Edith Wharton PRÓLOGO Si no supiéramos que la presente novela es una de las obras más famosas de Edith Wharton y si la autora no nos advirtiera en el prefacio que lo que va¬mos a leer es una modesta historia situada en un pue¬blo de Nueva Inglaterra (por más que la modesta his¬toria se trate de una tragedia, como veremos, y las tragedias no se caracterizan por su modestia), el en¬cuentro con Ethan Frome nos sorprendería y tal vez pensáramos que el editor de la novela ha cometido un descomunal error al imprimir el título bajo el nombre de Edith Wharton. Aunque la agilidad del estilo y la manera directa en que nos presenta al personaje cen¬tral (el protagonista de una historia acaecida hace años) nos podrían hacer pensar en ella como candi¬data a la autoría del libro, el asunto se separa de tal modo de los que suelen ser habituales en sus obras, que probablemente en seguida desecharíamos su candidatura El eco de Cumbres borrascosas añadiría mayor perplejidad a nuestro ánimo, porque no se percibe fá¬cilmente la influencia de Emily Brontë en el resto de las novelas de Edith Wharton, tan neoyorquinas, tan interesadas en escrutar las ondulaciones y pequeñas turbulencias de la superficie y las formas de una clase social ávida de dinero, poder y fama, y fundamental¬mente cínica. Ningún rastro de Emily Brontë en esos entresijos. Y sin embargo, en cuanto el amargo aire que envuelve al alto, delgado y descalabrado Ethan Frome llega a nuestro entorno de lectores, no pode¬mos dejar de evocar aquel páramo desolado por el que el alma de Catherine Earnshow deambulaba errante, y presentimos que los personajes de la historia que se avecina nos van a ofrecer un rostro desencantado. No lo presentimos, lo sabemos, porque Ethan Frome es, lo describe la autora, lúgubre, enteco y prematura¬mente viejo, un hombre de cincuenta y dos años cuya savia se secó hace tiempo, un muerto en vida. Pero una aureola de fascinación lo envuelve, una inaprehensible pero profundísima dignidad emana de él, y hace que el narrador, y los lectores todos, se interesen por su vida, por ese pasado que flota, va con aire de tragedia, a su alrededor, y que tal vez se trate de una historia de amor. Si hubiera que ponerle un rostro y una figura a este personaje, puede que los correspondientes al ve¬terano actor James Stewart fuesen los que a mi entender se acomodaran mejor a la impresión que Edith Wharton nos transmite cuando vemos por primera vez a Ethan Frome. Esa cálida mezcla de desgana, estoi¬cismo, dureza y desvalimiento que nos transmite el conocido actor es la que rodea a Frome. Y la mirada, claro. ¿Qué habrá en el fondo de los ojos de Ethan Frome, en esa eterna pregunta que, como un James Stewart ya maduro, sigue dirigiendo a la vida? He aquí, pues, a Edith Wharton frente al páramo, frente a un drama de muy pocos personajes, encerra¬dos en un pueblo perdido de Nueva Inglaterra, frente a un relato invernal, ingrato, inmisericorde. Y, en una excepción, la autora escribe un prefacio para definir lo que va a poner en nuestras manos y prepararnos, quizá, para la forma en que nos va a hacer su entrega. Edith Wharton declara que éste es «el primer tema al que me aproximaba con entera confianza en su va¬lor», lo cual no deja de resultar significativo en una autora que aborda un asunto totalmente nuevo. Se siente fascinada por la dificultad del asunto (no olvi¬demos que en los otros, los que constituyen la mate¬ria del resto de sus novelas, se movía como pez en el agua), y opta presentarlo «sin ornamentos añadidos ni trucos de ropaje o iluminación», convencida de que el tema de su historia «debía ser tratado sin am¬bages y de forma concisa, tal y como la vida se había presentado siempre a mis protagonistas; cualquier intento de elaborar o complicar sus sentimientos hu¬biera falseado necesariamente el conjunto». Del breve prefacio de la autora deducimos que esta novela, publicada en 1911, nueve años más tarde que su primera novela y diez años antes que una de sus obras más reconocidas, La edad de la inocencia, es decir, en el punto medio del periodo más brillante de su producción, representa un reto para ella. Ya podemos, por tanto, prescindir del adjetivo «mo¬desta» con el que se calificaba a la historia, más aún cuando, como acaba de declarar, la va a contar «sin ornamentos ni trucos». El eco de Cumbres borrascosas vuelve a hacerse sentir cuando, todavía en la primera página, aparece uno de los testigos de la historia, Harmon Gow, conocedor de la crónica de tantas familias del pueblo, pero como el narrador palpa en la de Ethan Frome unos vacíos patentes y tiene «la sensación de que en esos vacíos de la historia era donde residía su signifi¬cado más profundo», busca a otros testigos, y no hace falta que vaya muy lejos, pues su propia anfitriona, la señora de Ned Hale, conoce de sobra a Frome, aun¬que de momento no parece querer rememorar un pasado que califica de horrible. Y he aquí que el na¬rrador entabla su propia relación con el misterioso per¬sonaje, y así llega a articular su propia versión de la historia. ¿Cómo apartar de nuestras cabezas a Lookwood, el inquilino de Cumbres borrascosas, escuchando la vida de Catherine de labios de Nelly Dean, enfrentándose él mismo al tenebroso Heathcliff? No resulta arriesgado suponer que Edith Wharton tenía en men¬te a estos personajes y que, probablemente, se hubiera acogido a la invocación de Emily Brontë al plantearse el reto de esta novela. «Emily Brontë —escribió en A Backward Glance— hubiera descubierto tragedias tan salvajes en nuestros remotos valles como en sus bre¬zales de Yorkshire.» Y describió así esos remotos va¬lles: «En aquellos días, los pueblos del oeste de Massachusetts, aprisionados la mayor parte del año por la nieve, eran todavía lugares macabros tanto física como moralmente: locura, incesto y el lento pero progresivo empobrecimiento moral e intelectual permanecían ocultos detrás de las fachadas de madera sin pintar de la larga calle del pueblo o de las granjas aisladas de las colinas más próximas.» Pero aun siendo en esta novela, sin duda empu¬jada por la dureza y esencialidad del tema que abor¬daba, cuando Edith Wharton se aparta más de su maestro Henry James, los ecos de Emily Brontë, una autora que partía de unos presupuestos absoluta¬mente dispares de los suyos, se van disolviendo, ha¬ciendo más delgados, aún sin llegar a desaparecer. Las poderosas y avasalladoras personalidades que deam¬bulan por las páginas de Cumbres borrascosas no tie¬nen mucho que ver con los protagonistas del drama que marcó la vida de Ethan Frome. Una autora de la talla de Edith Wharton tenía que tener su propio mensaje, su propio mundo, y su elección se decanta hacia unos personajes que se caracterizan por la in¬decisión. Y en la indecisión radica el encanto de la novela, en la inseguridad de los amantes, en sus mie¬dos internos, que hemos de imaginar insondables, en la permanente duda que los alimenta. Las mejores escenas se logran cuando su timidez alcanza los más altos grados: en las escasas horas en que los enamo¬rados están a solas no se atreven apenas a mirarse, a rozarse las manos, pero la fuerza de su mutua atrac¬ción es tan poderosa que el lector llega a escuchar los latidos de sus corazones. Envueltos en una insupera¬ble sensación de culpabilidad, los personajes brillan bajo la tenue luz de las lámparas y el fuego de la chi¬menea. En ese acogedor ambiente, sus deseos y sue¬ños nos conmueven. Pero la culpabilidad llega a ha¬cerse tan patente que el lector tiene la impresión de que es un personaje real y que está allí, impidiéndoles la mirada abierta, los gestos, deteniendo, controlando el amor. La constante presencia de la nieve en el ex¬terior supone un contrapunto a esta onerosa carga de los sentimientos culpables. Ciertamente, el frío está afuera, el fuego de la chimenea y el de la pasión, den¬tro, muy dentro. Y el frío, la nieve, como la culpabili¬dad, amenazan... No deja de ser significativo que el personaje más fuerte sea una enferma y que su arma sea el chantaje, el recurso de los débiles. Nuestra simpatía de lectores no se inclina hacia esta clase de débiles, sino hacia los otros, los que no consiguen traspasar las barreras de la culpabilidad. La autora, como nos había anun¬ciado, nos presenta la historia «sin ornamentos ni trucos», con absoluta limpieza. Los personajes son los mínimos: únicamente tres, porque donde hay tres personajes está asegurado el conflicto. El escenario varía muy poco: la casa, la sala de baile y la cuesta por la que se deslizan los trineos. Y la historia tam¬poco se plantea para que conozcamos a fondo los tormentos del amor. Es como una acuarela, trazada con delicadeza, hecha para sugerir. El contundente final viene a caer sobre los escenarios como el pesado telón de los finales de las representaciones teatrales, separándonos del mundo de la ficción y devolvién¬donos a nuestra realidad, pero lo que prevalece en nuestro recuerdo son las cálidas escenas de las ante¬riores vacilaciones, los temblores tímidos del amor, el halo de la omnipresente culpabilidad, que Edith Wharton ha trazado con maestría. El gran acierto de la autora es llegar a crear una at¬mósfera próxima a los relatos de terror (y aquí la sombra de Henry James y, sobre todo, de su Otra vuelta de tuerca atraviesa la sala de nuestra lectura). Apoyada en contados elementos —la remota posibili¬dad de una fuga, la incertidumbre de la corresponden¬cia en el amor, las limitaciones económicas, el paisaje desnudo e inclemente—, prescindiendo voluntaria¬mente de la complejidad y de la profundización, la autora se centra en transmitir la sensación de fatalismo que envuelve a los protagonistas y la terrible medio¬cridad en la que están inmersas sus vidas, y lo hace de forma impecable. Que hay historias así nos lo dice la realidad. Inclu¬so hoy, entre las páginas de los periódicos, llega hasta nosotros alguna vez una historia estremecedora ha¬llada en un pueblo remoto. Historias crueles, de pue¬blo, de temores, de incomunicación, de mundos ce¬rrados, de cartas que no se pueden cambiar. Como en el resto de sus novelas, y a pesar del conservadurismo de la autora, gravita en el aire la acusación a una so¬ciedad rígida, hipócrita y represiva. Hay siempre en ellas amargura, lucidez y sátira. En Ethan Frome, lo que por encima de todo le interesa a Edith Wharton es construir una historia de culpa que justifique la tra¬gedia que está marcada en el rostro lúgubre, enjuto y envejecido de un hombre acabado a quien, sin embar¬go, rodea un atrayente halo de misterio, un hombre que podría dedicarnos, bajo el ala de su sombrero, una melancólica mirada azul. SOLEDAD PUÉRTOLAS PREFACIO DE LA AUTORA¬ Había tenido ocasión de conocer algo de la vida en un pueblo de Nueva Inglaterra mucho an¬tes de que estableciera mi hogar en el mismo condado que mi imaginario Starkfield; no obstante, durante los años pasados allí, ciertos aspectos llegaron a ser¬me mucho más familiares. Incluso antes de aquella iniciación definitiva, sin embargo, ya había advertido, con gran disgusto, que la Nueva Inglaterra de las novelas guardaba escaso parecido, si exceptuamos una vaga semejanza botá¬nica y dialectal, con la abrupta y hermosa región que yo había conocido. Incluso la abundante enumera¬ción de helechos, plantas de jardín y laureles silves¬tres, y la concienzuda reproducción de lo vernáculo me dejaban con la sensación de que los crestones de granito habían sido, en ambos casos, pasados por alto. Tal impresión es estrictamente personal y si dejo cons¬tancia de ella aquí es porque explica mi novela Ethan Frome y para algunos lectores puede también en gran medida justificarla. En cuanto a los orígenes de la historia, eso es to¬do. No hay nada más que decir de ella que tenga al¬gún interés, excepto lo que se refiere a su construc¬ción. El problema que se me planteaba, tal como lo vi desde el primer momento, era el siguiente: debía ocu¬parme de un tema cuyo clímax dramático, o si se pre¬fiere su anticlímax, tiene lugar una generación des¬pués de los primeros actos de la tragedia. Pero a cualquier lector convencido, como yo siempre lo he estado, de que todos los temas (en el sentido que tiene la palabra para un novelista) contienen implícitamente su forma y dimensiones propias, le habría parecido que este espacio de tiempo forzoso designaba a Ethan Frome como el tema de la novela. Sin embargo, en ningún momento fue ésta mi intención ya que, al mis¬mo tiempo, tenía la impresión de que el tema de mi historia no era de los que permitían introducir dema¬siadas variaciones. Había que tratarlo sin ambages y de forma concisa, tal como la vida se había presentado siempre a mis protagonistas; cualquier intento de elaborar o complicar sus sentimientos habría falseado necesariamente el conjunto. Ellos, estos personajes, eran, en verdad, mis crestones de granito; sólo que aún estaban a medio emerger del suelo y eran algo más ar¬ticulados. Esta incompatibilidad entre tema y proyecto po¬dría haber parecido sugerir, quizá, que mi «situación» debía, a fin de cuentas, desecharse. Todo novelista ha recibido alguna vez la visita de fantasmas insinuadores de buenas situaciones falsas, temas-sirena que atraen su embarcación hacia las rocas; escucha a menudo sus voces y contempla el espejismo que le brindan mien¬tras atraviesa el árido desierto con el que se encuentra siempre a la mitad del camino de cualquier obra que tenga entre manos. Conocía muy bien el canto de estas sirenas y, en más de una ocasión, me había concentra¬do en mis tareas más enojosas hasta que las sentía ale¬jarse de mis oídos llevándose, quizás, entre sus tules de mil colores, una obra de arte perdida para siempre. Pero no tuve miedo de ellas en el caso de Ethan Frome. Era el primer tema al que me aproximaba con entera confianza en su valor, para mis propósitos, y con una fe relativa de mi capacidad para transmitir al menos una parte de cuanto yo veía en él. Todo novelista, repito, que se preocupa por su ar¬te, ha tropezado con temas como éstos y se ha sentido fascinado por la dificultad de presentarlos, en to¬do su realce y al mismo tiempo, sin ornamentos aña¬didos ni trucos de ropaje o iluminación. Éste era mi cometido si quería contar la historia de Ethan Frome; y todavía creo que mi proyecto de construcción —el cual obtuvo la inmediata e incondicional desaproba¬ción de unos cuantos amigos a quienes se lo comenté con el propósito de tantear sus opiniones— se justifi¬caba de sobra en el caso que nos ocupa. En realidad, tengo la impresión de que si bien es imposible evitar un cierto tono de superficialidad en la historia en la que intervienen gentes refinadas y de personalidad compleja a las que el simple espectador imagina e in¬terpreta gracias a la intervención del novelista, no tie¬ne por qué existir tal inconveniente si el espectador es, él mismo, refinado y la gente a la que interpreta per¬sonas sencillas. Si es capaz de ver todo cuanto suce¬de en torno a ellas, no iremos, ni mucho menos, en contra de la verosimilitud, al permitirle ejercer esta facultad; es bastante natural que actúe como un inter¬mediario comprensivo entre sus personajes rudimen¬tarios y los espíritus más complejos a quienes está tratando de presentarlos. Pero todo ello es bastante evidente, y sólo precisa explicación para aquellos que nunca han considerado la narrativa como un arte de composición. El verdadero mérito de mi construcción creo que reside en un detalle menor. Debía encontrar el medio de conseguir que mi tragedia, de una manera natural y a la vez descriptiva, llegase a oídos de su narrador. Podía, claro está, haberlo sentado frente a alguna co¬madre del pueblo que le hubiera servido en bandeja, en pocos segundos, la historia completa, pero al hacer esto habría falseado dos elementos esenciales de mi retrato: en primer lugar, la reticencia profundamente arraigada y la incapacidad de expresarse propias de la gente que yo estaba tratando de describir, y en se¬gundo lugar, el efecto de «redondez» (en el sentido plástico) que se produce al dejar que su historia nos llegue a través de personas tan distintas como Har¬mon Gow y la señora Ned Hale. Cada uno de mis cronistas contribuye a la narración sólo en la medida en que él o ella son capaces de comprender lo que para ellos es un caso complicado y misterioso; y sólo el narrador de la historia posee la capacidad suficiente para verlo todo, explicarlo de forma sencilla y situar¬lo en el lugar que le corresponde entre sus otras y más importantes categorías. No pretendo que se me reconozca originalidad al¬guna por haber seguido un método del cual La Grande Bretêche y The Ring and the Book me habían brindado un magnífico ejemplo. Mi único mérito consiste, quizá, en haber intuido que el procedimien¬to allí empleado podía también aplicarse a mi modesta historia. He escrito este breve análisis —el primero publi¬cado hasta ahora sobre uno de mis libros— porque como introducción de un autor a su obra, creo que lo único que puede tener algún interés para el lector es la explicación de por qué decidió escribir la obra en cuestión y de los motivos que le llevaron a elegir una determinada forma y no otra en el momento de dar cuerpo a su obra. Estos objetivos principales, los úni¬cos que pueden establecerse explícitamente, debe sen¬tirlos el artista de forma casi instintiva y obrar sobre ellos antes de que en su creación se introduzca ese algo más, imponderable, que hace que la vida circule por ella y que durante algún tiempo la preserva de la decadencia. NOTA INTRODUCTORIA Esta historia me la contaron, fragmentariamente, varias personas y, como suele suceder en tales casos, cada vez era una historia distinta. Si conoce usted Starkfield, Massachussetts, sabrá dónde está la oficina de correos. Si conoce la oficina de correos, tiene que haber visto subir hasta allí a Ethan Frome, soltar las riendas de su bayo de hundido lomo y cruzar cansinamente el suelo