran cortas y lucían magníficamente el color azul celeste. Unas medias a rayas cubrían los tobillos ligeros. Los zapatos eran del tipo llamado «Watteau». Y los tacones eran de esa altura que hace estremecerse a los hombres y preguntarse (al contemplar a una mujer adorable en todos los demás aspectos) : «¿Puede esta encantadora persona estirar las rodillas?». La joven dama que se presentaba así a la vista de todos era la señorita Blanche Lundie, la pequeña y sonrosada Blanche que se presentaba al lector en el Prólogo. Edad, dieciocho años. Posición, excelente. Dinero, seguro. Carácter, vivo. Humor, variable. En una palabra, una hija de los tiempos modernos, con los méritos y los defectos de la época en que nos ha tocado vivir, y, bajo la superficie, un fondo de sinceridad y sentimiento. —Bien, mis buenos amigos —gritó Blanche—. ¡Silencio, por favor! Vamos a elegir equipos para el croquet. ¡Al asunto! ¡Al asunto! ¡Al asunto! Al oír esto, una segunda dama entre los presentes asumió el papel protagonista, y respondió a la joven que acababa de hablar con una mirada de leve reproche y un tono de benévola protesta. Esta segunda dama era alta y robusta, de treinta y cinco años de edad. Ofrecía a la observación general una cruel nariz aquilina, un mentón recto y obstinado, unos magníficos cabellos negros y ojos del mismo color, un atuendo de color beige de sereno esplendor, y una perezosa gracia de movimientos que resultaba atractiva a primera vista, pero inexpresablemente monótona y agotadora cuando se conocía mejor. Se trataba de la segunda lady Lundie, viuda del difunto sir Thomas Lundie, tras cuatro meses apenas de vida conyugal. En otras palabras, la madrastra de Blanche, y la envidiable persona que había alquilado la mansión y las tierras de Windygates. —Querida —dijo lady Lundie—, las palabras tienen su significado, incluso en los labios de una joven. ¿Llamas «asunto» al croquet? —No lo llamará usted placer, supongo —dijo una voz grave e irónica desde la glorieta. Los invitados abrieron paso a la última persona que había hablado, y pusieron al descubierto a un caballero de la vieja escuela, en medio de aquella moderna reunión. Los modales de aquel caballero se distinguían por una flexible elegancia y una cortesía desconocidas para los jóvenes. Su atuendo se componía de un corbatín blanco de innumerables pliegues, una chaqueta azul de etiqueta abrochada hasta el cuello y pantalones beige de grueso algodón con polainas a juego, ridículas para los jóvenes. El caballero hablaba con fluidez, poniendo de manifiesto una mentalidad independiente y exhibiendo una capacidad cuidadosamente perfeccionada para la réplica satírica que producía temor y desagrado en los jóvenes. Físicamente, era menudo y enjuto, con resplandecientes cabellos blancos y centelleantes ojos negros, y una mueca de humor sardónico en las comisuras de los labios. En las extremidades inferiores ostentaba la deformidad que se conoce popularmente como «pie hendido». Pero él sobrellevaba su cojera como si tal cosa, igual que los años. En sociedad era famoso por su bastón de marfil con una caja de rapé ingeniosamente incrustada en el pomo, e infundía temor por su odio a las instituciones modernas, que expresaba por igual durante la temporada y fuera de ella y que mostraba siempre el mismo talento demoledor para dar con el dedo en la llaga. Así era sir Patrick Lundie, hermano del difunto baronet, sir Thomas, a cuya muerte había heredado título y propiedades. La señorita Blanche no prestó la menor atención al reproche de su madrastra, ni al comentario de su tío, sino que, señalando una mesa sobre la que se habían dispuesto mazos y bolas de croquet, dirigió la atención de los presentes hacia el asunto en cuestión. —Yo encabezo un equipo, damas y caballeros —dijo—. Y lady Lundie encabeza el otro. Elegiremos a nuestros jugadores por turno. Mamá me aventaja en años. Así que mamá elegirá primero. Lady Lundie lanzó a su hijastra una mirada que, al interpretarse, decía lo siguiente: «¡Si pudiera, te devolvería ahora mismo al cuarto de los niños, señorita!»; se dio la vuelta y paseó la vista entre los invitados. Era evidente que había decidido de antemano a qué jugador elegiría primero. —Elijo a la señorita Silvester —anunció, poniendo un énfasis especial en aquel nombre. Se produjo entonces una nueva disgregación del grupo. Para nosotros (que la conocemos), era Anne la que aparecía. Los desconocidos que la veían por primera vez observaron a una dama en la flor de la vida, una dama ataviada de blanco, con sencillez, que avanzó lentamente hasta la dueña de la casa. De los hombres que había en la glorieta, no eran pocos los que debían su presencia a amigos que tenían el privilegio de presentarlos. En cuanto ella apareció, todos ellos se interesaron de repente por la dama a la que habían elegido en primer lugar. —Qué mujer tan encantadora —susurró uno de estos desconocidos a uno de los amigos de la casa—. ¿Quién es? —La institutriz de la señorita Lundie, nada más. El momento en que se hizo y se contestó la pregunta fue también el momento en que lady Lundie y la señorita Silvester se encararon ante todos los presentes. El desconocido miró a las dos mujeres y volvió a susurrar: —Algo pasa entre la dama y la institutriz —dijo. El amigo las miró a su vez y respondió con una sola palabra enfática: —¡ Evidentemente! Hay ciertas mujeres cuya influencia sobre los hombres constituye un misterio insondable para los observadores de su sexo. La institutriz era una de esas mujeres. Había heredado el encanto, que no la belleza, de su desdichada madre. Si se la juzgaba por el modelo establecido por los álbumes ilustrados y los escaparates de las tiendas de grabados, la sentencia habría de ser, inevitablemente: «No tiene un solo rasgo perfecto en la cara». Individualmente, no había nada extraordinario en la señorita Silvester en estado de reposo. Era de estatura media, y tan bien proporcionada como la mayoría de mujeres. Sus cabellos y su tez no eran ni claros ni oscuros, sino irritantemente neutros, en un justo término medio. Lo peor era que su rostro tenía auténticos defectos, imposible negarlo. Una contracción nerviosa de una de las comisuras de la boca desbarataba la recta simetría de los labios cuando se movían. Una vacilación nerviosa del ojo de ese mismo lado escapaba por los pelos a la definición de «bizqueo». Y, sin embargo, con estas indiscutibles desventajas, era una de esas pocas mujeres impresionantes que tienen a su merced el corazón de los hombres y la paz de las familias. Se movía, y había un encanto sutil en su movimiento, señor, que lo obligaba a uno a volver la cabeza e interrumpir la conversación con un amigo, para contemplarla en silencio mientras caminaba. Se sentaba junto a uno y le hablaba, y he aquí que una sensibilidad especial se adueñaba de aquella pequeña mueca de la boca y de aquella vacilación nerviosa del ojo de suave color gris, y convertía el defecto en belleza, encadenaba los sentidos y provocaba escalofríos, si se daba un roce casual, y hacía que el corazón se desbocara si uno leía el mismo libro que ella y notaba su aliento en el rostro. Que quede claro que todo esto sólo ocurría si uno era hombre. Contemplada con los ojos de una mujer, los resultados eran de muy diferente índole. En ese caso, una se limitaba a volverse hacia la amiga más cercana y decía, con una espontánea compasión por el sexo contrario: «¿Qué ven los hombres en ella?». Los ojos de la señora de la casa se encontraron con los de la institutriz, mostrando ambas partes una visible desconfianza. Pocas personas habrían podido pasar por alto lo que el desconocido y el amigo habían notado: que había algo latente bajo la superficie. La señorita Silvester fue la primera en hablar. —Gracias, lady Lundie —dijo—. Preferiría no jugar. Lady Lundie fingió una sorpresa exagerada que traspasaba los límites de la buena educación. —¿Ah, sí? —replicó con acritud—. Teniendo en cuenta que estamos todos aquí con el propósito de jugar, me parece algo extraño. ¿Le ocurre algo, señorita Silvester? El rubor cubrió la delicada palidez del rostro de la señorita Silvester. Pero cumplió con su deber como institutriz y como mujer. Claudicó, y de ese modo salvó las apariencias, aquella vez. —No ocurre nada —respondió—. Estoy algo indispuesta esta mañana. Pero jugaré si usted lo desea. —Lo deseo —afirmó lady Lundie. La señorita Silvester se dio la vuelta y se dirigió a una de las aberturas en arco de la glorieta. Allí aguardó acontecimientos, contemplando el jardín con una agitación ostensible que se dejaba ver en el pecho por el modo en que subía y bajaba su blanco vestido. Le tocaba el turno a Blanche de elegir al jugador siguiente. Vacilando en un principio sobre su elección, paseó la mirada por los invitados y fue a posarla en un caballero de las primeras filas que estaba al lado de sir Patrick, y que era un magnífico representante de nuestra escuela actual, como sir Patrick era un magnífico ejemplo de la vieja escuela. El moderno caballero era joven y rubicundo, alto y fornido. La raya que partía sus rizados cabellos sajones se iniciaba en medio de la frente, se extendía hacia atrás por la coronilla y terminaba, escrupulosamente centrada, en su rojizo cogote. Sus rasgos eran todo lo regulares y carentes de inteligencia que es posible en un ser humano. Su expresión conservaba una compostura inamovible que era digna de verse. Se le notaban los músculos de los fuertes brazos bajo las mangas de la fina chaqueta de verano. Era ancho de espaldas, estrecho de caderas, de piernas firmes; en otras palabras, era un magnífico animal humano, entrenado para alcanzar el grado máximo de desarrollo físico de los pies a la cabeza. Era el señor Geoffrey Delamayn, comúnmente llamado «el honorable»; y merecía esa distinción en más de un aspecto. Era honorable, en primer lugar, por ser hijo (el segundo) de aquel prometedor abogado convertido en lord Holchester. Era honorable, en segundo lugar, por haberse ganado la distinción más popular que puede otorgar el sistema educativo de la Inglaterra moderna: la capitanía de un bote en una carrera de remos universitaria. Añádase a esto que nadie le había visto jamás leer otra cosa que no fuera un periódico y que no se sabía de ninguna ocasión en la que hubiera rechazado una apuesta, y se completará el retrato del distinguido joven inglés, por el momento. Naturalmente, Blanche se fijó en él. Naturalmente, Blanche lo eligió como primer jugador de su equipo. —Elijo al señor Delamayn —dijo. Cuando pronunció aquel nombre, desapareció el rubor de las mejillas de la señorita Silvester, reemplazado por una palidez cadavérica. Hizo ademán de querer abandonar la glorieta, se contuvo de pronto, y apoyó una mano sobre el respaldo de un rústico asiento que tenía al lado. Un caballero, que estaba detrás de ella, miró la mano y la vio cerrarse en un puño con tanta fuerza y tan inopinadamente que el guante que la cubría se rompió. El caballero hizo una anotación mental, registrando a la señorita Silvester en su libro privado como «un carácter endiablado». Mientras tanto, por una extraña coincidencia, el señor Delamayn adoptó exactamente la misma actitud que antes había adoptado la señorita Silvester. También él intentó retirarse del juego. —Muchas gracias —dijo—. ¿Podría usted hacerme un nuevo favor y elegir a otro? No me va este juego. Cincuenta años antes, una respuesta como ésta, dirigida a una señora, se habría considerado una inexcusable impertinencia. El código social de la época presente la recibió como si fuera francamente divertida. Todos rieron. Blanche se enojó. —¿Sólo le interesan los ejercicios físicos más duros, señor Delamayn? —preguntó con aspereza- ¿Ha de estar siempre remando en alguna carrera o volando en el salto de altura? Si tuviera cerebro, querría relajarlo. En su lugar tiene músculos. ¿Por qué no los relaja también? Las flechas del mordaz ingenio de la señorita Lundie resbalaron sobre el señor Geoffrey Delamayn como el agua por el dorso de un pato. —Como quiera —dijo, con imperturbable campechanía—. No se ofenda. He venido acompañado de unas señoras que no me permiten fumar. Echo de menos mi tabaco. Pensaba alejarme un rato para poder hacerlo. ¡De acuerdo! Jugaré. —¡Oh! ¡No se prive de fumar! —replicó Blanche—. Elegiré a otro. ¡No quiero jugar con usted! El honorable caballero pareció sinceramente aliviado. La irascible damisela le dio la espalda y examinó a los invitados del otro extremo de la glorieta. —¿A quién elegiré? —dijo para sí. Un hombre joven y moreno, con el rostro atezado por el sol como el de un gitano, con un aspecto y unas maneras que sugerían una vida errante, y quizá una íntima relación con el mar, avanzó tímidamente y dijo en un susurro: —¡Elíjame a mí! El rostro de Blanche se iluminó con una encantadora sonrisa. A juzgar por las apariencias, el joven moreno ocupaba un lugar especial en su estimación. —¡Usted! —dijo ella con coquetería—. ¡Pero si nos deja dentro de una hora! Él se aventuró a acercarse un paso más. —Volveré pasado mañana —dijo en tono de súplica. —¡Juega usted muy mal! —Podría mejorar, si quisiera enseñarme usted. —¿Sí? ¡Entonces le enseñaré! —Blanche se volvió hacia su madrastra con el rostro encendido, resplandeciente— Elijo al señor Arnold Brinkworth —dijo. De nuevo un nombre parecía encerrar un secreto desconocido para la mayoría, que, sin embargo, producía su efecto, no sobre la señorita Silvester esta vez, sino sobre sir Patrick, que miró al señor Brinkworth con súbito interés y curiosidad. Si la dueña de la casa no hubiera reclamado su atención en aquel momento, sin duda habría hablado con el joven moreno. Pero le tocaba a lady Lundie elegir a un segundo jugador para su equipo. Su cuñado era una persona de cierta relevancia, y ella tenía motivos personales para congraciarse con el cabeza de familia. Sorprendió a todos eligiendo a sir Patrick. —¡Mamá! —exclamó Blanche—. ¿En qué estás pensando? Sir Patrick no juega. El croquet no se había inventado aún en su época. Sir Patrick no permitía jamás que «su época» fuera objeto de comentarios desdeñosos por parte de los más jóvenes sin pagarles con la misma moneda. —En mi época, querida —dijo a su sobrina—, se esperaba de la gente que aportara alguna cualidad agradable a las reuniones sociales como ésta. En tu época, habéis prescindido de ello por completo. Aquí está —señaló el viejo caballero, cogiendo un mazo de la mesa cercana— una de las aptitudes necesarias para triunfar en la sociedad moderna. Y aquí —añadió, cogiendo una bola— hay otra. Muy bien. Vive y aprende. ¡Jugaré! ¡Jugaré! Lady Lundie (que había nacido inmune a todo sentido de la ironía) sonrió amablemente. —Sabía que sir Patrick aceptaría jugar para complacerme —dijo. Sir Patrick hizo una reverencia con burlona cortesía. —Lady Lundie —replicó—, para usted soy como un libro abierto. —Con gran asombro de todos los que tenían menos de cuarenta años, realzó sus palabras poniéndose una mano sobre el pecho para citar un poema—. Como decía Dryden —añadió el galante y viejo caballero-: Viejo soy y no merezco el amor de las damas, Mas recuerdo todavía el poder de la belleza. Lady Lundie pareció realmente sorprendida. El señor Delamayn fue más allá. Intervino inmediatamente con el aire de un hombre que se siente llamado sin remisión a cumplir con un deber público. —Dryden no dijo nunca eso —señaló—. Lo garantizo. Sir Patrick giró en redondo con ayuda de su bastón de marfil y miró con dureza al señor Delamayn a la cara. —¿Conoce usted a Dryden mejor que yo, señor mío? —dijo. El honorable Geoffrey respondió con modestia: —Yo diría que sí. He remado con él en tres carreras, y nos entrenamos juntos. Sir Patrick miró a su alrededor con una agria sonrisa de triunfo. —Entonces, permítame que le diga, señor, que se ha entrenado con un hombre que murió hace casi doscientos años. El señor Delamayn apeló a los presentes en general, con una expresión de verdadera perplejidad. —¿De qué habla este viejo caballero? —preguntó—. Yo hablo de Tom Dryden, de Corpus Christi. Todo el mundo en la universidad lo conoce. —Hablo —respondió sir Patrick— de John Dryden, el poeta. Al parecer, no todo el mundo en la universidad lo conoce. El señor Delamayn replicó con cordial seriedad, muy agradable de ver. —¡Palabra de honor que no había oído hablar de él en mi vida! No se enfade, señor. No me ha ofendido. —Sonrió y sacó su pipa de madera de brezo—. ¿Tiene fuego? —preguntó con la mayor amabilidad posible. —No fumo, señor —contestó sir Patrick, con una total falta de cordialidad. El señor Delamayn lo miró sin sentirse ofendido en lo más mínimo. —¡No fuma! —repitió—. ¿Y cómo pasa entonces el tiempo libre?, me pregunto yo. Sir Patrick dio por terminada la conversación. —Señor —dijo, con una profunda inclinación de cabeza—, lo mismo le digo. Mientras se producía esta pequeña escaramuza, lady Lundie y su hijastra habían organizado el juego; y los demás, jugadores y espectadores, se alejaban hacia el jardín. Sir Patrick detuvo a su sobrina cuando ésta salía acompañada por el joven moreno. —Deja al señor Brinkworth aquí, conmigo —dijo—. Quiero hablar con él. Blanche dio la orden inmediatamente. El señor Brinkworth fue sentenciado a quedarse con sir Patrick hasta que ella lo reclamara para el juego. El señor Brinkworth obedeció, extrañado. Durante la ejecución de este acto de autoridad se produjo cierta circunstancia en el otro extremo de la glorieta. Aprovechando la confusión causada por el movimiento generalizado hacia el jardín, la señorita Silvester se acercó de pronto al señor Delamayn. —Dentro de diez minutos —susurró—, la glorieta quedará vacía. Nos encontraremos aquí. El honorable Geoffrey se sobresaltó y miró furtivamente a los demás invitados. —¿Cree que es seguro? —susurró. Los delicados labios de la institutriz temblaron; sería difícil decir si fue de miedo o de ira. —¡Insisto! —respondió, y se fue. El señor Delamayn frunció su hermoso entrecejo, viéndola alejarse, y luego salió él también de la glorieta. La rosaleda que crecía en la parte de atrás del edificio estaba desierta por el momento. El señor Delamayn sacó su pipa y se ocultó entre las rosas. El humo brotaba de su boca en bocanadas cálidas y presurosas. Solía ser un amo sumamente afable... con su pipa. Cuando metía prisas a su sirviente de mayor confianza, era síntoma seguro de perturbación interior. Capítulo III Los descubrimientos No quedaban ya más que dos personas en la glorieta: Arnold Brinkworth y sir Patrick Lundie. —Señor Brinkworth —dijo el viejo caballero—. No había tenido oportunidad de hablar con usted hasta ahora y dado que, según tengo entendido, nos va a dejar hoy, puede que esta oportunidad no se presente más adelante. Quiero presentarme. Su padre fue uno de mis mejores amigos; permítame que me haga amigo de su hijo. Sir Patrick le tendió la mano, mencionando su nombre. Arnold lo reconoció de inmediato. —¡Oh, sir Patrick! —dijo calurosamente—. Si mi pobre padre hubiera seguido su consejo... —Se lo habría pensado dos veces antes de perder una fortuna en las apuestas hípicas, y puede que siguiera viviendo entre nosotros en lugar de haber muerto en el exilio de un país extranjero —dijo sir Patrick, terminando la frase que el otro había empezado—. ¡Pero dejemos eso! Hablemos de otra cosa. Lady Lundie me escribió el otro día para hablarme de usted. Me dijo que su tía había muerto y que le había legado su propiedad de Escocia. ¿Es eso cierto? ¿Lo es? Le felicito de todo corazón. ¿Y por qué está aquí de visita en lugar de ocuparse de su casa y sus tierras? ¿Ah? Están sólo a treinta y cinco kilómetros de aquí, y va ir a ocuparse de ellas hoy mismo, en el siguiente tren. Perfecto. ¿Y qué? ¿Qué? ¿Volverá por aquí pasado mañana? ¿Para qué ha de volver? Hay algo especial aquí que le atrae, supongo. Espero que sea una atracción conveniente. Es usted muy joven; está expuesto a tentaciones de toda clase. ¿Tiene usted una base sólida de sentido común? Si la tiene no la ha heredado de su pobre padre. Debía de ser sólo un muchacho cuando él arruinó las perspectivas de futuro de sus hijos. ¿Cómo ha vivido desde entonces? ¿Qué estaba haciendo usted cuando la herencia de su tía lo convirtió en un hombre ocioso de por vida? La pregunta era inquisitiva. Arnold la respondió sin la menor sombra de vacilación, hablando con una modestia y una sencillez sinceras que se granjearon de inmediato las simpatías de sir Patrick. —Estudiaba en Eton, señor —dijo—, cuando las pérdidas de mi padre lo llevaron a la ruina. Tuve que abandonar el colegio y ganarme la vida, y eso he hecho desde entonces, de la manera más dura. En inglés vulgar y corriente, me hice a la mar y servía en la marina mercante. —En inglés más corriente aún, se enfrentó usted con la adversidad como un valiente y se ha ganado con creces el golpe de suerte que ha tenido —replicó sir Patrick—. Déme la mano; me gusta usted. No es como los demás jóvenes de hoy en día. Le llamaré «Arnold». Cuidado, no debe usted devolverme el cumplido, llamándome «Patrick»; soy demasiado viejo para que me trate así. Bien, ¿y qué tal le va por aquí? ¿Qué clase de mujer es mi cuñada? ¿Y qué clase de casa es ésta? Arnold estalló en risas. —Extrañas preguntas para que me las haga usted a mí —dijo—. ¡Habla como si fuera un desconocido aquí, señor! Sir Patrick accionó un resorte del pomo de su bastón de marfil. Un pequeña tapa dorada voló hacia atrás, poniendo al descubierto la caja de rapé oculta en su interior. Sir Patrick tomó una pulgarada y soltó una risita burlona, producto de algún pensamiento pasajero que no creyó necesario comunicar a su joven amigo. —Dice que hablo como un desconocido aquí, ¿eh? —prosiguió—. Eso es exactamente lo que soy. Lady Lundie y yo mantenemos una cordial correspondencia, pero tenemos maneras de pensar distintas y nos vemos con la menor frecuencia posible. Mi historia —siguió diciendo el simpático caballero, con una encantadora franqueza que salvaba todas las diferencias de edad y de rango entre Arnold y él— no es muy distinta a la de usted; aunque tengo edad suficiente para ser su abuelo. Me ganaba la vida a mi manera, como un viejo y gruñón abogado escocés, cuando mi hermano volvió a casarse. Su muerte, sin dejar hijos varones de ninguna de sus dos esposas, ha elevado mi posición social, igual que le ha pasado a usted. Aquí estoy ahora, con sincero pesar, convertido en baronet. ¡Sí, con sincero pesar! Sobre mí recaen todo tipo de responsabilidades con las que no había contado. Soy el cabeza de familia; soy el tutor de mi sobrina; me veo obligado a asistir a esta reunión social y, entre nosotros, estoy completamente fuera de mi elemento. No hay ni un solo rostro familiar entre toda esta gente elegante. ¿Conoce usted a alguien? —Tengo un amigo en Windygates —dijo Arnold—. Ha llegado aquí esta mañana, como usted. Geoffrey Delamayn. Mientras Arnold daba esta respuesta, la señorita Silvester apareció en la entrada de la glorieta. Una sombra de fastidio oscureció su rostro cuando vio que el lugar estaba ocupado. Se desvaneció sin ser vista y volvió al partido de croquet. Sir Patrick miró al hijo de su viejo amigo, que evidentemente parecía haberle decepcionado por primera vez. —Me sorprende que lo haya elegido como amigo —dijo. Ingenuamente, Arnold interpretó estas palabras como un deseo de ser informado. —Disculpe, señor, no hay nada sorprendente en ello —replicó—. Fuimos compañeros en Eton. Y volvimos a encontrarnos después, un día en que Geoffrey estaba navegando y yo viajaba en mi barco. Geoffrey me salvó la vida, sir Patrick —añadió, alzando la voz con los ojos brillantes de sincera admiración hacia su amigo—. De no haber sido por él, habría perecido ahogado en un accidente marítimo. ¿No es ésa una buena razón para que sea amigo mío? —Todo depende del valor que le dé usted a su vida —dijo sir Patrick. —¿El valor que le dé a mi vida? —repitió Arnold—. ¡Pues le doy un gran valor, por supuesto! —En ese caso, tiene usted una deuda con el señor Delamayn. —¡Que nunca podré pagar! —Que pagará uno de estos días con intereses, si sé algo de la naturaleza humana —dijo sir Patrick, poniendo en estas palabras el énfasis de una fuerte convicción. Apenas las había pronunciado cuando apareció el señor Delamayn (exactamente igual que antes había aparecido la señorita Silvester) en la entrada de la glorieta. Y también desapareció sin ser visto, igual que ella. Pero ahí se acababan los paralelismos, pues la expresión del honorable Geoffrey al descubrir que el lugar estaba ocupado fue inequívocamente de alivio. Esta vez, Arnold dedujo con acierto lo que indicaban las palabras y el tono de sir Patrick y emprendió con ardor la defensa de su amigo. —Habla usted con acritud, señor —señaló—. ¿Qué ha hecho Geoffrey para ofenderle? —Se atreve a existir; eso es lo que ha hecho —respondió sir Patrick—. ¡No me mire así! Hablo en general. Su amigo es el modelo del joven británico moderno. No me gusta el joven británico moderno. No veo qué sentido tiene enorgullecerse de él y considerarlo nuestro producto nacional supremo, sólo porque es grande y fuerte, bebe cerveza impunemente y se da duchas de agua fría en cualquier época del año. Ahora mismo, en Inglaterra, se exaltan en exceso las meras cualidades físicas que un inglés comparte con cualquier salvaje. ¡Y ya se están empezando a notar las funestas consecuencias! Somos más proclives que nunca a practicar cuanto hay de grosero en nuestras costumbres nacionales y a disculpar cuanto hay de violento y brutal en los actos de nuestra nación. Lea usted los libros populares, asista a los espectáculos populares, y descubrirá que en el fondo de todos ellos hay una consideración cada vez menor del comportamiento más refinado de la vida civilizada, y una admiración creciente de las virtudes de los antiguos britanos. Arnold escuchaba, estupefacto. De manera inocente, se había convertido en un medio de aliviar a sir Patrick de una acumulación de protestas sociales a las que llevaba tiempo sin poder dar rienda suelta. —¡Con qué ardor se expresa, señor! —exclamó, con irrefrenable asombro. Sir Patrick se dominó de inmediato. Viendo el sincero asombro que dejaba traslucir el rostro del joven no pudo resistirse. —Casi tanto —dijo— como si estuviera animando una carrera de botes o discutiera por una apuesta, ¿eh? ¡Ah, no nos excitábamos con tanta facilidad cuando yo era joven! Cambiemos de tema. No tengo nada en contra de su amigo, el señor Delamayn. Existe ahora la opinión generalizada —exclamó sir Patrick, volviendo a las andadas— de que esos hombres físicamente sanos han de ser por fuerza moralmente sanos. El tiempo dirá si esa opinión es acertada. ¿Así que piensa volver aquí después de una visita fugaz a sus propiedades? Le repito que es un sorprendente proceder para un terrateniente como usted. ¿Qué es lo que le atrae tanto de aquí, eh? Antes de que Arnold pudiera contestar, lo llamó Blanche desde el jardín. Se le subieron los colores y se volvió con vehemencia para salir de la glorieta. Sir Patrick asintió con el aire de un hombre al que hubieran respondido a su entera satisfacción. —¡Ah! Eso es lo que le atrae, ¿no es cierto? La vida en el mar había hecho de Arnold un perfecto ignorante en materia de costumbres sociales en tierra. En lugar de aceptar la broma, se turbó y sus morenas mejillas se tiñeron de un rojo más intenso. —Yo no he dicho eso —replicó con cierta irritación. Sir Patrick levantó dos de sus blancos dedos, viejos y arrugados, y palmeó afablemente al joven marinero en la mejilla. —Sí que lo ha dicho. En letras rojas. La pequeña tapa dorada del pomo del bastón de marfil salió disparada hacia arriba, y el viejo caballero se recompensó a sí mismo con una pulgarada de rapé por aquella ingeniosa réplica. En aquel mismo momento apareció Blanche en escena. —Señor Brinkworth —dijo—. Voy a necesitarlo en seguida. ¡Tío! Le toca a usted. —¡Válgame Dios! —exclamó sir Patrick—. Me había olvidado del juego. —Miró a su alrededor y vio el mazo y la bola aguardándole sobre la mesa—. ¿Dónde están los sustitutos modernos de la conversación? ¡Oh, aquí están! —Lanzó la bola al jardín y se metió el mazo bajo el brazo como si fuera un paraguas—. ¿Quién fue la primera persona equivocada —dijo para sí, apresurando el paso— que descubrió que la vida humana era una cosa seria? Aquí estoy yo, con un pie en la tumba, y la cuestión más seria que se me presenta ahora es: ¿conseguiré pasar la bola por los aros? Arnold y Blanche se quedaron solos. Entre los privilegios personales que ha otorgado la Naturaleza a la mujer, sin duda no hay ninguno más envidiable que el de ofrecer su mejor aspecto cuando mira al hombre al que ama. Cuando los ojos de Blanche se volvieron hacia Arnold, después de que se fuera su tío, ni siquiera abominables desfiguraciones impuestas por la moda, como el inflado moño y el sombrero ladeado, podían arruinar el triple encanto de la juventud, la belleza y el afecto que brillaban en su rostro. Arnold la miró, y recordó como no había recordado antes que se marchaba en el siguiente tren y que la dejaba en compañía de más de un admirador de su misma edad. La experiencia de quince días bajo el mismo techo había demostrado que Blanche era la joven más encantadora del mundo entero. Posiblemente no se sintiera mortalmente ofendida si se lo expresaba así. Arnold decidió que se lo diría en aquel feliz momento. Mas ¿quién osa medir el abismo que media entre la intención y el hecho? La resolución de Arnold era todo lo firme que podía ser. ¿Y cuál fue el resultado? ¡Ay, la debilidad humana! El resultado no fue otro que el silencio. —Parece usted algo inquieto, señor Brinkworth —dijo Blanche—. ¿Qué le ha dicho sir Patrick? Mi tío usa el ingenio como arma con todo el mundo. ¿Lo ha usado contra usted? Arnold empezó a ver una salida. A una distancia inconmensurable, pero la veía. —Sir Patrick es un anciano terrible —respondió—. Justo antes de que usted llegara, ha descubierto uno de mis secretos con sólo mirarme a la cara. —Se interrumpió, hizo acopio de valor, arrostró todos los peligros, y fue derecho al grano—. Me gustaría saber si habrá salido usted a su tío —dijo sin rodeos. Blanche lo comprendió al instante. De haber tenido más tiempo, le habría cogido alegremente de la mano y lo habría conducido por sutiles etapas hasta el objetivo. Pero faltaban apenas dos minutos para que a Arnold le tocara jugar. «Va a proponerme matrimonio —pensó Blanche—, y tiene un minuto para hacerlo. Lo hará.» —¡Cómo! —exclamó—. ¿Cree usted que el don de la adivinación es cosa de familia? Arnold se lanzó de cabeza. —Ojalá —dijo. Blanche era la viva imagen del asombro. —¿Por qué? —preguntó. —Si pudiera usted ver en mi rostro lo que ha visto sir Patrick... Sólo tenía que concluir la frase y estaría todo hecho. Pero la pasión siente un placer malsano en ponerse obstáculos a sí misma. Una repentina timidez se apoderó de Arnold justo en el peor momento. Se quedó sin habla del modo más torpe posible. Blanche oyó el golpe del mazo sobre la bola en el jardín, y las risas que había arrancado algún fallo de sir Patrick. Se estaban esfumando unos segundos preciosos. Sintió deseos de abofetear a Arnold a ambos lados de la cara por tenerle tanto miedo y ser tan poco razonable. —¿Y bien? —dijo con impaciencia—. Si le mirara a la cara, ¿qué vería? Arnold volvió a lanzarse y respondió: —Vería que necesito un poco de aliento. —¿De mi parte? —Sí, se lo ruego. Blanche volvió la vista por encima del hombro. La glorieta se alzaba sobre un montículo al que se accedía por unos escalones. Se oía a los jugadores en el jardín, más abajo, pero no se los veía. Cualquiera de ellos podría aparecer de improviso en cualquier momento. Blanche prestó atención, pero no oyó pasos, sino un silencio general, y luego otro golpe del mazo sobre la bola y unos aplausos. Sir Patrick disfrutaba de ciertos privilegios. Con toda probabilidad se le había permitido volver a probar y había triunfado en su segundo intento. Esto suponía unos segundos adicionales. Blanche volvió a mirar a Arnold. —Considérese alentado —susurró, y en seguida añadió, con ese instinto femenino de defensa propia imposible de erradicar-: ¡Dentro de un límite! Arnold hizo una última zambullida, esta vez directamente hasta el fondo. —Considérese amada —espetó—, sin ningún límite. Ya estaba hecho; había pronunciado las palabras, la había cogido de la mano. Una vez más, la perversidad de la pasión volvió a mostrarse con más fuerza que antes. La confesión que Blanche anhelaba oír había brotado apenas de los labios de su amado ¡cuando Blanche ya protestaba! Se debatió para apartar la mano y pidió a Arnold formalmente que la soltara. Arnold la sujetó con más fuerza. —¡Intente quererme un poco! —suplicó—. ¡Yo la quiero tanto! ¿Quién podía resistirse a esta forma de cortejar? ¡Cuando en realidad ella le quería, recuerden! ¡Y cuando estaba segura de que los interrumpirían en cualquier momento! Blanche dejó de debatirse y miró al joven marino con una sonrisa. —¿Aprendió usted este modo de cortejar a una mujer en la marina mercante? —preguntó con descaro. Arnold insistió en contemplar sus perspectivas con seriedad. —A la marina mercante me vuelvo si he conseguido que se enfade conmigo —dijo. Blanche administró una nueva dosis de aliento. —La ira, señor Brinkworth, es una pasión baja —replicó ella recatadamente—. Una señorita bien educada no tiene bajas pasiones. Desde el jardín, los jugadores lanzaron un grito llamando al señor Brinkworth. Blanche intentó sacar a Arnold de la glorieta empujándole. Arnold seguía inamovible. —Dígame una palabra de aliento antes de que me vaya —suplicó—. Una palabra bastará. Diga sí. Blanche sacudió la cabeza. Ahora que ya lo tenía en su poder, la tentación de atormentarlo era irresistible. —¡Imposible! —exclamó—. Si quiere más aliento, tendrá que hablar con mi tío. —Hablaré con él —replicó Arnold— antes de abandonar la casa. Se oyó un nuevo grito llamando al señor Brinkworth. Blanche hizo un nuevo esfuerzo por empujarlo hacia fuera. —¡Vaya! —dijo—. ¡Y procure meter la bola por el aro! Tenía las manos sobre los hombros de Arnold, el rostro muy cerca del suyo; sencillamente, estaba arrebatadora. Arnold le rodeó la cintura y la besó. No había necesidad alguna de decirle que acertara con el aro. ¿Acaso no había acertado ya? Blanche se quedó muda. El último esfuerzo de Arnold en el arte de cortejar la había dejado sin respiración. Antes de que pudiera recobrarse, se hicieron audibles unos pasos que se acercaban. Arnold le dio un último abrazo y salió corriendo. Blanche se dejó caer en la silla más cercana y cerró los ojos, presa de una deliciosa confusión. Los pasos que ascendían hacia la glorieta se aproximaron. Blanche abrió los ojos y vio a Anne Silvester, que estaba sola y la miraba. Se puso en pie de un salto y le rodeó impulsivamente el cuello con los brazos. —No sabes lo que ha ocurrido —susurró—. Deséame felicidad, querida. Ha hablado. ¡Es mío para siempre! Todo el amor y la confianza fraternales de muchos años se expresaron en aquel abrazo, y en el tono en que se pronunciaron las palabras. No estaban más unidos los corazones de las madres en épocas pasadas de lo que, al parecer, estaban unidos ahora los corazones de las hijas. Sin embargo, si Blanche hubiera mirado a Anne a la cara en aquel momento, habría visto que los pensamientos de su amiga estaban muy lejos de su pequeña historia de amor. —¿Sabes quién es? —prosiguió Blanche, después de esperar respuesta. —¿El señor Brinkworth? —¡Por supuesto! ¿Quién iba a ser si no? —¿Y eres realmente feliz, cariño? —¿Feliz? —repitió Blanche—. ¡Cuidado!, que quede estrictamente entre nosotras. Soy tan feliz que voy a estallar. ¡Le amo! ¡Le amo! ¡Le amo! —exclamó, deleitándose como una niña en repetir las palabras, que fueron recibidas con un hondo suspiro. Blanche miró al instante a Anne a la cara—. ¿Qué ocurre? —preguntó, cambiando súbitamente de voz y de actitud. —Nada. Blanche era demasiado observadora para dejarse engañar tan fácilmente. —Sí que ocurre algo —dijo—. ¿Es por dinero? —añadió, tras reflexionar unos instantes—. ¿Facturas impagadas? Tengo mucho dinero, Anne. Puedo prestarte lo que quieras. —¡No, no, querida! Blanche retrocedió, un poco dolida. Anne la mantenía a distancia por primera vez desde que se conocían. —Yo te cuento todos mis secretos —dijo—. ¿Por qué tú te guardas los tuyos? ¿Sabes que hace algún tiempo que te veo inquieta y deprimida? ¿Es quizá que no te gusta el señor Brinkworth? ¿No? ¿Te gusta? ¿Es entonces porque me caso? ¡Creo que sí! ¿Imaginas acaso que vamos a separarnos, tontina? ¡Como si yo pudiera pasar sin ti! Cuando me case con Arnold, vendrás a vivir con nosotros, por supuesto. Eso se daba por entendido entre nosotras, ¿no es así? Anne se apartó de pronto de Blanche, casi con brusquedad, y señaló los escalones de la entrada. —Viene alguien —dijo—. ¡Mira! La persona que llegaba era Arnold. Le tocaba jugar a Blanche y él se había ofrecido para ir a buscarla. La atención de Blanche, que tan fácilmente se distraía en otras ocasiones, siguió pendiente de Anne. —No eres la misma de siempre —dijo—, y tengo que saber cuál es el motivo. Esperaré hasta esta noche y entonces me lo contarás, cuando vengas a mi habitación. ¡No pongas esa cara! Tienes que contármelo. ¡Y mientras tanto, ahí va un beso! Blanche se reunió con Arnold y recuperó la alegría en cuanto lo miró. —¿Qué? ¿Ha acertado en los aros? —Olvídese de los aros. He roto el hielo con sir Patrick. —¡Cómo! ¡Delante de todos! —Pues claro que no. Me he citado con él para hablar aquí. Los dos jóvenes bajaron los escalones riendo y se unieron al juego. Una vez sola, Anne Silvester se adentró lentamente en la parte más oscura de la glorieta. En una de las paredes laterales había un espejo con un marco de madera tallada. Se detuvo y se miró en él; se miró, y su propio reflejo le dio escalofríos. —¿Llegará el día —dijo— en que incluso Blanche verá lo que soy en mi propia cara? Se apartó del espejo y, con un repentino grito de desesperación, alzó los brazos y los apoyó pesadamente en la pared, dejando caer la cabeza sobre ellos, de espaldas a la luz. En aquel mismo instante surgió la negra figura de un hombre que tapaba la luz del sol en la entrada de la glorieta. Era Geoffrey Delamayn. Capítulo IV Los dos Geoffrey dio unos cuantos pasos y se detuvo. Anne, ensimismada, no le oyó; no se movió. —He venido obligado por su insistencia —dijo él con tono huraño—. Pero sepa que es muy arriesgado. Al oír su voz, Anne se volvió hacia él. La expresión de su rostro cambió cuando avanzó lentamente desde el fondo de la glorieta, revelando un parecido con su madre que no se percibía en otros momentos. Igual que la madre había mirado en tiempos pretéritos al hombre que la repudiaba, así miraba la hija a Geoffrey Delamayn, con la misma terrible serenidad, con el mismo terrible desprecio. —¿Bien? —dijo él—. ¿Qué es lo que me tiene que decir? —Señor Delamayn —respondió ella—, es usted una de las personas afortunadas de este mundo. Es hijo de un noble. Es un hombre atractivo. Es un estudiante popular en la universidad. Lo reciben en las mejores casas de Inglaterra. ¿Es algo más, aparte de todo eso? ¿Es también un cobarde y un sinvergüenza? Geoffrey dio un respingo, abrió la boca para hablar, se contuvo, y, con un torpe amago, intentó reírse de la situación. —¡Vamos! —dijo—. No pierda los estribos. La cólera que Anne sentía dentro de sí empezó a abrirse camino hasta la superficie. —¿Que no pierda los estribos? —repitió—. ¿Y usted precisamente espera que me domine? ¡Qué poca memoria la suya! ¿Ha olvidado la época en que fui lo bastante estúpida para creer que me quería, y lo bastante loca para pensar que cumpliría su promesa? Él insistió en tomárselo a risa. —¡Loca es una palabra demasiado severa, señorita Silvester! —¡Loca es la palabra exacta! Cuando pienso en que me enamoré, no le encuentro explicación posible; no puedo comprenderlo. ¿Qué había en usted —se preguntó Anne, en un arrebato de sorpresa despectiva— que pudiera atraer a una mujer como yo? El inagotable buen humor de Geoffrey era una prueba más. Se metió las manos en los bolsillos y dijo: —Le aseguro que no lo sé. Anne le dio la espalda. La franca brutalidad de la respuesta no la había ofendido. La había obligado cruelmente a recordar que sólo ella era culpable de la situación en la que se hallaba. No quería que él viera lo mucho que le dolía aquel recuerdo, eso era todo. Una historia triste, muy triste, pero debía contarse. En vida de su madre, había sido una niña dulce y encantadora. Después, al cuidado de la amiga de su madre, su adolescencia había sido tan feliz e inocente que las pasiones dormidas ¡parecían destinadas a dormir para siempre! Así había vivido hasta llegar a la flor de la vida, y luego, cuando más precioso era el tesoro de su juventud, en un momento fatídico, lo había desperdiciado con el hombre que tenía ante ella. ¿Carecía de excusa? No, no del todo. Ella lo había visto bajo una luz distinta a la que lo veía ahora. Había visto al héroe de las regatas, al mejor de todos en una prueba de fuerza y habilidad que había entusiasmado a toda Inglaterra. Había visto al centro de interés de toda una nación, al ídolo de la veneración y el aplauso popular. Suyos eran los brazos cuyos músculos ensalzaban los periódicos. Él era el héroe al que saludaban diez mil gargantas vociferantes como orgullo y excelencia de Inglaterra. Una mujer, en un ambiente de entusiasmo enardecido, contempla la apoteosis de la Fuerza Física. ¿Es razonable, es justo, esperar que se pregunte, con total sangre fría, qué valor tiene todo eso, moral e intelectualmente? ¿Y todo ello, además, cuando el hombre objeto de la apoteosis se fija en ella, le es presentado, la encuentra de su gusto y la distingue entre todas las mujeres? No. Mientras la humanidad siga siendo humanidad, la mujer no carecerá jamás de una excusa. ¿Se ha librado Anne de sufrir por ello? Miradla ahora, torturada por su propio secreto, el secreto abominable que oculta a la muchacha inocente a la que quiere como una hermana. Miradla ahora, cabizbaja por culpa de una humillación que no se puede expresar con palabras. Ha visto lo que tenía él bajo la superficie, pero ya es demasiado tarde. Ha descubierto su auténtica valía, después de haber depositado la reputación en sus manos. Hacedle la pregunta: ¿Qué merecía amarse en un hombre que te habla como él te ha hablado, que te trata como él te trata ahora? Tú, que eres tan inteligente, tan culta, tan refinada, por amor de Dios, ¿qué viste en él? Preguntádselo y no sabrá qué responder. No os recordará siquiera que también para vosotros fue un modelo de belleza masculina, que agitabais el pañuelo hasta cansaros cuando ocupaba su asiento en el bote junto a los demás, que el corazón os dio un vuelco en el pecho en una ocasión posterior, cuando saltó la última valla en la carrera y la ganó por una cabeza. En la amargura de su remordimiento, no buscará siquiera esa excusa para sí misma. ¿No habrá sufrimiento que sirva de expiación? ¿Negáis vuestra simpatía a un personaje como éste? Seguidla, buenos amigos de la virtud, en el peregrinaje que conduce a una atmósfera más pura y a una vida más noble, por caminos abruptos y espinosos. Vuestra congénere, que ha pecado y se ha arrepentido —sobre ello tenéis la autoridad del Divino Maestro7—, es vuestro prójimo, purificado y ennoblecido. Un regalo entre los ángeles del cielo. Oh, hermanos y hermanas de la tierra, ¿no he dado acaso con la compañera ideal para vosotros? Hubo un momento de silencio en la glorieta. El alegre tumulto del jardín era un rumor lejano y placentero. Fuera, el murmullo de voces, la risa de las muchachas, el ruido sordo del mazo de croquet contra la bola. Dentro, nada más que una mujer luchando por contener las lágrimas amargas de pesar y de vergüenza... y un hombre que estaba cansado de ella. Anne se rehizo. Era digna hija de su madre, y tenía una chispa de su mismo carácter. Su vida dependía del resultado de aquella entrevista. De nada serviría —sin un padre o un hermano de su parte- perder la última oportunidad de apelar a él. Rápidamente se secó las lágrimas —en la existencia de una mujer siempre es fácil hallar ocasión para llorar— y volvió a dirigirle la palabra, pero con más suavidad. —Geoffrey, has estado tres semanas en casa de tu hermano Julius, que no está ni a quince kilómetros de aquí, y no has venido a verme ni una sola vez. No habrías venido hoy si yo no te hubiera escrito insistiéndote. ¿Es ése el trato que merezco? Hizo una pausa. No hubo respuesta. —¿Me has oído? —preguntó, avanzando y subiendo la voz. Él siguió mudo. No había criatura humana que pudiera soportar su desprecio. En el rostro de ella estaba escrita la advertencia de un inminente arrebato. El se preparó para recibirlo con una fachada impenetrable. Mientras esperaba en la rosaleda, se había puesto nervioso pensando en aquella entrevista; una vez en ella, tenía un completo dominio sobre sí mismo. Estaba lo bastante sereno para recordar que no había metido la pipa en su estuche; lo bastante sereno para arreglarlo antes de proseguir con otros asuntos. Sacó el estuche de un bolsillo y la pipa de otro. —Sigue —dijo en voz baja—. Te escucho. Ella hizo que se le cayera la pipa de la mano de un golpe. Si hubiera tenido fuerza suficiente, le habría tirado también a él por los suelos. —¿Cómo te atreves a tratarme de esta manera? —le espetó con vehemencia—. Tu conducta es infame. ¡Niégalo, si te atreves! Él no hizo intento alguno por negarlo. Miró la pipa caída con sincera preocupación. La pipa tenía una magnífica boquilla de ámbar que le había costado diez chelines. —Primero recogeré mi pipa —dijo. Su rostro se iluminó de un modo que le hacía parecer más apuesto que nunca mientras examinaba el precioso objeto y lo devolvía a su estuche—. Bien —dijo para sí—. No las has roto. —Su actitud, cuando volvió a mirarla a ella, era la viva imagen de la desenvoltura, la desenvoltura que acompaña a la fuerza ejercitada en estado de reposo—. Apelo a tu sentido común —dijo, del modo más razonable posible—. ¿Qué sacas con intimidarme? No querrás que nos oigan los de ahí fuera, ¿verdad? Vosotras las mujeres sois todas iguales. No hay manera de meteros un poco de prudencia en la cabeza, por mucho que uno lo intente. Después de esto, calló, esperando a que ella hablara. Ella esperó a su vez, obligándole a continuar. —Mira —dijo—, no hay necesidad de que nos peleemos, ¿sabes? No quiero romper mi promesa, pero ¿qué puedo hacer? No soy el primogénito. Hasta el último cuarto de penique lo recibo de mi padre, y ya estoy a malas con él. ¿No te das cuenta? Eres una dama y todo eso, ya lo sé. Pero no eres más que una institutriz. A ti te interesa tanto como a mí esperar a que mi padre provea mis necesidades para el futuro. En pocas palabras: si me caso contigo ahora, soy un hombre arruinado. Esta vez sí hubo réplica. —¡Canalla! ¡Si no te casas conmigo, será mi ruina! —¿Qué quieres decir? —Ya sabes lo que quiero decir. No me mires de ese modo. —¿Cómo esperas que mire a una mujer que me llama canalla a la cara? —dijo él, cambiando el tono de repente. El elemento salvaje que hay en la humanidad; que los optimistas modernos que dudan de su existencia observen a cualquier hombre (por musculoso que sea), mujer (por hermosa que sea) o niño (por joven que sea) sin cultura, asomó furtivamente a los ojos de Geoffrey y se expresó furtivamente en su voz. ¿Tenía él la culpa de mirarla de aquella manera, de hablarle como le hablaba? ¡No, él no! ¿Qué enseñanzas había recibido en su vida (en la escuela o la universidad) que suavizaran y sometieran el elemento salvaje de su interior? Más o menos las mismas que habían recibido sus antepasados (sin escuela ni universidad) hacía quinientos años. Era evidente que uno de los dos tenía que ceder. La mujer era la que más arriesgaba, y la mujer dio ejemplo de sumisión. —No seas severo conmigo —suplicó—. Yo no pretendo serlo contigo. Me puede el temperamento. Ya sabes cómo soy. Siento haberme propasado. ¡Geoffrey! Mi futuro entero está en tus manos. ¿Serás justo conmigo? Se acercó y puso una mano sobre el brazo de Geoffrey, en un gesto persuasivo. —¿No tienes nada que decirme? ¿No hay respuesta? ¿Ni siquiera una mirada? —Esperó un instante más. Se produjo entonces un cambio visible. Lentamente dio media vuelta para abandonar la glorieta—. Siento haberle molestado, señor Delamayn. No le entretendré más. Él la miró. En el tono de voz de la mujer había algo que no había oído antes. En sus ojos había un brillo que no había visto antes. Súbitamente alargó la mano con violencia para detenerla. —¿Adonde vas? —preguntó. Ella respondió mirándole directamente a la cara. —A donde han ido tantas mujeres desdichadas antes que yo. Lejos de este mundo. Geoffrey la atrajo hacia sí y la observó detenidamente. Incluso una inteligencia como la suya fue capaz de darse cuenta de que la había llevado a la desesperación y de que hablaba en serio. —¿Quieres decir que vas a matarte? —dijo. —Sí, quiero decir que voy a matarme. Él dejó caer su brazo. —¡Por Júpiter, habla en serio! Con esa convicción, Geoffrey empujó con el pie una de las sillas de la glorieta para acercársela a ella, y le indicó que se sentara. —¡Siéntate! —ordenó con rudeza. Anne le había asustado, y el miedo no es un sentimiento habitual en hombres de su calaña. Lo reciben, cuando llega, con una furiosa desconfianza; se vuelven vocingleros y brutales, como una manera instintiva de defenderse—. ¡Siéntate! —repitió. Ella obedeció—. ¿No me vas a decir nada? —preguntó, lanzando un juramento. ¡No! Anne permaneció impasible, insensible a lo que pudiera ocurrir, como sólo les ocurre a las mujeres cuando toman una decisión. Geoffrey dio una vuelta completa a la glorieta, se acercó otra vez y descargó un golpe de rabia con la mano en los barrotes del respaldo de la silla—. ¿Qué es lo que quieres? —Ya sabes lo que quiero. Geoffrey se dio otro paseo. No le quedaba más remedio que ceder o corría el riesgo de que ocurriera algo que desencadenara un embarazoso escándalo y llegara a oídos de su padre. —Mira, Anne —empezó a decir, bruscamente—. Tengo algo que proponerte. Ella lo miró. —¿Qué me dices de un matrimonio secreto? Sin hacer una sola pregunta, sin poner ningún reparo, ella le respondió, hablando con la misma franqueza que él. —Acepto un matrimonio secreto. Geoffrey empezó a contemporizar inmediatamente. —Reconozco que no sé cómo vamos a hacerlo... Ella le interrumpió. —¡Yo sí! —¿Qué? —exclamó él con suspicacia—. Ya lo tenías pensado, ¿verdad? —Sí. —¿Y habías hecho tus planes? —Había hecho mis planes. —¿Por qué no me lo has dicho antes? Anne respondió con altivez, insistiendo en recibir el respeto que se debe a una mujer, el respecto que él le debía doblemente, dada su situación. —Porque era su deber, señor, hablar primero. —Muy bien. He hablado primero. ¿Esperarás un poco? —¡Ni un solo día! El tono era categórico. De eso no cabía la menor duda. Estaba decidida. —¿A qué vienen tantas prisas? —¿No tienes ojos? —preguntó ella con vehemencia—. ¿No tienes oídos? ¿No ves cómo me mira lady Lundie? ¿No oyes cómo me habla? ¡Esa mujer sospecha de mí! Puede que en cuestión de unas horas me despidan vergonzosamente de esta casa. —Inclinó la cabeza sobre el pecho; se retorció las manos, que descansaban sobre el regazo—. ¡Y, oh, Blanche! —gimió en voz baja. Volvieron a brotar las lágrimas, y esta vez fluyeron libremente—. ¡Blanche, que me respeta! ¡Blanche, que me quiere! ¡Blanche, que me ha dicho en este mismo lugar que viviría con ella cuando se casara! —Se levantó; sus lágrimas se secaron de repente y la implacable desesperación se asentó de nuevo en su rostro, triste y macilenta—. ¡Déjame ir! ¿Qué es la muerte, comparada con la vida que me espera? —Miró a Geoffrey de los pies a la cabeza con expresión desdeñosa; su voz adquirió su tono más alto y firme—. ¡Incluso tú tendrías valor para morir, si estuvieras en mi lugar! Geoffrey volvió la cabeza para mirar hacia el jardín. —¡Calla! —dijo—. ¡Te van a oír! —¡Que me oigan! ¿Qué más da, si ya no me importa oírlos a ellos? Geoffrey la retuvo y la obligó a sentarse a la fuerza. Un instante más y la habrían oído, pese al ruido de la partida y las risas. —Dime qué quieres —dijo—, y lo haré. Pero sé razonable. ¡No puedo casarme contigo hoy mismo! —Sí puedes. —¡Qué tonterías dices! La casa y el jardín están llenos de gente. ¡No puede ser! —¡Sí! Llevo pensándolo desde que vinimos a esta casa. Te haré una propuesta. ¿Quieres oírla o no? —¡Habla más bajo! —¿Quieres oírla o no? —¡Viene alguien! —¿Quieres oírla o no? —¡Que el diablo se lleve tu obstinación! ¡Sí! Había tenido que arrancarle aquella respuesta; aun así, era la respuesta que ella deseaba; abría la puerta a la esperanza. En el preciso instante en que consintió en escucharla, Anne reparó en la acuciante necesidad de evitar que los descubriera una tercera persona que pudiera entrar casualmente en la glorieta. Alzó la mano para pedir silencio y atendió a lo que ocurría fuera, en el jardín. Ya no se oía el golpe sordo del mazo de croquet contra la bola. El juego se había interrumpido. Momentos después oyó que la llamaban. Poco después, una voz familiar dijo: —Yo sé dónde está. Iré a buscarla. Anne se volvió hacia Geoffrey y le señaló el extremo más alejado de la glorieta. —Me toca jugar a mí —dijo—. Y Blanche viene hacia aquí para buscarme. Espera ahí, y yo la detendré en los escalones. Anne salió de la glorieta de inmediato. Era un momento crítico. Si los descubrían, significaría la ruina moral para la mujer y la ruina financiera para el hombre. Geoffrey no había exagerado al hablar de la posición en la que se hallaba con respecto a su padre. Lord Holchester había pagado sus deudas en dos ocasiones y se había negado a verlo desde entonces. Un atropello más contra el rígido sentido del decoro de su padre y lo excluiría del testamento igual que lo había excluido de su casa. Buscó un medio para batirse en retirada por si acaso no era posible escapar sin que lo vieran por la entrada de delante. En la pared del fondo de la glorieta había una puerta destinada al uso de los criados, cuando se hacían picnics y meriendas al estilo gitano. Se abría hacia fuera y estaba cerrada con llave. Con su fuerza, sería fácil superar aquel obstáculo. Golpeó la puerta con el hombro. En el momento en que conseguía abrirla, notó una mano sobre el brazo. Anne estaba detrás de él, sola. —Puede que necesites salir por ahí dentro de poco —dijo, mirando la puerta abierta sin expresar sorpresa—. Ahora no. Otra persona jugará por mí. Le he dicho a Blanche que estoy indispuesta. Siéntate. He conseguido un descanso de cinco minutos y tengo que aprovecharlo. Al cabo de ese tiempo, o menos, las sospechas de lady Lundie la traerán hasta aquí... para ver cómo estoy. Cierra la puerta por ahora. Anne se sentó y señaló una segunda silla. Él la ocupó... con los ojos puestos en la puerta cerrada. —¡Al grano! —exclamó con impaciencia—. ¿Qué es? —Puedes casarte en secreto conmigo hoy mismo —respondió ella—. ¡Escucha, y te diré cómo! Capítulo v El plan Anne le cogió de la mano y empezó a hablar con todo su arte para la persuasión. —Una pregunta, Geoffrey, antes de que te diga lo que quiero decirte. Lady Lundie te ha invitado a quedarte en Windygates. ¿Has aceptado su invitación o volverás a casa de tu hermano esta noche? —No puedo volver por la noche, han puesto a una visita en mi habitación. Me veo obligado a quedarme aquí. Mi hermano lo ha hecho a propósito. Julius me ayuda cuando estoy sin blanca y luego me tiraniza. Me ha enviado aquí a cumplir en nombre de la familia. Alguien ha de ser cortés con lady Lundie, y yo soy el sacrificado. Anne empezó por donde él había terminado. —No te sacrifiques —dijo—. Discúlpate con lady Lundie y explícale que has de volver. —¿Por qué? —Porque tenemos que irnos los dos de aquí hoy. A esto Geoffrey tenía una doble objeción que hacer. Si se iba de casa de lady Lundie, no podría volver a apelar a la generosidad de su hermano para futuras peticiones pecuniarias. Y si se iba con Anne, los ojos del mundo lo verían, y tal vez los murmullos del mundo llegaran a oídos de su padre. —Si nos vamos juntos —dijo—, adiós a mis perspectivas, y también a las tuyas. —No quiero decir que nos vayamos juntos —explicó ella—. Saldremos de aquí por separado, y yo seré la primera. —Se armará un gran alboroto cuando te echen en falta, y saldrán en tu busca. —Habrá baile cuando termine el croquet. Yo no bailo, y no me echarán de menos. Tendré tiempo y ocasión para irme a mi dormitorio. Dejaré una carta allí para lady Lundie, y una carta... —su voz tembló por un momento— y una carta para Blanche. ¡No me interrumpas! He pensado en ello, como he pensado en todo lo demás. La confesión que haré será la verdad al cabo de unas horas, aunque no sea la verdad ahora. Mis cartas dirán que me he casado en secreto y que mi marido me ha pedido inesperadamente que me reúna con él. Se organizará un gran escándalo en la casa, lo sé. Pero no tendrán motivos para salir en mi busca, puesto que estaré bajo la protección de mi marido. En lo que a ti concierne, no debes temer que descubran nada, porque lo que vas a hacer es completamente seguro y fácil de hacer. Espera una hora después de que yo me haya ido, para guardar las apariencias, y luego, sígueme. —¿Seguirte? —dijo Geoffrey—. ¿Adonde? Ella acercó más la silla y le susurró la siguiente frase al oído: —A una solitaria posada en las montañas, a seis kilómetros y medio de aquí. —¡Una posada! —¿Por qué no? —Una posada es un lugar público. A Anne se le escapó un gesto de natural impaciencia, pero se dominó, y siguió hablando con la misma serenidad de antes. —La posada a la que me refiero es el lugar más apartado de los contornos. No has de temer que allí haya fisgones. La he escogido precisamente por esa razón. Está lejos de la línea de ferrocarril; está lejos de la carretera principal; la dueña es una respetable y decente señora escocesa... —Las señoras escocesas decentes y respetables —intercaló Geoffrey— no acogen con simpatía a señoritas jóvenes que viajan solas. La patrona no te admitirá. La objeción apuntaba certeramente, pero falló el blanco. Una mujer dispuesta a casarse es capaz de enfrentarse a las objeciones del mundo entero con una sola mano y rebatirlas todas. —Lo tengo todo previsto —dijo—, y también he previsto eso. Le diré a la patrona que estamos en viaje de novios, le diré que mi marido está paseando por las montañas, admirando el paisaje... —¡Seguro que se lo cree! —dijo Geoffrey. —Seguro que no se lo cree, si no prefieres. ¡No importa! Sólo tienes que aparecer allí, preguntar por tu esposa, ¡y mi historia se convertirá en cierta! Quizá sea la mujer más suspicaz del mundo mientras yo esté sola. Pero en cuanto te vea conmigo, disiparás sus sospechas. Deja que yo haga mi parte. Mi parte es la más dura. ¿Cumplirás tú con la tuya? Era imposible negarse; Anne le había tomado la delantera en todo. Geoffrey cambió entonces de táctica. ¡Cualquier cosa antes que decir sí! —Supongo que sabrás cómo vamos a casarnos —dijo—. Porque lo que es yo no lo sé. —¡Sí lo sabes! —replicó ella—. Sabes que estamos en Escocia. Sabes que aquí no hay documentos, ceremonias, ni retrasos para casarse. El plan que te he propuesto garantiza que seré admitida en la posada, y hace fácil y natural que te reúnas conmigo después. El resto está en tus manos. Un hombre y una mujer que desean casarse (en Escocia) sólo tienen que declararse casados, y está hecho. Si después la patrona quiere ofenderse por el engaño, que haga como le plazca. Habremos conseguido nuestro objetivo a pesar de ella, y lo que es más, lo habremos conseguido sin que tú corras ningún riesgo. —No lo eches todo sobre mis espaldas —replicó Geoffrey—. Vosotras las mujeres siempre sois demasiado impetuosas. Supongamos que nos casamos. Después tendremos que separarnos. ¿O cómo vamos a mantenerlo en secreto? —Desde luego. Tú volverás a casa de tu hermano, claro está, como si no hubiera ocurrido nada. —¿Y qué será de ti? —Yo me iré a Londres. —¿Qué harás en Londres? —¿No te he dicho que he pensado en todo? Cuando llegue a Londres, recurriré a unos viejos amigos de mi madre, de la época en que era cantante. Todo el mundo me dice que tendría una gran voz si la hubiera educado. ¡La educaré! Puedo ganarme la vida respetablemente como cantante. He ahorrado dinero suficiente para vivir mientras estudio, y los amigos de mi madre me ayudarán, en memoria suya. Así pues, en la nueva vida que se estaba trazando, Anne reflejaba inconscientemente en sí misma la vida de su madre. ¡La hija escogía la carrera de la madre como cantante, a pesar de todos los esfuerzos realizados para evitarlo! ¡El matrimonio irregular de la madre en Irlanda estaba a punto de ser reproducido (aunque por otros motivos y en otras circunstancias) por el matrimonio irregular de la hija en Escocia! Y, lo más extraño de todo, ¡el responsable era el hijo del hombre que había descubierto el fallo en el matrimonio irlandés y había señalado el modo de repudiar a la madre! «Mi Anne es mi segundo yo. No lleva el apellido de su padre, sino el mío. Se llama Anne Silvester, como yo. ¿Acabará como yo?» La respuesta a esta pregunta, la última pregunta que había temblado en los labios moribundos de la madre, se acercaba rápidamente. El futuro llegaba por fin tras las oportunidades y los cambios de muchos años, y Anne Silvester estaba a punto de sucumbir. —¿Bien? —dijo—. ¿Has acabado con tus objeciones? ¿Me darás una respuesta clara al fin? ¡No! Geoffrey tenía una objeción preparada antes incluso de que ella acabara de hablar. —Supongamos que la gente de la posada me conoce por casualidad —dijo—. Supongamos que entonces mi padre se entera de todas maneras. —Supongamos que me obligas a matarme —replicó ella, poniéndose en pie—. Es ese caso, tu padre sabrá toda la verdad, ¡lo juro! Geoffrey se levantó también y retrocedió, alejándose de ella, pero Anne lo siguió. En aquel momento se oyeron aplausos en el jardín. Era obvio que alguien había dado un buen golpe que prometía decidir la suerte del juego. No podían estar seguros ya de que Blanche no volviera a aparecer. Cuando terminara el juego, lo más probable era que lady Lundie pudiera moverse con libertad. Anne llevó la entrevista al punto crucial sin perder un momento. —Señor Delamayn —dijo—. Ha regateado usted para conseguir un matrimonio secreto y yo he accedido. ¿Está dispuesto a casarse conmigo en las condiciones que usted mismo ha impuesto, o no? —¡Dame un momento para pensar! —Ni un instante. De una vez por todas, ¿sí o no? Geoffrey no podía decir que sí, ni siquiera en aquel momento. Pero dijo algo equivalente. —¿Dónde está la posada? —preguntó con fiereza. Ella se cogió de su brazo y susurró rápidamente: —Pasa la carretera de la derecha que lleva a la estación. Sigue por el camino que atraviesa el páramo y luego por el sendero que sube la colina. La primera casa con la que te encuentras después es la posada. ¿Lo has entendido? Geoffrey asintió con expresión lúgubre y ceñuda, y volvió a sacar la pipa del bolsillo. —No digas nada, por esta vez —dijo, al ver su mirada—. Estoy alterado. Cuando un hombre está alterado, necesita fumar. ¿Cómo se llama ese sitio? —Craig Fernie. —¿Por quién he de preguntar? —Por tu esposa. —¿Y suponiendo que te pregunten cómo te llamas cuando llegues? —Si tengo que dar un nombre, diré que soy la señora Silvester. Pero haré todo lo posible por evitarlo. Y tú harás todo lo posible por no equivocarte, preguntando únicamente por tu esposa. ¿Quieres saber algo más? —Sí. —¡Deprisa! ¿Qué es? —¿Cómo sabré que te has ido de aquí? —Si no tienes noticias mías media hora después de que nos hayamos separado, puedes estar seguro de que me he ido. ¡Silencio! Se oían dos voces que conversaban al pie de las escaleras: la voz de lady Lundie y la de sir Patrick. Anne señaló la puerta del fondo de la glorieta. Acababa de cerrarla, después de que Geoffrey hubiera salido por ella, cuando lady Lundie y sir Patrick aparecieron en lo alto de las escaleras. Capítulo VI El pretendiente Lady Lundie señaló la puerta del fondo con un gesto de complicidad y se dirigió a sir Patrick, hablando en voz baja. —¡Observe! —dijo—. La señorita Silvester acaba de deshacerse de alguien. Sir Patrick miró despacio en la dirección errónea, y (de la forma más cortés posible) no observó nada. Lady Lundie se adentró en la glorieta. Un odio suspicaz se leía claramente en todos los rasgos de su rostro. Un suspicaz recelo sobre la indisposición de la institutriz se manifestaba ostensiblemente en su tono de voz. —¿Puedo preguntarle, señorita Silvester, si se ha aliviado su dolencia? —No he mejorado, lady Lundie. —¿Perdón? —Digo que no he mejorado. —Al parecer es capaz de estar levantada. Cuando yo estoy enferma, no soy tan afortunada. Me veo obligada a acostarme. —Seguiré su ejemplo, lady Lundie. Si son tan amables de disculparme, iré a mi cuarto a acostarme. No pudo añadir nada. La entrevista con Geoffrey la había dejado agotada; no le quedaban fuerzas para resistirse a la malicia mezquina de la mujer, después de soportar la brutal indiferencia del hombre. Unos segundos más y acabaría dejándose vencer por la histeria que reprimía, y estallaría en lágrimas. Sin esperar a saber si la disculpaban o no, sin detenerse a oír una palabra más, abandonó la glorieta. Los magníficos ojos negros de lady Lundie se abrieron hasta no dar más de sí y lanzaron sus destellos más cegadores. Se volvió hacia sir Patrick, que se apoyaba tranquilamente en su bastón de marfil y, mirando hacia el grupo reunido en el jardín, era el vivo retrato de la inocencia venerable. —Después de lo que le he contado, sir Patrick, sobre la conducta de la señorita Silvester, ¿puedo preguntarle si no le parece que su proceder es del todo extraordinario? El viejo caballero accionó el resorte del pomo de su bastón y respondió con la cortesía de la vieja escuela. —Lady Lundie, no hay conducta que emane del bello sexo que me parezca extraordinaria. Inclinó la cabeza y tomó una pulgarada de rapé. Con un ademán vivaz y desenvuelto, se limpió los restos de polvo del índice y del pulgar, y volviendo a fijar la mirada en el jardín, se abstrajo aún más contemplando las diversiones de sus jóvenes amigos. Lady Lundie no varió su actitud, claramente resuelta a arrancar de su cuñado una opinión seria. Antes de que pudiera hablar, Arnold y Blanche aparecieron juntos al pie de las escaleras. —¿Y cuándo empieza el baile? —preguntó sir Patrick, yendo a su encuentro, y con toda la apariencia de un profundo interés por zanjar la cuestión lo antes posible. —Eso mismo iba a preguntarle a mamá —respondió Blanche—. ¿Está ahí dentro con Anne? ¿Está mejor Anne? Lady Lundie avanzó hacia su hijastra, dispuesta a responder a su pregunta. —La señorita Silvester se ha retirado a su cuarto. La señorita Silvester insiste en que está indispuesta. ¿Se ha fijado usted, sir Patrick, en que esas personas de mediana educación son casi siempre groseras cuando están enfermas? El rostro alegre de Blanche enrojeció. —Si cree usted que Anne es una persona de mediana educación, lady Lundie, debe de ser la única en sostener esa opinión. Estoy segura de que mi tío no está de acuerdo con usted. El interés de sir Patrick por la primera cuadrilla de baile era casi lastimoso de ver. —Dime, querida, ¿cuándo va a empezar el baile? —Cuanto antes mejor —intervino lady Lundie—, antes de que Blanche inicie otra discusión conmigo a propósito de la señorita Silvester. Blanche miró a su tío. —¡Empezad! ¡Empezad! ¡No perdáis tiempo! —exclamó el impaciente sir Patrick, señalando la casa con el bastón. —¡Desde luego, tío! ¡Como tú quieras! —Blanche se retiró con esta pulla de despedida a su madrastra. Arnold, que había permanecido en silencio al pie de las escaleras, miró a sir Patrick con expresión suplicante. Faltaba menos de una hora para que saliera el tren que debía llevarlo a la finca que acababa de heredar, ¡y aún no se había presentado al tutor de Blanche en calidad de pretendiente de su sobrina! La indiferencia con que sir Patrick recibía todas las reclamaciones domésticas, las de personas que amaba y las de personas que odiaba, daba igual, seguía totalmente inamovible. Helo aquí, apoyado en su bastón, tarareando una vieja melodía escocesa. Y he aquí a lady Lundie, dispuesta a no separarse de él hasta obligarle a ver a la institutriz con sus mismos ojos y a juzgarla con su mismo criterio. Volvió a la carga, a pesar de sir Patrick, que seguía tarareando en lo alto de la escalera, y de Arnold, que esperaba al pie. (Los enemigos de lady Lundie decían: «¡No es de extrañar que el pobre sir Thomas muriera pocos meses después de la boda!». ¡Y, Dios mío, a veces nuestros enemigos tienen razón!) —Debo recordarle una vez mas, sir Patrick, que tengo buenas razones para dudar de que la señorita Silvester sea una compañera adecuada para Blanche. A mi institutriz le ronda algo por la cabeza. Tiene secretos accesos de llanto. Está despierta y se pasea por la habitación cuando debería estar durmiendo. Lleva ella misma sus cartas al correo, y últimamente ha sido muy insolente conmigo. Algo ocurre. Debo tomar medidas, y lo correcto es que desee hacerlo con su consentimiento, como cabeza de familia. —Considere, lady Lundie, que he abdicado de mi posición en su favor. —¡Sir Patrick! Tenga a bien observar que hablo en serio y que espero una respuesta seria. —¡Mi buena señora! Pídame cualquier otra cosa, y estoy a su servicio. No he dado «una respuesta seria» desde que abandoné la práctica de la abogacía en Escocia. A mi edad —añadió sir Patrick, desviando sagazmente la conversación hacia temas generales— no hay nada serio, aparte de una indigestión. Como dice el filósofo: «La vida es una comedia para los que piensan, y una tragedia para los que sienten». —Tomó la mano de su cuñada y la besó—. ¡Querida lady Lundie! ¿Para qué sentir? Lady Lundie, que no había «sentido» en su vida, parecía obstinadamente dispuesta a sentir en aquella ocasión. Se sentía ofendida y lo demostró sin tapujos. —La próxima vez que se le pida que juzgue la conducta de la señorita Silvester, sir Patrick —dijo—, a menos que yo esté completamente equivocada, se verá obligado a considerarlo como algo más que una broma. —Tras estas palabras, abandonó la glorieta, y así favoreció los intereses de Arnold, dejando por fin solo al tutor de Blanche. La oportunidad era excelente. Los invitados estaban en la casa, por lo que no debían temer que los interrumpieran. Arnold se mostró a la vista. Sir Patrick (al que el discurso de despedida de lady Lundie no había alterado en lo más mínimo) se sentó en una silla de la glorieta sin fijarse en su joven amigo, y se hizo una pregunta basada en una profunda observación del sexo femenino. «¿Habrá habido alguna vez dos mujeres que se pelearan entre sí —pensó el viejo caballero— y que no quisieran arrastrar a un hombre a pelear también? ¡Que me arrastren a mí si pueden!» Arnold dio un paso y se anunció modestamente. —Espero no molestarle, sir Patrick. —¿Molestarme? ¡Por supuesto que no! ¡Dios mío, qué serio viene este muchacho! ¿Va a ser usted el siguiente en apelar a mí como cabeza de familia? ¡Era exactamente lo que Arnold estaba a punto de hacer! Pero era evidente que, si lo admitía en aquel momento, sir Patrick se negaría a escucharle, por alguna razón incomprensible para él. —Le pedí permiso para hacerle una consulta privada, señor —respondió con cautela—, y usted tuvo la amabilidad de decirme que me concedería la oportunidad antes de que me fuera de Windygates. —¡Sí! ¡Sí! Desde luego. Lo recuerdo. Estábamos los dos enzarzados en el grave asunto del croquet y resultaba difícil decidir cuál de los dos era más torpe. Bueno, aquí está su oportunidad, y aquí estoy yo, con toda mi experiencia del mundo a su servicio. Sólo tengo una advertencia que hacerle: no me pida que actúe como «cabeza de familia». Mi dimisión está en poder de lady Lundie. Hablaba, como de costumbre, medio en broma, medio en serio. Sus labios se torcían en su característico rictus de humor irónico. Arnold no sabía cómo hablar de su sobrina sin recordar a sir Patrick sus responsabilidades domésticas, por un lado, y sin convertirse él mismo en blanco del ingenio de sir Patrick, por otro. —No se dé prisa —dijo sir Patrick—. Ordene sus ideas. ¡Puedo esperar! ¡Puedo esperar! Arnold ordenó sus ideas, y cometió un segundo error. Resolvió en un principio tantear el terreno con prudencia. Dadas las circunstancias (y el hombre con el que había de tratar) fue quizá la decisión más temeraria de las que podía haber tomado; era como el ratón que intenta superar en estrategia al gato. —Ha sido usted muy amable, señor, ofreciéndome el beneficio de su experiencia —empezó—. Quiero pedirle consejo. —Suponga que lo recibe sentado —sugirió sir Patrick—. Coja una silla. —Sus penetrantes ojos siguieron a Arnold con una expresión de malicioso regocijo. «¿Quiere que le aconseje? —pensó—. Este joven farsante no quiere nada de eso. Lo que quiere es a mi sobrina.» Arnold se sentó bajo la mirada de sir Patrick con la fundada sospecha de que estaba destinado a sufrir, antes de volver a levantarse, el ataque verbal de su interlocutor. —Soy joven —siguió diciendo, sin dejar de moverse en la silla—, y estoy empezando una nueva vida... —¿Le ocurre algo a la silla? —preguntó sir Patrick—. Empiece su nueva vida cómodamente y búsquese otra. —A la silla no le pasa nada, señor. ¿Usted...? —¿Si me quedaría en la misma silla en ese caso? ¡Desde luego! —Quiero decir, si me aconsejaría usted que... —¡Mi querido muchacho! Estoy esperando para aconsejarle. (Estoy seguro de que a esa silla le pasa algo. ¿Por qué se obstina con ella? ¿Por qué no coge otra?) —Por favor, olvide la silla, sir Patrick. Me desconcierta usted. Yo lo que quiero... en resumen... tal vez sea una pregunta curiosa... —No puedo saberlo hasta que la escuche —señaló sir Patrick—. Sin embargo, podemos admitirlo por pura formalidad, si usted quiere. Digamos que es una pregunta curiosa. O expresémoslo de un modo más rotundo, si ha de servirle de ayuda; digamos que es la pregunta más extraordinaria que ha hecho un ser humano a otro desde el principio de los tiempos. —¡Es ésta! —barbotó Arnold con desesperación—. ¡Quiero casarme! —Eso no es una pregunta —objetó sir Patrick—. Es una afirmación. Dice que quiere casarse. Y yo digo: ¡muy bien! Y ahí se acaba todo. A Arnold empezaba a darle vueltas la cabeza. —¿Me aconseja usted que me case, señor? —preguntó con tono patético—. Eso era lo que quería decir. —¿Ah? Ése es el propósito de esta entrevista, ¿verdad? ¿Que si le aconsejo que se case, eh? (Después de haber atrapado al ratón, el gato alzó la pata y dejó que la infortunada criaturilla volviera a respirar. La actitud de sir Patrick se desprendió de repente de cualquier leve signo de impaciencia que hubiera podido mostrar hasta entonces y adquirió la soltura y la confianza más agradables que puedan darse. Accionó el resorte del pomo del bastón y tomó una pulgarada de rapé con celo y deleite infinitos.) —¿Que si le aconsejo que se case? —repitió sir Patrick—. Dos son las opciones de que disponemos, Arnold, para abordar la cuestión. Podemos responder brevemente, o bien, desarrollar el tema largo y tendido. Yo prefiero la versión breve. ¿Qué me dice? —Lo que usted diga, sir Patrick. —Muy bien. ¿Puedo empezar haciéndole una pregunta sobre su vida pasada? —¡Por supuesto! —¡Muy bien otra vez! Cuando estaba usted en la marina mercante, ¿tuvo que comprar alguna vez provisiones en tierra? Arnold se sorprendió. Si existía alguna relación entre la pregunta y el asunto que trataban, era una relación indescifrable para él. Respondió sin disimular su perplejidad. —Muchas veces, señor. —Ahora me explico —dijo sir Patrick—. No se asombre. Ahora me explico. ¿Qué pensó usted del azúcar sin refinar, cuando lo compró en la tienda de ultramarinos? —¿Qué pensé? —repitió Arnold—. ¡Bueno, pensé que era azúcar sin refinar, claro! —¡Cásese sin dudarlo! —exclamó sir Patrick—. Es usted uno de los pocos hombres que pueden probar ese experimento con posibilidades de éxito. La inesperada respuesta dejó a Arnold sin aliento. Había algo absolutamente electrizante en la brevedad de su venerable amigo. Se quedó mirándolo, más asombrado que nunca. —¿No me ha entendido? —preguntó sir Patrick. —No entiendo lo que tiene que ver el azúcar sin refinar con lo que estamos hablando, señor. —¿No lo ve claro? —¡Ni pizca! —Entonces se lo enseñaré —dijo sir Patrick. Cruzó las piernas y se arrellanó cómodamente para una buena charla—. Usted va a la tienda y pide azúcar sin refinar. Lo compra, a condición de que sea azúcar sin refinar. Pero no es nada parecido. Es una mezcla adulterada para que parezca azúcar. Usted cierra los ojos a ese hecho embarazoso y se traga su compuesto adulterado con diversos alimentos y, de esa manera, usted y su azúcar mantienen una relación lo más cordial posible. ¿Me sigue hasta aquí? Sí. Arnold (completamente a oscuras) le seguía hasta ahí. —Muy bien —prosiguió sir Patrick—. Usted va a la tienda de matrimonios y pide una esposa. La acepta a condición de que, por ejemplo, tenga un precioso cabello rubio y un cutis exquisito, de que su figura sea perfecta en sus redondeces, y de que sea lo bastante alta para moverlas airosamente. Se la lleva a casa y descubre que le ha ocurrido lo mismo que con el azúcar. Su mujer es un artículo adulterado. Su precioso cabello rubio es... tinte. Su cutis exquisito es... polvo de aljófar. Sus redondeces son... rellenos. Y siete centímetros de su estatura están... en los tacones del zapatero. Si cierra los ojos y se traga a su esposa adulterada igual que se traga el azúcar adulterado, se lo vuelvo a decir, es usted uno de los pocos hombres que pueden probar el experimento del matrimonio con posibilidades de éxito. Tras estas palabras, descruzó las piernas y miró a Arnold fijamente. Arnold interpretó por fin la lección de manera correcta. Renunció al inútil intento de embaucar a sir Patrick y se atrevió a aludir directamente a su sobrina, sin pensar en las consecuencias. —Puede que eso sea verdad para ciertas señoritas, señor —dijo—. Yo conozco a una, que es pariente suya, y que no merece lo que ha dicho de las demás. Eso sí que era explicarse. Sir Patrick aprobó la franqueza de Arnold, y lo demostró yendo al grano con toda la rapidez que le permitía su caprichoso humor. —¿Y ese fenómeno femenino es mi sobrina? —preguntó. —Sí, sir Patrick. —¿Puedo preguntarle cómo sabe que mi sobrina no es un artículo adulterado como todos los demás? La indignación de Arnold soltó las últimas amarras que sujetaban su lengua. Explotó con las tres palabras que ocupaban tres volúmenes en todas las bibliotecas ambulantes del reino. —Porque la amo. Sir Patrick se recostó en la silla y estiró las piernas voluptuosamente. —Es la respuesta más convincente que he oído en mi vida —dijo. —¡Hablo en serio! —exclamó Arnold, sin pensar ya más que en una cosa—. ¡Póngame a prueba, señor! ¡Póngame a prueba! —¡Oh, muy bien! Será fácil. —Miró a Arnold con un regocijo irrefrenable lanzando alegres destellos en sus ojos y curvando las comisuras de sus labios—. Mi sobrina tiene un hermoso cutis. ¿Cree usted en su cutis? —Veo un hermoso cielo desde aquí —respondió Arnold—. Creo en el cielo. —¿Sí? —replicó sir Patrick—. Es evidente que nunca le ha pillado un aguacero. Mi sobrina tiene una inmensa cantidad de cabello. ¿Está usted convencido de que le crece todo en la cabeza? —¡Desafío a cualquier mujer a que enseñe una cabeza igual a la suya! —¡Mi querido Arnold, subestima usted grandemente los recursos actuales del comercio del cabello! Fíjese en los escaparates. La próxima vez que vaya a Londres, fíjese en los escaparates, por favor. Mientras tanto, ¿qué opina de la figura de mi sobrina? —¡Oh, vamos! ¡Sobre eso no puede haber la menor duda! Cualquier hombre con ojos en la cara vería que tiene la figura más encantadora del mundo. Sir Patrick rió por lo bajo y volvió a cruzar las piernas. —¡Mi buen amigo! ¡Por supuesto que sí! La figura más encantadora del mundo es la cosa más corriente del mundo. A ojo de buen cubero, yo diría que hay unas cuarenta señoras en el jardín. Todas tienen una figura bonita. Varía según el precio y, cuando es especialmente seductora, puede estar seguro de que procede de París. ¡Vaya, qué mirada! Cuando le he preguntado qué pensaba de la figura de mi sobrina, me refería a cuánto cree que es natural y cuánto producto de una tienda. ¡Yo no lo sé, cuidado! ¿Lo sabe usted? —Pondría la mano en el fuego por cada centímetro de su figura. —¿Tienda? —¡Natural! Sir Patrick se puso en pie, su satírico humor acallado al fin. «Si algún día tengo un hijo —pensó—, ¡se enrolará en la marina!» Cogió a Arnold del brazo, como paso previo para disipar su incertidumbre. —Si soy capaz de hablar en serio —dijo—, ya es hora de ser serio con usted. Estoy convencido de la sinceridad de su afecto. Todo lo que sé de usted es favorable, y su cuna y su posición están fuera de toda duda. Si Blanche consiente, tiene también mi consentimiento. —Arnold intentó expresar su gratitud. Sir Patrick prosiguió, negándose a escucharle—. Y recuerde esto en el futuro. La próxima vez que quiera algo que yo pueda darle, pídamelo directamente. No intente desorientarme; por mi parte, yo prometo no desorientarle. ¡Bien! Trato hecho. Ahora, con respecto a ese viaje suyo para ir a ver su finca. Las fincas tienen sus deberes, señor Arnold, igual que tienen sus derechos. Pronto llega el día en que se ponen en duda los derechos, cuando no se cumple con los deberes. Ahora he de interesarme por todo lo que usted haga, y pienso encargarme de que cumpla con su deber. Tiene previsto abandonar hoy Windygates. ¿Sabe ya cómo va a marcharse? —Sí, sir Patrick. Lady Lundie ha tenido la amabilidad de ordenar que me lleven a la estación en la calesa, a tiempo para coger el próximo tren. —¿Cuándo piensa marcharse? —Dentro de un cuarto de hora —contestó Arnold mirando su reloj. —Muy bien. Atento a la hora. ¡Un momento! Tendrá tiempo de sobra para hablar con Blanche cuando yo haya acabado con usted. No da la impresión de estar muy impaciente por ver su propia finca. —No estoy impaciente por dejar a Blanche, señor. Ésa es la verdad. —Olvídese de Blanche. Blanche no tiene nada que ver con esos asuntos. Según creo, tiene usted una de las mejores casas de esta parte de Escocia. ¿Cuánto tiempo se quedará en ella? —He dispuesto (como ya le he mencionado, señor) que regresaré a Windygates pasado mañana. —¡Qué! He aquí un hombre al que aguarda un palacio presto a recibirlo, ¡y sólo se quedará un día entero en él! —No voy a quedarme en él, sir Patrick. Voy a dormir en casa del administrador. Sólo quieren que esté presente mañana en una comida con mis arrendatarios, y, cuando termine, no hay nada en el mundo que me impida regresar aquí. El administrador me lo aseguró en su última carta. —¡Ah, si el administrador le dijo eso, desde luego no hay nada más que decir! —¡No me censure por regresar! ¡Por favor, sir Patrick! Prometo vivir en mi nueva casa cuando Blanche pueda vivir conmigo. Si no le importa, iré y le diré de inmediato que le pertenece todo a ella igual que a mí. —¡Calma! ¡Calma! ¡Habla ya como si estuvieran casados! —¡Prácticamente, señor! ¿Cuál es el problema ahora? Mientras hacía esta pregunta, la sombra de una tercera persona, que avanzaba desde un lateral de la glorieta, se proyectó en la franja iluminada por el sol en lo alto de las escaleras. Instantes después, la materia siguió a la sombra en forma de mozo de cuadra con librea de montar. Era evidente que el hombre no pertenecía al servicio de la casa. Dio un respingo y se tocó el sombrero cuando vio a los dos caballeros en la glorieta. —¿Qué quiere? —preguntó sir Patrick. —Le ruego que me perdone, señor, me ha enviado mi amo... —¿Quién es su amo? —El honorable señor Delamayn, señor. —¿Se refiere a Geoffrey Delamayn? —preguntó Arnold. —No, señor. Al hermano del señor Geoffrey, el señor Julius. Vengo cabalgando desde su casa, señor, con un mensaje de mi amo para el señor Geoffrey. —¿No ha dado con él? —Me han dicho que lo encontraría por aquí, señor. Pero no conozco este sitio y no sé dónde debo buscar. —Se detuvo y sacó una tarjeta de su bolsillo—. Mi amo me ha dicho que era muy importante que entregara esto inmediatamente. ¿Querrían ustedes decirme, caballeros, si saben por casualidad dónde está el señor Geoffrey? Arnold se volvió hacia sir Patrick. —Yo no lo he visto. ¿Y usted? —Lo he olido —respondió sir Patrick— desde que he entrado en la glorieta. Hay un detestable tufillo a tabaco en el aire, lo que sugiere (de una forma desagradable en mi opinión) que su amigo el señor Delamayn anda cerca. Arnold rió y salió de la glorieta. —Si tiene usted razón, sir Patrick, lo encontraré en seguida. —Miró a un lado y a otro y gritó—: ¡Geoffrey! —¡Hola! —respondió una voz desde la rosaleda. —Te buscan. ¡Ven! Geoffrey apareció, caminando obstinadamente despacio, con la pipa en la boca y las manos en los bolsillos. —¿Quién me busca? —Un mozo de cuadra de tu hermano. La respuesta pareció electrizar al perezoso atleta. Geoffrey caminó a toda prisa hacia la glorieta, a grandes e impacientes zancadas. Se dirigió al mozo de cuadra antes de que el hombre tuviera tiempo de hablar. Con espanto y consternación en la cara, exclamó: —¡Por Júpiter! ¡Ratonero ha recaído! Sir Patrick y Arnold se miraron el uno al otro, mudos de asombro. —¡El mejor caballo de los establos de mi hermano! —exclamó Geoffrey, explicándose y apelando a ellos al mismo tiempo—. Dejé instrucciones escritas al cochero. He repartido su medicina para tres días; lo he sangrado —dijo Geoffrey, con voz entrecortada por la emoción—. Yo mismo lo sangré anoche. —Le ruego que me perdone, señor... —empezó a decir el mozo de cuadra. —¿A qué pedir tanto perdón? ¡Sois una pandilla de malditos estúpidos! ¿Dónde está tu caballo? ¡Volveré y le romperé todos los huesos al cochero! ¿Dónde está tu caballo? —Por favor, señor, no es Ratonero. Ratonero está bien. —¿Ratonero está bien? Entonces ¿qué demonios pasa? —Traigo un mensaje, señor. —¿Sobre qué? —Sobre milord. —¿Ah? ¿Sobre mi padre? —Sacó su pañuelo y se lo pasó por la frente, con un profundo suspiro de alivio—. Pensaba que era Ratonero —añadió, mirando a Arnold con una sonrisa. Se puso la pipa en la boca y volvió a encender las cenizas de tabaco—. ¿Y bien? —prosiguió—. ¿Qué pasa con mi padre? —Es un telegrama de Londres, señor. Malas noticias sobre milord. El hombre sacó la tarjeta de su amo. Geoffrey leyó en ella (de puño y letra de su hermano) estas palabras: Sólo dispongo de un instante para escribirte unas líneas en mi tarjeta. Nuestro padre está gravemente enfermo. Se ha mandado llamar a su abogado. Ven conmigo a Londres en el primer tren. Nos encontraremos en la estación de empalme. Sin decir una sola palabra a ninguna de las tres personas presentes, que lo miraban en silencio, Geoffrey consultó su reloj. Anne le había dicho que esperara media hora y diera luego por sentado que se había ido si no sabía nada de ella en ese tiempo. La media hora había transcurrido y no había recibido comunicación alguna. La huida de la casa se había llevado a cabo sin contratiempos. Anne Silvester se encontraba, en aquel momento, de camino a la posada de la montaña. Capítulo VII La deuda Arnold fue el primero en romper el silencio. —¿Está grave tu padre? —preguntó. Geoffrey contestó tendiéndole la tarjeta. Sir Patrick, que había permanecido al margen (mientras se trataba de la posible recaída de Ratonero), estudiando con sorna la actitud y las costumbres de la moderna juventud inglesa, avanzó ahora para participar en la conversación. La mismísima lady Lundie habría reconocido que, en esta ocasión, habló y actuó como el cabeza de familia. —¿Estoy en lo cierto al suponer que el padre del señor Delamayn está gravemente enfermo? —preguntó, dirigiéndose a Arnold. —Gravemente enfermo, sí, en Londres —respondió Arnold—. Geoffrey tiene que abandonar Windygates conmigo. El tren que voy a coger se encuentra con el que lleva a su hermano en la estación de empalme, que está a dos paradas de aquí. —¿No me había dicho que lady Lundie le prestaba la calesa para ir hasta la estación? —Sí. —Si conduce el criado, serán tres, y no habrá sitio para todos. —Será mejor que pidamos otro vehículo —sugirió Arnold. Sir Patrick miró su reloj. No había tiempo para cambiar de carruaje. Se volvió hacia Geoffrey. —¿Sabe usted conducir la calesa, señor Delamayn? Geoffrey respondió asintiendo, sin abandonar su indescifrable mutismo. Sir Patrick prosiguió, pasando por alto la poca formalidad con que le había respondido. —En ese caso, puede dejar la calesa a cargo del jefe de estación. Le diré al criado que no lo necesitarán para conducirla. —Permítame que le ahorre la molestia, sir Patrick —dijo Arnold. Sir Patrick rehusó con un gesto y volvió a darse la vuelta hacia Geoffrey sin perder la cortesía. —En estas tristes circunstancias, señor Delamayn, la hospitalidad nos obliga a apresurar su partida. Lady Lundie está ocupada con sus invitados. Yo mismo me ocuparé de que no se produzca un retraso innecesario en enviarlo a usted a la estación. —Inclinó la cabeza y salió de la glorieta. Arnold expresó sus condolencias a su amigo cuando se quedaron solos. —Lo siento, Geoffrey. Espero y confío en que llegues a Londres a tiempo. Se interrumpió. Había algo en el rostro de Geoffrey, una extraña mezcla de duda y perplejidad, de fastidio y vacilación, que no podía considerarse como resultado natural de la noticia que había recibido. Mudó el color de su cara; se hurgó en las uñas con preocupación; miró a Arnold como si fuera a decir algo, y luego apartó la vista de nuevo en silencio. —¿Ocurre algo, Geoffrey, aparte de la mala noticia sobre tu padre? —preguntó Arnold. —Estoy metido en un lío de mil demonios —fue la respuesta. —¿Puedo hacer algo para ayudarte? En lugar de dar una contestación directa, Geoffrey alzó su fuerte mano y dio a Arnold una palmada amistosa en el hombro, que lo sacudió de los pies a la cabeza. Arnold recobró el equilibrio y esperó, preguntándose qué vendría después. —Oye, viejo amigo —dijo Geoffrey. —¿Sí? —¿Recuerdas el día que volcó el bote en el puerto de Lisboa? Arnold se sobresaltó. Si hubiera podido pensar entonces en la primera entrevista mantenida en la glorieta con el viejo amigo de su padre, tal vez habría recordado la predicción de sir Patrick de que tarde o temprano tendría que pagar, con intereses, la deuda contraída con el hombre que le había salvado la vida. Sin embargo, lo que recordó de golpe fue el momento del accidente con el bote. En el ardor de su gratitud y la inocencia de su corazón, la pregunta de su amigo casi llegó a ofenderle como un reproche que no merecía. —¿Crees que podré olvidar jamás —exclamó con vehemencia— que me llevaste a nado hasta la orilla y que me salvaste la vida? Geoffrey se aventuró a dar un paso más hacia el objetivo que tenía en mente. —Un favor merece otro favor —dijo—, ¿no? Arnold le cogió la mano. —Pide lo que sea —respondió rápidamente—. Tú dime lo que puedo hacer por ti. —Hoy te vas a ver tu nueva finca, ¿verdad? —Sí. —¿Podrías posponerlo hasta mañana? —Si se trata de algo importante, ¡claro que puedo! Geoffrey miró a un lado y a otro desde la entrada de la glorieta, para asegurarse de que estaban solos. —Conoces a la institutriz, ¿verdad? —susurró. —¿A la señorita Silvester? —Sí. Estoy en un pequeño apuro con la señorita Silvester. Y no hay un solo ser viviente a quien pueda pedirle ayuda más que a ti. —Sabes que te ayudaré. ¿De qué se trata? —No es tan fácil decirlo. No importa, tampoco tú eres un santo, ¿no? Y me guardarás el secreto, ¿verdad? ¡Mira! Me he comportado como un maldito estúpido. He metido a la chica en un buen lío... Arnold retrocedió, comprendiendo de pronto a su amigo. —¡Cielo santo, Geoffrey! No querrás decir... —Sí. Espera un poco. Eso no es lo peor. Se ha ido de la casa. —¿Se ha ido? —Para siempre. No puede regresar. —¿Por qué no? —Porque le ha escrito una nota a su señora. Las mujeres (¡malditas sean!) no hacen nunca estas cosas a medias. Ha dejado una carta donde dice que se ha casado en secreto y que se ha ido para reunirse con su marido. Su marido soy... yo. Pero no me he casado con ella todavía, ¿entiendes? Sólo he prometido casarme con ella. Se ha ido primero (a escondidas) a un lugar que está a seis kilómetros y medio de aquí. Y acordamos que yo debía seguirla y casarme con ella en secreto esta misma tarde. Eso ahora es imposible. Mientras ella me espera en la posada, yo estaré de camino a Londres. Alguien debe ir a contarle lo que ha ocurrido o armará un escándalo y se destapará todo el asunto. No puedo confiar en nadie de aquí. Estoy perdido, viejo amigo, a menos que tú me ayudes. Arnold alzó las manos con espanto. —¡Es la situación más horrible que he oído en mi vida, Geoffrey! Geoffrey estaba totalmente de acuerdo con él. —Suficiente para derribar a un hombre, ¿no? —dijo—. Daría cualquier cosa por un trago de cerveza. —Sacó su pipa sempiterna, llevado por la fuerza de la costumbre—. ¿Tienes una cerilla? —preguntó. Arnold estaba demasiado enfrascado en sus propios pensamientos para reparar en la pregunta. —Espero que no creas que me tomo a la ligera la enfermedad de tu padre —dijo con gran seriedad—. Pero a mí me parece, y debo decírtelo, a mí me parece que la pobre chica debería ser lo primero para ti. Geoffrey lo miró con malhumorado asombro. —¿Lo primero para mí? ¿Crees que me arriesgaré a quedarme fuera del testamento de mi padre? ¡Ni por la mejor mujer que haya vestido enaguas en toda la historia! Arnold sentía por su amigo una admiración cimentada en una sólida base de muchos años; admiración por un hombre que sabía remar, boxear, luchar, saltar y, por encima de todo, nadar, como pocos hombres podían realizar tales ejercicios en toda Inglaterra. Pero aquella respuesta sacudió los cimientos de su fe. Aunque sólo por un momento; por desgracia para Arnold, sólo fue por un momento. —Tú sabrás lo que te conviene —replicó con cierta frialdad—. ¿Qué puedo hacer yo? Geoffrey lo agarró del brazo con brusquedad, como hacía con todo, pero con actitud amigable y confidencial. —Ve, como un buen amigo, y cuéntale lo que ha ocurrido. Saldremos de aquí como si los dos fuéramos a coger el tren, y luego te dejaré en el camino. Podrás ir a tu finca más tarde, en el tren de la noche. Para ti no supone ninguna molestia y le harás un favor a un viejo amigo. Y no hay peligro de que te descubran. ¡Recuerda que yo conduciré la calesa! No vendrá ningún criado con nosotros, muchacho, que pueda luego ir contando chismes. Incluso Arnold empezaba a comprender ya, vagamente, que iba a pagar su deuda de gratitud con intereses, tal como había predicho sir Patrick. —¿Qué he de decirle? —preguntó—. Estoy obligado a hacer todo lo que pueda por ayudarte, y lo haré. Pero ¿qué he de decir? Era una pregunta muy natural. No era tan fácil de responder. Lo que podía hacer un hombre, dadas ciertas circunstancias musculares, no lo sabía nadie mejor que Geoffrey Delamayn. De lo que podía decir un hombre, dadas ciertas circunstancias sociales, no había quien supiera menos que él. —¿Decir? —repitió—. Pues... dile que estoy muy confuso o algo así. Y... espera un poco. Dile que se quede donde está, hasta que yo le escriba. Arnold vaciló. A pesar de su total ignorancia sobre la vulgar y limitada forma de conocimiento que llamamos «conocimiento del mundo», su innata delicadeza le dio a entender la gravedad de la posición que su amigo le pedía que asumiera con la misma claridad con que la habría visto un hombre cauteloso, experimentado y que le doblara la edad. —¿No puedes escribirle ahora, Geoffrey? —preguntó. —¿Para qué? —Piénsalo un momento y lo verás. Me has confiado un secreto sumamente delicado. Puede que me equivoque, porque nunca me había visto mezclado en un asunto como éste, pero creo que, presentándome ante esa dama como mensajero tuyo, la expondré a una horrible humillación. ¿Debo ir a verla y decirle a la cara: «Conozco lo que oculta al resto del mundo», y se supone que ella va a soportarlo? —¡Bobadas! —dijo Geoffrey—. Pueden soportar mucho más de lo que crees. Ojalá hubieras visto cómo me ha acosado antes en este mismo lugar. Mi buen amigo, no entiendes a las mujeres. El gran secreto de cómo tratar a una mujer consiste en agarrarla por el cogote, como a los gatos... —No puedo enfrentarme a ella, a menos que me ayudes dándole tú primero la noticia. No me detendré ante ningún sacrificio para ayudarte, pero, ¡maldita sea, Geoffrey!, ten en cuenta la difícil situación en la que me colocas. Soy casi un desconocido para ella; no sé cómo me recibirá la señorita Silvester antes de que pueda decir esta boca es mía. Estas últimas palabras tocaron el lado práctico de la cuestión. Geoffrey reconoció de inmediato el punto de vista práctico del problema, y lo comprendió. —Tiene un carácter de mil demonios —dijo—. Eso no puede negarse. Tal vez será mejor que le escriba. ¿Tenemos tiempo para entrar en la casa? —No. La casa está llena de gente, y no tenemos ni un minuto que perder. Escribe ahora, aquí mismo. Yo tengo un lápiz. —¿Dónde escribo? —En cualquier cosa... en la tarjeta de tu hermano. Geoffrey cogió el lápiz que le ofrecía Arnold y miró la tarjeta. Las líneas escritas por su hermano la cubrían. No quedaba espacio. Buscó en el bolsillo y sacó una carta, la carta a la que se había referido Anne durante su entrevista: la carta que ella le había escrito para insistir en que debía asistir a la reunión de Windygates. —Esto servirá —dijo—. Es una de las cartas que me ha escrito la propia Anne. Queda espacio en blanco en la cuarta página. Si le escribo una nota —añadió, volviéndose de repente hacia Arnold—, ¿prometes llevársela? ¡Sellemos el trato con un apretón de manos! Extendió la mano que había salvado la vida de Arnold en el puerto de Lisboa... y obtuvo la promesa de Arnold, en memoria de aquel momento. —Muy bien, viejo amigo. Te explicaré cómo llegar cuando estemos en la calesa. Por cierto, hay una cosa importante. Será mejor que te la diga ahora que me acuerdo. —¿Qué es? —No debes presentarte en la posada con tu nombre verdadero, y no debes preguntar por ella con el suyo. —¿Por quién he de preguntar? —Es algo peliagudo. Ella habrá dicho que es una mujer casada, por si se ponían quisquillosos a la hora de aceptarla... —Comprendo. Sigue. —Y ella ha pensado decirles (para que todo parezca claro y correcto, ya sabes) que está esperando a su marido. Si yo hubiera podido ir, habría preguntado por «mi esposa». Tú iras en mi lugar... —¿Y debo preguntar por «mi esposa», o, en caso contrario, expondré a la señorita Silvester a desagradables consecuencias? —¿No te opones? —¡No! No me importa lo que haya de decir a la gente de la posada. Es el encuentro con la señorita Silvester lo que me da miedo. —Yo lo arreglaré. ¡No temas! Geoffrey se dirigió de inmediato hacia la mesa y rápidamente garabateó unas cuantas líneas; luego se detuvo y caviló. «¿Bastará con esto? —se dijo—. No. Será mejor que ponga alguna tontería romántica para tranquilizarla.» Caviló de nuevo, añadió una línea, y golpeó la mesa con una alegre palmada. —¡Esto servirá! Léelo, Arnold. No está tan mal escrito. Arnold leyó la nota, pero no pareció compartir la opinión favorable de su amigo. —Es muy corto —dijo. —¿Tengo tiempo para añadir algo? —Quizá no. Pero que la señorita Silvester vea por sí misma que no tienes tiempo para escribir más. El tren sale en menos de media hora. Pon la hora. —¡Oh, está bien! Y la fecha también, si tú quieres. Acababa de añadir las palabras y las cifras solicitadas, y había entregado la carta revisada a Arnold, cuando regresó sir Patrick para anunciar que la calesa estaba lista. —¡Vamos! —dijo—. ¡No tienen tiempo que perder! Geoffrey se puso en pie. Arnold vaciló. —¡Debo ver a Blanche! —dijo con tono suplicante—. No dejaré a Blanche sin decirle adiós. ¿Dónde está? Sir Patrick señaló las escaleras con una sonrisa. Blanche lo había seguido desde la casa. Arnold corrió hacia ella en el acto. —¿Se va? —dijo ella con cierta tristeza. —Volveré dentro de dos días —susurró Arnold—. ¡Todo va bien! Sir Patrick da su consentimiento. Ella le sujetó el brazo con fuerza. Aquella despedida precipitada delante de otras personas no parecía ser de su gusto. —¡Perderán el tren! —exclamó sir Patrick. Geoffrey agarró a Arnold por el brazo que sujetaba Blanche y lo arrancó, literalmente, lo arrancó de allí. Los dos salieron y se perdieron de vista entre los arbustos antes de que la indignación de Blanche hallara el modo de expresarse ante su tío. —¿Por qué ese bruto se va con el señor Brinkworth? —preguntó. —Al señor Delamayn lo reclama en Londres la enfermedad de su padre —contestó sir Patrick—. ¿No te gusta? —¡Lo detesto! Sir Patrick reflexionó un momento. «Es una muchacha de dieciocho años —pensó—. Y yo soy un viejo de setenta. Qué curioso que estemos de acuerdo en algo. Y más que curioso que estemos de acuerdo en detestar al señor Delamayn.» Sir Patrick salió de su abstracción y volvió a mirar a Blanche. La muchacha estaba sentada a la mesa con la cabeza apoyada en la mano; ausente y alicaída, pensaba en Arnold; y aunque tenían ante ellos un futuro prometedor, sus pensamientos no eran dichosos. —¡Vaya, Blanche! ¡Blanche! —dijo sir Patrick, alzando la voz—. Cualquiera diría que se ha ido a dar la vuelta al mundo. ¡Tontita! Volverá pasado mañana. —¡Ojalá no se hubiera ido con ese hombre! —dijo Blanche—. ¡Ojalá no tuviera a ese hombre por amigo! —¡Vamos, vamos! Reconozco que era un grosero. ¡No te inquietes! Se separarán al cabo de dos paradas. Vuelve al salón de baile conmigo. ¡Olvídalo bailando, querida, olvídalo bailando! —No —dijo Blanche—. No estoy de humor para bailar. Me iré arriba y hablaré de ello con Anne. —¡No harás nada parecido! —dijo una tercera voz, uniéndose de pronto a la conversación. Tanto tío como sobrina alzaron los ojos, y vieron a lady Lundie en el último escalón de la glorieta. —Te prohíbo que vuelvas a mencionar el nombre de esa mujer en mi presencia —prosiguió su señoría—. ¡Sir Patrick! Le avisé (¿lo recuerda?) de que el asunto de la institutriz no debía tomarse a la ligera. Mis peores temores se han confirmado. ¡La señorita Silvester ha abandonado la casa! Capítulo VIII El escándalo Aún era primera hora de la tarde y los invitados de lady Lundie empezaban ya a compartir observaciones por los rincones, y a llegar a la convicción general de que «algo malo ocurría». Blanche había desaparecido misteriosamente para sus parejas de baile. Lady Lundie había abandonado misteriosamente a sus invitados. Blanche no había vuelto. Lady Lundie había vuelto con una sonrisa fingida y actitud preocupada. Reconoció que «no se encontraba bien». ¡La misma excusa se había utilizado para la ausencia de Blanche, y también (pero un rato antes) para explicar por qué la señorita Silvester se retiraba del croquet! Un caballero ingenioso declaró que todo aquello le recordaba la conjugación de un verbo. «Yo no me encuentro bien, tú no te encuentras bien, ella no se encuentra bien», etcétera. ¡También sir Patrick! ¿Quién podía imaginarse al sociable sir Patrick aislado de los demás, paseándose por la parte más solitaria del jardín? Y los criados, ¡se había extendido incluso a los criados! Se tomaban la libertad de susurrar por los rincones, como sus superiores. Las doncellas aparecían de vez en cuando allí donde las doncellas no tenían nada que hacer. En las regiones superiores de la casa se oían portazos y pasaban las enaguas a toda velocidad. ¡Algo malo ocurría, podían estar seguros, algo malo ocurría! «Será mejor que nos marchemos. Querido, pide el carruaje.» «Luis, cariño, se acabó el baile; papá se va.» «¡Buenas tardes, lady Lundie!» «¡Ejem! ¡Muchas gracias!» «¡Lo siento mucho por la pobre Blanche!» «¡Oh, ha sido una reunión encantadora!» Así la Sociedad chapurreó su absurda y pequeña jerga, y se quitó del medio educadamente antes de que estallara la tormenta. Ésta era exactamente la consumación de los acontecimientos que esperaba sir Patrick en su retiro del jardín. No había modo alguno de evadir la responsabilidad que recaía ahora sobre él. Lady Lundie había anunciado, por su parte, que estaba decidida a seguir a Anne hasta el lugar en el que se hubiera refugiado y a descubrir (únicamente en interés de la virtud) si estaba realmente casada o no. Blanche (sobreexcitada ya después de un día tan agitado) se había echado a llorar, presa de un ataque histérico, al oír la noticia, y al recobrarse había adoptado un punto de vista propio sobre la huida de Anne. Anne no habría ocultado jamás su matrimonio a Blanche; Anne no hubiera escrito jamás una carta de despedida tan formal como la que había escrito a Blanche si todo fuera tan sencillo como ella quería hacer creer a los habitantes de Windygates. Anne se hallaba en algún terrible apuro, y Blanche estaba tan decidida a descubrir dónde estaba como lady Lundie, y a ir en su busca para ayudarla. Para sir Patrick (a quien ambas damas habían abierto su corazón en distintos apartes) era evidente que, si no se les ponía freno, su cuñada, de un modo, y su sobrina, de otro, se verían abocadas a obrar con imprudencia y cometer indiscreciones que podían conducir a resultados muy poco deseables. Aquella tarde, en Windygates, se necesitaba urgentemente un hombre con autoridad, y sir Patrick estaba dispuesto a admitir que él era ese hombre. «Muchas son las cosas que se pueden decir en favor de la soltería, y muchas las que se pueden decir en contra —pensaba el anciano caballero mientras se paseaba de un lado a otro del aislado sendero del jardín en el que se había refugiado, y recurría con más frecuencia de la habitual al pomo de su bastón de marfil—. Sin embargo, creo que una cosa es cierta. Los amigos casados no pueden impedir que un hombre lleve una vida de soltero, si le apetece. ¡Pero demonios si no pueden conseguir que no la disfrute!» Las meditaciones de sir Patrick quedaron interrumpidas cuando apareció su ayuda de cámara, al que previamente había dado instrucciones para que le mantuviera al tanto de los acontecimientos en la casa. —Se han ido todos, sir Patrick —dijo el ayuda de cámara. —Es un alivio, Duncan. ¿No hay ya más invitados a los que atender, salvo los que se quedan a pasar la noche? —En efecto, sir Patrick. —Y son todos caballeros, ¿verdad? —Sí, sir Patrick. —Eso también es un alivio, Duncan. Muy bien. Primero veré a lady Lundie. ¿Se parece alguna otra forma de determinación humana a la firmeza de una mujer dispuesta a descubrir las flaquezas de otra mujer, a la que además odia? Uno puede mover rocas en determinadas circunstancias. Pero hay un ser delicado con enaguas que chilla si le cae una araña en el cuello y se estremece si te acercas después de haber comido cebolla. ¿Puede uno hacerla cambiar de opinión, dadas las circunstancias mencionadas? ¡Ni hablar! Sir Patrick encontró a su señoría iniciando sus pesquisas según el mismo sistema admirablemente exhaustivo que sigue la policía en caso de desaparición. ¿Quién era el último testigo que había visto a la persona desaparecida? ¿Quién era el último sirviente que había visto a Arme Silvester? Empezaría por los sirvientes masculinos, desde el mayordomo, que era el principal, hasta el mozo de cuadra, que era el menos importante. Y seguiría con las sirvientas, desde la cocinera en toda su gloria hasta la niña que quitaba las malas hierbas del jardín. Lady Lundie había interrogado a todos los criados hasta llegar al paje cuando sir Patrick acudió a su llamada. —¡Mi querida señora! Perdóneme por recordarle una vez más que éste es un país libre, y que no tiene usted ningún derecho a investigar las andanzas de la señorita Silvester después de que haya abandonado su casa. Lady Lundie levantó la vista al cielo con devoción. Parecía una mártir a punto de ser martirizada. Cualquiera que hubiese visto a su señoría en aquel momento habría dicho: «Una mártir a punto de ser martirizada». —¡No, sir Patrick! Como cristiana, no puedo verlo así. Esa desdichada persona ha vivido bajo mi techo. Esa desdichada persona ha sido compañera de Blanche. Soy responsable de ella; en cierto sentido, soy moralmente responsable. Daría cualquier cosa por ser capaz de tomármelo a la ligera, como hace usted. ¡Pero no! Debo comprobar que está casada. En interés del decoro. Para tranquilizar mi propia conciencia. Antes de descansar la cabeza sobre la almohada esta noche, sir Patrick, ¡antes de descansar la cabeza sobre la almohada esta noche! —Una cosa más, lady Lundie... —¡No! —repitió su señoría, con la más patética amabilidad—. Tal vez tenga usted razón desde el punto de vista mundano. Yo no puedo adoptar ese punto de vista. El punto de vista mundano me hiere. —Se volvió hacia el paje con impresionante solemnidad—. ¿Sabes adonde irás, Jonathan, si dices mentiras? Jonathan era perezoso, Jonathan tenía espinillas, Jonathan era gordo, pero también era ortodoxo. Respondió que lo sabía y, lo que es más, nombró el lugar. Sir Patrick comprendió que en aquel momento toda oposición por su parte sería menos que inútil. Tuvo la sensatez de esperar, antes de volver a intervenir, a que lady Lundie se hubiera explayado completamente con su exhaustivo interrogatorio. Al mismo tiempo —dado que, con el estado de ánimo en que se hallaba lady Lundie, era imposible prever lo que podría ocurrir si, por desgracia, las pesquisas acerca de Anne obtenían algún fruto— decidió tomar medidas para despejar la casa de invitados (en beneficio de todas las partes) en las veinticuatro horas siguientes. —Sólo quiero hacerle una pregunta, lady Lundie —dijo—. La situación de los caballeros que se han quedado aquí no es muy agradable, con todo lo que está ocurriendo. Si se hubiera contentado con dejar las cosas tal como estaban, todo habría ido bien. Ahora, ¿no cree que será más cómodo para todo el mundo si la libero de la responsabilidad de atender a sus invitados? —¿Como cabeza de familia? —estipuló lady Lundie. —Como cabeza de familia —aceptó sir Patrick. —Acepto la sugerencia con gratitud —dijo lady Lundie. —No tiene importancia —replicó sir Patrick. Sir Patrick salió de la habitación, dejando que siguiera el interrogatorio. Él y su hermano (el difunto sir Thomas) habían elegido caminos muy dispares en la vida y no se habían visto apenas desde que eran unos muchachos. Los recuerdos de sir Patrick (al dejar a lady Lundie) parecieron devolverlo a aquella época e inspirarle cierta ternura por la memoria de su hermano. Movió la cabeza y emitió un leve y triste suspiro. —¡Pobre Tom! —dijo por lo bajo, después de cerrar la puerta que lo separaba de la viuda de su hermano—. ¡Pobre Tom! Al atravesar el vestíbulo, detuvo al primer criado con el que tropezó para preguntar por Blanche. La señorita Blanche estaba tranquila arriba, encerrada con su doncella en el dormitorio. «¿Tranquila? —pensó sir Patrick—. Mala señal. Algo trama mi sobrina.» Hasta que ocurriera lo que tuviera que ocurrir, su siguiente paso sería encontrar a los invitados. Su infalible instinto le llevó a la sala de billar. Allí los encontró, reunidos en solemne cónclave, preguntándose qué debían hacer. Sir Patrick consiguió que se relajaran todos en dos minutos. —¿Qué me dirían a un día de caza mañana? —preguntó. Todos los hombres presentes, cazadores o no, dijeron que sí. —Pueden salir desde aquí —prosiguió sir Patrick—, o desde un pabellón de caza que está dentro de la finca, en el bosque, al otro lado del páramo. El tiempo parece bastante estable, tratándose de Escocia, y allí hay caballos de sobra en los establos. Es inútil ocultarles, caballeros, que los acontecimientos han dado un giro inesperado en el círculo familiar de mi cuñada. Seguirán siendo ustedes los invitados de lady Lundie, tanto si eligen el pabellón de caza como la casa. Durante las próximas veinticuatro horas, pongamos, ¿qué prefieren? Todo el mundo, con o sin reumatismo, respondió: «¡El pabellón!». —Muy bien —prosiguió sir Patrick—. Queda decidido que pasarán esta noche al pabellón de caza y que saldrán a cazar en el páramo, desde aquel lado, a primera hora de la mañana. Si los acontecimientos aquí me lo permiten, estaré encantado de acompañarlos y hacerles los honores lo mejor posible. En caso contrario, estoy seguro de que aceptarán mis disculpas y permitirán que el administrador de lady Lundie se ocupe de instalarlos cómodamente en mi lugar. La sugerencia fue adoptada por unanimidad. Sir Patrick dejó a los invitados con su billar y se dirigió a los establos para dar las órdenes necesarias. Mientras tanto, Blanche seguía en ominosa tranquilidad en la parte superior de la casa y lady Lundie proseguía firmemente con sus pesquisas en la planta baja. De Jonathan (el último de los criados del interior de la casa) pasó al cochero (el primero de los criados del exterior), y fue bajando, hombre a hombre, a través de aquel nuevo estrato, hasta dar con el mozo de cuadra, que estaba en el fondo. No habiendo conseguido ni un átomo de información de ningún criado de dentro o fuera de la casa, fuera hombre o muchacho, su señoría se dispuso a interrogar a las mujeres. Tiró del cordón de la campanilla y llamó a la cocinera, Hester Dethridge. Una persona de extraordinaria apariencia entró en la habitación. Mayor y sobria; escrupulosamente limpia; sumamente respetable; con cabellos grises pulcramente peinados bajo una modesta cofia blanca; con ojos hundidos que miraban directamente a su interlocutor; he aquí, a primera vista, a una mujer leal y digna de confianza. He aquí, también, si se la observa más detenidamente, una mujer con la huella impresa de un terrible sufrimiento para el resto de su vida. Se notaba, más que se veía, en la impasible resistencia que reforzaba su expresión, en la calma sepulcral de su actitud. Su historia, hasta donde se conocía, era triste. Había entrado al servicio de lady Lundie en la época en que ésta se había casado con sir Thomas. El clérigo de su parroquia la había descrito como una mujer casada con un borracho empedernido, que la había hecho sufrir lo indescriptible mientras vivió. Existían ciertos inconvenientes para contratarla, cuando ya era viuda. En una de las muchas ocasiones en que su marido la había maltratado, le había dado un golpe que había producido unos efectos realmente singulares sobre su sistema nervioso. Había estado inconsciente durante muchos días, y se había recobrado con una pérdida total del habla. Además de esta desventaja, se comportaba a veces de un modo extraño, y ponía como condición para aceptar cualquier empleo que le concedieran el privilegio de tener una habitación para ella sola. Por otro lado, cabe decir como contrapartida que era abstemia, estrictamente honrada en todo lo que hacía, y una de las mejores cocineras de Inglaterra. En consideración a este último mérito, sir Thomas había decidido contratarla a prueba, y había descubierto que jamás en toda su vida había comido como comía desde que Hester Dethridge estaba al cargo de su cocina. Tras la muerte de sir Thomas, Hester siguió al servicio de su viuda. A lady Lundie no le gustaba lo más mínimo. Tenía una desagradable sospecha respecto a la cocinera, que sir Thomas había pasado por alto, pero que personas menos sensibles a la inmensa importancia de la buena comida no podían por menos que considerar como una grave objeción. Los médicos a los que se había consultado su caso habían descubierto ciertas anomalías fisiológicas que les hacían pensar que la mujer fingía ser muda por alguna razón que sólo ella conocía. Tercamente se negaba a aprender el alfabeto de los sordomudos, con la excusa de que la mudez no se asociaba en su caso a la sordera. Se idearon estratagemas (viendo que realmente oía) para tenderle trampas que la obligaran a hablar, y fracasaron. Se hicieron esfuerzos por inducirla a responder a preguntas sobre su pasado, cuando su marido vivía, y se negó tajantemente a responder a una sola. De vez en cuando, parecía apoderarse de ella el extraño impulso de tomarse unas vacaciones lejos de la casa. Si trataban de impedírselo, se negaba pasivamente a hacer su trabajo. Si la amenazaban con el despido, inclinaba la cabeza con expresión indescifrable, como diciendo: «Dígame cuándo y me voy». Comprensiblemente, lady Lundie había decidido en más de una ocasión deshacerse de una sirvienta como aquélla. Sin embargo, jamás había puesto en práctica su decisión. Una cocinera, maestra de su arte, que no pide gratificaciones, que no permite despilfarros, que no se pelea jamás con los demás criados, que no toma bebida más fuerte que el té, honrada a carta cabal, no es una cocinera a la que se pueda reemplazar fácilmente. En esta vida mortal soportamos muchas cosas y a muchas personas, igual que lady Lundie soportaba a su cocinera. La mujer vivía, por así decirlo, al borde del despido, pero, hasta entonces, la mujer conservaba su empleo, disfrutando de sus vacaciones cuando las pedía (que, para ser justos con ella, no era muy a menudo), y dormía siempre sola (allá donde fuera con la familia) en una habitación con llave. Hester Dethridge se acercó lentamente a la mesa a la que estaba sentada lady Lundie. De su costado colgaba una pizarra y un lápiz, que usaba para escribir las respuestas que no podía expresar mediante gestos o con un movimiento de cabeza. Cogió la pizarra y el lápiz y esperó con sumisión pétrea a que empezara su señora. Lady Lundie inició el interrogatorio con la misma fórmula que había usado para los demás sirvientes. —¿Sabe que la señorita Silvester ha abandonado la casa? La cocinera afirmó con la cabeza. —¿Sabe a qué hora se fue? Otra respuesta afirmativa; la primera que lady Lundie recibía al hacer aquella pregunta. Formuló la siguiente con impaciencia. —¿La ha visto usted desde que se fue de la casa? Una tercera respuesta afirmativa. —¿Dónde? Hester Dethridge escribió lentamente en la pizarra, con una letra sorprendentemente firme y recta para una mujer en su posición social, las palabras siguientes: «En la carretera que lleva a la estación. Cerca de la granja de la señora Chew». —¿Qué hacía usted en esa granja? Hester Dethridge escribió: «Quería huevos para la cocina y respirar un poco de aire fresco». —¿La señorita Silvester la vio? Hester negó con la cabeza. —¿Tomó el desvío que lleva a la estación? Otra negativa. —¿Siguió hacia el páramo? Respuesta afirmativa. —¿Qué hizo cuando llegó al páramo? Hester Dethridge escribió: «Tomó el sendero que lleva a Craig Fernie». Lady Lundie se levantó con gran agitación. En Craig Fernie sólo había un lugar al que pudiera ir un forastero. —¡La posada! —exclamó su señoría—. ¡Se ha ido a la posada! Hester Dethridge aguardó imperturbable. Lady Lundie hizo una última pregunta, por precaución, con estas palabras: —¿Le ha comunicado lo que ha visto a alguien más? Respuesta afirmativa. Lady Lundie no se lo esperaba. Pensó que sin duda Hester la había entendido mal. —¿Quiere decir que le ha contado a otra persona lo que acaba de contarme a mí? Otra respuesta afirmativa. —¿A una persona que la ha interrogado igual que yo? Tercera respuesta afirmativa. —¿Quién era? Hester Dethridge escribió en su pizarra: «La señorita Blanche». Lady Lundie retrocedió, anonadada por el descubrimiento de que, al parecer, Blanche estaba tan resuelta a descubrir el paradero de Anne Silvester como ella misma. Su hijastra no se encomendaba a nadie y actuaba por su cuenta; su hijastra podía convertirse en un estorbo. La forma en que Anne había abandonado la casa había ofendido mortalmente a lady Lundie. Como mujer vengativa que era, había resuelto descubrir cualquier elemento comprometedor que pudiera existir en el secreto de la institutriz y hacerlo público (por estricto sentido del deber, claro está) a su círculo de amistades. Pero si Blanche actuaba en oposición directa a ella (como podía prever con toda seguridad) y abrazaba su causa abiertamente, se producirían consecuencias domésticas que lady Lundie no estaba dispuesta a afrontar. Lo primero que debía hacerse era informar a Blanche de que había sido descubierta y prohibirle que interviniera en el asunto. Lady Lundie tiró del cordón de la campanilla dos veces, dando a entender así, según las leyes de la casa, que requería la presencia de su doncella personal. Luego se volvió hacia la cocinera, que seguía esperando a su disposición, con impávida compostura y la pizarra en la mano. —Ha hecho mal —dijo su señoría con severidad—. Yo soy su señora. Está obligada a responder a su señora.... Hester Dethridge inclinó la cabeza, admitiendo fríamente el principio expuesto... de momento. Aquel gesto era una interrupción, que lady Lundie se tomó a mal. —Pero la señorita Blanche no es su señora —prosiguió—. Merece ser seriamente censurada por haber respondido a las preguntas de la señorita Blanche sobre la señorita Silvester. Hester Dethridge, impasible como siempre, escribió su justificación en la pizarra con dos inflexibles frases: «No me habían ordenado que no respondiera. No guardo más secretos que los míos». Aquella respuesta decidió la cuestión del despido de la cocinera; la cuestión que llevaba muchos meses pendiente. —¡Es usted una insolente! Ya la he soportado bastante; no pienso soportarla más. ¡Se irá cuando termine el mes! Con estas palabras, lady Lundie despidió a Hester Dethridge de su servicio. Ni el más leve cambio alteró la siniestra serenidad de la cocinera. Volvió a inclinar la cabeza, aceptando la sentencia pronunciada, dejó caer la pizarra al costado, dio media vuelta y salió de la habitación. Aquella mujer estaba viva y trabajaba en el mundo; sin embargo (en lo que se refería a los asuntos humanos), estaba tan fuera de este mundo como si la hubieran metido en el ataúd y la hubieran enterrado. La doncella de lady Lundie entró cuando Hester salía. —Vaya a la habitación de la señorita Blanche —le dijo su señora— y dígale que venga aquí. ¡Espere! —Hizo una pausa y reflexionó. Quizá Blanche se negara a obedecer a su madrastra. Tal vez fuera necesario recurrir a la autoridad más alta de su tutor—. ¿Sabe dónde está sir Patrick? —preguntó. —He oído decir a Duncan que sir Patrick estaba en los establos, milady. —Envíe a Duncan con un mensaje. Mis saludos a sir Patrick y que le diga que deseo verle inmediatamente. Los preparativos para la marcha al pabellón de caza habían concluido ya, y lo único que quedaba por resolver era si sir Patrick acompañaría al grupo de invitados. Entonces apareció el criado con el mensaje de su señora. —¿Me disculparán un cuarto de hora, caballeros? —preguntó sir Patrick—. Es el tiempo que necesito para saber con seguridad si podré ir con ustedes o no. Naturalmente, los invitados decidieron esperar. Los más jóvenes (como buenos ingleses) ocuparon aquel tiempo ocioso en apostar. ¿Vencería sir Patrick aquella crisis doméstica o sería vencido por ella? La crisis doméstica dominó las apuestas por dos a una. Puntualmente, al expirar el cuarto de hora, regresó sir Patrick. La crisis doméstica había traicionado la confianza ciega que la juventud y la inexperiencia habían depositado en ella. Sir Patrick era el vencedor. —Todo arreglado, caballeros; podré acompañarlos —dijo—. Hay dos caminos para llegar al pabellón de caza. Uno, el más largo, pasa por la posada de Craig Fernie. Me veo obligado a pedirles que vengan conmigo por ese camino. Ustedes seguirán hasta el pabellón de caza, y yo me quedaré atrás para hablar con una persona que se aloja allí. Había apaciguado a lady Lundie; había apaciguado incluso a Blanche. Pero era evidente que se le había impuesto la condición de que iría a Craig Fernie en su lugar, para entrevistarse con Anne Silvester personalmente. Sin más explicaciones, montó y emprendió la marcha a la cabeza del grupo. La partida de caza abandonó Windygates. Escena segunda La posada Capítulo IX Anne —Permítame que le recuerde una vez más, señorita, que el hotel está lleno, y sólo queda esta sala de estar y el dormitorio contiguo. Así hablaba la «señora Inchbare», dueña de la posada de Craig Fernie, a Anne Silvester, que estaba en la salita, monedero en mano, ofreciendo el precio de las dos habitaciones antes de pedir permiso para ocuparlas. Era por la tarde, más o menos a la misma hora en que Geoffrey Delamayn ocupaba su asiento en el tren que lo llevaba a Londres. También más o menos a la misma hora en que Arnold Brinkworth atravesaba el páramo y ascendía por la primera cuesta de camino a la posada. La señora Inchbare era alta y delgada, decente y seca. Los feos cabellos de la señora Inchbare se le pegaban a la cabeza en pequeños y tiesos rizos amarillos. Los duros huesos de la señora Inchbare sobresalían como su rígido presbiterianismo, sin disimulos ni medias tintas. En resumen, era una mujer ferozmente respetable que se vanagloriaba de regentar una posada ferozmente respetable. La señora Inchbare no tenía competencia. Ella regulaba los precios y establecía sus propias reglas. Si uno ponía reparos a sus precios y se indignaba con sus reglas, era muy libre de marcharse. En otras palabras, era uno libre para lanzarse, como un vagabundo sin casa, a la escasa misericordia de las agrestes tierras escocesas. La aldea de Craig Fernie se componía de un puñado de casuchas. En los aledaños de Craig Fernie, con la montaña a un lado y el páramo al otro, no había ningún otro establecimiento donde alojarse en varios kilómetros a la redonda. Ningún excursionista, salvo el desvalido turista británico, quería comida y cobijo de unos desconocidos en aquella parte de Escocia, y nadie más que la señora Inchbare tenía comida y cobijo que ofrecer. No había persona más independiente que ella en la faz de la tierra de los hosteleros. El más universal de todos los horrores civilizados, el terror de aparecer en los periódicos bajo una luz desfavorable, era una sensación totalmente desconocida para la Emperatriz de la Posada. Uno perdía los estribos y amenazaba con exhibir su factura en los periódicos. La señora Inchbare no ponía objeción alguna a que hicieras lo que te diera la gana con ella. «¡Eh, oiga! Envíe la factura donde quiera, pero páguela primero. Jamás ningún periódico viene a ensombrecer mi puerta. Tiene el Viejo y el Nuevo Testamento en la habitación, y la historia natural de Pairthshire en la mesita del café, y si eso no es lectura suficiente para usted, puede volverse al sur y leer allí lo que le plazca.» Aquélla era la posada en la que Anne Silvester se había presentado sola, sin nada más que una pequeña bolsa de mano. Aquélla era la mujer cuya reticencia a admitirla esperaba inocentemente vencer, mostrándole el monedero. —Dígame lo que pide por las habitaciones —dijo—. Estoy dispuesta a pagar por adelantado. Su majestad, la señora Inchbare, no se dignó mirar el pobre monedero de su súbdita. —La cosa es ésta, señora —respondió—. No puedo aceptar su dinero si no puedo darle las últimas habitaciones que me quedan en la casa. El hotel de Craig Fernie es un hotel familiar, y tengo que proteger su buen nombre. Va usted demasiado elegante, señorita, para viajar sola. En otro tiempo Anne habría contestado con harta aspereza. La necesidad de su situación la hizo paciente. —Ya le he dicho que estoy esperando a mi marido —dijo. Suspiró con cansancio al repetir la historia inventada, y se dejó caer en la silla más próxima, por pura incapacidad para soportarlo más. La señora Inchbare la miró, exactamente con el mismo interés compasivo que podría haber mostrado al mirar a un perro perdido que se hubiera desplomado con las patas doloridas a la puerta de la posada. —¡Bueno! ¡Bueno! Dejémoslo así. Espere un rato y descanse. No le cobraremos por eso, y veremos si llega su marido. Le alquilaré las habitaciones a él, señora, en lugar de alquilárselas a usted. Y ahora, buenos días. —Con esta proclama final de su real placer y voluntad, la Emperatriz de la Posada se retiró. Anne no replicó. Contempló a la dueña de la posada hasta que salió, y luego dejó de luchar por dominarse. En su situación, las sospechas eran doblemente insultantes. Ardientes lágrimas de vergüenza afluyeron a sus ojos; la congoja oprimió su pecho, pobrecilla, sin compasión. Un ligero ruido en la habitación la sobresaltó. Alzó la vista y distinguió a un hombre en un rincón, limpiando el polvo de los muebles, y actuando aparentemente como criado de la posada. Era el mismo que la había introducido en la salita a su llegada, pero se había comportado con tanto sigilo que no había vuelto a fijarse en él hasta ese momento. Era un hombre anciano, con un ojo velado y ciego, y otro húmedo y vivaz. Tenía la cabeza pelada y los pies gotosos. Su nariz era justamente celebrada como la más larga y roja de aquella parte de Escocia. La apacible sabiduría de la edad se manifestaba misteriosamente en su tierna sonrisa. En contacto con este mundo malvado, su actitud revelaba esa feliz mezcla de dos extremos —el servilismo que roza con la independencia y la independencia que roza con el servilismo— que no logra ningún otro pueblo más que el escocés. El carácter de aquel viejo se había construido sobre los sólidos cimientos morales de un enorme descaro natural, que divertía y no ofendía jamás, y de una astucia inconmensurable, enmascarada habitualmente bajo el doble disfraz de pintoresco prejuicio y humor irónico. No se emborrachaba jamás, por mucho whisky que bebiera, y no se apresuraba nunca, por muy fuerte que se tocara la campanilla. Tal era el camarero principal de la posada de Craig Fernie, famoso en toda la localidad como «el señor Bishopriggs, mano derecha de la señora Inchbare». —¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Anne con brusquedad. El señor Bishopriggs giró sobre sus pies gotosos, agitó suavemente el plumero en el aire y miró a Anne con una afable sonrisa paternal. —¡Eh! Estoy limpiando el polvo y adecentando la habitación para usted. —¿Para mí? ¿No ha oído lo que ha dicho la dueña? El señor Bishopriggs se acercó con confianza y señaló con un dedo índice muy tembloroso el monedero que Anne tenía aún en la mano. —¡No se preocupe usted por la dueña! —dijo el sabio jefe de los camareros de Craig Fernie—. Su monedero habla por usted, muchacha. ¡Guárdeselo! —exclamó el señor Bishopriggs, agitando el plumero para alejar de sí la tentación—. ¡Métalo en el bolsillo! Mientras el mundo sea mundo, esto lo mantengo en cualquier parte: siempre que haya plata en el monedero, hay bondad en la mujer. La paciencia de Anne, que había resistido pruebas más duras, cedió al oír estas palabras. —¿Qué pretende, hablándome con tanta familiaridad? —preguntó, enojada, volviéndose a poner en pie. El señor Bishopriggs se metió el plumero bajo el brazo y procedió a convencer a Anne de que compartía el parecer de la patrona respecto a su situación, pero no la severidad de sus principios. —No existe hombre —señaló con modestia— que sea más indulgente con las flaquezas humanas que yo mismo. ¿Cómo no voy a tratarla con familiaridad, cuando tengo edad suficiente para ser su padre y estoy dispuesto a ser como un padre para usted hasta que me diga lo contrario? ¿Bah? ¡Bah! Pida la cena, muchacha. Con marido o sin marido, un estómago sí tiene, y tiene que darle de comer. Hay pescado y hay pollo, ¿o quizá prefiera la cabeza de cordero chamuscada, cuando acaben con ella en la mesa redonda? No había más que un modo de librarse de él. —Pida lo que quiera —dijo Anne—, y váyase. El señor Bishopriggs aprobó totalmente la primera parte de la frase y pasó por alto la segunda. —Sí, sí, usted déjelo todo en mis manos; es lo más sensato que puede hacer. Pregunte por el señor Bishopriggs (ése soy yo) cuando necesite consejo de un hombre honrado y responsable. Siéntese, siéntese. Y no ocupe la butaca. ¡No, señor! Vendrá su marido, ¿comprende?, ¡y seguro que la querrá para él! —con esta oportuna chanza, el venerable Bishopriggs hizo un guiño y salió. Anne miró su reloj. Calculó que no faltaba mucho para que Geoffrey llegara a la posada, suponiendo que Geoffrey hubiera abandonado Windygates a la hora convenida. Un poco más de paciencia y podría acallar los escrúpulos de la patrona, y entonces se acabarían sus sufrimientos. ¿No podría haberse citado con él en otro lugar que no fuera aquella casa de gente sin civilizar? No. Más allá de las puertas de Windygates, Anne no tenía amigo alguno que pudiera ayudarla en Escocia. No podía ir a ningún otro lugar que no fuera aquella posada, y debía agradecer, además, que estuviera aislada y que existieran escasas posibilidades de que la visitara alguno de los amigos de lady Lundie. Valía la pena correr el riesgo, fuera cual fuera, con tal de alcanzar su objetivo. Todo su futuro dependía de que Geoffrey la convirtiera en una mujer decente. No su futuro con él, porque en ese sentido no tenía ninguna esperanza, en ese sentido su vida estaba arruinada. Era su futuro con Blanche lo que le importaba, y nada más. Su ánimo decaía por momentos. Volvieron a brotar las lágrimas. Él se irritaría si la encontraba llorando cuando llegara. Intentó distraerse echando un vistazo a la habitación. Había muy poco que ver. Excepto por su sólida estructura de buena piedra, la posada de Craig Fernie no difería en ningún aspecto sustancial de las posadas inglesas corrientes de segunda categoría. Tenía el habitual sofá negro, fabricado para hacerle resbalar a uno, cuando lo que uno quiere es descansar cómodamente. Tenía la butaca habitual con una brillante capa de barniz, fabricada ex profeso para poner a prueba la resistencia de la columna vertebral. Las paredes lucían el empapelado habitual, con un dibujo pensado para hacer que a uno le duelan los ojos y la cabeza le dé vueltas. Tenía los grabados habituales, que los seres humanos no se cansan nunca de contemplar. El Retrato Real en el lugar de honor. El que le seguía en grandeza de entre todos los seres humanos —el duque de Wellington—, en el segundo lugar. El tercer ser humano en grandeza —el miembro local del Parlamento—, en tercera posición. Y una escena de caza sumida en la oscuridad. La puerta que había frente a la puerta del pasillo daba al dormitorio. Y una ventana lateral daba al espacio abierto que se abría frente a la posada, ofreciendo una vista del inmenso páramo de Craig Fernie, que se extendía al pie del montículo donde habían construido la posada. Desesperada, Anne dejó de observar el interior de la habitación y empezó a mirar por la ventana. En la última media hora, el tiempo había empeorado. Se había nublado, ocultando el sol, y el paisaje aparecía bajo una luz gris y mortecina. Anne apartó los ojos de la ventana, como antes los había apartado del interior. Se hallaba ocupada en el infructuoso intento de descansar sus cansados miembros, tendiéndose en el sofá, cuando llegó hasta sus oídos un rumor de voces y de pasos en el pasillo. ¿Estaba Geoffrey entre ellos? No. ¿Iban a entrar los desconocidos? La patrona se había negado a alquilarle las habitaciones; era muy posible que los desconocidos fueran a echarles una mirada. No había forma de saber quiénes eran. Obedeciendo a un impulso repentino, Anne huyó al dormitorio y se encerró en él. La puerta del pasillo se abrió, y Arnold Brinkworth entró en la sala de estar, conducido por el señor Bishopriggs. —¡No hay nadie aquí! —exclamó Arnold, mirando a un lado y a otro—. ¿Dónde está? El señor Bishopriggs señaló la puerta del dormitorio. —¡Eh! ¡Su parienta está en la habitación, seguro! Arnold se sobresaltó. No había visto el menor inconveniente en presentarse en la posada como supuesto marido de Anne cuando Geoffrey y él lo habían hablado en Windygates. Pero el efecto de poner en práctica aquel engaño fue cuando menos un poco embarazoso al principio. Allí estaba el camarero diciendo que la señorita Silvester era «su parienta», y cediendo al «pariente» el derecho de llamar a la puerta del dormitorio y decirle que había llegado, como era lo más natural y propio. En su desesperación, y no sabiendo qué otra cosa hacer en aquel momento, Arnold preguntó por la patrona, a la que no había visto al llegar a la posada. —La patrona está ocupada con las cuentas del hotel en su habitación —respondió el señor Bishopriggs—. Luego vendrá, ¡fastidiosa mujer!, a preguntar quién es usted, y qué es, y se encargará del negocio. —El señor Bishopriggs dejó de hablar de la patrona y pasó a temas más provechosos para él—. He procurado que la señora esté cómoda, señor —susurró—. ¡Confíe en mí! ¡Confíe en mí! La atención de Arnold estaba absorta en el grave problema de cómo anunciar su llegada a Anne. —¿Y ahora cómo hago que salga? —dijo en voz baja, con una mirada de perplejidad a la puerta del dormitorio. Su voz había sido lo bastante audible para que llegara a oídos del camarero. La expresión de perplejidad de Arnold se reflejó instantáneamente en el rostro del señor Bishopriggs. El camarero jefe de Craig Fernie tenía una inmensa experiencia en los modales y costumbres de los recién casados durante su luna de miel. Había sido como un padre (con excelentes resultados pecuniarios) para innumerables novios y novias. Conocía jóvenes parejas de todas clases: las que intentaban comportarse como si llevaran muchos años casados; las que no pretendían disimular y aceptaban consejos de autoridades competentes; las parejas a las que la vergüenza volvía muy comunicativas delante de terceras personas; las parejas a las que la vergüenza volvía mudas en circunstancias similares; las parejas que no sabían qué hacer; las que deseaban que todo hubiera acabado; las parejas que no querían ser molestadas, sin que antes se tomara buen cuidado en llamar a la puerta; las parejas que podían comer y beber en los intervalos de su «dicha», y las que no podían. Pero el novio que se quedaba impotente a un lado de la puerta, y la novia que permanecía encerrada al otro lado, constituían una nueva variedad de la especie nupcial, incluso para un hombre tan experimentado como el señor Bishopriggs. —¿Que cómo hace para que salga? —repitió—. ¡Yo le enseñaré cómo! —Caminó con toda la premura que le permitían sus pies gotosos y llamó a la puerta del dormitorio—. ¡Eh, señora! Aquí está él en carne y hueso. ¡Que el Señor nos ampare! ¿Le cierra usted la puerta de la cámara nupcial a su marido? Tras esta irrebatible invocación, se oyó la llave girar en la cerradura. El señor Bishopriggs guiñó el ojo sano a Arnold y se llevó el dedo índice a la enorme nariz, en un gesto significativo. —¡Me voy antes de que caiga en sus brazos! ¡Puede estar seguro de que no volveré a entrar sin llamar primero a la puerta! El señor Bishopriggs dejó a Arnold a solas. La puerta del dormitorio se abrió despacio, a intervalos de unos pocos centímetros. La voz de Anne era apenas audible cuando habló con cautela desde detrás de la puerta. —¿Eres tú, Geoffrey? A Arnold se le aceleraron los latidos del corazón ante la inminencia del descubrimiento que se iba a producir. No supo qué hacer ni qué decir; guardó silencio. Anne repitió la pregunta alzando la voz. —¿Eres tú? La perspectiva de alarmarla era cierta, si no recibía contestación. No había más remedio que decir algo. Sin encomendarse a nadie, Arnold respondió en un susurro: —Sí. La puerta se abrió de golpe. Anne Silvester apareció en el umbral, frente a él. —¡¡¡Señor Brinkworth!!! —exclamó, paralizada por el asombro. Durante unos segundos, ninguno de los dos habló. Anne dio un paso hacia adelante e hizo la pregunta inevitable, con un cambio instantáneo de la sorpresa al recelo. —¿Qué hace aquí? La carta de Geoffrey era la única excusa posible para la aparición de Arnold en aquel momento y en aquel lugar. —Tengo una carta para usted —dijo, y se la tendió. Anne se puso en guardia en el acto. Apenas se conocían, como Arnold había dicho a Geoffrey. El horrible presentimiento de que Geoffrey la había traicionado heló su corazón. Se negó a aceptar la carta. —No espero ninguna carta —dijo—. ¿Quién le ha dicho que estaba aquí? —Hizo la pregunta no sólo con tono suspicaz, sino con una mirada de desprecio. No era una mirada que un hombre pudiera soportar con facilidad, y requirió un momentáneo ejercicio de autodominio por parte de Arnold antes de estar en condiciones de responder con la consideración que debía a Anne—. ¿Se vigilan mis actos? —prosiguió ella, con ira creciente—. ¿Y usted es el espía? , —No me conoce apenas, señorita Silvester —replicó Arnold en voz baja—. Pero sí lo suficiente para no pensar eso de mí. Le traigo una carta de Geoffrey. Anne estuvo a punto de imitar su ejemplo y hablar también de Geoffrey por su nombre de pila, pero se contuvo antes de que la palabra brotara de sus labios. —¿Se refiere al señor Delamayn? —preguntó con frialdad. —Sí. —¿Qué motivo hay para que yo reciba una carta del señor Delamayn? Anne estaba decidida a no reconocer nada, guardando obstinadamente las distancias. Arnold hizo por instinto lo que habría hecho por cálculo un hombre de mayor experiencia: se encaró con ella audazmente, sin esperar más. —¡Señorita Silvester! No tiene sentido que nos andemos con rodeos. Si no quiere coger la carta, me obliga a hablar claro. Estoy aquí para cumplir con un desagradable encargo. Desearía con todo mi corazón no haberlo aceptado. El rostro de Anne sufrió un rápido espasmo de dolor. Empezaba a comprender vagamente. Arnold vaciló. A su naturaleza generosa le horrorizaba hacerle daño. —Siga —dijo ella, no sin esfuerzo. —No se enfade conmigo, señorita Silvester. Geoffrey y yo somos viejos amigos. Geoffrey sabe que puede confiar en mí... —¿Confiar en usted? —le interrumpió ella—. ¡Pare! Arnold esperó. Ella siguió hablando, pero interpelándose a sí misma, no a él. —Cuando estaba en la otra habitación he preguntado si era Geoffrey. Y este hombre ha respondido por él. —Anne saltó hacia adelante con un grito de horror—. ¿Le ha contado...? —¡Por amor de Dios, lea su carta! Anne apartó violentamente la mano de Arnold, que una vez más le ofrecía la carta. —¡No me mire! ¡Se lo ha contado! —Lea su carta —insistió Arnold—. ¡Sea justa con él, si no quiere serlo conmigo! Aquella penosa situación era insostenible. Arnold la miró esta vez con varonil resolución en la mirada, y le habló esta vez con varonil resolución en la voz. Anne cogió la carta. —Le ruego que me disculpe, señor —dijo ella, con una súbita humillación en la actitud y el tono, indescriptiblemente aterradora, indescriptiblemente patética—. Por fin he comprendido cuál es mi situación. Soy una mujer doblemente traicionada. Por favor, perdóneme por lo que acabo de decirle, cuando suponía que tenía derecho a su respeto. Tal vez pueda usted concederme su compasión. No puedo pedir nada más. Arnold no dijo nada. Las palabras eran inútiles ante una denigración tan completa. Cualquier hombre, incluso Geoffrey, sentiría lástima por ella en aquellos instantes. Anne miró la carta por primera vez. La abrió por el lado equivocado. —¡Mi propia carta! —dijo para sí—. ¡En manos de otro hombre! —Vaya a la última página —pidió Arnold. Anne volvió las hojas y leyó las líneas redactadas a toda prisa. —¡Canalla! ¡Canalla! ¡Canalla! —Con la tercera repetición de la palabra, estrujó la carta en la palma de la mano y la arrojó al otro extremo de la habitación. Instantes después, se extinguió el fuego que había ardido en su interior. Despacio, débilmente, alargó la mano hacia la silla más cercana y se sentó en ella de espaldas a Arnold—. ¡Me ha abandonado! —fue lo único que dijo. Las palabras sonaron graves y serenas en medio del silencio: eran la expresión de una desesperación sin límites. —¡Se equivoca! —exclamó Arnold—. ¡De verdad, se equivoca! No es una excusa, es la verdad. Yo estaba presente cuando llegó el mensaje sobre su padre. Anne no le prestó atención y no se movió. Sólo repitió la misma frase: —¡Me ha abandonado! —¡No se lo tome de esa manera! —suplicó Arnold—. ¡Por favor! Es horrible oírselo decir; es realmente horrible. Estoy seguro de que no la ha abandonado. —No hubo respuesta, ni señal alguna de que ella lo hubiera oído. Anne seguía inmóvil, petrificada. Era imposible llamar a la patrona en un momento como aquél. No sabiendo qué otra cosa hacer, Arnold acercó una silla para sentarse a su lado, y le palmeó el hombro tímidamente—. ¡Vamos! —dijo, con aquella manera suya de ser, leal, algo infantil—. ¡Anímese un poco! Anne volvió lentamente la cabeza y lo miró con sombría sorpresa. —¿No decía que se lo había contado todo? —preguntó. —Así es. —¿No desprecia a una mujer como yo? Al oír aquella terrible pregunta, Arnold recordó con amor a la única mujer que sería eternamente sagrada para él, la mujer de cuyo pecho había recibido la vida. —¿Existe algún hombre —dijo- que pueda pensar en su madre y despreciar a las mujeres? Esta respuesta liberó el dolor aprisionado en el pecho de Anne. Estrechó su mano y le dio las gracias débilmente. Las benditas lágrimas brotaron por fin. Arnold se levantó y se volvió hacia la ventana, presa de la desesperación. —Mi intención es buena —dijo—. ¡Pero sólo consigo afligirla! Ella lo oyó e hizo un esfuerzo por sobreponerse. —No —dijo—, me consuela. No importa que llore. Me hace sentir mejor. —Volvió la cabeza para mirarlo con agradecimiento—. No le afligiré, señor Brinkworth. Debería darle las gracias, y se las doy. Vuelva aquí o pensaré que está enojado conmigo. —Arnold volvió a acercarse. Ella le estrechó la mano una vez más—. Uno no comprende a las personas a primera vista —dijo simplemente—. Pensaba que era usted como los demás hombres. Hasta hoy no he comprendido lo bueno que podía ser. ¿Ha venido andando hasta aquí? —preguntó de repente, esforzándose por cambiar de tema—. ¿Está cansado? No me han recibido con amabilidad en este sitio, pero estoy segura de que podré ofrecerle todo lo que tengan en la posada. Era imposible no sentir compasión por ella; era imposible no sentir interés por ella. El sincero deseo de Arnold por ayudarla se expresó, tal vez demasiado abiertamente, cuando volvió a hablar. —Lo único que yo quiero, señorita Silvester, es ayudarla, si está en mi mano —dijo—. ¿Hay algo que yo pueda hacer para que su situación aquí resulte más cómoda? Se quedará aquí, ¿verdad? Es lo que desea Geoffrey. Anne se estremeció y apartó la mirada. —¡Sí! ¡Sí! —se apresuró a contestar. —Recibirá noticias de Geoffrey —prosiguió Arnold—, mañana o al día siguiente. Sé que tiene intención de escribirle. —¡Por amor de Dios, no hable más de él! —exclamó Anne—. ¿Cómo cree que puedo mirarle a la cara...? —Sus mejillas enrojecieron intensamente, y sus ojos se posaron en él con una repentina firmeza—. ¡Recuerde esto bien! ¡Soy su mujer, si las promesas pueden convertirme en su mujer! ¡Me ha dado su palabra por todo lo más sagrado! —Se interrumpió entonces con impaciencia—. ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué interés puede tener usted en esta lamentable situación? ¡No hablemos más de esto! Tengo algo más que decirle. Volvamos a mis problemas en esta posada. ¿Ha visto a la patrona cuando ha llegado? —No. Sólo al camarero. —La patrona ha puesto unos absurdos reparos para alquilarme estas habitaciones porque he venido sola. —Ahora ya no tendrá más reparos —dijo Arnold—. Lo he arreglado todo. —¡Usted! Arnold sonrió. Después de lo ocurrido, para él era un alivio indescriptible ver el lado humorístico de su propia situación en la posada. —Desde luego —dijo—. Cuando he preguntado por la señora que ha llegado sola esta tarde... —¿Sí? —Me dijeron que, por el bien de usted, preguntara por mi esposa. Anne lo miró con alarma y sorpresa a la vez. —¿Preguntó por mí, diciendo que era su esposa? —repitió. —Sí. No he hecho mal, ¿verdad que no? Tal como yo lo veo, no tenía otra alternativa. Geoffrey me dijo que había acordado con usted que se presentaría aquí como una mujer casada que esperaba más tarde a su marido. —Pensaba en él cuando dije eso. Nunca hubiera imaginado que sería usted. —Naturalmente. Sin embargo, el efecto es el mismo para la gente de esta casa, ¿no? —No le entiendo. —Intentaré explicarme mejor. Geoffrey me dijo que su posición aquí dependía de que yo preguntara por usted haciéndome pasar por su marido, como habría hecho él si hubiera podido venir. —¡No tenía ningún derecho a decirle eso! —¿Derecho? ¡Después de lo que me ha contado sobre la patrona, imagine lo que habría ocurrido si no lo hubiera dicho! Yo no tengo experiencia con estas cosas. Pero permítame que le haga una pregunta, ¿no habría sido un poco violento (a mi edad) que hubiera llegado aquí preguntando por usted y diciendo que soy un amigo? ¿No cree usted que, en ese caso, la patrona habría puesto aún más reparos a alquilarle las habitaciones? Era indudable que la patrona se habría negado a alquilarle las habitaciones. Era igualmente obvio que Arnold había tenido que engañar a la gente de la posada porque la propia Anne lo había hecho necesario en su propio beneficio. No era culpa suya; era a todas luces imposible que pudiera prever un acontecimiento como la marcha precipitada de Geoffrey a Londres. Sin embargo, Anne se sentía responsable, tenía una gran desazón; temía vagamente lo que fuera a ocurrir después. Retorció nerviosamente el pañuelo sobre el regazo, y no dijo nada. —No crea que estoy en contra de esta pequeña estratagema —prosiguió Arnold—. Estoy ayudando a mi viejo amigo y a la dama que pronto será su esposa. Anne se levantó de pronto y sorprendió a Arnold con una pregunta del todo inesperada. —Señor Brinkworth —dijo—. Perdone por la grosería de mi siguiente pregunta. ¿Cuándo se marcha? Arnold se echó a reír. —Cuando esté completamente seguro de que no puedo hacer nada más por ayudarla —contestó. —¡Por favor, no piense más en mí! —¡En su situación! ¿En quién más voy a pensar? Anne puso la mano sobre su brazo con expresión seria, y respondió: —¡En Blanche! —¿Blanche? —repitió Arnold, completamente desorientado. —Sí, en Blanche. Tuvo tiempo para contarme lo que había pasado esta mañana, antes de que me fuera de Windygates. Sé que le ha pedido que se case con usted. Sé que están prometidos. A Arnold le encantó oírselo decir. Hasta entonces sólo sentía cierta reticencia a dejarla sola. Ahora estaba completamente decidido a quedarse con ella. —¡No esperará que me vaya después de esto! —dijo—. Venga, siéntese otra vez y hablemos de Blanche. Anne se negó con un gesto de impaciencia. Arnold estaba demasiado enfrascado en aquel nuevo tema de conversación para advertirlo. —Usted conoce todos sus hábitos y sus aficiones —prosiguió—, y lo que le gusta y lo que no le gusta. Es muy importante que hable con usted de ella. Cuando seamos marido y mujer, Blanche ha de tenerlo todo tal como ella quiera. Ésa es mi idea del Deber de un Hombre, cuando el hombre se casa. ¡Sigue usted de pie! Deje que le acerque una silla. Sería una crueldad —en otras circunstancias habría sido imposible— decepcionarle. Pero el miedo indefinido a las consecuencias que se había apoderado de Anne no podía dejarse de lado. Anne no tenía una idea clara del riesgo que corría Arnold inconscientemente (y debe añadirse, para ser justos con Geoffrey, que tampoco él lo sabía) al presentarse en la posada con su encargo. Ninguno de ellos tenía una idea cierta (poca gente la tiene) de la infame ausencia de todo aviso necesario, de todas las precauciones y restricciones exigidas por el decoro, que convierte la ley matrimonial escocesa en una trampa para atrapar a hombres y mujeres solteros aun en el día de hoy. Pero, mientras que el cerebro de Geoffrey era incapaz de mirar más allá de la presente emergencia, la inteligencia más aguda de Anne le decía que un país que ofrecía tales facilidades para casarse en secreto, como las que ella se había propuesto utilizar en beneficio propio, no era un país donde un hombre pudiera actuar como había actuado Arnold sin arriesgarse a crear una situación muy embarazosa. Con este acicate, se negó tajantemente a sentarse y a entrar en la conversación que se le proponía. —Lo que tengamos que hablar sobre Blanche, señor Brinkworth, tendrá que hablarse en un momento más adecuado. Le ruego que se marche y me deje sola. —¡Dejarla sola! —Sí, déjeme en la soledad y la aflicción que merezco. Gracias, y adiós. Arnold no hizo ningún intento por disimular su decepción y su sorpresa. —Si tengo que irme, lo haré —dijo—. Pero ¿por qué tiene tanta prisa? —No quiero que vuelva a llamarme esposa otra vez, delante de la gente de esta posada. —¿Eso es todo? ¿Qué es lo que le da tanto miedo? Anne era incapaz de concretar sus propios temores, y doblemente incapaz de expresarlos con palabras. En su ansiedad por aducir una razón que pudiera inducirle a partir, volvió a la conversación sobre Blanche en la que había rechazado participar hacía apenas unos instantes. —Tengo motivos para estar asustada —dijo—. Uno que no puedo decirle, y otro que sí puedo. Suponga que Blanche se entera de lo que ha hecho. Cuanto más tiempo se quede aquí, más personas lo verán, y más posibilidades habrá de que ella acabe enterándose. —¿Y qué si se entera? —preguntó Arnold con su franqueza de costumbre—. ¿Cree que se enfadaría conmigo por haberle sido útil? —Sí —respondió Anne abruptamente—. ¡Si estuviera celosa de mí! La fe sin límites que Arnold había depositado en Blanche se manifestó en una palabra rotunda: —¡Imposible! Pese a su desazón, pese a su desdicha, una breve sonrisa aleteó sobre el rostro de Anne. —Sir Patrick le diría, señor Brinkworth, que no hay nada imposible tratándose de mujeres. —Abandonó el tono frívolo que había adoptado momentáneamente y continuó con la misma gravedad de antes—. Usted no puede ponerse en el lugar de Blanche; yo sí. Una vez más le ruego que se marche. ¡No me gusta que haya venido aquí de este modo! ¡No me gusta lo más mínimo! Anne extendió la mano para despedirse. En aquel mismo instante se oyó un fuerte golpe en la puerta de la sala de estar. Anne se desplomó en la silla que tenía al lado, y soltó un débil grito de alarma. Incapaz por completo de comprender su situación, Arnold preguntó qué era lo que tanto temía, y respondió a la llamada en la forma habitual: —¡Pase! Capítulo x El señor Bishopriggs Volvió a oírse el golpe en la puerta, más fuerte que antes. —¿Está sordo? —gritó Arnold. La puerta se abrió poco a poco, centímetro a centímetro. El señor Bishopriggs apareció en el umbral con aire misterioso y el mantel para la mesa colgado del brazo. Tras él venía el segundo en el mando, llevando «los accesorios de mesa» (como decían en Craig Fernie) en una bandeja. —¿Qué demonios está esperando? —preguntó Arnold—. Ya le he dicho que pase. —Y yo le he dicho —replicó el señor Bishopriggs— que no entraría sin llamar primero. ¡Eh, oiga! —añadió, despidiendo al segundo en el mando para extender el mantel con sus propias y venerables manos—, ¿cree usted que he vivido en este hotel ciego e ignorante de cómo pasan el rato las parejas de recién casados cuando se quedan a solas? Dos golpes en la puerta, y mucho cuidado al abrirla después de eso, ¿no es lo menos que se puede hacer? Bien, ¿cómo van a sentarse usted y su parienta? Anne se alejó hacia la ventana con repugnancia evidente. Arnold encontró irresistible al señor Bishopriggs, y respondió, siguiendo la broma: —Supongo que cada uno en un extremo de la mesa, ¿no? —¿Uno a cada extremo? —repitió el señor Bishopriggs con gran desdén—. ¡Qué me está diciendo! Con las sillas lo más juntitas que puedan. ¡Bah! ¡Bah! ¿No he pillado a más de una, después de Dios sabe cuántos golpes en la puerta, comiendo en las rodillas del marido y estimulando el apetito del hombre, dándole de comer como a un chiquillo? ¡Eh! —el sabio de Craig Fernie soltó un suspiro—. ¡Dura poco esa vida nupcial, pero es bien alegre! Un mes de arrumacos, como dos tortolitos, y el resto de la vida para preguntarse cómo se ha podido ser tan estúpido y desear volver atrás en el tiempo. Querrán una botella de jerez, ¿no? ¿Y un poco de ponche después para hacer la digestión? Arnold asintió, y luego, obedeciendo a una señal de Anne, acudió a su lado junto a la ventana. El señor Bishopriggs los contempló con atención; observó que cuchicheaban y aprobó su proceder como una de las costumbres establecidas de los recién casados en las posadas, en presencia de terceras personas destinadas a su servicio. —¡Sí, sí! —dijo, mirando a Arnold por encima del hombro—. ¡Váyase con su amorcito! ¡Váyase con su amorcito! Y déjeme a mí las cosas prácticas. Ya lo dicen las Escrituras. El hombre dejará a su padre y a su madre (yo soy el padre) y se unirá a su mujer. ¡A fe mía que eso de «unirse» es fuerte! ¡No hay duda que valga cuando se trata de «unirse»! —Agitó la cabeza pensativamente y se acercó a la mesita que había en un rincón para cortar el pan. Cuando empuñó el cuchillo, su único ojo precavido detectó un pedazo de papel arrugado, tirado entre la mesa y la pared. Era la carta de Geoffrey, que la indignación había llevado a Anne a arrojar lejos de sí, después de leerla, y en la que ni ella ni Arnold habían vuelto a pensar desde entonces. —¿Qué es eso que veo? —masculló el señor Bishopriggs entre dientes—. ¡Más basura en la habitación después de que yo le haya sacado el polvo y la haya ordenado con mis propias manos! Recogió el papel arrugado y lo desplegó un poco. —¡Eh! ¿Qué es esto? ¿Escrito en tinta y escrito en lápiz? ¿A quién pertenecerá? —Miró cautelosamente hacia Arnold y Anne. Los dos seguían cuchicheando de espaldas a él, mirando por la ventana. «¿Está aquí, olvidado del todo, sin utilidad? —pensó el señor Bishopriggs—. Bien, ¿y qué haría un idiota si se encontrara con esto? Un idiota lo usaría para encender la pipa y luego se preguntaría si no habría sido mejor leerlo primero. ¿Y qué haría un hombre inteligente en una situación similar?» Respondió a la pregunta de una manera práctica, metiéndose la carta en el bolsillo. Tal vez valiera la pena guardarla, o tal vez no; cinco minutos de examen en privado resolverían la disyuntiva a la primera oportunidad—. ¡Voy a buscar la comida! —dijo en voz alta a Arnold—. Y, ojo, no podré llamar a la puerta cuando tenga la bandeja en las manos, y peor aún con estos dos pies gotosos. Tras esta amistosa advertencia, el señor Bishopriggs se encaminó a la cocina. Arnold siguió conversando con Anne, y sus palabras demostraron que, una vez más, habían discutido su posible marcha de la posada mientras estaban junto a la ventana. —Usted sabe que es inevitable —dijo—. El camarero se ha ido a buscar la comida. ¿Qué pensarán en la casa, si me voy ahora y dejo a «mi mujer» cenando sola? Era tan obvia la necesidad de guardar las apariencias por el momento que nada más quedaba por decir. Arnold cometía una grave imprudencia y, sin embargo, ¡tenía razón! El enfado de Anne al sentirse obligada a aceptar esa conclusión la llevó a traicionar por primera vez su impaciencia. Dejó a Arnold junto a la ventana para dejarse caer en el sofá. «¡Parezco perseguida por una maldición! —pensó, amargamente—. Esto acabará mal, ¡y yo seré la responsable!» Mientras tanto, el señor Bishopriggs había encontrado la cena preparada y esperándole en la cocina. En lugar de llevar en seguida la bandeja a la sala de estar, se fue con ella a su propia despensa y cerró la puerta. —Quédate aquí, amiga mía, hasta que tenga un momento libre y pueda echarte otro vistazo —dijo, guardando la carta con mucho cuidado en el cajón del aparador—. Ahora, ¿qué hay de la cena de los dos tortolitos? —prosiguió, dirigiendo su atención a la bandeja—. He de comprobar que la cocinera ha cumplido con su deber; esas criaturas no son capaces de decidir por sí mismas este delicado asunto. —Levantó una de las tapas y picoteó del plato con el tenedor—. ¡Eh! ¡Eh! ¡La carne picada no está mal! —Levantó otra tapa y sacudió la cabeza, expresando sus dudas con solemnidad—. Aquí está la carne roja. ¡Creo que es un poco flatulenta para un hombre de mi edad! —Volvió a poner la tapa y probó el siguiente plato—. ¿Pescado? ¿Para qué demonios ha frito la trucha esa mujer? Hiérvela la próxima vez, so bruja, con una pizca de sal y una cucharada de vinagre. —Descorchó una botella de jerez y decantó el vino—. ¿El jerez? —dijo, con un tono de hondo sentimiento, poniendo la licorera a contraluz—. ¿Cómo sé que no sabe a corcho? Tengo que probarlo. Mi conciencia de hombre honrado me exige que lo pruebe. —Procedió de inmediato a tranquilizar su conciencia... abundantemente. En la licorera quedó un espacio vacío de considerables dimensiones. El señor Bishopriggs lo rellenó con agua, y una expresión grave—. ¡Eh! Esto es como añadirle diez años al vino. A los tortolitos les dará igual, y yo me habré llevado un vaso de jerez al coleto. ¡Alabemos a la Providencia por sus dones! —Después de haberse desahogado con tan devota aspiración, cogió de nuevo la bandeja y decidió dejar que los tortolitos tomaran su cena. La conversación en la salita de la habitación (interrumpida por el momento) se había reanudado en ausencia del señor Bishopriggs. Demasiado inquieta para quedarse mucho rato en el mismo sitio, Anne se había levantado del sofá y había vuelto a la ventana con Arnold. —¿Dónde creen en casa de lady Lundie que está usted ahora? —preguntó bruscamente. —Creen que me he reunido con mis arrendatarios para tomar posesión de mi finca —contestó Arnold. —¿Cómo llegará allí esta noche? —En tren, supongo. Por cierto, ¿qué excusa voy a dar para marcharme después de la cena? Seguro que la patrona no tardará en aparecer por aquí. ¿Qué dirá cuando sepa que me voy solo en el tren, dejando a «mi mujer» aquí? —¡Señor Brinkworth! ¡Esa broma, si es una broma, está fuera de lugar! —Perdóneme, se lo ruego —dijo Arnold. —Deje que yo me disculpe por usted —añadió Anne—. ¿Cogerá el tren que va hacia el norte o el que va hacia el sur? —El que va hacia el norte. La puerta se abrió de pronto y entró el señor Bishopriggs con la cena. Anne se alejó de Arnold con nerviosismo. El único ojo sano del señor Bishopriggs la siguió con expresión de reproche, mientras ponía los platos sobre la mesa. —Ya les advertí a los dos que era totalmente imposible llamar a la puerta esta vez. ¡No me eche la culpa, señora, no me eche la culpa! —¿Dónde se sentará? —preguntó Arnold para distraer la atención de Anne de las familiaridades del padre Bishopriggs. —¡En cualquier sitio! —respondió ella con irritación, agarrando una silla y colocándola en un extremo de la mesa. El señor Bishopriggs devolvió la silla a su lugar, cortésmente, pero con firmeza. —¡Por Dios santo! ¿Qué hace usted? ¡Es totalmente contrario a las leyes y costumbres de la luna de miel sentarse tan lejos del marido! Agitó una persuasiva servilleta indicando una de las dos sillas que estaban más juntas. Arnold intervino una vez más e impidió que Anne volviera a manifestar su exasperación. —¿Qué importa? —dijo—. Deje que se salga con la suya. —Acabe con esto lo antes posible —replicó ella—. No podré soportarlo mucho más. Ocuparon su sitio en la mesa, con el padre Bishopriggs detrás en su doble caracterización de mayordomo y ángel guardián. —¡Aquí está la trucha! —exclamó, quitando la tapa con un ampuloso gesto—. Hace media hora estaba saltando en el agua. Aquí la tienen ahora, frita. ¡Un símbolo de la vida humana para ustedes! Cuando encuentren un momento para estar separados, mediten sobre ello. Arnold cogió la cuchara para servir trucha a Anne. El señor Bishopriggs volvió a tapar el plato de golpe, con una expresión de devoto horror en el semblante. —¿No va a bendecir nadie la mesa? —preguntó. —¡Vamos, vamos! —dijo Arnold—. El pescado se está enfriando. El señor Bishopriggs cerró piadosamente su ojo sano y retuvo firmemente la tapa sobre el plato. —¡Pueden estar ustedes muy agradecidos por lo que van a recibir! —abrió su ojo sano y volvió a destapar el plato—. Ahora tengo la conciencia tranquila. ¡Empiecen! ¡Empiecen! —¡Dígale que se vaya! —pidió Anne—. Sus familiaridades son insufribles. —No es necesario que nos sirva —dijo Arnold. —¡Eh! Pero si estoy aquí para servirles —protestó el señor Bishopriggs—. ¿Para qué voy a marcharme, si me necesitarán dentro de nada para cambiarles los platos? —Meditó unos instantes (recurriendo a su propia experiencia) y llegó a una conclusión satisfactoria respecto a los motivos que tenía Arnold para querer librarse de él—. ¡Póngasela en las rodillas cuando le parezca! —susurró al oído de Arnold—. ¡Dele la comida con el tenedor cuando le apetezca! —dijo a Anne—. Yo pensaré en otra cosa y me iré a contemplar la vista. —Guiñó el ojo y se dirigió a la ventana. —¡Vamos, vamos! —dijo Arnold a Anne—. Todo esto tiene su lado cómico. Intente verlo igual que yo. El señor Bishopriggs volvió a acercarse y anunció la aparición de un nuevo factor que iba a perturbar su situación en la posada. —¡A fe mía que han tenido suerte! No es nada fácil llegar a este hotel en medio de una tormenta. Anne dio un respingo y se volvió hacia él. —¡Una tormenta! —exclamó. —¡Eh! Aquí estarán bien alojados, no se preocupen. Ahí está la nube, sobre el valle —añadió, señalando por la ventana—, acercándose por un lado, mientras el viento sopla por el otro. ¡Se avecina una tormenta, señora, cuando las cosas se presentan así! Alguien llamó a la puerta. Tal como había previsto Arnold, la patrona hizo su aparición en escena. —Sólo quería saber, señor —dijo la señora Inchbare, dirigiéndose exclusivamente a Arnold—, si tienen todo lo que necesitan. —¿Oh? ¿Es usted la patrona? Todo está muy bien, señora, muy bien. La señora Inchbare tenía sus propios motivos para entrar en la habitación y a ellos se refirió sin más preámbulos. —Discúlpeme, señor —empezó a decir—. Si hubiera estado presente cuando ha llegado, me habría permitido hacerle la pregunta que debo hacerle ahora. ¿Debo entender que alquila usted estas habitaciones para sí mismo y para esta señora, su mujer? Anne levantó la cabeza para hablar. Arnold le apretó la mano bajo la mesa, a modo de advertencia, haciéndola callar. —Desde luego —respondió—. Alquilo las habitaciones para mí y para esta señora, mi mujer. Anne hizo un segundo intento por hablar. —Este caballero... —empezó. Arnold se lo impidió por segunda vez. —¿Este caballero? —repitió la señora Inchbare, con los ojos muy abiertos por la sorpresa—. Sólo soy una pobre mujer, señora. ¿Se refiere usted a su marido? La mano de Arnold advirtió a Anne por tercera vez. Los ojos implacables e inquisitivos de la señora Inchbare seguían fijos en ella. Si expresaba la contradicción que temblaba en sus labios, Arnold (que tanto había sacrificado por ella) se vería envuelto en el escándalo que, inevitablemente, se iba a desatar. Un escándalo del que se hablaría en la vecindad y que podría llegar a oídos de Blanche. Pálida y fría, sin apartar los ojos de la mesa en ningún momento, aceptó la rectificación implícita de la patrona y repitió las palabras en un murmullo: —Mi marido. La señora Inchbare exhaló un suspiro de virtuoso alivio y esperó a oír lo que iba a decir Anne. Arnold acudió servicialmente al rescate y sacó a la mujer de la habitación. —No te preocupes —dijo a Anne. Luego se volvió hacia la patrona—. Sé lo que le pasa y yo me ocuparé de todo. Siempre le ocurre lo mismo, señora, cuando hay tormenta. No, gracias, yo sé cómo tratarla. La mandaré llamar si necesito su ayuda. —Como usted guste, señor —dijo la señora Inchbare. Se volvió hacia Anne y se disculpó (de mala gana) con una envarada reverencia—. ¡No se ofenda, señora! Recuerde que ha llegado usted sola y que el hotel tiene que proteger su buen nombre. Después de haber defendido una vez más su «hotel», se encaminó a la puerta (como tanto deseaba Anne) y salió. —¡Estoy mareada! —susurró Anne—. Déme un poco de agua. No había agua sobre la mesa. Arnold se la pidió al señor Bishopriggs, que había permanecido en silencio en un segundo plano (como modelo de servicio discreto) mientras estaba presente la patrona. —¡Señor Brinkworth! —dijo Anne, cuando se quedaron solos—. Ha actuado usted con una temeridad imperdonable. La pregunta de esa mujer era una impertinencia. ¿Por qué la ha contestado? ¿Por qué me ha obligado a...? Se detuvo, incapaz de terminar la frase. Arnold insistió en que bebiera un vaso de vino, y luego se defendió con la paciente consideración que le había mostrado desde un principio. —¿Pregunta que por qué no he hecho que le cerraran la puerta de la posada en las narices —preguntó afablemente—, con una tormenta a la vista y sin tener un lugar donde refugiarse? ¡No, no, señorita Silvester! No pretendo censurarla por los escrúpulos que pueda sentir, pero los escrúpulos, lamentablemente, están fuera de lugar con una mujer como esa patrona. Soy responsable de su seguridad ante Geoffrey, y él espera encontrarla aquí. Cambiemos de tema. El agua tarda. Pruebe a tomar otro vaso de vino. ¿No? Bueno, brindaré a la salud de Blanche —bebió un sorbo— con el jerez más aguado que he probado en mi vida. Cuando dejaba el vaso sobre la mesa, entró el señor Bishopriggs con el agua. Arnold lo saludó con socarronería. —¿Y bien? ¿Ha encontrado el agua, o la había gastado toda con el jerez? El señor Bishopriggs se detuvo en medio de la habitación, atónito por la calumnia vertida sobre el vino. —¿Es así como habla del jerez más añejo de Escocia? —preguntó con expresión grave—. ¿Adonde iremos a parar? No hay quien entienda a esta nueva generación. ¡Es un desperdicio ofrecerles los dones de la Providencia, que se ofrecen al hombre en las mejores cosechas de España! —¿Ha traído el agua? —He traído el agua, y más que eso. Le he traído noticias del exterior. Ha pasado por aquí un grupo de caballeros que se dirigían a caballo a lo que llaman pabellón de caza, a kilómetro y medio de aquí. —Bueno, ¿y qué tiene eso que ver con nosotros? —¡Espere un poco! Uno de ellos ha tirado de las riendas al llegar al hotel y ha preguntado por la señora que llegó sola. La señora es su mujer, tan seguro como que me llamo Bishopriggs. Supongo —añadió, alejándose hacia la ventana— que eso es lo que tiene que ver con ustedes. Arnold miró a Anne. —¿Espera a alguien más? —¿Será Geoffrey? —Imposible. Geoffrey va de camino a Londres. —Ahí está, en cualquier caso —añadió el señor Bishopriggs desde la ventana—. Se ha bajado del caballo. Da la vuelta hacia aquí. ¡Dios nos valga! —exclamó consternado, dando un respingo—. ¿Qué ven mis ojos? ¡Es el diablo encarnado, sir Patrick en persona! Arnold se puso en pie como un resorte. —¿Se refiere a sir Patrick Lundie? Anne corrió hacia la ventana. —¡Es sir Patrick! —dijo—. ¡Escóndase antes de que entre! —¿Que me esconda? —¿Qué pensará, si lo encuentra aquí conmigo? Sir Patrick era el tutor de Blanche y creía que Arnold estaba en aquel momento visitando su nueva finca. No era difícil imaginar lo que pensaría. Arnold se volvió hacia el señor Bishopriggs en demanda de ayuda. —¿Dónde puedo meterme? El señor Bishopriggs señaló la puerta del dormitorio. —¿Dónde puede meterse? ¡Pues en la cámara nupcial! —¡Imposible! El señor Bishopriggs expresó el asombro humano en su más alto grado con un largo silbido de una sola nota. —¡Fiuuu! ¿Así habla ya de la cámara nupcial? —Encuéntreme otro sitio. Se lo recompensaré. —¡Eh! ¡Ahí tiene la recocina! Yo creo que es otro sitio, y la puerta está al final del pasillo. Arnold salió apresuradamente. El señor Bishopriggs se dirigió a Anne con amistosa complicidad, evidentemente con la impresión de que se hallaba ante un caso de fuga en el que estaba involucrado sir Patrick en calidad de tutor. —¡A fe mía, señora, que es mal asunto engañar a sir Patrick, si eso es lo que han hecho! Debe usted saber que en otro tiempo fui una especie de empleado suyo en su despacho de Embro... La voz aguda y autoritaria de la señora Inchbare, llamando al camarero jefe, se oyó desde el bar. El señor Bishopriggs desapareció. Anne se quedó sola, impotente, junto a la ventana. Era evidente que en Windygates habían descubierto ya su paradero. La única duda que quedaba ya por resolver era la de decidir si sería prudente o no recibir a sir Patrick, con el propósito de averiguar si se presentaba como amigo o como enemigo en la posada. Capítulo XI Sir Patrick La duda se resolvió prácticamente antes de que Anne hubiera decidido qué debía hacer. Seguía aún junto a la ventana cuando se abrió la puerta de la salita y apareció sir Patrick, precedido por el señor Bishopriggs en actitud servil. —Sea usted muy bienvenido, sir Patrick. Caray, señor, da gusto verlo a usted. Sir Patrick se dio la vuelta y miró al señor Bishopriggs como habría mirado a un insecto molesto al que hubiera expulsado por la ventana y volviera para importunarle. —¡Vaya, sinvergüenza! ¿Te has puesto por fin a trabajar como un hombre honrado? El señor Bishopriggs se frotó las manos alegremente y aceptó con buen humor el tono de quien era superior a él. —¡Ha acertado, sir Patrick, como siempre! Muy cierto, muy cierto lo de trabajar honradamente, y eso es lo que hago. ¡Dios bendito, señor, qué bien se conserva usted! Sir Patrick despidió al señor Bishopriggs con un gesto y avanzó hacia Anne. —Estoy cometiendo una intromisión, señora, que debe de parecer imperdonable a sus ojos, me temo —dijo—. Espero que pueda disculparme cuando le haya explicado el motivo. Hablaba con escrupulosa cortesía. Su relación con Anne era inexistente, apenas la conocía. En las pocas ocasiones en que habían estado juntos se había sentido atraído por su gracia natural y su carácter afable, y eso era todo. De haber pertenecido a la generación actual, y dadas las circunstancias, sir Patrick habría cometido uno de los pecados principales de Inglaterra en estos tiempos: la tendencia (por tomar prestada una imagen del teatro) a «adoptar una pose» en caso de emergencia social. Un hombre actual en la posición de sir Patrick habría adoptado una pose de (lo que llaman) caballeroso respeto, y se habría dirigido a Anne en un tono de simpatía forzada, que sencillamente era imposible en un desconocido. Sir Patrick no fingió nada por el estilo. Uno de los pecados principales de su época era la costumbre de ocultar los mejores sentimientos, un error que, en conjunto, resulta mucho menos peligroso que el de alardear de ellos, lo que se ha convertido en práctica habitual de nuestra época, tanto en privado como en público. De hecho, sir Patrick fingió menos simpatía en este caso de la que en realidad sentía. Cortés con todas las mujeres, fue tan cortés con Anne como de costumbre, ni más ni menos. —No acierto a adivinar, señor, qué le trae a este lugar. El camarero me ha dicho que formaba usted parte de un grupo de caballeros que acaban de pasar por la posada, y que todos se han ido... excepto usted —con estas cautelosas frases inició Anne la conversación con el inesperado visitante. Sir Patrick admitió el hecho sin dejar traslucir el menor atisbo de azoramiento. —El camarero tiene razón —dijo—. He venido con el grupo y he dejado a propósito que siguieran sin mí hasta el pabellón del guardabosques. Una vez admitido esto, ¿cuento con su autorización para explicarle el motivo de mi visita? Como es lógico, Anne recelaba de él, puesto que venía de Windygates, y respondió con unas escuetas palabras formales y la misma frialdad de antes. —Explíquese, sir Patrick, se lo ruego, con la mayor brevedad posible. Sir Patrick inclinó la cabeza. No se había ofendido en lo más mínimo, se divertía incluso (si tal confesión puede hacerse sin rebajarlo a los ojos del público). Consciente de que su presencia en la posada obedecía al deseo sincero de actuar en bien tanto de Anne como de las señoras de Windygates, su sentido del humor se despertaba al ver que precisamente la mujer a la que quería ayudar guardaba con él las distancias. Sintió la fuerte tentación de cumplir con su encargo desde su juguetón punto de vista. Sacó el reloj con semblante grave y consultó la hora al segundo antes de volver a hablar. —Tengo que informarle de un suceso del que es usted parte interesada —dijo—. Y tengo que transmitirle dos mensajes que espero que no tenga inconveniente en recibir. El suceso se lo relataré en un minuto. Con los mensajes prometo terminar en dos minutos más. Duración total de mi intromisión: tres minutos. Sir Patrick colocó una silla para Anne y esperó a que ella le permitiera ocupar otra silla con un ademán. —Empezaremos por el suceso —prosiguió—. Su llegada a este lugar no es un secreto en Windygates. Una de las sirvientas la vio en el sendero de Craig Fernie. Y naturalmente se extrajo la conclusión de que se dirigía usted a la posada. Tal vez para usted sea importante saber esto, y por ello me he tomado la libertad de mencionarlo. —Miró su reloj—. Suceso relatado. Tiempo, un minuto. Para empezar, había despertado la curiosidad de Anne. —¿Cuál de las sirvientas me vio? —preguntó de modo impulsivo. Sir Patrick (reloj en mano) se negó a prolongar la entrevista respondiendo a las preguntas ocasionales que pudieran surgir en el curso de la misma. —Discúlpeme —dijo—. Me he comprometido a emplear sólo tres minutos. No tengo tiempo para la sirvienta. Con su permiso, a continuación pasaré a los mensajes. Anne guardó silencio. Sir Patrick siguió hablando. —Primer mensaje: «Saludos de lady Lundie a la antigua institutriz de su hijastra, cuyo apellido de casada desconoce. Lady Lundie lamenta decir que sir Patrick, como cabeza de familia, ha amenazado con regresar a Edimburgo, a menos que ella acceda a dejarse guiar por sus consejos en el proceder que adopte con la antigua institutriz. Lady Lundie, en consecuencia, renuncia a visitar la posada de Craig Fernie para expresar sus sentimientos y hacer sus averiguaciones en persona. Encomienda a sir Patrick el deber de expresar sus sentimientos, reservándose el derecho a hacer sus averiguaciones cuando se presente de nuevo la ocasión. Por medio de su cuñado, ruega que se informe a la antigua institutriz de que lady Lundie da por finalizada toda relación entre ellas y que se niega a servir como referencia en caso de presentarse la necesidad en el futuro». Mensaje textualmente correcto. Indicativo del punto de vista de lady Lundie sobre su inopinada partida. Tiempo: dos minutos. A Anne le salieron los colores. Su orgullo se alzó en armas en el acto. —La impertinencia del mensaje de lady Lundie es ni más ni menos lo que esperaba de ella —dijo—. Sólo me sorprende que sir Patrick me lo haya transmitido. —El motivo de sir Patrick para hacerlo quedará claro en un momento. Segundo mensaje: «El cariño más sincero de Blanche. Arde en deseos de conocer al marido de Anne y ser informada de su nuevo apellido. Siente una inquietud y una angustia indescriptibles por causa de Anne. Insiste en recibir noticias suyas inmediatamente. Anhela, como no ha anhelado jamás otra cosa en este mundo, pedir que enganchen el pony a su tílburi y venir a la posada a galope tendido. Se somete, bajo una irresistible presión, al ejercicio de autoridad de su tutora, y encomienda la expresión de sus sentimientos a sir Patrick, que es un tirano por naturaleza al que no le importa lo más mínimo romper el corazón a los demás. Sir Patrick (hablando por sí mismo) expone el punto de vista de su cuñada y el de su sobrina ante la dama a la que tiene el honor de dirigirse en este momento, y en cuya intimidad intenta por todos los medios no inmiscuirse. Recuerda a la dama que su influencia en Windygates, por incansable que se muestre en ejercerla, sin duda no durará para siempre. Le pide que considere si el punto de vista de su cuñada y el de su sobrina, enfrentados, no conducirían a resultados domésticos francamente indeseables, y deja en sus manos la decisión de proceder como más le convenga, dadas las circunstancias». Segundo mensaje transmitido textualmente. Tiempo: tres minutos. Se avecina una tormenta. Un cuarto de hora a caballo desde aquí hasta el pabellón de caza. Señora, le deseo buenas tardes. Sir Patrick hizo una reverencia más exagerada que antes y, sin decir una palabra más, abandonó la habitación tranquilamente. El primer impulso de Anne (muy comprensible, pobrecita) fue el del resentimiento. —¡Gracias, sir Patrick! —dijo mirando con amargura la puerta que se cerraba—. ¡La simpatía de la sociedad por una mujer sin amigos difícilmente podría haberse expresado de un modo más divertido! La pequeña irritación tuvo su momento fugaz. La inteligencia y el sentido común le mostraron su posición desde una perspectiva más auténtica. Anne reconoció en la brusca partida de sir Patrick la considerada resolución de no obligarla a entrar en detalles sobre su situación en la posada. Le había hecho una advertencia amistosa y delicadamente había dejarlo en sus manos la decisión sobre la ayuda que podía prestarle para mantener la paz en Windygates. Inmediatamente se dirigió a una mesita de la habitación en la que había recado de escribir, y se sentó para escribir a Blanche. «Con lady Lundie no puedo hacer nada —pensó—. Pero tengo más influencia sobre Blanche que cualquier otra persona, y puedo impedir ese enfrentamiento entre ambas que teme sir Patrick.» Empezó la carta. «Mi querida Blanche, he visto a sir Patrick y me ha dado tu mensaje. Te mandaré noticias tranquilizadoras sobre mí tan pronto como me sea posible. Pero antes de continuar, déjame rogarte, como el mayor favor que puedes hacer a tu hermana y amiga, que no discutas con lady Lundie por mi causa, y que no cometas la imprudencia —la inútil imprudencia, cariño— de venir aquí.» Se detuvo; el papel vaciló ante sus ojos. «Cariño mío —pensó—. ¿Quién podía prever que llegaría a acobardarme la idea de verte a ti?» Suspiró, hundió la pluma en la tinta... y siguió con la carta. El cielo se oscureció rápidamente al caer la noche. Sobre el lóbrego páramo, las ráfagas de viento eran cada vez más débiles. A lo largo y ancho de la faz de aquella tierra, se extendía velozmente la calma que precede a la tormenta. Capítulo XII Arnold Mientras tanto, Arnold seguía encerrado en la recocina, irritado consigo mismo por la situación a la que se había visto empujado. Por primera vez en su vida, se escondía de otra persona, y esa persona era un hombre, por añadidura. Acicateado por la pérdida inevitable de amor propio que originaba aquella situación, se había acercado a la puerta en dos ocasiones, dispuesto a enfrentarse con sir Patrick audazmente, y dos veces había desechado la idea, compadeciéndose de Anne. Le habría sido imposible justificarse ante el tutor de Blanche sin delatar a la desdichada mujer, cuyo secreto estaba obligado a guardar por su honor. —¡Ojalá no hubiese venido jamás a este lugar! —Éste fue el inútil anhelo que escapó de su boca cuando se sentó obstinadamente sobre el aparador, esperando a que la marcha de sir Patrick lo dejara en libertad. Tras un intervalo —que no fue ni mucho menos todo lo largo que esperaba—, su soledad se alivió con la aparición del padre Bishopriggs. —¡Bien! —exclamó Arnold, saltando al suelo—. ¿No hay moros en la costa? Había ocasiones en que el señor Bishopriggs se volvía de improviso inusitadamente duro de oído. Ésta fue una de ellas. —¿Qué le parece la recocina? —preguntó, haciendo caso omiso de la pregunta de Arnold—. ¿Cómoda y discreta? ¡Un Patmos en la soledad, como si dijéramos! Su único ojo sano, que había empezado mirando a Arnold a la cara, bajó despacio y se detuvo con muda, pero elocuente, expectación en el bolsillo de su chaleco. —¡Entiendo! —dijo Arnold—. Prometí pagar por su Patmos, ¿eh? ¡Aquí tiene! El señor Bishopriggs se guardó el dinero en el bolsillo con una sonrisa aburrida y moviendo la cabeza comprensivamente. Otros camareros habrían dado las gracias. El sabio de Craig Fernie, en cambio, hizo unos cuantos comentarios. Admirable en muchos sentidos, el padre Bishopriggs era especialmente bueno con las moralejas. En esta ocasión, extrajo una de propina. —Aquí tengo, como dice usted. ¡Válgame Dios! Uno necesita dinero a cada momento cuando tiene una mujer pegada a los faldones. Es un pensamiento horrible; no se puede uno mezclar con lo que llaman el otro sexo sin que le cueste a uno dinero. Su señora, por ejemplo, sin duda ha supuesto un gasto para usted desde el principio. Cuando la estaba cortejando, apuesto lo que quiera a que gastaba dinero con ella a manos llenas. Recuerdos y regalos, flores y joyas y adornos. ¡Menudo gasto! —¡Al cuerno con sus reflexiones! ¿Se ha ido sir Patrick de la posada? Las reflexiones del señor Bishopriggs se negaron a ser eliminadas de un modo que pudiera parecer remotamente sumario. ¡Siguieron brotando de su fuente original, tan lenta y pacíficamente como siempre! —Ahora que se ha casado con ella, están sus vestidos y sombreros y ropa interior, sus cintas, encajes, baratijas y perifollos. ¡Otro gasto que tal! —¿Cuál sería el gasto por interrumpir sus reflexiones, señor Bishopriggs? —En tercer y último lugar, si no se lleva bien con ella más adelante, si existe una incompatibilidad de caracteres; en resumen, si quiere usted llegar a una separación, ¡bueno, señor! Mete usted mano al bolsillo y llega a un acuerdo amistoso con ella. O quizá ella lo demande ante los tribunales y le meta mano al bolsillo y llegue a un acuerdo hostil. Donde hay mujer, no anda lejos un hombre con más gastos a sus espaldas de lo que hubiera podido imaginar. —A Arnold se le acabó la paciencia; se volvió hacia la puerta. Con igual celeridad por su parte, el señor Bishopriggs volvió al verdadero asunto— ¡Sí, señor! Sir Patrick se ha ido de la salita y la dama está sola y esperándole a usted. Instantes después, Arnold se encontraba de vuelta en la salita. —¿Y bien? —preguntó con ansia—. ¿Qué ocurre? ¿Malas noticias de Windygates? Anne cerró la carta para Blanche, que había terminado en aquel mismo momento, y escribió las señas. —No —contestó—. Nada que pueda interesarle. —¿Qué quería sir Patrick? —Avisarme tan sólo. En Windygates han descubierto que estoy aquí. —Eso resulta embarazoso, ¿no? —En absoluto. Puedo arreglármelas perfectamente. No tengo nada que temer. No piense en mí, piense en usted. —¡No se sospechará de mí! —¡No, gracias a Dios! Pero quién sabe lo que pasaría si se queda aquí. Toque la campanilla ahora mismo y pregunte al camarero por los trenes. Sorprendido por la oscuridad que reinaba a aquella hora, Arnold se acercó a la ventana. Había empezado a caer una densa cortina de lluvia. La vista del páramo solitario desaparecía rápidamente entre la niebla. —¡Menudo tiempecito para viajar! —comentó. —¡Los trenes! —exclamó Anne, impacientándose—. Se está haciendo tarde. ¡Pregunte por los trenes! Arnold fue hasta la chimenea y tocó la campanilla. Su mirada tropezó con el horario de trenes que colgaba de la pared. —Aquí está la información que necesito —le dijo a Anne—, si supiera cómo interpretarla. «Sur», «norte», «matutino», «vespertino»... ¡Qué condenado embrollo! Creo que lo hacen a propósito. Anne se acercó a la chimenea. —Yo lo entiendo, le ayudaré. ¿Decía que iba a coger el tren que va hacia el norte? —Sí. —¿Cómo se llama la estación donde se ha de apear? Arnold se lo dijo y ella siguió con el dedo la intrincada red de líneas y cifras. De repente se detuvo, volvió a mirar para asegurarse, y dio la espalda al horario de trenes con cara de desesperación. Hacía una hora que había pasado el último tren del día. En el silencio que siguió a este descubrimiento, un primer relámpago cruzó la ventana y el retumbar sordo de un trueno anunció el estallido de la tormenta. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Arnold. Enfrentada con la tormenta, Anne respondió sin vacilar: —Tiene que ir en carruaje. —¿Carruaje? Me dijeron que había treinta y siete kilómetros en tren desde la estación de ferrocarril hasta mi casa, y no hablemos de la distancia desde esta posada hasta la estación. —¿Qué más da la distancia? ¡Señor Brinkworth, no puede quedarse aquí! Un segundo relámpago cruzó la ventana; el retumbar de truenos se fue acercando más. Incluso el carácter afable de Arnold empezaba a encresparse por el empecinamiento de Anne en librarse de él. Se sentó, con el aspecto de un hombre que había decidido no abandonar la casa. —¿Ha oído eso? —preguntó cuando el trueno se extinguió majestuosamente y se hizo audible una vez más el fuerte repiqueteo de la lluvia en la ventana—. Si pidiera aquí unos caballos, ¿cree que me los dejarían con este tiempo? Y aunque me los dejaran, ¿cree que los caballos serían capaces de hacerle frente en el páramo? No, no, señorita Silvester; lamento ser un estorbo, pero he perdido el tren, ha anochecido y hay una tormenta. ¡No tengo más remedio que quedarme aquí! Anne mantuvo su punto de vista, pero con menos determinación que antes. —Después de lo que le ha dicho la patrona —señaló—, ¡piense en qué situación tan violenta y cruel se encontraría si se quedara en la posada hasta mañana! —¿Eso es todo? —replicó Arnold. Anne levantó la vista hacia él con súbito enojo. ¡No!, de ninguna manera era consciente de haber dicho algo que pudiera ofenderla. Su sentido masculino se abría paso entre las pequeñas sutilezas y delicadezas femeninas de su compañera, y consideraba su situación de manera práctica, tal como era, nada más. —¿Qué situación violenta? —preguntó, señalando la puerta del dormitorio—. Ahí tiene su habitación, preparada para usted. Y aquí está el sofá, listo para mí. ¡Si viera los sitios en que he llegado a dormir en el mar...! Ella lo interrumpió sin ceremonia. Los sitios en que él hubiera dormido en el mar no tenían la menor importancia. La única cuestión que debían tener en cuenta era el lugar donde dormiría aquella noche. —Si tiene que quedarse —dijo—, ¿no puede buscarse otra habitación en la posada? En el estado de nervios de Anne, sólo quedaba un error por cometer al tratar con ella, y el ingenuo Arnold lo cometió. —¿Otra habitación en la posada? —repitió en tono de chanza—. La patrona se escandalizaría. ¡El señor Bishopriggs no lo permitiría jamás! Anne se levantó y dio una patada en el suelo con exasperación. —¡No se lo tome a broma! —exclamó—. Esto no es cosa de risa. —Se paseó de un lado a otro de la salita, presa de una gran agitación. Arnold la siguió con una mirada de infantil perplejidad. —¿Qué es lo que tanto la molesta? —preguntó—. ¿La tormenta? Anne volvió a derrumbarse en el sofá. —Sí —contestó escuetamente—. Es la tormenta. El buen talante inagotable de Arnold reapareció inmediatamente. —¿Pedimos velas para olvidar el mal tiempo? —sugirió. Anne se dio la vuelta en el sofá, demostrando su irritación, y no respondió—. ¡Le prometo marcharme a primera hora de la mañana! —prosiguió él—. Intente tranquilizarse y no se enfade conmigo. ¡Vamos, vamos! ¡Ni a un perro lo echaría usted en una noche como ésta, señorita Silvester! Arnold era irresistible. Ni la mujer más sensible del mundo podría haberle acusado de faltarle en lo más mínimo al respeto, o de no mostrarle la debida consideración. Carecía de tacto, el pobre, pero ¿quién podía esperar que hubiera adquirido ese talento, siempre superficial y a veces peligroso, viviendo en el mar? Al ver su rostro sincero y suplicante, Anne recobró su carácter más amable y dulce. Se disculpó por su irritabilidad con una elegancia que encandiló a Arnold. —¡Aún conseguiremos pasar una velada agradable! —exclamó con su franqueza habitual, y tocó la campanilla. La campanilla colgaba por fuera junto a la puerta de ese Patmos retirado también conocido como recocina. El señor Bishopriggs (que disfrutaba de su breve asueto en la soledad de aquel cuarto) acababa de servirse un vaso del ardiente y reconfortante licor conocido como toddy8 en el norte de Gran Bretaña, y se lo llevaba a los labios cuando la llamada de Arnold le invitó a dejar su ponche. —¡Refrena esa lengua chillona! —exclamó el señor Bishopriggs, dirigiéndose a la campanilla colgada al otro lado de la puerta—. ¡Cuando empiezas, eres peor que una mujer! La campanilla —igual que las mujeres— volvió a insistir. El señor Bishopriggs, igualmente pertinaz, siguió con su ponche. —¡Sí! ¡Sí! Ya puedes sonar ya, que no separarás a un escocés de su vaso. Quizá lo que quieran sea acabar la cena. Sir Patrick llegó justo cuando empezaban y les ha estropeado la carne, ¡como el diablo despiadado que es! —La campanilla sonó por tercera vez—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Suena, suena! Apuesto a que ese joven caballero tiene algo más que glotonería. ¡Hay una escandalosa necesidad de calmar su apetito carnal en esa forma de tocar la campanilla! Ése no sabe nada de vinos —añadió el señor Bishopriggs, recordando aún con fastidio que Arnold había descubierto el jerez aguado. Los relámpagos aumentaban, iluminando horriblemente la salita con su pálido resplandor; los truenos retumbaban cada vez más cerca sobre el negro abismo del páramo. Arnold había levantado la mano para tocar la campanilla por cuarta vez cuando se oyó el inevitable golpe llamando a la puerta. Fue inútil que dijera «Entre». Las leyes inmutables de Bishopriggs habían decidido que era necesario llamar por segunda vez. Con tormenta o sin ella, el segundo golpe se produjo, y entonces y sólo entonces apareció el sabio con el plato de carne sin probar. —¡Velas! —pidió Arnold. El señor Bishopriggs dejó la carne sobre la mesa, encendió las velas que había sobre la repisa de la chimenea, dio media vuelta, con el fuego del ponche que acababa de tomar llameando en la nariz, y esperó nuevas órdenes antes de irse a tomar un segundo vaso. Anne no quiso seguir cenando. Arnold ordenó al señor Bishopriggs que cerrara los postigos de las ventanas y se sentó a cenar solo. —Tiene un aspecto grasiento y huele a grasa —le dijo a Anne, revolviendo la carne con una cuchara—. No tardaré ni diez minutos. ¿Le apetece un poco de té? Anne también lo rechazó. Arnold probó una vez más. —¿Qué hacemos para pasar la velada? —Lo que quiera —respondió ella con resignación. Una idea iluminó de pronto a Arnold. —¡Ya lo tengo! —exclamó—. Mataremos el tiempo como solían hacer nuestros pasajeros en el mar. —Miró al señor Bishopriggs por encima del hombro—. ¡Camarero! Traiga una baraja de cartas. —¿Qué dice que quiere? —preguntó el señor Bishopriggs, dudando de sus sentidos. —Una baraja de cartas —repitió Arnold. —¿Cartas? —volvió a decir el señor Bishopriggs—. ¿Una baraja de cartas? ¡Alegorías del diablo con sus mismos colores, rojo y negro! No obedeceré su orden. Por el bien de su alma, no lo haré. Con la edad que tiene, ¿no sabe aún lo terriblemente pecaminoso que es jugar a las cartas? —Como quiera —replicó Arnold—. Lo que sí sabré, cuando me vaya, es la enorme insensatez de dar propinas a un camarero. —¿Significa eso que está empeñado en jugar a cartas? —preguntó el señor Bishopriggs, dando muestras de repente de una inquietud mundana en su expresión y su actitud. —Sí, eso significa que estoy empeñado enjugar a cartas. —Mantengo mi testimonio en contra de las cartas, pero eso no quiere decir que no pueda traérselas si quiero. ¿Qué dicen en mi país? «El que quiere ir a Coupar, a Coupar va.» ¿Y qué dicen en su país? «De la necesidad hay que hacer virtud.» —Con esta excelente razón para dejar de lado sus principios, el señor Bishopriggs salió de la salita arrastrando los pies para ir en busca de las cartas. El cajón del aparador de la recocina contenía una granada selección de objetos variados, entre ellos una baraja de cartas. Mientras la buscaba, la mano precavida del primer camarero entró en contacto con un trozo de papel arrugado. Lo sacó y reconoció la carta que había recogido del suelo de la salita unas horas antes. —¡Sí! ¡Sí! Creo que leeré esto antes de que se me olvide —dijo el señor Bishopriggs—. La baraja de cartas puede llegar a la salita por otras manos que no sean las mías. Inmediatamente envió la baraja a Arnold por medio de la segunda en el mando, cerró la puerta de su habitación, y alisó con esmero la hoja de papel arrugada en la que estaban escritas las dos cartas. Hecho esto, despabiló la vela y empezó con la que estaba escrita en tinta y ocupaba las tres primeras caras de la hoja de papel doblada. Rezaba así: Windygates, 12 de agosto de 1868 GEOFFREY DELAMAYN, he aguardado con la esperanza de que cogerías el caballo y vendrías a verme desde la casa de tu hermano, y he aguardado en vano. Tu comportamiento hacia mí es la crueldad personificada; no voy a soportarlo más. ¡Reflexiona! Por tu propio bien, reflexiona antes de conducir a la desdichada mujer que ha confiado en ti a la desesperación. Has prometido casarte conmigo por todo lo más sagrado. Te pido que cumplas tu promesa. Insisto en ser lo que juraste que sería, lo que he esperado ser durante todo este tedioso tiempo, lo que soy a los ojos de Dios, tu legítima esposa. Lady Lundie da una fiesta aquí el día catorce. Sé que te han invitado. Espero que aceptes. Si no te veo, no respondo de lo que pueda pasar. Estoy decidida a no aguantar por más tiempo esta incertidumbre. ¡Oh, Geoffrey, recuerda el pasado! Sé fiel, sé justo, con tu amante esposa, ANNE SILVESTER El señor Bishopriggs hizo una pausa. Su comentario sobre aquella correspondencia fue, por el momento, de lo más sencillo. —¡Duras palabras (en tinta) de la dama al caballero! —Recorrió con la mirada la segunda carta en la cuarta cara del papel, y añadió cínicamente-: ¡Un poco más frías (en lápiz) las del caballero a la dama! ¡Así es el mundo, señores! Desde la época de Adán hasta hoy, ¡así es el mundo! La segunda carta rezaba así: QUERIDA ANNE, acaba de ser reclamada mi presencia en Londres junto a mi padre. Me han telegrafiado que está grave. Quédate donde estás y yo te escribiré. Confía en el portador de esta carta. Por mi alma que mantendré mi promesa. Tu amante esposo, GEOFFREY DELAMAYN Windygates, 14 de agosto, 4 de la tarde. Terriblemente apurado. El tren sale a las 4 y media. ¡Así concluía la carta! —¿Quiénes son los que están en la salita? ¿Es «Silvester» uno de ellos, y el otro «Delamayn»? —se preguntó el señor Bishopriggs, doblando la carta despacio en su forma original—. ¡Caramba, señores! ¿Qué interpretación le podemos dar a esto? Se preparó un segundo vaso de ponche para que le ayudara a reflexionar, y se sentó a beberlo, retorciendo la hoja y dándole vueltas con sus dedos gotosos. No veía clara la relación que había entre la dama y el caballero de la salita y las dos cartas que ahora obraban en su poder. Tal vez fueran ellos los autores, o tal vez fueran sólo amigos de los autores. ¿Por quiénes se decidiría? En el primer caso, la dama habría logrado su objetivo, según las apariencias, pues ciertamente ambos habían afirmado ser marido y mujer en su presencia y en presencia de la patrona. En el segundo caso, la correspondencia que tan despreocupadamente se había desechado podría tener su importancia en el futuro, por más que a un desconocido le pareciera lo contrario. Actuando según este último criterio, el señor Bishopriggs —cuya antigua experiencia como «una especie de pasante» en el bufete de sir Patrick lo había convertido en hombre de negocios— sacó pluma y tintero y añadió a la carta una breve declaración fechada sobre las circunstancias en que la había hallado. «Voy a guardar este documento —pensó—. ¿Quién sabe si algún día no ofrecerán una recompensa por él? ¡Eh! ¡Eh! ¡Esto podría valer un billete de cinco libras para un pobre tipo como yo!» Con este reconfortante pensamiento, sacó una caja de hojalata abollada de las profundidades del cajón y guardó bajo llave la correspondencia robada en espera del momento oportuno. La tormenta arreciaba a medida que avanzaba la noche. En la salita, la situación, siempre cambiante, se presentaba ahora bajo un nuevo aspecto. Arnold había terminado de cenar y había mandado recoger el servicio. Después había acercado una mesita al sofá en el que Anne estaba echada, había barajado las cartas, y hacía uso ahora de todas sus dotes de persuasión para animarla a jugar una partida al ecarté, y hacerle olvidar así el tumulto de la tormenta. Anne renunció a discutir por puro cansancio e, incorporándose lánguidamente en el sofá, dijo que lo intentaría. «Ya nada puede empeorar las cosas, tal como están —pensó con desesperación mientras Arnold le daba cartas—. ¡Nada puede justificar que aflija con mi desgracia a este muchacho de buen corazón!» Peores jugadores seguramente no los ha habido jamás. La atención de Anne se dispersaba a cada momento, y su compañero era, con toda probabilidad, el jugador de cartas más inepto de toda Europa. Anne sacó un triunfo: el nueve de diamantes. Arnold miró su jugada y «propuso». Anne renunció a cambiar las cartas. Con su sempiterno buen humor, Arnold anunció que veía claro... cómo perder la partida, y jugó su primera carta: ¡la reina de triunfos! Anne la cogió con el rey y olvidó cantar el rey. Jugó el diez de triunfos! Arnold descubrió inesperadamente el ocho de triunfos en su mano. —¡Qué lástima! —dijo al jugar la carta—. ¡Vaya! ¡No ha cantado el rey! Ya lo hago yo. Eso son dos, no, tres puntos para usted. Creo que voy a perder esta partida. No se podía esperar otra cosa, ¿no?, con las cartas que me han salido. Lo he perdido todo, ahora he perdido mis triunfos. Le toca. Anne miró su mano. En aquel mismo momento, un relámpago iluminó la habitación a través de los postigos mal cerrados; el rugir del trueno estalló sobre la casa y la sacudió hasta los cimientos. En el piso superior de la posada se oyó el agudo chillido de una turista histérica y el ladrido de un perro. Los nervios de Anne no pudieron soportarlo más. Arrojó sus cartas sobre la mesa y se puso en pie. —No puedo jugar más —dijo—. Perdóneme, soy completamente incapaz. ¡La cabeza me estalla y el corazón me ahoga! Empezó a pasearse de nuevo por la habitación. Agravado por el efecto de la tormenta sobre sus nervios, aquel recelo inicial, indefinido, sobre la falsa situación a la que ambos se habían dejado conducir, había aumentado hasta convertirse en un verdadero espanto que resultaba insoportable. ¡Nada podía justificar el riesgo que estaban corriendo! Habían cenado juntos como una pareja casada, y allí estaban, ¡encerrados los dos y pasando la velada como marido y mujer! —¡Oh, señor Brinkworth! —suplicó—. Piense, piense. Hágalo por Blanche. ¿No hay modo de arreglar esto? —¿Otra vez Blanche? —dijo él con una calma exasperante—. Me gustaría saber cómo se sentirá con esta tormenta. En el estado de agitación de Anne, esta respuesta estuvo a punto de enloquecerla. Dio la espalda a Arnold y se dirigió rápidamente hacia la puerta. —¡No me importa! —exclamó frenética—. No permitiré que este engaño siga adelante. Voy a hacer lo que debería haber hecho antes. ¡Sean cuales sean las consecuencias, voy a contarle la verdad a la patronal Abrió la puerta, y estaba a punto de salir al pasillo cuando se detuvo y dio un violento respingo. ¿Era posible, en medio de aquella horrible tormenta, que hubiera oído realmente las ruedas de un carruaje en la carretera empedrada? ¡Sí! Otros también habían oído el mismo ruido. La figura del señor Bishopriggs pasó cojeando por delante de ella en dirección a la puerta principal. La áspera voz de la patrona resonó por toda la posada, profiriendo frases de asombro con cerrado acento escocés. Anne cerró la puerta de la salita y se volvió hacia Arnold, al que la sorpresa había llevado a ponerse en pie. —¡Viajeros! —exclamó Anne—. ¡A estas horas! —¡Y con este tiempo! —añadió Arnold. —¿Será Geoffrey? —preguntó ella, volviendo a su antigua y vana esperanza de que pudiera compadecerse de ella y regresar. —No —dijo Arnold, meneando la cabeza—. No sé quién pueda ser, ¡pero Geoffrey no! La señora Inchbare irrumpió de pronto en la salita, con las cintas de la cofia ondeando, los ojos muy abiertos y más huesuda que nunca. —¡Eh, señora! —le dijo a Anne—. ¿Quién cree que ha venido a verla desde Windygates, y se ha visto sorprendida por la tormenta? Anne se había quedado muda. Arnold formuló la pregunta. —¿Quién? —¿Quién? —repitió la señora Inchbare—. Pues la joven y hermosa señorita. La señorita Blanche en persona. Anne soltó un grito de horror sin poderse contener. La patrona lo achacó al relámpago que había vuelto a iluminar la salita en aquel mismo momento. —¡Eh, señora! ¡La señorita Blanche es más valiente y no chilla de esa forma por un simple relámpago! ¡Aquí está la preciosa niña! —exclamó la señora Inchbare, volviendo a salir al pasillo para ceder el paso con deferencia. Se oyó la voz de Blanche llamando a Anne. Anne cogió a Arnold de la mano y se la retorció con fuerza. —¡Váyase! —susurró. Segundos después se encontraba junto a la repisa de la chimenea y había apagado las dos velas. Otro relámpago traspasó la oscuridad y mostró la figura de Blanche en el umbral de la puerta. Capítulo XIII Blanche La señora Inchbare fue la primera persona en actuar en aquella emergencia. Pidió velas y reprendió severamente a la doncella que apareció con ellas por no haber cerrado la puerta principal. —¡Inútil, no sirves para nada! —exclamó—. El viento ha apagado las velas. La mujer afirmó (y decía la verdad) que había cerrado la puerta. Tal vez se habría producido una embarazosa disputa de no haber sido porque Blanche desvió hacia sí la atención de la señora Inchbare. La aparición de nuevas luces la hizo visible, completamente empapada y con los brazos alrededor del cuello de Anne. La señora Inchbare se preocupó rápidamente por el cambio de ropas de la joven señorita, y dio a Anne la oportunidad de inspeccionarlo todo sin ser observada. Arnold había huido antes de que hubieran llegado las nuevas velas. Mientras tanto, Blanche tenía la atención puesta en sus faldas, que chorreaban agua. —¡Dios santo! Destilo agua de lluvia por todas partes. ¡Y te estoy poniendo perdida a ti también, Anne! Préstame algo de ropa seca. ¿No puedes? Señora Inchbare, ¿qué me sugiere con su experiencia? ¿Qué sería mejor? ¿Me meto en cama mientras se secan mis ropas, o me presta algo de su guardarropa, aunque me saca toda una cabeza? La señora Inchbare se fue al instante en busca de las mejores galas de su vestuario. En cuanto la puerta se cerró tras ella, Blanche paseó a su vez la mirada por la habitación. Habiendo hecho valer los derechos del afecto, a continuación fue la curiosidad la que, de forma natural, exigió satisfacción. —Alguien ha pasado por mi lado en la oscuridad —susurró—. ¿Era tu marido? Me muero de ganas de conocerlo. Y, oh, querida mía, ¿cuál es tu nombre de casada? —Espera un poco —dijo Anne con frialdad—. Aún no puedo hablar de eso. —¿Estás enferma? —preguntó Blanche. —Estoy un poco nerviosa. —¿Ha ocurrido algo desagradable entre mi tío y tú? Lo has visto, ¿verdad? —Sí. —¿Te dio mi mensaje? —Me dio tu mensaje... ¡Blanche! Le prometiste quedarte en Windygates. En nombre del Cielo, ¿por qué has venido aquí esta noche? —Si me quisieras la mitad de lo que yo te quiero a ti —respondió Blanche—, no me harías esa pregunta. He intentado muy en serio cumplir mi promesa, pero no he podido. Pude resistir mientras mi tío imponía su ley, con lady Lundie hecha una furia, y los perros ladrando, y los portazos, y todo lo demás. El ajetreo me sostenía. Pero cuando mi tío se ha ido, y ha llegado esta horrible noche, callada, gris, lluviosa, y ha vuelto la calma, no he podido soportarlo más. La casa sin ti era como una tumba. Si Arnold hubiera estado conmigo, tal vez lo habría sobrellevado mejor. Pero estaba sola. ¡Imagínatelo! No tenía ni una alma con quien hablar. No había cosa horrible que pudiera pasarte que no imaginara. He entrado en tu habitación vacía y he contemplado tus cosas. ¡Eso me ha decidido, cariño! He bajado corriendo las escaleras, llevada, realmente llevada por un impulso superior a toda resistencia humana. ¿Cómo podía evitarlo yo? Que me diga cualquier persona razonable, ¿cómo podía evitarlo? He corrido a las caballerizas y he buscado a Jacob. ¡Impulso... todo ha sido por impulso! Le he dicho: «Enganche el pony al tílburi. Tengo que irme. No me importa que llueva. Usted vendrá conmigo». Todo de un tirón y todo por impulso. Jacob se ha portado como un ángel. Me ha dicho: «De acuerdo, señorita». Estoy completamente segura de que Jacob moriría por mí, si se lo pidiera. Está tomándose un ponche caliente en este momento, para prevenir el resfriado, por orden expresa mía. Ha enganchado el tílburi en dos minutos y hemos partido. Lady Lundie, cariño, está postrada en su habitación; demasiadas sales. La detesto. La lluvia era cada vez más fuerte. No me importaba. A Jacob no le importaba. Al pony no le importaba. Los dos se dejaban llevar por mi impulso, sobre todo el pony. Los truenos no han empezado a sonar hasta después, y entonces estábamos ya más cerca de Craig Fernie que de Windygates, además de que tú estabas aquí y no allí. En el páramo, los relámpagos eran horribles. Si me hubiera llevado uno de los caballos, se habría asustado. El pony ha sacudido su preciosa cabecita y ha seguido corriendo. Le van a dar cerveza. Afrecho con cerveza, por orden expresa mía. Cuando haya terminado, pediremos una linterna e iremos al establo y le daremos un beso. Mientras tanto, cariño mío, aquí estoy, calada hasta los huesos por la tormenta, lo que no me importa lo más mínimo, y resuelta a calmar mi inquietud por ti, lo que importa muchísimo, y debe hacerse y se hará antes de que me acueste esta noche. Mientras hablaba, obligó a Anne a la fuerza a volver el rostro hacia la luz de las velas. Su tono cambió en cuanto vio aquel semblante. —Lo sabía —dijo—. Jamás me habrías ocultado el acontecimiento más interesante de toda tu vida, jamás me habrías escrito una carta tan fría y formal como la que dejaste en tu habitación, si no hubiera ocurrido algo malo. Lo he dicho antes. ¡Y ahora lo sé! ¿Por qué tu marido te ha obligado a abandonar Windygates con tantas prisas? ¿Por qué se escabulle de la habitación en la oscuridad como si temiera ser visto? ¡Anne! ¡Anne! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué me recibes de este modo? En aquel punto crítico reapareció la señora Inchbare con la ropa más selecta que podía dispensar su guardarropa. Anne recibió con alivio la interrupción. Cogió las velas y condujo a Blanche al dormitorio inmediatamente. —Primero quítate esa ropa mojada —dijo—. Después hablaremos. Apenas un instante después de cerrar la puerta del dormitorio, alguien llamó con un ligero golpe. Haciendo una seña a la señora Inchbare para que no dejara de ayudar a Blanche, Anne pasó rápidamente a la salita y cerró de nuevo la puerta. Con infinito alivio se encontró cara a cara con el discreto señor Bishopriggs. —¿Qué quiere? —preguntó. El ojo del señor Bishopriggs anunció con un guiño que su misión era de naturaleza confidencial. La mano del señor Bishopriggs temblaba; el aliento del señor Bishopriggs exhalaba vapores alcohólicos. Lentamente sacó un pequeño trozo de papel con unas líneas escritas. —De quien ya sabe usted —explicó, jocosamente—. Una carta de amor, supongo, de su amado. La señorita del dormitorio será la que ha dejado plantada por usted, ¿a que sí? Lo veo todo claro, no pueden engañarme. Yo también tuve mis flaquezas en mi época. ¡Caramba! El muy réprobo está sano y salvo. Yo me he ocupado de atender a sus pequeñas necesidades. Soy como un padre para él, igual que para usted. Confíe en Bishopriggs cuando la pobre naturaleza humana necesita una palmadita en la espalda, confíe en Bishopriggs. Mientras el sabio pronunciaba estas tranquilizadoras palabras, Anne leía las líneas escritas en el papel. Llevaban la firma de Arnold, y decían así: Estoy en la sala de fumar. A usted le toca decir si debo permanecer aquí. No creo que Blanche sintiera celos. Si supiera cómo explicarle mi presencia en la posada sin traicionar la confianza que Geoffrey y usted han depositado en mí, no me alejaría de ella ni un momento más. ¡Es tan irritante! Al mismo tiempo, no quiero hacer más difícil su situación de lo que ya es. Piense primero en usted. Lo dejo en sus manos. Sólo tiene que decir: «Espere» al portador de esta misiva, y comprenderé que debo quedarme aquí hasta que vuelva a recibir una orden suya. Anne alzó los ojos. —Pídale que espere —dijo—, y luego ya le avisaré. —Con mucho amor y muchos besos —sugirió el señor Bishopriggs como complemento necesario al mensaje—. ¡Eh! Es tan sencillo como el abecé para un hombre de mi experiencia. No encontrará mejor alcahuete que su servidor, Samuel Bishopriggs. Los entiendo a los dos perfectamente. —Puso el dedo índice en una de las aletas de su nariz llameante, y se retiró. Sin permitirse un solo instante de vacilación, Anne abrió la puerta del dormitorio, resuelta a liberar a Arnold del nuevo sacrificio que se le imponía, confesando la verdad. —¿Eres tú? —preguntó Blanche. Al oír su voz, Anne retrocedió, sintiéndose culpable. —En seguida estoy contigo —respondió, y cerró de nuevo la puerta entre ellas. ¡No! No lo haría. Hubo algo en la pregunta trivial de Blanche, o tal vez en la visión de su rostro, que despertó el instinto de alarma de Anne y le impuso silencio cuando estaba a punto de confesar. En el último momento pesó la férrea cadena de circunstancias, atándola sin clemencia al odioso y degradante engaño. ¿Podía reconocer ante Blanche la verdad sobre Geoffrey y ella? ¿Y sin reconocerla, podía explicar y justificar la conducta de Arnold y su secreta presencia en Craig Fernie? Una confesión vergonzosa a una joven inocente; el riesgo de influir fatalmente en el afecto que Blanche sentía por Arnold; el escándalo en la posada, cuya ignominia alcanzaría a los demás, igual que a ella; aquél era el precio que habría de pagar si hablaba, si obedecía a su primer impulso y decía textualmente: «Arnold está aquí». No debía ni pensarlo. Por grande que fuera la desdicha que le acarreara en aquel momento, fuera cual fuera el resultado, si el engaño acababa descubriéndose en el futuro, Blanche debía seguir ignorando la verdad; Arnold debía seguir escondido hasta que ella se hubiera ido. Anne abrió la puerta por segunda vez y entró. Blanche seguía aún arreglándose, y estaba enzarzada en una conversación confidencial con la señora Inchbare. Cuando Anne entró en el dormitorio, interrogaba con vehemencia a la patrona sobre el «marido invisible» de su amiga, y decía: —¡Cuénteme! ¡Cuénteme cómo es! La facultad de observación es tan poco corriente, se asocia en tan raras ocasiones, cuando realmente existe, con el don igualmente raro de describir con precisión la cosa o persona observada, que el temor de Anne a las consecuencias de dar tiempo a la señora Inchbare para responder a la petición de Blanche con toda seguridad era injustificado. Sin embargo, fuera o no infundada, la alarma la indujo a tomar medidas para librarse de la patrona de inmediato. —No queremos distraerla de sus ocupaciones por más tiempo —le dijo a la señora Inchbare—. Yo ayudaré a la señorita Lundie en todo lo que haga falta. Viendo cerrado el paso en esa dirección, la curiosidad de Blanche dio media vuelta y probó con otra, dirigiéndose audazmente a Anne. —Tienes que contarme algo de él —dijo—. ¿Es tímido con los desconocidos? Te he oído hablar con él en susurros al otro lado de la puerta. ¿Estás celosa, Anne? ¿Temes que lo embruje de esta guisa? Blanche, que llevaba el mejor atuendo de la señora Inchbare —un antiguo vestido de seda de talle alto, de la tonalidad conocida como «verde botella», con la falda sujeta por delante y arrastrando por detrás—, un chal corto de color naranja sobre los hombros y una toalla enrollada en torno a la cabeza como un turbante para secar el pelo, tenía el aspecto de la más extraña anomalía humana y la más hermosa a la vez. —Por amor de Dios —dijo alegremente—, ¡no le digas a tu marido que llevo la ropa de la señora Inchbare! ¡Quiero aparecer de repente, sin avisarle de la pinta que tengo! ¡Ojalá Arnold pudiera verme ahora! —añadió—. Y ya no me quedaría nada por desear en este mundo. Al mirarse en el espejo reparó en el rostro de Anne reflejado a su espalda y se sobresaltó. —¿Qué te ocurre? —preguntó—. Esa cara me asusta. Era inútil prolongar el sufrimiento de aquel malentendido inevitable. Lo único que podía hacer era acallar todas las preguntas en aquel mismo instante. Sin embargo, pese a la intensidad de este sentimiento, la lealtad innata de Anne a Blanche le impedía aún engañarla a la cara. «Podría decírselo por escrito —pensó—. ¡No puedo decírselo directamente estando Arnold Brinkworth bajo el mismo techo que ella!» ¿Por escrito? Al reconsiderar esta posibilidad, una súbita idea pasó por su cabeza. Abrió la puerta del dormitorio y volvió a la salita, seguida por Blanche. —¡Se ha vuelto a ir! —exclamó Blanche, observando con fastidio la habitación vacía—. ¡Anne! Hay algo tan extraño en todo esto que no puedo, ni quiero, conformarme con tu silencio. ¡No es justo, no está bien que no confíes en mí después de haber vivido como hermanas toda la vida! Anne exhaló un amargo suspiro y la besó en la frente. —Sabrás todo lo que puedo contarte, todo lo que me atrevo a contarte —dijo afablemente—. No me lo reproches. Me duele más de lo que crees. Dio media vuelta, se acercó a la mesita y volvió con una carta en la mano. —Lee esto —dijo y tendió la carta a Blanche. Blanche vio su propio nombre y la dirección con la letra de Anne. —¿Qué significa esto? —preguntó. —Te he escrito cuando se ha ido sir Patrick —contestó Anne—. Quería que recibieras la carta mañana, a tiempo para evitar cualquier pequeña imprudencia a la que pudiera abocarte tu preocupación. Todo lo que puedo contarte está dicho aquí. Ahórrame la angustia de tener que hablar. Léela, Blanche. Blanche siguió sujetando la carta sin abrirla. —¡Una carta, cuando estamos juntas y solas en la misma habitación! ¡Esto es peor que una formalidad, Anne! Es como si nos hubiéramos peleado. ¿Por qué ha de angustiarte hablar conmigo? Anne bajó los ojos y señaló la carta por segunda vez. Blanche rompió el sello. Pasó rápidamente por las primeras frases y dedicó toda su atención al segundo párrafo. Y ahora, cariño mío, esperarás que repare la sorpresa y la pena que te he causado, explicándote cuál es mi verdadera situación y hablándote de mis planes para el futuro. ¡Mi queridísima Blanche! No me consideres desleal al afecto que nos tenemos, no creas que han cambiado mis sentimientos, cree tan sólo que soy una mujer muy desgraciada y que me encuentro en una situación que me obliga a callar, contra mi propia voluntad. A callar incluso ante ti, mi hermana del alma, ¡la persona a la que más quiero en este mundo! Puede que llegue el día en que me sea posible abrirte mi corazón. ¡Oh, cuánto bien me hará! ¡Qué alivio! Por el momento, debo guardar silencio. Por el momento, debemos separarnos. Dios sabe lo que me cuesta escribir esto. Pienso en los buenos tiempos, ya pasados: recuerdo que prometí a tu madre ser una hermana para ti, cuando sus bondadosos ojos me miraron por última vez; ¡tu madre, que fue un ángel del cielo para la mía! Todo esto me vuelve ahora a la memoria y me rompe el corazón. ¡Pero así debe ser! ¡Mi queridísima Blanche, por el momento, así debe ser! Te escribiré a menudo; pensaré en ti, cariño mío, noche y día, hasta que podamos volver a vernos en un futuro más feliz. ¡Que Dios te bendiga, querida mía! ¡Que Dios me ayude a mí! Blanche cruzó la salita en silencio hasta el sofá en que se había sentado Anne, y se quedó allí un momento mirándola. Se sentó y apoyó la cabeza en el hombro de Anne. Con gran pesar, sin decir nada, guardó la carta en su seno y cogió la mano de Anne y la besó. —Todas mis preguntas han sido respondidas, cariño. Esperaré. Estas palabras las dijo con sencillez, dulzura y generosidad. Anne rompió a llorar. La lluvia seguía cayendo, pero la tormenta se iba apagando. Blanche se levantó del sofá, se acercó a la ventana y abrió los postigos para contemplar la noche. De pronto volvió junto a Anne. —Veo luces —dijo—, las luces de un carruaje que viene hacia aquí en la oscuridad del páramo. Han enviado a buscarme de Windygates. Métete en el dormitorio. Es posible que lady Lundie haya venido en persona a buscarme. Se había producido una total inversión de papeles en su relación habitual. Anne era como una niña en manos de Blanche. Se levantó y se metió en el dormitorio. Una vez sola, Blanche sacó la carta de su pecho y la volvió a leer mientras esperaba a que llegara el carruaje. La segunda lectura confirmó la resolución que había tomado sin decir nada, mientras se hallaba en el sofá con Anne, una resolución destinada a tener en el futuro unas consecuencias mucho más graves de lo que podía prever. Sir Patrick era la única persona que conocía en cuya discreción y experiencia podía confiar totalmente. Decidió, por el bien de Anne, depositar su confianza en su tío y contarle todo lo que había ocurrido en la posada. «Primero haré que me perdone —pensó Blanche—. Y luego veré si piensa lo mismo que yo cuando le hable de Anne.» El carruaje se detuvo ante la puerta principal; y la señora Inchbare hizo pasar, no a lady Lundie, sino a su doncella. La mujer relató lo que había ocurrido en Windygates con toda sencillez. Lady Lundie, claro está, había interpretado correctamente la brusca partida de Blanche en el tílburi, y había ordenado enganchar el carruaje con la firme determinación de ir personalmente en busca de su hijastra. Pero la agitación y los nervios de todo el día habían sido más fuertes que ella. Había tenido uno de los ataques de vértigo que padecía siempre tras una irritación mental excesiva; e impaciente como estaba (y tenía más de un motivo) por ir a la posada ella misma, se había visto obligada, en ausencia de sir Patrick, a encargar la persecución de Blanche a su doncella, en cuya edad y sentido común tenía la más absoluta confianza. La mujer —viendo cómo estaba el tiempo— había tenido la consideración de llevar consigo una caja con una muda. Al ofrecérsela a Blanche, añadió, con el debido respeto, que tenía permiso de su señora para seguir hasta el pabellón de caza, si era necesario, y poner el asunto en manos de sir Patrick. Dicho esto, dejó en manos de su señorita la decisión de volver a Windygates, dadas las circunstancias, o no. Blanche cogió la caja de manos de la mujer y volvió junto a Anne en el dormitorio, a fin de cambiarse para volver a casa. —Me espera una buena reprimenda —dijo—. Pero una reprimenda no es ninguna novedad desde que conozco a lady Lundie. No me preocupa eso, Anne, me preocupas tú. ¿Puedo estar segura de una cosa, de que te quedarás aquí por el momento? Lo peor que podía ocurrir en la posada ya había ocurrido. Nada ganaría ya, y podía perderlo todo marchándose del lugar al que Geoffrey había prometido escribirle. —¿Prometes escribirme? —Sí. —Si hay algo que pueda hacer por ti... —No hay nada, cariño. —Pero podría haberlo. Si quieres verme, podemos encontrarnos en Windygates sin que nos vean. Ven a la hora de comer, rodeando la casa por la parte de los arbustos, y entra por el ventanal de la biblioteca. Sabes tan bien como yo que no hay nadie en la biblioteca a esa hora. No digas que es imposible; no sabes lo que puede ocurrir. Te esperaré diez minutos, todos los días, con la esperanza de verte. Está decidido, y está decidido que me escribirás. Antes de irme, cariño, ¿hay algo más en lo que podamos pensar para el futuro? Al oír estas palabras, Anne se sacudió de repente el abatimiento que la atenazaba. Abrazó a Blanche y la apretó contra su pecho con feroz energía. —¿Serás para mí siempre, en el futuro, lo que eres ahora? —preguntó bruscamente—. ¿O llegará el día en que me odies? —Evitó que le respondiera con un beso, y empujó a Blanche hacia la puerta—. Hemos sido felices juntas en tiempos pasados —dijo, agitando la mano para despedirse—. ¡Doy gracias a Dios por ello! Y todo lo demás no importa. Abrió la puerta del dormitorio y llamó a la doncella, que estaba en la salita. —La señorita Lundie la espera. —Blanche le estrechó la mano y se fue. Anne esperó un rato en el dormitorio, escuchando cómo se alejaba el carruaje desde la puerta de la posada. Poco a poco, la trápala de los caballos y el estrépito de las ruedas fueron disminuyendo. Cuando los últimos y débiles sonidos se perdieron en el silencio, Anne reflexionó unos instantes; luego, animándose de pronto, corrió hacia la salita y tocó la campanilla. «Me volveré loca —se dijo- si me quedo sola aquí.» Incluso Bishopriggs comprendió la necesidad de guardar silencio cuando se presentó ante ella, respondiendo a la llamada. —Quiero hablar con él. Hágale venir inmediatamente. Bishopriggs comprendió y se fue. Entró Arnold. —¿Se ha ido? —fueron sus primeras palabras. —Se ha ido. No sospechará nada de usted cuando vuelvan a verse. No le he dicho nada. ¡No me pregunte por qué! —No tengo el menor deseo de preguntarlo. —Enójese conmigo, si quiere. —No tengo el menor de deseo de enojarme con usted. Hablaba como un hombre alterado, y ése era también el aspecto que tenía. Se sentó a la mesa en silencio, apoyó la cabeza en una mano, y así se quedó. A Anne le pilló completamente por sorpresa. Se acercó y lo miró con curiosidad. Sea cual sea el estado de ánimo de una mujer, no deja de notar la influencia de cualquier cambio para el que no esté prevenida en la actitud de un hombre, cuando ese hombre le interesa. La causa no se encuentra en la volubilidad de su humor. Es mucho más probable que se deba a la noble abnegación que es una de las mayores y —dicho sea para encomiar a las mujeres— más comunes virtudes de su sexo. Poco a poco, el dulce y femenino encanto del rostro de Anne volvió a mostrarse, triste y apacible. La nobleza innata del carácter de la mujer respondió a la llamada inconsciente del hombre. Puso una mano sobre el hombro de Arnold. —Ha sido muy duro para usted —dijo—. Y yo tengo la culpa. Intente perdonarme, señor Brinkworth. Lo lamento de veras. ¡Ojalá pudiera consolarle, créame! —Gracias, señorita Silvester. No ha sido una sensación muy agradable la de esconderme de Blanche como si tuviera miedo de ella, y me ha hecho pensar, creo, por primera vez en mi vida. No importa. Ahora ya ha pasado. ¿Puedo hacer algo por usted? —¿Qué se propone hacer esta noche? —Lo que me proponía desde el primer momento: cumplir con mi deber. Prometí a Geoffrey que la ayudaría a resolver todas las dificultades que pudiera encontrar aquí, y que atendería a su seguridad hasta que viniera él. Sólo puedo estar seguro de que es así, si guardo las apariencias y duermo en la salita esta noche. Cuando volvamos a vernos, será en circunstancias más agradables, espero. Siempre será una satisfacción para mí pensar que le he sido útil. Mientras tanto, lo más probable es que mañana por la mañana me vaya antes de que usted se levante. Anne le ofreció la mano en señal de despedida. Lo que estaba hecho ya no podía deshacerse. El momento de las advertencias y las protestas había pasado ya. —No ha ofrecido su amistad a una mujer ingrata —dijo—. Puede que llegue el día, señor Brinkworth, en que se lo demuestre. —Espero que no, señorita Silvester. ¡Adiós, y buena suerte! Anne se retiró al dormitorio. Arnold cerró con llave la puerta de la salita y se tumbó en el sofá, dispuesto a pasar la noche. La mañana estaba radiante, el aire era delicioso después de la tormenta. Arnold se había ido, tal como prometió, antes de que Anne se levantara. En la posada tenían entendido que asuntos de suma importancia habían reclamado su presencia en el sur. El señor Bishopriggs había recibido una generosa propina, y la señora Inchbare había sido informada de que las habitaciones seguirían ocupadas una semana más como mínimo. Para todos, excepto para una persona, los acontecimientos habían recuperado en apariencia su curso normal. Arnold iba de camino de su finca; Blanche estaba sana y salva en Windygates; la estancia de Anne en la posada quedaba asegurada una semana más. La única duda persistente era la que pendía sobre los movimientos de Geoffrey. El único acontecimiento que seguía envuelto en la sombra era la cuestión de vida o muerte que debía solucionarse en Londres, es decir, la salud de lord Holchester. En sí misma, la alternativa era muy sencilla, tanto si se resolvía de una forma como de otra. Si milord vivía, Geoffrey sería libre para volver y casarse con ella en secreto en Escocia. Si milord moría, Geoffrey sería libre para enviar a buscarla y casarse con ella públicamente en Londres. Pero ¿se podía confiar en Geoffrey? Anne salió al terreno en pendiente que se extendía frente a la posada. Soplaba una fresca brisa matinal. Altas nubes blancas recorrían los cielos en majestuosa procesión, ora oscureciendo, ora descubriendo el sol. La luz amarilla y las sombras púrpuras se sucedían sobre la amplia superficie marrón del páramo, igual que la esperanza y el miedo se sucedían en el pensamiento de Anne, que rumiaba sobre lo que podía ser de ella en tiempos venideros. Dio media vuelta, cansada de interrogar al impenetrable futuro, y volvió a entrar en la posada. Al cruzar el vestíbulo, miró el reloj. Pasaba ya de la hora en que el tren de Perthshire tenía que llegar a Londres. En aquel momento, Geoffrey y su hermano iban de camino a casa de lord Holchester. Escena tercera Londres Capítulo XIV Geoffrey como escritor de cartas Los criados de lord Holchester —con el mayordomo a la cabeza— esperaban la llegada del señor Julius Delamayn de Escocia. La aparición de los dos hermanos al mismo tiempo cogió a todo el servicio doméstico por sorpresa. Todas las preguntas las dirigió Julius al mayordomo; Geoffrey limitó su participación a escuchar lo que se decía. —¿Vive aún mi padre? —Me alegra poder decir que su señoría ha dejado atónitos a los médicos, señor. Anoche se recobró del modo más extraordinario. Si todo continúa como hasta ahora en las próximas cuarenta y ocho horas, el restablecimiento de milord puede darse por seguro. —¿Qué enfermedad padecía? —Una parálisis, señor. Cuando su señoría, lady Holchester, le mandó un telegrama a Escocia, los médicos lo habían desahuciado. —¿Está en casa mi madre? —Su señoría está en casa para usted, señor. El mayordomo hizo hincapié en el pronombre personal. Julius se volvió hacia su hermano. La posición de Geoffrey en aquel momento, con la mejoría de lord Holchester, resultaba embarazosa, dado que le habían prohibido tajantemente entrar en la casa. Su única excusa para desafiar aquella prohibición era el supuesto de la muerte inminente de su padre. Tal como estaban las cosas, la orden de lord Holchester tenía plena vigencia. Los criados que había en el vestíbulo (a los que se había encargado obedecer aquella orden, si no querían perder su empleo) miraron al «señor Geoffrey» y luego al mayordomo. El mayordomo miró al «señor Geoffrey» y luego al «señor Julius». Julius miró a su hermano. Se produjo un incómodo silencio. La posición del hijo menor en la casa era la de una bestia salvaje, la de una criatura de la que debían deshacerse sin correr riesgos, siempre que se supiera cómo hacerlo. Geoffrey habló y solucionó el problema. —Que abra la puerta uno de vosotros, muchachos —les dijo a los lacayos—. Me voy. —Espera un momento —intervino su hermano—. Sería una triste decepción para nuestra madre saber que has estado aquí y te has ido sin verla. Las circunstancias son excepcionales, Geoffrey. Ven arriba conmigo; yo asumo la responsabilidad. —¡Que me aspen si la asumo yo! —replicó Geoffrey—. ¡Abrid la puerta! —Espera aquí —rogó Julius—, al menos hasta que te envíe un mensaje. —Envíamelo al hotel Nagle. En el Nagle está mi casa, no aquí. En aquel momento, la conversación fue interrumpida por la aparición de un pequeño terrier en el vestíbulo. Al ver a unos desconocidos, el perro empezó a ladrar. Los médicos habían insistido en que debía reinar una tranquilidad absoluta en la casa, y los criados, que intentaron todos a la vez atrapar al animal y hacerlo callar, no hicieron más que aumentar el ruido. Geoffrey resolvió también este problema a su modo decidido. Giró en redondo cuando el perro pasó por su lado y le dio un puntapié con su pesada bota. La criaturilla calló allí mismo entre gemidos lastimeros. —¡El perrito de milady! —exclamó el mayordomo—. Le ha roto las costillas, señor. —He conseguido que dejara de ladrar, querrás decir —le espetó Geoffrey—. ¡Al cuerno con las costillas! —Se volvió hacia su hermano—. Se acabó la discusión —dijo con tono jocoso—. Será mejor que posponga el placer de visitar a la querida mamá hasta que se presente otra ocasión. Gracias, Julius. Ya sabes dónde encontrarme. Vente un día a comer conmigo. En el Nagle te darán un bistec que te hará un hombre. Geoffrey se fue. Los altos lacayos miraron al hijo menor de lord Holchester con auténtico respeto. Lo habían visto en público en el festival anual de la Asociación Pugilística Cristiana, con «los guantes». Habría podido vencer al criado más corpulento de los que había en el vestíbulo en tres minutos. El portero se inclinó y abrió la puerta. Todo el interés y la atención del servicio doméstico se centró en Geoffrey. Julius se fue arriba con su madre sin que nadie reparara en él. Era el mes de agosto. Las calles estaban desiertas. La peor brisa del mundo —un viento cálido del este en Londres— soplaba aquel día. Incluso Geoffrey pareció notar la influencia del tiempo cuando el coche de punto lo llevó desde la puerta de su padre hasta el hotel. Se quitó el sombrero y se desabrochó el chaleco, encendió su sempiterna pipa y gruñó entre dientes entre una y otra bocanada. ¿Era sólo el viento cálido el que le arrancaba estas muestras de incomodidad? ¿O existía alguna preocupación secreta en su cabeza que aumentaba la influencia depresiva del mal tiempo? Existía una preocupación secreta en su cabeza. Y su nombre era... Anne. Tal como estaban las cosas en aquel momento, ¿qué proceder iba a adoptar con la infortunada mujer que aguardaba noticias suyas en la posada escocesa? ¿Escribirle o no escribirle? Ésa era la cuestión para Geoffrey. La dificultad primera, relativa a la manera en que debía dirigir la carta para Anne, había sido ya solucionada. Anne había decidido que, si era necesario dar su nombre antes de que Geoffrey se reuniera con ella, se llamaría señora Silvester en lugar de señorita. Podía confiar en que una carta dirigida a la «señora Silvester» le llegaría sin causar trastorno alguno. La duda no iba por ese camino. La duda estaba, como de costumbre, entre dos alternativas. ¿Cuál sería el proceder más prudente? ¿Informar a Anne, con el correo del día, de que debía transcurrir un intervalo de cuarenta y ocho horas para que se diera por segura la recuperación de su padre? ¿O esperar a que concluyera ese plazo y guiarse luego por el resultado? Después de sopesar las opciones en el coche de punto, decidió que lo más sensato era contemporizar con Anne, dándole cuenta de la situación tal como era. Al llegar al hotel se sentó a escribir la carta; dudó, y la rompió; volvió a dudar, y empezó otra vez; dudó una vez más, y rompió la segunda carta; se levantó y reconoció (con expresiones imposibles de publicar) que no podía decidir si era mejor escribir o esperar, aunque le fuera la vida en ello. En este apuro, sus saludables instintos físicos le llevaron a buscar alivio en saludables remedios físicos. —Estoy hecho un lío —dijo Geoffrey—. Probaré a darme un baño. Fue un baño muy trabajado, que se desarrolló a través de varias estancias y combinó diversas posturas y aplicaciones. Se rodeó de vapor. Se sumergió en agua. Se metió en agua hirviendo. Se colocó bajo una cañería y recibió una catarata de agua fría en la cabeza. Lo tumbaron boca arriba; lo tumbaron boca abajo; lo aporrearon y frotaron respetuosamente, de los pies a la cabeza, los nudillos de profesionales expertos. Geoffrey surgió de aquel proceso esbelto, limpio, rosado, hermoso. Regresó al hotel para reanudar la carta... y vio cómo la intolerable indecisión volvía a apoderarse de él, ¡negándose a marcharse con el agua del baño! Esta vez le echó la culpa de todo a Anne. —Esa mujer infernal será mi ruina —dijo, cogiendo su sombrero—. Tendré que probar con las pesas. La búsqueda del nuevo remedio para estimular un cerebro perezoso lo llevó a una taberna que regentaba el corredor profesional que tenía el honor de entrenarlo cuando competía en deportes atléticos. —¡Una habitación privada y las pesas! —gritó Geoffrey—. Las más pesadas que tengas. Se quitó la ropa de cintura para arriba y se puso a trabajar con las grandes pesas en cada mano, alzándolas y bajándolas, moviéndolas hacia adelante y hacia atrás en toda la gama posible de movimientos, hasta que sus magníficos músculos parecieron a punto de atravesar la fina piel. Poco a poco se despertó su instinto animal. El ejercicio fuerte embriagó al hombre fuerte. Geoffrey blasfemó alegremente, invocando rayos y truenos, sangre y explosión, a modo de réplica a los cumplidos que le dedicaban generosamente el corredor y su hijo. —¡Papel, pluma y tinta! —bramó, cuando ya no pudo seguir con las pesas—. Estoy decidido; ¡escribiré y acabaré de una vez con ellos! —Se sentó allí mismo para escribir y consiguió terminar la carta; un minuto más y la habría enviado al correo, y en ese minuto, la enloquecedora indecisión volvió a enseñorearse de él una vez más. Volvió a abrir la carta, la leyó otra vez, y volvió a romperla—. Estoy fuera de mí —exclamó, clavando sus grandes ojos azules, llenos de vehemencia y perplejidad, en el profesor que lo entrenaba—. ¡Rayos y truenos! ¡Sangre y explosión! Envíe a buscar a Crouch. Crouch (conocido y respetado allá donde la hombría inglesa es conocida y respetada) era un campeón de boxeo retirado. Apareció con el tercer y último remedio para despejar la mente que conocía el honorable Geoffrey Delamayn; a saber, un par de guantes de boxeo en un morral. El caballero y el campeón se pusieron los guantes y se colocaron uno frente a otro en la posición clásica de defensa pugilística. —¡Nada de tus típicos jueguecitos, ojo! —gruñó Geoffrey—. Pelea, sinvergüenza, como si estuvieras en el ring otra vez y recibieras la orden de ganar. —Ningún hombre sabía mejor que el grande y terrible Crouch lo que significaba una auténtica pelea, y los golpes tan fuertes que podían darse, incluso con armas tan inofensivas en apariencia como unos guantes forrados y acolchados. Fingió, y sólo fingió, obedecer la orden de su patrono. Geoffrey recompensó su cortés dominio de sí mismo derribándolo. El grande y terrible se levantó sin perder la compostura. —¡Buen golpe, señor! —dijo—. Ahora pruebe con la otra mano. —El temperamento de Geoffrey no estaba sujeto a un control similar. Invocando la ruina permanente para los ojos de Crouch, que acababan con frecuencia a la funerala, amenazó con retirarle al instante su apoyo y patronazgo, a menos que el cortés pugilista le golpeara con todas sus fuerzas en aquel mismo instante. El héroe de un centenar de peleas se arredró ante aquella temible perspectiva— Tengo una familia a la que mantener —señaló Crouch—. Si eso es lo que quiere, señor, ¡ahí va! —A estas palabras siguió la caída de Geoffrey, que hizo temblar toda la casa. Geoffrey se puso en pie inmediatamente, todavía insatisfecho. —¡Nada de golpes al cuerpo! —rugió—. Dame en la cabeza. ¡Rayos y truenos! ¡Sangre y explosión! ¡Déjame fuera de combate! ¡Dame en la cabeza! —Obediente, Crouch le golpeó en la cabeza. Ambos dieron y recibieron golpes que habrían tumbado (que posiblemente habrían matado) a cualquier miembro civilizado de la comunidad. Los guantes del campeón caían como martillos, ora a un lado del cráneo de hierro de su patrono, ora del otro, golpe tras golpe, de horrísono sonido, hasta que el propio Geoffrey pensó que ya era suficiente—. Gracias, Crouch —dijo, hablándole por primera vez con educación—. Con esto basta. Ya vuelvo a sentirme despejado y bien. —Sacudió la cabeza dos o tres veces; el corredor profesional le restregó el cuerpo como a un caballo; echó un gran trago de licor de malta; recobró su buen humor como por arte de magia. —¿Quiere pluma y tinta, señor? —preguntó el corredor. —¡No! —respondió Geoffrey—. Ya no estoy confundido. ¡Al cuerno con la pluma y la tinta! Iré a buscar a algunos de nuestros camaradas para ir al partido. —Salió de la taberna en el más dichoso estado de tranquilidad mental. Inspirado por la estimulante aplicación de los guantes de Crouch, su aletargado ingenio había despertado al fin y funcionaba perfectamente. ¿Escribir a Anne? ¿Quién sino un estúpido escribiría a una mujer como ésa a menos que se viera obligado? Esperaría para ver qué alternativas le brindaban las siguientes cuarenta y ocho horas, y luego le escribiría, o la abandonaría, según las circunstancias. Estaba todo muy claro, si uno sabía verlo. Gracias a Crouch, él sí lo veía, y así partió, de buen talante, para una comida con «nuestros camaradas» y una tarde de partido. Capítulo XV Geoffrey a la caza de esposa El intervalo de cuarenta y ocho horas pasó, sin que en todo ese tiempo se produjera ninguna clase de comunicación personal entre los dos hermanos. Julius, que seguía en casa de su padre, enviaba breves boletines escritos sobre la salud de lord Holchester al hotel de su hermano. El primer boletín decía: «Situación buena. Médicos satisfechos». El segundo tenía un tono más firme. «Situación excelente. Médicos muy optimistas.» El tercero fue el más explícito. «Voy a ver a mi padre dentro de una hora. Los médicos aseguran su recuperación. Cuenta con que interceda por ti, si me es posible, y espera nuevas noticias mías en el hotel.» El rostro de Geoffrey se ensombreció al leer el tercer boletín. Una vez más pidió los detestados útiles de escribir. Ya no cabía la menor duda de la necesidad de comunicarse con Anne. El restablecimiento de lord Holchester lo había vuelto a poner en la misma situación crítica que ocupaba en Windygates. Una vez más, la única estrategia segura que podía adoptar era la de impedir que Anne cometiera un último acto desesperado que lo relacionara con un escándalo público y significara la ruina de las expectativas que albergaba respecto a su padre. Su carta empezaba y terminaba en diecisiete palabras: QUERIDA ANNE, acabo de enterarme de que mi padre se curará. Quédate donde estás. Volveré a escribirte. Tras haber despachado por correo esta espartana redacción, Geoffrey encendió su pipa y aguardó a que se celebrara la entrevista entre lord Holchester y su hijo mayor. Julius descubrió con alarma que el aspecto personal de su padre estaba muy alterado, aunque seguía en plena posesión de sus facultades. Incapaz de devolver el apretón de manos de su hijo, incapaz incluso de darse la vuelta en la cama sin ayuda, los implacables ojos del viejo abogado seguían siendo tan penetrantes como siempre, y su implacable inteligencia seguía igual de clara. Su mayor ambición era ver a Julius en el Parlamento. Julius se había presentado como candidato en Perthshire por expreso deseo de su padre. Lord Holchester se lanzó ávidamente a hablar de política antes de que su hijo mayor llevara más de dos minutos a la cabecera de su lecho. —Muy agradecido, Julius, por tus felicitaciones. A los hombres como yo no se los mata tan fácilmente. ¡Fíjate en Brougham y Lyndhurst!9 No te llamarán para la Cámara Alta todavía. Empezarás en la Cámara de los Comunes, tal como yo quería. ¿Qué perspectivas tienes en tu circunscripción? Cuéntame exactamente cuál es tu situación y en qué puedo serte útil. —No creo, señor, que esté lo bastante recuperado para empezar a hablar de tales asuntos. —Estoy perfectamente recuperado. Quiero tener algo en lo que ocuparme. Mis pensamientos empiezan a derivar hacia épocas pretéritas y hacia cosas que están mejor olvidadas. —Su rostro lívido se contrajo súbitamente. Miró a su hijo con atención y pasó bruscamente a un tema distinto—. ¡Julius! —dijo—, ¿has oído hablar alguna vez de una joven llamada Anne Silvester? Julius respondió negativamente. Su mujer y él habían intercambiado tarjetas de visita con lady Lundie y se habían excusado por no poder aceptar su invitación para la fiesta del jardín. Ninguno de los dos conocía a las personas que componían el círculo familiar de Windygates, salvo a Blanche. —Recuerda bien ese nombre —prosiguió lord Holchester—. Anne Silvester. Su padre y su madre murieron. Yo conocí a su padre en otro tiempo. Su madre fue tratada injustamente. Un mal asunto. He vuelto a pensar en ello por primera vez en muchos años. Si la joven vive y frecuenta la sociedad, puede que recuerde nuestro apellido. Ayúdala, Julius, si alguna vez necesita ayuda y recurre a ti. —Una vez más su rostro se contrajo en una dolorosa mueca. ¿Le devolvían sus pensamientos a aquella memorable noche de verano en la villa de Hampstead? ¿Veía de nuevo a la mujer abandonada, desmayándose a sus pies?—. ¿Y tu elección? —preguntó impaciente—. Mi cabeza no está acostumbrada a permanecer ociosa. Dale algo que hacer. Julius expuso su situación con la mayor sencillez y brevedad posibles. El padre no halló nada que objetar en su informe, salvo la ausencia de su hijo del campo de operaciones. Culpó a lady Holchester por haber llamado a Julius a Londres. Le enojaba que su hijo estuviera allí, junto a su cama, cuando debería estar arengando a los electores. —¡Es inoportuno, Julius! —exclamó de mal humor—. ¿No lo ves tú mismo? Habiendo acordado previamente con su madre que aprovecharía la primera oportunidad a la vista para aventurarse a mencionar a Geoffrey, Julius decidió «verlo» desde una perspectiva para la que su padre no estaba preparado. Tenía ante sí su oportunidad. La aprovechó en el acto. —No es inoportuno para mí, señor —dijo—, y tampoco lo es para mi hermano. Geoffrey también estaba preocupado por usted. Ha venido a Londres conmigo. Lord Holchester miró a su hijo mayor con una expresión de sorpresa que era torva y sarcástica a la vez. —¿No te he dicho ya —replicó— que la enfermedad no me ha afectado a la cabeza? ¿Geoffrey preocupado por mí? La preocupación es una emoción civilizada. Un hombre en estado salvaje como él es incapaz de sentirla. —Sé a lo que se refiere, señor. Pero hay algo bueno en el estilo de vida de Geoffrey. Cultiva su valor y su fuerza. El valor y la fuerza son grandes cualidades a su manera, ¿no? —Cualidades excelentes, hasta donde llegan. Si quieres saber hasta dónde, desafía a Geoffrey a escribir una frase en inglés decente, y observa si no le falla entonces el valor. Dale libros para que estudie y consiga su título universitario, y, a pesar de toda su fuerza, enfermará con sólo verlos. Quieres que reciba a tu hermano. Nada me inducirá a verlo a menos que su estilo de vida (como tú lo llamas) cambie por completo. Ahora ya no me queda más que una esperanza para que cambie. Es levemente posible que la influencia de una mujer sensata, cuya alcurnia y fortuna sean lo bastante grandes para inspirar respeto incluso a un salvaje, pueda tener efecto sobre Geoffrey. Si desea volver a entrar en esta casa, que encuentre primero el modo de volver a la buena sociedad, y que me traiga una nuera que defienda su causa por él, y a la que su madre y yo podamos respetar y recibir. Cuando eso ocurra, empezaré a creer en Geoffrey. Hasta ese momento, no vuelvas a introducir el nombre de tu hermano en ninguna conversación que puedas tener conmigo. Volviendo al tema de tu elección, tengo algunos consejos que darte antes de que te vayas. Harás bien en volver esta misma noche. Incorpórame sobre la almohada. Hablaré más fácilmente con la cabeza alta. Su hijo lo incorporó y una vez más le rogó que no se fatigara. ¡Fue inútil! No hubo protesta que conmoviera la férrea resolución del hombre que se había labrado una carrera desde la masa de la humanidad política hasta un lugar encumbrado y aislado del resto. Allí estaba, pálido, desvalido, arrancado de las mismísimas fauces de la Muerte, inculcando en su hijo con firmeza el sentido común gracias al que había obtenido todas sus recompensas materiales. No olvidó una sola insinuación, ni un aviso que pudiera guiar a Julius a través de los cenagosos caminos de la política que él mismo había hollado antes con tanta seguridad y destreza. Una hora más transcurrió antes de que aquel impenetrable viejo cerrara sus cansados ojos y consintiera en tomar alimento y disponerse a descansar. Sus últimas palabras, apenas comprensibles a causa del agotamiento, cantaban aún las alabanzas de las maniobras de partido y de la lucha política. —¡Es una magnífica carrera! ¡Echo de menos la Cámara de los Comunes, Julius, más que ninguna otra cosa! Una vez libre para centrarse en sus propios pensamientos y guiar sus propios pasos, Julius pasó directamente de la cabecera del lecho de lord Holchester al tocador de lady Holchester. —¿Ha dicho algo tu padre de Geoffrey? —fue la primera pregunta de su madre en cuanto entró en la habitación. —Mi padre concede a Geoffrey una última oportunidad, si Geoffrey quiere aceptarla. El rostro de lady Holchester se ensombreció. —Lo sé —dijo con expresión decepcionada—. Su última oportunidad es que logre un título universitario. Imposible, querido. ¡Totalmente imposible! Si al menos fuera algo más fácil, algo que dependiera de mí... —Depende de ti —la interrumpió Julius—. ¡Mi querida madre! ¿Puedes creerlo? La última oportunidad de Geoffrey es, en una palabra, ¡el matrimonio! —¡Oh, Julius! ¡Es demasiado bueno para ser verdad! Julius repitió las palabras textuales de su padre. Lady Holchester parecía veinte años más joven mientras escuchaba. Cuando Julius terminó, tocó la campanilla. —Venga quien venga —dijo al criado—, no estoy en casa para nadie. —Se volvió hacia Julius, lo besó, y le hizo sitio en el sofá a su lado—. Geoffrey aprovechará esta oportunidad —dijo alegremente—. ¡Yo me encargo de ello! Tengo tres mujeres en la cabeza y cualquiera de ellas le convendría perfectamente. Siéntate, querido, y reflexionemos detenidamente sobre cuál de las tres tendría más posibilidades de interesar a Geoffrey y de ser tal como tu madre cree que debe ser una nuera. Cuando lo hayamos decidido, no se lo digas por carta. Ve tú mismo a verlo al hotel. Madre e hijo iniciaron las consultas, e inocentemente sembraron las semillas de una terrible cosecha para el futuro. Capítulo XVI Geoffrey como personaje público La elección de la futura esposa de Geoffrey no se produjo hasta llegada la tarde, y hasta entonces las instrucciones del hermano de Geoffrey no fueron lo bastante completas para justificar la apertura de negociaciones matrimoniales en el hotel Nagle. —No te separes de él hasta que le hayas arrancado la promesa —fueron las últimas palabras de lady Holchester cuando su hijo se dispuso a cumplir con su misión. —Si Geoffrey no se aferra a la oportunidad que voy a ofrecerle —fue la respuesta de su hijo—, estaré de acuerdo con mi padre en que su caso es desesperado, y acabaré dándome por vencido, igual que él. Aquellas duras palabras eran raras en Julius. No era fácil sublevar el carácter disciplinado y ecuánime del hijo primogénito de lord Holchester. No había dos hombres en el mundo más distintos que aquellos dos hermanos. Es triste hablar así del pariente consanguíneo de un «primer remero», pero debe admitirse, en interés de la verdad, que Julius cultivaba su inteligencia. Aquel degenerado britano podía digerir libros... y no podía digerir cerveza. Podía aprender idiomas... y no podía aprender a remar. Practicaba el vicio extranjero de perfeccionarse en el arte de tocar un instrumento musical, y era incapaz de aprender la virtud inglesa de distinguir un buen caballo a simple vista. Vivía (¡sólo Dios sabe cómo!) sin bíceps ni libro de apuestas. Había reconocido abiertamente, ante la sociedad inglesa, que no creía que los ladridos de una jauría fueran la mejor música del mundo. Podía ir al extranjero y ver una montaña cuya cima no hubiera escalado nadie aún, y no sentir al instante que su honor de inglés le obligaba a ser el primero en alcanzarla. Tales personas pueden existir, y de hecho existen entre las razas inferiores del Continente. ¡Demos gracias a Dios, señor, de que Inglaterra no haya sido nunca ni vaya a ser el lugar indicado para ellas! Al llegar al hotel Nagle y no encontrar a nadie en el vestíbulo a quien poder preguntar, Julius recurrió a la señorita que estaba sentada tras el cristal del «bar». La señorita leía algo tan sumamente interesante en el periódico de la tarde que ni siquiera le oyó. Julius entró en el salón de café. El camarero estaba en su rincón, absorto en un segundo periódico. Tres caballeros, en tres mesas distintas, se hallaban absortos en un tercer, cuarto y quinto periódicos. Todos ellos siguieron leyendo sin prestar atención a la llegada del desconocido. Julius se arriesgó a molestar al camarero preguntándole por el señor Geoffrey Delamayn. Al oír aquel ilustre nombre, el camarero alzó la vista y se puso en pie. —¿Es usted el hermano del señor Delamayn, señor? —Sí. Los tres caballeros de las mesas alzaron la vista y se pusieron en pie. La luz de la celebridad de Geoffrey se reflejó en su hermano y lo convirtió en un personaje público. —Encontrará al señor Geoffrey —dijo el camarero con gran agitación y nerviosismo— en El Gallo y la Botella, en Putney, señor. —Esperaba encontrarlo aquí. Teníamos una cita en este hotel. El camarero abrió los ojos, mirando a Julius con una expresión de completo asombro. —¿No se ha enterado de la noticia, señor? —No. —¡Válgame el cielo! —exclamó el camarero, y le tendió el periódico. —¡Válgame el cielo! —exclamaron los tres caballeros, y le tendieron los tres periódicos. —¿Qué ocurre? —preguntó Julius. —¿Qué ocurre? —repitió el camarero con voz hueca—. Lo más terrible que ha ocurrido en todos mis años de vida. Se trata de la Carrera Pedestre de Fulham, señor. Tinkler está sobreentrenado. Los tres caballeros se dejaron caer de nuevo en sus sillas con aire solemne y repitieron a coro la espantosa noticia: —Tinkler está sobreentrenado. Un hombre que se enfrenta cara a cara con un gran desastre nacional, y no lo comprende, hará bien en refrenar la lengua e iluminar su entendimiento sin pedir ayuda a otras personas. Julius aceptó el periódico del camarero y se sentó dispuesto a hacer (a ser posible) dos descubrimientos: primero, si «Tinkler» era o no un hombre; segundo, a qué tipo de enfermedad humana en particular se refería uno cuando decía que ese hombre estaba «sobreentrenado». No tuvo dificultad en hallar la noticia. La habían publicado con el tipo de letra más grande, y al titular seguía una exposición personal de los hechos, desde un punto de vista, a lo que seguía, a su vez, otra exposición personal de los hechos, desde otro punto de vista. Se prometían más detalles y nuevas declaraciones en ediciones posteriores. El periodismo británico lanzaba una regia salva para anunciar con gran clamor el sobreentrenamiento de Tinkler, ante un pueblo postrado sobre el libro nacional de apuestas. Despojados de toda exageración, los hechos eran pocos y sencillos. Una famosa Asociación Atlética del Norte había desafiado a una famosa Asociación Atlética del Sur. Iba a celebrarse el habitual «campeonato» —de carreras, saltos, lanzamiento de martillo y de bolas de críquet, y demás—, y todo ello tendría como punto final una carrera pedestre de distancia y dificultad considerables entre los dos mejores hombres de cada bando. «Tinkler» era el mejor del bando del Sur. En innumerables libros de apuestas se daba a «Tinkler» como ganador. ¡Y los pulmones de Tinkler habían cedido de pronto a la presión del entrenamiento! La perspectiva de presenciar un gran triunfo para las carreras pedestres y (más importante aún) la perspectiva de ganar o perder grandes sumas de dinero, se había esfumado de repente ante las narices del pueblo británico. El «Sur» no disponía en su asociación de un segundo rival digno del «Norte». Considerando el mundo atlético en general, sólo existía un hombre que pudiera reemplazar a «Tinkler», y era dudoso, cuando menos, que accediera a presentarse, dadas las circunstancias. El nombre de ese hombre —Julius lo leyó con horror— era Geoffrey Delamayn. En el salón reinaba un profundo silencio. Julius bajó el periódico y miró a su alrededor. El camarero estaba ocupado en su rincón, con su lápiz y su libro de apuestas. Los tres caballeros estaban ocupados, en las tres mesas, con sus lápices y libros de apuestas. —¡Intente convencerlo, señor! —dijo el camarero con tono patético cuando el hermano de Delamayn se levantó para irse. —¡Intente convencerlo, señor! —repitieron los tres caballeros cuando el hermano de Delamayn abrió la puerta y salió. Julius paró un coche de punto y pidió al cochero (ocupado con un lápiz y un libro de apuestas) que lo llevara a El Gallo y la Botella, Putney. El hombre cobró nuevos bríos ante aquella perspectiva. No fue necesario meterle prisa; obligó al caballo a correr cuanto diera de sí sin que nadie se lo pidiera. A medida que el coche de punto se acercaba a su destino, aparecían y se multiplicaban los signos de una gran agitación nacional. De las bocas de la gente surgía, con gran unanimidad, el nombre de «Tinkler». El corazón de todo un pueblo estaba pendiente (sobre todo en las tabernas) de las posibilidades a favor y en contra de que «Tinkler» fuera reemplazado. La escena que se desarrollaba frente a la posada era impresionante en grado sumo. Incluso el mayor sinvergüenza de Londres reaccionaba con mudo asombro ante aquella calamidad nacional. Incluso el hombre vocinglero con delantal que aparece siempre en medio de una multitud, vendiendo nueces y dulces, ofrecía su mercancía en silencio y encontraba en verdad a muy pocos (todo sea dicho en honor de la nación) con ánimos para cascar una nuez en momentos como aquéllos. La policía se hallaba presente en gran número, y en una muda simpatía con las gentes que resultaba conmovedora. Al serle cerrado el paso en la puerta, Julius dijo su nombre... y recibió una ovación. ¡Su hermano! ¡Oh, cielos, su hermano! La gente se apiñó en torno a él, la gente le estrechó la mano, la gente derramó bendiciones sobre su cabeza. Julius estaba medio ahogado cuando la policía lo rescató y lo depositó sano y salvo en el refugio privilegiado del otro lado de la puerta de la taberna. Se armó un tumulto ensordecedor en el piso de arriba cuando él entró. Una voz distante gritó: «¡Cuidado con lo que hacéis!». Un hombre vociferante y sin sombrero se abrió paso entre la gente congregada en las escaleras. «¡Hurra! ¡Hurra! ¡Ha prometido hacerlo! ¡Participará en la carrera!» Cientos de voces recogieron aquel clamor. Entre la multitud del exterior estalló el bramido de los vítores. Una frenética procesión de periodistas salió a escape de la posada y corrió hacia los coches de punto para llevar la noticia a la prensa. La mano del posadero temblaba de emoción al conducir a Julius cuidadosamente del brazo por la escalera. —¡Su hermano, caballeros! ¡Su hermano! —Al oír estas mágicas palabras, al instante se abrió un pasillo entre la multitud. Al oír estas mágicas palabras, la puerta cerrada de la cámara del consejo se abrió de golpe; y Julius se encontró entre los atletas de su país natal reunidos en plena sesión parlamentaria. ¿Es necesario describirlos? La descripción de Geoffrey sirve para todos por igual. La virilidad y los músculos de Inglaterra se parecen a la lana y a la carne de cordero en un aspecto, y es que hay tanta variedad en un rebaño de atletas como en un rebaño de ovejas. Julius miró a un lado y a otro y vio al mismo hombre, con el mismo traje, la misma salud, y fuerza, estilo, gustos, costumbres, conversación y objetivos, repetidos hasta la saciedad por toda la habitación. El ruido era ensordecedor; el entusiasmo (para quien no estaba iniciado) era horrible y aterrador a la vez. A Geoffrey lo habían subido a la mesa con silla incluida para que todos lo pudieran ver. Cantaban a su alrededor, bailaban a su alrededor, lo vitoreaban y lanzaban juramentos a su alrededor. Gigantes agradecidos con lágrimas en los ojos lo aclamaban con sensibleras palabras de afecto. «¡Querido viejo!» «¡Glorioso, noble, espléndido, hermoso!» Lo abrazaban. Le daban palmadas en la espalda. Le retorcían las manos. Le pinchaban y pellizcaban los músculos. Abrazaban las nobles piernas que iban a disputar la gloriosa carrera. En el extremo opuesto de la habitación, donde era físicamente imposible acercarse al héroe, el entusiasmo se desataba en hazañas de fuerza y acciones destructivas. Hércules I abrió un hueco con los codos y se tumbó en el suelo, y Hércules II lo levantó con los dientes. Hércules III agarró el atizador de la chimenea y se lo rompió sobre su propio brazo. Hércules IV se apoderó de las tenazas y las partió sobre su cuello. Parecía probable que a continuación se destrozara el mobiliario y se pusiera el establecimiento patas arriba, pero entonces la mirada de Geoffrey aterrizó por casualidad sobre Julius, y la voz de Geoffrey llamando a gritos a su hermano hizo callar de pronto a sus desbocados fieles, atrayendo su atención, y llevando su desbocado entusiasmo hacia otros derroteros. ¡Hurra por su hermano! Una, dos y tres... ¡y arriba con su hermano sobre nuestros hombros! Cuatro, cinco y seis... ¡y arriba con su hermano sobre nuestras cabezas, hacia el otro extremo de la habitación! ¡Mirad, muchachos, mirad! El héroe, acalorado y exaltado por el triunfo, saluda al pobre mequetrefe alegremente, con una andanada de juramentos. ¡Rayos y truenos! ¡Sangre y explosión! ¿Qué pasa, Julius? ¿Qué ocurre ahora? Julius recobró el aliento y se arregló la chaqueta. El hombrecillo menudo, que apenas tenía músculos para alzar un diccionario de un estante y el entrenamiento justo para tocar el violín, lejos de intimidarse por la ruda recepción dispensada, no pareció mostrar otro sentimiento que el de un profundo desprecio. —No tendrás miedo, ¿verdad? —le dijo Geoffrey—. Nuestros camaradas son rudos, pero su intención es buena. —No tengo miedo —replicó Julius—. Sólo me gustaría saber, si las escuelas y universidades de Inglaterra producen semejante pandilla de rufianes, cuánto durarán las escuelas y universidades de Inglaterra. —¡Cuidado con lo que dices, Julius! Te tirarán por la ventana si te oyen. —En ese caso, Geoffrey, no harán más que confirmar mi opinión sobre ellos. En aquel momento, la concurrencia, que veía pero no oía el coloquio entre los dos hermanos, empezó a inquietarse por la carrera. Un clamor de voces pidió a Geoffrey que anunciara si ocurría algo malo. Tras apaciguarlos, Geoffrey se volvió de nuevo hacia su hermano y le preguntó con malos modos qué demonios hacía allí. —He venido a decirte algo antes de volver a Escocia —contestó Julius—. Nuestro padre está dispuesto a darte una última oportunidad. Si no la aprovechas, mis puertas se cerrarán para ti, igual que las suyas. No hay nada más extraordinario, a su manera, que el sentido común y el admirable dominio de sí mismos que exhiben los jóvenes de hoy en día cuando se enfrentan a una emergencia en la que están en juego sus intereses. En lugar de ofenderse por el tono de su hermano, Geoffrey se apeó al instante del pedestal de gloria en el que se hallaba y se colocó sin vacilar en manos de quien controlaba indirectamente su destino, es decir, en las manos que controlaban indirectamente la bolsa. Cinco minutos después se había despedido de la concurrencia, con todas las garantías necesarias sobre su participación en la competición, y los dos hermanos se habían encerrado a solas en una de las salas privadas de la posada. —¡Desembucha! —dijo Geoffrey—. Y no te andes por las ramas. —No tardaré ni cinco minutos —replicó Julius—. Esta noche vuelvo a Escocia con el tren correo y tengo muchas cosas que hacer hasta entonces. En pocas palabras, se trata de esto: nuestro padre accede a volver a verte si decides sentar la cabeza, con su aprobación. Y nuestra madre ha descubierto dónde puedes encontrar esposa. Se te ofrecen alcurnia, belleza y fortuna. Tómalas, y recobrarás tu posición como hijo de lord Holchester. Recházalas, y acabarás en la ruina a tu manera. La reacción de Geoffrey ante la noticia no fue de las más tranquilizadoras. En lugar de responder, dio un furioso puñetazo sobre la mesa y maldijo de todo corazón a una mujer ausente a la que no nombró. —No me interesa ninguna relación degradante que hayas podido contraer —prosiguió Julius—. Sólo tengo que exponerte el asunto tal como se ha planteado y dejar que decidas por ti mismo. La dama en cuestión era antes la señorita Newenden, descendiente de una de las más antiguas familias. Ahora es la señora Glenarm, la joven viuda (y sin hijos) del gran industrial del hierro de ese nombre. Aúna, pues, alcurnia y fortuna. Sus rentas son de diez mil libras al año. Nuestro padre puede aumentarlas a quince mil, y lo hará, si tienes la suerte de convencerla de que se case contigo. Nuestra madre responde de sus cualidades personales. Y mi esposa la ha conocido en nuestra casa de Londres. Según tengo entendido, está pasando una temporada en casa de unos amigos suyos en Escocia; cuando yo vuelva allí, se le enviará una invitación para que su siguiente visita sea en mi casa. Por supuesto, queda por ver si tienes la suerte de causarle una buena impresión. Mientras tanto, harás todo cuanto nuestro padre pudiera pedirte, si quieres hacer el esfuerzo. Geoffrey desechó con impaciencia aquella parte de la cuestión. —Si no le gusta un hombre que va a correr en la carrera de Fulham —dijo—, ¡hay muchas igual de buenas que ella a las que sí les gustaría! No está ahí la dificultad, ¡Maldita sea! —Vuelvo a decirte que no me interesan tus dificultades —prosiguió Julius—. Tómate el resto del día para meditar lo que te he dicho. Si decides aceptar la propuesta, espero que me demuestres que te lo tomas en serio y te presentes en la estación esta noche. Volveremos a Escocia juntos. Finalizarás la visita interrumpida a lady Lundie (es importante para mis intereses que trates a una persona de su posición en el condado con el debido respeto), y mi esposa dispondrá todo lo necesario para la señora Glenarm, mientras se espera tu regreso a nuestra casa. No queda nada más por decir, ni es necesario que permanezca aquí más tiempo. Si te presentas en la estación esta noche, tu cuñada y yo haremos todo lo posible por ayudarte. Si vuelvo a Escocia solo, no te molestes en seguirme; habré acabado contigo. —Estrechó la mano de su hermano y se fue. Una vez solo, Geoffrey encendió su pipa y mandó llamar al patrón. —Consígame un bote. Voy a remar por el río un par de horas. Y póngame unas toallas. Puede que me bañe. El patrón recibió la orden con una advertencia para su ilustre huésped. —¡No salga por la puerta de delante, señor! Si permite que lo vea la gente, con lo exaltada que está, la policía no podrá mantener el orden. —De acuerdo. Saldré por la parte de atrás. Geoffrey recorrió la habitación de punta a punta. ¿Qué dificultades habría de salvar antes de poder aprovechar la dorada perspectiva que le había ofrecido su hermano? ¿La competición? ¡No! El comité había prometido aplazarla, si lo pedía él, y un mes de entrenamiento, en su estado de forma, sería más que suficiente. ¿Tenía alguna objeción personal a probar suerte con la señora Glenarm? ¡No! Cualquier mujer le servía siempre que su padre estuviera satisfecho, y el dinero le iría bien. El obstáculo que realmente le cerraba el paso era la mujer a la que él había arruinado. ¡Anne! La única dificultad insuperable sería entendérselas con Anne. «¡Veremos qué tal se ve —se dijo— después de un paseo por el río!» El patrón y el inspector de policía lo sacaron a hurtadillas por la parte de atrás sin que lo percibiera el populacho expectante de la puerta principal. Los dos hombres se quedaron luego en la orilla del río para admirarlo, mientras él se alejaba remando con sus largas, fuertes, ágiles y hermosas paladas. —¡Eso es lo que yo llamo la flor y el orgullo de Inglaterra! —exclamó el inspector—. ¿Han empezado las apuestas? —Seis a cuatro —respondió el patrón—, y nadie las acepta. Julius llegó temprano a la estación aquella noche. Su madre estaba muy preocupada. —No dejes que Geoffrey encuentre una excusa en tu ejemplo —adujo—, si llega tarde. La primera persona a la que vio Julius al apearse del carruaje fue a Geoffrey, con el billete ya en su poder y el baúl a cargo del jefe de tren10. Escena cuarta Windygates Capítulo XVII Cerca La biblioteca, en Windygates, era la estancia más amplia y hermosa de la casa. Las dos grandes divisiones que suelen hacerse de la Literatura hoy en día ocupaban sus lugares habituales. En las estanterías que cubrían las paredes estaban los libros que la humanidad en general respeta y no lee. En la primera categoría, las obras de los antiguos sabios, y las Historias, Biografías y Ensayos de autores más modernos; es decir, la Literatura Sólida, que es respetada por todos y leída de vez en cuando. En la segunda categoría, las Novelas de nuestra época; es decir, la Literatura Ligera, que todos leen y se respeta de vez en cuando. En Windygates, como en cualquier otro lugar, creíamos que la Historia era Alta Literatura, porque se suponía que era fiel a las Autoridades (de las que poco sabíamos), y que la Ficción era Baja Literatura, porque intentaba ser fiel a la Naturaleza (de la que aún sabíamos menos). En Windygates, como en cualquier otro lugar, estábamos siempre más o menos satisfechos con nosotros mismos, si nos descubrían públicamente consultando nuestra Historia, y más o menos avergonzados de nosotros mismos, si se nos descubría públicamente devorando nuestra Ficción. Una peculiaridad arquitectónica en el diseño original de la biblioteca favorecía el desarrollo de esta curiosa y común forma de estupidez humana. Pese a que una hilera de lujosas butacas, en medio de la biblioteca, invitaba al lector de literatura sólida a delatarse en el acto de cultivar una virtud, había también una hilera de cómodos y pequeños nichos ocultos por cortinas, que se abrían regularmente en una de las paredes y permitían al lector de literatura ligera ocultarse en el acto de disfrutar de un vicio. En cuanto a los demás, todos los complementos menores de aquel espacioso y tranquilo lugar eran todo lo abundantes y selectos que se pueda desear. Y tanto la literatura sólida como la literatura ligera, tanto los grandes autores como los pequeños, estaban generosamente iluminados gracias a la pródiga luz del cielo que bañaba la estancia a través de ventanales que iban del suelo al techo. Era el cuarto día después de la fiesta en el jardín de lady Lundie, y faltaba una hora o más para la hora en que solía sonar la campanilla del almuerzo. Casi todos los invitados de Windygates se hallaban en el jardín, disfrutando del sol matutino tras las lluvias y la niebla que habían prevalecido en los días anteriores. Dos caballeros (excepciones a la regla general) estaban solos en la biblioteca. Eran los últimos caballeros en el mundo a los que se atribuiría un motivo legítimo para encontrarse en un lugar de aislamiento literario. Uno era Arnold Brinkworth y el otro Geoffrey Delamayn. Habían llegado juntos a Windygates aquella misma mañana. Geoffrey desde Londres, con su hermano, en el tren de la noche anterior. Arnold desde su finca —demorado por ceremonias vinculadas a su posición, que no podían abreviarse sin ofender a muchas personas dignas— había cogido el tren que pasaba por la mañana temprano en la estación más cercana, y había regresado a la casa de lady Lundie tal como la había abandonado: en compañía de su amigo. Tras una breve entrevista preliminar con Blanche, Arnold se había reunido con Geoffrey en el refugio seguro de la biblioteca para decirse lo que aún quedaba por decir entre ellos sobre el asunto de Anne. Tras completar su informe sobre los acontecimientos de Craig Fernie, naturalmente esperaba oír lo que Geoffrey tuviera que contar por su parte. Para asombro de Arnold, Geoffrey se dio la vuelta fríamente, dispuesto a salir de la biblioteca, sin pronunciar una sola palabra. Arnold lo detuvo sin ceremonias. —No tan deprisa, Geoffrey —dijo—. Tengo el mismo interés por el bienestar de la señorita Silvester que por el tuyo. Ahora que has vuelto a Escocia, ¿qué piensas hacer? Si Geoffrey hubiera dicho la verdad, tendría que haber explicado su situación tal como sigue: Necesariamente había decidido que debía abandonar a Anne, al decidir acompañar a su hermano en el viaje de vuelta a Escocia. Pero no había ido más allá. Lo que no sabía era cómo abandonar a la mujer que había confiado en él sin ver su ruin comportamiento arrastrado a la luz del día. Durante el viaje se le había pasado por la cabeza la vaga idea de aplacar y engañar a Anne a la vez con un matrimonio que no fuera válido. Se había preguntado si no sería fácil tender una trampa semejante en un país famoso por la laxitud de sus leyes matrimoniales, pero no sabía cómo. Había pensado que seguramente podría engañar a su bien informado hermano, que vivía en Escocia, para que le dijera inocentemente lo que quería saber, y, a modo de experimento, había desviado la conversación hacia el tema de los matrimonios escoceses en general; Julius no sabía nada al respecto, y allí había acabado el experimento. Como consecuencia inevitable del freno de tal modo impuesto, se encontraba en Escocia y no podía confiar más que en una serie de accidentes como medio de obtener su liberación, ayudado por su firme determinación de casarse con la señora Glenarm. Tal era su situación y tal debería haber sido el contenido de su respuesta a la sencilla pregunta de Arnold sobre lo que pensaba hacer. —Lo correcto —respondió sin ruborizarse—, no te quepa la menor duda. —Me alegra oírtelo decir con tanta claridad —replicó Arnold—. Yo en tu lugar estaría hecho un lío. Precisamente el otro día me preguntaba si acabarías consultando a sir Patrick, como habría hecho yo. Geoffrey lo miró con ojos penetrantes. —¿Sir Patrick? —repitió—. ¿Por qué le habrías consultado a él? —Pues porque no habría sabido qué hacer para casarme con ella —contestó Arnold—. Y, además, estando en Escocia, habría recurrido a sir Patrick (sin mencionar nombres, claro está), porque sin duda él sabría cuanto hubiera que saber. —Supón que no veo las cosas tan claras como tú crees —dijo Geoffrey—. ¿Me aconsejarías...? —¿Consultar a sir Patrick? ¡Desde luego! Se ha pasado la vida practicando la abogacía en Escocia. ¿No lo sabías? —No. —Entonces sigue mi consejo y consúltale a él. No es necesario que menciones nombres. Puedes decir que es el caso de un amigo. La idea era nueva y muy buena. Geoffrey miró la puerta con ansia. Impaciente por convertir en seguida a sir Patrick en cómplice inocente, hizo un segundo intento por abandonar la biblioteca, pero fue en vano por segunda vez. Arnold tenía más preguntas inoportunas que hacerle, y más consejos que darle sin que se los hubiera pedido. —¿Cómo te las arreglarás para encontrarte con la señorita Silvester? —prosiguió Arnold—. No puedes ir al hotel como marido suyo, después de haber estado yo. ¿En qué otro lugar podríais encontraros? Está completamente sola; debe de estar cansada de esperar, pobrecilla. ¿No podrías arreglarlo para verla hoy? Cuando Arnold terminó de hablar, Geoffrey, que lo había estado observando fijamente, prorrumpió en carcajadas. Su educación muscular no le había preparado para comprender sentimientos tan refinados como la preocupación desinteresada por el bienestar de otra persona. —Oye, muchacho —le espetó—, ¡tú pareces tener un extraordinario interés por la señorita Silvester! ¿No te habrás enamorado de ella? —¡Vamos! ¡Vamos! —dijo Arnold con severidad—. Ni ella ni yo nos merecemos que te burles de nosotros de esa manera. He hecho un gran sacrificio por ti, Geoffrey, y también ella. El rostro de Geoffrey volvió a ponerse serio. Su secreto estaba en manos de Arnold, e inconscientemente juzgaba el carácter de Arnold por la experiencia que tenía de sí mismo. —De acuerdo —dijo, como una concesión y una disculpa oportuna—. Sólo era una broma. —Haz todas las bromas que quieras cuando te hayas casado con ella —replicó Arnold—. Hasta entonces, me parece a mí que esto es muy serio. —Calló, reflexionó, y puso una mano sobre el brazo de Geoffrey con gesto grave—. ¡Ojo! —prosiguió—. ¡No debes decir ni una sola palabra a ningún ser viviente sobre mi visita a la posada! —Te he prometido ya tener la boca cerrada. ¿Qué más quieres? —Estoy preocupado, Geoffrey. ¡Recuerda que estaba en Craig Fernie cuando se presentó Blanche! La pobrecita me ha contado todo lo que ocurrió, firmemente convencida de que yo estaba a muchos kilómetros de distancia en aquellos momentos. ¡Te juro que no podía mirarla a la cara! ¿Qué pensaría de mí si supiera la verdad? ¡Ten cuidado, te lo ruego! ¡Ten cuidado! Geoffrey empezaba a perder la paciencia. —Todo esto ya lo habíamos hablado durante el trayecto desde la estación hasta aquí —dijo—. ¿De qué sirve volver otra vez a lo mismo? —Tienes razón —dijo Arnold, de buen talante—. La verdad es que... no me encuentro muy bien esta mañana. Hoy no me responde la cabeza. No sé por qué. —¿La cabeza? —repitió Geoffrey con gran desprecio—. Es el cuerpo tu problema. Estás seis o siete kilogramos por encima de tu peso. ¡Al cuerno con la cabeza! Un hombre con un entrenamiento saludable no se da cuenta de que tiene cabeza. Prueba con las pesas y sube una colina corriendo con el abrigo puesto. ¡Adelgaza sudando, Arnold! ¡Adelgaza sudando! Con este excelente consejo, se dio la vuelta por tercera vez para abandonar la habitación. Aquella mañana el destino parecía resuelto a mantenerlo prisionero en la biblioteca. En esta ocasión fue un criado quien se interpuso en su camino; un criado con una carta y un mensaje. —El mensajero aguarda la respuesta. Geoffrey miró la carta. La letra era de su hermano. Había dejado a Julius en la estación de empalme hacía unas tres horas. ¿Qué podía necesitar decirle ahora? Abrió la carta. Julius tenía que anunciarle que la Fortuna les era ya favorable. Había recibido noticias de la señora Glenarm al llegar a su casa. La señora Glenarm había visitado a su mujer mientras él estaba en Londres y había sido invitada a la casa, y ella había prometido aceptar la invitación a primeros de semana. «A primeros de semana —escribía Julius— puede querer decir mañana. Discúlpate con lady Lundie y procura no ofenderla. Dile que razones familiares, que esperas tener pronto el placer de comunicarle, te obligan a apelar una vez más a su indulgencia, y ven mañana para ayudarnos a recibir a la señora Glenarm.» Incluso Geoffrey se sorprendió cuando se vio enfrentado con la súbita necesidad de actuar por decisión propia. Anne sabía dónde vivía su hermano. ¿Y si aparecía en casa de su hermano (ya que desconocía en qué otro lugar podía hallarlo) y lo reclamaba como suyo en presencia de la señora Glenarm? Geoffrey dio orden de que se hiciera esperar al mensajero y dijo que enviaría una respuesta escrita. —¿De Craig Fernie? —preguntó Arnold, señalando la carta que tenía su amigo en la mano. Geoffrey alzó la vista con el entrecejo fruncido. Acababa de abrir los labios para responder a aquella inoportuna referencia a Anne, y de forma muy poco amistosa, cuando una voz que llamaba a Arnold desde el jardín anunció la aparición de una tercera persona en la biblioteca, y advirtió a los dos caballeros que su entrevista privada había concluido. Capítulo XVIII Más cerca Blanche entró con paso ligero en la biblioteca por una de las puertas cristaleras. —¿Qué haces aquí? —preguntó a Arnold. —Nada. Ahora mismo iba al jardín a buscarte. —El jardín resulta insufrible esta mañana. —Diciendo estas palabras, se abanicó con el pañuelo y advirtió la presencia de Geoffrey con una expresión de fastidio apenas disimulada. «¡Espera a que estemos casados! —pensó—. ¡El señor Delamayn será más inteligente de lo que yo creo, si consigue entonces ver mucho a su amigo!» —Demasiado calor, ¿eh? —dijo Geoffrey al ver los ojos de Blanche fijos en él, suponiendo que se esperaba de él que dijera algo. Tras haber cumplido con este deber, se alejó sin esperar respuesta, y se sentó con su carta en uno de los escritorios de la biblioteca. —Sir Patrick tiene mucha razón sobre los jóvenes de hoy en día —dijo Blanche, volviéndose hacia Arnold—. Ahí hay uno que me hace una pregunta y no espera la respuesta. En el jardín hay tres más que llevan una hora sin hablar de otra cosa que del pedigrí de los caballos y los músculos de los hombres. Cuando estemos casados, Arnold, no me presentes a ninguno de tus amigos, a menos que hayan cumplido ya los cincuenta. ¿Qué hacemos hasta la hora de comer? Aquí entre los libros hace fresco y es demasiado tranquilo. Quiero un poco de emoción, y no tengo absolutamente nada que hacer. ¿Qué te parece si me lees algo de poesía? —¿Con él aquí? —preguntó Arnold, señalando a la antítesis personificada de la poesía; es decir, a Geoffrey, que estaba sentado de espaldas a ellos en el otro extremo de la biblioteca. —¡Bah! —dijo Blanche—. Sólo hay un animal en la habitación. ¡No tenemos que preocuparnos por él! —¡Eh! —exclamó Arnold—. Estás tan sarcástica esta mañana como el mismo sir Patrick. ¿Qué me dirás a mí cuando estemos casados, si hablas así de mi amigo? Blanche puso la mano en la mano de Arnold y le dio un pequeño y significativo apretón. —Contigo siempre seré amable —susurró, con una mirada que contenía en sí misma toda una cohorte de promesas. Arnold le devolvió la mirada. (¡Era indudable que Geoffrey estorbaba!) Sus ojos se encontraron con ternura (¿por qué aquel enorme y torpe bruto no podía escribir sus cartas en otra parte?). Con un leve suspiro, Blanche se dejó caer con resignación en una de las cómodas butacas y pidió una vez más «un poco de poesía», con una voz que titubeó suavemente, y con un color que era más brillante de lo habitual. —¿Qué poesía quieres que lea? —preguntó Arnold. —Cualquiera —dio Blanche—. Éste es otro de mis impulsos. Me muero de ganas de oír algo de poesía. No sé cuál. Y no sé por qué. Arnold se dirigió a la estantería más próxima y cogió el primer volumen sobre el que se posó su mano, un sólido volumen en cuarto, encuadernado en sobrio color marrón. —¿Y bien? —preguntó Blanche—. ¿Qué has encontrado? Arnold abrió el volumen y lentamente leyó el título tal cual: —Paraíso perdido. Un poema. De John Milton. —Nunca he leído a Milton —dijo Blanche—. ¿Y tú? —Tampoco. —¡Otro ejemplo de coincidencia entre nosotros! Ninguna persona educada debería pasar por alto a Milton. Seamos personas educadas. Empieza, por favor. —¿Por el principio? —¡Naturalmente! ¡Alto! No debes sentarte tan lejos; tienes que sentarte aquí, donde yo pueda verte. Mi atención se dispersa si no miro a la gente mientras lee. Arnold se sentó en un taburete a los pies de Blanche y abrió el «Libro Primero» del Paraíso perdido. Su «sistema» como lector de verso libre era la simplicidad misma. En poesía, algunos de nosotros (como pueden atestiguar muchos poetas vivos) damos prioridad al sonido, y otros (como pueden atestiguar algunos poetas vivos) damos prioridad al sentido. Arnold era de los que preferían el sonido. Inexorablemente terminaba cada verso con un punto, y llegaba al punto con tanta celeridad como le permitía el inevitable estorbo de las palabras. Empezó así: De la primera desobediencia del hombre y del fruto. De aquel árbol prohibido, cuyo gusto mortal. Trajo la muerte al mundo y todas las aflicciones. Con la pérdida del Edén hasta que un Hombre superior. Nos devuelva a aquella feliz residencia. Canta la Musa celestial... —¡Hermoso! —exclamó Blanche—. ¡Qué lástima haber tenido a Milton todo este tiempo en la biblioteca y no haberlo leído hasta ahora! Dedicaremos las mañanas a Milton, Arnold. Parece largo, pero somos jóvenes los dos, y puede que vivamos para acabarlo. ¿Sabes, querido?, ahora que te miro bien, no pareces haber vuelto a Windygates muy animado. —¿No? No sé por qué. —¡Yo sí! Es por solidaridad. Yo también estoy abatida. —¡Tú! —Sí. Después de lo que vi en Craig Fernie, cada vez estoy mas preocupada por Anne. Seguro que lo comprendes, después de todo lo que te he contado esta mañana. Arnold apartó la vista de Blanche para volver a Milton con violenta precipitación. Aquella nueva referencia a los acontecimientos de Craig Fernie era un nuevo reproche para él, por su comportamiento en la posada. Intentó hacerla callar, señalando a Geoffrey. —No olvides —susurró— que hay alguien más aquí, aparte de nosotros. Blanche se encogió de hombros desdeñosamente. —¿Qué más da que esté él? —preguntó—. ¿Qué sabe él de Anne, ni le importa? Sólo quedaba una alternativa para desviar la atención de Blanche de tan delicado tema. Arnold reanudó la lectura de corrido, dos versos más abajo de donde lo había dejado, con más sonido y menos sentido que nunca: En el principio, cómo el cielo y la tierra. Surgieron del Caos, o si la montaña de Sión... Al llegar a «la montaña de Sión», Blanche lo interrumpió de nuevo. —¡Espera un poco, Arnold! No puedo digerir a Milton de esa forma. Además, tengo algo que decir. ¿Te he contado que hablé con mi tío de Anne? Creo que no. Lo encontré solo en esta misma habitación. Le expliqué todo lo que te he contado a ti. Le mostré la carta de Anne. Y le dije: «¿Qué opinas?». Él se tomó su tiempo (y una buena dosis de rapé) antes de decir lo que pensaba. Cuando lo hizo, me dijo que seguramente tenía razón al sospechar que el marido de Anne era un hombre abominable. Para empezar, el hecho de que evitara verme resultaba sospechoso, tal como yo pensaba. Y luego recuerda que se apagaron las velas de repente cuando yo llegué. Yo creí entonces que había sido el viento, igual que la señora Inchbare. Sir Patrick sospecha que lo hizo aquel hombre horrible para impedir que lo viera cuando entré en la habitación. Estoy firmemente convencida de que sir Patrick tiene razón. ¿Qué te parece a ti? —Creo que será mejor que sigamos —dijo Arnold con la cabeza hundida en el libro—. Nos estamos olvidando de Milton. —¡Qué interés tienes por Milton! Ese último trozo no era tan interesante como el otro. ¿Hay algo de amor en el Paraíso perdido —Quizá encontremos algo, si seguimos. —Muy bien. Sigue. ¡Y deprisa! Arnold fue tan deprisa que perdió el hilo. En lugar de continuar, volvió hacia atrás y leyó una vez más: En el principio, cómo el cielo y la tierra. Surgieron del Caos, o si la montaña de Sión... —Eso ya lo has leído antes —dijo Blanche. —Creo que no. —Estoy segura. Cuando has dicho «la montaña de Sión», recuerdo que he pensado en seguida en los metodistas. No podría haber pensado en los metodistas si no hubieras dicho «la montaña de Sión». Es lógico. —Probaré con la siguiente página —dijo Arnold—. Seguro que eso no lo he leído antes, porque aún no la he pasado. Blanche volvió a arrellanarse en la butaca y se echó el pañuelo sobre la cara con gesto resignado. —Es por las moscas —explicó—. No voy a dormir. Prueba con la siguiente página. ¡Por Dios, prueba con la siguiente página! Arnold procedió a leer: Habla primero, pues el cielo nada oculta a tu vista. Ni las profundas regiones del infierno habla primero del motivo. Que movió a nuestros abuelos en aquel feliz estado... Blanche apartó el pañuelo de repente y se incorporó en la butaca. —Calla —exclamó—. No puedo soportarlo más. ¡Déjalo, Arnold, déjalo! —¿Qué ocurre ahora? —«Aquel feliz estado» —dijo Blanche—. ¿Qué significa «aquel feliz estado»? ¡El matrimonio, por supuesto! Y el matrimonio me recuerda a Anne. No quiero oír más. El Paraíso perdido es doloroso. Calla. Bien, naturalmente lo siguiente que le pregunté a sir Patrick fue qué pensaba él que había hecho el marido de Anne. Aquel desgraciado se había comportado de manera infame con ella, sin lugar a dudas. Pero ¿en qué? ¿Tenía algo que ver con su matrimonio? Mi tío volvió a reflexionar. Le parecía muy posible. Los matrimonios secretos son peligrosos (dijo), sobre todo en Escocia. Me preguntó si se habían casado en Escocia. No pude contestarle. Le dije tan sólo: «¿Y qué ocurre si es así?». «En ese caso —contestó sir Patrick—, es posible que la señorita Silvester sienta cierto desasosiego respecto a su matrimonio. Puede incluso que tenga razones, o crea tenerlas, para dudar de que sea un matrimonio legal.» Arnold se sobresaltó y se volvió a mirar a Geoffrey, que seguía sentado de espaldas a ellos en el escritorio. Pese a estar completamente equivocados sobre la situación de Anne en Craig Fernie, Blanche y sir Patrick habían acabado desviándose hacia la cuestión misma que interesaba a Geoffrey y a la señorita Silvester: la cuestión del matrimonio en Escocia. Era imposible decirle a Geoffrey en presencia de Blanche que haría bien en escuchar la opinión de sir Patrick, aunque fuera de segunda mano. ¿Tal vez le habían llegado aquellos comentarios? ¿Tal vez escuchaba ya por iniciativa propia? (Sí, estaba escuchando. Las últimas palabras de Blanche habían llegado a sus oídos mientras meditaba la carta que redactaba para su hermano. Estaba inmóvil, con la pluma en la mano, esperando oír más.) Blanche prosiguió, enredando los dedos distraídamente en el pelo de Arnold, que seguía sentado a sus pies. —Al instante comprendí que sir Patrick había dado con la verdad. Naturalmente se lo dije. Él se echó a reír y me dijo que no debía precipitarme en mis conclusiones. Lo nuestro no eran más que palos de ciego, y todos los indicios preocupantes que había percibido en la posada podían tener una explicación completamente distinta. Mi tío habría seguido mareando la perdiz de esa manera tan irritante toda la mañana, si yo no le hubiera interrumpido. Hablé con estricta lógica. Le dije que yo había visto a Anne y él no, y que eso era determinante. Le dije: «Todo lo que me desconcertaba y asustaba de la pobrecita ha quedado explicado. La ley debe actuar y actuará contra ese hombre, tío, ¡y pagará por lo que ha hecho!». Era tanta mi vehemencia, que creo que lloré un poco. ¿Qué crees que hizo mi querido tío? Me sentó sobre su rodilla y me dio un beso, y dijo, de la manera más amable, que adoptaría mi punto de vista por el momento, si le prometía no llorar más y, ¡espera!, ¡aún queda lo mejor!, que me presentaría la situación bajo una luz completamente nueva, en cuanto me hubiera serenado. ¡Ya puedes imaginar la rapidez con que sequé mis lágrimas y la apariencia de serenidad que mostré en apenas medio minuto! «Demos por supuesto —dijo entonces sir Patrick— que ese hombre desconocido ha intentado engañar a la señorita Silvester como tú y yo suponemos. Puedo decirte una cosa: es muy probable que, al intentar embaucarla a ella, haya acabado por embaucarse a sí mismo, sin recelar lo más mínimo.» (Geoffrey contuvo el aliento. La pluma cayó de sus dedos sin que se diera cuenta. ¡Ya llegaba! ¡La luz que su hermano no había podido arrojar sobre el asunto lo iba a iluminar por fin!) Blanche prosiguió. —Estaba tan interesada en lo que me decía, y causó tal impresión en mí, que no he olvidado una sola palabra. «No voy a embrollar esa pobre cabecita tuya con leyes escocesas —dijo mi tío—. Lo diré de una forma sencilla. En Escocia, Blanche, se permiten matrimonios que llaman Matrimonios Irregulares y que son realmente abominables. Pero tienen un mérito accidental en este caso. En Escocia, es tremendamente difícil que un hombre finja casarse... sin hacerlo en realidad. Y, por otro lado, es extremadamente fácil en Escocia que un hombre acabe casándose sin tener la más leve sospecha de que se ha casado.» Esto fue exactamente lo que dijo, Arnold. Cuando nosotros nos casemos, no será en Escocia. (El rubicundo Geoffrey palideció. Si aquello era cierto, ¡quizá había sido él quien había caído en la trampa que había planeado tender a Anne! Blanche reanudó su relato. Geoffrey esperó, atento.) —Mi tío me preguntó si le había entendido hasta el momento. Era todo tan claro como la luz del día. ¡Por supuesto que le entendía! «¡Muy bien, ahora pasemos a la aplicación! —dijo sir Patrick—. Una vez más, supongamos que tenemos razón y que la señorita Silvester se siente muy desdichada sin tener una causa real. Si ese hombre invisible de Craig Fernie se ha propuesto, no digo casarse con ella, sino únicamente fingir que la convertía en su esposa, y si lo ha intentado en Escocia, existen nueve posibilidades contra una de que se haya casado realmente con ella, aunque ni él ni ella se lo crean.» ¡Palabras textuales de mi tío otra vez! ¡Ni que decir tiene que, media hora después de que hubieran salido de su boca, se las había transmitido a Anne, enviándole una carta a Craig Fernie! (Los ojos fijos e imperturbables de Geoffrey cobraron vida de repente. Una luz diabólica lo iluminó. Una idea diabólica acudió a su cabeza. Miró a hurtadillas al hombre al que había salvado la vida, al hombre que, a cambio, le había servido devotamente. Una astucia abominable asomó a sus ojos y torció su boca en una sonrisa maliciosa. «Arnold Brinkworth fingió ser su marido en la posada. ¡Por Belcebú! ¡Esta solución no se me había ocurrido!» Con esta idea en el ánimo, volvió a la carta que estaba escribiendo para Julius. Por una vez en su vida, sentía una fuerte y violenta agitación. Por una vez en su vida, se había acobardado, ¡y todo por culpa de sus propios pensamientos! Había escrito a Julius convencido de que necesitaba ganar tiempo para engatusar a Anne y conseguir que se marchara de Escocia antes de arriesgarse a hacerle la corte a la señora Glenarm. Su carta contenía una serie de burdas excusas pensadas para demorar el regreso a casa de su hermano. «¡No! —se dijo, al releerla—. ¡Puede que otra cosa sirva, pero esto no!» Se volvió una vez más hacia Arnold, y lentamente rompió la carta en pedazos sin dejar de mirarlo.) Mientras tanto, Blanche no había terminado aún. —No —dijo cuando Arnold propuso que pasaran al jardín—. Tengo algo más que decir, y esta vez te interesa a ti. —Arnold se resignó a escuchar, y peor aún, a contestar, si no había más remedio, fingiendo la inocente ignorancia de alguien que no hubiera estado jamás en la posada de Craig Fernie—. Bien —continuó Blanche—, ¿y cuál crees que ha sido el resultado de mi carta a Anne? —No tengo la menor idea. —¡Ninguno! —¿En serio? —¡Ninguno en absoluto! Sé que recibió mi carta ayer por la mañana. Yo debería haber recibido una respuesta hoy, durante el desayuno. —Tal vez haya creído que la respuesta no era necesaria. —No puede haber creído eso, por ciertos motivos que yo conozco. Además, en mi carta de ayer le imploraba que me dijera (aunque fuera con una frase apenas) si sir Patrick y yo habíamos acertado en nuestras suposiciones. El día va pasando, ¡y la respuesta no llega! ¿Qué debo pensar? —¡De verdad que no lo sé! —¿Acaso será posible, Arnold, que no hayamos acertado, al fin y al cabo? ¿Estará fuera de nuestro alcance descubrir la maldad del hombre que apagó las velas? La duda es tan horrible que he decidido no seguir soportándola más después de hoy. ¡Cuento con tu comprensión y tu ayuda para mañana! A Arnold le dio un vuelco el corazón. Era evidente que se avecinaba una nueva complicación. Aguardó en silencio a oír lo peor. Blanche se inclinó hacia él para susurrarle: —Esto es secreto —dijo—. Si esa criatura del escritorio tiene oídos para algo que no sea el remo y las carreras, ¡no debe escuchar esto! Puede que Anne venga a verme hoy en secreto, mientras estáis todos comiendo. Si no viene y tampoco recibo noticias suyas, entonces habrá que aclarar el misterio de su silencio, ¡y tendrás que hacerlo tú! —¡Yo! —¡No me pongas pegas! Si no sabes cómo ir a Craig Fernie, ya te lo diré yo. En cuanto a Anne, ya sabes que es una persona encantadora, y que te recibirá la mar de bien, en atención a mí. Debo tener noticias de Anne y las tendré. No puedo quebrantar las normas de la casa una segunda vez. Sir Patrick me comprende, pero no hará nada. Lady Lundie es una enemiga acérrima. A los criados los han amenazado con echarlos si alguno de ellos se acerca a Anne. No queda nadie más que tú. ¡Y mañana tendrás que ir a verla, si no la veo ni sé nada de ella hoy! ¡Y esto se lo decía al hombre que había pasado por marido de Anne en la posada, y al que se había obligado a conocer su más íntimo y triste secreto! Arnold se levantó para dejar en su sitio el libro de Milton con la compostura de la más absoluta desesperación. Cualquier otro secreto podría haberlo confiado, como último recurso, a la discreción de una tercera persona. Pero el secreto de una mujer —cuya reputación dependía de que el secreto se guardara— no podía confiarse a nadie, por acuciantes que fueran las circunstancias. «Si Geoffrey no me saca de esto —pensó—, ¡no tendré más remedio que irme de Windygates mañana!» Estaba poniendo el libro en la estantería cuando lady Lundie entró en la biblioteca desde el jardín. —¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó a su hijastra. —Cultivar la mente —contestó Blanche—. El señor Brinkworth y yo leíamos a Milton. —¿Y, después de pasarte la mañana leyendo a Milton, podrías rebajarte hasta el punto de ayudarme con las invitaciones para la cena de la semana que viene? —Si puede rebajarse usted, lady Lundie, después de pasarse la mañana dando de comer a las gallinas, ¡cómo no voy a humillarme yo, que sólo he leído a Milton! Tras este breve intercambio de los cáusticos placeres de la conversación femenina, madrastra e hijastra se retiraron a uno de los escritorios para poner en práctica la virtud de la hospitalidad, juntas. Arnold se reunió con su amigo en el otro extremo de la biblioteca. Geoffrey estaba sentado con los codos apoyados en el escritorio y los puños apretados contra las mejillas. Grandes gotas de sudor cubrían su frente, y en torno a él yacían los pedazos de una carta rota. Manifestaba síntomas de sensibilidad nerviosa por primera vez en su vida; dio un respingo cuando Arnold se dirigió a él. —¿Qué te pasa, Geoffrey? —Tengo que contestar a una carta y no sé cómo. —¿De la señorita Silvester? —preguntó Arnold, bajando la voz para que no le oyeran las damas del otro extremo de la biblioteca. —No —contestó Geoffrey en voz aún más baja. —¿Has oído lo que me contaba Blanche de la señorita Silvester? —En parte. —¿Le has oído decir que pretende enviarme a Craig Fernie mañana, si hoy no recibe noticias suyas? —No. —Pues ahora ya lo sabes. Eso es lo que Blanche acaba de decirme. —¿Y bien? —Bueno, existe un límite para lo que puede esperar un hombre, hasta de su mejor amigo. Espero que no me pidas que mañana haga de mensajero de Blanche. Ni puedo ni quiero volver a la posada, tal como están las cosas. —Te has cansado ya de todo esto, ¿eh? —Me he cansado de angustiar a la señorita Silvester y estoy más que harto de engañar a Blanche. —¿Qué quieres decir con eso de «angustiar a la señorita Silvester»? —Ella no se toma tan a la ligera como tú y como yo, Geoffrey, la idea de que pasara por esposa mía ante la gente de la posada. Geoffrey cogió un cortapapeles distraídamente. Todavía con la cabeza agachada, empezó a cortar la capa superior de papel del cartapacio que tenía delante. Todavía con la cabeza agachada, rompió el silencio bruscamente con un susurro. —¡Escucha! —Dime. —¿Cómo conseguiste hacerla pasar por tu esposa? —Ya te lo he contado cuando veníamos de la estación. —Estaba pensando en otra cosa. Cuéntamelo otra vez. Arnold explicó una vez más lo que había ocurrido en la posada. Geoffrey escuchó sin hacer ningún comentario. Colocó el cortapapeles en equilibrio sobre uno de sus dedos, con expresión ausente. Su inactividad era extraña, y también su silencio. —A lo hecho pecho —dijo Arnold, sacudiéndolo por el hombro—. Ahora te toca a ti sacarme del lío en que estoy metido con Blanche. Tienes que arreglar las cosas con la señorita Silvester hoy mismo. —Las cosas se arreglarán. —¿Ah, sí? ¿Y a qué estás esperando? —Estoy esperando a hacer lo que tú me has dicho. —¿Qué te he dicho yo? —¿No me has dicho que consultara a sir Patrick antes de casarme con ella? —¡Claro! Es cierto. —Bueno, pues espero a tener la oportunidad de hablar con sir Patrick. —¿Y luego? —Y luego... —Miró a Arnold por primera vez—. Luego —dijo—, puedes considerarlo arreglado. —¿El matrimonio? Geoffrey miró de pronto el cartapacio. —Sí... el matrimonio. Arnold le tendió la mano para felicitarlo. Geoffrey ni se dio cuenta. Sus ojos se habían desviado de nuevo. Estaba mirando por la ventana que tenía cerca. —¿No oyes voces ahí fuera? —preguntó. —Creo que nuestros amigos están en el jardín —dijo Arnold—. Puede que sir Patrick esté con ellos. Iré a ver. En el preciso instante en que Arnold dio media vuelta, Geoffrey