Mina de Vanghel Stendhal Mina de Vanghel nació en el país de la filosofía y la imaginación, en Konigsberg1. Cuando terminó la campaña de Francia, en 1814, el general prusiano conde de Vanghel abandonó bruscamente la corte y el ejército. Una noche, en Craonne (Champagne), después de un mortífero combate en que las tropas mandadas por él habían logrado la victoria, le asaltó una duda: ¿Tiene derecho un pueblo a cambiar la manera íntima y racional que otro pueblo adopta para regir su existencia material y moral? Preocupado por este gran problema, el general decidió no volver a sacar la espada antes de haberlo resuelto. Y se retiró a sus tierras de Konigsberg. Vigilado de cerca por la policía de Berlín, se dedicó exclusivamente a sus meditaciones filosóficas y a su hija única, Mina. El conde de Vanghel murió a los pocos años, todavía joven, dejando a su hija una fortuna inmensa, una madre débil y la caída en desgracia en la corte lo que no es poco decir en la orgullosa Germanía. Verdad es que, como pararrayos contra esta caída en desgracia, Mina de Vanghel llevaba uno de los nombres más nobles de la Alemania oriental. Tenía solamente dieciséis años, pero ya inspiraba a los jóvenes militares que rodeaban a su padre un sentimiento rayano en veneración y entusiasmo; les encantaba el carácter romántico y sombrío que a veces brillaba en sus ojos. Transcurrió un año; acabó el luto, pero el dolor en que la había sumido la muerte de su padre no remitía. Los amigos de la señora de Vanghel comenzaban a pronunciar las terribles palabras de «enfermedad del pecho». Apenas terminado el luto, Mina tuvo que presentarse en la corte de un príncipe soberano del que tenía el honor de ser un poco pariente. Al salir para la capital de los estados del gran duque, la señora de Vanghel, aterrada por las ideas románticas de su hija y por su profundo dolor, esperaba que una boda conveniente y acaso un poco de amor la volvieran a las ideas propias de su edad. ¡Cuánto me gustaría, decíale, verte casada en este país! ¡En este ingrato país, le contestaba su hija, con aire pensativo, en un país donde mi padre, en pago a sus heridas y a veinte años de servicio lealísimo, no encontró sino la vigilancia de la policía más infame del mundo! No, antes cambiar de religión e ir a morir monja en cualquier convento católico. Mina no conocía las cortes más que por las novelas de su compatriota Augusto Lafontaine. Esos cuadros de Albani suelen presentar los amores de una rica heredera expuesta por el azar a las seducciones de un joven coronel, ayúdame de campo del rey, libertino y de buen corazón. Un amor así, nacido del dinero, horrorizaba a Mina. ¿Hay algo más vulgar y aburrido decía a su madre que la vida de un matrimonio de ésos un año después de la boda, cuando el marido, gracias a su casamiento, ha llegado a general y la mujer a dama de honor de la princesa heredera? ¿Qué queda de su felicidad, si llegan a sufrir una quiebra? El gran duque de C., que no pensaba en los obstáculos que le preparaban las, novelas de Augusto Lafontaine, se propuso que la inmensa fortuna de Mina se quedara en su corte. Para mayor desgracia, uno de sus ayudantes de campo hizo el amor a Mina, acaso «con autorización superiora. No hacía falta más para decidirla a huir de Alemania. La empresa no era nada fácil. Mamá, dijo un día a la señora de Vanghel, quiero dejar este país, quiero expatriarme. Cuando hablas así me estremezco: tus ojos me recuerdan a tu pobre padre. Bueno, seré neutral, no ejerceré mi autoridad; mas no esperes que yo solicite de los ministros del gran duque el permiso que necesitamos para viajar por el extranjero. Mina se sintió muy desgraciada. Los triunfos que le habían valido sus grandes ojos azules, tan dulces, y su porte, tan distinguido, disminuyeron rápidamente cuando se supo en la corte que tenía ideas contrarias a las de Su Alteza Serenísima. Así transcurrió más de un año. Mina desesperaba de conseguir el indispensable permiso. Concibió el proyecto de disfrazarse de hombre y marcharse a Inglaterra, donde se proponía vivir vendiendo sus diamantes. La señora de Vanghel se dio cuenta, con una especie de terror, de que Mina estaba realizando extrañas manipulaciones para alterar el color de su piel. Al poco tiempo se enteró de que su hija se había encargado trajes de hombre. Mina observó que en sus paseos a caballo se encontraba siempre con algún guardia del gran duque; con la imaginación alemana que había heredado de su padre, las dificultades, lejos de ser una razón para disuadirla de su empresa; se la hacían más atrayente aún. Sin proponérselo, Mina cayó en gracia a la condesa D., amante del gran duque, mujer singular y romántica si las hay. Un día, paseando a caballo con ella, Mina vio un guardia que se puso a seguirla de lejos. Esto la impacientó y le hizo confiar a la condesa sus planes de huida A las pocas horas, la señora de Vanghel recibió un papel de puño y letra del gran duque autorizándola a una ausencia de seis meses para ir al balneario de Bagnéres. Eran las nueve de la noche. A las diez ya estaban ambas damas en camino, y, por suerte, al día siguiente, antes de que se despertaran los ministros del gran duque, las dos viajeras habían pasado ya la frontera. La señora de Vanghel y su hija llegaron a París a principios del invierno de 182... Mina tuvo mucho éxito en los bailes de los diplomáticos. Corrió la voz de que estos caballeros tenían orden de impedir discretamente que aquella fortuna de varios millones cayera en manos de algún seductor francés. En Alemania creen todavía que a los jóvenes de París les interesan las mujeres. A través de todas estas imaginaciones alemanas, Mina, a sus dieciocho años, comenzaba a manifestar chispazos de buen juicio; observó que no podría llegar a tener amistad con ninguna mujer francesa. Las encontraba exageradamente correctas y al cabo de seis semanas de trato estaba menos cerca de su amistad que el primer día. En su aflicción, pensó que en sus propias maneras debía de haber algo desagradable y ordinario que paralizaba la urbanidad francesa. Nunca se vio tanta modestia junto a tanta verdadera superioridad. La energía y la rapidez de sus resoluciones se ocultaban, en atractivo contraste, bajo unos rasgos que tenían aún todo el candor y todo el encanto de la infancia, y esta fisonomía no llegó a desaparecer nunca bajo ese aire más grave que da la razón. Verdad es que la razón no fue nunca el rasgo sobresaliente de su carácter. París le gustaba mucho, a pesar del salvajismo pulido de sus costumbres. En su país la horrorizaba que la saludaran en la calle y que reconocieran su carruaje; en C. veía espías en todas las personas mal vestidas que la saludaban. El incógnito de esa república que se llama París sedujo a este carácter singular. A cambio de las dulzuras de aquella sociedad íntima que el corazón un poco demasiado alemán de Mina añoraba todavía, en París se podía disfrutar todas las noches de un baile o de un espectáculo divertido. Buscóla casa en que había vivido su padre en 1614 y de la que tan a menudo le había oído hablar. Una vez instalada en esta casa, de laque le fue muy difícil desalojar al inquilino, París no le resultaba ya una ciudad extranjera; reconocía hasta las más pequeñas habitaciones. El conde de Vanghel, aunque tuviera el pecho cubierto de cruces y medallas, no había sido en el fondo más que un filósofo que soñaba con Descartes o con Spinoza. A Mina le gustaban las oscuras investigaciones de la filosofía alemana y el noble estoicismo de Fichte, como un corazón tierno guarda el recuerdo de un bello paisaje. Las palabras más ininteligibles de Kant no tenían para Mina otro significado que el de recordarle el sonido de voz conque las pronunciaba su padre. Con esta recomendación, ¿qué filosofía no sería conmovedora y hasta inteligible? Consiguió de algunos sabios distinguidos que fueran a su casa a dar unas lecciones, a las que sólo asistían ella y su madre. En medio de esta vida que transcurría por la mañana con los sabios y por la noche en bailes de embajadores, nunca el amor llegó a rozar el corazón de la rica heredera. Los franceses la divertían, pero no le llegaban al alma. Desde luego decía a su madre que los alababa a menudo, son los hombres más atractivos del mundo. Admiro su brillante ingenio, cada día me sorprende y divierte su finísima ironía; pero ¿no le parecen afectados y ridículos en cuanto intentan parecer emocionados? ¿Acaso su emoción se ignora a sí misma alguna vez? ¿A qué vienen esas críticas? contestaba la prudente señora de Vanghel. Si no te gusta Francia, vuélvete a Konigsberg; pero no olvides que tienes diecinueve años y que yo puedo faltarte; piensa en buscar un protector. Si yo muriera añadió sonriendo y con un gesto melancólico, el gran duque de C. te haría casarte con su ayudante de campo. Un hermoso día de verano, la señora de Vanghel y su hija fueron a Compiegne a una cacería del rey. Las ruinas de Pierrefonds, que Mina divisó de pronto en medio del bosque, la impresionaron