de ladrillo hasta la co¬lumnata blanca: y seguro que alguna vez se ha preguntado quién es. Fue allí donde le vi por primera vez, hace ya varios años, y la verdad es que me impresionó mucho su as¬pecto. Todavía era el personaje más sorprendente de Starkfield, pese a ser ya sólo una ruina de hombre. No era su elevada estatura lo que le hacía destacar, pues los «nativos» se diferenciaban claramente por su flaca altura de las gentes de origen extranjero, más bajas y achaparradas: era aquel aspecto vigoroso e indiferen¬te, pese a una cojera que frenaba cada uno de sus pasos como el tirón de una cadena. Había algo lúgubre e in¬abordable en su rostro y estaba tan tieso y canoso que le tomé por un viejo y me sorprendí mucho al enterarme de que no tenía más de cincuenta y dos años. Me lo dijo Harmon Gow, que había conducido la diligen¬cia de Bettsbridge a Starkfield en los tiempos en que aún no había ferrocarril y que conocía la crónica de todas las familias del trayecto. —Está así desde el accidente; y de eso hará veinti¬cuatro años el próximo febrero —me dijo Harmon, en medio de evocadoras pausas. El «accidente» (según supe por el mismo informa¬dor), además de dibujar aquella cicatriz roja en su frente, le había acortado y paralizado el lado derecho, por lo que le costaba un visible esfuerzo dar los pocos pasos que mediaban entre su buggy y la ventanilla de la oficina de correos. Solía venir de su granja todos los días hacia el mediodía, y como ésa era la hora en que yo iba a por el correo, solía cruzármelo en el porche o ha¬cer cola con él mientras esperábamos los movimientos de la mano distribuidora del otro lado de la rejilla. Observé que, pese a acudir tan puntualmente, no solía recibir más que un ejemplar del Bettsbridge Eagle, que se guardaba sin mirarlo en un bolsillo astroso. Pero de vez en cuando, el encargado de correos le entregaba un sobre dirigido a la señora Zenobia (o señora Zeena) Frome, que normalmente llevaba en la esquina su¬perior izquierda, muy visible, la dirección de algún fabricante de medicamentos y el nombre del produc¬to. Ethan Frome guardaba estos documentos también sin mirarlos en el bolsillo, como si estuviera demasia¬do acostumbrado a ellos para interesarse por su nú¬mero y variedad, y se iba, con un silencioso cabeceo de despedida al encargado de correos. En Starkfield todo el mundo le conocía, ofrecién¬dole un saludo acorde con su actitud seria. Pero se respetaba su carácter taciturno y sólo raras veces le salía al paso uno de los más viejos del lugar para cru¬zar con él unas palabras. Cuando sucedía esto, él es¬cuchaba tranquilamente, los ojos azules clavados en la cara de su interlocutor, y contestaba en tono tan quedo que yo nunca conseguía captar sus palabras; luego volvía a subir torpemente a su buggy, tomaba las riendas con la mano izquierda y se alejaba lenta¬mente hacia su granja. —¿Fue un accidente muy grave? —le pregunté a Harmon, viendo alejarse a Frome, y pensando qué gallarda debía resultar aquella cabeza enjuta y ateza¬da, con su mata de pelo claro, asentada en aquellos hombros vigorosos, antes de que se encogiesen y se deformasen. —Fue horrible —me confirmó mi informador—. Más que suficiente para matar a cualquier hombre. Pero los Frome son duros. Ethan llegará a los cien. —¡Dios santo! —exclamé. En aquel momento, Ethan Frome, tras subir a su asiento, se había inclinado para comprobar la estabili¬dad de una caja de madera (también tenía la etiqueta de un farmacéutico) que había colocado en la parte pos¬terior del buggy y vi su cara tal como debía ser cuando se creía solo. —¿Dice que va a llegar a los cien ese hombre? ¡Si parece ya muerto y en el infierno! Harmon sacó un trozo de tabaco del bolsillo, cor¬tó un pedazo y se lo metió en la correosa bolsa del carrillo. —Creo que ha pasado demasiados inviernos en Starkfield. Los listos se van, casi todos. —¿Por qué no lo hizo él? —Alguien tenía que quedarse y ayudar a los vie¬jos. Nunca hubo nadie más que él en la casa. Primero su padre...; luego su madre..., más tarde su mujer. —¿Y luego el accidente? Harmon rió sardónicamente. —Eso es. Después de eso tuvo que quedarse. —Comprendo. Y desde entonces, ¿han tenido que cuidarle? Harmon se pasó el tabaco al otro carrillo, pen¬sativo. —Bueno, en cuanto a eso..., yo creo que Ethan es el que se ha cuidado siempre de los demás. Aunque Harmon Gow explicó la historia según sus alcances intelectuales v morales, había vacíos pa¬tentes entre los datos que daba, y tuve la sensación de que en esos vacíos de la historia era donde residía su significado más profundo. Pero hubo una frase que se me grabó en la memoria y que fue el núcleo alrededor del cual agrupé mis deducciones posteriores: «Creo que ha pasado demasiados inviernos en Starkfield.» Antes de concluir mi estancia allí, ya sabía yo bien lo que significaba esto. Y, sin embargo, había llegado ya en la época degenerada del autobús, la bicicleta y el servicio de entrega rural, cuando eran más fáciles las comunicaciones entre las aldeas montañesas disper¬sas, cuando las poblaciones mayores de los valles, co¬mo Bettsbridge y Shadd's Falls, tenían bibliotecas, teatro y salas de la YMCA a las que podían bajar a divertirse los jóvenes montañeses. Pero cuando cayó el invierno sobre Starkfield, y el pueblo quedó cu¬bierto de una capa de nieve que los pálidos cielos re¬novaban interminablemente, empecé a comprender cómo debía haber sido allí la vida (o su negación más bien) cuando Ethan Frome era joven. Mis patronos me habían enviado allí para un traba¬jo relacionado con la gran central eléctrica de Corbury Junction, y una prolongada huelga de carpinteros había retrasado tanto el trabajo que me vi anclado en Starkfield (el lugar habitable más próximo) casi todo el invierno. Durante la primera parte de mi estancia allí, me había sorprendido el contraste entre la vitalidad del clima y lo mortecino de la comunidad. Día tras día, pasadas ya las nieves de diciembre, un deslumbrante cielo azul derramaba torrentes de luz y aire sobre el paisaje blanco que los devolvía con fulgor aún más intenso. Parecía lógico suponer que aquella atmósfera avivase las emociones, además de la sangre; pero no parecía producir otro cambio que el de amortiguar aún más el lento ritmo de Starkfield. Después, cuando comprobé que a esta fase de claridad translúcida se¬guían largos períodos de frío sin sol, cuando las tor¬mentas de febrero plantaron sus blancas tiendas en aquel pueblo leal y la caballería impetuosa de los vientos de marzo cargó apoyándolas, empecé a comprender por qué Starkfield salía de su asedio de seis meses como guarnición rendida por el hambre que capitulase sin condiciones. Veinte años atrás debía haber muchos menos medios de resistencia, y el ene¬migo debía dominar casi todas las líneas de comunica¬ción entre las poblaciones bloqueadas. Y consideran¬do todo esto, comprendí la fuerza siniestra de la frase de Harmon: «Los listos se van, casi todos.» Mas, siendo así, ¿qué combinación de obstáculos, fuera cual fuese, había logrado impedir marcharse a un hombre como Ethan Frome? Durante mi estancia en Starkfield me alojé con una viuda de mediana edad, a quien se conocía fami¬liarmente como la señora de Ned Hale. El padre de la señora Hale había sido el abogado del pueblo de la anterior generación, y «la casa del abogado Var¬num», donde aún vivía mi casera con su madre, era la mansión más notable del pueblo. Se alzaba a un ex¬tremo de la calle principal, y su pórtico clásico y sus ventanas de paños pequeños daban a un caminito enlosado que conducía, entre abetos noruegos, al blanco y esbelto campanario de la iglesia congregacionista. Era evidente la decadencia de los Varnum, pero las dos mujeres hacían lo posible por mantener un aire digno y respetable. Y la señora Hale, sobre todo, mostraba un lánguido refinamiento, muy acorde con su casa, rancia y antigua. En la «mejor sala» de la casa, con su tapicería de crin negra y su caoba, débilmente iluminada por una gorgoteante lámpara Carcel, escuché, velada tras velada, otra versión más matizada y sutil de la crónica de Starkfield. La señora de Ned Hale no se sentía ni se fingía socialmente superior a la gente que la rodea¬ba, pero el azar de una sensibilidad más delicada y algo más de cultura habían creado entre ella y sus ve¬cinos justo la separación suficiente para que pudiera juzgarles con cierto distanciamiento. No era reacia a ejercitar esta facultad, y yo confiaba en conseguir que me proporcionara los datos que faltaban de la historia de Ethan Frome, o, más bien, una clave de su carácter que me permitiera coordinar los datos que ya cono¬cía. Su cabeza era un almacén de anécdotas inocuas y cualquier pregunta sobre sus conocidos hacía brotar todo un cúmulo de datos; mas, ante el tema de Ethan Frome, se mostró inesperadamente reservada. No ha¬bía en su reserva indicio alguno de aversión; advertí sólo una resistencia insuperable a hablar de él o de sus asuntos, un grave «Sí, les conocía a los dos..., fue ho¬rrible...» parecía ser la máxima concesión que su con¬goja podía hacer a mi curiosidad. Tan marcado fue el cambio de actitud e implicaba tales honduras de triste iniciación que, con cierto te¬mor a resultar impertinente, planteé de nuevo el caso a mi oráculo del pueblo, a Harmon Gow; pero a pe¬sar de mi interés, no conseguí sacarle gran cosa. —Ruth Varnum fue siempre nerviosa como una rata. Y ahora que caigo, ella fue la primera que los vio cuando los recogieron. Fue justo debajo de la casa del abogado Varnum, abajo, en la curva del camino de Corbury, y fue más o menos por la época en que Ruth se prometió con Ned Hale. Los jóvenes eran amigos todos, y supongo que lo que le pasa es que no soporta hablar de ello. Ya ha tenido bastantes problemas ella también en su vida. Todos los habitantes de Starkfield, como los de comunidades más notables, habían tenido suficientes problemas personales para sentir una relativa indiferencia por los del vecino; y aunque todos admitían que los de Ethan Frome habían superado el nivel medio, nadie quiso explicar el porqué de aquella expre¬sión de su cara que, como yo insistía en pensar, ni la pobreza ni el sufrimiento físico habían podido grabar en ella. No obstante, me habría contentado con la his¬toria fragmentaria que habían ido explicándome de no haberme afectado la provocación de aquel silencio de la señora Hale, y (poco después) la casualidad de mi contacto personal con el propio Ethan Frome. A mi llegada a Starkfield, Denis Eady, el rico ten¬dero irlandés, que era el propietario de lo que más se aproximaba en Starkfield a una caballeriza de coches de alquiler, había quedado en llevarme todos los días a Corbury Flats, donde tenía que coger el tren para Corbury Junction. Pero, a mediados del invierno, los caballos de Eady enfermaron de una epidemia local. La enfermedad se extendió a los otros establos de Starkfield, y, durante uno o dos días, tuve dificultades para encontrar un medio de transporte. Entonces, Harmon Gow me indicó que el bayo de Ethan Frome aún se tenía en pie y que tal vez su propietario me lle¬vara con gusto. Me sorprendió el comentario. —¿Ethan Frome? Pero si nunca he hablado con él siquiera. ¿Por qué demonios iba a hacerme ese favor? La respuesta de Harmon me sorprendió aún más. —No sé por qué lo haría pero sí sé que no le ven¬dría mal ganarse un dólar. Me habían dicho que Frome era pobre, y que la serrería y los áridos acres de su granja apenas daban para mantener a la familia durante el invierno; pero no había supuesto que estuviera tan necesitado como indicaban las palabras de Harmon, y mostré mi sor¬presa. —Bueno, no le han ido demasiado bien las cosas — dijo Harmon—. Cuando un hombre se pasa veinte años o más de aquí para allá como un pasmarote viendo lo que hay que hacer sin hacerlo, se consume por dentro y pierde el coraje. Esa granja de Frome estuvo siempre tan yerma como una jarra de leche por la que ha pasado el gato. Y ya sabe usted lo que vale hoy en día una serrería hidráulica vieja como la suya. Cuando Ethan podía trabajar en las dos cosas de sol a sol, conseguía sacar para vivir. Aunque ya entonces su gente se lo comía casi todo y no entiendo cómo se las arregla ahora. Primero lo de su padre, el caballo le dio una coz cuando estaba cogiendo forraje y quedó mal de la cabeza; y, hasta que se murió, se dedicó a tirar el dinero como si los billetes fueran biblias. Luego, su madre se volvió rara y se pasó años sin hacer nada, débil como un niño de pecho; y su mujer, Zeena, ha sido siempre la mayor consumidora de medicamentos del condado. Enfermedades y problemas: Ethan ha tenido el plato lleno a rebosar de ambas cosas desde el principio. A la mañana siguiente, miré la calle y vi el bayo de hundido lomo entre los abetos de Varnum y a Ethan Frome que echaba hacia atrás su gastada piel de oso para hacerme sitio en el trinco a su lado. Después, durante una semana, me llevó todas las mañanas has¬ta Corbury Flats y fue a esperarme por la tarde para llevarme a casa de regreso a través de la gélida noche. La distancia no llegaba a cinco kilómetros en cada trayecto, pero el viejo bayo iba despacio y, aunque la nieve estuviera firme, echábamos casi una hora en el camino. Ethan Frome conducía en silencio, las rien¬das flojas en la mano izquierda, el rostro curtido y arrugado bajo la visera como de yelmo de la gorra perfilado contra la nieve como la broncínea imagen de un héroe. Nunca volvía la cara hacia mí y sólo contestaba con monosílabos a mis preguntas o a los breves comentarios que me permitía. Parecía parte de aquel paisaje mudo y melancólico, una encarnación de su gélida desdicha, con todo lo tierno y sensible que había en él bien sujeto bajo la superficie. Pero su silencio no era un silencio hostil. Yo sólo tenía la sen¬sación de que Ethan Frome vivía en un aislamiento moral tan profundo que resultaba demasiado remoto para un acceso casual, de que su soledad no era sólo resultado de su infortunio personal, aunque suponía que éste era muy trágico, sino que en ella había, como había comentado Harmon Gow, el intenso frío acu¬mulado de muchos inviernos de Starkfield. La distancia que nos separaba se acortó sólo una o dos veces. Y lo que en tales ocasiones pude entre¬ver aumentó mi deseo de saber más. En cierta ocasión, le hablé casualmente de un trabajo de ingeniería en el que había participado el año anterior en Florida y del contraste entre el paisaje invernal que nos ro¬deaba y el del lugar en que había estado el año ante¬rior; y, ante mi sorpresa, me dijo: —Sí, yo estuve allá abajo una vez; y durante una buena temporada pude evocar la visión de aquella tierra en invierno. Pero ahora todo está debajo de la nieve. No añadió más y hube de suponer el resto por la inflexión de su voz y por su súbita vuelta al silencio. Otro día, cuando iba a coger el tren en Corbury Flats, no encontré el libro de divulgación científica (creo que trataba de ciertos descubrimientos recien¬tes de bioquímica) que había llevado para leer en el camino. No pensé más en él hasta que volví a sen¬tarme en el trineo por la tarde y lo vi en la mano de Frome. —Lo encontré cuando usted ya se había ido —me dijo. Me guardé el libro en el bolsillo y nos sumimos en nuestro silencio habitual. Pero cuando empezábamos a subir el largo repecho que va de Corbury Flats a la loma de Starkfield, percibí en la oscuridad que Frome había vuelto la cara hacia mí. —Hay cosas en ese libro de las que no sabía una palabra —dijo. Me asombró menos lo que dijo que el extraño to¬no de resentimiento de su voz. Estaba claramente sorprendido y un poco ofendido por su propia igno¬rancia. —¿Le interesan a usted ese tipo de cosas? —pre¬gunté. —Solían interesarme. —En ese libro apenas si hay una o dos cosas nue¬vas. Últimamente se han hecho grandes progresos en ese campo concreto de la investigación. —Esperé un momento una respuesta que no llegó; luego añadí—: Si quiere leer el libro con más calma, tendría mucho gusto en dejárselo. Vaciló y tuve la impresión de que se sentía a punto de ceder a una furtiva oleada de inercia; luego dijo secamente: —Gracias..., me lo quedaré. Albergué la esperanza de que este incidente sir¬viera para establecer una comunicación más directa entre ambos. Frome era tan sencillo y directo que yo estaba seguro de que su curiosidad por el libro nacía de un interés sincero por el tema. Tales gustos y co¬nocimientos en un hombre de su condición agudiza¬ban más el contraste entre su situación exterior y sus necesidades interiores, y yo esperaba que la posibili¬dad de dar expresión a estas últimas acabaría hacién¬dole hablar. Pero había algo en su historia pasada, o en su forma de vida actual, que parecía haberle hun¬dido demasiado en sí mismo para que un estímulo fortuito volviese a arrastrarle con los de su género. Al día siguiente no hizo alusión al libro y nuestra rela¬ción parecía condenada a seguir siendo tan negativa y unilateral como si no se hubiera producido quiebra alguna en su reserva. Cuando hacía ya una semana que me llevaba a los Flats, una mañana miré por la ventana y vi que había una gran nevada. La altura que alcanzaban las olas blancas agrupadas contra la verja del jardín y a lo lar¬go del muro de la iglesia parecía indicar que había estado nevando toda la noche, y que debía de haber muchísima nieve en el camino. Pensé que lo más pro¬bable era que mi tren se retrasase; pero tenía que estar en la central eléctrica una o dos horas aquella tarde, y decidí que, si Frome aparecía, iríamos hasta los Flats y esperaríamos allí la llegada de mi tren. No sé por qué lo expreso en condicional, pues, en realidad, nunca dudé de que Frome apareciese. No era hombre que abandonase sus tareas por las inclemencias del tiem¬po; a la hora señalada apareció su trineo deslizándose por la nieve como una aparición escénica tras velos de gasa cada vez más densos. Empezaba a conocerle ya demasiado bien para mostrar asombro o gratitud por el hecho