El filtro Le Philtre, imité de l’italien de Silvia Malaperta Imitado del italiano de Silvia Malaperta Stendhal Una noche oscura y lluviosa del verano de 182..., salía del café, en el que acababa de perder todo su dinero, un joven teniente del 96° regimiento, de guarnición en Burdeos. El joven renegaba de su estupidez, pues era pobre. Al pasar por una de las calles más desiertas y silenciosas del` barrio de Lormond, oyó de pronto unos gritos, y por una puerta que se abrió con estrépito salió violentamente proyectada una persona, que vino a caer a sus pies. La oscuridad era can profunda, que sólo por el ruido se podía apreciar lo que ocurría. Los perseguidores, quienesquiera que fuesen, debieron de oír los pasos del joven oficial y se pararon en la puerta. El transeúnte escuchó un momento. Los hombres hablaban bajo y no se acercaban. Por mucho que le desagradara la escena, Liéven se creyó en el deber de levantar a la persona que estaba en el suelo. Observó que estaba en camisa; a pesar de la profunda oscuridad de la noche, a las dos de la mañana que debían de ser, Liéven creyó percibir una larga cabellera suelta; luego, se trataba de una mujer. Este descubrimiento no le hizo ninguna gracia. La mujer parecía incapaz de andar sin ayuda. Para no abandonarla, Liéven tuvo que pensar en los deberes prescritos por la humanidad. Se veía ya en el desagradable trance de tener que presentarse al día siguiente ante el comisario de policía y afrontar las burlas, de sus compañeros y las gacetillas satíricas de los periódicos locales. «La dejaré apoyada en la puerta de una casa —se dijo—, llamaré y me iré corriendo.» Iba a hacerlo así, cuando oyó a la mujer quejarse en español. Liéven no sabía ni una palabra de español. Quizá por esto, las dos muy corrientes que pronunció Leonor le despertaron unas ideas muy novelescas. Ya no vio un comisario de policía y una muchacha de la vida maltratada por usos borrachos; su imaginación se extravió en ideas de amor y de aventuras extraordinarias. Liéven, después de levantar a la muchacha, le dirigía palabras de consuelo. ¡Mira que si fuera fea! », se dijo. Ante esta duda, entró en juego la razón y le hizo olvidar las ideas romancescas. Quiso hacer que se sentara en el umbral de una puerta y ella, se negó. —Vayamos más lejos —le dijo en un cono muy extraño. —¿Tiene miedo de su marido? —le preguntó Liéven. —Por desgracia mía, dejé a ese marido, el hombre más respetable del mundo, y que me adoraba, por un amante que me atroja de su lado bárbaramente. Esta frase hizo que Liéven olvidase al comisario de policía y las desagradables consecuencias de una aventura nocturna. —Me han robado, caballero —dijo Leonor al cabo de unos momentos—; pero ahora me doy cuenta de que me queda una pequeña sortija de brillantes. Quizás algún hostelero quiera recibirme. Pero, caballero, voy a ser el escándalo de la casa, pues he de confesarle que no llevo más ropa que una camisa. Si hubiera tiempo, caballero, le suplicaría de rodillas, en nombre de la humanidad, que me llevara a una habitación cualquiera y comprara para mí, a una mujer del pueblo, un mal vestido. Después —añadió, animada por el joven militar— podrá usted llevarme hasta la puerta de una humilde posada y, una vez allí, dejaré de pedir auxilio a un hombre generoso y le rogaré que abandone a una desventurada. Todo esto, dicho en mal francés, gustó bastante a Liéven. —Señora —contestó—, voy a hacer lo que me ordena. Pero lo principal, para usted y para mí, es que no nos detengan. Me llamo Liéven, teniente del 96° regimiento. Si topamos con una patrulla qué no sea de este regimiento, nos llevarán al cuerpo de guardia, donde habrá que pasar la noche, y mañana usted y yo, señora, seremos la comidilla de