muchísimo. Esclava todavía de los prejuicios alemanes, todos los grandes monumentos que encierra París, esa «nueva Babilonia, le daban la impresión de algo seco, irónico y maligno. Las ruinas de Pierrefonds le parecieron conmovedoras como lasos viejos castillos que coronan las alturas del Brocken2. Mina lo ir su madre a detenerse unos días en la pequeña posada del pueblo de Pierrefonds. Estaban allí muy mal. Vino un día de lluvia. Mina, atolondrada como a los doce años, se quedó en la puerta de la cochera viendo caer la lluvia. Vio un letrero anunciando la venta .de una tinca. Pasado un cuarto de hora estaba en casa de un notario acompañada por una sirvienta de la hostería, que la tapaba con un paraguas. Al notario le sorprendió mucho ver a aquella joven tan sencillamente vestida discutir con él el precio de una finca de varios centenares de miles de francos, proponerle en seguida firmar un compromiso y entregar como señal del trato unos cuantos billetes de mil francos del Banco de Francia. Por una casualidad que yo me libraré de calificar de singular, a Mina la engañaron en muy poco. La finca se llamaba «Le Petit Verberie». El vendedor era un tal conde de Ruppert, célebre en todas las casas solariegas de Picardía. Era un joven alto y muy guapo; en el primer momento se le admiraba, pero al cabo de un rato inspiraba repulsión por algo duro y vulgar que había en su persona. El conde de Ruppert no tardó en pretenderse amigo de la señora de Vanghel; la entretenía. Tal vez era, entre los jóvenes de su tiempo, el único que recordaba a los simpáticos libertinos cuya novia nos presentan, embellecida, las memorias de Lauzun y de Tilly. .Monsieur de Ruppert acababa de dilapidar una gran fortuna; imitaba a los señores de la corte de Luis XIV y no se explicaba cómo se las arreglaba París para no ocuparse exclusivamente de él. Defraudado en sus ideas de gloria, se había enamorado locamente del dinero. Una respuesta recibida de Berlín exaltó al extremo su pasión por la señorita de Vanghel. Seis meses más tarde, Mina decía a su madre La verdad es que no hay como comprar una finca para tener amigos. Si quisiéramos vender Le Petit Verberieu, acaso sólo perderíamos unos miles de francos, pero, en cambio, ahora tenemos una infinidad de mujeres agradables entre nuestras amistades íntimas. Mas ella no adoptó las maneras de una joven francesa. Sin dejar de admirar sus seductoras gracias, conservó la naturalidad y libertad de las maneras alemanas. Madame de Cély, la más íntima de sus nuevas amigas, decía que Mina era «diferente», pero no extraña: una gracia encantadora hacía perdonárselo todo; no se le leía en los ojos que poseía millones; no tenía la «sencillez» de la gente de muy alta sociedad, sino la verdadera seducción. Un rayo vino a destruir esta vida tranquila: Mina perdió a su madre. Cuando el dolor le dio tiempo a pensar en su situación, le pareció muy crítica. Madame de Cély la llevó a su palacio. Debe volver a Prusia le decía esta amiga, una mujer de treinta años. Es lo más prudente; si no, tendrá que casarse aquí en cuanto pase el luto. Y mientras tanto mande venir en seguida de Konigsberg una señora de compañía que, a ser posible, sea de su familia. Contra esto había una gran objeción: las alemanas, incluso las muchachas ricas, creen que no pueden casarse más que con el hombre al que adoren. Madame de Cély proponía a la señorita de Vanghel diez buenos partidos. Todos aquellos jóvenes le parecían a Mina vulgares, irónicos, casi malas personas. Estaba pasando el peor año de su vida; perdió la salud y casi enteramente la belleza. Un día que fue a visitara madame de Cély le dijeron que en la comida conocería a la famosa madame de Larcay, la mujer más rica y atractiva del país. Se la citaba con frecuencia por la elegancia de sus fiestas y la manera perfectamente exento de detalles ridículos con que sabía derrochar una fortuna importante. A Mina le chocaron mucho las cosas vulgares y prosaicas que observó en el carácter de madame de Larcay. « ¡Así hay que ser para agradar aquí! u En su dolor, pues para los corazones alemanes decepcionarse de « lo bello» es un dolor, Mina dejó de mirar a madame de Larcay y, por cortesía, se puso a hablar con su marido. Era éste un hombre muy sencillo, sin más méritos que el de haber sido baje del emperador Napoleón en la época de la retirada de Ruda y haberse distinguido en esta campaña y en las siguientes por una valentía superior a su edad. Habló a Mina, muy bien y muy sencillamente, de Grecia; donde acababa de pasar un año o dos batiéndose por los griegos Su conversación agradó a Mina; este hombre le hizo el efecto de un amigo íntimo al que volviera a ver al cabo de mucho tiempo de separación. Después de comer fueron a ver algunos lugares célebres del bosque le Compiégne. A Mina se le ocurrió más de una vez consultar a monsieur de Larcay sobre su difícil posición. La elegante apostura del conde de Ruppert, que aquel día seguía a caballo a las calesas, contrastaba con las maneras tan naturales y hasta ingenuas de monsieur de Larcay. El gran acontecimiento en medio del cual dio sus primeros pasos en la vida, haciéndole ver el corazón humano tal como es, contribuyó a formarle un carácter inflexible, frío, positivo, bastante alegre, pero sin imaginación. A Mina la sorprendió que un francés pudiera ser tan natural. Por la noche, mando él se hubo marchado, Mina se sintió como separada de un simio que conociera desde años antes todos sus secretos. Todo le parecía árido o molesto, hasta la tierna amistad de madame de Cély. Con aquel nuevo amigo no necesitaba disimular ninguno de sus pensamientos. No se veía obligada a cada instante, por temor a la pequeña ironía francesa, a correr un velo sobre su pensamiento alemán, tan franco. Monsieur de Larcay prescindía de todas esas frasecitas y todos esos gestecillos que exige la elegancia. Esto le envejecía en ocho o diez años, pero precisamente por eso, cuando él se marchó, Mina se pasó una hora pensando sólo en él. Al día siguiente tenía que hacer un esfuerzo hasta para escuchar a madame de Cély; todo le parecía seco y perverso. Ya no consideraba como una quimera a la que había que renunciar la esperanza de encontrar un corazón franco y sincero que no buscara siempre un motivo letra un juego de ingenio en la más simple observación. Estuvo todo el día pensativa. Por la noche, madame de Cély nombró a monsieur de Larcay; Mina se estremeció y levantóse como si la hubieran llamado, se puso muy colorada y le fue muy difícil explicar tan extraña reacción. Estaba tan impresionada, que no pudo seguir disimulándose a sí misma lo que le importaba ocultar a los demás. Se refugió en su habitación. «Estoy loca», pensó. En este momento comenzó su desventura, y ésta avanzó a pasos de gigante, hasta hacerle sentir remordimiento. «Estoy enamorada, ¡y de un hombre casado! o Este remordimiento la atormentó toda la noche. Monsieur de Larcay, al salir con su esposa para tomar las aguas de Aix en Savoie, dejó olvidado un mapa en el cual había indicado a aquellas damas un pequeño rodeo que pensaba dar para ir a Aix. Un hijo de madame de Cély encontró este mapa; Mina lo cogió y se lo llevó al parque. Pasó una hora siguiendo el viaje proyectado por monsieur de Larcay. Los nombres de las pequeñas ciudades que él iba a recorrer le parecían nobles y singulares. Se forjaba las imágenes más pintorescas de su posición, envidiaba la suerte de quienes las habitaban. Tan fuerte fue esta dulce locura, que disipó los remordimientos de Mina. A los pocos días se dijo en casa de madame de Cély que los Larcay se habían marchado a Saboya. Esta noticia la perturbó mucho; sintió un vivo deseo de viajar. A los quince días llegaba a Aix, en un coche de alquiler tomado en Ginebra, una señora alemana de cierta edad. La acompañaba una doncella a la que la señora trataba con tan mal genio, que madame Toinod, la dueña de la pequeña fonda donde paraban las viajeras, se mostró escandalizada. La señora Cramer tolera el nombre de la alemana mandó llamar a madame Toinod. Quiero tomar a mi servicio le dijo una muchacha del país que conozca Aix y sus alrededores; esta linda señorita que he cometido la tontería de traer conmigo, y que no conoce nada de aquí, no me sirve para nada. ¡Dios mío, me parece que su señora está furiosa con usted! dijo madame Toinod a la doncella en cuanto se quedaron solas. No me hable repuso Aniken, con lágrimas en los ojos. Para esto me sacó de Francfort, donde mis padres tienen una buena tienda. Mi madre tiene los mejores sastres de la ciudad y trataba absolutamente igual que en París. Su señora me ha dicho que cuando usted quiera le dará trescientos francos para volver a Francfort. Me recibirían mal. Mi madre no creerá nunca que la señora Cramer me ha despedido sin motivo. Bueno, pues quédese en Aix; yo podré encontrarle un empleo: tengo una agencia de colocaciones y soy yo quien proporciona criados a los bañistas. Tendrá que pagar sesenta francos por los gastos, y todavía le quedarán diez hermosos luises de