agarró una hoja de papel. «¡Antes de que se me olvide!», dijo para sí. Escribió la palabra «Memorándum» en la parte superior de la página y añadió debajo las siguientes frases: Preguntó por ella en la puerta diciendo que era su mujer. Durante la cena dijo, en presencia de la patraña y el camarero: «Alquilo las habitaciones para mi mujer». La obligó a decir que era su marido en aquel mismo momento. Después se quedó a pasar la noche. ¿Cómo llaman a eso los abogados en Escocia? (Pregunta: ¿matrimonio?) Después de doblar el papel, dudó un momento. «¡No! —pensó—. No basta con confiar en lo que ha dicho la señorita Lundie. No podré estar seguro hasta haber consultado con sir Patrick en persona.» Se guardó el papel en el bolsillo y se enjugó el sudor de la frente. Estaba pálido —tratándose de él, extraordinariamente pálido— cuando volvió Arnold. —¿Te ocurre algo, Geoffrey? ¡Estás blanco como el papel! —Es el calor. ¿Dónde está sir Patrick? —¡Tú mismo lo puedes ver! Señaló la ventana. Sir Patrick cruzaba el jardín de camino a la biblioteca, con un periódico en la mano, y lo acompañaban los invitados de Windygates. Sonreía sin decir nada. Los invitados charlaban enardecidos, vociferantes. Al parecer se había producido algún tipo de enfrentamiento entre la vieja escuela y la nueva. Arnold dirigió la atención de Geoffrey a aquel estado de cosas. —¿Cómo vas a consultar a sir Patrick con toda esa gente que lo rodea? —¡Consultaré a sir Patrick aunque tenga que agarrarlo por el pescuezo y llevármelo a otro condado! —Geoffrey se puso en pie al tiempo que pronunciaba estas palabras, y las recalcó por lo bajo con una blasfemia. Sir Patrick entró en la biblioteca; los invitados le siguieron los pasos. Capítulo XIX Muy cerca La invasión de la biblioteca por parte del grupo del jardín parecía tener dos objetivos. Sir Patrick había entrado en ella para devolver un periódico al lugar de donde lo había sacado. Los invitados, en número de cinco, lo habían seguido para apelar en masa a Geoffrey Delamayn. Entre estos dos motivos aparentemente distintos existía una relación, invisible en la superficie, que iba a hacerse evidente. De los cinco invitados, dos eran caballeros de mediana edad que pertenecían a esa amplia, pero vaga, división de la familia humana a la que la mano de la Naturaleza ha dado un discreto tinte neutral. Habían asimilado las ideas de su época con toda la capacidad receptiva de que disponían, y ocupaban en la sociedad el mismo lugar que ocupa el coro de una ópera en el escenario. Se hacían eco del sentimiento predominante en cada momento, y daban tiempo al interlocutor solista para que recobrara el aliento. Los tres invitados restantes todavía no habían cumplido los treinta años. Todos sumamente versados en carreras de caballos, deportes atléticos, pipas, cerveza, billares y apuestas. Todos sumamente ignorantes en todas las demás cosas que hay bajo el sol. Todos caballeros de nacimiento, y todos clasificados como tales por el sello de «una educación universitaria». Podrían describirse físicamente como pálidos reflejos de Geoffrey, y podrían distinguirse numéricamente (en ausencia de cualquier otra distinción) como Uno, Dos y Tres. Sir Patrick dejó el periódico sobre la mesa y se sentó en uno de los cómodos sillones. Al instante, su irresistible cuñada requirió su autoridad doméstica. Lady Lundie le envió a Blanche con la lista de invitados a cenar. —Para que la apruebe tu tío, querida, como cabeza de familia. Mientras sir Patrick repasaba la lista, y mientras Arnold se aproximaba a Blanche por detrás del sillón de su tío, Uno, Dos y Tres —con el coro que los acompañaba— cayeron en masa sobre Geoffrey, que estaba en el otro extremo de la habitación, y en rápida sucesión apelaron a él como máxima autoridad, tal como sigue: —Oiga, Delamayn. Lo necesitamos a usted. Aquí sir Patrick nos está abroncando. Nos llama bretones salvajes. Dice que somos unos incultos. Duda de que fuéramos capaces de leer, escribir y contar, si nos pusiera a prueba. Afirma que está harto de individuos que enseñan brazos y piernas, que compiten entre sí para ver quién es más fuerte y quién tiene tres hileras de músculos alrededor de la cintura y quién no, y cosas parecidas. Dice lo peor que se puede decir de un tipo. Dice que, si a un tipo le gusta la vida saludable al aire libre y se entrena para remar y correr y todo lo demás, y no se dedica a freírse los sesos estudiando, en consecuencia es seguro que cometerá todos los delitos habidos y por haber, asesinato incluido. Ha visto en el periódico tu nombre asociado a la Carrera Pedestre, y ha dicho, cuando le hemos preguntado si quería apostar algo, que apostaría lo que quisiéramos contra ti, en la otra carrera de la universidad; con lo que se refería, viejo, a tu Diploma. Desagradable, eso del Diploma (en opinión de Número Uno). Muy mal gusto el de sir Patrick, sacando a relucir lo que nosotros no mencionamos jamás (en opinión de Número Dos). Muy poco inglés, burlarse de esa manera de un hombre a sus espaldas (en opinión de Número Tres). Pídale cuentas, Delamayn. Su nombre está en los periódicos; sir Patrick no puede faltarle al respeto de esa forma. Los dos caballeros del coro se mostraron de acuerdo (en un tono menos estridente) con la opinión general. —Las opiniones de sir Patrick son ciertamente extremas, ¿no, Smith? —Creo, Jones, que sería deseable oír al señor Delamayn como la otra parte. Geoffrey miró a sus admiradores con un semblante completamente nuevo para ellos, y con una actitud que los desconcertó a todos. —No saben qué responder a sir Patrick —dijo—, ¿y quieren que lo haga yo? Uno, Dos y Tres y el Coro respondieron: «¡Sí!». —No lo haré. Uno, Dos y Tres y el Coro preguntaron: «¿Por qué?». —Porque —contestó Geoffrey— están equivocados. Y sir Patrick tiene razón. No sólo el asombro, sino una auténtica estupefacción dejó muda a la delegación del jardín. Sin decir nada más a las personas que lo rodeaban, Geoffrey fue hacia el sillón de sir Patrick y se dirigió a él. Los satélites lo siguieron y escucharon (cómo no) maravillados. —¿Apostaría lo que fuera —dijo Geoffrey— a que no voy a obtener mi Diploma, señor? Tiene toda la razón. No voy a obtenerlo. Duda de que yo o cualquiera de estos tipos que hay a mi espalda fuéramos capaces de leer, escribir y contar correctamente si nos pusiera a prueba. Vuelve a tener razón. Dice que está seguro de que hombres como Yo y como Ellos empiezan remando y corriendo y cosas así, y acaban cometiendo todos los delitos habidos y por haber, incluyendo el asesinato. ¡Bien! Puede que en eso también tenga razón. ¿Quién sabe lo que puede pasarle a uno, o lo que puede acabar haciendo antes de morir? Puede ser Otro o puedo ser Yo. ¿Cómo voy a saberlo? ¿Y cómo lo sabe usted? —De repente se volvió hacia la delegación, que permanecía atónita detrás de él—. Si quieren saber lo que pienso, ahí lo tienen, claro como el agua. Había algo, no sólo en el descaro de la declaración en sí, sino en el intenso placer que el declarante parecía sentir al hacerla, que causó un momentáneo escalofrío a todo el círculo de oyentes, sir Patrick incluido. En medio del silencio apareció en el jardín un sexto invitado y entró en la biblioteca; era un hombre mayor, reservado, decidido y sin pretensiones, que había llegado de visita a Windygates el día anterior, y que era muy conocido, dentro y fuera de Londres, como uno de los principales cirujanos de su época. —¿Discuten ustedes alguna cosa? —preguntó—. ¿Molesto? —No hay discusión, todos estamos de acuerdo —exclamó Geoffrey, respondiendo bulliciosamente por los demás—. ¡Cuantos más seamos más nos divertiremos, señor! Tras lanzar una mirada a Geoffrey, el cirujano se detuvo de pronto, cuando estaba a punto de avanzar hacia el interior de la habitación, y se quedó junto a la ventana. —Disculpe —dijo sir Patrick dirigiéndose a Geoffrey con una dignidad grave que Arnold no había visto nunca en él—. No todos estamos de acuerdo. Me niego a permitirle, señor Delamayn, que me relacione con los sentimientos que ha expresado y que acabamos de oír. Su manera de expresarse no me deja otra alternativa que contestar a su afirmación de lo que supone que he dicho con mi afirmación de lo que he dicho en realidad. No es culpa mía que la discusión del jardín se reproduzca ante otros oyentes en esta habitación; la culpa es suya. Mientras hablaba, sir Patrick no había dejado de mirar a Arnold y a Blanche, y luego al cirujano, que seguía junto a la ventana. El cirujano había encontrado una ocupación que lo aislaba completamente del resto de invitados. Ocultando su propio rostro en la sombra, estudiaba el de Geoffrey a la luz que le daba de pleno, con una atención persistente que habría sido notada por todos, si todos los ojos no hubieran estado pendientes de sir Patrick en aquellos instantes. No era un rostro fácil de examinar en aquel momento. Mientras sir Patrick hablaba, Geoffrey se había sentado cerca de la ventana, obstinadamente impermeable a los reproches de los que era objeto. En su impaciencia por consultar a la única autoridad competente para determinar la posición de Arnold respecto a Anne, había apoyado las opiniones de sir Patrick con el fin de librarse de la inoportuna presencia de sus amigos... y había ido en contra de sus propios intereses, gracias a su propia incapacidad de bruto para defenderlos. Imposible saber, juzgando su apariencia externa, si se había desanimado, dadas las circunstancias, o si simplemente se había resignado a aguardar una oportunidad mejor. Con las comisuras de la boca curvadas hacia abajo, con una indiferencia imperturbable en sus ojos sin brillo, allí estaba él, un hombre armado con su propia y terca neutralidad para hacer frente a toda tentación de participar en la disputa que iba a producirse. Sir Patrick cogió el periódico con el que había llegado del jardín y miró una vez más para ver si el cirujano le atendía. ¡No! La atención del cirujano la acaparaba su objeto de estudio. ¡Seguía en el mismo sitio y en la misma posición, con el cerebro ocupado aún en algo que había visto en Geoffrey y que le había interesado y desconcertado a la vez! «Este hombre —pensaba— ha llegado aquí esta mañana desde Londres, tras viajar toda la noche. ¿Explica una fatiga corriente lo que veo en su rostro? ¡No!» —Nuestra pequeña discusión en el jardín —prosiguió sir Patrick, respondiendo a la mirada inquisitiva de Blanche, que se había acercado a él— ha empezado, querida, por un párrafo que hay aquí, anunciando la próxima aparición del señor Delamayn en una carrera pedestre en los alrededores de Londres. Yo sostengo opiniones muy impopulares sobre las demostraciones atléticas que tan de moda están ahora en Inglaterra. Y es posible que haya expresado esas opiniones con excesiva energía, en el calor de la discusión con caballeros que sostienen opiniones totalmente contrarias a mí concienzudamente, sin lugar a dudas, sobre ese mismo tema. Uno, Dos y Tres emitieron un débil gemido de protesta en respuesta al pequeño cumplido que les había dedicado sir Patrick. —¿Y lo de que remar y correr no lleva más que a Old Bailey11 y al patíbulo? ¡Lo ha dicho, señor, usted sabe que lo ha dicho! Los dos caballeros corales se miraron y coincidieron con el sentir general. —Creo que eso ha llegado a decir, ¿verdad, Smith? —Sí, Jones, ciertamente eso ha llegado a decir. Los dos únicos hombres a los que seguía sin importarles nada todo aquello eran Geoffrey y el cirujano. El primero permanecía imperturbablemente neutral, indiferente por igual al ataque y la defensa. El segundo proseguía su investigación con el interés creciente de un hombre que vislumbraba el final. —Oigan mi defensa, caballeros —continuó sir Patrick, tan cortés como siempre—. Pertenecen ustedes, recuérdenlo, a una nación que afirma expresamente practicar las reglas del juego limpio. Les ruego que recuerden lo que he dicho en el jardín. He empezado haciendo una concesión. He admitido, como debe admitir cualquier persona con un mínimo sentido común, que en una gran mayoría de casos un hombre está mejor preparado para el ejercicio mental si lo acompaña sabiamente de ejercicio físico. En ambas cosas, todo se reduce a una cuestión de proporción y cantidad, y yo me quejo de que en la actualidad no se considere así. Tengo la impresión de que, en Inglaterra, la opinión popular no sólo ha dado en creer que cultivar los músculos es tan importante como cultivar la mente, sino que llega (en la práctica, si no en la teoría) al extremo absurdo y peligroso de otorgar el primer lugar en importancia al entrenamiento físico, y al entrenamiento mental el segundo. Por poner un ejemplo: no encuentro en la nación un entusiasmo más sincero ni más general que el entusiasmo despertado por nuestra regata universitaria. Repito: veo esa Educación Atlética suya convertida en materia de celebración pública en escuelas y universidades, y pregunto a cualquier testigo imparcial qué levanta un mayor entusiasmo popular, y a qué se concede un lugar más destacado en los periódicos, si a la exhibición bajo techo (el día de entrega de premios) de lo que saben hacer los muchachos con el cerebro, o la exhibición al aire libre (en un día de competición) de lo que saben hacer con el cuerpo. Ustedes saben perfectamente cuál de ellas arranca los vítores más estruendosos, cuál ocupa el lugar destacado en los periódicos, y cuál, como consecuencia natural, otorga los mayores honores sociales al héroe del momento. Un nuevo murmullo de Uno, Dos y Tres. —No tenemos nada que decir a eso, señor; hasta ahora es como usted dice. Una nueva ratificación de la opinión predominante por parte de Smith y Jones. —Muy bien —prosiguió sir Patrick—. Todos estamos de acuerdo en cuál es el sentir popular. Si es un sentir que debe ser respetado y alentado, muéstrenme las ventajas que ha deparado a la nación. ¿Dónde está la influencia de este arrebato moderno de entusiasmo varonil en los asuntos importantes de la vida? ¿Y cómo ha mejorado el carácter del pueblo en general? ¿Alguno de nosotros, individualmente, está más dispuesto que antes a sacrificar sus pequeños intereses privados en aras del bien público? ¿Abordamos las graves cuestiones sociales de nuestra época de un modo notoriamente resuelto, directo y definitivo? ¿Nos estamos convirtiendo en personas visible e indiscutiblemente más puras en nuestro código de moralidad comercial? ¿Hay un tono más sano y elevado en aquellos entretenimientos públicos que reflejan fielmente el criterio público en todos los países? Denme respuestas afirmativas a estas preguntas, que descansen sobre sólidos fundamentos, y aceptaré que la manía actual por los deportes atléticos es algo más que un brote de nuestra jactancia y nuestra barbarie insulares, bajo una nueva forma. —¡Pregunte! ¡Pregunte! —fue el clamor unánime de Uno, Dos y Tres. —¡Pregunte! ¡Pregunte! —fue el débil eco de Smith y Jones. —Ésa es la pregunta —respondió sir Patrick—. Ustedes admiten la existencia de ese sentimiento público. Y yo pregunto, ¿qué bien hace? —¿Qué daño hace? —dijeron Uno, Dos y Tres. —¡Ahí, ahí! —dijeron Smith y Jones. —El reto es justo —respondió sir Patrick—. Estoy obligado a hacerles frente en ese nuevo terreno. Para responder, caballeros, no señalaré la grosería que veo crecer en los modales de la nación, ni el deterioro que en mi opinión se extiende cada vez más en nuestros gustos nacionales. Podrían decirme, y estarían totalmente en lo cierto, que soy demasiado viejo para juzgar con justicia los modales y gustos que van más allá de mis modelos. Intentaremos abordar la cuestión, tal como se presenta ahora entre nosotros, basándonos únicamente en sus méritos abstractos. Yo afirmo que un estado de opinión pública que en la práctica valora el entrenamiento físico por encima del entrenamiento moral e intelectual es un estado decididamente malo y peligroso, por un motivo, a saber, que alienta la reticencia innata de la humanidad a someterse a las exigencias que el refinamiento moral e intelectual le imponen inevitablemente. Como adolescente, ¿qué es más natural que prefiera, probar hasta qué altura puedo saltar, o probar cuánto puedo aprender? ¿Qué aprendizaje es más fácil para mí, como hombre joven? ¿El aprendizaje que me enseña a manejar un remo, o el que me enseña a devolver bien por mal y a amar a mis semejantes como a mí mismo? Entre esas dos pruebas y esos dos aprendizajes, ¿cuál es el que debería fomentar la sociedad inglesa con mayor entusiasmo? ¿Y cuál es el que la sociedad inglesa fomenta en realidad? —¿Qué era lo que ha dicho usted hace un momento? —preguntaron Uno, Dos y Tres. —¡Excelente exposición! —comentaron Smith y Jones. —He dicho —admitió sir Patrick— que el ejercicio físico saludable ayuda a un hombre a mejorar en su estudio. Y lo repito, siempre que el ejercicio físico se reduzca a los límites adecuados. Pero cuando la opinión pública se inmiscuye en la cuestión y ensalza directamente el ejercicio corporal en detrimento de los libros, entonces digo que la opinión pública ha llegado a extremos peligrosos. El ejercicio corporal, en ese caso, estará presente por encima de todo en el pensamiento del joven, será su principal interés, ocupará la mayor parte de su tiempo y, por tales medios (salvo en unos cuantos ejemplos totalmente excepcionales), acabará convirtiéndolo lenta y eficazmente, a todos los efectos morales e intelectuales, desde luego en un inculto, y posiblemente en un hombre peligroso. Clamor en el campo adversario: —¡Por fin lo ha reconocido! Un hombre que lleva una vida al aire libre y hace uso de la fuerza que Dios le ha dado es peligroso. ¿Habían oído alguna vez cosa semejante? Los dos ecos humanos repitieron el clamor con variaciones: —¡No! ¡Nadie había oído jamás cosa semejante! —No sean hipócritas, caballeros —replicó sir Patrick—. El campesino lleva una vida al aire libre y utiliza la fuerza que Dios le ha dado. El marinero del servicio mercante hace lo propio. Ambos pertenecen a una clase inculta, vergonzosamente inculta, ¡y vean el resultado! Observen el Mapa de la Delincuencia y descubrirán que los delitos más horrendos habidos y por haber no se cometen en las ciudades, donde el hombre medio no lleva una vida al aire libre, ni utiliza su fuerza por lo general, pero por lo general es más culto, comparativamente hablando, sino en las zonas agrícolas. En cuanto a los marineros ingleses (excepto cuando la Marina Real los educa por su cuenta), pregunten al señor Brinkworth, que ha servido en la marina mercante, qué ejemplo dan de la influencia moral de la vida al aire libre y el cultivo de los músculos. —En nueve casos de cada diez —dijo Arnold—, no hay rufianes más vagos y sanguinarios sobre la tierra. Otro clamor de la Oposición: —¿Acaso somos nosotros campesinos? ¿Somos marineros de la marina mercante? Rápida repetición de los ecos humanos: —¡Smith! ¿Soy yo un campesino? —Jones! ¿Soy yo un marinero? —Por favor, caballeros, no personalicemos —dijo sir Patrick—. Hablo en general, y sólo objeciones extremas puedo recibir, si llevo mis argumentos hasta el extremo. El campesino y el marinero han servido a mi propósito. Si el campesino y el marinero los han ofendido, ¡que desaparezcan de escena, por supuesto! Me mantengo en la postura que acabo de adoptar. Un hombre puede ser de buena familia, tener fortuna, ir bien vestido y estar bien alimentado, pero si es un inculto, y precisamente por ello, es (a pesar de todos esos privilegios) un hombre con una capacidad especial para el mal. ¡No me interpreten mal! No está en mi ánimo afirmar que la moda actual por las hazañas exclusivamente musculares debe conducir inevitablemente a las más profundas simas de la depravación. Por suerte para la sociedad, en primer lugar, toda depravación especial es, con mayor o menor certeza, el resultado de una tentación especial. Gracias a Dios, la gran masa de gente corriente pasa por la vida sin verse expuesta más que a tentaciones corrientes. Miles de jóvenes caballeros devotos de los pasatiempos favoritos de la actualidad tendrán una existencia sin peores consecuencias para ellos mismos que un intelecto y unos modales burdos, y una lamentable incapacidad para sentir cualquiera de las influencias más delicadas y elevadas que dulcifican y purifican la vida de hombres más cultos. Pero pensemos en el otro caso (que podría ocurrirle a cualquiera), el caso de que una tentación especial pusiera a prueba al joven moderno de su próspera clase y de la mía. Y permítanme que pida al señor Delamayn que honre con su atención lo que ahora tengo que decir, porque se refiere a la opinión que había expresado en realidad, distinta a la opinión con la que finge estar de acuerdo y que yo nunca he afirmado. La indiferencia de Geoffrey no dio muestras de ceder. —¡Siga! —dijo, y siguió mirando al frente con los ojos cansados que no veían nada y no expresaban nada. —Tomemos el ejemplo del que estábamos hablando —prosiguió sir Patrick—, el ejemplo de un joven caballero típico de nuestra época, dotado de todas las ventajas que puede proporcionarle el culto del físico. Supongamos que una tentación pone a prueba a este hombre, despertando insidiosamente, en beneficio propio, los instintos salvajes, latentes en la humanidad: el egoísmo y la crueldad, que son el trasfondo de cualquier delito. Supongamos que este hombre se halla, con respecto a otra persona que no le ha causado daño alguno, en una situación que exige de él un sacrificio: o bien sacrifica a la otra persona, o bien sacrifica sus propios intereses y deseos. La felicidad o la vida de su prójimo se interpone, supongamos, entre él y algo que él quiere. Cree poder arruinar esa felicidad o apagar esa vida sin temor ni sufrimiento para sí mismo. En tales circunstancias, siendo el hombre que es, ¿qué le impide hacer lo que sea por lograr su objetivo? La habilidad para remar, la velocidad de su carrera, la admirable capacidad y la resistencia en otros ejercicios físicos, que ha logrado cultivando enérgicamente tales ejercicios a costa de no cultivar nada más, ¿le ayudarán, digo, esas hazañas físicas a conseguir una victoria puramente moral contra su propio egoísmo y crueldad? No le ayudarán siquiera a darse cuenta de que es egoísmo y crueldad. El principio esencial de remar y correr (un principio verdaderamente inofensivo, si se aplica solamente al remo y a las carreras) le ha enseñado a aprovechar cualquier ventaja que su fuerza superior y su ingenio le sugieran. En su entrenamiento no ha habido nada que atenúe la bárbara dureza de su corazón e ilumine la bárbara oscuridad de su cerebro. La tentación encuentra a este hombre indefenso. Da igual quién sea, ni lo elevada que sea casualmente su posición en la escala social. A todos los efectos, moralmente es un Animal y nada más. Si mi felicidad se interpone en su camino, y si puede obrar impunemente, pisoteará mi felicidad. No será, señor Delamayn, como víctima de una inevitable fatalidad, o del azar, sino como un hombre que ha sembrado la semilla y recoge la cosecha. Tal es, señor, el caso que había presentado, como caso extremo únicamente, al empezar esta discusión. Como un caso extremo únicamente, pero perfectamente posible al mismo tiempo; lo repito ahora. Antes de que los abogados de la otra parte pudieran abrir la boca para dar la réplica, Geoffrey se sacudió de pronto la indiferencia y se levantó. —¡Basta! —gritó, amenazando a los otros con el puño apretado, llevado por el urgente deseo de responder por sí mismo. Se hizo el silencio. Geoffrey se dio la vuelta para mirar a sir Patrick, como si sir Patrick lo hubiera insultado personalmente. —¿Quién es ese hombre anónimo que alcanza sus fines sin compadecerse de nadie ni aferrarse a nada? —preguntó—. ¡Nómbrelo! —He puesto un ejemplo —dijo sir Patrick—. No ataco a ningún hombre. —¿Qué derecho tiene? —exclamó Geoffrey, olvidando por completo que le convenía dominarse ante sir Patrick, presa de la extraña exasperación que se había apoderado de él—. ¿Qué derecho tiene a elegir a un remero como ejemplo de sinvergüenza redomado, cuando es igualmente probable que el remero sea un buen tipo, sí, y ya puestos, mejor de lo que ha sido jamás el que ha calzado sus zapatos, señor? —Si es tan probable que se dé un caso como que se dé el otro (lo que no tengo inconveniente en admitir) —respondió sir Patrick—, sin duda estoy en mi derecho de elegir el caso que yo quiera a modo de ilustración. ¡Espere, señor Delamayn! Éstas son las últimas palabras que he de decir, y voy a decirlas. He tomado el ejemplo, no de un hombre especialmente depravado, como supone usted erróneamente, sino de un hombre corriente, con su parte corriente de atributos viles, crueles y peligrosos, que forman parte de la irredenta naturaleza humana, como le dice la religión, y como puede ver usted mismo, si se decide a observar a sus ignorantes congéneres por doquier. Supongo que una malvada tentación fuera de lo corriente pone a prueba a ese hombre, y pongo todo mi empeño en demostrar que su absoluto abandono moral y mental, que el actual tono materialista de la opinión pública en Inglaterra ha fomentado tácitamente, lo deja a merced de los peores instintos de su naturaleza, y que, sin lugar a dudas, en esas condiciones, debe por fuerza caer (pese a ser un caballero), paso a paso, igual que cae el más infame vagabundo de las calles, por culpa de esa tentación especial, al principio en la ignorancia, y al final en el delito. Si me niega usted el derecho a tomar tal ejemplo para ilustrar las opiniones que sostengo, tendrá que negar también que a un hombre en la posición de un caballero pueda tentarle especialmente el mal, o bien tendrá que afirmar que los caballeros que son inmunes por naturaleza a toda tentación son los únicos caballeros que dedican sus esfuerzos a actividades atléticas. Esta es mi defensa. Al exponer mi alegato, he hablado guiado por un sincero respeto al interés de la virtud y el conocimiento, y una sincera admiración por los jóvenes que resisten el contagio de la barbarie que los rodea. En su futuro está la esperanza futura de Inglaterra. He terminado. Geoffrey tenía preparada su violenta e indignada réplica, pero se vio frenado, a su vez, por otra persona que quería hablar y estaba dispuesta a hacerlo en aquel momento en particular. Capítulo XX Tocándolo Desde hacía un rato, el cirujano había abandonado su insistente estudio del rostro de Geoffrey, y había dedicado toda su atención a lo que se decía con el aire de un hombre cuya tarea, impuesta por sí mismo, había llegado a su fin. Cuando la última frase brotó de los labios del que había sido el último en hablar, se interpuso tan deprisa y con tanta habilidad entre Geoffrey y sir Patrick, que incluso a Geoffrey lo pilló por sorpresa. —Aún falta algo más para completar el alegato de sir Patrick —dijo—. Creo que puedo añadirlo yo a partir del resultado de mi propia experiencia profesional. Antes de exponer lo que tengo que decir, tal vez el señor Delamayn me perdonará si me atrevo a advertirle que se domine. —¿También usted va a ir contra mí? —preguntó Geoffrey. —Sólo le recomiendo que domine su genio, nada más. Hay muchos hombres que pueden perder los estribos sin que les cause daño. Usted no es uno de ellos. —¿Qué quiere decir? —No creo, señor Delamayn, que el estado de su salud sea tan bueno como puede que usted se sienta inclinado a considerar. Geoffrey se volvió hacia sus admiradores y adeptos con una risotada burlona. Todos los admiradores y adeptos se hicieron eco de su risa. Arnold y Blanche se miraron y sonrieron. Incluso sir Patrick parecía no dar crédito a sus propios oídos. Ante sus ojos tenían a un Hércules moderno, que reivindicaba serlo. ¡Y frente a él había un hombre al que podría matar de un solo puñetazo, diciéndole con toda seriedad que su salud no era perfecta! —¡Es usted un tipo extraño! —dijo Geoffrey, medio enfadado, medio en broma—. ¿Qué es lo que me pasa? —He asumido la responsabilidad de hacerle lo que creo que es una advertencia necesaria —respondió el cirujano—. Pero no pienso decirle lo que creo que le pasa. Podría ser una cuestión que haya de considerarse dentro de poco tiempo. Mientras tanto, me gustaría poner a prueba la impresión que me he hecho de usted. ¿Tiene alguna objeción a responder a una pregunta personal sin importancia? —Oigamos la pregunta primero. —He observado algo en su comportamiento mientras sir Patrick hablaba. Está usted tan interesado en oponerse a sus opiniones como cualquiera de esos caballeros que tiene a su alrededor. No comprendo que haya guardado silencio, dejando en manos de los demás que defendieran su punto de vista, hasta que sir Patrick ha dicho algo que le ha irritado. ¿No tenía hasta ese momento ninguna respuesta preparada en su cabeza? —Tenía respuestas tan buenas en mi cabeza como cualquiera de las que se han dado aquí. —Y, sin embargo, ¿no las ha dado? —No, no las he dado. —¿Tal vez tenía la impresión, aun sabiendo que sus objeciones eran buenas, de que no valía la pena tomarse la molestia de expresarlas? En resumen, ¿dejó que sus amigos respondieran por usted, en lugar de hacer el esfuerzo de responder por sí mismo? Geoffrey miró a aquel consejero médico con súbita curiosidad y recelo. —Oiga —preguntó—, ¿cómo es que sabe lo que me pasa por la cabeza sin que yo se lo diga? —Forma parte de mi trabajo descubrir lo que pasa en el cuerpo de la gente, y para ello, en ocasiones, es necesario descubrir (si puedo) lo que pasa por su cabeza. Si he interpretado correctamente lo que pasaba por la suya, no es preciso que haga la pregunta. Ya la ha contestado. El cirujano se volvió hacia sir Patrick. —Hay un aspecto de este tema —dijo— que usted no ha abordado. Existe una objeción Física al frenesí actual por los ejercicios musculares de todo tipo, que es tan grave a su manera como la objeción Moral. Ha señalado usted las consecuencias que «pueden» tener para el intelecto. Yo señalaré las consecuencias que «tienen» para el cuerpo. —¿A partir de su propia experiencia profesional? —A partir de mi propia experiencia profesional. Puedo decirle, como hombre dedicado a la medicina, que una parte, en absoluto pequeña, de los jóvenes que se someten a violentas pruebas atléticas de fuerza y resistencia han emprendido el camino hacia un deterioro grave y permanente de su salud. El público que asiste a las competiciones de remo, a las carreras pedestres y demás exhibiciones de esa índole, no ve otra cosa que los triunfales resultados del entrenamiento muscular. Padres y madres ven los fracasos en sus casas. Hay hogares en Inglaterra, hogares desconsolados que no son uno ni dos, sir Patrick, en los que viven jóvenes destrozados, inválidos para el resto de sus días, y han de agradecérselo a la tensión que las hoy tan populares exhibiciones físicas han ejercido sobre su constitución. —¿Oye eso? —preguntó sir Patrick mirando a Geoffrey. Geoffrey asintió despreocupadamente. Su irritación había tenido tiempo para aplacarse: una impasible indiferencia había vuelto a apoderarse de él. Se había sentado de nuevo en la misma silla con las piernas estiradas, y miraba estúpidamente el dibujo de la alfombra. «¿Qué me importa eso a mí?», era el sentimiento que expresaba todo su cuerpo, de los pies a la cabeza. El cirujano prosiguió. —No veo remedio alguno para este estado de cosas —dijo—, mientras la opinión pública siga siendo tal como es ahora. Un hombre joven y de aspecto saludable, con un desarrollo muscular excepcional, desea (y es lo más natural) distinguirse como los demás. Los encargados del entrenamiento en su universidad o en cualquier otro lugar, lo eligen basándose en su aspecto exterior (lo que también es muy natural). Y son incapaces de decir si han hecho bien o no al elegirlo, hasta que se lleva a cabo el experimento y se ha hecho el daño, muchas veces irreparable. ¿Cuántos de ellos son conscientes de un importante hecho psicológico: que la potencia muscular de un hombre no es garantía segura de su potencia vital? ¿Cuántos de ellos saben que todos tenemos, como dice un gran escritor francés, dos vidas en nosotros mismos: la vida superficial de los músculos, y la vida interior del corazón, los pulmones y el cerebro? Aunque lo supieran, incluso ayudados por hombres de medicina, en la mayoría de los casos sería cuando menos dudoso que un examen previo diera como resultado un cálculo fiable de la capacidad vital de un hombre para soportar la tensión del ejercicio muscular. Pregunten a cualquiera de mis colegas, y ellos les dirán, partiendo de su propia observación profesional, que en modo alguno exagero este grave mal, ni las deplorables y peligrosas consecuencias a las que conduce. En estos momentos tengo un paciente que es un joven de veinte años y que posee una de las mejores musculaturas que he visto en mi vida. Si ese joven me hubiera consultado antes de seguir el ejemplo de otros jóvenes como él, sinceramente les digo que no podría haber previsto los efectos. Lo cierto es que, tras pasar por un período de entrenamiento muscular y realizar unas cuantas proezas físicas, se desmayó de repente un día, para asombro de familiares y amigos. Me llamaron a mí, y he seguido el caso desde entonces. Seguramente vivirá, pero no se recuperará nunca. Me veo obligado a tomar precauciones con este joven de veinte que debería tomar con un anciano de ochenta. Es lo bastante grande y musculoso para servir de modelo de Sansón a un pintor, pero la semana pasada lo vi desvanecerse como una damisela en brazos de su madre. —¡El nombre! —exclamaron los admiradores de Geoffrey, siguiendo con la batalla por su cuenta, a falta de aliento del propio interesado. —No tengo por costumbre divulgar el nombre de mis pacientes —respondió el cirujano—. Pero si insisten en que les dé un ejemplo de hombre destrozado por los ejercicios atléticos, se lo daré. —¡Hágalo! ¿Quién es? —Todos ustedes lo conocen perfectamente. —¿Está en manos de médicos? —Todavía no. —¿Dónde está? —¡Ahí! En una pausa de silencio contenido, con los ojos de todos los presentes clavados en él con avidez, el cirujano alzó la mano y señaló a Geoffrey Delamayn. En cuanto se disipó el estupor general, se impuso la incredulidad de manera natural. El primer hombre en declarar que «ver» era «creer» puso el dedo (tanto si lo sabía como si no) en una de las principales locuras de la humanidad. De todas las pruebas, la que más fácilmente se acepta es la que no requiere más criterio para decidir sobre ella que el criterio de la vista, y por ello será siempre la prueba que la humanidad esté más dispuesta a creer, mientras la humanidad perviva. Todos los ojos miraron a Geoffrey, y todos juzgaron, basándose en aquella prueba visible, que el cirujano había de equivocarse por fuerza. La propia lady Lundie (a quien habían apartado de sus invitaciones) encabezó la protesta general. —¡El señor Delamayn con la salud destrozada! —exclamó, apelando al sentido común de su eminente huésped—. ¡Por favor, no esperará que creamos algo semejante! Impelido a la acción una segunda vez por la asombrosa afirmación de la que había sido objeto, Geoffrey se levantó y miró al cirujano con firmeza e insolencia, directamente a los ojos. —¿Habla en serio? —preguntó. —Sí. —¿Me señala delante de toda esta gente y dice...? —Un momento, señor Delamayn. Admito que quizá me haya equivocado al dirigir la atención general hacia usted. Tiene derecho a quejarse de que haya respondido públicamente al reto que sus amigos me han lanzado en público. Pido disculpas por ello. Pero no me retracto en absoluto de lo que acabo de decir sobre su salud. —¿Insiste en afirmar que soy un hombre acabado? —Sí. —¡Ojalá tuviera usted veinte años menos, señor! —¿Por qué? —Le pediría que saliera al jardín y le demostraría si soy o no un hombre acabado. Lady Lundie miró a su cuñado. Sir Patrick intervino al momento. —Señor Delamayn —dijo—, se le ha invitado aquí en calidad de caballero y es usted huésped de una dama. —¡No! ¡No! —exclamó el cirujano de buen talante—. El señor Delamayn ha expuesto sus argumentos con energía, sir Patrick, eso es todo. Aunque fuera veinte años más joven —prosiguió, dirigiéndose a Geoffrey— y saliera al jardín con usted, el resultado no afectaría en lo más mínimo a nuestra discusión. No digo que los violentos ejercicios físicos por los que es usted famoso hayan perjudicado su fuerza muscular. Afirmo que han dañado su energía vital. No me considero obligado a decirle en qué modo. Me limito a advertirle por mera humanidad. Haría bien en contentarse con los éxitos que ha logrado ya en el campo de las hazañas atléticas y en modificar su estilo de vida para el futuro. Acepte mis disculpas una vez más por haberle dicho esto públicamente y no en privado, y no olvide mi consejo. El cirujano se dio la vuelta con intención de alejarse hacia otro extremo de la biblioteca. Geoffrey le obligó a volver sobre el mismo tema. —Espere un momento —dijo—. Ha tenido usted su turno, ahora me toca a mí. No sé expresarlo con palabras como usted, pero sé ir al grano. ¡Y como hay Dios que se lo voy a demostrar! Dentro de diez días o dos semanas a partir de hoy empezaré a entrenar para la Carrera Pedestre de Fulham. ¿Dice usted que me vendré abajo? —Es probable que consiga superar los entrenamientos. —¿Y terminaré la carrera? —Es posible que termine la carrera, pero en ese caso .… —En ese caso, ¿qué? —No volverá a correr otra. —¿Y no volveré a remar? —Jamás. —Me han pedido que reme en la regata de la próxima primavera y he dicho que lo haré. ¿Me está diciendo, en pocas palabras, que no podré hacerlo? —Sí, en pocas palabras. —¿Definitivamente? —Definitivamente. —¡Respalde su afirmación! —exclamó Geoffrey, sacando de un tirón su libreta de apuestas del bolsillo—. Le apuesto cien libras a que estoy en perfectas condiciones para remar en la regata universitaria de primavera. —Yo no hago apuestas, señor Delamayn. Con esta réplica final, el cirujano se alejó hacia el otro extremo de la biblioteca. Lady Lundie se retiró al mismo tiempo (llevándose a Blanche bajo custodia), para volver al grave asunto de sus invitaciones. Geoffrey se volvió hacia sus amigos de la universidad con la libreta en la mano y actitud desafiante. Hervía su sangre británica, y. el empecinamiento británico en apostar, que desafía con éxito la decencia y las leyes más elementales de punta a punta del país, no era cosa de broma. —¡Vamos! —exclamó Geoffrey—. ¡Que alguien apueste por el médico! Sir Patrick se levantó sin disimular su indignación y siguió al cirujano. Uno, Dos y Tres, invitados a participar en el asunto por su ilustre amigo, movieron sus pesadas cabezas, mirándolo con complicidad, y respondieron al unísono con una elocuente palabra: «¡Pamplinas!». —¡Uno de ustedes, que apueste por él! —insistió Geoffrey, apelando a los dos caballeros del coro con ira cada vez más próxima al punto de ebullición. Los dos caballeros del coro intercambiaron impresiones como de costumbre. —¿Acaso nacimos ayer, Smith? —Que nosotros sepamos no, Jones. —¡Smith! —dijo Geoffrey, adoptando súbitamente una cortesía que presagiaba algo desagradable. —¿Sí? —dijo Smith con una sonrisa. —Jones! —¿Sí? —dijo Jones imitando a Smith. —¡Son un par de canallas, y ni siquiera tienen un centenar de libras entre los dos! —¡Vamos, vamos! —dijo Arnold, interviniendo por primera vez—. ¡Esto es bochornoso, Geoffrey! —¿Por qué de...? ¡Dejémoslo! ¿Por qué nadie quiere aceptar la apuesta? —Si tan empeñado estás en hacer el tonto —respondió Arnold con cierta irritación—, y si no vas a tranquilizarte de ningún otro modo, yo aceptaré la apuesta. —¡Cien libras por el médico! —exclamó Geoffrey—. ¡Hecho! Sus más altas aspiraciones habían sido satisfechas; recuperó la calma por completo. Anotó la apuesta en su libreta y pidió perdón a Smith y Jones del modo más efusivo. —¡No estaba en mi ánimo ofenderlos, muchachos! ¡Ahí va mi mano! —Los dos caballeros del coro estaban encantados con él. —La aristocracia inglesa, ¿eh, Smith? —Buena cuna y clase, ¡ah, Jones! En cuanto dejó de hablar, Arnold sintió remordimientos de conciencia, no por haber apostado (¿quién se avergüenza de ese tipo de juego en Inglaterra?), sino porque «había apostado por el médico». Con la mejor intención, había especulado con la salud de su amigo. Con gran vehemencia aseguró a Geoffrey que ninguno de los presentes estaba más convencido que él de que el cirujano erraba. —No retiro la apuesta —dijo—, pero, amigo mío, te ruego que comprendas que sólo la he aceptado para complacerte. —¡Me tiene sin cuidado! —respondió Geoffrey con el sentido práctico, que era una de las más selectas virtudes de su carácter—. Una apuesta es una apuesta, ¡y al cuerno con tu sensiblería! —Cogió a Arnold del brazo y se alejó con él para que los demás no les oyeran—. Oye —dijo con inquietud—, ¿crees que habré enfurecido al viejo carca? —¿Te refieres a sir Patrick? Geoffrey asintió y siguió hablando. —Aún no le he consultado mi pequeña cuestión... lo de casarse en Escocia, ya sabes. ¿Crees que se pondrá agresivo conmigo si se lo pregunto ahora? —Su mirada se desvió astutamente hacia el extremo más alejado de la habitación. El cirujano estaba hojeando una carpeta de grabados. Las señoras seguían trabajando con sus invitaciones. Sir Patrick estaba solo junto a los estantes de libros, absorto en un volumen que acababa de elegir. —Discúlpate —sugirió Arnold- Sir Patrick puede ser algo irritable y mordaz, pero es un hombre justo y bueno. Dile que no tenías la menor intención de faltarle al respeto... y será suficiente. —¡De acuerdo! Sir Patrick, que se había enfrascado en una antigua edición veneciana del Decamerón, se encontró de repente arrancado de la Italia medieval para volver a la Inglaterra moderna, por obra y gracia nada menos que de Geoffrey Delamayn. —¿Qué quiere? —preguntó con frialdad. —Quiero pedirle disculpas —dijo Geoffrey—. Olvidemos lo pasado y todo eso. No tenía la menor intención de faltarle al respeto. Perdonar y olvidar. Buen lema, ¿eh, señor? Se expresaba con torpeza, pero era una disculpa. Ni siquiera Geoffrey podía apelar a la cortesía y a la consideración de sir Patrick en vano. —¡Ni una palabra más, señor Delamayn! —dijo el cortés y viejo caballero—. Acepte mis excusas por lo que pueda haber expresado con demasiada rudeza por mi parte y olvidemos el resto, no faltaba más. Tras haber aceptado así las disculpas recibidas, hizo una pausa esperando que Geoffrey lo dejara libre para volver al Decamerón. Con indescriptible asombro vio a Geoffrey inclinarse de pronto para susurrarle al oído: —Quisiera hablar en privado con usted. Sir Patrick devolvió el Decamerón a su sitio y se inclinó con un silencio glacial. Las confidencias del honorable Geoffrey Delamayn eran las últimas en el mundo que deseaba escuchar. «¡Ahí está el secreto de sus disculpas! —pensó—. ¿Qué puede querer de mí?» —Se trata de un amigo mío —añadió Geoffrey, conduciendo a sir Patrick hacia una de las ventanas—. Este amigo está metido en un lío y yo quiero pedirle consejo a usted. Es absolutamente confidencial, ¿comprende? —En aquel punto se interrumpió y esperó a comprobar qué impresión había causado hasta entonces. Sir Patrick rehusó mostrar, fuera con gestos o palabras, el menor interés por oír la continuación. —¿Le importaría dar una vuelta por el jardín? —preguntó Geoffrey. —Ya he tenido mi ración de paseo esta mañana —dijo sir Patrick, señalando su pie lisiado—. Permítame poner mis achaques como excusa. Geoffrey buscó con la mirada un lugar que sustituyera al jardín y se dirigió a uno de los prácticos recovecos con cortinas que se abrían en la pared interior de la biblioteca. —Esto servirá —dijo. Sir Patrick hizo un último esfuerzo por escapar a la conversación propuesta, esta vez sin disimulos. —Discúlpeme, señor Delamayn. ¿Está completamente seguro de que soy la persona con la que debe hablar? —Usted es un abogado escocés, ¿no? —Cierto. —Y sabe de matrimonios escoceses, ¿eh? La actitud de sir Patrick cambió de repente. —¿Es ése el tema sobre el que desea pedirme consejo? —preguntó. —Yo no, un amigo. —Su amigo, pues. —Sí. Está metido en un lío con una mujer. Aquí, en Escocia. Mi amigo no sabe si está casado con ella o no. —Estoy a su servicio, señor Delamayn. Para alivio de Geoffrey, mezclado no poco con la sorpresa, sir Patrick no sólo no volvió a mostrar renuencia a ser consultado, sino que se adelantó a sus deseos y se introdujo en el recoveco de la pared que les quedaba más cerca. La ágil inteligencia del viejo abogado había unido la petición de ayuda de Geoffrey y la de Blanche, y había construido su propia teoría sobre la base obtenida. «¿Existe alguna relación entre la situación actual de la institutriz de Blanche y la situación actual del "amigo" del señor Delamayn? —pensó—. Cosas más extrañas he visto en mi profesión. Puede que saque algo en claro.» El disparejo par se sentó, uno a cada lado de la mesita que había en el recoveco. Arnold y los demás invitados habían vuelto a salir al jardín. El cirujano con sus grabados y las señoras con sus invitaciones seguían enfrascados en un extremo distante de la biblioteca. La conversación entre los dos hombres —tan nimia aparentemente, tan terrible por la influencia que estaba destinada a tener, no sólo sobre el futuro de Anne, sino también sobre el de Arnold y Blanche- fue, a todos los efectos, una conversación a puerta cerrada. Capítulo XXI El meollo —Bien —dijo sir Patrick—, ¿de qué se trata? —Se trata —dijo Geoffrey- de si mi amigo está casado con ella o no. —¿Quería casarse con ella? —No. —¿Eran solteros los dos en aquel momento y los dos estaban en Escocia? —Sí. —Muy bien. Ahora explíqueme las circunstancias. Geoffrey vaciló. El arte de exponer circunstancias implica un raro don: el de ordenar ideas. No había persona más consciente de esta verdad que sir Patrick. Desde un principio se había propuesto desconcertar a Geoffrey, con la firme convicción de que su cliente le ocultaba algo. Dadas las circunstancias, el único método fiable para sonsacarle la verdad era el interrogatorio pero, si sometía a Geoffrey a tal interrogatorio de entrada, tal vez su astucia viera motivo de alarma. Sir Patrick tenía como objetivo lograr que el propio Geoffrey lo invitara a interrogarlo, cosa que hizo inmediatamente al intentar exponer las circunstancias, envolviéndolas en su habitual confusión. Sir Patrick esperó a que hubiera perdido por completo el hilo de la narración y jugó entonces su baza. —¿Le sería más fácil si le hiciera unas cuantas preguntas? —inquirió con toda inocencia. —Mucho más fácil. —Estoy a su disposición. ¿Qué le parece si empezamos por aclarar las cosas? ¿Tiene usted permiso para mencionar nombres? —No. —¿Lugares? —No. —¿Fechas? —¿Quiere que le dé detalles? —Todos los que pueda. —¿Servirá si le digo que ha sido este año? —Sí. ¿Su amigo y la dama viajaban juntos por Escocia en algún momento del presente año? —No. —¿Vivían en Escocia? —No. —¿Qué hacían juntos en Escocia? —Bueno, se habían citado en una posada. —¿Ah? Se habían citado en una posada. ¿Quién llegó primero a la cita? —La mujer fue la primera en llegar. ¡Espere un momento! Ya estamos llegando al meollo. —Se sacó del bolsillo el informe escrito sobre los pasos que había dado Arnold en Craig Fernie, tal como lo había oído de sus propios labios—. Aquí tengo una nota —añadió—. Quizá quiera echarle un vistazo. Sir Patrick cogió la nota, la leyó rápidamente en silencio y luego se la volvió a leer, frase por frase, a Geoffrey, utilizando el texto para realizar nuevas preguntas. —«Preguntó por ella en la puerta, diciendo que era su mujer» —leyó sir Patrick—. Supongo que se refiere a la puerta de la posada. ¿La dama en cuestión se había presentado previamente como mujer casada a la gente de la posada? —Sí. —¿Cuánto tiempo llevaba en la posada cuando llegó el caballero? —Sólo una hora más o menos. —¿Dio un nombre? —No estoy seguro... creo que no. —¿Dio su nombre el caballero? —No. Estoy seguro de que él no dio ninguno. Sir Patrick volvió al informe. —«Durante la cena dijo, en presencia de la patrona y el camarero, que alquilaba las habitaciones para su esposa. Al mismo tiempo, la obligó a ella a decir que él era su marido.» ¿Lo dijeron en tono jocoso, señor Delamayn, el caballero o la dama? —No. Se hizo todo con gran seriedad. —¿Quiere decir que se hizo para que pareciera de verdad y engañar así a la patrona y el camarero? —Sí. Sir Patrick volvió al informe. —«Después se quedó a pasar la noche.» ¿Se quedó en las habitaciones que había reservado para su mujer y él? —Sí. —¿Y qué ocurrió al día siguiente? —Él se fue. ¡Espere un poco! Puso la excusa de que tenía asuntos que atender. —Es decir, ¿que mantuvo el engaño ante la gente de la posada, y dejó allí a la dama en calidad de esposa suya? —Eso es. —¿Volvió a la posada? —No. —¿Cuánto tiempo se quedó allí la dama después de que él se hubiera ido? —Se quedó... bueno, se quedó unos cuantos días. —¿Y el amigo de usted no la ha visto desde entonces? —No. —¿Su amigo y la dama son ingleses o escoceses? —Ingleses ambos. —En la época en que se encontraron en la posada, ¿había llegado alguno de los dos a Escocia del lugar en el que vivían previamente, dentro de un período de menos de veintiún días? Geoffrey vaciló. No había dificultad alguna en responder por Anne. Lady Lundie y su círculo doméstico llevaba en Windygates mucho más de tres semanas antes de la fecha de la fiesta en el jardín. En lo tocante a Arnold, la cuestión debía meditarse. Después de bucear en su memoria buscando detalles de su conversación durante la fiesta en el jardín, Geoffrey recordó cierto comentario por parte de su amigo sobre una función de teatro en Edimburgo, que decidió de inmediato la cuestión. Arnold se había visto demorado en Edimburgo, antes de su llegada a Windygates, por un asunto legal relacionado con su herencia y, al igual que Anne, con certeza llevaba en Escocia, antes de encontrarse con ella en Craig Fernie, más de tres semanas. Así pues, informó a sir Patrick de que tanto el caballero como la dama llevaban en Escocia más de veintiún días, y luego añadió una pregunta por su cuenta: —No quisiera meterle prisa, señor, pero ¿acabará pronto? —Acabaré después de dos preguntas más —respondió sir Patrick—. ¿Debo entender que la dama afirma ser la esposa del amigo de usted, basándose en las circunstancias que acaba de mencionar? Geoffrey respondió afirmativamente. El modo más rápido de obtener la opinión de sir Patrick, en este caso, era diciendo que sí. En otras palabras, fingir que Anne (en el personaje de «la dama») afirmaba estar casada con Arnold (en el personaje de «el amigo»). Tras hacer esta concesión a las circunstancias, Geoffrey fue lo bastante astuto para comprender al mismo tiempo que era de vital importancia atenerse estrictamente a aquella distorsión de la verdad, a fin de lograr su propósito. Era evidente que no podía confiar en la opinión del abogado a menos que la opinión se basara en los hechos tal como ocurrieron en la posada. Hasta entonces, Geoffrey se había atenido a los hechos con gran cuidado y así estaba resuelto a seguir hasta el final, con la única e inevitable excepción que acababa de producirse por fuerza. —¿El caballero y la dama intercambiaron alguna carta? —siguió preguntando sir Patrick. —Ninguna que yo sepa —contestó Geoffrey, volviendo a la verdad. —He terminado, señor Delamayn. —Bien, ¿y cuál es su opinión? —Antes de dar mi opinión, estoy obligado a hacer una declaración personal que no debe usted tomar, hágame el favor, como una declaración oficial. ¿Me pide usted que decida, basándome en los hechos que usted me ha proporcionado, si su amigo está casado o no, de acuerdo con las leyes de Escocia? Geoffrey asintió. —¡Eso es! —dijo con vehemencia. —Mi experiencia, señor Delamayn, me dice que cualquier hombre soltero puede casarse en Escocia con cualquier mujer soltera en cualquier momento y en cualesquiera circunstancias. En resumen, después de treinta años de experiencia como abogado, no sé qué no es un matrimonio en Escocia. —En inglés corriente —dijo Geoffrey—, ¿quiere usted decir que están casados? A pesar de su astucia y de su dominio de sí mismo, los ojos de Geoffrey se iluminaron al decir estas palabras. Y el tono de su voz, aunque demasiado cauto para parecer triunfal, tenía un inconfundible deje de alivio para un oído fino. Ni la expresión ni el tono pasaron desapercibidos a sir Patrick. Al iniciar la conversación, sir Patrick había sospechado lo evidente, es decir, que cuando Geoffrey hablaba de «su amigo», estaba hablando de sí mismo. Pero, como todos los abogados, desconfiaba por lo general de las primeras impresiones, incluida la suya. Su objetivo hasta entonces había sido descubrir la auténtica posición de Geoffrey y sus verdaderos motivos. Con ese fin había tendido la trampa y había atrapado a su pajarillo. Ahora le resultaba del todo evidente, primero, que el hombre que le pedía consejo hablaba con toda probabilidad del caso de otra persona, y segundo, que tenía un interés personal (cuya naturaleza era imposible determinar por el momento) en confirmar que «su amigo» era, inequívocamente, un hombre casado según las leyes de Escocia. Tras haber desentrañado hasta ese punto el secreto que Geoffrey le ocultaba, abandonó la esperanza de hacer nuevas averiguaciones por el momento. El siguiente paso en su investigación era aclarar quién era «la dama» anónima. Y a continuación debía descubrir si «la dama» podía ser identificada como Anne Silvester. Teniendo en cuenta la demora inevitable para llegar a tal conclusión, el único camino que podía seguir sir Patrick (en aquel estado de incertidumbre) era el de establecer claramente lo que decía la ley. De inmediato, abordó la cuestión del matrimonio sin ocultar nada en absoluto, desde el punto de vista legal, al cliente que le consultaba. —No se precipite en sus conclusiones, señor Delamayn —dijo—. Sólo le he hablado de mi experiencia personal en general. Aún no le he dado mi opinión profesional sobre el caso de su amigo. El rostro de Geoffrey volvió a ensombrecerse. Sir Patrick observó puntualmente aquel cambio. —La ley de Escocia —prosiguió— en lo que concierne a los Matrimonios Irregulares es un atropello contra la decencia y el sentido común. Si cree que mis palabras son demasiado fuertes, puedo remitirle a las de una autoridad judicial. Lord Deas sentenció recientemente desde el estrado sobre el matrimonio en Escocia: «El mero consentimiento supone matrimonio. No hay formalidad ni ceremonia, civil o religiosa, no hay aviso, ni antes ni después, no hay cohabitación, ni texto, ni testigos siquiera, que sean esenciales para la constitución del contrato más importante que puede ligar a dos personas». ¡Ésta es la opinión de un juez escocés sobre la ley que administra! Observe que, al mismo tiempo, existen en Escocia numerosas disposiciones legales sobre los contratos que afectan a la venta de casas, tierras, perros y caballos. El único contrato que dejamos sin garantías ni precauciones de ningún tipo es el que une a un hombre y una mujer de por vida. En cuanto a la autoridad de los padres y la inocencia de los hijos, nuestra ley no les reconoce ningún derecho, ni en un caso ni en otro. Una niña de doce años y un muchacho de catorce no tienen más que cruzar la frontera y casarse, sin que la ley escocesa interponga la más leve restricción o retraso, o haga el menor intento de informar a los padres. En cuanto al matrimonio entre hombres y mujeres, ni siquiera se requiere que se demuestre el mero consentimiento que, como acaba usted de oír, sirve para convertirlos en marido y mujer, de manera directa; basta con que se demuestre por inferencia. Y más aún, independientemente de la credibilidad que le suponga la ley, en Escocia, un hombre y una mujer se consideran casados aun sin haber pronunciado su consentimiento, y sin que las partes sepan siquiera que se las considera personas legalmente casadas. ¿Está usted ya suficientemente confundido sobre la ley de Matrimonios Irregulares en Escocia, señor Delamayn? ¿Y he justificado con fundamento las duras palabras que he empleado al intentar describírsela? —¿Quién es esa «autoridad» de la que acaba de hablar? —preguntó Geoffrey—. ¿No podría preguntárselo a él? —Si le preguntara, podría usted descubrir que otras autoridades igualmente expertas y eminentes lo contradicen del modo más rotundo —respondió sir Patrick—. No bromeo, me limito a exponer los hechos. ¿Ha oído hablar de la Comisión Real? —No. —Entonces, escuche. En marzo de 1865, la reina nombró una Comisión para estudiar las leyes matrimoniales en el Reino Unido. El informe de aquella Comisión se publicó en Londres y está a disposición de cualquiera que pague un precio de dos o tres chelines por él. Uno de los resultados del estudio fue el descubrimiento de que las más altas autoridades sostenían opiniones totalmente contrarias sobre una de las principales cuestiones de la ley matrimonial escocesa. Y los miembros de la Comisión, al anunciar este hecho, añadían que aún no se ha dirimido la polémica, ni se ha sometido a una decisión legal. A lo largo de todo el informe se muestran las discrepancias de diversas autoridades. Una niebla de duda e incertidumbre pende en Escocia sobre el contrato más importante de la vida civilizada. Aunque no existiera ninguna otra razón para reformar la ley matrimonial escocesa, ese único hecho bastaría. Una ley matrimonial dudosa es una calamidad nacional. —Pero usted puede decirme qué opina sobre el caso de mi amigo, ¿no? —dijo Geoffrey, insistiendo obstinadamente en su propósito. —Por supuesto. Ahora que le he advertido debidamente sobre el peligro de confiar implícitamente en cualquier opinión individual, puedo darle mi opinión con la conciencia tranquila. Yo digo que en este caso no ha habido matrimonio definitivo. Ha habido pruebas de que posiblemente se haya dado un matrimonio, nada más. La diferencia era demasiado sutil para que el intelecto de Geoffrey pudiera apreciarla. Geoffrey frunció el entrecejo con perplejidad y disgusto. —¡No están casados! —exclamó—. ¿A pesar de que dijeron que eran marido y mujer delante de testigos? —Ése es un error muy corriente —dijo sir Patrick—. Tal como le he dicho, los testigos no son necesarios legalmente para que haya matrimonio en Escocia. Sólo son valiosos, como en este caso, para demostrar en un futuro que existe un matrimonio del que se duda. Geoffrey fijó su atención en las últimas palabras. —Entonces —dijo—, ¿la patrona y el camarero podrían convertirlo en matrimonio? —Sí. Y recuerde que, si decide consultar a uno de mis colegas de profesión, es posible que le diga que ya están casados. Una situación legal que permite demostrar el consentimiento por inferencia deja la puerta abierta a las conjeturas. Su amigo se refiere a cierta dama como esposa. La dama se refiere a su amigo como marido. Pasan la noche en las habitaciones que han reservado como marido y mujer hasta la mañana siguiente. Su amigo se va, sin sacar a nadie de su error. La dama se queda en la posada unos días más, en calidad de esposa suya. Lógicamente, si no legalmente, se infiere que ha habido consentimiento matrimonial. Sin embargo, me atengo a mi opinión anterior. Yo digo que hay sólo pruebas de un posible matrimonio, nada más. Mientras sir Patrick hablaba, Geoffrey meditaba por su cuenta. A fuerza de pensar, había dado con una pregunta decisiva. —¡Mire! —dijo, dejando caer su pesada mano sobre la mesa—. ¡Quiero una opinión clara, señor! Suponga que mi amigo tuviera a otra dama en perspectiva. —¿Sí? —Tal como están las cosas ahora, ¿le aconsejaría usted que se casara con ella? —Tal como están las cosas ahora, ¡desde luego que no! Geoffrey se puso en pie de pronto y dio por terminada la entrevista. —Con eso basta —dijo—, para él y para mí. Después de pronunciar estas palabras, volvió sin más ceremonia a la parte central de la biblioteca. «No sé quién es su amigo —pensó sir Patrick, observándolo—. Pero si su interés en la cuestión del matrimonio es sincero e inofensivo, ¡es que yo sé tanto de la naturaleza humana como un bebé nonato!» Inmediatamente después de dejar a sir Patrick, Geoffrey se encontró con un sirviente que lo buscaba. —Le ruego que me disculpe, señor —empezó a decir el criado—. El mozo de cuadra del hermano de... —¿Sí? ¿El tipo que me ha traído una nota de mi hermano esta mañana? —Aguardan su regreso, señor, y teme que no pueda esperar más. —Venga, le daré la repuesta para que se la entregue. Geoffrey se dirigió al escritorio y volvió a leer la carta de Julius, repasándola rápidamente hasta llegar a la frase final: «Ven mañana para ayudarnos a recibir a la señora Glenarm». Hizo una pausa con la vista clavada en aquella frase, y con la felicidad de tres personas —de Anne, que lo había amado; de Arnold, que le había servido como amigo; de Blanche, que ningún mal le había hecho— a merced de la decisión que guiara sus movimientos. Después de lo que se habían dicho por la mañana Arnold y Blanche, si se quedaba en casa de lady Lundie no tendría otra opción que cumplir su promesa a Anne. Si regresaba a casa de su hermano, no tenía otra opción que abandonar a Anne con el infame pretexto de que era la mujer de Arnold. De pronto arrojó la carta sobre la mesa y cogió una hoja de papel en blanco. «¡Aquí va la apuesta por la señora Glenarm!», se dijo, y respondió a su hermano con una sola frase: «Querido Julius, espérame mañana. G. D.». El imperturbable criado se quedó a un lado mientras él escribía, contemplando su magnífico y amplio pecho, pensando en el extraordinario «aguante» que albergaba para los últimos y terribles mil seiscientos metros de la carrera que se iba a celebrar. —¡Ahí tienes! —dijo Geoffrey, y tendió la nota al criado. —¿Todo va bien, Geoffrey? —preguntó una voz cordial a su espalda. Geoffrey se dio la vuelta y vio a Arnold, que estaba impaciente por conocer el resultado de su conversación con sir Patrick. —Sí —respondió—. Todo va bien12. Capítulo XXII Asustado Arnold se sorprendió un poco por la seca respuesta de Geoffrey. —¿Te ha dicho sir Patrick algo desagradable? —preguntó. —Sir Patrick ha dicho justamente lo que yo quería que dijera. —¿No hay ningún problema con el matrimonio? —Ninguno. —No debo temer que Blanche... —No te pedirá que vayas a Craig Fernie, ¡te doy mi palabra! —Esto lo dijo recalcando cada palabra. Luego recogió la carta de su hermano de la mesa, cogió su sombrero y se fue. En el jardín, sus amigos lo llamaron. Él pasó por su lado rápidamente sin responderles ni mirarlos siquiera por encima del hombro. Al llegar a la rosaleda, se detuvo y sacó su pipa, luego cambió de opinión súbitamente y volvió por otro sendero. No podía tener la seguridad, a aquella hora del día, de que lo dejaran en paz en la rosaleda. Sentía una necesidad voraz de estar solo; tenía la impresión de que sería capaz de matar a cualquiera que se le acercara y le hablara en aquel momento. Cabizbajo y ceñudo, siguió el sendero para ver dónde terminaba. Terminaba en un portillo que daba a un huerto. Allí no le interrumpirían; no había nada en el huerto que pudiera atraer a las visitas. Se acercó a un castaño plantado en mitad del recinto con un banco de madera y una ancha franja de hierba alrededor. Echó primero un vistazo a un lado y a otro, y luego se sentó y encendió su pipa. —¡Ojalá hubiera acabado ya! —dijo. Con los codos apoyados en las rodillas, siguió fumando y pensando. El nerviosismo que se había apoderado de él no tardó en obligarlo a ponerse de nuevo en pie. Se levantó y dio vueltas y más vueltas a la franja de hierba que rodeaba el castaño, como una fiera enjaulada. ¿Qué significaba aquella perturbación interior? Una vez decidido a traicionar al amigo que confiaba en él y le había ayudado, ¿le atormentaban acaso los remordimientos? Sentía tantos remordimientos como tú, lector, al pasar la vista sobre esta frase. Sencillamente le carcomía la impaciencia por verse felizmente encarrilado hacia su objetivo. ¿Por qué habría de sentir remordimientos? Todo remordimiento surge —más o menos directamente— de la acción de dos sentimientos, ninguno de los cuales es innato en el hombre natural. El primero es efecto del respeto que aprendemos a sentir por nosotros mismos. El segundo es efecto del respeto que aprendemos a sentir por los demás. En su más alta manifestación, estos dos sentimientos se elevan hasta que el primero se convierte en amor a Dios y el segundo en amor al Prójimo. Te he lastimado y me arrepiento de haberlo hecho. ¿Por qué habría de arrepentirme, si con ello he conseguido algo para mí mismo, y tú no puedes conseguir que me arrepienta, lastimándome a mí? Me arrepiento porque se me ha inculcado el sentido del pecado contra mí mismo y contra los demás. Tal sentido no se cuenta entre los instintos del hombre natural. Y a Geoffrey Delamayn no le perturbaban tales sentimientos, pues Geoffrey Delamayn era un hombre natural. Al cobrar vida en su cabeza aquel plan, la novedad lo había asustado; aquella audaz temeridad, súbitamente revelada, lo había intimidado. Los signos de emoción que había dejado traslucir en el escritorio, dentro de la biblioteca, eran meros indicios de una perturbación mental y de nada más. Pasada esa primera y vivida impresión, se había familiarizado con la idea. Había recobrado la serenidad al punto de ver las dificultades que conllevaba y las consecuencias que podía tener. Por ellas había sentido una inquietud pasajera, pues las percibía con claridad. En cuanto a la crueldad y la traición de lo que planeaba hacer, tal pensamiento no había cruzado jamás los límites de su mentalidad. Su actitud hacia el hombre cuya vida había salvado era la de un perro. El «noble animal» que te salva de ahogarte, se te tira al cuello diez minutos después, dadas ciertas condiciones. Añade al instinto irracional del perro, la astucia calculadora de un hombre; imagínate en situación de decir de una cosa insignificante: «¡Qué curioso! En tal momento, recogí por casualidad tal objeto, ¡y ahora resulta que me es útil!», y tendrás el índice de los sentimientos de Geoffrey respecto a su amigo cuando recordaba el pasado o contemplaba el futuro. Al hablar en el momento crítico, Arnold le había irritado profundamente y eso era todo. La misma insensibilidad imperturbable —la misma condición natural del ser moral— le impedía sentir la más mínima piedad por Anne. «¡Me he librado de ella!», fue su primer pensamiento. «Tiene el porvenir solucionado sin que me cueste ningún trabajo», fue el segundo. Anne no le preocupaba en absoluto. No tenía la menor duda de que, en cuanto se diera cuenta de su situación, cuando se viera ante la disyuntiva de enfrentarse a su ruina o reclamar a Arnold como último recurso, reclamaría a Arnold. Lo haría con naturalidad, porque él lo habría hecho en su lugar. Pero quería que se acabara todo. Mientras paseaba una y otra vez alrededor del castaño, ansiaba con locura acelerar la crisis y acabar de una vez. Que me den mi libertad para cortejar a la otra mujer y entrenarme para la carrera, eso es lo que quiero. ¿Que ellos son los agraviados? ¡Al diablo con los dos! Son ellos los que me han agraviado. ¡Son mis peores enemigos! Me estorban. ¿Cómo librarse de ellos? Ahí estaba el problema. Había decidido librarse de los dos aquel mismo día. ¿Cómo empezar? No sería conveniente empezar por Arnold, buscando la forma de reñir con él. Dada la situación de Arnold respecto a Blanche, si adoptaba ese proceder, daría pie a un escándalo inmediato, lo que estorbaría su propósito de impresionar favorablemente a la señora Glenarm. La mujer —sola y sin amigos, con las desventajas de su sexo y su situación, si intentaba armar un escándalo—, tenía que empezar por la mujer. Tenía que zanjar inmediatamente y de una vez por todas su relación con Anne y dejar que Arnold se enterara y se enfrentara con el problema tarde o temprano. ¿Cómo iba a comunicárselo a Anne antes de que terminara el día? ¿Debía ir a la posada y llamarla abiertamente, en su propia cara, señora de Arnold Brinkworth? ¡No! Ya había tenido suficientes encuentros cara a cara en Windygates. Lo más fácil sería escribirle una carta y enviársela con el primer mensajero que encontrara. Tal vez ella se presentara entonces en Windygates; tal vez lo siguiera hasta la residencia de su hermano; tal vez hablara con su padre. Lo mismo daba: ahora era él quien llevaba la voz cantante. «Eres una mujer casada.» ¡Era la única respuesta con la fuerza suficiente para respaldarle cuando lo negara todo! Geoffrey redactó la carta mentalmente. «Algo así servirá —pensó, sin dejar de dar vueltas en torno al castaño—. Puede que te sorprenda no haberme visto. Tú eres la única culpable. Sé lo que ocurrió entre él y tú en la posada. He consultado con un abogado. Eres la mujer de Arnold Brinkworth. Te doy la enhorabuena y me despido de ti para siempre.» Sólo tenía que dirigir la carta a la «señora de Arnold Brinkworth», dar instrucciones al mensajero para que la entregara por la noche sin esperar respuesta, partir a primera hora del día siguiente hacia la residencia de su hermano y, ¡he aquí que ya había terminado todo! Pero incluso entonces seguía existiendo un obstáculo, un último y exasperante obstáculo. Si en la posada la conocían por algún nombre, sería el de señora Silvester. Una carta dirigida a «la señora de Arnold Brinkworth» seguramente no sería aceptada en la puerta. O si la aceptaban y llegaban a ofrecérsela, podría negarse a recibirla, puesto que no iba a su nombre. Un hombre de mayores recursos intelectuales habría comprendido que el nombre escrito en el exterior de la carta importa poco o nada, mientras el contenido lo leyera la persona a la que iba dirigida. Pero la mente de Geoffrey era de las que expresan su agitación dando importancia a menudencias. Otorgaba una absurda importancia al hecho de mantener una coherencia absoluta entre el exterior y el interior de la carta. Si afirmaba que Anne era la mujer de Arnold Brinkworth, tenía que dirigirse a ella como tal; de lo contrario, ¡quién sabía lo que podría decir la ley, o en qué lío podía meterse por un mero rasgueo de pluma! Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de su propia brillantez, y tanto más se sulfuraba y enfurecía. Hay soluciones para todo. Sin duda tenía que haber una para su problema, sólo que no conseguía verla. No lo logró. Después de salvar obstáculos mayores, el más pequeño resultó demasiado para él. Se le ocurrió que tal vez llevaba demasiado tiempo cavilando sobre lo mismo, teniendo en cuenta que no estaba acostumbrado a pensar tanto sobre ningún asunto. Además, empezaba a estar mareado de tanto darle vueltas al castaño como un autómata. Volvió la espalda al árbol con irritación y se adentró por otro sendero, resuelto a pensar en otra cosa y replantearse luego el problema desde una nueva perspectiva. Al dejar que sus pensamientos vagaran libremente, sus pensamientos se decantaron de manera natural por el asunto que ocupaba el segundo lugar en importancia: la Carrera Pedestre. Tenía que disponerlo todo para una semana después. Bien, lo primero era el entrenamiento. Decidió contratar a dos entrenadores para aquella carrera. Uno que se trasladaría a Escocia para empezar a trabajar con él en la finca de su hermano. El otro para hacerse cargo de él, con nuevas ideas, cuando regresara a Londres. Geoffrey repasó mentalmente las virtudes del temible rival con el que iba a disputar la carrera. El otro era más rápido. Las apuestas a favor de Geoffrey se basaban en la distancia que debían correr y en su prodigiosa capacidad de resistencia. ¿Cuánto tiempo tenía que «aguantar el ritmo» del rival? ¿Cuándo convendría más que lo «atrapara»? ¿A qué distancia del final podría evaluar mejor el cansancio del rival para «poner la directa» y adelantarlo? Se trataba de cuestiones peliagudas. Sería necesario pedir ayuda a un consejo privado sobre carreras pedestres para que asumiera tan pesada responsabilidad. ¿En qué hombres podía confiar? Podía confiar en A y en B, expertos ambos y también incondicionales suyos. ¿Interrogante sobre C? Como experto, incuestionable; como hombre, dudoso. El problema de C lo llevó a un punto muerto, e incluso entonces se resistió a una solución. ¡No importaba! Siempre podía pedir consejo a A y B. Mientras tanto, podía mandar a C al infierno, y hecho esto, pensar en otra cosa. ¿Qué otra? ¿La señora Glenarm? ¡Oh, preocuparse por las mujeres! Todas son iguales. Todas corren como patos y todas se llenan el estómago antes de comer con ese asqueroso té. Esa es la única diferencia entre hombres y mujeres; en el resto, no son más que una mala imitación de Nosotros. Al infierno con las mujeres, y hecho esto, pensar en otra cosa. ¿En qué? Esta vez, en algo que valía la pena: en llenar otra pipa de tabaco. Sacó la petaca y de pronto interrumpió su acción en el momento de abrirla. ¿Qué era el objeto que veía al otro lado de una hilera de perales enanos, un poco más allá, a la derecha? Una mujer —sin duda una criada, a juzgar por su ropa— que estaba agachada de espaldas a él, recogiendo algo; parecían hierbas, por lo que podía discernir a aquella distancia. ¿Qué era aquello que colgaba de una cuerda a uno de sus costados? ¿Una pizarra? Sí. ¿Para qué demonios quería la pizarra? Geoffrey buscaba alguna cosa que lo distrajera de sus meditaciones y por fin lo había encontrado. «Cualquier cosa me servirá —pensó—. ¿Y si le "guaseo" un poco con lo de la pizarra?» —¡Hola! —gritó a la mujer a través de los perales. La mujer se levantó y avanzó hacia él despacio, mirándolo con los ojos hundidos, el rostro afligido y la calma pétrea de Hester Dethridge. Geoffrey vaciló. No contaba con intercambiar las más burdas vulgaridades del habla humana (lo que en argot llamaban «guasear») con semejante mujer. —¿Para qué es la pizarra? —preguntó, por empezar de alguna manera, no sabiendo qué otra cosa decir. La mujer se llevó la mano a los labios, los tocó y movió la cabeza. —¿Muda? La mujer asintió. —¿Quién eres? La mujer escribió en la pizarra y se la enseñó por encima de los perales enanos. Geoffrey leyó: «Soy la cocinera». —Bien, cocinera. ¿Naciste muda? La mujer negó con la cabeza. —¿Cómo te quedaste muda? La mujer escribió en la pizarra: «Un golpe». —¿Quién dio el golpe? Ella movió la cabeza otra vez. —¿No quieres decírmelo? Volvió a mover la cabeza. Los ojos de la cocinera se posaron en el rostro de Geoffrey mientras él la interrogaba, examinándolo con ojos tan fríos, apagados e inmóviles como los de un cadáver. Pese a tener los nervios bien templados —lerdo como habitualmente era para cuanto tuviese forma de impresión imaginativa—, los ojos de la cocinera muda lo traspasaron lentamente con un escalofrío furtivo que le recorrió la médula y le estremeció hasta las raíces del cabello. Sintió el impulso súbito de alejarse de la mujer. Era muy sencillo, sólo tenía que darle los buenos días y seguir adelante. Dijo buenos días, sí, pero no se movió de allí. Se metió la mano en el bolsillo y le ofreció algo de dinero para ver si así se iba. La mujer extendió la mano sobre los perales para recogerlo y se detuvo de pronto, con el brazo suspendido en el aire. Un cambio siniestro se produjo en la serenidad mortuoria de su rostro. Sus labios cerrados se abrieron poco a poco. Sus ojos apagados se dilataron lentamente, se apartaron de los ojos de Geoffrey, mirando de soslayo; se detuvieron de nuevo y se fijaron, rígidos y brillantes, por encima del hombro de Geoffrey, como si contemplaran alguna espantosa visión detrás de él. —¿Qué demonios estás mirando? —preguntó Geoffrey, y se dio la vuelta rápidamente, sobresaltado. No había nadie ni cosa alguna. Se volvió de nuevo hacia la mujer. La cocinera se había marchado, impulsada por un pánico repentino. Se alejaba de él —corriendo pese a su edad—, huía de él como de la peste. «¡Está loca!», pensó Geoffrey, y se marchó en dirección opuesta. Sin saber muy bien cómo, se encontró una vez más bajo el castaño. Al cabo de unos minutos escasos había recobrado sus nervios de acero y se reía al recordar la extraña impresión recibida. «Asustado por primera vez en mi vida —pensó—, ¡y de una vieja! ¡Ya va siendo hora de que vuelva a entrenarme, si tengo que llegar a esto!» La mujer muda con el rostro pétreo y los ojos horrendos reapareció en sus pensamientos, impidiéndole tomar su decisión. ¡Bah! Una vieja criada loca que quizá había sido cocinera en otros tiempos, y a la que se mantenía en su puesto por caridad. Nada más que eso. ¡Basta de pensar en ella! ¡Basta de pensar en ella! Geoffrey se tumbó sobre la hierba y se centró en la cuestión más grave. ¿Cómo enviar una carta a Anne dirigiéndola a la «señora de Arnold Brinkworth» y cómo asegurarse de que la recibiría? La vieja muda volvió a entrometerse. Geoffrey cerró los ojos con impaciencia e intentó expulsarla a una oscuridad de creación propia. La mujer asomó a través de la oscuridad. Geoffrey la vio como si acabara de hacerle una pregunta, escribiendo en su pizarra, pero no pudo distinguir lo que escribía. Todo terminó en un instante. Se levantó asombrado de sí mismo y, en aquel mismo momento, su cerebro se iluminó con la súbita claridad de un relámpago. Vio la solución, sin esfuerzo consciente por su parte, al problema que antes le atormentaba. Dos sobres, claro está: uno dentro, sin sello y dirigido a la «señora de Arnold Brinkworth»; otro fuera, sellado y dirigido a la «señora Silvester». ¡Problema solucionado! Sin duda el problema más simple que había desconcertado jamás a una estúpida cabeza. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Imposible saberlo. ¿Cómo se le había ocurrido al fin? La vieja muda volvió a asomarse a sus pensamientos como si la respuesta a la pregunta estuviera relacionada con ella. Geoffrey se alarmó por primera vez en su vida. ¿Tenía algo que ver aquella impresión pertinaz, producida tan sólo por una vieja loca, con la salud destrozada de la que había hablado el cirujano? ¿Sufría algún trastorno? ¿O había fumado demasiado con el estómago vacío y había pasado demasiado tiempo (después de viajar toda la noche) sin su acostumbrada cerveza? Salió del jardín para poner a prueba esta última teoría. Las apuestas habrían ido todas en su contra si el público lo hubiera visto en aquel momento. Tenía un aspecto demacrado y ensombrecido por la preocupación, y con buenos motivos para ello. De pronto su sistema nervioso había reclamado su atención sin una introducción previa, y le gritaba (en una lengua desconocida): «¡Aquí estoy!». Al regresar a la zona puramente ornamental del jardín, Geoffrey encontró a uno de los lacayos dando un mensaje a uno de los jardineros. Al punto solicitó ver al mayordomo, como única autoridad apropiada a la que podía consultar en aquella emergencia. Lo acompañaron a la recocina, y allí Geoffrey pidió al mayordomo que le sirviera una jarra de su cerveza más añeja, con el alimento sólido más indicado en forma de «trozo de pan con queso». El mayordomo dio un respingo. Como ejemplo de condescendencia entre las clases altas, aquello era completamente nuevo para él. —El almuerzo estará listo en seguida, señor. —¿Qué hay para almorzar? El mayordomo enumeró una apetitosa lista de buenos platos y vinos raros. —¡Que el diablo se lleve todas esas exquisiteces! —exclamó Geoffrey—. Quiero mi vieja cerveza y mi pedazo de pan con queso. —¿Dónde quiere que se lo sirvan, señor? —¡Aquí, desde luego! Y cuanto antes mejor. El mayordomo dio las órdenes pertinentes con la celeridad requerida. Sirvió el sencillo refrigerio a su distinguido invitado en un estado de perplejidad absoluta. ¡Ante sí tenía al hijo de un noble, y celebridad pública, además, engullendo pan con queso y cerveza, con la mayor voracidad y sencillez, y en su mesa! El mayordomo se aventuró a manifestar una pequeña y halagadora familiaridad. Sonrió y tocó la libreta de apuestas que llevaba en el bolsillo del pecho. —He apostado seis libras por usted, señor, en la carrera. —¡Estupendo, viejo! ¡Ganará su buen dinero! Tras estas nobles palabras, el honorable caballero le dio una palmada en la espalda y le tendió el vaso para que le sirviera más cerveza. El mayordomo se sintió más inglés que nunca mientras llenaba el vaso rebosante de espuma. ¡Ah! ¡Que las naciones extranjeras tengan sus revoluciones! ¡Que caigan los aristócratas extranjeros! ¡La aristocracia británica vive en el corazón del pueblo, y ahí vivirá para siempre! —¡Otro! —dijo Geoffrey alargando el vaso vacío—. ¡Aquí está la suerte! —Apuró la cerveza de un trago, saludó al mayordomo asintiendo y se fue. ¿Había tenido éxito el experimento? ¿Había demostrado que era cierta su teoría? No le cabía duda. Un estómago vacío y el tabaco que se le había subido a la cabeza: ésas eran las verdaderas causas del extraño estado en que se había sumido su cerebro en el huerto. La mujer muda con el rostro pétreo se desvaneció como perdida entre la bruma. Ahora Geoffrey no sentía nada más que un cómodo zumbido en la cabeza, un agradable calor en todo el cuerpo y una capacidad ilimitada para cargar con cualquier responsabilidad que pudiera recaer sobre hombros mortales. Volvía a ser él mismo. Rodeó la casa y se dirigió a la biblioteca, dispuesto a escribir la carta a Anne y acabar así de una vez con ella. El grupo de invitados se había reunido allí esperando que sonara la campanilla del almuerzo. Todos charlaban por pasar el rato y lo más seguro era que algunos se le pegaran, si asomaba la cabeza. Geoffrey dio media vuelta sin asomarse. La única forma de escribir en paz y tranquilidad sería esperar a que todos se fueran a comer y volver entonces a la biblioteca. Eso también le daría ocasión de encontrar a un mensajero que llevara la carta, sin llamar la atención, y de marcharse después inadvertidamente a dar un largo paseo a solas. Una ausencia de dos o tres horas bastaría para engañar a Arnold, pues sin duda interpretaría que había ido a entrevistarse con Anne. Geoffrey paseó sin rumbo fijo por los jardines, alejándose cada vez más de la casa. Capítulo XXIII ¡Hecho! La charla en la biblioteca —ociosa y vacía de contenido en su mayor parte— tenía su propósito en una esquina de la estancia en la que estaban sentados sir Patrick y Blanche. —¡Tío! Le estoy observando desde hace unos minutos. —A mi edad, Blanche, eso es un cumplido muy agradable. —¿Sabe lo que he visto? —Has visto a un anciano caballero que necesita almorzar. —He visto a un anciano caballero que medita alguna cosa. ¿Qué es? —La gota reprimida, querida mía. —¡Eso no vale! No permitiré que me dé largas. Tío, quiero saber... —¡Alto ahí, Blanche! Una señorita que dice que «quiere saber» expresa sentimientos muy peligrosos. Eva «quiso saber» y fíjate a lo que condujo. Fausto «quiso saber» e inevitablemente se enredó con malas compañías. —Está preocupado por algo —insistió Blanche—. Y lo que es más, sir Patrick, ¡hace un rato se comportó de un modo totalmente injustificable! —¿Cuándo? —Cuando se ocultó con el señor Delamayn en aquel rincón. Le he visto llevarse allí al señor Delamayn mientras yo trabajaba en las odiosas invitaciones de lady Lundie. —¿Ah? ¿A eso le llamas tú trabajar? Me pregunto si ha existido alguna mujer que haya podido concentrar toda su atención en una sola cosa. —¡Olvídese de las mujeres! ¿Qué tema de conversación podían tener en común el señor Delamayn y usted? ¿Y por qué veo que tiene el entrecejo arrugado desde que ha hablado con él? Desde luego no estaba así antes de sostener esa entrevista privada. Antes de responder, sir Patrick meditó la posibilidad de confiarse a Blanche. El intento de identificar a la «dama» sin nombre, lo que estaba resuelto a hacer, lo llevaría hasta Craig Fernie y terminaría indudablemente por obligarle a hablar con Anne. Su íntima amistad con Blanche podía serle útil, qué duda cabía, en tales circunstancias, y la discreción de Blanche estaba garantizada en todo lo que afectara a la señorita Silvester. Por otro lado, la cautela era absolutamente necesaria, dado que su información era imperfecta e incompleta, y la cautela venció la partida disputada mentalmente. Sir Patrick decidió esperar y ver primero qué podía averiguar en la posada. —El señor Delamayn me ha consultado sobre un árido aspecto de la ley por el que tenía interés un amigo suyo —dijo sir Patrick—. Has malgastado tu curiosidad, querida, en un asunto que no merece en absoluto la atención de una dama. Blanche era demasiado observadora para dejarse engañar tan fácilmente. —¿Por qué no me dice mejor que no quiere contármelo? —replicó—. ¡Que se ha encerrado aparte con el señor Delamayn para hablar de leyes! ¡Y luego aparece con aire distraído y preocupado! Soy una muchacha muy desgraciada —dijo, después de un pequeño y amargo suspiro—. Hay algo en mí que parece repeler a las personas a las que quiero. No he podido obtener ni una sola confidencia de Anne y no puedo obtener ni una sola confidencia de usted. ¡Y tengo tantas ganas de comprenderlos a todos! Es muy duro. Creo que se lo pediré a Arnold. Sir Patrick cogió la mano de su sobrina. —Espera un minuto, Blanche. ¿De la señorita Silvester, dices? ¿Has tenido noticias de ella hoy? —No. No tengo palabras para expresar lo triste que me siento por ella. —Supón que alguien fuera a Craig Fernie e intentara descubrir la causa del silencio de la señorita Silvester. ¿Creerías entonces que alguien te comprende a ti? —¡Oh! —exclamó ella—. ¿Quiere decir que lo hará usted? —Sin duda soy la última persona que debería hacerlo, teniendo en cuenta que el otro día fuiste a la posada, desobedeciendo mis órdenes, y que te perdoné sólo porque prometiste enmendarte. Sería un proceder lamentablemente débil por parte «del cabeza de familia» que diera la espalda a sus principios porque resulta que su sobrina está triste y preocupada. Sin embargo (si me prestas tu pequeño carruaje), tal vez podría ir a Craig Fernie yo solo y a desgana, y tal vez podría tropezar con la señorita Silvester. Si tienes algo que decirle... —¿Algo que decirle? —repitió Blanche. Rodeó el cuello de su tío con el brazo y le susurró al oído uno de los mensajes más interminables que un ser humano ha enviado a otro. Sir Patrick escuchó con un interés creciente por la indagación que pensaba realizar secretamente. «Esa mujer ha de tener por fuerza nobles cualidades —pensó— para inspirar tamaña devoción.» Mientras Blanche susurraba el mensaje a su tío, en el vestíbulo se producía una segunda conversación privada —de tipo puramente doméstico— entre lady Lundie y el mayordomo, ante la puerta de la biblioteca. —Lamento tener que informarle, milady, que Hester Dethridge ha vuelto a las andadas. —¿Qué quiere decir? —Estaba bien, milady, cuando ha ido al huerto hace un rato, pero desde que ha vuelto se ha puesto rara otra vez. Quiere el resto del día libre, milady. Dice que está agotada de trabajar con tantos invitados en la casa, y lo cierto es que parece una persona atormentada y extenuada, tanto de cuerpo como de espíritu. —No diga tonterías, Roberts. Esa mujer es obstinada, perezosa e insolente. Como ya sabe, se le ha avisado de que tiene un mes para abandonar la casa. Si decide no cumplir con su deber durante ese mes, no le daré referencias. ¿Quién va a hacer la comida hoy si le doy permiso a Hester Dethridge para marcharse? —En cualquier caso, milady, me temo que la pinche tendrá que esmerarse hoy. Hester es muy terca cuando le da uno de sus arrebatos, como bien sabe su señoría. —Si Hester Dethridge deja que la pinche haga la comida, Roberts, Hester Dethridge tendrá que abandonar mi servicio hoy mismo. No quiero oír una sola palabra más. Si persiste en desafiar mis órdenes, dígale que lleve su libro de cuentas a la biblioteca mientras estamos comiendo, y que lo deje sobre mi escritorio. Volveré a la biblioteca después del almuerzo, y si veo allí el libro de cuentas, sabré lo que significa. En ese caso, recibirá usted instrucciones mías para que arregle cuentas con ella y la despida. Toque la campanilla para comer. La campanilla sonó. Los huéspedes de la casa se dirigieron al comedor; sir Patrick salió del extremo más alejado de la biblioteca con Blanche del brazo. Al llegar a la puerta del comedor, Blanche se detuvo y pidió a su tío que la disculpara y entrara solo. —Ahora mismo vuelvo —dijo—. He olvidado una cosa arriba. Sir Patrick entró en el comedor. La puerta del comedor se cerró y Blanche volvió sola a la biblioteca. En los últimos tres días, con una excusa u otra, había cumplido fielmente la palabra dada en Craig Fernie de esperar diez minutos en la biblioteca a la hora del almuerzo, por si se presentaba Anne. En esta cuarta ocasión, la leal joven se sentó sola en la gran estancia y esperó con los ojos clavados en el jardín. Transcurrieron cinco minutos y no apareció por allí ningún ser viviente, salvo los pájaros que daban saltitos sobre la hierba. Al cabo de menos de un minuto, el agudo oído de Blanche captó el débil frufrú del vestido de una mujer caminando por la hierba. Corrió a la ventana más próxima, miró y juntó las manos con una exclamación de deleite. ¡Allí estaba la figura que tan bien conocía, acercándose rápidamente a ella! Anne era fiel a su amistad. ¡Finalmente Anne había cumplido con su palabra! Blanche salió a toda prisa y la condujo al interior de la biblioteca con aire triunfal. —¡Esto lo compensa todo, querida! Has respondido a mi carta de la mejor manera posible: viniendo en persona, querida. Sentó a Anne en una butaca, le alzó el velo y la vio claramente a la brillante luz del mediodía. El cambio operado en la mujer era ni más ni menos que horrible a los ojos amorosos que la observaban. Parecía mucho más vieja de lo que era en realidad. Había una serenidad apagada en su rostro, una parálisis y un aturdimiento que la reducían a una sumisión absoluta que daba lástima ver. Tres días con sus tres noches de soledad y dolor, tres días con sus noches de ansiosa incertidumbre no compartida, habían aplastado aquella naturaleza sensible, habían helado aquel afectuoso corazón. El espíritu que la animaba había desaparecido; sólo vivía y se movía el caparazón, una pantomima de la mujer que había sido. —¡Oh, Anne! ¡Anne! ¿Qué te ha ocurrido? ¿Estás asustada? No debes temer que nadie nos moleste. Están todos almorzando, y los criados preparan la cena. Tenemos la biblioteca para nosotras solas. ¡Cariño mío! ¡Te veo tan débil y extraña! Deja que vaya a buscarte alguna cosa. Anne acercó la cabeza de Blanche a la suya y la besó. Lo hizo lentamente, sin calor, sin decir una sola palabra, derramar una sola lágrima o emitir un suspiro. —Estás cansada. Seguro que estás cansada. ¿Has venido caminando hasta aquí? No debes volver a pie. ¡Ya lo arreglaré yo! Anne se animó al oír estas palabras. Empezó a hablar en un tono más bajo de lo que era normal en ella, y también más triste, pero el encanto de su voz, su belleza y su bondad sincera parecían haber sobrevivido al naufragio de todo lo demás. —No voy a volver, Blanche. He dejado la posada. —¿Has dejado la posada? ¿Con tu marido? Anne respondió a la primera pregunta, pero no a la segunda. —No puedo volver —dijo—. La posada no es lugar para mí. Una maldición parece perseguirme, Blanche, allá donde vaya. Soy motivo de aflicción y disputa, sin pretenderlo, bien lo sabe Dios. El viejo que hace de camarero en la posada ha sido bueno conmigo, cariño, a su manera, y la patrona y él se pelearon por mi causa. Fue una pelea violenta, horrible. Como resultado, él ha dejado su empleo. La mujer, la patrona, me echa toda la culpa a mí. Es una mujer dura y ha sido más dura que nunca desde que Bishopriggs se fue. He perdido una carta en la posada; debí tirarla al suelo, supongo, y olvidarla después. Sólo sé que me acordé de ella anoche y no pude encontrarla. Se lo dije a la patrona y ella inició una pelea antes casi de que las palabras surgieran de mi boca. Me preguntó si la acusaba de robarme la carta. Me dijo cosas que no puedo repetir. No me encuentro muy bien y no soy capaz de enfrentarme con personas de esa clase. Pensé que lo mejor sería irme de Craig Fernie esta mañana. Espero de todo corazón no volver a ver Craig Fernie nunca más. Anne contó su pequeña historia con una falta total de emoción y recostó cansinamente la cabeza en la butaca al terminar. Los ojos de Blanche se llenaron de lágrimas al verla. —No voy a atormentarte haciéndote preguntas, Anne —dijo con suavidad—. Ven arriba, descansa en mi habitación. No estás en condiciones de viajar, querida. Yo me encargaré de que no se acerque nadie. El reloj de Windygates dio las dos menos cuarto. Anne se incorporó en la butaca con un respingo. —¿Qué hora es? —preguntó. Blanche se lo dijo. —No puedo quedarme —dijo Anne—. He venido aquí para descubrir una cosa, si puedo. No me hagas preguntas. ¡Por favor, Blanche, no lo hagas! ¡Por los viejos tiempos! Blanche volvió el rostro con el corazón acongojado. —No haré nada, cariño mío, que pueda molestarte —dijo, y cogió la mano de Anne y ocultó las lágrimas que empezaban a rodar por sus mejillas. —Quiero saber una cosa, Blanche. ¿Me la dirás tú? —Sí. ¿De qué se trata? —¿Quiénes son los caballeros que están en la casa? Blanche se volvió de nuevo para mirarla con súbito asombro y alarmada. Se apoderó de ella un vago temor a que Anne hubiera perdido el juicio por culpa de la pesada carga que soportaba. Anne insistió en obtener respuesta a su extraña pregunta. —Dime sus nombres, Blanche. Tengo motivos para querer saber quiénes son los caballeros que hay en la casa. Blanche repitió los nombres de los invitados de lady Lundie, dejando para el final los que habían llegado en último lugar. —Dos más han vuelto esta mañana —prosiguió-: Arnold Brinkworth y ese odioso amigo suyo, el señor Delamayn. La cabeza de Anne se desplomó de nuevo sobre la butaca. Sin despertar sospechas sobre la verdad, había averiguado lo único que quería saber y el motivo de su presencia en Windygates. Él había regresado a Escocia; acababa de llegar de Londres aquella misma mañana. Apenas había tenido tiempo para comunicarse con Craig Fernie antes de que ella dejara la posada y, además, ¡detestaba escribir cartas! Las circunstancias estaban totalmente a su favor; verdaderamente, realmente no había razón, por el momento, para creer que la hubiera abandonado. El corazón de la desdichada mujer le dio un vuelco en el pecho al recibir el primer rayo de esperanza que le daba calor en los cuatro últimos días. Con aquella repentina conmoción de las emociones, su debilitado cuerpo tembló de pies a cabeza. Su rostro enrojeció unos instantes y luego volvió a adquirir una palidez cadavérica. Blanche la observaba con gran inquietud y vio la urgente necesidad de darle algún reconstituyente de inmediato. —Voy a buscarte un poco de vino. Vas a desmayarte, Anne, si no tomas nada. Volveré en seguida y me las apañaré para que no se entere nadie. Empujó la butaca de Anne hacia la ventana abierta más cercana, una ventana del extremo más alejado de la biblioteca, y salió corriendo. Apenas había salido de la habitación por la puerta del vestíbulo, cuando entró Geoffrey por uno de los ventanales que daban al jardín. Con el pensamiento absorto en la carta que iba a escribir, se dirigió lentamente a la mesa más cercana. Anne se sobresaltó al oír ruido de pasos y volvió la cabeza. Recobró en el acto sus escasas fuerzas con el súbito alivio de ver a Geoffrey de nuevo. Se levantó y avanzó hacia él con vehemencia y un leve asomo de color en las mejillas. Geoffrey alzó la vista. Los dos se encontraron cara a cara, a solas. —¡Geoffrey! Él la miró sin responder, sin dar un solo paso. En sus ojos había un brillo de maldad; el suyo era un silencio animal que amenazaba sin hablar. Había decidido no volver a verla nunca más y ella lo había arrapado, forzándole a un encuentro. Había decidido mandarle una carta, y allí estaba ella, obligándole a hablar. La suma de sus agravios estaba completa. De haber existido alguna vez la más mínima esperanza de que Anne despertara siquiera una compasión fugaz en el corazón de Geoffrey, tal esperanza habría quedado aniquilada en aquel momento. Anne no acertaba a comprender el significado de aquel silencio. Se disculpó, pobre criatura, por atreverse a volver a Windygates; se disculpó ante el hombre cuyo propósito en aquellos instantes era el de dejarla desamparada en el mundo. —Perdóname por venir aquí, por favor —dijo—. No he hecho nada que pueda comprometerte, Geoffrey. Sólo Blanche sabe que estoy en Windygates. Y he conseguido información sobre ti sin que sospechara nuestro secreto. —Se interrumpió y empezó a temblar. Vio en el rostro de Geoffrey algo que no había visto al principio—. Recibí tu carta —prosiguió, armándose del poco valor que iba perdiendo—. No me quejo de su brevedad; ya sé que no te gusta escribir cartas. Pero prometías volver a escribirme, y no lo has hecho. ¡Y, oh, Geoffrey, me sentía tan sola en la posada! Se interrumpió otra vez y se sostuvo apoyando la mano en la mesa. La debilidad volvía a hacer mella. Intentó continuar. Fue inútil; sólo pudo mirarlo. —¿Qué quieres? —preguntó él, con el tono de un hombre que hiciera una pregunta sin importancia a una completa desconocida. Un último destello de su antigua energía iluminó fugazmente el rostro de Anne, como una llama a punto de extinguirse. —Estoy deshecha por lo que he tenido que soportar —dijo ella—. No me insultes obligándome a recordarte tu promesa. —¿Qué promesa? —¡Qué vergüenza, Geoffrey! ¡Qué vergüenza! Me prometiste casarte conmigo. —¿Me pides que cumpla mi promesa después de lo que hiciste en la posada? Anne se sujetó a la mesa con una mano y se llevó la otra a la cabeza. Estaba mareada. El esfuerzo de pensar era excesivo para ella. Musitó distraídamente: —¿La posada? ¿Qué hice en la posada? —¡Ojo, he pedido consejo a un abogado! Sé de lo que estoy hablando. Anne parecía no haberle oído. Repitió las palabras: «¿Qué hice en la posada?», y se rindió, presa de la desesperación. Sin dejar de apoyarse en la mesa, se acercó a él y puso una mano sobre su brazo. —¿Te niegas a casarte conmigo? —preguntó. Geoffrey vio la vil oportunidad que esperaba y pronunció sus viles palabras. —Ya estás casada con Arnold Brinkworth. Sin un grito de advertencia, sin esfuerzo alguno por salvarse, Anne cayó sin sentido a los pies de Geoffrey, igual que había caído su madre a los pies de su padre en épocas pretéritas. Geoffrey se desenredó de los pliegues de su vestido. —¡Hecho! —dijo, mirando a Anne, que yacía en el suelo. Acababa de pronunciar esta palabra cuando le sobresaltó un ruido procedente de la casa. Una de las puertas de la biblioteca no estaba cerrada del todo. Se oyeron unos pasos ligeros que se acercaban presurosos por el vestíbulo. Geoffrey se dio la vuelta y huyó, saliendo de la biblioteca tal como había entrado en ella, por el ventanal abierto del otro extremo. Capítulo XXIV Huida Blanche entró con un vaso de vino en la mano y vio a la mujer desmayada en el suelo. Estaba alarmada, pero no sorprendida, cuando se arrodilló junto a Anne y le levantó la cabeza. Después de haber observado a su amiga, no tuvo que esforzarse para averiguar el motivo del desmayo. Como era natural, atribuyó únicamente a la inevitable demora en traer el vino el resultado que tenía a la vista. Si hubiera sido menos rápida en relacionar efecto y causa, tal vez se habría acercado a una ventana para ver si había ocurrido algo fuera que hubiera podido asustar a Anne, tal vez habría visto a Geoffrey antes de que tuviera tiempo de doblar la esquina de la casa y, al hacer este descubrimiento, habría podido alterar el curso de los acontecimientos, no sólo de su vida futura, sino también de las vidas de los demás. Así damos forma a nuestro destino, a ciegas. Así nuestra pobre y escasa porción de felicidad se encuentra a merced de la caprichosa Casualidad. Sin duda es una bendita ilusión la que nos quiere hacer creer que somos el resultado más elevado dentro del gran esquema de la creación, y la que nos hace dudar de que haya otros planetas habitados, ¡porque otros planetas no están rodeados por la misma atmósfera que nosotros podemos respirar! Tras aplicarle los sencillos remedios que tenía a su alcance sin el menor éxito, Blanche se alarmó de veras. Según todos los signos externos, Anne yacía muerta entre sus brazos. Estaba a punto de llamar pidiendo socorro cuando se abrió la puerta del vestíbulo una vez más y Hester Dethridge entró en la biblioteca. La cocinera había aceptado la alternativa que le planteaba el mensaje de su señora, si insistía en disponer libremente de su tiempo durante el resto del día. Tal como lady Lundie deseaba, le comunicaba su intención de salirse con la suya, dejando el libro de cuentas sobre la mesa de la biblioteca. Blanche tuvo que esperar a que hiciera eso precisamente antes de recibir respuesta a sus ruegos. Lentamente, Hester Dethridge se acercó al lugar en el que estaba arrodillada la joven con la cabeza de Anne contra su pecho y las miró a las dos sin el menor rastro de emoción humana en su rostro grave e impertérrito. —¿No ve lo que ha ocurrido? —exclamó Blanche—. ¿Está usted viva o muerta? ¡Oh, Hester, no consigo que vuelva en sí! ¡Mírela! ¡Mírela! Hester Dethridge la miró y movió la cabeza. Miró de nuevo, reflexionó unos instantes y luego escribió en su pizarra. Sostuvo la pizarra sobre el cuerpo de Anne y mostró lo que había escrito: «¿Quién le ha hecho esto?». —¡Estúpida criatura! —dijo Blanche—. No se lo ha hecho nadie. Los ojos de Hester Dethridge examinaron el rostro ajado y pálido que delataba el dolor con expresión muda sobre el pecho de Blanche. La memoria de Hester Dethridge retrocedió a su miserable experiencia de vida conyugal. Una vez más escribió en su pizarra y se la mostró a Blanche. «La ha dejado así un hombre. Déjela y Dios se la llevará.» —¡Horrible mujer sin entrañas! ¡Cómo se atreve a escribir cosas tan abominables! —Tras este estallido natural de indignación, Blanche miró a Anne y, amilanada por la mortal persistencia del desmayo, apeló de nuevo a la compasión de la impasible mujer que la miraba desde arriba—. ¡Oh, Hester! ¡Ayúdeme, por amor de Dios! La cocinera soltó la pizarra e inclinó la cabeza gravemente para indicar que accedía. Hizo una seña a Blanche para que le aflojara el vestido a Anne y luego, hincando una rodilla en tierra, sostuvo a Anne mientras lo hacía. En el momento en que Hester Dethridge la tocó, la mujer desmayada dio señales de vida. Un débil estremecimiento le recorrió el cuerpo, le temblaron los párpados, los entornó un momento y los volvió a cerrar. Cuando se cerraron, un tenue suspiro brotó débilmente de sus labios. Hester Dethridge volvió a depositarla en brazos de Blanche, meditó un momento, escribió otra vez en su pizarra y la enseñó. «Ha temblado al tocarla yo. Eso significa que he caminado sobre su tumba.» Blanche apartó la vista de la pizarra y de Hester, horrorizada. —¡Me asusta usted! —dijo—. La asustará a ella si la ve. No quiero ofenderla, pero váyase, por favor, váyase. Hester Dethridge aceptó que la echara como aceptaba todo lo demás. Inclinó la cabeza para indicar que comprendía, miró a Anne por última vez, hizo una rígida reverencia a su joven ama y salió de la habitación. Una hora más tarde, el mayordomo le había dado su dinero y la cocinera había abandonado la casa. Blanche respiró con mayor libertad al quedarse sola. Notó con alivio que Anne revivía. —¿Me oyes, cariño? —susurró—. ¿Puedo dejarte un momento? Anne abrió los ojos despacio y miró a su alrededor con el tormento y el terror de la vida recobrada que acompañan la espantosa protesta de la humanidad al ser llamada de nuevo a la existencia, cuando la compasión mortal se atreve a despertarla de los brazos de la Muerte. Blanche apoyó la cabeza de Anne en la silla que tenía más cerca y corrió hacia la mesa donde había colocado el vino al entrar en la biblioteca. Después de tragar unas gotas, Anne empezó a notar el efecto del estimulante. Blanche insistió hasta obligarla a vaciar el vaso y se abstuvo de hacerle preguntas o de contestar a las suyas, mientras no se recobró del todo gracias al vino. —Has hecho demasiados esfuerzos esta mañana —dijo, en cuanto consideró que podía hablar—. No te ha visto nadie, querida, no ha ocurrido nada. ¿Te sientes mejor? Anne intentó levantarse para irse; Blanche la sentó con suavidad en la silla y siguió hablando. —No es necesario que te muevas. Tenemos aún un cuarto de hora antes de que pueda venir alguien a molestarnos. Tengo que decirte una cosa, Anne. Tengo una pequeña proposición que hacerte. ¿Querrás escucharla? Anne cogió la mano de Blanche y la apretó con gratitud contra sus labios. No dio ninguna otra respuesta. Blanche prosiguió. —No te haré preguntas, cariño; no intentaré retenerte aquí contra tu voluntad; ni siquiera te recordaré la carta que te escribí ayer. Pero no puedo dejarte partir, Anne, sin haber tranquilizado mi espíritu de algún modo. Aliviarás mi inquietud haciendo una cosa por mí, una cosa muy fácil. —¿Qué es, Blanche? Anne hizo la pregunta con el pensamiento muy lejos de aquella conversación. Blanche estaba demasiado impaciente por alcanzar su objetivo para fijarse en el tono distraído y en la respuesta puramente mecánica de su amiga. —Quiero que consultes a mi tío —contestó—. Sir Patrick se interesa por ti; sir Patrick me ha propuesto hoy mismo ir a verte a la posada. Es el caballero más sabio, más amable y entrañable del mundo, y puedes confiar en él como en ninguna otra persona. ¿Confiarás tus cuitas a mi tío y te dejarás guiar por su consejo? Con el pensamiento aún muy lejos de aquel asunto, Anne miró hacia el jardín distraídamente y no respondió nada. —¡Vamos! —insistió Blanche—. Sólo has de decir una palabra. ¿Será sí o no? Mirando todavía hacia el jardín, pensando todavía en otra cosa, Anne claudicó y dijo: —Sí. Blanche quedó encantada. «¡Qué bien he debido de hacerlo! —pensó—. Eso es lo que quiere decir mi tío cuando habla de "expresarse con convicción".» Se inclinó sobre Anne y le dio una palmada en el hombro alegremente. —Ha sido el sí más sabio que has dicho en toda tu vida, cariño. Espera aquí. Yo iré a almorzar; de lo contrario enviarán a buscarme para saber qué ha sido de mí. Sir Patrick me ha guardado un sitio junto a él. Me las ingeniaré para contárselo todo y él se las ingeniará (oh, qué bendición poder contar con un hombre inteligente), se las ingeniará para dejar la mesa antes que los demás sin levantar sospechas. Vete con él en seguida a la glorieta (nos hemos pasado la mañana en la glorieta, así que no volverá nadie por allí) y yo iré en cuanto haya comido un poco para contentar a lady Lundie. No se enterará nadie aparte de nosotros tres. Puedes contar con que sir Patrick tardará cinco minutos más o menos. ¡Ahora deja que me vaya! ¡No tenemos tiempo que perder! Anne la retuvo. Ahora tenía toda su atención pendiente de Blanche. —¿Qué ocurre? —preguntó ella. —¿Va todo bien con Arnold, Blanche? —Arnold me trata mejor que nunca, querida. —¿Se ha fijado ya el día de vuestra boda? —Faltan siglos para ese día. No será hasta que volvamos a la ciudad al acabar el otoño. ¡Suéltame, Anne! —Dame un beso, Blanche. Blanche la besó e intentó desasirse. Anne le sujetó la mano como si se estuviera ahogando, como si su vida dependiera de no soltarla. —¿Me querrás siempre, Blanche, como me quieres ahora? —¡Cómo puedes preguntarme eso! —Acabo de decirte que sí hace un momento. Tú también debes decirlo. Blanche dijo que sí. Anne posó una larga y anhelante mirada en su rostro, y entonces, de repente, le soltó la mano. Blanche salió corriendo de la habitación, más agitada e intranquila de lo que quería admitir. Jamás se había sentido tan segura como entonces de la apremiante necesidad de pedir consejo a sir Patrick. Los invitados seguían sentados a la mesa cuando Blanche entró en el comedor. Lady Lundie expresó la sorpresa inevitable en el debido tono de reproche, por la falta de puntualidad de su hijastra. Blanche se disculpó con la humildad más ejemplar. Se sentó junto a su tío y aceptó lo primero que se le ofreció para comer. Sir Patrick miró a su sobrina y, viéndose en compañía de la señorita inglesa modelo, se preguntó maravillado qué podía significar. La charla, interrumpida por el momento (política y deporte eran los temas y luego, cuando se requería un cambio, deporte y política), se reanudó a lo largo y ancho de la mesa. Protegida por la conversación y en los intervalos en los que no recibía las atenciones de los caballeros, Blanche susurró a sir Patrick: —¡No se sobresalte, tío! Anne está en la biblioteca. —El cortés señor Smith le ofreció jamón. Lo rechazó, dándole las gracias—. Por favor, por favor, por favor, vaya a hablar con ella; le está esperando. Se encuentra en una situación terrible. —El galante señor Jones le propuso la tarta de frutas con nata. Ella aceptó, dándole las gracias—. Llévela a la glorieta. Yo iré cuando tenga ocasión. Y hágalo de inmediato, tío, por amor a mí, o será demasiado tarde. Antes de que sir Patrick pudiera musitar una respuesta, lady Lundie, que ocupaba el otro extremo de la mesa, cortó un pastel hecho con los más sabrosos ingredientes escoceses, proclamó públicamente que era «suyo» y, como tal, ofreció una porción a su cuñado. La mencionada porción exhibía una erupción de ciruelas y fiambres, cubiertas por una lámina de mantequilla. Se ha dicho ya que sir Patrick había cumplido los setenta; por lo tanto, huelga decir que evitó cortésmente cometer semejante ultraje contra su estómago sin mediar provocación. —¡Mi pastel! —insistió lady Lundie, elevando aquella horrible mezcla con un tenedor—. ¿No le tienta eso? Sir Patrick vio la ocasión para escabullirse del comedor con la excusa de halagar a su cuñada. Recurrió a su sonrisa más mundana y se puso una mano sobre el corazón. —A un mero mortal —dijo— se le tienta con algo a lo que no puede resistirse. Si además de mortal es sensato, ¿qué hace? —Comerse un trozo de Mi pastel —dijo la prosaica lady Lundie. —¡No! —exclamó sir Patrick, dirigiendo a su cuñada una mirada de devoción indescriptible—. Huye de la tentación, querida señora, como hago yo. —Hizo una reverencia y abandonó inopinadamente el comedor. Lady Lundie bajó los ojos con expresión de virtuosa indulgencia hacia la fragilidad humana, y repartió modestamente el cumplido de sir Patrick entre su pastel y ella misma. Sabiendo que al cabo de unos minutos la señora de la casa imitaría su gesto y se levantaría de la mesa, sir Patrick se dirigió a la biblioteca tan deprisa como le permitió su cojera. Ahora que estaba solo se dejó dominar por la inquietud y su rostro se volvió grave. Entró en la estancia. No vio a Anne Silvester por ninguna parte. En la biblioteca reinaba la soledad más absoluta. —¡Se ha ido! —dijo sir Patrick—. Esto pinta mal. Tras unos instantes de reflexión, volvió al vestíbulo en busca de su sombrero. Cabía la posibilidad de que Anne temiera ser descubierta en la biblioteca y hubiera decidido irse a la glorieta sola. Si no la encontraba en la glorieta, el espíritu de Blanche no hallaría la paz, ni las sospechas de su tío se disiparían, a menos que descubrieran dónde se había refugiado la señorita Silvester. En tal caso, cada minuto contaba, pues desde ese mismo instante habría que aprovechar un tiempo precioso. Después de llegar rápidamente a estas conclusiones, sir Patrick tocó la campanilla del vestíbulo que comunicaba con las dependencias del servicio y llamó a su ayuda de cámara, persona de lealtad y discreción probadas, y casi tan viejo como él. —Coge tu sombrero, Duncan —dijo cuando apareció el ayuda de cámara—. Y acompáñame. Capítulo XXV Persecución Amo y criado emprendieron la marcha en silencio y atravesaron el jardín. Al avistar la glorieta, sir Patrick ordenó a Duncan que aguardara fuera, y entró en ella solo. No había necesidad de tomar precauciones. La glorieta estaba tan vacía como la biblioteca. Volvió a salir y miró a un lado y a otro. No había ser humano alguno a la vista. Sir Patrick llamó a su criado. —Ve a las caballerizas, Duncan —dijo—, y dile a la señorita Lundie que me preste su carruaje y el pony. Prepáralo de inmediato y espérame allí. No quiero llamar la atención, si es posible. Me acompañarás tú, nadie más. Consigue un horario de trenes. ¿Tienes dinero? —Sí, sir Patrick. —¿Por casualidad viste a la institutriz, la señorita Silvester, el día que llegamos aquí, el día de la fiesta en el jardín? —Sí, sir Patrick. —¿La reconocerías si la vieras? —Me pareció una persona de aspecto muy distinguido, sir Patrick. Desde luego que la reconocería. —¿Tienes alguna razón para creer que ella se fijó en ti? —No me miró ni una sola vez, sir Patrick. —Muy bien. Mete una muda en tu maletín, Duncan. Es posible que te pida que hagas un viaje en tren. Espérame en las caballerizas. En este asunto, todo depende de mi discreción y de la tuya. —Gracias, sir Patrick. Después de agradecer el cumplido, Duncan se marchó con porte grave camino de las caballerizas, y su señor regresó a la glorieta para esperar allí a Blanche. Sir Patrick dio muestras de impaciencia durante el rato que se vio obligado a esperar. Una y otra vez recurrió a la caja de rapé que escondía el puño de su bastón. Una y otra vez entró y salió de la glorieta. La desaparición de Anne suponía un serio obstáculo para nuevas indagaciones. Y no había modo de atacar aquel obstáculo sin desperdiciar un tiempo precioso esperando a Blanche. Por fin, su sobrina apareció en los escalones de la glorieta, sin resuello y muy agitada, corriendo al lugar de encuentro a la máxima velocidad que le permitían sus pies. Sir Patrick tuvo la deferencia de adelantarse para ahorrarle la sorpresa del inevitable descubrimiento. —Blanche —dijo—. Prepárate para una decepción, querida. Estoy solo. —¿No me dirá que la ha dejado marchar? —¡Pobrecita mía! No he llegado a verla. Blanche pasó por su lado y subió corriendo a la glorieta. Sir Patrick fue tras ella. Blanche salió de nuevo a su encuentro con expresión desesperada. —¡Oh, tío! ¡Me daba tanta lástima! ¡Y vea ahora qué poca compasión tiene ella hacia mí! Sir Patrick rodeó a su sobrina con el brazo y le dio una palmada en la hermosa y joven cabeza cuando la apoyó en su hombro. —No la juzguemos con severidad, querida. No sabemos si tenía alguna razón poderosa que la excuse. Es evidente que no puede confiar en nadie y que sólo consintió en verme para obligarte a salir de la habitación y ahorrarte la pena de la despedida. Serénate, Blanche. No desesperes de descubrir adonde ha ido, sólo tienes que ayudarme. Blanche alzó la cabeza y se enjugó las lágrimas valerosamente. —Ni mi propio padre fue tan bueno conmigo como usted —dijo—. Dígame, tío, qué puedo hacer y lo haré. —Quiero que me cuentes con pelos y señales lo que ha ocurrido en la biblioteca —dijo sir Patrick—. No dejes nada en el tintero, hija mía, por trivial que te parezca. En estas circunstancias, no hay detalle trivial y cada minuto cuenta. Blanche siguió sus instrucciones al pie de la letra y su tío la escuchó con la mayor atención. Cuando concluyó su relato, sir Patrick propuso que abandonaran la glorieta. —He pedido que enganchen el pony al tílburi —dijo—. Te diré lo que pienso hacer de camino a las caballerizas. —¡Déjeme conducirlo yo, tío! —Perdóname, querida, por decirte que no. Tu madrastra recelaría en seguida y sería mejor que no te vieran conmigo, si mis indagaciones me llevan a la posada de Craig Fernie. Te lo prometo, si te quedas aquí te lo contaré todo cuando vuelva. Pasa la tarde con los demás, hagan lo que hagan, y así impedirás que mi ausencia suscite algo más que algún comentario insustancial. ¿Harás lo que te pido? ¡Buena chica! Ahora escucha lo que pienso hacer para encontrar a esa pobre mujer y cómo me ha ayudado tu pequeña historia. Sir Patrick hizo una pausa, meditando si debía empezar por contarle a Blanche su conversación con Geoffrey. Una vez más, decidió que no. Sería mejor aplazar aquella revelación hasta el término de la investigación que estaba a punto de emprender. —A mi modo de ver, Blanche, en lo que me has contado hay que considerar dos cuestiones —empezó diciendo sir Patrick—. Está lo que ha ocurrido en la biblioteca ante tus propios ojos, y está lo que la señorita Silvester te ha dicho que ocurrió en la posada. En cuanto a lo sucedido en la biblioteca (en primer lugar), es demasiado tarde para averiguar si el desmayo ha sido consecuencia de un mero agotamiento, como dices tú, o si se ha producido alguna otra circunstancia mientras tú estabas fuera. —¿Qué puede haber ocurrido mientras yo no estaba? —Sé tanto como tú, querida. Sencillamente es una posibilidad y me limito a señalarla como tal. Continuando con los aspectos prácticos que nos ocupan, si la señorita Silvester tiene la salud delicada, es imposible que se haya alejado una gran distancia de Windygates sin ayuda. Puede que se haya refugiado en alguna casa de la vecindad. O que se haya encontrado con un vehículo de alguna de las granjas de camino a la estación y le haya pedido a la persona que lo conducía que la llevara. O puede que haya caminado hasta el límite de sus fuerzas y se haya detenido a descansar en algún lugar apartado, entre los senderos que se extienden al sur de esta casa. —Preguntaré por las casas, tío, cuando se vaya. —Mi querida niña, ¡debe de haber una docena de casas por lo menos en un kilómetro a la redonda! Probablemente te llevaría toda la tarde. No quiero saber lo que pensaría lady Lundie de que estuvieras tanto tiempo por ahí tú sola, pero te recordaré dos cosas. Conseguirías que la investigación se hiciera del dominio público, cuando es esencial que se lleve a cabo con el mayor secreto posible y, aunque dieras por casualidad con la casa, tus pesquisas no obtendrían el menor resultado y no descubrirías nada. —¿Por qué no? —Conozco al campesino escocés mejor que tú, Blanche. Es muy diferente del inglés en inteligencia y sentido del amor propio. Te recibiría cortésmente, porque eres una señora, pero al mismo tiempo te haría ver que, en su opinión, te habías aprovechado de la diferencia de clase social para cometer una intrusión. Y si la señorita Silvester ha apelado a su hospitalidad y confidencialidad, y le han sido concedidas, no habría poder sobre la tierra que indujera a ese campesino a confesar que ella se encuentra bajo su techo, sin su permiso. —Pero, tío, si no sirve de nada preguntar, ¿cómo vamos a encontrarla? —No digo que nadie vaya a contestar a nuestras preguntas, querida, sólo digo que los campesinos no las contestarán si tu amiga se ha confiado a su protección. Para encontrarla tendremos que mirar más allá de lo que la señorita Silvester pueda estar haciendo ahora, para deducir lo que piensa hacer, digamos, antes de que acabe el día. Creo que, después de lo ocurrido, podemos dar por supuesto que se irá de aquí en cuanto pueda. ¿Estás de acuerdo conmigo? —¡Sí! ¡Sí! Siga. —Muy bien. Es una mujer y una mujer sin fuerzas, por no decir otra cosa. Sólo podrá abandonar estos parajes si alquila un vehículo o toma un tren. Propongo que en primer lugar vayamos a la estación. Con la velocidad que alcanza tu pony, existe la posibilidad, a pesar del tiempo que hemos perdido, de que llegue yo al tiempo que ella, suponiendo que se marche en el primer tren que pase, sea hacia el norte o hacia el sur. —Hay un tren dentro de media hora, tío. No conseguirá llegar a tiempo. —Puede que esté menos agotada de lo que creemos. O tal vez la recoja alguien por el camino y la lleve. O quizá no esté sola. ¿Cómo sabemos que no hay alguien esperándola en el camino, su marido, si es que existe tal persona, dispuesto a ayudarla? ¡No! Voy a suponer que se encuentra ya de camino a la estación y me dirigiré hacia allí con la máxima celeridad posible... —¿Y la detendrá si la encuentra en la estación? —Lo que haga, Blanche, debes dejarlo a mi criterio. Si la encuentro allí, tendré que obrar como mejor convenga. Si no la encuentro, dejaré de guardia a Duncan (que me acompañará), por si intenta coger algún otro tren, hasta que salga el último de esta noche. Duncan conoce de vista a la señorita Silvester y está seguro de que ella no se ha fijado nunca en él. Le he dado orden de que la siga, tanto si se dirige hacia el sur como hacia el norte, tanto si es de día como de noche, y podemos confiar plenamente en él. Si la señorita Silvester viaja en ferrocarril, puedo garantizar que sabremos con certeza adonde encamina sus pasos. —¡Qué inteligente ha sido al pensar en Duncan! —En absoluto, querida. Duncan es mi factótum y el plan que he trazado es el más obvio y se le habría ocurrido a cualquiera. Pasemos ahora a la parte realmente difícil. Supongamos que alquila un carruaje. —Sólo en la estación puede hacerlo. —Hay campesinos por los alrededores, y los campesinos tienen carros ligeros, o tílburis, o vehículos parecidos. Es harto improbable que accedieran a prestárselos. Aun así, las mujeres son capaces de salvar escollos que a los hombres parecen insalvables. Y se trata de una mujer inteligente, Blanche, una mujer (puedes contar con ello) que se ha propuesto impedir que la encuentres. Confieso que desearía tener a alguien en quien pudiéramos confiar de guardia en la bifurcación de la carretera que conduce a la estación. Yo debo ir en otra dirección; no puedo hacerlo yo. —¡Arnold sí! Sir Patrick pareció vacilar. —Arnold es un excelente muchacho —dijo—. Pero ¿podemos confiar en su discreción? —Después de usted, es la persona más discreta que conozco —respondió Blanche con toda rotundidad—. Y lo que es más, se lo he contado todo sobre Anne, excepto lo que ha ocurrido hoy. Me temo que también eso tendré que contárselo cuando me sienta sola y triste después de que usted se haya ido. Hay algo en Arnold, no sé qué es, que me hace sentir mejor. Además, ¿cree que traicionaría un secreto que yo le confiara? ¡No sabe usted lo mucho que me quiere! —Mi querida Blanche, yo no soy el preciado objeto de su amor. ¡Pues claro que no lo sé! Tú eres la única autoridad en ese punto. Tienes razón. Recurramos a Arnold, pues. Adviértele que sea cauteloso y envíalo, solo, al cruce de caminos. Ahora ya sólo nos queda un sitio que pueda proporcionarnos alguna pista de la señorita Silvester. Yo me encargaré de llevar a cabo la investigación necesaria en la posada de Craig Fernie. —¡La posada de Craig Fernie! ¡Tío! Ha olvidado lo que le acabo de contar. —Espera un poco, querida mía. La señorita Silvester ha dejado la posada, eso es cierto. Pero (si por desgracia no conseguimos encontrarla por ningún otro medio) nos ha dejado una pista en Craig Fernie para guiarnos. Esa pista ha de investigarse de inmediato, por lo que pueda pasar. ¿No me sigues? Voy tan deprisa como tu pony. He llegado al segundo de los apartados en que se divide tu historia en mi cabeza. ¿Qué te ha dicho la señorita Silvester que ocurrió en la posada? —Que perdió una carta. —Exactamente. Perdió una carta en la posada. Ése es un suceso. Y Bishopriggs, el camarero, se peleó con la señora Inchbare y ha dejado su empleo; ése es otro suceso. Hablemos de la carta primero. O bien se perdió realmente, o bien la robaron. En cualquier caso, si conseguimos dar con ella existe al menos una mínima posibilidad de que nos ayude a descubrir alguna cosa. En cuanto a Bishopriggs... —¡No me diga que vamos a hablar del camarero! —¡Pues sí! Bishopriggs posee dos méritos importantes. Es un eslabón en mi cadena de razonamiento y es un viejo amigo. —¡Un viejo amigo! —Vivimos en unos tiempos, querida mía, en que un trabajador habla de otro trabajador como de «ese caballero». Yo voy en consonancia con los tiempos y me siento obligado a decir que mi empleado es mi amigo. Hace unos cuantos años, Bishopriggs fue uno de los empleados de mi bufete. Es uno de los viejos vagabundos más inteligentes y sin escrúpulos de Escocia. Absolutamente honrado en asuntos corrientes relacionados con libras, chelines y peniques, y carente por completo de principios cuando se trata de alcanzar sus objetivos, cuando la traición de la confianza está en la línea que marca el límite de la ley. Cuando trabajaba para mí, hice dos desagradables descubrimientos. Primero, que se las había ingeniado para procurarse un duplicado de mi sello, y segundo, tuve razones fundadas para sospechar que había alterado documentos de dos de mis clientes. En realidad no había causado ningún perjuicio, todavía, y yo no podía malgastar mi tiempo preparando una acusación como es debido. Lo despedí por ser un hombre de quien no cabía esperar respeto por las cartas o documentos que pasaran casualmente por sus manos. —¡Ya comprendo, tío! ¡Ya comprendo! —Ahora queda claro, ¿verdad? Si esa carta que perdió la señorita Silvester no tenía importancia, me inclino a creer que simplemente se perdió y que tal vez pueda volver a encontrarse. Si, por el contrario, hay algo en ella que pueda suponer el más remoto beneficio para la persona que la posea... bien, como se dice en el execrable argot de hoy en día, ¡apostaría cualquier cosa, Blanche, a que Bishopriggs tiene la carta! —¡Y se ha ido de la posada! ¡Qué mala suerte! —Mala suerte porque supone un retraso, nada más. O mucho me equivoco, o Bishopriggs volverá a la posada. El viejo sinvergüenza es una persona realmente divertida, para qué negarlo. Dejó un vacío terrible cuando abandonó mi bufete. Los viejos clientes de Craig Fernie (sobre todo los ingleses) echarán de menos a Bishopriggs porque era uno de los alicientes de la posada, puedes estar segura. La señora Inchbare no es una mujer que anteponga su dignidad al negocio. El señor Bishopriggs y ella se reconciliarán tarde o temprano. Después de hacerle ciertas preguntas a la señora Inchbare que tal vez tengan consecuencias interesantes, le dejaré una carta para Bishopriggs. En ella le diré que tengo un encargo para él y le daré una dirección a la que pueda escribirme. Tendré noticias de él, Blanche, y si la carta obra en su poder, la conseguiré. —¿No tendrá miedo, si ha robado la carta, de confesar que la cogió él? —Bien pensado, hija mía. Tal vez vacilaría con otra persona. Pero yo sé bien cómo tratarlo y obligarle a que me lo diga. Dejemos a Bishopriggs hasta que llegue el momento. Hay otra cuestión con respecto a la señorita Silvester. Puede que tenga que dar su descripción. ¿Cómo iba vestida cuando la has visto hoy? Recuerda que soy un hombre y dime en inglés (si el vestido de una mujer inglesa puede describirse en el idioma de una mujer inglesa) qué llevaba puesto. —Llevaba un sombrero de paja con un adorno de acianos y velo blanco. Los acianos a un lado, tío, lo que es menos corriente que los acianos delante. Y llevaba un fino chal gris. Y de piqué... —¡Ya empezamos con el francés! ¡Ni una palabra más! Un sombrero de paja con un velo blanco y acianos en un lado. Y un fino chal gris. Eso es todo lo que un cerebro corriente de hombre puede asimilar y con eso bastara. Ya tengo mis instrucciones y he ganado un tiempo precioso. Bien está. Aquí acaba nuestra conversación. En otras palabras, hemos llegado a la verja de las caballerizas. ¿Has comprendido lo que debes hacer mientras estoy ausente? —Tengo que enviar a Arnold al cruce de caminos. Y tengo que comportarme (si puedo) como si no hubiera ocurrido nada. —¡Buena chica! ¡Bien dicho! Tienes lo que yo llamo una mente despierta, Blanche. ¡Un don que no tiene precio! Gobernarás tu futuro reino doméstico. Arnold no será más que un marido constitucional. Ésos son los únicos maridos verdaderamente felices. Te lo contaré todo cuando vuelva, querida mía. ¿Llevas tu maletín, Duncan? Bien. ¿Y el horario? Bien. Coge las riendas. Yo no voy a conducir, quiero pensar. Conducir es incompatible con el ejercicio intelectual. Un hombre se concentra en el caballo y desciende al nivel de ese útil animal... como condición necesaria para llegar a su destino sin sobresaltos. ¡Que Dios te bendiga, Blanche! ¡A la estación, Duncan! ¡A la estación! Capítulo XXVI Perdida El tílburi salió por la verja. Los perros ladraron con fuerza. Sir Patrick volvió la vista y agitó una mano cuando desapareció por la curva de la carretera. Blanche se quedó sola en el patio de las caballerizas. Estuvo un rato por allí, dando palmaditas a los perros distraídamente. En aquel momento merecían su atención especialmente; era obvio que también a ellos les costaba quedarse en casa. Al cabo de un rato, Blanche se recobró. Sir Patrick le había confiado la responsabilidad de vigilar el cruce de caminos. Aún faltaba un detalle más para completar el plan de búsqueda de Anne. Blanche se dispuso a cumplir con su cometido. Cuando se encaminaba hacia la casa, vio a Arnold, que acudía en su busca a petición de lady Lundie. En ausencia de Blanche, se habían dispuesto ya las actividades para la tarde. Algún demonio había inspirado a lady Lundie que debía cultivar el gusto por las antigüedades feudales e insistir en propagar ese gusto entre sus invitados. Había propuesto una excursión al viejo castillo de una baronía que se encontraba entre las lejanas colinas al oeste de Craig Fernie (por suerte para sir Patrick, que esperaba no ser descubierto). Algunos invitados irían a caballo y otros acompañarían a la anfitriona en el carruaje abierto. Mirando a derecha e izquierda en busca de prosélitos, lady Lundie había advertido lógicamente la desaparición de ciertos miembros de su círculo. El señor Delamayn se había esfumado y nadie sabía dónde estaba. Sir Patrick y Blanche habían seguido su ejemplo. Sobre ello había comentado su señoría con cierta aspereza, que si todos iban a tratarse unos a otros con tan poca formalidad, cuanto antes se convirtiera Windygates en una penitenciaría con el sistema de silencio13, más cómoda sería la casa para las personas que la habitaban. En tales circunstancias, Arnold sugirió a Blanche que haría bien en presentarse cuanto antes en el puesto de mando para pedir disculpas y aceptar el asiento en el carruaje que su madrastra le reservaba. —Vamos a ver ruinas feudales, Blanche, y tenemos que ayudarnos mutuamente a pasarlo lo mejor posible. Si tú vas en el carruaje, yo iré también. Blanche negó con la cabeza. —Tengo buenas razones para guardar las apariencias —dijo—. Iré en el carruaje. Tú no debes ir de ninguna manera. Naturalmente, Arnold se sorprendió un poco y pidió que se le diera una explicación. Blanche le cogió el brazo y se lo apretó. Ahora que había perdido a Anne, Arnold era para ella más valioso que nunca. Literalmente se moría de ganas de oír en aquel mismo instante, de labios de Arnold, cuánto la quería. No importaba lo más mínimo que lo supiera ya con total seguridad. Después de que se lo hubiera dicho ya mil veces, ¡era tan agradable oírselo decir una vez más! —Supón que no puedo darte explicaciones —dijo—. ¿Te quedarías sólo por complacerme? —¡Haría cualquier cosa por complacerte! —¿De verdad me quieres tanto? Aún estaban en el patio de las caballerizas y los únicos testigos presentes eran los perros. Arnold respondió con el lenguaje mudo que, sin embargo, es el más expresivo de cuantos utilizan hombres y mujeres en todo el mundo. —No estoy cumpliendo bien con mi deber —dijo Blanche con tono de arrepentimiento—. Pero, ¡oh, Arnold, estoy tan triste y preocupada! ¡Y me consuela tanto que tú no me des la espalda también! Después de este pequeño prólogo, Blanche le contó el incidente de la biblioteca. Incluso la opinión de Blanche sobre la capacidad de su enamorado para comprenderla se vio superada por el efecto que produjo su relato. Arnold no sólo se sorprendió y se afligió por ella. Su rostro demostró claramente que sentía una inquietud y una angustia sinceras. —¿Qué vais a hacer? —preguntó—. ¿Cómo piensa encontrarla sir Patrick? Blanche repitió las instrucciones de su tío respecto al cruce de caminos y a la imperiosa necesidad de realizar las investigaciones en el mayor de los secretos. Aliviado su miedo a que lo enviaran de nuevo a Craig Fernie, Arnold se comprometió a hacer cuanto le pidieran y juró guardar el secreto. Volvieron juntos a la casa, donde lady Lundie los recibió con gran frialdad. Su señoría repitió su comentario sobre convertir Windygates en una penitenciaría para que lo oyera Blanche. Recibió la petición de Arnold de ser excusado de la visita al castillo con la mínima educación imprescindible. —¡Oh, vaya a dar su paseo! Puede que encuentre a su amigo, el señor Delamayn, que parece tener una pasión tan grande por los paseos que ni siquiera puede esperar a que se acabe de comer. En cuanto a sir Patrick... ¿Ah? ¿Sir Patrick ha tomado prestado el tílburi y el pony y se ha ido solo? Desde luego no pretendía ofender a mi cuñado al ofrecerle una porción de mi pobre pastel. Que no se ofenda nadie más. Dispón de la tarde, Blanche, sin contar para nada conmigo. Al parecer nadie tiene ganas de visitar las ruinas, la reliquia más interesante de la época feudal que hay en Perthshire. No importa, señor Brinkworth. ¡Por Dios, no importa! No puedo obligar a mis invitados a sentir una curiosidad inteligente por las antigüedades escocesas. ¡No! ¡No, mi querida Blanche! No será la primera vez, ni la última, que salgo yo sola. No tengo el menor reparo en estar sola. «Mi mente es un reino para mí», como dice el poeta14. Así la vanidad ultrajada de lady Lundie reivindicó su derecho al respeto humano, que había sido violado, hasta que el invitado médico acudió al rescate y apaciguó las iras de la anfitriona. El cirujano (que en realidad detestaba las ruinas) suplicó que le permitiera acompañarla. Blanche suplicó. Smith y Jones (profundamente interesados en antigüedades feudales) dijeron que irían sentados atrás, donde solían sentarse los sirvientes, antes que perderse aquel inesperado regalo. Uno, Dos y Tres se contagiaron de los demás y se ofrecieron voluntarios como escolta a caballo. La celebrada «sonrisa» de lady Lundie (de la que se podía garantizar que duraría varias horas sin alterarse) hizo su aparición una vez más. Dio las órdenes con la más encantadora gentileza. —Nos llevaremos la guía —dijo lady Lundie con la mezquina cicatería que sólo se observa en las personas muy ricas— y así nos ahorraremos el chelín que hay que darle al hombre que enseña las ruinas. —Tras estas palabras, subió a sus habitaciones para arreglarse. Se miró en el espejo y vio la imagen de una mujer completamente virtuosa, fascinante y dotada, ¡que resultaba irresistible con su nuevo sombrero francés! A una señal disimulada de Blanche, Arnold se escabulló para dirigirse a su puesto de vigilancia, allí donde se cruzaban los caminos con la carretera que conducía al ferrocarril. A un lado se extendía el brezal y al otro el muro de piedra que rodeaba el terreno de una granja con su verja. Arnold se sentó sobre el suave brezo, encendió un cigarro e intentó dilucidar el doble misterio de la aparición de Anne y su posterior huida. Arnold había interpretado la ausencia de su amigo tal como éste había previsto: dando por sentado que había acudido a una cita secreta con Anne. La aparición de la señorita Silvester en Windygates, sola, y su ansiedad por conocer los nombres de los caballeros que había en la casa parecía conducir, en aquellas circunstancias, a la evidente conclusión de que, por algún desafortunado accidente, no habían conseguido encontrarse. Pero ¿cuál podía ser el motivo de la huida? ¿Conocía la señorita Silvester algún otro lugar en el que pudiera encontrar a Geoffrey? ¿Había vuelto a la posada? ¿O había actuado impulsada simplemente por la desesperación? Estas eran preguntas que Arnold, naturalmente, era incapaz de responder. No le quedaba más remedio que esperar que se le presentara la oportunidad de relatar lo ocurrido al propio Geoffrey. Después de una espera de media hora, el sonido de un vehículo que se acercaba —el primero que había oído hasta entonces— llamó su atención. Se puso en pie y vio el tílburi con el pony que se acercaba por la carretera desde la estación. Esta vez sir Patrick se había visto obligado a conducir, puesto que Duncan no lo acompañaba. Al ver a Arnold, hizo parar al pony. —¡So! ¡So! —dijo el viejo caballero—. Lo sabe ya todo, ¿no? ¿Comprende que debe guardar el secreto hasta nuevo aviso? Muy bien. ¿Ha ocurrido algo desde que ha llegado? —No. ¿Ha averiguado algo, sir Patrick? —Nada. He llegado a la estación antes que el tren. La señorita Silvester no ha dado señales de vida. He dejado de guardia a Duncan, con órdenes de no moverse de allí hasta que haya pasado el último tren de la noche. —No creo que aparezca en la estación —dijo Arnold—. Seguramente ha vuelto a Craig Fernie. —Es muy posible. Yo voy ahora hacia allí para preguntar por ella. No sé cuánto tiempo tardaré, o adonde me conducirá la investigación. Si ve usted a Blanche antes que yo, dígale que he dado instrucciones al jefe de estación para que me informe del lugar al que se dirige la señorita Silvester, si finalmente coge un tren. Gracias a este arreglo, no tendremos que esperar a que Duncan nos mande un telegrama desde el destino al que la haya seguido. Mientras tanto, ¿ha comprendido bien cuál es su misión aquí? —Blanche me lo ha explicado todo. —No se mueva de su puesto y abra bien los ojos. Usted ya está acostumbrado a hacerlo en el mar. No es mucho pedir con este delicioso aire estival. Veo que ha contraído el vil hábito moderno de fumar. ¡Sin duda será diversión suficiente! No pierda de vista las carreteras y, si realmente aparece por aquí, no intente detenerla. No podría hacerlo. Háblele (¡con toda la inocencia, cuidado!) para tener el tiempo suficiente de verle la cara al hombre que la lleve en su vehículo y el nombre que haya en él (si hay alguno). Con eso será suficiente. ¡Puaj! ¡Cómo envenena el aire ese cigarro! ¿Cómo tendrá el estómago cuando llegue a mi edad? —No me quejaré, sir Patrick, si puedo comer tan bien como usted. —¡Eso me recuerda algo! Me he encontrado con una conocida en la estación. Hester Dethridge ha dejado su puesto y se ha ido a Londres en tren. Ahora sólo podremos alimentarnos en Windygates, porque lo de comer se ha acabado. Esta vez la pelea entre la señora y la cocinera ha sido definitiva. Le he dado a Hester mi dirección en Londres y le he dicho que venga a verme antes de decidirse por otra casa. Una mujer que no puede hablar y sabe cocinar es, sencillamente, una mujer que ha llegado a la perfección absoluta. Un tesoro semejante no saldrá de la familia, si yo puedo evitarlo. ¿Se ha fijado en la salsa bechamel del almuerzo? ¡Bah! Un joven que fuma cigarros no distingue la diferencia entre una salsa bechamel y mantequilla derretida. ¡Buenas tardes! ¡Buenas tardes! Sir Patrick aflojó las riendas y puso rumbo a Craig Fernie. En lo tocante a la edad, el pony tenía veinte y el conductor setenta. En lo tocante a vivacidad y energía, dos de los personajes más juveniles de Escocia se habían juntado aquella tarde en el mismo tílburi. Lentamente transcurrió una hora más sin que pasara nadie por el cruce, salvo unos cuantos caminantes perdidos, un carromato pesado y una anciana en una calesa. Arnold volvió a levantarse del brezal, cansado de aquella inactividad, y resolvió caminar de un lado a otro para variar, sin perder de vista su puesto. Al dar la segunda vuelta, volvió casualmente el rostro hacia el brezal y vio a otro caminante, aparentemente un hombre, en la lejanía. ¿Se dirigía hacia él aquella persona? Arnold avanzó un poco. Indudablemente el desconocido avanzaba también con tal rapidez que su figura se veía ya claramente masculina. Unos cuantos minutos después, Arnold creyó reconocerla. Un poco más aún y estuvo completamente seguro. La ágil fuerza y la gracia de aquel hombre eran inconfundibles, así como la cómoda velocidad con que cubría terreno. Era el héroe de la carrera pedestre que se iba a celebrar. Era Geoffrey que volvía a Windygates. Arnold salió a su encuentro rápidamente. Geoffrey se quedó quieto, apoyándose en su bastón, y dejó que el otro se acercara. —¿Te has enterado de lo que ha ocurrido en la casa? —preguntó Arnold. Instintivamente refrenó la lengua antes de formular la siguiente pregunta. Había un resuelto aire de desafío en la expresión de Geoffrey, que Arnold no comprendía en absoluto. Parecía un hombre decidido a enfrentarse con cualquier cosa que se le pusiera por delante y a contradecir a cualquiera que le hablara. —Parece que algo te ha molestado —dijo Arnold. —¿Qué ha pasado en la casa? —preguntó Geoffrey con su tono de voz más alto y su expresión más dura. —Ha venido la señorita Silvester. —¿Quién la ha visto? —Nadie salvo Blanche. —¿Y bien? —Bien, pues estaba terriblemente débil y enferma. Tan enferma que se ha desmayado, pobrecita, en la biblioteca. Blanche la ha ayudado a volver en sí. —¿Y qué ha pasado entonces? —Estábamos todos almorzando. Blanche ha salido de la biblioteca para hablar en privado con su tío. Cuando ha vuelto, la señorita Silvester se había ido y no se ha sabido nada de ella desde entonces. —¿Ha habido jaleo en la casa? —Nadie lo sabe excepto Blanche... —¿Y tú? ¿Y quién más? —Y sir Patrick. Nadie más. —Nadie más. ¿Alguna otra cosa? Arnold recordó su promesa de mantener en secreto la investigación que se estaba llevando a cabo. La actitud de Geoffrey le predispuso inconscientemente a considerar que también a él le afectaba la prohibición general. —Nada más —respondió. Geoffrey hundió la punta de su bastón en el blando terreno arenoso. Miró el bastón, lo arrancó de pronto de la tierra y miró luego a Arnold. —¡Buenas tardes! —dijo, y prosiguió su camino. Arnold fue tras él y lo detuvo. Por un momento los dos hombres se miraron el uno al otro sin que ninguno de los dos dijera palabra. Arnold fue el primero en hablar. —Estás de mal humor, Geoffrey. ¿Qué es lo que tanto te ha molestado? ¿No os habéis encontrado la señorita Silvester y tú? Geoffrey siguió mudo. —¿La has visto desde que se fue de Windygates? No hubo respuesta. —¿Sabes dónde está la señorita Silvester ahora? La respuesta seguía sin llegar. El rostro moreno de Arnold empezaba a ensombrecerse aún más. —¿Por qué no me respondes? —dijo. —Porque ya estoy harto. —¿Harto de qué? —Harto de que me importunes con preguntas sobre la señorita Silvester. La señorita Silvester no es asunto tuyo sino mío. —¡Alto ahí, Geoffrey! No olvides que me vi involucrado en el asunto sin quererlo yo. —No temas que lo olvide. Me lo has echado en cara un montón de veces. —¿Que te lo he echado en cara? —¡Sí! ¿Hasta cuándo vas a recordarme que te debo agradecimiento? ¡Al diablo con el agradecimiento! Estoy harto de oír hablar de eso. Arnold era un hombre de temple, un temple que no salía fácilmente a la superficie a través de la simplicidad y la cordialidad habituales en su carácter, pero, una vez despierto, difícilmente se dejaba aplastar. Geoffrey lo había despertado al fin. —Cuando vuelvas a estar en tu sano juicio —dijo—, recordaré los viejos tiempos y aceptaré tus disculpas. Pero, mientras tanto, vete. No tengo nada más que decirte. Geoffrey apretó los dientes y dio un paso hacia él. Arnold le sostuvo la mirada con una expresión que le desafiaba firmemente —a pesar de ser el menos fuerte— a llevar la disputa un paso más allá, si se atrevía. La única virtud humana que Geoffrey comprendía y respetaba era el coraje. Y ante él tenía el innegable coraje del hombre más débil. Aquel bribón insensible se conmovió gracias al único punto flaco de todo su ser. Dio media vuelta y prosiguió su camino en silencio. Una vez solo, Arnold inclinó la cabeza sobre el pecho. El amigo que le había salvado la vida, el único amigo que asociaba a sus recuerdos más tempranos y felices de otros días, lo había insultado con gran grosería y se había marchado deliberadamente sin expresar el menor arrepentimiento. La naturaleza afectuosa de Arnold, sencilla y leal, inamovible, estaba herida en lo más vivo. La figura de Geoffrey, que veía alejarse rápidamente, se volvió borrosa e indefinida. Se tapó los ojos con una mano y ocultó, con vergüenza juvenil, las lágrimas ardientes que delataban su congoja y honraban al hombre que las derramaba. Aún seguía luchando con la emoción que le embargaba cuando algo ocurrió en el cruce de caminos. Los cuatro caminos señalaban aproximadamente a los cuatro puntos cardinales. Arnold se encontraba en aquel momento en la carretera que iba hacia el este y había avanzado en aquella dirección para encontrarse con Geoffrey, a unos doscientos o trescientos metros del cercado de la granja junto al que antes vigilaba. La carretera que discurría hacia el oeste, trazando una curva alrededor de la granja, llevaba a la población más cercana, donde había mercado. La carretera del sur llevaba a la estación. Y la carretera del norte llevaba de vuelta a Windygates. Cuando Geoffrey se encontraba aún a cincuenta metros de la bifurcación que había de llevarle a Windygates —mientras los ojos de Arnold estaban aún llenos de lágrimas—, se abrió la verja de la granja. Por ella salió un tílburi ligero de cuatro ruedas, con un hombre a las riendas y una mujer sentada a su lado. La mujer era Anne Silvester y el hombre el propietario de la granja. En lugar de tomar la carretera que llevaba a la estación, el tílburi enfiló el camino del pueblo; de este modo, las personas que viajaban en el vehículo por fuerza daban la espalda a Geoffrey, que avanzaba en la misma dirección desde el este. Geoffrey miró con indiferencia el pequeño y destartalado tílburi y luego giró hacia el norte para encaminarse a Windygates. Cuando Arnold se serenó y dio media vuelta, el tílburi había dado ya la curva que rodeaba la granja. Fiel al compromiso contraído, volvió a su puesto junto al cercado. El tílburi no era entonces más que un punto en la distancia. Instantes después el punto había desaparecido de la vista. Así salvó la mujer (en palabras de sir Patrick) las dificultades que a un hombre habrían parecido insalvables. Así fue como, acuciada por la necesidad, Anne Silvester supo ganarse las simpatías que le procuraron un lugar junto al granjero en el vehículo con el que se dirigía a tratar sus propios asuntos en el pueblo. Y así, por los pelos, consiguió escapar al triple riesgo de ser descubierta que la amenazaba: por Geoffrey, mientras volvía a Windygates; por Arnold, en su puesto de vigilancia; y por el ayuda de cámara, que vigilaba la estación. Capítulo XXVII Hallada Cayó la tarde. El inesperado regreso de uno de «los señoritos» interrumpió por el momento el descanso de los criados de Windygates, que tomaban el fresco en el jardín, en ausencia de su ama y de los invitados. El señor Geoffrey Delamayn reapareció en la casa solo, se fue directamente al salón de fumar y llamó para pedir un nuevo suministro de cerveza. Se arrellanó en una butaca con el periódico y empezó a fumar. Pronto se cansó de leer y se puso a pensar en lo que había ocurrido durante el último tramo de su paseo. Ante él se abrían las perspectivas más optimistas que pudiera haber imaginado. Después del incidente de la biblioteca, se había preparado para enfrentarse a su regreso con el estallido de un gran escándalo. Y al regresar, ¡no había nada a lo que enfrentarse! Tres personas (sir Patrick, Arnold y Blanche) sabían cuando menos que Anne se hallaba en un grave aprieto, ¡y guardaban el secreto con tanto mimo como si supieran que eran los intereses de Geoffrey los que estaban en juego! Y, maravilla de maravillas, la propia Anne no sólo no armaba un escándalo mayúsculo contra él, ¡sino que huía sin decir ni una palabra que pudiera comprometerlo! ¿Qué significaba todo aquello? Geoffrey se esforzó en dar con una explicación y de hecho llegó a concebir una justificación del silencio de Blanche, de su tío y de Arnold. Era obvio que los tres debían de haberse confabulado para mantener a lady Lundie en la ignorancia sobre el regreso a la casa de la institutriz fugitiva. Pero el secreto del silencio de Anne lo tenía totalmente perplejo. Sencillamente era incapaz de imaginar que el horror de verse convertida en obstáculo para el matrimonio de Blanche hubiera sido lo bastante intenso para olvidarse de sus propios agravios, e impulsarla a huir, resuelta a no regresar jamás, puesto que no sabía qué otra cosa podía hacer, y a no permitir jamás que ojos mortales la vieran como esposa de Arnold. «Es evidente que está fuera de mi comprensión —fue la conclusión final a la que llegó Geoffrey—. Si a ella le interesa mantener la boca cerrada, a mí me interesa cerrar la mía. ¡Y ahí se acaba todo, por el momento!» Geoffrey apoyó los pies en una silla para descansar sus magníficos músculos después del largo paseo, y se llenó de nuevo la pipa, completamente satisfecho consigo mismo. No debía temer intromisión alguna por parte de Anne; Arnold no le haría más preguntas embarazosas, dado el estado de su relación. Revivió la riña en el brezal con cierta complacencia, reconociendo el mérito de su amigo, aunque hubieran discutido. «¡Quién habría dicho que el tipo tenía tantas agallas!», pensó, raspando la cerilla para encender su segunda pipa. Transcurrió una hora más. Sir Patrick fue el siguiente en regresar. Volvió pensativo, pero en modo alguno desalentado. A juzgar por las apariencias, su visita a Craig Fernie no le había defraudado. El viejo caballero tarareó su melodía escocesa favorita —distraídamente, quizá— y se tomó una pulgarada de rapé del pomo de su bastón de marfil, como de costumbre. Se dirigió a la campanilla de la biblioteca y llamó a un criado. —¿Ha venido alguien preguntando por mí? —No, sir Patrick. —¿Alguna carta? —No, sir Patrick. —Estupendo. Venga a mi habitación y ayúdeme a ponerme el batín. El criado le ayudó con el batín y las pantuflas. —¿Está en casa lady Lundie? —No, sir Patrick. Se han ido todos de excursión con su señoría. —Estupendo. Tráigame una taza de café, y despiérteme media hora antes de cenar, en caso de que eche una cabezada. —El criado salió. Sir Patrick se estiró en el sofá—. ¡Ay! ¡Ay! La espalda algo dolorida y las piernas un poco rígidas. Imagino que el pony estará igual que yo. La edad, supongo, en ambos casos. ¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Intentemos ser jóvenes de espíritu. El resto, como dice Pope, es cuero y sarga15. Volvió resignadamente a entonar su melodía escocesa. El criado entró con el café. Y después la habitación quedó en silencio: sólo se oían el zumbido sordo de los insectos y el suave crujido de las hojas de las enredaderas en la ventana. Durante unos cinco minutos, sir Patrick tomó café y meditó, y su aspecto no era en modo alguno el un hombre desmoralizado por una decepción reciente. Al cabo de cinco minutos más estaba dormido. Un poco más tarde, el grupo regresó de las ruinas. Con la única excepción de la dama que los había guiado, la expedición entera tenía el ánimo por los suelos; Smith y Jones, en particular, se habían quedado mudos. Sólo lady Lundie seguía pensando en antigüedades feudales con alegría. Había escamoteado su chelín al hombre que enseñaba las ruinas, y estaba completamente satisfecha de sí misma. Su voz tenía una melodía aflautada y la celebrada «sonrisa» no había estado jamás en mejores condiciones. —¡Sumamente interesante! —dijo su señoría al apearse del carruaje con lenta y torpe gracia, dirigiéndose a Geoffrey, que rondaba bajo el pórtico de la casa—. Se lo ha perdido usted, señor Delamayn. La próxima vez que salga a pasear, adviértaselo a su anfitriona y no se arrepentirá. Blanche (que parecía muy cansada e inquieta) preguntó al criado por Arnold y por su tío en cuanto entró en la casa. Sir Patrick estaba arriba y no podía ser molestado. El señor Brinkworth no había regresado. Sólo faltaban veinte minutos para la hora de la cena y en Windygates se insistía en la obligación de vestirse formalmente. Aun así, Blanche se entretuvo en el vestíbulo con la esperanza de ver a Arnold antes de subir a cambiarse. Su esperanza se vio cumplida. Cuando el reloj daba el cuarto, Arnold entró en la casa. ¡Y también él estaba alicaído como los demás! —¿La has visto? —preguntó Blanche. —No —contestó Arnold de buena fe—. No ha escapado por el camino del cruce, lo garantizo. Se separaron para ir a cambiarse. Cuando el grupo se reunió de nuevo en la biblioteca antes de la cena, Blanche se acercó a sir Patrick en cuanto lo vio entrar. —¡Noticias, tío! Me muero por una noticia. —Buenas noticias, querida, por el momento. —¿Ha encontrado a Anne? —No es eso exactamente. —¿Le han dicho algo en Craig Fernie? —He hecho varios descubrimientos importantes en Craig Fernie, Blanche. ¡Silencio! Ahí está tu madrastra. Espera a después de cenar y tal vez sepamos algo más aparte de lo que pueda contarte ahora. Puede que para entonces tengamos noticias de la estación. La cena fue un tedioso suplicio al menos para dos de los comensales, además de Blanche. Arnold, que se sentaba frente a Geoffrey y no cruzó una sola palabra con él, era dolorosamente consciente del cambio que se había producido en la relación con su antiguo amigo. Sir Patrick echó de menos la mano hábil de Hester Dethridge en todos los platos que le ofrecieron, anotó aquella cena entre las oportunidades desperdiciadas de su vida y le ofendió la animación de su cuñada por considerarla sencillamente inhumana en tales circunstancias. Blanche siguió a lady Lundie al salón, ardiendo de impaciencia por que los caballeros terminaran con el vino y se levantaran de la mesa. Su madrastra, que para el día siguiente planeaba una nueva excursión con ruinas incluidas, halló a Blanche sorda a sus comentarios ocasionales sobre la Escocia de las baronías de hacía quinientos años, lamentó con satírico énfasis la falta de una compañía inteligente de su mismo sexo y tendió su majestuosa figura sobre el sofá, a la espera de que llegara del comedor un público digno de ella. Al cabo de breves instantes —tan relajante es la influencia de una conversación sobre antigüedades feudales después de comer, para una conciencia satisfecha— los ojos de lady Lundie se cerraron y de su nariz empezó a surgir a intervalos un sonido profundo como los conocimientos de su señoría, y regular como sus costumbres. Era un sonido que se asocia con gorros de dormir y dormitorios, que la Naturaleza arranca a todos por igual, ricos y pobres, el sonido (¡oh, Verdad, qué atrocidades se hacen públicas en tu nombre!) el sonido de un Ronquido. Blanche aprovechó aquella libertad para dejar que los ecos del salón disfrutaran a sus anchas del audible reposo de lady Lundie. Entró en la biblioteca y echó un vistazo a las novelas. Volvió a salir y miró la puerta del comedor, que estaba al otro lado del vestíbulo. ¿No acabarían los hombres de una vez de hablar de política y beber vino? Subió a su habitación, se cambió los pendientes y regañó a su doncella. Cuando volvió a bajar, hizo un alarmante descubrimiento en un oscuro rincón del vestíbulo. Vio a dos hombres, sombrero en mano, que cuchicheaban con el mayordomo. El mayordomo los dejó allí y entró en el comedor. Luego volvió a salir con sir Patrick y dijo a los dos hombres: —Acérquense, por favor. Los dos hombres avanzaron hacia la luz. ¡Murdoch, el jefe de estación, y Duncan, el ayuda de cámara! ¡Noticias de Anne! —¡Oh, tío, deje que me quede! —rogó Blanche. Sir Patrick vaciló. Imposible saber, tal como se presentaba la situación en aquel momento, si los dos hombres eran portadores de malas noticias sobre la mujer desaparecida. El regreso de Duncan, acompañado del jefe de estación, parecía cosa grave. Blanche adivinó al instante el motivo de la vacilación de su tío. Palideció y lo cogió por el brazo. —No me obligue a irme —susurró—. Puedo soportarlo todo menos la incertidumbre. —¡Hablen! —dijo sir Patrick, cogiendo de la mano a su sobrina—. ¿La han encontrado o no? —Tomó el tren en dirección al norte —dijo el jefe de estación—. Y sabemos adonde va. Sir Patrick soltó el aire contenido; Blanche recobró el color. Cada uno a su manera sintió un enorme alivio. —Te di órdenes de que la siguieras —le dijo sir Patrick a Duncan—. ¿Por qué has vuelto? —Él no tiene la culpa, señor —intervino el jefe de estación—. La señora subió al tren en Kirkandrew. Sir Patrick dio un respingo y miró al jefe de estación. —¡Ay! ¡Ay! La siguiente parada: el pueblo. Qué inexcusable estupidez la mía. No se me había ocurrido. —Me tomé la libertad de telegrafiar la descripción de la señora a Kirkandrew, sir Patrick, por si acaso. —Razón tenía, señor Murdoch. Ha sido usted más sagaz que yo en este asunto. ¿Bien? —Aquí está la respuesta, señor. Sir Patrick y Blanche leyeron el telegrama juntos. Kirkandrew. Tren dirección norte. 