Burdeos. Liéven, que llevaba del brazo a Leonor, notó que se estremecía. «Este miedo al escándalo es buena señal », pensó. —Dígnese ponerse mi levita —dijo a la señora—; la voy a llevar a mi domicilio. —¡Oh cielos, caballero!... —No encenderé luz, se lo juro por mi honor. La dejaré dueña absoluta en mi cuarto y .no apareceré hasta mañana por la mañana. No hay más remedio, pues a las seis llega mi sargento, que es hombre de los que llaman hasta que les abren. Está usted tratando con un hombre de honor... ¡Pero qué bonita es!, se decía Liéven. Abrió la puerta de su casa. La desconocida estuvo a punto de caer al pie de la escalera, porque no encontraba el primer peldaño. Liéven le hablaba muy bajo y ella le contestaba de la misma manera. —¡Qué atrevimiento, traer mujeres a mi casa! exclamó en tono agrio una tabernera bastante guapa, abriendo la puerta y con una pequeña lámpara en la mano. Liéven se volvió vivamente hacia la desconocida, vio un rostro admirable y sopló la lámpara de la hostelera. —¡Silencio, madame Saucéde, o mañana por la mañana me voy de aquí! Diez francos pata usted si no dice nada a nadie. Esta señora es la esposa del coronel, y yo vuelvo a salir en seguida. Liéven había llegado al tercer piso, a la puerta de su cuarto. Temblaba. —Entre, señora —dijo a la mujer, que estaba en camisa—. Junto al reloj de mesa hay un encendedor fosfórico. Encienda la vela y la lumbre, y cierre la puerca por dentro. Yo la respeto como a una hermana y no volveré hasta que sea de día. Le traeré un vestido. —«¡Jesús María!» (sic) —exclamó la bella española. Al día siguiente, cuando Liéven llamó a su puerta, estaba locamente enamorado. Por no despertar demasiado temprano a la desconocida, había tenido la paciencia de esperar en la puerta a su sargento y de ir con él a firmar sus papeles en un café. Había alquilado una habitación en la vecindad y traía para la desconocida ropa y hasta una careta. —Así, señora, no la veré, si usted lo exige —le dijo a través de la puerta. A la joven española le gustó la idea de la careta y la distrajo de su profundo dolor. —Es usted tan generoso —le dijo, sin abrir—, que me tomo la libertad de rogarle que deje a la puerta el paquete de ropa que ha comprado para mí. Cuando le oiga bajar lo cogeré. —¡Adiós, señora! —dijo Liéven; y se marchó. Leonor quedó tan encantada de tan pronta obediencia, que le dijo, en un tono casi de tierno afecto. —Si puede, caballero, vuelva dentro de media hora. Cuando Liéven volvió, la encontró con la careta puesta Pero vio unos brazos bellísimos, un cuello bellísimo, unas manos bellísimas. Estaba embelesado. Era un joven bien nacido que tenía que hacer un gran esfuerzo para atreverse con las mujeres que le gustabas Su tono fue tan respetuoso, hizo con tanta gracia los honores de su cuarto, pequeño y pobre, que cuando se volvió, después de disponer un biombo, se quedó petrificado de admiración al ver a la mujer más bella que había conocido en su vida; la extranjera se había quitado la careta. Tenía unos ojos negros que parecía que hablaban. Quizás en circunstancias corrientes de la vida resultaran duros a fuerza de energía. La desesperación les daba un poco de simpatía, y se puede decir que a la belleza de Leonor no le faltaba nada. Liéven pensó que debía de tener entre diecisiete a veinte años. Hubo un silencio. Leonor, a pesar de su desesperación, no pudo menos de observar con cierta satisfacción el embeleso del joven militar, que le parecía ser de muy buena casa. —Es usted mi bienhechor —le dijo por fin— y, a pesar de su edad y de la mía, espero que seguirá comportándose bien. Liéven contestó como puede hacerlo un hombre muy enamorado; pero supo dominarse lo suficiente para renunciar a la dicha de decirle que la amaba. Por