oro de los trescientos francos de la señora Cramer. Le dar cien en vez de sesenta si me coloca en una familia francesa: quiero acabar de aprender el francés para irme a servir á París. Sé coser muy bien y, como garantía de mi fidelidad, depositaré en casa de los señores veinte luises de oro que he traído de Francia. El azar favoreció la novela, que había costado ya doscientos o trescientos luises a la señorita de Vanghel. Los señores de Larcay llegaron a «La Cruz de Saboya», que era el hotel de moda. A madame de Larcay le pareció que en este hotel había demasiado ruido y alquiló una casa preciosa a orillas del lago. El balneario estaba muy animado aquel año; había gran concurrencia de gente rica, frecuentes y magníficos bailes, donde la gente iba vestida como en París, y gran reunión todas las noches en «La Redouten. Madame de Larcay, descontenta de las sirvientas de Aix, torpes y poco cumplidoras, optó por buscar una muchacha que supiera su obligación. Le indicaron la agencia de madame Toinod, que empezó por mandarle unas maritornes del país muy zafias. Por fin se presentó Aniken, cuyos cien francos habían perfeccionado la habilidad natural de madame Toinod. A madame de Larcay le gustó el aire serio de la joven alemana, la admitió y mandó a buscar su baúl. Aquella misma noche, cuando sus amos se habían marchado a «La Redoute», Aniken se paseaba soñando por el jardín, a la orilla del lago. «En fin se dijo, ¡ya está consumada la gran locura! ¿Qué será de mí si alguien me reconoce? ¿Qué diría madame de Cély, que me cree en Konigsberg? » Comenzaba a abandonarla el valor que la había sostenido mientras se trataba de emprender una acción. Estaba muy conmovida, anhelante la respiración. El arrepentimiento, el temor a la vergüenza, la hacían sufrir mucho. Pero salió la luna detrás de la montaña de Haute Combe; su brillante disco se reflejaba en las aguas del lago, suavemente rizadas por una brisa del norte; grandes nubes blancas de formas extrañas pasaban rápidas delante de la luna y a Mina le parecían inmensos gigantes. «Vienen de mi país, se decía; quieren verme y darme valor en este extraño papel que acabo de adoptar.» Sus ojos, atentos y apasionados, seguían los rápidos movimientos de las nubes. «Sombras de mis antepasados meditaba, reconoced vuestra sangre; soy valiente como vosotros. No os espante el extraño atuendo en que me veis; seré fiel al honor. Esta llama secreta de honor y de heroísmo que vosotros me habéis legado no encuentra nada digno de ella en este prosaico siglo en que el destino me ha puesto. ¿Me despreciaréis porque yo misma me forje un destino de acuerdo con el fuego que me anima? Y ya no se sentía desgraciada. Se oyó en la lejanía un dulce canto; la voz parecía provenir de la otra orilla del lago. Sus moribundos ecos apenas llegaban al oído de Mina que escuchaba atentamente. Sus ideas cambiaron de tono; ahora lamentaba su suerte. « ¿De qué servirán mis esfuerzos? Solo podré, a lo sumo, comprobar que esa alma celestial y puta que yo había soñado existe realmente en este mundo. Mas seguirá invisible para mí. ¿Acaso he hablado yo alguna vez delante de mi sirvienta? Late desdichado disfraz no surtirá otro efecto que el de relegarme a la compañía de los criados de Alfredo. Nunca jamás se dignará hablarme.» Lloró mucho. «Pero al menos le veré diariamente se dijo de pronto, recobrando valor. Otra dicha mayor no me ha sido destinada... Tenía razón mi madre cuando me decía: «¡Cuántas locuras vas a hacer algún día, si algún día te enamoras! »Se oyó de nuevo la voz que cantaba en el lago, pero mucho más cerca. Mina comprendió entonces que la voz partía de una barca; la percibió por el movimiento que ésta comunicaba alas ondas plateadas por la luna. Distinguió una dulce melodía digna de Mozart. Al cabo de un cuarto de hora olvidó todos los reproches que tenía que hacerse y sólo pensó en la felicidad de ver a Alfredo todos los días. «¿No debe cada ser cumplir su destino?, se dijo, pues, a pesar de los azares del linaje y la fortuna, resulta que mi destino no es brillar en la corte o en un baile. En la corte y en el baile atraía las miradas, me veía admirada, pero, en medio de esa multitud, el aburrimiento me sumía en la más negra tristeza. Mientras todo el mundo se precipitaba a hablarme, yo me aburría. Desde que murieron mis padres, mis únicos momentos de felicidad han sido aquellos en que, sin ve; cipos fastidiosos, escuchaba la música de Mozart. ¿Tengo yo la culpa de que la búsqueda de la felicidad, natural en todos los hombres, me haya traído a este extraño paso? Probablemente me deshonrará. Bueno, los conventos de la Iglesia católica me ofrecen un refugio.» Dieron los doce en el campanario de un pueblo del otro lado del lago. Esta hora solemne la hizo estremecer. Ya no había luna. Volvió a casa. Apoyada en la balaustrada de la galería que daba al lago y al pequeño jardín, Mina, escondida bajo el vulgar nombre de Aniken, oyó a «sus amos». La música le había devuelto toda su valentía. «Mis antepasados pensaba dejaban su magnífico castillo de Konigsberg para ir a Tierra Santa; pasados unos años, volvían solo, a través de mil peligros, disfrazados como yo. El valor qué a ellos les animaba me lanza a mí a los peligros que, en este siglo pueril, .aburrido y vulgar, quedan al alcance de mi sexo. ¡Salga yo de ello, con honor, y las almas generosas podrán sorprenderse de mi locura, pero en secreto me la perdonarán! »Pasaron rápidos los días y no tardaron en encontrar a Mina reconciliada con su suerte. Tenía mucho que coger; tomaba alegremente los deberes de su nueva condición. A veces le parecía estar representando una comedia; se reía de sí misma cuando se le escapaba un movimiento impropio de su papel. Un día, a la hora del paseo, después de comer, cuando el lacayo hubo abierto la portezuela de la calesa y bajado el estribo, se adelantó ligera para subir al coche. «Esta muchacha está loca», dijo madame de Larcay. Alfredo la miró detenidamente. Le encontraba una gracia perfecta A Mina no le preocupaban en absoluto las ideas del deber o el temor al ridículo. Estas ideas de prudencia humana estaban muy por debajo de ella; todas las objeciones que se hacía a sí misma se referían solo al peligro de inspirar sospechas a madame de Larcay. Hacía seis semanas que había pasado todo un día con ella y en un papel bien diferente. Se levantaba todos los días muy temprano para poder dedicar dos horas a la ocupación de afearse. Con unos cuantos tijeretazos había transformado su cabello rubio, can hermoso, y que, según le habían dicho muchas veces, era tan difícil de olvidar, y gracias a una preparación química tenía ahora un color desagradable e indefinido, tirando a castaño oscuro. Una ligera cocción de hojas de acebo, aplicada cada mañana a sus delicadas manos, les daba la apariencia de una piel ordinaria. También cada mañana su hermosa tez se cubría de ese color desagradable que traen de las colonias los blancos cuya sangre ha tenido alguna relación con la taza negra. Satisfecha de su disfraz, que la volvía más bien fea, Mina se preocupó de no tener ideas demasiado notables. Absorta en su felicidad, no sentía ningún deseo de hablar. Detrás de una ventana, en el cuarto de madame de Larcay, y ocupada en arreglar vestidos pata la noche, oía veinte veces al día la voz de Alfredo y tenía nuevas ocasiones de admirar su carácter. ¿Nos atreveremos a decirlo?... ¿Por qué no, puesto que estamos pintando un corazón alemán? Mina tuvo momentos de felicidad y exaltación en los que llegó a figurarse que era un ser sobrenatural. El celo sincero y entusiasta con que desempeñaba sus nuevas funciones produjo su natural efecto en madame de Larcay, que era un alma vulgar: trató a Mina con altanería y como a una pobre muchacha que podía considerarse muy afortunada de que le dieran trabajo. «Pero ¿es que todo lo vivo y sincero estará siempre fuera de lugar entre estas gentes?», se dijo Mina. Dio a entender el propósito de volver con la señora Cramer. Casi todos los días pedía permiso para ir a verla. Había temido que sus maneras infundieran sospechas a madame de Larcay, pero comprobó con satisfacción que su nueva ama no veía en ella más que una muchacha menos hábil en la costura que la doncella que había dejado en París. Monsieur Dubois, el criado de Alfredo, le resultó más importuno. Era un parisiense de cuarenta años y muy atildado que se creyó en el deber de cortejar a su nueva compañera. Aniken le tiró de la lengua y se dio cuenta de que, afortunadamente, su única pasión era reunir un pequeño capital para abrir un café en París. Entonces le hizo regalos. Dubois no tardó en servirla con tanto respeto como a la propia madame de Larcay. Alfredo observó que la joven alemana, a veces tan torpe y tan tímida, tenía unas maneras muy desiguales y unas ideas atinadas y agudas que valía la pena escuchar. Mina, viendo en sus ojos que la escuchaba, se permitió algunas reflexiones delicadas y oportunas, sobre todo cuando tenía esperanza de que no lo oyera madame de