7:40 de la tarde. Señora concuerda con descripción. Sin equipaje. Maletín de mano. Viaja sola. Billete de segunda clase. Lugar: Edimburgo. —¡Edimburgo! —repitió Blanche—. ¡Oh, tío! Jamás la encontraremos en un lugar tan grande! —La encontraremos, querida, y ahora verás cómo. Duncan, tráeme papel, pluma y tinta. Señor Murdoch, supongo que ahora volverá a la estación. —Sí, sir Patrick. —Le daré un telegrama para que lo envíe a Edimburgo de inmediato. Sir Patrick redactó un mensaje telegráfico, eligiendo cuidadosamente las palabras, dirigido al juez del distrito de Mid Lothian. —El juez es un viejo amigo mío —explicó a su sobrina—. Y ahora está en Edimburgo. Mucho antes de que el tren llegue a su destino, recibirá esta descripción física de la señorita Silvester y mi petición de que vigile atentamente todos sus movimientos hasta nuevo aviso. La policía está enteramente a su disposición y elegirá a los mejores hombres para este fin. Le he pedido que me responda con un telegrama. Tenga listo un mensajero especial en la estación con ese propósito, señor Murdoch. Gracias, buenas tardes. Duncan, vete a cenar y descansa. Blanche, querida, vuelve al salón. Nosotros iremos a tomar el té en seguida. Sabrás dónde está tu amiga antes de acostarte esta noche. Tras pronunciar estas palabras tranquilizadoras, sir Patrick volvió con los caballeros. Diez minutos más tarde entraron todos en el salón y lady Lundie (firmemente convencida de que no había cerrado los ojos en ningún momento) se hallaba de nuevo en la Escocia de las baronías, quinientos años atrás. Blanche aguardó la oportunidad de hablar con su tío a solas. —Cumpla con su promesa —dijo—. Ha hecho descubrimientos importantes en Craig Fernie. ¿Cuáles son? Sir Patrick desvió la mirada hacia Geoffrey, que dormitaba en una butaca en un rincón de la estancia. Mostraba cierta inclinación a jugar con la curiosidad de su sobrina. —Después de lo que ya hemos descubierto —dijo—, ¿no puedes esperar a que recibamos el telegrama de Edimburgo? —¡Eso es totalmente imposible! El telegrama tardará aún varias horas en llegar. Necesito algo que me ayude a soportar la espera. Blanche se sentó en un sofá, en el rincón opuesto a la butaca de Geoffrey, y señaló el lugar vacío que quedaba a su lado. Sir Patrick había hecho una promesa; no tenía más remedio que cumplirla. Después de mirar una vez más a Geoffrey, ocupó el lugar vacío junto a su sobrina. Capítulo XXVIII Hacia atrás —¿Y bien? —susurró Blanche, cogiéndose del brazo de su tío en ademán confidencial. —Bien —dijo sir Patrick, lanzando una chispa de su satírico humor a su sobrina—. Voy a cometer una imprudencia. Voy a depositar una grave responsabilidad en manos de una joven de dieciocho años. —Las manos de la joven sabrán protegerla, tío, aunque sólo tenga dieciocho años. —Debo correr el riesgo, querida, ya que tu íntima relación con la señorita Silvester puede serme de la mayor utilidad en el siguiente paso que he de dar. Te contaré todo lo que sé, pero primero debo advertirte. Al confiártelo todo, te daré una gran sorpresa que te sobresaltará. ¿Me sigues por ahora? —¡Sí! ¡Sí! —Si no consigues dominarte, no podré ser útil a la señorita Silvester en el futuro. Recuérdalo y prepárate para la sorpresa. ¿Qué te he dicho antes de cenar? —Que había hecho ciertas averiguaciones en Craig Fernie. ¿Qué ha descubierto? —He descubierto que cierta persona conoce perfectamente el secreto que la señorita Silvester nos ha ocultado a ti y a mí. Conocemos a esa persona. Esa persona está muy cerca. ¡Esa persona está en esta habitación! Sir Patrick cogió la mano de Blanche que descansaba sobre su brazo y le dio un significativo apretón. Ella lo miró con el grito de sorpresa suspendido en los labios, esperó un poco, sin dejar de observar el rostro de su tío, luchó con denuedo y se dominó. —Señáleme a esa persona —dijo con una serenidad que se ganó la sincera aprobación de sir Patrick. Blanche se había portado de maravilla para una joven que aún no había cumplido los veinte. —¡Mira! —dijo sir Patrick—, y dime lo que ves. —Veo a lady Lundie al otro lado de la habitación con un mapa de Perthshire y de las ruinas de las baronías de Escocia sobre la mesa. Y veo a todo el mundo, a excepción de usted y de mí, obligados a escucharla. —¿Todo el mundo? Blanche paseó la mirada por el salón con mayor detenimiento y vio a Geoffrey en el otro rincón, profundamente dormido en su butaca. —¡Tío! ¿No querrá decir...? —Ése es el hombre. —¡El señor Delamayn! —El señor Delamayn lo sabe todo. Blanche se agarró instintivamente al brazo de su tío y miró al durmiente como si sus ojos no fueran a cansarse nunca de verlo. —Tú me viste charlando en privado con el señor Delamayn —prosiguió sir Patrick—. Debo admitir, querida, que tenías razón al recelar. Y ahora habré de justificarme por haberte ocultado la verdad hasta ahora. Después de este prólogo, repasó brevemente los acontecimientos del día y luego, a modo de comentario, expuso las conclusiones que le habían sugerido tales acontecimientos. Se había abstenido de alarmar a su sobrina hasta estar seguro de que podía demostrar que sus conclusiones eran ciertas en lo esencial. La prueba ya había sido obtenida y ahora exponía sus opiniones a Blanche sin reservas. —Hasta aquí las explicaciones necesarias que son también un incordio necesario en las relaciones humanas. Ya sabes todo lo que yo sabía al llegar a Craig Fernie y, por lo tanto, estás en situación de apreciar el valor de mis descubrimientos en la posada. ¿Lo vas entendiendo? —¡Perfectamente! —Estupendo. He ido a la posada y... ¡hete aquí que me he encerrado con la señora Inchbare en su salita privada! (No sé si mi reputación se resentirá o no, ¡pero los huesos de la señora Inchbare están por encima de toda sospecha!) Ha sido arduo, Blanche. Jamás había interrogado a un testigo de carácter más avinagrado en todos mis años de experiencia. Habría exasperado a cualquier mortal que no fuera un abogado. En nuestra profesión tenemos todos un temple magnífico, ¡y podemos ser tan irritantes cuando queremos! En resumen, querida, la señora Inchbare se ha defendido como una gata y yo la he atacado como un gato, y al final he conseguido sonsacarle la verdad con las uñas. El resultado valía la pena, como ya verás. El señor Delamayn me había descrito ciertas circunstancias extraordinarias que, según él, se habían producido en una posada entre un caballero y una dama. El propósito de ambas partes era el de hacerse pasar por marido y mujer. Todas estas circunstancias, Blanche, se dieron en Craig Fernie entre un caballero y una dama el mismo día en que la señorita Silvester desapareció de esta casa. Y, ¡espera!, al insistirle en que diera su nombre después de que el caballero la hubiera dejado sola en la posada, la dama dijo llamarse «señora Silvester». ¿Qué te parece? —¿Parecer? Estoy desconcertada. No lo comprendo. —Es un descubrimiento sorprendente, mi querida niña, eso es innegable. ¿Espero un poco a que te recobres de la impresión? —¡No! ¡No! ¡Siga! ¿Y el caballero, tío? ¿Y el caballero que estaba con Anne? ¿Quién era? ¿No era el señor Delamayn? —No era el señor Delamayn —respondió sir Patrick—. Eso al menos ha quedado demostrado. —¿Qué necesidad había de demostrarlo? El señor Delamayn se fue a Londres el día de la fiesta en el jardín. Y Arnold... —Y Arnold lo acompañó hasta la siguiente estación. ¡Muy cierto! Pero ¿cómo iba a saber yo lo que había hecho el señor Delamayn después de separarse de Arnold? Tenía que asegurarme de que no había vuelto a escondidas a la posada, y la prueba estaba en manos de la señora Inchbare. —¿Cómo la consiguió? —Le pedí que describiera al caballero que acompañaba a la señorita Silvester. La descripción de la señora Inchbare (aun siendo vaga, como tú misma vas a comprobar dentro de poco) exonera completamente a ese hombre —dijo sir Patrick señalando a Geoffrey, que aún dormía en su butaca—. El no es la persona que hizo pasar a la señorita Silvester por su esposa en Craig Fernie. Decía la verdad cuando me pidió consejo para un amigo. —Pero ¿quién es ese amigo? —insistió Blanche—. Eso es lo que yo querría saber. —También es lo que querría saber yo. —Cuénteme lo que le ha dicho la señora Inchbare sin omitir detalle. He vivido con Anne toda mi vida. Tengo que haber visto a ese hombre en alguna parte. —Si consigues identificarlo por la descripción de la señora Inchbare —respondió sir Patrick—, es que eres mucho más inteligente que yo. Ahí va el retrato del hombre, tal como lo ha pintado la patrona: joven, de estatura media, con ojos y cabellos negros y tez morena. Afable y con una forma agradable de hablar. ¡Quítale lo de «joven» y el resto es exactamente lo contrario del señor Delamayn! En esto la señora Inchbare nos ha guiado con la mayor claridad. Pero ¿cómo aplicar su descripción a la persona que buscamos? Calculando por lo bajo, debe de haber quinientos mil hombres en Inglaterra que sean jóvenes, de estatura media, morenos, de carácter afable y buenas maneras. Uno de los lacayos de esta casa responde a la descripción punto por punto. —Y Arnold también —dijo Blanche como ejemplo aún más evidente de la irritante vaguedad de la descripción. —Y Arnold también —repitió sir Patrick, completamente de acuerdo con ella. Apenas habían pronunciado estas palabras cuando apareció Arnold en persona, y se acercó a sir Patrick con una baraja de naipes en la mano. En el momento preciso en que ambos habían adivinado la verdad sin sospecharlo siquiera, aparecía el Descubrimiento presentándose inconscientemente a los ojos de quienes eran incapaces de verlo, ¡en la persona del hombre que había hecho pasar a Anne Silvester por su mujer en la posada de Craig Fernie! El terrible capricho de la Suerte, la cruel ironía de la Circunstancia, no podían hacer más. Los tres tenían los pies al borde del precipicio. ¡Y dos de ellos sonreían por aquella extraña coincidencia mientras el tercero barajaba unas cartas! —¡Por fin hemos acabado con las ruinas! —dijo Arnold— y vamos a jugar al whist. Sir Patrick, ¿quiere elegir una carta? —Hace demasiado poco que hemos acabado de cenar, mi querido muchacho. Juegue usted la primera partida y luego déme otra oportunidad. Por cierto —añadió—. Sabemos que la señorita Silvester cogió el tren en Kirkandrew. ¿Cómo es que no la vio usted pasar? —No puede haber pasado por donde yo estaba, sir Patrick, o la habría visto. Después de justificarse de esta manera, respondió a la llamada del grupo de whist, que aguardaba impaciente en el otro extremo del salón las cartas que él llevaba en la mano. —¿De qué estábamos hablando cuando nos ha interrumpido? —dijo sir Patrick a Blanche. —Del hombre que estaba con Anne en la posada, tío. —Es inútil seguir con las pesquisas por ese lado, querida mía, sin disponer de más datos que la descripción de la señora Inchbare. Blanche volvió la mirada hacia el dormido Geoffrey. —¡Y él lo sabe! —dijo—. ¡Es desesperante ver a ese bruto roncando en la butaca, tío! Sir Patrick alzó una mano a modo de advertencia. Antes de que pudieran decir algo más, una nueva interrupción los hizo callar. El grupo de whist incluía a lady Lundie y el cirujano, que jugaban en pareja contra Smith y Jones. Arnold estaba sentado detrás del cirujano, que le daba una lección para que aprendiera a jugar. Abandonados a sus propios recursos, Uno, Dos y Tres pensaron lógicamente en jugar al billar y, al detectar a Geoffrey dormido en su rincón, se acercaron a perturbar su sueño con la palabra «billar», que todo lo disculpaba. Geoffrey se despertó, se frotó los ojos y dijo con voz somnolienta: —De acuerdo. Al levantarse, miró a sir Patrick y su sobrina. A pesar de la decisión con que Blanche se esforzaba por dominarse, no fue lo bastante fuerte para impedir que sus ojos se volvieran hacia Geoffrey con una expresión que delataba el interés no deseado que ahora sentía por él. Geoffrey se detuvo al percibir algo completamente nuevo en la mirada de la joven dama. —Disculpe —dijo Geoffrey—. ¿Desea hablar conmigo? El rostro de Blanche enrojeció. Su tío acudió al rescate. —La señorita Lundie y yo esperamos que haya dormido usted bien, señor Delamayn —dijo sir Patrick jocosamente—. Eso es todo. —¿Ah? ¿Eso es todo? —dijo Geoffrey, mirando todavía a Blanche—. Discúlpeme otra vez. Un paseo condenadamente largo y una cena condenadamente pesada. Consecuencia natural: una cabezada. Sir Patrick lo observó con atención. Era evidente que Geoffrey se había sorprendido de veras al ver que era objeto de una atención especial por parte de Blanche. —¿Nos vemos en la sala de billar? —dijo con indiferencia, y siguió a sus compañeros, como de costumbre, sin esperar respuesta. —Ten cuidado con lo que haces —dijo sir Patrick a su sobrina—. Ese hombre es más perspicaz de lo que parece. Cometeremos un grave error si hacemos que se ponga en guardia desde el principio. —No volverá a ocurrir, tío —dijo Blanche—. ¡Pero imagínese que él goza de la confianza de Anne y en cambio a mí se me niega! —La confianza de su amigo, querrás decir, querida mía. Y sólo con que evitemos despertar sus sospechas, quién sabe si pronto dirá o hará algo que nos indique quién es su amigo. —Pero va a volver a casa de su hermano mañana. Lo ha dicho durante la cena. —Tanto mejor. ¡No estará aquí para ver cosas extrañas en el rostro de cierta joven dama! La casa de su hermano está relativamente cerca y yo soy su asesor legal. La experiencia me dice que aún no me lo ha consultado todo y que la próxima vez dejará escapar algún dato más. Tales son nuestras posibilidades de ver la luz a través del señor Delamayn, si no puede ser de otra manera. Y no es nuestra única posibilidad, recuerda. Tengo algo que decirte sobre Bishopriggs y la carta perdida. —¿La han encontrado? —No. Me aseguré e hice que la buscaran bajo mi propia supervisión. La carta fue robada, Blanche, y la tiene Bishopriggs. Le he dejado una nota para él a la señora Inchbare. Los visitantes de la posada ya echan de menos a ese viejo sinvergüenza, tal como te había dicho. Su señora está empezando a sufrir el castigo de haber sido lo bastante estúpida para desahogar su mal humor con su camarero. La culpa de la pelea se la echa enteramente a la señorita Silvester, por supuesto. Bishopriggs descuidaba a todo el mundo para servir a la señorita Silvester. Bishopriggs se mostró insolente cuando se le reconvino su actitud y la señorita Silvester le animó, y así todo. El resultado será, ahora que la señorita Silvester se ha ido, que Bishopriggs volverá a Craig Fernie antes de que acabe el otoño. Navegamos viento en popa, querida mía. Ven y aprende a jugar al whist. Sir Patrick se levantó para unirse a los que jugaban. Blanche lo detuvo. —Aún no me ha dicho una cosa —dijo—. Quien quiera que sea ese hombre, ¿está Anne casada con él? —Quien quiera que sea ese hombre —respondió sir Patrick—, será mejor que no intente casarse con nadie más. Así planteó la pregunta Blanche sin saberlo, y sin saberlo dio el tío la respuesta de la que dependía toda la felicidad de Blanche en su vida futura. ¡Ese «hombre»! ¡Con qué ligereza hablaban ambos de ese «hombre»! ¿No ocurriría nada que despertase la más débil sospecha en ellos, o en Arnold, de que Arnold era el «hombre»? —¿Quiere decir que está casada? —insistió Blanche. —Yo no diría tanto. —¿Quiere decir que no está casada? —Yo no diría tanto. —¡Oh! ¡La ley! —Irritante, ¿verdad, querida mía? Como profesional puedo decirte que, en mi opinión, tiene fundamentos para seguir adelante si reclama ser la esposa de ese hombre. Eso es lo que quiere decir mi respuesta y, hasta que sepamos más, es lo único que puedo decir. —¿Cuándo sabremos más? ¿Cuándo recibiremos el telegrama? —Aún tardará unas horas. Ven y aprende a jugar al whist. —Creo que prefiero charlar con Arnold, tío, si no le importa. —¡En absoluto! Pero no hables con él de lo que te he contado esta noche. El señor Delamayn y él son viejos amigos, recuérdalo, y puede que cometa el error garrafal de contarle a su amigo lo que sería mejor que su amigo no supiera. Es triste, ¿verdad?, tener que inculcar esta lección de duplicidad en una mente joven. Un sabio dijo una vez: «Cuanto más viejo se hace el hombre, peor es». Ese sabio, querida mía, estaba pensando en mí, y tenía toda la razón del mundo. Sir Patrick mitigó el dolor de esta confesión con una pulgarada de rapé, y se dirigió a la mesa de whist, esperando a que el final de la partida le permitiera incorporarse al juego. Capítulo XXIX Hacia adelante Blanche encontró a su enamorado tan atento como de costumbre a sus menores deseos, pero no con su habitual buen humor. Él justificó su abatimiento alegando fatiga tras la larga guardia en el cruce. Mientras hubiera esperanza de una reconciliación con Geoffrey, no quería contarle a Blanche lo que había sucedido aquella tarde. La esperanza se hizo cada vez más débil a medida que transcurrían las horas. Arnold sugirió a propósito que lo acompañara a la sala de billar y se unió al juego, para dar oportunidad a Geoffrey de decirle las pocas palabras corteses que les habrían vuelto a hacer amigos. Geoffrey no pronunció las palabras; obstinadamente obró como si Arnold no estuviera. En la mesa de cartas, la partida de whist se prolongaba interminablemente. Lady Lundie, sir Patrick y el cirujano eran jugadores empedernidos y muy igualados. Smith y Jones (que se turnaban para jugar) eran un soporte en el whist igual que en la conversación. La misma mediocridad de estilo, modesta y segura, caracterizaba las acciones de estos dos caballeros en todos los aspectos de la vida. Pasó el tiempo y llegó la medianoche. Se acostaron tarde y se levantaron tarde en Windygates. Bajo aquel hospitalario techo, no había insinuaciones molestas en forma de palmatorias expuestas por las mesas con virtud ostentosa, apremiando a los invitados a meterse en su habitación; no sonaba ninguna campanilla vil e inmisericorde que los sacara de la cama a la mañana siguiente, insistiendo en que desayunaran a una hora determinada. La vida tiene sin duda suficientes penalidades inevitables para añadirle gratuitamente la de un gobierno absolutista administrado por un reloj. Eran las doce y cuarto cuando lady Lundie se levantó de la mesa de whist con gesto anodino, diciendo que suponía que alguien debía dar ejemplo y acostarse. Sir Patrick y Smith, el cirujano y Jones decidieron jugar una última partida. Blanche desapareció, cuando su madrastra tenía los ojos puestos en ella, y apareció de nuevo en el salón, cuando lady Lundie estaba ya en manos de su doncella. Nadie siguió el ejemplo de la señora de la casa, aparte de Arnold, que abandonó la sala de billar con la certeza de que todo había terminado entre Geoffrey y él. Ni siquiera la atracción de Blanche tuvo la fuerza suficiente para hacer que se quedara aquella noche. Se fue a la cama. Era la una pasada. La partida final había concluido; se habían arreglado las cuentas en la mesa de whist, el cirujano se había dirigido a la sala de billar tranquilamente, seguido por Smith y Jones, cuando entró Duncan por fin con el telegrama en la mano. Blanche dio la espalda al claro de luna sereno y otoñal que la había atraído hacia la ventana, y miró por encima del hombro de su tío mientras éste abría el telegrama. Leyó la primera línea... y fue suficiente. Todo el andamiaje de esperanza construido en torno a aquel pedazo de papel se derrumbó en un instante. El tren de Kirkandrew había llegado a Edimburgo a la hora habitual. Todos los pasajeros habían pasado bajo la mirada atenta de la policía, ¡y no había señales de ninguna persona que respondiera a la descripción de Anne! Sir Patrick señaló las dos últimas frases del telegrama: «Indagaciones por telegrama a Falkirk. Se le hará saber posible resultado». —Debemos conservar la esperanza, Blanche. Es evidente que sospechan que se apeó del tren en el empalme de ambas vías, con el propósito de zafarse del telégrafo. Ya no hay remedio. Acuéstate, niña, acuéstate. Blanche besó a su tío en silencio y se fue. Su rostro joven y lleno de vida mostraba la tristeza del primer pesar sin esperanzas que sir Patrick veía en él. Una vez en su habitación, siguió atormentándole la expresión de su sobrina al despedirse, mientras el fiel Duncan lo preparaba para acostarse. —Mal asunto éste, Duncan. No quería decírselo a la señorita Lundie, pero mucho me temo que la institutriz nos ha despistado. —Eso parece, sir Patrick. La pobre señorita parece desconsolada. —También tú te has dado cuenta, ¿verdad? Ha vivido toda su vida con la señorita Silvester, ¿comprendes?, y existe un vínculo muy fuerte entre ellas. Estoy preocupado por mi sobrina, Duncan. Temo que esta decepción tenga un grave efecto sobre ella. —Es joven, sir Patrick. —Sí, amigo mío, es joven, pero los jóvenes (cuando son buenos) tienen el corazón ardiente. ¡El invierno aún no se ha apoderado de ellos, Duncan! Y son muy sensibles. —Creo que hay razones para confiar en que la señorita Lundie lo supere, señor, con mayor facilidad de la que usted supone. —¿Y qué razones son, si se puede saber? —Una persona en mi posición no puede atreverse a hablar abiertamente sobre un asunto de tan delicada naturaleza, señor. Sir Patrick sacó el genio, medio en serio medio en broma, como de costumbre. —¿Así me hablas, viejo tunante? ¿No soy tu amigo, además de ser tu amo? ¿Acaso tengo yo costumbre de guardar las distancias con mis inofensivos congéneres? Desprecio la hipocresía del Liberalismo moderno, pero no es menos cierto que durante toda mi vida he protestado contra la inhumana diferencia de clases en Inglaterra. En ese aspecto, por mucho que alardeemos de nuestras virtudes nacionales, somos las personas menos cristianas del mundo civilizado. —Le ruego que me perdone, sir Patrick... —¡Que Dios me ayude! ¡Estoy hablando de política a estas horas de la noche! Es culpa tuya, Duncan. ¿Qué pretendes echándome en cara mi posición, sólo porque no puedo ponerme el gorro de dormir a gusto hasta que me has cepillado el pelo? Me entran ganas de levantarme y cepillártelo a ti. ¡Vamos! ¡Vamos! Estoy intranquilo por mi sobrina. Irritabilidad nerviosa, mi buen amigo, eso es todo. Oigamos lo que tienes que decir sobre la señorita Lundie. Y sigue con mi pelo. Y no seas farsante. —Iba a recordarle, sir Patrick, que la señorita Lundie tiene otro interés en la vida en el que volcarse. Si este asunto de la señorita Silvester acaba mal, y creo que empieza a parecer que será así, yo adelantaría el matrimonio de mi sobrina y vería si eso no la consolaba. Sir Patrick dio un respingo bajo la suave disciplina del cepillo que manejaba Duncan. —Has hablado con mucho tino —dijo el viejo caballero—. ¡Duncan! Eres lo que yo llamo un hombre con la cabeza lúcida. ¡Vale la pena considerar esa posibilidad, mi viejo y veraz amigo! ¡Si ocurre lo peor, vale la pena considerar esa posibilidad! No era la primera vez que el infalible sentido común de Duncan arrojaba luz sobre los pensamientos de su amo, en la forma de una nueva idea. Pero jamás hasta entonces había causado tanto daño como el que inocentemente acababa de causar ahora. Enviaba a sir Patrick a dormir con la fatídica idea de adelantar el matrimonio de Arnold y Blanche. La situación en Windygates —ahora que al parecer Anne había borrado todo rastro de sí misma— empezaba a ser grave. La única posibilidad de la que dependía que se descubriera la posición de Arnold era que la verdad se revelara por accidente con el transcurso del tiempo. En estas circunstancias, sir Patrick decidió que, si a lo largo de la semana no ocurría algo que aliviara la ansiedad de Blanche, adelantaría el matrimonio de finales de otoño (como se había previsto en un principio) a la primera quincena del mes siguiente. Dada la fecha en la que estaban, el cambio produjo un importante resultado, en cuanto a la capacidad para desarrollarse de los acontecimientos libremente: redujo un lapso de tres meses a un intervalo de tres semanas. Llegó la mañana siguiente y Blanche la convirtió en una mañana memorable, al cometer una imprudencia que eliminó una más de las posibilidades de descubrir la verdad que habían existido antes de la llegada del telegrama de Edimburgo el día anterior. Blanche había pasado la noche en blanco, con el espíritu y el cuerpo en un estado febril, sin hacer otra cosa que pensar en Anne, hora tras hora. Al amanecer, no pudo soportarlo más. Se había agotado completamente su capacidad de dominio sobre sí misma. Se levantó dispuesta a no permitir que Geoffrey abandonara la casa sin arriesgarse a un intento de hacerle confesar lo que sabía sobre Anne. Actuando de aquella manera bajo su propia responsabilidad, no hacía sino traicionar a sir Patrick. Sabía que obraba mal; se avergonzaba sinceramente por ello. Pero se había apoderado de ella el demonio que induce a las mujeres a esa temeridad característica en los momentos críticos de su vida... y lo hizo. Geoffrey había dispuesto la noche anterior que desayunaría pronto, solo, que recorrería a pie los dieciséis kilómetros que lo separaban de la casa de su hermano y enviaría luego a un criado a por su equipaje. Se había puesto el sombrero, estaba en el vestíbulo, buscando en el bolsillo su otro yo, la pipa, cuando de pronto salió Blanche del gabinete y se interpuso entre él y la puerta de la casa. —Se ha levantado temprano, ¿eh? —dijo Geoffrey—. Me voy a casa de mi hermano. Blanche no dijo nada. Él la miró con atención. Los ojos de la joven escudriñaban su rostro sin preocuparse lo más mínimo por disimularlo, lo que impedía (incluso a un intelecto como el de Geoffrey) toda interpretación indigna de los motivos que pudiera tener para demorar su partida. —¿Desea decirme algo? —preguntó Geoffrey. Esta vez, Blanche respondió. —Tengo que hacerle una pregunta —dijo. Él sonrió graciosamente y abrió su petaca. Se sentía fuerte y descansado después de dormir toda la noche, sano y apuesto y de buen humor. Las doncellas de la casa le habían echado el ojo aquella mañana y habían deseado —como una Desdémona16 diferente— que el Cielo hubiera hecho de ellas un hombre como aquél. —Bien —dijo—, ¿cuál es? Blanche formuló su pregunta sin ningún preámbulo con el propósito de pillarlo por sorpresa. —Señor Delamayn —dijo—, ¿sabe dónde está Anne Silvester esta mañana? Geoffrey estaba llenando su pipa mientras ella hablaba y dejó caer un poco de tabaco al suelo. En lugar de responder antes de recogerlo, respondió después, hosco y dueño de sí mismo, con una sola palabra: —No. —¿No sabe nada de ella? Geoffrey se dedicó obstinadamente a llenar su pipa. —Nada. —¿Me da su palabra de caballero? —Le doy mi palabra de caballero. Geoffrey se guardó la petaca en el bolsillo. Su hermoso rostro tenía una expresión dura como la piedra. Sus claros ojos azules desafiaban a todas las jóvenes de Inglaterra juntas a escudriñar sus pensamientos. —¿Ha terminado, señorita Lundie? —preguntó, pasando súbitamente a un tono y una actitud de burlona cortesía. Blanche comprendió que era inútil, comprendió que había comprometido sus propios intereses con aquel acto irreflexivo. Recordó las palabras de advertencia de sir Patrick, reprochándoselo cuando ya era demasiado tarde. «Cometeremos un grave error si hacemos que se ponga en guardia desde el principio.» No quedaba más que una solución. —Sí —dijo—. He terminado. —Ahora me toca a mí —replicó Geoffrey—. Quiere saber dónde está la señorita Silvester. ¿Por qué me lo pregunta a mí? Blanche hizo lo posible por enmendar el error cometido, alejando a Geoffrey de la verdad tanto como Geoffrey la había alejado a ella. —Casualmente sé —contestó— que la señorita Silvester dejó el lugar en el que se alojaba más o menos cuando usted salió a pasear ayer. Y pensaba que tal vez la habría visto. —¿Ah? Ésa es la razón, ¿eh? —dijo Geoffrey con una sonrisa. La sonrisa hirió la sensibilidad de Blanche en lo más vivo y tuvo que hacer un último esfuerzo por dominarse y no dar rienda suelta a su indignación. —No tengo nada más que decir, señor Delamayn. —Tras esta réplica, le dio la espalda, entró en el gabinete y cerró la puerta. Geoffrey bajó las escaleras de la entrada y encendió su pipa. En esta ocasión no tenía dudas sobre lo que acababa de suceder. Dedujo inmediatamente que Arnold se había vengado de él mezquinamente tras su conducta del día anterior, explicando a Blanche el secreto de su misión en Craig Fernie. La cosa llegaría a continuación a oídos de sir Patrick, sin duda, y seguramente él sería la primera persona que revelaría a Arnold la posición en que se había colocado a sí mismo con respecto a Anne. ¡Muy bien! Sir Patrick sería un testigo excelente al que recurrir cuando estallara el escándalo, y cuando llegara el momento de rechazar la reclamación de Anne, afirmando que era la descarada impostura de una mujer que estaba ya casada con otro hombre. Dio unas cuantas chupadas a la pipa despreocupadamente, y emprendió el camino a la casa de su hermano con su paso firme y cadencioso. Blanche se quedó sola en el gabinete. La perspectiva de averiguar la verdad a través de lo que Geoffrey pudiera decir cuando volviera a consultar a sir Patrick la había cerrado ella misma por el momento. Presa de la desesperación, estaba sentada junto a la ventana. Desde allí se veía la pequeña terraza lateral que era el lugar preferido por Anne para pasear en Windygates. Con los ojos cansados y el corazón dolorido, la pobre niña contempló aquel rincón familiar y se preguntó, con el amargo arrepentimiento que llega demasiado tarde, ¡si había destruido la última posibilidad de encontrar a su amiga! Siguió junto a la ventana sin hacer nada, mientras la mañana se iba alargando, hasta que llegó el cartero. Antes de que el criado pudiera entrar con la bolsa de cartas, Blanche salió al vestíbulo. ¿Cabía esperar aún que en la bolsa llegaran noticias? Revisó las cartas y sus ojos se detuvieron de pronto en una carta dirigida a ella. Llevaba el matasellos de Kirkandrew y las señas estaban escritas con la letra de Anne. Rasgó la carta y leyó estas líneas: Te he dejado para siempre, Blanche. ¡Que Dios te bendiga y te premie! ¡Que Dios te dé felicidad el resto de tu vida! Por cruel que me consideres ahora, cariño mío, ahora más que nunca he sido una auténtica hermana para ti. Sólo esto puedo decir, y nunca podré decirte más. Perdóname y olvídame. Nuestras vidas discurrirán separadas a partir de hoy. Sir Patrick bajó a desayunar a su hora habitual y echó de menos a Blanche, a la que solía encontrar esperándole en la mesa a aquella hora. La habitación estaba vacía. Los demás habitantes de la casa habían finalizado ya el ágape matinal. A sir Patrick no le gustaba desayunar solo. Envió a Duncan con un mensaje que debía entregar a la doncella de Blanche. La doncella apareció a su debido tiempo. La señorita Lundie no podía salir de su dormitorio. Enviaba una carta a su tío, con cariño, y le rogaba que la leyera. Sir Patrick abrió la carta y leyó lo que Anne había escrito a Blanche. Aguardó un rato mientras reflexionaba, con dolor e inquietud evidentes, sobre lo que había leído, y luego abrió sus cartas y buscó las firmas con premura. No había nada para él de su amigo, el juez de Edimburgo, ni le había llegado comunicado alguno del ferrocarril en forma de telegrama. La noche anterior había decidido esperar al final de la semana para intervenir en el asunto del matrimonio de su sobrina. Vistos los acontecimientos de la mañana, resolvió no esperar ni un día más. Duncan regresó para servir el café a su amo. Sir Patrick lo envió de nuevo a entregar un segundo mensaje. —¿Sabes dónde está lady Lundie, Duncan? —Sí, sir Patrick. —Saluda a su señoría de mi parte. Si no está ocupada, desearía hablar con ella en privado dentro de una hora. Capítulo XXX Abandonada Sir Patrick desayunó mal. La ausencia de Blanche era motivo de zozobra y la carta de Anne de desconcierto. La leyó una segunda vez, a pesar de su brevedad, y aun una tercera. Si significaba algo era que la razón fundamental de la huida de Anne estaba en sacrificarse por la felicidad de Blanche. ¡Se había despedido para siempre de su sobrina, por el bien de su sobrina! ¿Qué significaba aquello? ¿Y cómo casaba con la situación de Anne, tal como se la había descrito la señora Inchbare durante la visita a Craig Fernie? Con todo su ingenio y toda su experiencia, sir Patrick no fue capaz de hallar siquiera una sombra de respuesta a esa pregunta. Mientras seguía meditando sobre la carta, Arnold y el cirujano entraron en la habitación juntos. —¿Sabe lo de Blanche? —preguntó Arnold con tono alterado—. No corre peligro, sir Patrick, lo peor ya ha pasado. El cirujano intervino antes de que sir Patrick le preguntara. —El interés del señor Brinkworth por la joven exagera un poco su estado —dijo—. La he examinado a petición de lady Lundie y puedo asegurarle que no hay el menor motivo de alarma. La señorita Lundie ha sufrido una crisis nerviosa, que ha remitido con sencillos remedios domésticos. Tan sólo debe usted preocuparse por lo que haya que hacer en el futuro. Padece una angustia mental que no me corresponde a mí aliviar y eliminar, sino a sus amigos. Bastará con que desvíen sus pensamientos del doloroso objeto, sea cual sea, que los ocupa. —Cogió un periódico de la mesa y salió al jardín paseando tranquilamente, dejando a sir Patrick y a Arnold solos. —¿Ha oído eso? —dijo sir Patrick. —¿Cree usted que tiene razón? —preguntó Arnold. —¿Razón? ¿Cree acaso que un hombre se gana un prestigio como el suyo cometiendo errores? Es usted de la nueva generación, señor mío. Es de los que se quedan mirando a un hombre famoso, pero no sienten ni un átomo de respeto por su fama. Si Shakespeare volviera a la vida y hablara de teatro, el primer don nadie pretencioso que se sentara frente a él en una cena le contradiría tan tranquilamente como si se tratara de usted o de mí. La veneración ha muerto; la época presente la ha enterrado sin una lápida que marque la tumba. ¡Bien, dejemos eso! Volvamos a Blanche. Supongo que adivinará usted cuál es ese doloroso objeto que ocupa sus pensamientos. La señorita Silvester me ha despistado a mí y ha despistado a la policía de Edimburgo. Blanche descubrió anoche que habíamos fracasado y ha recibido una carta esta mañana. Sir Patrick empujó la carta de Anne hacia el otro extremo de la mesa del desayuno. Arnold la leyó y se la devolvió sin decir nada. Vista desde la nueva perspectiva que tenía del carácter de Geoffrey, después de la pelea en el brezal, la carta no podía conducirle más que a una conclusión. Geoffrey había abandonado a Anne. —¿Y bien? —dijo sir Patrick—. ¿Entiende usted lo que significa? —Entiendo la desdicha de Blanche al leerla. No dijo nada más. Era evidente que la información que él pudiera aportar —aun considerándose libre para darla— no habría servido de nada a sir Patrick para encontrar a la señorita Silvester, dadas las circunstancias. Desgraciadamente nada le tentaba a romper el honorable silencio que había mantenido hasta entonces. Y más desgraciado aún era el hecho de que, aun presentándose la tentación, la capacidad de Arnold para resistirla fuera entonces más fuerte que nunca. A los dos poderosos motivos que hasta el momento habían refrenado su lengua —el respeto a la reputación de Anne y la reticencia a revelar a Blanche el engaño que se había visto obligado a representar en la posada— se añadía ahora un tercero. Traicionar la confianza que Geoffrey había depositado en él sería doblemente mezquino, si demostraba que no la merecía justo después de que Geoffrey le hubiera insultado personalmente. Sencillamente, por su carácter, Arnold era totalmente incapaz de la venganza ruin que aquel falso amigo no había vacilado en sospechar de él. Jamás habían estado sus labios sellados tan eficazmente como en aquel momento en que todo su futuro dependía de que sir Patrick descubriera el papel que había desempeñado en los acontecimientos de Craig Fernie. —¡Sí! Sí —dijo sir Patrick con impaciencia—. La angustia de Blanche es muy comprensible. Pero resulta que, según dice aquí, al parecer es mi sobrina la responsable de la desaparición de esa desdichada mujer. ¿Puede usted explicarme qué tiene que ver mi sobrina con ello? —¡Yo! La propia Blanche está absolutamente perpleja. ¿Cómo voy a saberlo yo? Al responder así, Arnold hablaba con total sinceridad. Los vagos recelos de Anne sobre la situación en la que se habían colocado ellos mismos en la posada no habían tenido su correspondiente efecto en Arnold en su momento. No los había tenido en cuenta; ni siquiera los había comprendido. Como consecuencia lógica, en su cabeza no había ahora la menor sospecha sobre los motivos de las acciones de Anne. Sir Patrick metió la carta en su cartera y, desesperanzado, abandonó todo esfuerzo para interpretar su significado. —Basta ya de dar palos de ciego —dijo—. Una cosa tengo clara, después de lo que ha ocurrido arriba esta mañana. Debemos aceptar la posición en la que nos ha dejado la señorita Silvester. A partir de ahora renuncio a dar con su paradero. —¿No cree que será una horrible decepción para Blanche, sir Patrick? —No lo niego. Debemos afrontar esa posibilidad. —Si está usted seguro de que no puede hacerse nada más, supongo que así es, en efecto. —¡No estoy seguro de nada, señor mío! Aún quedan dos oportunidades para arrojar luz sobre este asunto, que no dependen en absoluto de lo que pueda hacer la señorita Silvester por guardar el secreto. —Entonces ¿por qué no las probamos, señor? Me parece muy duro abandonar a la señorita Silvester cuando más apurada está. —Es duro, pero no podemos ayudarla en contra de su voluntad —replicó sir Patrick—, y después del ataque de nervios de esta mañana, no podemos correr el riesgo de someter a Blanche a nuevas incertidumbres. En todo momento he tenido presente el bienestar de mi sobrina en este asunto, y si ahora he cambiado de opinión y me niego a alterarla aún más con nuevos experimentos, que muy posiblemente terminarán en fracaso, es porque sigo pensando en su bienestar. No tengo ningún otro motivo. Por numerosos que sean mis defectos, la ambición de destacar como detective de la policía no es uno de ellos. Desde el punto de vista policial, no es un caso perdido en absoluto. Sin embargo, lo abandono por el bien de Blanche. En lugar de alentarla a seguir pensando en este triste asunto, debemos aplicar el remedio sugerido por nuestro amigo médico. —¿Cómo lo haremos? —preguntó Arnold. El malicioso sentido del humor de sir Patrick empezó a asomar a su rostro. —¿No hay un tema de reflexión más agradable que la pérdida de su amiga en el que pueda pensar? —preguntó—. Se interesa usted, mi joven caballero, por el remedio que ha de curar a Blanche. Usted es una de las drogas de la receta moral. ¿Adivina cuál es? Arnold se puso en pie de repente, cobrando nueva vida. —¿Tal vez tiene alguna objeción a adelantar la boda? —preguntó sir Patrick. —¡Objeción! ¡Si Blanche consintiera, la llevaría ante el altar en cuanto bajara las escaleras! —¡Gracias! —dijo sir Patrick escuetamente—. ¡Señor Arnold Brinkworth, ojalá esté siempre tan dispuesto como ahora a aprovechar el tiempo! Siéntese y no diga tonterías. Es posible, si Blanche acepta (como usted dice), y si podemos meter prisa a los abogados, que puedan casarse dentro de tres o cuatro semanas. —¿Qué tienen que ver los abogados en esto? —¡Mi querido muchacho, esto no es un matrimonio de novela! Se trata del asunto menos romántico que haya habido en la historia. Tenemos aquí a un joven caballero y una joven dama, ambos ricos, ambos de posición y carácter similares, uno mayor de edad y la otra que se casa con el consentimiento y aprobación de su tutor. ¿Cuál es la consecuencia de semejante estado de cosas puramente prosaico? ¡Abogados y acuerdos prematrimoniales, por supuesto! —¡Venga conmigo a la biblioteca, sir Patrick, y elaboraremos el acuerdo en un santiamén! Un trozo de papel y tinta. «Por la presente entrego hasta el último bendito penique que tengo en el mundo a mi querida Blanche.» Firmo, sello, pongo el dedo en el sello. «Entrego este papel como cesión y donación y ya está.» ¡Hecho! —¿En serio? Es usted un legislador nato. Ha creado y codificado su propio sistema en un abrir y cerrar de ojos. ¡Moisés-Justiniano-Mahoma, déme su brazo! Lo que acaba de decir tiene cierto sentido. «Venga conmigo a la biblioteca.» Es una sugerencia digna de ser atendida. ¿Por casualidad tiene usted un abogado entre sus demás cosas superfluas? —Tengo dos. Uno en Londres y otro en Edimburgo. —Llamaremos al más cercano de los dos, porque tenemos prisa. ¿Cuál es el abogado de Edimburgo? ¿Pringle, de la calle Pitt? No hay hombre mejor. Venga y escríbale una carta. Me ha dado usted el resumen de un acuerdo prematrimonial con la brevedad de un antiguo romano. Me niego a ser superado por un aficionado. ¡Aquí tiene mi resumen! Es usted justo y generoso con Blanche, Blanche es justa y generosa con usted, y los dos se combinan para ser justos y generosos con sus hijos. ¡He aquí un acuerdo modelo! ¡Y ésas han de ser sus instrucciones para Pringle, de la calle Pitt! ¿Podrá hacerlo usted solo? No, claro que no. ¡Vamos, no sea haragán! Veamos los diferentes puntos tal como se van a presentar. Se va a casar; diga con quién. Añada que yo soy el tutor de la señorita en cuestión; dé el nombre y la dirección de mi abogado en Edimburgo. Escriba sus instrucciones con sencillez y las menos palabras posibles, y deje los detalles para su asesor legal. Indique a los abogados que se pongan en contacto. Solicite que el borrador del acuerdo se redacte con la mayor velocidad posible, y dele la dirección de esta casa. Éstas son las ideas principales. ¿Tampoco así puede hacerlo? ¡Ah, esta juventud! ¡Ah, los progresos que hacemos en estos avanzados tiempos modernos! ¡Bien! ¡Bien! Puede usted casarse con Blanche y hacerla feliz, y aumentar la población, y todo sin saber escribir la lengua inglesa. Al contemplar por esta ventana el ilimitado amor de los gorriones, no puedo por menos que decir, como el sabio Bevoriskius17: «¡Qué misericordioso es el Cielo con sus criaturas!». Coja la pluma. ¡Se lo dictaré! ¡Se lo dictaré! Sir Patrick leyó la carta una vez redactada, le dio su beneplácito y se encargó de que llegara sana y salva a la caja para el correo. Hecho esto, prohibió a Arnold tajantemente que hablara con su sobrina sobre la cuestión del matrimonio sin su expreso permiso. —Se ha de obtener el permiso de otra persona —afirmó—, además del consentimiento de Blanche y del mío. —¿De lady Lundie? —De lady Lundie. Hablando con propiedad, yo soy la única persona que debe autorizarlo. Pero mi cuñada es la madrastra de Blanche y se ha designado como tutora en caso de que yo muera. Tiene derecho a ser consultada, por cortesía al menos, aunque no sea legalmente necesario. ¿Quiere hacerlo usted? Arnold puso cara larga. Miró a sir Patrick con muda consternación. —¡Cómo! ¿No puede hablar siquiera con una persona tan absolutamente flexible como lady Lundie? Puede que haya sido usted muy útil en el mar. Pero en tierra no había conocido jamás a un joven más incapacitado. ¡Vayase al jardín con los demás gorriones! Alguien ha de enfrentarse con su señoría. Y si no lo hace usted, tendré que hacerlo yo. Sir Patrick empujó a Arnold fuera de la biblioteca y recurrió con aire meditabundo al pomo de su bastón. Su jovialidad desapareció cuando se quedó a solas. Su experiencia sobre el carácter de lady Lundie le decía que no iba a ser tarea fácil ganarse su aprobación para cualquier proyecto que precipitara la boda de Blanche. «Supongo —se dijo sir Patrick, pensando en su difunto hermano—, supongo que el pobre Tom sabía cómo manejarla. Me pregunto cómo lo haría. De haber sido la mujer de un albañil, sería la clase de mujer a la que el marido mantendría a raya aplicándole el puño regularmente y con vigor. Pero Tom no era albañil. ¿Cómo lo haría?» Después de meditar sobre este punto un buen rato, sir Patrick dio el problema por insoluble. «Es mi deber —concluyó—. Y tendré que ayudarme de mi propio ingenio.» Con el ánimo resignado, salió de la biblioteca y llamó a la puerta del tocador de lady Lundie. Capítulo XXXI Vencida Sir Patrick encontró a su cuñada inmersa en asuntos domésticos: la correspondencia y la lista de visitas de su señoría; las facturas y libros de cuentas de la casa de su señoría; el Diario y la Agenda (encuadernada en tafilete escarlata) de su señoría; el escritorio de su señoría, con su caja de sobres, su caja de cerillas y su palmatoria (todo en ébano y plata); su señoría en persona, dirigiendo sus responsabilidades y manejando sus herramientas adecuadamente ante cualquier eventualidad, dotada de una salud perfecta tanto de las secreciones como de los principios. Completamente desprovista de vicios y prodigiosamente llena de virtudes, era el espectáculo más imponente conocido por la humanidad para cualquier cerebro debidamente constituido: la matrona inglesa en su trono, preguntándole al mundo en general: «¿Cuándo veréis cosa igual?». —Temo haberla molestado —dijo sir Patrick—. Soy una persona completamente desocupada. ¿Vuelvo un poco más tarde? Lady Lundie se llevó una mano a la cabeza y sonrió débilmente. —Insista un poco, sir Patrick. Siéntese, por favor. El deber me encuentra decidida, me encuentra alegre, accesible. De una pobre y débil mujer, el deber no debe esperar nada más. Bien, ¿de qué se trata? —Su señoría consultó su agenda escarlata—. Lo tengo apuntado aquí, bajo el encabezamiento correcto e indicado mediante iniciales. P: los pobres. No. MP: misiones paganas. No. LLPV: Llegada próximas visitas. No. EPP. Aquí está: entrevista privada con Patrick. ¿Me perdona la pequeña e inofensiva familiaridad de omitir el título? ¡Gracias! Usted siempre tan amable. Estoy enteramente a su servicio, cuando desee empezar. Le ruego que no vacile aunque se trate de algo doloroso. Estoy preparada para todo. Después de esta indicación, su señoría se recostó en su butaca, con los codos apoyados en los brazos y los dedos unidos por las puntas, como si estuviera recibiendo a una delegación. —¿Sí? —dijo con tono inquisitivo. Mentalmente, sir Patrick rindió un tributo de compasión a la memoria de su difunto hermano, y pasó a tratar su asunto. —No diremos que es doloroso —empezó—. Digamos más bien que es un motivo de inquietud familiar. Blanche... Lady Lundie soltó un pequeño grito y se tapó los ojos con la mano. —¿Es necesario? —exclamó su señoría con tono de conmovedora protesta—. Oh, sir Patrick, ¿es necesario? —Sí. Lo es. Los magníficos ojos de lady Lundie se alzaron hacia ese oculto tribunal de humana apelación que se aloja en el techo. El tribunal oculto miró a lady Lundie y vio la palabra «Deber» anunciándose en grandes letras mayúsculas. —Prosiga, sir Patrick. El lema de las mujeres es Abnegación. No habrá de ver cuánto me aflige usted. Prosiga. Sir Patrick prosiguió, impenetrable, sin delatar la menor expresión de simpatía o sorpresa. —Estaba a punto de referirme a la crisis nerviosa que ha sufrido Blanche esta mañana —dijo—. ¿Puedo preguntarle si ha sido informada de la causa a la que puede atribuirse la crisis? —¡Ahí lo tiene! —exclamó lady Lundie dando un súbito salto en la butaca y desarrollando de pronto su potencia vocal para acompañarlo—. ¡La única cosa de la que rehuyo hablar! ¡El cruel, cruel comportamiento que estaba dispuesta a pasar por alto! ¡Y a sir Patrick se le ocurre hablar de ello! ¡Inocentemente, no pretendo cometer una injusticia, inocentemente se le ocurre hablar de ello! —¿Hablar de qué, mi querida señora? —Del comportamiento de Blanche conmigo esta mañana. De la despiadada reserva de Blanche. Del silencio desobediente de Blanche. ¡Repito las palabras! Despiadada reserva. Silencio desobediente. —Permítame un momento, lady Lundie... —¡Permítamelo a mí, sir Patrick! Dios sabe cuan grande es mi reticencia a hablar de ello. Dios sabe que ni una sola palabra ha escapado de mis labios. Pero ahora no me deja usted otra alternativa. Como dueña de la casa, como mujer cristiana, como viuda de su querido hermano, como madre de esa joven insensata, debo dar a conocer los hechos. Sé que su intención es buena; sé que desea ahorrármelo. ¡Totalmente inútil! Debo dar a conocer los hechos. Sir Patrick inclinó la cabeza y cedió. (¡Si hubiera sido un albañil! ¡Y si lady Lundie no hubiera sido lo que su señoría indiscutiblemente era, a saber, la más fuerte de los dos!) —Permítame que, por su bien —dijo lady Lundie—, corra un velo sobre los horrores, no puedo en conciencia llamarlos de otro modo, ni aun por ahorrarle a usted los detalles, sobre los horrores que se han producido arriba. En cuanto me he enterado de que Blanche estaba enferma, he acudido a mi puesto. Siempre estaré presta a cumplir con mi deber, sir Patrick, hasta el día de mi muerte. A pesar de que ha sido algo espantoso, he presenciado tranquilamente los gritos y sollozos de mi hijastra. He cerrado mis oídos a la profana virulencia de su lenguaje. He dado el ejemplo necesario, como señora inglesa y dueña de su casa. Sólo cuando he oído claramente el nombre de una persona que no debe mencionarse nunca más en mi círculo familiar, emitido (si se me permite la expresión) por los labios de Blanche, he empezado a alarmarme de verdad. Le he dicho a mi doncella: «Hopkins, esto no es histeria. Esto es una posesión demoníaca. Traiga el cloroformo». La idea de que el cloroformo pudiera aplicarse como exorcismo era enteramente nueva para sir Patrick. Mantuvo la expresión grave con considerable apuro. Lady Lundie prosiguió. —Hopkins es una excelente persona, pero Hopkins tiene lengua. Se ha encontrado con nuestro distinguido invitado médico en el pasillo y se lo ha contado. El ha tenido la amabilidad de venir a la habitación. Me horrorizaba molestarlo pidiéndole que desempeñara su profesión siendo huésped, un honorable huésped, de mi casa. Además, consideraba que el caso era más bien competencia de un clérigo que de un médico. Sin embargo, ya no había remedio, después de que Hopkins se hubiera ido de la lengua. He pedido a nuestro eminente amigo que nos hiciera el favor de dar su... creo que el término científico exacto es Pronóstico. Él ha adoptado el punto de vista estrictamente material que cabe esperar de una persona de su profesión. Ha pronosticado... ¿digo bien? ¿Ha pronosticado o ha diagnosticado? ¡Es tan importante el hábito de hablar correctamente, sir Patrick! ¡Y me dolería tanto llevarle a error! —¡No se preocupe, lady Lundie! He oído el informe médico. No se Moleste en repetirlo. —¿Que no me moleste en repetirlo? —repitió lady Lundie, con su dignidad levantada en armas ante la mera perspectiva de ver abreviados sus comentarios—. ¡Ah, sir Patrick! ¡Esa pequeña impaciencia innata en usted! ¡Cielo santo! ¡Cuan a menudo le habrá dado rienda suelta, en su época, y cuan a menudo lo habrá lamentado! —¡Mi querida señora! Si desea usted repetir el informe, ¿por qué no lo dice sin rodeos? Por mí no tenga prisa. Oigamos el Pronóstico, no faltaba más. Lady Lundie movió la cabeza compasivamente y sonrió con tristeza angelical. —¡Esos pequeños defectos que nos caracterizan! —dijo—. ¡Somos esclavos de nuestros pequeños defectos! ¡Dese una vuelta por la habitación, por favor! Un hombre corriente habría perdido los nervios. Pero la ley (como sir Patrick había dicho a su sobrina) tiene un nervio especial. Sin mostrar la menor irritación, sir Patrick aplicó hábilmente el dedo sobre la llaga de su cuñada. —¡Qué perspicacia la suya! —dijo—. Estaba impaciente. Estoy impaciente. Me muero por saber lo que le ha dicho Blanche cuando se ha tranquilizado. La Matrona británica se convirtió instantáneamente en matrona de piedra. —¡Nada! —respondió su señoría con un violento chasquido de dientes, como si hubiera intentado morder la palabra antes de que se le escapara. —¡Nada! —exclamó sir Patrick. —Nada —repitió lady Lundie poniendo su más que portentoso énfasis en el tono y la mirada—. He aplicado todos los remedios con mis propias manos; le he cortado las puntillas con mis propias tijeras; le he empapado la frente con agua fría; me he quedado con ella hasta que ha quedado completamente agotada; la he abrazado y la he estrechado contra mi pecho; he mandado salir a todo el mundo de su habitación; le he dicho: «Querida niña, confía en mí». ¿Y cómo ha recibido mi ofrecimiento, mi maternal ofrecimiento? Ya se lo he dicho antes. Con una despiadada reserva. Con un silencio desobediente. Sir Patrick apretó un poco más el dedo sobre la llaga. —Seguramente tenía miedo de hablar —dijo. —¿Miedo? ¡Oh! —exclamó lady Lundie, negando la evidencia de sus propios sentidos—. No es posible que haya dicho eso. Es obvio que lo he entendido mal. ¿Ha dicho usted miedo? —He dicho que seguramente tenía miedo... —¡Basta! No me dirá a la cara que no he cumplido con mi deber hacia Blanche. ¡No, sir Patrick! Puedo soportar muchas cosas, pero eso no. Después de haber sido más que una madre para la hija de su querido hermano, después de haber sido como una hermana mayor para Blanche, después de haber trabajado de firme, ¡he dicho trabajado de firme, sir Patrick!, para cultivar su inteligencia con los dulces versos del poeta siempre presentes en mi memoria18: «¡Deliciosa tarea educar la joven mente y enseñar a la joven idea cómo brotar!»; después de haber hecho todo lo que he hecho, como cederle una plaza en el carruaje ayer mismo y una visita a la más interesante reliquia de la época feudal en Perthshire; después de haber sacrificado todo lo que he sacrificado, que me digan que me he comportado con Blanche de tal manera que la he asustado al pedirle que confiara en mí, es demasiado cruel. Tengo una naturaleza sensible, excesivamente sensible, querido sir Patrick. Perdóneme por hacer un gesto de dolor cuando me hieren. Perdóneme por sentirlo, cuando me hiere una persona a la que reverencio. Su señoría se llevó un pañuelo a los ojos. Cualquier otro hombre habría dejado en paz la llaga. Sir Patrick hurgó en ella con más fuerza que antes. —No me ha entendido bien —replicó—. Quería decir que Blanche tenía miedo de contarle cuál era la verdadera causa de su enfermedad. La verdadera causa es la preocupación por la señorita Silvester. Lady Lundie soltó otro grito —uno fuerte esta vez— y cerró los ojos con horror. —¡Saldré corriendo de la casa! —exclamó su señoría con rabia—. ¡Huiré a los confines de la tierra! ¡Pero no voy a escuchar el nombre de esa persona! ¡No, sir Patrick, en mi presencia no! ¡En mi habitación no! ¡No mientras sea la señora de Windygates! —Lamento tener que decirle algo desagradable para usted, lady Lundie. Pero la naturaleza de mi misión me obliga a mencionar, con la mayor sutileza posible, algo que ocurrió aquí, en su casa, sin que usted lo supiera. Lady Lundie abrió los ojos de repente y se convirtió en la viva imagen de la atención. Un observador casual habría supuesto que su señoría no era del todo inaccesible a la emoción vulgar de la curiosidad. —Ayer tuvimos una visita en Windygates mientras todos estábamos comiendo —prosiguió sir Patrick—. Ella... Lady Lundie cogió la agenda escarlata e interrumpió a su cuñado antes de que éste pudiera continuar. Las siguientes frases de su señoría escaparon de sus labios espasmódicamente, como si dejara escapar de una en una las palabras de una trampa. —Me comprometo, como mujer acostumbrada a dominarse, sir Patrick, me comprometo a dominarme con una condición. No permitiré que se mencione el nombre. No permitiré que se mencione el sexo. Diga: «la persona», por favor. ¿«La Persona» —prosiguió lady Lundie, abriendo su agenda y empuñando la pluma— osó invadir mi propiedad ayer? Sir Patrick asintió. Su señoría tomó nota —una nota escrita con furia que rayó el papel violentamente—, y luego procedió a interrogar a su cuñado en su calidad de testigo. —¿Qué parte de mi casa invadió «la Persona»? ¡Mucho cuidado, sir Patrick! Tengo intención de acogerme a la protección de un juez de paz, y esto es un borrador de mi declaración. ¿La biblioteca ha dicho usted? Muy bien, la biblioteca. —Añada —dijo sir Patrick, hurgando de nuevo en la llaga— que la Persona se entrevistó con Blanche en la biblioteca. La pluma de lady Lundie se clavó de pronto en el papel y lanzó una pequeña lluvia de gotas de tinta. —La biblioteca —repitió su señoría. Su voz sugería que estaba a punto de ahogarse—. ¡Me he comprometido a dominarme, sir Patrick! ¿Falta algo de la biblioteca? —No falta nada, lady Lundie, salvo la Persona en cuestión. Ella... —¡No, sir Patrick! ¡No lo permitiré! ¡En nombre de mi propio sexo, no lo permitiré! —Perdóneme, se lo ruego. Olvidaba que «ella» era una palabra prohibida en esta ocasión. La Persona escribió una carta de despedida a Blanche y se fue, nadie sabe adonde. La angustia producida por estos acontecimientos es la causa de lo que le ha ocurrido a mi sobrina esta mañana. Teniendo esto presente, y recordando su opinión sobre la señorita Silvester, comprenderá por qué Blanche ha vacilado en confiarle a usted sus cuitas. Sir Patrick aguardó la réplica. Lady Lundie estaba demasiado absorta en completar sus notas para prestarle atención. —«Carruaje en la puerta a las dos y media» —dijo lady Lundie, repitiendo las palabras finales de sus notas al tiempo que las escribía—. «Averiguar quién es el juez de paz más cercano y pedir que la ley proteja la intimidad de Windygates.» ¡Discúlpeme! —exclamó, recordando de nuevo la presencia de sir Patrick—. ¿Me ha ocultado alguna cosa especialmente dolorosa? ¡Dígamelo, si es así, se lo ruego! —No le he ocultado ni el más nimio detalle —respondió sir Patrick—. Le he comunicado unos hechos que tenía usted derecho a saber, y ahora debemos volver al informe de nuestro amigo médico sobre la salud de Blanche. Creo que estaba usted a punto de darme a conocer el Pronóstico. —¡Diagnóstico! —dijo su señoría con tono rencoroso—. Lo había olvidado, pero ahora ya lo recuerdo. Pronóstico es erróneo. —Tiene usted razón, lady Lundie. Diagnóstico. —Me ha informado usted, sir Patrick, de que conoce ya el Diagnóstico. Es del todo innecesario que lo repita yo ahora. —Ardía en deseos de corregir mi propia impresión, mi querida señora, comparándola con la suya. —Es usted muy amable. Es usted un hombre instruido. Yo sólo soy una ignorante mujer. Su impresión no necesita en absoluto la corrección de la mía. —Mi impresión, lady Lundie, era que nuestro amigo recomendaba un tratamiento moral más que médico para Blanche. Si podemos desviar sus pensamientos del doloroso asunto en el que ahora se centran, no necesitaremos hacer más. Éstas han sido sus mismas palabras, tal como yo las recuerdo. ¿Confirma usted mi versión? —¿Cómo puedo atreverme a discutir con usted, sir Patrick? Sé perfectamente que es un maestro de la ironía refinada. Me temo que conmigo la desperdicia, pobre de mí. (¡La ley conservó su extraordinaria paciencia! ¡La ley contrarrestó a la mujer más exasperante de la tierra con un poder defensivo muy particular!) —Lo tomaré como un sí, lady Lundie. Gracias. Bien, pasemos al método para llevar a cabo el consejo de nuestro amigo. El método me parece evidente. Lo único que podemos hacer para desviar los pensamientos de Blanche es dirigir su atención hacia otro particular menos doloroso que el que ahora la aflige. ¿Está usted de acuerdo conmigo hasta ahora? —¿Por qué he de cargar yo con toda la responsabilidad? —preguntó lady Lundie. —Por la profunda deferencia que me merece su opinión —respondió sir Patrick—. En rigor, es indudable que la responsabilidad recae sobre mí. Soy el tutor de Blanche... —¡Gracias a Dios! —exclamó lady Lundie en una explosión de fervor piadoso. —He aquí un arrebato de devoto agradecimiento —comentó sir Patrick—. ¿Debo entender que expresa, digamos, una pequeña duda por su parte sobre la perspectiva de manejar a Blanche con éxito en las circunstancias actuales? Lady Lundie empezó de nuevo a perder los estribos, tal como había previsto su cuñado. —Debe entender —dijo— que expresa mi convicción de que cargué con una muchacha incorregiblemente cruel, obstinada y retorcida cuando me comprometí a cuidarla. —¿Ha dicho usted «incorregiblemente»? —He dicho «incorregiblemente». —Si se trata de un caso perdido, querida señora, como tutor de Blanche debería buscar un modo de relevarla de su cuidado. —¡Nadie me releva a mí de un deber al que me haya comprometido! —replicó lady Lundie—. ¡Aunque muera en el intento! —Suponga que relevarla de su misión sea compatible con su deber —dijo sir Patrick—. Suponga que esté en armonía con esa «abnegación» que es «el lema de las mujeres». —No le entiendo, sir Patrick. Tenga la amabilidad de explicarse. Sir Patrick adoptó una nueva personalidad: la del hombre vacilante. Lanzó a su cuñada una mirada de respetuosa interrogación, suspiró y movió la cabeza. —¡No! —dijo—. Eso sería pedir demasiado. Incluso para alguien con tan alto sentido del deber como usted, sería pedir demasiado. —Nada de lo que pueda pedirme en nombre del deber será demasiado. —¡No! ¡No! Déjeme recordarle que la naturaleza humana tiene sus límites. —¡El sentido del deber de una dama cristiana no conoce límites! —¡Oh, sin duda los conoce! —¡Sir Patrick! Después de lo que acabo de decirle, ¡su insistencia en dudar de mí empieza a parecerse a un insulto! —¡No diga eso! Déjeme ponerle un ejemplo. Supongamos que el futuro de otra persona depende de que usted diga que sí, cuando sus más preciadas ideas y opiniones la instan a decir que no. ¿Pretende usted decirme que sería capaz de pisotear sus propias convicciones, si pudiera demostrarse que el sacrificio implicaría una consideración puramente abstracta del deber? —¡Sí! —exclamó lady Lundie, encaramándose en el acto al pedestal de su virtud—. ¡Sí, sin la menor vacilación! —Estaba equivocado, lady Lundie. Me anima usted a proseguir. Permítame que le pregunte, después de lo que acabo de oír, si es o no su deber seguir el consejo que le ha dado una de las eminencias médicas de Inglaterra en beneficio de Blanche. Su señoría admitió que era su deber, en espera de una ocasión más favorable para contradecir a su cuñado. —Muy bien —prosiguió sir Patrick—. Suponiendo que Blanche es igual que la mayoría de los seres humanos y que existen perspectivas de felicidad en su futuro, si es capaz de verlas, ¿no nos obliga nuestro deber moral a actuar según el consejo médico y hacer que las vea? —Miró a su señoría con una expresión cortésmente persuasiva e hizo una pausa de lo más inocente aguardando la respuesta. Si lady Lundie no hubiera estado decidida a disputar el terreno a su cuñado, centímetro a centímetro, gracias a la irritación que él mismo había fomentado, a estas alturas habría visto ya indicios de la trampa que se le tendía. Pero en aquellas circunstancias no vio nada más que la oportunidad para menospreciar a Blanche y contradecir a sir Patrick. —Si mi hijastra tuviera esas perspectivas que usted describe —respondió—, por supuesto diría que sí. Pero Blanche tiene una mente desordenada. Una mente desordenada carece de toda perspectiva de felicidad. —Perdóneme —dijo Sir Patrick—. Blanche tiene una perspectiva de felicidad. En otras palabras, Blanche tiene la perspectiva de casarse. Y lo que es más, Arnold Brinkworth está dispuesto a casarse con ella en cuanto se prepare el acuerdo prematrimonial. Lady Lundie dio un respingo en su butaca, se puso roja de rabia y abrió los labios, dispuesta a hablar. Sir Patrick se levantó y siguió hablando antes de que ella pudiera pronunciar una sola palabra. —Pretendo relevarla de toda responsabilidad sobre una joven incorregible, lady Lundie, por medios que usted misma acaba de reconocer que es su deber aceptar. Como tutor de Blanche, tengo el honor de proponer que se adelante su boda a un día, que habrá de fijarse a continuación, de la primera quincena del mes entrante. Con estas palabras, sir Patrick cerró la trampa que había tendido a su cuñada, y esperó a ver el resultado. Una mujer realmente rencorosa, ante semejante provocación, es capaz de subordinar cualquier otra consideración a la necesidad imperiosa de satisfacer su rencor. No había más que un modo de volver las tornas contra sir Patrick, y lady Lundie lo aprovechó. En aquel momento era tanto el odio que sentía hacia él que la afirmación de su obstinada voluntad no podía prometerle más que una leve satisfacción, comparada con el inestimable placer de derrotar a su cuñado con sus propias armas. —¡Mi querido sir Patrick! —dijo con una risa cantarina—, ha malgastado usted un tiempo precioso y mucha elocuencia en intentar engatusarme para que dé mi consentimiento, cuando podría haberlo obtenido con sólo pedirlo. Creo que la idea de adelantar la boda de Blanche es excelente. Estoy encantada de traspasar el cuidado de una persona como mi hijastra al desdichado joven que está dispuesto a quitármela de las manos. Cuanto menos conozca el carácter de Blanche, más me convenceré de que cumplirá su compromiso de casarse con ella. Por favor, meta prisa a los abogados, sir Patrick, y que sea más bien una semana antes que una semana después, si desea complacerme. Su señoría se levantó con gran ostentación e hizo una reverencia que era todo un triunfo de la sátira cortés en silenciosa expresión. Sir Patrick respondió inclinándose profundamente y con una sonrisa que decía con toda elocuencia: «Creo que es cierta cada palabra de esa encantadora respuesta. Mujer admirable, ¡adiós!». Así pues, la única persona del círculo familiar cuya oposición podría haber obligado a sir Patrick a aceptar un inoportuno retraso quedó silenciada gracias a una diestra manipulación de los vicios de su propio carácter. Así pues, a pesar de sí misma, lady Lundie hubo de ceder al proyecto de precipitar el matrimonio de Arnold y Blanche. Capítulo XXXII Consumida La naturaleza de la Verdad la impele a luchar por salir a la luz. La verdad se esforzó en revelarse, traspasando las diferentes capas de oscuridad en más de una dirección, durante el intervalo entre la fecha de la victoria de sir Patrick y la fecha de la boda. A medida que pasaba el tiempo, no faltaron bajo la superficie los signos de perturbación que sugerían una influencia oculta. Lo único que faltaba en Windygates era la facultad profética capaz de interpretar aquellos signos correctamente. El mismo día en que sir Patrick había manejado tan hábilmente a su cuñada para allanar el camino que permitiera precipitar la boda, la propia Blanche obstaculizó el proyecto. Hacía el mediodía se había recobrado lo bastante para recibir a Arnold en su pequeño gabinete. La entrevista fue muy breve. Un cuarto de hora más tarde, Arnold reaparecía ante sir Patrick —mientras el viejo caballero tomaba el sol en el jardín— con la desesperación pintada en la cara. Blanche había rechazado con indignación pensar siquiera en casarse, cuando se le acababa de partir el alma al descubrir que Anne la había dejado para siempre. —Usted me dio permiso para decírselo, sir Patrick, ¿no es así? —preguntó Arnold. Sir Patrick se volvió un poco para que el sol le diera en la espalda y admitió que le había dado permiso, después de su victoria sobre lady Lundie. —Si lo hubiera sabido, me habría cortado la lengua antes que decir una sola palabra. ¿Qué cree que ha hecho? Se ha echado a llorar y me ha ordenado que saliera de la habitación. El día era espléndido. Una brisa fresca aliviaba el calor del sol, los pájaros cantaban, el jardín estaba precioso. Sir Patrick se sentía supremamente cómodo. Las pequeñas tribulaciones de esta vida mortal se habían apartado y se mantenían a una respetuosa distancia. Se negó tajantemente a invitarlas a acercarse. —He aquí un mundo —dijo el viejo caballero, ofreciendo un poco más la espalda al sol— que un compasivo Creador ha llenado de visiones encantadoras, sonidos armoniosos y aromas deliciosos. Y he aquí unas criaturas con facultades pensadas para disfrutar de tales visiones, sonidos y aromas, por no hablar de Amor, Comida y Sueño, por añadidura. Y esas mismas criaturas odian, mueren de hambre, padecen insomnio, no ven ni oyen ni huelen nada agradable, lloran lágrimas amargas, hablan con cinismo, contraen dolorosas enfermedades: ¡se consumen, degeneran, envejecen, mueren! ¿Qué significa esto, Arnold? ¿Cuánto tiempo seguirá siendo así? El fino vínculo que unía la incapacidad de Blanche para ver las ventajas del matrimonio con la incapacidad de la humanidad para ver las ventajas de existir, aunque era sin duda suficientemente perceptible para el venerable filósofo que maduraba al sol, era del todo invisible para Arnold. Deliberadamente dejó de lado el vasto tema que abría sir Patrick, y, volviendo a Blanche, preguntó qué debía hacer. —¿Qué se hace con un fuego que no puede apagarse? —dijo sir Patrick—. Se deja arder hasta que se extingue por sí solo. ¿Qué se hace con una mujer a la que no se puede apaciguar? Se la deja inflamarse hasta que se consume. Arnold no acertó a ver la sabiduría que plasmaba aquel excelente consejo. —Pensaba que me ayudaría a arreglar las cosas con Blanche —dijo. —Le estoy ayudando. Deje tranquila a Blanche. No le hable de la boda cuando vuelva a verla. Si ella lo menciona, pídale perdón y dígale que no insistirá más. Yo la veré dentro de una hora o dos y adoptaré exactamente el mismo tono. Ya le ha metido la idea en la cabeza, ahora deje que madure. No le dé nada que alimente aún más la inquietud que siente por la señorita Silvester. No la estimule contradiciéndola, ni la obligue a defenderse, menospreciando a su amiga perdida. Deje que el tiempo la acerque cada vez más al marido que la aguarda y, créame, cuando el acuerdo prematrimonial esté listo, ella lo estará también. Sir Patrick vio a Blanche hacia la hora de comer y puso en práctica el principio que él mismo había sentado. Blanche estaba muy tranquila antes de que su tío se separara de ella. Un poco más tarde, perdonó a Arnold. Un poco más tarde aún, el observador caballero notó que su sobrina tenía un aire desacostumbradamente pensativo y que miraba a Arnold de vez en cuando con un interés nuevo, un interés que se ocultaba con timidez de los ojos del propio joven. Sir Patrick subió a vestirse para la cena con la cómoda convicción de que al fin se habían resuelto todas las dificultades. Sir Patrick no había estado más equivocado en toda su vida. Prácticamente había acabado de arreglarse. Duncan acababa de colocar el espejo a la luz y el amo de Duncan se encontraba en aquel momento decisivo de su vida diaria que consistía en alcanzar o no la perfección absoluta al atarse la corbata blanca, cuando un bárbaro del exterior, ignorante de los principios elementales para vestir el cuello de un caballero, osó llamar a la puerta del dormitorio. Ni amo ni criado se movieron ni respiraron hasta que la integridad de la corbata quedó a salvo de cualquier accidente. Luego sir Patrick lanzó una última mirada crítica al espejo y respiró de nuevo al ver que estaba hecho. —El estilo un poco recargado, Duncan. Pero no está mal, teniendo en cuenta la interrupción, ¿no? —En absoluto, sir Patrick. —Ve a ver quién es. Duncan fue a abrir la puerta y volvió junto a su amo con una excusa para la interrupción, ¡en forma de telegrama! Sir Patrick se sobresaltó al ver aquel mensaje inesperado. —Firma el recibo, Duncan —dijo, y abrió el sobre. ¡Sí! ¡Exactamente como esperaba! Noticias de la señorita Silvester el mismo día en que había decidido abandonar todo intento por encontrarla. El telegrama decía así: Mensaje recibido de Falkirk esta mañana. Señora como la descrita bajó del tren en Falkirk anoche. Ha tomado el primer tren a Glasgow esta mañana. Espero nuevas instrucciones. —¿Ha de aguardar la respuesta el mensajero, sir Patrick? —No. Debo reflexionar sobre lo que he de hacer. Si lo creo necesario, enviaré recado a la estación. Son noticias de la señorita Silvester, Duncan —continuó sir Patrick cuando el mensajero se fue—. La han visto coger e tren de Glasgow. —Glasgow es un lugar muy grande, sir Patrick. —Sí. Aunque hayan enviado un telegrama para que vigilen su llegada (y no parece que lo hayan hecho), podría volver a escapársenos en Glasgow. Soy el último hombre en el mundo, espero, que se negaría a aceptar su parte de responsabilidad en cualquier asunto. Pero reconozco que habría preferido no recibir este telegrama, que plantea la cuestión más difícil que he tenido que resolver en mucho tiempo. Ayúdame a ponerme la chaqueta. ¡Debo pensar en ello! ¡Debo pensar en ello! Los comensales de la cena de aquel día, reunidos puntualmente al sonar la campana, tuvieron que esperar un cuarto de hora a que la anfitriona bajara la escalera. La disculpa de lady Lundie, cuando entró en la biblioteca, informó a sus invitados de que la habían entretenido unos vecinos que se habían presentado a una hora tardía. El señor Julius Delamayn y su señora, que casualmente se hallaban cerca de Windygates, la habían honrado con su visita de camino a casa, y habían dejado tarjetas de invitación para una fiesta en el jardín de su casa. Lady Lundie estaba encantada con aquella nueva relación. En la invitación habían incluido a todos los que estaban en Windygates. Habían sido tan atentos y cordiales como viejos amigos. La señora Delamayn le había transmitido un amabilísimo mensaje de uno de sus invitados, la señora Glenarm, la cual recordaba haber conocido a lady Lundie en Londres en la época en que vivía sir Thomas, y estaba impaciente por conocerla mejor. El señor Julius Delamayn había hecho un divertidísimo relato sobre su hermano. Geoffrey había mandado llamar a un entrenador de Londres, y toda la casa estaba en ascuas esperando presenciar el magnífico espectáculo del entrenamiento de un atleta para una carrera pedestre. Las damas, con la señora Glenarm a la cabeza, estaban trabajando con tesón, estudiando la profunda y compleja cuestión de la acción humana de correr: los músculos empleados, la preparación requerida y los héroes que más sobresalían. Todos los hombres habían estado ocupados aquella mañana en ayudar a Geoffrey a medir un kilómetro y medio como terreno de entrenamiento, en un remoto rincón del parque donde había una casa vacía a la que se dotaría de todos los aparatos necesarios para el atleta y su entrenador. «Verá a mi hermano por última vez —había dicho Julius— durante la fiesta del jardín. Después iniciará su retiro atlético y no tendrá más que un interés en la vida: el de ver cómo desaparece toda su carne superflua.» A lo largo de toda la cena, lady Lundie mostró un buen humor opresivo y no dejó de poner por las nubes a sus nuevos amigos. Sir Patrick, por otra parte, no había estado jamás tan silencioso en la memoria de los seres humanos. Hablaba con esfuerzo y escuchaba con un esfuerzo mayor aún. ¿Respondía o no respondía al telegrama que llevaba en el bolsillo? ¿Perseveraba o no perseveraba en su resolución de dejar que la señorita Silvester siguiera su propio camino? Éstas eran las preguntas que insistían en acudir a él con la misma regularidad con que se le presentaban los platos en la ordenada progresión de la cena. Blanche —que no se había sentido con ánimos para ocupar su lugar en la mesa— apareció después en el salón. Sir Patrick entró para tomar el té con los demás caballeros, sin saber aún qué debía hacer con respecto al telegrama. Una mirada al triste semblante de Blanche y a su cambio de actitud acabó por decidirle. ¿Qué ocurriría si despertaba nuevas esperanzas renovando sus esfuerzos por encontrar a la señorita Silvester, y volvía a perderle la pista una segunda vez? Sólo tenía que mirar a su sobrina para saberlo. No había nada que justificara que se reemprendiera la búsqueda y nada lo induciría a hacerlo. Con este sólido argumento —desde su punto de vista—, sir Patrick resolvió no enviar más instrucciones a su amigo de Edimburgo. Aquella noche, advirtió a Duncan que guardara el más estricto secreto sobre la llegada del telegrama. Lo quemó en su habitación para evitar accidentes y con sus propias manos. Cuando se levantó al día siguiente y miró por la ventana, sir Patrick vio a los dos jóvenes dando su paseo matinal, en un momento en que casualmente atravesaban la extensión de césped que separaba los dos macizos de arbustos de Windygates. Arnold rodeaba la cintura de Blanche con el brazo y ambos charlaban confidencialmente con las cabezas muy juntas. «¡Ya se le empieza a pasar! —pensó el viejo caballero, mientras ellos desaparecían de la vista, ocultos por el segundo macizo de arbustos—. ¡Gracias a Dios, las cosas empiezan a ir bien!» Entre los atractivos del dormitorio de sir Patrick se contaba la vista (desde lo alto) de una de las cascadas de las Highlands. Si hubiera contemplado el paisaje, cuando dio la espalda a la ventana, tal vez se habría dado cuenta de que un río que discurre con la mayor tranquilidad en un momento dado puede sufrir la más violenta agitación en otro, y tal vez habría recordado con cierto recelo que el curso de un río se ha venido comparando desde hace mucho tiempo, ante el asentimiento unánime de toda la humanidad, con el curso del río de la vida. Escena quinta Glasgow Capítulo XXXIII Anne entre abogados El día en que sir Patrick recibía el segundo de los telegramas que le habían enviado desde Edimburgo, cuatro respetables habitantes de la ciudad de Glasgow se sorprendían por la aparición de un objeto de interés en el monótono horizonte de su vida cotidiana. Las personas que recibieron esta saludable sorpresa eran el señor y la señora Karnegie, del hotel Cabeza de Oveja, y el señor Camp y el señor Crum, adscritos al honorable ejercicio del Derecho como abogados. Era aún temprano cuando al hotel Cabeza de Oveja llegó de la estación una señora en un coche de punto. Su equipaje consistía en un baúl y una bolsa de piel muy gastada que llevaba en la mano. El nombre que ostentaba el baúl (escrito no hacía mucho en una etiqueta nueva, como demostraban el color de la tinta y del papel) era un nombre excelente a su modo, común a un gran número de señoras, tanto en Escocia como en Inglaterra. Era el de «señora Graham». Al encontrarse con el dueño en la entrada del hotel, la «señora Graham» pidió alojamiento y, siguiendo el procedimiento habitual, fue acompañada por la camarera que había de servicio en aquel momento. Cuando el señor Karnegie regresó a la pequeña pieza que había tras el mostrador de recepción, en el que se llevaba la contabilidad, su mujer se sorprendió al verle moviéndose con mayor vigor que de costumbre y mostrando un aspecto más alegre de lo habitual. Cuando le pidió explicaciones, el señor Karnegie (que, como buen gerente de hotel, había echado un vistazo a la caja negra que había en el pasillo) anunció que una tal «señora Graham» acababa de llegar, que se había registrado en el hotel y que había pasado a ocupar la habitación número diecisiete. Al ser informado (con no poca aspereza en el tono y en la actitud) de que su respuesta no justificaba el interés que parecía haber inspirado en él una completa desconocida, el señor Karnegie no se anduvo con rodeos y confesó que la «señora Graham» era una de las mujeres más encantadoras que había visto en mucho tiempo, y que temía estuviera gravemente enferma. Al oír estas palabras, los ojos de la señora Karnegie aumentaron de tamaño y el color de sus mejillas se hizo más intenso. Se levantó de su silla y dijo que sería mejor que supervisara personalmente la instalación de la «señora Graham» en su cuarto y se asegurara personalmente de que la «señora Graham» era una huésped digna de alojarse en el hotel Cabeza de Oveja. Inmediatamente, el señor Karnegie hizo lo que hacía siempre: estuvo de acuerdo con su esposa. La señora Karnegie estuvo ausente un rato. Al regresar, sus ojos tenían una mirada de tigresa cuando se posaron sobre el señor Karnegie. Ordenó que llevaran té y un ligero refrigerio a la número diecisiete. Hecho esto, y sin que mediara provocación visible que justificara el comentario, se volvió hacia su marido y dijo. —¡Encantadora, dices! No sabrías reconocer a una mujer encantadora aunque la vieras. —El señor Karnegie se mostró de acuerdo con su mujer. No se dijeron nada más hasta que apareció el camarero en el mostrador con la bandeja. La señora Karnegie le indicó que se fuera con un ademán sin realizar su investigación de costumbre, se sentó de pronto con un golpe sordo y le dijo a su marido (que no había pronunciado una sola palabra en aquel intervalo): —¡No me digas que está enferma! ¡Enferma, dices! Es su cabeza lo que anda mal. —¿Ah, sí? —dijo el señor Karnegie. —Cuando yo afirmo una cosa, me considero insultada si otra persona dice: «¿Ah, sí?» —replicó la señora Karnegie. El señor Karnegie se mostró de acuerdo con su mujer. Se produjo otro intervalo de silencio. La señora Karnegie sumó una factura con una mueca de indignación. El señor Karnegie la miró con cara de asombro. La señora Karnegie le preguntó de repente por qué desperdiciaba sus miradas con ella, cuando pronto podría mirar a la «señora Graham». El señor Karnegie intentó entonces capear el temporal, clavando mientras tanto la mirada en sus propias botas. La señora Karnegie quiso saber si, después de veinte años de vida conyugal, no era digna de que su marido le respondiera. De haberla tratado con una mínima cortesía (no esperaba nada más), tal vez ella le habría explicado que la «señora Graham» iba a salir. También habría conseguido quizá que mencionara que la «señora Graham» le había hecho una pregunta muy curiosa sobre asuntos de negocios en el curso de la entrevista que había mantenido con ella arriba. Dadas las circunstancias, los labios de la señora Karnegie estaban sellados y que el señor Karnegie negara, si se atrevía, que se lo tenía bien merecido. El señor Karnegie se mostró de acuerdo con su mujer. Al cabo de media hora, la «señora Graham» bajó y pidió un coche de punto. El señor Karnegie se quedó en un rincón por temor a las consecuencias si obraba de otra forma. La señora Karnegie fue a buscarlo y le preguntó cómo se atrevía a comportarse de aquel modo. ¿Osaba creer, después de veinte años de matrimonio, que su mujer estaba celosa? —¡Ve, pedazo de bruto, y ayuda a la señora Graham a subir al coche! El señor Karnegie obedeció. Junto a la ventanilla del coche, preguntó qué dirección de Glasgow debía indicar al cochero. La respuesta le informó de que el cochero debía llevar a la «señora Graham» a la oficina del señor Camp, el abogado. Suponiendo que la «señora Graham» era forastera en Glasgow, y recordando que el señor Camp era el abogado del señor Karnegie, la deducción lógica parecía ser que la curiosa pregunta de la «señora Graham» a la dueña del hotel estaba relacionada con un asunto legal y pretendía descubrir una persona de confianza capaz de encargarse de él. Al regresar al mostrador de recepción, el señor Karnegie encontró a su hija mayor a cargo de los libros, las facturas y los camareros. La señora Karnegie se había retirado a su habitación, justamente indignada con su marido por su infame conducta al ayudar a la «señora Graham» a subir al coche, delante de sus propios ojos. —Es la misma historia de siempre, papá —comentó la señorita Karnegie con perfecta compostura—. Mamá te dijo que lo hicieras, claro está, y luego mamá dice que la has insultado delante de todos los sirvientes. ¡No sé cómo lo soportas! El señor Karnegie se miró las botas y respondió: —Yo tampoco lo sé, querida. —No irás ahora a ver a mamá, ¿verdad? —preguntó la señorita Karnegie. —Debo hacerlo, querida —respondió el señor Karnegie. El señor Camp estaba en su gabinete, absorto en sus papeles. A pesar de ser innumerables, no parecían lo bastante numerosos para satisfacerle. Tocó la campanilla y pidió que le llevaran más. El pasante, que volvió con una nueva pila de documentos, llevaba también un mensaje. Una señora, recomendada por la señora Karnegie del Cabeza de Oveja, deseaba hacer una consulta profesional al señor Camp. El señor Camp miró el reloj que contaba su precioso tiempo delante de él, sobre un pequeño pie encima de la mesa, y dijo: —Haga pasar a la señora dentro de diez minutos. Al cabo de diez minutos entró la señora. Se sentó en la butaca para clientes y alzó su velo, produciendo sobre el señor Camp el mismo efecto que antes había producido sobre el señor Karnegie. Por primera vez en muchos años, se interesó personalmente por una completa desconocida. Pudo ser tal vez algo que había en sus ojos, o quizá en su actitud. En cualquier caso, se adueñó de él dulcemente, e hizo que, con una enorme sorpresa por su parte, ¡se sintiera, sin lugar a dudas, deseoso de escucharla! La señora anunció —en voz baja y dulce, con cierto timbre de serena tristeza— que su asunto estaba relacionado con un matrimonio (tal como lo entendía la ley escocesa), y que la tranquilidad de su espíritu y la felicidad de una persona muy querida para ella dependía por igual de la opinión que pudiera darle el señor Camp cuando tuviera conocimiento de los hechos. Procedió entonces a relatarlos, sin mencionar nombres. Relató con todo detalle precisamente la misma sucesión de acontecimientos que Geoffrey Delamayn había relatado a sir Patrick Lundie, con una diferencia: reconoció que ella misma era la mujer que deseaba saber si, según la ley escocesa, era o no una mujer casada. La opinión que dio el señor Camp después de hacer ciertas preguntas y recibir respuesta difirió de la que había dado sir Patrick en Windygates. También él citó las palabras del eminente juez lord Deas, pero sacó otra conclusión. —En Escocia, el consentimiento supone matrimonio —dijo—, y el consentimiento puede probarse por deducción. Veo una clara deducción de consentimiento matrimonial en las circunstancias que usted me ha relatado, y afirmo que es usted una mujer casada. Fue tan angustioso el efecto que causó aquel dictamen en la señora, al expresarlo en aquellos términos, que el señor Camp envió recado a su mujer para que bajara, y la señora Camp acudió al gabinete privado de su marido en horas de trabajo por primera vez en su vida. Cuando las atenciones de la señora Camp consiguieron reanimar hasta cierto punto a la señora, el señor Camp añadió unas palabras de consuelo profesional. Al igual que sir Patrick, reconoció que existía una escandalosa divergencia de opiniones a raíz de la confusión y la incertidumbre de la ley matrimonial en Escocia. Al igual que sir Patrick, declaró que era muy posible que otro abogado llegara a una conclusión distinta. —Vaya a ver a mi colega, el señor Crum —dijo, dándole su tarjeta con una nota escrita en ella—, y dígale que la he enviado yo. La señora dio las gracias profusamente al señor Camp y a su mujer y pasó al gabinete contiguo, que era el del señor Crum. El señor Crum era el abogado más viejo de los dos y también el más duro, pero también él cayó bajo el influjo del encanto que ejercía aquella mujer, más o menos en todos los hombres que entraban en contacto con ella. La escuchó con una paciencia que era rara en él, hizo sus preguntas con una delicadeza que era más rara aún, y cuando conoció todas las circunstancias, ¡he aquí que su opinión era totalmente contraria a la que sostenía el señor Camp! —No hay matrimonio, señora —dijo tajantemente—. Hay pruebas a favor de establecer quizá el matrimonio, si se propone reclamar a ese hombre como marido. Pero, si no lo he entendido mal, eso es precisamente lo que usted no quiere hacer. El alivio que sintió la señora al oír esto pudo más que ella. Durante unos minutos fue incapaz de hablar. El señor Crum hizo lo que jamás había hecho en toda su carrera como abogado. Dio a la dienta una palmada en el hombro y, lo que es más extraordinario aún, dio permiso a la cliente para que malgastara su tiempo. —Espere y serénese —dijo, administrando la ley de la humanidad. La señora se serenó—. Debo hacerle unas preguntas, señora —añadió, administrando la ley del país. La señora asintió y esperó a que empezara. —Por lo que sé, rehúsa usted reclamar a ese hombre como marido —dijo el señor Crum—. Quisiera saber si es probable que el caballero la reclame a usted como esposa. La señora respondió con toda rotundidad. El caballero no era ni siquiera consciente de la posición en la que se hallaba. Y más aún, estaba prometido a la amiga más querida que la señora tenía en el mundo. El señor Crum abrió los ojos, reflexionó, e hizo otra pregunta con el mayor tacto del que fue capaz. —¿Le resultaría muy doloroso contarme cómo llegó el caballero a ocupar la embarazosa posición en la que ahora se encuentra? La señora confesó que sería indescriptiblemente doloroso para ella responder a esa pregunta. El señor Crum hizo una sugerencia en forma de pregunta. —¿Sería doloroso que revelara las circunstancias, en interés de las perspectivas futuras de ese caballero, a una persona discreta (lo mejor sería un abogado) que no sea, como yo, un desconocido para ambos? La señora se declaró dispuesta a hacer cualquier sacrificio en esas condiciones, por doloroso que pudiera resultar, en beneficio de su amiga. El señor Crum meditó un poco mas y luego ofreció su consejo. —En el estado de cosas actual —dijo—, tan sólo le diré cuál es el primer paso que debe dar, teniendo en cuenta las circunstancias. Informe al caballero de inmediato, bien de palabra o por escrito, sobre su situación, y autorícele a poner el caso en manos de una persona que conozcan ambos y que tenga capacidad para decidir cuál debe ser su siguiente paso. ¿Conoce usted a una persona que esté cualificada? La señora respondió que la conocía, en efecto. El señor Crum preguntó si se había fijado la fecha para la boda del caballero. La señora respondió que ella había hecho la misma pregunta en la última ocasión en que había visto a la prometida del caballero. La boda debía celebrarse en un día aún por determinar de finales de otoño. —Es una suerte —dijo el señor Crum—. Tiene tiempo de sobra. El tiempo es de suma importancia en este caso. Procure no desperdiciarlo. La señora dijo que volvería a su hotel y escribiría una carta para enviarla con el correo de aquella misma noche, en la que advertiría al caballero de la situación en que se hallaba y le autorizaría a exponer el asunto a un amigo capaz y digno de confianza que ambos conocían. Al levantarse para salir de la habitación, la señora se mareó y notó una súbita punzada de dolor que la dejó mortalmente pálida y la obligó a dejarse caer de nuevo en la butaca. El señor Crum no tenía esposa, pero sí ama de llaves, y se ofreció a llamarla. La señora rechazó el ofrecimiento con un gesto. Bebió un poco de agua y superó el dolor. —Siento haberlo alarmado —dijo—. No es nada. Ya estoy mejor. —El señor Crum le dio su brazo y la acompañó hasta el coche. Era tanta su palidez y su debilidad que el señor Crum le ofreció enviar a su ama de llaves con ella. No; sólo había cinco minutos en coche hasta el hotel. La señora le dio las gracias y volvió sola. —¡La carta! —dijo, cuando se quedó sola—. ¡Si pudiera vivir lo bastante para escribir la carta! Capítulo XXXIV Anne en los periódicos La señora Karnegie era una mujer de escasa inteligencia y carácter violento, propensa a ofenderse y, casi siempre, difícil de apaciguar. Pero la señora Karnegie era, como todos nosotros en diferentes grados, un compendio de cualidades contrapuestas, con un carácter que poseía más de una faceta, y tenía sus méritos, igual que sus defectos. Por los rincones más recónditos de su naturaleza había esparcidas semillas de buenos sentimientos, que aguardaban tan sólo el fertilizante que las ayudaría a brotar. Se presentó la ocasión de ejercer esa benigna influencia cuando el coche llevó a la dienta del señor Crum de vuelta al hotel. El rostro de la mujer cansada y abatida, cuando lentamente cruzó el vestíbulo, despertó los mejores sentimientos de la señora Karnegie y le dijo, como si se expresara con palabras: «¿Celosa de esta criatura destrozada? Oh, esposa y madre, ¿no oyes la llamada de una mujer a otra mujer?». —Temo que se haya cansado más de la cuenta, señora. ¿Quiere que le suban algo? —Envíeme pluma, papel y tinta —fue la respuesta—. Debo escribir una carta. Debo hacerlo de inmediato. Fueron inútiles todas las protestas. Estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa que le propusiera, siempre que primero le proporcionaran los útiles de escribir. La señora Karnegie se los envió a su habitación y luego preparó con sus propias manos cierta mezcla de huevos y vino caliente por la que era famosa el Cabeza de Oveja. Estaba lista a los cinco minutos y la señora Karnegie (que tenía otras cosas que atender en aquel momento) encargó a su hija que la subiera. Al cabo de unos instantes, se oyó un grito de alarma en el rellano superior. La señora Karnegie reconoció la voz de su hija y subió presurosa a las habitaciones. —¡Oh, mamá! ¡Mírala! ¡Mírala! La carta estaba sobre la mesa con las primeras líneas escritas. La mujer estaba en el sofá con el pañuelo retorcido entre los dientes apretados y el rostro torturado, horrible de ver. La señora Karnegie la incorporó un poco, la examinó de cerca y de repente se le mudó el color y envió a su hija con instrucciones de enviar inmediatamente a un mensajero en busca de un médico. Cuando se quedó sola con la enferma, la señora Karnegie la llevó a la cama. Al ser depositada sobre la cama, la mano izquierda de la mujer cayó inerte por el borde. La señora Karnegie reprimió de pronto la palabra de compasión que iba a brotar de sus labios, levantó de pronto la mano y miró el tercer dedo, con una momentánea severidad en el escrutinio. Llevaba anillo. El rostro de la señora Karnegie se suavizó al instante; la palabra de conmiseración que había quedado en suspenso un segundo antes brotó de sus labios libremente: —¡Pobrecilla! —dijo la respetable patrona, aceptando las apariencias como verdad—. ¿Dónde está su marido, querida? Intente decírmelo. El médico llegó y subió a ver a la enferma. Pasó el tiempo y, mientras cumplían con los quehaceres del hotel, el señor Karnegie y su hija recibieron un mensaje de la habitación que presagiaba algo fuera de lo común. El mensaje mencionaba el nombre y la dirección de una experta enfermera, con los saludos del médico, y pedía al señor Karnegie que tuviera la bondad de enviar a buscarla inmediatamente. La enfermera fue hallada y remitida al dormitorio. Pasó el tiempo y la rutina del hotel siguió su curso. Caía la noche cuando la señora Karnegie apareció por fin en el gabinete situado detrás de la recepción. Su rostro era grave, su actitud contenida. —Muy, muy enferma —fue la única respuesta que dio a las preguntas de su hija. Cuando su marido y ella se quedaron solos un poco después, le contó las novedades con mayor detalle—. Le ha nacido un bebé muerto —dijo con un tono más amable del que solía emplear—. Y a mí me parece que la madre se está muriendo, pobrecita. Un poco más tarde bajó el médico. ¿Muerta? No. ¿Viviría? Imposible asegurarlo. El médico volvió dos veces en el transcurso de la noche. En ambas ocasiones tuvo la misma respuesta. —Esperen hasta mañana. Llegó el día siguiente. La mujer se recobró un tanto. Hacia la tarde empezó a hablar. No expresó sorpresa al ver a unos desconocidos junto a su cama: divagaba. Volvió a quedarse sin sentido. Luego volvió a delirar. El médico dijo: —Podría seguir así durante semanas. O podría morir de repente. Será mejor que intenten encontrar a sus amigos. (¡Sus amigos! ¡Se había separado de la única amiga que tenía para siempre!) Llamaron al señor Camp para pedirle consejo. Lo primero que hizo fue pedir que le mostraran la carta inacabada. Estaba emborronada y era ilegible en varios puntos. Con gran trabajo consiguieron leer el encabezamiento, y algunos fragmentos, aquí y allá, de las líneas que seguían. Empezaba así: «Querido señor Brinkworth». Luego la letra empeoraba por momentos. A los ojos de los desconocidos que la miraban, decía: «Mal podría corresponder yo... en interés de Blanche... ¡Por amor de Dios!... no piense que yo...». Seguía un poco más, pero en las últimas líneas no se entendía ni una sola palabra. El médico y la enfermera informaron de que los nombres mencionados en la carta eran también los que pronunciaban los labios de la enferma cuando deliraba. «Señor Brinkworth» y «Blanche»: sus pensamientos volvían una y otra vez a aquellas dos personas. La única cosa inteligible que decía en relación con ellas era la carta. Intentaba sin descanso llevar la carta inacabada al correo y jamás conseguía llegar. A veces, la estafeta se hallaba al otro lado del mar. A veces estaba en lo alto de una montaña inaccesible. A veces, unos muros portentosos la rodeaban por completo. A veces, un hombre la detenía cruelmente en el momento en que se acercaba y la obligaba a retroceder a miles de kilómetros. En un par de ocasiones mencionó el nombre de aquel personaje de sus visiones. Les pareció que era «Geoffrey». Al no hallar ninguna pista de su identidad ni en la carta que había intentado escribir ni en las palabras delirantes que decía de vez en cuando, se decidió registrar su equipaje y las ropas que llevaba a su llegada al hotel. El aspecto del baúl proclamaba por sí mismo que era recién comprado. Al abrirlo se descubrió en su interior la dirección de un fabricante de Glasgow. La ropa interior era también nueva y no llevaba etiquetas. Se encontró con ella el recibo de la tienda. Ambos comerciantes, a los que se mandó llamar para interrogarlos, consultaron sus libros. Se demostró que el baúl y la ropa interior se habían comprado el mismo día de su aparición en el hotel. A continuación se abrió la bolsa. En ella había una suma de entre ochenta y noventa libras en billetes del Banco de Inglaterra, unos cuantos artículos de tocador sencillos, útiles de costura y un retrato fotográfico de una joven dama, con la dedicatoria: «Para Anne de Blanche», pero no se encontró ninguna carta ni nada que pudiera dar la más mínima pista sobre la procedencia de su propietaria. A continuación se registró el bolsillo de su vestido. Contenía un monedero, un estuche para tarjetas vacío y un pañuelo nuevo sin marcar. El señor Camp movió la cabeza. —Un equipaje de mujer que no contiene ninguna carta —dijo— sugiere que la mujer tenía motivos para mantener en secreto sus movimientos. Sospecho que ha destruido sus cartas y ha vaciado su estuche de tarjetas con ese mismo propósito. El informe de la señora Karnegie tras examinar la ropa interior que llevaba la supuesta «señora Graham» al llegar al hotel demostró que la opinión del abogado tenía fundamento. En todos los casos se habían cortado las etiquetas. La señora Karnegie empezó a dudar de que el anillo que había visto en el tercer dedo de la mano izquierda de la señora se hubiera colocado allí sancionado por la ley. No quedaba más que una posibilidad para localizar, o más bien para intentar localizar, a sus allegados. El señor Camp redactó un anuncio que se insertó en los periódicos de Glasgow. Si por casualidad lo veía algún miembro de su familia, con toda probabilidad se presentaría para reclamarla. De lo contrario, no podrían hacer nada más que esperar a que se recobrara o muriera; su dinero se guardó en un sobre sellado y se depositó en la caja fuerte del dueño del hotel. El anuncio salió en los periódicos. Esperaron tres días sin resultado. No se produjo ningún cambio de importancia durante ese período en el estado de la enferma. El señor Camp pasó por el hotel a última hora de la tarde y dijo: —Hemos hecho cuanto hemos podido. No nos queda más remedio que esperar. Lejos de allí, en Perthshire, aquella tercera noche fue una ocasión de alegría en Windygates. Blanche había consentido por fin en atender las súplicas de Arnold y había autorizado que se escribiera una carta a Londres para encargar su vestido de novia. Escena sexta Swanhaven Lodge Capítulo XXXV Semillas del futuro (primera siembra) —No es tan grande como Windygates, pero... ¿podemos decir que es acogedor, Jones? —Y cómodo, Smith. Estoy completamente de acuerdo. Este fue el dictamen emitido por los dos caballeros corales sobre la casa de Julius Delamayn en Escocia. Como era costumbre en Smith y Jones, su dictamen era de lo más sensato en su brevedad. Swanhaven Lodge no era ni la mitad de grande que Windygates, pero estaba habitado desde hacía dos siglos, cuando aún se acababan de poner los cimientos de Windygates, y tenía las ventajas de su antigüedad, sin haber heredado los inconvenientes. En una casa antigua hay una amistosa adaptación al carácter humano, de igual forma que un sombrero viejo se adapta amistosamente a la cabeza humana. Los visitantes se iban de Swanhaven con la sensación de abandonar su hogar. Se contaba entre las pocas casas que conseguían granjearse simpatías sin ser la propia. Los jardines ornamentales eran muy inferiores en dimensiones y esplendor a los de Windygates. Pero el parque era hermoso, con una disposición menos cuidada que la del típico parque inglés, pero también menos monótona. El lago que había junto al límite norte de la finca, famoso por sus cisnes, era una de las visitas obligadas de los contornos, y la casa tenía su historia, asociada con más de un célebre apellido escocés, que había escrito e ilustrado el propio Julius Delamayn. Invariablemente, a los visitantes de Swanhaven Lodge se los obsequiaba con un ejemplar (que había mandado imprimir como particular). Lo leía uno de cada veinte. El resto estaba «encantado» y miraba las ilustraciones. Era el último día del mes de agosto y se celebraba en el jardín la fiesta que daban los señores Delamayn. Smith y Jones —que formaban parte del séquito de lady Lundie con los demás invitados de Windygates— intercambiaban sus opiniones sobre los méritos de la casa desde una terraza de la parte posterior, cerca de un tramo de escaleras que bajaba hasta el jardín. Formaban la vanguardia de los visitantes, que salían de las habitaciones en grupos de dos y tres con intención de ir a ver los cisnes antes de que empezaran las diversiones del día. Julius Delamayn salió con el primer destacamento, reclutó a Smith y a Jones y a otros solteros que vagaban por allí, y partió en dirección al lago. Transcurrieron un par de minutos y la terraza siguió vacía. Luego aparecieron dos señoras —a la cabeza de un segundo destacamento de visitantes— bajo el viejo porche de piedra que resguardaba la entrada por aquel lado de la casa. Una de las señoras era una persona modesta, menuda y de aspecto agradable, vestida con sencillez. La otra era del tipo alto y formidable de «mujer elegante», con un deslumbrante atuendo. La primera era la señora de Julius Delamayn. La segunda era lady Lundie. —¡Exquisito! —exclamó su señoría, observando las viejas ventanas con parteluces, enmarcadas por enredaderas, y los magníficos contrafuertes de piedra que de tanto en tanto sobresalían del muro, cada uno con su brillante círculo de flores alrededor de la base—. Lamento de veras que sir Patrick no pueda ver esto. —Si no he entendido mal, lady Lundie, ha dicho usted que sir Patrick ha tenido que ir a Edimburgo por un asunto familiar. —Por un asunto, señora Delamayn, que no es nada agradable para mí, como miembro de la familia. Ha alterado todos mis planes para el otoño. Mi hijastra se casa la semana que viene. —¿Tan pronto? ¿Y puedo preguntar quién es el caballero? —El señor Arnold Brinkworth. —Ese nombre me resulta familiar. —Seguramente habrá oído de él que es el heredero de la propiedad escocesa de la señorita Brinkworth, señora Delamayn. —¡Exacto! ¿Ha traído al señor Brinkworth con usted? —Le traigo sus excusas, junto con las de sir Patrick. Se fueron juntos a Edimburgo anteayer. Los abogados se comprometieron a tener listo el acuerdo prematrimonial en tres o cuatro días, si podían hacer una consulta personal. Se trata de una cuestión formal, creo, relacionada con escrituras de propiedad. Sir Patrick consideró que lo más seguro y más rápido sería llevarse con él al señor Brinkworth a Edimburgo para tenerlo todo resuelto hoy y esperar que nos reunamos con ellos mañana, de camino hacia el sur. —¿Se van ustedes de Windygates con este tiempo tan maravilloso? —¡De mala gana! Lo cierto es, señora Delamayn, que estoy a merced de mi hijastra. Su tío tiene la autoridad, como tutor suyo, y la utiliza para ceder a sus deseos en todo. No consintió que se fijara la fecha hasta el viernes pasado, e incluso puso como condición irrenunciable que la boda no se celebrara en Escocia. ¡Pura tozudez! Pero ¿qué puedo hacer yo? Sir Patrick ha cedido y el señor Brinkworth también. Si quiero estar presente en la boda, debo seguir su ejemplo. Considero que es mi deber estar presente y, por supuesto, me he sacrificado. Partimos hacia Londres mañana. —¿Va a casarse la señorita Lundie en Londres en esta época del año? —No. Sólo pasaremos por Londres de camino a la casa de sir Patrick en Kent, la casa que heredó con el título y que está asociada a los últimos días de mi amado esposo. ¡Una prueba más para mí! El matrimonio se va a celebrar en el escenario de mi dolor. La vieja herida volverá a abrirse el próximo lunes, simplemente porque mi hijastra le ha tomado inquina a Windygates. —¿De modo que sólo queda una semana para el día de la boda? —Sí. Una semana. Existen razones para adelantar la boda con las que no quiero agobiarla. No tengo palabras para expresar cuánto desearía que todo hubiera terminado ya. Pero, mi querida señora Delamayn, ¡qué desconsiderado por mi parte abrumarla así con mis preocupaciones familiares! Es usted muy comprensiva. Es la única excusa que tengo. No descuide a sus invitados por mí. ¡Podría quedarme en este encantador lugar para siempre! ¿Dónde está la señora Glenarm? —La verdad es que no lo sé. La he echado en falta cuando hemos salido a la terraza. Seguramente la veremos en el lago. ¿Le apetece ver el lago, lady Lundie? —Adoro las bellezas de la Naturaleza, señora Delamayn, ¡sobre todo los lagos! —Tenemos algo más que enseñarle; tenemos una raza de cisnes propia del lugar. Mi marido se ha encaminado hacia allí con algunos de nuestros amigos y creo que esperan que los sigamos, en cuanto el resto de los invitados, de los que se ocupa mi hermana, hayan visto la casa. —¡Y qué casa, señora Delamayn! ¡Vínculos históricos en cada rincón! Es un alivio para mi espíritu refugiarme en el pasado. Cuando esté lejos de este precioso lugar, poblaré Swanhaven de antiguos moradores y compararé las penas y las alegrías de varios siglos. Mientras lady Lundie proclamaba de esta forma su intención de añadirse a la población del pasado, salió a la terraza el último grupo de invitados, que había estado recorriendo la vieja casa. Entre los miembros que formaban este aditamento final a la fiesta del jardín se contaban Blanche y una amiga de su misma edad con la que se había encontrado en Swanhaven. Las dos muchachas se habían rezagado y charlaban confidencialmente cogidas del brazo; el tema (¿huelga mencionarlo?) era la inminente boda. —Pero, queridísima Blanche, ¿por qué no te casas en Windygates? —Detesto Windygates, Janet. El lugar me trae espantosos recuerdos. ¡No me preguntes cuáles son! Hago todo lo posible para no volver a pensar en ellos. Estoy impaciente por perder de vista Windygates. En cuanto a la boda, he puesto como condición no casarme en Escocia. —¿Qué ha hecho la pobre Escocia para perder tu aprecio, querida? —La pobre Escocia, Janet, es un lugar donde la gente no sabe si está casada o no. Me lo ha explicado todo mi tío. Y conozco a una persona que ha sido víctima, víctima inocente, de un matrimonio escocés. —¡Absurdo, Blanche! Estás pensando en gente que se fuga para casarse, ¡y haces responsable a Escocia de las dificultades de personas que no se atreven a reconocer la verdad! —Nada de absurdo. Estoy pensando en la amiga más querida que tengo. Si supieras... —¡Querida! ¡Soy escocesa, recuérdalo! Puedes casarte exactamente igual en Escocia que en Inglaterra, debo insistir en ello. —¡Detesto Escocia! —¡Blanche! —Jamás había sido tan desgraciada en toda mi vida como en Escocia. No quiero volver a verla nunca más. Estoy decidida a casarme en Inglaterra, y salir de la antigua y querida casa en la que vivía cuando era niña. Mi tío no ha puesto ningún reparo. Él me comprende y se compadece de mí. —¿Eso quiere decir que yo no te comprendo y no te compadezco? Tal vez sería mejor que te liberara de mi compañía, Blanche. —¡Si vas a seguir hablándome de esa manera, a lo mejor sí! —¿He de oír cómo se critica a mi país sin decir una sola palabra para defenderlo? —¡Oh! ¡Los escoceses armáis siempre tanto revuelo por vuestro país! —¿Los escoceses? Tú también eres de origen escocés y deberías avergonzarte de hablar de esa manera. ¡Te deseo buenos días! —¡Te deseo un carácter mejor! Hacía un minuto, las dos jóvenes señoritas eran como rosas gemelas de un solo tallo. Ahora se separaban con las mejillas encendidas, sentimientos hostiles y palabras mordaces. ¡Qué ardiente es la juventud! ¡Qué indescriptiblemente delicada es la fragilidad de la amistad femenina! Los visitantes siguieron a la señora Delamayn en tropel hasta la orilla del lago. Durante unos minutos, la terraza quedó en soledad. Luego apareció bajo el porche un único caballero que se paseaba con una flor en la boca y las manos en los bolsillos. Era el hombre más fuerte que había en Swanhaven. En otras palabras, era Geoffrey Delamayn. Tras unos instantes apareció una dama tras él, caminando despacio para que no la oyera. Iba magníficamente vestida con el modelo de París más novedoso y de mayor precio. El broche que ostentaba sobre el pecho era un único diamante de gran tamaño y excelente calidad. El abanico que llevaba en la mano era una obra maestra de la artesanía india. Parecía lo que era: una persona en posesión de dinero abundante, pero a la que no se le había otorgado una cantidad de inteligencia en consonancia. Era la joven viuda sin hijos del gran industrial del hierro, es decir, la señora Glenarm. La acaudalada señora dio unos coquetos golpecitos con su abanico en el hombro del fuerte caballero. —¡Ah, chico malo! —dijo con expresión y modales estudiados y maliciosos—. Por fin lo encuentro. Geoffrey salió despacio a la terraza, dando la espalda a la señora, mostrando una superioridad brutal, sin la menor consideración civilizada al otro sexo, y consultó su reloj. —Dije que vendría aquí cuando dispusiera de media hora —musitó, dando vueltas a la flor entre los dientes sin el menor cuidado—. Dispongo de media hora y aquí estoy. —¿Ha venido para ver a los visitantes? ¿O para verme a mí? Geoffrey sonrió graciosamente y dio otra vuelta a la flor. —A usted, por supuesto. La viuda del industrial del hierro se cogió de su brazo y alzó la mirada hacia él, como sólo una mujer joven se habría atrevido a alzar la mirada, y la penetrante luz del sol le iluminó la cara con todo su esplendor. Reducida a la sencilla expresión de lo que en realidad vale la pena, la idea común de belleza femenina para los ingleses puede resumirse en tres palabras: juventud, salud y carnes abundantes. La gran mayoría de los hombres de esta isla no busca el encanto mas espiritual de la inteligencia y la vivacidad, ni el atractivo más sutil de los rasgos delicados y la finura en los detalles, y raras veces sabe apreciarlos. De otro modo, es imposible explicar la extraordinaria ceguera de que (por poner sólo un ejemplo) nueve de cada diez ingleses que visitan Francia vuelvan afirmando que no han visto una sola francesa atractiva, ni en París ni en ningún otro lugar. El tipo popular de belleza que se anuncia aquí a sí mismo, en su máximo desarrollo físico, en todas las tiendas en las que se venden revistas ilustradas. La misma muchacha de cara regordeta con la misma sonrisa inane y sin ninguna otra expresión aparece ilustrada de todas las formas posibles, semana tras semana y mes tras mes, a lo largo de todo el año. Los que deseen saber cómo era la señora Glenarm sólo tienen que salir y buscar cualquier librería o quiosco, y allí la verán, en la primera ilustración que encuentren de una mujer joven en el escaparate. La única peculiaridad de la belleza absolutamente corriente y puramente material de la señora Glenarm, en la que se habría fijado un hombre observador y culto, era su aire juvenil. A ningún desconocido que hablara con esta mujer —que estaba casada a los veinte y viuda ahora a los veinticuatro— se le ocurriría dirigirse a ella con otro apelativo que no fuera el de «señorita». —¿Es éste el uso que le da a la flor que yo le he regalado? —le dijo a Geoffrey—. ¡La mastica entre los dientes como si fuera un caballo, sinvergüenza! —Ya que lo dice —replicó Geoffrey—, soy más caballo que hombre. Voy a disputar una carrera y el público apuesta por mí. Ja! Ja! ¡Cinco a cuatro! —¡Cinco a cuatro! Creo que no piensa más que en apostar. Pesado hombretón, no puedo moverlo. ¿No ve que quiero ir con los demás a ver el lago? ¡No! ¡No se soltará de mi brazo! Va a acompañarme. —No puedo. Debo volver con Perry dentro de media hora. (Perry era el entrenador de Londres. Había llegado antes de lo que se esperaba y llevaba tres días ejerciendo sus funciones.) —¡No me hable de Perry! Es un hombrecillo vulgar y detestable. Que espere. ¿No quiere hacerle esperar? ¿Pretende decirme que es tan bruto que prefiere estar con Perry a estar conmigo? —Las apuestas están cinco a cuatro, querida. Y la carrera será dentro de un mes. —¡Oh! ¡Váyase con su adorado Perry! Le odio. Espero que pierda la carrera. Métase en su casita. No vuelva a la casa, por favor. Y, ¡cuidado!, no se atreva a llamarme «querida» nunca más. —¿No es lo bastante atrevido, verdad? Espere un poco. Déme tiempo hasta que pase la carrera y entonces me atreveré a casarme con usted. —¡Usted! Llegará a ser tan viejo como Matusalén si espera que me case con usted. Seguro que Perry tiene una hermana. ¿Por qué no se lo pregunta? Sería la persona más indicada para usted. —Muy bien —dijo él—. Lo que sea por complacerla. Preguntaré a Perry. Geoffrey dio media vuelta como si pensara hacerlo de inmediato. La señora Glenarm extendió una mano pequeña, embutida en un deslumbrante guante rosa, y la posó sobre el fornido brazo del atleta. Apretó aquellos músculos de hierro (orgullo y gloria de Inglaterra) con suavidad. —¡Qué hombre! —dijo—. Jamás había conocido a nadie como usted! Todo el secreto del poder que Geoffrey había adquirido sobre ella se encerraba en aquellas palabras. Llevaban poco más de diez días juntos en Swanhaven y, en ese tiempo, Geoffrey había conquistado a la señora Glenarm. El día anterior a la fiesta del jardín, en uno de los ratos de ocio que le permitía Perry, la había sorprendido a solas, la había cogido por el brazo y le había preguntado si quería casarse con él. Ejemplos no faltan —por decirlo con todos los respetos— de mujeres cortejadas y conquistadas en diez días. Pero aún no se conoce ejemplo alguno de mujer que esté dispuesta a hacerlo público. La viuda del industrial del hierro exigió la promesa de mantenerlo en secreto antes de comprometerse. Cuando Geoffrey le dio su palabra de refrenar la lengua en público hasta que ella le diera permiso para hablar, la señora Glenarm dio el sí sin más vacilaciones, después de que, en el transcurso de los dos últimos años, téngase en cuenta, hubiera dicho que no al menos a media docena de hombres que eran superiores a Geoffrey en todos los aspectos posibles, excepto en encanto personal y fuerza física. Hay una razón para todo y había una razón para esto. Por mucho que insistan en negarlo las teorías epicenas de los tiempos modernos, es una verdad evidente en la historia de los dos sexos que la condición natural de una mujer es la de encontrar un hombre que sea su dueño. Obsérvese el rostro de cualquier mujer que no dependa de un hombre de un modo directo y, tan claro como se ve el sol en un cielo despejado, se verá a una mujer que no es feliz. La falta de dueño es su gran carencia desconocida. La posesión de un dueño, inconscientemente para ellas, es la única forma posible de llenar su vida. En noventa y nueve casos de cada cien, este instinto primitivo es el motivo oculto del sacrificio, inexplicable por lo demás, de una mujer a la que vemos arrojarse voluntariamente en brazos de un hombre indigno de ella. Este instinto primitivo era el motivo oculto de la facilidad, inexplicable por lo demás, con que la señora Glenarm se rindió a Geoffrey. Hasta el momento de su encuentro, la joven viuda no había conocido más experiencia en su trato con el mundo que la de un privilegiado tirano. En los seis breves meses de vida matrimonial con el hombre del que podría haber sido nieta —y debería haberlo sido— sólo tenía que alzar un dedo para ser obedecida. El anciano marido, que la adoraba, era esclavo servicial de los más nimios caprichos de su joven y arrogante esposa. Más tarde, cuando la sociedad la recibió con los honores que merecían su cuna, su belleza y su dinero, en todas partes era objeto de la misma admiración rendida entre los pretendientes que rivalizaban por su mano. Por primera vez en su vida, al conocer a Geoffrey Delamayn en Swanhaven Lodge, había encontrado a un hombre que tenía voluntad propia. La ocupación de Geoffrey en aquel momento favorecía especialmente el conflicto entre la reafirmación de la influencia de la mujer y la reafirmación de la voluntad del hombre. Durante los días transcurridos entre el regreso a la casa de su hermano y la llegada del entrenador, Geoffrey se había sometido a todos los preliminares necesarios de la disciplina física con que se preparaba para la carrera. Sabía por experiencia qué ejercicios debía hacer, qué horarios debía seguir y qué tentaciones debía resistir en la mesa. Una y otra vez, la señora Glenarm había intentado obligarle a cometer infracciones contra la disciplina, y una y otra vez había fallado la influencia que nunca anteriormente le había fallado con los hombres. Nada de lo que dijo o hizo consiguió convencer a aquel hombre. Perry llegó, y el desafío de Geoffrey a cualquiera de los intentos de la encantadora tiranía femenina ante los que habían sucumbido todos los demás se hizo más escandaloso e inquebrantable que nunca. La señora Glenarm sentía celos de Perry, como si Perry fuera una mujer. Tenía rabietas, lloraba, coqueteaba con otros hombres, amenazaba con abandonar la casa. ¡Todo inútil! Geoffrey no faltó a una sola cita con Perry, no comía ni bebía nada de lo que ella pudiera ofrecerle, si Perry se lo había prohibido. Ningún empeño humano es tan hostil a la influencia del otro sexo como los deportes atléticos. Ningún otro hombre se aleja tanto de las mujeres como el que vive para cultivar su propia fuerza física. Geoffrey resistió a la señora Glenarm sin el menor esfuerzo. Con indiferencia, se ganó su admiración y, sin proponérselo, su respeto. La señora Glenarm se pegaba a él como a un héroe y lo rehuía como a un bruto. Luchaba con él, se rendía a él, lo despreciaba, lo adoraba, todo al mismo tiempo. Y la clave de todo esto, por confusa y contradictoria que pueda parecer, estaba en un solo hecho: la señora Glenarm había encontrado a su dueño. —Acompáñeme hasta el lago, Geoffrey —dijo, con una leve presión de su mano rosácea a modo de súplica. Geoffrey miró su reloj. —Perry me espera dentro de veinte minutos —dijo. —¿Perry otra vez? —Sí. La señora Glenarm alzó el abanico en un súbito arranque de ira y lo rompió sobre el rostro de Geoffrey con un golpe seco. —¡Mire! —exclamó, dando una patada en el suelo—. ¡Mi pobre abanico roto! ¡Todo por culpa suya, monstruo! Geoffrey cogió el abanico roto sin alterarse y se lo metió en el bolsillo. —Escribiré a Londres —dijo— para encargarle otro. ¡Vamos! Un beso para hacer las paces. Geoffrey miró a un lado y a otro para asegurarse de que estaban solos, luego la levantó del suelo (la señora Glenarm no era un peso ligero), la sostuvo en el aire como a un bebé y le dio un fuerte y sonoro beso en cada mejilla. —¡Con los saludos de su afectísimo Geoffrey! —dijo, se echó a reír y la depositó en el suelo. —¡Cómo se atreve a hacerme esto! —exclamó la señora Glenarm—. ¡Pediré protección a la señora Delamayn si me insulta de este modo! ¡No se lo perdonaré jamás, señor! —Mientras pronunciaba estas indignadas palabras, le dirigía una mirada que las desmentía rotundamente. Un instante después se apoyaba en el brazo de Geoffrey y lo contemplaba con asombro por milésima vez, como novedad en su experiencia sobre el sexo masculino—. ¡Qué rudo eres, Geoffrey! —dijo en voz baja. El sonrió en reconocimiento a aquel homenaje espontáneo a la virtud principal de su carácter. Ella vio la sonrisa e inmediatamente hizo otro esfuerzo por vencer la odiosa supremacía de Perry—. ¡Que espere! —susurró la hija de Eva, resuelta a convencer a Adán para que mordiera la manzana—. Vamos, Geoffrey, querido, olvídate de Perry por una vez. ¡Llévame al lago! Geoffrey miró su reloj. —Perry me espera dentro de un cuarto de hora —dijo. La indignación de la señora Glenarm adoptó una nueva forma. Rompió a llorar. Geoffrey la miró un momento con los ojos abiertos por la sorpresa, y luego la cogió por ambos brazos y la zarandeó. —¡Escucha! —dijo con impaciencia—. ¿Puedes dirigir mi entrenamiento? —¡Lo haría si pudiera! —¡Ésa no es la cuestión! ¿Puedes ponerme en forma para el día de la carrera? ¿Sí o no? —No. —Entonces seca esas lágrimas y deja que lo haga Perry. La señora Glenarm se secó las lágrimas e hizo un nuevo esfuerzo. —No estoy visible —dijo—. Con esta agitación no sé ni lo que hago. Entra conmigo, Geoffrey, y tómate una taza de té. Geoffrey negó con la cabeza. —Perry me ha prohibido el té —dijo— durante el día. —¡Bruto! —exclamó la señora Glenarm. —¿Quieres que pierda la carrera? —preguntó Geoffrey. —¡Sí! Con esta respuesta se separó por fin de él y volvió corriendo al interior de la casa. Geoffrey se dio un paseo por la terraza, pensó un momento, se detuvo y miró el porche por el que había desaparecido la airada viuda. —Diez mil libras al año —dijo, pensando en el proyecto matrimonial que ponía en peligro—. Y por todos los demonios que están bien ganadas —añadió, entrando en la casa a regañadientes para apaciguar a la señora Glenarm. La ofendida dama estaba en un sofá del solitario salón. Geoffrey se sentó junto a ella. Ella evitó su mirada. —¡No seas tonta! —dijo Geoffrey con su voz más zalamera. La señora Glenarm se llevó un pañuelo a los ojos. Geoffrey lo apartó sin ceremonia. La señora Glenarm se levantó para abandonar el salón. Geoffrey la detuvo por la fuerza. La señora Glenarm amenazó con llamar a los criados—. ¡Muy bien! ¡Me da igual que se entere toda la casa de que te quiero! La señora Glenarm miró hacia la puerta y susurró: —¡Silencio, por amor de Dios! —Ven conmigo —dijo Geoffrey, obligándola a cogerse de su brazo—. Tengo algo que decirte. —La señora Glenarm se echó hacia atrás y sacudió la cabeza. Geoffrey le rodeó la cintura y la llevó fuera del salón y de la casa, pero no para ir a la terraza, sino a un bosque de abetos que había en el extremo opuesto del jardín. Cuando llegó a los árboles, se detuvo y alzó el dedo índice como advertencia ante el rostro de la dama ofendida—. Eres justo el tipo de mujer que me gusta —dijo—, y no hay hombre en el mundo que sea la mitad de amable que yo contigo. Deja de acosarme con lo de Perry y te diré lo que haré: te dejaré que me veas en un sprint. Geoffrey retrocedió un paso y clavó en ella sus grandes ojos azules con una mirada que decía: «¡Eres la mujer más afortunada que ha existido en el mundo!». La curiosidad tomó de inmediato la delantera entre las emociones de la señora Glenarm. —¿Qué es un sprint, Geoffrey? —preguntó. —Una carrera corta para probar mi velocidad máxima. No hay ningún otro ser viviente en Inglaterra al que le permitiera verlo, aparte de ti. Bueno, ¿y ahora soy un bruto? La señora Glenarm fue conquistada de nuevo, por centésima vez al menos. —¡Oh, Geoffrey —dijo en voz baja—, ojalá fueras siempre así! —Alzó los ojos hacia los de él con admiración. Volvió a cogerse de su brazo deliberadamente y le dio un amoroso apretón. Geoffrey notó proféticamente las diez mil libras anuales en su bolsillo—. ¿Me amas de verdad? —susurró la señora Glenarm. —¡Ya lo creo! —respondió el héroe. Hechas las paces, continuaron andando. Atravesaron el bosque de abetos y salieron a un terreno abierto, que se ondulaba graciosamente en pequeñas lomas y depresiones. La última de estas lomas descendía hacia un llano cuyo extremo más lejano estaba bordeado de árboles; al abrigo de estos árboles había una acogedora casita de piedra, y delante de esta casa un hombrecillo pulcro que se paseaba de un lado a otro con las manos a la espalda. El llano era el terreno donde se entrenaba el héroe, la casa era el refugio del héroe y el hombrecillo pulcro era el entrenador del héroe. Si la señora Glenarm detestaba a Perry, a juzgar por las apariencias, no se corría el menor peligro de que a Perry le gustara la señora Glenarm. Cuando Geoffrey se acercó con su acompañante, el entrenador se detuvo en seco y contempló a la dama en silencio. La dama, por su parte, se negó a percatarse de la presencia del entrenador y de su existencia en forma corpórea. —¿Cómo vamos de tiempo? —preguntó Geoffrey. —Le quedan cinco minutos libres. —Enséñame dónde corres. ¡Me muero por ver el sitio! —dijo la impaciente viuda, apoderándose del brazo de Geoffrey con ambas manos. Geoffrey la condujo a un lugar (señalado por un árbol joven con un banderín atado) que se encontraba a escasa distancia de la casa. La señora Glenarm caminó majestuosamente junto a él, con suaves ondulaciones de movimiento que parecieron exasperar del todo a Perry. El entrenador esperó a que ella no pudiera oírlo para invocar (digámoslo claro) la furia de los cielos y pedirle que cayese sobre la cabeza elegantemente adornada de la señora Glenarm. —Tú quédate aquí —dijo Geoffrey, colocándola junto al árbol joven—. Cuando pase por tu lado... —Se detuvo y la miró regocijado con compasión masculina—. ¿Cómo demonios puedo hacer que lo entiendas? —añadió—. ¡Mira! Cuando pase por tu lado, será lo que llamaríamos a galope tendido si fuera un caballo. Sujeta la lengua, aún no he acabado. Sigue mirándome cuando me aleje hacia allí, donde el borde del muro de la casa se adentra en los árboles. Cuando me pierda de vista detrás del muro, me habrás visto correr trescientos metros desde este banderín. ¡Tienes suerte! Hoy Perry quiere ponerme a prueba con el sprint largo. ¿Has comprendido que no debes moverte de aquí? Muy bien. Entonces deja que vaya a ponerme el equipo. —¿Volveré a verte, Geoffrey? —¿No acabo de decirte que me vas a ver correr? —Sí... pero ¿y después? —Después me frotarán bien con la esponja y con las manos y descansaré en la casa. —¿Te veremos esta noche? Geoffrey asintió y se fue. El rostro de Perry tenía una expresión indescriptible cuando se encontró con Geoffrey en la puerta de la casa. —Tengo una pregunta que hacerle, señor Delamayn —dijo el entrenador—. ¿Quiere usted mis servicios o no? —Por supuesto que sí. —¿Qué le dije cuando llegué aquí? —prosiguió Perry con severidad—. Le dije: «No permitiré que venga nadie a mirar mientras entreno a mi hombre. Puede que esas damas y esos caballeros hayan decidido verlo en acción. Yo he decidido no permitir que haya mirones. No permitiré que nadie le tome el tiempo cuando corra aparte de mí. No permitiré que aparezca en los periódicos hasta que cubra el último maldito metro de terreno. No permitiré que ningún ser humano conozca el secreto de lo que puede y lo que no puede hacer, excepto nosotros dos». ¿No fue eso lo que dije, señor Delamayn? —De acuerdo. —¿No fue eso lo que dije? —¡Por supuesto que sí! —Entonces no vuelva a traer mujeres aquí. Va en contra de las normas. Y no lo permitiré. Cualquier otra persona que hubiera adoptado aquel tono de queja seguramente habría tenido motivos para arrepentirse. Pero hasta el mismo Geoffrey tenía miedo de perder los estribos en presencia de Perry. Teniendo la carrera a la vista, ni siquiera el más importante y destacado atleta británico podía jugar con el más importante y destacado entrenador británico. —No volverá —dijo Geoffrey—. Se va de Swanhaven dentro de dos días. —He apostado por usted hasta el último chelín que tenía —añadió Perry, adoptando un tono afectuoso—. ¡Y le aseguro que me ha afectado! Me ha partido el corazón verlo llegar con esa mujer del brazo. Es un fraude para los que han apostado por él, me he dicho a mí mismo. ¡Eso es lo que es, un fraude para los que han apostado por él! —¡Calle! —dije Geoffrey—. Y ayúdeme para que le haga ganar su apuesta. —Abrió la puerta de la casa de una patada y atleta y entrenador entraron en ella. Después de esperar unos minutos junto al banderín, la señora Glenarm vio a los dos hombres acercándose desde la casa. Vestido con un traje muy ajustado, ligero y elástico, que se adaptaba a cada uno de sus movimientos y respondía al propósito exacto requerido por el ejercicio que estaba a punto de realizar, Geoffrey exhibía sus atributos físicos de la manera más ventajosa posible. Su cabeza se asentaba con orgullo y soltura sobre el cuello blanco y firme, desnudo al aire. El movimiento de su poderoso pecho cuando aspiraba grandes bocanadas de fragante brisa estival, su ágil y flexible juego de cintura, el paso elástico de sus piernas rectas y bien formadas, representaban el triunfo de la virilidad en su máxima expresión física. Los ojos de la señora Glenarm lo devoraron en muda admiración. Tenía todo el aspecto de un joven dios de la mitología, como una estatua animada con color y vida. —¡Oh, Geoffrey! —exclamó la señora Glenarm en un susurro cuando pasó por su lado. Geoffrey no respondió ni la miró. Pensaba en cosas más importantes que en escuchar ternezas. Se estaba preparando para el esfuerzo: apretaba los labios y también ligeramente los puños. Perry se colocó junto a él, adusto y silencioso, reloj en mano Geoffrey siguió caminando más allá del banderín para coger carrerilla y alcanzar su máxima velocidad al pasar por él. —¡Ahora! —dijo Perry. En un segundo, Geoffrey pasaba volando como una flecha en la excitada imaginación de la señora Glenarm. Sus movimientos eran perfectos. Su velocidad, al alcanzar la máxima potencia, tenía una fuerza y una resistencia fuera de lo común. Cada vez se iba empequeñeciendo más a los ojos de quienes seguían su avance, volando aún sobre el terreno con pies ligeros, manteniendo aún firmemente la línea recta. Instantes después el corredor desapareció tras el muro de la casa y el reloj parado del entrenador volvió al bolsillo. En su impaciencia por conocer el resultado, la señora Glenarm olvidó los sentimientos que le inspiraba Perry. —¿Cuánto ha tardado? —preguntó. —Son muchos además de usted los que quisieran saber eso —dijo Perry. —¡El señor Delamayn me lo dirá, so grosero! —Eso depende, señora, de si yo se lo digo a él. Tras esta respuesta, Perry volvió rápidamente a la casa. No se pronunció palabra mientras el entrenador atendía a su atleta y éste recobraba el aliento. Después de frotar a Geoffrey concienzudamente, y de que éste se pusiera una vez más su ropa habitual, Perry le acercó una butaca y, más que sentarse, Geoffrey se dejó caer en ella. Perry se sorprendió y lo miró con atención. —¿Y bien? —dijo Geoffrey—. ¿Qué tal el tiempo? ¿Bueno, malo o regular? —Muy bueno —dijo Perry. —¿Cuál ha sido exactamente? —¿Cuándo ha dicho que se iba esa señora, señor Delamayn? —Dentro de dos días. —Muy bien, señor. Le diré cuál ha sido cuando se vaya ella. Geoffrey no insistió en saberlo. Esbozó una leve sonrisa. Al cabo de diez minutos apenas, estiró las piernas y cerró los ojos. —¿Va a dormir? —preguntó Perry. —No —dijo Geoffrey, abriendo los ojos con esfuerzo. Apenas había brotado la palabra de sus labios cuando sus ojos volvieron a cerrarse. —¡Vaya! —dijo Perry, observándolo—. Esto no me gusta. Se acercó más a la butaca. No cabía la menor duda. El atleta se había dormido. Perry exhaló un largo silbido entre dientes. Se agachó y, colocando suavemente dos dedos, tomó el pulso a Geoffrey. El ritmo era lento, pesado y fatigoso. No cabía la menor duda de que era el pulso de un hombre agotado. Al entrenador le cambió el color de la cara. Dio una vuelta por la habitación. Abrió un armario y sacó su diario del año anterior. Las entradas relativas a la última ocasión en que había preparado a Geoffrey para una carrera pedestre incluían todo tipo de detalles. Pasó las hojas hasta el informe de la primera prueba de trescientos metros a velocidad máxima. El tiempo no era tan bueno, ya que superaba el de la prueba recién realizada en más de un segundo. Pero el resultado posterior era completamente distinto. Allí estaba anotado, en palabras de Perry: «Pulso bueno. Animado. Listo para volver a correr si se lo hubiera permitido». Perry se dio la vuelta para mirar al mismo hombre un año después, completamente exhausto y dormido en la butaca. Perry sacó pluma, papel y tinta del armario y escribió dos cartas, poniendo en ambas «Personal». La primera era para un médico, una gran autoridad para los entrenadores. La segunda era para el agente de Perry en Londres, en quien sabía que podía confiar. En ella pedía al agente que se comprometiera a mantener la más estricta reserva, y le daba instrucciones para que apostara por el rival de Geoffrey en la carrera pedestre una suma equivalente a la que el propio Perry había apostado por él. —¡Otro atleta acabado! —exclamó el entrenador, volviendo a mirar al hombre dormido—. Perderá la carrera. Capítulo XXXVI Semillas del futuro (segunda siembra) ¿Y qué dijeron los visitantes de los cisnes? Dijeron: «¡Oh, cuántos!», que era todo lo que podían decir personas sin conocimientos de la historia natural de las aves acuáticas. ¿Y qué dijeron los visitantes del lago? Algunos dijeron: «¡Qué solemne!». Otros dijeron: «¡Qué romántico!». Algunos no dijeron nada, pero pensaron para sí que el lugar era deprimente. Una vez más el sentimiento popular acertaba desde el principio. El lago estaba oculto en medio de un bosque de abetos. Salvo en el centro, donde las iluminaba la luz del sol, las aguas eran tan negras como las sombras de los árboles. El único espacio abierto estaba en la otra orilla del lago. Los cisnes que se deslizaban como espectros por la inmóvil superficie del agua constituían el único signo de vida y de movimiento. Era solemne, tal como habían dicho. Era romántico, tal como habían dicho. Era deprimente, tal como habían pensado. En varias páginas de descripción no podría decirse más. Dejemos, pues, que tales páginas queden fuera de esta narración. Tras haberse hartado de cisnes y haber agotado la visión del lago, la curiosidad general revirtió sobre la brecha entre los árboles de la otra orilla, observó un sorprendente objeto artificial que se entrometía en el paisaje en forma de gran cortina roja y colgaba entre dos de los abetos más altos, ocultando el panorama, requirió una explicación de Julius Delamayn y recibió por respuesta que el misterio se desvelaría cuando llegara su mujer con los invitados que se habían demorado en la casa. Cuando apareció la señora Delamayn con los rezagados, el grupo unido bordeó la orilla del lago y se congregó frente a la cortina. Julius Delamayn eligió a dos niñas (hijas de la hermana de su mujer) y las envió a tirar de los cordones para ver qué ocurría. Las sobrinas de Julius tiraron con las manos impacientes de los niños ante un misterio, las cortinas se separaron por el centro y una exclamación de asombro y de deleite saludó la escena que quedó al descubierto. Al final de una amplia avenida de abetos, un claro verde y umbrío extendía su manto de hierba en medio del bosque. El terreno se elevaba hacia el otro extremo y allí, al pie de la colina, borboteaba un alegre y pequeño manantial entre las antiguas y grises rocas de granito. A lo largo del borde derecho del terraplén se veía una hilera de mesas con inmaculados manteles blancos, llenas de comida y bebida para los invitados. En el lado opuesto una banda de música rompió a tocar en cuando se descorrieron las cortinas. Mirando hacia atrás desde la avenida, se vislumbraba el lago en la distancia, allá donde el sol se reflejaba en el agua y el plumaje de los cisnes lanzaba suaves destellos de relampagueante blancura. Aquélla era la encantadora sorpresa que Julius Delamayn había preparado para sus amigos. Sólo en momentos como aquél —o cuando su mujer y él tocaban sonatas en la modesta sala de música de Swanhaven— era verdaderamente feliz el hijo primogénito de lord Holchester. En el fondo se lamentaba de los deberes que le imponía su posición como terrateniente, y sufría a causa de los encumbrados privilegios de su rango y su clase como si fuera un martirio social en su forma más cruel. —Primero comeremos —dijo Julius— y bailaremos después. ¡Ése es el programa! Se dirigió entonces a las mesas con las dos señoras que tenía más cerca, sin importarle lo más mínimo que fueran o no las señoras de más alto rango entre las presentes. Con gran asombro por parte de lady Lundie, ocupó el primer sitio que tenía a mano, sin que pareciera preocuparle el lugar que ocupaba en su propio festín. Siguiendo su ejemplo, los invitados se sentaron a su gusto, indiferentes a precedencias y dignidades. La señora Delamayn, que sentía un interés especial por una señorita que iba a casarse pronto, se cogió del brazo de Blanche. Lady Lundie se aferró con resolución a su anfitriona por el otro lado. Las tres se sentaron juntas. La señora Delamayn hizo lo posible por animar a Blanche a hablar y Blanche hizo lo posible por responder a sus atenciones. El experimento tuvo un pobre resultado por ambas partes. La señora Delamayn abandonó su desesperado empeño y se volvió hacia lady Lundie con la grave sospecha de que algún desagradable tema de reflexión atormentaba el ánimo de la novia. Era una conclusión con sólidos fundamentos. El pequeño estallido de ira contra su amiga en la terraza y la falta de alegría y animación en la mesa podían achacarse a la misma causa. Blanche se lo ocultaba a su tío, se lo ocultaba a Arnold, pero seguía igual de preocupada por Anne que antes y se sentía igual de desgraciada, y seguía vigilando (independientemente de lo que dijera o hiciera sir Patrick) para aprovechar la primera oportunidad de reanudar la búsqueda de su amiga perdida. Mientras tanto, en las mesas se seguía comiendo, bebiendo y charlando alegremente. La banda tocaba sus más vivaces melodías, los criados no dejaban de llenar las copas y el regocijo y la libertad reinaban en todas las mesas. La única conversación en la que no existía armonía social era la que mantenían junto a Blanche su madrastra y la señora Delamayn. Entre los talentos de lady Lundie, uno de los más destacados era la facultad de hacer descubrimientos inoportunos. Durante la comida en el claro, no se le escapó un detalle que había pasado inadvertido a todos los demás: la ausencia del cuñado de la anfitriona y, lo que era aún más extraordinario, la desaparición de una de las damas invitadas en la casa: en otras palabras, la desaparición de la señora Glenarm. —¿Me equivoco? —dijo su señoría alzando el monóculo para pasear la mirada por las mesas—. ¿No falta un miembro de nuestra fiesta? No veo al señor Delamayn. —Geoffrey prometió venir. Pero no pone demasiado interés, como ya habrá notado, en cumplir compromisos de este tipo. Todo lo sacrifica al entrenamiento. Últimamente sólo lo vemos en algún descanso aislado. Después de responder, la señora Delamayn intentó cambiar de tema. Lady Lundie alzó el monóculo y miró las mesas por segunda vez. —Perdóneme —insistió su señoría—, pero ¿es posible que haya descubierto otra ausencia? No veo a la señora Glenarm. ¡Pero sin duda ha de estar aquí! La señora Glenarm no se está entrenando para una carrera pedestre. ¿La ve usted? Yo no. —La he echado en falta cuando hemos salido a la terraza, y no la he visto desde entonces. —¿No es muy extraño, mi querida señora Delamayn? —En Swanhaven, lady Lundie, nuestros invitados tienen entera libertad para hacer lo que más les plazca. Con estas palabras, la señora Delamayn dio por zanjado el asunto, o eso creyó ingenuamente. Pero la curiosidad pertinaz de lady Lundie no se dejó vencer siquiera por aquella clara insinuación. Impulsada con toda probabilidad por la alegría contagiosa de los demás comensales, su señoría exhibió una inesperada reserva de vivacidad. La mente se niega a aceptarlo, ¡pero no es menos cierto que aquella majestuosa mujer esbozó una sonrisa bobalicona! —¿Sumamos dos y dos? —dijo lady Lundie con una laboriosa picardía digna de asombro—. Por un lado, tenemos al señor Geoffrey Delamayn, un joven soltero. Y por el otro lado, tenemos a la señora Glenarm, una joven viuda. El rango está del lado del joven soltero; la riqueza, del lado de la joven viuda. Y ambos se ausentan misteriosamente al mismo tiempo de la misma agradable fiesta. ¡Ja, señora Delamayn! ¿Me equivoco al suponer que habrá boda en la familia dentro de poco? La señora Delamayn parecía algo molesta. Había participado con entusiasmo en la conspiración para casar a Geoffrey y a la señora Glenarm. Pero no estaba dispuesta a reconocer que las facilidades otorgadas por la dama en cuestión (pese a todos los intentos por disimularlo) habían hecho que la conspiración triunfara de manera conspicua en diez días. —No estoy al tanto de los secretos de la dama y el caballero que ha mencionado —respondió con sequedad. Un cuerpo pesado tarda en adquirir movimiento... y también en abandonarlo, una vez adquirido. La jovialidad de lady Lundie, que en lo esencial era pesada, siguió esta misma regla. Se obstinó en seguir igual de vivaz. —¡Oh, qué respuesta tan diplomática! —exclamó su señoría—. Pero creo que sabré interpretarla, a pesar de todo. Un pajarito me dice que veré a una señora de Geoffrey Delamayn en Londres la próxima temporada. ¡Y lo que es a mí no me sorprendería nada encontrarme felicitando a la señora Glenarm! —Si insiste en dejar volar la imaginación, lady Lundie, yo no puedo evitarlo. Sólo le pido permiso para refrenar la mía. Esta vez incluso lady Lundie comprendió que sería más sensato no decir nada más. Sonrió y asintió, mientras se congratulaba interiormente por su extraordinaria inteligencia. De haberle preguntado alguien en aquel instante quién era la mujer más brillante de Inglaterra, se habría contemplado interiormente a sí misma y habría visto, tan clara como en un espejo, a lady Lundie, de Windygates. Desde el momento en que la charla que se desarrollaba a su lado se desvió a Geoffrey Delamayn y la señora Glenarm, y durante el breve período en que había seguido ocupada con el mismo tema, Blanche percibió un fuerte aroma a un licor indefinido que le llegaba, según creía, desde arriba y desde atrás. Al hacerse el olor cada vez más fuerte, se dio la vuelta para ver si, inexplicablemente, se estaba preparando algún ponche especial detrás de su silla. En cuanto movió la cabeza, le llamaron la atención unas viejas manos, trémulas y gotosas, que le ofrecían un pastel de urogallo, profusamente adornado con trufas. —¡Eh, mi preciosa señorita! —susurró una voz persuasiva en su oído—, se va a morir de hambre en un país de abundancia. Acepte mi consejo y coma de lo mejorcito que hay en la mesa, el pastel de urogallo con trufas. Blanche alzó la vista. Allí estaba el hombre de la mirada ladina, la actitud paternal y la nariz gruesa: ¡Bishopriggs conservado en licor y sirviendo en el festín de Swanhaven Lodge! Blanche sólo lo había visto un momento la memorable noche de la tormenta en que dio una sorpresa a Anne en la posada. Pero unos instantes en compañía de Bishopriggs eran como horas en compañía de hombres inferiores a él. Blanche lo reconoció en el acto, recordó en el acto que sir Patrick estaba convencido de que la carta perdida de Anne obraba en su poder, y sacó en el acto la conclusión de que, al descubrir a Bishopriggs, había descubierto una oportunidad de encontrar a Anne. Su primer impulso fue mencionar