de que cum¬pliera su compromiso; pero manifesté mi sorpresa cuando vi que tomaba una dirección opuesta a la del camino de Corbury. —El ferrocarril está bloqueado por un tren de mercancías que quedó atascado por un desprendi¬miento de nieve en los Flats —explicó, mientras nos adentrábamos en la hormigueante blancura. —¿Y por dónde me lleva usted entonces? —Vamos directos a Corbury Junction, por el ca¬mino más corto —contestó, señalando con la fusta hacia la colina de la escuela. —¿A Corbury Junction? ¿Con este temporal? ¡Pe¬ro si hay más de quince kilómetros! —El bayo irá bien hasta allí si le damos tiempo. Me dijo que tenía que hacer allí esta tarde. Procuraré que llegue. Lo dijo con una tranquilidad tal, que sólo pude con¬testarle: —Me hace usted un gran favor. —No se preocupe —contestó. El camino se bifurcaba delante de la escuela y se¬guimos un sendero que bajaba por la izquierda, entre ramas de abeto dobladas hacia los troncos por el peso de la nieve. Yo había paseado muchas veces por allí los domingos y sabía que el tejado solitario que se divisa¬ba entre ramas peladas al pie de la colina era el del ase¬rradero de Frome. Tenía un aire mortecino y deso¬lado, con la rueda ociosa perfilada sobre las aguas oscuras, salpicada de espuma blancoamarillenta, y con los desvencijados cobertizos cubiertos de su blanca carga. Frome ni siquiera volvió la cabeza cuando pa¬samos por delante, y, aún en silencio, empezamos a subir la loma siguiente. Kilómetro y medio después, siguiendo un camino que yo no conocía, llegamos a un plantel de manzanos raquíticos que alzaban sus tron¬cos retorcidos en una ladera, entre afloramientos de pizarra que asomaban el morro por entre la nieve como animales que quisieran respirar. Detrás de los manzanos había uno o dos campos cultivados, las lin¬des borradas por la nieve, y, encima, acurrucada entre las inmensidades blancas de la tierra y el cielo, una de esas casas de campo aisladas de Nueva Inglaterra que dan al paisaje un aspecto aún más solitario. —Ésa es mi casa—dijo Frome, con un gesto rápi¬do de su codo tullido; y, ante lo angustioso y opresi¬vo de la escena, no supe qué decir; había dejado de nevar y un fogonazo de acuosa claridad nos mostró la casa de la ladera allá arriba, en toda su quejumbrosa fealdad. Aleteaba en el porche el lúgubre espectro de una enredadera de hoja caduca y las delgadas paredes de madera, cubiertas de una fina capa de pintura, pa¬recían temblar con el viento, que se había levantado al dejar de nevar. —La casa era más grande en tiempos de mi abue¬lo: hace años que tuve que quitarle la «L» —continuó Frome, conteniendo con un tirón de la rienda izquierda al bayo, que intentaba claramente desviarse hacia la desvencijada cancela de la entrada. Me di cuenta entonces de que el aspecto insóli¬tamente desolado y raquítico de la casa se debía en parte a la pérdida de lo que en Nueva Inglaterra se conoce como la «L», ese suplemento largo, de aleros empinados que suele edificarse en ángulo recto res¬pecto al edificio principal de la casa y que la comuni¬ca, por medio de almacenes y depósitos de herra¬mientas, con la leñera y el pajar. Sea por su sentido simbólico, esa imagen que brinda de una vida ligada a la tierra, y que encierra en sí las principales fuentes de calor y de alimentación, o sea sólo por la consoladora idea de que permite a los habitantes de la casa acudir a su trabajo matutino sin tener que afrontar las incle¬mencias de un clima tan duro, no hay duda de que la «L», más que la casa en sí, parece ser el centro, el ver¬dadero núcleo, de la casa de campo de Nueva Ingla¬terra. Quizás esta concatenación de ideas, que me había asaltado muchas veces en mis vagabundeos por los alrededores de Starkfield, me hiciese percibir un tono nostálgico en las palabras de Frome, y ver en aquel edificio acortado la imagen de su propio cuerpo encogido. —Estamos muy, aislados ahora —añadió—, pero antes de que el ferrocarril pasara por los Flats venía mucha gente por aquí. Arreó luego al renqueante bayo y, como si la mera visión de la casa me hubiera dado tal acceso a su con¬fianza que ya no pudiera mantener su reserva, prosi¬guió pausadamente: —Siempre he pensado que los problemas más gra¬ves de mi madre se debieron a eso. Cuando el reuma¬tismo la atacó tanto que apenas podía moverse, solía sentarse allí a mirar el camino; y un año que estuvie¬ron seis meses arreglando la carretera de Bettsbridge, cuando las inundaciones, y Harmon Gow tenía que pasar por aquí con la diligencia, se recuperó tanto que casi todos los días bajaba hasta la cancela a verle. Pero cuando empezaron a pasar los trenes, nadie vol¬vió por aquí y mi madre nunca pudo entender qué había ocurrido, y fue lo que más le angustió hasta su muerte. Cuando entramos en el camino de Corbury empe¬zó de nuevo a caer la nieve, bloqueándonos la última vista de la casa. Y con ello volvió el silencio de Frome, alzando entre nosotros el viejo velo de reserva. Esta vez no cesó el viento al empezar a nevar. Por el con¬trario, se levantó un ventarrón que abría de vez en cuando en el cielo andrajoso pálidas briznas de clari¬dad sobre un paisaje agitado y caótico. Pero el bayo era tan firme como la palabra de Frome y consegui¬mos llegar a Corbury Junction atravesando aquel blanco paisaje desolado. Por la tarde, cesó la tormenta y, en mi inexperien¬cia, la claridad del oeste me pareció presagio de una tarde tranquila. Terminé mi tarea lo más deprisa que pude y partimos de nuevo hacia Starkfield con bue¬nas posibilidades de llegar allí para la cena. Pero al oscurecer las nubes volvieron a apiñarse, precipitan¬do la noche, y empezó a caer la nieve, firme y monó¬tona, de un cielo calmo, en una suave difusión uni¬versal aún más desconcertante que las ventoleras Y remolinos de la mañana. Parecía formar parte de la creciente oscuridad, era como si la propia noche in¬vernal se nos cayera encima capa a capa. El pequeño rayo de la linterna de Frome se bo¬rró de repente en aquella atmósfera agobiante, en la que de nada servían ya su sentido de la orientación ni el instinto hogareño del bayo. Divisamos por una o dos veces un hito espectral que nos indicaba que íbamos sin rumbo, y al que volvía a tragarse luego la niebla; y cuando al fin logramos volver a nuestro ca¬mino, el viejo caballo empezó a dar señales de ago¬tamiento. Me sentía culpable por haber aceptado la oferta de Frome y, tras una breve discusión, le con¬vencí de que me permitiera bajar del trineo e ir andando por la nieve junto al bayo. Nos arrastramos así unos dos kilómetros, y llegamos al fin a un pun¬to donde Frome, atisbando en lo que para mí era sólo noche amorfa, dijo: —Ahí abajo está la valla de mi casa. El último trecho había sido lo más duro del viaje. El crudísimo frío y la pesada marcha me habían deja¬do casi sin resuello y sentía tictaquear el lomo del ca¬ballo como un reloj bajo mi mano. —Mire, Frome —empecé—, no tiene sentido que venga usted hasta el pueblo... Pero él me interrumpió. —Tampoco que vaya usted —dijo—. Ya hemos tenido bastante. Comprendí que me ofrecía pasar la noche en su casa y, sin contestarle, le seguí hasta la cuadra, donde le ayudé a desenganchar y acomodar al caballo, que estaba agotado. Una vez hecho esto, cogió la linterna del trineo y, adelantándose de nuevo a la noche, me dijo por encima del hombro: —Por aquí. Sobre nosotros, lejos, temblaba un cuadro de luz entre la pantalla de nieve. Renqueando tras Frome, enfilé hacia la luz, y a punto estuve de caer, con aque¬lla oscuridad, en uno de los grandes montones de nieve que había delante de la casa. Frome fue subien¬do los resbaladizos escalones del porche, marcando con sus botas un camino en la nieve. Luego alzó la linterna, localizó el picaporte, abrió y entró en la casa. Yo entré tras él en un pasillo bajo y sin luz, a cuyo fi¬nal subía una caja de escalera como una escalerilla, perdiéndose en la oscuridad. A la derecha, una línea de luz perfilaba la puerta de la habitación que emitía la claridad que habíamos visto a través de la noche; y, tras la puerta, oí una voz de mujer que rezongaba quejumbrosa. Frome pateó en el gastado hule para sacudirse la nieve de las botas, y posó la linterna en una silla de cocina que era el único mueble. Luego abrió la puerta. —Adelante —me dijo; y la voz quejumbrosa se calló... Aquella noche descubrí la clave de Ethan Frome y empecé a articular esta visión de su historia... -1- El pueblo yacía bajo más de medio metro de nie¬ve, con montones mayores en los rincones pro¬picios. Las puntas de la Osa colgaban de un cielo de hierro como carámbanos y Orión emitía sus fríos destellos parpadeantes. Ya se había puesto la luna, pero la noche era tan luminosa que las fachadas blan¬cas de las casas parecían grises entre los olmos, por la nieve, en la que las masas de arbustos y matorrales pintaban manchas negras, en tanto que las ventanas del sótano de la iglesia lanzaban rayos de luz amari¬llenta hasta muy lejos, por las ondulaciones intermi¬nables. El joven Ethan Frome caminaba a buen paso por la calle desierta. Pasó delante del banco y del nuevo al¬macén de Michael Eady y de la casa del abogado Varnum con los dos negros abetos de Noruega a la entrada. Frente a la entrada_ de la casa de Varnum, don¬de torcía el camino hacia el valle de Corbury, alzaba su campanario blanco y esbelto y su estrecho peristilo la iglesia. Mientras el joven caminaba hacia ella, las ventanas superiores dibujaban una negra arcada a lo largo de la pared lateral del edificio, pero por las aberturas inferiores, por el lado en que el terreno descendía brus¬camente hacia el camino de Corbury, la luz lanzaba sus largos haces, iluminando muchos surcos recientes en la senda que llevaba a la puerta del sótano y mos¬trando, bajo un cobertizo contiguo, una hilera de tri¬neos con los caballos muy arropados. Era una noche tranquila y apacible y el aire era tan seco y puro que apenas se sentía el frío. Frome tenía la sensación de que no había atmósfera, de que entre la blanca tierra que se extendía a sus pies y la cúpula metálica de arriba sólo hubiera algo tan tenue como el éter. «Es como estar en un receptor agotado», pensó. Cuatro o cinco años atrás había estado una tempora¬da haciendo un curso en una escuela técnica de Wor¬cester, y había trabajado un poco en el laboratorio con un amable profesor de física. Las imágenes que tal experiencia le había suministrado afloraban aún inesperadamente en las asociaciones de ideas totalmente distintas en que había pasado a vivir luego. La muerte de su padre y las desdichas que siguieron ha¬bían puesto prematuro fin a los estudios de Ethan. Y aunque éstos no habían sido lo bastante amplios para serle de gran utilidad práctica, habían nutrido su fan¬tasía y le habían convencido de que había inmensos y nebulosos significados tras la cara cotidiana de las cosas. Mientras caminaba por la nieve, el sentido de tales significados brillaba en su mente fundido con la exaltación física causada por la dura caminata. Se detuvo al final del pueblo, ante la fachada oscurecida de la iglesia. Se quedó allí un momento, jadeante, mirando a un lado y otro de la calle, por la que no se veía un alma. El talud del camino de Corbury, bajo los abetos del abogado Varnum, era la zona favorita de Stark¬field para deslizarse en trineo; los días claros, al ano¬checer, en la esquina de la iglesia resonaban hasta tarde los gritos de los que se deslizaban por allí con sus trineos; pero aquella noche ni un solo trineo os¬curecía la blancura de la pendiente. La quietud de la media noche cubría el pueblo y toda su vida despierta se agrupaba tras las ventanas de la iglesia, de donde llegaban los compases de música de baile con anchos haces de luz amarilla. El joven bordeó el edificio de costado y bajó por la pendiente hacia la puerta del sótano. Para mante¬nerse fuera del alcance de la delatora luz del interior, dio un rodeo por la nieve intacta y se fue acercando poco a poco al ángulo extremo de la pared del sótano. Luego, aún oculto en la sombra, fue avanzando cau¬tamente hasta la ventana más próxima, manteniendo el cuerpo a cubierto y estirando el cuello hasta que pudo ver el salón. Visto así, desde la pura y gélida oscuridad en que estaba, era como si el salón hirviera en una niebla de calor. Los reflectores metálicos de los mecheros de gas lanzaban ásperas oleadas de luz contra las paredes en¬caladas, y los flancos de hierro de la estufa del fondo de la estancia, parecían exhalar fuegos volcánicos. La pis¬ta de baile estaba llena de jóvenes de ambos sexos. Al final de la pared lateral que quedaba enfrente de la ven¬tana, había una hilera de sillas de cocina de las que aca¬baban de levantarse las mujeres mayores. La música había cesado, y los músicos (un violinista y la joven que tocaba el armonio los domingos) tomaban un apresurado refrigerio en un rincón de la mesa de la cena que alineaba sus devastadas fuentes de pasteles y sus platillos de helado sobre el estrado del fondo del salón. Los invitados se disponían a irse, y la marea avanzaba ya hacia el pasillo donde estaban colgados abrigos y frazadas, cuando un joven de ágiles pies y pelo oscuro se lanzó en medio de la pista batiendo palmas. La señal produjo un efecto instantáneo. Los músicos corrieron a sus instrumentos, los bailarines (algunos ya embozados para irse) se alinearon a ambos lados de la pista, los espectadores de más edad vol¬vieron a sus sillas y el animoso joven, tras zambullirse entre el gentío, salió de él con una muchacha que se había cubierto ya la cabeza con una mantilla ligera de ganchillo, una «fascinadora», color cereza y, lleván¬dola hasta el extremo de la pista, danzó con ella al alegre son de un reel de Virginia. A Frome le latía el corazón apresuradamente. Ha¬bía estado intentando localizar la cabeza oscura bajo la mantilla color cereza y le ofendió que otros ojos hubieran sido mas rápidos que los suyos. El que diri¬gía el reel, que parecía tener sangre irlandesa en las venas, bailaba bien, y contagiaba su fogosidad a su compañera. Recorría ésta la hilera, su ágil figura co¬lumpiándose de mano en mano en círculos cada vez más rápidos; se le cayó de la cabeza la mantilla y le quedó sobre los hombros, y Frome captaba en cada giro la imagen de sus jadeantes y risueños labios, la nube de pelo oscuro sobre la frente y los ojos oscuros que parecían los únicos puntos fijos en un laberinto de líneas volantes. Los bailarines danzaban cada vez más aprisa y los músicos, para seguir su ritmo, espoleaban sus instru¬mentos como los jockeys sus cabalgaduras en la recta final. Pero el joven que estaba en la ventana tenía la sensación de que aquel reel no acabaría nunca. De vez en cuando sus ojos pasaban del rostro de la chica al de su pareja, que, en el entusiasmo de la danza, había adoptado una expresión casi impúdica de posesión y dominio; Denis Eady era hijo de Michael Eady, el ambicioso tendero irlandés, cuya obsequiosidad e insolencia habían proporcionado a Starkfield la pri¬mera noción de los métodos mercantiles «avispados», y cuyo nuevo almacén atestiguaba el éxito de la em¬presa. Parecía probable que el hijo siguiera los pasos del padre y, entretanto, se dedicaba a aplicar las mis¬mas artes a la conquista de las jóvenes casaderas de Starkfield. Ethan Frome se había contentado hasta entonces con considerarle un tipo despreciable, pero ahora estaba pidiendo claramente un par de latigazos. Era extraño que la chica pareciera no advertirlo: que alzara el rostro extasiado hacia el de su pareja y colo¬cara sus manos en las de él sin sentir, en apariencia, lo afrentoso de su mirada v su contacto. Frome tenía la costumbre de ir andando a Stark¬field a recoger y llevar a casa a la prima de su esposa, Mattie Silver, las pocas veces en que la ocasión de divertirse la llevaba hasta el pueblo. Fue la esposa de Frome quien indicó, cuando la chica se fue a vivir con ellos, que tendría esas posibilidades de diversión. Mattie Silver era de Stanford y, cuando se instaló en casa de los Frome para ayudar a su prima Zeena, se juzgó conveniente, dado que no iban a pagarle na¬da, procurar que no hubiera un contraste demasiado acusado entre la vida que había llevado hasta enton¬ces y el aislamiento de una granja de Starkfield. Pe¬ro de no ser por esto, pensó sardónicamente Frome, difícilmente se le habría ocurrido a Zeena dedicar un solo pensamiento a las posibles diversiones de la chica. Cuando su mujer propuso por primera vez que deberían dar a Mattie alguna tarde libre de vez en cuan¬do, él opuso ciertos reparos, interiormente, por tener que andar los tres kilómetros que había hasta el pue¬blo, y los tres de vuelta, tras una dura jornada de tra¬bajo en la granja. Pero poco después, había llegado a desear que Starkfield pudiera dedicarse a la jarana to¬das las noches. Hacía ya un año que Mattie Silver vivía bajo su te¬cho, y tenía frecuentes oportunidades de verla, desde primera hora de la mañana hasta que se sentaban para la cena; pero no había momentos en su compañía com¬parables a aquellos en que, cogidos del brazo y ella intentando seguir con su paso ágil el ritmo de las largas zancadas de él, volvían a la granja en la oscuridad de la noche. Quedó prendado de la chica el primer día, cuando fue hasta los Flats a buscarla, y ella le sonrió y le saludó con la mano desde el tren, gritando: « ¡Debes de ser Ethan! », y saltó del tren con sus bártulos, mien¬tras él pensaba, examinando su menuda figura: «No creo que sirva mucho para el trabajo de la casa, pero no hay duda de que es una persona agradable.» No fue sólo que la llegada a la casa de un poco de vida joven y optimista fuese como encender un fuego en un hogar frío, pues la chica era algo más que la criatura alegre y servicial que él había imaginado. Sabía ver y sabía oír. Podía enseñarle y explicarle sus cosas y saborear la bendita sensación de que todo lo que decía dejaba lar¬gas reverberaciones y ecos que él podía despertar a voluntad. Y