otra parte, había en los ojos de Leonor algo tan imponente y tenía un aire tan distinguido, a pesar de las pobres vestiduras que acababa de ponerse, que le costó menos ser prudente. «Más vale ser tonto del todo», se dijo a sí mismo. Y se entregó a su timidez y al placer celestial de mirar a Leonor sin decirle nada. No podía hacer cosa mejor. Este comportamiento tranquilizó poco a poco a la bella española. Allí, uno frente a otro, mirándose en silencio, estaban muy graciosos. —Necesitaría un sombrero completamente de mujer del pueblo y que tape la cara —le dijo—; pues, desgraciadamente —añadió casi riendo—, no puedo ir por la calle con su careta. Liéven consiguió un sombrero; luego llevó a Leonor a la habitación que había alquilado para ella. Leonor le dijo, más preocupada, pero casi contenta: —Todo esto puede acabar para mí en el patíbulo. —Por servirla —le dijo, muy impetuoso, Liéven—, me arrojaría al fuego. He alquilado para usted esta habitación a nombre de madame Liéven, mi mujer. —¿Su mujer? —replicó Leonor, casi contrariada. —Había que dar ese nombre o exhibir un pasaporte que nosotros no tenemos. Este «nosotros» le hizo feliz. Había vendido la sortija, o al menos había entregado a la desconocida cien francos, que era su valor. Sirvieron la comida; la desconocida invitó a Liéven a sentarse. Terminado el almuerzo, le dijo. —Ha sido usted para mí un hombre generosísimo. Si quiere, déjeme. Este corazón le quedará eternamente agradecido. —La obedezco —repuso Liéven, levantándose. Tenía la muerte en el corazón. La desconocida se quedó pensativa y luego le dijo: —Quédese. Es usted muy joven, pero la verdad es que necesito un apoyo, ¿y quién me dice que podré encontrar otro hombre tan generoso? Por otra parte, si tuviera usted por mí un sentimiento al que yo no puedo aspirar, el relato de mis falcas me hará perder en seguida su estimación y a usted le quitará todo interés por la mujer más infame del mundo. Pues ha de saber, caballero, que todas las culpas son mías. No puedo quejarme de nadie, y menos que de nadie, de don Gutier (sic) Fernández, mi marido. Es uno de esos desdichados españoles que hace dos años buscaron refugio en Francia. Somos los dos de Cartagena, pero él es muy rico y yo muy pobre. «Le llevo treinta años, querida Leonor —me dijo en un aparte la víspera de nuestra boda—; pero tengo vatios millones y la amo como un loco, como no he amado nunca. Mire, elija: si por mi edad la disgusta este casamiento, asumiré ante sus padres toda la culpa de la ruptura.» De esto hace cuatro años, caballero. Yo tenía quince. Lo que más sentía entonces era el peso de la gran pobreza en que la revolución de las Cortes (sic) sumió a mi familia. No le amaba. Acepté. Pero necesito de sus consejos, caballero, pues no conozco las costumbres de este país ni, como usted ve, su lengua. A no ser por esta necesidad que tengo de usted, no podría soportar la vergüenza que me mata... Esta noche, al verme arrojada de una casa de pobre traza, ha podido creer que socorría a una mujer de mala vida. Pues bien, caballero, valgo menos aún. Soy la más infame y también la más desdichada de las mujeres —añadió Leonor, deshecha en lágrimas—. Quizá un día de éstos me verá ante los tribunales de su país y seré condenada a una pena infamante. Nada más casarnos, don Gutier tuvo celos. ¡Ay Dios mío!, entonces los tenía sin razón, pero seguramente adivinaba mi mala índole. Cometí la necedad de irritarme mucho por las sospechas de mi marido, de sentirme ofendida en mi amor propio. ¡Oh, desdichada de mí!... —Así tuviera usted que reprocharse los mayores crímenes —la interrumpió Liéven— , soy suyo hasta la muerte. Pero si podemos temer la persecución de los gendarmes, dígamelo ahora mismo, para que