Larcay. Si, durante los dos primeros meses que la señorita de Vanghel pasó en Aix, un filósofo le hubiera preguntado qué se proponía, le habría sorprendido el infantilismo de la respuesta y le habría parecido un poco hipócrita. La única finalidad de su vida era ver y oír a cada momento al hombre del que estaba locamente enamorada. No deseaba otra cosa, era demasiado feliz para pensar en el futuro. Si el filósofo le hubiera dicho que este amor podía dejar de ser tan puro, la habría irritado más aún que asombrado. Estudiaba con delicia el carácter del hombre al que adoraba. Este carácter del tranquilo Larcay brillaba sobre todo por contraste con la alta sociedad en la que la fortuna y el rango de su padre, miembro de la Cámara alta, habían situado a Mina. Si viviera entre burgueses, les parecería muy mediocre por la sencillez de sus maneras, su horror por la afectación y por los grandes aires. Alfredo no procuraba nunca decir cosas notables. Esto fue lo que, el primer día, contribuyó más a suscitar la extremada atención de Mina. Viendo a los franceses a través de los prejuicios de su país, la conversación de estos señores le parecía siempre como el final de un vaudeville. Alfredo había tratado en su vida a bastantes personas distinguidas pata poder manejar el ingenio aprendido de memoria; pero se hubiera librado, como de una bajeza, de decir frases depuro lucimiento que no fueran improvisadas por él entonces mismo y que alguno de sus oyentes pudiera saber cómo las sabía él. Todas las noches llevaba a su mujer a «La Redouteu y volvía en seguida a casa para entregarse a una pasión por la botánica que acababa de inspirarle la proximidad de los lugares donde Jean Jacques Rousseau había pasado su juventud. Alfredo colocó sus cajas y sus plantas en el salón donde trabajaba Aniken. Todas las noches permanecían juntos horas enteras, sin decir palabra ninguno de los dos. La única atención que Aniken dedicaba a Alfredo era la de disolver goma en agua para que él pudiera pegaren su herbario plantas secas, y se permitía este menester porque podía considerarse como parte de sus obligaciones. Cuando Alfredo no estaba, Mina miraba aquellas bonitas plantas que él traía de sus paseos por las montañas, tan pintorescas, de las orillas del lago de Bourget. A Mina le entró un sincero amor por la botánica, y esto resultó a Alfredo cómodo y singular. «Me ama pensó Mina; pero acabo de ver cómo ha tomado madame de Larcay mi celo por las funciones de mi oficio.»La señora Cramer fingió una enfermedad; Mina pidió y obtuvo permiso para pasar las noches al lado de su antigua ama. A Alfredo le chocó mucho sentir cómo decrecía e incluso iba desapareciendo su afición a la botánica; se quedaba por la noche en «La Redoute» y su mujer le gastaba bromas sobre el aburrimiento que le producía la soledad. Alfredo se confesó que le gustaba aquella muchacha. Contrariado por la timidez que sentía junto a ella, tuvo un momento de fatuidad. a ¿Por qué se dijo no hacer lo que haría cualquier amigo mío? Al fin y al cabo, no es más que una criada.» Un día de lluvia, Mina se quedó en casa. Alfredo no permaneció más que un instante en La Redoute. Cuando volvió a casa, pareció sorprenderle la presencia de Mina en el salón. Esta pequeña falsedad, que Mina notó, le quitó toda la felicidad que se prometía de aquella velada. Probablemente esta disposición fue la causa de la verdadera indignación con que rechazó los intentos de Alfredo. Se retiró a su cuarto. «Me he equivocado se dijo llorando; todos estos franceses son iguales.» Se pasó toda la noche pensando en volverse a París. Al día siguiente, el aire de desprecio con que miraba a Alfredo no era fingido. Alfredo se picó; no volvió a prestar ninguna atención a Mina y pasó todas las veladas en «La Redoute». Sin proponérselo, seguía el mejor medio. Esta frialdad hizo olvidar a Mina el proyecto de regresar a París. «No corro ningún peligro cera de este hombreo, se dijo, y no habían transcurrido ocho días cuando sintió que le perdonaba aquella pequeña caída en el carácter francés. Alfredo, por su parte, se daba cuenca, por lo que le aburrían las grandes damas de «La Redoute», de que estaba más enamorado de lo que había creído. Pero se mantenía firme. En realidad, le gustaba mirar a Mina a los ojos; le hablaba, pero no volvía a casa por las noches. Mina sufrió mucho; casi sin darse cuenta, dejó de hacer con tanto cuidado, cada día, las manipulaciones destinada, a afearse. « ¿Es esto un sueño? pensaba Alfredo Aniken se está volviendo una de las mujeres más bellas que he conocido.» Una noche que volvió a casa por casualidad, se dejó llevar de, su amor y pidió perdón a Aniken por haberla tratado con locura. Veía que me inspiraba usted un interés, que no he sentido por nadie le dijo; tuve miedo, quise curarme o reñir con usted, y desde entonces soy el hombre más desgraciado del mundo. ¡Ah, cuánto bien me hacen sus palabras! exclamó Mina, loca de felicidad. Pasaron esta velada y las siguientes confesándose que se amaban locamente y prometiéndose ser siempre juiciosos. El carácter de Alfredo no era propenso a hacerse ilusiones. Sabía que los enamorados descubren singulares perfecciones en la persona amad. Los tesoros de inteligencia y delicadeza que él des, cubra en Mina le convencieron de que estaba realmente enamorado. «¿Es posible que esto sea una simple ilusión?», se preguntaba cada día, y comparaba lo que Mina le había dicho la víspera con lo que le decían las mujeres de la alta sociedad que veía en La Redouteu. Mina, por su parte, sentía que había estado a punto de perder a Alfredo. ; Qué habría sido de ella, si él hubiera seguido pasando las veladas en «La Redoute»? Y, lejos de seguir ella representando el papel de criada, nunca se había preocupado tanto de gustar. «¿Debo confesar a Alfredo quién soy?, se preguntaba. Con su carácter tan sensato, reprobará una locura, aunque sea una locura hecha por causa de él. Además, es preciso quo mi suerte se decida aquí. Si le nombro a la señorita de Vanghel, cuya finca está a unas leguas de la suya, tendrá la seguridad de volver a verme en París. Y es preciso, por el contrario, que la perspectiva de no volver a verme nunca le decida a dar los difíciles pasos que, desgraciadamente, son necesarios para nuestra felicidad. ¿Cómo es posible que este hombre can juicioso se decida a cambiar de religión, a divorciarse de su mujer y a ir a vivir como marido mío en mis hermosas tierras de la Prusia oriental?» La gran palabra ilícito no venía a interponerse como barrera insuperable ante los nuevos proyectos de Mina; creía no aparcarse de la virtud, porque no hubiera vacilado en sacrificar mil veces su vida por ser útil a Alfredo. Poco a poca madame de Larcay fue sintiendo verdaderos celos de Aniken. No había dejado de advertir el extraño cambio operado el rostro de esta muchacha, y lo atribuía a una extremada coquetería. Hubiera podido despedirla sin contemplaciones, pero sus amigas le hicieron ver que no convenía dar importancia a un capricho: había que evitar que monsieur de Larcay hiciera a Aniken ir a París. asea prudente le dijeron, y su preocupación terminará con la temporada de baños.»Madame de Larcay hizo vigilar a la señora Cramer e intentó hacer creer a su marido que Aniken no era más que una aventurera que, perseguida en Viena o en Berlín por algo delictivo en concepto de la justicia, había ido a esconderse a las aguas de Aix y espetaba probablemente la llegada de algún caballero de industria compinche suyo. Esta idea, presentada como una conjetura muy probable pero que importaba poco aclarar, perturbó a Alfredo, de alma tan firme. Era evidente, para él, que Aniken no era una criada; pero ¿qué grave interés había podido llevarla al penoso papel que representaba? No podía ser otra cosa que el, miedo. Mina adivinó fácilmente la causa de la preocupación que veía en los ojos de Alfredo. Una noche cometió la imprudencia de interrogarle; Alfredo confesó. Mina se quedó desconcertada. Alfredo estaba tan cerca de la verdad, que, al principio, a Mina le fue muy difícil defenderse. La falsa señora Cramer, infiel a su papel, había dejado adivinar que el interés por la riqueza tenía loca importancia para Mina. Y era, en su desesperación por el efecto que, al parecer, producían la, palabras de la señora Cramer en el Mínimo de Alfredo, estuvo a punto de decir a éste quién era. Seguramente el hombre que amaba locamente a Aniken amaría también a la señorita de Vanghel; pero Alfredo tendría entonces la seguridad de volver y verla en París y ella no podría conseguir los sacrificios que su amor exigía. Mina pasó el día con esta terrible preocupación. Pero lo peor todavía tenías que pasar. Al encontrarse sola con Alfredo, ¿tendría el valor de resistir a la tristeza que leía en sus ojos, de soportar que una sospecha demasiado natural viniera a debilitar o incluso a destruir su amor? Aquella noche, Alfredo llevó a su mujer a «La Redouteu y no volvió a casa. Había un baile de máscaras, gran estrépito, gran concurrencia. Las calles