en estos paseos nocturnos de vuelta a la granja él sentía más intensamente la dulzura de esta comunión. Siempre había sido más sensible que la gente que le rodeaba al atractivo de la belleza natural. Sus estudios inconclusos habían conformado esta sensibilidad y hasta en sus momentos de mayor desdicha el campo y el hielo le hablaban con persuasión vigorosa y pro¬funda. Pero hasta entonces la emoción no había sali¬do nunca al exterior, era como un dolor silencioso, que empañaba de tristeza la belleza que evocaba. Ni siquiera sabía si había otra persona en el mundo que sintiera lo que sentía él o si él era la única víctima de aquel fúnebre privilegio. Luego supo que otro espíri¬tu había temblado ante el mismo aliento de lo mara¬villoso: que a su lado, viviendo bajo su techo y co¬miendo su pan, había una criatura a quien podía decirle: «La de allá es Orión; aquella grande de la de¬recha, Aldebarán; y ese grupo de pequeñas estrelli¬tas, que parecen un enjambre de abejas..., son las Plé¬yades...» O a quien podía mantener extasiada ante un saliente de granito que brotaba entre los helechos desplegando el inmenso panorama de la era glacial, y hablando de los largos y oscuros períodos sucesivos. El hecho de que la admiración por su sabiduría se mezclase con el asombro por lo que le enseñaba, no era en modo alguno la parte menor de su placer. Y había otras sensaciones, menos definibles pero más sutiles, que les atraían mutuamente con un estremecimiento de dicha silenciosa: el rojo frío del crepúsculo tras las montañas invernales, el vuelo de rebaños de nubes sobre laderas de dorado rastrojo, las sombras inten¬samente azules de los abetos sobre la nieve iluminada por el sol. Cuando ella le dijo una vez: «¡Parece que estuvieran pintados!», Ethan pensó que el arte de la definición no podía ir más lejos, y que al fin se habían hallado palabras para expresar su alma oculta... Mientras estaba allí, en la oscuridad, fuera de la igle¬sia, estos recuerdos volvieron con la agudeza de las co¬sas desaparecidas. Viendo girar a Mattie por la pista, de mano en mano, se preguntaba cómo podía haber pensado alguna vez que le interesara su charla aburri¬da. Para él, que sólo en presencia de ella estaba alegre, la alegría de ella constituía una prueba palpable de in¬diferencia. Aquella expresión con que miraba a sus compañeros de baile era la misma que, cuando le mira¬ba a él, parecía siempre una ventana que hubiera conse¬guido atrapar el crepúsculo. Percibió incluso dos o tres gestos que, en su fatuidad, había imaginado reservados exclusivamente para él: aquel modo de echar la cabeza hacia atrás cuando algo le divertía, como para saborear la risa antes de dejarla salir, y aquel truco de bajar los párpados despacio cuando algo le encantaba o le con¬movía. Lo que veía le hacía desgraciado, y su aflicción des¬pertaba miedos latentes. Su esposa jamás había mos¬trado celos de Mattie, pero últimamente gruñía cada vez más por el trabajo de la casa y hallaba medios indi¬rectos de llamar la atención sobre la ineficacia de la chica. Zeena siempre había sido lo que en Starkfield llamaban «enfermiza», y Frome tenía que admitir que, si estaba tan enferma como creía ella, necesitaba la ayuda de un brazo más fuerte que aquel que se apoya¬ba levemente en el suyo durante los paseos nocturnos de regreso a la granja. Mattie no tenía disposición na¬tural para los trabajos domésticos, y el aprendizaje de ellos nada había hecho por remediar tal defecto. Aprendía de prisa, pero se le olvidaban cosas y era muy soñadora, y no parecía dispuesta a tomarse en serio el asunto. Ethan creía que si alguna vez se casaba con un hombre a quien amara despertaría el instinto dormido y sus tartas y pastas se convertirían en el orgullo del condado. Pero las tareas domésticas en abstracto no le interesaban. Al principio era tan torpe que no podía evitar reírse de ella. Pero ella se reía con él, y eso les hizo más amigos. Ethan hizo cuanto pudo por complementar los torpes esfuerzos de la muchacha, levantándose más temprano de lo normal para encender la cocina, llevando la leña por la noche y menospreciando el aserradero en favor de la granja, para poder ayudarla en la casa durante el día. Llegó incluso a bajar furtivamente a la cocina los sábados por la noche para barrer el suelo cuando las mujeres ya se habían acostado. Y un día Zeena le sorprendió en plena labor y dio la vuelta y se fue en silencio, con una de sus extrañas miradas. Últimamente había dado otras muestras de insatis¬facción, igual de intangibles, pero más inquietantes. Una cruda mañana de invierno, mientras él se vestía en la oscuridad y la vela temblequeaba por la corriente de aire que entraba por la ventana mal ajustada, la oyó hablar a su espalda, desde la cama. —El médico no quiere que me quede sin alguien que se ocupe de mí —dijo, con su liso gimoteo. La creía dormida y el rumor de su voz le sorpren¬dió, pese a que era dada a bruscas explosiones verba¬les tras largos intervalos de misterioso silencio. Ethan se volvió y la miró, tendida allí, vagamente delineada bajo el oscuro cobertor de calicó, el rostro huesudo al que daba un tinte grisáceo la blancura de la almohada. —¿Alguien que se ocupe de ti? —repitió él. —Si tú dices que no puedes pagar a una chica cuan¬do se yaya Mattie... Frome se volvió de nuevo, y alzando la navaja se inclinó para examinar el reflejo de su mejilla tersa en el sucio espejo del palanganero. —¿Por qué demonios habría de irse Mattie —Bueno, cuando se case, quiero decir—repuso su esposa, con el mismo sonsonete a su espalda. —Bueno, no nos dejará mientras tú la necesites —contestó, raspándose con aspereza la barbilla. —Jamás permitiría que dijesen que me interponía en el camino de una pobre chica como Mattie y no la dejaba casarse con un muchacho listo como Denis Eady —con¬testó Zeena, con tono de quejumbrosa humildad. Ethan, mirando furioso su rostro en el espejo, echó la cabeza hacia atrás y arrastró la navaja de la oreja a la barbilla. Lo hizo con mano firme, pero era una excusa para no dar una respuesta inmediata. —Y el médico no quiere que me quede sola—con¬tinuó Zeena—. Quería que hablase contigo de una chica de la que ha oído hablar, que podría venir... Ethan posó la navaja y se irguió con una carca¬jada. —¡Denis Eady! Si no es más que eso, creo que no hay motivo para apresurarse a buscar una chica. —Bueno, me gustaría hablar contigo de eso —in¬sistió Zeena, obstinada. Él se estaba vistiendo ya, con una torpe precipi¬tación. —De acuerdo. Pero ahora no tengo tiempo; ya me he retrasado —contestó, acercando a la vela su viejo reloj de plata de bolsillo. Zeena, aceptando aparentemente esto como defi¬nitivo, se quedó contemplándole en silencio, mien¬tras él se echaba los tirantes por los hombros y se ponía la chaqueta. Pero cuando ya se encaminaba ha¬cia la puerta, le dijo, brusca e incisiva: —Creo que siempre te retrasas... ahora te afeitas todos los días... Este ataque le había asustado más que todas las vagas insinuaciones sobre Denis Eady. Era cierto que, desde la llegada de Mattie Silver, había empeza¬do a afeitarse todos los días; pero cuando él se levan¬taba en la oscuridad del invierno su esposa parecía dormir siempre y él había supuesto, tontamente, que no advertiría ningún cambio en su apariencia. Una o dos veces le había inquietado, en el pasado, vagamen¬te, aquella costumbre de Zenobia de dejar que pasa¬ran las cosas como si no las advirtiera y luego, sema¬nas después, con un comentario de pasada, indicar que había tomado buena nota de todo y que había sacado sus conclusiones. Pero últimamente, en los pensamientos de Ethan no había habido espacio para estas vagas aprensiones. Ante una realidad agobiante, la propia Zeena se había desvanecido en una sombra insustancial. Toda la vida de Ethan se desarrollaba ante la visión y el ru¬mor de Mattie Silver, y ya no podía imaginar que fuera de otro modo. Pero mientras estaba allí fuera de la iglesia, viendo a Mattie girar en la pista de baile con Denis Eady, una multitud de amenazas y atisbos me¬nospreciados tejían una nube alrededor de su mente... -2- Cuando la gente empezó a salir del salón de baile, Frome, situándose al amparo de la puerta, ob¬servó cómo se iban separando los grupos, grotesca¬mente embozados, entre los que parpadeaba de vez en cuando una móvil linterna, que iluminaba un ros¬tro acalorado por la comida y el baile. Los del pueblo, como iban a pie, fueron los primeros en subir la cues¬ta que llevaba a la calle principal; mientras que los del campo avanzaron más despacio hacia los trineos que había debajo del cobertizo. —¿No vienes a pasear un poco, Mattie? —dijo una voz de mujer desde el grupo que se había forma¬do junto al cobertizo, y a Ethan le dio un vuelco el corazón. Desde su posición, no podía ver a las perso¬nas que salían del sótano de la iglesia hasta que habían avanzado unos cuantos pasos más allá de los costados de madera de la puerta; pero a través de las fisuras, oyó que una voz clara contestaba: —¡No, gracias! Con una noche como ésta, no. Estaba allí, pues, cerca de él; sólo una fina tabla les separaba. En unos instantes saldría a la noche y los ojos de Ethan, acostumbrados a la oscuridad, la dis¬tinguirían tan claramente como si fuese de día. Una oleada de timidez le hizo retroceder al ángulo oscu¬ro de la pared, y se quedó allí en silencio, en vez de revelarle su presencia. Una de las maravillas de su rela¬ción había sido que desde el principio, ella, la más rá¬pida, la más sutil, la más expresiva, en vez de aplastarle por el contraste, le había dado algo de su propia desen¬voltura; pero ahora Ethan se sentía tosco y torpe como en sus tiempos de estudiante, cuando había intentado «animar» a las chicas de Worcester en una excursión. Se quedó allí y la vio salir sola y detenerse a unos metros de él. Fue casi la última en salir, y se quedó mirando vacilante a su alrededor, como si se pregun¬tase por qué no aparecía él. Luego se le acercó un hombre; se acercó tanto a ella, que parecieron fun¬dirse en un vago perfil bajo sus informes ropas de abrigo. —¿Te ha abandonado tu galante amigo? ¡Caram¬ba, Mattie, qué faena! No, yo no sería tan ruin como para decírselo a las otras chicas. No soy tan miserable. —(¡Cómo detestaba Frome aquellos chistes ton¬tos!)—. Pero mira, ha sido una suerte, aquí está el tri¬neo del viejo esperándonos. Frome oyó la voz de la chica, alegremente incré¬dula: —¿Qué demonios hace ahí abajo el trineo de tu padre? —Bueno, está esperando que yo dé una vuelta con él. Traje también el caballo ruano, porque sabía que esta noche me apetecería dar un paseo. —Eady, en su triunfo, intentaba dar un tono sentimental a su voz fanfarrona. La chica pareció vacilar, y Frome vio cómo se enro¬llaba entre los dedos, indecisa, la punta del pañuelo. No le habría hecho una señal por nada del mundo, pese a que sentía que del próximo paso de ella dependía su propia vida. —Espera un momento que suelto el caballo—dijo Denis, saltando hacia el cobertizo. Ella se quedó absolutamente inmóvil, mirándole, en una actitud de espera tranquila que torturaba al observador oculto. Éste advirtió que Mattie ya no miraba a los lados, como si atisbase en la noche buscando a otra persona. Dejó que Denis Eady sacara el caballo, subiera en el trineo y echase hacia atrás la piel de oso para hacerle sitio a su lado. Luego, en una rápida ma¬niobra de fuga, dio la vuelta y subió a toda prisa por el talud hacia la parte delantera de la iglesia. —¡Adiós! ¡Que te diviertas en tu paseo! —le dijo por encima del hombro. Denis se echó a reír y dio un tirón al caballo que le lanzó rápidamente tras la muchacha. —¡Vamos! ¡Sube rápido! Está muy resbaladizo eso —gritó, inclinándose para estirar una mano hacia Mattie. Ella le contestó con risas y dijo: —¡Buenas noches! No, no voy a subir. Para entonces habían salido ya del campo auditivo de Frome, que sólo podía seguir la pantomima im¬precisa de sus siluetas mientras subían por la cresta del talud, arriba. Al poco, vio a Eady saltar del trineo y acercarse a la chica con las riendas en un brazo. In¬tentó deslizar el otro entre los de ella que lo esquivó ágilmente, y el corazón de Frome, que se había co¬lumpiado al borde de un oscuro precipicio, volvió tembloroso a la seguridad. Al cabo de un momento, oyó el tintineo de las campanillas del trinco que se alejaba y distinguió una figura que avanzaba sola ha¬cia la vacía extensión de nieve que había delante de la iglesia. Se encontró con ella a la negra sombra de los abe¬tos de Varnum y ella se volvió con un rápido: «¡Oh!» —¿Creías que me había olvidado de ti, Mat? —preguntó, con tímida alegría. —Creí que no habías podido venir a buscarme —contestó ella muy seria. —¿Cómo no iba a poder? ¿Qué demonios me lo impediría? —Bueno, Zeena no se encontraba nada bien hoy. —Oh, lleva ya mucho tiempo en la cama —dijo él, y luego hizo una pausa y dudó si preguntar o no—: ¿Así que te proponías ir andando sola hasta casa? —¡Oh, yo no tengo miedo! —le dijo ella, rién¬dose. Seguían allí juntos, en la oscuridad de los abetos, con un mundo vacío chispeando a su alrededor, an¬cho y gris bajo las estrellas. Por fin, él formuló su pre¬gunta: —Si creías que no había venido, ¿por qué no de¬jaste que te llevara Denis Eady? —¡Vaya! ¿Dónde estabas? ¿Cómo te enteraste? ¡Pero si no te vi! Sorpresa y risa corrieron juntas como arroyos pri¬maverales en el deshielo. Ethan tenía la sensación de haber hecho algo pícaro e ingenioso. Para prolongar el efecto, buscó una frase deslumbrante y acabó dicien¬do, con un gruñido extasiado: —Vamos. Deslizó el brazo entre los de ella, como viera ha¬cer a Eady, e imaginó que ella lo apretaba levemente contra su costado. Pero ninguno de los dos se movió. La oscuridad bajo los abetos era tal que apenas podía distinguir el perfil de la cara de Mattie junto a su hombro. Sintió deseos de bajar la mejilla y frotarla contra su chal. Le habría gustado quedarse allí con ella toda la noche, en la oscuridad. Ella avanzó uno o dos pasos y luego se detuvo sobre el talud del camino de Corbury. La helada pendiente, con las múltiples huellas de cuchillas de trineo, parecía un espejo de posada rayado por los huéspedes. —Ha habido muchísima gente bajando por aquí hasta que se puso la luna —dijo ella. —¿Te gustaría venir a bajar en trineo por aquí al¬guna noche? —le preguntó él. —¡Oh! ¿Vendrías, Ethan? ¡Sería estupendo! —Vendremos mañana si hay luna. Ella se demoró aún más, apretándose contra él. —Ned Hale y Ruth Varnum estuvieron a punto de chocar con el gran olmo de abajo. Todos creíamos que iban a matarse. —Ethan sintió que recorría su propio brazo el escalofrío que estremeció a Mattie—. Habría sido espantoso, ¿verdad? ¡Son tan felices! —Oh, Ned conduce muy mal. ¡Ya verás como a ti y a mí no nos pasa nada! —dijo él desdeñoso. Se daba cuenta de que estaba «fanfarroneando» como Denis Eady; pero aquella reacción entusiasta de Mattie le había desconcertado, y el tono con que había dicho, refiriéndose a la pareja de prometidos, «son tan felices», le hizo pensar que la frase en reali¬dad se refería a ellos dos. —Pero ese olmo es peligroso. Habría que cortarlo —insistió ella. —¿Te dará miedo yendo conmigo? —Ya te dije que yo no soy de las que tienen miedo —contestó ella, casi con indiferencia, y súbitamente empezó a caminar con un paso más vivo. Estos cambios de humor eran la desesperación y el gozo de Ethan Frome. Los movimientos de su mente eran tan impredecibles como el revoloteo de un pájaro entre las ramas. El hecho de que él no tu¬viese ningún derecho a mostrar sus sentimientos y a provocar así que ella expresase los suyos, le hacía adjudicar una importancia fantástica a todo cambio de expresión y tono de ella. Unas veces pensaba que le entendía y temía; otras, estaba seguro de que no le entendía, v se desesperaba. Aquella noche, la presión de los recelos acumulados inclinaba la balanza hacia la desesperación, y la indiferencia de ella resultó aún más estremecedora tras la marea de gozo en que le había sumido el que rechazara a Denis Eady. Coronó la colina de la escuela a su lado y siguió caminando en silencio hasta que llegaron al camino que llevaba a la serrería; entonces la necesidad de certeza se le hizo agobiante. —Me habrías visto enseguida si no hubieras vuel¬to a bailar aquel último reel con Denis —dijo torpe¬mente. No podía pronunciar el nombre sin que se le cris¬paran los músculos del cuello. —Oh, Ethan, ¿cómo iba a saber yo que estabas allí? —Creo que es verdad lo que dicen —comentó él en vez de responder a su pregunta. Ella se detuvo y él percibió, en la oscuridad, que había alzado su rostro hacia el suyo. —¿Y qué dicen? —Que es muy lógico que quieras dejarnos —con¬testó él, siguiendo con su pensamiento. —¿Eso dicen? —inquirió ella burlona; luego, ba¬jando bruscamente su dulce tono de tiple, añadió—: ¿Quieres decir que Zeena..., no está ya contenta con¬migo? Sus brazos se habían separado y se quedaron plan¬tados allí, quietos, intentando distinguir ambos la cara del otro. —Sé que debería ser más lista de lo que soy —con¬tinuó ella, mientras él pugnaba en vano por expresar¬se—. Una chica a sueldo haría muchísimas cosas que yo todavía no puedo hacer... y aún no tengo fuerza suficiente en los brazos. Pero si ella me lo dijese, yo lo intentaría. Ya sabes que ella casi nunca dice nada, y a veces veo que no está contenta conmigo, pero no sé por qué. Luego se volvió hacia él como en un súbito relam¬pagueo de indignación: —Tú deberías decírmelo, Ethan Frome..., ¡tú de¬berías hacerlo! A menos que también tú quieras que me vaya... «¡A menos que también yo quiera que se vaya!» El grito fue bálsamo para su herido corazón. Los cie¬los de hierro parecieron fundirse y llover dulzura. Él pugnó otra vez por hallar una palabra que lo expresase todo y sólo halló de nuevo, su brazo en el de ella, un sordo: —Vamos. Siguieron en silencio por el camino oscuro, bor¬deado de abetos, donde, en medio de la noche, se