yo le arregle la huida sin pérdida de tiempo. —¿Huir? ¿Cómo voy a poder viajar por Francia? Con mi acento español, mi juventud, mi turbación, me detendrá el primer gendarme que me pida el pasaporte. Seguramente a estas horas me están buscando los gendarmes de Burdeos; mi marido les habrá prometido puñados de oro si logran dar conmigo. ¡Déjeme, caballero, abandóneme!... Voy a decirle algo más atrevido. Adoro a un hombre que no es mi marido, ¡y qué hombre! Es un monstruo; usted lo despreciará. Bueno, pues, a pesar de todo, ese hombre no tiene más que decirme una palabra de arrepentimiento y vuelo, no digo a sus brazos, sino a sus pies. Voy a permitirme unas palabras muy inconvenientes, pero, en el abismo de oprobio en que he caído, por lo menos no quiero engañara mi bienhechor. Está usted viendo a una desventurada que le admira, que le tiene una inmensa gratitud, peto que nunca podrá amarle. Liéven se quedó muy triste. —Señora, no confunda la súbita tristeza que me inunda —le dijo al fin con desmayada voz— con el propósito de abandonarla; estoy pensando en los medios de evitar la persecución de los gendarmes. Por ahora, lo menos peligroso es seguir escondida en Burdeos. Más adelante le propondré embarcarse con el nombre de otra mujer de su edad y tan bonita como usted, para la que tomaré pasaje en un barco. Liéven, al terminar estas palabras, tenía los ojos muertos. —Don Gutier Ferrandez —contó Leonor— se hizo sospechoso al partido que tiraniza a España. Dábamos paseos en barca mar adentro. Un día nos cruzamos con un pequeño brick francés. «Embarquémonos —me dijo mi marido—. Abandonaremos todos nuestros bienes de Cartagena.» Nos embarcamos. Mi marido es todavía muy rico; tomó una casa soberbia en Burdeos y aquí reanudó su comercio; pero vivimos completamente solos. No quiere que yo trate a la sociedad francesa. Sobre todo desde hace un año, con el pretexto de precauciones políticas que no le permiten ver a los liberales, no he hecho ni dos visitas. Me moría de aburrimiento. Mi marido es muy estimable, el más generoso de los hombres, pero desconfía de todo el mundo y lo ve todo negro. Desgraciadamente, hace un mes cedió a mi ruego de que tomáramos un palco en el teatro. Eligió el peor y tomó uno metido en el escenario mismo, para que no me vieran los jóvenes de la ciudad. Acababa de llegara Burdeos una compañía de caballistas napolitanos... ¡Ah, caballero, cómo va a despreciarme! —Señora —le contestó Liéven—, la escucho con atención, peto no pienso más que en mi desdicha: ama usted para siempre a un hombre más afortunado. —Seguramente habrá oído usted hablar del famoso Mayral —dijo Leonor, bajando los ojos. —¿El caballista español? ¡Claro que sí! —repuso extrañado Liéven—. Ha movilizado a codo Burdeos. Es muy ágil y guapo. —Por mi desgracia, caballero, creí que no era un hombre sin categoría. Mientras hacía sus piruetas a caballo, no cesaba de mirarme. Un día, al pasar debajo del palco, del que acababa de salir mi marido, me dijo en catalán: «Soy capitán de las tropas del Marquesito (sic) y la adoro a usted.» ¡Ser amada por un caballista, qué horror, caballero! Y mayor infamia aún poder pensar en esto sin espanto. Los días siguientes tuve la fuerza de voluntad de no ir al circo. ¿Qué quiere que le diga, caballero? Sufría mucho. Un día, mi doncella me dijo: «El señor Ferrandez ha salido. Le ruego, señora, que lea este papel.» Y escapó, cerrando la puerta. Es una carta muy tierna de Mayral. Me contaba la historia de su vida; decía que era un pobre militar obligado por la más horrible penuria a hacer un oficio que me ofrecía abandonar por mí. Su verdadero nombre era don Rodtigue (sic) Pimentel. Volví al circo. Poco a poco fui creyendo en los infortunios de Mayral y