de Aix estaban atestadas de carruajes pertenecientes a curiosos llegados de Chambéry y hasta de Ginebra. Todo este estrépito de la alegría pública acentuaba la negra melancolía de Mina. No pudo permanecer más tiempo en el salón, donde llevaba varias horas esperando en vano a aquel hombre tan seductor. Fue a refugiarse junto a su señora de compañía. También allí se sintió desgraciada: la señora de compañía le pidió fríamente permiso para dejarla, alegando que, aunque muy pobre, no podía decidirse a seguir representando el papel poco honorable que le habían impuesto. Mina, lejos de tener un carácter inclinado a las decisiones prudentes, en las situaciones extremas no necesitaba más que una palabra para ver en un nuevo aspecto toda una situación de la vida. «En realidad se dijo, impresionada por la observación de su señora de compañía, mi disfraz ya no lo es para nadie; estoy deshonrada. Puesto que ya lo he perdido todo con Alfredo añadió en seguida, es una locura privarme de la felicidad de verle. Por lo menos, en el baile podré mirarle a. mis anchas y estudiar su alma.». Pidió antifaces, dominios; había traído de París unos diamantes; se los puso, bien para disfrazarse mejor a los ojos de Alfredo, bien por distinguirse de la multitud de máscaras y conseguir quizá que él le hablara. Se presentó en «La Redoute» del brazo de su señora de compañía e intrigando a todo el mundo por su silencio. Por fin vio a Alfredo, que le pareció muy triste. Le estaba siguiendo con los ojos y era feliz cuando una voz dijo muy bajo: «El amor reconoce el disfraz de la señorita de Vanghel. Mina se estremeció. Se volvió a mirar: era el conde de Ruppett. No pudo tener encuentro más fatal. He reconocido sus diamantes, montados en Berlín le dijo. Vengo de Toeplitz, de Spa, de Baden. He recorrido todos los balnearios de Europa para encontrarla. Si dice una palabra más le interrumpió Mina, no vuelvo a verle en la vida. Mañana, a las siete de la tarde, esté usted frente a la casa número 17 de la calle de Chambéry. «¿Cómo impedir que monsieur de Ruppert diga mi secreto a los Larcay, a los que conoce íntimamente?» Este problema tuvo toda la noche a Mina en la más penosa preocupación. Desesperada, varias veces estuvo a punto de pedir caballos y marcharse inmediatamente. «Pero Alfredo creerá toda su vida que esta Aniken, a la que tanto amó, es una persona poco estimable que huyó, disfrazada, de las consecuencias de alguna mala acción. Más aún, si escapo sin advertir a monsieur de Ruppert, a pesar de su respeto por mi fortuna, es capaz de divulgar mi secreto. Pero, si me quedo, ¿cómo evitar las sospechas de monsieur de Ruppert? ¿Con qué fábula?»En el baile de máscaras donde Mina tuvo un encuentro tan enojoso, todos los hombres del gran mundo que, sin ninguna inteligencia, van a los balnearios a pasear su aburrimiento, rodearon a madame de Larcay como de costumbre. Aquella noche, no sabiendo muy bien qué decirle, porque los lugares comunes propios de un salón no resultaban oportunos en un baile de máscaras, le hablaron de la belleza de su doncella alemana. Hasta hubo entre ellos un necio más atrevido que se permitió algunas alusiones poco delicadas a los celos que se atribuían a madame de Larcay. Una máscara muy grosera le aconsejó que se vengara de su marido echándose un amante, estas palabras explotaron en la cabeza de una mujer muy prudente y acostumbrada a la aureola de adulaciones que una elevada posición y una gran fortuna dan a la vida. Al día siguiente del baile se organizó un paseo por el lago. Mina quedó libre y pudo ir a casa de la señora Cramer, donde recibió a monsieur de Ruppert, el cual todavía no había vuelto de su asombro. He sufrido grandes infortunios que han cambiado mi posición, le dijo Mina y me han inducido a hacer justicia a su amor. ¿Quiere casarse con una viuda? ¡Conque estaba casada en secreto!, exclamó el conde, palideciendo. ¿Cómo no lo adivinó, repuso Mina, al ver que le rechazaba, a usted y a los mejores partidos de Francia? ¡Carácter extraño, pero admirable! exclamó el conde, procurando hacer olvidar su reacción de asombro. Me casé con un hombre indigno de mí, prosiguió la señorita de Vanghel; pero soy protestante y mi religión, esta religión que tanto me gustaría verle abrazar, me permite el divorcio. Pero no crea que en este momento puedo sentir amor por nadie, ni aun cuando se tratara del hombre que más estimación y confianza me inspirase. Sólo amistad puedo ofrecerle. Me gusta la vida en Francia; ¿cómo olvidarla cuando se la ha conocido? Necesito un protector; usted tiene un gran nombre, mucho talento, todas las ventajas que da una distinguida posición en la alta sociedad. Con una gran fortuna, su hotel puede llegar a ser la primera casa de París. ¿Quiere obedecerme como un niño? A cambio de esto, solamente a cambio de esto, le ofrezco mi mano para dentro de un año. Durante esta larga introducción, el conde de Ruppert calculaba los efectos de una novela poco agradable de sostener, pero siempre con una gran fortuna y, en el fondo, con una mujer realmente buena. Le juró obediencia y lo hizo con mucho garbo. Intentó por todos los medios llegar más adelante en los secretos de Mina. No insista, es inútil le contestaba Mina, riendo, ¿Tendrá el valor de un león y la docilidad de un niño? Soy su esclavo contestó el conde. Vivo escondida en las cercanías de Aix, pero sé todo lo que pasa en la ciudad. Dentro de ocho o nueve días mire al lago cuando den las doce en el reloj de la parroquia. Verá una olla flotando en las ondas. Al día siguiente estaré aquí, a las nueve de la noche, y le permito que venga. Si pronuncia mi nombre, si dice una palabra a quienquiera que sea, no me volverá a ver en su vida. Después del paseo por el lago, durante el cual se habló más de una vez de la belleza de Aniken, madame de Larcay volvió a su casa en un estado de irritación muy impropio de su carácter, todo dignidad y mesura. Dirigió a Mina unas palabras muy duras que le traspasaron el corazón, pues fueron dichas en presencia de Alfredo, y Alfredo no la defendió. Por primera vez contestó Mina de una manera viva e irrespetuosa. Madame de Larcay creyó ver en este tono la seguridad de una criada que, por el amor que inspira, se sale de su papel, y su ira se desbordó. Acusó a Mina de dar citas a ciertas personas en casa de la señora Cramer, la cual, a pesar del cuento de que habían reñido, estaba perfectamente de acuerdo con ella. «¿Me habrá traicionado ya ese monstruo de Ruppert?», se dijo Mina. Alfredo la miraba fijamente, como queriendo descubrir la verdad. Un modo de mirar tan poco delicado dio a Mina el valor de la desesperación: negó fríamente la calumnia que le imputaban y no añadió una palabra más. Madame de Larcay la despidió. Como eran las dos de la madrugada, Mina se llevó de acompañante al fiel Dubois a casa de la señora Cramer. Allí, encerrada en su cuarto, derramaba lágrimas de rabia pensando en los pocos medios de venganza que le permitía la absurda situación en que ella misma se había puesto. « ¿No vale, se dijo, abandonarlo todo y volverme a París? Lo que me he propuesto está por encima de mis facultades. Peto Alfredo no se acordará de mí más que con desprecio», añadía, bañada en lágrimas. Se daba cuenta de que, con esta horrible idea, que ya no la abandonaría, sería más desgraciada aún en París que en Aix a Madame de Larcay me calumnia. ¡Sabe Dios lo que dicen de mí en "La Redoute”! Estas palabras de codo el mundo me perderán en el alma de Alfredo. ¿Cómo se las iba a arreglar un francés para no pensar como lodo el mundo? ¿Ha podido oír pronunciar esas palabras delante de mí sin desmentirlas, sin dirigirme una palabra para consolarme? Pero ¿le amo todavía? Las horribles angustias que me torturan, ¿no son los últimos combates de este desgraciado amor? No vengarse es una indignidad.» Esto fue lo último que pensó. En cuanto amaneció mandó a buscar a monsieur de Ruppert. Le esperaba paseando muy excitada por el jardín. Poco a poco, un hermoso sol de verano fue iluminando las alegres colinas de los alrededores del lago. Esta alegría de la naturaleza aumentó la rabia de Mina. Por fin llegó monsieur de Ruppert. «La suerte casi echada se dijo Mina, al verle acercarse, tendré que empezar por dejar que hable él durante una hora.» Recibió a monsieur de Ruppert en el salón, y con ojos tristes contaban los minuto, en el reloj. El conde estaba encantado; era la primera vez que aquella extranjerilla le escuchaba con la atención debida a sus prendas. ¿Cree alguien en mis sentimientos?, preguntó a Mina cuando la aguja se rebasaba ya al minuto final de la hora de paciencia. Véngueme y lo creo todo. ¿Qué hay que hacer? Conquistar a madame de Larcay y conseguir que su marido se entere sin lugar a dudas de que le engaña. Entonces él le devolver el sufrimiento que emponzoña mi vida por causa de las calumnias de esa mujer. Su proyecto es atroz repuso el conde. Digamos bien que es difícil de ejecutar replicó Mina, con una sonrisa irónica. Como difícil, no replicó picado