su primer encuentro en aquel mismo instante. Pero las miradas de sus vecinos le hicieron ver que debía esperar. Cogió un trozo de pastel y miró a Bishopriggs fijamente. Aquel hombre discreto no dio muestras de haberla reconocido, se inclinó respetuosamente y siguió sirviendo a los demás comensales. «Me gustaría saber si llevará la carta encima», pensó Blanche. No sólo llevaba la carta encima, sino que, además, andaba a la búsqueda de un medio para obtener de ella un beneficio pecuniario. El servicio doméstico de Swanhaven Lodge no contaba con un número demasiado grande de criados. Cuando la señora Delamayn daba una gran fiesta, dependía, para la ayuda suplementaria que fuera menester, en parte de las contribuciones de sus amigos y en parte de los recursos de la posada principal de Kirkandrew. El señor Bishopriggs, que trabajaba entonces (a falta de un empleo mejor) como ayudante en la posada, era uno de los camareros de los que podía prescindirse para que fueran a servir en la fiesta del jardín. El nombre del caballero para el que iba a trabajar aquel día le sonó familiar al oírlo por primera vez. Hizo sus averiguaciones y luego, buscando información adicional, recurrió a la carta que había recogido del suelo de la sala de estar de Craig Fernie. La hoja de papel que había perdido Anne contenía, como se recordará, dos cartas: una firmada por ella y la otra firmada por Geoffrey, y ambas sugerían, a ojos de un desconocido, que entre ambos existía una relación que estaban interesados en ocultar a ojos de los demás. Pensando que quizá, manteniendo ojos y oídos bien abiertos en Swanhaven, fuera posible mejorar sus perspectivas de convertir la correspondencia robada en objeto de mercadeo, el señor Bishopriggs se había metido la carta en el bolsillo al abandonar Kirkandrew. Había reconocido a la amiga de la señora de la posada en la persona de Blanche, y creía que, como tal, quizá pudiera sacarle partido. Además, había oído hasta la última palabra de la conversación entre lady Lundie y la señora Delamayn sobre Geoffrey y la señora Glenarm. Pasarían varias horas antes de que los invitados se retiraran y se despidiera a los camareros. El señor Bishopriggs tenía la fuerte convicción de que podía hallar buenas razones para felicitarse por la oportunidad de servir en la fiesta de Swanhaven Lodge. Aún era primera hora de la tarde cuando la alegría de los comensales empezó a mostrar signos de agotamiento en ciertos detalles. Los miembros más jóvenes de la fiesta, sobre todo las damas, empezaron a impacientarse con la aparición del postre. Uno tras otro, seguían distraídamente con los dedos el vals que los músicos tocaban en aquel momento. La señora Delamayn se percató de estos síntomas y dio ejemplo levantándose de la mesa; su marido envió un mensaje a la banda. Al cabo de diez minutos se desenvolvía el primer baile sobre la hierba, los espectadores se agrupaban alrededor de él de manera pintoresca, y los criados y camareros, que ya no eran necesarios, se habían retirado a comer por su cuenta. La última persona en abandonar las mesas vacías fue el venerable Bishopriggs. Sólo él, de todos los camareros que servían, se las había ingeniado para combinar la apariencia de que servía con una atención clandestina a su propia necesidad de comer. En lugar de salir corriendo con el resto hacia el comedor de los criados, recorrió las mesas fingiendo recoger las migas, pero vaciando los vasos de vino en realidad. Inmerso en esta ocupación, le sobresaltó la voz de una señorita a su espalda y, dándose la vuelta a toda prisa, se encontró cara a cara con la señorita Lundie. —Quiero un poco de agua fresca —dijo Blanche—. Tenga la amabilidad de traérmela del manantial. Blanche señaló el riachuelo que borboteaba en el otro extremo del claro. —Por amor de Dios, señorita —exclamó él—, ¿de veras piensa ofender a su estómago con agua fría, teniendo vino de sobra? Blanche lo miró. La lentitud en la percepción no estaba en la lista de defectos de Bishopriggs. Cogió un vaso, hizo un guiño con su ojo sano, y se dirigió hacia el riachuelo seguido por Blanche. No había nada extraordinario en la visión de una señorita que quería un vaso de agua fresca, ni en la de un camarero que iba a buscársela. Nadie se sorprendió y (con la banda tocando) nadie podía en ningún caso oír lo que se dijera junto al manantial. —¿Recuerda que nos vimos en la posada, la noche de la tormenta? —preguntó Blanche. El señor Bishopriggs tenía sus motivos (cuidadosamente guardados en su cartera) para no mostrarse dispuesto a comprometerse con Blanche desde el principio. —No digo que no la recuerde, señorita. ¿Qué hombre le diría semejante cosa a una joven tan bonita como usted? Blanche sacó el monedero para ayudarle a recuperar la memoria. Bishopriggs se enfrascó en la contemplación del paisaje. Observó el agua del riachuelo con la mirada de un hombre que recelaba de ella como bebida. —Ahí vas —dijo, hablando con el riachuelo—. ¡Borboteando hacia tu propia aniquilación en aquel lago! No sé qué te encuentran de bueno en este estado primitivo. Dicen que eres un tipo de vida humana. Yo doy fe de lo contrario. No eres nada absolutamente hasta que te calientan con fuego, te endulzan con azúcar y te fortalecen con whisky, y entonces eres una clase de ponche, ¡y la vida humana (lo reconozco) tiene entonces algo que decirte en ese nuevo estado! —He oído hablar más de usted desde que estuve en la posada —prosiguió Blanche—, de lo que imagina. —Abrió el monedero; el señor Bishopriggs se convirtió en la viva imagen de la atención—. Fue usted muy, muy amable con una dama que estaba alojada en Craig Fernie —siguió diciendo con seriedad— Sé que perdió usted su empleo en la posada por dedicarle todo su tiempo a aquella dama. Ella es mi más querida amiga, señor Bishopriggs. Quiero darle las gracias. Le doy las gracias. Por favor, acepte lo que llevo ahora aquí. La joven puso todo su corazón en la mirada y en la voz cuando vació su monedero en las viejas manos gotosas (y avariciosas) de Bishopriggs. Una señorita joven con un monedero bien repleto (por rica que sea dicha señorita) no es una combinación que se vea a menudo en ningún país del mundo civilizado. O bien el dinero siempre se ha gastado, o bien se ha olvidado en casa sobre el tocador. El monedero de Blanche contenía un soberano y unos seis o siete chelines de plata. Como dinero de bolsillo para una heredera era una suma despreciable. Pero como propina para Bishopriggs era espléndida. El viejo granuja se metió el dinero en el bolsillo con una mano y se enjugó las lágrimas de emoción, que no había derramado, con la otra. —¡Echa tu pan a las aguas —exclamó con su ojo sano alzado devotamente hacia el cielo— que al cabo de mucho tiempo volverás a hallarlo!19 ¡Vaya, vaya! ¿No le dije yo a aquella pobre señora cuando la vi por primera vez: «Me siento como un padre para usted»? Sencillamente es asombroso que las buenas obras de uno lo encuentren en este mundo nuestro de aquí abajo. Si alguna vez oí la voz del afecto natural en mi propio pecho —siguió diciendo el señor Bishopriggs, clavando su ojo sano en Blanche con intranquila expectación—, cuando aquella encantadora criatura me miró por primera vez, me habló con sones de trompeta. ¿Por ventura fue ella quien le habló del pequeño servicio que le presté cuando estaba esclavizado en la posada? —Sí, ella misma me lo dijo. —¿Me permite el atrevimiento de preguntar dónde se encuentra en estos momentos? —No lo sé, señor Bishopriggs. No tengo palabras para expresar la pena que me causa. Se ha ido y no sé adonde. —¡Oh, oh! Eso es malo. Y ese maridito que se colgó de sus faldas un día y desapareció al amanecer del día siguiente... ¿han huido juntos? —No sé nada de él; no lo he visto jamás. Usted sí que lo vio. Dígame, ¿cómo era? —¡Eh! No era más que un pobre pusilánime. No sabía reconocer un buen vino de jerez cuando se lo ponían delante. Generoso con el dinero. Eso es todo lo que puede decirse en su favor. ¡Generoso con el dinero! Al ver que era imposible sonsacarle una descripción más clara del hombre que había estado con Anne en la posada, Blanche abordó el objeto principal de la entrevista. Demasiado impaciente para perder tiempo con circunloquios, desvió la conversación de inmediato hacia el delicado y ambiguo tema de la carta perdida. —Quería decirle algo más —añadió—. Mi amiga perdió una cosa mientras estaba en la posada. Se aclararon las sombras de duda que albergaba Bishopriggs. La amiga de la dama conocía la existencia de la carta perdida. ¡Pero lo mejor era que la amiga de la dama parecía desear la carta! —¡Ay! ¡Ay! —dijo, aparentando una absoluta indiferencia—. Es muy probable. Desde la patrona hasta el último criado andan todos perdidos desde que me marché. ¿Y qué fue eso que perdió? —Perdió una carta. El ojo de Bishopriggs volvió a mirarla con intranquila expectación. La cuestión era —y nada baladí, desde su punto de vista— si se sospechaba que la carta desaparecida había sido robada. —Cuando dice usted que «perdió» una carta —preguntó—, ¿se refiere a que se la robaron? Blanche fue lo bastante perspicaz para comprender la necesidad de tranquilizarlo sobre aquel punto. —¡Oh, no! —respondió—. No la robaron, sólo se perdió. ¿Sabe usted algo de esa carta? —¿Y dónde iba yo a oír hablar de la carta? —Miró a Blanche fijamente y detectó una vacilación momentánea en su rostro—. Dígame una cosa, señorita —añadió, avanzando cautelosamente hacia el objetivo—. Si anda buscando la carta perdida de su amiga, ¿por qué viene a preguntarme a mí? Aquellas palabras fueron decisivas. No sería exagerado afirmar que el futuro de Blanche dependía de la respuesta que diera a aquella pregunta. Si hubiera tenido dinero a mano y hubiera dicho audazmente: «Usted tiene la carta, señor Bishopriggs. Le doy mi palabra de que no habrá más preguntas y le ofrezco diez libras por ella», con toda seguridad se habría cerrado el trato y, en ese caso, se habría alterado completamente el curso de los acontecimientos. Pero no le quedaba dinero y en Swanhaven no tenía amigos a los que pedir prestadas diez libras, que habrían de entregarle de inmediato y en secreto, sin dar lugar a malas interpretaciones. Abrumada por la necesidad, Blanche perdió toda esperanza de derribar las reservas del señor Bishopriggs con una oferta de índole pecuniaria. La única alternativa que se le ocurrió para lograr su objetivo era aprovechar la influencia del nombre de sir Patrick. Un hombre, en su lugar, habría considerado que era una auténtica locura correr ese riesgo. Pero, como mujer que era y con un acto temerario pesándole ya en la conciencia, Blanche se lanzó de cabeza a cometer otro. La misma impaciencia irreflexiva por alcanzar su propósito que la había impulsado a interrogar a Geoffrey antes de que éste se marchara de Windygates, la impulsó entonces con igual temeridad a encargarse personalmente de Bishopriggs, apartándolo de las manos hábiles y expertas de sir Patrick. El corazón le susurraba: «¡Arriésgate!», y Blanche se arriesgó en el acto. —Porque me lo indicó sir Patrick —dijo. La mano abierta de Bishopriggs, lista para entregar la carta y recibir la recompensa, volvió a cerrarse al instante cuando ella pronunció aquellas palabras. —¿Sir Patrick? —repitió—. ¡Oh, oh! Así que se lo dijo sir Patrick. ¡Ése sí que es un tipo con una buena cabeza sobre los hombros! ¿Y qué fue lo que dijo sir Patrick? Blanche percibió un cambio en su tono y puso un cuidado extremo (cuando era ya demasiado tarde) en responder con cautela. —Sir Patrick pensó que tal vez habría encontrado usted la carta —dijo—, y que tal vez no se acordó de ella hasta después de abandonar la posada. Bishopriggs repasó su experiencia personal con su antiguo amo y dedujo correctamente que la opinión de sir Patrick no estaba libre de sospechas respecto a su relación con la carta desaparecida, como afirmaba Blanche. «¡Ese viejo demonio me conoce demasiado bien!», pensó. —¿Y bien? —preguntó Blanche con impaciencia—. ¿Está en lo cierto sir Patrick? —¿En lo cierto? —respondió Bishopriggs—. Está tan lejos de la verdad como la John o'Groat's House de Jericó. —¿Sabe usted algo de la carta? —No sé nada de nada. Es la primera vez que oigo hablar de ella. A Blanche se le cayó el alma a los pies. ¿Había ido en contra de lo que pretendía lograr, cerrando además el camino a sir Patrick, por segunda vez? ¡No podía ser! En aquella ocasión, sin dudad existía una posibilidad de convencer a aquel hombre de que confiara a su tío lo que, por precaución, no quería confiar a una desconocida. Lo único sensato que podía hacer era allanar el camino a sir Patrick para que ejerciera su influencia y desplegara sus habilidades, superiores a las suyas. Reanudó la conversación con este objetivo. —Lamento que sir Patrick se equivocara —dijo— Mi amiga estaba impaciente por recuperar la carta cuando la vi por última vez, y yo esperaba que usted supiera algo de ella. Sin embargo, estuviera en lo cierto o no, sir Patrick desea hablar con usted, y aprovecho la oportunidad para decírselo. Dejó una carta para usted en la posada de Craig Fernie. —Creo que la carta va a tener que esperar mucho, si espera a que yo vuelva a la posada a por ella —comentó Bishopriggs. —En ese caso —se apresuró a decir Blanche—, sería mejor que me diera una dirección a la que pueda escribirle sir Patrick. Supongo que no querrá que le diga que lo he visto aquí y que se ha negado a comunicarse con él. —¡Ni se me había pasado por la cabeza! —exclamó Bishopriggs con vehemencia—. Si hay una cosa que siempre procuro conservar intacta es la atención respetuosa que debo a sir Patrick. Si me permite el atrevimiento, señorita, le encomendaré esta tarjeta mía. Aún no me he instalado en ninguna parte (¡una pena a mi edad!), pero sir Patrick puede preguntar por mí en este sitio, cuando me necesite —ofreció a Blanche una pequeña y sucia tarjeta con el nombre y la dirección de un carnicero de Edimburgo—. Samuel Bishopriggs —añadió con mucha labia—, en casa de Davie Dow, carnicero de Cowgate, Edimburgo. Mi Patmos en la soledad, señorita, por el momento. Blanche recibió la dirección con una sensación de alivio indescriptible, Si bien había osado una vez más suplantar a sir Patrick y una vez más no había podido justificar su temeridad con un buen resultado, tenía al menos una atenuante, ya que había conseguido un medio de comunicación entre su tío y Bishopriggs. —Recibirá noticias de sir Patrick —dijo, asintió con gesto amable y regresó junto a los demás invitados. —Así que recibiré noticias de sir Patrick, ¿eh? —repitió Bishopriggs cuando se quedó solo—. ¡Será un milagro si sir Patrick encuentra a Samuel Bishopriggs en Cowgate, Edimburgo! Se rió por lo bajo de su propia inteligencia y se retiró a un lugar solitario del bosque, donde pudiera consultar la correspondencia robada sin miedo a ser observado por ninguna otra criatura viviente. Una vez más, la verdad había luchado por salir a la luz antes del día de la boda y, una vez más, Blanche había contribuido inocentemente a mantenerla en la oscuridad. Capítulo XXXVII Semillas del futuro (tercera siembra) Tras una nueva y atenta lectura de la carta de Anne a Geoffrey y de la carta de Geoffrey a Anne, Bishopriggs se tumbó cómodamente bajo un árbol y emprendió la tarea de evaluar su situación en aquel momento. Un intercambio provechoso con Blanche no se contaba ya entre las posibilidades del caso. En cuanto a tratar con sir Patrick, Bishopriggs resolvió mantenerse alejado de Cowgate, Edimburgo, y de la posada de la señora Inchbare, mientras existiera la más mínima posibilidad de obtener beneficios por otro lado. No había en el mundo persona más capaz de arrancarle la carta arruinando sus esperanzas pecuniarias como su antiguo amo. «No dejaré que sir Patrick me atornille hasta apañar primero lo mío con los otros», pensó. Traducido a un lenguaje inteligible, había tomado la decisión de no ponerse en contacto con sir Patrick hasta probar primero a negociar con otras personas que pudieran estar igualmente interesadas en apoderarse de la carta y fueran más generosas a la hora de pagar al ladrón que la había robado. ¿Quiénes eran las otras personas que tenía a mano, dadas las circunstancias? No tuvo más que recordar la conversación entre lady Lundie y la señora Delamayn que había estado escuchando para descubrir a la persona, para empezar, que estaba directamente interesada en recuperar su propia carta. El señor Geoffrey Delamayn estaba a punto de casarse con una dama, la señora Glenarm. Y allí tenía al mismísimo señor Geoffrey Delamayn, manteniendo correspondencia matrimonial, no hacía ni una quincena, con otra dama que firmaba con el nombre de «Anne Silvester». Fuera cual fuera su posición entre las dos mujeres, era indudable que tendría un interés evidente en recuperar aquella correspondencia. Era indudable, asimismo, que lo primero que debía hacer Bishopriggs era hallar el medio de obtener una entrevista personal con él. Aunque la entrevista no diera ningún otro resultado, serviría al menos para decidir la otra cuestión importante que quedaba por resolver. La dama a la que había atendido Bishopriggs en Craig Fernie podía muy bien ser «Anne Silvester». En tal caso, ¿era el señor Geoffrey Delamayn el caballero que se había hecho pasar por su marido en la posada? Bishopriggs se alzó sobre sus pies gotosos con la mayor celeridad posible y se alejó renqueando para hacer las pesquisas pertinentes, dirigiéndose, no a los criados que estaban comiendo y que seguramente insistirían en que los acompañara, sino a las criadas que habían quedado al cuidado de la casa. Fácilmente obtuvo las indicaciones necesarias para encontrar la casita donde se encontraba Geoffrey, pero le advirtieron de que el entrenador del señor Geoffrey Delamayn no permitía que nadie viera a su patrón durante los ejercicios y de que sin duda le ordenarían que se fuera en cuanto apareciera por allí. Con esta advertencia en mente, Bishopriggs dio un rodeo al llegar a campo abierto para acercarse a la casa por detrás, al abrigo de los árboles. En un principio, sólo quería echar un vistazo al señor Delamayn, y una vez lo hubiera conseguido, podían echarlo tranquilamente. Bishopriggs se encontraba aún, vacilando entre los árboles más cercanos a la casa, cuando oyó una fuerte voz autoritaria que gritaba desde la puerta principal de la casa. —¡Ahora, señor Geoffrey! ¡Es la hora! —De acuerdo —respondió otra voz, y al cabo de unos instantes apareció Geoffrey Delamayn en el terreno despejado, encaminándose hacia el punto desde el que solía caminar un kilómetro y medio. Bishopriggs avanzó unos cuantos pasos para observar a su hombre más de cerca, y fue detectado inmediatamente por los ojos de lince del entrenador. —¡Hola! —gritó Perry—. ¿Qué está haciendo aquí? Bishopriggs abrió la boca para poner una excusa. —¿Quién demonios es usted? —bramó Geoffrey. El entrenador respondió a la pregunta basándose en experiencias pasadas: —Un espía, señor, que han enviado para que le tome el tiempo. —Geoffrey alzó su poderoso puño y dio un salto hacia adelante. Perry retuvo a su patrón—. No puede hacer eso, señor —dijo—, ese hombre es demasiado viejo. No hay cuidado de que vuelva a presentarse por aquí, le ha dado un susto de muerte. La afirmación era totalmente cierta. El terror de Bishopriggs al ver el puño de Geoffrey le devolvió la vitalidad de la juventud. Corrió por primera vez en veinte años y sólo se detuvo para recordar sus achaques y recuperar el aliento, cuando estuvo lejos de la casa, entre los árboles. Se sentó a descansar y recobrarse con la consoladora convicción de que, en un aspecto al menos, había logrado su propósito. El furibundo salvaje con los ojos que despedían fuego y el puño que amenazaba destrucción era un completo desconocido. En otras palabras, no era el hombre que se había hecho pasar por el marido de la dama en la posada. Al mismo tiempo, no era menos cierto que se trataba del hombre involucrado en la comprometedora correspondencia que obraba en su poder. Sin embargo, no podía hacerle ver su interés por recuperar la carta., dado que era completamente incompatible (después de la reciente exhibición de su puño) con la enorme estima que Bishopriggs sentía por su propia seguridad. No le quedaba más alternativa que abrir negociaciones con la otra persona envuelta en aquel asunto (que afortunadamente se trataba de una persona del bello sexo) que tenía a su alcance. La señora Glenarm estaba en Swanhaven. Aquella señora tenía un interés directo en aclarar la cuestión de un compromiso previo del señor Geoffrey Delamayn con otra mujer, y sólo podría hacerlo si la correspondencia llegaba a sus manos. —¡Alabada sea la Providencia por todas sus bondades! —dijo Bishopriggs, poniéndose en pie—. Tengo dos cuerdas para mi arco, como suele decirse. Creo que la mujer es la cuerda más astuta de las dos, ¡así que probaremos a tensarla! Bishopriggs se puso de nuevo en camino con intención de buscar a la señora Glenarm en el grupo que se había reunido junto al lago. El baile había alcanzado su máxima animación cuando Bishopriggs reapareció en el escenario de su deber, y el grupo lo había formado, durante su ausencia, precisamente la persona a la que pretendía abordar. Tras recibir con flexible sumisión la reprimenda que le echó el jefe de los sirvientes por su prolongada ausencia, Bishopriggs se ocupó de fomentar la circulación de helados y bebidas frescas, manteniendo una atenta vigilancia con su único ojo observador. Mientras desplegaba esta actividad, dos personas atrajeron su atención porque ambas destacaban claramente como personajes notables entre los demás invitados, si bien de forma muy dispar. La primera era un anciano caballero, vivaracho e irascible, que insistía en tratar el hecho innegable de su vejez como una noticia escandalosamente falsa, propagada por el Tiempo. Iba magníficamente vestido y acicalado. Sus cabellos, sus dientes y su cutis eran triunfos de la juventud artificial. Cuando no estaba entretenido con las mujeres más jóvenes —lo cual ocurría muy raras veces—, se pegaba exclusivamente a los hombres más jóvenes. Insistía en bailarlo todo. En un par de ocasiones dio con los huesos en la hierba, pero no hubo nada que lo amilanara. En el siguiente vals, seguía bailando con otra joven como si no hubiera ocurrido nada. Al inquirir quién era aquel anciano caballero eufórico, Bishopriggs descubrió que era un oficial de la Marina retirado, comúnmente conocido (entre sus subalternos) como «el Tártaro», y más formalmente descrito en sociedad como capitán Newenden, el último vástago masculino de una de las más antiguas familias de Inglaterra. La segunda persona que parecía ocupar un lugar distinguido en el baile del claro era una dama. A Bishopriggs le pareció un milagro de belleza, que llevaba sobre sí una pequeña fortuna para un hombre pobre, en sedas, encajes y joyas. Ninguna de las demás mujeres presentes era objeto de tanta atención entre los hombres como aquella criatura fascinante e inestimable. Estaba sentada abanicándose con una incomparable obra de arte (supuestamente un pañuelo) que representaba una isla de batista en medio de un océano de encaje. Estaba rodeada por una pequeña corte de admiradores que andaban de un lado a otro atendiendo a su más leve inclinación de cabeza, como perros bien adiestrados. A veces le llevaban algún refrigerio que ella misma había pedido y que luego se negaba a tomar. A veces le llevaban información sobre el baile, que la dama estaba ansiosa por conocer cuando se alejaban, y que había perdido todo interés para ella cuando regresaban. Todos prorrumpieron en exclamaciones de angustia cuando, al pedirle que explicara su ausencia durante la comida, respondió: «Mis pobres nervios». Todos dijeron: «¿Qué habríamos hecho sin usted?», cuando ella dudó de la conveniencia de haberse reunido finalmente con ellos. Al preguntar quién era aquella agasajada dama, Bishopriggs descubrió que era la sobrina del indómito anciano que bailaba a toda costa, o dicho claramente, nada menos que su posible cliente, la señora Glenarm. A pesar de la enorme seguridad que tenía Bishopriggs en sí mismo, se acobardó al afrontar la cuestión del siguiente paso que debía dar. Para un hombre de su posición, sencillamente era imposible abrir negociaciones con la señora Glenarm en aquellas circunstancias. Pero, aparte de esto, la perspectiva de abordar a aquella dama con éxito en el futuro se presentaba, cuando menos, erizada de dificultades de carácter extraordinario. Suponiendo que hallara el modo de revelarle la situación de Geoffrey, ¿qué haría ella al recibir la advertencia? Seguramente recurriría a uno de los dos temibles hombres que estaban involucrados en el asunto. Si se dirigía directamente al hombre acusado de intentar casarse con ella cuando estaba ya comprometido con otra mujer, Bishopriggs tendría que verse las caras con el propietario del terrible puño que poco antes lo había aterrado con toda la razón, incluso visto fugazmente desde lejos. Si, por otra parte, la señora Glenarm se encomendaba a su tío, Bishopriggs no tenía más que echarle una mirada al capitán para calcular las posibilidades que tenía de imponer condiciones a un hombre que debía a la Vida una factura de más de sesenta años, y desafiaba al Tiempo a cobrarse la deuda. ¿Qué podía hacer ante tan formidables obstáculos en su camino? La única alternativa que le quedaba era abordar a la señora Glenarm al amparo del anonimato. Alcanzada esta conclusión, Bishopriggs decidió averiguar por los sirvientes cuáles serían los futuros movimientos de la dama en cuestión para, una vez informado, sorprenderla con advertencias anónimas transmitidas por correo, en las que se pediría respuesta por medio de anuncios en un periódico. ¡De tal forma tendría la certeza de alarmarla sin correr el menor riesgo! Poco imaginaba la señora Glenarm, cuando caprichosamente detuvo a un criado que pasaba con unos vasos de limonada, que el viejo miserable que le ofrecía la bandeja estaba pensando en escribirle antes de que acabara la semana, presentándose en la doble Apostura de «alguien que la quiere bien» y de «un verdadero amigo». La tarde iba avanzando. Las sombras se alargaban. Las aguas del lago se volvieron negras. Los cisnes espectrales dejaron de deslizarse por ellas hasta desaparecer. Los de mayor edad empezaron a pensar en el camino de vuelta a casa. Los más jóvenes (exceptuando al capitán Newenden) empezaron a perder vigor en el baile. Poco a poco, los cómodos incentivos de la casa —té, café y luz de velas en estancias acogedoras— recuperaron su influencia. Los invitados abandonaron el claro y los dedos y los pulmones de los músicos descansaron por fin. Lady Lundie y su grupo fueron los primeros en pedir el carruaje y despedirse. Se cerraba Windygates para emprender el viaje hacia Londres al día siguiente, y con ello se disculpaba de sobra que dieran ejemplo y se retiraran. Una hora más tarde, los únicos que quedaban eran los invitados que estaban alojados en Swanhaven Lodge. Cuando se fueron los visitantes, se despidió a los camareros de Kirkandrew después de pagarles. En el camino de vuelta, el silencio de Bishopriggs causó sorpresa a sus camaradas. —Tengo asuntos en que pensar —fue la única respuesta que se dignó dar cuando los demás protestaron. Los «asuntos» a los que aludía eran, entre otros cambios de planes, la partida de Kirkandrew al día siguiente, dejando como referencia a su oportuno amigo de Cowgate, en Edimburgo, por si alguien se presentaba haciendo preguntas. Su destino real —que guardaría en absoluto secreto— era Perth. A los alrededores de aquella ciudad escocesa era adonde pensaba trasladarse la viuda rica —lo sabía de labios de su propia doncella— cuando se marchara de Swanhaven al cabo de dos días. En Perth, Bishopriggs conocía más de un lugar donde podría conseguir un empleo temporal, y en Perth estaba decidido a tantear por primera vez a la señora Glenarm de manera anónima. El resto de la velada fue muy tranquila en Swanhaven. Los invitados estaban abotargados y somnolientos después de las emociones del día. La señora Glenarm se retiró temprano. A las once, Julius Delamayn era la única persona que se movía por la casa. Se suponía que estaba en su gabinete, preparando un discurso para los electores, basado en las instrucciones que le había enviado su padre desde Londres. En realidad se hallaba en la sala de música —ahora que nadie lo podía descubrir— tocando suavemente algunos ejercicios con su amado violín. En la casa del entrenador, aquella noche se produjo un incidente insignificante que proporcionó material para una nota en el diario profesional de Perry. Geoffrey había soportado la última prueba de recorrer andando una distancia concreta en un tiempo determinado a su máxima velocidad, sin mostrar ninguno de los síntomas de agotamiento que se habían presentado después del experimento más peliagudo de correr aquel mismo día. Perry, que honradamente estaba dispuesto a hacer todo lo posible por preparar a su hombre adecuadamente para la carrera —a pesar de que se había cubierto las espaldas en secreto—, prohibió a Geoffrey que hiciera su visita nocturna a la casa principal, y lo había enviado a la cama más temprano de lo habitual. El entrenador estaba solo, repasando sus propias reglas escritas y ponderando qué modificaciones debía introducir en la dieta y los ejercicios del día siguiente, cuando le sobresaltó un gruñido que procedía del dormitorio donde dormía su patrón. Entró en él y encontró a Geoffrey dando vueltas en la cama con el rostro crispado, los puños apretados y la frente cubierta de sudor, presa evidente de la opresión nerviosa producida por los terrores fantasmales de una pesadilla. Perry le habló y lo incorporó en la cama. Geoffrey se despertó con un grito. Miró a su entrenador con terror ausente y le habló con frases delirantes. —¿Qué están mirando tus horribles ojos por encima de mi hombro? —gritó—. ¡Vete al infierno y llévate esa condenada pizarra contigo! Perry habló con él una vez más. —Estaba soñando con alguien, señor Delamayn. ¿De qué pizarra habla? Geoffrey paseó una mirada inquieta por la habitación y exhaló un hondo suspiro de alivio. —Habría jurado que me miraba fijamente por encima de los perales enanos —dijo—. Bien, ahora ya sé dónde estoy. Perry, que atribuyó la pesadilla únicamente a una indigestión pasajera, le dio un poco de brandy con agua y dejó que volviera a dormirse, después de que Geoffrey le prohibiera con voz inquieta que apagara la luz. —¿Tiene miedo de la oscuridad? —preguntó Perry, soltando una carcajada. No. Tenía miedo de volver a soñar con la cocinera muda de Windygates. Escena séptima Ham Farm Capítulo XXXVIII La noche anterior Era la noche anterior a la boda. El lugar: la casa de sir Patrick en Kent. No había ocurrido nada que supusiera un obstáculo. El acuerdo prematrimonial se había firmado dos días antes. Con excepción del cirujano y de uno de los tres jóvenes caballeros de la universidad, que tenían otros compromisos, los visitantes de Windygates habían emigrado al sur para estar presentes en la boda. Además de estos caballeros, había algunas damas entre las personas que había invitado sir Patrick, parientes todas ellas, de las que tres eran también damas de honor de Blanche. Añadiendo un par de vecinos invitados al banquete nupcial se completaba la lista de asistentes. La casa de sir Patrick no destacaba por ningún aspecto arquitectónico. Ham Farm no tenía ni el esplendor de Windygates ni el atractivo pintoresco de antigüedad de Swanhaven. Era una casa solariega inglesa corriente y moliente, rodeada por un paisaje inglés corriente y moliente. Una cómoda monotonía lo recibía a uno al entrar en ella, y una cómoda monotonía lo aguardaba a uno igualmente al darse la vuelta hacia la ventana y contemplar el exterior. Los invitados reunidos en la casa estaban muy lejos de proporcionar a Ham Farm la animación y la variedad de que carecía. En un período posterior se recordaría que jamás se había congregado un grupo de invitados más aburridos. Sir Patrick, que no había vivido en aquel lugar, admitió abiertamente que su residencia de Kent lo deprimía y que habría preferido mil veces una habitación en la posada de la aldea. El esfuerzo de mantener su vivacidad habitual no recibía sostén alguno de las personas y las circunstancias que lo rodeaban. La fidelidad de lady Lundie a la memoria del difunto sir Thomas, en el lugar de su enfermedad y su muerte, insistía en manifestarse bajo una apariencia de disimulo que ponía a prueba incluso el temperamento bien entrenado de sir Patrick. Blanche, que seguía abatida por sus secretos temores acerca de Anne, no tenía ánimos para afrontar con alegría los últimos y memorables días de su vida de soltera. Sacrificado, por estipulación expresa de lady Lundie, a la malpensada delicadeza que prohíbe al novio dormir en la misma casa que la novia antes de la boda, Arnold se vio cruelmente excluido de la hospitalidad de sir Patrick y exiliado cada noche a una habitación de la posada. Aceptó su solitario sino con una resignación que impuso la sobriedad a su optimismo habitual. En cuanto a las damas, las mayores se hallaban en un estado de perpetua protesta contra lady Lundie, y las jóvenes estaban enfrascadas en la grave ocupación de pensar en sus vestidos de boda y compararlos. Los dos jóvenes caballeros de la universidad soltaban bostezos prodigiosos en los intervalos en que no realizaban prodigios en el billar. Smith dijo, desesperado: —En esta casa no hay forma de pasar un rato divertido, Jones. —Y Jones suspiró y mostró una tibia conformidad con sus palabras. El domingo por la noche, que era la víspera de la boda, el aburrimiento alcanzó realmente su punto culminante. Tan sólo dos actividades de las que pueden realizar las personas cada día se consideran inofensivas los domingos entre los de raza anglosajona, a causa del obstinado sentimiento anticristiano que impera en esta cuestión. No es pecado enzarzarse en polémicas religiosas y no es pecado quedarse dormido leyendo un libro religioso. Las damas de Ham Farm cumplieron con esta piadosa práctica durante la velada. Las mayores se enzarzaron en una polémica dominical y las jóvenes se durmieron leyendo libros dominicales. En cuanto a los hombres, huelga decir que los jóvenes fumaban cuando no bostezaban, y bostezaban cuando no estaban fumando. Sir Patrick se quedó en la biblioteca clasificando viejas cartas y examinando viejas cuentas. Todos en la casa notaron la opresión de las absurdas prohibiciones sociales que se habían impuesto a sí mismos. Sin embargo, todos se habrían escandalizado si se hubiera planteado una sencilla cuestión: «Saben que esta tiranía la han creado ustedes mismos, saben que en realidad no creen en ella, saben que no les gusta. ¿Por qué entonces se someten a ella?». Las personas más libres del mundo civilizado son las únicas personas del mundo civilizado que no se atreven a enfrentarse a esta cuestión. La velada progresó con lentitud; cada vez estaba más cerca el esperado olvido del sueño. Arnold pensaba en silencio, por última vez, en la habitual perspectiva del destierro en la posada, cuando se dio cuenta de que sir Patrick le hacía señas. Se levantó y siguió a su anfitrión al comedor vacío. Sir Patrick cerró la puerta con cuidado. ¿Qué significaba aquello? Significaba, en lo que concernía a Arnold, que una conversación privada estaba a punto de aliviar la monotonía de la larga velada dominical en Ham Farm. —Tengo que hablar contigo, Arnold —dijo el viejo caballero—, antes de que te conviertas en un hombre casado. ¿Recuerdas la conversación en la cena de ayer sobre la fiesta en Swanhaven Lodge? —Sí. —¿Recuerdas lo que dijo lady Lundie mientras se hablaba de ello en la mesa? —Me dijo algo que me cuesta creer, que Geoffrey Delamayn se va a casar con la señora Glenarm. —¡Exactamente! Me di cuenta de que parecías sorprendido por lo que decía mi cuñada, y cuando afirmaste que sin duda debía haberse dejado engañar por las apariencias, me pareció que hablabas impulsado por un fuerte sentimiento de indignación. ¿Estaba equivocado al extraer esa conclusión? —No, sir Patrick. Estaba en lo cierto. —¿Tienes alguna objeción a contarme por qué te sentías indignado? Arnold vaciló. —Seguramente no entiendes qué interés puedo tener yo en ese asunto, ¿no? Arnold lo admitió con su franqueza acostumbrada. —En ese caso —prosiguió sir Patrick—, será mejor que vaya al grano y deje que tú mismo descubras qué relación hay entre lo que voy a decirte y la pregunta que acabo de hacerte. Cuando termine podrás responderme, o no, como creas más conveniente. Mi querido muchacho, quiero hablarte de la señorita Silvester. Arnold dio un respingo. Sir Patrick lo miró un momento con atención y continuó. —Mi sobrina tiene su carácter y sus defectos —dijo—, pero también una cualidad atenuante (entre muchas otras) que debería haceros felices en vuestra vida conyugal, y creo que así será. Como se dice popularmente, Blanche es leal a macha martillo. Cuando da su amistad, la da para siempre. ¿Comprendes adonde quiero ir a parar? No lo ha dicho, Arnold, pero no ha cedido un ápice en su resolución de volver a ver a la señorita Silvester. Una de las primeras cuestiones que habrás de determinar después de mañana será si apruebas que tu esposa intente comunicarse con su amiga perdida. Arnold respondió sin la menor reserva. —Compadezco sinceramente a la amiga perdida de Blanche, sir Patrick. Mi esposa tendrá siempre mi beneplácito si intenta recuperar a la señorita Silvester, y también mi ayuda, si puedo proporcionársela. Pronunció estas palabras con seriedad. Era evidente que las decía de corazón. —Creo que cometes un error —dijo sir Patrick—. También yo compadezco a la señorita Silvester. Pero estoy convencido de que ha abandonado a Blanche porque tenía un grave motivo para hacerlo. Y creo que sería un esfuerzo inútil animar a tu esposa a seguir buscando a su amiga perdida. Sin embargo, es asunto tuyo, no mío. ¿Deseas que te dé todas las facilidades de que disponga casualmente para encontrar a la señorita Silvester? —Si puede usted ayudarnos a superar los obstáculos desde un principio, sir Patrick, será bueno para Blanche y también para mí. —Muy bien. Supongo que recordarás lo que te dije una mañana cuando hablamos de la señorita Silvester en Windygates. —Me dijo que había resuelto dejar que siguiera su camino. —¡Cierto! La noche del día en que lo dije recibí una información que situaba a la señorita Silvester en Glasgow. Hay otras dos posibilidades de encontrarla (de una índole más especulativa) que sólo pueden probarse induciendo a dos hombres (ambos muy difíciles de tratar) a confesar lo que saben. Uno de esos dos hombres es... una persona llamada Bishopriggs, antiguo camarero de la posada de Craig Fernie. Arnold se sobresaltó y cambió de color. Sir Patrick se dio cuenta, pero no dijo nada. Relató las circunstancias que rodeaban la desaparición de la carta de Anne y su conclusión, que apuntaba a Bishopriggs como la persona que la tenía en su poder. —Debo añadir —continuó diciendo— que por desgracia Blanche tuvo ocasión de hablar con Bishopriggs en Swanhaven. Cuando lady Lundie y ella llegaron a Edimburgo me mostró en privado una tarjeta que le había entregado Bishopriggs, afirmando que era la dirección donde nos daría noticia de él. Blanche me rogó que, antes de emprender el viaje a Londres, pusiera a prueba la referencia dada. Fui al lugar en cuestión. Tal como había supuesto, la persona a la que se refería la tarjeta no sabía nada de Bishopriggs desde hacía años, ni conocía sus movimientos en la actualidad. Blanche sencillamente lo había puesto en guardia, mostrándole la conveniencia de mantenerse oculto. Si por azar te encontraras con él en el futuro, no le digas nada a tu esposa y comunícamelo a mí. Nada más que decir con respecto a Bishopriggs. Bien, pasemos al otro hombre. —¿Quién es? —Tu amigo, el señor Geoffrey Delamayn. Arnold saltó como un resorte, presa de un incontenible asombro. —Parece que te he sorprendido —comentó sir Patrick. Arnold volvió a sentarse y esperó en vilo, sin hablar, lo que iba a escuchar a continuación. —Tengo motivos para creer —dijo sir Patrick— que el señor Delamayn conoce perfectamente la naturaleza de los problemas de la señorita Silvester. No he podido descubrir qué relación tiene él con esos problemas, ni cómo llegó esa información a sus oídos. Mi descubrimiento empieza y termina con el simple hecho de que él tiene esa información. —¿Puedo hacerle una pregunta, sir Patrick? —¿Cuál es? —¿Cómo descubrió lo de Geoffrey Delamayn? —Tardaría mucho tiempo —respondió sir Patrick— en contarte el cómo, y no es necesario que lo sepas para nuestros propósitos. Simplemente estoy obligado a decirte, ¡de manera absolutamente confidencial, cuidado!, que el señor Delamayn conoce el secreto de la señorita Silvester. Volvamos a la pregunta que te he hecho cuando has entrado en la habitación. ¿Ves ahora la relación que existe entre esa pregunta y todo lo que te he dicho después? Arnold no acababa de ver la relación. No dejaba de pensar en el descubrimiento de sir Patrick. Poco soñaba él que debía a la descripción incompleta de la señora Inchbare el que hasta entonces no lo hubieran desenmascarado, y se preguntaba cómo era posible que no se sospechara nada de él, mientras que la situación de Geoffrey se había descubierto, al menos en parte. —Te he preguntado —prosiguió sir Patrick, intentando ayudarle- ¿por qué te has indignado al saber que seguramente tu amigo va a casarse con la señora Glenarm, y has vacilado en darme una respuesta? ¿Sigues vacilando aún? —No es fácil dar una respuesta, sir Patrick. —Digámoslo de otro modo. Supongo que tu impresión se basa en un conocimiento de los asuntos personales del señor Delamayn que los demás no poseemos. ¿Es correcta esta deducción? —Totalmente. —¿Lo que sabes sobre el señor Delamayn tiene relación con algo que sabes de la señorita Silvester? Si Arnold se hubiera considerado en libertad para contestar a esa pregunta, se habrían despertado las sospechas de sir Patrick y resueltamente habría obligado a Arnold a desvelarlo todo antes de abandonar la casa. Se acercaba la medianoche, y con ella, la primera hora del día de la boda, cuando la Verdad hizo un último intento por salir a la luz. Los negros fantasmas del Conflicto y el Horror aguardaban en aquel momento junto a ellos. Arnold volvió a vacilar... vaciló durante mucho rato. Sir Patrick esperó su respuesta. El reloj del vestíbulo dio las doce y cuarto. —¡No puedo decírselo! —exclamó Arnold. —¿Es un secreto? —Sí. —¿Que te has comprometido a guardar por tu honor? —Doblemente. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que Geoffrey y yo nos hemos peleado desde que me confió su secreto. Después de eso, estoy doblemente obligado a no desvelarlo. —¿La causa de la pelea también es secreta? —Sí. Sir Patrick miró a Arnold a la cara. —Sentí una honda desconfianza hacia el señor Delamayn desde el principio —dijo—. Respóndeme a esto. Desde que hablamos sobre tu amigo en la glorieta de Windygates, ¿has tenido algún motivo para creer que la opinión que yo tenía de él podía ser correcta, al fin y al cabo? —He sufrido una tremenda decepción —respondió Arnold—. No puedo decir más. —Tienes muy poca experiencia del mundo —dijo sir Patrick—, y acabas de reconocer que has tenido motivos para desconfiar de tu antigua amistad con el señor Delamayn. ¿Estás completamente seguro de que actúas sensatamente al ocultarme su secreto? ¿Estás seguro de que no te arrepentirás de la decisión que tomas esta noche? —Sir Patrick hizo especial hincapié en estas últimas palabras—. Piensa, Arnold —añadió amablemente—. Piensa antes de contestar. —Estoy obligado por mi honor a guardar su secreto —dijo Arnold—. Eso no podré cambiarlo por mucho que piense. Sir Patrick se levantó y puso fin a la entrevista. —No hay nada más que hablar —dijo. Tendió la mano a Arnold, estrechó la suya cordialmente y le deseó buenas noches. Al salir al vestíbulo, Arnold encontró a Blanche sola, mirando el barómetro. —El barómetro indica buen tiempo, cariño —susurró—. ¡Buenas noches, por última vez! Arnold la tomó entre sus brazos y la besó. En el momento en que la soltaba, Blanche le puso una pequeña nota en la mano. —Léela —susurró—, cuando estés solo en la posada. Así se despidieron la víspera del día de su boda. Capítulo XXXIX El día La promesa del barómetro se cumplió. El sol brilló el día en que se casaba Blanche. A las nueve de la mañana se produjo el primer acontecimiento del día, que fue esencialmente de carácter clandestino. Los novios eludieron las restricciones de la autoridad legítima y se atrevieron a verse a solas, antes de casarse, en el invernadero de Ham Farm. —¿Has leído mi carta, Arnold? —He venido a responderte, Blanche. Pero ¿por qué no me lo dijiste? ¿Por qué tenía que ser por escrito? —Porque había esperado hasta el último momento para decírtelo, porque no sabía cómo te lo ibas a tomar y por otras cincuenta razones más. ¡No importa! Ya he hecho mi confesión. Ahora no tengo ya ningún secreto que tú no conozcas. Aún tienes tiempo para decir no, Arnold, si crees que no debería haber sitio en mi corazón para nadie más que tú. Mi tío dice que soy obstinada y que me equivoco al negarme a dar a Anne por perdida. Si estás de acuerdo con él, dilo, cariño, antes de convertirme en tu esposa. —¿Puedo decirte lo que le dije a sir Patrick anoche? —¿Sobre esto? —Sí. La confesión (como tú lo llamas) que me haces en tu bonita nota es lo mismo que me dijo sir Patrick en el comedor antes de que me fuera. Me dijo que estabas dispuesta a encontrar a la señorita Silvester. Y me preguntó qué pensaba hacer yo al respecto cuando estuviéramos casados. —¿Y tú qué dijiste? Arnold repitió la respuesta que había dado a sir Patrick con ardorosos adornos del lenguaje original adecuados a aquella emergencia. El deleite de Blanche se manifestó en forma de dos desvergonzados ultrajes a la decencia, cometidos en rápida sucesión. Echó los brazos al cuello de Arnold y lo besó, tres horas antes de que el Estado y la Iglesia sancionaran tal proceder con su consentimiento. Dejemos que nos recorra un escalofrío, pero no le echemos la culpa a ella. Son consecuencias de las instituciones libres. —Ahora —dijo Arnold— me toca a mí coger pluma y tintero. Tengo que escribir una carta antes de que nos casemos, igual que tú. Sólo hay una diferencia: quiero que me ayudes. —¿A quién vas a escribir? —A mi abogado de Edimburgo. No tendré tiempo a menos que lo haga ahora. Salimos rumbo a Suiza esta tarde, ¿verdad? —Sí. —Muy bien. Quiero tranquilizarte, cariño, antes de que nos vayamos. ¿No te gustaría saber que, mientras nosotros estamos fuera, hay personas que se encargan de buscar debidamente a la señorita Silvester? Sir Patrick me ha dicho en qué lugar la vieron por última vez y mi abogado pondrá a trabajar a las personas que pueden ayudarnos. Ven y ayúdame a escribirles con las palabras más apropiadas y el asunto se pondrá en marcha. —¡Oh, Arnold! ¡Nunca te amaré bastante para recompensarte por esto! —Lo veremos, Blanche... en Suiza. Audazmente, entraron cogidos del brazo en el mismísimo gabinete de sir Patrick, que estaba enteramente a su disposición, como bien sabían, a aquella hora de la mañana. Con las plumas y el papel de sir Patrick, redactaron una carta de instrucciones para reabrir deliberadamente la investigación que sir Patrick, con su sabiduría superior, había cerrado. El abogado no había de escatimar dinero ni esfuerzo en tomar medidas de inmediato (empezando por Glasgow) para encontrar a Anne. El informe del resultado debía enviárselo a Arnold metido en otro sobre para sir Patrick, de Ham Farm. Cuando terminaron la carta eran ya las diez de la mañana. Blanche se separó de Arnold para ir a arreglarse en todo su esplendor de novia, después de un nuevo ultraje a la decencia y más consecuencias de las instituciones libres. Los acontecimientos que siguieron fueron de carácter público y conforme al decoro, y cumplieron escrupulosamente con los precedentes habituales en tales ocasiones. Ninfas de la aldea sembraron de flores el camino hasta la puerta de la iglesia (y enviaron la factura el mismo día). Mozos de la aldea tañeron las campanas jubilosas (y se emborracharon con el dinero aquella misma noche). Hubo la obligada y terrible demora que hizo esperar al novio en la iglesia. Hubo las obligadas e implacables miradas de todas las mujeres dirigidas a la novia, cuando era conducida hasta el altar. Hubo la mirada preliminar del sacerdote a la licencia, que indicaba precaución oficial. Y hubo la mirada preliminar del sacristán al novio, que indicaba honorarios oficiales. Todas las mujeres parecían estar en su elemento y todos los hombres parecían fuera de él. Entonces empezó la ceremonia —justamente considerada la más terrible de todas las ceremonias mortales— de unión de dos seres humanos que prácticamente no saben nada el uno del otro, para que corran el riesgo del tremendo experimento de vivir juntos hasta que la muerte los separe; la ceremonia que dice, de hecho, ya que no con palabras: «Dad el salto en la oscuridad. ¡Lo santificamos, pero no damos garantías!». La ceremonia se desarrolló sin que el menor obstáculo estropeara el efecto. No hubo interrupciones imprevistas. No hubo errores ominosos. Se pronunciaron las últimas palabras y se cerró el libro. Firmaron en el registro; felicitaron al marido; abrazaron a la mujer. Volvieron a la casa sobre una nueva alfombra de flores. El banquete nupcial se hizo con prisas, los discursos se abreviaron. No se podía perder tiempo si la joven pareja quería coger el tren que había de llevarlos hasta el transbordador. Una hora más tarde, el carruaje se los llevaba a la estación y los invitados los despedían alegremente desde las escaleras de entrada de la casa. Jóvenes, felices, enamorados, a salvo de todas las sórdidas cuitas de la vida, ¡qué dorado futuro tenían por delante! Casados con el permiso de la familia y la bendición de la Iglesia, quién podía suponer que, a pesar de todo, se acercaba el momento en que caería sobre ellos, en la primavera de su amor, la pregunta desoladora: ¿Sois marido y mujer? Capítulo XL La verdad por fin Dos días después de la boda, el miércoles nueve de septiembre, el administrador de lady Lundie le envió a Ham Farm un paquete de cartas que se habían recibido en Windygates. Con una excepción, todas las cartas estaban dirigidas a sir Patrick o a su cuñada. La excepción era una carta dirigida al señor Arnold Brinkworth, residencia de lady Lundie, Windygates House, Perthshire, y el sobre estaba especialmente protegido por un sello. Al ver que el matasellos era de Glasgow, sir Patrick (a quien habían entregado la carta) examinó la letra de las señas con cierto recelo. No la conocía, pero era sin duda de una mujer. Lady Lundie estaba sentada al otro lado de la mesa. —Una carta para Arnold —dijo sir Patrick despreocupadamente, y la empujó hacia su cuñada. Su señoría cogió la carta y la soltó en cuanto vio la letra del sobre, como si le hubiera quemado los dedos. —¡La Persona otra vez! —exclamó lady Lundie—. ¡La Persona se atreve a enviar una carta para Arnold Brinkworth a mi propia casa! —¿La señorita Silvester? —preguntó sir Patrick. —No —dijo su señoría, cerrando los dientes con un chasquido—. La Persona puede insultarme enviando una carta a mi casa, pero el nombre de la Persona no lo pronunciarán mis labios. Ni siquiera en su casa, sir Patrick. Ni siquiera por complacerle a usted. La respuesta bastó a sir Patrick. Después de todo lo que había ocurrido, después de la carta de despedida que había escrito a Blanche, ¡la señorita Silvester aparecía de nuevo y escribía al marido de Blanche motu proprio! Era inexplicable, por no decir otra cosa. Sir Patrick volvió a coger la carta y la miró. El administrador de lady Lundie era un hombre metódico. Había añadido la fecha de recepción a todas las cartas llegadas a Windygates. La carta dirigida a Arnold se había recibido el lunes siete de septiembre: el día de la boda. ¿Qué significaba aquello? Era una pérdida de tiempo seguir preguntándose. Sir Patrick se levantó para guardar la carta bajo llave en uno de los cajones del escritorio que tenía a su espalda. Lady Lundie intervino, en interés de la moralidad. —¡Sir Patrick! —¿Sí? —¿No considera que es su deber abrir esa carta? —¡Mi querida señora! ¿En qué está usted pensando? La más virtuosa de todas las mujeres tenía la respuesta a punto. —Estoy pensando —dijo— en el bienestar moral de Arnold. Sir Patrick sonrió. En la larga lista de disfraces respetables bajo los que hacemos valer nuestra importancia, o satisfacemos nuestra afición a entrometernos en los asuntos ajenos, la consideración moral por el bienestar de los demás figura en el lugar principal con el merecido título de número Uno. —Seguramente tendremos noticias de Arnold dentro de uno o dos días —dijo sir Patrick, cerrando el cajón con llave—. Se la enviaré en cuanto sepa dónde están. A la mañana siguiente se recibieron noticias de los novios. Decían que eran demasiado felices para importarles dónde estuvieran, siempre y cuando estuvieran juntos. Todas las cuestiones que no tuvieran nada que ver con el Amor las dejaban en las capaces manos de su guía. Aquel hombre sensible y digno de confianza había decidido que ningún ser humano en su sano juicio podía pensar en París como lugar de residencia en el mes de septiembre. Había dispuesto que partieran hacia Badén —de camino a Suiza— el día diez. Así pues, las cartas debían enviarse allí hasta nueva orden. Si al guía le gustaba Badén, seguramente se quedarían un tiempo. Si al guía le apetecían más las montañas, seguirían el viaje hasta Suiza. Mientras tanto, a Arnold no le importaba nada más que Blanche, y a Blanche no le importaba nada más que Arnold. Sir Patrick envió la carta de la señorita Silvester a la Poste Restante, Badén. De igual forma y al mismo tiempo, se envió una segunda carta que había llegado aquella misma mañana, dirigida a Arnold con letra de su abogado y matasellos de Edimburgo. Dos días más tarde, los invitados habían abandonado Ham Farm. Lady Lundie había vuelto a Windygates. El resto había tomado direcciones diversas. Sir Patrick, que contemplaba también la posibilidad de regresar a Escocia, tenía que quedarse una semana más como prisionero solitario de su propia casa solariega. La acumulación de asuntos atrasados, de los que su administrador no podía ocuparse solo de ninguna de las maneras, le obligaba a quedarse en su finca de Kent durante todo ese tiempo. Para un hombre que no tenía la menor afición a cazar perdices, era una dura prueba. Sir Patrick sobrellevó el día con la ayuda de sus asuntos y sus libros. Por la noche, el rector de una parroquia vecina acudió a cenar con él y entretuvo a su anfitrión con el noble pero anticuado juego del piquet. Acordaron que se turnarían para visitarse el uno al otro. El rector era un jugador excelente y sir Patrick bendijo a la Iglesia de Inglaterra, aun siendo presbiteriano, de todo corazón. Transcurrieron tres días más. Los asuntos de Ham Farm estaban prácticamente resueltos. Se acercaba el momento de regresar a Escocia. Los dos compañeros de juego acordaron reunirse para una última partida en casa del rector a la noche siguiente. Pero (consolémonos recordándolo) nuestros superiores en la Iglesia y el Estado están por completo a merced de las circunstancias, igual que los más humildes y pobres de nosotros. La última partida de piquet entre el baronet y el párroco no iba a jugarse jamás. La tarde del cuarto día, sir Patrick volvió a casa después de un paseo en carruaje y encontró una carta de Arnold que había llegado con el segundo correo del día. A juzgar por su apariencia externa, era una carta de un género desconcertante, y posiblemente de un interés excepcional. Arnold era una de las últimas personas en el mundo de quien sus amigos hubieran sospechado que escribía cartas largas. Sin embargo, allí había una carta suya con un peso y un volumen tres veces mayor a los acostumbrados y, al parecer, de una importancia poco común en lo referente al contenido. En el sobre, además, ponía «Urgente». Y en un lado (también subrayado) destacaba la ominosa palabra «Confidencial». «No ocurrirá nada malo, espero», pensó sir Patrick. Abrió el sobre. Dos sobres cayeron sobre la mesa. Los miró un momento. Eran las dos cartas que él había reexpedido a Badén. La tercera, que seguía en su mano y ocupaba una hoja por las dos caras, era del propio Arnold. Sir Patrick leyó primero esta carta. Estaba fechada en Badén y empezaba así: Mi QUERIDO SIR PATRICK, no se alarme si puede evitarlo. Estoy metido en un tremendo lío. Sir Patrick alzó un momento la vista de la carta. Dadas las circunstancias del caso tal como se presentaban, a saber, un joven que fecha una carta en «Badén» y se declara metido en «un tremendo lío», ¿qué interpretación cabía darles? Sir Patrick extrajo la conclusión más obvia. Arnold se había dado al juego. Movió la cabeza y siguió leyendo la carta. Debo decir que, por terrible que sea, yo no soy culpable, ni tampoco ella, pobrecilla. Sir Patrick hizo una nueva pausa. ¿«Ella»? ¿También Blanche se había aficionado al juego? No faltaba nada más para completar el cuadro que un anuncio, en la frase siguiente, de que el guía se había dejado llevar, a su vez, por la insaciable pasión del juego. Sir Patrick reanudó la lectura. Estoy seguro de que usted no esperaría que yo conociera esa ley. Y en cuanto a la pobre señorita Silvester... ¿La señorita Silvester? ¿Qué tenía que ver la señorita Silvester con todo aquello? ¿Y qué significaba la mención a «esa ley»? Hasta entonces, sir Patrick había estado leyendo de pie. Una vaga aprensión se adueñó de él al aparecer el nombre de la señorita Silvester en relación con las frases que lo habían precedido. No imaginaba en absoluto qué vendría a continuación. Una influencia indescriptible operaba sobre él, crispándole los nervios y haciéndole sentir los achaques de la edad (le pareció) súbitamente. La cosa no fue más allá. Se vio obligado a sentarse; se vio obligado a esperar un momento antes de continuar. La carta proseguía con estas palabras: Y en cuanto a la pobre señorita Silvester, aunque tuvo sus recelos, tal como ella misma me recuerda, tampoco ella es abogado y no podía prever cómo terminaría este asunto. No sé siquiera cómo empezar. Aún me cuesta creer que sea cierto, no quiero creerlo. Pero aunque lo fuera, estoy convencido de que usted hallará el modo de solucionarlo todo. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para arreglar las cosas, y la señorita Silvester también, como verá por su carta. Por supuesto no le he dicho una sola palabra a mi querida Blanche, que es completamente dichosa y no sospecha nada en absoluto. Me temo que me estoy expresando muy mal, sir Patrick, pero mi intención es prepararle y ofrecerle mis excusas desde el principio. Sin embargo, la verdad debe contarse, y menuda vergüenza para la ley escocesa, es lo que yo digo. Ahí va la historia resumida. Geoffrey es un granuja aún mayor de lo que usted suponía, y me arrepiento de todo corazón (vistas las consecuencias) de haber callado aquella noche cuando usted y yo hablamos en privado en Ham Farm. Pensará usted que estoy mezclando dos cosas distintas, pero no. Por favor, recuerde lo que le digo de Geoffrey y encájelo luego en lo que voy a decirle a continuación. Lo peor aún está por venir. Debe saber que fui a verla secretamente en calidad de mensajero de Geoffrey el día de la fiesta en el jardín de Windygates. Bueno, sólo Dios sabe cómo pudo ocurrir, pero hay razones para temer que me casara con ella sin ser consciente de ello, el pasado agosto, en la posada de Craig Fernie. La carta cayó de la mano de sir Patrick, que se desplomó en la silla, completamente atónito por la sorpresa. Se recobró y se levantó, apabullado. Dio una vuelta por la habitación. Se detuvo e hizo un esfuerzo de voluntad para serenarse a la fuerza. Recogió la carta y leyó la última frase otra vez. Su rostro enrojeció. Estuvo a punto de ceder a un inútil ataque de furia contra Arnold, pero su sentido común hizo que se dominara en el último momento. «Con un idiota en la familia ya hay suficiente —pensó—. Mi obligación en medio de esta horrible desgracia es mantener las ideas claras, por el bien de Blanche.» Esperó una vez más para asegurarse de que no perdía la calma, y volvió a la carta para ver qué decía Arnold en su favor a modo de explicación y de excusa. Arnold tenía muchas cosas que decir, con el inconveniente de que no sabía cómo decirlas. Era difícil decidir qué característica destacaba más en su carta, si la falta total de orden o la falta total de reserva. Sin inicio, medio ni final, contaba la historia de su fatídica relación con los apuros de Anne Silvester, desde el día memorable en que Geoffrey Delamayn lo había enviado a Craig Fernie hasta la noche, igualmente memorable, en que sir Patrick había intentado en vano hacerle hablar en Ham Farm. Reconozco que me he comportado como un estúpido —concluía la carta— al guardar el secreto de Geoffrey Delamayn, tal como han ido después las cosas, pero ¿cómo podía desvelar su secreto sin comprometer a la señorita Silvester? Lea la carta y verá lo que dice ella y cuan generosamente me libera de ese compromiso. Ni que decir tiene que lamento no haber sido más cauteloso. El daño ya está hecho. Haré lo que sea, como ya he dicho antes, por deshacer el entuerto. Sólo tiene que decirme cuál es el primer paso que debo dar, y siempre que no me separe de Blanche, puede confiar en que lo daré. Esperando recibir noticias suyas, querido sir Patrick, su perplejo amigo, ARNOLD BRINKWORTH Sir Patrick dobló la carta y miró los dos sobres que yacían sobre la mesa. Su mirada era dura y tenía el entrecejo fruncido, cuando alargó la mano para coger la carta de Anne. La carta del abogado de Arnold en Edimburgo estaba más cerca. Finalmente, cogió primero esta última. Era lo bastante clara y concisa para invitarlo a leerla antes de dejarla otra vez sobre la mesa. El abogado informaba de que había realizado las averiguaciones pertinentes en Glasgow, y había obtenido los siguientes resultados. Se había seguido la pista de Anne hasta el hotel Cabeza de Oveja. Había estado confinada allí a causa de una grave enfermedad hasta principios de septiembre. Se habían puesto anuncios en los periódicos de Glasgow, sin resultado. El cinco de septiembre se había recobrado lo suficiente para dejar el hotel. La habían visto en la estación de ferrocarril aquel mismo día pero, a partir de aquel punto, se había perdido todo rastro de ella una vez más. El abogado había abandonado, por tanto, las investigaciones, y aguardaba nuevas instrucciones de su cliente. La carta tuvo su efecto al animar a sir Patrick a suspender el juicio severo y precipitado que cualquier hombre en su lugar se habría formado de Anne. La enfermedad de la señorita Silvester recibió su pequeña parte de compasión. Su falta de amigos —que de forma tan triste y evidente ponían de manifiesto los anuncios en los periódicos— reclamaba una interpretación clemente de los delitos cometidos, si tales eran. Con expresión grave, pero sin enojo, sir Patrick abrió la carta que arrojaba una sombra de duda sobre el matrimonio de su sobrina. Capítulo XLI El sacrificio Esto escribía Arme Silvester: Glasgow, 5 de septiembre QUERIDO SEÑOR BRINKWORTH: Hace casi tres semanas intenté escribirle desde este lugar. Caí enferma repentinamente, mientras estaba escribiendo la carta, y desde entonces hasta ahora no he podido moverme de la cama y he estado, según me dicen, muy cerca de la muerte. Ayer tuve fuerzas suficientes para vestirme y estar un rato sentada, y también anteayer. Hoy he avanzado aún más hacia la recuperación. Puedo sostener la pluma y ser dueña de mis pensamientos. El primer uso que he dado a mi mejoría ha sido escribir esta carta. Por lo que sé, mis palabras van a sorprenderle, posiblemente a alarmarle. No tenemos modo de evitarlo, ni usted ni yo. Debe hacerse. Pensando en el mejor modo de empezar con lo que me veo obligada a decirle, no he hallado otro mejor que éste. Debo pedirle que recuerde el día que ambos tenemos amargas razones para lamentar: el día en que Geoffrey Delamayn lo envió a verme a la posada de Craig Fernie. Puede que no recuerde —por desgracia no le causó la menor impresión en su momento— que yo sentí y expresé en más de una ocasión una gran aversión a que me hiciera pasar por su esposa ante la gente de la posada. Era necesario que lo hiciera para que se me permitiera quedarme en Craig Fernie, lo sabía, pero seguía sin gustarme. No podía contradecirle sin arrastrarlo a usted a lamentables consecuencias, y sin correr el riesgo de causar un escándalo que podría haber llegado a oídos de Blanche. También eso lo sabía, pero no dejaba de remorderme la conciencia. Era una sensación vaga. Desconocía por completo el peligro real que corría, de lo contrario habría hablado, fuera cual fuera el resultado. Tenía lo que se llama el presentimiento de que su conducta era indiscreta, nada más. Por el amor y el honor de la memoria de mi madre, como confío en la clemencia divina que digo la verdad. Usted se marchó de la posada a la mañana siguiente y no nos hemos vuelto a ver desde entonces. Pocos días después, mis temores se hicieron insoportables en soledad. Fui a escondidas a Windygates y hablé con Blanche. Blanche se ausentó unos minutos de la habitación en la que nos habíamos encontrado. Durante ese tiempo vi a Geoffrey Delamayn por primera vez desde que nos despedimos en la fiesta del jardín de lady Lundie. Me trató como si fuera una desconocida. Me dijo que había descubierto todo lo que había pasado entre nosotros dos en la posada. Dijo que había consultado con un abogado. ¡Oh, señor Brinkworth! ¿Cómo decírselo? ¿Cómo escribir las palabras que me dijo después? Debo hacerlo. Por cruel que sea, debo hacerlo. Se negó en mi cara a casarse conmigo. Me dijo que ya estaba casada. Me dijo que mi marido era usted. Ahora ya sabe por qué me he referido a lo que sentí cuando estuvimos juntos en Craig Fernie. No tengo derecho a quejarme si piensa mal de mí o me dirige duras palabras. Soy inocente; sin embargo, fue culpa mía. Se me va la cabeza, y no puedo evitar que se me salten unas lágrimas tontas. Debo dejar de escribir y descansar un rato. He estado sentada junto a la ventana, contemplando a la que gente que pasaba por la calle. Todos son desconocidos pero, en cierto modo, al verlos noto cierta paz de espíritu. El trajín de la gran ciudad me ha dado ánimos y me ayuda a continuar. No me veo capaz de escribir sobre el hombre que nos ha traicionado a los dos. Deshonrada y deshecha como estoy, aún queda algo en mí que me eleva por encima de él. Aunque se presentara ante mí arrepentido en este mismo instante, y me ofreciera todo lo que el rango, la riqueza y la consideración social pueden dar, preferiría seguir como estoy ahora a ser su esposa. Permítame que le hable de usted y (por el bien de Blanche) permítame que hable de mí misma. Sin duda debería haber esperado en Windygates para verlo y contarle de inmediato todo lo ocurrido. Pero estaba débil y enferma, y la sorpresa, tras lo que acababa de oír, superó mis fuerzas y me desmayé. Cuando volví en mí estaba tan horrorizada al pensar en usted y en Blanche que me embargó una especie de locura. Mi único pensamiento era huir de allí y ocultarme. Se me fueron aclarando las ideas y recobré la calma de camino a este lugar y, cuando llegué aquí, hice lo que espero y creo que debía hacer. Consulté a dos abogados. Discreparon en su opinión sobre si estábamos o no casados según la ley que decide tales cosas en Escocia. El primero dijo que sí. El segundo dijo que no, pero me aconsejó que le escribiera a usted inmediatamente y le contara la situación. Intenté escribirle aquel mismo día y caí enferma, como ya le he dicho. Gracias a Dios, el retraso no tiene importancia. En Windygates pregunté a Blanche cuándo pensaban casarse y ella me dijo que no sería hasta finales del otoño. Ahora estamos tan sólo a cinco de septiembre. Tiene mucho tiempo por delante. En bien de todos nosotros, empléelo bien. ¿Qué debe hacer? Acuda de inmediato a sir Patrick Lundie y muéstrele esta carta. Siga su consejo, sea cual sea el modo en que pueda afectarme a mí. Mal le pagaría su bondad, si traicionara el amor que siento por Blanche, si vacilara en afrontar que se descubra lo que sea necesario, por su bien y por el de ella. En este asunto se ha comportado usted con una generosidad, una delicadeza y una bondad sin límites. Ha guardado mi vergonzoso secreto —estoy completamente segura— con la fidelidad de un hombre honorable al que se encomienda la reputación de una mujer. De todo corazón le libero de su promesa, mi querido señor Brinkworth. De rodillas le imploro que se considere libre para revelar la verdad. Por mi parte, confesaré lo que sea necesario, dadas las circunstancias, aunque se haga público. Libérese de su promesa sin falta, y entonces y sólo entonces recupere la estima que sentía por la desdichada mujer que le ha echado sobre los hombros la carga de sus pesares y ha oscurecido momentáneamente su vida con la sombra de su vergüenza. Por favor, no crea que esto supone para mí un doloroso sacrificio. Se trata de acallar mi conciencia, nada más. ¿Qué va a ofrecerme la vida a mí? Nada más que la necesidad desnuda de sobrevivir. Cuando pienso ahora en el futuro, por mi cabeza pasan los años que tal vez me queden en este mundo. A veces me atrevo a esperar que, en su divina misericordia, Jesucristo, que en una ocasión defendió en la tierra a una mujer como yo, defienda tal vez mi espíritu en el Cielo, cuando me lleve la muerte. A veces me atrevo a esperar que veré a mi madre y a la madre de Blanche en el más allá. Sus corazones estaban unidos como los de unas hermanas mientras vivieron, y dejaron a sus hijas el legado de su amor. ¡Oh, ayúdeme a decir, si volvemos a encontrarnos, que no fue vana mi promesa de ser una hermana para Blanche! La deuda que tengo con ella es herencia de la gratitud de mi madre. ¿Y qué soy ahora? Un obstáculo en el camino de su felicidad. ¡Sacrifíqueme a mí por esa felicidad, por amor de Dios! Es lo único para lo que vivo. Una y otra vez lo repito: nada me importa lo que me pase a mí. ¡Cuente toda la verdad sobre mí y pídame que atestigüe sus palabras públicamente tantas veces como quiera! He tenido que hacer de nuevo una pausa, intentando pensar antes de acabar esta carta lo que puedo haberme dejado en el tintero. No se me ocurre nada más que el deber de informarle sobre mi paradero, por si desea escribirme o se considera necesario que volvamos a vernos. Pero antes, una palabra más. Me es imposible adivinar lo que hará o lo que otros le aconsejarán hacer cuando reciba mi carta. Ni siquiera sé si no conocerá ya la situación por boca del propio Geoffrey Delamayn. En ese caso, o si considera deseable hacer partícipe a Blanche del secreto, me atrevo a sugerirle que designe a una persona digna de confianza para que venga a verme en su nombre, o, si esto no es posible, que venga usted a verme en presencia de una tercera persona. El hombre que no ha vacilado en traicionarnos a los dos no vacilará en calumniarnos del modo más canallesco, si puede hacerlo en el futuro. Por su propio bien, será mejor que no demos oportunidad a las malas lenguas de socavar la estima que le tiene Blanche. ¡No se arriesgue a colocarse en una falsa posición otra vez! ¡No deje que se despierte en el carácter tierno y generoso de su futura esposa un sentimiento indigno de ella! Dicho esto, puedo decirle ahora cómo comunicarse conmigo cuando me vaya de Glasgow. En una hoja anexa encontrará el nombre y la dirección del segundo de los abogados a los que he consultado aquí. He convenido con él que le informaré por carta del lugar al que me voy a trasladar, y que él transmitirá la información, bien a usted, bien a sir Patrick Lundie, cuando uno de los dos se la pida personalmente o por escrito. No sé aún dónde hallaré refugio. Todo es incierto, pero no puedo ir muy lejos con mi actual debilidad. Si se pregunta por qué me traslado antes de haber recobrado las fuerzas, sólo puedo darle un motivo que le parecerá caprichoso y forzado. Me han informado de que pusieron un anuncio en los periódicos cuando estaba enferma en este hotel y no era más que una moribunda desconocida. Tal vez las dificultades me hayan vuelto excesivamente suspicaz. Temo lo que pueda ocurrir si me quedo aquí después de que se haya hecho público mi lugar de residencia. Así pues, en cuanto pueda desplazarme, me iré en secreto. Me bastará con encontrar un lugar tranquilo donde hallar descanso y paz en la campiña de los alrededores de Glasgow. No se preocupe por mis medios de vida. Tengo dinero suficiente para todo lo que necesito y, si algún día me recupero del todo, sé cómo ganarme el sustento. No envío ningún mensaje para Blanche; no me atrevo, hasta que todo esto haya terminado. Espere a que se convierta en su feliz esposa y dele entonces un beso y dígale que es de parte de Anne. Intente perdonarme, querido señor Brinkworth. Ya lo he dicho todo. Afectuosamente suya, ANNE SILVESTER Sir Patrick terminó la carta con verdadero respeto por la mujer que la había escrito. Una parte de la influencia personal que Anne ejercía sobre casi todos los hombres que la conocían pareció transmitirse al viejo abogado por medio de la carta. Los pensamientos de sir Patrick se desviaron porfiadamente de la grave y acuciante situación de su sobrina para adentrarse en una región puramente especulativa con respecto a Anne. ¿Qué raro capricho (se preguntó) había puesto a tan noble criatura a merced de un hombre como Geoffrey Delamayn? Todos, en un momento u otro de nuestras vidas, nos hemos sentido tan perplejos como se sentía sir Patrick en aquel momento. Si algo nos dice la experiencia es que las mujeres se arrojan impulsivamente en brazos de hombres indignos, y que los hombres arruinan su vida temerariamente con mujeres indignas. Cierto que ahora contamos con la institución del Divorcio, que existe sobre todo porque los dos sexos se empecinan en entablar una y otra vez esas anómalas relaciones. Sin embargo, ante cada nuevo ejemplo del que tenemos noticia, ¡insistimos en asombrarnos al descubrir que hombre y mujer no se han elegido mutuamente de una manera racional y fructífera! ¡Esperamos que las pasiones humanas actúen de acuerdo con principios lógicos, y que la falibilidad humana —con el amor por guía— esté a salvo de todo peligro de cometer un error! Preguntad a las mujeres más sabias qué encontraron en los hombres a los que han entregado su corazón y su vida que pueda justificar su elección racionalmente, y será una pregunta que esas sabias mujeres no hayan pensado jamás en hacerse a sí mismas. Más aún, repasad vuestra propia experiencia y confesad con toda franqueza: ¿habríais podido justificar vuestra excelente elección en el momento en que la hicisteis de manera irrevocable? La primera vez que reconocisteis que amabais al hombre elegido, ¿podríais haber puesto vuestras razones por escrito? Y aun haciéndolo, ¿habrían superado esas razones un examen crítico? Sir Patrick se dio por vencido. Estaba en juego la felicidad de su sobrina. Con gran sensatez resolvió centrarse y ocupar sus pensamientos en las necesidades prácticas del momento. En primer lugar, era imprescindible enviar una disculpa al rector a fin de disponer de toda la velada para meditar sobre las medidas preliminares que debía aconsejar a Arnold. Después de escribir una nota de disculpa a su compañero de piquet, aduciendo un asunto familiar como excusa para romper el compromiso, sir Patrick tocó la campanilla. El fiel Duncan hizo acto de presencia y se dio cuenta de inmediato, por la expresión de su amo, de que había ocurrido algo. —Envía a un criado a la rectoría con este mensaje —dijo sir Patrick—. No puedo cenar fuera esta noche. Tendré que tomar una chuleta en casa. —Mucho me temo, sir Patrick, si me disculpa por mencionarlo, que ha recibido malas noticias. —Peores imposible, Duncan. No puedo explicártelo ahora. Espera a oír la campanilla. Mientras tanto, no permitas que nadie me interrumpa. Aunque venga el administrador en persona, no puedo recibirlo. Después de meditarlo cuidadosamente, sir Patrick decidió que, para empezar, no quedaba más remedio que enviar un mensaje a Arnold y a Blanche pidiéndoles que volvieran a Inglaterra. Era absolutamente necesario interrogar a Arnold hasta el más mínimo detalle sobre todo lo que había ocurrido entre Anne Silvester y él en la posada de Craig Fernie. Al mismo tiempo, por el bien de Blanche, parecía deseable mantenerla en la ignorancia, al menos de momento, sobre todo aquel asunto. Sir Patrick resolvió esta dificultad con su ingenio característico y sus múltiples recursos. Escribió un telegrama a Arnold, expresándose como sigue: Recibida tu carta y anexos. Regresad a Ham Farm en cuanto os sea posible. No se lo cuentes a Blanche. Como motivo para regresar, dile que se ha vuelto a encontrar la pista de Anne Silvester y que tal vez no se pueda hacer nada más hasta que ella vuelva a Inglaterra. Después de enviar a Duncan a la estación con este mensaje, el amo de Duncan procedió a hacer cabalas sobre la cuestión del tiempo. Seguramente, Arnold recibiría el telegrama en Badén al día siguiente, diecisiete de septiembre. Podía esperarse que él y Blanche llegaran a Ham Farm tres días después. Mientras, sir Patrick tendría tiempo mas que suficiente para recobrarse y decidir la mejor manera de afrontar aquella alarmante situación. El diecinueve, sir Patrick recibió un telegrama en el que se le informaba de que podía esperar la llegada de la joven pareja el día veinte por la noche. La noche del día veinte se oyó el ruido de las ruedas de un carruaje en el sendero y, cuando sir Patrick abrió la puerta de su gabinete, oyó voces familiares en el vestíbulo. —¡Bueno! —exclamó Blanche, al verlo en la puerta—. ¿Se ha encontrado a Anne? —Todavía no, querida. —¿Hay noticias de ella? —Sí. —¿Llego a tiempo para ayudar en algo? —En el momento oportuno. Mañana te lo contaré todo. Id a quitaros las ropas de viaje y bajad a cenar en cuanto podáis. Blanche le dio un beso y subió las escaleras. Tal como había pensado su tío al verla, el matrimonio la había mejorado, dándole serenidad y firmeza. En su aspecto y sus maneras había cualidades que sir Patrick no había percibido antes. Arnold, por su parte, no salía tan favorecido. Estaba intranquilo e impaciente; su situación con respecto a la señorita Silvester parecía atormentarlo. En cuanto su joven esposa les dio la espalda, apeló a sir Patrick en un fervoroso susurro. —Apenas me atrevo a preguntarle lo que había decidido decirle —empezó—. Tendré que soportarlo si está usted furioso conmigo, sir Patrick, pero dígame una sola cosa. ¿Existe una solución para todo esto? ¿Lo ha pensado ya? —No creo que sea capaz de hablar con claridad y compostura esta noche —respondió sir Patrick—. Conténtate con saber que he pensado ya en todo y espera a mañana para oír el resto. Otras personas involucradas en el drama que se avecinaba habían tenido que solventar problemas antiguos y reflexionar sobre movimientos futuros, durante el tiempo que habían empleado Arnold y Blanche en regresar a Inglaterra. Entre el diecisiete y el veinte de septiembre, Geoffrey Delamayn había salido de Swanhaven de camino a su nuevo lugar de entrenamiento, cerca de donde iba a celebrarse la Carrera Pedestre. Igualmente, entre esas dos fechas, el capitán Newenden había aprovechado la oportunidad, al pasar por Londres de camino al sur, para consultar con sus abogados. El objeto de la consulta era hallar el modo de descubrir al autor de un anónimo en Escocia que había osado causar un grave enojo a la señora Glenarm. De esta forma, de uno en uno y en pareja, procedentes de lugares muy distantes, empezaban a converger en las cercanías de la gran ciudad en la que pronto estaban destinados a reunirse todos, cara a cara, por primera y última vez en este mundo. Capítulo XLII La solución Acababan de desayunar. Con la perspectiva de una bonita y ociosa mañana, Blanche propuso a Arnold que dieran un paseo por el jardín. El sol iluminaba el jardín y la recién casada estaba radiante. Sus ojos se encontraron con los de su tío, que la miraba con admiración, y a cambio le dedicó un pequeño cumplido. —¡No sabe lo agradable que es volver a Ham Farm! —dijo. —¿Debo entender entonces que me perdonas por interrumpir vuestra luna de miel? —preguntó sir Patrick. —No sólo le perdono —dijo Blanche—, se lo agradezco. Como mujer casada —añadió con aires de matrona con veinte años de experiencia cuando menos—, he estado pensando en el asunto y he llegado a la conclusión de que una luna de miel en forma de gira por el Continente es uno de nuestros abusos nacionales que necesitan reforma. Cuando una pareja está enamorada (considero que el matrimonio sin amor no es matrimonio en absoluto), ¿para qué buscar la emoción de visitar lugares desconocidos? ¿No es ya de por sí emocionante y extraño para una recién casada ver una novedad tal como un marido? ¿Cuál es el objeto más interesante sobre la faz de la tierra para un hombre en la situación de Arnold? ¿Los Alpes? ¡Desde luego que no! El objeto más interesante es su esposa. Y el mejor momento para un viaje de luna de miel es, digamos, unos diez o doce años después, cuando uno empieza (no a cansarse del otro, no se trata de eso) sino a estar demasiado acostumbrado al otro. Entonces se hace el viaje a Suiza y se da a los Alpes su oportunidad. Una serie de viajes de luna de miel en el otoño de la vida conyugal, ¡ésa es mi propuesta para mejorar la situación actual! Ven al jardín, Arnold, y calculemos cuánto tiempo ha de pasar para que nos cansemos el uno del otro y queramos que nos hagan compañía las bellezas de la Naturaleza. Arnold miró a sir Patrick con aire suplicante. Todavía no habían intercambiado ni una sola palabra sobre el grave asunto de la carta de Anne Silvester. Sir Patrick se hizo cargo de presentar las disculpas necesarias a Blanche. —Perdóname —dijo—, si te pido permiso para inmiscuirme en tu monopolio de Arnold durante un rato. Tengo que hablar con él de su finca de Escocia. ¿Lo dejarás conmigo si te prometo liberarlo lo antes posible? Blanche sonrió gentilmente. —Puede quedárselo todo el tiempo que quiera, tío. Aquí tienes el sombrero —añadió, arrojándoselo a su marido alegremente—. Te lo he traído cuando he ido a por el mío. Me encontrarás en el jardín. Blanche inclinó la cabeza y salió. —Dígame lo peor en seguida, sir Patrick —pidió Arnold—. ¿Es grave? ¿Cree usted que tengo la culpa yo? —Contestaré primero a la segunda pregunta —dijo sir Patrick—. ¿Creo que eres culpable? Sí, en lo siguiente. Cometiste un acto irreflexivo imperdonable cuando accediste a ir a ver a la señorita Silvester a la posada, como mensajero de Geoffrey. Después de haberte colocado en aquella falsa situación, no podías actuar de otro modo que como actuaste. Es evidente que no podías conocer la ley escocesa. Y, como hombre honorable, estabas obligado a guardar un secreto en el que estaba comprometida la reputación de una mujer. Tu primer y último error fue el error fatídico de aceptar responsabilidades que pertenecían exclusivamente a otro hombre. —Ese hombre me había salvado la vida —adujo Arnold—, y yo creía que le estaba devolviendo el favor a mi mejor amigo. —En cuanto a la otra pregunta —prosiguió sir Patrick—. ¿Creo que tu situación es grave? ¡Ya lo creo que sí! Mientras no estemos completamente seguros de que Blanche es tu legítima esposa, la situación es más que grave, es insostenible. Pero, ojo, mantengo la opinión que (gracias a tu honorable silencio) ese granuja de Delamayn consiguió sonsacarme con engaños. Le dije a él lo mismo que te digo a ti ahora: que lo que se dijo y se hizo en Craig Fernie no constituye un matrimonio según la ley escocesa. Pero —añadió, alzando el dedo índice a modo de advertencia— lo has leído en la carta de la señorita Silvester y también te lo digo yo como resultado de mi experiencia: en este asunto no puede darse por buena una única opinión. De los dos abogados consultados por la señorita Silvester en Glasgow, uno extrajo una conclusión completamente opuesta a la mía y decidió que tú y ella estáis casados. Yo creo que se equivoca, pero en nuestra situación no tenemos más remedio que hacer frente a la visión que él representa. En pocas palabras, debemos empezar por enfrentarnos a lo peor. Arnold retorció entre sus nerviosas manos el sombrero que le había arrojado Blanche. —Supongamos que lo peor se hace realidad —dijo—. ¿Qué ocurrirá entonces? Sir Patrick movió la cabeza. —Es difícil decirlo —contestó— sin entrar en el aspecto legal de la cuestión, y con eso no haría más que dejarte perplejo. Supongamos que enfocamos la cuestión desde un punto de vista social. Es decir, pensando en cómo puede afectaros a ti y a Blanche, y a vuestros futuros hijos. Arnold retorció el sombrero aún con más fuerza. —No había pensado en los hijos —dijo con expresión consternada. —Podría haberlos —replicó sir Patrick secamente—. Ahora escucha. Puede que se te haya ocurrido pensar que el medio más sencillo de resolver este dilema es que tanto tú como la señorita Silvester afirméis lo que sabemos que es verdad, es decir, que jamás tuvisteis la menor intención de casaros. ¡Guárdate de poner tus esperanzas en tal remedio! Si cuentas con eso, no cuentes con Geoffrey Delamayn. Recuerda que él está interesado en probar que la señorita Silvester y tú sois marido y mujer. Podrían surgir circunstancias (no voy a perder tiempo intentando adivinar cuáles puedan ser) que permitieran a una tercera persona presentar a la patrona y al camarero de Craig Fernie como testigos en vuestra contra, y afirmar que vuestras declaraciones son resultado de una confabulación entre vosotros dos. ¡No te asustes! No sería la primera vez que ocurre. La señorita Silvester es pobre y Blanche es rica. Podrías encontrarte en la embarazosa situación de un hombre que niega su matrimonio con una mujer pobre para establecer su matrimonio con una heredera. Y, presumiblemente, la señorita Silvester participaría en el fraude con dos fuertes motivos como aliciente: el de reafirmarse como mujer de un hombre de rango y el interés de obtener una recompensa a cambio de devolverte a Blanche. ¡Tal era la trampa que podría tenderme un granuja (y con cierta apariencia de verdad, además) en un tribunal de justicia! —La ley no le permitiría hacer tal cosa, ¿verdad? —La ley debatiría cualquier cosa con cualquiera que le pague por usar su cerebro y su tiempo. Dejemos ese aspecto de la cuestión por ahora. Delamayn puede iniciar el proceso, si quiere, sin recurrir a ningún abogado. Sólo ha de conseguir que llegue a oídos de Blanche una declaración pública de que no es tu legítima esposa. Con el genio que tiene, ¿crees que nos dejaría en paz hasta que no se aclarara todo? O míralo de otro modo. Consuélate si quieres con la idea de que este asunto no va a perturbar a nadie hoy por hoy. ¿Cómo sabemos que no saldrá a la luz en el futuro, en circunstancias que puedan poner en duda la legitimidad de tus hijos? Nos enfrentamos con un hombre que no se detiene ante nada. La situación legal es de una escandalosa ambigüedad de principio a fin. Y tenemos a dos personas (Bishopriggs y la señora Inchbare) que pueden dar testimonio, y lo darán, de lo que ocurrió entre la señorita Silvester y tú en la posada. Por el bien de Blanche y de vuestros futuros hijos, debemos afrontar este asunto de inmediato y resolverlo de una vez para siempre. La cuestión que se nos plantea ahora es la siguiente: ¿debemos iniciar el proceso poniéndonos en contacto con la señorita Silvester o no? En aquel punto importante de la conversación, los interrumpió la reaparición de Blanche. ¿Había oído por casualidad lo que estaban diciendo? No, era la historia típica de la mayoría de interrupciones. La Ociosidad que no respeta nada había ido a contemplar a la Laboriosidad que todo lo soporta. Al parecer es una ley de la naturaleza que las personas de este mundo que no tienen nada que hacer no soportan ver las manos de sus vecinos siempre ocupadas. Blanche traía consigo un nuevo ejemplar de la colección de sombreros de Arnold. —He estado pensando en el jardín —dijo con absoluta seriedad—. Aquí tienes el marrón con la copa alta. Te queda mejor que el blanco de copa baja. He venido a cambiarlos, nada más. —Intercambió el sombrero con Arnold y siguió hablando sin la más leve sospecha de que estaba molestando—. Ponte el marrón cuando salgas y ven pronto, querido. Me voy ahora mismo, tío. No le interrumpiría por nada del mundo. —Le lanzó un beso a sir Patrick, sonrió a su marido y salió. —¿Qué estábamos diciendo? —preguntó Arnold— Es raro que nos haya interrumpido de esa manera, ¿no cree? —Si no me equivoco con la naturaleza femenina —respondió sir Patrick tranquilamente—, tu mujer se pasará la mañana entrando y saliendo. Dale diez minutos, Arnold, y volverá a cambiar de opinión sobre el grave y sesudo tema del sombrero. Estas pequeñas interrupciones, encantadoras por lo demás, hacen surgir una duda en mi cabeza. ¿No sería prudente, me pregunto, hacer de la necesidad virtud e incluir a Blanche en la conversación? ¿Qué me dices si la llamamos y le contamos la verdad? Arnold dio un respingo y su cara cambió de color. —Existen ciertas dificultades —dijo. —¡Mi buen muchacho! Todo este asunto está erizado de dificultades. Tu mujer habrá de enterarse tarde o temprano. Indudablemente eres tú quien debe decidir en qué momento se le dice. Yo sólo te pido que pienses si será más elegante que se lo digas antes de que te encuentres entre la espada y la pared, y tengas que hacerlo por obligación. Arnold se puso en pie, dio una vuelta a la habitación, se volvió a sentar y miró a sir Patrick con la expresión de un hombre absolutamente perplejo y desamparado. —No sé qué hacer —dijo—. Todo esto me supera. La verdad es, sir Patrick, que en Craig Fernie me vi obligado a engañar a Blanche de un modo que a ella podría parecerle insensible y del todo imperdonable. —¡Eso suena muy extraño! ¿Qué quieres decir? —Intentaré explicárselo. ¿Recuerda cuando usted mismo fue a ver a la señorita Silvester? Bueno, pues al hallarme allí en secreto, naturalmente me vi obligado a esconderme de usted. —¡Entiendo! Y cuando llegó Blanche después, te viste obligado a ocultarte de ella igual que antes de mí. —¡Peor aún! Un día o dos más tarde, Blanche me habló en confianza. Me contó que había ido a la posada como si yo fuera completamente ajeno a las circunstancias. Me habló a la cara, sir Patrick, del hombre invisible que se había comportado de modo tan extraño, ocultándose de ella, sin recelar ni por un momento que aquel hombre era yo. ¡Y yo no deshice el equívoco! Estaba obligado a guardar silencio para no traicionar a la señorita Silvester. ¿Qué pensará Blanche de mí si se lo digo ahora? ¡Ésa es la cuestión! Apenas había pronunciado su marido el nombre de Blanche, cuando la propia Blanche confirmó la predicción de sir Patrick apareciendo de nuevo en el ventanal abierto al jardín, con el sombrero blanco, antes desbancado, en la mano. —¡Aún no han terminado! —exclamó—. Es terrible interrumpirle otra vez, tío, pero estos horrorosos sombreros de Arnold empiezan a darme dolor de cabeza. Pensándolo mejor, creo que el sombrero blanco de copa baja le favorece más. Cámbiamelo otra vez, querido. ¡Sí! El sombrero marrón es espantoso. Hay un mendigo junto a la verja. Antes de que se me olvide, voy a darle el sombrero marrón y así se acabará el problema. ¿Estoy molestando mucho? Me temo que debo de parecer inquieta. La verdad es que lo estoy. No sé lo que me pasa esta mañana. —Yo sí lo sé —dijo sir Patrick con su tono más grave y seco—. Sufres, Blanche, de una enfermedad que es sumamente común entre las jóvenes damas de Inglaterra. Como enfermedad es incurable y se llama Nada-quehacer. Blanche hizo una pequeña reverencia a su tío. —Podía haberme dicho que estorbaba con muchas menos palabras. —Giró sobre sus talones, de un puntapié lanzó a la galería el sombrero marrón caído en desgracia, y dejó solos a los dos caballeros una vez más. —Tu posición con Blanche, Arnold —prosiguió sir Patrick, volviendo con tono serio al asunto que los ocupaba—, es realmente complicada. —Hizo una pausa pensando en la noche en que Blanche y él habían ilustrado la imprecisión con que la señora Inchbare había descrito al hombre de la posada, ¡citando al propio Arnold como uno de los cientos de inocentes que encajaban en ella!—. Tal vez —añadió—, la situación es aún más delicada de lo que supones. Ciertamente habría sido más fácil para ti, y a ella le habría parecido más honorable, que hubieras hecho la inevitable confesión antes de la boda. En cierto sentido yo soy el culpable de que no lo hicieras, así como del dilema mucho más grave en el que ahora te encuentras. De no haber adelantado yo inocentemente tu matrimonio con Blanche, la admirable carta de la señorita Silvester habría llegado a nuestras manos con tiempo más que suficiente para evitar males mayores. Pero ahora es inútil lamentarse. ¡Anímate, Arnold! Estoy decidido a mostrarte la salida del laberinto, por grandes que sean las dificultades, ¡y, si Dios quiere, lo conseguiré! Sir Patrick señaló una mesa del otro extremo de la habitación sobre la cual había recado de escribir. —Detesto moverme justo después de desayunar —dijo—. No iremos a la biblioteca. Tráeme aquí la pluma y el tintero. —¿Va a escribir a la señorita Silvester? —Eso es algo que aún tenemos que decidir. Pero antes quiero enterarme de los hechos hasta el más mínimo detalle de lo que ocurrió en la posada entre la señorita Silvester y tú. Sólo hay un medio de conseguirlo. Voy a interrogarte como si te tuviera en el banquillo de los testigos ante un tribunal. Después de este preámbulo, y con la carta que Arnold le había enviado desde Badén a modo de resumen, sir Patrick formuló una serie interminable de preguntas claras y sucintas, y Arnold las respondió todas con paciencia y sinceridad. El interrogatorio prosiguió sin interrupciones hasta alcanzar el punto en la cadena de acontecimientos en el que Anne había estrujado la carta de Geoffrey Delamayn y la había arrojado lejos con indignación. Por primera vez, sir Patrick hundió la pluma en el tintero, al parecer con la intención de tomar notas. —Pon mucha atención aquí —dijo—. Quiero saber todo lo que recuerdes de aquella carta. —La carta se perdió —dijo Arnold. —La carta la robó Bishopriggs —replicó sir Patrick— y es él quien la tiene ahora mismo. —¡Cómo, sabe usted más que yo! —exclamó Arnold. —Sinceramente, espero que no. No sé lo que contenía la carta. ¿Y tú? —Sí. Una parte al menos. —¿Una parte? —Había dos cartas escritas en la misma hoja de papel —dijo Arnold—. Una la escribió Geoffrey Delamayn, y de ésa es de la que estoy al tanto. Sir Patrick se sorprendió. Se iluminó su rostro e hizo una nota apresurada. —¡Sigue! —dijo con vehemencia—. ¿Cómo es que las dos cartas estaban escritas en la misma hoja? ¡Explícalo! Arnold explicó que, no disponiendo Geoffrey de papel para escribir una disculpa a Anne, había utilizado la cuarta página, que estaba en blanco, de una carta que le había enviado la propia Anne. —¿Leíste esa carta? —preguntó sir Patrick. —Podría haberla leído si hubiera querido. —¿Y no la leíste? —No. —¿Por qué? —Por delicadeza. Ni siquiera el temperamento cuidadosamente curtido de sir Patrick fue inmune a esta respuesta. —¡Es el acto de delicadeza más inoportuno del que he tenido noticia en mi vida! —exclamó el viejo caballero acaloradamente—. ¡No importa! Ahora ya es tarde para lamentaciones. En cualquier caso, ¿dices que leíste la respuesta de Delamayn a la carta de la señorita Silvester? —Sí. —Repítela con la mayor exactitud que te sea posible después de tanto tiempo. —Era tan corta —dijo Arnold— que no hay mucho para repetir. Si mal no recuerdo, Geoffrey decía que debía irse a Londres a causa de la enfermedad de su padre. Le decía a la señorita Silvester que se quedara donde estaba y que me enviaba a mí como mensajero. Eso es todo lo que recuerdo ahora mismo. —¡Estrújate el cerebro, mi buen amigo! Esto es muy importante. ¿No hacía ninguna alusión a su promesa de casarse con la señorita Silvester en Craig Fernie? ¿Intentaba tranquilizarla con alguna disculpa? La pregunta incitó a Arnold a hacer un nuevo esfuerzo de memoria. —Sí —respondió—. Geoffrey decía algo sobre ser fiel a su compromiso, o cumplir su promesa, o algo por el estilo. —¿Estás seguro de lo que dices? —Estoy seguro. Sir Patrick tomó nota. —¿Estaba firmada la carta? —preguntó, cuando terminó de escribir. —Sí. —¿Y fechada? —Sí. —La memoria de Arnold hizo un nuevo esfuerzo después de dar su segunda respuesta afirmativa—. Espere un momento —dijo—. Recuerdo algo más sobre la carta. No sólo estaba fechada. También le puso la hora del día en que se había escrito. —¿Por qué lo hizo? —Lo sugerí yo. La carta era tan corta que me daba vergüenza entregarla tal como estaba. Le dije que pusiera la hora para demostrarle a ella que la había tenido que escribir a toda prisa. Puso la hora en que salía el tren y creo que también la hora en que escribía la carta. —¿Y le entregaste esa carta a la señorita Silvester de tu propia mano en cuanto la viste en la posada? —Sí. Sir Patrick tomó nota por tercera vez y apartó el papel con un aire de completa satisfacción. —Siempre he sospechado que la carta perdida era un documento importante —dijo—, de lo contrario Bishopriggs no la habría robado. Tenemos que apoderarnos de ella, Arnold, cueste el sacrificio que cueste. Lo primero que debemos hacer (tal como imaginaba) es escribir al abogado de Glasgow y localizar a la señorita Silvester. —¡Espere un momento! —gritó una voz desde la galería—. ¡No olvide que he vuelto de Badén para ayudarle! Sir Patrick y Arnold alzaron la cabeza. Esta vez Blanche había oído las últimas palabras que habían pronunciado. Blanche se sentó en la mesa junto a sir Patrick y le acarició el hombro con la mano. —Tiene usted razón, tío —dijo—. Esta mañana padezco la enfermedad de no tener nada que hacer. ¿Va a escribir a Anne? ¡No! Deje que lo haga yo. Sir Patrick se negó a cederle la pluma. —La persona que conoce el paradero de la señorita Silvester —dijo— es un abogado de Glasgow. Voy a escribir al abogado. Cuando él nos escriba diciéndonos dónde está... entonces, Blanche, será el momento de emplear tus buenos oficios para recuperar a tu amiga. Una vez más acercó los útiles de escribir y empezó la carta para el señor Crum, suspendiendo el interrogatorio de Arnold por el momento. Blanche rogó con insistencia que le dieran algo en que ocuparse. —¿No hay nadie que pueda encomendarme alguna tarea? —preguntó—. Glasgow está tan lejos y esperar es tan aburrido. ¡No te quedes ahí mirándome, Arnold! ¿No tienes ninguna sugerencia? Por una vez, Arnold demostró cierta viveza de ingenio. —Si quieres escribir —dijo—, deberías escribir a lady Lundie. Hace tres días que recibiste noticias suyas y aún no has contestado. Sir Patrick se detuvo y alzó la vista rápidamente de lo que escribía. —¿Lady Lundie? —musitó con tono inquisitivo. —Sí —dijo Blanche—. Es cierto, le debo una carta. Y por supuesto debería decirle que he regresado a Inglaterra. ¡Menudo enfado cuando sepa por qué! La perspectiva de enfadar a lady Lundie pareció despertar la energía latente de Blanche. Cogió una hoja de papel de cartas de su tío y empezó a escribir allí mismo. Sir Patrick terminó la carta al abogado, después de lanzar una mirada a Blanche que expresaba cualquier cosa menos aprobación a lo que estaba haciendo. Después de colocar su carta en la bolsa para el correo, hizo una seña silenciosa a Arnold de que lo siguiera al jardín. Salieron juntos, dejando a Blanche absorta en la carta a su madrastra. —¿Está haciendo algo malo mi mujer? —preguntó Arnold, que se había percatado de la mirada que sir Patrick le había lanzado a Blanche. —Tu mujer está propagando todo el daño que le permite la velocidad de sus dedos. Arnold lo miró con asombro. —Debe responder a la carta de lady Lundie —dijo. —Indudablemente. —Y debe decirle a lady Lundie que hemos vuelto. —No lo niego. —Entonces ¿qué objeción tiene a que le escriba? Sir Patrick tomó una pulgarada de rapé y con su bastón de marfil señaló las abejas, que zumbaban ajetreadas entre los macizos de flores al sol de la mañana otoñal. —Te mostraré la objeción —dijo—. Supón que Blanche le contara a uno de esos insectos, empedernidos entrometidos, que la miel de esas flores se ha agotado a causa de un inesperado accidente. ¿Crees que el insecto se lo creería sin más? No. Se sumergiría de cabeza en la flor más cercana para investigarlo por sí mismo. —¿Y bien? —preguntó Arnold. —Bien. Ahí tienes a Blanche en el gabinete, contándole a lady Lundie que la luna de miel ha concluido a causa de un inesperado accidente. ¿Crees que lady Lundie es del tipo de personas que lo aceptará sin más? ¡Nada de eso! Lady Lundie, igual que la abeja, insistirá en investigar por sí misma. Ya te puedes imaginar cómo acabará todo si descubre la verdad, y las complicaciones que puede añadir a un asunto que, bien sabe Dios, ya es complicado de por sí. A mí no me alcanza la imaginación para tanto. Antes de que Arnold pudiera responder, Blanche salió al jardín y se reunió con ellos. —Ya está —dijo—. Ha sido una carta difícil de escribir y es un alivio haberla terminado. —La has escrito, querida mía —comentó sir Patrick en voz baja—, y puede que sea un alivio. Pero no ha terminado nada. —¿Qué quiere decir? —Creo, Blanche, que recibiremos carta de tu madrastra a vuelta de correo. Capítulo XLIII Noticias de Glasgow Las cartas para lady Lundie y el señor Crum se enviaron el lunes, por lo que podía esperarse que la respuesta llegara a Ham Farm el miércoles por la tarde. Sir Patrick y Arnold tuvieron más de una conversación en privado durante ese lapso de tiempo, sobre el delicado y espinoso asunto de si debían o no poner a Blanche al corriente de todo. El sabio anciano aconsejó y el inexperto joven escuchó. —Piénsalo —dijo sir Patrick— y hazlo. —Y Arnold pensó... y no lo hizo. Quienes se sientan inclinados a echarle la culpa, que recuerden que sólo llevaba quince días casado. Sin duda, después de apenas dos semanas de posesión de una esposa, es duro aparecer ante ella como un delincuente, ¡y descubrir que el generoso destino que te concedió a la mujer a la que adoras, añadió al lote un ángel vengador! Los tres estaban en casa el miércoles por la tarde esperando al cartero. Entregada la correspondencia, ésta incluía (tal como había previsto sir Patrick) una carta de lady Lundie. Una investigación más exhaustiva sobre el tema mucho más interesante de las noticias que esperaban de Glasgow condujo a... nada. El abogado no había respondido a la carta de sir Patrick a vuelta de correo. —¿Es una mala señal? —preguntó Blanche. —Es señal de que ha ocurrido algo —respondió su tío—. Posiblemente el señor Crum espera recibir una información especial y está esperando por si puede comunicárnosla. Tal vez recibamos carta en el correo de mañana, querida mía. —Abra la carta de lady Lundie mientras tanto —dijo Blanche— ¿Está seguro de que es para usted y no para mí? No había la menor duda. La respuesta de su señoría se dirigía ominosamente a su cuñado. —Sé lo que significa —dijo Blanche, mirando a su tío con impaciencia mientras leía la carta—. Si se menciona el nombre de Anne, mi madrastra se siente insultada. Yo lo he mencionado libremente. He ofendido mortalmente a lady Lundie. ¡Los juicios precipitados de la juventud! Una dama que adopta una actitud digna en medio de una crisis familiar no se ofende nunca mortalmente, sólo está profundamente dolida. Lady Lundie adoptaba una actitud digna. Sé muy bien que los familiares de mi amado esposo me han considerado siempre una intrusa. Pero no estaba preparada para verme completamente excluida de los asuntos familiares en un momento en el que es evidente que ha ocurrido una catástrofe. No tengo deseos, querido sir Patrick, de inmiscuirme. Sin embargo, considero totalmente incompatible con el debido respeto a mi posición mantener correspondencia con Blanche, y me dirijo al cabeza de familia por simple sentido del decoro. Permítame preguntarle si, en circunstancias que parecen lo bastante graves para requerir que mi hijastra y su marido interrumpan su luna de miel, cree usted que es DECENTE mantener a la viuda del difunto sir Thomas Lundie en la más completa ignorancia. Piénselo, se lo ruego, ¡no por afecto a mí!, sino por respeto a su posición en la sociedad. Como usted bien sabe, la curiosidad es ajena a mi carácter. Pero cuando este terrible escándalo (sea cual sea) salga a la luz, lo que sin duda ocurrirá, sir Patrick, ¿qué opinará el mundo al recabar la opinión de lady Lundie y enterarse de que lady Lundie no sabe nada en absoluto? Decida lo que decida, no me ofenderé. Posiblemente me duela, pero eso no importa. Seguiré con mi pequeña ronda de deberes, siempre alegre, siempre responsable. Y aunque me excluya usted, envío mis más afectuosos saludos a Ham Farm. ¿Puedo añadir, sin que se reciba con desdén, que las plegarias de una mujer solitaria se elevan por el bienestar de todos? —¿Y bien? —dijo Blanche. Sir Patrick dobló la carta y se la metió en el bolsillo. —Tu madrastra te envía recuerdos, querida. —Sir Patrick saludó entonces a su sobrina, inclinando la cabeza elegantemente, y abandonó el gabinete. «¿Que si considero decente —se repitió a sí mismo al cerrar la puerta— dejar a la viuda del difunto sir Thomas Lundie en la ignorancia? Ante una dama contrariada considero más que decente, totalmente deseable, dejar que esa dama diga la última palabra.» Entró en la biblioteca y depositó la queja de su cuñada en una caja con la etiqueta: «Cartas sin responder». Tras haberse deshecho de ella de esta manera, empezó a tararear su melodía escocesa favorita, se puso el sombrero y salió al jardín a tomar el sol. Mientras tanto, Blanche no se había quedado satisfecha con la respuesta de sir Patrick y apeló a su marido. —Algo malo ocurre —dijo— y mi tío me lo oculta. Arnold no podía desear una oportunidad mejor que la ofrecida con estas palabras para la confesión que llevaba tanto tiempo aplazando. Alzó los ojos para mirar el rostro de Blanche. Por una desdichada fatalidad, Blanche estaba preciosa aquella mañana. ¿Qué aspecto tendría si le contaba la historia de sus andanzas en la posada? Arnold estaba enamorado de ella... y no dijo nada. El correo del día siguiente llegó, no sólo con la carta del señor Crum, sino también con un inesperado periódico de Glasgow. Esta vez Blanche no tuvo motivo para quejarse de que su tío guardase en secreto su correspondencia. Después de leer la carta del abogado con un interés y una agitación que indicaban que el contenido le había pillado por sorpresa, se la entregó a Arnold y a su sobrina. —Malas noticias —dijo—. Debemos compartirlas. Tras hacer acuse de recibo de la carta de sir Patrick, el señor Crum empezaba por exponer todo lo que sabía sobre los movimientos de la señorita Silvester desde el momento en que había dejado el hotel Cabeza de Oveja. Hacía más o menos dos semanas había recibido una carta de ella donde le informaba de que había encontrado un lugar apropiado para residir en una aldea cercana a Glasgow. El señor Crum sentía un gran interés por la señorita Silvester y la había visitado unos días después para asegurarse de que se había alojado entre personas respetables y de que su situación era todo lo cómoda que permitían las circunstancias. En la semana siguiente no había tenido más noticias. Expirado ese plazo, había recibido una carta de ella donde explicaba que había leído algo en un periódico de Glasgow aquel mismo día que la afectaba seriamente y que la obligaba a partir hacia el norte con la máxima rapidez que le permitieran sus fuerzas. Más adelante, cuando estuviera más segura de sus propios movimientos, se comprometía a escribir de nuevo para notificar al señor Crum dónde podía encontrarla en caso necesario. Mientras tanto, le daba las gracias por su bondad y le rogaba que se hiciera cargo de cartas o mensajes que pudieran llegar para ella. Desde entonces el abogado no había sabido nada más. Había esperado al correo de la mañana con la esperanza de recibir más información y transmitírsela después a ellos, pero había sido una esperanza vana. Así pues, les había informado ya de todo lo que él sabía, y les enviaba un ejemplar del periódico al que había aludido la señorita Silvester para que sir Patrick lo examinara, por si hallaba alguna pista que condujera a nuevos descubrimientos. Para concluir, se comprometía a escribir de nuevo en caso de recibir alguna otra noticia. Blanche agarró el periódico y lo abrió. —¡Déjeme ver! —pidió—. ¡Si alguien puede descubrir lo que vio Anne soy yo! Con ávidos ojos recorrió columna tras columna y página tras página, y soltó el periódico sobre el regazo con un gesto de desesperación. —¡Nada! —exclamó— No veo nada en ninguna parte que pudiera interesar a Anne, ni a ninguna otra persona, salvo a lady Lundie —añadió, barriendo el periódico de su regazo—. Resulta que lo de Swanhaven era cierto, Arnold. Geoffrey Delamayn se va a casar con la señora Glenarm. —¡Qué! —exclamó Arnold; a su cabeza había acudido inmediatamente la idea de que aquélla era la noticia que había visto Anne. Sir Patrick le lanzó una mirada de advertencia y recogió el periódico del suelo. —Será mejor que lo repase yo, Blanche, para asegurarme de que no has pasado nada por alto —dijo. La noticia a la que se refería Blanche se encontraba entre otros párrafos bajo el encabezamiento de «Noticias de sociedad». «Una alianza matrimonial —anunciaba el periódico de Glasgow— aparece en perspectiva entre el honorable Geoffrey Delamayn y la encantadora viuda del señor Mathew Glenarm, de soltera señorita Newenden.» El matrimonio, con toda probabilidad, «se celebrará en Escocia antes de que acabe el otoño», y el banquete de bodas, según se rumoreaba, «congregará a numerosos y distinguidos invitados en Swanhaven Lodge». Sir Patrick entregó el periódico a Arnold sin decir nada. Para cualquiera que conociese la historia de Anne Silvester era obvio que aquellas palabras habían llegado fatídicamente hasta su lugar de retiro. La deducción no podía ser más clara. En opinión de sir Patrick, su viaje hacia el norte no podía tener más que un objetivo. La mujer abandonada había hecho acopio de las últimas reservas de energía que le quedaban y se había embarcado en la desesperada empresa de impedir el matrimonio de la señora Glenarm. Blanche fue la primera en romper el silencio. —Parece obra de la fatalidad —dijo—. ¡Un fracaso tras otro! ¡Una decepción tras otra! ¿Estamos condenadas Anne y yo a no volver a vernos nunca más? Miró a su tío. Sir Patrick no mostraba su jovialidad habitual en las desgracias. —Ha prometido escribir al señor Crum —dijo—. Y el señor Crum ha prometido informarnos cuando reciba noticias de ella. Eso es lo único que tenemos. Debemos aceptarlo con la mayor resignación posible. Blanche se paseó con desgana por entre las flores del invernadero. Cuando se quedó a solas con Arnold, sir Patrick no ocultó la impresión que le había producido la carta del señor Crum. —Es innegable —dijo— que los acontecimientos han tomado un grave cariz. Todos mis cálculos y mis planes se han ido al traste. Es imposible prever los daños que podría causar un encuentro entre esas dos mujeres, o qué acto desesperado podría cometer Delamayn si se ve acorralado. Tal como están las cosas, francamente, no sé qué hacer. Un gran dignatario de la Iglesia Presbiteriana —añadió, en un acceso fugaz de su característica socarronería— declaró una vez en mi tribunal que la invención de la imprenta no era ni más ni menos que una prueba de la actividad intelectual del Diablo. A fe mía que por primera vez en la vida me inclino a pensar lo mismo. Con gesto mecánico volvió a coger el periódico de Glasgow que Arnold había dejado a un lado mientras él hablaba. —¿Qué es esto? —-exclamó, cuando un nombre captó su atención en la primera línea sobre la que se posaron sus ojos casualmente—. ¡La señora Glenarm de nuevo! ¿Acaso piensan convertir a la viuda del industrial del hierro en un personaje público? Indudablemente allí estaba el nombre de la viuda, figurando por segunda vez en letra de imprenta, en una carta de la sección de chismes que, firmada por un «Corresponsal ocasional», llevaba el título de «Dimes y diretes del norte». Después de ofrecer un par de amenos cotilleos sobre las expectativas de la temporada de caza, la moda de París, el accidente de un turista y un escándalo en la Iglesia de Escocia, el autor relataba un caso de interés relacionado con un matrimonio en la esfera conocida (entre la gente de a pie) como «alta sociedad». El corresponsal aludía a la considerable sensación que había causado en Perth y sus aledaños el conocimiento de una carta anónima con la que se había pretendido extorsionar a una distinguida dama. Dado que su nombre se había mencionado ya públicamente en una diligencia judicial, no se faltaba al decoro al afirmar que la dama en cuestión era la señora Glenarm, cuyo próximo enlace con el honorable Geoffrey Delamayn se anunciaba en otra columna del periódico. Al parecer, la señora Glenarm había recibido una carta anónima el primer día de su llegada como invitada a la casa de unos amigos que residían cerca de Perth. La carta la advertía que existía un impedimento, que seguramente ella desconocía, para su proyectada boda con el señor Geoffrey Delamayn. El caballero se había comprometido seriamente con otra dama y ésta se opondría a su matrimonio con la señora Glenarm aportando pruebas escritas. La prueba consistía en dos cartas que habían intercambiado las partes, firmando con sus respectivos nombres. Esta correspondencia se pondría en manos de la señora Glenarm con dos condiciones, a saber: Primero, que ofreciera una suma generosa para inducir al poseedor de las cartas a desprenderse de ellas. Segundo, que consintiera en adoptar un medio de pago que garantizara a dicho poseedor la seguridad de que no sería legalmente perseguido. La respuesta a estas dos propuestas debía transmitirse por medio de un anuncio en el periódico local, señalado con el encabezamiento: «A un amigo secreto». Ciertos giros de expresión y una o dos faltas de ortografía indicaban que el autor de aquella insolente carta era, con toda probabilidad, un escocés de baja estofa. La señora Glenarm había mostrado la carta inmediatamente a su pariente más cercano, el capitán Newenden. El capitán había solicitado asesoría legal en Perth. Tras la debida reflexión, se había decidido insertar el anuncio que se pedía y tomar medidas para engañar al autor de la carta y conseguir que se diera a conocer. Ni que decir tiene que sin permitir que sacara provecho de aquel intento de extorsión. Al probar el experimento, el ingenio del «amigo secreto» (fuera quien fuera) había resultado ser superior al de los abogados. No sólo había logrado eludir la primera trampa que le habían tendido, sino todas las siguientes. La señora Glenarm había recibido una segunda y una tercera carta anónima, cada una más insolente que la anterior, en las que se aseguraba a la dama y a sus amigos que perdían el tiempo con tal proceder y no hacían más que elevar el precio de la correspondencia. No sabiendo qué otro rumbo tomar, el capitán Newenden había decidido entonces recurrir a la justicia civil, y había ofrecido una recompensa por el hallazgo de aquel hombre, con el permiso de las autoridades municipales. Este método tampoco había dado sus frutos, y se decía que, ayudado por sus abogados ingleses, el capitán había puesto el asunto en manos de un experto oficial de la policía londinense. En este punto, a entender del corresponsal, se hallaba entonces la situación. Tan sólo cabía añadir que la señora Glenarm había abandonado Perth para escapar del acoso y había buscado la protección de unos amigos en otra parte del condado. Se decía que el señor Geoffrey Delamayn, cuya reputación había sido atacada de esta manera (huelga decir, añadía el corresponsal entre paréntesis, que sin el menor fundamento), había expresado no sólo la indignación natural en un caso semejante, sino su profundo pesar por no hallarse en situación de ayudar al capitán Newenden a poner al difamador en manos de la justicia. Como bien sabía el público que seguía los deportes, el honorable caballero seguía a la sazón un estricto entrenamiento para participar en la próxima Carrera Pedestre de Fulham. Tan importante se consideraba que no pesara sobre su ánimo agobio alguno, en un momento de tanta responsabilidad, que su entrenador y sus principales partidarios habían considerado deseable que se trasladara a las cercanías de Fulham, donde proseguía ya con sus ejercicios de entrenamiento para la carrera. —El misterio parece cada vez más impenetrable —dijo Arnold. —Todo lo contrario —replicó sir Patrick con viveza—. El misterio se despeja a marchas forzadas, gracias al periódico de Glasgow. Me ahorraré la molestia de tratar con Bishopriggs el asunto de la carta robada. La señorita Silvester ha ido a Perth para recuperar su correspondencia con Geoffrey Delamayn. —¿Cree usted que ha reconocido la correspondencia robada por la noticia que se da aquí? —preguntó Arnold, señalando el periódico. —¡Desde luego! Y en mi opinión no cabe duda de que habrá ido aún más allá. O mucho me equivoco, o ella sabe muy bien quién es el autor de las cartas anónimas. —¿Cómo ha podido adivinarlo? —Del siguiente modo, creo yo. Aunque antes la señorita Silvester pensara que la carta se había perdido, sin duda sospecha ya que fue robada. Bien, sólo hay dos personas a las que pudiera considerar posibles culpables del hurto: la señora Inchbare y Bishopriggs. Según lo que se dice en el periódico sobre el estilo de las cartas anónimas, el autor ha de ser un escocés de baja estofa. En otras palabras, sólo puede ser Bishopriggs. ¿Lo ves? Muy bien. Ahora supongamos que ella recupera la carta robada. ¿Qué ocurrirá probablemente? No sería digna de llamarse mujer si, con la prueba escrita en la mano, no decide después hablar con la señora Glenarm. Puede que, inocentemente, nos ayude a cumplir con nuestro objetivo, o lo frustre completamente. En cualquier caso, queda claro cuál ha de ser nuestro siguiente paso. Sigue siendo tan importante que nos pongamos en contacto con la señorita Silvester como antes de recibir el periódico de Glasgow. Sugiero que esperemos hasta el domingo, por si el señor Crum nos escribe otra vez. Si no tenemos noticias suyas, me iré a Escocia el lunes por la mañana e intentaré encontrar a la señorita Silvester a través de la señora Glenarm. —¡Y me dejará aquí! —Y te dejaré aquí. Alguien ha de quedarse con Blanche. ¿Tengo que recordártelo, cuando sólo lleváis casados dos semanas? —¿Cree que el señor Crum escribirá antes del lunes? —Sería tanta suerte que no me atrevo a esperarlo. —No parece que dé un rábano por nuestra suerte, señor. —Detesto ese lenguaje coloquial, Arnold. Pero reconozco que en este caso expresa mi estado de ánimo con una precisión que casi me resigna a aceptarlo... por una vez en la vida. —A todo el mundo le cambia la suerte tarde o temprano —insistió Arnold—. Yo tengo la convicción de que nuestra suerte va a dar ese giro al fin. ¿Le importaría apostar conmigo, sir Patrick? —Prueba en la caballeriza. Las apuestas, igual que la limpieza de los caballos, se las dejo a mi mozo de cuadra. Tras esta cáustica respuesta, sir Patrick dio por terminada la conversación. Pasaron las horas y llegó de nuevo el correo a su debido tiempo. ¡Y el correo se decidió a favor de Arnold! La falta de confianza de sir Patrick en los buenos auspicios de la Fortuna quedó rebatida en la práctica, cuando llegó una segunda carta del abogado de Glasgow al día siguiente. Tengo el placer de anunciar que he recibido noticias de la señorita Silvester con el correo inmediatamente posterior, después de enviarles mi primera carta a Ham Farm. Me informa muy brevemente de que ha decidido instalarse en Londres. La razón que aduce para dar este paso —que desde luego no contemplaba la última vez que la vi— es que sus recursos pecuniarios están a punto de agotarse. Tras haber decidido dedicarse a la profesión de cantante para ganarse la vida, ha puesto sus asuntos en manos de un viejo amigo de su difunta madre (que al parecer se dedicó también a dicha profesión): un agente musical y teatral de reconocido prestigio en la metrópolis, al que conoce como hombre respetable y digno de confianza. Me envía el nombre y las señas de esta persona, que hallará usted en una nota anexa, por si necesito escribirle antes de que se haya instalado en Londres. Éste es el contenido sustancial de la carta. Sólo me queda añadir que no hace la más mínima alusión a la naturaleza del asunto que la llevó a abandonar Glasgow. Sir Patrick se encontraba a solas cuando abrió la carta del señor Crum. Lo primero que hizo después de leerla fue consultar el horario de trenes que colgaba de la pared en el vestíbulo. Hecho esto, regresó a la biblioteca, escribió una breve nota para el agente musical y tocó la campanilla. —La señorita Silvester se dirige a Londres, Duncan. Quiero que una persona discreta se ponga en contacto con ella. Tú eres esa persona. Duncan inclinó la cabeza. Sir Patrick le entregó la nota. —Si sales de inmediato llegarás a tiempo de coger el tren. Dirígete a estas señas y pregunta por la señorita Silvester. Si ha llegado ya, transmítele mis saludos y dile que tendré el honor de visitarla (en nombre del señor Brinkworth) en la fecha más próxima en que le sea posible citarme. Ve deprisa y tendrás tiempo de regresar en el último tren. ¿Han vuelto el señor y la señora Brinkworth de su paseo en coche? —No, sir Patrick. Mientras esperaba el regreso de Arnold y Blanche, sir Patrick leyó la carta del señor Crum por segunda vez. No le convencía del todo que la falta de dinero fuera el motivo real del viaje de Anne a Londres. Al recordar que los entrenadores de Geoffrey lo habían trasladado a las cercanías de la capital, se inclinó a pensar que tal vez se había producido una fuerte disputa entre Anne y la señora Glenarm, y que la consecuencia podía ser una apelación directa al propio Geoffrey. En este caso, sir Patrick pondría toda su pericia y su ayuda, sin el menor escrúpulo, a disposición de la señorita Silvester. Haciendo valer sus derechos sobre los de la señora Glenarm, demostraba también que no estaba casada con Arnold, y actuaba así en beneficio de Blanche, además de propio. «Tengo que ayudarla por Blanche —pensó sir Patrick—. Y me he ganado el derecho de ajustarle las cuentas a Geoffrey Delamayn, si puedo.» Los ladridos de los perros en el patio anunciaron el regreso del carruaje. Sir Patrick salió al encuentro de Arnold y Blanche en la verja para darles la noticia. El discreto Duncan regresó puntualmente a la hora prevista, con una nota del agente musical. La señorita Silvester no había llegado todavía a Londres, pero se esperaba su llegada el martes de la semana siguiente a más tardar. El agente había recibido ya instrucciones de prestar la más exquisita atención a cualquier orden que recibiera de sir Patrick Lundie. El se encargaría personalmente de que la señorita Silvester recibiera el mensaje de sir Patrick en cuanto llegara. Así pues, ¡por fin contaban con una noticia fiable! ¡Por fin existían posibilidades reales de ver a Anne! Blanche estaba radiante de felicidad. Arnold estaba animado por primera vez desde su vuelta de Badén. Sir Patrick se esforzó en contagiarse de la alegría de sus jóvenes amigos, pero su empeño no fructificó, lo que le sorprendió a él tanto como a los demás. A pesar de que el curso de los acontecimientos se volvía decididamente en su favor, a pesar del alivio que suponía no tener ya que emprender un viaje incierto a Escocia, a pesar de la seguridad de poder entrevistarse con Anne al cabo de unos cuantos días, se mostró desanimado durante toda la velada. —¡Sigue sin dar un rábano por nuestra suerte! —exclamó Arnold cuando su anfitrión y él terminaron la última partida de billar y se desearon las buenas noches—. ¿No le parece que las perspectivas para la próxima semana son inmejorables? Sir Patrick puso una mano sobre el hombro de Arnold. —Contemplemos con indulgencia —dijo con su habitual socarronería— el humillante espectáculo de la locura de un anciano. En estos momentos, Arnold, me siento como si quisiera dar todo lo que poseo en este mundo para que la semana que viene hubiera pasado ya y me encontrara sano y salvo en la siguiente. —Pero ¿por qué? —¡Ahí está la locura! No sé por qué. Teniendo motivos más que suficientes para estar más animado que de costumbre, siento un abatimiento insalvable e irracional que no tiene justificación. ¿Qué podemos inferir de ello? ¿Soy víctima del aviso sobrenatural de una desgracia futura? ¿O acaso soy víctima de un trastorno pasajero de la función hepática? Ésa es la cuestión. ¿Quién puede dirimirla? ¡Qué despreciable es la humanidad, Arnold, vista en su justa medida! Dame mi vela... y esperemos que sea cosa del hígado. Escena octava La despensa Capítulo XLIV Anne obtiene una victoria Cierta noche del mes de septiembre (en la época del mes en que Arnold y Blanche volvían de Badén a Ham Farm), un anciano —con un ojo velado y ciego y el otro húmedo y vivaz— estaba sentado solo en la despensa de la posada Arpa de Escocia, en Perth, machacando suavemente el azúcar en un vaso de ponche de whisky. En estas páginas, su persona ha destacado por ahora como padre autoproclamado de Anne Silvester y humilde servidor de Blanche durante la fiesta en Swanhaven Lodge. Aparece ahora ante nosotros en relaciones amistosas con una tercera dama, incorporando el personaje místico del «amigo secreto» de la señora Glenarm. Al llegar a Perth el día después de la fiesta en Swanhaven, Bishopriggs se dirigió al Arpa de Escocia, establecimiento para la acogida de viajeros, donde tenía la ventaja de ser conocido por el patrón como la mano derecha de la señora Inchbare, y encabezar la lista de viejos amigos íntimos del jefe de camareros. Bishopriggs preguntó primero por el camarero, de nombre Thomas (también conocido como Tommy) Pennyquick, y encontró a su amigo gravemente enfermo de cuerpo y espíritu. Tras una vana lucha contra una invalidez progresiva por culpa del reumatismo, Thomas Pennyquick aguardaba compungido la perspectiva de verse confinado en su casa por una larga enfermedad, con mujer e hijos que mantener y con los emolumentos correspondientes a su labor en los bolsillos del primer desconocido al que pusieran en su lugar en la posada. Al oír esta triste historia, Bishopriggs vio astutamente el modo de beneficiarse adoptando el papel de generoso y devoto amigo de Thomas Pennyquick. Inmediatamente se ofreció a ocupar su puesto sin cobrar los emolumentos del jefe de camareros inválido, bien entendido que el patrón accediera a darle comida y alojamiento en la posada sin cargo alguno. El patrón aceptó esta condición de buena gana y Thomas Pennyquick se retiró al seno de su familia. ¡Y allí estaba Bishopriggs, doblemente resguardado de toda posible sospecha, como forastero en Perth, por un empleo respetable y una acción virtuosa, en el caso de que su correspondencia con la señora Glenarm fuera objeto de una investigación legal por parte de sus amigos! Después de iniciar la campaña de manera tan magistral, todas las acciones posteriores de Bishopriggs habían puesto de manifiesto la misma previsión sagaz. No obstante, estaba a punto de ser descubierto por alguien a quien no había incluido en sus cálculos. Anne Silvester había llegado a Perth resuelta (tal como había adivinado sir Patrick) a aclarar las sospechas que apuntaban a Bishopriggs como la persona que intentaba intercambiar su correspondencia por dinero. En cuanto llegó a la ciudad se iniciaron las pesquisas a petición de Anne, con el nombre y el antiguo empleo de Bishopriggs como jefe de camareros en Craig Fernie, y así fue hallado fácilmente en su nuevo papel, públicamente declarado, de devoto amigo de Thomas Pennyquick. Hacia el atardecer del día siguiente a su llegada, a Anne le llegó la noticia de que Bishopriggs estaba sirviendo en la posada conocida por el Arpa de Escocia. El patrón del hotel en el que se alojaba preguntó si quería que enviara un mensaje. Anne respondió: —No, llevaré el mensaje en persona. Sólo necesito que alguien me guíe hasta la posada. Recluido en la soledad de la recocina, Bishopriggs estaba pacíficamente aposentado, derritiendo el azúcar de su ponche de whisky. Era la hora de la tarde que solía coincidir con un período de tranquilidad antes de que empezara lo que en la posada daba en llamarse «el trasiego nocturno». Bishopriggs estaba acostumbrado a beber y meditar diariamente durante aquel intervalo de reposo. Saboreó el ponche y sonrió con satisfacción al dejar el vaso sobre la mesa. Ante él se abrían las mejores perspectivas. Hasta entonces había burlado a los abogados en las negociaciones preliminares. Únicamente necesitaba esperar a que el terror a un escándalo público (que mantenía con cartas ocasionales del «amigo secreto») tuviera su efecto sobre la señora Glenarm y la indujera a comprar personalmente la correspondencia. «Dejemos que lo rumie bien y pronto aflojará el dinero.» Sus reflexiones se vieron interrumpidas por una criada desaliñada con un pañuelo de algodón atado a la cabeza y un cazo sucio en la mano. —¡Eh, señor Bishopriggs —exclamó la chica—, aquí hay una señorita muy guapa que pregunta por usted! —¿Una señorita? —repitió Bishopriggs con expresión de virtuosa repugnancia—. Inútil pasmada, ¿cómo vienes a un hombre decente y responsable como yo con semejante insinuación chipriota20? ¿Por quién me tomas? ¿Crees que soy Marco Antonio, que perdió el mundo por amor? (¡El muy idiota!) ¿O don Juán, que contaba a sus concubinas por centenares como el bendito Salomón? ¡Vuelve con tus cacharros, y dile a la Venus callejera que te ha mandado que se vuelva por donde ha venido! Antes de que la chica pudiera replicar, la apartaron de la puerta con un suave empujón, y un estupefacto Bishopriggs vio a Anne Silvester en el umbral. —Será mejor que le diga a la criada que me conoce —dijo Anne, mirando a la pinche de cocina, que la observaba con imperturbable asombro desde el pasillo. —¡La hija de mi hermana! —exclamó Bishopriggs, mintiendo con agilidad habitual—. Sigue con lo tuyo, Maggie. Esta guapa muchacha es pariente mía. Creo que las malas lenguas no tienen nada que decir. ¡Dios nos guíe y nos ampare! —añadió en otro tono, cuando la chica cerró la puerta—. ¿Qué la trae hasta aquí? —Tengo algo que decirle. No estoy muy bien; primero tendré que esperar un poco. Déme una silla. Bishopriggs obedeció en silencio. Su único ojo sano se posó en Anne, cuando le acercó la silla, con atención suspicaz. —Quiero saber una cosa —dijo—. ¿Por qué milagrosos medios, joven señora, ha conseguido usted encontrarme en esta posada? Anne le contó, con toda claridad y franqueza, las pesquisas que se habían hecho y cuál había sido el resultado. El rostro sombrío de Bishopriggs empezó a animarse de nuevo. —¡Vaya! ¡Vaya! —exclamó, recobrando toda su insolencia innata—. Tuve ocasión de comentar a otra señorita que no era usted, que es un verdadero prodigio que las buenas obras de uno lo delaten en este mundo nuestro de aquí abajo. He hecho una buena obra con el pobre Tommy Pennyquick, y hete aquí que se ha extendido la noticia por Perth y Samuel Bishopriggs se ha hecho tan famoso que un forastero sólo tiene que preguntar por él para encontrarlo. Entienda bien, se lo ruego, que no soy yo el que ando poniéndome laureles. Como buen calvinista, mi alma está limpia de cualquier fantasía sobre el poder de las obras. Al contemplar mi fama, me pregunto, como se preguntó el salmista antes que yo: «¿Por qué se han alborotado las naciones, y los pueblos han forjado empresas vanas?». Parece que tiene algo que decirme —añadió, volviendo de pronto al propósito de la visita de Anne—. ¿Es humanamente posible que haya venido hasta Perth sólo por eso? En su rostro volvió a aparecer una expresión suspicaz. Disimulando como buenamente pudo la repugnancia que le inspiraba, Anne expuso sus intenciones del modo más directo y con las menos palabras posibles. —He venido a pedirle una cosa —dijo. —¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que quiere? —Quiero la carta que perdí en Craig Fernie. Incluso los sólidos cimientos de la seguridad que tenía Bishopriggs en sí mismo sufrieron una sacudida después de un ataque tan directo. Su lengua locuaz quedó momentáneamente paralizada. —No sé a qué se refiere —dijo al cabo de un rato, con la hosca convicción de que había estado a punto de delatarse y de caer en la trampa. Su cambio de actitud persuadió a Anne de que Bishopriggs era la persona a la que buscaba. —Usted tiene mi carta —dijo, insistiendo con dureza en la verdad—. E intenta darle un uso vergonzoso. No permitiré que haga negocio con mis asuntos personales. Ha ofrecido vender una carta mía a una desconocida. ¡No me iré de aquí hasta que me la devuelva! Bishopriggs volvió a vacilar. Veía confirmada su primera sospecha de que los abogados de la señora Glenarm habían dado instrucciones a Anne, y comprendía la importancia trascendental de dar una respuesta cauta. —No perderé el tiempo —dijo, tras unos instantes de reflexión— haciendo caso al falso viento del escándalo cuando sopla junto a mí. Pierde el tiempo soplando sobre un hombre honrado como yo, señorita. Vergüenza debería darle decir lo que acaba de decirme. A mí, que fui como un padre para usted en Craig Fernie. ¿Por qué lo hace? ¿Quién habla mal de mí a mis espaldas? ¿Es hombre o mujer? Anne sacó el periódico de Glasgow del bolsillo de su capa y lo colocó delante de él, abierto por el párrafo que describía la extorsión a la que habían intentado someter a la señora Glenarm. —He encontrado aquí —dijo— todo lo que necesitaba saber. «¡Que toda la tribu de editores, impresores, escritores y vendedores de periódicos ardan juntos en la fosa de Tofet!»21 Con esta aspiración, que no expresó verbalmente, Bishopriggs se puso los anteojos y leyó el pasaje que le señalaba Anne. —No veo nada aquí donde se mencione el nombre de Samuel Bishopriggs, ni lo que usted pudo o no pudo perder en Craig Fernie —dijo, cuando terminó, defendiendo aún su posición con una firmeza digna de mejor causa. El orgullo de Anne rechazó la idea de prolongar la discusión. Se levantó y dijo su última palabra. —Tengo ya experiencia suficiente —dijo— para saber que el único argumento que le convence es el del dinero. Si con dinero me ahorro la odiosa necesidad de discutir con usted, dinero le daré, a pesar de mi pobreza. Silencio, por favor. Lo que voy a decir ahora le concierne personalmente. Abrió su bolso y sacó un billete de cinco libras. —Si decide confesar la verdad sobre la carta —siguió diciendo—, le daré esto como recompensa por encontrar y devolverme algo que había perdido. Si insiste en mentir, puedo convertir esa hoja de papel que me robó en papel mojado, y lo haré. Ha amenazado a la señora Glenarm con una posible intromisión por mi parte. Suponga que voy a verla. Suponga que me entrometo en el asunto antes de que acabe esta semana. Suponga que tengo en mi poder otras cartas del señor Delamayn y que se las muestro a ella. ¿Qué podrá venderle entonces a la señora Glenarm? ¡Responda! —Su pálido rostro se tiño de color. Sus ojos, cansados y sin brillo al entrar en la habitación, traspasaron ahora a Bishopriggs con viveza y un desprecio infinito—. ¡Respóndame! —repitió en un arrebato de su antigua energía, ¡que puso de manifiesto el fuego y la pasión de su naturaleza, todavía no extinguidos! —¡Dios nos valga! —exclamó él con la mayor inocencia—. ¿Fue usted misma la que escribió esa carta al tal Geoffrey Delamayn y recibió la respuesta en lápiz en la página en blanco? Por amor de Dios, ¿cómo iba a saber yo que era esa carta la que venía buscando? ¿Me dijo acaso en la posada que era usted Anne Silvester? Jamás de los jamases! ¿Era acaso Geoffrey Delamayn ese pobre irresponsable que tenía como marido en la posada? Geoffrey era dos veces más grande que él, como he visto yo con mis propios ojos. ¿Que le devuelva su carta? ¡A fe mía que ahora que sé que es suya, se la devolveré con el mayor gusto! Bishopriggs abrió su cartera y sacó la carta con una celeridad digna del hombre más honrado de la Cristiandad, y (lo que es más asombroso aún) miró el billete de cinco libras que Anne tenía en la mano fingiendo una indiferencia absoluta. —¡Alto ahí! —dijo—. No estoy muy seguro de que deba coger ese dinero. ¡Eh, bueno, bueno! Lo aceptaré, si usted quiere, como recuerdo de la época en que le presté mis servicios en la posada. No le importará —añadió, volviendo de pronto a los negocios— escribirme unas líneas a modo de recibo, ¿verdad? Sólo para quedar limpio de sospechas en el futuro en lo que se refiere a la carta. Anne arrojó el billete sobre la mesa cercana y le arrebató la carta de las manos. —No necesita recibo —respondió—. ¡No habrá carta alguna que sirva de prueba contra usted! Anne alzó la otra mano para romper la carta en pedazos. Bishopriggs la cogió por ambas muñecas y la sujetó con fuerza. —¡Espere un poco! —dijo—. No se llevará la carta sin el recibo, joven señora. Puede que a usted le dé igual, ahora que está casada con el otro, que Geoffrey Delamayn le prometiera matrimonio en otro tiempo. Pero a fe mía que a mí sí que me importa que usted, que me ha acusado de robar la carta y de intentar comerciar con ella, y Dios sabe qué más cosas, lo ponga todo por escrito. Luego haga lo que quiera con su carta. Anne aflojó la presión de las manos y dejó que Bishopriggs volviera a apoderarse de la carta cuando ésta cayó al suelo, sin hacer nada por evitarlo. «Puede que a usted le dé igual, ahora que está casada con el otro, que Geoffrey le prometiera matrimonio en otro tiempo.» Estas palabras hicieron ver a Anne su propia situación desde una perspectiva distinta. Había sido sincera al expresar la aversión que le inspiraba Geoffrey, cuando en su carta a Arnold afirmaba que prefería seguir como estaba a ser su mujer, aunque le ofreciera matrimonio para reparar lo que había hecho. Hasta entonces no se le había ocurrido en ningún momento que otras personas podían interpretar mal la orgullosa sensibilidad que la había impulsado a renunciar a toda reclamación sobre el hombre que había arruinado su vida. Jamás había pasado por su cabeza hasta entonces que, si dejaba con desprecio que Geoffrey siguiera su camino y se ofreciera a la primera mujer con dinero para comprarlo, su conducta podía llevar a la falsa conclusión de que no tenía poder para impedirlo porque ya estaba casada con otro hombre. El color que antes se había extendido por su cara desapareció, dejándola de nuevo con una palidez cadavérica. Empezó a comprender que el objetivo de su viaje al norte estaba aún lejos de completarse. —Le daré un recibo —dijo—. Dígame qué quiere que ponga y yo lo escribiré. Bishopriggs dictó el recibo. Ella lo escribió y lo firmó. Él se lo metió en la cartera junto con el billete de cinco libras y le entregó la carta a cambio. —Rómpala si quiere —dijo—. A mí me da igual. Anne vaciló unos instantes. Un súbito estremecimiento recorrió su cuerpo; una advertencia, tal vez, de la influencia que aquella carta, salvada de la destrucción por los pelos, estaba destinada a ejercer en su vida futura. Se recobró y se arrebujó en la capa, como si hubiera sentido un escalofrío. —No —dijo—. La guardaré. Anne dobló la carta y se la metió en el bolsillo del vestido. Luego se dio la vuelta para salir... y se detuvo ante la puerta. —Una cosa más —añadió—. ¿Conoce la dirección actual de la señora Glenarm? —No pensará en serio ir a ver a la señora Glenarm. —Eso no es asunto suyo. Conteste a mi pregunta si quiere y nada más. —¡Eh, señora mía! Le ha cambiado mucho el carácter desde que estuvo en la posada. ¡Bueno, bueno! Usted me ha dado dinero y yo le he dado lo que le correspondía. La señora Glenarm se fue en secreto, de incógnito, como dicen, a casa del hermano del señor Geoffrey Delamayn, en Swanhaven Lodge. Lo sé de buena tinta, y no crea que ha sido fácil. Lo han querido ocultar a todo el mundo. ¡Vaya! ¡Vaya! El tercer hijo de Tommy Pennyquick sirve en la casa de las afueras de Perth donde se alojaba esa señora. ¡A ver quién es el guapo que guarda un secreto lejos de los astutos oídos de los criados! ¡Eh! ¡Se ha ido sin despedirse! —exclamó Bishopriggs cuando Anne lo dejó plantado en medio de su disertación sobre los secretos y los criados—. Creo que he ido a por lana y he salido trasquilado —añadió, meditando tristemente sobre el desastroso resultado de la prometedora especulación en la que se había embarcado—. ¡A fe mía que cuando esa señora me tenía agarrado no podía hacer otra cosa que intentar escabullirme hábilmente! ¿Qué le importará a ella que Geoffrey se case o no se case? —se dijo, volviendo a la pregunta que le había hecho Anne antes de partir—. ¿Y qué pretende, si realmente piensa ir a ver a la señora Glenarm? Fuera cual fuera su intención, el siguiente paso de Anne demostró que realmente pensaba hacerlo. Después de descansar dos días, abandonó Perth en el primer tren de la mañana en dirección a Swanhaven Lodge. Escena novena La sala de música Capítulo XLV Julius causa un gran daño Julius Delamayn estaba solo, paseándose despreocupadamente por la terraza de Swanhaven Lodge con su violín en la mano. La luz tenue del crepúsculo teñía el cielo. Era el día en que Anne Silvester abandonaba Perth. Unas horas antes, Julius se había sacrificado para cumplir con los deberes de su posición política, que le había impuesto su padre. Se había sometido a la extrema necesidad de dar un discurso a los electores durante una reunión pública en la localidad vecina de Kirkandrew. Respirar una atmósfera detestable, dirigirse a un público alborotado, conciliar una oposición insolente, responder a preguntas imbéciles, soportar interrupciones violentas, apaciguar a ávidos solicitantes y estrechar manos sucias: éstas eran las etapas que se ve obligado a recorrer el caballero inglés aspirante en su viaje desde el modesto anonimato de la vida privada hasta la gloriosa publicidad de la Cámara de los Comunes. Julius pagó con la paciencia debida las consecuencias preliminares de la primera aparición política exigida por las instituciones libres, y regresó al grato refugio del hogar más indiferente aún al atractivo de la distinción parlamentaria que cuando se fue, si ello era posible. La disonancia del clamor del «pueblo» (que resonaba aún en sus oídos) había agudizado su sensibilidad habitual a la poesía del sonido compuesta por Mozart e interpretada por violín y piano. Después de coger su amado instrumento, había salido a la terraza para tomar el fresco de la noche, esperando la llegada del criado al que había llamado tocando la campanilla de la sala de música. El hombre apareció en la puerta de cristal que conducía a la sala e informó, en respuesta a la pregunta de su amo, de que la señora Delamayn estaba fuera, haciendo unas visitas, y que no se esperaba su vuelta hasta una hora más tarde como mínimo. Julius rezongó interiormente. La mejor música que Mozart compuso para violín asociaba este instrumento con el piano. Sin su mujer para ayudarle, el marido estaba mudo. Tras un instante de reflexión, a Julius se le ocurrió una idea que prometía paliar el desastre de la ausencia de la señora Delamayn. —¿También ha salido la señora Glenarm? —preguntó. —No, señor. —Transmítale mis saludos. Si la señora Glenarm no tiene nada más que hacer, pregúntele si tendría la amabilidad de venir a la sala de música. El criado se fue con este mensaje. Julius se sentó en uno de los bancos de la terraza y empezó a afinar su violín. Musicalmente hablando, la señora Glenarm —que tal como había dicho Bishopriggs acertadamente se había refugiado de su comunicante anónimo en Swanhaven Lodge— distaba mucho de ser una sustituta eficaz de la señora Delamayn. Julius tenía en su mujer a uno de los pocos ejecutantes de pianoforte bajo cuyo tacto sutil este instrumento hueco y sin alma se embebe de una expresión distinta a la suya y produce música en lugar de ruido. La señora Glenarm no estaba dotada de la compleja organización que puede obrar ese milagro. Había sido educada con esmero y tocaba correctamente, eso era todo. Julius, ávido de música y resignado a las circunstancias, no pedía más. El criado regresó con la respuesta. La señora Glenarm acudiría a la sala de música al cabo de diez minutos. Julius se levantó, aliviado, y volvió a pasearse por la terraza, ora tocando retazos de música, ora deteniéndose a mirar las flores, disfrutando de su belleza con los ojos y acariciándolas con las manos. Si el Parlamento Imperial lo hubiera visto en aquel momento, el Parlamento Imperial habría formulado una pregunta a su ilustre padre: «¿Es posible, milord, que haya engendrado un miembro como éste?». Después de hacer una pausa para tensar una de las cuerdas del violín, Julius alzó la cabeza y se sorprendió al ver a una dama que se acercaba a él. Al salir a su encuentro en la terraza se dio cuenta de que le era desconocida y supuso que probablemente era una visita para su mujer. —¿Tengo el honor de hablar con una amiga de la señora Delamayn? —preguntó—. Lamento decirle que mi mujer no está en casa. —La señora Delamayn no me conoce —respondió la dama—. El criado me ha dicho que había salido y que encontraría aquí al señor Delamayn. Julius se inclinó y aguardó a que siguiera hablando. —Le ruego que disculpe esta intromisión —prosiguió la desconocida—. Mi intención es pedirle permiso para ver a una señora que, según tengo entendido, es huésped en su casa. La extraordinaria formalidad de la petición dejó perplejo a Julius. —¿Se refiere a la señora Glenarm? —preguntó. —Sí. —Por favor, no es necesario que pida permiso. Una amiga de la señora Glenarm es bienvenida en esta casa. —No soy amiga de la señora Glenarm. No me conoce en absoluto. Esta declaración hizo un poco más inteligible la ceremoniosa petición de la dama, pero siguió sin desvelar para qué quería hablar con la señora Glenarm. Julius esperó cortésmente a que ella quisiera explicarse. A la dama no parecía resultarle fácil dar aquella explicación. Bajó la vista. Vaciló e hizo un doloroso esfuerzo. —Mi nombre, si se lo digo —empezó a decir sin alzar la vista—, puede que... —Hizo una pausa. Su rostro ganaba y perdía color. Volvió a vacilar, luchó por dominar su agitación y lo logró—. Soy Anne Silvester —dijo, alzando de pronto su pálido rostro. Su voz también dejó de temblar. Julius dio un respingo y la miró con mudo asombro. Conocía aquel nombre, y por partida doble. No hacía, mucho lo había oído de labios de su padre, junto a su cabecera. Lord Holchester le había encargado, le había encargado muy seriamente, que recordara aquel nombre y que ayudara a la mujer que lo llevaba si ella recurría a él algún día. Y había vuelto a oírlo más tarde, asociado en un escándalo con el nombre de su hermano. Al recibir la primera carta anónima, la señora Glenarm no sólo había pedido a Geoffrey que refutara personalmente las calumnias vertidas sobre él, sino que había enviado una copia de la carta a sus familiares de Swanhaven. La defensa de Geoffrey no había convencido del todo a Julius de que su hermano estuviera libre de culpa. Al ver ahora a Anne Silvester volvió a sentir la misma duda reforzada, confirmada casi. ¿Aquella mujer tan modesta, tan amable, sencilla y refinada era la desvergonzada aventurera denunciada por Geoffrey que lo reclamaba tras un tonto coqueteo, sabiendo además que estaba casada en secreto con otro hombre? ¿Aquella mujer con la voz, la apariencia y los modales de una dama se había confabulado (como afirmaba Geoffrey) con el vagabundo inculto que intentaba extorsionar anónimamente a la señora Glenarm? ¡Imposible! ¡Aun haciendo todo tipo de concesiones al proverbial engaño de las apariencias, era imposible! —He oído mencionar su nombre —dijo Julius, respondiendo tras una breve pausa. Su instinto de caballero le impidió referirse a la asociación entre su nombre y el de Geoffrey—. Mi padre me habló de usted —añadió, explicando así de forma considerada cómo había llegado el nombre a sus oídos— cuando lo vi la última vez en Londres. —¡Su padre! —Anne dio un paso hacia él con expresión desconfiada e incrédula—. Su padre es lord Holchester, ¿verdad? —Sí. —¿Qué le hizo hablar de mí? —Estaba enfermo en aquel momento —contestó Julius—. Y había estado recordando acontecimientos de su vida pasada que yo desconozco. Me dijo que conoció a sus padres. Deseaba que me pusiera a su disposición si algún día necesitaba ayuda. Cuando expresó este deseo, me habló con gran seriedad, me dio la impresión de que había cierto sentimiento de pesar asociado a los recuerdos que lo atormentaban. Lentamente y en silencio, Anne retrocedió hacia el bajo muro de la terraza y se apoyó en él con la mano para sostenerse. Julius había pronunciado unas palabras de tremenda importancia sin sospechar nada. Hasta entonces, a Anne Silvester jamás se le había ocurrido que el hombre que la había traicionado fuera hijo de aquel otro hombre que, al descubrir un defecto en el matrimonio de sus padres, había propiciado, delante de ella misma, la traición cometida contra su madre. Sintió un escalofrío de temor supersticioso ante aquella revelación. ¿Le rodeaba acaso una invisible cadena de fatalidad? ¿Había tomado a ciegas, hiciera lo que hiciera, el camino de su madre muerta, hacia un destino señalado y hereditario? El presente desapareció