alza¬ba adusto el aserradero. Luego salieron de nuevo a la relativa claridad de los campos. En el lado extremo del cinturón de árboles se extendía ante ellos ondulante una zona de campo abierto, gris y solitario bajo las estrellas. A veces, el camino les llevaba bajo la sombra de un saliente o por la oscuridad sutil de un grupo de árboles sin hojas. De vez en cuando se destacaba a lo lejos, entre campos, una granja, tan muda y fría como una lápida. La noche era tan plácida que oían el crujir de la nieve helada bajo sus pisadas. El estruendo de una rama cargada que se rompió lejos, en el bosque, reso¬nó como un tiro de fusil, y también oyeron gañir a un zorro y Mattie se apretó contra Ethan y aceleró el paso. Al fin divisaron el grupo de alerces de la entrada de la granja de Ethan y, al acercarse, la sensación de que el paseo terminaba les devolvió la palabra. —¿Cuándo quieres dejarnos entonces, Mat? Tuvo que agachar la cabeza para captar su mudo susurro: —¿Adónde iría si lo hiciese? La respuesta le atravesó como una punzada, pero el tono le inundó de alegría. Olvidó todo lo demás que ella hubiera querido decir y la apretó con tanta fuerza que creyó sentir su calor en las venas. —No estás llorando, ¿verdad, Mat? —No, claro que no —contestó ella, con voz tré¬mula. Enfilaron hacia la entrada y pasaron bajo la som¬breada loma donde, cercados por una valla baja, bro¬taban en extraños ángulos por entre la nieve las lápidas de los Frome. Ethan las miró con curiosidad. Aquella silenciosa compañía se había burlado durante años de su in¬quietud, de su deseo de cambio y de libertad. «No¬sotros nunca nos iremos... ¿por qué habrías de hacerlo tú ...?», parecía estar escrito en cada lápida. Y siempre que entraba y salía, pensaba con un escalofrío: «Habré de seguir viviendo aquí hasta que me una a ellos.» Pero ahora, se había desvanecido todo deseo de cambio, la visión del pequeño cercado le dio una cálida sensación de continuidad y de estabilidad. —Creo que nunca te dejaremos marchar, Mat —murmuró, como si hasta los muertos que habían sido amantes en otros tiempos, hubieran de conspirar con él para retenerla y, al pasar apresuradamente jun¬to a las tumbas, pensó: «Seguiremos viviendo aquí jun¬tos, siempre juntos, y algún día ella yacerá ahí, a mi lado.» Dejó que la visión le poseyera mientras subían la cuesta hacia la casa. Nunca se sentía tan feliz con ella como cuando se entregaba a tales sueños. A mitad de la cuesta, Mattie tropezó con un obstáculo invisible y se agarró a su manga para no caer. La cálida oleada que le recorrió fue como una prolongación de su vi¬sión. Por primera vez, la rodeó furtivamente con el brazo y ella no se opuso. Siguieron caminando como si fueran flotando por un río en verano. Zeena siempre se iba a la cama después de cenar, y las ventanas sin contras de la casa estaban a oscuras. Del porche colgaba una enredadera marchita que era como un crespón que anunciara un muerto, y la idea relampagueó en la mente de Ethan: «Si estuviese por ahí Zeena...»; luego tuvo una clara visión de su mujer en la cama, en el dormitorio, dormida, la boca entre¬abierta, la dentadura postiza en un vaso junto a la ca¬becera... Rodearon la casa hasta la parte de atrás, entre los rígidos matorrales de aguaespinos. Zeena tenía la costumbre de dejar la llave de la puerta de la cocina debajo del felpudo cuando volvían tarde del pueblo. Ethan llegó a la puerta, la cabeza llena de sueños, ro¬deando aún a Mattie con el brazo. —Mat... —empezó, sin saber bien qué se propo¬nía decir. Ella se liberó de su brazo sin hablar y él se agachó y tanteó buscando la llave. —¡No está! —dijo, irguiéndose sorprendido. Se miraron en la gélida oscuridad. Era la primera vez que pasaba. —Quizá se le haya olvidado —dijo Mattie, en un susurro trémulo. Pero ambos sabían que aquel olvido era impropio de Zeena. —Quizá se haya caído en la nieve —añadió Mat¬tie, tras una pausa, durante la cual ambos escucharon atentos. —Entonces tendrían que haberla empujado fuera de ahí —sugirió él en el mismo tono. Le asaltó otro pensamiento extraño—: Y si hubiera sido cosa de los vagabundos..., y si... Escuchó de nuevo, imaginando oír un rumor leja¬no en la casa. Luego tanteó en el bolsillo buscando una cerilla, se arrodilló, pasó la luz lentamente por los ásperos bordes de nieve que rodeaban el escalón de la puerta. Aún estaba arrodillado, cuando sus ojos, a ras del paño inferior de la puerta, captaron un débil resplan¬dor bajo ella. ¿Quién podría estar trajinando por aquella casa silenciosa? Oyó un paso en las escaleras, y de nuevo le asaltó, por un instante, la idea de los vagabundos. Luego se abrió la puerta y vio a su mujer. Alta y angulosa se erguía contra el fondo oscuro de la coci¬na, sujetando en el pecho con una mano el acolchado cobertor mientras sostenía en la otra una lámpara. La luz, que ella mantenía a la altura de la barandi¬lla, hacía brotar de la oscuridad su cuello arrugado y la saliente muñeca de la mano que aferraba el cobertor, y ahondaba fantásticamente los huecos y promi¬nencias de su rostro huesudo bajo el círculo de rulos. Para Ethan, aún en la rosada nebulosa de su hora con Mattie, la visión llegó con la intensa precisión del úl¬timo sueño antes de despertar. Tuvo la sensación de captar por primera vez la verdadera apariencia de su esposa. Ésta se hizo a un lado sin hablar y Mattie y Ethan entraron en la cocina, que, tras el frío seco de la no¬che, parecía rezumar una frialdad fúnebre como la de una cripta. —Creo que te olvidaste de nosotros, Zeena—bro¬meó Ethan, taconeando para sacudirse la nieve de las botas. —No. Es que me encontraba tan mal que no po¬día dormir. Mattie se adelantó, quitándose la ropa, el color cereza de la mantilla en los frescos labios y en las me¬jillas. —¡Cuánto lo siento, Zeena! ¿Puedo hacer algo por ti? —No; no hay, nada que hacer —dijo Zeena, vol¬viéndole la espalda—. Tú podrías sacudirte la nieve de las botas fuera —le dijo a su marido. Salió de la cocina delante de ellos, se detuvo en el pasillo y alzó la lámpara todo lo que le permitía el brazo, como para iluminarles las escaleras. Ethan se detuvo también, fingiendo tantear bus¬cando el clavo en que colgaba el abrigo y la gorra. Las puertas de los dos dormitorios quedaban frente a frente, a ambos lados del estrecho rellano del piso su¬perior, y aquella noche le resultaba particularmen¬te desagradable que Mattie le viese entrar detrás de Zeena. —Subo dentro de un rato —dijo, volviéndose, como para ir a la cocina. Zeena se detuvo y le miró. —Por amor de Dios..., pero ¿qué vas a hacer aquí abajo? —Tengo que repasar las cuentas del aserradero. Ella siguió mirándole fijamente, mientras la llama de la lámpara sin pantalla destacaba con microscópica crueldad los airados rasgos de su rostro. —¿A estas horas de la noche? ¿Pero es que quie¬res morirte? Hace ya mucho rato que está apagado el fuego. El se dirigió hacia la cocina sin contestar. Al ha¬cerlo, su mirada se cruzó con la de Mattie y creyó ver entre las pestañas de ella un fugaz relampagueo de advertencia. Un instante después las pestañas tocaron las ru¬borosas mejillas y Mattie empezó a subir las escaleras delante de Zeena. —Es verdad, tienes razón, hace demasiado frío aquí abajo —admitió Ethan; con la cabeza baja, siguió a su mujer y, cruzando tras ella el umbral, entró en el dormitorio. -3- Había que acarrear madera de la parte baja del monte v Ethan se levantó temprano al día si¬guiente. Era una mañana de invierno clara como el cristal. El alba ardía roja en un cielo puro; en la linde del bosque las sombras eran de un azul lúgubre y, pasados los campos blancos centelleantes, colgaban a lo lejos como humo manchas de bosque. En la quietud del alba, cuando movía los múscu¬los en su tarea diaria y henchía los pulmones de bue¬nas bocanadas de aire de montaña, era cuando Ethan pensaba con más claridad. Zeena y él no habían in¬tercambiado ni una palabra tras cerrarse a su espalda la puerta del dormitorio. Ella se había preparado unas gotas de un frasco de medicina que tenía en una silla junto a la cama y, después de tomarlas y envolverse la cabeza con un trozo de franela amarilla, se había acostado, dándole la espalda. Ethan se desvistió de prisa y apagó la luz para no tener que verla al echarse a su lado. Ya acostado, pudo oír a Mattie moverse en su cuarto; y su vela trazaba, con la leve claridad que cruzaba el rellano, una línea de luz casi imperceptible bajo la puerta. Ethan mantuvo fija la vista en la luz hasta que se esfumó. La habitación quedó entonces a oscuras del todo y sólo se oía la respiración asmática de Zeena. Ethan tenía la vaga sensación de que debía pensar en muchas cosas, pero, en sus hormigueantes venas y en su cerebro exhausto, sólo palpitaba una cosa: la calidez del hombro de Mattie contra el suyo. ¿Por qué no la había besado cuando la cogió? Horas antes no se habría hecho la pregunta. Minutos antes, incluso cuando estaban solos allí ante la puerta de la casa, no se habría atrevido a pensar en besarla. Pero después de ver sus labios a la luz de la lámpara tenía la sensación de que eran suyos. Ahora, en el aire claro de la mañana, seguía viendo su rostro. Estaba en el rojo del sol y en el resplandor puro de la nieve. ¡Cómo había cambiado Mattie en Starkfield! Recordaba su aspecto insignificante y des¬valido cuando la vio por primera vez en la estación. Y el primer invierno, ¡cómo había tiritado de frío cuan¬do los vientos del norte agitaban las tablas de chilla del tejado y la nieve golpeaba como granizo las des¬vencijadas ventanas! Había temido que la chica no soportase una vida tan dura, aquel frío, la soledad. Pero no se le escapó ni una queja. Zeena adoptó la postura de que Mattie te¬nía que contentarse con Starkfield porque no tenía otro sitio adonde ir. Pero a Ethan esto no le pareció concluyente, porque Zeena, en realidad, no se aplica¬ba el principio a sí misma. A él le daba más pena la chica por el hecho de que la desgracia la había entregado, en cierto modo, a ellos. Mattie Silver era hija de un primo de Zenobia Frome, que había inflamado a su clan con una mezcla de ad¬miración y envidia al bajar de las montañas a Con¬necticut y casarse con una chica de Stanford y suceder al padre de ésta en su próspero negocio farmacéutico. Por desgracia, Orin Silver, hombre de objetivos de largo alcance, murió demasiado pronto para poder demostrar que el fin justifica los medios. Sus cuentas sólo revelaron cuáles habían sido los medios. Y habían sido tales que fue una suerte para su esposa y su hija que se revisaran los libros después del impresionante funeral. Su esposa murió a consecuencia de lo que se descubrió en ellos y Mattie, que contaba veinte años, quedó sola, con cincuenta dólares que obtuvo por la venta del piano por todo capital para abrirse camino en la vida. Sus útiles para este fin, aunque variados, eran impropios. Sabía arreglar un sombrero, hacer dulce de melaza, recitar No habrá toque de queda esta noche y tocar La clave perdida y un pupurri de Car¬men. Cuando intentó ampliar el ámbito de sus activi¬dades al campo de la contabilidad y la taquigrafía, su salud lo acusó y seis meses de pie tras el mostrador de una tienda no la ayudaron a reponerse. Sus parientes más próximos habían sido inducidos a colocar los ahorros en manos de su padre y, aunque a la muerte de éste no se mostraron remisos a cumplir con el deber cristiano de devolver bien por mal dando a la hija cuantos consejos se les ocurrieron, no podía esperarse que complementaran los consejos con una ayuda material. Pero, cuando el médico de Zenobia aconsejó que buscaran alguien que la ayudara en las tareas do¬mésticas, el clan vio enseguida la posibilidad de obte¬ner de Mattie una compensación. Pese a dudar de la eficacia de la chica, Zenobia se sintió tentada por la libertad que se le ofrecía de poder censurarla sin riesgo grave de perderla. Y así fue como Mattie se trasladó a Starkfield. La censura de Zenobia era una censura silenciosa, aunque no por ello menos acerba. Durante los pri¬meros meses, a Ethan le consumía alternativamente el deseo de ver a Mattie desafiarla y el temor a las posi¬bles consecuencias. Luego la situación fue siendo menos tensa. El aire puro y las largas horas del estío en el campo fortalecieron a Mattie y le dieron flexibi¬lidad; y Zeena, con más tiempo libre que dedicar a sus complejos males, pasó a ocuparse menos de las omi¬siones de la chica; y así, Ethan, agobiado por la carga de unas tierras áridas y una serrería ruinosa, pudo al fin pensar que reinaba la paz en la casa. En realidad, ni siquiera ahora existía la menor evi¬dencia palpable de lo contrario. Pero desde la noche anterior, en el horizonte de Ethan colgaba una vaga amenaza. Amenaza compuesta por el obstinado si¬lencio de Zeena, la súbita mirada de advertencia de Mattie, el recuerdo de signos tan fugaces e impercep¬tibles como los que le decían ciertas mañanas límpi¬das que llovería antes de la noche. Era un miedo tan intenso que, cosa muy, humana, procuraba posponer la certeza. No acabaría de aserrar la madera hasta el mediodía y, como tenía que entregársela a Andrew Hale, el contratista de Starkfield, en realidad le resultaba más fácil enviar a Jotham Powell, el peón, a pie a la granja, y llevar él mismo la carga al pueblo. Se había encaramado encima de los troncos y sentado a horcajadas sobre ellos, casi encima de sus peludos tordos, cuando, de entre él y los ágiles cuellos de los animales, surgió la visión de aquella mirada de advertencia de Mattie la noche anterior. «Si va a haber problemas, quiero estar presente», reflexionó vagamente, mientras daba a Jotham la or¬den inesperada de desenganchar los caballos y llevarlos de nuevo al establo. Tras una caminata dura y lenta por los campos lle¬garon a casa y, cuando entraron en la cocina, Mattie quitaba ya el café del fuego y Zeena estaba en la mesa. Su marido se quedó parado al verla. En lugar de la bata de percal y la toquilla habituales, llevaba el mejor vestido de lana de merino que tenía y, sobre sus ralos mechones de pelo que conservaban aún las prietas ondulaciones de los rulos, había un sombrerito rígido y tieso que recordó a Ethan los cinco dólares que ha¬bía tenido que pagar por él en la tienda de Bettsbridge. A su lado, en el suelo, tenía la vieja maleta de Ethan y una sombrerera envuelta en papel de periódico. —¡Vaya! ¿Te vas de viaje, Zeena? —exclamó. —He tenido tantos dolores, que me voy a Betts¬bridge a pasar la noche con la tía Martha Pierce y a que me vea el médico nuevo —contestó ella, con la misma naturalidad que si dijese que iba a la despensa a mirar las conservas o al desván en busca de mantas. Pese a sus hábitos sedentarios, estas decisiones sú¬bitas tenían precedentes en la historia de Zeena. Ya antes, en dos o tres ocasiones, había preparado de repente la maleta y partido camino de Bettsbridge, o de Springfield incluso, a buscar el consejo de algún médico nuevo; y su marido había aprendido a temer tales expediciones debido a su coste. Zeena volvía siempre cargada de remedios caros, y su última visita a Spring¬field quedó conmemorada con el pago de veinte dóla¬res por una batería eléctrica que nunca había aprendi¬do a utilizar. Pero de momento la sensación de alivio de Ethan fue tal que bloqueó los demás sentimientos. No tenía ya duda de que Zeena había dicho la verdad al explicar, la noche anterior, que se había levantado porque se sentía tan mal que no podía dormir: la deci¬sión súbita de buscar consejo médico era una prueba de que estaba, como siempre, totalmente consagrada a su salud. Como si esperase una protesta, Zeena continuó que¬jumbrosamente: —Tú tienes mucho trabajo con la madera, pero supongo que Jotham Powell podrá llevarme con el alazán a coger el tren a los Flats. Pero su marido apenas oía lo que le estaba dicien¬do. En los meses de invierno no había diligencia entre Starkfield y Bettsbridge, y eran pocos y lentos los trenes que paraban en Corbury Flats. Un rápido cálcu¬lo indicó a Ethan que Zeena no podría estar de vuelta hasta el anochecer del día siguiente... —Si hubiera sabido que no querías que me llevara Jotham Powell... —empezó ella de nuevo, como si el silencio de Ethan implicase una negativa. Cuando estaba a punto de irse, siempre se mos¬traba muy locuaz. —Lo único que sé —continuó— es que no puedo seguir así mucho tiempo. Los dolores me están lle¬gando ya a los tobillos, si no habría ido andando a Starkfield por mi propio pie, y habría pedido a Mi¬chael Eady que me dejara ir en su carro hasta los Flats, cuando fuera a recoger las mercancías de la tienda. Tendría que esperar dos horas en la estación, pero estaría dispuesta a hacerlo, incluso con este frío..., antes de tener que oírte decir... —Claro que te llevará Jotham —se apresuró a de¬cir Ethan. De pronto se dio cuenta de que mientras Zeena le hablaba él estaba mirando a Mattie; y, haciendo un esfuerzo, desvió la vista hacia su mujer: estaba sentada frente a la ventana y la luz pálida que se reflejaba en los bancos de nieve hacía su rostro más rígido y pálido de lo habitual, y acentuaba las tres arrugas pa¬ralelas entre la oreja y la mejilla, y marcaba surcos desdeñosos de la flaca nariz a las comisuras de los la¬bios. Pese a llevar sólo siete años a su marido y a que éste sólo tenía veintiocho, era ya una mujer vieja. Ethan intentó decir algo acorde con la ocasión, pero en su mente sólo había un pensamiento: el de que, por primera vez desde que Mattie vivía con ellos, Zeena pasaría una noche fuera de casa. Se preguntó si la chica estaría pensando lo mismo... Sabía que Zeena se debía de estar preguntando por qué no se ofrecía él a llevarla a los Flats y dejaba que Jotham Powell llevara la madera a Starkfield; al prin¬cipio no se le ocurrió ningún pretexto para no hacerlo. Luego dijo: —Te llevaría yo mismo, pero tengo que recoger el dinero de la madera. Lamentó estas palabras en cuanto salieron de su boca, no sólo porque eran falsas (no