recibiendo con alegría sus cartas. Y, ¡ay de mí!, acabé por contestarle. Le amé cota pasión, con una pasión —añadió don Leonor, rompiendo a llorar— que nada ha podido quebrantar, ni siquiera los más tristes descubrimientos... No tardé en ceder a sus ruegos y deseé tanto como él la ocasión de hablarle. Sin embargo, ya entonces tuve una sospecha: pensé que quizá Mayral no tenía nada de Pimentel ni de capitán de las tropas del Marquesito. No tenía bastante orgullo para eso; varias veces manifestó el temor de que yo quisiera burlarme de él por su oficio de caballista volatinero en una compañía de saltimbanquis napolitanos... »Hace aproximadamente dos meses, cuando íbamos a salir para ir al circo, mi marido recibió la noticia de que uno de sus barcos había encallado cerca de Royan, en la desembocadura del río. Y él que no hablaba nunca y no me decía ni diez palabras en todo el día, exclamó: "Tendré que ir allá mañana". Aquella noche, en la función, le hice a Mayral una seña convenida. Mientras él veía a mi marido en el palco, fue a coger una carta que yo había dejado a la portera de mi casa, a la que él había sobornado. Al poco rato vi a Mayral rebosante de alegría Yo había tenido la nueva debilidad de escribirle que a la noche siguiente le recibiría en una sala baja que daba al jardín. »Mi marido embarcó después del correo de París, al medio; día. Hacía un tiempo soberbio y estábamos en los días más cálidos. Aquella noche dije que iba a dormir en el cuarto de mi marido, que estaba en la planta baja y daba al jardín, porque allí me agobiaría menos el calor. A la una de la madrugada, cuando, después de abrir la ventana con mucha precaución, esperaba a Mayral, oí de pronto un gran ruido por el lado de la puerta: era mi marido. A medio camino de Royan, había visto su barco subiendo tranquilamente por el Gironda en dirección a Burdeos. »Don Gutier, al volver, no se dio cuenta de mi horrible apuro; congratulándose de mi buena ocurrencia de dormir en una habitación fresca, se acostó a mi lado. »Imagínese mi preocupación; para mayor desgracia, hacía una luna clarísima. No había transcurrido una hora cuando vi distintamente a Mayral acercándose a las ventanas. No se me había ocurrido cerrar, cuando llegó mi marido, la puertaventana de un gabinete contiguo al dormitorio. Estaba abierta de par en par, lo mismo que la puerta que comunicaba el gabinete con la alcoba. »Con movimientos de cabeza, única cosa que osaba permitirme teniendo a mi lado un marido celoso, intenté en vano hacer entender a Mayral que nos había ocurrido una desgracia. Le oí entrar en el gabinete y al cabo de un momento llegó junto a la cama por el lado donde estaba yo acostada. Imagínese cuál sería mi terror; se veía tan claro como si fuera de día. Por suerte, Mayral no habló al acercarse. »Le señalé a mi marido durmiendo a mi lado y de pronto vi que" sacaba un puñal. Horrorizada, me incorporé. Mayral se acercó a mi oído y me dijo: »—¡Es tu amante! Ya comprendo que llego en mal momento, o más bien pensaste que era divertido burlarte de un pobre caballista volatinero; pero ese lindo señor va a pasar un mal rato. »—Es mi marido —le repetía yo en voz muy baja; y con toda la fuerza que podía le sujetaba la mano. »—¿Tu marido, cuando yo le vi embarcarse esta mañana en el vapor de Royan? Un saltimbanqui napolitano no es tan tonto como pata tragarse eso. Levántate y ven a hablarme en el gabinete de al lado. Lo exijo; y si no lo haces despierto a ese lindo caballero; entonces, puede que diga cómo se llama. Yo soy más fuerte, estoy mejor armado y, con todo lo pobre diablo que soy, le demostraré que no es buena cosa burlarse de mí. Quiero ser yo tu amante, ¡vive Dios!, y quien hará el ridículo será el. »En este momento se