de su vista cuando aquella duda atroz arrojó su sombra sobre sus pensamientos. Revivió el pasado, cuando ella era tan sólo una niña. Vio el rostro de su madre una vez más, pálido y desesperado, cuando se le negó el título de esposa y la sociedad le cerró las puertas para siempre. Julius se acercó y la sacó de su ensoñación. —¿Necesita algo? —preguntó—. Parece usted muy enferma. Espero no haber sido yo la causa de su desazón. Sus comentarios no consiguieron atraer la atención de Anne. En lugar de responder, hizo otra pregunta. —¿Dice que desconocía usted por completo en qué pensaba su padre cuando le habló de mí? —En efecto. —¿Es posible que su hermano sepa algo más que usted? —Desde luego que no. Anne hizo una pausa, absorta una vez más en sus pensamientos. Sorprendida por el apellido de Geoffrey, el día memorable en que se habían conocido, Anne le había preguntado si sus padres respectivos se habían conocido en el pasado. A pesar de haberla engañado en todo lo demás, en esto Geoffrey había sido sincero. Hablaba de buena fe al afirmar que no había oído jamás en su casa el nombre de los padres de Anne. A Julius se le despertó la curiosidad e intentó inducirla a contarle algo más. —Parece usted saber lo que pensaba mi padre cuando me habló —dijo—. ¿Puedo preguntar... ? Ella lo interrumpió con un gesto de súplica. —¡No me pregunte, por favor! Es agua pasada. No tiene interés para usted, ni tiene nada que ver con lo que he venido a hacer aquí. Debo volver al motivo que me ha permitido abusar de su amabilidad —añadió rápidamente—. ¿Algún otro miembro de su familia le ha hablado de mí, además de su padre, señor Delamayn? Julius no imaginaba que Anne abordaría por iniciativa propia el delicado tema que él mismo se había abstenido de tocar. Sufrió una pequeña decepción. Esperaba de ella una mayor delicadeza de sentimientos. —¿Es necesario que entremos en eso? —preguntó con frialdad. Las mejillas de Anne volvieron a enrojecer. —De no ser necesario —respondió—, ¿cree que habría podido decírselo a usted? Déjeme recordarle que estoy aquí a regañadientes. Si no hablo con claridad (aunque sea sacrificando mis sentimientos), la situación se volverá más embarazosa de lo que ya es. Tengo que decirle algo a la señora Glenarm en relación con las cartas anónimas que ha recibido últimamente. Y después tengo que hablarle de sus planes de matrimonio. Para que usted me lo permitiera, tenía que decirle quién soy. (Ya lo he admitido.) Tenía que oír lo peor que puede decirse de mi conducta. (Su semblante me dice que ya ha oído lo peor.) Después de la tolerancia que me ha demostrado siendo una completa desconocida para usted, no podía cometer la ruindad de cogerlo por sorpresa. Tal vez comprenda ahora, señor Delamayn, por qué me sentía obligada a referirme a su hermano. ¿Me dará usted permiso para hablar con la señora Glenarm? Lo dijo con toda sencillez y modestia, con una resignación natural y conmovedora. Julius le devolvió el respeto y la simpatía que, por un momento, le había retirado injustamente. —Ha depositado en mí una confianza —dijo— que la mayoría de las personas en su situación habrían evitado. Yo, a mi vez, me siento obligado a confiar en usted. Daré por supuesto que sus motivos en este asunto merecen todo mi respeto. Será la señora Glenarm quien decida si desea entrevistarse o no con usted. Lo único que puedo hacer yo es darle libertad para que le proponga la entrevista. Le doy mi permiso. El sonido del piano les llegó entonces desde la sala de música. Julius señaló la puerta de cristal que daba a la terraza. —Sólo tiene que entrar por esa puerta —dijo— y encontrará a la señora Glenarm a solas. Anne saludó con una inclinación de cabeza y se fue. Al llegar al corto tramo de escaleras que conducía a la puerta de cristal, se detuvo para ordenar sus ideas antes de entrar. Una súbita renuencia a entrar en la sala se adueñó de ella cuando puso el pie en el primer escalón. La noticia de los planes de matrimonio de la señora Glenarm no había producido en ella el efecto que sir Patrick suponía; no quedaba en ella amor por Geoffrey que pudiera lastimarse, ni unos celos latentes esperando un motivo para inflamarse. Había logrado el objetivo que se proponía al llegar a Perth, cuando su correspondencia con Geoffrey volvió a su poder. El cambio de rumbo que la había llevado hasta Swanhaven se debía enteramente a la nueva forma de ver su situación que le había sugerido el grosero sentido común de Bishopriggs. Si no se oponía al matrimonio de la señora Glenarm para exigir la reparación que Geoffrey le debía, su conducta no haría más que confirmar que, como Geoffrey afirmaba audazmente, era una mujer casada. Tal vez habría dudado en intervenir si hubiera sido únicamente en beneficio propio, pero también era un asunto que concernía a Blanche, y por Blanche había decidido ir a Swanhaven Lodge. Al mismo tiempo, sintiendo por Geoffrey lo que sentía ahora, consciente de que no deseaba en realidad la reparación sobre la que estaba a punto de insistir, era fundamental para conservar su amor propio tener algún objetivo con el que acallar su conciencia, justificándose por adoptar el papel de rival de la señora Glenarm. Sólo tuvo que recordar la crítica situación de Blanche para reconocer claramente su objetivo. Suponiendo que pudiera iniciar la entrevista demostrando tranquilamente que su reclamación sobre Geoffrey era incuestionable, tal vez podría adoptar el tono de una amiga en lugar del de una enemiga, sin temor a ser mal interpretada, y asegurar a la señora Glenarm con su mejor talante que no debía temer rivalidad alguna, siempre y cuando se comprometiera a obligar a Geoffrey a reparar el daño cometido. «Cásese con él sin temer que yo pronuncie una sola palabra, pero antes que desmienta las palabras y los hechos que han arrojado una sombra de duda sobre el matrimonio de Arnold y Blanche.» Si conseguía conducir la entrevista a buen puerto, ¡habría hallado el modo de sacar a Arnold, por sí sola, de la falsa posición en la que ella misma lo había colocado inocentemente! Y éste había de ser su objetivo, cuando estaba a punto de entrevistarse con la señora Glenarm. Hasta entonces había creído firmemente en su capacidad para llevar a cabo este proyecto visionario. Sólo al poner el pie en el escalón ensombreció sus pensamientos una duda sobre el éxito de su próximo experimento. Por primera vez vio el punto flaco de su razonamiento. Por primera vez se dio cuenta de las muchas cosas que ciegamente había dado por ciertas, al suponer que la señora Glenarm tendría el sentido de la justicia y la templanza necesaria para escucharla con paciencia. ¡Todas sus esperanzas de éxito se basaban en su propia valoración favorable de una mujer a la que no conocía en absoluto! ¿Y si las primeras palabras que se decían demostraban que esa valoración era errónea? Era demasiado tarde para detenerse a recapacitar. Julius Delamayn se había percatado de su vacilación y avanzaba hacia ella desde el otro extremo de la terraza. No tenía más remedio que vencer su indecisión y correr el riesgo con audacia. «Ocurra lo que ocurra, he ido demasiado lejos para dejarlo aquí.» Acicateándose interiormente con esta desesperada resolución, Anne abrió la puerta de cristal al llegar al último escalón y entró en la sala. La señora Glenarm se levantó del piano. Las dos mujeres —una tan magníficamente vestida, la otra con tanta sencillez; una en el esplendor de su belleza, la otra ajada y arruinada su salud; una con la sociedad a sus pies, la otra convertida en una proscrita que vivía a la sombra inhóspita del reproche—, las dos mujeres se miraron cara a cara e intercambiaron las frías y silenciosas reverencias con que se saludan los desconocidos. La primera en cumplir con los deberes triviales de una situación como aquélla fue la señora Glenarm. De buen talante puso fin al azoramiento que la tímida visitante parecía sentir vivamente, siendo la primera en hablar. —Me temo que los criados no le han dicho que la señora Delamayn ha salido —dijo. —Discúlpeme, se lo ruego. No vengo a visitar a la señora Delamayn. La señora Glenarm se sorprendió un poco, pero continuó hablando con la misma afabilidad de antes. —¿Al señor Delamayn, quizá? —sugirió—. Vendrá en cualquier momento. Anne volvió a explicarse. —Acabo de despedirme del señor Delamayn. —La señora Glenarm abrió los ojos con asombro. Anne prosiguió—: He venido, si me perdona usted la intrusión... Vaciló, sin saber cómo acabar la frase. La señora Glenarm había empezado a sentir una extraña curiosidad por lo que vendría a continuación y acudió al rescate una vez más. —No se disculpe, por favor —dijo—. Creo comprender que ha sido tan amable de venir a verme a mí. Parece usted cansada. ¿No quiere sentarse? Anne no pudo seguir de pie por más tiempo. Se sentó en la silla que le ofrecía. La señora Glenarm volvió a sentarse en el taburete del piano y pasó los dedos ociosamente por el teclado. —¿Dónde ha visto al señor Delamayn? —prosiguió—. ¡Es el hombre más irresponsable del mundo, excepto cuando tiene un violín en la mano! ¿Va a venir ya? ¿Vamos a tocar algo? ¿Ha venido usted a tocar con nosotros? El señor Delamayn es un auténtico fanático de la música, ¿verdad? ¿Por qué no ha venido para presentarnos? Supongo que a usted también le gustará el estilo clásico. ¿Sabía que estaba en la sala de música? ¿Puedo preguntarle cómo se llama? A pesar de su frivolidad, las preguntas de la señora Glenarm no fueron en vano. Dieron tiempo a Anne para armarse de valor y sentir la necesidad de explicarse. —¿Estoy hablando con la señora Glenarm? —preguntó. La afable viuda sonrió e inclinó la cabeza graciosamente. —He venido aquí, señora Glenarm, con autorización del señor Delamayn, para pedirle que me permita hablar con usted sobre un asunto de su interés. Los dedos llenos de anillos de la señora Glenarm se detuvieron sobre las teclas del piano. El rostro rechoncho de la señora Glenarm se volvió hacia la desconocida con expresión de sorpresa. Empezaba a comprender. —¿Ah, sí? Me intereso por muchas cosas. ¿Puedo preguntarle de qué asunto se trata? El tono displicente de su interlocutora molestó a Anne. Si el carácter de la señora Glenarm era tan superficial como parecía a simple vista, existían pocas esperanzas de que se estableciera entre ellas una relación de simpatía. —Quería hablarle —respondió— de algo que ocurrió cuando estaba de visita en las cercanías de Perth. La sorpresa de la señora Glenarm se intensificó en una expresión de desconfianza. Su actitud cordial desapareció de repente bajo un velo de cortesía convencional. Miró a Anne. «No ha sido una belleza ni en sus mejores tiempos —pensó—. Su salud está arruinada. Viste como una criada y tiene el porte de una dama. ¿Qué significa esto?» Una persona con el temperamento de la señora Glenarm no podía sobrellevar esta última duda en silencio. Resolvió la incógnita con descarada franqueza, justificándola hábilmente con unos modales francos de encanto irresistible. —Perdóneme —dijo—. Tengo mala memoria para las caras y creo que no me ha oído cuando le he preguntado su nombre. ¿Nos conocemos de antes? —No. —Sin embargo, si he entendido bien, desea hablar conmigo de algo que sólo me interesa a mí y a mis amigos más íntimos. —Me ha entendido perfectamente —dijo Anne—. Deseo hablarle de unas cartas anónimas... —Por tercera vez, ¿me permite preguntarle cómo se llama? —Se lo diré en seguida, si me permite terminar primero lo que quería decirle. Deseo convencerla, si puedo, de que he venido a verla como amiga antes de decirle mi nombre. Estoy segura de que le alegrará saber que no debe temer ser importunada de nuevo... —Perdóneme una vez más —dijo la señora Glenarm interrumpiéndola por segunda vez—. No entiendo a qué debo atribuir este amable interés por mis asuntos de parte de una desconocida. Esta vez su tono fue más que cortésmente glacial, cortésmente impertinente. La señora Glenarm había vivido siempre entre la buena sociedad y dominaba con maestría las sutilezas de la insolencia refinada cuando tenía tratos con quienes incurrían en su desagrado. La naturaleza sensible de Anne se sintió herida, pero su paciente coraje se sometió. Pasó por alto la insolencia que pretendía desairarla y continuó con firmeza y amabilidad como si no hubiera sucedido nada. —La persona que le escribió anónimamente —dijo— aludía a una correspondencia. Esa persona ya no la tiene en su poder. La correspondencia ha pasado a unas manos dignas de confianza que la respetarán. No se le dará un uso abyecto en el futuro, tiene mi palabra. —¿Tengo su palabra? —repitió la señora Glenarm. De pronto se inclinó sobre el piano y clavó los ojos en el rostro de Anne, sin el menor disimulo. El carácter violento que tan a menudo se encuentra combinado con una naturaleza débil empezó a revelarse en un rubor incipiente y un entrecejo que se fruncía—. ¿Cómo sabe usted qué escribió esa persona? —preguntó—. ¿Cómo sabe que la correspondencia ha pasado a otras manos? ¿Quién es usted? —Antes de que Anne pudiera responder, se puso en pie de golpe, electrizada por una nueva idea—. El hombre que me escribió hablaba de algo más, aparte de la correspondencia. Hablaba de una mujer. ¡La he desenmascarado! —exclamó con un furioso estallido de celos—. ¡Usted es esa mujer! Anne se levantó, todavía perfectamente dueña de sí misma. —Señora Glenarm —dijo tranquilamente—, le advierto... no, le ruego que no adopte ese tono conmigo. Serénese y le prometo demostrarle que está más interesada en lo que he de decirle de lo que está dispuesta a creer. Tenga un poco más de paciencia conmigo, por favor. Admito que su suposición es cierta. Confieso que soy la desdichada mujer a la que Geoffrey Delamayn ha arruinado la vida y abandonado. —¡Es falso! —exclamó la señora Glenarm—. ¡Desvergonzada! ¿Se atreve a venir a verme con ese cuento? ¿Qué pretende Julius Delamayn exponiéndome a esto? —La señora Glenarm dio rienda suelta a su indignación por encontrarse en la misma sala que Anne, más allá, no sólo del comedimiento, sino de las convenciones sociales—, ¡Llamaré a los criados! —exclamó—. Haré que la echen de la casa. La señora Glenarm intentó acercarse a la chimenea para tocar la campanilla. Anne, que estaba más cerca, avanzó hacia ella en el mismo momento. Sin decir una palabra, con un ademán, indicó a la otra mujer que se detuviera. Hubo una pausa. Ambas esperaron sin apartar la mirada una de otra y con la determinación pintada en la cara. Al cabo de unos instantes, el carácter más fuerte se impuso. La señora Glenarm retrocedió un paso en silencio. —Escúcheme —dijo Anne. —¿Que la escuche? —repitió la señora Glenarm—. No tiene derecho a estar en esta casa. No tiene derecho a imponer su presencia aquí. ¡Abandone esta sala! La paciencia de Anne, que con tanta firmeza y tan admirablemente había conservado hasta entonces, empezó a flaquear al fin. —¡Tenga cuidado, señora Glenarm! —dijo, esforzándose aún por contenerse—. No soy una mujer paciente por naturaleza. Las penurias han doblegado mi carácter, pero toda resistencia tiene un límite y usted ha llegado ya al mío. Tengo una reivindicación que hacer, y después de lo que me ha dicho usted, ¡tendrá que escucharla! —¡No tiene ningún derecho! Usted, desvergonzada, está casada ya con otro. Sé cómo se llama: Arnold Brinkworth. —¿Le ha dicho eso Geoffrey Delamayn? —Me niego a responder a una mujer que habla del señor Geoffrey Delamayn con esa familiaridad. Anne dio otro paso adelante. —¿Le ha dicho eso Geoffrey Delamayn? —repitió. El brillo de sus ojos y el timbre de su voz indicaban que Anne había cedido finalmente a la ira. Esta vez la señora Glenarm le respondió. —Sí, fue él. —¡Mentía! —¡No! Él lo sabía. Yo le creo. A usted no. —Si le dijo que yo no era una mujer soltera, si le dijo que Arnold Brinkworth estaba casado con alguien que no fuera la señorita Lundie de Windygates, se lo repito, ¡mentía! —Yo repito que le creo y a usted no. —¿Cree que estoy casada con Arnold Brinkworth? —Estoy segura. —¿Me lo dice a la cara? —Le digo a la cara que tal vez fuera la amante de Geoffrey Delamayn, pero es la mujer de Arnold Brinkworth. Al oír estas palabras se desbordó en Anne la ira tanto tiempo contenida, con más ardor si cabe, precisamente por haber estado sometida con tanta firmeza. En un momento asombroso, el torbellino de su indignación se llevó por delante no sólo el recuerdo del propósito que la había llevado hasta Swanhaven, sino todo sentido incluso del agravio imperdonable que había sufrido a manos de Geoffrey. De haber estado él allí en aquel momento y haberse ofrecido a cumplir su promesa, Anne habría aceptado casarse con él mientras la señora Glenarm la miraba, sin importar si después se destruía a sí misma en el primer momento de lucidez. Finalmente el pequeño aguijón había conseguido clavarse en aquella naturaleza refinada. ¡Al fin y al cabo, la mujer más noble no deja de ser una mujer! —¡Le prohíbo que se case con Geoffrey Delamayn! ¡Insisto en que cumpla su promesa de hacerme su mujer! La tengo aquí, escrita de su puño y letra. Me jura por su alma que cumplirá su promesa. ¿Su amante, dice? ¡Su mujer, señora Glenarm, antes de que acabe esta semana! Con estas furiosas palabras, Anne devolvió el insulto sosteniendo triunfalmente la carta con la mano. A la señora Glenarm la amilanó por un momento la duda, que literalmente le imponían a la fuerza, de que Anne pudiera tener derecho a reclamar a Geoffrey. Sin embargo, respondió con la terquedad de una mujer acorralada, con una resolución que no iba a dejarse convencer ni por la convicción misma. —¡No renunciaré a él! —exclamó—. Esa carta está falsificada. No tiene pruebas. ¡No renunciaré, no renunciaré a él! —repitió como una niña enfurruñada que se sentía impotente. Anne señaló con desdén la carta que sostenía. —Aquí está su promesa escrita —dijo—. No será su mujer mientras yo viva. —Seré su mujer el día después de la carrera. ¡Iré a verlo a Londres para advertirle contra usted! —Llegaré a Londres antes que usted con esto en la mano. ¿Conoce su letra? Alzó la carta abierta. La mano de la señora Glenarm voló con la rapidez sigilosa de un gato para agarrar la carta y destruirla. Pese a su rapidez, su rival fue más rápida. Por un instante se quedaron frente a frente sin aliento, una con la carta sujeta a la espalda, la otra con la mano aún extendida. En ese momento, antes de que dijeran algo más, se abrió la puerta de cristal y Julius Delamayn entró en la sala. Se dirigió a Anne. —Habíamos decidido en la terraza —dijo tranquilamente— que hablaría con la señora Glenarm si ella quería. ¿Cree deseable que prosiga esta conversación? Anne dejó caer la cabeza sobre el pecho. Su ardiente cólera se extinguió de inmediato. —He sido cruelmente provocada, señor Delamayn —respondió—. Pero no tengo derecho a quejarme. —Anne miró a Julius. Lágrimas ardientes de vergüenza brotaron de sus ojos y cayeron lentamente por sus mejillas. Volvió a inclinar la cabeza para ocultárselas—. La única expiación que puedo ofrecer —dijo— es pedirle perdón y abandonar la casa. En silencio, Anne se volvió hacia la puerta. En silencio, Julius tuvo la insignificante cortesía de abrirla para que pasara. Anne salió. La indignación de la señora Glenarm, en suspenso por el momento, se volvió contra Julius. —Si esta encerrona para obligarme a ver a esa mujer se ha hecho con su aprobación —dijo con altivez—, debo seguir su ejemplo, señor Delamayn, y abandonar su casa. —La autoricé a pedirle que la escuchara, señora Glenarm. Si ha abusado de ese permiso, lo lamento sinceramente y le ruego que acepte mis disculpas. Al mismo tiempo, puedo añadir en mi defensa que me ha parecido, y sigue pareciéndome, una mujer digna de lástima. —¿Digna de lástima, dice? —preguntó la señora Glenarm, sin dar crédito a lo que oía. —Digna de lástima —repitió Julius. —Puede que a usted le parezca conveniente olvidar lo que su hermano nos contó sobre esa persona, señor Delamayn, pero resulta que yo sí lo recuerdo. —También yo, señora Glenarm. Pero conociendo a Geoffrey... —Vaciló y pasó los dedos nerviosamente por las cuerdas de su violín. —¿No le cree? —dijo la señora Glenarm. Julius no quiso admitir que dudaba de la palabra de su hermano ante la dama que estaba a punto de casarse con él. —No llego a tanto —dijo—. Pero me resulta difícil reconciliar lo que nos contó Geoffrey con el aspecto y los modales de la señorita Silvester... —¡Su aspecto! —exclamó la señora Glenarm, dominada por el asombro y la repugnancia—. ¡Su aspecto! ¡Ah, los hombres! Le pido perdón. Debería haber recordado que sobre gustos no hay nada escrito. ¡Adelante, por favor, siga! —¿Nos sosegamos con un poco de música? —sugirió Julius. —Le pido que continúe —respondió la señora Glenarm con gran énfasis—. Le resulta «imposible reconciliar»... —He dicho «difícil». —Oh, muy bien. Le resulta difícil reconciliar lo que nos contó Geoffrey con el aspecto y los modales de la señorita Silvester. ¿Qué más? ¿Quería decir algo más cuando he cometido la grosería de interrumpirlo? ¿Qué era? —Sólo esto —dijo Julius—. No acabo de comprender la conducta de sir Patrick al permitir al señor Brinkworth que cometiera bigamia con su sobrina. —¡Espere un momento! El matrimonio de esa horrible mujer con el señor Brinkworth era secreto. ¡Por supuesto, sir Patrick no sabía nada! Julius reconoció que era posible e hizo un segundo intento por conducir a la airada señora hasta el piano. ¡Fue inútil una vez más! Aunque la señora Glenarm no quería admitirlo, la fe en la sinceridad de la defensa de su amado había sufrido una sacudida. El tono adoptado por Julius —aun siendo moderado— avivó la primera duda sobre la credibilidad de Geoffrey que las palabras y los actos de Anne habían levantado. Se dejó caer en la silla que tenía más a mano y se llevó el pañuelo a los ojos. —Usted siempre ha odiado al pobre Geoffrey —dijo, rompiendo a llorar—¡Y ahora lo difama delante de mí! Julius supo manejar la situación admirablemente. Se contuvo justo cuando estaba a punto de responderle seriamente. —Que siempre he odiado al pobre Geoffrey —repitió con una sonrisa—. ¡Debería ser la última persona en decir eso, señora Glenarm! Lo traje desde Londres expresamente para presentárselo a usted. —¡Entonces ojalá lo hubiera dejado en Londres! —replicó la señora Glenarm, pasando de pronto del llanto a la ira—. Era feliz antes de conocer a su hermano. ¡No puedo renunciar a él! —espetó, cambiando de nuevo de la ira a las lágrimas—. No me importa que me haya engañado. ¡No permitiré que se lo quede otra mujer! ¡Yo he de ser su mujer! —Se arrodilló teatralmente ante Julius—. ¡Oh, ayúdeme a descubrir la verdad! —dijo—. ¡Oh, Julius, tenga compasión de mí! ¡Lo quiero tanto! En su semblante se reflejaba una auténtica congoja y en su voz había una emoción auténtica. ¿Quién hubiera creído que existieran reservas de implacable insolencia e inhumana crueldad en aquella mujer, y que las había derramado en abundancia sobre una hermana caída no hacía ni cinco minutos? —Haré lo que pueda —dijo Julius, obligándola a levantarse—. Hablaremos cuando esté más calmada. Probemos a tocar un poco —repitió— para sosegar los nervios. —¿Quiere que toque? —preguntó la señora Glenarm convertida en un modelo de docilidad femenina en un instante apenas. Julius abrió las Sonatas de Mozart y se puso el violín en el hombro. —Probemos con la Decimoquinta —dijo, sentando a la señora Glenarm al piano—. Empezaremos con el Adagio. ¡Si alguna vez hombre mortal compuso una música divina, es ésta! Empezaron. Al tercer compás, la señora Glenarm se saltó una nota... y el arco de Julius pasó temblando sobre las cuerdas del violín. —¡No puedo tocar! —dijo—. Estoy demasiado alterada, demasiado preocupada. ¿Cómo voy a descubrir si esa mujer está realmente casada o no? ¿A quién puedo preguntar? No puedo ir a Londres a hablar con Geoffrey; los entrenadores no me dejarán verlo. No puedo acudir al propio señor Brinkworth, al que ni siquiera conozco. ¿A quién más podría preguntar? ¡Piense, por favor, y contésteme! No había más que una posibilidad para hacerla volver al Adagio: la de dar con una sugerencia que sirviera para satisfacerla y apaciguarla a la vez. Julius dejó su violín sobre el piano y meditó la cuestión cuidadosamente. —Hay testigos —dijo—. Si la historia de Geoffrey es cierta, la patrona y el camarero de la posada pueden dar testimonio de los hechos. —¡Gente de baja extracción! —objetó la señora Glenarm—. Gente a la que no conozco. Gente que podría aprovecharse de mi situación y mostrarse insolente conmigo. Julius reflexionó una vez más e hizo otra sugerencia. ¡Con la fatídica inventiva de la inocencia dio con la idea de proponer a la señora Glenarm que consultara a lady Lundie nada menos! —Está nuestra buena amiga de Windygates —dijo—. Puede que a oídos de lady Lundie haya llegado algún rumor. Podría ser un poco embarazoso visitarla en un momento de grave crisis familiar (si realmente sabe algo), pero usted podrá juzgarlo mejor que yo. Por mi parte, me limito a apuntar la idea. Windygates no está muy lejos y tal vez sacáramos algo en claro. ¡Tal vez sacaran algo en claro! Recordemos que lady Lundie no sabía nada de nada, que había escrito a sir Patrick y que su tono apuntaba claramente a un amor propio herido y alguna sospecha, y que la primera noticia que iba a tener sobre el serio dilema en el que se encontraba Arnold Brinkworth le llegaría muy probablemente, gracias a Julius Delamayn, de labios de una mera conocida. ¡Recordémoslo y calculemos entonces lo que podía sacarse en claro, no sólo en Windygates, sino también en Ham Farm! —¿Qué opina usted? —preguntó Julius. La señora Glenarm estaba encantada con la idea. —¡La persona idónea! —dijo—. Aunque no me reciba, puedo escribirle y explicarle fácilmente mi propósito a modo de excusa. Lady Lundie es tan sensata, tan comprensiva. Aunque no vea a nadie más, sólo tendré que confiarle mis temores y estoy segura de que querrá verme. Me prestará usted un carruaje, ¿verdad? Julius cogió el violín. —No piense que soy un pesado —dijo persuasivamente—. Entre hoy y mañana no tenemos nada que hacer. ¡Y es una música tan maravillosa cuando se le coge el tranquillo! ¿Le importaría que volviéramos a probar? La señora Glenarm estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para demostrar su gratitud por la valiosa sugerencia que acababa de recibir. Al segundo intento, los ojos y las manos de la bella pianista actuaron en perfecta armonía. La preciosa melodía que el Adagio de la Decimoquinto Sonata de Mozart ha dado a violín y piano fluyó libremente al fin y Julius Delamayn voló al séptimo cielo del deleite musical. Al día siguiente, la señora Glenarm y la señora Delamayn fueron juntas a Windygates. Escena décima El dormitorio Capítulo XLVI Lady Lundie cumple con su deber La escena se inicia en un dormitorio y revela, a plena luz del día, a una dama en el lecho. Se advierte a las personas con un susceptible sentido del decoro y que consideren su deber andar siempre protestando, que hagan una pausa antes de protestar en esta ocasión. La dama que se nos presenta así a la vista no es otra que lady Lundie en persona y, por lo tanto, se deduce que, con la mera afirmación de este hecho, se satisfacen de sobra e inequívocamente las mayores exigencias del decoro. Decir que existía la menor posibilidad de que la presentación de su señoría en posición horizontal en lugar de vertical confiriera una ventaja moral directa a cualquier otro ser humano sería como afirmar que la Virtud es una cuestión de posturas y que la Respetabilidad deja de hacerse valer cuando no aparece vestida de mañana o de noche. ¿Se atreverá alguien a afirmar tal cosa? Así pues, que no proteste nadie en esta ocasión. Lady Lundie estaba en la cama. Su señoría había recibido por correo el anuncio de la súbita interrupción del viaje de novios y había enviado la respuesta a sir Patrick a Ham Farm, tal como ya se ha descrito. Hecho esto, lady Lundie consideraba que le correspondía adoptar una posición adecuada en su propia casa ante la posible llegada de una carta de sir Patrick. ¿Qué hace una mujer sensata cuando tiene motivos para creer que los miembros de su propia familia desconfían cruelmente de ella? A una mujer sensata le duele tanto que enferma. Lady Lundie, por tanto, enfermó. Dado que se trataba de un caso grave, se solicitaron los servicios de un médico de los de mayor talento en la profesión. Se mandó llamar a un médico de la localidad cercana de Kirkandrew. El médico llegó en un carruaje de dos caballos, con la imprescindible calva y el corbatín blanco indispensable. Le tomó el pulso a su señoría y le hizo unas cuantas preguntas amables. Dio la espalda solemnemente, como sólo hacen los grandes médicos, a su convicción interior de que a la paciente no le ocurría absolutamente nada, y dijo, aparentando creérselo a pies juntillas: —Son los nervios, lady Lundie. Es completamente necesario que guarde cama. Le extenderé una receta. —Recetó, con total seriedad: Esencia aromática de amoníaco, 15 gotas. Esencia de espliego, 10 gotas. Jarabe de cáscara de naranja, 2 cucharaditas. Julepe de alcanfor, 1 onza. Después de escribir: Misce fiat haustus (en lugar de «mezclar la droga»), y añadir: Ter die sumendus (en lugar de «tomar tres veces al día»), y de certificar su propio latín poniendo sus iniciales al final, sólo tuvo que hacer una reverencia, meterse dos guineas en el bolsillo y marcharse con la conciencia profesional tranquila del médico que ha cumplido con su deber. Lady Lundie guardaba cama. La parte visible de su señoría estaba perfectamente ataviada para la ocasión. Una cinta de un maravilloso encaje blanco le rodeaba la cabeza. Llevaba una adorable toquilla de batista blanca adornada con encajes y cintas rosas. El resto era... ropa de cama. En una mesita, junto a la cama, estaba el preparado de espliego de un color relajante para la vista y un sabor que no era desagradable. Al lado había un libro de carácter piadoso. Los libros de cuentas de la casa y el informe diario de la cocina se alineaban modestamente detrás del libro piadoso. (Obsérvese que ni siquiera a los nervios de su señoría se les permitía estorbar sus deberes.) Un abanico, un frasco de sales y un pañuelo quedaban al alcance de la mano sobre el cubrecama. La espaciosa habitación estaba parcialmente sumida en la penumbra. Una de las ventanas inferiores estaba abierta para proporcionar a su señoría el suministro de aire necesario. El difunto sir Thomas contemplaba a su viuda, en efigie, desde la pared opuesta a la cama. No había ni una silla fuera de sitio, ni un vestigio de vestuario osaba asomarse fuera de los límites sagrados del armario y los cajones. Los relucientes tesoros del tocador brillaban a lo lejos, en la oscuridad. Las palanganas y jofainas eran objetos hermosos e inmaculados de un peculiar color crema. El dormitorio era perfecto se mirara por donde se mirara. Luego se miraba la cama, se veía a la mujer perfecta y se completaba el cuadro. Era el día siguiente a la aparición de Anne en Swanhaven, hacia el atardecer. La doncella de lady Lundie abrió la puerta sin hacer ruido y se acercó de puntillas a la cama. Su señoría tenía los ojos cerrados. Su señoría los abrió de sopetón. —No estoy dormida, Hopkins. Sufro. ¿Qué ocurre? Hopkins depositó dos tarjetas sobre el cubrecama. —La señora Delamayn, milady, y la señora Glenarm. —Les habrán dicho que estoy enferma, naturalmente. —Sí, milady. La señora Glenarm ha preguntado por mí. Ha entrado en la biblioteca y ha escrito esta nota. —Hopkins enseñó la nota pulcramente doblaba en forma de triángulo. —¿Se han marchado? —No, milady. La señora Glenarm me ha dicho que se conforma con un sí o un no por respuesta, si tiene la amabilidad de leer la nota. —Qué desconsiderado por parte de la señora Glenarm, en un momento en que los médicos insisten en un reposo absoluto —dijo lady Lundie— No importa. Un sacrificio más o menos ya no cuenta. Lady Lundie cobró fuerzas aspirando el frasco de sales antes de abrir la nota. Decía así: ¡Lamento profundamente, mi querida lady Lundie, enterarme de que está usted prisionera en su propio dormitorio! Había aprovechado la oportunidad de visitarla con la señora Delamayn en la esperanza de que me fuera posible hacerle una pregunta. ¿Me perdonará usted, con su inagotable amabilidad, si se la hago por escrito? ¿Ha recibido una noticia inesperada del señor Arnold Brinkworth últimamente? Quiero decir si se ha enterado de alguna cosa referente a él que la haya sorprendido. Tengo serios motivos para preguntarle esto. Le diré cuáles son en cuanto pueda usted recibirme. Hasta entonces, sólo espero una palabra de respuesta. Mándeme un mensaje diciendo sí o no. ¡Mil perdones y, por favor, cúrese pronto! La singular pregunta que contenía la nota sugirió dos posibles deducciones a lady Lundie. O bien la señora Glenarm se había enterado del inesperado regreso de los recién casados a Inglaterra, o bien se encontraba en la situación mucho más interesante e importante de tener una pista sobre lo que estaba ocurriendo en realidad en Ham Farm. La frase utilizada en la nota («Tengo serios motivos para preguntarle esto») parecía favorecer la segunda de ambas interpretaciones. Por imposible que pareciera que la señora Glenarm supiera algo de Arnold que lady Lundie ignorara, la curiosidad de su señoría (grandemente excitada ya por la misteriosa carta de Blanche) sólo podría calmarse obteniendo una explicación en una entrevista personal. —Hopkins —dijo lady Lundie—. Debo ver a la señora Glenarm. Hopkins alzó las manos respetuosamente para expresar su horror. ¡Visitas en la habitación en el estado de salud de su señoría! —Aquí está en juego mi deber, Hopkins. Déme el espejo. Hopkins le tendió un elegante espejito de mano. Lady Lundie se dio un cuidadoso repaso hasta el borde de la ropa de cama. ¿Por encima de toda crítica en todos los aspectos? Sí, incluso siendo mujer el crítico. —Haga subir a la señora Glenarm. Al cabo de un par de minutos, la viuda del industrial del hierro entró con grandes aspavientos, demasiado arreglada, como de costumbre, y un poco exagerada en sus expresiones de gratitud por la amabilidad de su señoría y de inquietud por su salud. Lady Lundie lo soportó hasta donde pudo y luego interrumpió con un gesto de protesta cortés para ir directa al grano. —Bien, querida, con respecto a su nota, ¿es posible que sepa ya que Arnold Brinkworth y su mujer han regresado de Badén? —La señora Glenarm abrió los ojos con asombro. Lady Lundie lo explicó—. Se habían ido a Suiza en viaje de novios, y de repente cambiaron de opinión y volvieron a Inglaterra el sábado pasado. —¡Querida lady Lundie, no es eso! ¿No ha oído nada sobre el señor Brinkworth, aparte de lo que me acaba de contar? —No. Se produjo una pausa. La señora Glenarm jugueteó con su sombrilla, dudando. Lady Lundie se inclinó hacia ella en la cama y la miró con atención. —¿Qué ha oído usted de él? —preguntó. —Es tan difícil de decir —dijo la señora Glenarm, azorada. —Puedo soportar cualquier cosa menos la incertidumbre —dijo lady Lundie—. Dígame lo peor. La señora Glenarm decidió arriesgarse. —¿No ha oído en ningún momento que el señor Brinkworth pudiera estar comprometido con otra mujer antes de casarse con la señorita Lundie? Primero su señoría cerró los ojos, horrorizada, y luego tanteó sobre el cubrecama en busca del frasco de sales. La señora Glenarm se lo dio y esperó a ver qué tal lo soportaba la inválida antes de proseguir. —Hay cosas que una debe saber —comentó lady Lundie—. Veo que está en juego mi deber. No tengo palabras para describir mi asombro. ¿Quién le ha contado eso? —El señor Geoffrey Delamayn. Su señoría recurrió por segunda vez al frasco de sales. —¡El mejor amigo de Arnold Brinkworth! —exclamó—. Si alguien puede saberlo es él. Esto es horrible. ¿Por qué se lo contó a usted el señor Geoffrey Delamayn? —Voy a casarme con Geoffrey —contestó la señora Glenarm—. Ésa es mi excusa, lady Lundie, por molestarla a usted con este asunto. Lady Lundie entornó los ojos en un estado de mareo y perplejidad. —No lo entiendo —dijo—. ¡Por amor de Dios, explíquese! —¿No ha oído hablar de las cartas anónimas? —preguntó la señora Glenarm. Sí, lady Lundie había oído hablar de las cartas, pero sólo lo que se sabía públicamente. No se había mencionado el nombre de la mujer que estaba en la sombra, y se suponía que el señor Geoffrey Delamayn era tan inocente como un recién nacido. ¿Había algún error en esa suposición? —Déme la mano, pobrecita mía, ¡y cuéntemelo todo! —No es del todo inocente —dijo la señora Glenarm—. Me confesó que había existido un tonto coqueteo entre ellos, todo por culpa de ella, sin duda. Por supuesto, yo insistí en saber toda la verdad. ¿Tenía ella algún derecho real sobre él? Ni el más mínimo. Me pareció que sólo podía contar con su palabra al respecto y así se lo dije. Él me dijo entonces que podía demostrarlo, que sabía que ella ya estaba casada. Su marido la había repudiado y abandonado, estaba en las últimas, su desesperación podía impulsarla a intentar cualquier cosa. A mí todo me pareció muy sospechoso, hasta que Geoffrey mencionó el nombre del marido. Eso desde luego demostraba que había repudiado a su mujer, porque sabía que acababa de casarse con otra persona. Lady Lundie se incorporó de repente, ahora sí, sinceramente alterada y alarmada. —¿El señor Delamayn le dio el nombre del marido? —preguntó, conteniendo la respiración. —Sí. —¿Lo conozco yo? —¡No me pregunte! Lady Lundie se dejó caer de nuevo sobre la almohada. La señora Glenarm se levantó para tocar la campanilla y pedir ayuda. Antes de que pudiera hacerlo, su señoría se había recobrado. —¡Alto! —exclamó—. ¡Yo puedo confirmarlo! ¡Es cierto, señora Glenarm! Abra la caja de plata que hay sobre el tocador; tiene puesta la llave. Tráigame la carta de encima. ¡Eso es! Mire. Es de Blanche. ¿Por qué tuvieron que interrumpir su viaje de novios? ¿Por qué volvieron a Ham Farm con sir Patrick? ¿Por qué me han tenido al margen poniendo como pretexto un subterfugio infame? Estaba segura de que había ocurrido algo terrible. ¡Ahora ya sé qué es! —Volvió a recostarse sobre las almohadas con los ojos cerrados y repitió las palabras en un airado susurro-: ¡Ahora ya sé qué es! La señora Glenarm leyó la carta. Era evidente que la razón que se daba para el sospechoso y repentino regreso de los novios no era más que un subterfugio, y lo que resultaba más extraordinario aún era que lo relacionaba con el nombre de Anne Silvester. Una gran agitación poseyó también a la señora Glenarm. —Esto es una confirmación —dijo—. Han descubierto al señor Brinkworth. La mujer está casada con él. Geoffrey es libre. ¡Oh, mi querida amiga, qué peso me ha quitado de encima! Esa despreciable sinvergüenza. .. Lady Lundie abrió los ojos súbitamente. —¿Se refiere a la mujer que está detrás de toda esta maldad? —Sí. Ayer la vi. Se coló en Swanhaven sin ser invitada. Llamó al señor Geoffrey Delamayn por su nombre. Afirmó que era soltera. Lo reclamó a él en mi propia cara con todo el descaro. ¡Hizo que se tambalease mi fe, lady Lundie, hizo que se tambalease mi fe en Geoffrey! —¿Quién es? —¿Quién? —repitió la señora Glenarm—. ¿No sabe eso siquiera? ¡Pero si su nombre se repite una y otra vez en esta carta! Lady Lundie soltó un grito que resonó por toda la habitación. La señora Glenarm se puso en pie, sobresaltada. La doncella apareció en la puerta, presa del terror. Su señoría le indicó por gestos que se retirara inmediatamente y luego señaló la silla de la señora Glenarm. —Siéntese —dijo—. Permítame un par de minutos de sosiego. No pido más. En la habitación se hizo el silencio hasta que lady Lundie volvió a hablar. Pidió la carta de Blanche. Después de leerla detenidamente, la dejó a un lado y se sumió en hondas cavilaciones durante un rato. —¡He sido injusta con Blanche! —exclamó—. ¡Mi pobre Blanche! —¿Cree que ella no sabe nada? —¡Estoy segura! Olvida, señora Glenarm, que este horrible descubrimiento arroja una sombra de duda sobre el matrimonio de mi hijastra. ¿Cree que, si supiera la verdad, escribiría de esta forma sobre la descarada que le ha infligido una herida mortal? La han engañado con la excusa que inocentemente me escribe aquí. ¡Lo veo tan claramente como la veo a usted! El señor Brinkworth y sir Patrick se han aliado para ocultárnoslo todo a las dos. ¡Mi querida niña! Le debo una reparación. Si nadie más quiere abrirle los ojos, lo haré yo. ¡Sir Patrick descubrirá que soy amiga de Blanche! Una sonrisa —la peligrosa sonrisa de una mujer implacable y vengativa— asomó de pronto furtivamente a su rostro. La señora Glenarm se asustó un poco. Lo que había bajo la superficie de lady Lundie, opuesto a lo que se veía de ella en el exterior, no era nada agradable de ver. —Por favor, intente dominarse —dijo la señora Glenarm—. ¡Querida lady Lundie, me asusta usted! El exterior anodino de su señoría volvió a aparecer, desplegándose de nuevo, por así decirlo, sobre el ser interior que había dejado expuesto a la vista unos instantes. —¡Perdóneme por emocionarme! —dijo, con la paciente dulzura por la que tanto se distinguía en los momentos difíciles—. Es una dura carga para una pobre mujer enferma, inocente de toda sospecha e insultada por el más cruel abandono. No se aflija. Me repondré, querida, me repondré. En esta espantosa calamidad, este abismo de crimen, de miseria y engaño, no puedo contar con nadie más que conmigo misma. Por el bien de Blanche, todo esto ha de aclararse, ha de investigarse, querida, ha de investigarse hasta el fondo. Blanche debe adoptar una posición digna de ella. Blanche debe insistir en que se respeten sus derechos bajo mi protección. Da igual lo que yo tenga que sufrir o sacrificar. Pobre de mí, tengo que hacer justicia con ella. ¡Y la haré! —dijo su señoría, abanicándose con un aire de determinación ilimitada—. ¡La haré! —Pero, lady Lundie, ¿qué puede usted hacer? Están todos en el sur. Y en cuanto a esa mujer abominable... Lady Lundie tocó a la señora Glenarm en el hombro con su abanico. —Tengo una sorpresa guardada, querida amiga, igual que usted. Esa mujer abominable estaba empleada como institutriz de Blanche en esta casa. ¡Espere! Eso no es todo. Nos dejó de repente, huyó con la excusa de que se había casado en secreto. Yo sé adonde fue. Puedo averiguar qué hizo. Puedo averiguar quién estaba con ella. Puedo seguir los pasos del señor Brinkworth sin que él lo sepa. Puedo indagar la verdad sin depender de la gente que está involucrada en este feo asunto, cuyo propósito es el de engañarme. ¡Y lo haré hoy mismo! —Cerró el abanico con un fuerte chasquido triunfal y se acomodó sobre la almohada, disfrutando plácidamente del asombro de su querida amiga. La señora Glenarm se acercó a la cama con aire conspirador. —¿Cómo piensa hacerlo? —preguntó con ansiedad—. No me tome por curiosa. Yo también tengo interés en que se sepa la verdad. ¡No me deje al margen, por favor! —¿Puede volver mañana a esta misma hora? —¡Sí! ¡Sí! —Venga, entonces, y se lo contaré. —¿Puedo ayudar en algo? —Por el momento no. —¿Tal vez mi tío podría ser de ayuda? —¿Sabe dónde se encuentra ahora? —Sí, está de visita en casa de unos amigos de Sussex. —Puede que necesitemos su ayuda. Aún no lo sé. No haga esperar más a la señora Delamayn, querida. La espero aquí mañana. Se dieron un afectuoso abrazo. Lady Lundie se quedó sola. Su señoría se resignó a la meditación con el entrecejo fruncido y los labios fuertemente apretados. Aparentaba su edad y un par de años más mientras estaba pensando, con la cabeza en una mano y el codo apoyado en la almohada. Después de encomendarse al médico (y al preparado de espliego), un mínimo respeto por la coherencia exigía que guardara cama durante todo el día. Sin embargo, era esencial que se pusieran en marcha inmediatamente las indagaciones propuestas. Por un lado, el entuerto no sería fácil de resolver; por el otro, su señoría no se daba por vencida así como así. ¿Cómo enviar en busca de la patrona de Craig Fernie sin despertar sospechas o suscitar comentarios? Ése era el dilema que tenía ante sí. Al cabo de cinco minutos había repasado sus recuerdos sobre los acontecimientos cotidianos de Windygates y lo había resuelto. En primer lugar tocó la campanilla para llamar a su doncella. —Me temo que la he asustado antes, Hopkins. Ha sido cosa de los nervios. La señora Glenarm me ha dado una noticia repentina que me ha sorprendido un poco. Ahora ya estoy mejor y puedo ocuparme de los asuntos domésticos. Hay un error en la cuenta del carnicero. Mándeme a la cocinera. Lady Lundie cogió el libro de cuentas y el informe de la cocina, corrigió al carnicero, amonestó a la cocinera y despachó todos los asuntos domésticos atrasados antes de llamar de nuevo a Hopkins. De este modo evitó hábilmente que la doncella relacionara lo que su señora hiciera o dijera, después de la partida de la señora Glenarm, con lo que pudiera haber dicho la señora Glenarm durante su visita, y se sintió en libertad de allanar el camino para la investigación que estaba resuelta a emprender antes de conciliar el sueño por la noche. —Bien, ya están listos todos los asuntos de la casa —dijo—. Tendrá que ser usted mi primer ministro, Hopkins, mientras estoy aquí inválida. ¿Necesitan algo los criados de fuera? ¿El cochero? ¿El jardinero? —Acabo de ver al jardinero, milady. Ha venido con las cuentas de esta semana. Le he dicho que hoy no podía ver a su señoría. —Muy bien. ¿Tenía algo que informar? —No, milady. —Estoy segura de que tenía que decirle algo, ¿o quizá a otra persona? Mi agenda, Hopkins. Está encima de la cesta, en esa silla. ¿Por qué no tengo la cesta al lado de la cama? Hopkins le llevó la agenda. Lady Lundie la consultó (sin la menor necesidad) con la misma solemnidad magistral de que había hecho gala el médico al escribir la receta (también innecesariamente). —Aquí está —dijo lady Lundie, recuperando la idea perdida—. No era con el jardinero, sino con su mujer. Una nota para hablar con ella sobre la señora Inchbare. Observe, Hopkins, la asociación de ideas. La señora Inchbare está relacionada con las aves de corral; las aves de corral están relacionadas con la mujer del jardinero, y así es como he pensado en el jardinero. ¿Lo ve? Procuro siempre mejorar sus facultades mentales. ¿Lo ha comprendido? Muy bien. Ahora pasemos a la señora Inchbare. ¿Ha vuelto por aquí? —No, milady. —No estoy del todo segura, Hopkins, de que hiciera bien en rechazar el mensaje que me envió la señora Inchbare sobre las aves de corral. ¿Por qué no habría de aceptar que me comprara las aves de las que puedo prescindir? Es una mujer respetable y para mí es importante estar a bien con todos mis vecinos, grandes y pequeños. ¿Tiene corral propio en Craig Fernie? —Sí, milady. Y muy bien cuidado, según tengo entendido. —Realmente, Hopkins, pensándolo bien, no veo por qué he de dudar en hacer tratos con la señora Inchbare. (No considero indigno de mí vender al pollero las piezas cobradas en mi finca.) ¿Qué era lo que quería comprar? ¿Algunos de mis pollos negros españoles? —Sí, milady. Los pollos negros españoles de su señoría son famosos en toda la vecindad. Nadie más tiene de esa raza. Y la señora Inchbare... —Quiere compartir la distinción de tener la misma raza que yo —dijo lady Lundie—. No quiero parecer descortés. Hablaré con ella personalmente en cuanto me encuentre un poco mejor y le diré que he cambiado de opinión. Envíe a un criado a Craig Fernie con un mensaje. Estos asuntos tan triviales se me van de la memoria. Envíelo de inmediato o me olvidaré. Que diga que estoy dispuesta a recibir a la señora Inchbare para hablar de las aves de corral, cuando le vaya bien venir a verme. —Me temo, milady, que la señora Inchbare está tan obsesionada con esas aves negras que le irá bien venir a verla en seguida y corriendo todo lo que le den de sí las piernas. —En ese caso que hable con la mujer del jardinero. Dígale que puede llevarse unos cuantos huevos, a condición, claro está, de que los pague. Si viene, quiero saberlo. Hopkins se retiró. La señora de Hopkins se recostó sobre sus cómodas almohadas y se abanicó suavemente. La sonrisa vengativa reapareció en su rostro. «Creo que estaré bien para recibir a la señora Inchbare —se dijo—. Y es muy posible que la conversación vaya más allá de la comparación entre los méritos de su corral y los del mío.» Un intervalo de poco más de dos horas demostró que la apreciación de Hopkins del entusiasmo latente en el carácter de la señora Inchbare era cierta. La impaciente patrona apareció en Windygates siguiéndole los talones al criado que le había llevado el mensaje. Entre la larga lista de debilidades humanas, la pasión por las aves de corral parece tener sus ventajas prácticas (en forma de huevos), comparada con el frenesí más secreto de coleccionar cajas de rapé o violines, o el de acumular autógrafos y sellos antiguos. Cuando la dueña de Craig Fernie fue debidamente anunciada a la dueña de Windygates, lady Lundie desarrolló cierto sentido del humor por primera vez en su vida. Su señoría se mostró algo más que contenta (sin duda como consecuencia de las propiedades estimulantes del preparado de espliego) ante la perspectiva de la señora Inchbare y las aves españolas. —¡Es ridículo, Hopkins! Esa pobre mujer ha debido de comer demasiado pollo y se le ha subido al cerebro. Estando así, no creía que pudiera divertirme con nada. Pero verdaderamente esa buena mujer que ha venido corriendo hasta aquí todo lo que le daban de sí las piernas, como usted decía... ¡Imposible resistirse! Creo que debo recibir a la señora Inchbare. Para una persona tan activa como yo, este encierro en mi dormitorio es terrible. No puedo dormir ni leer. Necesito algo que me distraiga, Hopkins. Me será fácil despacharla si resulta demasiado para mí. Dígale que suba. La señora Inchbare hizo su aparición con una respetuosa reverencia, asombrada por la condescendencia de lady Lundie al admitirla en el sagrado recinto de su dormitorio. —Tome asiento —dijo su señoría cortésmente—. Estoy enferma, como puede ver. —¡A fe mía que, enferma o sana, su señoría está siempre elegante! —replicó la señora Inchbare, profundamente impresionada por el distinguido traje que adoptaba la enfermedad cuando se mostraba en los dominios de la alta sociedad. —No estoy ni mucho menos en situación de recibir a nadie —prosiguió lady Lundie—. Pero tenía motivos para querer hablar con usted cuando tuviera ocasión de venir a mi casa. Hace poco, no me porté como buena vecina cuando me hizo usted una propuesta. Le ruego que comprenda que lamento haber olvidado la consideración que una persona de mi posición le debe a una persona de la suya. Me veo obligada a decir esto en circunstancias insólitas —añadió su señoría recorriendo con la vista su magnífico dormitorio—, por su inesperada presteza al honrarme con su visita. No ha perdido el tiempo, señora Inchbare, en aprovechar el mensaje que he tenido el placer de enviarle. —Bueno, milady, como su señoría había cambiado ya de opinión una vez, no estaba segura de que no volviera a pasar lo mismo si no golpeaba el hierro mientras estaba candente, como suele decirse. Le pido sinceramente mil perdones si me he dado demasiada prisa. Mis aves de corral son mi orgullo, y los «negros españoles» (como los llaman) son una gran tentación de faltar al décimo mandamiento22, mientras los tenga todos su señoría y yo ninguno. —¡Lamento ser la causa inocente de que caiga usted en la tentación, señora Inchbare! Hágame su propuesta, y estaré encantada de aceptarla, si me es posible. —Debo contentarme con lo que su señoría se ha dignado darme: unos cuantos huevos, si no puedo llevarme nada más. —¿Preferiría alguna otra cosa antes que los huevos? —Preferiría un gallo y dos gallinas jóvenes —dijo la señora Inchbare con modestia. —Abra el estuche que hay en esa mesa, detrás de usted —dijo lady Lundie— y dentro encontrará papel de cartas. Déme una hoja y el lápiz de la bandeja. Bajo la ansiosa mirada de la señora Inchbare, lady Lundie redactó una orden para la mujer que se encargaba del corral y se la entregó con una amable sonrisa. —Entréguele esto a la mujer del jardinero. Si se pone de acuerdo con ella en el precio, puede llevarse el gallo y las dos gallinas. La señora Inchbare abrió la boca, sin duda para dar rienda suelta a la gratitud humana en su más alta expresión. Antes de que hubiera pronunciado tres palabras seguidas, la impaciencia de lady Lundie por alcanzar el objetivo que tenía en mente desde el momento mismo en que la señora Glenarm salió de su casa, rompió las barreras que hasta entonces habían conseguido contenerla. Retuvo a la patrona de la posada sin ceremonia y prácticamente forzó la conversación para desviarla hacia las andanzas de Anne Silvester en Craig Fernie. —¿Qué tal van las cosas por la posada, señora Inchbare? Supongo que habrá montones de turistas en esta época del año. —Está lleno, milady (¡a Dios gracias!), desde el sótano hasta el techo. —Creo que hace un tiempo tuvo alojada a una persona a la que conozco. Una persona. —Hizo una pausa para dominarse. No le quedaba más remedio que someterse a la cruel necesidad de hacer inteligible su pregunta—. Una dama —añadió— que estuvo en su posada a mediados del mes pasado. —¿Su señoría sería tan amable de decirme el nombre? Lady Lundie tuvo que hacer un esfuerzo aún mayor para contenerse. —Silvester —respondió secamente. —¡Dios nos ampare! —exclamó la señora Inchbare—. ¿No será la misma que llegó completamente sola, con una bolsa de mano y un marido que se demoró una hora o más en llegar? —No me cabe la menor duda de que es la misma. —¿Es amiga de su señoría por casualidad? —preguntó la señora Inchbare, tanteando el terreno con cautela. —¡Desde luego que no! —dijo lady Lundie—. Sentía curiosidad, eso es todo. La señora Inchbare pareció aliviada. —Para serle sincera, milady, no hicimos buenas migas. Menudo carácter tenía. Me alegré de que se fuera y de no tener que volver a verla. —La comprendo muy bien, señora Inchbare. Yo también conozco un poco su carácter. ¿Y dice usted que llegó sola a la posada y que su marido se presentó poco después? —Cierto, su señoría. No pude darle habitación hasta que apareció el marido y respondió por ella. —Supongo que al marido también lo tengo visto —comentó lady Lundie—. ¿Cómo era? La señora Inchbare utilizó prácticamente las mismas palabras con que había respondido a la misma pregunta de sir Patrick. —¡Eh! Era un poco joven para ella. Un hombre atractivo, milady, entre alto y bajo; con bonitos ojos marrones, cara morena y cabellos negros. Un joven educado y bien hablado. No tengo nada que decir en contra de él, excepto que llegó tarde un día y se fue corriendo muy temprano a la mañana siguiente, y dejó a la señora sola a mi cargo. La respuesta produjo el mismo efecto en lady Lundie que había producido en sir Patrick. También a ella le pareció una descripción demasiado vaga y semejante a la de muchos jóvenes de talante y rostro corrientes. Pero su señoría tenía una gran ventaja sobre su cuñado en su empeño por averiguar la verdad. Ella sospechaba de Arnold, y en su caso podía refrescar la memoria de la señora Inchbare con los detalles que le proporcionaban una mayor experiencia y una observación más directa. —¿Tenía el aire y los modales típicos de un marino? —preguntó—. ¿Y notó, al hablar con él, que tenía la costumbre de toquetear la cadena del reloj? —¡Ese mismo era, calcado! —exclamó la señora Inchbare—. Su señoría lo conoce bien, de eso no hay duda. —Me parecía que lo había visto antes —dijo lady Lundie—. Un hombre joven, sencillo y bien educado, señora Inchbare, como usted ha dicho. Pero no la retengo más. Vaya al corral. Estoy incumpliendo las órdenes del médico al recibirla. Nos hemos entendido perfectamente, ¿no es cierto? Encantada de haberla visto. Buenas tardes. Así despidió a la señora Inchbare cuando ésta hubo servido a su propósito. La mayoría de las mujeres, en su situación, se habrían contentado con la información obtenida. Pero lady Lundie —que había de vérselas con un hombre como sir Patrick— resolvió asegurarse de los hechos por partida doble antes de aventurarse a ir a Ham Farm. Sabía, por la señora Inchbare, que el supuesto marido de Arme Silvester se había visto con ella en Craig Fernie el mismo día de su llegada, y que la había dejado allí sola a la mañana siguiente. Anne se había fugado de Windygates el día de la fiesta en el jardín, es decir, el catorce de agosto. El mismo día, Arnold Brinkworth se había marchado con el fin de visitar la finca escocesa que había heredado de su tía. Si daba crédito a las palabras de la señora Inchbare, Arnold tenía que haber ido a Craig Fernie en lugar de ir al destino previsto, y seguramente su visita a la casa y las tierras se había producido un día después del previsto en un principio. Si este hecho podía probarse con el testimonio de un testigo desinteresado, la culpabilidad de Arnold se vería muy reforzada y lady Lundie podría actuar con cierta seguridad de que la información de que disponía era fiable. Tras una breve reflexión, decidió enviar un mensajero con una nota dirigida al administrador de Arnold. Para justificar y disculpar la extraña pregunta que formulaba en la nota, inventó una excusa sobre una pequeña disputa familiar a propósito de la fecha exacta en que Arnold había llegado a su finca, y la apuesta amistosa a la que había conducido la diferencia de opiniones. Les bastaría tan sólo con que el administrador confirmara si su señor había llegado el catorce o el quince de agosto para dirimir la cuestión. Después de escribir este mensaje, lady Lundie dio las instrucciones pertinentes para que se entregara la nota a la mañana siguiente, lo más temprano posible, y al mensajero se le ordenó que regresara a Windygates con el primer tren que hubiera en el mismo día. Hecho esto, su señoría pudo tonificarse con una nueva dosis del preparado de espliego, y dormir el sueño de los justos, que cierran los ojos con la tranquilizadora convicción de haber cumplido con su deber. Al día siguiente, los acontecimientos se sucedieron en Windygates a su debido tiempo, tal como sigue: Llegó el correo sin respuesta alguna de sir Patrick. Lady Lundie anotó este incidente en su registro mental de deudas contraídas por su cuñado, que éste habría de pagarle con intereses cuando llegara el día del juicio final. A continuación se produjo el regreso del mensajero con la respuesta del administrador. El administrador había consultado su diario y había hallado que el señor Brinkworth había escrito por anticipado para anunciar su llegada el catorce de agosto, pero que en realidad no había aparecido hasta el día quince. Cuando lady Lundie tuvo en sus manos el único dato que necesitaba para corroborar las pruebas de la señora Inchbare, decidió esperar un día más por si sir Patrick cambiaba de opinión y le escribía. Si no llegaba ninguna carta y no sabía nada más de Blanche, estaba decidida a abandonar Windygates en el primer tren de la mañana siguiente e intentar el audaz experimento de presentarse en Ham Farm. El tercero de la serie de acontecimientos fue la aparición del médico para hacer su visita profesional. Una grave conmoción le aguardaba. ¡Su droga había curado a la paciente! ¡Era contrario a toda norma y precedente! Aquello tenía visos de charlatanería. El espliego no tenía ningún poder para hacer lo que había hecho, pero allí estaba ella, levantada y vestida, proyectando irse a Londres al cabo de dos días. «Es mi deber, doctor. ¡Sea cual sea el sacrificio, debo ir!» El médico no pudo obtener otra explicación. Era obvio que la decisión de la paciente era inamovible. Al médico no le quedó más remedio que retirarse con la dignidad intacta y los honorarios pagados. Así lo hizo. —Nuestro arte —explicó a lady Lundie en confianza—, al fin y al cabo, no es nada más que una elección entre varias alternativas. Por ejemplo, yo la veo a usted, no curada, como cree, sino sostenida por una excitación anormal. Me pregunto entonces cuál es el menor de dos males: si el riesgo de permitir que viaje, o el de irritarla obligándola a quedarse en casa. Teniendo en cuenta su constitución, debemos aceptar el riesgo del viaje. No olvide cerrar la ventanilla del carruaje del lado por el que sople el viento. Abríguese moderadamente las extremidades y relájese, y por favor, no olvide llevar otro frasco de preparado. —El médico hizo su reverencia, como antes, se embolsó dos guineas, como antes, y se fue, como antes, con la conciencia tranquila del médico que ha cumplido con su deber. (¡Qué profesión tan envidiable la Medicina! ¿Y por qué no pertenecemos todos a ella?) El último de los acontecimientos fue la llegada de la señora Glenarm. —¿Y bien? —preguntó con impaciencia—. ¿Qué noticias hay? El relato de los hallazgos de su señoría, narrado con pelos y señales, y el anuncio de la decisión de su señoría, expresado con toda rotundidad, aumentaron la excitación de la señora Glenarm hasta el más alto grado. —¿Se va a la ciudad el sábado? —preguntó—. Iré con usted. Desde que esa mujer dijo que llegaría a Londres antes que yo, me muero de ganas de emprender el viaje, ¡y no puedo perder la ocasión de ir con usted! Lo dispondré todo fácilmente. Mi tío y yo teníamos que vernos en Londres a principios de la semana que viene, para la carrera pedestre. Sólo tengo que escribirle y avisarle del cambio de planes. Por cierto, hablando de mi tío, desde que vine aquí ayer, he recibido noticias de los abogados de Perth. —¿Más cartas anónimas? —Una más, esta vez recibida por los abogados. Mi corresponsal desconocido les ha escrito para retirar su propuesta y anunciarles que ha abandonado Perth. Los abogados me recomiendan que impida a mi tío que siga gastando dinero inútilmente en contratar policías de Londres. He enviado su carta al capitán, y seguramente estará en la ciudad para ver a sus propios abogados cuando lleguemos usted y yo. Eso es todo lo que he podido hacer. Querida lady Lundie, cuando lleguemos al final de nuestro viaje, ¿qué se propone usted hacer? —Mi intención es muy simple —respondió su señoría con calma—. El domingo por la mañana enviaré una nota a sir Patrick a Ham Farm. —¿Contándole todo lo que ha descubierto? —¡Desde luego que no! Diciéndole que unos asuntos me reclamaban en Londres y que me propongo hacerle una breve visita el lunes siguiente. —Y por supuesto él la recibirá. —Creo que de eso no hay la menor duda. Ni siquiera el odio que siente hacia la viuda de su hermano llegaría al extremo de cerrarle la puerta en las narices, después de haber dejado mi carta sin respuesta. —¿Qué piensa hacer, una vez allí? —Cuando llegue allí, querida, respiraré una atmósfera de engaño y traición, y, por el bien de mi pobre niña (a pesar de que aborrezco todo disimulo) , tendré que obrar con cautela. Ni una sola palabra escapará de mis labios hasta que haya hablado con Blanche en privado. Por doloroso que resulte, no me arredraré ante el deber, si el deber me impele a abrirle los ojos. El próximo lunes, sir Patrick y el señor Brinkworth tendrán que enfrentarse con alguien más, aparte de una joven inexperta. Yo también estaré allí. Tras este imponente anuncio, lady Lundie dio por terminada la conversación y la señora Glenarm se levantó para despedirse. —¿Nos encontraremos en la estación de empalme, querida lady Lundie? — —En la estación de empalme el sábado. Escena undécima La casa de Sir Patrick Capítulo XLVII La ventana del salón de fumar —¡No puedo creerlo! ¡No me lo creo! Intenta separarme de mi marido, intenta ponerme en contra de mi amiga más querida. Es una infamia. Es horrible. ¿Qué le he hecho yo? ¡Oh, mi cabeza, mi cabeza! ¿Acaso intenta volverme loca? Así respondió Blanche —pálida y descompuesta, con las manos enredadas en los cabellos y los pies llevándola de un lado a otro de la habitación en un frenesí sin objetivo— a su madrastra, cuando se cumplió el objetivo del peregrinaje de lady Lundie y se desveló la cruel verdad. Su señoría estaba sentada, totalmente serena, mirando por la ventana el plácido paisaje de bosques y campos que rodeaban Ham Farm. —Estaba preparada para este estallido —dijo con tristeza—. Esas palabras insensatas alivian tu corazón abrumado, mi pobre niña. ¡Puedo esperar, Blanche, puedo esperar! Blanche se detuvo y miró a la cara a lady Lundie. —Usted y yo nunca nos hemos gustado —dijo—. Le escribí una carta insolente desde aquí. Siempre me he puesto de parte de Anne en contra suya. Le he demostrado claramente, groseramente, diría yo, que me alegraba de casarme y perderla de vista. ¿No será esto una venganza? —¡Oh, Blanche, Blanche, qué ideas tienes! ¡Qué cosas dices! Rezaré por ti. —Estoy loca, lady Lundie. Usted soporta a otros locos. Tenga paciencia conmigo. Hace apenas quince días que me casé. Lo quiero a él, la quiero a ella... con todo mi corazón. Recuerde lo que acaba de decirme de ellos. ¡Recuerde, recuerde, recuerde! Blanche repitió la palabra con un grito ahogado de dolor. Volvió a llevarse las manos a la cabeza y a pasearse por la habitación hecha un manojo de nervios. Lady Lundie probó el efecto de una amable protesta. —Por amor de Dios —dijo—, no insistas en distanciarte de mí. En esta dura prueba soy la única amiga que te queda. Blanche volvió junto a la silla de su madrastra y la miró fijamente en silencio. Lady Lundie se sometió a la inspección, soportándola sin pestañear. —Mira en mi interior —dijo—. ¡Blanche, sólo siento compasión por ti! Blanche la oyó sin prestarle atención. Estaba demasiado ensimismada en sus propios pensamientos. —Es usted una mujer religiosa —dijo bruscamente—. ¿Juraría sobre su Biblia que lo que acaba de decirme es cierto? —¡Mi Biblia! —repitió lady Lundie, recalcando las palabras con pesar—. ¡Oh, hija mía! ¿No formas tú también parte de esa valiosa herencia? ¿No es también tu Biblia? El semblante de Blanche adoptó por un momento una expresión triunfal. —¡No se atreve a jurarlo! —dijo—. ¡Eso me basta! Blanche se dio la vuelta despectivamente. Lady Lundie la cogió de la mano y la atrajo bruscamente hacia sí. La mártir desapareció y la mujer con la que ya no se podía seguir jugando ocupó su lugar. —Terminemos con esto —dijo—. No te crees lo que te he contado. ¿Tienes valor suficiente para ponerlo a prueba? Blanche dio un respingo y se separó de ella. Temblaba un poco. En el súbito cambio de actitud de lady Lundie brillaba la horrible certeza de la convicción. —¿Cómo? —preguntó. —Ya lo verás. Primero dime tú la verdad. ¿Dónde está sir Patrick? ¿De verdad está fuera como me ha dicho su criado? —Sí. Ha salido con el administrador de la granja. Su visita, lady Lundie, nos ha tomado a todos por sorpresa. En su nota nos decía que vendría en el próximo tren. —¿Cuándo llega el próximo tren? Ahora son las once. —Entre la una y las dos. —¿Sir Patrick no volverá hasta entonces? —No. —¿Dónde está el señor Brinkworth? —¿Mi marido? —Tu marido, si así lo prefieres. ¿También ha salido? —Está en el salón de fumar. —¿Te refieres a la habitación larga anexionada a la parte posterior de la casa? —Sí. —Baja conmigo ahora mismo. Blanche dio un paso adelante... y retrocedió. —¿Qué quiere de mí? —preguntó, inspirada por un súbito recelo. Lady Lundie giró en redondo y la miró con impaciencia. —¿Es que aún no te das cuenta —respondió con brusquedad— de que, en este asunto, tus intereses y los míos son los mismos? ¿Qué te he dicho? —¡No lo repita! —¡Debo repetirlo! Te he dicho que Arnold Brinkworth estuvo en la posada de Craig Fernie con la señorita Silvester, dándose a conocer como su marido, cuando todos suponíamos que estaba visitando las propiedades que le había legado su tía. Tú te niegas a creerlo y yo voy a demostrártelo. ¿Te interesa o no saber si ese hombre merece la fe ciega que depositas en él? Blanche temblaba de los pies a la cabeza y no respondió nada. —Voy al jardín a hablar con el señor Brinkworth a través de la ventana del salón de fumar —prosiguió su señoría—. ¿Te atreves a venir conmigo, a esperar sin ser vista y a escuchar lo que diga con sus propios labios? Yo no temo pasar por esa prueba. ¿Y tú? El tono con que hacía la pregunta animó a Blanche. —Si creyera que es culpable —dijo con resolución—, no me atrevería. Creo que es inocente. Adelante, lady Lundie, cuanto antes mejor. Salieron de la habitación —el dormitorio de Blanche en Ham Farm— y bajaron hasta el vestíbulo. Lady Lundie se detuvo y consultó el horario de trenes que colgaba junto a la puerta principal. —Hay un tren para Londres a las doce menos cuarto —dijo—. ¿Cuánto se tarda en ir andando hasta la estación? —¿Por qué lo pregunta? —Pronto lo sabrás. Responde a mi pregunta. —Hay una caminata de veinte minutos hasta la estación. Lady Lundie miró su reloj. —Tendré el tiempo justo —dijo. —¿Para qué? —Ven al jardín. El salón de fumar se proyectaba hacia fuera en ángulo recto con la pared de la casa y tenía forma oblonga, con una ventana salediza en el extremo que daba al jardín. Antes de dar la vuelta a la esquina de la casa y entrar en el radio de visión de la ventana, lady Lundie volvió la cabeza e indicó a Blanche por señas que aguardara junto al ángulo de la pared. Blanche se quedó a la espera. Instantes después, oyó las voces que conversaban a través de la ventana abierta. La voz de Arnold fue la primera. —¡Lady Lundie! ¡Vaya, no la esperábamos hasta la hora de comer! Lady Lundie tenía pronta la respuesta. —He podido salir de la ciudad antes de lo que pensaba. No apague el cigarro y no se mueva. No voy a entrar. El rápido intercambio de preguntas y respuestas continuó, perfectamente audible en el silencio reinante. Arnold fue el siguiente en hablar. —¿Ha visto a Blanche? —Blanche se está preparando para salir conmigo. Tenemos intención de dar un paseo juntas. Tengo muchas cosas que contarle. Antes de salir quiero decirle algo a usted. —¿Es algo importante? —Muy serio. —¿Sobre mí? —Sobre usted. Sé adonde fue la tarde de mi fiesta en Windygates. Fue a Craig Fernie. —¡Dios santo! ¿Cómo ha descubierto...? —Sé con quién se vio allí: la señorita Silvester. Sé lo que se dice de ustedes dos: que son marido y mujer. —¡Silencio! No hable tan alto. ¡Alguien podría oírla! —¿Qué importa que me oigan? Soy la única persona a la que no han contado el secreto. Aquí todo el mundo lo sabe. —¡Nada de eso! Blanche no lo sabe. —¡Cómo! ¿Ni usted ni sir Patrick le han explicado a Blanche la situación en la que se encuentra en estos momentos? —Todavía no. Sir Patrick lo ha dejado a mi discreción. Aún no he sido capaz de contárselo. ¡No diga una sola palabra, se lo suplico! No sé cómo podría interpretarlo Blanche. Su amiga llegará a Londres mañana. Quiero esperar a que sir Patrick concierte una cita entre ellas. Su amiga se lo explicara todo mejor que yo. Ésa es mi idea y a sir Patrick le parece bien. ¡Espere! ¿Se va ya? —Blanche saldrá a buscarme si me quedo más tiempo. —¡Una palabra! Quiero saber... —Lo sabrá más adelante. Su señoría apareció de nuevo por el ángulo de la pared. Blanche y ella intercambiaron unas frases en susurros. —¿Estás convencida ahora, Blanche? —¿Le queda compasión suficiente, lady Lundie, para sacarme de esta casa? —¡Mi querida niña! ¿Para qué si no he mirado el horario de trenes en el vestíbulo? Capítulo XLVIII La explosión Arnold distaba mucho de estar tranquilo cuando se quedó solo junto a la ventana del salón de fumar. Después de perder un rato en tratar de adivinar inútilmente la fuente de información de lady Lundie, se puso el sombrero y tomó la dirección que llevaba al paseo preferido de Blanche en Ham Farm. Aunque no desconfiaba del todo de la discreción de su señoría, se le había ocurrido la idea de que sería mejor que se reuniera con su mujer y su suegra. Tal vez la presencia de un tercero evitaría que la conversación adquiriera un giro peligrosamente confidencial. La búsqueda de las damas resultó infructuosa. No habían tomado la dirección que él había supuesto. Volvió al salón de fumar y se esforzó en serenarse y esperar los acontecimientos con toda la paciencia de que fuera capaz. En esta situación pasiva, pensando todavía en lady Lundie, recordó una breve conversación con sir Patrick, inspirada el día anterior por el anuncio de su señoría de la visita que pensaba hacer a Ham Farm. Sir Patrick había manifestado de inmediato la convicción de que el viaje de su cuñada tenía algún oscuro propósito. —No estoy seguro, Arnold —había dicho—, de haber obrado sensatamente al dejar su carta sin respuesta. Y me inclino a pensar que lo más seguro será hacerla partícipe del secreto cuando venga mañana. Esta situación era inevitable. Era imposible impedir a Blanche que le escribiera aquella desafortunada carta, sin decirle la verdad, y, aunque lo hubiéramos impedido, se habría enterado de vuestro regreso a Inglaterra por otros medios. No dudo de mi criterio hasta el momento, y no dudo de la conveniencia de ocultárselo todo para evitar que se entrometa en este asunto hasta que yo tenga tiempo de arreglarlo. Pero podría descubrir la verdad ella sola por algún desgraciado accidente, y en ese caso desconfío muy mucho de la influencia que podría intentar ejercer sobre Blanche. Aquéllas habían sido sus palabras, ¿y qué había ocurrido el día después de haberse pronunciado? Lady Lundie había descubierto la verdad y en aquel preciso instante estaba a solas en alguna parte con Blanche. Arnold volvió a coger su sombrero y emprendió la búsqueda de las damas en otra dirección. La segunda expedición fue tan infructuosa como la primera. No vio a lady Lundie ni a Blanche por ninguna parte, ni tuvo noticias de ellas. El reloj le indicó que no faltaba mucho para que regresara sir Patrick. Seguramente, mientras él las buscaba, las damas habían vuelto a la casa por otro lado. Arnold recorrió las habitaciones de la planta baja una tras otra. Estaban todas vacías. Subió al primer piso y llamó a la puerta de la habitación de Blanche. No hubo respuesta. Abrió la puerta y se asomó. La habitación estaba vacía, igual que las de abajo, pero cerca de la puerta había un objeto insignificante que atrajo su atención: una nota sobre la alfombra. Arnold la recogió y vio que estaba dirigida a él con letra de su mujer. La abrió. La nota empezaba sin el saludo habitual con estas palabras: Estoy al tanto del secreto abominable que mi tío y tú me habéis ocultado. Estoy al tanto de tu infamia y de la de ella, y de la situación en la que me encuentro gracias a vosotros. Hacerle reproches a un hombre como tú sería malgastar saliva. Te escribo estas líneas para decirte que me he acogido a la protección de mi madrastra y que me voy con ella a Londres. Es inútil que me sigas. Otros averiguarán si el matrimonio que celebraste conmigo es válido o no. En cuanto a mí, sé todo cuanto necesito saber. Me voy para no volver jamás y no dejaré que vuelvas a verme en la vida. BLANCHE Al bajar corriendo las escaleras con una sola idea clara en la cabeza, la de seguir a su mujer sin dilación, Arnold tropezó con sir Patrick, que estaba en el vestíbulo con una carta abierta en la mano, junto a la mesa donde solían dejarse las tarjetas y notas que dejaban las visitas. Sir Patrick comprendió en el acto lo que había ocurrido, rodeó a Arnold con un brazo y lo detuvo en la puerta de la casa. —Eres un hombre —dijo con firmeza—. Compórtate como un hombre. La cabeza de Arnold cayó sobre el hombro de aquel que era como un viejo amigo y rompió a llorar. Sir Patrick dejó que diera suelta a la irrefrenable expresión de congoja. En aquellos primeros momentos, el silencio era la mayor muestra de compasión. No dijo nada. La carta que estaba leyendo (huelga decir que era de lady Lundie) cayó a sus pies. Arnold levantó la cabeza y se enjugó las lágrimas. —Me avergüenzo de mí mismo —dijo—. Déjeme marchar. —Te equivocas, mi pobre muchacho. ¡Te equivocas en las dos cosas! —replicó sir Patrick—. No hay por qué avergonzarse de derramar lágrimas como ésas. Y nada podrás hacer sin mí. —¡Debo verla y la veré! —Lee esto —dijo sir Patrick, señalando la carta del suelo—. ¿Ver a tu mujer? Tu mujer está con la persona que ha escrito esto. Léelo. Arnold leyó la carta. QUERIDO SIR PATRICK, si me hubiera honrado usted con su confianza, habría sido un placer consultarle antes de intervenir para rescatar a Blanche de la situación en la que la ha colocado el señor Brinkworth. Dadas las circunstancias, la hija de su difunto hermano está bajo mi protección en mi casa de Londres. Si intenta ejercer su autoridad, habrá de ser por la fuerza; no cederé ante nada más. Si el señor Brinkworth intenta ejercer su autoridad, tendrá que demostrar su derecho a hacerlo (si puede) ante la policía. Sinceramente suya, JULIA LUNDIE Ni siquiera esta carta consiguió debilitar la resolución de Arnold. —¡Qué me importa que la policía me arrastre por las calles! —exclamó acaloradamente—. Voy a ver a mi mujer. Voy a disipar esa horrible sospecha. Usted me ha enseñado su carta. ¡Mire la mía! El sereno juicio de sir Patrick vio las apasionadas palabras que había escrito Blanche bajo su auténtica luz. —¿Consideras a tu mujer responsable de esta carta? —preguntó—. Yo veo a su madrastra en cada frase. ¡Si te defiendes en serio, te rebajarás a algo indigno de ti! ¿No lo entiendes? ¿Insistes en mantener tu opinión? Escríbele, entonces. Tú no podrás llegar a ella; tu carta tal vez sí. ¡No! Cuando abandones esta casa, lo harás conmigo. Yo he transigido al permitirte escribir. Insisto en que transijas tú ahora. ¡Ven a la biblioteca! Si pones este asunto en mis manos, te garantizo que lo arreglaré todo entre Blanche y tú. ¿Confías en mí o no? Arnold se rindió. Entraron en la biblioteca juntos. Sir Patrick señaló el escritorio. —Desahógate ahí —dijo—, y que cuando vuelva encuentre de nuevo a un hombre razonable. Cuando sir Patrick volvió a la biblioteca, la carta ya estaba escrita y Arnold se había desahogado, por el momento al menos. —Le llevaré tu carta a Blanche en persona —dijo sir Patrick—, en el tren de Londres que sale dentro de media hora. —¿Me dejará acompañarlo? —Hoy no. Volveré esta noche para cenar. Te contaré todo lo que haya ocurrido y mañana me acompañarás a Londres, si considero necesario que nos quedemos allí. Mientras tanto, después de la conmoción que has sufrido, harías bien en quedarte aquí y mantener la calma. Conténtate con mi promesa de que entregaré tu carta a Blanche. Impondré mi autoridad sobre su madrastra, al menos en ese punto (si su madrastra se resiste), sin el menor escrúpulo. El respeto que siento por los miembros de su sexo dura sólo mientras se lo merezcan, y no se extiende hasta lady Lundie. No hay ventaja que un hombre pueda tener sobre una mujer que no esté dispuesto a utilizar contra mi cuñada. Después de esta característica despedida suya, estrechó la mano de Arnold y partió hacia la estación. A las siete en punto la cena estaba servida. A las siete en punto sir Patrick bajó a cenar, tan correctamente vestido como de costumbre, y tan tranquilo como si no hubiera ocurrido nada. —Ha recibido tu carta —susurró, cogiendo a Arnold del brazo para conducirlo al comedor. —¿Ha dicho algo? —Ni una palabra. —¿Qué aspecto tenía? —El que debía tener. Se arrepiente de lo que ha hecho. La cena dio comienzo. La expedición de sir Patrick era un asunto que se abandonaba por necesidad mientras los criados estaban en el comedor, y Arnold lo retomaba regularmente en los intervalos entre plato y plato. Empezó cuando retiraron la sopa. —¡Le confieso que tenía esperanzas de que Blanche volviera con usted! —dijo con harto pesar. —En otras palabras —replicó sir Patrick—, habías olvidado la obstinación contumaz propia de su sexo. Blanche empieza a pensar que se ha equivocado. ¿Cuál es la consecuencia inevitable? Naturalmente insiste en seguir equivocándose. Es mejor que esté sola y dejar que tu carta haga efecto. No es Blanche quien pone dificultades en nuestro camino. Eso tendrá que bastarte por el momento. Llegó el pescado y Arnold hubo de callar hasta que se presentara la siguiente oportunidad, con el siguiente intervalo, en el transcurso de la cena. —¿Cuáles son las dificultades? —preguntó. —Las dificultades son dos: la tuya y la mía —respondió sir Patrick—. La mía estriba en que no puedo hacer valer mi autoridad como tutor, si doy por sentado (como así es en efecto) que es una mujer casada. La tuya estriba en que no puedes hacer valer tu autoridad como marido hasta que se demuestre claramente que la señorita Silvester y tú no sois marido y mujer. Lady Lundie era plenamente consciente de que nos colocaba en esta situación al llevársela de esta casa. Ha interrogado a la señora Inchbare, ha escrito a tu administrador para preguntarle la fecha de tu llegada a la finca, lo ha hecho todo, lo ha calculado todo y lo ha previsto todo... salvo mi excelente carácter. El único error que ha cometido ha sido creer que podría sacar provecho de mi mal genio. ¡No, mi querido muchacho! Mi baza es mi temple. ¡No voy a perderlo, Arnold, no voy a perderlo! Llegó el siguiente plato y de nuevo puso fin a la conversación. Sir Patrick disfrutó de su cordero e inició un largo e interesante relato sobre un raro borgoña blanco que había sobre la mesa, importado por él. Arnold volvió a su tema con firmeza en cuanto se retiró el cordero. —Parece que hemos llegado a un callejón sin salida —dijo. —Nada de argot —replicó sir Patrick. —¡Por amor de Dios, señor, tenga en cuenta mi ansiedad y dígame qué se propone hacer! —Me propongo llevarte conmigo a Londres mañana, con una condición. Que me des tu palabra de honor de que no intentarás ver a tu mujer antes del próximo sábado. —¿La veré entonces? —Si me das tu palabra de honor. —¡Sí! ¡Sí! Llegó el siguiente plato. Sir Patrick introdujo el tema de los méritos de la perdiz como ave comestible. —Por sí misma, Arnold, sencillamente asada y sin otro aditamento, es una ave sobrevalorada. En este país somos tan aficionados a cazarla que nos volvemos demasiado aficionados a comérnosla después. Vista en su justa medida, es un vehículo para salsas y trufas, nada más. O no, no le hago justicia. Debo añadir que tiene el honor de ser asociada con la famosa receta francesa para cocinar una oliva. ¿La conoces? La charla sobre aves llegó a su fin; la gelatina llegó a su fin. Arnold tuvo su siguiente oportunidad... y la aprovechó. —¿Qué haremos en Londres mañana? —preguntó. —Mañana —respondió sir Patrick— es un día memorable en nuestro calendario. Mañana es martes; el día en que veré a la señorita Silvester. Arnold dejó sobre la mesa la copa de vino que iba a llevarse a los labios. —Después de lo que ha ocurrido —dijo—, apenas soporto oír su nombre. La señorita Silvester me ha separado de mi mujer. —La señorita Silvester podría enmendar eso, Arnold, volviendo a uniros. —Hasta ahora ha sido mi ruina. —Pero aún puede ser tu salvación. Llegó el queso y sir Patrick volvió al Arte de la Cocina. —¿Conoces la receta para cocinar una oliva, Arnold? —No. —¿Qué sabe esta nueva generación? Sabe remar, disparar, jugar al críquet y apostar. Cuando haya perdido los músculos y el dinero, es decir, al envejecer, ¡qué generación nos quedará! Bien, qué más da. Yo no lo veré. ¿Me estás escuchando, Arnold? —Sí, señor. —Cómo cocinar una oliva: se mete la oliva en una alondra; se mete la alondra en una codorniz; se mete la codorniz en un chorlito; se mete el chorlito en una perdiz; se mete la perdiz en un faisán; se mete el faisán en un pavo. Bien. Primero se asa parcialmente; luego se pone a cocer hasta que quede todo bien hecho, desde el pavo hasta la oliva. Bien otra vez. A continuación se abre el pavo, el faisán, la perdiz, el chorlito, la codorniz y la alondra. Luego se come la oliva. El plato es caro, pero (así lo afirman los mayores entendidos) vale la pena el sacrificio. La quintaesencia del sabor de seis aves concentrada en una oliva. ¡Magnífica idea! Prueba otra copa del borgoña blanco, Arnold. Finalmente, los criados los dejaron con el vino y el postre sobre la mesa. —He tenido toda la paciencia de que he sido capaz, señor —dijo Arnold—. Añada una más a todas las bondades que ha tenido conmigo diciéndome ahora mismo qué ha ocurrido en casa de lady Lundie. La noche era fría. En el comedor ardía un buen fuego de leña. Sir Patrick acercó su silla a la chimenea. —Esto ha sido exactamente lo que ha ocurrido —dijo—. Para empezar, había otros visitantes en casa de lady Lundie. Dos completos desconocidos para mí: el capitán Newenden y su sobrina, la señora Glenarm. Lady Lundie me ofreció recibirme en otra habitación; los dos desconocidos ofrecieron retirarse. Rechacé ambas ofertas. ¡Primer contratiempo para su señoría! Ella ha creído todo este tiempo, Arnold, que tememos enfrentarnos a la opinión pública. Yo le he demostrado desde el principio que estamos tan dispuestos a enfrentarnos a la opinión pública como ella. «Yo siempre acepto lo que los franceses llaman hechos consumados —he dicho—. Usted ha desencadenado esta crisis, lady Lundie. Que así sea. Tengo que hablar con mi sobrina (en su presencia, si así lo desea), y después he de hablar con usted, sin ánimo de molestar a sus invitados.» Los invitados se han sentado de nuevo (ambos devorados por la curiosidad, naturalmente). ¿Podía lady Lundie cometer la descortesía de negarse a concederme una entrevista con mi sobrina, delante de dos testigos? Imposible. He visto a Blanche (con lady Lundie presente, claro está) en la sala de estar. Le he dado tu carta; he hablado en tu favor; he visto que estaba arrepentida, aunque no quería reconocerlo, y eso me ha bastado. Hemos vuelto al salón. No había dicho ni cinco palabras sobre nuestra versión de los hechos cuando, con gran asombro y deleite por mi parte, he descubierto que el capitán Newenden se hallaba en la casa con el mismo propósito que me había llevado a mí: la relación entre la señorita Silvester y tú. En interés de mi sobrina, a mí me correspondía negar que estuvieras casado con la dama en cuestión. En interés de su sobrina, a él le correspondía reafirmar ese matrimonio. Las dos mujeres han tenido un disgusto enorme al ver que discutíamos el asunto allí mismo, de la manera más amistosa. «Encantado de tener el placer de conocerlo, capitán Newenden.» «Encantado de tener el honor de conocerlo a usted, sir Patrick.» «Creo que podremos resolver este asunto en un par de minutos, ¿no le parece?» «Ha expresado perfectamente mi punto de vista.» «Exponga su posición, capitán.» «Con el mayor placer. Mi sobrina, la señora Glenarm, aquí presente, está comprometida con el señor Geoffrey Delamayn. Perfecto, pero resulta que hay un obstáculo en forma de mujer. ¿Lo he expresado con claridad?» «Lo ha expresado admirablemente, capitán. De no ser por la pérdida que habría sufrido la Marina, debería haber sido usted abogado. Siga, por favor.» «Es usted muy amable, sir Patrick. Prosigo. El señor Delamayn afirma que esa mujer no tiene ningún derecho sobre él, y apoya su afirmación declarando que ya está casada con el señor Arnold Brinkworth. Lady Lundie y mi sobrina me han asegurado, basándose en pruebas, convincentes para ellas, que esa afirmación es cierta. A mí no me convencen las pruebas. Espero, sir Patrick, que no le parezca un hombre excesivamente obstinado.» «¡Mi querido señor, me ha impresionado usted con la más elevada opinión sobre su capacidad para tamizar los testimonios humanos! ¿Me permite preguntarle qué medidas piensa tomar?» «¡Eso mismo pensaba decir ahora, sir Patrick! Éstas son las medidas que he tomado. Me negué a sancionar el compromiso de mi sobrina con el señor Delamayn hasta que el señor Delamayn probara la veracidad de su afirmación, aportando testigos del matrimonio de la dama en cuestión. Él me dio la referencia de dos testigos, pero se negó a actuar personalmente, con la excusa de que se está entrenando para una carrera pedestre. Admití que era un obstáculo y accedí a traer a los dos testigos a Londres por mi cuenta. Con el último correo he enviado una carta a mis abogados de Perth para que vayan a ver a los testigos, les ofrezcan las condiciones necesarias (a expensas del señor Delamayn) a fin de compensarlos por su tiempo, y para que nos los traigan aquí a finales de esta semana. La carrera pedestre será este jueves. El señor Delamayn podrá asistir a la reunión a partir de ese día y reafirmar su declaración mediante testigos. ¿Qué le parece, sir Patrick, el sábado que viene (con el permiso de lady Lundie) en esta misma habitación?» Esto es en esencia lo que ha dicho el capitán. Es tan viejo como yo y se viste para parecer un hombre de treinta, pero es una persona muy agradable a pesar de todo. A mi cuñada la he dejado muda al aceptar la propuesta sin vacilar un solo instante. La señora Glenarm y lady Lundie se han mirado con asombro. Teníamos ciertas discrepancias sobre las que dos mujeres se habrían peleado encarnizadamente, y allí estábamos los dos hombres, resolviéndolas de la manera más amistosa posible. Ojalá hubieras visto la cara de lady Lundie cuando me he declarado profundamente agradecido al capitán Newenden por hacer innecesaria una prolongada entrevista con su señoría. «Gracias al capitán —le he dicho con la mayor cordialidad— no tenemos nada que discutir. Cogeré el próximo tren y tranquilizaré a Arnold Brinkworth.» Volviendo a cosas serias, me he comprometido a que estés presente con todos los demás, incluida tu mujer, el próximo sábado. Ante los demás le he puesto al mal tiempo buena cara, pero debo decirte que, tal como está ahora nuestra situación, no es nada fácil adivinar cuál será el resultado de la investigación del sábado. Todo depende del resultado de mi entrevista con la señorita Silvester mañana. No exagero, Arnold, cuando te digo que tu destino está en sus manos. —¡Desearía no haberla conocido jamás! —exclamó Arnold. —Cada palo que aguante su vela —replicó sir Patrick—. Desea más bien no haber conocido jamás a Geoffrey Delamayn. Arnold bajó la cabeza. La afilada lengua de sir Patrick había dado en la llaga una vez más. Escena duodécima Drury Lane Capítulo XLIX La carta y la ley El murmullo de múltiples tonos de la corriente de la vida londinense que fluía por el turbio canal de Drury Lane llegaba amortiguado desde la habitación que daba a la calle hasta la parte de atrás. El suelo polvoriento estaba atestado de partituras viejas. De las paredes colgaban máscaras y armas teatrales, y retratos de cantantes y bailarinas. El estuche de violín vacío de un rincón se enfrentaba al busto roto de Rossini del rincón opuesto. Un grabado sin enmarcar, pegado sobre la chimenea, representaba el Juicio de la reina Carolina23. Las sillas eran ejemplares auténticos de antiguas tallas de roble. La mesa era un ejemplo también excelente de la sucia madera de pino moderna. En el suelo había un pedazo de estera india y en el techo se acumulaba un amplio depósito de hollín. La escena así presentada correspondía a la sala de estar de la parte posterior de una casa de Drury Lañe, dedicada al negocio del espectáculo musical y teatral de la clase más humilde. Era la última hora de la tarde del veintinueve de septiembre. Dos personas estaban sentadas en la habitación: eran Anne Silvester y sir Patrick Lundie. La conversación inicial —que comprendía por un lado el relato de lo que había ocurrido en Perth y en Swanhaven, y se refería, por el otro, a las circunstancias de la separación de Arnold y Blanche— había concluido. Era sir Patrick quien debía introducir el siguiente tema. Miró a su interlocutora y dudó. —¿Se siente con fuerzas para continuar? —preguntó—. Si prefiere descansar un poco, dígamelo, por favor. —Gracias, sir Patrick. Estoy más que dispuesta, estoy impaciente por continuar. No hay palabras para describir mi deseo de serle útil, si puedo. Únicamente usted con su experiencia puede indicarme el modo. —Sólo podré hacerlo, señorita Silvester, pidiéndole toda la información que necesito sin dar rodeos. ¿Tenía usted un objetivo concreto al venir a Londres que no me haya comentado aún? Me refiero, claro está, a un objetivo que yo, como representante de Arnold Brinkworth, tenga derecho a conocer. —Tenía un objetivo, sir Patrick. Y he fracasado. —¿Puedo preguntarle cuál era? —El de ver a Geoffrey Delamayn. Sir Patrick dio un respingo. —¡Ha intentado verlo! ¿Cuándo? —Esta mañana. —¡Pero si llegó a Londres anoche! —Para llegar hasta aquí —dijo Anne—, tuve que esperar muchos días. Me vi obligada a descansar en Edimburgo y luego otra vez en York, y temía que con ello hubiera dado tiempo suficiente a la señora Glenarm para hablar con Geoffrey Delamayn antes que yo. —¿Miedo? —repitió sir Patrick—, Creía que no tenía intención de disputarle ese canalla a la señora Glenarm. ¿Qué motivo tenía para ir a verlo? —El mismo que me llevó a Swanhaven. —¡Cómo! ¿La idea de que era Delamayn quien debía aclarar las cosas, y de que quizá podría sobornarlo aceptando renunciar a todo derecho que pudiera tener sobre él? —¡Tenga paciencia conmigo y con mi insensatez, sir Patrick! Ahora estoy siempre sola y me he acostumbrado a dar vueltas y más vueltas a las cosas. Le he dado vueltas a la situación en la que mis desventuras han colocado al señor Brinkworth. He sido obstinada e irracional al creer que podría persuadir a Geoffrey Delamayn después de fracasar con la señora Glenarm. Aún sigo siendo obstinada. Si él hubiera querido escucharme, tal vez se habría podido disculpar la locura que he cometido al ir a Fulham. —Suspiró amargamente y no dijo nada más. Sir Patrick le cogió la mano. —Tiene disculpa —dijo con tono benevolente—. Sus razones están por encima de todo reproche. Déjeme añadir, para tranquilizar su conciencia, que, aunque Delamayn hubiera estado dispuesto a escucharla y hubiera aceptado sus condiciones, el resultado seguiría siendo el mismo. Está del todo equivocada al suponer que basta con que él hable para zanjar este asunto. Ahora está totalmente fuera de su alcance. El daño quedó hecho cuando Arnold Brinkworth pasó con usted aquellas fatídicas horas en Craig Fernie. —¡Oh, sir Patrick, ojalá lo hubiera sabido antes de ir a Fulham esta mañana! Anne se estremeció al pronunciar estas palabras. Era obvio que había alguna cosa relacionada con su visita a Geoffrey cuyo mero recuerdo la ponía nerviosa. ¿Qué era? Sir Patrick decidió obtener una respuesta antes de aventurarse a proseguir con el objeto principal de la entrevista. —Me ha dicho qué motivo tenía para ir a Fulham —dijo—. Pero no sé aún lo que ha ocurrido allí. Anne vaciló. —¿Es necesario que lo moleste con eso? —preguntó con evidente reticencia a entrar en detalles. —Es absolutamente necesario —respondió sir Patrick—, porque Delamayn está involucrado. Anne se armó de valor e inició el relato con estas palabras: —La persona que lleva este negocio averiguó la dirección por mí —empezó diciendo—. Sin embargo, me ha costado bastante encontrar la casa. Es pequeña y está aislada en medio de un gran jardín rodeado de altos muros. He visto un carruaje esperando fuera. El cochero, que paseaba a los caballos de un lado a otro, me ha mostrado la puerta. Era una alta puerta de madera en el muro, con una rejilla. He tocado la campanilla. Una criada ha abierto la rejilla y me ha mirado. Me ha negado la entrada. Su señora le había ordenado que no abriera a los desconocidos, sobre todo si eran mujeres. Me las he apañado para pasarle algo de dinero por la rejilla y he pedido hablar con su señora. Después de esperar un rato, he visto otra cara tras los barrotes y me ha parecido reconocerla. Supongo que estaba nerviosa. Me ha sorprendido. Le he dicho: «Creo que nos conocemos». No me ha respondido. La puerta se ha abierto de pronto, ¿y quién cree que tenía ante mí? —¿Era alguien a quien yo conozco? —Sí. —¿Hombre o mujer? —Era Hester Dethridge. —¡Hester Dethridge! Sí. Vestida como de costumbre y con el mismo aspecto de costumbre, con la pizarra colgando a un costado. —¡Asombroso! ¿Cuándo la vi por última vez? En la estación de Windygates, sin duda. Se iba a Londres después de abandonar el servicio de mi cuñada. ¿Ha aceptado otro empleo sin hacérmelo saber primero a mí, como le había pedido? —Vive en Fulham. —¿Sirviendo? —No. Es dueña de su propia casa. —¡Qué! ¿Hester Dethridge tiene una casa propia? ¡Bueno! ¡Bueno! ¿Por qué no habría de medrar ella como cualquier otra persona? ¿La ha dejado entrar? —Se ha quedado un rato mirándome con esos extraños ojos apagados. Los criados de Windygates siempre decían que no estaba en sus cabales, y usted dirá, sir Patrick, cuando le cuente lo que ha pasado, que los criados tenían razón. Yo he hablado primero. «¿Se acuerda de mí?» Ella ha cogido su pizarra y ha escrito: «La recuerdo en un desmayo mortal en Windygates». Yo no tenía la más mínima idea de que ella estaba presente cuando me desmayé en la biblioteca. Este descubrimiento me ha sobresaltado, o me ha asustado esa terrible mirada, fría como la muerte. No sé cuál. Al principio no he podido decir nada más. Ella ha vuelto a escribir en la pizarra una pregunta extrañísima: «Dije entonces que la había dejado así un hombre. ¿Estaba en lo cierto?». Si la pregunta me la hubiera hecho cualquier otra persona en circunstancias habituales, la habría considerado demasiado impertinente para contestarla. ¿Entiende usted que la haya contestado, sir Patrick? Yo misma aún no lo comprendo. Sin embargo, así ha sido. Me ha obligado con sus ojos pétreos. He dicho: «Sí». —¿Todo esto ha ocurrido en la puerta? —En la puerta. —¿Cuándo la ha dejado pasar? —A continuación me ha hecho pasar. Me ha cogido por el brazo con brusquedad, me ha hecho entrar y ha cerrado la puerta. Tengo los nervios destrozados; he perdido el coraje. He sentido escalofríos cuando me ha tocado. Luego me ha soltado el brazo y me he quedado igual que una niña, esperando a que dijera o hiciera lo que se le antojara. Con las manos a los lados, me ha mirado durante un buen rato, haciendo un espantoso sonido de muda, no como si estuviera enfadada, sino más bien, si tal cosa es posible, como si estuviera satisfecha, complacida incluso, habría pensado de no ser porque se trataba de Hester Dethridge. ¿Me comprende? —Todavía no. Pero empezaré a comprenderlo preguntándole una cosa antes de que continúe. ¿Mostró algún apego por usted cuando ambas vivían en Windygates? —En absoluto. Parecía incapaz de sentir apego por mí o por cualquier otra persona. —¿Ha escrito más preguntas en su pizarra? —Sí, debajo de la que había escrito antes. Seguía pensando en mi desmayo y en el «hombre» que «me había dejado así». Me ha enseñado la pizarra y decía: «Dígame cómo lo hizo. ¿La golpeó?». La mayoría de la gente se habría reído de la pregunta. A mí me ha sobresaltado. Le he dicho que no. Ella ha movido la cabeza como si no me creyera. Ha escrito en la pizarra: «Somos reacias a reconocerlo cuando usan los puños y nos pegan, ¿verdad?». Yo le he dicho: «Está en un error». Ella se ha empecinado en seguir. «¿Quién es el hombre?», ha preguntado. He tenido serenidad suficiente para negarme a contestar eso. Entonces ha abierto la puerta y me ha indicado que me fuera. He hecho un ademán suplicándole que esperara un poco y ella ha vuelto a escribir en la pizarra con su rostro impenetrable, volviendo al «hombre». Esta vez la pregunta era aún más directa. Era evidente que había interpretado a su manera mi aparición en la casa. Ha escrito: «¿Es el hombre que se aloja aquí?». Me he dado cuenta de que me echaría de la casa si no le respondía. La única posibilidad que tenía era reconocer que había adivinado la verdad. «Sí. Quiero verlo», le he dicho. Ella me ha cogido entonces por el brazo con la misma rudeza de antes y me ha conducido al interior de la casa. —Empiezo a comprenderla —dijo sir Patrick—. Recuerdo que, en vida de mi hermano, oí decir que había sido brutalmente maltratada por su marido. La asociación de ideas es evidente, incluso para una mente turbada como la suya, si tenemos en cuenta esa circunstancia. ¿Cuál es el último recuerdo que tiene de usted? El de una mujer desmayada en Windygates. —¿Y? —La obliga a reconocer que ha acertado al suponer que, de algún modo, un hombre era el responsable del estado en que la encontró. Para ella es incomprensible que se sufra un desmayo por una conmoción. Recordando su propia experiencia, lo asocia con la brutalidad física de un hombre y ve en usted un reflejo de sus sufrimientos y su propio caso. Es curioso para un estudioso de la naturaleza humana. Y explica lo que de otro modo es injustificable: que incumpliera las instrucciones que ella misma había dado a la criada y le permitiera a usted entrar en la casa. ¿Qué ha ocurrido luego? —Me ha llevado a una habitación que supongo era la suya. Me ha ofrecido té por señas. Lo hacía todo de un modo muy extraño, sin el menor atisbo de amabilidad. Después de lo que acaba usted de decirme, creo que puedo interpretar a grandes rasgos lo que pasaba por su cabeza. Creo que sentía un interés desapasionado por una mujer a la que suponía tan desdichada como había sido ella. Yo he rechazado el té y he intentado volver al propósito de mi visita. No me ha prestado la menor atención. Ha señalado la habitación, me ha llevado hasta la ventana, ha señalado el jardín, y luego se ha señalado a sí misma. «Mi casa, mi jardín», quería decir. Había cuatro hombres en el jardín, y Geoffrey Delamayn era uno de ellos. He hecho un nuevo intento por explicar que quería hablar con él. ¡Pero no! Ella tenía sus propias ideas. Después de indicarme por señas que me apartara de la ventana, me ha llevado junto a la chimenea y me ha mostrado una hoja de papel escrito, enmarcado y con un cristal, que colgaba de la pared. Me ha parecido que estaba orgullosa de aquel manuscrito enmarcado. En cualquier caso, ha insistido en que lo leyera. Era un extracto de un testamento. —¿El testamento por el que había heredado la casa? —Sí. El testamento de su hermano. Decía que, en su lecho de muerte, lamentaba haberse distanciado de su única hermana desde que ella se había casado en contra de sus deseos y rechazando su consejo. Como prueba de su sincero anhelo de reconciliarse con ella antes de morir, y a modo de compensación por los malos tratos que había soportado a manos de su difunto marido, le legaba una renta de doscientas libras al año, junto con el usufructo de la casa y el jardín mientras viviera. Esto era, si mal no recuerdo, lo que decía en esencia aquel extracto. —Digno de su hermano y de ella misma —dijo sir Patrick—. Teniendo en cuenta su peculiar carácter, comprendo que le guste enseñarlo. Lo que me desconcierta es que admita inquilinos teniendo una renta para vivir. —Eso mismo le he preguntado yo. Tenía que ser cauta, así que primero he preguntado por los inquilinos, que aún se veían en el jardín, como excusa. Por lo que he podido entender, las habitaciones las alquiló una persona en representación de Geoffrey Delamayn; su entrenador, supongo. A Hester Dethridge la sorprendió que apenas se fijara en la casa y mostrara un extraordinario interés por el jardín. —Eso tiene una explicación muy clara, señorita Silvester. El jardín que usted me ha descrito sería el lugar ideal que buscaba para entrenar a su pupilo, con mucho espacio y bien resguardado de las miradas por los altos muros que lo rodean. ¿Qué ha ocurrido después? —Después le he preguntado por qué alquilaba habitaciones. Al preguntarle esto, su expresión se ha endurecido más que nunca. Me ha respondido en la pizarra con estas tristes palabras: «No tengo ni un solo amigo en el mundo. No me atrevo a vivir sola». ¡Ahí tiene el motivo! Terrible y deprimente, sir Patrick, ¿no le parece? —¡Deprimente, sin duda! ¿Cómo ha terminado todo? ¿Ha salido usted al jardín? —Sí, al segundo intento. De repente ha cambiado de opinión y me ha abierto la puerta ella misma. Al pasar por la ventana de la habitación donde la había dejado, he mirado hacia atrás. Se había sentado en una mesa junto a la ventana, vigilando al parecer lo que fuera a ocurrir. Había algo en su expresión cuando se han encontrado nuestras miradas (no sé bien qué) que me ha hecho sentir cierto desasosiego. Aceptando su punto de vista, sir Patrick, me inclino a pensar ahora que, por horrible que sea la idea, esperaba verme tratada como la habían tratado a ella en otro tiempo. Ha sido un auténtico alivio perderla de vista, aun sabiendo que iba a correr un grave riesgo. Cuando me he acercado a los hombres del jardín, he oído a dos de ellos hablando muy seriamente con Geoffrey Delamayn. La cuarta persona, un caballero mayor, se mantenía al margen, a cierta distancia de los demás. He procurado que no me viera mientras esperaba a que terminaran de hablar. Ha sido imposible no escuchar lo que decían. Los dos hombres intentaban convencer a Geoffrey Delamayn de que hablara con el caballero mayor. Según decían, era un médico famoso. Le repetían una y otra vez que valía la pena conocer su opinión... Sir Patrick la interrumpió. —¿Han mencionado su nombre? —preguntó. —Sí. Decían que era el señor Speedwell. —¡El mismo! Esto es aún más interesante de lo que usted imagina, señorita Silvester. Delante de mí el señor Speedwell advirtió a Delamayn del quebranto de su salud, cuando estábamos de visita en Windygates el mes pasado. ¿Ha hecho Delamayn lo que le pedían? ¿Ha hablado con el cirujano? —No. Se ha negado con expresión malhumorada. Recordaba lo mismo que usted. Ha dicho: «¿Que vea al hombre que me dijo que estaba acabado? ¡Ni hablar!». Después de reafirmarse con un juramento, les ha dado la espalda. Por desgracia, ha venido entonces hacía mí y me ha descubierto. El mero hecho de verme allí lo ha puesto frenético. Él... no puedo repetir sus palabras; ya es bastante malo haberlas oído. Creo, sir Patrick, que de no haber sido porque los dos hombres han corrido hacia nosotros y lo han sujetado, Hester Dethridge habría visto lo que esperaba ver. La alteración que ha sufrido ha sido tan pavorosa, incluso para mí, que creía conocer de sobra sus accesos de cólera, que tiemblo al recordarlo. Uno de los hombres que lo sujetaba, a su manera, ha sido casi brutal. Ha afirmado con el lenguaje más grosero posible que, si Delamayn tenía un ataque, perdería la carrera, y que yo sería la responsable. De no ser por el señor Speedwell, no sé qué habría hecho. Se ha acercado a mí y me ha dicho: «Éste no es lugar para usted ni para mí», me ha ofrecido su brazo y me ha conducido de vuelta a la casa. Hester Dethridge ha salido a nuestro encuentro en el pasillo y ha alzado una mano para detenerme. El señor Speedwell le ha preguntado qué quería. Ella me ha mirado y luego ha mirado hacia el jardín y ha hecho el gesto de dar un puñetazo. Por primera vez desde que la conozco, y espero que fueran imaginaciones mías, me ha parecido verla sonreír. El señor Speedwell me ha sacado de allí. «Están hechos los unos para los otros en esa casa —me ha dicho—. La mujer es tan salvaje como los hombres.» El carruaje que había visto esperando en la puerta era suyo. Lo ha llamado y cortésmente me ha ofrecido un asiento en él. Le he dicho que sólo abusaría de su amabilidad hasta la estación de tren. Mientras charlábamos, Hester Dethridge nos ha seguido hasta la puerta. Allí ha repetido el gesto con el puño, ha mirado hacia el jardín y luego a mí, y ha asentido con la cabeza como diciendo: «¡Al final lo conseguirá!». No tengo palabras para describir la alegría que he sentido al perderla de vista. ¡Espero y confío en que no volveré a encontrarme jamás con ella! —¿Ha averiguado las circunstancias que han llevado al señor Speedwell hasta esa casa? ¿Había ido por su cuenta o lo habían llamado ellos? —Lo habían llamado ellos. Me he atrevido a preguntarle por las personas que había en el jardín. El señor Speedwell me ha explicado todo lo que yo no entendía con la mayor cortesía. Uno de los dos hombres era el entrenador, el otro era el médico al que solía consultar. Al parecer, la verdadera razón por la que trajeron a Geoffrey de Escocia era que el entrenador estaba intranquilo y quería pedir consejo médico en Londres. Al ser consultado, su médico habitual había admitido que no podía interpretar los síntomas que le pedían que tratara. Él mismo ha llevado al gran cirujano a Fulham esta mañana. El señor Speedwell se ha abstenido de mencionar que había vaticinado lo que ocurriría en Windygates. Sólo ha comentado: «Conocí al señor Delamayn en sociedad y su caso me interesó lo suficiente para hacerle una visita, con el resultado que ha podido ver por sí misma». —¿Le ha contado algo sobre la salud de Delamayn? —Me ha dicho que había interrogado al otro médico durante el trayecto de Londres a Fulham, y que algunos de los síntomas del paciente indicaban un grave mal. De los síntomas no ha comentado nada. El señor Speedwell sólo ha hablado de cambios a peor que seguramente a una mujer no le costaría entender. En un momento dado, estaba tan apático e indiferente que nada conseguía animarlo. En otros, en cambio, le acometían terribles accesos de cólera sin causa aparente. Al entrenador le resultaba prácticamente imposible (en Escocia) conseguir que siguiera la dieta adecuada, y el médico había dado permiso para alquilar las habitaciones en la casa de Fulham, únicamente después de comprobar, no sólo que el jardín era apropiado, sino también que podía confiarse plenamente en las dotes culinarias de Hester Dethridge. Con su ayuda, le habían puesto una dieta completamente distinta, pero también ahí habían tropezado con grandes dificultades. Cuando el entrenador lo llevó a su nuevo alojamiento, resultó que había visto a Hester Dethridge en Windygates y que ésta le inspiraba una gran aversión. Al verla de nuevo en Fulham parecía totalmente aterrorizado. —¿Aterrorizado? ¿Por qué? —Nadie lo sabe. Entre el entrenador y el médico consiguieron impedir que abandonara la casa, pero sólo después de amenazarlo con declinar toda responsabilidad en la preparación para la carrera, a menos que se dominara y se comportara como un hombre en lugar de como un niño. Desde entonces se ha resignado poco a poco a su nuevo alojamiento, en parte porque Hester Dethridge tiene siempre la precaución de no acercarse a él, y en parte porque ha podido valorar el cambio de dieta que el médico ha conseguido imponerle, gracias a la habilidad de Hester. El señor Speedwell ha hecho algún comentario más, pero lo he olvidado. Sólo puedo repetir, sir Patrick, la opinión que se ha formado y que, viniendo de una autoridad como él, me parece en extremo sorprendente: si Geoffrey Delamayn participa en la carrera del próximo jueves, lo hará a riesgo de perder la vida. —¿A riesgo de caer muerto allí mismo? —Sí. El rostro de sir Patrick se volvió pensativo. Esperó un poco antes de volver a hablar. —No hemos perdido el tiempo —dijo— entreteniéndonos con lo ocurrido esta mañana durante su visita a Fulham. La posibilidad de que ese hombre muera debe ser sopesada muy seriamente. Sería muy deseable, por el bien de mi sobrina y de su marido, que pudiera prever, si puedo, qué efecto tendría un desenlace fatal en la investigación que se realizará el próximo sábado. Creo que usted podría ayudarme en esto. —Sólo tiene que decirme cómo, sir Patrick. —¿Puedo contar con que estará presente el sábado? —Desde luego. —¿Es plenamente consciente de que, al encontrarse con Blanche, va a ver a una persona que en este momento se ha distanciado de usted, a una amiga y hermana que, sobre todo por influencia de lady Lundie, ha dejado de sentirse amiga y hermana suya? —No me ha cogido del todo desprevenida, sir Patrick, saber que Blanche me ha juzgado mal. Cuando escribí mi carta al señor Brinkworth, le advertí con toda la delicadeza de que fui capaz de que sería fácil despertar los celos de su mujer. Puede usted confiar en que sabré dominarme, por dura que sea la prueba. Nada de lo que diga o haga Blanche cambiará mi agradecido recuerdo del pasado. La querré mientras viva. Que esta afirmación sirva para apaciguar cualquier temor que pudiera usted albergar sobre mi conducta, y dígame cómo puedo obrar por el bien de esa persona, que me interesa tanto como a usted. —Puede obrar del siguiente modo, señorita Silvester. Puede explicarme cuál era su situación con Delamayn cuando se hospedó en la posada de Craig Fernie. —Hágame las preguntas que considere convenientes, sir Patrick. —¿Lo dice en serio? —Sí. —Empezaré por recordarle algo que ya me ha contado. Delamayn le hizo promesa de matrimonio... —¡Una y otra vez! —¿Verbalmente? —Si. —¿Por escrito? —Sí. —¿Ve adonde quiero ir a parar? —Todavía no. —Cuando hemos empezado a hablar, se ha referido usted a una carta que recuperó de manos de Bishopriggs en Perth. He podido establecer por medio de Arnold Brinkworth que la hoja robada contenía dos cartas: una escrita por usted a Delamayn, y otra escrita por Delamayn a usted. Arnold recordaba el contenido de esta última, pero la otra carta no la había leído. Es de una importancia crucial, señorita Silvester, que me permita leer esa correspondencia antes de que nos despidamos hoy. Anne no respondió. Se quedó callada con las manos enlazadas sobre el regazo. Por primera vez, hurtó la mirada a sir Patrick con inquietud. —¿No bastaría —preguntó después de un rato— con decirle lo que contiene en esencia mi carta sin mostrársela? —No bastaría —respondió sir Patrick con toda sencillez—. Recuerde que ya le he insinuado antes la conveniencia de que yo lea esa carta, y he observado que se abstenía a propósito de captar mi insinuación. Lamento hacerla pasar por este doloroso trance, pero es la única manera de ayudarme en esta grave crisis. Anne se levantó de la silla y respondió poniendo la carta en manos de sir Patrick. —Recuerde lo que ha hecho él desde que le escribí esto —dijo—. E intente disculparme si le confieso que me avergüenzo de enseñárselo ahora. Tras estas palabras, se dirigió a la ventana y se quedó allí, con una mano apretada sobre el pecho, contemplando con aire ausente el tenebroso paisaje londinense de tejados y chimeneas, mientras sir Patrick leía la carta. Es necesario, para una correcta valoración de los acontecimientos, que otros ojos, además de los de sir Patrick, sigan el breve curso de la correspondencia en este momento. De Anne Silvester a Geoffrey Delamayn. Windygates, 12 de agosto de 1868 GEOFFREY DELAMAYN, he aguardado con la esperanza de que cogerías el caballo y vendrías a verme desde la casa de tu hermano, y he aguardado en vano. Tu comportamiento hacia mí es la crueldad personificada; no voy a soportarlo más. ¡Reflexiona! Por tu propio bien, reflexiona antes de conducir a la desdichada mujer que ha confiado en ti a la desesperación. Has prometido casarte conmigo por todo lo más sagrado. Te pido que cumplas tu promesa. Insisto en ser lo que juraste que sería, lo que he esperado ser durante todo este tedioso tiempo, lo que soy a los ojos de Dios, tu legítima esposa. Lady Lundie da una fiesta aquí el día catorce. Sé que te han invitado. Espero que aceptes. Si no te veo, no respondo de lo que pueda pasar. Estoy decidida a no aguantar por más tiempo esta incertidumbre. ¡Oh, Geoffrey, recuerda el pasado! Sé fiel, sé justo, con tu amante esposa, ANNE SILVESTER De Geoffrey Delamayn a Anne Silvester QUERIDA ANNE, acaba de ser reclamada mi presencia en Londres junto a mi padre. Me han telegrafiado que está grave. Quédate donde estás y yo te escribiré. Confía en el portador de esta carta. Por mi alma que mantendré mi promesa. Tu amante esposo, GEOFFREY DELAMAYN Windygates, 14 de agosto, 4 de la tarde. Terriblemente apurado. El tren sale a las 4 y media. Sir Patrick leyó la correspondencia conteniendo la respiración hasta el final. Al llegar a las últimas líneas de la carta, hizo lo que no había hecho en veinte años: se levantó de un brinco y cruzó la habitación sin ayuda de su bastón de marfil. Anne se sobresaltó y, volviéndose hacia él, lo miró con muda sorpresa. Sir Patrick se hallaba bajo los efectos de una fuerte emoción; su rostro, su voz, sus modales, todo lo denotaba. —¿Cuánto tiempo llevaba en Escocia cuando escribió esto? —Sir Patrick señaló la carta de Anne y formuló la pregunta con tal vehemencia que tartamudeó en las primeras palabras—. ¿Más de tres semanas? —añadió, clavando sus brillantes ojos negros en el rostro de Anne, con interés absorbente. —Sí. —¿Está segura? —Estoy segura. —¿Puede aportar testigos que la hayan visto? —Fácilmente. Sir Patrick dio la vuelta a la hoja de papel de cartas y señaló la carta a lápiz de Geoffrey en la cuarta página. —¿Cuánto tiempo llevaba él en Escocia cuando escribió esto? ¿Más de tres semanas también? Anne meditó unos instantes. —¡Por amor de Dios, piénselo bien! —exclamó sir Patrick—. No sabe lo que depende de su respuesta. Si no lo recuerda bien, dígamelo. —Mis recuerdos estaban un poco borrosos, pero ya se han aclarado. Había estado tres semanas en casa de su hermano, en Perthshire, antes de escribir esto. Y antes de ir a Swanhaven, pasó tres o cuatro días en el valle del Esk. —De nuevo, ¿está segura? —¡ Completamente! —¿Sabe de alguien que lo viera en el valle del Esk? —Sé de una persona que le llevó un mensaje de mi parte. —¿Una persona fácil de encontrar? —Muy fácil. Sir Patrick dejó a un lado la carta y sujetó las dos manos de Anne, presa de una incontenible agitación. —Escúcheme —dijo—. Toda la conspiración contra Arnold Brinkworth y usted cae hecha pedazos ante esta correspondencia. Cuando usted y él se encontraron en la posada... Hizo una pausa y la miró. Las manos de Anne empezaron a temblar entre las suyas. —Cuando Arnold Brinkworth y usted se encontraron en la posada —continuó—, según la ley de Escocia era ya una mujer casada. El día y la hora en que Geoffrey Delamayn escribió esas líneas en la última página de su carta, ¡se convirtió usted en su legítima esposa! Sir Patrick se interrumpió y volvió a mirarla. Sin pronunciar una sola palabra, sin hacer el menor movimiento con el cuerpo, Anne le devolvió la mirada inexpresivamente, paralizada por el horror, cuyo frío helaba también sus manos. También en silencio, sir Patrick dio un paso atrás con un leve reflejo de la consternación de Anne en su rostro. Casada... con el villano que no había vacilado en calumniar a la mujer a la que había arruinado la vida y había dejado luego desamparada y sola en el mundo. Casada... con el traidor que no había dudado en traicionar la confianza de Arnold, ni en devastar su hogar. Casada... con el rufián que la habría golpeado aquella misma mañana, si las manos de sus propios amigos no lo hubieran sujetado. ¡Y sir Patrick ni siquiera había pensado en ello! Concentrado únicamente en el futuro de Blanche, no se le había ocurrido pensarlo hasta que el rostro despavorido lo había mirado, diciéndole: «¡Piense en mi futuro también!». Sir Patrick volvió a acercarse y le cogió de nuevo la fría mano. —Perdóneme —dijo— por pensar primero en Blanche. El nombre de Blanche pareció animar a Anne. Su rostro volvió a la vida; sus ojos volvieron a tener un suave brillo. Sir Patrick pensó que podía arriesgarse a hablar con mayor claridad aún y añadió: —Soy consciente de este horrible sacrificio, igual que usted, y me pregunto si tengo derecho, si Blanche tiene derecho... Ella lo interrumpió con una leve presión de la mano. —Sí —respondió en voz baja—, si la felicidad de Blanche depende de ello. Escena decimotercera Fulham Capítulo L La carrera pedestre Un extranjero solitario que deambulaba por Londres sin rumbo fijo acabó deambulando hacia Fulham el día de la Carrera Pedestre. Poco a poco, se halló inmerso en la corriente de una multitud de ingleses impetuosos que fluía hacia un punto dado, adornada con colores de dos tonos predominantes: el rosa y el amarillo. Se dejó llevar por la corriente de transeúntes en la acera (acompañados por una corriente de carruajes en la carretera) hasta que se detuvieron en masa ante una verja, pagaron la entrada al encargado y entraron en tropel en un gran terreno despejado que tenía el aspecto de un jardín sin cultivar. Al llegar allí, el extranjero abrió los ojos maravillado ante la escena que tenía a la vista. Observó a miles de personas reunidas, pertenecientes casi de forma exclusiva a las clases medias y altas de la sociedad. Las había congregadas alrededor de un vasto cercado, otras elevadas sobre gradas de madera, como en un anfiteatro, y otras encaramadas al techo de carruajes sin caballos alineados en hileras. De esta muchedumbre surgía tal clamor de voces frenéticas como no había oído jamás en un gentío de aquellas islas. Entre los gritos, destacada, distinguió una pregunta repetida hasta la saciedad. Empezaba con: «¿Quién apuesta por...?», y terminaba pronunciando uno u otro de dos nombres británicos ininteligibles para un oído extranjero. Ante tan insólita visión y tan enardecidos sonidos, recurrió a un policía de servicio y le preguntó con su mejor inglés: —Perdone, señor, ¿qué es esto? El policía respondió: —Norte contra Sur. Deporte. El extranjero había recibido la información, pero no estaba satisfecho. Señaló a la concurrencia con un amplio gesto e insistió: —¿Por qué? El policía no quiso malgastar palabras con un hombre que hacía semejante pregunta. Levantó un largo índice de color púrpura con una ancha uña blanca en la punta y señaló solemnemente un cartel impreso, pegado en el muro que había a su espalda. El extranjero que deambulaba deambuló hacia el cartel. Después de leerlo con atención de arriba abajo, preguntó a un cortés ciudadano civil que había cerca, el cual resultó mucho más comunicativo que el policía. De resultas de esta consulta, y como persona que no acababa de comprender plenamente la enorme trascendencia nacional de los deportes atléticos, acabó formándose la siguiente idea: El color del Norte es el rosa. El color del Sur es el amarillo. El Norte presenta a catorce hombres de rosa y el Sur presenta a catorce hombres de amarillo. El encuentro entre rosa y amarillo es un acto solemne. Este acto solemne surge como consecuencia de una pasión nacional indómita por el endurecimiento de brazos y piernas, por el lanzamiento de martillos y bolas de críquet con los primeros y por correr y saltar con los segundos. Su objetivo es rivalizar públicamente. Los logros alcanzados son (físicamente) un desarrollo excesivo de los músculos a expensas de una tensión excesiva sobre el corazón y los pulmones; (moralmente) la gloria, otorgada en el mismo momento por el aplauso del público y confirmada al día siguiente por una noticia en los periódicos. Cualquier persona que pretenda ver la posibilidad de que estos ejercicios causen un perjuicio físico a los hombres que los practican, o que crea que la exhibición en sí misma supone una obstrucción moral a las influencias civilizadoras de las que depende la auténtica grandeza de todas las naciones, es sencillamente una persona sin bíceps, totalmente incomprensible. La Inglaterra muscular se desarrolla por sí sola y no le presta la menor atención. El extranjero se mezcló con la muchedumbre y observó más de cerca el espectáculo social que lo rodeaba. Había visto antes a aquellas gentes. Se las había encontrado (por ejemplo) en el teatro, y había advertido sus modales y sus costumbres con curiosidad y asombro considerables. Con el telón abajo, estaban tan poco interesados en lo que habían ido a ver que apenas tenían ánimos para hablar en los entreactos. Con el telón arriba, si la obra apelaba a su simpatía con alguna de las emociones humanas más nobles y elevadas, lo recibían como algo aburrido o lo desdeñaban por absurdo. El sentimiento público de los compatriotas de Shakespeare, que ellos representaban, no reconocía más que dos deberes en un dramaturgo: el de hacerlos reír y el de acabar pronto. Los dos grandes méritos del dueño de un teatro en Inglaterra (a juzgar por los escasos aplausos de sus cultos clientes) consistían en gastar montones de dinero en decorados y en contratar montones de mujeres descaradas para enseñar pechos y piernas. No sólo en los teatros, sino también en otras reuniones, en otros lugares, el extranjero había percibido la misma apatía imperturbable, cuando se exigía el más mínimo esfuerzo de refinados cerebros ingleses, y el mismo desprecio estúpido, cuando se apelaba a sus refinados corazones. ¡Dios nos libre de disfrutar con lo que no sean bromas o escándalos! ¡Dios nos libre de respetar lo que no sea rango y dinero! Éstas eran las meditaciones sociales de las damas y los caballeros insulares, tal como las expresaban en otras circunstancias y como se manifestaban en otros ámbitos. Aquí, todo había cambiado. Aquí estaban las pasiones desatadas, el interés enardecido, el entusiasmo desbordado que no se veía en ninguna otra parte. Aquí estaban los magníficos caballeros que estaban demasiado cansados para responder cuando el Arte se dirigía a ellos, gritando hasta quedarse roncos entre estallidos de aplausos rabiosos. Aquí estaban las elegantes damas que bostezaban tras el abanico ante la mera idea de tener que pensar o sentir, agitando el pañuelo con sincero deleite y ruborizándose por la excitación bajo los polvos y la pintura. ¿Y todo por qué? Por carreras y saltos, por lanzamientos de martillos y bolas. El extranjero contempló esto e intentó comprenderlo, como ciudadano de un país civilizado. Aún seguía intentándolo cuando se produjo una pausa en los concursos. Se retiraron unas vallas que habían servido para exhibir el satisfactorio estado de desarrollo (en el salto) entre las clases altas. Los privilegiados que tenían tareas que cumplir dentro del cercado lo recorrieron con la vista y desaparecieron uno tras otro. Se hizo un gran silencio de expectación en la multitud. Era evidente que se iba a producir un acontecimiento de interés e importancia sin igual. De pronto, el silencio quedó roto por los vítores estruendosos de la muchedumbre que se agolpaba en la carretera, fuera del recinto deportivo. ¿Iba a dirigirse al público algún famoso orador? ¿Se celebraba algún glorioso aniversario? El extranjero miró a su alrededor para pedir información una vez más. Dos caballeros, que contrastaban con la mayoría de los espectadores por el refinamiento de sus modales, se abrían paso lentamente entre la multitud que lo rodeaba en aquel momento. Respetuosamente les preguntó qué solemne evento nacional estaba a punto de celebrarse. Le respondieron que un par de jóvenes fornidos iban a correr varias vueltas en torno al cercado con objeto de dilucidar cuál era el más veloz de los dos. El extranjero alzó las manos y los ojos al cielo. ¡Oh, variopinta Providencia! ¿Quién habría sospechado que la infinita diversidad de tu creación incluía seres como aquéllos? Tras esta reflexión, volvió la espalda a la carrera y abandonó el lugar. De camino a la salida, necesitó utilizar su pañuelo y descubrió que se había esfumado. A continuación se palpó en busca de la cartera. También había desaparecido. De vuelta a su país, le hicieron preguntas inteligentes sobre Inglaterra. No tuvo más que una respuesta para todas ellas: «La nación en su conjunto es un misterio para mí. ¡De todos los ingleses, sólo entiendo a los ladrones!». Mientras tanto, los dos caballeros se habían abierto paso hasta un portillo de la valla que rodeaba el cercado. Tras presentar una orden escrita al policía que vigilaba el portillo, tuvieron acceso al sagrado recinto deportivo. Los espectadores, apelotonados, los miraron con una mezcla de envidia y curiosidad, preguntándose quiénes serían. ¿Eran árbitros designados para actuar en la carrera? ¿O periodistas? ¿O inspectores de policía? No eran ni una cosa ni la otra. Eran tan sólo el señor Speedwell, el cirujano, y sir Patrick Lundie. Los dos caballeros avanzaron hasta el centro del cercado y miraron a izquierda y derecha. La hierba que pisaban estaba rodeada por un ancho camino llano, compuesto de cenizas y arena cribada, y éste, a su vez, estaba rodeado por la valla y los espectadores situados detrás de ella. Más allá de las líneas así formadas, se alzaban a un lado los anfiteatros con sus hileras de bancos atestados, y al otro, las largas filas de carruajes con espectadores dentro y fuera de ellos. El sol de la tarde brillaba con fuerza; luces y sombras se combinaban en grandes masas; los variados colores de los objetos se mezclaban suavemente. Era una escena espléndida e inspiradora. Sir Patrick apartó la vista de las hileras de rostros impacientes que los rodeaban. —¿Habrá alguna persona en medio de esta gran muchedumbre —preguntó— que haya venido a ver la carrera con la duda que nos ha traído a nosotros hasta aquí? El señor Speedwell negó con la cabeza. —Ninguno de ellos sabe ni le importa lo que pueda costar este esfuerzo a los hombres que lo realizan. Sir Patrick volvió a mirar a derecha e izquierda. —Casi desearía no haber venido a verlo —dijo—. Si ese desgraciado... —No se atormente innecesariamente con la perspectiva más pesimista, sir Patrick —dijo el cirujano, interrumpiéndolo—. La opinión que me he formado no tiene por el momento razones fundadas. Creo que es acertada pero, al mismo tiempo, no es más que un disparo en la oscuridad. Tal vez me haya dejado engañar por las apariencias. Puede que la constitución del señor Delamayn tenga reservas de energía vital que yo no sospecho. Estoy aquí para aprender una lección, no para ver cómo se cumplen mis pronósticos. Sé que su salud está quebrantada y creo que va a correr con peligro de su vida, pero no podemos tener la seguridad antes de la carrera. Puede que se demuestre que estoy equivocado. Sir Patrick abandonó el tema durante un rato. No estaba tan animado como de costumbre. Desde que su entrevista con Anne le había confirmado que ella era la esposa legítima de Geoffrey, inevitablemente había acabado por convencerse de que lo mejor para Anne sería que él muriera. Aun pareciéndole horrible, no había dejado de obsesionarle la idea allá donde fuera, hiciera lo que hiciera y por mucho que se esforzara por desviar sus pensamientos de ella. Contempló la ancha pista de ceniza sobre la que iba a disputarse la carrera, consciente de que tenía un interés secreto en verla que consideraba completamente repugnante. Intentó reanudar la conversación con su amigo y conducirla hacia otros derroteros. Su esfuerzo fue inútil. Aunque no era su intención, volvió al tema fatídico de la competición que estaba a punto de celebrarse. —¿Cuántas veces han de recorrer esta pista? —preguntó. El señor Speedwell se volvió hacia un caballero que se aproximaba a ellos en aquel momento. —Ahí viene alguien que podrá decírnoslo —respondió. —¿Lo conoce? —Es uno de mis pacientes. —¿Quién es? —Después de los dos corredores, el personaje más importante que hay sobre la pista. Es la máxima autoridad: el arbitro de la carrera. La persona así descrita era un hombre de mediana edad con el rostro prematuramente ajado, los cabellos prematuramente blancos y un aire militar; de pocas palabras y ágiles maneras. —La pista mide cuatrocientos metros —dijo cuando el cirujano le repitió la pregunta de sir Patrick—. Cada vez que recorren la pista en su totalidad lo llamamos «vuelta». Los dos hombres han de correr dieciséis vueltas para acabar la carrera. Para no poner a prueba su aritmética, han de correr seis kilómetros y cuatrocientos metros; la carrera más larga de este tipo que se acostumbra a hacer en eventos deportivos como éste. —Los corredores profesionales superan ese límite, ¿no es cierto? —Sí, bastante, pero sólo en ciertas ocasiones. —¿Suelen vivir mucho? —Al contrario. Los que llegan a viejos son la excepción. El señor Speedwell miró a sir Patrick, que formuló una pregunta al arbitro. —Acaba usted de decirnos que los dos jóvenes que participan hoy van a correr la distancia más larga que han intentado en su vida. ¿Existe la convicción, entre los entendidos en esta materia, de que ambos están en disposición de soportar semejante ejercicio? —Puede juzgarlo por sí mismo, señor. Ahí viene uno de ellos. El arbitro señaló hacia el pabellón. En ese mismo momento estalló una gran salva de aplausos entre los espectadores. Fleetwood, campeón del Norte, ataviado con su color rosa, descendía por los escalones del pabellón y se encaminaba hacia la pista. Joven, esbelto y elegante, con una fuerza elástica que se manifestaba en cada uno de los movimientos de sus extremidades, con una sonrisa radiante en su rostro joven y decidido, el hombre del Norte se ganó las simpatías de las mujeres desde el principio. Un murmullo de excitada cháchara surgió por doquier entre ellas. Los hombres estaban más tranquilos, sobre todo los más entendidos. Para estos expertos, la cuestión más importante era si Fleetwood no estaba «demasiado bien». Se admitía que su entrenamiento era espléndido, pero, posiblemente, un poco excesivo para una carrera de seis mil cuatrocientos metros. El héroe del Norte entró en el cercado seguido de sus amigos y partidarios y de su entrenador. Este último llevaba un bote de lata en la mano. —Agua fría —explicó el arbitro—. Si muestra síntomas de agotamiento, su entrenador lo reanimará echándole unas gotas al pasar. Un nuevo estallido de aplausos resonó por el recinto. Delamayn, campeón del Sur, vestido con el color amarillo, apareció ante el público. El inmenso murmullo de voces aumentó progresivamente de volumen cuando se dirigió al centro del gran cercado. La emoción predominante era de sorpresa por el enorme contraste entre los dos hombres. Geoffrey le pasaba más de una cabeza a su contrincante y era de proporciones mayores. Las mujeres, que se habían deleitado con el andar muelle y la sonrisa confiada de Fleetwood, se quedaron más o menos impresionadas por la fuerza huraña del hombre del Sur cuando desfiló lentamente delante de ellas, con la cabeza gacha y el entrecejo fruncido, sordo a los aplausos que le dedicaban, indiferente a todas las miradas, sin hablar con nadie, concentrado, aguardando su momento. Los entendidos lo contemplaban con ávido interés. ¡Allí estaba el famoso «aguante» que iba a durar hasta las dos terroríficas últimas vueltas de la carrera, cuando el ágil y desenvuelto Fleetwood se quedase sin fuerza en las piernas! Había corrido el rumor de que Delamayn había tenido dificultades durante el entrenamiento. Y ahora que todas las miradas podían juzgarlo, su aspecto suscitaba críticas en algunos sectores. Eran exactamente las opuestas a las que se hacían a su adversario. La duda, en el caso de Delamayn, era si había entrenado lo suficiente. Aun así, su sólida fortaleza, la suavidad felina de sus movimientos y, por encima de todo, su gran reputación en el mundo de los músculos y el deporte, hicieron su efecto. Las apuestas, que con fluctuaciones ocasionales se habían mantenido a su favor hasta entonces, siguieron favoreciéndolo una vez visto. —Puede que Fleetwood sea mejor para las distancias cortas pero, para una carrera tan larga, el mejor es Delamayn. —¿Cree que nos ha visto? —susurró sir Patrick al cirujano. —No ve a nadie. —¿Puede juzgar el estado en que se encuentra a esta distancia? —Tiene el doble de fuerza muscular que el otro hombre. Su tronco y sus extremidades son magníficos. No me pregunte nada más. Estamos demasiado lejos para verle el rostro con claridad. La conversación volvió a decaer entre los espectadores, y otra vez reinó un silencio expectante. Una a una se congregaron junto a la pista las personas que estaban relacionadas oficialmente con la carrera. El entrenador Perry se encontraba entre ellas, con su lata de agua en la mano, cuchicheando animadamente con su pupilo, dándole los últimos consejos antes de empezar. El médico del entrenador los dejó para presentar sus respetos a su ilustre colega. —¿Qué tal le ha ido desde mi visita a Fulham? —preguntó el señor Speedwell. —¡De primera, señor! Usted lo vio en uno de sus días malos. Ha hecho maravillas en las últimas cuarenta y ocho horas. —¿Ganará la carrera? En privado, el médico había hecho lo mismo que Perry: había apostado por el adversario de Geoffrey. Públicamente era fiel a sus colores. Miró a Fleetwood con desdén y respondió afirmativamente sin la menor vacilación. En aquel momento, la conversación quedó interrumpida por un súbito movimiento en el cercado. Los corredores se dirigían al punto de salida. La carrera iba a comenzar. Los dos hombres aguardaron hombro con hombro, tocando la marca del suelo con el pie. Un disparo de pistola dio la señal de salida. En el preciso instante en que sonó, saltaban hacia adelante. Fleetwood se puso en seguida a la cabeza; Delamayn lo seguía a unos dos o tres metros de distancia. Corrieron la primera vuelta, la segunda y la tercera en ese orden, reservando fuerzas, observados ambos con interés inusitado por todos los presentes. Los entrenadores corrían de un lado a otro, junto a la pista, con los botes de lata en la mano, encontrándose con sus pupilos en puntos determinados para observarlos detenidamente en silencio. Los oficiales formaban un grupo y seguían a los corredores con la mayor atención. El médico del entrenador, pegado aún a su ilustre colega, ofreció al señor Speedwell y a su amigo las explicaciones pertinentes. —No hay mucho que ver en los primeros cuatrocientos metros, señor, excepto el «estilo» de cada uno. —¿Se refiere a que todavía no se están empleando a fondo? —Desde luego que no. De momento sólo se están tanteando y probando las piernas. Excelente corredor, ese Fleetwood, ¿se ha fijado, señor? Echa las piernas hacia adelante un poco mejor y no levanta tanto los talones como nuestro hombre. Admito que sus movimientos son mejores, pero fíjese, cuando pasen por aquí, en cuál de los dos sigue una línea más recta. ¡Ahí es donde Delamayn lleva ventaja! Es más fuerte, más sólido, tiene un paso más firme. Ya lo verá cuando lleguen a la mitad de la carrera. —Así, en las tres primeras vueltas, el médico se explayó sobre los dos «estilos», con términos amablemente adaptados a la comprensión de personas que desconocían el vocabulario de las pistas de carreras. En la cuarta vuelta —es decir, la que completaba mil seiscientos metros— se produjo el primer cambio de posiciones de los corredores. Delamayn aceleró de pronto. Fleetwood sonrió al verse sobrepasado. Delamayn mantuvo la cabeza hasta la mitad de la quinta vuelta, cuando Fleetwood, a una señal de su entrenador, forzó la marcha. En un instante pasó a Delamayn y volvió a encabezar la carrera hasta terminar la sexta vuelta. Al iniciar la séptima, Delamayn forzó también la marcha. Durante unos instantes corrieron a la par. Luego Delamayn se distanció centímetro a centímetro y recuperó la cabeza. Sonó la primera salva de aplausos (incitada por el Sur) cuando el hombre más corpulento batió a Fleetwood con su propia táctica y tomó la delantera en el momento crítico en que la carrera llegaba a la mitad. —¡Empieza a parecer que Delamayn ganará la carrera! —dijo sir Patrick. El médico del entrenador bajó la guardia. Contagiado por la emoción creciente de cuantos le rodeaban, dejó escapar la verdad. —¡Esperen un poco! —dijo—. Fleetwood tiene instrucciones de dejarlo pasar, esperando a ver de lo que es capaz. —Como puede ver, sir Patrick, la astucia es uno de los elementos de un deporte masculino —dijo el señor Speedwell en voz baja. Al final de la séptima vuelta, Fleetwood demostró que el médico estaba en lo cierto. Pasó a Delamayn, saliendo disparado como una flecha desde atrás. Al final de la octava vuelta llevaba una ventaja de dos metros. Estaban ya a mitad de carrera. Tiempo: diez minutos y treinta y tres segundos. Hacia el final de la novena vuelta, aflojaron un poco el paso y Delamayn volvió a tomar la delantera. Siguió en cabeza hasta el inicio de la undécima vuelta. En ese momento, Fleetwood levantó una mano al cielo con ademán triunfal y pasó a Delamayn gritando: «¡Hurra por el Norte!». Los espectadores se hicieron eco de su grito. La excitación crecía entre la multitud en la misma proporción en que los corredores empezaban a notar el esfuerzo. En la duodécima vuelta, Fleetwood tenía una ventaja de seis metros sobre Delamayn. Los seguidores del Norte lanzaron al aire gritos de triunfo, a los que respondieron los del Sur con gritos de desafío. En la vuelta siguiente, Delamayn acortó con decisión la distancia que lo separaba del rival. Al iniciarse la decimotercera vuelta corrían codo con codo. Unos metros más allá, Delamayn volvía a marchar en cabeza, en medio de estruendosos aplausos de todo el público. Sin embargo, al cabo de unos cuantos metros, Fleetwood se le acercó, lo pasó y lo dejó atrás, y perdió la cabeza de nuevo al final de la vuelta. La emoción alcanzó su punto álgido cuando los corredores, sin resuello, con el rostro congestionado y la respiración agitada, se alternaron una y otra vez en la cabeza de la carrera. Empezaron a oírse juramentos además de vítores. Las mujeres palidecieron y los hombres apretaron los dientes cuando empezó la penúltima vuelta. Al principio, Delamayn tenía la delantera. Seis metros más allá, Fleetwood desveló el propósito de su estrategia en la vuelta anterior, y dejó a todo el público electrizado al pasar a su rival haciendo uso, por primera vez en toda la carrera, de su máxima velocidad. Todos los presentes comprendieron entonces que a Delamayn se le había permitido tomar la delantera a regañadientes, que lo habían obligado hábilmente a hacer uso de todas sus energías, y que entonces, y sólo entonces, se le había arrebatado definitivamente la cabeza. Con desesperada resolución, hizo un último esfuerzo que elevó al paroxismo el entusiasmo del público. Mientras atronaban las voces y los espectadores agitaban sombreros y pañuelos, mientras el resultado final de la carrera, en único momento supremo, seguía siendo dudoso, el señor Speedwell cogió del brazo a sir Patrick. —¡Prepárese! —susurró—. Todo ha terminado. Apenas había pronunciado estas palabras, Delamayn se desvió bruscamente de su trayectoria. Su entrenador le echó agua. Delamayn se sobrepuso y dio un par de zancadas más, volvió a desviarse, se tambaleó, se llevó el brazo a la boca con un ronco grito de rabia, se clavó los dientes en la carne como una bestia salvaje... y cayó al suelo sin sentido. Estalló en el recinto una Babel de sonidos. Las voces de alarma se mezclaron con los gritos triunfales de los seguidores de Fleetwood, mientras éste seguía corriendo con paso ligero para ganar la carrera, ya sin rival. La multitud invadió, no sólo el cercado, sino también la pista. En medio del tumulto, arrastraron al hombre caído hasta la hierba, donde el señor Speedwell y el médico del entrenador lo atendieron. En el terrible momento en que el cirujano ponía su mano sobre el corazón, Fleetwood pasó por delante, corriendo la decimosexta y última vuelta por el pasillo que le abrían a viva fuerza amigos y policías. ¿Se había desmayado el hombre vencido o había muerto? Nadie despegaba los ojos de la mano del cirujano. El cirujano alzó la vista y pidió agua para echársela por la cara y brandy para hacérselo tragar. Geoffrey volvía en sí, había sobrevivido a la carrera. Se oyó un último estallido de aplausos, que saludaba la victoria de Fleetwood, cuando lo auparon para llevárselo al pabellón. A petición del señor Speedwell, sir Patrick fue la única persona ajena al entorno del corredor a la que permitieron entrar. Justo cuando subía las escaleras, alguien le tocó en el brazo. Era el capitán Newenden. —¿Responden los médicos por su vida? —preguntó el capitán—. No conseguiré llevarme de aquí a mi sobrina hasta que esté segura de ello. —Por el momento, sí —respondió sir Patrick. El capitán le dio las gracias y desapareció. Entraron en el pabellón, donde se tomaron las necesarias medidas reconstituyentes, siguiendo las instrucciones del señor Speedwell. Exteriormente, el atleta vencido yacía como una masa muscular inerte, impresionante aún en la derrota. Interiormente, era un ser más débil, en cuanto a la fuerza vital, que la mosca que zumbaba contra el cristal de la ventana. Poco a poco volvió a él la vida que antes se le escapaba. Se estaba poniendo el sol y empezaba a oscurecer. El señor Speedwell hizo una seña a Perry para que lo acompañara a un rincón vacío de la sala. —Dentro de media hora o menos estará en condiciones de que lo lleven a casa. ¿Dónde están sus familiares? Tiene un hermano, ¿no? —Su hermano está en Escocia, señor. —¿Y su padre? Perry se rascó la cabeza. —Por lo que yo sé, señor, su padre y él no se llevan demasiado bien. El señor Speedwell recurrió a sir Patrick. —¿Sabe usted algo de sus asuntos familiares? —Muy poco. Creo que es verdad lo que dice este hombre. —¿Vive su madre? —Sí. —Le escribiré yo mismo. Mientras tanto, alguien ha de llevarlo a su casa. Tiene aquí muchos amigos. ¿Dónde están? Miró por la ventana mientras hablaba. Alrededor del pabellón se había congregado un gran gentío esperando oír las últimas noticias. El señor Speedwell pidió a Perry que fuera a buscar a algún amigo de Geoffrey que conociera de vista. Perry vaciló y se rascó la cabeza por segunda vez. —¿A qué espera? —preguntó el cirujano con brusquedad—. Conoce de vista a sus amigos, ¿no? —No creo que los encuentre ahí fuera —dijo Perry. —¿Por qué no? —Apostaron fuerte por él, señor, y todos han perdido. Sordo a este injustificable motivo para la ausencia de amigos, el señor Speedwell insistió en que Perry fuera a buscar entre la muchedumbre. El entrenador volvió al poco rato. —Tenía usted razón, señor. Ahí fuera están algunos de sus amigos. Quieren verlo. —Deje que pasen dos o tres. Entraron tres. Miraron a Geoffrey y expresaron unas escuetas frases de compasión en argot. —Queríamos verlo. ¿Qué tiene, eh? —Un colapso. —¿Mal entrenamiento? —Deportes atléticos. —¿Ah? Gracias. Buenas tardes. Ante la respuesta del señor Speedwell, los tres salieron apresuradamente como un rebaño de ovejas azuzadas por su perro pastor. No hubo tiempo siquiera de preguntarles quién iba a llevar a Geoffrey a su casa. —Yo cuidaré de él, señor —dijo Perry—. Puede confiar en mí. —Yo también iré —añadió el médico del entrenador—, y me ocuparé de acomodarlo. (¡Los dos únicos hombres que se habían «cubierto», apostando en secreto por el rival, eran también los dos únicos que se ofrecían para llevarlo a casa!) Volvieron junto al sofá en el que estaba tendido Geoffrey. Sus ojos inyectados en sangre se movían sin parar con expresión ausente, buscando alguna cosa. Se posaron en el médico y volvieron a desviarse. Toparon con el señor Speedwell y se detuvieron en su rostro. —¿Qué quiere? —preguntó el cirujano, inclinándose sobre él. Geoffrey respondió con voz ronca y la respiración entrecortada, pronunciando las palabras una a una: —¿Voy... a... morir? —Espero que no. —¿Está seguro? —No. Geoffrey volvió a mirar a un lado y a otro. Esta vez sus ojos se posaron sobre el entrenador. Perry se acercó a él. —¿Qué puedo hacer por usted, señor? —El... bolsillo... de... mi... chaqueta —dijo con la misma lentitud de antes. —¿Éste, señor? —No. —¿Éste? —Sí. Libro. El entrenador buscó en el bolsillo y sacó un libro de apuestas. —¿Qué se ha de hacer con esto, señor? —Leer. El entrenador sostuvo el libro frente a Geoffrey, abierto por las dos últimas páginas en las que se habían hecho entradas. Geoffrey movió la cabeza de lado a lado con impaciencia. Era evidente que aún no se había recuperado lo bastante para leer lo que había escrito. —¿Se lo leo yo, señor? —Sí. El entrenador leyó tres entradas, una tras otra, sin resultado; todas habían sido pagadas honradamente. Al llegar a la cuarta, el hombre postrado dijo: —¡Alto! —Se trataba de la primera entrada que aún dependía de un futuro acontecimiento. Registraba una apuesta hecha en Windygates, cuando Geoffrey había apostado (desafiando la opinión del cirujano) que remaría en la regata universitaria de primavera, y había obligado a Arnold Brinkworth a apostar contra él. —¿Y bien, señor? ¿Qué se ha de hacer al respecto? Geoffrey hizo acopio de fuerzas para responder muy despacio: —Escribir... hermano... Julius. Pagar... Arnold... gana. La mano, que había levantado para dar un énfasis solemne a sus palabras, cayó a un lado. Cerró los ojos y se sumió en un sueño pesado y estertóreo. Justo es reconocer que, a pesar de ser un bribón, en el espantoso momento en que su vida pendía de un hilo, fue fiel a la única fe que quedaba entre los hombres de su tribu y su época: la fe en el libro de apuestas. Sir Patrick y el señor Speedwell abandonaron el recinto juntos; a Geoffrey se lo habían llevado ya a su alojamiento, que estaba muy cerca de allí. En la puerta de entrada se encontraron con Arnold Brinkworth, que se había mantenido aparte, entre la multitud, por deseo propio, y había decidido volver andando solo a casa. La separación de Blanche había alterado todas sus costumbres. En el tiempo que debía transcurrir antes de volver a ver a su mujer, no pedía más que dos favores: que le permitieran sobrellevarlo a su manera, y que lo dejaran en paz. Aliviado en el carruaje de la opresión que lo había hecho enmudecer mientras se disputaba la carrera, sir Patrick hizo una pregunta al cirujano, a la que había estado dando vueltas desde el colapso de Geoffrey. —No acabo de entender la inquietud que sentía por Delamayn —dijo—, cuando ha visto que sólo había sufrido un desmayo por la fatiga. ¿Acaso era algo más que un desmayo común? —De nada sirve ya ocultarlo —respondió el señor Speedwell—. Ha estado a punto de sufrir una parálisis. —¿Era eso lo que temía cuando habló con él en Windygates? —Eso fue lo que vi en su rostro cuando le avisé, y en eso estaba en lo cierto. Pero me equivoqué al calcular las reservas de energía vital que le quedaban. Cuando se ha desplomado durante la carrera, creía firmemente que era hombre muerto. —¿Es una parálisis hereditaria? La última enfermedad de su padre fue del mismo tipo. El señor Speedwell sonrió. —¿Parálisis hereditaria? —repitió—. Vaya, ese hombre es por naturaleza un fenómeno de salud y fuerza... en la flor de la vida. La parálisis hereditaria podría haberla sufrido dentro de treinta años. Únicamente esa dedicación a remar y a correr durante los últimos cuatro años es responsable de lo que ha ocurrido hoy. Sir Patrick aventuró una sugerencia. —Sin duda —dijo— debería usted hacerlo público como advertencia para los demás, y con