el conde Bueno, seré la perdición de esa mujer añadió en un tono ligero. Es lástima, era una buena mujer. Fíjese bien en que yo no le obligo en modo alguno a conquistar los favores de madame de Larcay le advirtió Mina Lo único que deseo es que su marido no pueda dudar de que los ha conseguido. El conde se marchó. Mina se sentía ahora menos desgraciada. Vengarse es actuar, actuar es esperar. «Si Alfredo muere se dijo, moriré yo.» Y salió. La satisfacción que la llenaba en este momento la divorció para siempre de la virtud. La prueba de aquella noche había sido demasiado fuerte para su carácter; no estaba preparada para oír cómo la calumniaban delante de Alfredo y ver cómo éste daba crédito a la calumnia. En lo sucesivo, podría pronunciar aún la palabra «virtud», pero sin fundamento: la venganza y el amor se habían apoderado por completo de su corazón. Trazó mentalmente todo el proyecto de su venganza. ¿Era realizable? Esta fue la única duda que la asaltó. No tenía otro medio de acción que el interés de un hombre necio y mucho dinero. Se presentó monsieur de Larcay. ¿Que viene a hacer aquí?, le preguntó Mina, muy altiva. Sufro mucho. Vengo a llorar con la mejor amiga que tengo en el mundo. ¡De modo que sus primeras palabras no son para decir que no cree la calumnia dirigida contra mí!; ¡Márchese! Decirle, como le digo, que no hay felicidad para mí lejos de usted replicó orgullosamente Alfredo, es responder a falsas acusaciones. No se enfade, Aniken prosiguió, con lágrimas en los ojos. Busque un medio razonable para que estemos juntos y estoy dispuesto a todo. Disponga de mí, sáqueme del abismo en que el azar me ha hundido. Por mi parte, no veo ningún medio. Su loe encía aquí justifica todas las calumnias de madame de Larcay; déjeme en paz y que no vuelva a verle más. Alfredo se marchó con más ira que dolor. No encuentra nada que decirnos», pensó Mina. Estaba desesperada: casi tenía que despreciar al hombre que adoraba. ¡De modo que no encontraba ningún medio para unirse a ella! ¡Y era un hombre, un militar! En cambio ella, una muchacha, había encontrado, desde el momento en que se enamoró de él, una manera, y una manera terrible: aquel disfraz que, si se descubriera, la deshonraría para siempre... Pero Alfredo había dicho: «Disponga de mí, busque un medio razonable.» Seguramente, a Mina le quedaba todavía en el alma un poco de remordimiento, pues estas palabra, la consolaron: querían decir que tenía poder para obrar. «Pero replicaba el abogado del infortunio Alfredo no ha dicho: "No creo la calumnia." La verdad es pensaba Mina que, por más que mi insensatez exagere la diferencia de maneras entre Alemania y Francia, yo no tengo la menor traza de criada. Y ¿cómo se explica que una muchacha de mi edad venga disfrazada a un balneario? Tal como es, no puedo ser feliz con él. "Busque un medio para estar juncos; estoy dispuesto a codo", me dijo. El es débil y yo tomo a mi cargo nuestra felicidad Pues bien, asumo el cargo, se dijo, levantándose y paseando por el salón muy excitada. Veamos en primer lugar si resiste a la ausencia o si es un hombre enteramente despreciable, un verdadero hijo de la ironía. Si es así, Mina de Vanghel conseguirá olvidarle.»Al cabo de una hora salió para Chambéry, que sólo dista unas` leguas de Aix. Alfredo, sin creer mucho en la religión, consideraba que no tenerla era de mal tono. Al llegar a Chambéry, la señora Cramer tomó de profesor a un joven ginebrino, que estudiaba para ministro protestante, para que diariamente explicara la Biblia a ella y a Aniken, a la que ahora, por afecto y por compensarla de su pasada cólera, llamaba sobrina. La señora Cramer se alojaba en la mejor hostería, y era muy fácil explicar su conducta. Creyéndose enferma, había mandado a buscar, pagándolos muy bien, a los primeros médicos de Chambéry. Mina les consultaba a veces sobre una enfermedad de la piel que de vez en cuando le quitaba sus hermosos colores y le ponía una tez de cuarterona. La señora de compañía comenzó a sentirse mucho menos escandalizada del nombre de Cramer que le habían hecho adoptar y de toda la conducta de la señorita de Vanghel. La creía simplemente loca. Mina alquiló «Les Charmettes una cana de campo situada en un valle solitario a un cuarto de hora de Chambéry, donde Rousseau cuenco que pasó los momentos más felices de su vida. Los escritos de este autor eran su único consuelo. Un día gozó un delicioso momento de felicidad. En el recodo de un sendero, en el bosquecillo de castaños que había frente a la modesta casa de «Les Charmettes, se encontró con Alfredo. Hacía quince días que no le veía. Con una timidez que encantó a Mina, Alfredo le propuso que dejase el servicio de la señora Cramer y aceptase de él una pequeña renta. Tendría una doncella en vez de serlo usted, y yo no la vería nunca sino en presencia de esa doncella `. Aniken rechazó el ofrecimiento por motivos de religión. Le dijo que ahora la señora Cramer era muy buena con ella y parecía arrepentida de su comportamiento al llegar a Aix. Recuerdo muy bien acabó por decirle las calumnias que me levantó madame de Larcay; esas calumnias me imponen el deber de rogarle que no vuelva a «Les Charmettes». A los locos días, Mina fue a Aix; quedó muy contenta de monsieur de Ruppert. Madame de Larcay y sus nuevas amigas aprovechaban la buena estación para hacer excursiones por las cercanías. En una que hicieron a Haute-Combe (una abadía situada al otro lado del lago de Bourget, frente a Aix, y que es el Saint’Denis de los duques de Saboya), monsieur de Ruppett, el cual, siguiendo las instrucciones de Mina, no había procurado entrar en el grupo de madame de Larcay, e hizo notar rondando por los bosques que circundan Haute-Combe. Los amigos de madame de Larcay hablaron mucho de esta .tirad de timidez en un hombre conocido por su audacia. Les pareció evidente que le había entrado una gran pasión por madame de Larcay. Dubois dijo a Mina que su señor estaba terriblemente melancólico. Echa de menos una grata compañía, y además añadió Dubois tiene otro motivo de preocupación. ¡Quién lo hubiera dicho de un hombre tan sensato! ¡Tiene celos del señor conde de Ruppert! A monsieur de Ruppert le divertían estos celos. ¿Me permite, propuso a la señorita de Vanghel, hacer que ese pobre Larcay intercepte una carta apasionada que yo escribiré a su mujer? Serán divertidísimas las negativas de ésta, si es que él se determina a hablarle del asunto. Haga lo que quiera, aceptó Mina; pero sobre todo añadió en un tono muy enérgico tenga buen cuidado de que no haya duelo con monsieur de Larcay; si éste llega a morir, no me casaré nunca con usted. Se arrepintió inmediatamente del tono severo con que había dicho Batas palabras y procuró hacérselas perdonar. Se dio cuenta de que monsieur Ruppert no había notado la dureza de lo que le había dicho sin querer, y esto aumentó el desdén que sentía por él monsieur de Ruppert le contó que acaso madame de Larcay no fuera completamente insensible a sus atenciones; mas, por divertirse él, al mismo tiempo que le hacía la corte en toda regla, se cuidaba mucho, cada vez que encontraba ocasión de hablar con ella a solas, de no dirigirle sino palabras completamente indiferentes y anodina. A Mina le pareció muy bien este comportamiento. Era propio de su carácter un carácter que, con algunas apariencias de razón, era lo más opuesto a la razón no despreciar a medias. Consultó audazmente a monsieur de Ruppert sobre una importante cantidad de dinero que quería invertir en títulos del Tesoro de Francia, y le dio a leer las cartas de su administrador en Konigsberg y de su banquero en París. Observó que la lectura de estas cartas alejaba unas palabras que ella no quería oír pronunciar: su interés por monsieur de Larcay. ¡Qué diferencia!, se decía, mientras monsieur de Ruppert le daba minuciosos consejos sobre la colocación de dinero. Hay gentes que piensan que el conde es más inteligente y más interesante que Alfredo. ¡Oh nación de gentes groseras; Oh nación de hombres de vaudeville! ¡Cuánto más me gustaría la grave bondad de mis buenos alemanes, si no fuera por la triste necesidad de frecuentar una curte y de casarme con el ayudante de campo favorito del rey! »Dubois vino a decirle que Alfredo había sorprendido una carta especial del ronda de Ruppert dirigida a madame de Larcay y que Alfredo se la había mostrado a su mujer, la cual le aseguró que aquella carta no era más que una broma de mal gusto. Al oír esto, Mina no pudo dominar su inquietud. Monsieur de Ruppert podía representar todos los papeles, menos el de un hombre demasiado paciente Le propuso que fuera a pasar ocho días a Chambéry. El no se mostró muy presuroso a aceptar. Estoy haciendo cosas bastante ridículas; escribo uno carta que puede dar lugar a que se hable mal de mí; lo menos que puedo hacer es que no parezca que me escondo. Y precisamente tiene que esconderse, replicó altanera Mina; ¿Quiere vengarme, sí o no? Yo no quiero que madame de Larcay me deba la suerte de quedarse viuda. ¡Apuesto que