había posibilidad alguna de que Hale le pagara al contado), sino tam¬bién porque sabía por experiencia que era una imprudencia permitir a Zeena pensar que tenía fondos en vísperas de una de sus excursiones terapéuticas. Pero de momento su único deseo era evitar el largo viaje con ella tras el viejo alazán que ya no podía más que andar al paso. Zeena no contestó. Parecía no haberle oído. Ya ha¬bía apartado el plato y tomaba un trago de un frasco grande que tenía al lado. —No me va a servir de nada, pero es mejor acabar¬lo —comentó, añadiendo, mientras empujaba el fras¬co vacío hacia Mattie—: Si consigues quitarle el gusto servirá para conservas. -4- En cuanto salió su esposa, Ethan cogió el zamarro y la gorra de la percha. Mattie estaba lavando los platos, y tarareaba una de las músicas de baile de la noche anterior. Él le dijo: «Hasta luego, Mat», y ella le contestó animosa, «Hasta luego, Ethan»; y eso fue todo. La cocina estaba caliente e iluminada. El sol entra¬ba en diagonal por la ventana sur y bañaba la móvil figura de la chica, el gato que dormitaba en una silla y los geranios pasados a la cocina de la entrada donde los había plantado Ethan en el verano para «hacer un jardín» para Mattie. A Ethan le hubiera gustado que¬darse allí un rato, viéndola trajinar y sentarse luego a coser; pero deseaba aún más terminar con la madera y regresar a la granja antes de la noche. Por el camino hacia el pueblo, siguió pensando en su vuelta con Mattie. La cocina no era un sitio agrada¬ble, no estaba «pulcra» y resplandeciente como cuando él era un muchacho, cuando vivía su madre. Pero era sorprendente el aspecto hogareño que adquiría sólo por el hecho de que Zeena estuviera fuera. Y Ethan se imaginaba lo que sería aquella noche, cuando Mattie y él estuvieran allí después de cenar. Estarían solos en la casa por primera vez, y se sentarían allí, uno a cada lado del fuego como un matrimonio, él en calcetines, fumando su pipa, ella riendo y hablando de aquel modo tan divertido que a él siempre le resultaba nuevo, como si nunca la hubiera oído hablar. La dulzura de la imagen y el alivio de saber que sus temores de posibles «problemas» con Zeena eran in¬fundados, elevaron notablemente su ánimo y él, que solía ser tan silencioso, se puso a silbar y a cantar en voz alta mientras recorría los campos nevados. Poseía una chispa dormida de sociabilidad que los largos inviernos de Starkfield aún no habían asfixiado. Serio por naturaleza e incapaz de expresarse, admiraba la desenvoltura y la alegría en los demás, y le encantaba la relación humana cordial. En Worcester, aunque tenía fama de retraído y de no ser un compañero muy animado, se complacía en secreto de que le diesen palmadas en la espalda y le llamaran «el buen Ethe» o «Don Tieso»; y el que tales familiaridades cesaran había aumentado la frialdad desde su regreso a Stark¬field. Allí, el silencio se había ido haciendo más denso en torno suyo año tras año. Tras el accidente de su padre, tuvo que llevar el peso de la granja y del aserradero y no tenía tiempo para vagabundeos festivos al pueblo; y cuando su madre enfermó, la soledad de la casa se hizo más opresiva que la de los campos. Su madre había sido muy parlanchina en otros tiempos; pero, tras su «problema» raras veces volvió a oírse el rumor de su voz, aunque no había perdido la facultad de ha¬blar. A veces, en las largas veladas invernales, cuando su hijo, desesperado, le preguntaba por qué no «decía algo», ella alzaba un dedo y contestaba: «Porque estoy escuchando.» Y las noches de tormenta, cuando el viento rugía alrededor de la casa, si él le hablaba, ella decía quejosa: «Hablan tanto ahí fuera que no puedo oírte.» Sólo cuando se acercaba ya a su última enferme¬dad, y su prima Zenobia Pierce acudió del valle con¬tiguo para ayudarle a atenderla, volvieron a oírse vo¬ces humanas en la casa. Tras el mortal silencio de su largo encierro, la locuacidad de Zeena era música para sus oídos. Estaba convencido de que «se habría vuelto como su madre» de no haber llegado a tran¬quilizarle el sonido de una voz nueva. Zeena pareció hacerse cargo de la situación inmediatamente. Se reía de él por ignorar las atenciones más elementales que precisaba un enfermo que guardaba cama y le dijo que «se fuera inmediatamente» y le dejase que ella se ocupara de todo. El mero hecho de obedecer sus ór¬denes, de sentirse de nuevo con libertad para atender sus asuntos y hablar con otros hombres, restauró su precario equilibrio y acrecentó su sensación de deuda con la recién llegada. La eficacia de ella le avergonza¬ba y le desconcertaba. Parecía poseer, por instin¬to, toda una sabiduría doméstica que a Ethan no ha¬bía logrado inculcarle el largo aprendizaje. Cuando al fin llegó el desenlace, fue ella quien tuvo que decirle lo que había que hacer, que tenía que ir a hablar con el de la funeraria, y le pareció «extraño» que no hu¬biera decidido ya quién iba a heredar la ropa y la má¬quina de coser de su madre. Tras el funeral, cuando la vio haciendo los preparativos para irse, le había asal¬tado un miedo irracional a quedarse solo en la casa; y, antes de que comprendiera lo que hacía, le había pe¬dido que se quedara con él. Después Ethan se diría muchas veces que aquello no habría sucedido si su madre se hubiera muerto en primavera y no en in¬vierno. Cuando se casaron, acordaron que en cuanto él resolviera los problemas derivados de la larga enfer¬medad de la señora Frome venderían la granja y el aserradero y probarían fortuna en una ciudad grande. Aunque Ethan amaba la naturaleza, no tenía especial afición a la agricultura. Siempre había deseado ser ingeniero y vivir en ciudades donde dieran conferencias y hubiera grandes bibliotecas y «gente haciendo co¬sas». Un trabajo técnico que le salió en Florida, cuan¬do estaba estudiando en Worcester, aumentó su fe en su capacidad y su deseo de ver el mundo; y estaba convencido de que con una mujer «lista» como Zeena pronto se abriría camino en él. El pueblo natal de Zeena era un poco más grande que Starkfield y estaba más cerca del ferrocarril; ella le había dicho a su marido, desde el principio, que el vivir aislada en el campo no era lo que se proponía ella al casarse. Pero no aparecían compradores y, mientras esperaba por ellos, Ethan fue dándose cuenta de la im¬posibilidad de trasplantar a Zeena. Ésta decidió des¬preciar Starkfield, aunque no podría haber vivido en un lugar que la despreciara a ella. En Bettsbridge, o incluso en Shadd's Falls, no le habrían hecho caso su¬ficiente. Y en las ciudades mayores, las que atraían a Ethan, Zeena habría sufrido una pérdida absoluta de identidad; y, al cabo de un año de matrimonio, empe¬zó a manifestar la tendencia «enfermiza» que desde entonces la había hecho destacar incluso en una comunidad rica en casos patológicos. Cuando había lle¬gado para cuidar a su madre Ethan había visto en ella la imagen misma de la salud, pero pronto comprendió que había adquirido aquella habilidad como enfer¬mera por la observación absorta de sus propios sín¬tomas. Luego, también ella se volvió silenciosa. Puede que fuera consecuencia inevitable de la vida en la granja, o quizá, como ella decía a veces, porque Ethan «nunca escucha». La acusación no carecía de fundamento. Ella sólo hablaba para quejarse y para lamentarse de cosas que él no podía resolver; y, para reprimir la tendencia de la réplica impaciente, había adquirido primero el hábito de no contestar y, por último, el de pensar en otras cosas mientras ella hablaba. Últimamente, sin embargo, dado que había tenido motivos para obser¬varla más detenidamente, su silencio había empezado a inquietarle. Le recordaba la actitud cada vez más taciturna de su madre y se preguntaba si Zeena no se estaría volviendo también «rara». Él sabía que a las mujeres solía ocurrirles eso. Zeena, que conocía al dedillo el mapa patológico de toda la región, había citado varios casos parecidos mientras cuidaba a su madre; y Ethan, por su parte, sabía de ciertas granjas de los alrededores en las que desfallecían criaturas agobiadas; y de otras en las que había surgido brus¬camente una tragedia inesperada. A veces, mirando la cara hosca y retraída de Zeena, sentía el escalofrío de estos presentimientos. Otras veces su silencio parecía deliberadamente destinado a ocultar intenciones de largo alcance, misteriosas conclusiones extraídas de sospechas y resentimientos imposibles de imaginar. Esta suposición resultaba aún más inquietante que la otra; y era la que le había asaltado la noche anterior, cuando la vio plantada en la puerta de la cocina. Ahora su viaje a Bettsbridge le había tranquilizado una vez más y todos sus pensamientos se centraron en la perspectiva de su velada con Mattie. Sólo una cosa le agobiaba, y era el haberle dicho a Zeena que iba a co¬brar dinero al contado por madera. Preveía tan clara¬mente las consecuencias de esta imprudencia que, muy a regañadientes, decidió pedir a Andrew Hale un pequeño adelanto a cuenta de la entrega. Cuando entró en el patio de Hale, éste se bajaba de su trineo. —¡Hola, Ethe! —le dijo—. Qué oportuno. Andrew Hale era un hombre rubicundo, de gran bigote canoso y papada cerduna que el cuello de la ca¬misa no lograba contener. Pero su camisa, escrupulosamente pulcra, iba siempre abrochada con un bo¬toncito de diamante. Este despliegue de opulencia era engañoso, pues aunque los negocios le iban bastante bien, era del dominio público que la liberalidad de sus costumbres y las exigencias de una familia numerosa le hacían andar «atrasado», como se decía en Starkfield. Era viejo amigo de la familia de Ethan, y su casa una de las pocas a las que Zeena iba de cuando en cuando, atraída por el hecho de que la señora Hale había visita¬do más médicos en su juventud que ninguna otra mujer de Starkfield, y era todavía una autoridad reco¬nocida en síntomas y tratamientos. Hale se acercó a los caballos tordos de Ethan y palmeó sus flancos sudorosos. —Sí, señor —dijo—, están muy bien cuidados es¬tos caballos. Ethan empezó a descargar los troncos y cuando concluyó la tarea abrió la puerta de vidrio del cober¬tizo que el contratista utilizaba como oficina. Hale estaba sentado con los pies en la estufa, la espalda apoyada en un escritorio desvencijado lleno de pape¬les: el local, como el hombre, era cálido, agradable y sucio. —Siéntate y descansa un poco —le dijo. Ethan no sabía cómo empezar; pero al fin consi¬guió exponer su petición de un adelanto de cincuenta dólares. La sangre afluyó a su fina piel bajo el aguijón del asombro de Hale. El contratista tenía por cos¬tumbre pagar al cabo de tres meses, y en sus tratos no existían precedentes de pagos al contado. Ethan tuvo la sensación de que si hubiera alegado una necesidad urgente Hale habría hecho un esfuerzo por pagarle; pero el orgullo y una prudencia instintiva le impidieron recurrir a tal argumento. Tras la muerte de su padre, había tardado un tiempo en poder salir a flote y no quería que Andrew Hale, ni ningún otro de Starkfield, pensase que estaba de nuevo hundido. Además, odiaba la mentira; si quería el dinero, lo que¬ría y eso era suficiente; nadie tenía que preguntarle para qué lo pedía. En consecuencia, hizo su petición con la torpeza del hombre orgulloso que se resiste a admitir que está rebajándose y no le sorprendió gran cosa la negativa de Hale. El contratista se negó con la misma cordialidad con que hacía todo: trató el asunto como una especie de broma, y preguntó si Ethan pensaba comprar un piano grande o añadir una «cúpula» a su casa, ofre¬ciéndole, en este último caso, sus servicios de forma gratuita. Pronto se agotaron las artes de Ethan y, tras una pausa embarazosa, dio a Hale los buenos días y abrió la puerta de la oficina. Cuando ya salía, el constructor le llamó diciéndole: —Oye..., no estarás en un apuro, ¿verdad? —No, qué va —respondió el orgullo de Ethan, antes de dar tiempo a su razón a intervenir. —¡Bueno, bien, menos mal! Porque yo sí lo es¬toy, un poco. La verdad es que iba a pedirte que me dieras un poco más de tiempo para este pago. El nego¬cio anda bastante flojo y además estoy haciéndoles una casita a Ned y a Ruth para cuando se casen. Se la hago con mucho gusto, pero cuesta. —Su mirada ape¬laba a la comprensión de Ethan—. A los jóvenes les gustan las cosas bonitas. Pero tú ya sabes lo que es eso: aún hace poco tiempo que tú mismo arreglaste la casa para Zeena. Ethan dejó los tordos en el establo de Hale y fue a resolver otros asuntos por el pueblo. Mientras se ale¬jaba, la última frase del contratista seguía en sus oídos, y pensó con amargura que sus siete años con Zeena parecían en Starkfield «poco tiempo». La tarde tocaba a su fin y, de vez en cuando, se veía una ventana iluminada que bañaba la fría y gris oscuridad y hacía que la nieve pareciera más blanca. La crudeza del tiempo había encerrado en casa a todo el mundo y Ethan tenía aquella larga calle para él solo. Entonces oyó el alegre resonar de las campani¬llas de un trineo que pasó a su lado, arrastrado por un brioso caballo. Ethan reconoció el ruano de Michael Eady; y el joven Denis Eady, con su hermoso gorro de piel nuevo, se inclinó y le saludó. —¡Qué hay, Ethe! —gritó, y siguió su camino. El trineo iba en la dirección de la granja de Frome y a éste se le encogió el corazón mientras escuchaba las repiqueteantes campanillas. ¿Acaso no era muy probable que Denis Eady se hubiera enterado del viaje de Zeena a Bettsbridge y quisiera aprovechar la oportu¬nidad de pasar una hora con Mattie? Pero se avergonzó inmediatamente de la tormenta de celos que bullía en su pecho. Le parecía que la chica no se merecía que pensase en ella de un modo tan violento. Siguió caminando hasta la esquina de la iglesia y entró en la sombra de los abetos de Varnum, donde había estado con ella la noche anterior. Al adentrarse en la penumbra, vio un contorno vago frente a él. Al acercarse, se fundió un instante en dos formas dife¬renciadas que se unieron luego y oyó un beso y una leve risilla con un «¡oh!» provocado por el descubri¬miento de su presencia. La silueta volvió a dividirse y una de sus dos mitades entró con un portazo en la casa de Varnum, mientras que la otra se apresuraba a desaparecer delante de él. Ethan sonrió por el des¬concierto que había provocado. ¿Qué podía impor¬tarles a Ned Hale y a Ruth Varnum que les sorpren¬dieran besándose? Todo el mundo sabía en Starkfield que estaban prometidos. A Ethan le complacía haber sorprendido a dos enamorados en el lugar donde ha¬bían estado Mattie y él, tan sedientos el uno del otro en el fondo de sus corazones; sintió una punzada al pensar que aquellos dos no tenían que ocultar su feli¬cidad. Sacó los tordos del establo de Hale e inició su larga subida de vuelta a la granja. Hacía menos frío que a la ida, y un cielo algodonoso amenazaba nieve para el día siguiente. De vez en cuando asomaba entre las nubes una estrella mostrando detrás un profundo pozo de azul. En una o dos horas se alzaría la luna sobre la cres¬ta de detrás de la granja, encendiendo una grieta de bordes dorados entre las nubes, que acabarían tragán¬dosela. Una paz lastimera colgaba sobre los campos como si éstos sintieran que se debilitaba el agobio del frío y se desperezaran en su largo sueño invernal. Ethan iba pendiente del tintineo de las campanillas de un trineo, pero ni el menor sonido quebraba el si¬lencio del camino solitario. Al aproximarse a la granja vio, entre la fina pantalla de alerces de la entrada, que en la casa brillaba una luz. «Está arriba, en su cuarto —se dijo—, arreglándose para la cena», y recordó la mirada sarcástica de Zeena cuando Mattie, la noche de su llegada, había bajado a cenar con el pelo cepillado y una cinta al cuello. Pasó junto a las tumbas de la loma y volvió la ca¬beza para mirar una de las lápidas más viejas que le había interesado muchísimo de niño porque llevaba la siguiente inscripción: A LA MEMORIA DE ETHAN FROME Y SU ESPOSA ENDURANCE, QUE VIVIERON JUNTOS EN PAZ CINCUENTA AÑOS Antes solía pensar que cincuenta años eran mucho tiempo de vida en común, pero ahora le parecía que podrían pasar en un relampagueo. Luego se preguntó, con su súbita punzada de iro¬nía, si les escribirían el mismo epitafio a Zeena y a él cuando les llegase su turno. Abrió la puerta del establo y atisbó en la oscuridad, temiendo descubrir el ruano de Denis Eady junto al alazán. Pero el viejo caballo estaba solo, rumiando el pienso con sus quijadas desdentadas, y Ethan silbó alegremente mientras metía los tordos y echaba una ración extra de avena en sus pesebres. Aunque no tenía una voz melódica, de su garganta brotaban ásperas melodías mientras cerraba el establo y subía la cuesta hasta la casa. Llegó al porche de la cocina y accionó la manilla de la puerta, que no se abrió. Sorprendido al ver que estaba cerrada, accionó la manilla con violencia; luego pensó que Mattie estaba sola y que era natural que al oscurecer cerrase con llave. Aguardó en la oscuridad esperando oír sus pa¬sos. No llegaron, y, tras aguzar en vano el oído, llamó con una voz que le hizo estremecerse de alegría: —¡Hola, Mat! Contestó el silencio; pero al cabo de uno o dos mi¬nutos sintió un ruido en las escaleras y vio, como en la noche anterior, una raya de luz que enmarcaba la puerta. Era tan extraña la precisión con que se repetían los incidentes de la noche anterior, que al oír girar la llave casi esperó ver a su esposa en el umbral. Pero la puerta se abrió y Mattie apareció ante él. Estaba plantada allí, en el mismo sitio que Zeena, con una lámpara alzada en la mano, recortada contra la oscuridad de la cocina. Sostenía la luz a la misma altura y su aureola dibujaba con la misma claridad su joven pecho delicado y la muñeca morena no más grande que la de un niño. Luego, derramándose hacia arriba, pintaba un resplandor lustroso sobre sus la¬bios, bordeaba sus ojos de una sombra aterciopelada y cubría de una blancura lechosa la negra curva de sus