su prestigio todos lo escucharían. —Sería completamente inútil. Delamayn está lejos de ser el primero que se ha desplomado durante una carrera pedestre por culpa de la fuerte tensión a que se ven sometidos los órganos vitales. El público tiene el bendito don de olvidar esos accidentes. Se contentaría con señalar al otro hombre (que casualmente ha logrado sobrevivir a la carrera) para refutarme. El futuro de Anne Silvester seguía obsesionando a sir Patrick. Su siguiente pregunta estaba relacionada con las posibilidades de recuperación de Geoffrey. —No se recuperará jamás —dijo el señor Speedwell—. La parálisis es una amenaza constante. No puedo decir cuánto vivirá. En gran parte depende de él. En su estado, cualquier imprudencia, cualquier emoción violenta podría matarlo repentinamente. —Si no ocurre ningún accidente —dijo sir Patrick—, ¿podrá abandonar el lecho y salir? —Desde luego. —Sé que tiene un compromiso el próximo sábado. ¿Es probable que pueda cumplirlo? —Muy probable. Sir Patrick no dijo nada más. Ante él apareció de nuevo la imagen de Anne en aquel memorable momento en que le había dicho que estaba casada con Geoffrey. Escena decimocuarta Portland Place Capítulo LI Un matrimonio escocés Era sábado, el tres de octubre, el día en que iba a demostrarse si Arnold estaba casado con Anne Silvester o no. Hacia las dos de la tarde, Blanche y su madrastra entraron en el salón de la casa de lady Lundie en Londres, en Portland Place. Desde la noche anterior, el tiempo había empeorado. Llovía desde primera hora de la mañana. Desde las ventanas del salón, la desolación de Portland Place fuera de temporada ofrecía su aspecto más deprimente. Las lóbregas casas de enfrente estaban todas cerradas; la carretera estaba cubierta por varios centímetros de lodo negro; el hollín flotaba en diminutas partículas negras, mezcladas con la lluvia que caía, y aumentaba la sucia oscuridad en medio de la niebla, que se iba espesando. Transeúntes y vehículos circulaban de tarde en tarde, dejando enormes vacíos de silencio en los que no se oía absolutamente nada. Incluso los organilleros habían enmudecido, y los perros callejeros estaban demasiado empapados para ladrar. Al apartar la vista del panorama que ofrecían las señoriales ventanas de lady Lundie para centrarla en el salón señorial, la melancolía que reinaba fuera se veía correspondida con la que reinaba en el interior. Fuera de temporada, la casa estaba cerrada y no se había considerado necesario perturbar este estado de cosas durante la breve visita de su dueña. Fundas de desvaído color marrón cubrían los muebles. Las arañas de luces colgaban invisibles, dentro de enormes bolsas. Los relojes silenciados hibernaban bajo las fundas con que los habían cubierto dos meses antes. En las mesas arrinconadas —llenas de adornos en otros momentos— no había más que papel, pluma y tinta (indicio de lo que iba a suceder). La casa olía a humedad; la casa se había quedado muda. Una melancólica doncella vagaba por los dormitorios del piso superior como un fantasma. Un melancólico criado, el último lacayo, que debía recibir a los visitantes, estaba sentado solo abajo, en el apagado comedor del servicio. En el salón, lady Lundie y Blanche no intercambiaban una sola palabra. Cada una esperaba la llegada de las personas involucradas en la investigación, absorta en sus propios pensamientos. Su situación en aquel momento era una parodia solemne de dos damas que dieran una fiesta y aguardaran a sus invitados. ¿Pensaba lo mismo alguna de las dos? O, pensándolo, ¿no se atrevían a reconocerlo? ¿Quién se atreve en una situación semejante? Son muchas las ocasiones en que tenemos excelentes motivos para reír con lágrimas en los ojos, pero sólo los niños son lo bastante audaces para dejarse llevar por el impulso. En la existencia humana, la burla de lo serio se mezcla de manera tan extraña con la realidad que nada salvo el respeto por nosotros mismos nos hace conservar la seriedad en algunos de los momentos críticos de nuestra vida. Las dos damas aguardaban el delicado trance con la gravedad que exigía la ocasión. Arriba, la silenciosa doncella andaba de un lado a otro sin hacer ruido. El lacayo silencioso esperaba inmóvil abajo. Fuera, la calle estaba desierta. Dentro, la casa era una tumba. El reloj de la iglesia dio la hora: las dos. En ese momento llegó la primera de las personas relacionadas con la investigación. Lady Lundie aguardó serenamente a que se abriera la puerta del salón. Blanche dio un respingo y empezó a temblar. ¿Era Arnold? ¿Era Anne? La puerta se abrió... y Blanche volvió a serenarse. El primero en llegar era sólo el abogado de lady Lundie, invitado a asistir en su nombre. Pertenecía a esa clase abundante de personas puramente mecánicas y totalmente mediocres, vinculadas a la práctica del Derecho, que seguramente, en un estado más avanzado de la ciencia, serán reemplazadas por maquinaria. Quiso ser útil alterando la disposición de las mesas y las sillas para que las partes contendientes estuvieran separadas entre sí. También rogó a lady Lundie que recordara que él no sabía nada de leyes escocesas, y que estaba allí sólo en calidad de amigo. Hecho esto, se sentó y contempló la lluvia con mudo interés, como si fuera una actividad de la Naturaleza que no hubiera tenido ocasión de examinar antes. El siguiente golpe en la puerta anunció la llegada de un visitante de índole completamente distinta. El melancólico lacayo anunció al capitán Newenden. Posiblemente por deferencia a la ocasión, posiblemente desafiando las inclemencias del tiempo, el capitán había dado un nuevo paso atrás, hacia sus días jóvenes. Iba con peluca y postizos, pintado y vestido para representar la idea abstracta de un varón de veinticinco años con la salud de hierro. Había quizá cierta rigidez en la parte de la cintura y una ligera falta de firmeza en los párpados y la barbilla. Por lo demás, tenía toda la apariencia de los veinticinco, fundada en la apariencia de una realidad de treinta y cinco, ¡ocultando la verdad invisible de que eran setenta! Llevaba una flor en el ojal y un garboso bastón en la mano. Vital, sonrosado, sonriente, perfumado: el aspecto del capitán iluminó la triste habitación. Sugería agradablemente la visita matutina de un joven petimetre. Pareció un poco sorprendido de ver a Blanche presente en el lugar de la inminente disputa. Lady Lundie consideró que era su deber explicarse. —Mi hijastra está aquí desafiando mis ruegos y mis consejos. Tal vez se presenten aquí personas que, en mi opinión, es indecoroso que vea. Se producirán revelaciones que ninguna joven de su posición debería oír. Ella insiste, capitán Newenden, y me veo obligada a ceder. El capitán se encogió de hombros y mostró su hermosa dentadura. Blanche estaba demasiado absorta en la dura prueba que se avecinaba para defenderse: no parecía haber oído siquiera lo que decía de ella su madrastra. El abogado seguía enfrascado en la interesante contemplación de la lluvia. Lady Lundie preguntó por la señora Glenarm. Como respuesta, el capitán describió la ansiedad de su sobrina como algo... algo... algo, en suma, que sólo pudo expresar moviendo su cabeza de rizos divinos y agitando su garboso bastón. La señora Delamayn se quedaría con ella hasta que el capitán regresara con alguna noticia. ¿Y dónde estaba Julius? Retenido en Escocia por asuntos electorales. ¿Y lord y lady Holchester? Lord y lady Holchester no sabían nada de todo aquello. Llamaron otra vez a la puerta. El pálido semblante de Blanche palideció más todavía. ¿Era Arnold? ¿Era Anne? Tras una demora más larga de lo habitual, el lacayo anunció... al señor Geoffrey Delamayn y al señor Moy. Geoffrey entró lentamente el primero, saludó a las dos damas en silencio y no se fijó en nadie más. El abogado londinense abandonó un instante la apasionante contemplación de la lluvia para señalar los lugares reservados al recién llegado y al consejero legal que lo acompañaba. Geoffrey se sentó sin mirar siquiera a los demás. Apoyó los codos en las rodillas y se puso a trazar dibujos sobre la alfombra con su tosco bastón de roble. El entrecejo fruncido y la boca entreabierta expresaban una imperturbable indiferencia. La derrota en la carrera y las circunstancias que la habían rodeado parecían haberlo vuelto más torpe y pesado de lo habitual, y nada más. El capitán Newenden, que se acercaba para hablar con él, se detuvo a mitad de camino, dubitativo. Se lo pensó mejor y se dirigió al señor Moy. El consejero legal de Geoffrey —un escocés del tipo vivaz, rubicundo y campechano— lo saludó cordialmente, anunciando, en respuesta a la pregunta del capitán, que los testigos (la señora Inchbare y Bishopriggs) aguardaban abajo hasta que los necesitaran, en la habitación del ama de llaves. ¿Había tenido alguna dificultad para encontrarlos? En absoluto. La señora Inchbare se encontraba en su posada. Al preguntar allí mismo por Bishopriggs, habían descubierto que la patrona y él habían llegado a un acuerdo y que había vuelto a su antiguo empleo como jefe de camareros. El capitán y el señor Moy prosiguieron la conversación así iniciada, mostrando una animación y una tranquilidad imperturbables. Sus voces fueron las únicas que se dejaron oír en el irritante intervalo que transcurrió hasta que sonó el siguiente golpe en la puerta. Por fin había llegado el momento. Ya no cabía la menor duda de quiénes iban a entrar ahora en el salón. Lady Lundie cogió a su hijastra firmemente de la mano. No estaba segura de lo que podía hacer Blanche en un primer impulso. Por primera vez en su vida, Blanche se dejó coger la mano por su madrastra de buena gana. La puerta se abrió... y entraron. Sir Patrick Lundie entró primero con Anne Silvester del brazo. Los seguía Arnold Brinkworth. Tanto sir Patrick como Anne inclinaron la cabeza en silencio para saludar a los presentes. Lady Lundie devolvió ceremoniosamente el saludo a su cuñado, y fingió no ver a Anne. Blanche no levantó la vista en ningún momento. Arnold avanzó hacia ella con la mano extendida. Lady Lundie se levantó y le indicó que se apartara. —¡Aún no, señor Brinkworth! —dijo con una calma y una crueldad absolutas. Arnold no le hizo el menor caso y miró a su mujer. Ésta alzó los ojos y se le llenaron de lágrimas al instante. El semblante moreno de Arnold adquirió una palidez cenicienta en su esfuerzo por contenerse. —No quiero angustiarte —dijo afablemente, y volvió a la mesa donde sir Patrick y Anne se habían sentado separados de los demás. Sir Patrick expresó su aprobación con un apretón de mano. La única persona que no participó, ni siquiera como espectador, en los acontecimientos que siguieron a la aparición de sir Patrick y sus compañeros fue Geoffrey. El único cambio visible en su persona se produjo en el manejo del bastón. En lugar de trazar dibujos sobre la alfombra, empezó a hacer un tatuaje a pequeños golpes. Por lo demás, permaneció sentado con la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos musculosos sobre las rodillas, cansado de todo por adelantado, antes de que hubiera dado comienzo. Sir Patrick rompió el silencio, dirigiendo la palabra a su cuñada. —Lady Lundie, ¿están presentes todas las personas a las que esperaba ver aquí hoy? Lady Lundie aprovechó la oportunidad para soltar la primera picadura del veneno que había estado acumulando. —Están todos los que esperaba —respondió—. Y algunos que no esperaba ver —añadió, mirando a Anne. La mirada no recibió respuesta, ni siquiera se percibió. Desde el momento en que ocupó su sitio junto a sir Patrick, los ojos de Anne estaban pendientes de Blanche. No se apartaron de ella, no perdieron en ningún momento su expresión de afectuosa tristeza, cuando habló la mujer que la odiaba. Todo lo que había de hermoso y sincero en aquel noble carácter hallaba su valor en Blanche. Al mirar una vez más a la hermana de su inolvidable pasado, la auténtica belleza de su semblante volvió a brillar en el rostro marchito y cansado. Todos los hombres de la habitación (excepto Geoffrey) la miraron, y todos (excepto Geoffrey) sintieron lástima de ella. Sir Patrick hizo una segunda pregunta a su cuñada. —¿Hay aquí alguien que represente los intereses del señor Geoffrey Delamayn? —preguntó. Lady Lundie se remitió al propio Geoffrey, el cual, sin alzar la vista, señaló con su manaza morena al señor Moy, sentado junto a él. El señor Moy (que en Escocia tenía el mismo rango legal que en Inglaterra tiene un abogado corriente) se levantó y se inclinó ante sir Patrick con la cortesía debida a un hombre que, en su época, había sido un abogado eminente en Escocia. —Yo represento al señor Delamayn —dijo—. Me congratulo, sir Patrick, por contar con su habilidad y experiencia en el curso de la investigación que vamos a iniciar. Sir Patrick devolvió el cumplido, así como la inclinación de cabeza. —Soy yo quien debería aprender de usted —dijo—. He tenido tiempo, señor Moy, para olvidar lo que llegué a saber. Lady Lundie miró a uno y a otro sin disimular su impaciencia, mientras los abogados intercambiaban estas cortesías formales. —Permítanme recordarles, caballeros, la incertidumbre que nos atenaza en este lado del salón —dijo—. Y también permítanme preguntarles cuándo se proponen empezar. Sir Patrick miró al señor Moy invitándole a hablar y el señor Moy hizo lo propio. ¡Más cortesías formales! ¡Esta vez se trataba de una educada disputa por cuál de los dos entendidos debía permitir al otro hablar primero! Viendo que la modestia del señor Moy era del todo inamovible, sir Patrick puso fin a la disputa iniciando el procedimiento. —Estoy aquí —dijo— para actuar en nombre de mi amigo, el señor Arnold Brinkworth. Permítame que se lo presente, señor Moy, como el marido de mi sobrina, con la que se casó legalmente el siete de septiembre pasado, en la iglesia de Saint Margaret, de la parroquia de Hawley, condado de Kent. Tengo aquí una copia del certificado de matrimonio, por si desea verla. La modestia del señor Moy declinó la invitación. —¡Totalmente innecesario, sir Patrick! Admito que se celebró la ceremonia en esa fecha entre las personas mencionadas, pero sostengo que no fue un matrimonio legal. Digo, en representación de mi cliente, aquí presente (el señor Geoffrey Delamayn), que el señor Arnold Brinkworth se había casado ya en una fecha anterior al siete de septiembre pasado, a saber, el catorce de agosto de este año, en un lugar llamado Craig Fernie, en Escocia, con una dama de nombre Anne Silvester, que vive aún y está aquí ahora, según tengo entendido. Sir Patrick presentó a Anne. —Ésta es la dama en cuestión, señor Moy. El señor Moy inclinó la cabeza e hizo una sugerencia. —Para ahorrarnos formalidades superfluas, sir Patrick, ¿damos por sentada la cuestión de la identidad por ambas partes? Sir Patrick aceptó la propuesta de su docto amigo. Lady Lundie abrió y cerró su abanico con impaciencia cada vez más evidente. El abogado de Londres se mostraba muy interesado. El capitán Newenden sacó su pañuelo y, utilizándolo como pantalla, bostezó de buena gana. Sir Patrick prosiguió. —Usted ha declarado que existe un matrimonio anterior —dijo a su colega—. Así pues, a usted le corresponde empezar. El señor Moy dirigió una mirada preliminar a las personas congregadas en el salón. —El objeto de nuestra reunión de hoy —dijo— tiene, si no ando desencaminado, dos vertientes distintas. En primer lugar, una persona que tiene un interés especial por el resultado de esta investigación (miró al capitán de reojo; el capitán espabiló de repente) considera deseable probar la declaración de mi cliente respecto al matrimonio del señor Brinkworth. En segundo lugar, todos deseamos por igual, sean cuales sean nuestras discrepancias, que esta investigación informal se convierta, si ello es posible, en un medio de evitar la lamentable publicidad que se derivaría de un proceso judicial. Al oír estas palabras, lady Lundie lanzó una segunda picadura de su veneno, escudándose en una protesta dirigida al señor Moy. —Quisiera informarle, señor, en nombre de mi hijastra —dijo—, de que no tenemos nada que temer de la publicidad, por grande que sea. Accedemos a estar presentes en lo que usted llama «esta investigación informal», reservándonos el derecho a llevar el asunto más allá de las cuatro paredes de esta habitación. No me refiero ahora a la posibilidad de que el señor Brinkworth limpie su nombre de la infame sospecha que pende sobre él y sobre otra Persona presente aquí. Ésa es una cuestión menor. Nuestro objetivo inmediato, tal como puede pretender comprenderlo una mujer, es el de establecer el derecho de mi hijastra a pedir cuentas al señor Brinkworth como esposa suya. Si el resultado no nos satisface en lo que a ese particular se refiere, no vacilaremos en presentar una demanda en los tribunales. —Lady Lundie se recostó en su silla, abrió el abanico y miró a su alrededor con los aires de una mujer que había puesto a toda la sociedad por testigo de que había cumplido con su deber. Una expresión de dolor cruzó el rostro de Blanche mientras hablaba su madrastra. Lady Lundie cogió su mano por segunda vez. Blanche la retiró deliberadamente y con decisión. Sir Patrick reparó en este gesto con especial interés. Antes de que el señor Moy pudiera decir una sola palabra a modo de respuesta, Arnold centró sobre sí la atención general, interviniendo de pronto en el desarrollo de la investigación. Blanche lo miró. Un fuerte rubor se extendió por su rostro... y volvió a desaparecer. Sir Patrick percibió la alteración y observó a su sobrina más detenidamente que nunca. Era evidente que la carta de Arnold a su mujer, con la ayuda del tiempo transcurrido, había mermado la influencia de su señoría sobre Blanche. —Después de lo que lady Lundie ha dicho en presencia de mi mujer —espetó Arnold, con el estilo directo de un muchacho—, creo que deberían permitirme que hablara yo también. Sólo quiero explicar por qué tuve que ir a Craig Fernie, y reto al señor Delamayn a negarlo, si puede. Alzó la voz al pronunciar las últimas palabras y sus ojos brillaron de indignación al mirar a Geoffrey. El señor Moy apeló a su docto amigo. —Me someto a su criterio, sir Patrick —dijo—, pero creo que la propuesta de este joven caballero está fuera de lugar en el estado actual de la investigación. —Perdóneme —respondió sir Patrick—. Usted mismo ha dicho que esto es una investigación informal. Me someto a su criterio, señor Moy, pero una propuesta informal no puede estar fuera de lugar en estas circunstancias, ¿no cree? La inagotable modestia del señor Moy cedió sin luchar lo más mínimo. La respuesta recibida tuvo el efecto de desconcertarlo en el inicio de la investigación. Un hombre de la experiencia de sir Patrick había de saber por fuerza que la mera declaración de inocencia de Arnold no podía producir más que una inútil demora en el procedimiento. Sin embargo, le parecía bien tal demora. ¿Acaso vigilaba secretamente por si se producía alguna circunstancia accidental que pudiera mejorar un caso que sabía que se presentaba mal para él? Concedido el permiso para hablar, Arnold habló. En cada palabra que pronunció resonaba el inconfundible tono de la verdad. Hizo un relato bastante coherente de los sucesos, desde el momento en que Geoffrey había solicitado su ayuda en la fiesta del jardín, hasta el momento en que se encontró ante la puerta de la posada de Craig Fernie. Aquí sir Patrick intervino para sellar sus labios y solicitó permiso para pedir a Geoffrey que confirmara las palabras de Arnold. Sir Patrick asombró al señor Moy al sancionar también esta irregularidad. Arnold se dirigió a Geoffrey con severidad. —¿Niegas que lo que he dicho es cierto? —preguntó. El señor Moy cumplió con su deber, informando a su cliente. —No está obligado a contestar —dijo— a menos que lo desee. Geoffrey alzó lentamente su pesada cabeza y miró de frente al hombre al que había traicionado. —Niego hasta la última palabra —dijo con un tono y una actitud desafiantes e imperturbables. —¿Hemos tenido ya suficientes afirmaciones y refutaciones, sir Patrick? —preguntó el señor Moy sin disminuir lo más mínimo su cortesía. Tras haber obligado primero a Arnold a contenerse, no sin cierta dificultad, sir Patrick llevó el asombro del señor Moy a su grado máximo. Por razones que sólo él conocía, resolvió reforzar la impresión visiblemente favorable que la declaración de Arnold había producido en su esposa, antes de que avanzara la investigación. —Debo pedirle que sea indulgente conmigo, señor Moy —dijo—. Aún no he acabado con las afirmaciones y refutaciones. El señor Moy se recostó en su asiento con una expresión entre perpleja y resignada. O bien el intelecto de su colega estaba en decadencia, o bien su colega tenía un propósito concreto que aún no se había manifestado. Empezaba a sospechar que la solución al acertijo tenía algo que ver con la segunda de las dos alternativas. En lugar de seguir protestando, aguardó sensatamente sin perderse detalle. Sir Patrick pasó descaradamente de una irregularidad a otra. —Pido permiso al señor Moy para volver al supuesto matrimonio del catorce de agosto en Craig Fernie —dijo—. ¡Arnold Brinkworth! Responda en presencia de todas las personas aquí reunidas. En todo lo que dijo e hizo mientras estaba en la posada, ¿no es cierto que únicamente lo guiaba el deseo de que la situación de la señorita Silvester fuera lo menos embarazosa posible, y la urgencia de llevar a cabo las instrucciones que le había dado el señor Geoffrey Delamayn? ¿Es ésa toda la verdad? —Ésa es toda la verdad, sir Patrick. —El día en que fue a Craig Fernie, ¿no es cierto que había pedido permiso para casarse con mi sobrina, unas cuantas horas antes? —Solicité su permiso, sir Patrick, y usted me lo dio. —Desde el momento en que entró en la posada hasta el momento en que la abandonó, ¿fue completamente inocente de toda intención de casarse con la señorita Silvester? —Jamás se me pasó siquiera por la cabeza la idea de casarme con ella. —¿Y esto lo jura por su honor de caballero? —Lo juro por mi honor de caballero. Sir Patrick se volvió hacia Anne. —¿Era necesario, señorita Silvester, que se hiciera pasar por una mujer casada el catorce de agosto en la posada de Craig Fernie? Anne apartó la vista de Blanche por primera vez. Respondió a sir Patrick prontamente, con serenidad y firmeza, observada por Blanche, que la escuchaba con ávido interés. —Fui a la posada sola, sir Patrick. La patrona se negó rotundamente a darme alojamiento a menos que la convenciera primero de que era una mujer casada. —¿A cuál de los dos caballeros esperaba usted en la posada, al señor Arnold Brinkworth o al señor Geoffrey Delamayn? —Al señor Geoffrey Delamayn. —Cuando llegó el señor Arnold Brinkworth en su lugar y dijo que era necesario acallar los escrúpulos de la patrona, ¿entendía usted que actuaba así para ayudarla, por mera bondad y siguiendo las instrucciones del señor Geoffrey Delamayn? —Así lo entendía, y me opuse con todas mis fuerzas a que el señor Brinkworth se colocara por mi culpa en una falsa posición. —¿Se debía su oposición al conocimiento de la ley de matrimonios escocesa, y de la situación en que podría verse el señor Brinkworth a causa de las peculiaridades de dicha ley? —No conocía en absoluto la ley escocesa. Sentía aversión y un vago recelo por el engaño del señor Brinkworth a la gente de la posada. Y temía que una persona a la que quiero con todo mi corazón sacara una conclusión equivocada. —¿Esa persona es mi sobrina? —Sí. —¿Pidió usted al señor Brinkworth (conociendo su amor por mi sobrina) que se marchara de la posada, en nombre de mi sobrina y por su bien? —Sí. —Como caballero que había prometido ayudar y proteger a una dama en ausencia de la persona a la que ella esperaba, se negó él a abandonarla? —Por desgracia, rehusó por ese motivo. —¿Fue usted completamente inocente de toda intención de casarse con el señor Brinkworth, de principio a fin? —Le respondo, sir Patrick, igual que el señor Brinkworth. Jamás se me pasó siquiera por la cabeza la idea de casarme con él. —¿Y esto lo jura por su fe de mujer cristiana? —Lo juro por mi fe de mujer cristiana. Sir Patrick se volvió hacia Blanche, que tenía el rostro oculto entre las manos. Su madrastra la conminaba en vano a dominarse. En el silencio que siguió, el señor Moy intervino a favor de los intereses de su cliente. —Reclamo mi derecho, sir Patrick, a formular unas preguntas. Sólo deseo recordarle a usted y a los aquí reunidos que todo lo que acabamos de oír no son más que afirmaciones de dos personas muy interesadas en escapar de una situación que los compromete fatalmente a los dos. Estoy esperando para probar el matrimonio que ellos niegan, no mediante una mera declaración por mi parte, sino recurriendo a testigos cualificados. Tras consultar brevemente con su propio abogado, lady Lundie reafirmó lo dicho por el señor Moy, con mayor rotundidad aún. —Quiero que comprenda, sir Patrick, antes de que prosiga, que sacaré a mi hijastra de la habitación, si vuelven a intentar atosigarla y confundirla. No tengo palabras para expresar lo que siento ante este modo tan cruel e injusto de conducir la investigación. El abogado londinense se manifestó también, aprobando el punto de vista de su dienta. —Como consejero legal de su señoría —dijo—, apoyo la protesta que acaba de hacer. Incluso el capitán Newenden se sumó a la censura general de la conducta de sir Patrick. —¡Bien dicho! —dijo, después de que hablara el abogado—. Muy cierto. Muy cierto, sí, señor. Sir Patrick se dirigió al señor Moy como si nada hubiera ocurrido, insensible al parecer a la situación en la que se hallaba. —¿Quiere presentar a sus testigos ahora mismo? —preguntó—. No tengo la menor objeción, siempre y cuando se me permita volver a este momento en que el procedimiento se ha interrumpido. El señor Moy reflexionó. El adversario (no podía caber ya la menor duda de que lo era) se guardaba un triunfo en la manga y aún no había mostrado las cartas. Para el abogado era más importante en aquel momento conseguir que sir Patrick mostrara su juego que insistir en derechos y privilegios de índole puramente formal. No había nada que pudiera poner en peligro la posición del señor Moy. Cuanto más tiempo se perdiera con las irregularidades de sir Patrick, más se reafirmarían los hechos evidentes del caso, con toda la fuerza del contraste, por boca de los testigos que esperaban abajo. Resolvió esperar. —Le ruego que siga, sir Patrick —dijo—, reservándome el derecho a la objeción. Con gran sorpresa por parte de todos, sir Patrick se dirigió a Blanche, citando las palabras que lady Lundie había utilizado contra él, con una serenidad absoluta. —Me conoces lo bastante bien, querida mía —dijo—, para estar segura de que soy incapaz de atosigarte o confundirte a sabiendas. Tengo que hacerte una pregunta que puedes contestar o no, según te convenga. Antes de que pudiera hacer la pregunta, hubo una breve disputa entre lady Lundie y su consejero legal. Tras hacer callar a su señoría (no sin dificultad) , el abogado londinense pidió también que se le concediera el derecho de objetar, en lo que a su cliente concernía. Sir Patrick asintió y procedió a hacer su pregunta a Blanche. —Has oído lo que ha dicho Arnold Brinkworth y lo que ha dicho la señorita Silvester —dijo—. Tu marido, que te ama, y la hermana y amiga, que te ama, han hecho una declaración solemne. Recuerda lo que sabes de ellos, recuerda lo que acaban de decir y dime: ¿crees que han mentido? Blanche respondió al instante. —¡Creo, tío, que dicen la verdad! Ambos abogados hicieron constar sus objeciones. Lady Lundie hizo un nuevo intento por hablar y fue acallada una vez más, esta vez por el señor Moy, además de su propio abogado. Sir Patrick prosiguió. —¿Tienes alguna duda sobre la absoluta corrección de la conducta de tu marido y tu amiga, ahora que los has visto y oído cara a cara? Blanche respondió de nuevo sin la menor reserva. —Les pido que me perdonen —dijo—. Creo que he cometido una gran injusticia con los dos. Blanche miró primero a su marido, luego a Anne. Arnold intentó levantarse. Sir Patrick lo contuvo con firmeza. —¡Espera! —susurró—. No sabes lo que viene ahora. —Después de decir esto, se volvió hacia Anne. La mirada de Blanche había conmovido el corazón de la fiel amiga que tanto la quería. Anne había vuelto el rostro y las lágrimas pugnaban por escapar de las manos débiles y consumidas que en vano intentaban ocultarlas. Los abogados hicieron constar sus objeciones formales una vez más. Sir Patrick se dirigió a su sobrina por última vez. —Crees lo que Arnold Brinkworth ha dicho; crees lo que la señorita Silvester ha dicho. Sabes que ni siquiera se les pasó por la cabeza la idea del matrimonio en la posada. Sabes que, ocurra lo que ocurra en el futuro, no existe la menor posibilidad de que ninguno de los dos consientan en admitir que hayan sido o puedan ser Marido y Mujer. ¿Te basta esto? ¿Estás dispuesta, antes de que prosiga esta investigación, a tomar la mano de tu marido y volver bajo su protección, y a dejarme el resto a mí, contentándote con mi afirmación de que, tal como ocurrieron los hechos, ni siquiera la ley escocesa puede demostrar que sea cierta la monstruosa acusación de que hubo matrimonio en Craig Fernie? Lady Lundie se levantó. Ambos abogados se levantaron. Arnold se quedó sentado, completamente atónito. Incluso Geoffrey —que se había comportado como un bruto indiferente a todo lo que pasaba hasta entonces— alzó la cabeza con un súbito respingo. En medio de la profunda impresión que había producido, Blanche, de cuya decisión dependía todo el futuro de la investigación, se volvió y respondió con estas palabras: —Espero que no me considere una ingrata, tío. Estoy segura de que Arnold no se ha portado mal conmigo a sabiendas. Pero no puedo volver con él hasta estar segura de que soy su mujer. Lady Lundie abrazó a su hijastra en un súbito arrebato de afecto. —¡Mi querida niña! —exclamó su señoría con fervor—. ¡Bien hecho, mi querida niña! Sir Patrick inclinó la cabeza sobre su pecho. —¡Oh, Blanche, Blanche! —le oyó susurrar Arnold—. ¡Si supieras lo que me obligas a hacer! El señor Moy intervino para decir unas palabras sobre la decisión de Blanche. —Respetuosamente quiero expresar que apruebo la decisión de la joven dama —dijo—. Es difícil imaginar un compromiso más peligroso que el que usted le ha sugerido. Con la toda deferencia debida a sir Patrick Lundie, su opinión sobre la imposibilidad de probar que no hubo matrimonio en Craig Fernie dista mucho de haber sido confirmada. Mi opinión profesional es completamente opuesta. Tengo la seguridad de que hay otro abogado escocés en Glasgow que sostiene también el punto de vista opuesto. Si esta joven dama no hubiera actuado con una sensatez y un valor que la honran, podría haber llegado el día en que viera su reputación arruinada y a sus hijos declarados ilegítimos. ¿Quién sabe si en el futuro no podrían presentarse circunstancias que obligaran al señor Brinkworth o a la señorita Silvester a confirmar el mismo matrimonio que rechazan ahora? ¿Quién sabe si, con el transcurso de los años, no habría parientes interesados (dado que hay propiedades en juego) que descubrirían motivos propios para poner en duda el matrimonio de Kent? Reconozco que envidio la inmensa seguridad en sí mismo que permite a sir Patrick arriesgar lo que está dispuesto a arriesgar basándose en su opinión personal sobre un punto de la ley controvertido. El abogado se sentó en medio de murmullos de aprobación y lanzó una mirada astuta y expectante a su derrotado adversario. «¡Si esto no le irrita lo suficiente para hacerle mostrar su juego, no habrá nada que lo consiga!», pensó el señor Moy. Sir Patrick alzó lentamente la cabeza. No había irritación en su rostro, sino únicamente angustia, cuando volvió a tomar la palabra. —No tengo intención de discutir con usted, señor Moy —dijo amablemente—. Entiendo que mi conducta ha de parecer por fuerza extraña, e incluso censurable, no sólo a sus ojos, sino también a los ojos de los demás. Mi joven amigo aquí presente le dirá —miró a Arnold— que la opinión que ha expresado usted en cuanto a los futuros riesgos que comporta este caso fue también la mía, y que estoy actuando ahora en contra de los consejos que yo mismo le di no hace mucho. Perdóneme, se lo ruego, por explayarme (momentáneamente) en los motivos que han influido en mí desde que he entrado en esta habitación. Me encuentro en una situación en la que recae sobre mí una responsabilidad sin precedente y siento una angustia indescriptible. ¿Se me permite presentar esta explicación como excusa, si solicito una última prolongación de su indulgencia para la última irregularidad que se me podrá imputar en relación con este procedimiento? Sólo lady Lundie se resistió a la dignidad sencilla y conmovedora con que sir Patrick pronunció aquellas palabras. —Ya hemos tenido bastantes irregularidades —dijo con severidad—. Por mi parte, yo me opongo. Sir Patrick aguardó pacientemente la respuesta del señor Moy. El abogado escocés y el abogado inglés se miraron... y se comprendieron. El señor Moy respondió por los dos. —Sir Patrick, no pretendemos imponerle otros límites que los que usted mismo, como caballero, se imponga. Sujeto —añadió el prudente escocés— al derecho de objeción que nos hemos reservado ya. —¿Tiene alguna objeción a que hable con su cliente? —preguntó sir Patrick. —¿Con el señor Geoffrey Delamayn? —Sí. Todas las miradas se volvieron hacia Geoffrey. Parecía medio dormido en su asiento, con las macizas manos colgando lánguidamente sobre las rodillas y el mentón apoyado sobre el mango curvo de su bastón. Al mirar a Anne cuando sir Patrick pronunció el nombre de Geoffrey, el señor Moy vio un cambio en ella. Anne apartó las manos de la cara y se volvió de pronto hacia su consejero legal. ¿Estaba ella al tanto del objetivo cuidadosamente ocultado al que apuntaba su oponente desde el principio? El señor Moy decidió salir de dudas invitando a sir Patrick a proseguir con un gesto. Sir Patrick se dirigió a Geoffrey. —Esta investigación le concierne muy de cerca —dijo—. Sin embargo, aún no ha tomado parte en ella. Hágalo ahora. Mire a esta dama. Geoffrey no se movió. —Ya la he visto bastante —respondió con rudeza. —Motivos tiene para avergonzarse de mirarla —dijo sir Patrick tranquilamente—. Pero podría haberlo admitido con palabras más adecuadas. Haga memoria y vuelva al catorce de agosto. ¿Niega usted que prometió casarse con la señorita Silvester en privado en la posada de Craig Fernie? —Protesto por esa pregunta —dijo el señor Moy—. Mi cliente no tiene ninguna obligación de responderla. A Geoffrey, con un genio siempre presto a sublevarse, le molestó la intromisión de su abogado. —Responderé si quiero —replicó con insolencia. Miró un momento a sir Patrick sin levantar la barbilla del mango del bastón. Luego bajó la vista otra vez—. Lo niego —dijo. —¿Niega usted que prometió casarse con la señorita Silvester? —Sí. —Le he pedido hace un momento que la mire... —Y yo le he dicho que ya la he visto bastante. —Míreme a mí. En mi presencia, y en presencia de las demás personas que hay aquí, ¿niega que le debe a esta dama la reparación del matrimonio por su propio juramento solemne? Geoffrey alzó la cabeza repentinamente. Sus ojos, después de posarse un instante en sir Patrick, se desviaron poco a poco y, encendiéndose lentamente, se clavaron en el rostro de Anne lanzando espantosos destellos felinos. —Sé muy bien lo que le debo —dijo. El odio voraz de su mirada corría parejo con el feroz afán de venganza que destilaba su voz. Era horrible verlo; era horrible oírlo. —Contrólese, o abandono su caso —le susurró el señor Moy. Sin responder, sin escuchar siquiera, alzó una mano y se la miró con expresión ausente. Susurró algo para sus adentros y contó con tres dedos, en tres divisiones sucesivas, lo que susurraba lentamente. Volvió a clavar la vista en Anne con el mismo odio voraz y habló (esta vez dirigiéndose a ella) con el mismo afán vengativo en su voz. —De no haber sido por ti, me habría casado con la señora Glenarm. De no haber sido por ti, habría hecho las paces con mi padre. De no haber sido por ti, habría ganado la carrera. Sé muy bien lo que te debo. —Sus manos, que antes colgaban, fueron cerrándose furtivamente. Su cabeza cayó de nuevo sobre el amplio pecho. No dijo nada más. No se movió nadie, no se pronunció una sola palabra. El mismo horror los dejó mudos a todos. Los ojos de Anne volvieron una vez más a posarse en Blanche. Su coraje la sostuvo incluso en aquel instante. Sir Patrick se levantó. Las fuertes emociones que había contenido hasta entonces asomaron ahora claramente a su cara, y se manifestaron en su voz. —Venga conmigo a la habitación contigua —dijo a Anne—. ¡Tengo que hablar con usted ahora mismo! Sin advertir el asombro que había causado, sin prestar la más mínima atención a las protestas que le dirigían su cuñada y el abogado escocés, cogió a Anne del brazo, abrió las puertas plegables que había en un extremo de la habitación, y volvió a cerrarlas. Lady Lundie consultó a su consejero legal. Blanche se levantó, dio unos cuantos pasos y se quedó mirando las puertas plegables con el alma en vilo. Arnold se levantó para hablar con ella. El capitán se acercó al señor Moy. —¿Qué significa esto? —preguntó. El señor Moy respondió, presa también de una gran alteración. —Significa que no he sido correctamente informado. Sir Patrick Lundie tiene en su poder una prueba que compromete seriamente las alegaciones del señor Delamayn. Ha rehuido utilizar esa prueba, pero ahora no tiene más remedio. ¿Cómo es que me lo ha ocultado? —preguntó el abogado, volviéndose hacia su cliente con expresión severa. —No sé de qué habla —respondió Geoffrey sin alzar la cabeza. Lady Lundie hizo una seña a Blanche para que se apartara y avanzó hacia las puertas plegables. El señor Moy la detuvo. —Aconsejo a su señoría que sea paciente. Toda intervención es inútil. —¿No he de intervenir, señor, en mi propia casa? —A menos que me equivoque por completo, señora, la investigación que se lleva a cabo en su casa está a punto de terminar. No hará más que dañar sus propios intereses si intenta intervenir. Deje que el fin llegue por sí solo. Lady Lundie cedió y regresó a su asiento. Todos aguardaron en silencio a que las puertas se abrieran. Sir Patrick Lundie y Anne Silvester estaban solos en la habitación. Sir Patrick sacó del bolsillo superior de su chaqueta la hoja de papel que contenía la carta de Anne y la respuesta de Geoffrey. Su mano temblaba; tenía la voz entrecortada al hablar. —He hecho cuanto podía hacerse —dijo—. Lo he probado todo para evitar recurrir a esto. —Le agradezco su bondad, sir Patrick. Ahora debe utilizarlo. La calma de la mujer ofrecía un extraño y conmovedor contraste con la emoción del hombre. No había temor en su rostro ni titubeaba su voz al responder. Sir Patrick le cogió la mano. Por dos veces intentó hablar y en ambas pudo más la emoción. Le entregó entonces la carta en silencio. También en silencio, apartó ella la carta, preguntándose qué pretendía. —Cójala —dijo él—. ¡No puedo utilizarla! ¡No me atrevo! Después de lo que he visto con mis propios ojos y he escuchado con mis propios oídos en la otra habitación... ¡pongo a Dios por testigo de que no me atrevo a pedirle que se declare esposa de Geoffrey Delamayn! Ella le respondió con una sola palabra. —¡Blanche! Sir Patrick movió la cabeza con gesto impaciente. —¡Ni siquiera por el bien de Blanche! ¡Ni siquiera por Blanche! Si hay algún riesgo, estoy dispuesto a aceptarlo. Sostengo mi opinión. Creo que estoy en lo cierto. ¡Déjeme recurrir a la ley! Yo presentaré el caso y lo ganaré. —¿Está seguro de ganarlo, sir Patrick? En lugar de contestar, sir Patrick volvió a ofrecerle la carta. —Destrúyala —susurró—. Y confíe en mi silencio. Anne cogió la carta. —Destrúyala —repitió él— Podrían abrir las puertas. Podrían entrar en cualquier momento y verla en su mano. —Tengo que hacerle una pregunta antes de destruirla, sir Patrick. Blanche se niega a volver con su marido, a menos que tenga la absoluta certeza de ser su esposa. Si utilizo esta carta, podría volver con él hoy mismo. Si me declaro esposa de Geoffrey Delamayn, libero a Arnold Brinkworth de una vez para siempre de toda sospecha. ¿Tiene usted la misma certeza de poder liberarlo de cualquier otro modo y con la misma eficacia? ¡Respóndame como respondería un hombre de honor a una mujer que confía en él sin reservas! Anne lo miró a los ojos. Él bajó la vista y no contestó. —Ya me ha contestado —dijo ella. Anne pasó junto a él y puso la mano sobre la puerta. Él la detuvo. Tenía lágrimas en los ojos cuando tiró de ella suavemente. —¿Para qué esperar? —preguntó Anne. —Espere —respondió él—, como un favor personal. Anne se sentó tranquilamente en la silla más cercana y apoyó la cabeza en una mano pensativamente. Sir Patrick se inclinó sobre ella y le habló con impaciencia, casi airado. La firme resolución del rostro de Anne le parecía terrible cuando pensaba en el hombre de la habitación contigua. —Tómese tiempo para pensarlo —rogó—. No se deje llevar por sus impulsos. No actúe bajo la influencia de una falsa emoción. No tiene ninguna obligación de hacer este horrible sacrificio. —¡Emoción! ¡Sacrificio! —Anne sonrió con tristeza al repetir las palabras—. ¿Sabe en qué estaba pensando, sir Patrick? Sólo en los viejos tiempos, cuando era una niña. Tuve ocasión de ver el lado oscuro de la vida mucho antes que la mayoría de niños. Mi madre fue cruelmente abandonada. Las implacables leyes matrimoniales de este país fueron más difíciles de sobrellevar para ella que para mí. Murió de pena. Pero una amiga la consoló en sus últimos momentos y le prometió ser como una madre para su hija. No recuerdo un solo día desdichado en todo el tiempo que viví con aquella leal mujer y su hijita, hasta el día en que nos separamos. Ella se fue de viaje con su marido y su hijita y yo nos quedamos aquí. Antes de partir habló conmigo. En su corazón anidaba el temor de una muerte cercana. «Prometí a tu madre que serías como una hija para mí y tranquilicé su espíritu. Tranquiliza el mío ahora, Anne, antes de que me vaya. Ocurra lo que ocurra en los años venideros, prométeme ser siempre lo que eres ahora, una hermana para Blanche.» ¿Dónde está la falsa emoción, sir Patrick, en viejos recuerdos como ésos? ¿Y cómo puede existir sacrificio en cualquier cosa que haga por Blanche? Anne se levantó y ofreció su mano a sir Patrick, que se la llevó a los labios sin decir nada. —¡Vamos! —dijo ella—. Por el bien de los dos, no prolonguemos más esto. Sir Patrick volvió el rostro. No era momento de dejarle ver que había conseguido perturbar su hombría. Anne esperó con la mano en la puerta. Sir Patrick se armó de valor para enfrentarse con el horror de la situación serenamente. Anne abrió la puerta y volvió a entrar en la otra habitación. Ninguno de los presentes dijo nada cuando regresaron a sus asientos. El ruido de un carruaje que pasaba por la calle sonó con claridad. La posibilidad de que alguien llamara a la puerta de la casa hizo que todos se sobresaltaran. La dulce voz de Anne rompió el tétrico silencio. —¿Debo hablar por mí misma, sir Patrick, o hablará usted por mí? Se lo pido como un último y grandísimo favor. —¿Insiste en recurrir a la carta que tiene en la mano? —Estoy decidida a utilizarla. —¿No habrá nada que la induzca a aplazar veinticuatro horas el final de esta investigación en lo que a usted concierne? —Uno de los dos, sir Patrick, debe decir lo que se ha de decir y hacer lo que se ha de hacer, antes de que abandonemos esta habitación. —Deme la carta. Anne le entregó la carta. —¿Sabe qué es? —susurró el señor Moy a su cliente. Geoffrey negó con la cabeza—. ¿De verdad no recuerda nada? —¡Nada! —replicó Geoffrey con una sola palabra huraña. Sir Patrick se dirigió a todos los presentes. —Debo pedirles perdón —dijo— por abandonar bruscamente la habitación y obligar a la señorita Silvester a que me siguiera. Creo que todos los aquí reunidos, menos ese hombre —señaló a Geoffrey—, comprenderán mi posición y me perdonarán, ahora que me veo obligado a dar una explicación completa de mi conducta. Por razones que pronto se harán evidentes, dirigiré esta explicación a mi sobrina. Blanche dio un respingo. —¡A mí! —exclamó. —A ti —dijo sir Patrick. Blanche se volvió hacia Arnold, amilanada por una vaga sensación de que se avecinaba algo importante. La carta que había recibido de su marido tras partir de Ham Farm había aludido necesariamente a una relación entre Geoffrey y Anne que antes Blanche ignoraba por completo. ¿Iba a producirse alguna referencia a aquella relación? ¿Iba a desvelarse alguna cosa más que la carta de Arnold no la había preparado para escuchar? Sir Patrick prosiguió. —Hace un momento —dijo a Blanche— te he propuesto que regresaras bajo la tutela de tu marido y dejaras que yo me ocupara de terminar con este asunto. Te has negado a volver con él hasta estar convencida de que eres realmente su esposa. Gracias al sacrificio de la señorita Silvester en bien de tus intereses y de tu felicidad (y te digo francamente que he hecho todo lo posible por evitarlo), estoy en situación de demostrar categóricamente que Arnold Brinkworth era un hombre soltero cuando se casó contigo en mi finca de Kent. La experiencia del señor Moy le advirtió sobre lo que estaba a punto de ocurrir. Señaló la carta que sir Patrick tenía en la mano. —¿Alega usted una promesa de matrimonio? —preguntó. Sir Patrick respondió preguntando a su vez. —¿Recuerda la famosa sentencia de Doctors' Commons24, que estableció el matrimonio entre el capitán Dalrymple y la señorita Gordon? Las dudas del señor Moy quedaron despejadas. —Entiendo, sir Patrick —dijo. Tras una pausa, dirigió sus siguientes palabras a Anne—: Y la respeto, señora, desde lo más profundo de mi corazón. Lo dijo con una ferviente sinceridad que despertó un vivo interés en los que aún estaban en ascuas. Lady Lundie y el capitán Newenden intercambiaron susurros impacientes. Arnold palideció. Blanche se echó a llorar. Sir Patrick se volvió una vez más hacia su sobrina. —Hace un tiempo —dijo— tuve ocasión de hablarte de la escandalosa ambigüedad de las leyes matrimoniales en Escocia. De no haber sido por esa ambigüedad (sin paralelo en ningún otro país civilizado de Europa), Arnold Brinkworth no se habría encontrado jamás en la posición en que está hoy, y esta investigación no se habría producido nunca. Recuérdalo. No sólo es responsable del daño que ya se ha hecho, sino de un perjuicio mucho mayor que ha de producirse. El señor Moy tomó una nota. Sir Patrick prosiguió. —A pesar de la flexibilidad y la imprudencia de la ley escocesa, resulta que existe un caso en el que los tribunales ingleses han ratificado su validez. Una promesa de matrimonio hecha entre hombre y mujer por escrito, en Escocia, los convierte en marido y mujer, según la ley escocesa. Un tribunal de justicia inglés (basándose en el precedente que acabo de señalarle al señor Moy) ha dictaminado que esa ley es válida, y la decisión ha sido confirmada por la suprema autoridad de la Cámara de los Lores. Por lo tanto, cuando dos personas han prometido casarse por escrito, siempre que vivan en Escocia en ese momento, no cabe la menor duda: legalmente son marido y mujer. —Sir Patrick se dirigió al señor Moy—. ¿Es cierto? —Muy cierto, sir Patrick, en cuanto a los hechos. Sin embargo, confieso que me sorprenden mucho sus críticas. Tengo una elevada opinión de las leyes matrimoniales escocesas. Esa ley obliga a un hombre que ha traicionado la promesa de matrimonio hecha a una mujer a reconocerla como esposa, en interés de la moralidad pública. —Los aquí presentes, señor Moy, están a punto de comprobar en la práctica, ante sus propios ojos, los méritos morales de la ley matrimonial escocesa (aprobada por Inglaterra). Podrán juzgar por ellos mismos la moralidad (escocesa o inglesa) que obliga primero a una mujer abandonada a volver con el villano que la ha traicionado, y después la deja virtuosamente en sus manos para que sufra las consecuencias. Tras esta réplica, sir Patrick se volvió a Anne y le mostró la carta abierta. —Por última vez —dijo—, ¿insiste en que utilice esto? Anne se levantó e inclinó la cabeza solemnemente. —Es mi penoso deber declarar —dijo sir Patrick—, en nombre de esta dama y basándome en el intercambio escrito de promesas de matrimonio de las partes, que entonces residían en Escocia, que dicha dama afirma ser ahora y haber sido en la tarde del pasado catorce de agosto... la legítima esposa del señor Geoffrey Delamayn. Un grito de horror de Blanche y un bajo murmullo de consternación del resto siguieron a estas palabras. Se produjo una breve pausa. Entonces Geoffrey se puso lentamente en pie y miró a la esposa que lo había reclamado. Los espectadores de aquella terrible escena se volvieron hacia la mujer sacrificada como uno solo. La mirada de Geoffrey y las palabras que le había dirigido estaban en todas las mentes. Anne se levantó y esperó al lado de sir Patrick, con sus suaves ojos grises fijos en el rostro de Blanche, tristes y cariñosos. Aquel valor y aquella resignación incomparables hicieron dudar a todos de que aquello fuera real. Tuvieron por fuerza que volver a mirar al hombre para que su entendimiento asimilara la verdad. El triunfo de la ley y la moralidad sobre Geoffrey era completo. No pronunció una sola palabra. Su furioso temperamento mostraba una calma absoluta y temible. Con la promesa de una venganza implacable escrita con tinta demoníaca en su rostro poseído por el demonio, clavó los ojos en la odiada mujer a la que había arruinado, en la odiada mujer que estaba unida a él como esposa. Su abogado se inclinó sobre la mesa junto a la que estaba sentado sir Patrick. Sir Patrick le tendió la hoja de papel de cartas. El señor Moy leyó las dos cartas que contenía con atención absorta y deliberada. Los instantes que transcurrieron hasta que terminó de leer y alzó la cabeza parecieron horas. —¿Puede probar ambas letras? —preguntó—. ¿Y demostrar la residencia? Sir Patrick cogió una segunda hoja de papel que tenía a mano. —Aquí tiene los nombres de personas que pueden dar fe de ambas letras y demostrar la residencia —respondió—. Uno de los dos testigos que aguardaban abajo inútilmente puede dar fe de la hora en que llegó el señor Brinkworth a la posada, y puede demostrar, por tanto, que la dama por la que preguntó era, en aquel momento, la señora de Geoffrey Delamayn. La anotación que hay en la cara posterior de la hoja, referida también a la cuestión de la hora, está escrita por el mismo testigo, al que puede interrogar cuando mejor le convenga. —Comprobaré las referencias, sir Patrick, por pura formalidad. Mientras tanto, para no causar un retraso innecesario y molesto, debo decir que no puedo negar la evidencia del matrimonio. Después de replicar de esta manera, el abogado se dirigió a Anne con marcado respeto y simpatía. —Basándose en el intercambio escrito de promesas de matrimonio en Escocia —dijo—, ¿reclama usted al señor Geoffrey Delamayn como marido? Anne repitió las palabras con firmeza. —Reclamo al señor Geoffrey Delamayn como marido. El señor Moy apeló a su cliente. Geoffrey rompió su silencio al fin. —¿Está decidido? —A todos los efectos prácticos, está decidido. Geoffrey seguía sin mirar a nadie más que a Anne. —¿La ley de Escocia la ha convertido en mi mujer? —La ley de Escocia la ha convertido en su mujer. Geoffrey hizo una tercera y última pregunta. —¿Dice la ley que debe ir a donde vaya su marido? —Sí. Geoffrey rió entre dientes e hizo una seña a Anne para que cruzara la habitación y se le acercara. Anne obedeció. En el momento en que daba el primer paso, sir Patrick le cogió la mano y le susurró: —¡Confíe en mí! Ella le apretó la mano suavemente para indicarle que le entendía y avanzó hacia Geoffrey. Al mismo tiempo, Blanche corrió a interponerse entre ambos y rodeó el cuello de Anne con los brazos. —¡Oh, Anne! ¡Anne! Un histérico ataque de llanto estranguló sus palabras. Anne soltó suavemente los brazos que se aferraban a ella y alzó suavemente la cabeza en un gesto de impotencia. —Se avecinan tiempos más felices, cariño —dijo—. No pienses en mí. Anne besó a Blanche, la miró, volvió a besarla y la depositó en los brazos de su marido. Arnold recordó las palabras de despedida de Anne en Craig Fernie, cuando se desearon buenas noches. «No ha ofrecido su amistad a una mujer ingrata. Puede que llegue el día, señor Brinkworth, en que se lo demuestre.» Gratitud y admiración pugnaron en su interior por manifestarse en primer lugar y lo dejaron sin habla. Anne inclinó la cabeza gentilmente para indicar que lo había comprendido. Luego siguió y se detuvo ante Geoffrey. —Aquí estoy —le dijo—. ¿Qué quieres que haga? Una sonrisa abominable separó los gruesos labios de Geoffrey, que ofreció su brazo a Anne. —Señora de Geoffrey Delamayn —dijo—. Venga conmigo a casa. Sir Patrick recordó de pronto la escena que le había descrito Anne hacía apenas dos días, tan vivida como si fuera real: la casa solitaria, aislada tras sus altos muros; la figura ominosa de la mujer muda con los ojos pétreos y los modales salvajes. —¡No! —exclamó, guiado por un generoso impulso—. ¡No puede ser! Geoffrey seguía impávido, esperando, ofreciendo aún el brazo. Pálida y resuelta, Anne alzó la noble cabeza, reunió el valor que por un momento había flaqueado y se cogió de su brazo. Geoffrey la condujo hacia la puerta. —No permita que Blanche se preocupe por mí —le dijo Anne sencillamente a Arnold, cuando pasaron por su lado. A continuación pasaron junto a sir Patrick. Una vez más, la simpatía que despertaba en él desafió cualquier otra consideración y quiso cerrar el paso a Geoffrey. Geoffrey se detuvo y miró a sir Patrick por primera vez. —La ley dice que debe ir con su marido —dijo—. La ley le prohíbe separar a Marido y Mujer. Cierto. Totalmente cierto. Innegable. La ley sancionaba el sacrificio de Anne de manera tan injustificable como antes había sancionado el sacrificio de su madre. ¡En nombre de la Moralidad, que él se la lleve! ¡En interés de la Virtud, que se libre ella si puede! Su marido abrió la puerta. El señor Moy puso una mano sobre el brazo de sir Patrick. Lady Lundie, el capitán Newenden, el abogado londinense, todos abandonaron sus asientos, incitados, por una vez, por un mismo interés, sintiendo, por una vez, el mismo temor. Arnold los siguió, sujetando a su esposa. Durante un instante memorable, Anne volvió la cara para mirarlos a todos. Luego, su marido y ella cruzaron el umbral. Bajaron juntos las escaleras. Se oyó la puerta de la casa al abrirse y al cerrarse. Se habían ido. Hecho, en nombre de la Moralidad. Hecho, en interés de la Virtud. Hecho, en la edad del progreso y bajo el gobierno más perfecto sobre la faz de la tierra. Escena decimoquinta Holchester House Capítulo LII El último recurso —Su señoría está gravemente enfermo, señor. Lady Holchester no recibe. —Sea tan amable de llevarle esta tarjeta a lady Holchester. Es absolutamente necesario que, por el bien de su hijo menor, la señora sea informada de cierto asunto que sólo puedo comunicarle a ella. Las dos personas que hablaban eran el mayordomo de lord Holchester y sir Patrick Lundie. En aquel momento, apenas había pasado media hora desde el final de la investigación en Portland Place. El sirviente vaciló, con la tarjeta en la mano. —Perderé mi empleo si lo hago —dijo. —Lo perderá sin duda, si no lo hace —replicó sir Patrick—. Se lo advierto, este asunto es demasiado importante para jugar con él. El tono con que pronunció estas palabras tuvo su efecto. El hombre subió con su mensaje. Sir Patrick aguardó en el vestíbulo. Tener que esperar allí unos momentos antes de entrar en uno de los salones de la casa era más de lo que podía soportar en aquellos instantes. La felicidad de Anne se había sacrificado ya de manera irrevocable. El único servicio que se le podía prestar ahora era garantizar su seguridad personal. La peligrosa situación en que se hallaba respecto a su marido —como obstáculo inamovible, mientras viviera, entre Geoffrey y la señora Glenarm— era irremediable. Pero aún cabía la posibilidad de evitar que se convirtiera en causa inocente de la ruina financiera de Geoffrey al impedir la reconciliación entre padre e hijo. Decidido a no dejar piedra sin remover para ayudar a Anne, sir Patrick había permitido que Arnold y Blanche se fueran solos a la casa que él tenía en Londres, y no había esperado siquiera a despedirse de las personas que habían tomado parte en la investigación. «¡Su vida puede depender de lo que logre hacer por ella en Holchester House!» Con esta convicción, había abandonado Portland Place y había enviado el mensaje a lady Holchester, cuya respuesta aguardaba ahora. El criado apareció de nuevo en las escaleras. Sir Patrick subió a su encuentro. —Su señoría lo recibirá unos minutos, señor. La puerta de una de las habitaciones del piso superior estaba abierta; sir Patrick se encontró en presencia de la madre de Geoffrey. Sólo tuvo tiempo de observar que conservaba los vestigios de una gran belleza, y que recibía a su visitante con elegancia y cortesía, lo que implicaba (dadas las circunstancias) un considerado respeto por la posición de sir Patrick, a expensas de la suya. —Viene usted a decirme algo sobre mi hijo menor, sir Patrick. Estoy sufriendo una gran desgracia. Si me trae malas noticias, haré lo posible por soportarlas. ¿Puedo confiar en que tendrá usted la amabilidad de no prolongar mi incertidumbre? —A fin de lograr que mi intrusión sea lo menos dolorosa posible para su señoría —contestó sir Patrick—, permítame primero que le haga una pregunta. ¿Ha llegado a su conocimiento la existencia de algún obstáculo para que se celebre el matrimonio entre el señor Geoffrey Delamayn y la señora Glenarm? Incluso aquella referencia remota a Anne produjo un cambio ominoso en la actitud de lady Holchester. —He oído hablar del obstáculo al que usted alude —dijo—. La señora Glenarm es íntima amiga mía. Me ha informado de que una persona de apellido Silvester, una aventurera desvergonzada... —Ruego a su señoría que me perdone. Está cometiendo usted una cruel injusticia con la mujer más noble que he tenido ocasión de conocer. —No voy a discutir los motivos que tenga usted para admirarla, sir Patrick. La conducta de esa mujer con mi hijo ha sido, repito, la de una aventurera desvergonzada. Estas palabras demostraron a sir Patrick la imposibilidad absoluta de borrar los prejuicios de lady Holchester sobre Anne. Decidió proceder de inmediato a desvelar la verdad. —Le suplico que no diga más —replicó—. Su señoría está hablando de la esposa de su hijo. —¿Mi hijo se ha casado con la señorita Silvester? —Sí. Lady Holchester se puso blanca como la cera. Por un instante pareció anonadada por la impresión. Pero su debilidad maternal fue sólo momentánea. La virtuosa indignación de la gran dama ocupó su lugar antes de que sir Patrick pudiera volver a hablar. Se levantó, dando por terminada la entrevista. —Supongo —dijo— que su misión aquí ha concluido. Sir Patrick se levantó a su vez, resuelto a cumplir con el deber que lo había llevado hasta allí. —Me veo obligado a abusar de la amabilidad de su señoría unos minutos más —respondió—. Las circunstancias que han rodeado el matrimonio del señor Geoffrey Delamayn tienen una importancia extraordinaria. Le pido permiso (en bien de su familia) para exponerle muy brevemente cuáles son. Sir Patrick narró lo sucedido aquella tarde en Portland Place con unas cuantas frases muy claras. Lady Holchester le escuchó con frialdad y la mayor atención. Exteriormente, no pareció afectada. —¿Espera usted que defienda los intereses de una persona que ha impedido a mi hijo casarse con la dama que él y yo habíamos elegido? —preguntó. —Por desgracia, el señor Geoffrey Delamayn puede echar en cara a su esposa esa inocente intromisión en asuntos de considerable importancia para él —respondió sir Patrick—. Pido a su señoría que, pensando en la conducta futura de su propio hijo, considere si es deseable permitir a su esposa que corra el doble riesgo de ser también una causa de distanciamiento entre padre e hijo. Sir Patrick había presentado la cuestión con escrupulosa cautela, pero lady Holchester comprendió perfectamente lo que él se había abstenido de decir. Hasta entonces había permanecido de pie, pero volvió a sentarse. Por fin sir Patrick había conseguido hacer mella en ella. —En el estado crítico de la salud de lord Holchester —dijo—, declino la responsabilidad de contarle lo que usted acaba de contarme a mí. He ejercido toda mi influencia en favor de mi hijo, mientras podía producir algún fruto. Ya no tengo esa influencia. Lord Holchester ha cambiado su testamento esta mañana. Yo no estaba presente y no he sido informada de los cambios. Aunque supiera... —Naturalmente, su señoría se negaría a transmitir esa información a un desconocido —dijo sir Patrick. —Desde luego. Al mismo tiempo, después de lo que usted me ha contado, no me considero con derecho a decidir sobre este asunto yo sola. Uno de los albaceas testamentarios de lord Holchester se encuentra ahora mismo en esta casa. No puede haber mal alguno en que hable con él, si lo desea. Es usted libre de decirle, de mi parte, que dejo a su entera discreción la decisión sobre lo que deba hacerse. —Acepto la sugerencia de su señoría de buena gana. Lady Holchester tocó la campanilla que tenía al lado. —Lleve a sir Patrick junto al señor Marchwood —le dijo al criado. Sir Patrick dio un respingo. Acababa de oír el nombre de un amigo. —¿El señor Marchwood de Hurlbeck? —preguntó. —El mismo. Tras esta escueta respuesta, lady Holchester despidió a su visitante. Sir Patrick siguió al criado hasta el otro extremo del pasillo, donde fue introducido en una pequeña habitación, antecámara del dormitorio en el que yacía lord Holchester. La puerta que comunicaba ambas habitaciones estaba cerrada. Un caballero escribía en una mesa junto a la ventana. El caballero se levantó y extendió la mano con expresión de sorpresa cuando el criado anunció el nombre de sir Patrick. Era el señor Marchwood. Después de las explicaciones preliminares, sir Patrick volvió pacientemente sobre el propósito de su visita a Holchester House. En la primera ocasión en que mencionó el nombre de Anne, observó que el señor Marchwood mostraba un interés especial por lo que fuera a decir a continuación. —¿Conoce usted a esa dama por casualidad? —preguntó. —La conozco únicamente como causa de una acción muy extraña que he presenciado esta mañana en esa habitación. —Señaló el dormitorio de lord Holchester. —¿Está usted en disposición de referir cuál ha sido ese proceder? —No, ni siquiera a un viejo amigo como usted, a menos que considere que es mi deber exponer las circunstancias. Por favor, continúe con lo que estaba diciendo. Estaba a punto de contarme el motivo de su visita a esta casa. Sin más preámbulos, sir Patrick le dio la noticia del matrimonio de Geoffrey y Anne. —¡Casados! —exclamó el señor Marchwood—. ¿Está usted seguro de lo que dice? —Yo he sido uno de los testigos del matrimonio. —¡Cielo santo! ¡Y el abogado de lord Holchester se ha ido ya! —¿Puedo sustituirlo yo? ¿Le he dado, por casualidad, motivos suficientes para que me cuente lo que ha ocurrido esta mañana en la habitación contigua? —¿Motivos suficientes? No me ha dejado alternativa. Los médicos están de acuerdo en que el riesgo de apoplejía es muy grande; lord Holchester podría morir en cualquier momento. En ausencia de su abogado, debo tomar yo las decisiones. Éstos son los hechos. Hay un codicilo en el testamento de lord Holchester que aún no se ha firmado. —¿Referido a su hijo menor? —Referido a Geoffrey Delamayn y por el cual se le otorga (una vez formalizado) una generosa renta vitalicia. —¿Qué impide que se formalice? —La dama que usted acaba de mencionar. —¡Anne Silvester! —Anne Silvester, que ahora es (según me dice usted) la señora de Geoffrey Delamayn. Sólo puedo explicarlo de manera muy imperfecta. Existen ciertas circunstancias de doloroso recuerdo para su señoría, relacionadas con esa dama o con alguien de su familia. Tan sólo hemos podido deducir que lord Holchester hizo algo en los inicios de su carrera profesional que, aun estando dentro de los límites de su deber, condujo aparentemente a deplorables consecuencias. Hace unos días, lord Holchester se enteró por desgracia de la aparición de la señorita Silvester en Swanhaven Lodge, bien por la señora Glenarm o por la señora de Julius Delamayn. En aquel momento no se le escapó comentario alguno. Sólo esta mañana, cuando debía firmarse el codicilo, se ha hecho patente su verdadero sentir sobre ese punto. Con gran asombro por nuestra parte, se ha negado a firmarlo. Sólo hemos podido sacarle una respuesta: «Encuentren a Anne Silvester y tráiganla a mi presencia. Dicen todos que mi hijo está libre de culpa, que no le ha causado ningún perjuicio. Soy un hombre moribundo. Tengo graves razones personales (que debo a la memoria de los muertos) para asegurarme de la verdad. Si la propia Anne Silvester lo exonera de toda culpa, firmaré la renta para Geoffrey. De lo contrario, no la firmaré». Hemos llegado incluso al extremo de recordarle que podría morir antes de que pudiéramos encontrar a la señorita Silvester. Nuestra intervención no ha tenido más que un resultado: ha pedido a su abogado que añadiera un segundo codicilo al testamento, que ha firmado en el acto. En él se indica a los albaceas que indaguen en las relaciones que han existido en realidad entre Anne Silvester y su hijo menor. Si hallamos alguna razón para creer que Geoffrey ha cometido una grave injusticia con ella, tenemos instrucciones de entregarle a ella un legado, siempre que sea soltera en ese momento. —¡Y su matrimonio invalida la disposición! —exclamó sir Patrick. —Sí. El codicilo firmado es inútil. Y el otro codicilo no se firmará, a menos que el abogado pueda traer a la señorita Silvester. Ha ido a Fulham para preguntar a Geoffrey, ya que era el único modo que conocíamos de encontrar a la dama. Han transcurrido unas cuantas horas y aún no ha regresado. —Es inútil aguardar su regreso —dijo sir Patrick—. Mientras el abogado iba de camino a Fulham, el hijo menor de lord Holchester iba de camino a Portland Place. La situación es aún más grave de lo que usted supone. Le pido que me conteste a lo que, en circunstancias menos acuciantes, no tendría derecho a preguntarle. Aparte del codicilo que no se ha formalizado, ¿en qué situación queda Geoffrey Delamayn en el testamento? —Ni siquiera se menciona su nombre. —¿Tiene usted el testamento? El señor Marchwood abrió un cajón cerrado con llave y sacó el documento. Sir Patrick se levantó al punto de su silla. —¡No podemos esperar al abogado! —repitió con vehemencia—. Es cuestión de vida o muerte. Lady Holchester está muy enojada por el matrimonio de su hijo. Habla y piensa como amiga de la señora Glenarm. ¿Cree que lord Holchester opinaría igual si conociera la verdad? —Depende por completo de las circunstancias. —Suponga que le informamos, como le informo yo a usted en confianza, de que es cierto que su hijo ha cometido una grave injusticia contra la señorita Silvester. Y suponga que a continuación añado que su hijo ha reparado el daño casándose con ella. —Teniendo en cuenta los sentimientos que ha demostrado sobre este asunto, creo que firmaría el codicilo. —¡Entonces, por amor de Dios, déjeme hablar con él! —Primero debo hablar con el médico. —¡Hágalo ahora mismo! El señor Marchwood se dirigió a la puerta del dormitorio con el testamento en la mano. La abrieron desde dentro antes de que llegara y apareció el médico en el umbral. El médico alzó una mano como advertencia, cuando el señor Marchwood intentó hablarle. —Vaya a ver a lady Holchester —dijo—. Todo ha terminado. —¿Ha muerto? —Ha muerto. Escena última Salt Patch Capítulo LIII El lugar A principios del presente siglo, se decía entre los vecinos de un tal Reuben Limbrick que estaba en camino de hacer una pequeña fortuna con el comercio de la sal. Residía en Staffordshire, en un pedazo de tierra de plena propiedad que ostentaba el acertado nombre de Salt Patch. Sin ser un completo avaro, vivía del modo más humilde, no se trataba apenas con nadie, invertía su dinero hábilmente e insistía en seguir soltero. Hacia mil ochocientos cuarenta, notó por primera vez los síntomas de la enfermedad crónica que acabó finalmente con su vida. Después de probar cuantos remedios le dispensaron, con escaso éxito, los médicos de su localidad, conoció por casualidad a un médico que vivía en la zona residencial del oeste de Londres y que supo interpretar correctamente su dolencia. Tras varios viajes para consultar a aquel caballero, decidió retirarse de los negocios y establecer su nueva residencia cerca de su médico. Encontró una finca en venta en las cercanías de Fulham y la compró, e hizo que construyeran una pequeña casa siguiendo sus propias instrucciones. Dado que era un hombre extremadamente celoso de su soledad y de cualquier intromisión en su intimidad, rodeó la finca de un alto muro que tuvo un elevado coste y que a los vecinos les pareció horrible y deprimente, con toda la razón del mundo. Cuando terminó de construirse su nueva residencia, le puso el nombre del lugar de Staffordshire donde había hecho fortuna y donde había vivido la época más feliz de su vida. Sus parientes, que no comprendieron el aspecto sentimental de la cuestión, apelaron a los hechos y le recordaron que no había minas de sal en los alrededores. Reuben Limbrick respondió: «¡Tanto peor para ellos!», y siguió llamando «Salt Patch» a su propiedad. La casa era tan pequeña que parecía perdida en medio del vasto jardín que la rodeaba. Tenía una planta baja y un piso, eso era todo. A cada lado del pasillo de la planta baja había dos habitaciones. A mano derecha, desde la puerta principal, estaba la cocina con sus anexos. La estancia contigua a la cocina daba al jardín. En vida de Reuben Limbrick se llamaba gabinete y contenía una pequeña colección de libros y un montón de aparejos de pesca. A mano izquierda había también dos habitaciones: un salón y un comedor que se comunicaban entre sí por unas puertas plegables. En la planta superior había cinco dormitorios: dos a un lado del pasillo, que se correspondían por tamaño al salón y al comedor, pero que no se comunicaban entre sí, y tres al otro lado del pasillo, uno más grande en la parte delantera y dos pequeños en la parte de atrás. Todos estaban perfectamente amueblados. No se había escatimado el dinero y el mobiliario era de excelente factura. Todo era sólido, tanto arriba como abajo, y todo feo. Salt Patch se hallaba en lugar apartado. Las tierras de los horticultores separaban la finca de otras casas. Celosamente guardada por sus altos muros, la casa sugería la idea de un manicomio o una prisión, incluso a las personas menos imaginativas. Los parientes de Reuben Limbrick que pasaban alguna temporada con él acababan deprimiéndose en aquel lugar y se alegraban cuando llegaba el momento de volver a su casa. Jamás se les instaba a quedarse un poco más en contra de su voluntad. Reuben Limbrick no era un hombre hospitalario ni sociable. Otorgaba muy poco valor a la compasión humana cuando tenía sus ataques, y le exasperaban las felicitaciones cuando mejoraba. «No me interesa nada más que la pesca —solía decir—. Considero a mi perro una muy buena compañía. Y soy completamente feliz mientras no me duele nada.» En su lecho de muerte, repartió su dinero con toda justicia entre sus parientes. La única parte del testamento que se vio expuesta a críticas desfavorables fue una cláusula que otorgaba un legado a una de sus hermanas (entonces viuda) que se había separado de la familia al casarse con un hombre de clase inferior. Su nombre era Hester Dethridge. A los ojos de sus parientes, cuando se descubrió que poseía el usufructo de Salt Patch mientras viviera y una renta de doscientas libras al año, las transgresiones de Hester se agravaron grandemente. Dado que no recibía visita alguna de los parientes que le quedaban y que vivía literalmente sola en el mundo, Hester decidió tomar inquilinos a pesar de su cómoda renta. La explicación de esta extraña conducta que había escrito en la pizarra, a respuesta de una pregunta de Anne, era cierta: «No tengo ni un solo amigo en el mundo. No me atrevo a vivir sola». En tan desoladora situación y con tan triste motivo, puso la casa en manos de un agente inmobiliario. La primera persona que buscaba alojamiento y a la que el agente envió a ver la casa fue Perry, el entrenador, y el primer inquilino de Hester fue Geoffrey Delamayn. Las habitaciones que la casera se reservó para sí fueron la cocina, la habitación contigua, que antes había sido el «gabinete» de su hermano, y los dos dormitorios pequeños de arriba, situados en la parte posterior: uno para ella y el otro para la joven criada que había contratado para ayudarla. El resto de la casa debía alquilarse. Era más de lo que quería el entrenador, pero Hester Dethridge se negó a modificar sus condiciones respecto al número de habitaciones ocupadas o el período por el que debían ocuparse. Perry no tenía más alternativa que renunciar a las ventajas del jardín como terreno privado de entrenamiento, o aceptar. Los dos inquilinos tenían, pues, tres dormitorios para elegir. Geoffrey se instaló en el dormitorio posterior que daba al jardín. Perry eligió el dormitorio de delante, al otro lado del pasillo, junto a los otros dos más pequeños que ocupaban Hester y la criada. Según este arreglo, el dormitorio de la parte delantera contiguo al dormitorio en que dormía Geoffrey quedó vacío, y pasó a ser, por el momento, el cuarto de invitados. En cuanto a la planta baja, el atleta y su entrenador comían en el comedor y no utilizaban para nada el salón, que era un lujo innecesario. Una vez acabada la Carrera Pedestre, Perry no tenía ya nada que hacer en la casa. Su dormitorio se convirtió en un segundo cuarto de invitados. El contrato de arrendamiento aún no había vencido. El día después de la carrera, Geoffrey tuvo que elegir entre sacrificar el dinero o seguir alojándose allí, con dos cuartos de invitados vacíos y un salón para recibir a sus visitantes, que aparecían con la pipa en la boca y cuyo ideal de hospitalidad era una jarra de cerveza en el jardín. Citando sus propias palabras, Geoffrey «no se encontraba bien». Una apática reticencia a los cambios de cualquier clase se adueñó de él. Decidió quedarse en Salt Patch hasta que su boda con la señora Glenarm (que él consideraba entonces cosa hecha) le obligara a cambiar sus hábitos para siempre. De Fulham había partido al día siguiente para asistir a la investigación en Portland Place. Y a Fulham había regresado, llevando a la esposa que le habían impuesto a su «Hogar». Ésta era la situación del inquilino de Salt Patch y ésta era la disposición del interior de la casa la noche memorable en que Anne Silvester entro en ella como esposa de Geoffrey. Capítulo LIV La noche Al abandonar la casa de lady Lundie, Geoffrey paró el primer coche de punto vacío que pasó por delante. Abrió la puerta e indicó a Anne que entrara en el vehículo. Ella le obedeció mecánicamente. Geoffrey se sentó frente a ella y pidió al cochero que los llevara a Fulham. El coche inició el trayecto; marido y mujer guardaban un silencio absoluto. La fortaleza de Anne había cedido tras el esfuerzo que la había sostenido de principio a fin de la investigación. Había perdido la capacidad de pensar. No sentía nada, no sabía ni temía nada. Entre desmayada y dormida, había perdido todo sentido de su terrible situación antes de que transcurrieran los primeros cinco minutos del trayecto hasta Fulham. Sentado frente a ella, ferozmente concentrado en sus propios pensamientos, Geoffrey salió de pronto de su ensimismamiento. Una idea había cobrado vida en su torpe cerebro. Sacó la cabeza por la ventanilla del coche y ordenó al cochero que diera media vuelta y se dirigiera a un hotel cerca de la Gran Estación del Norte. Al sentarse de nuevo, miró a Anne de soslayo. Ella no se movió ni abrió los ojos. Según todas las apariencias, no se había enterado de nada. Geoffrey la observó atentamente. ¿Estaba de verdad enferma? ¿Se acercaba el momento de librarse por fin de ella? Sopesó esta cuestión sin dejar de mirarla con detenimiento. Poco a poco, aquella vil esperanza se fue extinguiendo, para ser sustituida por una vil sospecha. ¿Y si sólo fingía estar enferma? ¿Y si estaba esperando a pillarlo desprevenido para huir de él a la primera oportunidad? Geoffrey volvió a sacar la cabeza por la ventanilla y dio una nueva orden al cochero. El coche se desvió de su ruta para detenerse en una taberna de Holborn de la que era propietario (bajo un nombre falso) el entrenador Perry. Geoffrey escribió una frase en lápiz en una de sus tarjetas y envió al cochero con ella al interior del local. Al cabo de unos minutos apareció un muchacho que se tocó el sombrero a modo de saludo. Geoffrey habló con él desde la ventanilla en voz baja. El muchacho se sentó en el pescante junto al cochero. El coche dio media vuelta y enfiló la carretera que llevaba al hotel cercano a la Gran Estación del Norte. Al llegar al sitio, Geoffrey apostó al mozo cerca de la puerta del coche de punto y señaló a Anne, recostada aún con los ojos cerrados, aparentemente demasiado cansada para alzar la cabeza, demasiado desfallecida para advertir lo que sucedía. —Si intenta apearse, detenla y envía a por mí. —Después de dar estas instrucciones, entró en el hotel y preguntó por el señor Moy. El señor Moy estaba en el hotel; acababa de llegar de Portland Place. El abogado se levantó e inclinó la cabeza con frialdad cuando condujeron a Geoffrey a su salita. —¿Qué quiere de mí? —preguntó. —He tenido una idea —dijo Geoffrey—, y quiero hablar con usted de ella inmediatamente. —Debo pedirle que consulte a algún otro. Tenga la amabilidad de considerar que declino toda futura relación con sus asuntos. Geoffrey lo miró con imperturbable sorpresa. —¿Quiere decir que va a dejarme en la estacada? —preguntó. —Quiero decir que no intervendré nunca mas en ningún asunto que le concierna —respondió el señor Moy con firmeza—. En cuanto al futuro, he dejado de ser su consejero legal. En cuanto al pasado, cumpliré con mi deber y me ocuparé de las formalidades pendientes. La señora Inchbare y el señor Bishopriggs han sido citados y vendrán aquí a las seis para recibir el dinero que se les debe, antes de volver a su casa. Yo regresaré a Escocia en el tren correo de esta misma noche. Las personas mencionadas por sir Patrick con referencia a la promesa de matrimonio se encuentran en Escocia. Les tomaré declaración sobre la letra y la cuestión de la residencia, y se lo enviaré todo a usted por escrito. Hecho esto, no quedará nada por hacer. Rehúso asesorarle en cualquier otro paso que pretenda dar en el futuro. Después de reflexionar unos instantes, Geoffrey hizo una última pregunta. —Dice que Bishopriggs y la mujer vendrán aquí a las seis. —Sí. —¿Dónde puedo encontrarlos antes de esa hora? El señor Moy anotó unas palabras en un trozo de papel y se lo tendió a Geoffrey. —En su alojamiento —dijo—. Aquí tiene la dirección. Geoffrey cogió el trozo de papel y salió de la habitación. Al regresar al coche encontró al mozo aguardando en su puesto como un clavo. —¿Ha ocurrido algo? —La señora no se ha movido desde que se ha ido usted, señor. —¿Está Perry en la taberna? —A esta hora no, señor. —Necesito un abogado. ¿Sabes cuál es el abogado de Perry? —Sí, señor. —¿Y dónde puedo encontrarlo? —Sí, señor. —Sube al pescante y dile al cochero adonde debe ir. El coche de punto emprendió de nuevo la marcha por Euston Road y se detuvo en una casa de una calle lateral, que tenía una placa de latón en la puerta. El mozo se bajó del pescante y se acercó a la ventanilla. —Aquí es, señor. —Llama a la puerta para ver si está. El abogado sí estaba. Geoffrey entró en la casa y dejó una vez más a su emisario de guardia. El mozo observó que esta vez la señora se movía. Estremeciéndose como si tuviera frío, Anne abrió un momento los ojos cansados y miró por la ventanilla; suspiró, y volvió a hundirse en el rincón del coche. Tras una ausencia de más de media hora, Geoffrey salió de la casa. Su entrevista con el abogado de Perry parecía haberle quitado un peso de encima. Una vez más ordenó al cochero que se dirigiera a Fulham, abrió la puerta para meterse en el coche y luego, de pronto, como si recordara alguna cosa, hizo bajar al mozo del pescante, le ordenó que subiera al coche y ocupó él su sitio junto al cochero. Cuando el coche se puso en marcha, miró por encima del hombro a Anne a través de la ventanilla delantera. «Vale la pena intentarlo —se dijo—. Sería el modo de ajustarle las cuentas, y de quedar libre.» Llegaron a la casa. Posiblemente, Anne había recobrado las fuerzas con el reposo. Posiblemente, la visión de aquel lugar despertó por fin su instinto de conservación. Geoffrey se sorprendió al ver que bajaba del coche sin ayuda. Cuando él abrió la puerta de madera con su propia llave, Anne retrocedió y lo miró por primera vez. Él señaló la entrada. —Pasa —dijo. —¿Con qué condiciones? —preguntó ella sin moverse un ápice. Geoffrey despidió al cochero y envió al mozo al interior en espera de nuevas órdenes. Hecho esto, respondió a Anne en voz alta y con brutalidad en cuanto se quedaron solos. —Con las condiciones que a mí me plazca. —Nada podrá inducirme a vivir contigo como esposa —dijo ella con firmeza—. Puedes matarme, pero jamás me obligarás a eso. Geoffrey avanzó un pasó, abrió la boca y... de repente se contuvo. Esperó un rato, dándole vueltas a alguna cosa en la cabeza. Cuando volvió a hablar, lo hizo con lentitud y comedimiento deliberados, con el aire de un hombre que repite palabras que no siente, o que ha preparado de antemano. —Tengo algo que decirte en presencia de testigos —dijo—. No te pido ni deseo que me veas a solas en la casa. Anne se sorprendió del cambio operado en él. Su calma repentina y la imprevista sutileza de sus palabras pusieron a prueba el valor de Anne con mucha más severidad que la violencia de momentos antes. Geoffrey esperó a que se decidiera, señalando aún la puerta. Anne tembló un poco, hizo acopio de valor y entró. El mozo, que esperaba en el jardín, los siguió. Geoffrey abrió la puerta del salón del lado izquierdo del pasillo. Anne entró en él. Apareció la criada. —Ve a buscar a la señora Dethridge y vuelve con ella —ordenó Geoffrey, y luego entró en el salón, seguido por el mozo, según sus instrucciones, y dejó la puerta abierta de par en par. Hester Dethridge salió de la cocina con la muchacha pisándole los talones. Al ver a Anne, su expresión pétrea se alteró leve y fugazmente. Un brillo apagado asomó a sus ojos. Lentamente asintió. Un sonido gutural, que expresaba vagamente algo parecido al júbilo o al alivio, escapó de sus labios. Geoffrey habló una vez más con lentitud y comedimiento deliberados; una vez más con el aire de quien repite algo que ha preparado de antemano. Señaló a Anne. —Esta mujer es mi esposa —dijo—. En presencia de vosotros tres como testigos, le digo que no la perdono. La he traído aquí porque no tengo otro lugar al que llevarla que me inspire confianza, para aguardar el resultado de las medidas tomadas para defender mi honor y mi buen nombre. Mientras esté aquí, vivirá separada de mí, en una habitación propia. Si necesito comunicarme con ella, la veré únicamente en presencia de una tercera persona. ¿Me habéis comprendido todos? Hester Dethridge inclinó la cabeza. Los otros dos respondieron afirmativamente y se dieron la vuelta para salir. Anne se levantó. A una seña de Geoffrey, la criada y el mozo esperaron en la habitación para oír lo que ella tuviera que decir. —No encuentro nada en mi comportamiento —dijo, dirigiéndose a Geoffrey— para justificar que digas a esta gente que no me perdonas. Esas palabras en tu boca y referidas a mí son un insulto. Ignoro también lo que quieres decir cuando hablas de defender tu buen nombre. Lo único que he entendido es que viviremos por separado en esta casa y que tendré una habitación para mí sola. Sean cuales sean tus motivos, agradezco el arreglo propuesto. Indica a una de estas dos mujeres que me muestre mi habitación. Geoffrey se volvió hacia Hester Dethridge. —Llévala arriba —dijo— y déjala escoger la habitación que quiera. Dele cuanto quiera de comer o de beber. Vuelva con la dirección del lugar donde se encuentre su equipaje. El mozo volverá en tren e irá a buscarlo. Nada más. Váyase. Hester salió. Anne la siguió escaleras arriba. Hester se detuvo al llegar al pasillo. El brillo tenue asomó de nuevo un momento a sus ojos. Garabateó en su pizarra y se la mostró a Anne con estas palabras: «Sabía que volvería. Aún no ha terminado todo entre usted y él». Anne no replicó. Ella siguió escribiendo con algo levemente parecido a una sonrisa en sus labios finos y descoloridos. «Sé algo sobre maridos malos. El suyo es el más malo que he visto sobre la tierra. La pondrá a prueba.» Anne hizo un esfuerzo por detenerla. —¿No ve lo cansada que estoy? —dijo suavemente. Hester Dethridge soltó la pizarra, miró el rostro de Anne fijamente y sin compasión, asintió como diciendo: «Ahora lo veo», y la condujo a una de las habitaciones vacías. Era el dormitorio de delante, el que estaba sobre el salón. De una primera ojeada, Anne vio que estaba escrupulosamente limpio y amueblado con muebles sólidos y sin gusto. Tanto el horrible papel de las paredes como la horrible alfombra del suelo eran de la mejor calidad. La cama de caoba maciza, con sus cortinas colgando de un gancho del techo y la cabecera y los pies de fea talla, situados al mismo nivel, ofrecían a la vista el anómalo espectáculo de un diseño francés arruinado por una fabricación inglesa. Lo que más sobresalía en la habitación era la extraordinaria atención que se había dado a la defensa de la puerta. Además de la cerradura y la llave habituales, tenía dos sólidos cerrojos arriba y abajo. Entre las muchas excentricidades del carácter de Reuben Limbrick se contaba el miedo constante a que unos ladrones forzaran de noche la entrada a la casa. Todas las puertas exteriores y los postigos de las ventanas estaban revestidos de hierro y tenían campanillas de alarma instaladas según un nuevo principio. Todos los dormitorios tenían sus dos cerrojos en el lado interior de la puerta. Y, para colmo, en el tejado de la casa había un pequeño campanario con una campana lo bastante grande para hacerse oír en la comisaría de policía de Fulham. En época de Reuben Limbrick, la cuerda comunicaba con su dormitorio. Ahora colgaba junto a la pared en el pasillo. Mirando a un lado y a otro, Anne vio el tabique que separaba el dormitorio del contiguo. No había puerta. Junto al tabique no había más que un lavabo y dos sillas. —¿Quién duerme en la habitación contigua? —preguntó Anne. Hester Dethridge señaló el salón en el que habían dejado a Geoffrey. Geoffrey dormía en la habitación contigua. Anne volvió a salir al pasillo. —Enséñeme la segunda habitación —dijo. La segunda habitación también estaba en la parte delantera de la casa. Más fealdad en las paredes y en la alfombra, de primera calidad. Otra cama de caoba maciza, pero esta vez con dosel en la cabecera como soporte de las cortinas. Anticipándose a la pregunta de Anne, Hester miró hacia la habitación contigua y se señaló a sí misma. Anne decidió en el acto ocupar aquella habitación: era la que estaba más lejos de Geoffrey. Hester esperó mientras Anne escribía la dirección donde podía recogerse su equipaje (en casa del agente musical) y luego, tras haber pedido y recibido instrucciones de la cena que debía enviar arriba, salió de la habitación. Una vez sola, Anne cerró la puerta y se echó sobre la cama. Estaba aún demasiado cansada para pensar, incapaz físicamente de comprender su situación de desamparo y el peligro que corría. Abrió un relicario que llevaba colgando del cuello, besó el retrato de su madre y el de Blanche, uno junto a otro en el interior, y se sumió en un profundo sueño. Mientras tanto, Geoffrey repitió sus últimas órdenes al mozo junto a la puerta del muro. —Cuando tengas el equipaje, ve a casa del abogado. Si puede venir esta noche, indícale el camino. Si no puede venir, me traes una carta suya. Comete algún error, y será el peor día de trabajo de toda tu vida. Ahora vete, y no pierdas el tren El mozo salió corriendo. Geoffrey esperó, mirándolo y dándole vueltas a la cabeza a lo que había hecho hasta entonces. «Hasta aquí, todo bien —se dijo—. No he ido dentro del coche con ella. Le he dicho delante de testigos que no la perdono y por qué la tengo en esta casa. La he puesto en una habitación para ella sola. Y, si tengo que verla, será con Hester Dethridge como testigo. He hecho mi parte. Ahora el abogado que haga la suya.» Geoffrey se paseó por el jardín hacia la parte posterior de la casa y encendió su pipa. Al cabo de un rato, cuando ya anochecía, vio una luz en la sala de Hester de la planta baja. Geoffrey se acercó a la ventana. Hester y la criada estaban trabajando. —¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué hay de la mujer? Ayudada por la lengua de la criada, la pizarra de Hester le informó sobre «la mujer». Le habían llevado té y una tortilla a su habitación y habían tenido que despertarla. Había comido un poco de tortilla y había bebido el té con avidez. Luego habían vuelto a subir para recoger la bandeja. Ella había vuelto a la cama. No estaba dormida, sólo torpe y pesada. No había hecho ningún comentario. Parecía extenuada. Le habían dejado una vela y se habían marchado. Éste era el informe. Después de escucharlo, Geoffrey rellenó la pipa y reemprendió el paseo. Fue pasando el tiempo. Empezaba a hacer frío en el jardín. Se oía el viento soplar con fuerza en los campos abiertos que rodeaban la casa. Se apagó el brillo de las estrellas. No se veía nada en el cielo más que el negro vacío de la noche. Se avecinaba tormenta. Geoffrey entró en la casa. Sobre la mesa del comedor había un periódico de la tarde. Las velas estaban encendidas. Se sentó e intentó leer. ¡No! No había nada en el periódico que le interesara. Muy pronto sabría algo del abogado. Leer no servía de nada. Sentarse no servía de nada. Se levantó y salió por la puerta principal de la casa, se dirigió a la puerta de madera, la abrió, y miró ociosamente a un lado y otro de la carretera. Tan sólo vio un ser vivo a la luz de la lámpara de gas que había sobre la puerta. El ser se acercó y resultó ser el cartero en su última ronda con la última entrega del día. Se acercó a la puerta con una carta en la mano. —El honorable Geoffrey Delamayn. —¡Yo mismo! Geoffrey cogió la carta y volvió dentro, al comedor. Al mirar las señas a la luz de las velas reconoció la letra de la señora Glenarm. «¡Para felicitarme por mi matrimonio!», pensó con amargura, y abrió la carta. La señora Glenarm expresaba sus felicitaciones de la siguiente forma: Mi ADORADO GEOFFREY: Me lo han contado todo. ¡Amado mío! ¡Mi amor! Te han sacrificado a la miserable más vil que hay sobre la tierra, ¡y te he perdido! ¿Cómo es que sigo viviendo después de enterarme? ¿Cómo es que puedo pensar y escribir con el cerebro ardiendo y el corazón destrozado? Oh, ángel mío, hay un objetivo que me sustenta, puro, hermoso, digno de nosotros dos. Vivo, Geoffrey, vivo para dedicarme a la adorada idea de Ti. ¡Mi héroe! ¡Mi primer y único amor! No me casaré con ningún otro hombre. Viviré y moriré, lo juro solemnemente de rodillas, viviré y moriré fiel a ti. Soy tu mujer espiritual. ¡Mi amado Geoffrey! Ella no podrá interponerse entre nosotros. Ella no podrá robarte jamás la inalterable fidelidad de mi corazón, ni la devoción sobrenatural de mi alma. ¡Soy tu mujer espiritual! ¡Oh, el placer inocente de escribir estas palabras! Escríbeme, amado mío, y dime que tú también lo sientes. Júralo, ídolo de mi corazón, como yo te lo he jurado. ¡Fidelidad inalterable! ¡Devoción sobrenatural! Jamás, jamás seré la esposa de otro hombre. Jamás, jamás perdonaré a la mujer que se ha interpuesto entre nosotros. Tuya para siempre y sólo tuya, tuya con la pasión inmaculada que arde en el altar del corazón, tuya, tuya, tuya. E. G. Este torrente de tonterías histéricas —ridículo en sí— adquirió una gran importancia por el efecto que causó sobre Geoffrey. Asoció la consecución de sus objetivos con el cumplimiento de su venganza contra Anne. Diez mil libras al año dedicadas a él, y nada que le impidiera extender la mano y tomarlas, salvo la mujer que lo había atrapado, ¡la mujer de arriba, que se había ligado a él para toda la vida! Se metió la carta en el bolsillo. «Espera a tener noticias del abogado —se dijo—. Ése es el mejor modo de solucionar esto. Y es la ley.» Miró su reloj con impaciencia. Cuando se lo metía de nuevo en el bolsillo llamaron a la puerta. ¿Era el mozo con el equipaje? Sí. ¿Y traía noticias del abogado? No. Mejor aún, traía al abogado en persona. —¡Pase! —dijo Geoffrey saliendo a la puerta para recibir a su visitante. El abogado entró en el comedor. La luz de las velas reveló a un hombre corpulento, de labios gruesos y ojos brillantes, con una traza de sangre negra en el rostro amarillento y con indicios inconfundibles en su aspecto y sus maneras de estar hollando habitualmente los más sórdidos vericuetos de su profesión. —Tengo una casita en este vecindario —dijo—, y he pensado en venir a verlo personalmente de camino a casa, señor Delamayn. —¿Ha visto usted a los testigos? —Los he interrogado a ambos, señor. Primero a la señora Inchbare y al señor Bishopriggs juntos. Luego a la señora Inchbare y al señor Bishopriggs por separado. —¿Y bien? —Bueno, señor, lamento decirle que el resultado es adverso. —¿Qué quiere decir? —Ninguno de los dos, señor Delamayn, puede aportar las pruebas que necesitamos. Me he asegurado de ello. —¿Se ha asegurado? ¡Lo ha convertido en un lío infernal! ¡No ha comprendido bien los hechos! El abogado mulato sonrió. La grosería de su cliente sólo parecía divertirle. —¿Ah, no? —dijo—. ¡Supongamos que me dice en qué me he equivocado! Aquí tiene un resumen. El catorce de agosto pasado, su mujer estaba en una posada de Escocia. Un caballero llamado Arnold Brinkworth se vio allí con ella. Se presentó como marido suyo y se quedó con ella hasta la mañana siguiente. A partir de estos hechos, usted se propone presentar una demanda de divorcio contra su esposa, con el señor Arnold Brinkworth como cómplice. Y como testigos presenta al camarero y la patrona de la posada. ¿Me equivoco en algo por ahora? No. De un único y cobarde golpe, quería deshonrar a Anne ante el mundo y deshacerse de ella. Dicho llanamente y en pocas palabras, tal era el plan que había ideado cuando, de camino a Fulham, había dado media vuelta para consultar con el señor Moy. —Eso en cuanto a los hechos —prosiguió el abogado—. Pasemos ahora a los pasos que he dado tras recibir sus instrucciones. He interrogado a los testigos y he tenido una conversación con el señor Moy, no demasiado agradable. El resultado de ambas actuaciones ha sido brevemente el siguiente; primer descubrimiento: al fingir que era el marido de la señora, el señor Brinkworth actuaba siguiendo sus instrucciones, lo que a usted no le favorece en absoluto. Segundo descubrimiento: ninguno de los dos testigos detectó la menor incorrección en la conducta de la señora y el caballero mientras estuvieron juntos en la posada, ni siquiera la menor familiaridad inofensiva. Literalmente no hay ninguna prueba contra ellos, salvo que estuvieron juntos... en dos habitaciones. ¿Cómo se puede suponer un propósito culpable cuando no se puede demostrar un acercamiento al acto culpable? Es tan imposible presentar un alegato como ése ante un tribunal como saltar por encima del tejado de esta casa. El abogado miró fijamente a su cliente, esperando una réplica violenta. Su cliente le defraudó agradablemente. Aquel hombre imprudente y terco parecía haber sufrido una extraña impresión. Se levantó tranquilamente y habló con la mayor compostura en la expresión y la actitud. —¿Ha renunciado al caso? —Tal como están las cosas, señor Delamayn, no hay caso. —¿Y no hay esperanza de que pueda divorciarme de ella? —Espere un momento. ¿Se han encontrado su mujer y el señor Brinkworth en alguna parte desde que estuvieron juntos en la posada escocesa? —No. —En cuanto al futuro, desde luego no puedo afirmar nada. En cuanto al pasado, no hay esperanzas de que pueda divorciarse de ella. —Gracias. Buenas noches. —Buenas noches, señor Delamayn. Atado a ella de por vida, y la ley no podía hacer nada para deshacer el nudo. Geoffrey meditó sobre aquel resultado hasta asimilarlo por completo y fijarlo en su cabeza. Luego, sacó la carta de la señora Glenarm y la leyó de nuevo atentamente de cabo a rabo. Nada podía debilitar la devoción que la señora Glenarm sentía por él. Nada podría inducirla a casarse con otro hombre. Allí estaba, según ella misma decía, dedicada a él, esperando a ser su mujer y con una fortuna a su disposición. También esperaba su padre (por lo que él sabía, a falta de noticias de Holchester House) recibir a la señora Glenarm como nuera, y darle una renta al marido de la señora Glenarm. Una perspectiva inmejorable desde todo punto de vista para cualquier hombre. Y no había ningún obstáculo en el camino más que la mujer que lo había atrapado, la mujer que estaba arriba y se había aferrado a él de por vida. Geoffrey salió al jardín en medio de la oscuridad de la noche. El jardín de atrás se comunicaba con el de delante por un lado y por otro. Geoffrey dio vueltas y más vueltas a la casa: ora aparecía bajo la luz de una ventana, ora desaparecía en la oscuridad. El viento refrescaba su cabeza descubierta. Durante unos minutos no dejó de dar vueltas, cada vez más deprisa, sin detenerse. Cuando se detuvo al fin, estaba en la parte delantera de la casa. Alzó la cabeza lentamente y miró la luz tenue de la ventana de la habitación de Anne. «¿Cómo? —se preguntó—. Esa es la cuestión. ¿Cómo?» Volvió a entrar en la casa y tocó la campanilla. Acudió la criada y dio un respingo al verlo. Su rostro había perdido su tono rubicundo. Sus ojos la miraron, aparentemente sin verla. Su frente estaba cubierta de gruesas gotas de sudor. —¿Está usted enfermo, señor? —preguntó la muchacha. Geoffrey le dijo, con un juramento, que refrenara la lengua y le llevara brandy. Cuando la chica entró por segunda vez, Geoffrey contemplaba la noche de espaldas a ella, y no se movió cuando la criada dejó la botella sobre la mesa. La criada le oyó farfullar algo, como si hablara consigo mismo. En la cabeza de Geoffrey seguía presente la misma duda que antes le atormentaba bajo la ventana de Anne. ¿Cómo? Aquél era el problema que debía resolver. ¿Cómo? Geoffrey se volvió hacia el brandy y le pidió consejo. Capítulo LV La mañana ¿Cuándo hieren más las vanas lamentaciones? ¿Cuando se cubre un futuro incierto de negros nubarrones? ¿Cuando merece menos la pena vivir y la muerte acude al pensamiento con mayor frecuencia? En las terribles horas del amanecer, cuando nace el sol en toda su gloria y los pájaros cantan en la quietud del nuevo día. Anne se despertó en una cama desconocida y vio, a la luz de la mañana, una habitación desconocida. La lluvia había caído por la noche. El sol reinaba en el claro cielo otoñal. Se levantó y abrió la ventana. El fresco aire matinal, intenso y fragante, llenó la habitación. La misma quietud esplendorosa inundaba el paisaje hasta donde alcanzaba la vista. Anne se asomó a la ventana. Su cabeza volvía a estar despejada; podía pensar, podía sentir, podía enfrentarse a una última pregunta que la mañana implacable la obligaba a formularse: ¿Cómo acabará esto? ¿Tenía alguna esperanza? Esperanza, por ejemplo, de lo que podía hacer por sí misma. ¿Qué puede hacer una mujer casada por sí misma? Puede hacer público su sufrimiento, siempre que sea de cierto tipo, y vérselas luego por su cuenta con la Sociedad. Nada más. ¿Había esperanza de que alguien pudiera hacer algo por ella? Blanche podía escribirle, podía tal vez visitarla y verla, si su marido lo permitía, eso era todo. Sir Patrick le había estrechado la mano al separarse y le había dicho que confiara en él. Sir Patrick era un amigo leal y sincero. ¿Qué podía hacer en realidad? Su marido tenía el privilegio de cometer ciertos atropellos al amparo del matrimonio. A Anne se le helaba la sangre sólo de pensarlo. ¿Podía protegerla sir Patrick? ¡Absurdo! La Ley y la Sociedad otorgaban a su marido derechos conyugales. La Ley y la Sociedad no tenían más que una respuesta, si se recurría a ellas: Eres su mujer. No había esperanza en ella misma, ni en sus amigos, ni en ninguna parte en toda la faz de la tierra. No podía hacer nada más que esperar el final, confiando en la Misericordia Divina y en el otro mundo. Abrió su baúl y sacó un librito de Oraciones y Meditaciones, gastado por el uso, que había pertenecido a su madre. Se sentó junto a la ventana a leer. De vez en cuando levantaba la vista y pensaba. El paralelismo entre su madre y ella era ya completo. Casadas ambas con hombres que las odiaban, que aspiraban a alianzas mercenarias con otras mujeres, cuyo único deseo y objetivo en la vida era librarse de sus esposas. ¡De qué extraño modo distintos caminos habían conducido a madre e hija a un mismo destino! ¿Se mantendría el paralelismo hasta el final? «¿Moriré yo en brazos de Blanche?», se preguntó, recordando los últimos momentos de su madre. El tiempo pasó sin darse cuenta. Sus oídos no captaron los movimientos que se producían en la casa durante la mañana. Recobró por primera vez el sentido de los acontecimientos pasados y presentes cuando oyó la voz de la criada al otro lado de la puerta. —El amo quiere que baje, señora. Anne se levantó al instante y dejó a un lado el librito. —¿No ha dicho nada más? —preguntó, abriendo la puerta. —No, señora. Anne siguió a la criada a la planta baja, recordando las extrañas palabras que le había dirigido Geoffrey la noche anterior en presencia de los criados. ¿Iba a averiguar ahora lo que significaban en realidad aquellas palabras? Pronto se despejarían sus dudas. «Sea cual sea la prueba que me espera, espero soportarla igual que la habría soportado mi madre», pensó. La criada abrió la puerta del comedor. El desayuno estaba servido. Geoffrey estaba de pie junto a la ventana. Hester Dethridge aguardaba, apostada cerca de la puerta. Geoffrey se acercó con lo más parecido a la amabilidad que le había visto hasta entonces. ¡Se acercó a ella con una sonrisa resuelta en los labios y le ofreció la mano! Anne había entrado en el comedor, preparada (creía ella) para cualquier cosa. No estaba preparada para aquello. Se quedó muda, mirando a Geoffrey. Después de echarle una ojeada cuando entró, Hester Dethridge miró también a Geoffrey, y a partir de ese momento no le quitó los ojos de encima mientras Anne estuvo en el comedor. Geoffrey rompió el silencio con una voz que no era la suya, con una contención furtiva en sus maneras que ella jamás había percibido. —¿No le estrecharás la mano a tu marido —dijo— cuando te lo pide? Mecánicamente, Anne le dio la mano. Geoffrey la soltó inmediatamente, sobresaltado. —¡Dios! ¡Qué fría! —exclamó. Su mano, en cambio, ardía y temblaba sin cesar. Señaló una silla en la cabecera de la mesa. —¿Quieres preparar el té? —preguntó. Anne le había dado la mano mecánicamente, y así avanzó también un paso... y se detuvo. —¿Preferirías desayunar sola? —preguntó él. —Si me haces el favor —respondió ella débilmente. —Espera un momento. Tengo algo que decirte antes de que te vayas. Anne esperó, mientras él reflexionaba, haciendo un esfuerzo de memoria, un esfuerzo visible e inconfundible, antes de volver a hablar. —He tenido toda la noche para pensar —dijo—. Esta noche me he convertido en un hombre nuevo. Te pido perdón por lo que dije ayer. Ayer estaba fuera de mí. Ayer decía tonterías. Olvídalo, por favor, y perdóname. Deseo pasar página y enmendar... enmendar mis errores del pasado. Voy a esforzarme en ser un buen marido. En presencia de la señora Dethridge, te pido que me des una oportunidad. No quiero obligarte a nada. Estamos casados. ¿De qué nos sirve lamentarnos? Quédate aquí, como dijiste ayer, con tus condiciones. Deseo hacer las paces. En presencia de la señora Dethridge, te digo que deseo hacer las paces. No te detengo más. Te pido que lo pienses bien. Buenos días. Geoffrey pronunció estas extraordinarias palabras como un chico un poco lento que recitara una lección difícil: con la vista en el suelo y los dedos abrochando y desabrochando nerviosamente un botón del chaleco. Anne salió del comedor. En el pasillo se vio obligada a esperar, apoyada en la pared. La cortesía forzada de Geoffrey era horrible; su esmerada declaración de arrepentimiento le había traspasado el alma de terror. Ni siquiera en la época en que más grande era su cólera y más groseras sus palabras había sentido Anne el indescriptible horror que sentía ahora. Hester Dethridge salió y cerró la puerta. Miró a Anne atentamente, escribió en la pizarra y luego la mostró, con estas palabras escritas: «¿Le cree?» Anne apartó la pizarra y corrió escaleras arriba. Cerró la puerta a cal y canto y se desplomó en una silla. «Trama algo contra mí. Pero ¿qué?», se dijo. Una escalofriante sensación de miedo físico, enteramente nueva para ella, evitó que se detuviera en aquella pregunta. Debilitada por el desánimo, se acercó a la ventana para tomar el aire. En ese mismo momento sonó la campanilla de la puerta del jardín. Recelando de todo y de todos, Anne sintió una súbita reticencia a dejarse ver. Se escondió tras la cortina y miró hacia fuera. La puerta se abrió a un lacayo con librea que llevaba una carta en la mano. Al pasar bajo la ventana de Anne dijo a la criada: —Vengo de parte de lady Holchester. Debo ver al señor Delamayn ahora mismo. Entraron. Al cabo de un rato reapareció el lacayo y abandonó el lugar. Pasó otro rato y alguien llamó a su puerta. Anne vaciló. La llamada se repitió y fuera se oyó el murmullo sin palabras de Hester Dethridge. Anne abrió la puerta. Entró Hester con el desayuno y señaló una carta entre las demás cosas de la bandeja. Estaba dirigida a Anne con letra de Geoffrey y decía así: Mi padre murió ayer. Escribe las instrucciones para tu traje de luto. El chico las llevará. No has de molestarte en ir a Londres. Vendrá alguien de la tienda. Anne dejó caer el papel en su regazo sin levantar los ojos. En ese mismo momento, Hester Dethridge le puso la pizarra furtivamente entre la nota y los ojos, con estas palabras escritas: «Su madre viene hoy. Se ha telegrafiado a su hermano a Escocia. Anoche estaba borracho. Está bebiendo otra vez. Sé lo que eso significa. Cuidado, señorita, cuidado». Anne le indicó por señas que abandonara la habitación. Hester se fue, tirando de la puerta al salir, pero sin cerrarla. Volvió a sonar la campanilla de la puerta del jardín. Una vez más, Anne se acercó a la ventana. Esta vez era sólo el mozo que llegaba para recibir las instrucciones del día. Apenas había entrado en el jardín, llegó el cartero con cartas. Un minuto después se oyó la voz de Geoffrey en el pasillo y sus fuertes pasos que subían por la escalera de madera. Anne se dirigió rápidamente a la puerta para correr los cerrojos. Geoffrey llegó antes de que pudiera hacerlo. —Una carta para ti —dijo, manteniéndose escrupulosamente fuera de la habitación—. No deseo obligarte a nada. Sólo te pido que me digas de quién es. Sus modales seguían siendo cuidadosamente comedidos, pero sus ojos delataban la desconfianza que pretendía ocultar, cuando la miraban. Anne miró la letra de las señas. —De Blanche —respondió. Geoffrey puso el pie entre la puerta y la jamba y esperó a que Anne abriera y leyera la carta de Blanche. —¿Puedo verla? —preguntó, y alargó la mano a través de la puerta. El coraje de Anne, que en otro tiempo se habría resistido, había muerto. Le tendió la carta abierta. Era muy corta. Salvo por unas breves expresiones de afecto, se limitaba muy esmeradamente a declarar el propósito con que se había escrito. Blanche se proponía visitar a Anne aquella tarde en compañía de su tío y la avisaba con tiempo para asegurarse de que estaría en casa. Eso era todo. Era evidente que la carta se había escrito siguiendo los consejos de sir Patrick. Geoffrey la devolvió después de pensárselo un momento. —Mi padre murió ayer —dijo—. Mi esposa no puede recibir visitas hasta que lo hayan enterrado. No quiero obligarte a nada. Sólo digo que no puedo permitir visitas antes del funeral, salvo de mi propia familia. Envía una nota abajo. El mozo se la llevará a tu amiga cuando vuelva a Londres. —Tras estas palabras, se fue. Cuando alguien como Geoffrey Delamayn apelaba a las convenciones sociales, sólo podía significar dos cosas. O bien era una burla cruel, o tenía un propósito oculto. ¿Había aprovechado la muerte de su padre como pretexto para aislar a su mujer de toda comunicación con el exterior? ¿Existían razones, que aún no se hubieran hecho patentes, para que temiera las consecuencias, de permitir que Anne se comunicara con sus amigos? Transcurrida una hora, Hester Dethridge apareció de nuevo. El mozo aguardaba las instrucciones de Anne para el traje de luto y la nota para la señora de Arnold Brinkworth. Anne escribió las instrucciones y la nota. Una vez más apareció la horrible pizarra cuando terminó, entre el papel y sus ojos, con las duras líneas de un aviso implacable trazadas en ella: «Ha cerrado la puerta del jardín con llave. Cuando llamen, tenemos que pedirle a él la llave. Ha escrito a una mujer. Las señas dicen señora Glenarm. Ha bebido más brandy. Como mi marido. Cuidado». La única salida en los altos muros que rodeaban la casa, cerrada. A sus amigos se les prohibía la entrada. Solitario confinamiento con su marido por carcelero. Aún no había pasado veinticuatro horas en la casa y tal era su estado. ¿Y qué vendría después? Se acercó a la ventana con aire ausente. La visión del mundo exterior, de algún que otro vehículo que pasara, la ayudaría a soportarlo. El mozo apareció en el jardín dispuesto a partir para cumplir sus encargos en Londres. Geoffrey lo acompañaba para abrirle la puerta, y le gritó, cuando ya se iba: —¡No olvides los libros! ¿Los «libros»? ¿Qué libros? ¿Quién los quería? Las cosas más nimias despertaban ahora las sospechas de Anne. Durante horas, estuvo atormentándose por los libros. Geoffrey cerró la puerta del jardín y volvió a la casa. Se detuvo bajo la ventana de Anne y la llamó. Anne se asomó. —Cuando quieras aire y ejercicio —dijo él—, el jardín de atrás está a tu disposición. —Se metió la llave en el bolsillo y entró en la casa. Tras cierta vacilación, Anne decidió seguir el consejo. En aquel estado de incertidumbre, resultaba insoportable seguir entre las cuatro paredes del dormitorio. Si en la propuesta de Geoffrey, que tan bien sonaba, acechaba alguna trampa, la repelía menos averiguar audazmente lo que era que esperar sola dándole vueltas y más vueltas sin descubrir nada. Se puso el sombrero y bajó al jardín. No ocurrió nada fuera de lo común. No sabía dónde estaba Geoffrey, pero no se dejó ver en ningún momento. Anne se paseó de un lado a otro, sin abandonar el lado del jardín más alejado de la ventana del comedor. Para una mujer, escapar de aquel sitio era sencillamente imposible. Dejando a un lado la altura de los muros, el borde superior de los mismos estaba cubierto por una gruesa capa de cristales rotos. En el fondo del jardín había una pequeña puerta trasera (seguramente para uso del jardinero) , a la que habían quitado la llave. No había una sola casa cerca de allí. Las tierras de los horticultores rodeaban el jardín por todos lados. En las cercanías de una gran metrópolis, Anne estaba completamente aislada de todo contacto humano, como enterrada en vida. Tras media hora, el silencio se quebró con el ruido de un carruaje en la vía pública, en la parte delantera de la casa. Llamaron a la puerta del jardín. Anne se pegó a la parte de atrás de la casa, resuelta, si se presentaba la ocasión, a hablar con el visitante, fuera quien fuera. Oyó voces en el comedor a través de la ventana abierta: la voz de Geoffrey y la de una mujer. ¿Quién era la mujer? ¿No sería la señora Glenarm, no? Al cabo de un rato, la visitante alzó la voz de repente. —¿Dónde está? —preguntó—. Quiero verla. Anne avanzó rápidamente hacia la puerta trasera de la casa... y se encontró cara a cara con una dama que le era totalmente desconocida. —¿Es usted la mujer de mi hijo? —preguntó la dama. —Soy la prisionera de su hijo —respondió Anne. El pálido rostro de lady Holchester palideció más aún. Era evidente que la respuesta de Anne confirmaba alguna duda que había despertado el hijo. —¿Qué quiere decir? —preguntó en un susurro. Los pesados pasos de Geoffrey cruzaron el comedor. No había tiempo para explicaciones. —Dígales a mis amigos lo que acabo de decirle a usted —pidió, susurrando también. Geoffrey apareció en la puerta del comedor. —Nombre a uno de sus amigos —dijo lady Holchester. —Sir Patrick Lundie. Geoffrey oyó la respuesta. —¿Qué pasa con sir Patrick Lundie? —Deseo ver a sir Patrick Lundie —dijo su madre—, y tu esposa sabe dónde puedo encontrarlo. Anne comprendió al instante que lady Holchester se pondría en contacto con sir Patrick y le dio su dirección de Londres. Lady Holchester dio media vuelta, dispuesta a abandonar la casa. Su hijo la detuvo. —Dejemos las cosas claras —dijo—, antes de que vayas. Mi madre —prosiguió, dirigiéndose a Anne— no cree que haya muchas posibilidades de que vivamos en armonía tú y yo. Dile la verdad, ¿quieres? ¿Qué te he dicho esta mañana a la hora del desayuno? ¿No te he dicho que me esforzaría por ser un buen marido? ¿No te he dicho, en presencia de la señora Dethridge, que quería hacer las paces? —Geoffrey esperó a que Anne respondiera afirmativamente, y luego apeló a su madre—. ¿Bien? ¿Qué piensas ahora? Lady Holchester se abstuvo de revelar lo que pensaba. —Volveré a verla esta noche, o tendrá noticias mías —dijo a Anne. Geoffrey intentó repetir su pregunta. Su madre lo miró y él bajó al instante los ojos. Lady Holchester inclinó la cabeza con gesto grave para saludar a Anne y se echó el velo sobre la cara. Su hijo la siguió en silencio hasta la puerta del jardín. Anne regresó a su dormitorio, animada por la primera sensación de alivio que sentía desde la mañana. «Su madre está alarmada —pensó—. Algo va a cambiar.» Sí, se iba a producir un cambio... con la llegada de la noche. Capítulo LVI La propuesta Hacia el atardecer, el carruaje de lady Holchester se detuvo ante la puerta del jardín. Tres personas ocupaban el carruaje: lady Holchester, su hijo mayor (ahora lord Holchester) y sir Patrick Lundie. —¿Esperará usted en el carruaje, sir Patrick? —preguntó Julius—. ¿O entrará con nosotros? —Esperaré. Si puedo serle útil a ella de algún modo, llámeme enseguida. Mientras, no olvide poner la condición que le he sugerido. Es el único modo de saber cuáles son los verdaderos sentimientos de su hermano. El criado había tocado la campanilla en vano. Volvió a llamar. —Si tengo oportunidad de hablar con la mujer de mi hijo a solas —dijo lady Holchester a sir Patrick—, ¿tiene usted algún mensaje que darle? Sir Patrick sacó una nota. —¿Puedo pedirle a su señoría que tenga la amabilidad de entregarle esto? La criada abrió la puerta del jardín cuando lady Holchester cogía la nota. —Recuerde —repitió sir Patrick con la mayor seriedad—, si puedo prestarle a ella algún servicio, por pequeño que sea, no piensen en mi posición respecto al señor Delamayn. Mándenme llamar enseguida. Julius y su madre fueron conducidos al salón. La chica los informó de que su amo había subido a estirarse un rato y de que estaría con ellos inmediatamente. Madre e hijo estaban demasiado impacientes para ser capaces de hablar. Julius se paseó por la habitación con nerviosismo. Unos libros que había sobre una mesa retirada atrajeron su atención. Eran cuatro volúmenes sucios y grasientos. Del interior de uno de ellos asomaba un trozo de papel con esta nota: «Con los saludos del señor Perry». Julius abrió el libro. Era el horrendo registro popular de Juicios Criminales de Inglaterra, titulado Lista de juicios de Newgate. Julius se lo mostró a su madre. —El gusto de Geoffrey en literatura —dijo con una débil sonrisa. Lady Holchester le indicó que devolviera el libro a su sitio. —Tu has visto ya a la mujer de Geoffrey, ¿verdad? —preguntó. No había desprecio en su voz cuando se refirió a Anne. La impresión que había recibido en su primera visita a la casa relacionaba a la mujer de Geoffrey con preocupaciones familiares de no poca importancia. Tal vez Anne tuviera que desagradarle (pensando en la señora Glenarm), pero ya no la despreciaba. —La vi cuando vino a Swanhaven —respondió Julius—. Estoy de acuerdo con sir Patrick en que es una persona muy interesante. —¿Qué te ha dicho sir Patrick sobre Geoffrey esta tarde, cuando yo no estaba en la habitación? —Lo mismo que te ha dicho a ti. Creía que la situación de ambos es deplorable. Consideraba que existían buenas razones para que interviniéramos de inmediato. —La opinión de sir Patrick, Julius, va mucho más allá. —Que yo sepa, de eso no ha dicho nada. —¿Y cómo iba a decírnoslo... a nosotros? La puerta se abrió y Geoffrey entró en la habitación. Julius lo observó detenidamente cuando se estrecharon la mano. Su hermano tenía los ojos inyectados en sangre, el rostro encendido y la voz pastosa. Su aspecto era el de un hombre que había bebido en exceso. —¿Y bien? —dijo Geoffrey a su madre—. ¿Qué es lo que te trae de vuelta? —Julius quiere hacerte una propuesta —dijo lady Holchester—. Yo la apruebo y he venido con él. Geoffrey se volvió a su hermano. —¿Qué puede querer un hombre rico como tú de un pobre diablo como yo? —preguntó. —Quiero hacerte justicia, Geoffrey... si colaboras, haciendo alguna concesión. ¿Nuestra madre te ha hablado del testamento? —No me deja ni medio penique. Era lo que esperaba. Adelante. —Estás en un error. Sí te deja algo. En un codicilo se te asigna una generosa renta. Por desgracia, nuestro padre murió sin firmarlo. Huelga decir que, a pesar de todo, me siento obligado a ejecutarlo. Estoy dispuesto a hacer por ti lo que habría hecho nuestro padre. Y a cambio sólo te pido una concesión. —¿Qué es? —Tu vida aquí, con tu mujer, es muy desdichada, Geoffrey. —¿Quién lo dice? Yo no. Julius puso una mano sobre el brazo de su hermano con expresión benevolente. —No juegues con un asunto tan serio —dijo—. Tu matrimonio es una desgracia en todos los sentidos, no sólo para ti, sino también para tu mujer. Es imposible que viváis juntos. He venido a pedirte que accedas a la separación. Hazlo, y la renta que se te asigna en el codicilo sin firmar es tuya. ¿Qué me dices? Geoffrey se desasió de la mano de su hermano. —¡Digo que no! —respondió. Lady Holchester intervino por primera vez. —La generosa oferta de tu hermano merece una respuesta mejor —dijo. —Mi respuesta —repitió Geoffrey— es... ¡no! Geoffrey se sentó entre su madre y su hermano con los puños apretados sobre las rodillas, insensible por completo a cuanto pudieran decirle. —En tu situación —dijo Julius—, esa negativa es una locura. No voy a aceptarla. —Haz lo que te plazca. Estoy decidido. No permitiré que me separen de mi mujer. Aquí se quedará. El tono brutal de su réplica suscitó la indignación de lady Holchester. —¡Ten cuidado! —exclamó—. No sólo eres muy ingrato con tu hermano, sino que empiezas a despertar las sospechas de tu madre. Tú tienes un motivo oculto que no quieres revelarnos. Geoffrey se volvió hacia su madre con una súbita ferocidad que hizo saltar a Julius de su asiento. Segundos después, Geoffrey clavó la vista en el suelo y el diablo que lo poseía se volvió a tranquilizar. —¿Un motivo oculto que no quiero revelaros? —repitió con la cabeza gacha y la voz más pastosa que antes—. Estoy dispuesto a que mi motivo se anuncie en carteles por todo Londres. La quiero. Alzó la cabeza al pronunciar estas últimas palabras. Lady Holchester volvió la cabeza hacia otro lado, asustada de su propio hijo. Era tan abrumadora la conmoción sufrida que incluso se tambaleó en ella el arraigado prejuicio inculcado por la señora Glenarm en contra de Anne. En aquel momento, la compadecía de todo corazón. —¡Pobrecita! —dijo. Geoffrey se ofendió al oír esa palabra. —No toleraré que nadie se compadezca de mi mujer. —Salió entonces como una flecha hacia el pasillo y gritó—: ¡Anne, baja! La suave voz de Anne respondió, sus suaves pisadas se oyeron en las escaleras. Anne entró en la habitación. Julius se acercó a ella, le cogió la mano y se la estrechó con gesto amable. —Tenemos una pequeña discusión familiar —dijo, tratando de infundirle confianza—. Y Geoffrey se ha acalorado, como de costumbre. Geoffrey apeló a su madre con expresión adusta. —¡Mírala! —dijo—. ¿Está muerta de hambre? ¿Viste harapos? ¿Está cubierta de moratones? —Se volvió hacia Anne—. Han venido para proponer una separación. Los dos creen que te odio. Yo no te odio. Soy un buen cristiano. A ti te debo haber quedado excluido del testamento de mi padre. Te lo perdono. A ti te debo haber perdido la oportunidad de casarme con una mujer que tiene diez mil libras al año. Te lo perdono. No soy un hombre que haga las cosas a medias. He dicho que me esforzaré en ser un buen marido para ti. He dicho que quería hacer las paces. ¡Bien! Soy un hombre de palabra. ¿Y cuál es el resultado? Me insultan. Mi madre y mi hermano vienen aquí y me ofrecen dinero para que me separe de ti. ¡Al cuerno con el dinero! No quiero estar en deuda con nadie. Me ganaré la vida. ¡Debería darle vergüenza a la gente por intentar interponerse entre marido y mujer! ¡Qué vergüenza! Eso es lo que yo digo... ¡qué vergüenza! Anne miró a la madre de su marido, buscando una explicación. —¿Le han propuesto que nos separemos? —preguntó. —Sí, con unas condiciones muy ventajosas para mi hijo y con la máxima consideración posible hacia usted. ¿Tiene alguna objeción por su parte? —¡Oh, lady Holchester! ¿Necesita preguntármelo? ¿Qué ha dicho él? —Se ha negado. —¡Se ha negado! —Sí —dijo Geoffrey—. No me echaré atrás. Me atengo a lo que he dicho esta mañana. Voy a esforzarme en ser un buen marido para ti. Quiero hacer las paces. —Hizo una pausa y luego añadió su razón última—: Te quiero. Sus ojos se encontraron cuando le dijo estas palabras. Julius notó que la mano de Anne se aferraba de pronto a la suya. La desesperación con que sus frágiles y fríos dedos se agarraban a él, el terror suplicante que expresaba el rostro amable y sensible al volverse despacio, le decían tan claramente como si lo expresara con palabras: «¡No me deje aquí sola esta noche!». —Aunque os quedéis aquí los dos hasta el día del juicio final —dijo Geoffrey—, no conseguiréis que cambie de opinión. Ya os he dado mi respuesta. Geoffrey se sentó obstinadamente en un rincón de la habitación, esperando —con clara ostentación— a que se fueran su madre y su hermano. La situación era grave. Iba a ser inútil intentar razonar con él aquella noche. Si invitaban a sir Patrick a intervenir, sólo conseguirían desatar un nuevo estallido del brutal temperamento de Geoffrey. Por otro lado, abandonar a aquella mujer desamparada, después de lo que había pasado, sin hacer un esfuerzo por ofrecerle su amistad en aquellas circunstancias, era un acto inhumano, ni más ni menos. Julius optó por la única alternativa que le quedaba y que era digna de un hombre honorable y compasivo como él. —Lo dejaremos por hoy, Geoffrey —dijo—. Pero sigo decidido a insistir mañana, a pesar de lo que has dicho. Me ahorrarías la molestia de tener que volver mañana y luego regresar otra vez a Londres para cumplir con mis compromisos, si me permitieras quedarme aquí a pasar la noche. ¿Puedes ofrecerme una habitación? Anne le dirigió una mirada de gratitud que no habría podido expresar con palabras. —¿Una habitación? —repitió Geoffrey. Estuvo a punto de negarse, pero se contuvo. Su madre lo vigilaba, su mujer lo vigilaba, y su mujer sabía que la habitación que tenían justo encima estaba libre—. ¡Muy bien! —dijo, con otro tono y mirando a su madre—. Hay una habitación libre arriba. Puedes quedarte en ella, si quieres. Mañana descubrirás que no he cambiado de opinión, pero eso es asunto tuyo. Quédate, si te apetece. No tengo ningún reparo. Me da igual. ¿No te importa que su señoría duerma bajo mi techo? —preguntó a su madre—. ¡Podría tener algún motivo oculto que no quisiera revelarte, sabes! —Se volvió a Anne sin esperar respuesta—. Dile a la vieja sorda que ponga sábanas en la cama. Dile que va a tener a un lord auténtico en su casa, ¡que prepare una cena endiabladamente buena! De pronto soltó una estruendosa carcajada que sonó a falsa. Lady Holchester se levantó en el momento en que Anne abandonaba la habitación. —No estaré aquí cuando vuelva —dijo—. Permítame desearle buenas noches. Al estrecharle la mano, lady Holchester entregó a Anne la nota de sir Patrick sin ser vista. Anne salió. Sin decir una sola palabra a su hijo menor, lady Holchester indicó a Julius que le ofreciera el brazo. —Has actuado noblemente con tu hermano —le dijo—. Mi único consuelo y mi esperanza están depositados en ti, Julius. —Juntos se dirigieron a la puerta del jardín; Geoffrey los seguía con la llave en la mano. —No te preocupes —susurró Julius a su madre—. Esta noche no le dejaré beber, y mañana te llevaré mejores noticias de él. Explícaselo todo a sir Patrick de camino a casa. Julius ayudó a su madre a subir al carruaje y volvió a dirigirse a la casa, mientras Geoffrey cerraba la puerta del muro. Los hermanos regresaron en silencio al interior. Julius se lo había ocultado a su madre, pero sentía una gran desazón. Pese a su tendencia natural a ver siempre el lado positivo de las cosas, no hallaba una interpretación esperanzadora de lo que Geoffrey había dicho y hecho aquella noche. Tenía la convicción de que, en la relación que decía mantener con su esposa, Geoffrey representaba deliberadamente un papel por algún propósito abominable que no daba a conocer. Por primera vez en la vida, el dinero no era el objetivo prioritario de Geoffrey. Entraron de nuevo en el salón. —¿Qué quieres beber? —preguntó Geoffrey. —Nada. —¿No vas a tomarte un trago de brandy con agua conmigo? —No. Ya has bebido bastante brandy con agua. Después de cavilar unos instantes con el entrecejo fruncido sobre el vaso, de pronto Geoffrey se mostró de acuerdo con Julius. —Eso parece —dijo—. Ahora mismo le pongo remedio. —Geoffrey desapareció y volvió con una toalla mojada alrededor de la cabeza—. ¿Qué quieres hacer mientras las mujeres preparan tu cama? Libertad completa aquí. A mi me ha dado por cultivar el intelecto. Me he reformado, ¿sabes?, ahora que estoy casado. Haz lo que quieras. Yo voy a leer. Geoffrey se dirigió a la mesa del rincón y, cogiendo los ejemplares de la Lista de juicios de Newgate, le dio uno a su hermano. Julius se lo devolvió. —No vas a cultivar nada —dijo— con un libro como ése. Acciones viles, registradas en un inglés vil, son una vil lectura, Geoffrey, en todo el sentido de la palabra. —A mí me basta. Yo no sé distinguir el buen inglés cuando lo veo. Tras esta sincera confesión —que podrían haber suscrito la gran mayoría de los compañeros de escuela y de universidad de Geoffrey, sin cometer una injusticia con el actual estado de la educación en Inglaterra—, Geoffrey acercó su silla a la mesa y abrió uno de los volúmenes del registro de crímenes. Sobre el sofá estaba el periódico de la tarde. Julius lo cogió y se sentó frente a su hermano. Con cierta sorpresa, observó que la consulta de Geoffrey parecía tener un objetivo concreto. En lugar de empezar por la primera página, pasaba las hojas y las doblaba en ciertos puntos, antes de iniciar la lectura. Si Julius hubiera mirado por encima del hombro de su hermano, en lugar de mirarlo desde el otro lado de la mesa, habría visto que Geoffrey pasaba por alto todos los delitos menores que se mencionaban en la lista, y que señalaba para su lectura únicamente los casos de asesinato. Capítulo LVII La aparición La noche avanzaba. Eran cerca de las doce cuando Anne oyó la voz de la criada al otro lado de la puerta de su dormitorio, pidiéndole permiso para hablar con ella un momento. —¿Qué ocurre? —El caballero que hay abajo desea verla, señora. —¿Te refieres al hermano del señor Delamayn? —Sí. —¿Dónde está el señor Delamayn? —Fuera, en el jardín, señora. Anne bajó y encontró a Julius solo en el salón. —Siento molestarla —dijo él—. Me temo que Geoffrey está enfermo. La casera se ha acostado, según me han dicho, y no sé adonde acudir para pedir asistencia médica. ¿Sabe usted de algún médico en esta zona? Al igual que Julius, Anne desconocía por completo aquel vecindario. Sugirió que preguntaran a la criada. Al hablar con la chica, descubrieron que sabía de un médico, en efecto, que vivía a diez minutos de la casa, andando. Podía dar indicaciones precisas para encontrar su casa, pero a ella le daba miedo ir sola a aquellas horas de la noche y en un barrio tan solitario. —¿Es grave su enfermedad? —preguntó Anne. —Es tan grande su excitación nerviosa —dijo Julius— que no puede parar quieto ni un segundo. Ha empezado con una agitación incesante mientras estaba leyendo aquí. Lo he convencido para que se fuera a la cama. No ha podido estar tumbado ni un segundo. Ha vuelto a bajar, ardiendo de fiebre y más agitado que antes. Ahora está en el jardín, a pesar de todos mis esfuerzos por impedírselo, probando, dice, a «quitárselo corriendo». A mí me parece que la cosa es grave. Venga y júzguelo usted misma. Llevó a Anne a la habitación contigua, abrió los postigos de la ventana y señaló el jardín. Las nubes se habían disipado; la noche era apacible. La clara luz de las estrellas dejaba ver a Geoffrey, vestido únicamente con camisa y pantalón, corriendo sin parar alrededor de la casa. Al parecer creía encontrarse aún en la carrera de Fulham. A veces, mientras la blanca figura daba vueltas y vueltas a la luz de las estrellas, le oían lanzar hurras por «el Sur». El golpeteo de sus pies en el suelo, cada vez más débil, y su respiración, cada vez más difícil y entrecortada, cuando pasaba por la ventana, eran claros indicios de que empezaban a fallarle las fuerzas. El agotamiento le obligaría a volver a la casa, si no conducía a consecuencias peores. En el estado en que se encontraba su cerebro en aquel momento, ¿quién sabía qué podía ocurrir, si no le atendía un médico? —Iré a buscar al médico —dijo Julius—, si no le importa que la deje sola. Anne no podía esgrimir sus aprensiones contra la necesidad manifiesta de pedir ayuda. Encontraron la llave de la puerta del jardín en el bolsillo de la chaqueta de Geoffrey, que había dejado arriba. Anne acompañó a Julius hasta la puerta. —¿Cómo puedo darle las gracias? —dijo—. ¿Qué habría hecho sin usted? —No tardaré más que lo estrictamente necesario —replicó él, y se fue. Anne volvió a cerrar la puerta y entró en la casa. La criada le salió al paso y propuso despertar a Hester Dethridge. —No sabemos lo que podría hacer el amo mientras su hermano está fuera —dijo la chica—. Y una más siempre nos irá bien, ahora que sólo hay mujeres en la casa. —Tienes toda la razón —dijo Anne—. Despierta a tu ama. Subieron por la escalera y se asomaron al jardín por la ventana que había en el otro extremo del pasillo. Geoffrey seguía dando vueltas, pero muy despacio: pronto dejaría de correr y seguiría andando. Anne volvió a su dormitorio y esperó cerca de la ventana abierta, lista para cerrarla y echar el pestillo al momento si ocurría algo que la alarmara. «¡Cómo he cambiado! —pensó—. Ahora todo me da miedo.» La deducción era lógica, pero no cierta. El cambio no estaba en sí misma, sino en las circunstancias que la rodeaban. Su posición durante la investigación llevada a cabo en casa de lady Lundie sólo había puesto a prueba su coraje moral. Había exigido de ella uno de esos nobles sacrificios que las fuerzas ocultas de la naturaleza femenina son capaces de hacer. Su situación en la casa de Fulham ponía a prueba su coraje físico, exigiéndole que superara una sensación real de peligro, cuando ese peligro la acechaba en la oscuridad. En esto, la naturaleza femenina se hundía ante la tensión a la que estaba sometida. En esto, su coraje no hallaba sostén en la fuerza de su amor, sino que apelaba a los instintos animales y era la firmeza de un hombre la que se necesitaba. Hester Dethridge abrió la puerta de su dormitorio y se dirigió al de Anne. El color arcilloso de su rostro tenía un leve tinte de color en las mejillas; su impavidez cadavérica mostraba signos de vida. Los ojos pétreos, siempre con su mirada ausente, tenían un extraño brillo apagado en su interior. Sus cabellos grises, tan pulcramente peinados en otras ocasiones, aparecían revueltos bajo la cofia. Sus movimientos eran más vivos de lo habitual. Alguna cosa había despertado la vitalidad estancada de la mujer: estaba activa en su cabeza y se abría paso hacia su semblante. En otra época, los criados de Windygates habían visto aquellos síntomas y habían acabado por reconocer en ellos una advertencia de que dejaran sola a Hester Dethridge. Anne le preguntó si se había enterado de lo que sucedía. Ella afirmó con la cabeza. —¡Espero que no la moleste que la hayamos despertado! Hester escribió en su pizarra: «Me alegro de que me molesten. He tenido pesadillas. Es bueno para mí que me despierten cuando los sueños me hacen recordar mi pasado. ¿Qué le pasa? ¿Está asustada?». —Sí. Hester volvió a escribir y señaló el jardín con una mano, mientras mostraba la pizarra con la otra: «¿Asustada de él?». —Terriblemente asustada. Hester escribió por tercera vez y ofreció la pizarra a Anne con una horrible sonrisa: «Yo ya he pasado por todo esto. Lo sé. Esto es sólo el principio. Le saldrán arrugas en la cara y canas en el pelo. Llegará el momento en que querrá estar muerta y enterrada. Pero sobrevivirá. Míreme a mí». Mientras leía estas tres últimas palabras, Anne oyó que se abría la puerta del jardín y se volvía a cerrar. Cogió a Hester Dethridge del brazo y escuchó. Los fuertes pasos de Geoffrey, que avanzaba con dificultad, tambaleándose por el pasillo, indicaban que se dirigía a la escalera. Hablaba consigo mismo, engañado aún por la ilusión de estar en la carrera pedestre —Cinco a cuatro para Delamayn. Delamayn ha ganado. Tres hurras por «el Sur», y un hurra más. Una carrera endiabladamente larga. ¡Ya es de noche! ¡Perry! ¿Dónde está Perry? Geoffrey avanzó por el pasillo, dando tumbos de lado a lado. Las escaleras crujieron cuando puso el pie en ellas. Hester Dethridge tiró del brazo hasta soltarse de Anne, se dirigió a la puerta del dormitorio de Geoffrey con la vela en la mano y la abrió; se acercó a lo alto de la escalera y se plantó allí, firme como una roca, esperándolo. Geoffrey alzó la vista al poner el pie en el siguiente escalón y se encontró con el rostro de Hester iluminado por la vela, mirándolo. En aquel mismo instante se detuvo, clavado en el sitio. —¡Fantasma! ¡Bruja! ¡Demonio! —gritó—. ¡Aparta tus ojos de mí! —La amenazó agitando furiosamente el puño y soltó un juramento. Luego volvió de un salto al pasillo de la planta baja y se encerró en el salón para no verla. El pánico que se había apoderado de él en el huerto de Windygates bajo la mirada de la cocinera muda volvió a atenazarlo una vez más. ¡Tenía miedo, un miedo horrible, de Hester Dethridge! Sonó la campanilla de la puerta del jardín. Julius regresaba con el médico. Anne dio la llave a la criada para que los dejara entrar. Hester escribió en la pizarra, tan serena como si nada hubiera ocurrido: «Me encontrarán en la cocina, si me necesitan. No volveré a mi dormitorio. Mi dormitorio está lleno de pesadillas». Hester bajó las escaleras. Anne se quedó en el pasillo de arriba, mirando hacia el pasillo de abajo. —Su hermano está en el salón —le dijo a Julius, alzando la voz—. La casera está en la cocina, si la necesita. —Anne regresó a su dormitorio y esperó el desarrollo de los acontecimientos. Tras un breve intervalo, oyó abrirse la puerta del salón y las voces de los hombres en el pasillo. Parecía existir cierta dificultad para convencer a Geoffrey de que subiera las escaleras: insistía en que Hester Dethridge lo estaba esperando arriba. Al cabo de un rato, lo persuadieron de que el camino estaba libre. Anne los oyó subir y cerró la puerta de su dormitorio. Después de un intervalo más largo, volvió a abrirse la puerta. El médico se marchaba, dando las últimas instrucciones a Julius en el pasillo. —Vaya a verlo de vez en cuando durante la noche, y dele otra dosis del preparado sedante si se despierta. No hay que alarmarse por la fiebre y la agitación. Sólo son manifestaciones externas de un mismo daño oculto muy grave. Llame al médico que lo atendió la última vez. En su caso, es muy importante conocer la constitución del paciente. Después de acompañar al médico hasta la puerta del jardín, Julius regresó y Anne salió a su encuentro en el pasillo. Enseguida notó su rostro cansado y en la fatiga que denotaban todos sus movimientos. —Necesita usted descansar —dijo—. Váyase a su dormitorio, por favor. He oído lo que le ha dicho el médico. La casera y yo velaremos esta noche. Julius reconoció que la noche anterior había hecho el largo viaje desde Escocia. Pero se mostró reacio a ceder la responsabilidad de vigilar a su hermano. —Estoy seguro de que no está usted lo bastante fuerte para ocupar mi lugar —dijo amablemente—, y Geoffrey siente un terror irracional a la casera, lo que hace muy poco deseable que vuelva a verla en su estado actual. Subiré a mi dormitorio y me echaré en la cama para descansar. Si oye algo, no tiene más que venir y llamarme. Transcurrió una hora más. Anne se acercó a la puerta de Geoffrey y escuchó. Geoffrey se movía en su cama, murmurando para sí. Anne se acercó entonces a la puerta de la habitación contigua, que Julius había dejado entornada. La fatiga había podido más que él: oyó la respiración rítmica de un hombre profundamente dormido. Dio media vuelta, resuelta a no molestarlo. En lo alto de la escalera vaciló, sin saber qué hacer. El horror de entrar sola en el dormitorio de Geoffrey era insuperable. Pero ¿quién más podía hacerlo? La criada se había acostado ya. La razón que había dado Julius para no recurrir a Hester Dethridge era irrebatible. Volvió a escuchar junto a la puerta de Geoffrey. No se oía absolutamente nada desde el pasillo. ¿Haría bien en asomarse para comprobar que sólo había vuelto a quedarse dormido? Vaciló una vez más, y así seguía cuando Hester Dethridge salió de la cocina y subió las escaleras. Al llegar a la planta superior, la miró y escribió una frase en su pizarra: «¿Tiene miedo de entrar? Déjemelo a mí». El silencio que reinaba en la habitación indicaba claramente que Geoffrey dormía. No podía haber ningún mal en que Hester entrara ahora. Anne aceptó la propuesta. —Si ocurre algo —dijo—, no moleste a su hermano. Venga a decírmelo a mí primero. Tras esta advertencia, se retiró a su dormitorio. Entonces eran casi las dos de la madrugada. Al igual que Julius, estaba muerta de cansancio. Después de esperar un poco sin oír nada, se echó sobre el sofá. Si ocurría algo, un simple golpe en la puerta la despertaría. Mientras tanto, Hester Dethridge abrió la puerta de Geoffrey y entró. Los movimientos y murmullos que había oído Anne eran los de un hombre dormido. La droga administrada por el médico había vuelto a ejercer su influencia sedante sobre el cerebro, después de una perturbación momentánea. Geoffrey estaba sumido en un sueño profundo y tranquilo. Hester se quedó mirándolo desde la puerta, fue a dar media vuelta para marcharse; entonces se detuvo y clavó de pronto los ojos en uno de los rincones más oscuros de la habitación. Volvió a experimentar el mismo cambio siniestro que había sufrido en otra ocasión en presencia de Geoffrey, cuando se encontraron en el huerto de Windygates. Se le abrió la boca. Sus ojos se dilataron poco a poco, apartándose centímetro a centímetro del rincón, siguiendo alguna cosa a lo largo de la pared desnuda en dirección a la cama se detuvieron en la cabecera, justo encima del rostro de Geoffrey y se quedaron rígidos y brillantes, como si estuvieran contemplando el horror. Geoffrey suspiró débilmente. El sonido, aunque leve, rompió el hechizo. Lentamente, Hester alzó sus manos ajadas y las agitó por encima de la cabeza, salió huyendo al pasillo, se metió corriendo en su dormitorio y cayó de rodillas delante de su cama. Entonces, en medio de la noche, ocurrió algo extraño. Entonces, en medio del silencio y la oscuridad, se desveló un espantoso secreto. En el santuario de su propia habitación, mientras los demás habitantes de la casa dormían, la mujer muda se despojó del misterioso y terrible disfraz con el que deliberadamente se aislaba de sus congéneres durante el día. Hester Dethridge habló. En tono grave y apagado, en una desesperada y confusa letanía, rezó. Invocó la misericordia de Dios para que la librara de sí misma y de la posesión del Demonio, para que la volviera ciega, para que le enviara la muerte, ¡y no tuviera que ver nunca más aquel Horror sin nombre! Los sollozos sacudían el cuerpo de aquella mujer de piedra, que ninguna emoción humana conseguía conmover. Las lágrimas rodaron por aquellas mejillas frías como la arcilla. Una a una, las frenéticas palabras de su oración murieron en sus labios. Fuertes temblores la sacudían de los pies a la cabeza. Se levantó en la oscuridad. ¡Luz! ¡Luz! ¡Luz! El Horror sin nombre estaba en la habitación de Geoffrey. El Horror sin nombre la miraba a través de la puerta abierta. Encontró la caja de cerillas y encendió la vela de su mesa y las otras dos que adornaban la repisa de la chimenea. Paseó entonces la vista por la habitación iluminada. «¡Aja! —se dijo, enjugándose el frío sudor de agonía que le cubría la cara—. Velas para los demás. La luz de Dios para mí. ¡No veré nada! ¡No veré nada!» Cogió una de las velas, cruzó al otro lado del pasillo con la cabeza gacha, se puso de espaldas a la puerta abierta de Geoffrey y la cerró rápidamente, pero con suavidad, alargando la mano por detrás. Luego se retiró de nuevo a su dormitorio. Cerró bien la puerta y cogió un tintero y una pluma de la repisa de la chimenea. Después de reflexionar un momento, colgó un pañuelo sobre la cerradura de la puerta y tapó la rendija del suelo con un viejo chal, para que nadie viera luz en su habitación, si alguien se despertaba y pasaba por delante. Hecho esto, se desabrochó la parte superior del vestido y, deslizando los dedos en el interior de un bolsillo secreto que ocultaba en la parte interior de su corsé, sacó de él unas hojas de fino papel pulcramente dobladas. Al extenderlas sobre la mesa, todas las hojas menos la última aparecieron apretadamente escritas de su puño y letra. La primera hoja llevaba el siguiente encabezamiento: «Mi Confesión. Para ser depositada en mi ataúd y enterrada conmigo cuando muera». Hester pasó las hojas hasta llegar a la última, en blanco en su mayor parte. Unas líneas en el borde superior indicaban la fecha en que lady Lundie la había despedido de su empleo en Windygates. A continuación se expresaba como sigue: Hoy he vuelto a verlo. Por primera vez desde hace dos meses. En el huerto, detrás del joven caballero de nombre Delamayn. Resiste al Demonio y él huirá de ti. Yo he resistido con mis oraciones, meditando en soledad, leyendo libros piadosos. He dejado mi empleo. He perdido de vista al joven caballero para siempre. ¿Detrás de quién se colocará ahora? ¿A quién me señalará? ¡Señor, ten piedad de mí! ¡Cristo, ten piedad de mí! Debajo de este párrafo añadió lo siguiente, anotando primero la fecha: He vuelto a verlo esta noche. He notado un horrible cambio. Se ha aparecido dos veces detrás de la misma persona. Es la primera vez que ocurre. Por eso ahora la tentación es más terrible que nunca. Esta noche, en su dormitorio, entre la cabecera de la cama y la pared, he vuelto a verlo detrás del joven señor Delamayn: la cabeza justo encima de su cara y el dedo señalando su garganta. Dos veces detrás del mismo hombre. Y nunca hasta ahora se me había aparecido dos veces detrás de otra persona. Si lo veo una tercera vez detrás de él... ¡que el Señor me proteja! ¡Que Cristo me proteja! No me atrevo a pensar en ello. Mañana abandonará mi casa. De buena gana habría roto el trato cuando el desconocido alquiló las habitaciones para su amigo, y el amigo resultó ser el señor Delamayn. No me gustó, ni siquiera entonces. Después del aviso de esta noche, estoy decidida. Tiene que irse. Le devolveré su dinero, si quiere. Tiene que irse. (Nota: Esta vez he sentido cómo la tentación me susurraba y me atosigaba el terror todo el tiempo, como nunca hasta ahora. He resistido, como otras veces, gracias a la oración. Ahora bajo a meditar en soledad, a hacerme más fuerte para resistirlo con libros piadosos. ¡Que el Señor tenga piedad de esta pecadora!) Así terminó Hester y volvió a guardarse el manuscrito en el bolsillo secreto de su corsé. Bajó a la pequeña habitación que daba al jardín y que había sido el gabinete de su hermano. Allí, encendió una lámpara y cogió unos libros de un estante de la pared. Eran la Biblia, un volumen de sermones metodistas y una colección de memorias de santos metodistas. Colocó estos últimos cuidadosamente a su alrededor, siguiendo un orden propio, y se sentó con la Biblia sobre el regazo para pasar la noche en vela. Capítulo LVIII En el suelo, a la luz de la luna ¿Qué había ocurrido durante la noche? Éste fue el primer pensamiento de Anne cuando el sol entró a raudales por su ventana y la despertó a la mañana siguiente. Inmediatamente interrogó a la criada. La muchacha sólo podía responder de sí misma. Nada había perturbado su sueño desde que se había acostado. Creía que el amo seguía en su dormitorio. La señora Dethridge estaba trajinando en la cocina. Anne se dirigió a la cocina. Hester Dethridge estaba ocupada en preparar el desayuno, como todas las mañanas. Los leves signos de animación que había notado en ella la noche anterior habían desaparecido. Sus fríos ojos ya no tenían expresión ni brillo; todos sus movimientos volvían a ser aletargados. Al preguntarle si había ocurrido algo durante la noche, negó lentamente con su impenetrable cabeza e hizo un ademán que significaba: «Nada». Al salir de la cocina, Anne vio a Julius en el jardín de delante y fue a su encuentro. —Creo que debo agradecerle su consideración por permitirme unas horas de reposo —dijo él—. Me he despertado a las cinco de la mañana. Espero que no haya tenido motivos para arrepentirse de haberme dejado dormir. He entrado en la habitación de Geoffrey y lo he encontrado algo agitado. Se ha vuelto a calmar con una segunda dosis del preparado. Ya no tiene fiebre. Está más pálido y débil, pero por lo demás está bien. Enseguida volveremos a la cuestión de su salud, pero primero quiero hablarle de un cambio que podría afectar a su vida. —¿Ha accedido a la separación? —No. Se muestra tan terco como siempre. Le he planteado el asunto de todas las maneras posibles, pero sigue negándose rotundamente a aceptar una renta que lo convertiría en un hombre independiente de por vida. —¿Es la misma que habría tenido si...? —¿Si se hubiera casado con la señora Glenarm? No. Me es imposible, dada la responsabilidad que tengo con mi madre y la situación en que me ha colocado la muerte de mi padre, ofrecerle una fortuna como la de la señora Glenarm. Aun así, es una renta espléndida y comete una locura al rechazarla. Voy a insistirle. Tiene que aceptarla y lo hará. Anne no sintió revivir sus esperanzas al oír estas últimas palabras, y desvió la conversación hacia otro asunto. —Tenía algo que decirme —recordó—. Ha hablado usted de un cambio. —Cierto. La casera es una persona muy extraña y ha hecho algo muy extraño. Le ha dado aviso de que debe dejar la casa. —¿Aviso de dejar la casa? —repitió Anne, asombrada. —Sí, mediante una carta formal. Me la ha entregado abierta, en cuanto me he levantado esta mañana. No ha habido manera de sacarle una explicación. La pobre mujer muda se ha limitado a escribir en su pizarra: «Puedo devolverle el dinero, si quiere. ¡Tiene que irse!». Luego he recibido una sorpresa tremenda, pues esa mujer le inspira la mayor aversión, cuando Geoffrey se ha negado a marcharse hasta que venza el plazo. Por hoy he conseguido que llegaran a un entendimiento. Muy a regañadientes, la señora Dethridge accede a darle cuarenta y ocho horas. Y así están las cosas. —¿Qué razones puede tener? —preguntó Anne. —Es inútil preguntárselo. Es obvio que no está bien de la cabeza. Una cosa está clara: Geoffrey no podrá seguir teniéndola aquí. El cambio que se avecina la sacará al menos de este tétrico lugar, y ya es algo ganado. Y es muy posible que un nuevo entorno y nuevas circunstancias influyan en Geoffrey para bien. Puede que su incomprensible comportamiento sea el resultado de una irritación nerviosa latente que pueda tratarse médicamente. No pretendo ocultarle a usted ni ocultarme a mí mismo que su situación aquí es realmente deplorable. Pero antes de perder la esperanza para el futuro, preguntémonos al menos si existe alguna relación entre la conducta actual de mi hermano y su estado de salud. He estado pensando lo que me dijo el médico anoche. Lo primero que hemos de hacer es buscar consultar al mejor médico que tengamos a nuestro alcance. ¿Qué piensa usted? —No me atrevo a decir lo que pienso, lord Holchester. Intentaré, y será muy poca cosa a cambio de su bondad, intentaré ver mi situación con sus ojos y no con los míos. El mejor médico al que puede consultar es el señor