preferiría que el viudo fuese el marido! ¿Y a usted qué le importa?, replicó Mina. Tuvo una escena muy viva con monsieur de Ruppert, el cual se marche furioso; pero debió de reflexionar sobre la escasa probabilidad de que inventaran la calumnia que él temía. Su vanidad le recordó que su bravura era notoria. Podía reparar de un solo paso todas las locuras de su juventud y conquistar en un momento una posición soberbia en la sociedad de París; esto valía más que un duelo. La primera persona que Mina vio en «Les Charmettes» al día siguiente de volver de Aix, fue monsieur de Ruppert. Su presencia la puso muy contenta, pero aquella misma noche se presentó en Les Charmettes monsieur de Larcay. No buscaré excusa ni pretexto le dijo con sencillez. No puedo pasar .quince días sin verla, y esos quince días se cumplieron ayer. También Mina los había contado; nunca la había seducido tanto Alfredo, pero temblaba ante la idea de que tuviera un duelo con monsieur de Ruppert. Hizo todo lo posible por que le contara algo sobre la carta interceptada. Le encontró preocupado, pero Alfredo no le dijo nada, o sólo esto. Tengo un gran disgusto; no se trata de ambición ni de dinero, y el efecto más claro de mi triste posición es aumentar el apasionado cariño que siento por usted. Lo que me desespera es que el deber no puede nada en mi corazón. Decididamente, me es imposible vivir sin usted. Pues yo no viviré jamás sin usted repuso ella, cogiéndole la mano, cubriéndosela de besos e impidiéndole que la abra Cuide de su vida, porque yo no le sobreviviría ni una hora. ¡Ah, lo sabe todo!, replicó Alfredo, y tuvo que violentarse para no proseguir. Al día siguiente de volver monsieur de Larcay a Aix, un segundo anónimo le informó de que, durante su última excursión por las montañas (era el tiempo que había invertido en ira Chambéry), su mujer había recibido en su casa a monsieur de Ruppert. El anónimo terminaba así. Hoy, a medianoche, será recibido monsieur de R. Me doy perfecta cuenta de que no puedo inspirarle ninguna confianza; así pues, no obre a la ligera. No haga nada violento, si es que ha de hacerlo hasta que haya visto con sus propios ojos. Si me engaño y le engaño, la cosa no le costará más que una noche pasada en cualquier escondite cerca de la habitación de madame de Larcay. A Alfredo le perturbó mucho esta carta. Al poco rato recibió una esquela de Aniken: «Acabamos de llegar a Aix; la señora Cramer se ha retirado ya a su cuarto. Estoy libre, venga.»Monsieur de Larcay pensó que, antes de apostarse al acecho en el jardín de su casa, tenía tiempo de pasar diez minutos con Aniken. Llegó a casa de ésta muy inquieto. Esta noche, ya comenzada, iba a ser tan decisiva para Mina como para él; pero Mina f estaba tranquila. Para todas las objeciones que le hacía su razón, tenía la misma respuesta: la muerte. Se calla dijo Mina, pero es evidente que algo extraordinario le ocurre. No debía darme la pena de verle. Pero, ya que se ha dignado venir, no quiero dejarle en toda la noche. Contra lo que Mina esperaba, Alfredo consintió sin dificultad. En las circunstancias decisivas, un alma fuerte expende en torno suyo una especie de grandeza que es la felicidad. Voy a hacer el estúpido oficio de marido dijo por fin Alfredo Voy a esconderme en mi jardín; creo que es la manera menos penosa de salir de la preocupación que acaba de darme un anónimo. Y se lo enseñó. Qué derecho tiene le dijo Mina a deshonrar a madame de Larcay: ¿No están en evidente divorcio? La abandona usted y renuncia al derecho de ocupar su alma; la entrega bárbaramente al aburrimiento natural de una mujer de treinta años, rica y sin la más leve desgracia: ¿no está ella en su derecho si busca a alguien que la entretenga? ¡Y usted me dice que me ama, usted, más culpable que ella, pues antes que ella ha ultrajado usted el lazo común, y está loco: quiere condenarla a un aburrimiento eterno! Esta manera de pensar era demasiado elevada para Alfredo; pero Mina lo decía en tal tono de voz, que le daba fuerza. Alfredo admiraba el poder que tenía sobre él y estaba encantado. Mientras se digne tenerme con usted acabó por decirle, yo no conoceré ese aburrimiento de que habla. A medianoche, hacía ya tiempo que todo estaba tranquilo a orillas del lago; se hubieran oído los pasos de un dato. Mina había seguido a Alfredo detrás de uno de esos setos de arbustos que todavía se ven en les jardines de Saboya. De pronto, un hombre saltó de una pared al jardín. Alfredo quiso correr tras él. Mina le sujetó fuertemente. ¿Cómo iba a salir de dudas, si le matara?, le dijo en voz muy baja. Si no fuera más que un ladrón o el amante de otra mujer y no de la suya, ¡qué remordimiento por haberle matado! Alfredo había reconocido al conde; estaba loco de ira. A Mina le costó mucho trabajo retenerle. El conde cogió una escalera de mano que estaba adosada a lo largo de una pared y la apoyó rápidamente contra una galería de madera de ocho o diez pies de altura que ocupaba toda la fachada del primer piso. Una de las ventanas del cuarto de madame de Larcay daba a esta galería. Monsieur de Ruppert entró por una ventana del salón. Alfredo corrió a una puertecita de la planta baja que daba al jardín; Mina le siguió, retardando un poco el momento en que él pudo coger un encendedor y encender una vela; Mina consiguió quitarle las pistolas. Quiere despertar con un disparo, le dijo a los bañistas que ocupan los otros pisos de esta casa; ¡Bonita anécdota para mañana! Aun admitiendo una venganza que me parece ridícula, ¿no es preferible que un público malévolo y desocupado no se entere de la ofensa hasta el momento le la venganza? Alfredo avanzó hasta la puerta de la habitación de su mujer. Mina le seguía. ¡Estará bonito, le dijo, que tuviera el valor de maltratar a su esposa en presencia mía! Alfredo llegó a la puerta y la abrió bruscamente. Vio a monsieur de Ruppert escapar en camisa de detrás de la cama de madame de Larcay, que estaba al fondo de la habitación. Monsieur de Ruppert llevaba seis pasos de ventaja; tuvo tiempo de abrir la ventana, se lanzó a la galería de madera y de aquí al jardín. Monsieur de Larcay se apresuró a seguirle. pero, en el momento en que llegué al muro que separaba el jardín del lago, la barca en que huía monsieur de Ruppert estaba a cinco o seis toesas3 de la orilla. ¡¡Hasta mañana, monsieur de Ruppert!, le gritó el de Larcay. No hubo respuesta. Alfredo volvió a subir rápidamente a la habitación ele su mujer. Mina, que se paseaba muy nerviosa por el salón que Precedía al dormitorio, le detuvo al pasar. ¿Qué pretende hacer? le dijo Asesinar a madame de Larcay? ¿Con qué derecho? Yo no se lo permitiría. Si no me da su puñal, grito para decirle que escape. Verdad es que mi presencia, me compromete terriblemente ante sus criados. Mina vio que estas palabras producían efecto. ¡Me ama y quiere deshonrarme!, añadió vivamente. Monsieur de Larcay le tiró el puñal y entró furibundo en la habitación de su mujer. La escena fue muy viva. Madame de Larcay, inocente por completo, había creído que se trataba de un ladrón; no había visto ni oído a monsieur de Ruppert. Estaba loco acabó por decir a su marido, y ¡ojalá fueses sólo eso, un loco! Lo que quieres es una separación. Pues tendrás la separación. Pero ten al menos la prudencia de no decir nada. Mañana vuelvo a París; diré que estás viajando por Italia y yo no he querido acompañarte. ¿A qué hora piensa batirse mañana por la mañana? le preguntó Mina cuando le vio. ¿Qué dice? preguntó a su vez monsieur de Larcay. Que es inútil fingir conmigo. Deseo que, antes de ir a buscar a monsieur de Ruppert, me dé la mano para subir a una batea; quiero dar un paseo por el lago. Si es lo bastante estúpido pata dejarse matar, el agua del lago pondrá fin a mis tormentos. Pues bien, Aniken querida, hágame feliz esta noche. Tal vez mañana este corazón que, desde que la conozco, no ha latido más que para usted, y esta preciosa mano que aprieto contra mi pecho pertenecerán a unos cadáveres alumbrados por un cirio y velados en el rincón de una iglesia por dos sacerdotes saboyanos. Este hermoso día es el momento supremo de nuestra vida: ¡que sea el más feliz! A Mina le fue muy difícil resistir a los arrebatos de Alfredo. Seré suya le dijo, pero si vive. En este momento, el sacrificio sería demasiado grande; prefiero verle como es. Fue para Mina el día más feliz de su vida. Probablemente, la perspectiva de la muerte y la generosidad del sacrificio que hacía borraban los últimos rastros del aburrimiento. Al día siguiente, mucho antes de salir el sol, llegó Alfredo, le dio la mano y la ayudó a subir en una bonita barca de paseo. ¿Podría soñar una felicidad más grande que la nuestra?, decía Mina a Alfredo al dirigirse al lago. Desde este momento me perteneces, eres mi esposa, y te prometo vivir y volver a la orilla a llamar a la barca, allí, cerca de aquella cruz. En el momento en que Mina iba a decirle quien era, dieron las seis. No quiso alejarse de la orilla y los barqueros c pusieron a pescar, con