despertó mi marido. »—¿Quién habla de amante? —exclamó, muy sorprendido. »Mayral, quien, a mi lado, me tenía abrazada y me hablaba al oído, se bajó muy oportunamente ante aquel movimiento imprevisto. Yo extendí el brazo como si me hubieran despertado las palabras de mi marido. Hasta que don Gutier, creyendo que había soñado, volvió a dormirse. El puñal desenvainado de Mayral seguía reflejando la luz de la luna, que en aquel momento daba de lleno en la cama. Prometí todo lo que Mayral quiso. Exigió que le acompañara al gabinete contiguo. »—Bueno, será tu marido, pero no por eso dejo yo de hacer un papel idiota —repetía, iracundo. »Por fin, al cabo de una hora, se marchó. »¿Me creerá usted, caballero, si le digo que toda esta necia conducta de Mayral casi me abrió los ojos en cuanto a él, pero no llegó a disminuir mi amor? »Como mi marido no hacía nunca vida social, pasaba todo el tiempo conmigo. Era dificilísima la segunda cita que yo había jurado a Mayral que le concedería. »Me escribía cartas llenas de reproches; en el circo hacía alarde de no mirarme. En fin, caballero, que mi fatal amor rebasó todos los límites. »”Venga a la hora de la Bolsa un día que haya visto ir a ella a mi marido —le escribí-; le esconderé; si el azar me concede un minuto de libertad, le veré; si, por una favorable casualidad, va también a la Bolsa al día siguiente, le veré; si no, al menos habrá tenido una prueba de mi fidelidad y de la injusticia de sus sospechas. Piense a lo que me expongo.” »Esto respondía al temor que él tenía siempre de que yo hubiera elegido otro amante de mi rango con el que me burlara del pobre saltimbanqui napolitano. Un compañero suyo le había contado a este respecto no sé qué cuento absurdo. »Pasados ocho días, mi marido fue a la Bolsa; en pleno día, Mayral entró en mi cuarto escalando la pared del jardín. ¡Ya ve a lo que me exponía! No llevábamos juntos tres minutos, cuando volvió mi marido. Mayral se escondió en el tocador; pero don Gutier había venido solamente a buscar unos papeles que necesitaba. Por desgracia, traía también un saco de portuguesas. Le dio pereza bajar a la caja, entró en mi gabinete, meció el oro en uno de mis armarios, lo cerró con llave y, por más precaución, porque es muy desconfiado, se llevó también la llave del gabinete. Imagínese mi apuro; Mayral estaba furioso; sólo pude hablarle un poco a través de la puerta. »Mi marido volvió pronto. Después de comer me obligó en cierto modo a salir de paseo. Quiso ir al teatro. Total, que no pude volver hasta muy tarde. Todas las noches se cerraban con mucho cuidado todas las puertas de la casa y mi marido se hacía cargo de las llaves. Por pura casualidad, aprovechando el primer sueño de don Gutier, pude hacer salir a Mayral del gabinete donde llevaba, rabiando, tanto tiempo; le abrí la puerta de un pequeño desván. Fue imposible hacerle bajar al jardín. Habían metido en él un cargamento de balas de lana y las guardaban dos o tres cargadores. Mayral se pasó todo el día siguiente en el desván. Imagínese lo que yo sufriría: me parecía a cada momento verle bajar puñal en mano y abrirse paso asesinando a mi marido. Era capaz de todo. Al menor ruido en la casa, yo me echaba a temblar. »Para colmo de desdichas, mi marido no fue aquel día a la Bolsa. Por fin, sin haber podido hablar ni un minuto con Mayral, tuve la gran suerte de poder mandar a unos recados a todos los cargadores y encontrar el momento para que Mayral escapara por el jardín. ¡Al pasar rompió con el mango de! puñal el gran espejo del salón. Estaba furioso. »Aquí, caballero, me va a despreciar usted canto como me desprecio yo misma. Desde aquel momento, ahora lo veo claro, Mayral dejó de amarme; creyó que me había burlado de él. »Mi marido