cejas. Llevaba el vestido habitual de tela oscura, sin nin¬gún lazo al cuello, pero se había puesto en el pelo una cinta bermeja. Este tributo a lo insólito la transformaba y glorificaba. Le pareció más alta, más plena, más mujer en la forma y en los movimientos. Se hizo a un lado sonriendo en silencio mientras él entraba; luego se apartó y había en sus pasos una especie de ritmo fluido. Posó la lámpara en la mesa, cuidadosa¬mente dispuesta para la cena, con buñuelos recién he¬chos, dulce de arándanos y sus verduras en conserva preferidas en una fuente de cristal de un rojo muy vivo. Ardía un alegre fuego en la cocina y el gato estaba estirado delante, mirando la mesa con ojos somno¬lientos. Ethan se sintió agobiado por la sensación de bien¬estar. Salió al pasillo para colgar el zamarro y quitarse las botas mojadas. Cuando regresó, Mattie había puesto la tetera en la mesa y el gato se frotaba zala¬mero contra sus tobillos. —¡Eh, minino, que casi me tiras! —exclamó, la risa chispeándole entre las pestañas. Ethan volvió a sentir un súbito cosquilleo de ce¬los. ¿Era posible que fuese su llegada la causa de aquel semblante tan alegre? —Qué hay de nuevo, Mat, ¿alguna visita? —pre¬guntó inclinándose despreocupadamente para exa¬minar el cierre del horno. Ella asintió y dijo, entre risas: «Sí, una», y él sintió asentarse en sus cejas una sombra. —¿Quién? —preguntó, incorporándose para mi¬rarle de reojo por debajo del ceño. En los ojos de Mattie brilló una sonrisa pícara. —Bueno, Jotham Powell. Entró a la vuelta y me pidió un café antes de irse a su casa. La sombra se esfumó y la luz inundó la mente de Ethan. —¿Eso es todo? Supongo que le darías ese café. —Y, tras una pausa, consideró correcto añadir—: Su¬pongo que llevaría a Zeena hasta los Flats sin problema. —Oh, sí, llegaron con tiempo de sobra. El nombre les hizo estremecerse. Permanecieron un momento mirándose de reojo, hasta que Mattie dijo, con una risilla tímida: —Creo que ya es hora de cenar. Acercaron los asientos a la mesa y el gato, sin que nadie le invitase, saltó al asiento vacío de Zeena, que es¬taba entre los dos. —¡Oh, minino! —dijo Mattie, y rieron de nuevo. Un momento antes, Ethan se había sentido al bor¬de de la elocuencia. Pero la mención de Zeena le había paralizado. Mattie, contagiada al parecer del embara¬zo de Ethan, bajó la vista y empezó a tomar su té, mientras él fingía un apetito insaciable de buñuelos y verduras. Al fin, tras buscar infructuosamente algo que fuera eficaz para iniciar la conversación, tomó un buen trago de té, carraspeó y dijo: —Parece que va a nevar más. Ella fingió gran interés. —¿De veras? ¿Crees que Zeena no podrá volver? Se ruborizó por habérsele escapado esta pregunta y dejó precipitadamente la taza en la mesa. Ethan se sirvió más verdura. —Eso nunca se sabe, en esta época del año nieva mucho en los Flats. El nombre le había desconcertado de nuevo y una vez más tuvo la sensación de que Zeena estaba allí con ellos. —¡Oh, minino, eres demasiado codicioso! —ex¬clamó Mattie. El gato había pasado furtivamente con sus patas mullidas del asiento de Zeena a la mesa, y estiraba goloso el cuerpo en dirección a la jarra de leche, que estaba entre Ethan y Mattie. Los dos se echaron hacia delante al mismo tiempo y sus manos se encontraron en el asa de la jarra. La mano de Mattie fue la primera en llegar y Ethan mantuvo sobre ella la suya un ins¬tante más de lo necesario. El gato, aprovechando esta insólita maniobra, intentó efectuar una retirada si¬lenciosa, y al hacerlo tropezó con la fuente de ver¬dura, que cayó al suelo estruendosamente. Mattie se levantó rápidamente de la silla y se arro¬dilló junto a los trozos. —¡Oh, Ethan, Ethan..., se ha hecho añicos! ¿Qué dirá Zeena? Pero esta vez Ethan se envalentonó. —Bueno, sólo podrá reñir al gato, en realidad —di¬jo riéndose y arrodillándose junto a Mattie para reco¬ger la verdura desparramada. Mattie alzó hacia él sus angustiados ojos. —Sí, pero, sabes, ella no quería que se usara, ni si¬quiera para las visitas. Y tuve que utilizar la escalera para bajarla de la estantería más alta del aparador donde guarda las mejores cosas que tiene y, claro, querrá saber por qué la cogí... El caso era tan grave que exigió toda la resolución latente de Ethan. —No tiene por qué enterarse si tú no le dices na¬da. Compraré otra igual mañana. ¿Dónde la consiguió ella? ¡Iré hasta Shadd's Falls a comprarla si es preciso! —¡Oh, ni siquiera allí encontrarías una igual! Era un regalo de boda. ¿No te acuerdas? Se lo trajeron de Filadelfia, aquella tía suya que se casó con un clérigo. Por eso no quería usarla nunca. Oh, Ethan, Ethan, ¿qué vamos a hacer? Empezó a llorar y él sintió como si todas aquellas lágrimas cayeran sobre él como plomo fundido. —Vamos, Mat, no llores.... ¡por Dios! —imploró. Ella se incorporó torpemente y él se levantó tam¬bién y la siguió desconcertado, mientras colocaba los trozos de cristal sobre el aparador de la cocina. De pronto tuvo la sensación de que yacían allí los frag¬mentos dispersos de su velada. —Trae, déjame—dijo, en tono súbitamente auto¬ritario. Ella se hizo hacia un lado, obedeciendo instinti¬vamente. —Oh, Ethan, ¿qué vas hacer? Sin contestar, Ethan reunió los trozos de cristal en su ancha palma y salió de la cocina al pasillo. Allí en¬cendió un cabo de vela, abrió el aparador y, alzando su largo brazo hasta el último estante, dejó las piezas unidas con tal exactitud que una inspección detenida le convenció de que era imposible darse cuenta desde abajo de que la fuente estaba rota. Si a la mañana si¬guiente la pegaba, su mujer tardaría meses en saber lo que había sucedido, y entretanto, él podría adquirir otra igual en Shadd's Falls o en Bettsbridge. Una vez convencido de que no había peligro alguno de descu¬brimiento inmediato, volvió a la cocina con paso más vivo y halló a Mattie limpiando desconsolada los úl¬timos restos del desastre. —No te preocupes, Mat. Terminemos de cenar —le ordenó. Completamente tranquilizada, le miró resplande¬ciente a través de unas pestañas en que temblaban las lágrimas y Ethan sintió que se le henchía el alma de orgullo al comprobar que su tono de voz la hacía some¬terse. Ni siquiera le preguntó lo que había hecho con los fragmentos. Ethan únicamente había sentido aquella emocionante sensación de dominio cuando conducía un gran tronco ladera abajo hacia el aserradero. -5- Terminaron de cenar y, mientras Mattie recogía la mesa, Ethan fue a ver las vacas y luego dio una última vuelta a la casa. La tierra yacía oscura bajo un cielo encapotado y el aire estaba tan quieto que, de vez en cuando, se oía caer una masa de nieve de un árbol lejano en los linderos del bosque. Cuando regresó a la cocina, Mattie había colocado la silla de él junto al fuego y estaba sentada junto a la lámpara con una labor. La escena era exactamente como él la soñara aquella mañana. Se sentó, sacó la pipa del bolsillo, y estiró los pies hacia el fuego. El duro día de trabajo al aire libre le hizo sentirse de in¬mediato perezoso y alegre, y con la confusa sensación de estar en otro mundo, donde todo era calidez y ar¬monía y el tiempo no podía traer ningún cambio. Lo único que impedía que el bienestar fuera completo era el no poder ver a Mattie desde donde estaba sen¬tado; pero se sentía demasiado indolente para mo¬verse y, tras un instante, dijo: —Ven aquí y siéntate junto al fuego. Frente a él se alzaba la mecedora vacía de Zeena. Mattie se levantó obediente y se sentó en ella. Cuan¬do su cabeza, joven y morena, se perfiló sobre el cojín de retazos que solía enmarcar el rostro macilento de su esposa, Ethan sintió un estremecimiento instantá¬neo. Fue casi como si el otro rostro, la cara de la mu¬jer suplantada, hubiera borrado la de la intrusa. Tras unos instantes, Mattie pareció afectada por la misma agobiante sensación. Cambió de postura, inclinando la cabeza hacia delante sobre la labor, de modo que Ethan sólo veía la punta de la nariz en escorzo y la cinta del pelo. Pero después ella se levantó diciendo «no hay luz suficiente para coser» y volvió a su asien¬to junto a la lámpara. Ethan alegó que tenía que levantarse para echar leña al fuego, y cuando volvió a su asiento lo colocó de lado para poder verla de perfil; la luz de la lámpara iluminaba sus manos. El gato, desconcertado espec¬tador de estas maniobras insólitas, saltó a la mecedora de Zeena, se hizo un ovillo y se quedó quieto, observándoles con ojos semicerrados. Un profundo silencio inundó la estancia. El reloj tictaqueó en el aparador, las ascuas de leña caían de vez en cuando, y el aroma leve y acre de los geranios se mezclaba con el olor de la pipa de Ethan, que em¬pezó a formar una niebla azul alrededor de la lámpara y a colgar grisáceas telarañas en los rincones oscuros de la cocina. Había desaparecido la tensión, y ambos empeza¬ron a hablar con sosiego y sencillez. Hablaron de co¬sas cotidianas, de la posibilidad de que nevara, de la próxima reunión parroquial, de los amores y las riñas de Starkfield. El carácter trivial de su conversación producía en Ethan la ilusión de una vieja intimidad que ningún arrebato de emoción podría haber pro¬porcionado. Ethan dejó correr la imaginación, ha¬ciéndose a la idea de que así habían pasado siempre sus veladas y que no había razón para no seguir ha¬ciéndolo... —Ésta es la noche que teníamos que ir a correr con el trineo, Mat —dijo al fin, con la agradable sensación, mientras hablaba, de que podrían hacerlo cualquier otra noche, dado que tenían todo el tiempo del mundo por delante. Ella le miró sonriendo. —¡Creí que se te había olvidado! —No, no lo había olvidado, pero la noche está os¬cura como boca de lobo. Podríamos ir mañana si hay luna. Ella rompió a reír, muy complacida, echando la cabeza hacia atrás; la luz de la lámpara chispeó en sus labios y dientes. —¡Sería maravilloso, Ethan! Siguió mirándola fijamente, maravillándose de có¬mo cambiaba su rostro a cada giro de la conversación, como un trigal con la brisa del verano. Era embriagador descubrir aquella magia en sus torpes palabras, y anhelaba ensayar nuevos medios de utilizarla. —¿No te daría miedo bajar por el camino de Cor¬bury conmigo una noche como ésta? —preguntó. Las mejillas de ella enrojecieron aún más. —¡No tendría más miedo que tú! —Bueno, pues yo tendría miedo; no lo haría. Es una bajada muy mala la del olmo viejo. Si no abres bien los ojos, puedes darte de frente con él. Ethan se complacía en aquella sensación de auto¬ridad y protección que transmitían sus palabras. Para prolongar e intensificar la sensación, añadió: —Yo creo que aquí se está bastante bien. Ella dejó que sus párpados bajaran lentamente, de aquella forma que le encantaba a Ethan. —Sí, se está muy, bien aquí —dijo, con un suspiro. El tono era tan dulce que Ethan retiró la pipa de la boca y acercó la silla a la mesa. Luego se inclinó ha¬cia delante, y tocó el extremo de aquella tela marrón a la que ella estaba haciéndole un dobladillo. —Oye, Mat —empezó, con una sonrisa—, ¿a que no sabes lo que vi hace un rato, cuando volvía a casa, debajo de los abetos de Varnum? Vi cómo besaban a una amiga tuya. Había tenido aquellas palabras en la punta de la lengua todo el tiempo, pero ahora que las había pro¬nunciado le parecieron insulsamente vulgares y fuera de lugar. Mattie se ruborizó hasta las raíces del cabello y dio dos o tres puntadas a toda prisa, tirando imper¬ceptiblemente del extremo de la tela para apartarla de él. —Supongo que eran Ruth y Ed —dijo, en voz más baja, como si él hubiera abordado un tema grave. Ethan había supuesto que su alusión daría paso a las bromas convencionales y éstas, por su parte, quizá desembocaran en caricias inofensivas, aunque sólo fuese un simple roce de las manos. Pero ahora tenía la sensación de que el rubor de ella había alzado una ba¬rrera llameante a su alrededor. Supuso que era su propia torpeza natural lo que le hacía sentirse así. Sabía que la mayoría de los muchachos no le daban im¬portancia al hecho de besar a una chica guapa, y re¬cordó la noche anterior, cuando la había rodeado con el brazo y ella no había opuesto resistencia. Claro que aquello había sido fuera de casa, bajo la noche irres¬ponsable, al aire libre. Ahora, en la habitación cálida iluminada por la lámpara, con todas sus viejas impli¬caciones de orden y conformidad, le parecía infinita¬mente más lejana e inabordable. Para aliviar su embarazo, dijo: —Supongo que pronto fijarán la fecha. —Sí, no me extrañaría que la boda fuera en el verano. Su voz pareció acariciar la palabra «boda» al pro¬nunciarla. Era como una susurrante espesura que lle¬vara a claros encantados. Ethan sintió una punzada y dijo, volviéndose y apartándose de ella, sin levantarse de la silla: —Supongo que la próxima serás tú. Mattie se echó a reír, un poco insegura. —¿Por qué dices siempre eso? —Debe ser para hacerme a la idea —dijo él, ha¬ciéndose eco de la risa. Y se acercó de nuevo a la mesa. Ella siguió cosien¬do en silencio, la mirada baja, mientras él contem¬plaba fascinado los movimientos de sus manos en la tela. Eran como aquellos dos pájaros que había visto haciendo vuelos perpendiculares y breves sobre el nido que estaban construyendo. Al fin, ella dijo, sin mover la cabeza ni levantar los párpados, en voz baja: —No es porque creas que Zeena tiene algo contra mí, ¿verdad? El primitivo temor de Ethan se irguió, armado hasta los dientes, ante tal sugerencia. —¿Qué quieres decir? —tartamudeó. Ella le miró acongojada; colocó la labor en la mesa, entre los dos. —No sé. Es lo que me pareció anoche. —¿Y qué puede tener contra ti? —gruñó él. —Con Zeena nunca se sabe. Era la primera vez que hablaban tan abiertamente de la actitud de Zeena hacia ella y la repetición del nombre pareció lanzarlo a los rincones más lejanos de la cocina, de donde volvía a ellos en largas reverbera¬ciones de sonido. Mattie esperó, como para dar tiempo a que el eco se apagara, y luego prosiguió: —¿No te ha dicho nada? Él negó con un gesto y confirmó: —No, ni una palabra. Mattie se apartó el pelo de la frente con una carca¬jada. —Tal vez sea sólo que estoy algo nerviosa. No pensaré más en ello. —Oh no..., ¡no pienses más en eso, Mat! El súbito ardor de su tono la hizo ruborizarse otra vez, no de golpe, sino de un modo gradual y delicado, como el reflejo de una idea que cruzase lenta y furtiva su corazón. Se quedó callada, con las manos en la la¬bor, y a Ethan le pareció que una corriente cálida fluía hacia él por aquella tela que aún seguía entre ellos. Cautamente, deslizó una mano, la palma hacia abajo, por la mesa, hasta que las yemas de sus dedos rozaron el borde de la tela. Una leve vibración de sus pestañas pareció indi¬carle que Mattie se daba cuenta de lo que él hacía y que esto hubiera enviado una contracorriente hacia ella. Mattie dejó las manos inmóviles al otro extremo de la labor. Y estando en esto, Ethan oyó detrás un ruido y volvió la cabeza. El gato había saltado de la mecedora de Zeena tras un ratón que había en el zócalo y, a consecuencia del súbito movimiento, el asiento vacío inició un balanceo espectral. «Mañana a esta hora estará ella misma ahí mecién¬dose —pensó Ethan—. Ha sido un sueño, y ésta es la única noche que pasaremos juntos.» La vuelta a la realidad fue tan dolorosa como la vuelta a la conciencia tras un período de anestesia. Notaba en el cuerpo y en la cabeza el agobio de una lasitud indescriptible y veía que, dijera lo que dijese e hiciera lo que hiciese, nada impediría la enloquecida fuga de los minutos. Aquel cambio de ánimo pareció haberse transmi¬tido a Mattie, que alzó hacia él una mirada lánguida, como si los párpados le pesasen de sueño y le costara trabajo mantener los ojos abiertos. Posó luego la vista en la mano de Ethan, que ahora cubría completamen¬te el borde de la tela y la apretaba como si fuera parte de ella. Ethan percibió un temblor casi imperceptible en la cara de Mattie y, sin saber lo que hacia, inclinó la cabeza y besó la tela. Al posar los labios en ella, la sintió deslizarse lentamente de ellos y vio que Mattie se había puesto de pie y enrollaba la labor en silencio. La sujetó con un alfiler y después, tras recoger el dedal y las tijeras, lo puso todo con la tela enrolla¬da en la caja forrada con papel de regalo que él le había traído una vez de Bettsbridge. Ethan se levantó también, mirando vagamente al¬rededor. El reloj del aparador dio las once. —¿Está bien el fuego? —le preguntó ella en voz baja. Él abrió la cocina y hurgó sin fijarse en las ascuas. Cuando alzó de nuevo la cabeza, vio a Mattie arras¬trar la vieja caja de jabón forrada de alfombra que servía de cama al gato. Luego volvió sobre sus pasos y cogió las macetas de geranios apartándolas del frío de la ventana. Fue tras ella y cogió las otras plantas, los bulbos de jacinto que estaban en un cuenco de mos¬taza agrietado y la hiedra alemana que se enredaba en un viejo aro de croquet. Tras cumplir con estos deberes nocturnos, no que¬daba ya más que llevar a la cocina el candelero de metal del pasillo, encender la vela y apagar la lámpara de la cocina. Ethan pasó el candelero a Mattie, que salió primero, con la luz delante, el pelo oscuro como una masa de niebla sobre la luna. —Buenas noches, Mat —dijo, cuando ya ella pi¬saba el primer escalón. Se volvió y le miró un instante. —Buenas noches, Ethan —contestó, y empezó a subir las escaleras. Cuando la puerta de la habitación de Mattie se ce¬rró, Ethan cayó en la cuenta de que no había llegado siquiera a tocarle la mano. -6- Por la mañana, durante el desayuno, Jotham Po¬well se interponía entre ellos, y Ethan procuró disimular su alegría con un aire de exagerada indife¬rencia, retrepándose en la silla para tirarle migas al gato; protestó por el tiempo y no se ofreció a ayu¬darla cuando se levantó a recoger los platos. Ignoraba por qué se sentía tan irracionalmente fe¬liz, pues nada había cambiado en su vida ni en la de ella. No había rozado siquiera la punta de sus dedos, ni