lo cual tuvo la satisfacción de verse libre de sus miradas. Al dar las diez, divisó a Alfredo corriendo hacia la orilla. Estaba muy pálido. Mina mandó atracar para bajarse de la barca. Está herido, y quizá de gravedad le dijo Alfredo. Toma ese barco, querido, le pidió Mina. Este incidente te pone a merced de las autoridades del país. Tienes que desaparecer por dos días. Vete a Lyon; te tendré al corriente de lo que ocurra. Alfredo vacilaba. Piensa en los comentarios de los bañistas. Estas palabras decidieron a monsieur de Larcay. Tomó el barco. Al día siguiente monsieur de Ruppert estaba fuera de peligro, pero acaso tendría que guardar cama un mes o dos. Mina fue a verle aquella noche y estuvo con él muy expresiva y afectuosa. ¿No es mi prometido?, le mintió con perfecta naturalidad; y le determinó a aceptar una carta de crédito muy importante sobre su banquero de Francfort. Tengo que marcharme a Lausanne. Quiero que antes de nuestra boda recupere usted el magnífico castillo de su familia que sus locuras le obligaron a vender. Para eso hay que enajenar una finca que yo tengo cerca de Custrin. En cuanto pueda andar, vaya a vender esa finca; le enviaré desde Lausanne el poder necesario. Si es preciso, aténgase a una rebaja en el precio o descuente las letras de cambio que le den. En fin, es necesario a todo trance que disponga de dinero constante. Si me caso con usted, conviene que en el contrato de matrimonio aparezca tan rico como yo. El conde no concibió la menor sospecha de que Mina le trataba como a un agente subalterno al que se paga con dinero. En Lausanne tenía la alegría de recibir en todos los correos cartas de Alfredo. Monsieur de Larcay comenzaba a comprender lo mucho que su dueto simplificaba su situación con Mina y con su mujer. «Ella no es culpable, le decía Mina; tú la abandonaste. Quizá se ha equivocado eligiendo a monsieur de Ruppert; pero madame de Larcay no debe salir perjudicada en cuanto al dinero.» Alfredo le asignó una pensión de cincuenta mil francos, más de la mitad de su fortuna. ¿« Qué voy a necesitar yo?, escribía Alfredo a Mina No pienso volver a París hasta dentro de dos años, cuando se haya olvidado esta ridícula aventura.» «Eso no le contestó Mina; llamarías la atención cuan do volvieras. Mejor es que vayas a mostrarte a la opinión pública mientras ésta se ocupa de ti. Piensa que tu mujer no tiene ninguna culpa.»Pasado un mes, monsieur de Larcay se reunió con Mina en el precioso pueblo de Belgirate, a orillas del lago Mayor, a unas millas de las islas Borromeas. Mina viajaba con un nombre falso. Si quieres, dile a la señora Cramer que eres mi prometido como decimos en Alemania. Te recibiré siempre con alegría, pero nunca sin que esté delante la señora Cramer. A monsieur de Larcay le parecía que a su felicidad le faltaba algo, pero no se podría encontrar en la vida de un hombre uno época tan dichosa como el mes de septiembre que él pasó con Mina a orillas del lago Mayor. Mina le vio tan prudente, que poco a poco fue perdiendo la costumbre de llevar a la señora Cramer en sus paseos. Un día, remando por el lago, le dijo Alfredo riendo. Pero ¿quién crea, criatura encantadora? No cree en modo alguno que seas la doncella de la señora Cramer. Bueno, ¿quién quieres que sea? ¿Una actriz a quien le ha tocado el primer premio de la lotería y ha querido pasar unos años de juventud en un mundo de hadas, o acaso una amancebada que, muerto su amante, ha querido cambiar de condición? Aun cuando fuera eso o algo peor aún, si mañana supiera la muerte de madame de Larcay, pasado mañana te pediría en matrimonio. Mina le abrazó frenética de alegría. Soy Mina de Vanghel, a quien conociste en casa de madame de Cély. ¿Cómo no me has reconocido? ¡Ah, es que el amor es ciego! añadió riendo. Grande fue la alegría de Alfredo al poder estimara Mina, pero la de Mina fue más íntima aún. Le faltaba a su felicidad no ocultar nada a su amigo. La persona que ama sufre cuando engaña al ser amado. Pero la señorita de Vanghel habría hecho bien en no decir su nombre a monsieur de Larcay. Al cabo de unos meses, Mina observó en Alfredo un fondo de melancolía. Habían ido a pasar el invierno en Nápoles con un pasaporte en que figuraban como marido y mujer. Mina no le ocultaba ninguno de sus pensamientos, y a él le daba miedo el genio de Mina. Ella pensó que él añoraba París y le pidió de rodillas que fuera a pasar allí un mes. Alfredo le juró que no lo deseaba. Pero seguía melancólico. Voy a jugarme la felicidad de mi vida le dijo un día Mina; pero tu melancolía es más fuerte que mis resoluciones. Alfredo no comprendía lo que Mina quería decir, pero le dio una alegría loca cuando le dijo llévame a Torre del Greco. Mina creyó adivinar la causa del fondo de tristeza que había observado en Alfredo desde que ella era completamente suya. Pero, enloquecida de felicidad y de amor, olvidó todas sus ideas. «La muerte y mil muertes que llegaran mañana se decía serían poca cosa para pagar lo que estoy viviendo desde que Alfredo se batió.» Era deliciosamente feliz haciendo todo lo que él deseaba. En la exaltación de esta felicidad, Mina no tuvo la prudencia de velar los fuertes pensamientos que constituían la esencia de su carácter. Su manera de buscar la felicidad no solamente tenía que parecer extraña a un alma vulgar, sino también herirla. Hasta entonces, Mina se había cuidado de no violentar en monsieur de Larcay lo que ella llamaba los prejuicios franceses. Tenía que explicarse loe l: diferencia de países lo que se veía obligada a no admirar en él: aquí se dio cuenta Mina de la desventaja que tenía la enérgica educación recibida de su padre, una educación que, fácilmente, podía hacerla odiosa. Tan exaltada estaba, que cometió la imprudencia de pensaren voz alta con Alfredo. Dichoso el que, llegado a este período del amor, inspira piedad, y no envidia, al ser amado. Mina estaba tan loca, su amante le parecía hasta tal punto el prototipo de todo lo noble, de todo lo bello, de todo lo seductor y adorable del mundo, que, aunque hubiera querido, no habría tenido valor para callarse nada de lo que pensaba. Ocultarle la funesta intriga que había dado lugar a lo ocurrido aquella noche en Aix era para ella, desde hacía ya tiempo, un esfuerzo como superior a sus facultades. Desde el momento en que el arrebato de los sentidos le quitó la fuerza ele no ser perfectamente franca con monsieur de Larcay, sus raras maldades se volvieron contra ella. Le gastaba bromas sobre el fundo de tristeza que notaba en él. Su amor llegó al último grado de locura. ¡Qué insensatez preocuparse así! Acabó por decir: Es que yo estoy más enamorada que él. ¡Qué tontería atormentarme por una cosa que ocurre siempre en la mayor felicidad que existe en el mundo! Por otra parte, yo sufro la desgracia d: tener un carácter más inquieto que el .suyo; y, en fin, Dio es justo añadió .Suspirando (pues el remordimiento venía con frecuencia a turbar su felicidad desde que ésta era tan grande); tengo sobre mi conciencia una gran falta; la noche de Aix pesa sobre mi vida.»Se acostumbró a la idea de que Alfredo estaba destinado por su naturaleza a amar menos apasionadamente que ella. «Aun cuando fuerce menos tierno, aún pensaba, mi suerte es adorarle. Por fortuna mía, no tiene vicios infame, me doy perfecta cuenta de que no me costaría nada cualquier crimen si él quisiera inducirme a él.»Un día, por grande que fuera la fantasía de Mina, la impresionó fuertemente la sombría preocupación que atormentaba a Alfredo. Desde hacía tiempo había adoptado la idea de dejar aire a madame de Larcay la renta de sus bienes, hacerse protestante y casarse con Mina. .Aquel día, el príncipe de S. daba una fiesta que tenía en movimiento a codo Nápoles y a la que, naturalmente, no estaban invitados. Mina se figuró que su amante echaba de menos los goces y e l esplendor de una gran fortuna. Le animó con empeño a ir, e inmediatamente a Konigsberg. Alfredo bajaba los ojos y no comerciaba. Por fin los levantó de repente y su mirada expresaba, no amor, sino una penosísima sospecha. Mina se quedó aterrada. Dime una cosa, Mina. La noche en que yo sorprendí a monsieur de Ruppert en el cuarto de mi mujer, conocías tú los proyectos del conde e En una palabra, ¿estabas de acuerdo con él? Contestó Mina con firmeza: Madame de Larcay no ha pensado jamás en el conde; yo creí que me pertenecías porque te amaba. Lo, dos anónimos los escribí yo. Eso es un., infamia respondió fríamente Alfredo. Se acabó la ilusión. Voy a reunirme con mi mujer. Te compadezco y ya no te amo. En el tono de su, voz trascendía el amor propio ofendido. Se marchó. «A esto se exponen las almas grandes. Peto les queda un recurso», pensé Mina, asomándose a la ventana y siguiendo con los ojos a su amante hasta el final de la calle. Cuando le perdió de vista, entró en el cuarto de Alfredo y se mató de un tiro en el corazón. ¿Fue su vida un falso cálculo? Su felicidad había durado ocho meses. Era un alma demasiado ardiente para conformarse con la realidad de la vida.