sigue enamorado de mí; aquel día me besó varias veces y me cogió en sus brazos. Mayral, enfermo de orgullo, más que de amor, se figuró que yo le había escondido para que fuera testigo de aquellas efusiones. »Ya no contestaba a mis cartas, ni siquiera se dignaba mirarme en el circo. »Debe de estar usted muy cansado, caballero, de esta serie de infamias, y todavía falta la más atroz y cobarde. Hace ocho días anunció su marcha la compañía de volatineros napolitanos. El lunes pasado, día de san Agustín, loca de amor por un hombre que, en las tres semanas transcurridas desde la aventura del encierro en mi casa, no se dignó mirarme ni contestar a mis cartas, me fui de casa del mejor de los maridos y, caballero, me fui robándole, yo que no le llevé más dote que un corazón infiel. Me llevé los brillantes que me había regalado y cogí de su caja dos o tres cartuchos de quinientos francos, porque pensé que si Mayral intentaba vender los brillantes en Burdeos, resultaría sospechoso. En este punto de su relato, doña Leonor se sonrojó mucho. Liéven estaba pálido y acongojado. Cada palabra de Leonor le atravesaba el corazón, y sin embargo, por una horrible perversión de carácter, cada una de aquellas palabras aumentaba el amor que le abrasaba. Fuera de sí, cogió a Leonor la mano y Leonor no la retiró. «¡Qué bajeza la mía —se dijo Liéven—, gozar de esta mano mientras Leonor me habla abiertamente de su amor por otro! Si me la deja, es por desdén o por distracción, y yo soy el hombre menos delicado del mundo.» —El lunes pasado, caballero —continuó Leonor—, hace cuatro días, a eso de las dos de la madrugada, después de tener la cobardía de dormir con láudano a mi marido y al portero, me escapé. Fui a llamar a la puerta de la casa de donde logré escapar cuando pasaba usted. Es la casa de Mayral. »—¿Creerás ahora que te amo? —le dije. »Estaba loca de felicidad. El me pareció desde el primer momento más asombrado que enamorado. »A la mañana siguiente, cuando le enseñé los brillantes y el oro, se decidió a dejar la compañía de saltimbanqui; y huir con. migo a España. Pero, ¡Dios santo!, por su ignorancia de ciertas costumbres de mi país, me pareció que no era español. Probablemente, pensé, acabo de unir mi destino al de un simple caballista de circo. Pero ¡qué me importa, si le amo! Echo de ver que es dueño de mi vida. Seré su sirvienta, su mujer fiel; él seguirá su oficio. Soy joven; si es necesario, aprenderé yo misma a montar a caballo. Si cuando seamos viejos nos encontramos en la miseria, no importa: moriré de miseria a su lado. Y no habrá por qué compadecerme, puesto que habré vivido feliz. »—¡Qué locura, qué perversión! —exclamó Leonor, interrumpiéndose. —Hay que reconocer —dijo Liéven— que usted se moría de aburrimiento con su marido, tan viejo, y que no quería llevarla a ninguna parte. Esto la justifica mucho para mí. Usted no tiene más que diecinueve años, y él cincuenta y nueve. ¡Cuántas mujeres viven consideradas en la sociedad de mi país y, en el fondo, no tienen los remordimientos que tiene usted, aunque han cometido faltas mayores! Unas cuantas frases de este estilo parecieron aliviar de un gran peso a Leonor. —Pasé tres días con Mayral —continuó—. Por la noche me dejaba para ir a su trabajo; anoche me dijo: »—Como podría venir a mi casa la policía, voy a dejar tus brillantes y tu oro en casa de un amigo seguro. »A la una de la madrugada, después de esperarle hasta mucho más tarde de la hora acostumbrada y muerta de miedo de que Mayral hubiera sufrido una caída del caballo, volvió, me dio un beso y en seguida salió nuevamente de la habitación. Por fortuna, yo tenía luz, aunque él me la había prohibido dos veces y hasta me había apagado la lamparilla. Pasado mucho rato, estando