Speedwell. Él fue el primero en descubrir que su hermano tenía la salud destrozada. —¡Ése es el hombre que necesitamos! Lo enviaré aquí hoy o mañana. ¿Puedo hacer algo más por usted? Veré a sir Patrick en cuanto llegue a la ciudad. ¿Tiene algún mensaje para él? Anne vaciló. Al mirarla atentamente, Julius percibió que cambiaba de color al oír el nombre de sir Patrick. —¿Le dirá que le estoy muy agradecida por la carta que lady Holchester tuvo la amabilidad de entregarme anoche? —dijo—. ¿Y le rogará de mi parte que no se exponga por culpa mía a... —titubeó y terminó la frase mirando al suelo— lo que pudiera ocurrir, si se presentara aquí e insistiera en verme? —¿Es eso lo que se propone hacer? Anne volvió a dudar. La nerviosa contracción de la comisura de la boca se hizo más visible de lo habitual. —Me dice que su preocupación es insoportable y que está decidido a verme —respondió en voz baja. —Creo que es muy capaz de mantener su resolución —dijo Julius—. Cuando lo vi ayer, sir Patrick habló de usted con una admiración... Julius se interrumpió. En las pestañas de Anne brillaban las lágrimas, y una mano jugueteaba nerviosa con algo oculto (posiblemente la carta de sir Patrick) en la pechera del vestido. —Se lo agradezco de todo corazón —dijo con voz entrecortada—, pero es mejor que no venga aquí. —¿Quiere usted escribirle? —Creo que prefiero que le transmita usted mi mensaje. Julius comprendió que no debía insistir. La carta de sir Patrick había producido una impresión en Anne que su sensible naturaleza parecía reacia a admitir, incluso ante sí misma. Dieron media vuelta para regresar a la casa. En la puerta los esperaba una sorpresa. ¡Hester Dethridge con el sombrero puesto, vestida, a aquella hora de la mañana, lista para salir! —¿Se va ya al mercado? —preguntó Anne. Hester negó con la cabeza. —¿Cuándo volverá? Hester escribió en la pizarra: «No volveré hasta la noche». Sin más explicaciones, se echó el velo sobre la cara y se dirigió a la puerta del jardín. Julius había dejado la llave en el comedor después de abrir la puerta al médico. Hester la llevaba en la mano. Abrió la puerta de madera y la cerró al salir, dejando la llave en la cerradura. En el momento mismo en que la puerta daba el golpe, apareció Geoffrey en el pasillo. —¿Dónde está la llave? —preguntó—. ¿Quién ha salido? Le respondió su hermano. Geoffrey miró a Julius y a Anne con suspicacia. —¿Para qué sale a estas horas? —dijo—. ¿Se ha ido de la casa para no verme? Julius creía que era la explicación más razonable. Geoffrey se dirigió a la puerta para cerrarla con expresión malhumorada, y regresó junto a ellos, metiéndose la llave en el bolsillo. —Es necesario que vigile bien la puerta —dijo—. En el vecindario abundan los mendigos y los vagabundos. Si quieres salir —añadió, volviéndose intencionadamente a Anne—, estoy a tu servicio, como un buen marido. Después de un desayuno apresurado, Julius se despidió. —No acepto tu negativa —dijo a su hermano, delante de Anne—. Volverás a verme por aquí. —Geoffrey repitió tercamente su rechazo. —Aunque vengas todos los días de tu vida —dijo—, seguiré diciendo lo mismo. La puerta del jardín se cerró detrás de Julius. Anne regresó a la soledad de su dormitorio. Geoffrey se metió en el comedor, colocó los volúmenes de la lista de juicios de Newgate sobre la mesa y reanudó la lectura que no había podido continuar la víspera. Hora tras hora, fue pasando obstinadamente de un caso de asesinato a otro. Había leído ya más de la mitad de aquella espantosa crónica del crimen cuando empezó a fallarle la concentración. Encendió entonces su pipa y salió al jardín a cavilar. Por mucho que difirieran en otros aspectos las atrocidades sobre las que había estado leyendo, había una única y terrible semejanza en la que no había pensado y en la que coincidían todos los casos. Tarde o temprano, siempre se acababa encontrando el cadáver, el cual prestaba su mudo testimonio sobre el crimen en forma de vestigios de veneno o señales de violencia. Paseó de un lado a otro lentamente, sopesando la cuestión que se le había planteado por primera vez al detenerse en el jardín y alzar la vista hacia la ventana de Anne en medio de la oscuridad: «¿Cómo?». Ésa era la pregunta que se hacía interiormente desde que el abogado fulminó sus esperanzas de divorcio, y ésa era la pregunta que seguía atormentándolo. No había hallado respuesta en su cerebro, ni en los libros que estaba consultando. Lo tenía todo a su favor; sólo tenía que encontrar el «cómo». Tenía a su odiada esposa arriba, a su merced, gracias a que había rechazado la oferta pecuniaria de Julius. Vivía en un lugar totalmente aislado de las miradas ajenas, gracias a su determinación de seguir en la casa, a pesar de que la casera lo había insultado con un aviso de despedida. Todo lo tenía preparado, todo lo había sacrificado al cumplimiento de un único propósito... ¡y el modo de lograr ese propósito seguía siendo el mismo misterio impenetrable del principio! ¿Cuál era la otra alternativa? Aceptar la propuesta de Julius. En otras palabras, renunciar a vengarse de Anne y volver la espalda al espléndido futuro que le ofrecía aún la devoción de la señora Glenarm. Jamás! Volvería a los libros. Aún no los había terminado. Un leve indicio en las páginas que aún le faltaban por leer podría poner su aletargado cerebro en el buen camino. Aún podía encontrar el modo de deshacerse de ella sin despertar sospechas de ningún ser viviente, en la casa o fuera de ella. ¿Podía un hombre de su posición razonar de manera tan brutal? ¿Podía actuar tan cruelmente? ¡Sin duda, la idea de lo que pretendía hacer debía de atormentarlo! Detengámonos un momento y volvamos a su pasado. ¿Sentía algún remordimiento cuando tramaba traicionar a Arnold en el jardín de Windygates? El sentido del remordimiento no le había sido otorgado. Lo que ahora supone la consecuencia lógica de lo que era entonces. Una tentación mucho más grave le insta ahora a cometer un crimen mucho más grave. ¿Cómo puede resistirse a ella? Su habilidad en el remo (como dijo una vez sir Patrick), su velocidad en la carrera, su admirable capacidad y resistencia en otros ejercicios físicos, ¿le ayudarán a obtener una victoria puramente moral sobre su propio egoísmo y su crueldad? ¡No! El abandono moral e intelectual que tácitamente ha alentado el tono materialista de la opinión pública, lo ha dejado a merced de los peores instintos de su carácter, de todo lo que es más vil y peligroso en la composición del hombre en estado natural. En la mayoría de sus compañeros, no se ha producido ningún daño excepcional porque no se les ha cruzado en el camino ninguna tentación excepcional. Pero su caso es totalmente opuesto. Una tentación fuera de lo común se ha cruzado en su camino. ¿Cómo lo encuentra esta tentación? Literalmente, lo encuentra tal como lo ha dejado su entrenamiento ante cualquier tentación, grande o pequeña: indefenso. Geoffrey regresó a la casa. La criada lo detuvo en el pasillo para preguntarle a qué hora quería cenar. En lugar de responderle, Geoffrey preguntó airadamente por la señora Dethridge. La señora Dethridge no había vuelto. Era la tarde y llevaba fuera desde primera hora de la mañana. Eso no había ocurrido nunca. En la cabeza de Geoffrey empezaron a surgir sospechas vagas, a cual más monstruosa. A causa de la bebida y la fiebre, había estado delirando durante parte de la noche, según le había contado Julius. ¿Se le había escapado algo en aquel estado? ¿Lo había oído Hester? ¿Y podía ser ése el motivo de su prolongada ausencia y de su aviso para que se fuera? Geoffrey resolvió aclarar sus dudas en cuanto la casera volviera a la casa, sin dejar entrever que sospechaba de ella. Llegó la noche. Pasaban de las nueve cuando sonó la campanilla de la puerta del jardín. La criada fue a pedir la llave. Geoffrey se levantó para abrir, pero cambió de idea antes de salir de la habitación. Podía despertar sus sospechas (suponiendo que fuera Hester la que aguardaba), si era él quien abría, cuando podía hacerlo la criada. Entregó la llave a la chica para no dejarse ver. * * * «¡Muerta de cansancio!», pensó la criada al ver a su ama a la luz del farol que había sobre la puerta. «¡Muerta de cansancio!», pensó Geoffrey, observando a Hester con suspicacia cuando pasó por delante antes de subir a su dormitorio y quitarse el sombrero. «¡Muerta de cansancio!», pensó Anne al encontrarse con Hester en el piso de arriba y recibir de ella una carta de Blanche, que el cartero había entregado a la dueña de la casa en la puerta del jardín. Después de dar la carta a Anne, Hester Dethridge se retiró a su dormitorio. Geoffrey cerró la puerta del salón, donde ardían las velas, y se fue al comedor, que estaba a oscuras. Dejó la puerta entreabierta, esperando interceptar a su casera cuando bajara a la cocina para la cena. Con un gran cansancio, Hester cerró bien la puerta, encendió las velas y colocó pluma y tinta sobre la mesa. Después se vio obligada a sentarse unos minutos para recobrar el aliento y las fuerzas. Al cabo de un rato pudo quitarse la ropa. Sacó entonces el manuscrito con el título de «Mi confesión» del bolsillo secreto de su corsé, pasó las páginas hasta llegar a la última, como antes, y escribió otra entrada bajo la de la noche anterior. Esta mañana le he dado aviso de que se fuera y me he ofrecido a devolverle el dinero si quería. Se niega a marcharse. Se irá mañana... o quemaré este lugar sobre su cabeza. Durante todo el día lo he evitado alejándome de la casa. No ha de haber descanso para tranquilizar mi espíritu, ni sueño para cerrar mis ojos. Humildemente llevaré mi cruz mientras me queden fuerzas. Con estas palabras, la pluma se le cayó de los dedos y la cabeza se desplomó sobre el pecho. Se despertó sobresaltada. El sueño era el enemigo que temía: el sueño se acompañaba de pesadillas. Abrió los postigos de las ventanas y contempló la noche. La luna brillaba serenamente sobre el jardín. El cielo nocturno, despejado e insondable, era como un bálsamo, hermoso de ver. ¿Cómo? ¿Desvaneciéndose ya? ¿Nubes? ¿Oscuridad? Se despertó de nuevo con un sobresalto. Allí estaba la luna y allí estaba el jardín igual de iluminado. Con pesadillas o sin ellas, no valía la pena seguir luchando contra un agotamiento que era más fuerte que ella. Cerró los postigos, volvió a la cama y puso su confesión en el lugar acostumbrado durante la noche: bajo la almohada. Recorrió la habitación con la mirada y se estremeció. Todos los rincones estaban llenos de recuerdos pavorosos de la noche anterior. Podía despertarse de la tortura de los sueños para encontrar el terror de la Aparición velando junto a su cama. ¿No había remedio? ¿No había nada que sirviera de bendita salvaguarda para poder rendirse tranquilamente al sueño? Una idea cruzó por su cabeza. El libro bueno: la Biblia. Si dormía con la Biblia bajo la almohada, tendría la esperanza de dormir en paz. No era necesario ponerse el vestido y el corsé que se había quitado. Se cubriría con el chal. Era igualmente innecesario llevarse la vela. Los postigos de abajo no estarían cerrados a aquella hora, y si lo estaban, podía encontrar la Biblia en el lugar que ocupaba, en el estante del salón, aun en medio de la oscuridad. Sacó la confesión de debajo de la almohada. No se sentía capaz de dejarla en una habitación mientras ella estaba en otra, ni siquiera un minuto. Con el manuscrito doblado y oculto en la mano, descendió lentamente por las escaleras. Le temblaban las rodillas. Tuvo que sujetarse a la barandilla de la escalera con la mano libre. Geoffrey la observó desde el comedor, esperando a ver qué hacía antes de mostrarse y hablarle. En lugar de ir a la cocina, ella se detuvo y entró en el gabinete. ¡Otra circunstancia sospechosa! ¿Qué quería hacer en el gabinete, sin luz, a aquellas horas de la noche? Hester se dirigió a la estantería. Su oscura figura era claramente visible a la luz de la luna que iluminaba la pequeña habitación. Se tambaleó y se llevó la mano a la cabeza; según todas las apariencias, estaba mareada a causa de una fatiga extrema. Se recobró y cogió un libro del estante. Cuando tuvo el libro en su poder, se apoyó en la pared, demasiado cansada al parecer para subir la escalera sin descansar un poco. Cerca tenía su butaca. Descansaría mejor sentándose un rato en ella que apoyada en la pared. Se desplomó en la butaca con el libro sobre el regazo. Uno de sus brazos colgaba por encima del brazo de la butaca, sujetando algo al parecer. Cabeceó, volvió a despertarse, y se hundió suavemente en el cojín de la butaca. ¿Dormida? Profundamente dormida. En menos de un minuto, los músculos de la mano cerrada que colgaba sobre el brazo de la butaca se relajaron lentamente. Algo blanco se deslizó y cayó. Ahí estaba, en el suelo, a la luz de la luna. Geoffrey se quitó sus pesadas botas y entró en la habitación en calcetines, sin hacer ruido. Recogió la cosa blanca del suelo. Resultó ser una serie de hojas de fino papel pulcramente dobladas y escritas con letra apretada. ¿Hojas escritas? Las había tenido ocultas en la mano mientras estaba despierta. ¿Había dicho alguna cosa que lo comprometiera cuando deliraba la noche anterior a causa de la fiebre? ¿Y lo había anotado ella para utilizarlo en su contra? Presa de una culpable desconfianza, incluso aquella duda monstruosa adquirió visos de probabilidad a los ojos de Geoffrey. Salió del gabinete tan silenciosamente como había entrado y se dirigió al salón, donde había velas encendidas, resuelto a examinar el manuscrito que llevaba en la mano. Después de alisar cuidadosamente sobre la mesa las hojas dobladas, empezó por la primera página y leyó estas líneas. Capítulo LIX El manuscrito I Mi Confesión. Para ser depositada en mi ataúd y enterrada conmigo cuando muera. Ésta es la historia de lo que hice en la época en que estaba casada. Aquí está la verdad que no conoce ninguna otra criatura mortal y sólo he confesado a mi Creador. En el gran día de la Resurrección, resucitarán nuestros cuerpos tal como hemos vivido. Cuando me llegue el día del Juicio Final, llevaré esto en la mano. —Oh, Juez justo y misericordioso, Tú sabes lo que he sufrido. En ti pongo mi confianza. II Soy la mayor de una familia numerosa de padres piadosos. Pertenecíamos a la congregación de los Metodistas Primitivos. Todas mis hermanas se casaron antes que yo. Durante unos años viví soltera con mis padres. En la última época, mi madre enfermó y yo llevé la casa en su lugar. Nuestro pastor espiritual, el buen señor Bapchild, solía comer con nosotros los domingos, entre un servicio y otro. Aprobaba mi forma de llevar la casa y, sobre todo, mi forma de cocinar. A mi madre esto no le agradaba y tenía celos de que me hubiera colocado, por así decirlo, por encima de ella. Así empecé a ser desgraciada en casa. El carácter de mi madre se agrió a medida que su salud fue empeorando. Mi padre pasaba mucho tiempo fuera, viajando por negocios. Yo tuve que hacerme cargo de todo. Por aquel entonces empecé a pensar que me iría bien casarme como mis hermanas y que el buen señor Bapchild comiera entre un servicio y otro en mi propia casa. Con este estado de ánimo, conocí un joven que asistía a los servicios religiosos de nuestra capilla. Se llamaba Joel Dethridge. Tenía una hermosa voz. Cuando cantábamos himnos, él cantaba conmigo del mismo libro. Era empapelador de profesión. Charlábamos de cosas serias. Paseábamos juntos los domingos. Tenía diez años menos que yo, y como era sólo un oficial empapelador, su posición social era inferior a la mía. Mi madre descubrió la relación que había surgido entre nosotros. Se lo contó a mi padre en la primera ocasión en que volvió a casa. También se lo dijo a mis hermanas casadas y a mis hermanos. Todos se confabularon para impedir que mi relación con Joel Dethridge prosperara. Fue muy duro para mí. El señor Bapchild manifestó sentirse muy apenado por el giro que estaban tomando los acontecimientos. Mencionó mi caso en un sermón, sin decir mi nombre, claro, pero yo sabía a quién iba dirigido. Tal vez habría claudicado, de no haber sido porque hicieron averiguaciones sobre el joven entre sus enemigos, y me contaron cosas malas de él a sus espaldas. Aquello sí que no lo podía tolerar, después de haber cantado himnos con el mismo libro, de haber paseado juntos y de habernos puesto de acuerdo en asuntos religiosos. Tenía edad suficiente para juzgar por mí misma. Y me casé con Joel Dethridge. III Todos mis parientes me dieron de lado. Ni uno solo de ellos asistió a la boda. Mi hermano Reuben, sobre todo, que mandaba sobre los demás y dijo que no querían volver a saber más de mí. El señor Bapchild se emocionó mucho, derramó lágrimas y dijo que rezaría por mí. Me casó en Londres un pastor que no conocía y allí nos instalamos mi marido y yo con buenas perspectivas de futuro. Yo tenía una pequeña fortuna propia: mi parte de un dinero que nos había dejado a las hermanas mi tía Hester, de quien me habían puesto el nombre. Eran trescientas libras. Me gasté casi cien en comprar muebles para la pequeña casa en la que empezamos a vivir. El resto se lo di a mi marido para que lo depositara en el banco hasta el momento en que lo necesitara para establecerse por su cuenta. Durante tres meses más o menos todo nos fue bien, salvo en un aspecto. Mi marido no movió un dedo para montar su negocio. En un par de ocasiones se enfadó conmigo cuando le dije que me parecía una lástima que tuviéramos que ir gastando el dinero del banco (cuando más adelante tal vez nos hiciera falta), en lugar de invertirlo para ganar más. El buen señor Bapchild estaba por casualidad en Londres en aquella época y vino a comer con nosotros entre un servicio y otro. Había intentado la reconciliación con mis parientes, pero no lo había logrado. A petición mía, le habló a mi marido de la necesidad de esforzarse un poco más. Mi marido se lo tomó muy mal. Lo vi entonces fuera de sus casillas por primera vez. El buen señor Bapchild no dijo nada más. Pareció muy alarmado por lo que había visto y se fue temprano. Poco después, mi marido salió. Preparé el té para él, pero no volvió. Preparé la cena para él, pero no vino. Pasaba de la medianoche cuando regresó y me sorprendí mucho al ver el estado en que llegaba. No hablaba como siempre, ni parecía el mismo. No parecía conocerme, deliraba, y se desplomó sobre nuestra cama. Yo salí corriendo y fui en busca de un médico. El médico lo levantó para mirarlo a la luz, le olió el aliento y lo dejó caer otra vez sobre la cama. Se volvió entonces hacia mí y me miró fijamente. «¿Qué ocurre, señor?», le pregunté. «¿Pretende decirme que no lo sabe?», respondió el médico. «No, señor», dije yo. «¿Qué clase de mujer es usted que no reconoce a un borracho cuando lo ve?», dijo él, y se fue, dejándome junto a la cama toda temblorosa. Así fue como descubrí que me había casado con un borracho. IV He omitido mencionar a la familia de mi marido. Cuando nos veíamos antes de casarnos, me dijo que era huérfano, que tenía unos tíos en Canadá y un único hermano, que vivía en Escocia. Antes de la boda me dio una carta de su hermano. Decía en ella que lamentaba no poder venir a Inglaterra y asistir al casamiento, y me deseaba mucha felicidad y todas esas cosas. El buen señor Bapchild (al que, angustiada, había escrito secretamente para contarle lo ocurrido) me contestó que esperara un poco para ver si mi marido volvía a hacer lo mismo. No tuve que esperar mucho. Volvió a beber al día siguiente, y al siguiente también. Al enterarse el señor Bapchild, me indicó que le enviara la carta del hermano de mi marido. Me recordó las historias sobre mi marido que me había negado a creer y me dijo que sería mejor hacer algunas averiguaciones. El resultado fue éste. El hermano, en aquella misma época, se hallaba (a petición propia) en manos de un médico para curarse del hábito de beber. La necesidad de beber alcohol (escribía el médico) era cosa de familia. A veces pasaban varios meses sobrios, sin beber nada más que té. Luego les daba el ataque de repente y empezaban a beber días enteros, como los desgraciados locos y miserables que eran. Así era el hombre con el que me había casado y había ofendido a todos mis parientes, alejándome de ellos, por su culpa. ¿No es acaso una triste perspectiva para una mujer después de unos pocos meses de casada? Al cabo de un año, el dinero del banco se había acabado y mi marido estaba sin trabajo. Conseguía empleo fácilmente, ya que era un oficial de primera cuando estaba sobrio, pero lo perdía siempre cuando le daba por beber. Yo me resistía a dejar nuestra pequeña y bonita casa y a vender mis bonitos muebles, así que le pedí que me dejara buscar trabajo como cocinera durante el día, para que pudiéramos seguir a flote cuando él estaba desempleado. En aquel momento estaba sobrio y arrepentido y aceptó mi propuesta. Más aún, juró no volver a beber jamás y prometió pasar la página y empezar de nuevo. Pensé entonces que las cosas iban a mejorar. No teníamos a nadie más en quien pensar. No había tenido hijos, ni parecía que pudiera tenerlos. Al contrario que la mayoría de las mujeres, consideraba que esto era una bendición, más que una desgracia. En mi situación (como pronto descubrí), convertirme en madre no habría hecho sino añadir una más a mis desgracias. El tipo de empleo que yo buscaba no se encontraba en un día. El buen señor Bapchild me dio referencias y nuestro casero, un hombre respetable (que pertenecía, siento decirlo, a la iglesia papista), le habló de mí al administrador de un club. Aun así, costó cierto tiempo convencer a la gente de que era tan buena cocinera como aseguraba.. Pasaron casi quince días antes de dar con la oportunidad que estaba buscando. Me fui a casa muy animada (para lo que soy yo) esperando contarle a mi marido lo que había ocurrido, y me encontré a los corredores de comercio en la casa llevándose los muebles que había comprado con mi dinero, para venderlos en subasta. Les pregunté cómo se atrevían a tocarlos sin mi permiso. Me respondieron, con bastante amabilidad, debo reconocerlo, que actuaban por orden de mi marido, y continuaron llevándoselo todo ante mis propios ojos, para cargarlo en un carro que esperaba fuera. Corrí arriba y encontré a mi marido en el pasillo. Había bebido otra vez. Sería inútil contar lo que pasó entre los dos. Sólo mencionaré que fue la primera ocasión en que alzó el puño y me golpeó. V Yo tenía mi carácter y estaba resuelta a no tolerar semejante situación. Salí corriendo en dirección a un juzgado de paz que había cerca de mi casa. Con mi dinero, no sólo había comprado los muebles, también había mantenido la casa y había pagado los impuestos que exigían la reina y el Parlamento, entre otras cosas. Entonces acudí al juez de paz para ver lo que podían hacer la reina y el Parlamento por mí a cambio de mis impuestos. «¿Está estipulado que el mobiliario es suyo?», me preguntó cuando le conté lo que había ocurrido. Yo no comprendía lo que quería decir. Se volvió entonces hacia una persona que había sentada en el estrado junto a él. «Éste es un caso difícil —dijo—. La gente pobre de su clase no sabe siquiera lo que es un acuerdo prematrimonial. Y, aunque lo sepan, ¿cómo iban a pagar los honorarios de un abogado?» Entonces se dirigió a mí y me dijo: «Su caso es corriente. Según las leyes vigentes, no puedo hacer nada por usted». No me lo podía creer. Corriente o no, volví a exponerle mi caso. «Compré los muebles con mi propio dinero, señor —dije—. Son míos, honradamente comprados con una factura y un recibo que lo demuestran. Me los quitan a la fuerza para venderlos contra mi voluntad. No me diga que es la ley. Esto es un país cristiano. No puede ser.» «Mi buena mujer —dijo él—, está usted casada. La ley no permite que una mujer casada se considere dueña de nada, a menos que haya hecho un acuerdo previo (ayudada por un abogado) con el marido, antes de casarse con él. Usted no hizo ningún acuerdo. Su marido tiene derecho a vender sus muebles si quiere. Lo siento por usted; no puedo impedírselo.» Yo seguí insistiendo. «Por favor, señor, respóndame a esto. Cabezas más sabias que la mía me han dicho que todos pagamos nuestros impuestos para que la reina y el Parlamento puedan trabajar y que, a cambio, la reina y el Parlamento hacen leyes para protegernos. Yo he pagado mis impuestos. ¿Puede decirme entonces por qué a cambio no hay una ley que me proteja?» «No puedo discutir eso ahora —dijo él—. Debo aceptar la ley tal como es, y usted también. Veo que tiene una señal en la cara. ¿Le ha pegado su marido? Si lo ha hecho, mándemelo aquí. Por eso puedo castigarlo.» «¿Cómo puede castigarlo?», pregunté. «Puedo ponerle una multa —contestó—. O puedo enviarlo a prisión.» «En cuanto a la multa —le dije—, la pagaría con el dinero que consiga vendiendo mis muebles. En cuanto a la prisión, mientras estuviera allí, ¿qué sería de mí después de que él se haya gastado mi dinero y no me quede nada? Y cuando saliera, ¿qué sería de mí con un marido al que han castigado a petición mía y que vuelve a casa sabiéndolo? Ya están las cosas bastante mal, señor —dije yo—. Mi herida es más profunda que lo que se ve en la cara. Le deseo buenos días.» VI Cuando regresé a casa, los muebles habían desaparecido y mi marido también. En la casa vacía no había nadie más que el casero. Me dijo todo lo que podía decirse, con toda la amabilidad del mundo en lo que a mí se refería. Cuando se fue, cogí mi baúl al caer la noche y me fui en un coche de alquiler a buscar un nuevo alojamiento. No conozco criatura más solitaria y desolada que yo aquella noche. No tenía más que una alternativa para ganarme el sustento: aceptar el empleo que me habían ofrecido como ayudante de un cocinero en un club. Y no tenía más que una esperanza: la de haber perdido de vista a mi marido para siempre. Empecé a trabajar, me fue bien y gané mi primer salario trimestral. Pero no es bueno para una mujer estar en la situación en que me encontraba yo, sola y sin amigos, después de que le hubieran quitado las pertenencias de las que se enorgullecía, y sin ninguna perspectiva de futuro. Asistía a la capilla regularmente, pero creo que por aquella época mi corazón empezó a endurecerse y empecé a tener negros pensamientos. Se produjo un cambio. Dos o tres días después de cobrar el salario que he mencionado, me encontró mi marido. Se le había acabado el dinero de los muebles. Provocó un altercado en el club. Sólo pude apaciguarlo dándole todo el dinero del que podía prescindir. El escándalo llegó a oídos del comité. Me dijeron que, si volvía a producirse la misma circunstancia, se verían obligados a echarme. Al cabo de quince días, la circunstancia se produjo otra vez. No vale la pena extenderse. Todos dijeron que lo sentían por mí. Perdí el empleo. Mi marido volvió conmigo a mi alojamiento. A la mañana siguiente lo sorprendí robándome los pocos chelines que tenía en el bolso, que había sacado de mi baúl después de forzarlo. Nos peleamos y volvió a golpearme. Esta vez me dejó sin sentido. Una vez más, acudí al juzgado y conté mi historia... a un juez diferente. Únicamente pedí que impidieran a mi marido acercarse a mí. «No quiero ser una carga para los demás —dije—. No quiero hacer nada que no esté bien hecho. Ni siquiera me quejo de haber sido cruelmente maltratada. Lo único que pido es que me permitan ganarme la vida honradamente. ¿Me protegerá la ley para que pueda conseguirlo?». La respuesta, en esencia, fue que la ley podría protegerme, siempre que tuviera dinero para acudir a instancias más altas y pedir la separación. Después de permitir a mi marido que me robara abiertamente mis únicas pertenencias, a saber, mis muebles, la ley me volvía la espalda cuando recurría a ella en un momento de aflicción y tendía la mano para pedir dinero. No me quedaba en el mundo más que una moneda de tres peniques y otra de seis, y la perspectiva de que viniera mi marido (con permiso de la ley) y me las quitara. Sólo tenía una alternativa, a saber, ganar tiempo para dar media vuelta y huir de él. Conseguí un mes de libertad acusándolo de golpearme y dejarme sin sentido. El juez de paz (que era joven y nuevo en el oficio) lo envió a prisión en lugar de ponerle una multa. Eso me dio tiempo para conseguir referencias del club, así como una recomendación especial del buen señor Bapchild. Con ayuda de ambas cosas, conseguí empleo en una casa particular, esta vez en el campo. Me encontré de pronto en un remanso de paz. Me encontraba entre personas respetables y de buen corazón, que me compadecían por mis penurias y me trataban con la mayor indulgencia. Ciertamente, a pesar de todos mis problemas, debo decir que he descubierto algo bueno. Según mi experiencia, he observado que la mayoría de personas sienten una sincera compasión por los que sufren. También descubrí que, en su mayor parte, saben perfectamente lo que es duro, cruel e injusto del gobierno del país que ayudan a mantener tal como está. Pero en cuanto les pides que, en lugar de quedarse sentados rezongando, se alcen para corregir la situación, ¿qué es lo que ves? Que son tan inútiles como un rebaño de ovejas; eso es lo que son. Pasaron más de seis meses y volví a ahorrar un poco de dinero. Una noche, justo cuando íbamos a acostarnos, sonó con fuerza la campanilla de la puerta. Acudió a abrirla el lacayo... y oí la voz de mi marido en el vestíbulo. Me había seguido el rastro con ayuda de un hombre que conocía en la policía, y se presentaba allí para reclamar sus derechos. Le ofrecí todo el dinero que tenía para que me dejara en paz. Mi buen amo habló con él. Todo fue inútil. Se mostró terco y brutal. Si, en lugar de haber sido yo quien había huido de él, hubiera sido al revés, se habría podido hacer algo por protegerme, si no entendí mal. Pero él no había abandonado a su mujer. Mientras pudiera ganar dinero, no iba a abandonarme, y mientras yo estuviera casada con él, no tenía derecho a dejarlo. Estaba obligada a ir con él. No tenía escapatoria. Me despedí de la familia. Y jamás he olvidado sus bondades hasta el día de hoy. Mi marido me llevó de vuelta a Londres. Siguió bebiendo mientras duró el dinero. Cuando se terminó, volvió a pegarme. ¿Dónde estaba el remedio? No había más remedio que intentar escapar de él una vez más. ¿Por qué no hice que lo mandaran a prisión? ¿De qué habría servido? Al cabo de unas cuantas semanas lo soltarían, sobrio y arrepentido, prometiendo enmendarse, y luego, cuando volviera a darse a la bebida, sería de nuevo el mismo animal furioso de tantas otras veces. Mi corazón se endureció aún más a causa de mi desesperada situación, y me acosaban pensamientos sombríos, sobre todo de noche. Fue por aquel entonces cuando empecé a decirme: «No hay modo de librarse más que con la muerte; la suya o la mía». En un par de ocasión me fui a los puentes de noche y contemplé el río. No. No era de esas mujeres que ponen fin a sus sufrimientos de esa manera. A una ha de hervirle la sangre y ha de tener un torbellino en la cabeza (al menos así lo imagino yo) para precipitarse a hacer una cosa así, como diciendo, ve y acaba con todo de una vez. Mis problemas nunca causaron un efecto semejante en mí. Siempre me volvía más fría, en lugar de acalorarme. Peor para mí, supongo, pero una es como es. ¿Puede un etíope cambiar de piel o el leopardo sus manchas? Volví a huir de él y encontré un buen empleo. No importa cómo ni dónde. Mi historia es siempre la misma, una y otra vez. Mejor será llegar al final. Esta vez, sin embargo, hubo una diferencia. No trabajaba en una casa particular. También podía dar clases de cocina a mujeres jóvenes en mis horas libres. Gracias a ello y a que esta vez transcurrió más tiempo hasta que mi marido me encontró, conseguí situarme todo lo bien que cabía esperar. Cuando terminaba mi trabajo, me iba a dormir a mi alojamiento. Sólo era un dormitorio, y lo había amueblado yo misma, en parte por ahorrar (ya que la renta no llegaba ni a la mitad de lo que pedían por una habitación amueblada), y en parte por la cuestión de la limpieza. Aun en medio de mis desdichas, siempre me ha gustado tenerlo todo limpio, que fuera bonito y de buena calidad. Bien, huelga decir cómo acabó todo. Él me encontró, esta vez porque tropezamos casualmente en la calle. Iba andrajoso y estaba muerto de hambre. Pero eso ya no importaba. No tenía más que meter la mano en mi bolsillo y coger lo que quisiera. En Inglaterra no hay límites para un mal marido, siempre que no abandone a su mujer. En aquella ocasión tuvo la astucia suficiente para comprender que perdería más él si me estorbaba en el trabajo. Durante un tiempo, las cosas fueron bastante bien. Yo fingí que el trabajo era más duro de lo habitual y pedí permiso para dormir en el lugar donde trabajaba. Reconozco que aborrecía a mi marido y no quería ni verlo. No duró mucho la cosa. Con el tiempo volvió a beber y vino a mi trabajo y se armó un alboroto. Como siempre, la gente decente no estaba dispuesta a soportar tales cosas y volví a perder mi trabajo. Otra mujer se habría vuelto loca. Supongo que me salvé por los pelos. Cuando lo miré aquella noche, profundamente sumido en su sueño de borracho, pensé en Jahel y Sisara (véase Jueces, capítulo 4, versículos 17 a 21). Dice la Biblia: «Tomó una estaca de la tienda, y asimismo un martillo, y entrando sin ser vista ni sentida, aplicó la estaca sobre la sien de Sisara, y dando un golpe con el martillo, traspasóle el cerebro hasta la tierra, y Sisara desfalleció y murió, juntando el sueño con la muerte». Esto hizo ella para liberar a su nación de Sisara. Si aquella noche hubiera tenido un martillo y una estaca en la habitación, creo que me habría convertido en Jahel, con la diferencia de que yo lo habría hecho para liberarme a mí misma. Al llegar la mañana se disiparon estos pensamientos, momentáneamente. Fui a hablar con un abogado. La mayoría de las personas, en mi lugar, no habrían querido más tratos con la ley. Pero yo soy de los que apuran la copa hasta la última gota. Lo que le dije, en resumen, fue esto: «He venido a pedirle consejo sobre un loco. Los locos, según creo, son personas que han perdido el control de sí mismos. A veces, esto los lleva a delirar, y otras, a causar daño a otras personas o a sí mismos. Mi marido es incapaz de controlar su afición a la bebida. Han de impedirle que beba, igual que han de impedir que otros locos atenten contra su vida o la vida de quienes los rodean. En él es un frenesí que no puede controlar, igual que en los demás. Hay manicomios para los locos por todo el país, a disposición del público, con ciertas condiciones. Si yo cumplo las condiciones, ¿me librará la ley de la desgracia de estar casada con un loco, cuya locura es beber?». «No —me contestó el abogado—. La ley de Inglaterra no considera que un borracho incurable sea susceptible de confinamiento; la ley de Inglaterra deja a los maridos y mujeres de tales personas en una situación de indefensión total, para que se enfrenten con su suplicio ellos solos, lo mejor que puedan.» Le di las gracias al caballero y me fui. Aquélla era mi última oportunidad... y me había fallado. VII La idea que se había metido ya en mi cabeza en otra ocasión volvió a meterse en ella y no me abandonó por completo nunca más. No había liberación posible salvo en la muerte: la suya o la mía. Me venía a cada momento, de noche o de día, en la capilla o fuera de ella, daba igual. Leía la historia de Jahel y Sisara tan a menudo que la Biblia se abría sola por ese sitio. Las leyes de mi propio país, que deberían haberme protegido, como mujer honrada, me dejaban indefensa. En lugar de las leyes, no tenía ningún amigo a quien abrirle el corazón. Estaba encerrada en mí misma, y casada con aquel hombre. Considéreme un ser humano y diga: ¿no se estaba poniendo a prueba muy duramente mi humanidad? Escribí al buen señor Bapchild sin entrar en detalles, diciéndole únicamente que me acechaba la tentación y rogándole que fuera a ayudarme. Estaba enfermo y guardaba cama; sólo pudo escribirme una carta con buenos consejos. Para aprovechar los buenos consejos, la gente ha de poder vislumbrar la felicidad como recompensa por sus esfuerzos. La religión misma está obligada a ofrecer una recompensa. Nos dice a nosotros, pobres mortales: Sed buenos e iréis al Cielo. Yo no vislumbraba felicidad alguna. Le di las gracias (con tristeza) al buen señor Bapchild, y allí terminó nuestra relación. En otro tiempo, una sola palabra de mi viejo pastor me habría bastado para volver a ponerme en el buen camino. Empecé a asustarme de mí misma. Si no cambiaba antes de que Joel Dethridge volviera a maltratarme, era muy probable que me librara de él por mi propia mano. Acicateada por este miedo, me humillé ante mis parientes por primera vez. Les escribí rogándoles que me perdonaran, reconociendo que su opinión sobre mi marido era cierta, y les suplicaba que volvieran a aceptarme y me permitieran visitarlos de vez en cuando. Mi idea era que mi corazón podía suavizarse al ver mi viejo hogar, ver otra vez los rostros tan familiares y reanudar viejas charlas. Casi me avergüenza admitirlo, pero, si hubiera tenido algo que dar, lo habría dado todo por que me permitieran volver a la cocina de mi madre y hacerles a todos una vez más la comida del domingo- Pero no pudo ser. Mi madre había muerto poco antes de que se recibiera mi carta. Me echaron la culpa de todo a mí. Llevaba años enferma y los médicos habían dicho que era un caso perdido desde el principio, pero ellos me echaron a mí la culpa de todo. Una de mis hermanas me escribió para decírmelo en pocas palabras, las menos que pudo. Mi padre ni siquiera me contestó. VIII Jueces y abogados, parientes y amigos; paciencia para soportar las heridas, esperanza y trabajo honrado... todo esto lo había probado en vano. Allá donde mirara, tenía todas las puertas cerradas. En aquella época, mi marido tenía un pequeño trabajo. Una noche volvió a casa malhumorado y le hice una advertencia: «No me pongas más a prueba, Joel, por tu propio bien». No dije nada más. Era uno de sus días sobrios y, por primera vez, mis palabras parecieron impresionarle. Me miró fijamente un par de minutos y luego se sentó en un rincón y me dejó en paz. Aquello ocurrió un martes. El sábado de la misma semana le pagaron y volvió a beber. El viernes de la semana siguiente volví tarde a casa porque había tenido muchísimo trabajo, pues había estado cocinando para un tabernero que me conocía. Descubrí que mi marido se había ido, dejando el dormitorio vacío de todos los muebles que yo había comprado. Por segunda vez me había robado mis pertenencias y las había convertido en dinero para beber. No dije nada. Me quedé mirando la habitación vacía. Apenas sabía lo que me pasaba por la cabeza entonces y ahora ya no puedo describirlo. Lo único que recuerdo es que, después de un rato, salí de la casa. Sabía en qué lugares era más probable encontrar a mi marido y el demonio que me poseía me indujo a ir en su busca. La casera salió al pasillo e intentó detenerme. Era una mujer más grande y fuerte que yo, pero la aparté como si fuera una niña. Pensándolo ahora, creo que no estaba en condiciones de ejercer toda su fuerza. Al verme quedó aterrada. Lo encontré. Le dije... bueno, lo que es más probable que diga una mujer fuera de sí. No hace falta que diga cómo terminó: me dejó sin sentido a golpes. Después de eso, hay una especie de punto oscuro en mi memoria. Lo siguiente que recuerdo es que recobré el conocimiento al cabo de unos días. Había perdido tres dientes, pero eso no era lo peor. Me había golpeado la cabeza con algo al caer, y tenía una parte de mí afectada (creo que dijeron que un nervio) de tal forma que no podía hablar. No quiero decir que estuviera muda, sino que, de pronto, tenía que hacer un gran esfuerzo para pronunciar las palabras y, si eran largas, suponían obstáculos tan grandes como si fuera otra vez una niña. Me llevaron al hospital. Cuando los médicos se enteraron de mi caso, vinieron a verme en tropel. Al parecer les interesaba igual que una novela interesa a otras personas. Como resultado, dijeron que tenía las mismas posibilidades de quedar muda del todo que de recuperar el habla. Sólo necesitaba dos cosas. Una de ellas era una buena dieta nutritiva. La otra, no tener preocupaciones. En cuanto a la dieta, no había decisión posible. Obtener buenos alimentos y bebidas dependía de ganar dinero para comprarlos. En cuanto a las preocupaciones, sobre eso no había la menor duda. Si mi marido volvía a aparecer, había decidido matarlo. Horrible, sé muy bien que es horrible. Nadie en mi lugar habría acabado siendo tan malvada como yo. Todas las demás mujeres del mundo, sometidas a la misma prueba, habrían salido victoriosas. IX He dicho que la gente (salvo mi marido y mis parientes) casi siempre era buena conmigo. El dueño de la casa en la que había vivido al casarme se enteró de mi triste caso. Me cedió una de sus casas vacías para que cuidara de ella a cambio de un pequeño sueldo semanal. Las habitaciones de la planta superior conservaban parte del mobiliario, que el último inquilino no había querido, por si lo necesitaba el siguiente. Dos de los dormitorios para los criados (en el desván), que eran contiguos, estaban completamente amueblados. Así pues, disponía de un techo para cubrirme, varias camas para dormir y dinero para comprar comida. Todo volvía a estar bien, pero era todo demasiado tarde. Si aquella casa pudiera hablar, ¡qué historias contaría de mí! Los médicos me habían dicho que ejercitara el habla. Dado que estaba sola y que no tenía con quien hablar, salvo cuando se pasaba por allí el casero, o cuando la criada de la casa vecina me decía: «Un bonito día, ¿verdad?», o «¿No se siente sola?», o cosas por el estilo, compraba el periódico y lo leía en voz alta para ejercitar el habla de ese modo. Un día leí algo sobre mujeres con maridos borrachos. Era una noticia sobre algo que había dicho un juez de instrucción de Londres que había investigado la muerte de algunos maridos (de las capas sociales más bajas) y tenía razones para sospechar de las mujeres. Al examinar el cadáver (decía) no había hallado pruebas y los testigos no podían probarlo, pero él creía que era muy posible que, en algunos casos, cuando la mujer ya no podía soportarlo más, cogiera una toalla húmeda y esperara a que el marido (drogado por el alcohol) estuviera profundamente dormido para ponerle la toalla sobre la nariz y la boca y terminar con él sin que nadie lo supiera. Dejé el periódico a un lado y me puse a pensar. En aquella época me sentía en un estado profético. Me dije: «Esto no ha ocurrido porque sí. Esto significa que veré a mi marido de nuevo». Eran entonces las dos, justo después de que hubiera comido. Aquella misma noche, en el momento en que apagué la vela y me acosté, oí llamar a la puerta de la calle. Antes de encender la vela me dije: «Ahí está». Me puse algo de ropa, encendí la luz y bajé. «¿Quién es?», pregunté a través de la puerta, y su voz me respondió: «Déjame entrar». Me senté en una silla en el pasillo, temblando como si me hubiera dado una parálisis. No era de miedo, sino por mi capacidad profética. Sabía que al final me vería impulsada a hacerlo. Por mucho que intentara evitarlo, la mente me decía que lo iba a hacer aquella noche. Me quedé sentada en el pasillo, temblando; yo a un lado de la puerta y él, al otro. Volvió a llamar una y otra vez. Sabía que era inútil y aun así decidí intentarlo. Estaba resuelta a no permitirle entrar hasta que me obligaran a hacerlo, a dejar que alarmara a los vecinos y ver luego si ellos se interponían. Subí y esperé junto a la ventana de la escalera que se abría a la calle justo encima de la puerta. Llegó un policía y los vecinos salieron de sus casas. Todos estaban a favor de llevárselo bajo custodia. El policía echó mano de él. Él no tuvo más que decir una palabra; no tuvo más que señalar la ventana y decir que yo era su esposa. Los vecinos volvieron a meterse en sus casas. El policía le soltó el brazo. Era yo la que obraba mal y no él. Estaba obligada a dejar entrar a mi marido. Bajé y le abrí la puerta. No ocurrió nada aquella noche. Abrí la puerta del dormitorio contiguo al mío y luego me encerré en mi habitación. Él estaba extenuado de vagar por las calles todo el día sin un penique en el bolsillo. Aquella noche sólo quería una cama donde tirarse. A la mañana siguiente lo intenté otra vez, intenté dar la espalda al camino que estaba destinada a seguir, sabiendo de antemano que no serviría de nada. Le ofrecí tres partes de mi pobre salario semanal, que le pagaría regularmente en la oficina del casero, si se mantenía alejado de mí y de la casa. Se rió en mi cara. Como marido mío, podía quedarse con todo mi salario si quería. Y en cuanto a abandonar la casa, tenía allí alojamiento gratis, mientras yo siguiera cuidando de ella. El casero no podía separar a marido y mujer. No dije nada más. Más tarde vino el casero. Me dijo que, si podíamos vivir juntos en paz, él no tenía derecho a inmiscuirse, ni lo deseaba. Si armábamos jaleo, se vería obligado a buscar otra mujer que le cuidara la casa. Yo no tenía ningún otro sitio a donde ir ni ningún otro trabajo. Si, a pesar de ello, me hubiera puesto el sombrero y me hubiera ido, mi marido habría salido tras de mí. Y toda la gente decente le habría dado una palmadita en la espalda y le habría dicho: «Bien hecho, buen hombre, bien hecho». Así que, allí estaba, por voluntad propia, con el beneplácito de todo el mundo, conmigo en la misma casa. No le hice ningún comentario, ni tampoco al casero. Ya nada me importaba. Sabía lo que iba a ocurrir. Esperaba que llegara el fin. Supongo que hubo un cambio en mí que los demás percibían y yo no, que primero sorprendió a mi marido y luego le asustó. A la noche siguiente le oír cerrar suavemente la puerta de su habitación con llave. No me importó. Cuando llegara el momento, ni diez mil cerraduras podrían impedir lo que tenía que pasar. Al día siguiente cobraba mi paga semanal, lo que me acercó un paso más al fin. Si conseguía el dinero, conseguiría beber. Esta vez empezó con astucia. Es decir, empezó a beber poco a poco. El casero (que era un hombre honrado y estaba decidido a mantener la paz entre nosotros) le había dado trabajo y hacía pequeñas reparaciones en la casa. «Esto se lo debe a mi deseo de dar una oportunidad a su pobre mujer —le dijo—. Le ayudo a usted por el bien de ella. Muéstrese digno de ser ayudado, si puede.» Como de costumbre, mi marido afirmó que iba a hacer borrón y cuenta nueva. ¡Demasiado tarde! Ya no tenía tiempo. Él estaba condenado y yo estaba condenada. Ya no importaba lo que él dijera. No importaba que se encerrara otra vez por la noche. El día siguiente era domingo. No ocurrió nada. Fui a la capilla por mera costumbre. No me sirvió de nada. Él siguió bebiendo un poco, pero todavía con astucia, poco a poco. Yo sabía por experiencia que aquello significaba una larga temporada de borracheras, y de las malas. El lunes había reparaciones que hacer en la casa. Para entonces, apenas estaba lo bastante sobrio para hacer su trabajo y lo bastante achispado para regodearse miserablemente en acosar a su esposa. Salió a buscar las cosas que necesitaba, regresó y me llamó. Un trabajador cualificado como él (dijo) necesitaba un peón a sus órdenes. Había cosas que un trabajador cualificado no se rebajaba a hacer y no pensaba pagar a un hombre o a un chico para que las hicieran. Conseguiría que se las hicieran gratis, convirtiéndome a mí en su peón. Siguió hablando de esta guisa, entre sobrio y achispado, y disponiéndolo todo tal como él quería. Cuando todo quedó preparado, se tumbó y me instruyó sobre lo que debía hacer. Obedecí y lo hice lo mejor que supe. Hiciera él lo que hiciera, y dijese lo que dijese, yo sabía que se encaminaba derecho a la muerte, y de mi propia mano. Había ratas y ratones por toda la casa y muchas cosas que arreglar. Debería haber empezado por la cocina, pero (habiendo sido sentenciado) empezó por las salas vacías de la planta baja. Estas salas estaban separadas por lo que se llama «pared de listones y yeso». Las ratas la habían dañado. En un sitio la habían roído hasta estropear el papel. En otro, no habían llegado aún a tanto. Las órdenes del casero eran aprovechar el papel, porque tenía más para reponer las partes rotas. Mi marido empezó por la parte que tenía el papel intacto. Siguiendo sus instrucciones, mezclé... no diré qué. Con ayuda de esta sustancia, consiguió despegar el papel de la pared en una larga tira, sin estropearlo. Debajo estaban los listones y el yeso, mordisqueado en algunos sitios por las ratas. Aunque en realidad su oficio era el de empapelador, mi marido también podía ser yesero cuando quería. Vi cómo cortaba los listones podridos y arrancaba el yeso y (nuevamente bajo su dirección) mezclé el nuevo yeso que quería y le fui pasando los nuevos listones, y vi cómo los ponía. No diré tampoco una palabra sobre esto. Tengo una razón para guardar silencio que, a mi modo de ver, es espantosa. Con todo lo que mi marido me obligó a hacer aquel día, me estaba mostrando (ciegamente) el modo de matarlo sin que ningún ser vivo, ni dentro de la policía ni fuera de ella, sospechara jamás de mí. Terminamos con la pared justo antes del anochecer. Yo me tomé un té, y él volvió con su botella de ginebra. Lo dejé bebiendo de lo lindo y fui a preparar nuestros dormitorios. El lugar donde estaba su cama (en el que antes no me había fijado) pareció hacerse visible entonces, por así decirlo. La cabecera de la cama estaba apoyada contra la pared que separaba su habitación de la mía. Después de mirar la cabecera, pasé a la pared misma. Luego me pregunté de qué estaría hecha. Luego la golpeé con los nudillos. El sonido me indicó que no había más que listones y yeso bajo el papel. Era del mismo tipo que la pared que habíamos arreglado abajo. En esta última eran tan grandes los daños en algunas partes que habíamos tenido que trabajar con cuidado para no atravesar el papel del otro lado. Recordé la advertencia que me había hecho mi marido cuando trabajábamos en ello, palabra por palabra: «Ten cuidado de no acabar con las manos en la otra habitación». Eso era lo que había dicho en la sala. Arriba, en su dormitorio, lo repetí mentalmente una y otra vez, sin apartar la vista de la llave que él había colocado por dentro para encerrarse, hasta que comprendí su significado como en un estallido de luz. Miré la pared, miré la cabecera de la cama y me miré las manos, y me estremecí como si fuera invierno. Debieron de pasar las horas como minutos mientras estaba arriba. Perdí la noción del tiempo. Cuando mi marido subió después de beber, me encontró en su dormitorio. X No voy a contar el resto; pasaré adrede a la mañana siguiente. No habrá ojos mortales que lean estas líneas, salvo los míos. Sin embargo, hay cosas que una mujer no puede escribir, ni siquiera para sí misma. Sólo diré una cosa. Sufría la última y la peor de muchas indignidades a manos de mi marido, en el mismo momento en que vi claro por primera vez el modo de quitarle la vida. Salió de casa hacia el mediodía del día siguiente para hacer su ronda por las tabernas, dejándome con una única idea en la cabeza: la de librarme de él para siempre cuando volviera aquella noche. Los materiales que habíamos utilizado el día anterior se habían quedado en la sala. Estaba sola en la casa y tenía total libertad para poner en práctica la lección que él mismo me había enseñado. Demostré ser una alumna muy capaz. Antes de que se encendieran los faroles de la calle, lo había dispuesto todo (tanto en mi dormitorio como en el suyo) para ponerle las manos encima cuando se encerrara aquella noche. No recuerdo haber sentido miedo ni vacilación alguna en todas aquellas horas. Me senté para cenar un bocado sin mejor ni peor apetito del habitual. El único cambio que recuerdo fue que sentí el insólito deseo de tener a alguien que me hiciera compañía. Dado que no tenía ningún amigo al que invitar, salí a la puerta de la calle y me puse a contemplar a la gente que pasaba de un lado a otro. Un perro vagabundo se me acercó olisqueando. Por lo general me desagradan los perros y los animales de todo tipo. A éste lo hice pasar a la casa y le di de cenar. Le habían enseñado (supongo) a sentarse sobre las patas traseras para pedir comida. En cualquier caso, fue así como me pidió más. Me eché a reír —ahora que lo pienso me parece imposible, pero fue así—, me eché a reír hasta que me corrieron las lágrimas por las mejillas, al ver a aquel animalejo sobre los cuartos traseros, con las orejas en punta, la cabeza ladeada y la boca babeando de pensar en la comida. Me pregunto si estaba en mi sano juicio. No lo sé. Cuando el perro hubo comido cuanto quiso, ladró para que le dejara salir otra vez a vagar por las calles. Cuando abrí la puerta para dejar que el animal siguiera su camino, vi cruzar la calle a mi marido. «No entres —le dije—. Esa noche, no entres.» Estaba demasiado borracho para prestarme atención. Pasó por mi lado y subió las escaleras tambaleándose. Yo lo seguí y escuché. Le oír abrir la puerta, cerrarla con un fuerte golpe y echar la llave. Esperé un poco y subí un par más de escalones. Le oí caer sobre su cama. Un minuto después dormía profundamente y roncaba. Había ocurrido todo tal como tenía que ocurrir. En dos minutos, sin hacer nada que pudiera despertar sospechas, podría haberlo ahogado. Me metí en mi dormitorio. Cogí la toalla que tenía preparada. Estaba a punto de hacerlo... cuando de pronto algo pasó por mi cabeza. No sé lo que fue. Sólo sé que me entró el pánico y me hizo salir huyendo de la habitación y de la casa. Me puse el sombrero y me metí la llave de la puerta de la calle en el bolsillo. Sólo eran las nueve y media, o quizá las diez menos cuarto. Si tenía alguna idea clara en la cabeza era únicamente la de escapar de allí y no volver a poner los ojos en aquella casa ni en mi marido. Subí por la calle... y volví. Bajé por la calle... y volví. Lo intenté una tercera vez y di vueltas y vueltas y vueltas... y volví. No podía. La casa me tenía encadenada como un perro a su perrera. No podía alejarme, aunque me fuera en ello la vida. Pasó por mi lado un grupo de hombres y mujeres jóvenes y alegres, justo cuando estaba a punto de entrar de nuevo en la casa. Tenían mucha prisa. «Apártese —dijo uno de los hombres—, el teatro está cerca y llegamos justo a tiempo para la farsa25.» Me di la vuelta y los seguí. Debido a mi educación religiosa, no había entrado jamás en un teatro. Se me ocurrió que tal vez me olvidara de mí misma, por así decirlo, si veía algo completamente desconocido para mí y oía algo que me diera nuevas cosas en que pensar. Los otros entraron en la platea y yo fui tras ellos. Eso que llamaban farsa había empezado ya. Hombres y mujeres salían al escenario, daban vueltas y hablaban y se iban otra vez. Al poco rato, la gente que me rodeaba en la platea reía y aplaudía. Ese ruido me molestó. No sé cómo describir mi estado. Los ojos y los oídos no me servían para ver y oír lo que veían y oían ellos. Creo que en mi cabeza debía de haber algo que se interponía lo que ocurría sobre el escenario y mi persona. La obra era muy agradable en la superficie, pero en el trasunto había peligro y muerte. Los actores hablaban y reían para engañar a la gente, mientras no dejaban de pensar en el asesinato. Y nadie lo sabía más que yo, y la lengua no me respondió cuando intenté decírselo a los demás. Me levanté y salí corriendo. En cuanto llegué a la calle, mis pasos se encaminaron a la casa. Paré un coche de punto y le dije al cochero que me llevara en la dirección contraria hasta donde llegara un chelín. Me dejó, no sé dónde. Al otro lado de la calle vi un cartel con letras luminosas sobre una puerta abierta. El hombre dijo que era un salón de baile. El baile era tan nuevo para mí como el teatro. Me quedaba un chelín; pagué por entrar y ver lo que el baile podía hacer por mí. La luz del techo inundaba el local como si estuviera en llamas. El ruido de la música era aplastante. La visión de hombres y mujeres, unos en brazos de otros, girando sin parar, me pareció enloquecedora. No sé qué me ocurrió allí. De repente el gran resplandor del techo se volvió rojo como la sangre. El hombre que estaba de pie delante de los músicos, agitando una varita, adquirió la apariencia de Satanás que había visto en la ilustración de la Biblia familiar. Los hombres y mujeres que giraban tenían la palidez de los muertos y sus cuerpos iban cubiertos de mortajas que ondeaban. Chillé de terror. Una persona me cogió del brazo y me sacó a la calle. La oscuridad me hizo bien; era reconfortante y deliciosa, como una mano fría sobre la frente febril. Eché a andar sin saber adonde. Me serené pensando que me había perdido y que me encontraría a varios kilómetros de distancia de casa cuando amaneciera. Al cabo de un rato me sentía demasiado cansada para seguir andando y me senté a descansar en un portal. Dormité un poco y me desperté. Cuando volví a ponerme en pie, volví casualmente la cabeza hacia la puerta de la casa. Tenía el mismo número que la mía. Volví a mirar y vi que era en mi portal donde había estado descansando. La puerta era la mía. Todas mis dudas y resistencias se desvanecieron ante aquel descubrimiento. No había equivocación posible en lo que significaba aquel perpetuo regresar a la casa. Por mucho que me rebelara, así había de ser. Abrí la puerta de la calle y subí la escalera. Oí a mi marido sumido en su sueño profundo, exactamente igual que antes de marcharme. Me senté en mi cama y me quité el sombrero; muy serena, porque sabía que así había de ser. Humedecí la toalla, la preparé y di una vuelta por la habitación. Empezaba a despuntar el día. Los gorriones gorjeaban entre los árboles de una plaza cercana. Subí mi persiana. La tenue luz me habló como con palabras: «Hazlo ahora, antes de que brille más y se vea demasiado». Escuché. El amistoso silencio también tenía algo que decirme. «Hazlo ahora y confíame tu secreto.» Esperé hasta que sonó el carillón de la iglesia antes de dar la hora. A la primera campanada, sin tocar la cerradura de su puerta, sin poner un solo pie en su habitación, ponía la toalla sobre su cara. Antes de la última campanada había dejado de debatirse. Cuando se apagó el sonido de la campana que quebraba el silencio matinal, su vida se había extinguido también. XI El resto de esta historia tiene en mi memoria cuatro días: miércoles, jueves, viernes y sábado. Después, todo se vuelve borroso y los años siguientes tienen un aire extraño, pues son los años de una vida nueva. Pero primero, ¿qué hay de la vieja? ¿Qué sentía, en la horrible quietud del amanecer, después de haberlo hecho? No sé lo que sentía. No lo recuerdo o no puedo decirlo, no sé. Puedo escribir la historia de aquellos cuatro días y ya está. Miércoles. Di la alarma hacia el mediodía. Unas horas antes lo había arreglado todo para que no se notara nada. Sólo tenía que pedir ayuda y dejar a los demás que obraran a su antojo. Vinieron los vecinos, y luego la policía. Llamaron a su puerta inútilmente. Luego la echaron abajo y lo encontraron muerto en su cama. Ni una sombra de sospecha les pasó por la cabeza. No debía temer que la justicia humana me descubriera. Sólo sentía un pavor indescriptible, y era a una Providencia Vengadora. Aquella noche dormí poco y soñé que volvía a cometer el crimen. Durante un tiempo pensé en confesarlo todo a la policía y entregarme. Si no hubiera pertenecido a una familia respetable, lo habría hecho, pero desde hacía generaciones no había mancha alguna en nuestro buen nombre. A mi padre lo habría matado el disgusto y habría sido una deshonra para toda la familia, si hubiera confesado y hubiera pagado por ello públicamente en el patíbulo. Recé pidiendo guía y tuve una revelación, hacia el alba, de lo que debía hacer. En una visión, recibí la orden de abrir la Biblia y jurar sobre ella que aquel ser culpable que era yo se apartaría para siempre de sus inocentes congéneres, que viviría entre ellos una vida aislada y silenciosa, que dedicaría el uso del habla únicamente a rezar y eso en la soledad de mi propio cuarto, cuando no pudiera oírme ningún ser humano. Sola, aquella mañana, tuve aquella visión e hice aquel juramento. Ningún ser humano me ha oído desde entonces. Ningún ser humano me oirá hasta el día de mi muerte. Jueves. La gente viene a hablarme como de costumbre. Descubren que estoy muda. Lo ocurrido en el pasado, cuando un golpe en la cabeza me había afectado el habla, le da visos de realidad a mi incapacidad para hablar, lo que quizá no habría sido tan convincente en el caso de otra persona. Volvieron a llevarme al hospital. La opinión de los médicos estaba dividida. Unos decían que la conmoción de lo sucedido en la casa, añadida a la conmoción anterior, podía ser la causante del daño. Y otros decían: «Recuperó el habla después del accidente; no ha habido ninguna otra herida desde entonces. Esta mujer finge ser muda por algún motivo oculto». Dejé que debatieran el asunto a sus anchas. Las conversaciones humanas no significaban ya nada para mí. Me había apartado de mis semejantes. Había iniciado una vida aislada y en silencio. Durante todo ese tiempo no me había abandonado en ningún momento la sensación de que pendía sobre mí un castigo inminente. No tenía nada que temer de la justicia humana. Era el juicio de una Providencia Vengadora lo que esperaba. Viernes. Se llevó a cabo una investigación. Mi marido era conocido desde hacía años como borracho empedernido. Había sido visto volviendo a casa de noche, completamente borracho. Lo habían encontrado en su habitación con la puerta cerrada y la llave dentro, y también la ventana tenía echado el pestillo. No había chimenea en aquella buhardilla; no había ningún cambio ni nada que estuviera fuera de sitio. Era imposible que un ser humano hubiera entrado allí. El médico dictaminó que había muerto por congestión pulmonar y el jurado dictó veredicto de acuerdo con ello. XII Sábado. Señalado para siempre en mi calendario como el día memorable en que me llegó el día del juicio. Hacia las tres de la tarde, a plena luz del sol, bajo un cielo despejado y cientos de seres humanos inocentes a mi alrededor, yo, Hester Dethridge, vi por primera vez la Aparición que está destinada a atormentarme durante el resto de mi vida. Había pasado una noche terrible. Mi estado mental era igual que la noche del teatro. Salí para ver si el aire, el sol y el verdor de los árboles y la hierba me ayudaban. El lugar más cercano donde podía hallar lo que necesitaba era Regent's Park. Me adentré por uno de los tranquilos senderos del interior del parque al que caballos y carruajes no tienen acceso, y donde los viejos pueden tomar el sol y los niños pueden jugar sin peligro. Me senté a descansar en un banco. Entre los que jugaban cerca de mí, había un precioso niño que se entretenía con un juguete completamente nuevo, un carro con caballo. Mientras observaba cómo se afanaba en arrancar briznas de hierba y meterlas en el carro, sentí por primera vez lo que desde entonces he sentido a menudo: un frío que se apoderaba de mi cuerpo lentamente y luego la sospecha de que había algo oculto cerca de mí, que saldría sigilosamente y se mostraría, si me decidía a mirar. Había un árbol grande allí cerca. Lo miré y esperé a que apareciera lo que se había escondido detrás de él. La Cosa salió sigilosamente, oscura y sombría a la agradable luz del sol. Al principio vi sólo la figura borrosa de una mujer. Al cabo de un rato se hizo más clara y brillante desde el interior hacia el exterior. Cada vez era más y más brillante, hasta que se convirtió ante mis ojos en una visión de MÍ MISMA, repetida como si estuviera delante de un espejo. Era mi doble, que me miraba con mis propios ojos. La vi moverse sobre la hierba. La vi detenerse detrás del precioso niño. La vi escuchar, como había escuchado yo al amanecer el carillón de la iglesia antes de que el reloj diera la hora. Cuando oyó la campanada, señaló al niño con mi propia mano y dijo, con mi propia voz: «Mátalo». Pasó un rato. No sé si fue un minuto o una hora. Cielo y tierra desaparecieron de mi vista. No vi nada más a que a mi propia doble señalando con la mano. No sentí nada más que el deseo de matar al niño. Entonces me pareció como si el cielo y la tierra volvieran a caer sobre mí. Vi a la gente que miraba con asombro y se preguntaba si estaba bien de la cabeza. Por pura fuerza de voluntad, me levanté. Por pura fuerza de voluntad, aparté la vista del precioso niño. Por pura fuerza de voluntad, huí de la visión de la Cosa y salí del parque. Sólo puedo describir de una manera la fuerza demoledora de la tentación que había sentido. Alejarme del niño para no matarlo fue como arrancarme la vida. Y siempre ha sido igual desde aquella ocasión. No hay más remedio que ese esfuerzo que supone una tortura, y no hay más modo de aplacar la agonía que viene después que la oración y la soledad. Sobre mí pendía la sensación de un castigo inminente y ese castigo había llegado. Esperaba el juicio de una Providencia Vengadora, y el juicio se había dictado. Como el piadoso David26, podía ya decir: «Sobre mí tus enojos han pasado, y tus terrores me han perdido». A llegar a este punto del relato, Geoffrey levantó la vista del manuscrito por primera vez. Había oído un ruido molesto que venía de fuera de la habitación. ¿Era en el pasillo? Escuchó. Se produjo un silencio. Volvió a mirar la confesión y volvió las últimas hojas para ver cuántas quedaban hasta el final. Después de relatar las circunstancias en que la autora había vuelto al servicio doméstico, la historia no volvía a reanudarse. Las pocas páginas que quedaban las ocupaba un diario fragmentado. Sus breves entradas se referían todas a las diversas ocasiones en que Hester Dethridge había visto la terrible Aparición de sí misma señalando, bien a una persona, bien a otra, y cómo una y otra vez había resistido el impulso homicida que despertaba en ella aquella abominable creación de su cerebro trastornado. En el esfuerzo que suponía aquella resistencia estaba el secreto de su empecinamiento en abandonar el trabajo de vez en cuando, y en la condición que imponía a cualquiera que la empleara de tener el privilegio de dormir sola en una habitación. Tras haber contado estas últimas páginas, Geoffrey volvió a donde lo había dejado para leer el manuscrito detenidamente hasta el final. Cuando sus ojos se posaron sobre la primera línea, el ruido del pasillo, intermitente durante un instante apenas, volvió a importunarlo. Esta vez no cabía la menor duda de lo que implicaba. Había oído los pasos apresurados de Hester Dethridge; había oído su horrísono grito. Hester Dethridge se había despertado en su silla del gabinete y había descubierto que no tenía ya la confesión en las manos. Geoffrey se metió el manuscrito en el bolsillo superior de la chaqueta. En esta ocasión, leer le había sido de gran utilidad. No necesitaba leer más. Era innecesario volver a la lista de juicios de Newgate. El problema estaba resuelto. Cuando se puso en pie, su abotargado rostro se iluminó lentamente con una sonrisa abominable. Mientras tuviera la confesión de la mujer en su bolsillo la tendría a ella también en su poder. —Si quiere que se la devuelva —dijo — tendrá que aceptar mis condiciones. —Tras haber tomado esta resolución, abrió la puerta y se encontró cara a cara con Hester Dethridge en el pasillo. Capítulo LX Indicios del fin La criada entró a la mañana siguiente en el dormitorio de Anne con la bandeja del desayuno, cerró la puerta con aire de misterio y anunció que sucedían cosas extrañas en la casa. —¿No oyó nada anoche, señora? —preguntó—. Abajo, en el pasillo. —Me pareció oír voces susurrando junto a mi puerta —respondió Anne—. ¿Ha ocurrido algo? Despojando el relato de la confusión con que lo rodeó la chica, podía resumirse así. La criada se había sorprendido por la súbita aparición de su ama en el pasillo, mirando por todas partes con ojos desorbitados, como si hubiera perdido el seso. Casi en el mismo momento, «el amo» había abierto la puerta del salón, había cogido a Hester Dethridge del brazo, la había arrastrado al interior y había vuelto a cerrar la puerta. Después de haber estado encerrados allí más de media hora, la señora Dethridge había salido, pálida como la ceniza, y había subido a su habitación temblando como una persona aterrorizada. Un poco más tarde, estando la criada en la cama, pero no dormida, había visto luz bajo su puerta, en el estrecho pasillo de madera en que se encontraban el dormitorio de Anne y el de Hester, y por el que ella accedía también a su pequeño cuarto del fondo. La chica se había levantado de la cama para mirar por la cerradura, y había visto «al amo» y a la señora Dethridge examinando juntos las paredes del pasillo. «El amo» había puesto una mano sobre la pared del lado de la habitación de su mujer y había mirado a la señora Dethridge. Y la señora Dethridge le había devuelto la mirada, negando con la cabeza. Entonces él le había dicho en un susurro (aún con la mano sobre la pared de madera): «¿No puede hacerse aquí?», y la señora Dethridge había negado con la cabeza otra vez. Después de meditar un momento, él había vuelto a susurrar: «En la otra habitación sí, ¿verdad?». La señora Dethridge había asentido y ahí se habían separado. Todo esto había ocurrido durante la noche. A primera hora de la mañana, se habían sucedido una serie de cosas extrañas. El amo había salido con un gran paquete cerrado en la mano, lleno de sellos, para llevarlo personalmente a Correos en lugar de enviar a la criada, como era habitual. A su regreso, había salido la señora Dethridge. Poco después, un obrero había traído un puñado de listones y un poco de argamasa y yeso, que había colocado cuidadosamente en un rincón del cuarto de fregar. Por último, el mas extraordinario de aquella serie de acontecimientos domésticos: la criada había recibido permiso para irse a su casa, al campo, y visitar a sus familiares ese mismo día, cuando le habían informado previamente, al entrar al servicio de la señora Dethridge, que no podía esperar que le dieran vacaciones hasta Navidad. Aquéllas eran las extrañas circunstancias que se habían dado en la casa desde la víspera. ¿Qué interpretación podía dárseles? La interpretación correcta no era fácil de encontrar. Algunos hechos apuntaban aparentemente a ciertas reparaciones o reformas en la casa. Pero seguía siendo un misterio, imposible de descifrar, el papel que podía desempeñar Geoffrey en todo aquello, cuando se le había dado aviso de abandonar la casa, y por qué Hester Dethridge sufría la violenta agitación antes descrita. Anne despidió a la chica con un pequeño regalo y unas palabras amables. En otras circunstancias, los incomprensibles sucesos de la casa habrían sido motivo de honda inquietud, pero sus pensamientos estaban ocupados en aquellos momentos por una preocupación más inmediata. La segunda carta de Blanche (recibida de manos de Hester Dethridge la noche anterior) le decía que sir Patrick seguía firme en su decisión, y que su sobrina y él se presentarían en la casa aquel mismo día, fueran cuales fueran las consecuencias. Anne abrió la carta y la leyó por segunda vez. El pasaje referido a sir Patrick se expresaba así: No creo, querida, que tengas idea del interés que has despertado en mi tío. Aunque no ha de reprocharse, como me ocurre a mí, ser la lamentable causa del sacrificio que has hecho, se siente tan afligido y preocupado como yo misma. No hablamos de nadie más. Anoche me dijo que no creía que hubiera quien pudiera equipararse a ti en todo el mundo. ¡Imagínate que lo dice un hombre con una especial perspicacia para los defectos de las mujeres en general, y con una lengua terriblemente afilada al hablar de ellas! He prometido guardar el secreto, pero debo decirte otra cosa, entre nosotras. Al enterarse por boca de lord Holchester de que su hermano se niega a aceptar la separación, mi tío se puso fuera de sí. Si no se produce algún cambio que mejore tu vida en unos días, sir Patrick hallará un modo —legal o ilegal, ya no le importa— de rescatarte de la horrible situación en la que te encuentras, y le ayudará Arnold, que cuenta con mi permiso. Tal como lo vemos nosotros, con un pretexto u otro, eres una prisionera en esa casa. Sir Patrick ha encontrado un puesto de observación cerca de ti. Arnold y él recorrieron anoche todo el perímetro de la casa y examinaron una puerta que hay en el muro del jardín trasero, ayudados por un cerrajero. Sin duda, el propio sir Patrick te lo contará con más detalle. ¡Por favor, que parezca que no sabes nada de esto cuando lo veas! A mí no me ha contado nada, pero a Arnold sí, que es lo mismo exactamente. Nos verás mañana (me refiero a mi tío y a mí), a pesar de ese bruto que te tiene encerrada a cal y canto. Arnold no nos acompañará, porque no se puede confiar (él mismo lo reconoce) en que no se deje llevar por la indignación. ¡Valor, queridísima mía! Hay dos personas en el mundo para las que tienes un valor inestimable, y que están resueltas a no permitir que tu felicidad sea sacrificada. Yo soy una y (¡por amor de Dios, que esto también sea un secreto!) sir Patrick es la otra. Absorta en la carta y en la pugna entre los sentimientos contradictorios que despertaba —enrojecía cuando le hacía pensar en lo que sentía, y volvía a palidecer cuando le recordaba la visita inminente—, Anne volvió a la realidad cuando reapareció la criada con un mensaje. El señor Speedwell llevaba un rato en la casa y esperaba abajo para hablar con ella. Anne encontró al cirujano solo en el salón. El señor Speedwell se disculpó por molestarla tan temprano. —Ayer me fue imposible venir a Fulham —dijo— y sólo podía cumplir la petición de lord Holchester viniendo esta mañana antes de la hora en que recibo a mis pacientes en casa. He visto al señor Delamayn y le he pedido permiso para hablarle a usted de su salud. Anne miró por la ventana y vio a Geoffrey fumando su pipa, pero no en el jardín de atrás, como era habitual, sino delante de la casa, donde podía vigilar la puerta del jardín. —¿Está enfermo? —preguntó. —Está gravemente enfermo —respondió el señor Speedwell—. De lo contrario no la habría molestado. Es mi deber profesional advertirle a usted, como esposa suya, de que corre un gran peligro. Puede sufrir una parálisis en cualquier momento. Su única posibilidad, aunque debo confesar que es muy remota, consiste en obligarle a cambiar su estilo de vida cuanto antes. —En un aspecto se verá obligado a cambiarlo —dijo Anne—. La casera le ha dado aviso de que abandone esta casa. El señor Speedwell pareció sorprendido. —Creo que descubrirá usted que el aviso se ha retirado —dijo—. Yo sólo puedo asegurarle que, cuando le he aconsejado un cambio de aires, el señor Delamayn me ha comunicado su decisión, por razones que ignoro, de permanecer aquí. (¡Uno más en la serie de acontecimientos domésticos incomprensibles! ¡Hester Dethridge, la mujer más inflexible del mundo, había cambiado de opinión!) —Dejando a un lado esa cuestión —prosiguió el cirujano—, es mi deber aconsejar dos medidas preventivas. Es evidente que el señor Delamayn sufre de ansiedad, aunque él se niega a reconocerlo. Si quiere seguir viviendo, debe ponerle remedio. ¿Está usted en disposición de aliviarla? —No estoy en disposición siquiera de decirle cuál es el origen de su ansiedad, señor Speedwell. El cirujano inclinó la cabeza y continuó: —La segunda advertencia que debo hacerle —dijo— es que su marido ha de dejar la bebida. Él mismo admite que se excedió hace dos noches. En su estado, la bebida significa literalmente la muerte. Si vuelve a coger la botella de brandy, y perdóneme por ser tan claro, pero esto es demasiado grave para andarse con rodeos, si vuelve a coger la botella de brandy, su vida, en mi opinión, no durará ni cinco minutos. ¿Puede usted impedir que beba? Anne respondió sinceramente y con tristeza. —No tengo ninguna influencia sobre él. Nuestra relación... El señor Speedwell tuvo la deferencia de interrumpirla. —Comprendo —dijo—. Iré a ver a su hermano de camino a casa. —Miró a Anne un momento—. Usted tampoco parece estar muy bien —dijo—. ¿Puedo ayudarla en algo? —Mientras siga viviendo como ahora, señor Speedwell, ni siquiera usted con su ciencia puede ayudarme. El cirujano se despidió. Anne volvió arriba apresuradamente, antes de que Geoffrey entrara otra vez en la casa. Incluso los más nobles instintos de su naturaleza retrocedían horrorizados ante la terrible experiencia de enfrentarse al odio vengativo que asomaba furtivamente a los ojos de Geoffrey, cuando acababan de dictar sobre él una sentencia de muerte. Hora tras hora se fue alargando la mañana y Geoffrey no hizo el menor intento por comunicarse con ella. Pero aún era más extraño que Hester Dethridge no apareciera. La criada subió para despedirse antes de iniciar sus vacaciones. Poco después, a oídos de Anne llegaron sonidos procedentes del otro lado del pasillo. Oyó golpes de martillo y luego un ruido como si movieran algún mueble pesado. Al parecer, las misteriosas reparaciones iban a iniciarse en la habitación que estaba libre. Anne se dirigió a la ventana. Se acercaba la hora en que cabía esperar que sir Patrick y Blanche intentaran verla. Miró la carta por tercera vez. En esta ocasión, le sugirió un nuevo pensamiento. ¿Las medidas extremas que había tomado sir Patrick en secreto indicaban alarma, además de simpatía? ¿Creía sir Patrick que, en aquella situación, estaba desprotegida y que la ley no podía hacer nada por ella? Le pareció muy posible. Suponiendo que estuviera en su mano consultar a un juez de paz y confesarle (si podía expresarlo con palabras) el vago presentimiento de peligro que la embargaba en aquellos momentos, ¿qué prueba podía aportar para convencer a un desconocido? Todas las pruebas favorecían a su marido. Tenía testigos que podían confirmar las palabras conciliadoras que le había dirigido en su presencia. El testimonio de su madre y de su hermano demostraría que había preferido sacrificar sus intereses pecuniarios antes que consentir en separarse de ella. Anne no podía citar a nadie que tuviera la menor excusa para interponerse entre marido y mujer. ¿Era consciente de todo aquello sir Patrick? ¿Y la descripción de Blanche de lo que hacían sir Patrick y Arnold Brinkworth apuntaba la conclusión de que la desesperación los impulsaba a tomarse la justicia por su mano? Cuanto más pensaba en ello, más probable le parecía. Seguía absorta en los pensamiento que todo esto le sugería, cuando llamaron a la puerta del jardín. Los ruidos en la habitación vacía se interrumpieron de repente. Anne se asomó a la ventana. Se veía el techo de un carruaje al otro lado del muro. Sir Patrick y Blanche habían llegado. Al cabo de un rato, Hester Dethridge apareció en el jardín y se acercó a la rejilla de la puerta. Anne oyó la voz de sir Patrick, firme y clara. Hasta ella llegaron una a una sus palabras a través de la ventana abierta. —Tenga la amabilidad de entregarle mi tarjeta al señor Delamayn. Dígale que le traigo un mensaje de Holchester House y que sólo puedo transmitírselo en persona. Hester Dethridge regresó al interior de la casa. Hubo otra pausa, esta vez más larga. Finalmente, Geoffrey apareció en el jardín con la llave en la mano. El corazón de Anne latía con fuerza cuando vio que abría la puerta y se preguntó qué ocurriría luego. Observó con indescriptible asombro que Geoffrey hacía pasar a sir Patrick sin la menor vacilación, y más aún, ¡invitaba a Blanche a apearse del carruaje y entrar! —Olvidemos el pasado —oyó Anne que le decía a sir Patrick—. Sólo quiero hacer lo que es debido. Si lo debido es que vengan visitas cuando aún es tan reciente la muerte de mi padre, pues entren, y bienvenidos sean. Yo opinaba, cuando usted lo propuso la primera vez, que no era correcto. No estoy muy versado en estas cosas. Eso se lo dejo a usted. —Es su deber recibir a una visita que le trae mensajes de su madre y su hermano —respondió sir Patrick con gravedad—, señor Delamayn, cualesquiera que sean las circunstancias. —Y no ha de ser peor recibido —añadió Blanche—, por llegar acompañado de la mejor y más querida amiga de su esposa. Geoffrey los miró a los dos con imperturbable resignación. —No estoy muy versado en estas cosas —repitió—. Como ya he dicho antes, eso se lo dejo a usted. En aquel momento se encontraban ya bajo la ventana de Anne, que se dejó ver. Sir Patrick se quitó el sombrero. Blanche se besó la mano con un grito de alegría e intentó entrar en la casa. Geoffrey la detuvo y pidió a su mujer que bajara. —¡No! ¡No! —dijo Blanche—. Deje que vaya yo a su habitación. Blanche intentó ganar las escaleras por segunda vez, y por segunda vez Geoffrey la detuvo. —No se moleste —dijo—, ya baja ella. Anne bajó al jardín. Blanche se arrojó en sus brazos y la devoró a besos. Sir Patrick le cogió la mano en silencio. Por primera vez desde que Anne lo conocía, el brillante, resuelto e independiente caballero se quedó sin palabras, sin saber qué hacer. Sus ojos, pendientes de ella con muda simpatía e interés, le decían claramente: «En presencia de su marido, no debo hablar». Geoffrey rompió el silencio. —¿Quieren pasar al salón? —preguntó, sin dejar de mirar detenidamente a su mujer y a Blanche. La voz de Geoffrey pareció sacar a sir Patrick de su arrobamiento. Alzó la cabeza y volvió a ser el mismo de antes. —¿Por qué meterse en la casa con un tiempo tan espléndido? —dijo—. ¿Qué le parece si damos una vuelta por el jardín? Blanche apretó la mano de Anne con expresión elocuente. Era obvio que la sugerencia tenía un propósito concreto. Dieron la vuelta a la casa y llegaron al amplio jardín de atrás; las dos damas iban caminando juntas, cogidas del brazo; sir Patrick y Geoffrey detrás de ellas. Poco a poco, Blanche apretó el paso. —Tengo mis instrucciones —le susurró a Anne—. Alejémonos para que no nos oiga. Fue más fácil decirlo que hacerlo. Geoffrey no se quedó atrás. —Piense en mi cojera, señor Delamayn —dijo sir Patrick—. No tan deprisa. La intención era buena, pero la astucia de Geoffrey disparó la alarma. En lugar de quedarse rezagado con sir Patrick, llamó a su mujer. —Piensa en la cojera de sir Patrick —repitió—. No tan deprisa. Sir Patrick salió del brete con su característica habilidad. Cuando Anne aflojó el paso, se dirigió a Geoffrey, deteniéndose deliberadamente en medio del sendero. —Permítame que le dé el mensaje de Holchester House —dijo. Las dos damas siguieron andando lentamente. Geoffrey se encontró ante la disyuntiva de quedarse con sir Patrick y dejarlas a ellas solas, o seguirlas a ellas y dejar a sir Patrick. Deliberadamente también, siguió a las damas. Sir Patrick lo llamó. —Le he dicho que quería hablar con usted —dijo con dureza. Al verse acorralado, Geoffrey reveló abiertamente su determinación de no dar a Blanche la menor oportunidad de hablar en privado con Anne. Ordenó a su mujer que se detuviera. —No tengo secretos para mi mujer —dijo—. Y espero que mi mujer no tenga secretos para mí. Déme el mensaje delante de ella. Los ojos de sir Patrick llamearon de indignación. Se dominó y lanzó una breve y expresiva mirada a su sobrina antes de dirigirse a Geoffrey. —Como quiera —dijo—. Su hermano me pide que le diga que las responsabilidades de su nueva posición ocupan todo su tiempo y que le impedirán volver a Fulham, como se proponía, en los próximos días. Al conocer que seguramente yo lo vería, lady Holchester me ha encargado que le transmita otro mensaje de su parte. No se encuentra en condiciones de salir de casa y quiere verlo en Holchester House mañana. Desea especialmente que le acompañe la señora Delamayn. Al dar los dos mensajes, sir Patrick elevó la voz poco a poco a un tono más alto de lo normal. Mientras hablaba, Blanche (advertida por la mirada que le había lanzado su tío para que siguiera sus instrucciones) bajó la voz y le dijo a Arme: —No accederá a la separación mientras te tenga aquí. Intenta mejorar las condiciones del trato. Abandónalo y tendrá que claudicar. Pon una vela en tu ventana si puedes salir al jardín esta noche. Si no, ponla cualquier otra noche. Dirígete a la puerta del jardín de atrás. Sir Patrick y Arnold se encargarán del resto. Blanche deslizó estas palabras en los oídos de Anne, balanceando la sombrilla de lado a lado y con el aire inocente de quien no comenta más que meros cotilleos, destreza ésta que rara vez falla en una mujer cuando ha de contribuir a un engaño en el que están en juego sus propios intereses. Sin embargo, a pesar del ingenio desplegado, esta acción despertó la sempiterna desconfianza de Geoffrey. Blanche había llegado a la última frase cuando pudo desviar su atención de lo que decía sir Patrick a lo que decía la sobrina. Un hombre de reflejos más rápidos habría oído más. Geoffrey sólo oyó claramente la primera mitad de la última frase. —¿Qué dice de sir Patrick y Arnold? —preguntó. —Nada que pueda interesarle —respondió Blanche rápidamente—. Se lo repetiré, si quiere. Le estaba hablando a Anne de mi madrastra, lady Lundie. Después de lo ocurrido el otro día en Portland Place, ha pedido a sir Patrick y a Arnold que en el futuro tengan a bien considerarse unos completos desconocidos para ella. Nada más. —¿Oh? —dijo Geoffrey, entrecerrando los ojos—. ¿Nada más? —Pregúntele a mi tío —replicó Blanche—, si no cree que digo la verdad. Nos despachó a todos con la mayor magnificencia y diciendo esas mismas palabras. ¿No es cierto, sir Patrick? Era totalmente cierto. La agilidad mental de Blanche había resuelto la emergencia aludiendo a un hecho relacionado con sir Patrick y Arnold que se había producido en realidad. Silenciado por un lado, a su pesar, Geoffrey se vio en la necesidad, por el otro, de dar una respuesta al mensaje de su madre. —Debo llevar una respuesta a lady Holchester —dijo sir Patrick—. ¿Cuál es? Geoffrey lo miró con dureza, sin responder. Sir Patrick repitió el mensaje haciendo hincapié en la parte que se refería a Anne. El énfasis soliviantó a Geoffrey. —¡Usted y mi madre han tramado ese mensaje entre los dos para ponerme a prueba! —espetó—. ¡Al cuerno con todas esas maniobras solapadas, es lo que digo yo! —Estoy esperando su respuesta —insistió sir Patrick, haciendo caso omiso de las palabras que acababa de oír. Geoffrey miró a Anne y de pronto recobró la compostura. —Transmita a mi madre todo mi afecto —dijo—. Iré a verla mañana y tendré sumo gusto en llevar a mi mujer. ¿Me oye? Tendré sumo gusto. —Se detuvo para ver el efecto de su respuesta. Sir Patrick aguardó imperturbable, por si tenía algo más que decir—. Siento haber perdido los estribos hace un momento —añadió Geoffrey— Me tratan mal y desconfían de mí sin motivo. ¡Le pido a usted que sea testigo! —añadió, alzando de nuevo la voz, mientras sus ojos se movían nerviosos entre sir Patrick y Anne—. De que trato a mi mujer como corresponde a una dama. Su amiga vienen a verla, y es libre de recibir a su amiga. Mi madre quiere verla, y yo prometo llevársela a mi madre. A las dos mañana. ¿De qué se me acusa? Me mira usted. ¿De qué se me acusa? —Si la conciencia de un hombre justifica sus actos, señor Delamayn —dijo sir Patrick—, la opinión de los demás no tiene la menor importancia. He concluido mi encargo. Cuando se dio la vuelta para despedirse de Anne, la inquietud que sentía al dejarla se hizo de nuevo patente. Se le fue el color de la cara. Su mano temblaba cuando estrechó la de Anne con afecto y firmeza. —La veré mañana en Holchester House —dijo, ofreciendo a un tiempo el brazo a Blanche. Se despidió de Geoffrey sin volver a mirarlo y sin ver la mano que le ofrecía. Instantes después, Blanche y sir Patrick se habían ido. Anne esperó en la planta baja de la casa mientras Geoffrey cerraba la puerta del jardín con llave. No quería parecer que lo esquivaba, después de la respuesta que había dado al mensaje de su madre. Geoffrey regresó despacio, se paró a mitad de camino de la casa, miró hacia el pasillo donde estaba ella, y desapareció por la esquina en dirección al jardín de atrás. No cabía error posible en la deducción. Era Geoffrey quien la esquivaba a ella. ¿Había mentido a sir Patrick? Cuando llegara el momento, al día siguiente, ¿buscaría algún pretexto para negarse a llevarla a Holchester House? Anne subió las escaleras. En aquel mismo momento, Hester Dethridge abrió la puerta de su dormitorio, dispuesta a salir. Al ver a Anne, la cerró y permaneció invisible en su habitación. Una vez más, la deducción era evidente. También Hester Dethridge tenía motivos para evitar a Anne. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué objetivo tenían en común Hester y Geoffrey? Era imposible adivinarlo. Los pensamientos de Anne volvieron al mensaje secreto que le había transmitido Blanche. Su condición de mujer le impedía ser insensible a una devoción como la que implicaba la conducta de sir Patrick. A pesar de la terrible situación en que se hallaba, con su incertidumbre siempre creciente, viviendo siempre en vilo, la opresión cedió momentáneamente a una agradable sensación de orgullo y gratitud, al pensar en los sacrificios que había hecho sir Patrick y los peligros a los que se iba a enfrentar sólo por ella. Le pareció que le debía a sir Patrick, y se debía a sí misma, no prolongar más aquel período de incertidumbre. En su situación, ¿por qué esperar a lo que pudiera ocurrir al día siguiente? Si se le ofrecía la oportunidad, colocaría la señal en la ventana aquella misma noche. A última hora de la tarde oyó una vez más los ruidos que al parecer indicaban que se estaban haciendo reparaciones en la casa. Esta vez eran más débiles y procedían, a su entender, no de la habitación vacía, sino de la habitación contigua, la de Geoffrey. Aquel día la cena se retrasó. Hester Dethridge no apareció con la bandeja hasta el anochecer. Anne le habló y recibió una muda señal por respuesta. Resuelta a ver el rostro de la mujer con claridad, le hizo una pregunta que requería una respuesta escrita en la pizarra y, diciéndole que esperara, fue hasta la repisa de la chimenea para encender la vela. Cuando se dio la vuelta con la vela encendida en la mano, Hester había desaparecido. Llegó la noche. Anne tocó la campanilla para que retiraran la bandeja. Se sobresaltó al oír fuera de su habitación unas pisadas que no le eran familiares. —¿Quién está ahí? —dijo. Le respondió la voz del mozo que Geoffrey empleaba para los recados. —El señor Delamayn me envía, señora. Desea hablar con usted ahora mismo. Anne encontró a Geoffrey en el comedor. Su motivo para querer hablar con ella era, al menos en apariencia, bastante trivial. Quería saber si prefería ir en tren o en carruaje a Holchester House al día siguiente. —Si prefieres el carruaje —dijo Geoffrey—, el mozo está aquí para recibir instrucciones, y cuando vuelva a casa pedirá en las caballerizas que nos envíen un carruaje de alquiler. —El ferrocarril servirá perfectamente —contestó Anne. En lugar de aceptar la respuesta y dar el tema por zanjado, Geoffrey le pidió que reconsiderara su decisión. Su mirada era ausente, inquieta, cuando le rogó que no pensara en ahorrar a expensas de su comodidad. Parecía tener algún motivo oculto para impedirle que saliera del comedor. —Siéntate y piénsalo bien antes de decidirte —dijo. Después de obligarla a sentarse, asomó la cabeza por la puerta y ordenó al mozo que subiera a ver si se había dejado la pipa en su habitación—. Quiero que viajes con toda comodidad, como una dama —repitió, con una mirada más nerviosa que antes. Sin tiempo para que Anne pudiera contestar, el mozo gritó «¡Fuego!» desde arriba, con una aguda voz de alarma. Geoffrey corrió escaleras arriba. Anne lo siguió. El mozo esperaba en lo alto de las escaleras. Señaló la puerta abierta del dormitorio de Anne. Anne estaba completamente segura de que, al bajar al comedor, había dejado la vela encendida a una distancia prudente de las cortinas de la cama, pero las cortinas ardían en llamas. Había un depósito de agua para la casa en el piso de arriba. Los aguamaniles y orinales, que solían estar en su sitio mucho antes, se encontraban aquella noche junto a la cisterna. Cerca habían dejado un cubo vacío. Geoffrey ordenó al mozo que llenara de agua aquellos recipientes y se los llevara al dormitorio, mientras él arrancaba las cortinas y las echaba en un montón llameante sobre la cama y el sofá que había al lado. Alternando el orinal y el cubo, utilizó el agua que le llevaba el mozo para apagar el fuego de la cama y del sofá. Todo terminó en menos de un minuto. La casa se había salvado. Pero la cama se había quemado y en realidad la habitación había quedado inhabitable, al menos por aquella noche, y seguramente las siguientes. Geoffrey dejó en el suelo el cubo vacío y, volviéndose hacia Arme, señaló la habitación del otro lado del pasillo. —Esto no te causará demasiadas molestias —dijo—. Sólo tienes que trasladarte al cuarto de invitados. Con ayuda del mozo, trasladó los baúles de Anne y la cómoda, que había escapado al fuego, a la habitación de enfrente. Hecho esto, le dijo que tuviera más cuidado con las velas en lo sucesivo, y bajó las escaleras sin esperar a que ella le contestara. El mozo bajó detrás de él y Geoffrey lo despidió, dando por terminado su trabajo. A pesar de la confusión producida por el fuego, Hester Dethridge atrajo la atención de Anne por lo insólito de su comportamiento. Hester había salido de su dormitorio al darse la alarma, había contemplado las cortinas llameantes y, con el rostro impasible, se había retirado a un rincón a esperar acontecimientos, indiferente por completo, al parecer, a la posible destrucción de su casa. Una vez extinguido el fuego, siguió aguardando imperturbable en su rincón, mientras trasladaban los baúles y la cómoda, y luego cerró la puerta; sin echar un vistazo siquiera al techo chamuscado y la cama quemada, se guardó la llave en el bolsillo y volvió a su habitación. Hasta entonces, Anne no había compartido la convicción de otras muchas personas que habían estado en contacto con Hester Dethridge, y no creía que tuviera la mente trastornada. Sin embargo, después de lo que acababa de presenciar, se sumó a la impresión general. En un primer momento había pensado en hacer ciertas preguntas a Hester sobre el origen del fuego cuando estuvieran a solas, pero después de reflexionar, decidió no decir nada, al menos aquella noche. Entró en la habitación de invitados, la que ella había rechazado a su llegada, y en la que ahora se vería obligada a dormir. Inmediatamente se dio cuenta de un cambio en la disposición de los muebles. Habían movido la cama. La cabecera, que antes estaba pegada contra la pared lateral de la casa, la habían colocado ahora contra el tabique que separaba la habitación del dormitorio de Geoffrey. Era evidente que el cambio obedecía a un determinado propósito. El gancho del techo del que colgaban las cortinas (ya que la cama, al contrario que la otra, no tenía dosel incorporado) se había desplazado también para adaptarse al cambio. Las sillas y el palanganero, antes colocadas junto al tabique de separación, se habían tenido que mover hacia el espacio vacío dejado por la cama. En cuanto al resto, no era visible ningún otro cambio. En la situación de Anne, debía recelar de cualquier suceso incomprensible a simple vista. ¿Había un motivo para cambiar de sitio la cama? ¿Y era por casualidad un motivo relacionado con ella? Acababa de ocurrírsele esta idea cuando le siguió una alarmante sospecha. ¿Existía un propósito oculto para obligarla a dormir en la habitación de invitados? ¿A eso se refería la pregunta que la criada había oído a Geoffrey hacer a Hester la noche anterior? ¿Existía la posibilidad de que el fuego que inexplicablemente había prendido en las cortinas de la cama hubiera sido provocado para obligarla a abandonar aquella habitación? Anne se dejó caer en la silla más cercana, mareada y horrorizada por las tres preguntas que se abrieron paso en su cabeza en rápida sucesión. Al cabo de un rato se serenó lo bastante para reconocer la necesidad inmediata de verificar sus sospechas. Era posible que su imaginación sobreexcitada la indujera a sentir una alarma carente de fundamento. A pesar de las apariencias, podía existir un motivo razonable y suficiente para cambiar la posición de la cama. Salió al pasillo y llamó a la puerta de la habitación de Hester Dethridge. —Quiero hablar con usted —dijo. Hester salió. Anne señaló la habitación de invitados y se encaminó hacia ella. Hester la siguió. —¿Por qué ha cambiado la cama de aquella pared a ésta? —preguntó. Hester Dethridge escribió su respuesta en la pizarra con la misma indiferencia imperturbable con que había contemplado el fuego. Hester acostumbraba siempre a mirar directamente a la cara a las personas a las que ofrecía su pizarra. Por primera vez, la tendió a Anne mirando al suelo. La única frase escrita no daba una respuesta clara. Decía así: «Hace tiempo que quería moverla». —Le he preguntado por qué la ha movido. Hester escribió estas cinco palabras: «Hay humedad en la pared». Anne miró la pared. No vio indicio alguno de humedad en el papel. Pasó la mano por encima. Allá donde tocaba, la pared estaba seca. —Ése no es el motivo —dijo. Hester no se inmutó. —No hay humedad en la pared. Hester señaló insistentemente las cinco palabras de la pizarra con el lápiz sin levantar la vista, espero un momento a que Anne volviera a leerlas, y abandonó la habitación. Era evidente que no serviría de nada obligarla a volver. El primer impulso de Anne al quedarse sola fue cerrar la puerta con llave. No sólo hizo esto, sino que corrió los pestillos de los dos extremos. La caja de la cerradura y los pasadores de los pestillos estaban firmemente asentados cuando los probó. La traición que acechaba en aquel cuarto no la encontraría en la puerta. Paseó la vista por la habitación, examinando la chimenea, la ventana y sus postigos, el interior del armario y el espacio entre el suelo y la cama. No encontró nada que justificara la desconfianza o la alarma de la persona más timorata del mundo. Pero las apariencias, por favorables que fueran, no consiguieron convencerla. El presentimiento de una traición oculta que se acercaba más y más en la oscuridad había arraigado firmemente en ella. Se sentó e intentó dar con alguna pista, repasando los acontecimientos que habían marcado el inicio del día. Su esfuerzo fue inútil; no hubo recompensa definida o tangible. Peor aún, de él nació una nueva duda. El motivo por el que sir Patrick, según había confesado a través de Blanche, quería ayudarla, ¿era el verdadero motivo que tenía él en la cabeza? ¿Creía sir Patrick sinceramente que la conducta de Geoffrey estaba motivada por un mero propósito mercenario, y planeaba separarla de su marido únicamente para obligarle a consentir en la separación con las condiciones propuestas por Julius? ¿Era realmente ése su único objetivo? ¿O acaso, conociendo tan bien como conocía la situación de Anne, en su fuero interno estaba convencido de que la vida de ésta corría peligro y ocultaba esa convicción por temor a alarmarla aún más? Anne volvió a recorrer la extraña habitación con la mirada en el silencio de la noche, y tuvo la sensación de que esta última interpretación era la más probable. Oyó cómo puertas y ventanas se cerraban en la planta baja. ¿Qué podía hacer? Era imposible dar la señal convenida a sir Patrick y Arnold, que esperaban ver la vela encendida en la ventana de la habitación donde se había declarado el incendio, la habitación que Hester Dethridge había cerrado con llave. Sería igualmente inútil esperar al policía que pasaba por allí al hacer su ronda y gritar pidiendo ayuda. Aunque se armara de valor para manifestar abiertamente el miedo que sentía estando con su marido bajo el mismo techo, y aunque hubiera gente a mano para ayudarla, ¿qué razón válida podía aducir para su petición de socorro? No tenía la menor prueba de que necesitara acogerse a la protección de la ley. Como último recurso, impelida por la ciega desconfianza que le inspiraba el cambio de posición de la cama, intentó moverla. No consiguió desplazar el pesado mueble de su sitio ni un milímetro, aunque hizo uso de toda su fuerza. No le quedaba más remedio que confiar en la seguridad de la puerta cerrada y velar toda la noche, con la certeza de que sir Patrick y Arnold vigilaban también, por su parte, cerca de la casa. Sacó su labor y sus libros y cogió la silla para colocarla cerca de la mesa, en medio de la habitación. Capítulo LXI Los medios Amaneció un nuevo día; salió el sol y volvió la actividad a la casa. Dentro y fuera de la habitación de invitados no había ocurrido nada. A la hora señalada para abandonar la casa y hacer la visita prometida a Holchester House, Hester Dethridge y Geoffrey estaban solos en el dormitorio en el que Anne había pasado la noche. —Está esperándome en el jardín, preparada para salir —dijo Geoffrey—. Quería verme a solas. ¿Para qué? Hester señaló la cama. —¿Quiere que la aparte de la pared? Hester asintió. Entre los dos apartaron la cama del tabique unos cuantos palmos. Tras una pausa, Geoffrey volvió a hablar. —Ha de hacerse esta noche —dijo—. Sus amigos podrían entrometerse; podría volver la criada. Debe hacerse esta noche. Hester afirmó con la cabeza lentamente. —¿Cuánto tiempo quiere quedarse sola en la casa? Hester mostró tres dedos. —¿Eso quiere decir tres horas? Hester asintió. —¿Estará acabado en ese tiempo? Hester volvió a afirmar con la cabeza. Hester no lo miró en ningún momento. En la forma de escucharlo cuando hablaba, en el menor movimiento que hacía por necesidad, se expresaba la misma sumisión exánime, el mismo horror mudo. Y a Geoffrey, por su parte, le contrariaba todo aquello, aunque hasta entonces no había dicho nada. Cuando estaba a punto de salir de la habitación, no pudo contenerse más. Por primera vez, expresó su enojo con palabras. —¿Por qué demonios no me mira? —preguntó. Hester dejó pasar la pregunta sin dar muestras de haberla oído. Geoffrey la repitió airadamente. Ella escribió en su pizarra y se la mostró, pero sin levantar los ojos. —Sé que puede hablar —dijo él—. Ya sabe que lo he descubierto todo. ¿A qué viene que siga haciéndose la tonta conmigo? Ella insistió en mostrarle la pizarra. Geoffrey leyó estas palabras: «Para usted soy muda y ciega. Déjeme en paz.» —¡Que la deje en paz! —exclamó él—. Es un poco tarde para tantos escrúpulos, después de lo que hizo. ¿Quiere que le devuelva la confesión o no? Cuando Geoffrey mencionó la confesión, Hester levantó la cabeza. Un leve rubor tiñó las lívidas mejillas, un espasmo momentáneo de dolor alteró su rostro cadavérico. El único afán que le quedaba a aquella mujer en la vida era recuperar el manuscrito que le habían arrebatado. Su embotada inteligencia respondía aún débilmente a aquel estímulo, y a ningún otro. —Recuerde su parte del trato —prosiguió Geoffrey—, y yo recordaré la mía. Así están las cosas, ¿entiende? He leído su confesión y una cosa le falta. No explica cómo lo hizo. Sé que lo ahogó, pero no sé cómo. Quiero saberlo. Es muda y no puede decírmelo. Tendrá que hacer con esta pared lo mismo que hizo en su casa. No corre ningún riesgo. No hay aquí alma viviente que pueda verla. Tiene la casa para usted sola. Cuando vuelva, quiero encontrar esta pared tal como estaba aquella otra en aquella madrugada que ya sabe, cuando estaba esperando con la toalla en la mano a que sonara la primera campanada. Si es así, mañana volverá a sus manos la confesión. Cuando Geoffrey mencionó la confesión por segunda vez, la energía menguante de la mujer volvió a aumentar bruscamente. Agarró la pizarra que colgaba a su costado, y después de escribir algo rápidamente, la colocó con ambas manos bajo los mismos ojos de Geoffrey, que leyó lo siguiente: «No voy a esperar más. La quiero esta noche». —¿Cree que llevo la confesión encima? —dio Geoffrey—. Ni siquiera está en la casa. Hester retrocedió tambaleándose y alzó los ojos por primera vez. —No se alarme —dijo él—. La he sellado y confiado a la custodia de mis banqueros. Se la envié por correo en persona. Usted no se detiene ante una minucia, señora Dethridge. Si la hubiera guardado bajo llave en la casa, habría forzado usted la cerradura en cuanto le hubiera dado la espalda. Si la hubiera llevado encima, ¡tal vez sería yo el que acabara con la toalla sobre la cara en mitad de la madrugada! Los banqueros le devolverán la confesión, tal como la han recibido de mí, cuando les envíe una orden de mi puño y letra. Haga lo que le he dicho y tendrá esa orden esta noche. Hester se pasó el delantal por la cara y exhaló un hondo suspiro de alivio. Geoffrey se volvió hacia la puerta. —Volveré esta noche a las siete —dijo—. ¿Lo encontraré hecho? Ella inclinó la cabeza. Aceptada su primera condición, Geoffrey prosiguió con la segunda. —Cuando se presente la oportunidad —dijo— subiré a mi habitación. Primero tocaré la campanilla del comedor. Usted subirá antes que yo, al oírla, y me enseñará cómo lo hizo en su casa. Hester asintió una vez más. En ese mismo momento se abrió y se cerró la puerta de la casa. Geoffrey bajó al instante. Quizá Anne había olvidado algo y era necesario impedirle que regresara a su habitación. Se encontraron en el pasillo. —¿Cansada de esperar en el jardín? —preguntó él con brusquedad. Anne señaló el comedor. —El cartero acaba de darme una carta para ti a través de la rejilla de la puerta del jardín —respondió ella—. La he dejado sobre la mesa del comedor. Geoffrey fue a buscar la carta. La letra de las señas era de la señora Glenarm. Se metió la carta en el bolsillo sin leerla y volvió junto a Anne. —¡Vamos! —dijo—. O perderemos el tren. Y se pusieron en camino, rumbo a su visita a Holchester House. Capítulo LXII El fin Unos minutos antes de las seis de la tarde, el carruaje de lord Holchester devolvía a Geoffrey y a Anne a la casa. Geoffrey impidió al criado que tocara la campanilla de la puerta del jardín. Se había llevado la llave consigo, al salir de casa por la mañana. Después de hacer pasar a Anne y de cerrar de nuevo la puerta del jardín, se dirigió a la ventana de la cocina, adelantándose a ella, y llamó a Hester Dethridge. —Traiga agua fría al salón y llene el jarrón que hay sobre la repisa de la chimenea —dijo—. Cuanto más pronto pongas esas flores en agua —añadió, volviéndose hacia su mujer—, más te durarán. Mientras hablaba, señaló un ramo que llevaba Anne en la mano y que había cogido Julius para ella en el invernadero de Holchester House. Dejó luego a Anne colocando las flores en el jarrón y subió. Al cabo de unos instantes, apareció Hester Dethridge. —¿Hecho? —preguntó Geoffrey en un susurro. Hester asintió. Geoffrey se quitó las botas y se dirigió a la habitación de invitados. Sin hacer ruido, volvieron a arrimar la cama al tabique de separación y salieron. Cuando entró Anne unos minutos después, no se apreciaba el menor cambio. Anne se quitó la capa y el sombrero y se sentó a descansar. Todo el curso de los acontecimientos desde la noche anterior había tendido en la misma dirección y había ejercido la misma influencia engañosa sobre sus pensamientos. Le resultaba imposible resistirse por más tiempo a la convicción de que había desconfiado de las apariencias sin el menor motivo, y de que había permitido que sospechas puramente imaginadas le inspiraran una alarma totalmente infundada. En la firme convicción de que estaba en peligro, había pasado la noche en vela y no había ocurrido nada. Persuadida de antemano de que Geoffrey estaba resuelto a no cumplir lo que había prometido, había esperado ver qué excusa ponía para impedirle salir de la casa. Y, al llegar la hora de la visita, lo había encontrado dispuesto a cumplirla. En Holchester House no había intentado inmiscuirse en lo más mínimo y le había dado total libertad de acción y de palabra. Decidida a informar a sir Patrick del cambio de habitación, había descrito el incidente del fuego con todo detalle, y Geoffrey no la había interrumpido en ningún momento. Había hablado a solas con Blanche sin que él se entrometiera. Paseando por el invernadero, se había rezagado con total impunidad para decirle unas palabras de agradecimiento a sir Patrick, y para preguntarle si la interpretación que él daba a la conducta de Geoffrey era realmente la que había insinuado Blanche. Habían estado paseando juntos diez minutos o más. Sir Patrick le había asegurado que Blanche había descrito correctamente su opinión, y había expresado su convicción de que, en su caso, lo mejor era actuar deprisa, que haría bien en tomar la iniciativa (con su ayuda) en lo tocante a la separación. —Mientras pueda retenerla bajo su mismo techo —había dicho sir Patrick—, seguirá especulando con nuestra impaciencia por librarla de la opresión de su vida con él, y se mantendrá firme ante su hermano (haciéndose pasar por el marido arrepentido) para conseguir mejores condiciones. Ponga la señal en la ventana esta noche y probemos. En cuanto llegue a la puerta del jardín de atrás, yo respondo de su seguridad hasta que él consienta en la separación y la firme. Con estas palabras la había instado sir Patrick a la acción. A cambio, Anne le había prometido dejarse guiar por sus consejos. Luego había vuelto al salón y Geoffrey no había hecho ningún comentario sobre su ausencia. Había regresado a Fulham, sola con él en el carruaje de su hermano, y no le había preguntado nada. A juzgar por lo que ella sabía, ¿cuál era la deducción más lógica? ¿Podía discernir lo que tenía en la mente sir Patrick y pensar que le ocultaba deliberadamente su verdadera opinión, por miedo a que ella se quedara paralizada si reconocía sus auténticos temores? No. Sólo podía aceptar las apariencias que la rodeaban, disfrazadas de verdad. Sólo podía adoptar, de buena fe, el supuesto punto de vista de sir Patrick y creer, basándose en su propia observación, que sir Patrick estaba en lo cierto. Hacia el anochecer, Anne empezó a sentir el agotamiento natural después de una noche sin dormir. Tocó la campanilla para pedir un té. A su llamada respondió Hester Dethridge. En lugar de hacer su señal habitual, reflexionó un momento y luego escribió en su pizarra: «Ahora que la chica no está, tengo que hacer yo todo el trabajo. Si baja a tomarse el té en el salón, me ahorrará otro viaje hasta aquí arriba.» Anne accedió de inmediato a su petición. —¿Está enferma? —preguntó, percibiendo algo extraño en la actitud de Hester, a pesar de la escasa luz. Hester negó con la cabeza sin levantar la vista. —¿Se ha enfadado por algo? Hester repitió la negación. —¿La he ofendido yo? De pronto, Hester dio un paso adelante, miró a Anne, se contuvo con un gemido sordo, como de dolor, y salió de la habitación a toda prisa. Anne dedujo que, sin darse cuenta, había ofendido a Hester Dethridge por algo que había dicho o hecho, y resolvió volver a hablarle de ello en cuanto tuviera una oportunidad favorable. Mientras tanto, se dirigió a la planta baja. Al pasar por el comedor, que tenía la puerta abierta de par en par, vio a Geoffrey sentado, escribiendo una carta, con la fatídica botella de brandy al lado. Después de lo que le había dicho el señor Speedwell, era su deber intervenir, y Anne cumplió con su deber sin la menor vacilación. —Perdona por interrumpirte —dijo—. Creo que has olvidado lo que te dijo el señor Speedwell sobre eso. Anne señaló la botella; Geoffrey la miró, volvió a su carta y movió la cabeza en un gesto de impaciencia. Ella intentó protestar por segunda vez y de nuevo no tuvo el menor efecto. Geoffrey se limitó a decir: «¡De acuerdo!», en un tono más bajo del que acostumbraba a emplear, y volvió a lo suyo. Era inútil exponerse a un tercer rechazo. Anne se fue al salón. La carta que escribía Geoffrey era la respuesta para la señora Glenarm, que le había escrito para comunicarle que abandonaba la ciudad. Se encontraba en las dos frases finales al interrumpirle Anne. Decían así: «Puede que pronto te sorprenda con novedades. No te muevas mañana de donde estás y aguarda mis noticias». Después de sellar el sobre, Geoffrey vació su copa de brandy con agua y esperó, mirando la puerta abierta. Cuando Hester Dethridge pasó por delante con la bandeja del té y entró en el salón, Geoffrey hizo la señal convenida. Tocó la campanilla. Hester salió del salón y cerró la puerta. —¿Está tomando el té? —preguntó él, quitándose las pesadas botas para ponerse las pantuflas que tenía preparadas allí mismo. Hester asintió. —Suba usted primero —susurró Geoffrey, señalando la escalera—. ¡Nada de tonterías! ¡Y no haga ruido! Hester subió las escaleras. Él la siguió despacio. Aunque sólo había bebido una copa de brandy con agua, su paso era ya inseguro. Con una mano en la pared y otra en la barandilla, consiguió llegar arriba, se detuvo y aguzó un momento el oído. Luego se reunió con Hester en su propio dormitorio y suavemente cerró la puerta. —¿Y bien?-dijo. Hester estaba inmóvil en medio de la habitación, no como una persona viva, sino como una máquina esperando a ser puesta en movimiento. Al ver que era inútil hablar con ella, Geoffrey la tocó (notando una extraña sensación de rechazo en su interior) y señaló el tabique de separación. El tacto de la mano de Geoffrey sacó a Hester de su ensimismamiento. Moviéndose con lentitud y el rostro inexpresivo, como si caminara sonámbula, se acercó a la pared empapelada, se arrodilló junto al rodapié, sacó dos pequeños clavos y levantó una larga tira de papel, que previamente había despegado del yeso. Encaramada a una silla, enrolló el papel hacia arriba y lo sujetó con los dos clavos. A la tenue luz del crepúsculo, Geoffrey examinó la pared. Ante sus ojos tenía un espacio hueco. A un metro del suelo, aproximadamente, los listones estaban serrados y se había arrancado el yeso a trozos para dejar una cavidad, de anchura y altura suficientes para permitir a un hombre que metiera las manos e hiciera uso de ellas libremente. La cavidad atravesaba todo el tabique. Sólo el papel del otro lado impedía que los ojos o las manos penetraran en la habitación contigua. Hester Dethridge se bajó de la silla y pidió luz por señas. Geoffrey sacó una cerilla de la caja. La misma inseguridad que antes se había apoderado de sus pies pareció adueñarse ahora de sus manos. Golpeó la cerilla contra el papel de lija con demasiada rudeza y la cerilla se rompió. Probó con otra y el golpe fue demasiado suave para encenderla. Hester le cogió la caja de cerillas de las manos, encendió una y, bajándola hacia el suelo, señaló el rodapié. Junto a la parte de la pared de la que había desprendido el papel, había dos pequeños ganchos clavados en el suelo. Alrededor de los ganchos se había dado un par de vueltas a sendos cordeles fuertes y resistentes. Los extremos sueltos de los cordeles, de cierta longitud, se habían ocultado entre los ganchos y el rodapié. Los otros extremos, muy tirantes, desaparecían por dos pequeños orificios perforados en el tabique a una altura de treinta centímetros del suelo. Después de desenrollar primero los cordeles de los ganchos, Hester se levantó y sostuvo la vela en alto para iluminar la cavidad del tabique. Allí se veían dos trozos más de cordel, posados sobre la superficie irregular que marcaba el límite inferior del espacio hueco. Al levantar estos cordeles, Hester levantó también el papel de la habitación contigua, previamente despegado; los cordeles de debajo, que antes sostenía la tira firmemente contra el liso tabique, se deslizaron por los orificios, permitiendo que el papel subiera sin trabas. A medida que subía, Geoffrey vio unas finas tiras de algodón en rama ligeramente pegadas a la parte posterior del papel, para impedir con la mayor eficacia que raspara contra la pared e hiciera ruido. La tira de papel siguió subiendo despacio hasta que se pudo meter por la cavidad del tabique y sujetarse arriba para que no molestara, igual que la primera tira de papel. Hester se apartó, dejando el sitio a Geoffrey para que mirara. ¡Allí estaba la habitación de Anne, visible a través del tabique! Geoffrey apartó con cuidado las ligeras cortinas que colgaban sobre la cama. ¡Allí estaba la almohada sobre la que reposaría la cabeza de Anne, al alcance de sus manos! Aquella mortífera destreza le heló la sangre. Flaqueó su coraje y retrocedió, asustado de su propio sentimiento de culpa. Miró a su alrededor. Sobre la mesilla de noche había una petaca con brandy. La agarró, la vació de un trago, y volvió a sentirse normal. Hizo una seña a Hester para que se acercara. —Antes de continuar —dijo—, hay una cosa que quiero saber. ¿Cómo se vuelve a poner todo en orden? ¿Y si examinan la habitación? Verán los cordeles. Hester abrió un armarito, sacó un tarro y le quitó el corcho. Dentro había una mezcla que parecía cola. Ayudándose en parte de signos y en parte de la pizarra, Hester le mostró cómo se podía aplicar la cola a la parte posterior de la tira suelta de papel de la habitación contigua, como podía pegarse el papel a la parte inferior de la pared, tirando de los cordeles, cómo podían quitarse éstos tranquilamente, una vez cumplido su propósito, y cómo podía seguirse el mismo proceso en la habitación de Geoffrey después de rellenar la cavidad con los materiales que esperaban en el cuarto de fregar, o incluso sin rellenarla, si no había tiempo suficiente para ello. En cualquier caso, el papel vuelto a pegar lo ocultaría todo y la pared no revelaría nada. Geoffrey quedó satisfecho. A continuación señaló las toallas que había en su habitación. —Coja una —dijo— y enséñeme cómo lo hizo, con sus propias manos. Al decir estas palabras, oyeron la voz de Anne desde abajo, llamando a la señora Dethridge. Era imposible adivinar lo que podía ocurrir después. Anne podía subir en cualquier momento a su habitación y descubrirlo todo. Geoffrey señaló el tabique. —Arréglelo —dijo—. ¡Ahora mismo! Pronto quedó arreglado. Tan sólo fue necesario dejar que las dos tiras de papel volvieran a su lugar, sujetar la tira de la habitación contigua tirando de los dos cordeles inferiores, y volver a colocar los clavos que sujetaban la tira de papel del lado de Geoffrey. En un minuto, la pared había recobrado su aspecto habitual. Geoffrey y Hester salieron de la habitación a hurtadillas y se asomaron a la planta baja desde la escalera. Después de llamar inútilmente por segunda vez, apareció Anne, entró en la cocina, regresó con la tetera en la mano y cerró la puerta del salón. Hester Dethridge aguardó impávida a recibir las siguientes instrucciones. No había más. La espantosa representación dramática del crimen de Hester que Geoffrey quería ver no era en modo alguno necesaria. Los medios estaban listos y la manera de hacer uso de ellos era obvia. No faltaba más que la oportunidad y la resolución para aprovecharla y llegaría el final. Geoffrey indicó a Hester que bajara. —Vuelva a la cocina —dijo— antes de que salga otra vez. Yo me quedaré en el jardín. Cuando ella suba a acostarse, asómese a la puerta de atrás y así lo sabré. Hester había puesto el pie en el primer escalón cuando se detuvo, dio media vuelta y miró lentamente a un lado y otro del pasillo hasta llegar al otro extremo. Se estremeció, movió la cabeza y siguió bajando las escaleras despacio. —¿Qué está mirando? —le susurró Geoffrey. Ella no respondió ni volvió la cabeza; siguió bajando y se metió en la cocina. Geoffrey esperó un minuto y luego bajó también. De camino al jardín, entró en el comedor. Había salido la luna y los postigos de la ventana no estaban cerrados. Fue fácil encontrar el brandy y la jarra de agua sobre la mesa. Mezcló ambas cosas y apuró el vaso de un trago. —Noto la cabeza un poco rara —susurró para sí, y se pasó el pañuelo por la cara—. ¡Qué calor tan infernal hace esta noche! —Se dirigió a la puerta. Estaba abierta y era claramente visible, pero... no acertaba a salir por ella. Dos veces intentó atravesar la pared, una a cada lado de la puerta. La tercera vez consiguió salir y llegar al jardín. Una extraña sensación se apoderó de él mientras caminaba dando vueltas y más vueltas. No había bebido lo bastante para emborracharse; ni siquiera había bebido demasiado. Su mente, aunque embotada, parecía la misma de siempre, pero su cuerpo se comportaba como el de un borracho. La noche siguió su curso; el reloj de la iglesia de Putney dio las diez. Anne volvió a salir del salón con una vela en la mano. —¡Apague las luces! —le dijo a Hester, asomándose a la cocina—. Me voy arriba. Anne entró en su dormitorio. Sobre ella pesaba más que nunca la insoportable sensación de cansancio tras una noche en vela. Cerró la puerta con llave, pero pasó por alto los pestillos. El miedo al peligro ya no rondaba por su cabeza, y existía una objeción definitiva: le sería más difícil abandonar el dormitorio en medio de la noche sin hacer ruido si no tenía que descorrer los pestillos. Se aflojó el vestido, se apartó el cabello de las sienes y empezó a pasear cansinamente de un lado a otro de la habitación mientras cavilaba. Geoffrey era muy irregular en sus hábitos; Hester raras veces se acostaba temprano. Tendrían que pasar dos horas por lo menos, tal vez incluso tres, antes de que pudiera comunicarse con sir Patrick por medio de la señal en la ventana. Las fuerzas la abandonaban rápidamente. Si insistía en negarse el reposo que tan urgentemente necesitaba, durante las tres horas siguientes, lo más probable era que, por puro cansancio, le faltara después valor para afrontar el riesgo y hacer el esfuerzo de escapar. El sueño la vencía ya y tendría que aceptarlo. No temía que se le pasara la hora de despertarse. Como la mayoría de personas con un organismo sensible, Anne podía confiar en despertarse a una hora determinada instintivamente, cuando era necesario. Colocó la vela encendida en un lugar seguro y se tumbó en la cama. En menos de cinco minutos dormía profundamente. El reloj de la iglesia dio las once menos cuarto. Hester Dethridge se asomó a la puerta del jardín de atrás. Geoffrey atravesó el jardín y se reunió con ella. La luz de la lámpara del pasillo le iluminó el rostro. Hester dio un respingo al verlo. —¿Qué pasa? —preguntó él. Ella negó con la cabeza y señaló la botella de brandy que se veía en la mesa del comedor por la puerta abierta. —Estoy tan sobrio como usted, estúpida —dijo—. Sea lo que sea, no es eso. Hester volvió a mirarlo. Era cierto; por inseguro que fuera su paso, no hablaba como un borracho ni tenía los ojos de haber bebido. —¿Se ha ido a su habitación a acostarse? —preguntó él. Hester asintió. Geoffrey subió las escaleras balanceándose de lado a lado. Se detuvo en lo alto e hizo señas a Hester para que se detuviera. Se metió en su habitación, llamó a Hester con una seña y cerró la puerta. Miró el tabique de separación sin acercarse a él. Hester esperaba a su espalda. —¿Está dormida? —preguntó él. Hester se acercó a escuchar en la pared y asintió. Geoffrey se sentó. —Noto rara la cabeza —dijo—. Tráigame agua. —Se bebió parte del agua y el resto se lo echó por encima de la cabeza. Hester se volvió hacia la puerta con intención de salir. Inmediatamente la detuvo Geoffrey—. No puedo desenrollar los cordeles. No puedo levantar el papel. Hágalo usted. Ella se negó con gesto firme y abrió la puerta, decidida a salir de la habitación. —¿Quiere recuperar su confesión? —preguntó él. Hester cerró la puerta, resignada e imperturbable, y se acercó al tabique. Levantó las tiras de papel de ambos lados del tabique, señaló la cavidad, y se retiró al otro extremo de la habitación. Geoffrey se levantó de la silla y caminó con dificultad hasta el pie de la cama. Esperó un momento sujeto a un poste de la cama. Mientras esperaba, percibió un cambio en las extrañas sensaciones que se adueñaban de él. Sintió como un hálito de aire frío que pasaba por el lado derecho de su cabeza. Volvió a sentirse normal: podía calcular las distancias, podía meter las manos en la cavidad y apartar las cortinas ligeras que colgaban de un gancho del techo sobre la cabecera de la cama de Anne. Podía mirar a su esposa dormida. Anne era visible en la penumbra, a la luz de la vela colocada en el otro extremo de la habitación. De su rostro había desaparecido todo cansancio. Todo lo que tenía de más puro y dulce en el pasado pareció renovarse con el profundo sueño que la tenía suavemente entre sus brazos. Volvía a ser joven a aquella tenue luz; volvía a ser bella en su tranquilo reposo. Tenía la cabeza echada sobre la almohada. El rostro vuelto hacia arriba la dejaba completamente a merced del hombre que la veía dormir, el hombre que la miraba con la implacable resolución de quitarle la vida. Después de esperar un rato, se apartó. —Parece más una niña que una mujer esta noche —musitó para sí. Miró a Hester Dethridge, que seguía al otro lado de la habitación. La vela encendida que había llevado consigo al subir ardía cerca de donde estaba ella de pie—. Apáguela —le susurró Geoffrey. Hester no se movió. Geoffrey repitió la orden, pero ella siguió allí, sorda y muda. ¿Qué estaba haciendo? Miraba fijamente una de las esquinas de la habitación. Geoffrey volvió de nuevo la cabeza hacia la cavidad del tabique Contempló el pacífico rostro sobre la almohada una vez más. Lentamente revivió su sentido vengativo de la deuda que Anne tenía con él. —De no haber sido por ti —susurró—, habría ganado la carrera; de no haber sido por ti, habría hecho las paces con mi padre; de no ser por ti, podría casarme con la señora Glenarm. Volvió la vista hacia la habitación cuando aquel afán vengador estaba en su apogeo. Miró una y otra vez a derecha e izquierda. Cogió una toalla, reflexionó unos instantes y la dejó. Se le había ocurrido una idea. En dos zancadas se acercó a su cama, cogió una de las almohadas y miró de pronto a Hester. —Esta vez no es un bruto borracho —le dijo—. Es una mujer que luchará por su vida. La almohada será más eficaz. —Ella no respondió nada, ni lo miró. Una vez más, Geoffrey se acercó a la cavidad del tabique... y se detuvo a mitad de camino entre la cama y la pared. Se detuvo y miró hacia atrás por encima del hombro. Hester Dethridge se movía al fin. Sin que hubiera una tercera persona en la habitación, Hester miraba y se movía como si siguiera a una tercera persona a lo largo de la pared desde el rincón. Tenía la boca entreabierta por el horror y sus ojos, cada vez más desorbitados, miraban la pared desnuda con expresión rígida, lanzando destellos. Paso a paso se acercó a Geoffrey, siguiendo siempre la visión de la Cosa, que también se acercaba más y más. Geoffrey se preguntó qué significaba aquello. ¿Era el terror del acto que estaba a punto de cometer más de lo que el cerebro de aquella mujer podía soportar? ¿Se pondría a chillar de repente y despertaría a su mujer? Geoffrey corrió hacia la cavidad del tabique para aprovechar la oportunidad mientras pudiera. Agarró con fuerza la almohada. Se agachó para pasarla por la abertura. La depositó sobre el rostro dormido de Anne. En aquel mismo momento, notó la mano de Hester Dethridge que caía sobre él por detrás. Aquel contacto lo dejó helado de los pies a la cabeza. Retrocedió sobresaltado y la miró de frente. Los ojos de Hester estaban fijos sobre su hombro, mirando algo que había detrás de él, igual que en el jardín de Windygates. Antes de que pudiera hablar, notó el destello de los ojos de Hester en los suyos. Por tercera vez, Hester había visto la Aparición detrás de él y se había adueñado de ella el impulso homicida. Se abalanzó sobre el cuello de Geoffrey como una bestia salvaje. ¡La débil vieja atacaba al atleta! Geoffrey soltó la almohada y alzó su temible brazo derecho para apartarla como si fuera un insecto. Al levantar el brazo, su rostro se distorsionó horriblemente. Fue como si una mano invisible tirara de todo el lado derecho de su rostro hacia abajo, arrastrando consigo la ceja, el párpado y la boca. El brazo cayó inerte; todo el lado derecho de su cuerpo cedió. Se desplomó en el suelo como un hombre al que hubieran pegado un tiro. Hester Dethridge saltó sobre el cuerpo postrado, se arrodilló sobre su fornido pecho y rodeó su garganta con los dedos. El ruido de la caída despertó a Anne al instante. Se incorporó, miró a su alrededor y vio el boquete en la pared junto a la cabecera de su cama y la vela que ardía en la habitación contigua. Dominada por el pánico, dudando por un momento de estar en su sano juicio, retrocedió, aguardando, escuchando, observando. No vio más que la luz vacilante de la otra habitación, no oyó más que una respiración ronca y entrecortada, como de una persona que estuviera boqueando. El sonido cesó. Se produjo un silencio. Entonces la cabeza de Hester Dethridge apareció lentamente a la vista a través del boquete de la pared con el brillo de la locura en sus ojos, y la miró. Anne corrió hacia la ventana abierta y pidió socorro a voz en cuello. La voz de sir Patrick le respondió desde la carretera que había frente a la casa. —¡Espérenme, por amor de Dios! —gritó Anne. Luego salió corriendo de la habitación y corrió escaleras abajo. Instantes después abría la puerta y salía al jardín de delante. Mientras corría hacia la puerta del muro, oyó la voz de un desconocido al otro lado. Sir Patrick le dio ánimos. —El policía está con nosotros —dijo—. Vigila el jardín cuando pasa por aquí al hacer su ronda y tiene una llave. —Mientras hablaba, la puerta se abrió desde fuera. Anne vio a sir Patrick, a Arnold y al policía. Se dirigió hacia ellos tambaleándose y apenas pudo decir: «¡Arriba!», antes de perder el sentido. Sir Patrick evitó que cayera al suelo. La depositó sobre el banco del jardín y esperó a su lado, mientras Arnold y el policía corrían hacia la casa. —¿Adonde primero? —preguntó Arnold. —A la habitación desde donde ha gritado la señora —dijo el policía. Subieron las escaleras y entraron en la habitación de Anne. Al instante ambos observaron el boquete de la pared y se acercaron a él. El cadáver de Geoffrey Delamayn yacía en el suelo. Hester Dethridge estaba arrodillada junto a la cabeza, rezando. Epílogo Una visita matutina I Los periódicos han anunciado el regreso de lord y lady Holchester a su residencia de Londres, tras pasar en el Continente más de seis meses. La temporada está en pleno apogeo. Durante todo el día, en horas canónicas27, la puerta de Holchester House se abre una y otra vez para recibir visitas. La gran mayoría deja su tarjeta y se vuelve a marchar. Sólo ciertos individuos privilegiados se apean del carruaje y entran en la casa. Entre estos últimos se encuentra una persona distinguida que llega más temprano de lo acostumbrado, decidida a ver al señor o a la señora de la casa y a no aceptar un no por respuesta. Mientras esta persona parlamenta con el mayordomo, lord Holchester atraviesa casualmente el vestíbulo por el fondo para pasar de una habitación a otra. La persona se abalanza sobre él en el acto al grito de «¡mi querido lord Holchester!». Julius se da la vuelta y ve... ¡a lady Lundie! Está atrapado, de modo que se somete con la mayor elegancia. Cuando abre la puerta del salón más cercano para que entre su señoría, Julius consulta su reloj furtivamente y piensa para sus adentros: «¿Cómo voy a deshacerme de ella antes de que lleguen los demás?». Lady Lundie se acomoda en un sofá en medio de un remolino de sedas y encajes, y adquiere, dentro de su majestuosidad, una apariencia «totalmente encantadora». Se interesa entonces del modo más afectuoso por lady Holchester y la viuda lady Holchester, y por el propio Julius. ¿Dónde han estado? ¿Qué han visto? ¿Los han ayudado el tiempo y el cambio de aires a recobrarse de la conmoción de aquel espantoso suceso al que lady Lundie no osa aludir con mayor detalle? Julius responde con resignación, un poco distraído. A su vez, pregunta cortésmente por los planes de su señoría, pero nervioso, consciente del paso inexorable del tiempo y de ciertas probabilidades que pueden confirmarse finalmente. Lady Lundie tiene muy poco que decir sobre sí misma. Sólo pasará unas semanas en la ciudad. Lleva una vida retirada. —Mis modestos deberes en Windygates, lord Holchester, de los que me libera de vez en cuando la compañía de unos pocos amigos serios, cuyas opiniones armonizan con las mías. Así paso mi existencia, no del todo inútil, espero. No tengo noticias. No veo a nadie, salvo ayer, por cierto, en que hice una triste visita. —Lady Lundie se interrumpe aquí. Julius observa que está esperando y formula las preguntas pertinentes. Lady Lundie vacila, anuncia que sus noticias tienen relación con aquel doloroso suceso del pasado que ya ha mencionado, confiesa que no podía marcharse de Londres sin cumplir con lo que ella considera su deber, y que ha visitado el manicomio en el que han encerrado a Hester Dethridge de por vida. Anuncia también que no sólo se ha interesado por ella, sino que ha visto a la desdichada mujer en persona y ha hablado con ella, que la mujer no es consciente de su horrible situación, que no recuerda absolutamente nada y está resignada a la vida que lleva y con toda probabilidad (en opinión del supervisor médico) llevará aún durante años. Tras haber expuesto estos hechos, su señoría está a punto de hacer algunos de esos «comentarios apropiados para la ocasión» por los que tanto destaca. En ese momento se abre la puerta y entra en la habitación lady Holchester, buscando a su marido perdido. II Se produce un nuevo arrebato de afectuoso interés por parte de lady Lundie, que lady Holchester recibe cortésmente, pero sin cordialidad. La esposa de Julius parece nerviosa y pendiente de la hora, igual que él. Y también como Julius, se pregunta cuánto tiempo piensa quedarse lady Lundie. Lady Lundie no da muestras de abandonar el sofá. Es evidente que ha venido a Holchester House para decir algo y que aún no lo ha dicho. ¿Lo dirá? Sí. Después de un rodeo, se dirige a su objetivo. Quisiera hacer otra pregunta de carácter personal. Volviendo, si se le permite, al tema de los viajes de lord y lady Holchester. Ellos, que han estado en Roma, ¿pueden confirmar la escandalosa noticia que ha llegado a sus oídos sobre la «apostasía» de la señora Glenarm? Lady Holchester puede confirmarla de primera mano. La señora Glenarm ha renunciado al mundo y se ha refugiado en el seno de la Santa Iglesia Católica. Lady Holchester la ha visitado en un convento de Roma Está ahora haciendo el noviciado y ha decidido hacerse monja. Como buena protestante, lady Lundie alza las manos con horror, afirma que le resulta demasiado doloroso seguir hablando de ello y, como queriendo cambiar de tema, apunta por fin a su objetivo. Mientras estaba en el Continente, ¿ha tropezado lady Holchester por casualidad con la señora de Arnold Brinkworth, o ha sabido algo de ella? —Como usted sabe, he roto toda relación con mis parientes —explica lady Lundie—. La actitud que adoptaron cuando se produjo la crisis en nuestra familia, la simpatía que mostraron por una Persona a la que ni siquiera puede nombrar, acabó por distanciarnos. Es cierto que me apena, lady Holchester, pero yo no soy rencorosa. Y siempre sentiré un interés maternal por el bienestar de Blanche. Me han contado que su marido y ella viajaban por el Continente por las mismas fechas que lord Holchester y usted. ¿Se encontraron con ellos acaso? Julius y su mujer intercambiaron miradas. Lord Holchester no suelta prenda. Lady Holchester contesta. —Vimos a los señores Brinkworth en Florencia y en Nápoles, lady Lundie. Regresaron hace una semana, ante la expectativa de cierto acontecimiento feliz que posiblemente aumentará los miembros de la familia. Ahora están en Londres. De hecho, puedo decirle que vendrán hoy a comer con nosotros. Después de haber hecho esta sencilla declaración, lady Holchester mira a lady Lundie. (¡Si con eso no consigue que se vaya ahora mismo, no hay nada que hacer!) ¡Totalmente inútil! Lady Lundie se mantiene firme. Después de seis meses sin saber absolutamente nada sobre sus parientes, la consume la curiosidad por saber más cosas. Hay un nombre que aún no ha mencionado. Haciendo un pequeño esfuerzo para guardar la compostura, lo menciona ahora. —¿Y sir Patrick? —pregunta su señoría, cayendo en una suave melancolía que sugiere agravios pasados que ha perdonado, como mujer cristiana—. Sólo sé lo que cuentan por ahí. ¿Se encontraron con él también en Florencia y en Nápoles? Julius y su mujer vuelven a mirarse el uno al otro. El reloj del vestíbulo da la hora. Julius se estremece. Lady Holchester empieza a impacientarse. Se produce una embarazosa pausa. Alguien ha de decir alguna cosa. Es lady Holchester quien contesta, igual que antes. —Sir Patrick se fue al extranjero con su sobrina y el marido de ésta, lady Lundie, y ha regresado con ellos. —¿Goza de buena salud? —pregunta su señoría. —Está más joven que nunca —responde lady Holchester. Lady Lundie se permite una sonrisa sarcástica. Lady Holchester se da cuenta y decide que esta mujer no merece compasión alguna, de modo que (para horror de su marido) anuncia que tiene una noticia de sir Patrick que seguramente tomará por sorpresa a su cuñada. Lady Lundie aguarda con impaciencia. —No es un secreto —añade lady Holchester—, pero por el momento sólo lo saben unos cuantos amigos íntimos. Sir Patrick ha hecho un importante cambio en su vida. La encantadora sonrisa de lady Lundie se desvanece de pronto. —Sir Patrick no es sólo un hombre muy inteligente y muy agradable —prosigue lady Holchester, no sin malicia—, también parece mucho más joven por sus hábitos y su manera de ser, y posee todavía muchas de las cualidades que suelen atraer a las mujeres. Lady Lundie se pone en pie. —¿No querrá decir, lady Holchester, que sir Patrick se ha casado? —Sí. Su señoría se deja caer de nuevo en el sofá. El doble golpe que ha caído sobre ella la ha dejado del todo desvalida. No sólo la han desplazado de su situación como mujer principal de la familia, sino que, estando aún en los cuarenta y pocos, ¡la han jubilado socialmente, convirtiéndola en la Viuda lady Lundie para el resto de su vida! —¡A su edad! —exclama, en cuanto recupera el habla. —Permítame recordarle —replica lady Holchester— que muchos hombres se casan a la edad de sir Patrick. En su caso, es justo reconocer que sus motivos lo elevan por encima del ridículo o el reproche. Su matrimonio es una buena acción en el sentido más elevado de la palabra. Le honra a él, así como a la dama que comparte su posición y su apellido. —¡Una jovencita, claro está! —comenta lady Lundie. —No. Una mujer que ha sufrido lo indecible y que ha sobrellevado su desgracia con nobleza. Una mujer que merece la vida más tranquila y feliz que disfrutará a partir de ahora. —¿Puedo preguntar quién es? Antes de que pueda responderse a la pregunta, unos golpes en la puerta principal anuncian la llegada de visitas. Por tercera vez, Julius y su mujer se miran el uno al otro. En esta ocasión, es Julius quien interviene. —Mi esposa le ha dicho ya, lady Lundie, que esperamos a los señores Brinkworth a comer. Sir Patrick y la nueva lady Lundie los acompañan. Si me equivoco al suponer que no sería agradable para usted encontrarlos aquí, le pido mil perdones. Si estoy en lo cierto, dejaré que lady Holchester reciba a nuestros amigos y tendré el honor de acompañarla a usted personalmente a otra habitación. Julius se dirige a una puerta interior y ofrece su brazo a lady Lundie. Su señoría permanece inmóvil, resuelta a ver a la mujer que la ha suplantado. Instantes después, se abre la puerta del vestíbulo y el criado anuncia: —Sir Patrick y lady Lundie. El señor Arnold Brinkworth y la señora Brinkworth. Lady Lundie mira a la mujer que ha ocupado su lugar al frente de la familia y ve a... ¡ANNE SILVESTER! Apéndices Nota A No deseo cargar las páginas finales de este libro con referencias innecesarias a noticias periodísticas, que son accesibles para todos. Pero los desórdenes que se produjeron en la Conmemoración de Oxford de 1869 y los daños causados en la Biblioteca de la Christ Church, en esa misma universidad, en mayo de 1870, son una muestra tan significativa de la relación causa-efecto, que podemos incluir aquí un resumen de ambos sucesos como un episodio más de la historia social de la Inglaterra de nuestro tiempo. En consideración a mis lectores extranjeros, tal vez sea necesario explicar que la «Conmemoración de Oxford» es una asamblea anual de los profesores de la universidad, los alumnos y los visitantes, y que el objeto de la reunión es otorgar diplomas de honor y escuchar a los ganadores de poesía y prosa recitando sus obras. Recordemos, además, a este respecto, tanto los lectores ingleses como los extranjeros, que desde hace años se han venido produciendo alborotos en los bancos de los alumnos, y que dichos alborotos se han permitido. La destrucción, hace unos meses, de obras de arte de la Biblioteca de Christ Church adquiere, pues, su verdadera dimensión como resultado inevitable de un sistema de desgobierno en la universidad que felizmente no tiene igual en el mundo civilizado. Modales y costumbres de los jóvenes caballeros ingleses [PRIMER EJEMPLO] Resumen de los sucesos acaecidos en la Conmemoración de Oxford de 1869. The Times, jueves, 10 de junio de 1869. La tormenta se inició con unos cuantos gruñidos preliminares contra los «sombreros» que seguían llevando puestos algunos visitantes que acababan de entrar, pero los murmullos pronto fueron sustituidos por un furibundo ataque contra un pobre licenciado que, irreflexivamente, se había adornado el cuello con una corbata algo llamativa. Se oyeron gritos de «corbata verde», que se repitieron durante más de tres cuartos de hora. Se pidió a la persona en cuestión que se marchara; se invitó a los que estaban cerca de él a que lo echaran; se le rogó que se cambiara la corbata o se la quitara. Durante casi una hora todo esfuerzo pareció inútil, pero al final triunfó la impertinencia. El infractor abandonó la sala en medio de una salva de aplausos y los jóvenes estudiantes pudieron centrar su atención en otros asuntos. [...] El vicerrector abrió la celebración en medio de una relativa calma, pero la Crewian Oration recitada por el Orador Público fue la señal que propició un nuevo alboroto. Al orador lo acribillaron a preguntas y comentarios, más ingeniosos que halagadores, y su discurso apenas lo oyó nadie más que él. Cuando por fin se sentó, el vicerrector se puso en pie y, después de imponer silencio con grandes dificultades, anunció que si volvían a producirse interrupciones se daría por concluida la ceremonia. Empezó entonces la enumeración de los premios (dado que no había ninguno título honoris causa), pero apenas se pudieron oír, salvo el Newdigate, al que se prestó una aceptable atención y fue menos interrumpido de lo habitual. La serie de recitados acercaba la ceremonia a su término cuando tuvo la desgracia de atraer la atención un «sombrero blanco» que sostenía en la mano un caballero. Los estudiantes universitarios (es decir, los estudiantes de Oxford) padecen una enfermedad que, a falta de un nombre mejor, podríamos denominar Pileo-albo-fobia. Al ver un sombrero de ese detestable color, echan espuma por la boca, empiezan a chillar y dejan de ser dueños de sus actos. El vicerrector había hecho una advertencia solemne; se entendía que la advertencia implicaba, cuando menos, una probabilidad de que se aboliera la Conmemoración en el futuro, consecuencia terrible ésta, que uno habría creído que impresionaría a los presentes. Pero todo fue en vano. Con el odiado «sombrero blanco» ante los ojos, la furiosa turba de estudiantes no podía hacer otra cosa que lanzar invectivas y abucheos, y el vicerrector, incapaz de imponer el orden, se levantó de su asiento y, acompañado por los doctores, abandonó el edificio. [SEGUNDO EJEMPLO] Diversiones de los estudiantes en sus horas libres. Materiales para una hoguera universitaria tomados de una biblioteca de la universidad. Comentarios sobre las acciones de Christ Church, Oxford. The Times, 18 de mayo de 1870. Miembros de la gran fundación de Christ Church, jóvenes pertenecientes a las clases más altas de Inglaterra, nacidos en la civilización más refinada y con la educación más costosa que puede proporcionar el país, han cometido el acto de vandalismo más brutal y absurdo que ha deshonrado nuestra época. Los hechos se produjeron en la noche del martes de la semana pasada, cuando ciertos estudiantes entraron en la Biblioteca de Christ Church y se llevaron varios bustos, así como una valiosa estatua de mármol de Venus. En el curso de la noche se hizo una pira con leña y esteras, coronada por las esculturas, se prendió fuego al conjunto y las obras de arte quedaron completamente destruidas. Por el momento no se ha producido ninguna declaración oficial sobre este atentado y sus autores, pero desde luego los hechos son conocidos en los círculos estudiantiles. Según se cree, el atentado lo llevaron a cabo dos grupos distintos de hombres. Uno, que sacó las estatuas de la biblioteca y las repartió por Peckwater (uno de los patios interiores principales) por hacer una broma. El otro grupo las encontró en Peckwater, las cogió, hizo la hoguera y las destruyó. [...] La conclusión más obvia es que debe de existir una falta de disciplina grave, cuando esos bichos raros de los estudiantes consiguen culminar un acto delictivo. Si nadie se vuelve malo de pronto, debemos deducir que la sociedad no puede producir semejante grupo de alborotadores, a menos que se les hayan tolerado acciones por el estilo, aunque menos graves, a lo largo de los años. Si es así, creemos que es deber de las autoridades hacer saber a los estudiantes que excesos de esa índole serán castigados con mayor severidad en el futuro. Estas cosas constituyen simplemente una tradición estúpida que se transmite de año en año. Los estudiantes no pueden tener, y estamos seguros de que no tienen, el deseo de involucrarse en estas llamadas «payasadas», pero siguen la moda. Era peor en el ejército, no hace muchos años. Un recién llegado impopular, por ejemplo, era sometido a tal acoso, tanto a su persona como a sus propiedades, que resultaba increíble. La indignación pública que suscitó un caso en particular obligó a la Guardia Real Montada a tomar medidas y a poner fin a destrozos de muebles y demás. La misma firmeza produciría el mismo efecto en la universidad. Es necesario añadir que las personas implicadas en aquel atropello recibieron el máximo castigo que las autoridades universitarias podían imponer. Queda por ver lo que harán esas autoridades, después de este aviso, para mejorar la disciplina de la universidad en general, y extender «las virtudes de la civilización» a sus propios estudiantes. Nota B Autoridad consultada sobre el estado de las leyes matrimoniales en Irlanda y Escocia Existen ciertos lectores que tienen tendencia a dudar de los hechos cuando se los encuentran en una obra de ficción. Las personas con esta mentalidad pueden acudir al libro que me sugirió la idea de escribir esta novela. El libro es The Report of The Royal Commissioners on the Laws of Marriage (El informe de la comisión real sobre las leyes matrimoniales), publicado por los Queen's Printers para la Stationery Office de su majestad (Londres, 1868). Lo que sir Patrick dice profesionalmente de los matrimonios escoceses está tomado de tal alta autoridad. Lo que el abogado dice profesionalmente en el Prólogo sobre los matrimonios irlandeses también procede de la misma fuente. Para convencer a mis lectores de que pueden confiar en mí, añadiré un extracto de mi lista de referencias del informe de la comisión, que cualquiera puede verificar si lo desea. Matrimonios irlandeses (en el Prólogo). Véase informe, páginas XII, XIII y XXIV. Matrimonios irregulares en Escocia. Informe sobre la ley de lord Deas. Informe, página XVI. — Matrimonios de niños de tierna edad. Interrogatorio del señor Muirhead por parte de lord Chemsford (pregunta 689). — Mutuo consentimiento, establecido por deducción. Interrogatorio del señor Muirhead por parte del lord Justice Clerk, o segundo magistrado de la Corte Suprema (pregunta 654). — Matrimonio sin haber expresado mutuo consentimiento. Observaciones de lord Deas. Informe, página XIX. —Discrepancia de opiniones entre autoridades. Informe, páginas XIX y XX. —Disposiciones legales sobre la venta de caballos y perros. Sin disposiciones sobre el matrimonio de hombres y mujeres. Comentarios del señor Seeton. Informe, página XXX. Conclusión de la comisión. A pesar de los argumentos presentados a favor de que no intervinieran en los matrimonios irregulares en Escocia, los miembros de la comisión manifiestan su opinión de que «tales matrimonios no deberían continuar». (Informe, página XXXIV.) Con respecto a los argumentos (arriba mencionados, a favor de permitir que el vergonzoso estado de cosas siga tal como está, opino que se basan principalmente en los motivos siguientes. Que a Escocia no le gusta que Inglaterra interfiera en sus asuntos (!). Que los matrimonios irregulares no cuestan nada (!!). Que están disminuyendo en número y, por lo tanto, puede confiarse en que desaparecerán por sí solos con el tiempo (!!!). Que en ciertas ocasiones sirven como trampa moral para cazar a un libertino (!!!!). Tal es el elevado punto de vista que tienen algunos de los hombres más devotos y cultos de Escocia respecto a la institución del matrimonio. Al parecer, lo único que falta para completar esta valoración norteña sobre el «Estado del Matrimonio» es la promulgación de una ley que regule la venta de la mujer, cuando uno ya ha terminado con ella, o del marido, cuando «realmente una no pueda aguantarlo más». Para ser justos, debo añadir que, de los testigos que declararon ante la comisión, oralmente y por escrito, más de la mitad tenían una opinión cristiana y civilizada de los matrimonios irregulares en Escocia y coincidían enteramente con la conclusión antes citada de que tales matrimonios debían abolirse. FIN