yo dormida, entró un hombre en mi casa, y me di cuenta inmediatamente de que el intruso no era Mayral. »Cogí un puñal, el cobarde se asustó y cayó de rodillas implorando perdón; yo me lancé hacia él para matarle. »—Si me toca, irá a la guillotina —decía. »La bajeza de este lenguaje me horrorizó. "Con qué gente me he comprometido", pensé. Tuve la presencia de ánimo de decir a aquel hombre que yo contaba con protecciones en Burdeos y que el señor fiscal general mandaría detenerle si no me decía toda la verdad. »—Bueno —contestó—, yo no he robado nada de su oro ni de sus brillantes. Mayral acaba de marcharse de Burdeos; va a París con todo el botín. Se ha escapado con la mujer de nuestro director; le dio veinticinco de sus hermosos luises y el director le cedió la mujer. A mí me dio dos luises, que aquí tiene, a menos que tenga usted la bondad de dejármelos; Mayral me los dio para que la retuviera el mayor tiempo posible con el fin de llevar él treinta horas de adelanto. »—¿Es español? —le pregunté. »—¡Español! Es de Santo Domingo, de donde escapó después de robar o asesinar a su amo. »—¿A qué vino aquí esta noche? Contéstame —le dije—, o mi tío te mandará a galeras. »—Como yo vacilaba en venir aquí para guardarla, Mayral me dijo que era usted una mujer muy guapa. «Nada más fácil —me dijo— que ocupar mi sitio a su lado; será gracioso. Ella quiso una vez burlarse de mí; ahora me burlaré yo de ella. Con esta condición, acepté; pero como no me atrevía, vino con la silla de posta hasta la puerca y subió para darle un beso delante de mí, después de esconderme junto a la cama. También aquí los sollozos ahogaron la voz de Leonor. —El joven saltimbanqui que estaba conmigo —continuó Leonor— tenía miedo y me daba los detalles más verídicos y desoladores sobre Mayral. Yo estaba muerta de desesperación. «Quizá me ha dado un filtro», pensaba, «pues no puedo odiarle.» »Y así es, caballero; ni después de tanta infamia puedo odiarle. Sé que le adoro. Doña Leonor guardó silencio y se quedó pensativa. «¡Extraña ceguera! —pensó Liéven—. ¡Una mujer tan inteligente y tan joven creer en un sortilegio!» —En fin —reanudó doña Leonor— , aquel joven, viéndome pensativa, empezó a tener menos miedo. Se fue de repente y, pasada una hora, volvió con un compañero. Tuve que defenderme; fue una lucha tremenda; puede que, al mismo tiempo que pretendían otra cosa, quisieran matarme. Me cogieron mi bolsa y unas alhajillas. Por fin pude llegar a la puerta de la casa; pero, a no ser por usted, probablemente me hubieran perseguido en la calle. Liéven, cuanto más loca de amor por Mayral veía a Leonor, más la adoraba. Lloró mucho; le besaba la mano. Como él, con palabras veladas, le habló de su amor, Leonor le dijo al cabo de unos días: —¿Creerá usted, fiel amigo, que me figuro que, si yo pudiera demostrar a Mayral que nunca pretendí burlarme de él, quizá me amaría? —Tengo muy poco dinero —repuso Liéven—; por aburrimiento, me puse a jugar; pero acaso el banquero al que me recomendó mi padre en Burdeos no me niegue quince o veinte luises si se lo suplico; voy a hacerlo todo, incluso bajezas; con ese dinero podrá usted ira París. Leonor le abrazó. —¡Santo Dios, que yo no pueda amarle! Pero ¿es posible que me perdone mis locuras? —Tan posible, que me casaría con usted loco de alegría y ría a su lado mi vida, considerándome el más afortunado de hombres. —Pero es que, si encuentro a Mayral, me sé lo bastante loca y miserable para abandonarle a usted, mi bienhechor, y caer a los pies de él. Liéven enrojeció de ira. —No hay más que un medio de curarme: matarme —le dijo, cubriéndola de besos. —¡Oh, no te mates, amigo mío! —le dijo ella. No se le ha vuelto a ver. Leonor ha profesado en el convento de las Ursulinas.