la había mirado directamente a los ojos. Pero la ve¬lada que habían pasado juntos le había dado una vi¬sión de lo que podría ser la vida a su lado y estaba contento de no haber hecho nada que turbara la dul¬zura del cuadro. Pensaba ilusionado que ella sabía lo que le había hecho contenerse. Había que entregar una última carga de madera y Jotham Powell (que en invierno no trabajaba regular¬mente para Ethan), se había «acercado» para ayudarle en la tarea. Por la noche había caído una nieve acuosa que se transformó en aguanieve y convirtió los cami¬nos en cristal. El aire era más húmedo y ambos hombres creían probable que el tiempo «templase» un poco hacia el mediodía y el transporte fuese más se¬guro entonces. Así que Ethan propuso a su ayudante cargar el trineo y dejar el transporte hasta Starkfield para más tarde, tal como habían hecho la semana an¬terior. Este plan tenía la ventaja de permitirle mandar a Jotham a los Flats después de comer a recoger a Ze¬nobia, mientras él bajaba la madera al pueblo. Mandó a Jotham a aparejar los tordos y, durante un momento, Mattie y él tuvieron la cocina para ellos solos. Mattie había echado los platos del desayuno en un balde y estaba inclinada sobre él con sus delgados brazos desnudos hasta el codo. El vapor del agua ca¬liente perlaba su frente y tensaba su pelo áspero en anillitos marrones como los zarcillos de la hierba de los pordioseros. Ethan se quedó mirándola acongo¬jado. Deseaba decir «Nunca volveremos a estar solos así». Pero en vez de decir esto, sacó la bolsa de tabaco del aparador, se la guardó en el bolsillo v dijo: —Creo que conseguiré estar de vuelta para la co¬mida. —Bueno, Ethan —contestó ella y, cuando se iba, la oyó cantar mientras fregaba. En cuanto el trineo estuviera cargado, se proponía enviar a Jotham de vuelta a la granja y correr al pueblo a pie a comprar cola para pegar la fuente. Si hubiera tenido suerte, habría podido poner su plan en ejecu¬ción. Pero todo fue mal desde el principio. Yendo ha¬cia el bosque, uno de los tordos resbaló en el hielo y se hizo un corte en la pata. Cuando lograron levantarle, Jotham tuvo que volver hasta el establo por un trapo para vendarle la herida. Y cuando al fin iniciaron la carga, empezó a caer de nuevo aguanieve y los troncos estaban tan resbaladizos que tardaron el doble en le¬vantarlos y colocarlos en el trineo. Era lo que Jotham llamaba una mañana amarga para trabajar; y los caba¬llos, pateando y temblando bajo las mantas húmedas, no parecían más satisfechos que los hombres. Termi¬naron cuando ya había pasado con mucho la hora de la comida y Ethan tuvo que renunciar a ir al pueblo, porque quería volver a casa con el caballo lastimado y lavarle él mismo la herida. Pensó que si volvía a empezar con la madera en cuanto terminara de comer, podría volver a la granja con la cola antes de que Jotham y el viejo alazán tu¬vieran tiempo de traer de los Flats a Zenobia. Pero sabía que tal posibilidad era remota. Dependía del estado de los caminos y del posible retraso del tren de Bettsbridge. Luego recordó, con un amargo fogona¬zo de autodesprecio, la importancia que había atri¬buido a la consideración de tales posibilidades... En cuanto acabó de almorzar, salió de nuevo, sin atreverse a esperar a que saliera Jotham Powell. El peón aún se estaba secando los pies en la cocina y Ethan sólo pudo lanzar a Mattie una mirada rápida mientras decía, como un susurro: —Volveré temprano. Ethan se hizo a la idea de que ella asentía com¬prensiva y, con este parco solaz, partió hacia el pue¬blo bajo la lluvia. A la mitad del camino le alcanzó Jotham Powell que arreaba al reacio alazán hacia los Flats. «Ten¬dré que darme prisa», musitó Ethan, mientras el trineo bajaba delante de él por la cuesta de la colina de la es¬cuela. Trabajó como diez en la descarga y, concluida ésta, se dirigió a toda prisa a la tienda de Michael Eady a comprar la cola. Eady y su ayudante se habían ido «calle abajo» y el joven Denis, que raras veces se dig¬naba ocupar su puesto, holgazaneaba junto a la estufa como una representación de la juventud dorada de Starkfield. Saludaron a Ethan con irónicos cumplidos y comentarios joviales, pero ninguno sabía dónde po¬dría estar la cola. Ethan, consumido por el deseo de pasar un último momento a solas con Mattie, esperó impaciente mientras Denis buscaba sin resultado por los rincones más oscuros de la tienda. —Parece que se ha vendido toda. Pero si esperas a que vuelva el viejo, quizás él sepa dónde hay más. —Gracias, miraré a ver si tienen abajo, en casa de la señora Homan —contestó Ethan, deseoso de irse. El instinto comercial de Denis le impulsó a afirmar bajo juramento que lo que no podía proporcionar la tienda de Eady nunca se encontraría en la de la viuda Homan. Pero Ethan, ignorando tal fanfarronada, ya había subido al trineo y se dirigía al establecimiento rival. Allí, tras una considerable búsqueda y cordiales preguntas sobre para qué la necesitaba, y si no serviría engrudo corriente para resolver el problema en caso de no encontrar la cola, la viuda Homan dio al fin con un frasquito oculto en un rincón entre un batiburrillo de pastillas para la tos y cintas de corsé. —Espero que Zeena no haya roto nada que apre¬ciase mucho —le dijo cuando él salía ya a coger los tordos y regresar a casa. Los súbitos chaparrones de aguanieve se habían convertido en una lluvia constante y los caballos lo pasaron mal a la vuelta, pese a no ir cargados. Ethan volvió la cabeza una o dos veces al oír cascabeles de trineo, pensando que Zeena y Jotham podrían al¬canzarle. Pero el viejo alazán no apareció y Ethan dio la cara de nuevo a la lluvia y arreó a los lentos animales. Cuando llegó el establo estaba vacío y, tras prestar a los caballos los servicios más protocolarios que hu¬bieran recibido de él nunca, se dirigió a grandes zan¬cadas a la casa y abrió la puerta de la cocina. Mattie estaba allí sola, tal como había supuesto. Estaba inclinada sobre una cacerola en el fogón. Pero se volvió sorprendida al oír el rumor de sus pasos y avanzó hacia él. —Mira, Mat, aquí tengo la cola para pegar la fuen¬te. Voy a hacerlo ahora mismo —le dijo, mostrando el frasquito de cola en una mano mientras apartaba a Mattie ligeramente. Pero ella pareció no oírle. —¡Oh, Ethan..., Zeena ya ha llegado! —dijo en un susurro, cogiéndole de la manga. Se quedaron inmóviles, mirándose fijamente, pá¬lidos como culpables. —¡Pero el alazán no está en el establo! —tartamu¬deó Ethan. —Jotham Powell trajo algunas cosas de los Flats para su mujer y siguió hasta su casa con ellas —expli¬có Mattie. Ethan contempló la cocina con los ojos en blanco; le pareció árida y fría en la penumbra invernal de aquel día lluvioso. —¿Y cómo está? —preguntó, bajando la voz has¬ta el tono de susurro de Mattie. Ella apartó los ojos de él, insegura. —No sé. Subió directamente a su cuarto. —¿No dijo nada? —No. Ethan expulsó sus dudas en un silbido sordo y vol¬vió a guardarse el frasquito en el bolsillo. —No te preocupes. Ya bajaré por la noche y lo arreglaré. Luego volvió a ponerse el zamarro mojado y se fue al establo a dar de comer a los tordos. Estando allí, apareció Jotham Powell con el trineo y, una vez atendidos los caballos, le dijo: —Quédate y sube a casa a tomar un bocado. Le parecía aconsejable proveerse de la presencia neutralizante de Jotham en la mesa, pues Zeena siempre estaba «nerviosa» después de un viaje. Pero el peón, que raras veces se negaba a aceptar una comida no in¬cluida en su retribución, abrió las rígidas mandíbulas para contestar lentamente: —Muchas gracias, pero tengo que volver a casa. Ethan le miró sorprendido. —Es mejor que subas a casa a secarte. Creo que hay, algo caliente para la cena. Los músculos faciales de Jotham no se conmovie¬ron por esta propuesta y, como su vocabulario era escaso, se limitó a repetir: —Tengo que volver a casa. Para Ethan había algo vagamente amenazador en aquel firme rechazo de comida y calor gratuitos, y se preguntó qué habría ocurrido en el viaje que imponía tal estoicismo a Jotham. Quizá Zeena no hubiera po¬dido ver al nuevo médico o no le hubieran gustado sus consejos. Ethan sabía que, en tales casos, era pro¬bable que la persona con quien primero se encontrara cargara con la culpa de su desgracia. Cuando volvió a entrar en la cocina, la lámpara ilu¬minaba la misma escena acogedora y confortable de la noche anterior. La mesa estaba puesta con sumo cuidado; había un buen fuego, el gato dormitaba en la tibieza del calor y Mattie apareció con una fuente llena de buñuelos. Ambos se miraron en silencio. Luego ella dijo, como había dicho la noche anterior: —Creo que es hora de cenar. -7- Ethan salió al pasillo a colgar sus prendas húme¬das. Prestó atención por si oía los pasos de Zee¬na y, al no oírlos, la llamó a voces desde el pie de la escalera. No le contestó y, tras vacilar unos instantes, subió al dormitorio y abrió la puerta. La habitación estaba casi completamente a oscuras, pero la vio en la oscuridad, sentada junto a la ventana, muy erguida; la rigidez del perfil que se recortaba contra el cris¬tal le indicaba que no se había quitado el vestido del viaje. —¿Qué hay, Zeena? —aventuró desde el umbral. Ella no se movió y él continuó—: Ya está la cena, ¿bajas? —No tengo ganas de tomar nada —contestó ella. Era la fórmula consagrada y él esperaba que siguie¬se luego, como siempre, la operación de levantarse y bajar a cenar. No obstante, siguió sentada y a él no se le ocurrió nada más feliz que: —Supongo que estarás cansada después de un viaje tan largo. Al oír estas palabras, Zeena volvió la cabeza y dijo solemnemente: —Estoy mucho más grave de lo que tú te crees. Ethan sintió un extraño escalofrío de asombro... Se lo había oído decir muchas veces..., ¿y si al fin fuera cierto? Efectuó uno o dos pasos en la habitación en pe¬numbra. —Espero que no sea así, Zeena—dijo. Ella seguía mirándole en la penumbra, con un aire de lánguida autoridad, como el elegido consciente¬mente para un gran destino. —Tengo complicaciones —dijo. Ethan sabía que aquella palabra tenía una impor¬tancia excepcional. Por allí casi todo el mundo tenía «problemas» claramente localizados y definidos, pero sólo los elegidos tenían «complicaciones». Tenerlas era en sí mismo una distinción, aunque significara también en la mayoría de los casos una sentencia de muerte. La gente se debatía durante años con sus «pro¬blemas», pero casi siempre sucumbía a las «compli¬caciones». El corazón de Ethan se debatía entre dos senti¬mientos extremos; pero de momento prevaleció la compasión. Su mujer parecía tan dura y solitaria, allí sentada en la oscuridad, entregada a aquellos pensa¬mientos... —¿Es eso lo que te ha dicho el médico nuevo? —pre¬guntó, bajando la voz instintivamente. —Sí. Dice que cualquier médico normal reco¬mendaría una operación. Ethan sabía que, respecto al importantísimo tema de la intervención quirúrgica, la opinión femenina de la zona estaba dividida, habiendo quien se vanaglo¬riaba del prestigio que otorgaban las operaciones y quien las eludía por considerarlas indecorosas. Ethan, por razones de economía, siempre se había alegrado de que Zeena perteneciera al último grupo. Con el nerviosismo que le producía la gravedad de la noticia, buscó un atajo consolador: —¿Y qué sabes de ese médico, en realidad? Eso nadie te lo había dicho nunca. Advirtió su error antes de que Zeena pudiera cap¬tarlo: ella quería comprensión, no consuelo. —No hacía falta que nadie me dijese que empeora¬ba día a día. Eso todo el mundo lo veía menos tú. Y en Bettsbridge todo el mundo conoce al doctor Buck. Tiene un consultorio en Worcester, y pasa consulta cada quince días en Shadd's Falls y en Bettsbridge. Eliza Spears estaba consumida por sus problemas de riñón hasta que acudió a él, y ahora ya no guarda cama y anda por ahí y canta en el coro. —Bueno, me alegro mucho. Tienes que hacer exac¬tamente lo que él te diga—contestó Ethan, muy com¬prensivo. Ella seguía mirándole. —Eso es lo que pienso hacer —dijo. A Ethan le sorprendió el nuevo tono de su voz. No había en él queja ni reproche, sólo una seca reso¬lución. —¿Qué te ha dicho que hagas? —le preguntó, ima¬ginando nuevos gastos. —Quiere que tenga una chica a sueldo. Dice que no debo hacer absolutamente nada en la casa. —¿Una chica a sueldo? —Ethan se quedó parali¬zado. —Sí. Y la tía Martha enseguida me encontró una. Todos dijeron que era una suerte conseguir una chica que viniera aquí, y acepté darle un dólar extra para cerrar el trato. Llegará mañana por la tarde. La cólera y el desaliento luchaban en Ethan. Ha¬bía previsto una petición inmediata de dinero, pero no un drenaje constante de sus menguados recursos. Ya no creía lo que Zeena había dicho de su supuesta gravedad: sólo veía en aquella expedición a Betts¬bridge una conjura fraguada entre ella y sus parientes para cargarle a él el coste de una criada; y, por el mo¬mento, predominó la cólera. —Si querías contratar una chica, deberías habér¬melo dicho antes, ¿no crees? —¿Y cómo podía decírtelo? ¿Cómo iba a saber yo lo que me iba a decir el médico? —Oh, el médico... —A Ethan se le escapó el escep¬ticismo en una seca carcajada—. ¿Te explicó el médi¬co cómo voy a pagar yo el sueldo de esa chica? La voz de ella se encrespó furiosa también. —No. No me lo explicó. ¡Pero se me habría caído la cara de vergüenza si le hubiera tenido que expli¬car que me escatimas un dinero necesario para curar¬me, después de haber perdido la salud cuidando a tu madre! —¿Que tú perdiste la salud cuidando a mi madre? —Sí. Y toda mi familia me dijo entonces que lo menos que podías hacer era casarte conmigo después. —¡Zeena! En aquella oscuridad que velaba sus rostros, sus pensamientos parecían asediarse como serpientes ve¬nenosas. A Ethan le horrorizaba la escena y le avergonzaba participar en ella. Era algo tan absurdo y sal¬vaje como un combate físico entre dos enemigos en la oscuridad. Se volvió hacia la repisa de la chimenea, cogió las cerillas y encendió la única vela de la habitación. Al principio, su débil llama no causó el menor efecto en las sombras. Luego, el rostro amargado de Zeena des¬tacó contra el cristal de la ventana sin visillos que había pasado del gris al negro. Era la primera escena de cólera manifiesta en sus siete tristes años de matrimonio, y Ethan tuvo la sen¬sación de haber perdido una ventaja irrecuperable al descender al nivel de la recriminación. Pero el pro¬blema práctico estaba allí y había que abordarlo. —Sabes que no tengo dinero para pagar a una cria¬da, Zeena, tendrás que decirle que se vuelva por donde ha venido. No puedo permitírmelo. —El médico dice que si sigo trabajando como una esclava, me moriré. No entiende cómo he aguantado tanto tiempo. —¡Como una esclava...! —Se reprimió de nue¬vo—. No tendrás que mover ni un dedo, si eso es lo que dice el médico. Haré todo lo de la casa yo mismo... —Ya tienes bastante abandonado el trabajo de la granja —le interrumpió; y como era verdad, él no halló respuesta, dándole tiempo a añadir irónicamente—: Será mejor que me mandes al asilo y acabes con el problema... No sería el único miembro de tu fami¬lia que acaba así. Esta pulla le hirió, pero prefirió ignorarla. —No tengo dinero. No hay nada que hacer. Hubo una breve pausa en la lucha, como si los combatientes estuvieran probando sus armas. Luego, Zeena dijo con voz lisa. —Creí que ibas a cobrarle cincuenta dólares a An¬drew Hale por la madera. —Andrew Hale siempre me paga a tres meses. Nada más decirlo, recordó la excusa que había dado para no acompañar a su esposa a la estación el día anterior. Afluyó sangre a sus cejas fruncidas. —Vaya, ayer me dijiste que habías acordado con él que te pagaría a la entrega. Dijiste que no me podías llevar a los Flats por ese motivo. Ethan no tenía ninguna habilidad para mentir. ja¬más le habían cogido en una mentira hasta entonces, y ahora le fallaban todos los recursos de evasión. —Debió de ser un malentendido —tartamudeó. —¿No conseguiste el dinero? —No. —¿Y no vas a conseguirlo? —No. —Bueno, yo no podía saberlo cuando contraté a la chica, ¿verdad? —No, claro. —Hizo una pausa para controlar el tono de voz—. Pero ahora ya lo sabes. Lo siento, pero no hay nada que hacer. Estás casada con un hombre pobre, Zeena; pero haré por ti todo lo que pueda. Ella se quedó un rato sentada, inmóvil, como si reflexionase, los brazos sobre los del asiento, la mi¬rada perdida en el vacío. —Bueno, creo que podremos arreglarlo —dijo suavemente. Aquel cambio de tono tranquilizó a Ethan. —¡Claro que podremos! Yo puedo hacer muchas más cosas por ti, y Mattie... Mientras él hablaba, Zeena parecía realizar un complicado cálculo mental; lo concluyó y dijo: —Además, nos ahorraremos la manutención de Mattie... Suponiendo zanjada la discusión, Ethan se había vuelto ya para bajar a cenar. Se paró en seco, sin en¬tender lo que oía. —¿La manutención de Mattie...? —empezó. Entonces, Zeena se echó a reír. Era un sonido ex¬traño e insólito... Ethan no recordaba haberla oído reír nunca. —No supondrás que voy a tener en casa dos chi¬cas, ¿verdad? ¡No me extraña que te asustaras por los gastos! Aún no entendía del todo lo que le estaba dicien¬do. Desde el principio de la discusión, había evitado instintivamente mencionar el nombre de Mattie, te¬miendo algo que no sabía identificar exactamente. Críticas, quejas o vagas alusiones a la inminente po¬sibilidad de que se casara. Pero la idea de una ruptura definitiva jamás se le había ocurrido, y ni siquiera ahora podía introducirla en su mente. —No te entiendo —dijo—. Mattie Silver no es una chica a sueldo. Es pariente tuya. —Es una pobre que se ha colgado de todos noso¬tros después de que su padre hiciera todo lo posible por arruinarnos. Ya la he mantenido un año: ahora le toca a otro. Al tiempo que oía estas palabras estridentes se oyó una llamada a la puerta, que Ethan había cerrado al volverse. —¡Ethan... Zeena! —la voz de Mattie resonó ani¬mosa desde el rellano—. ¿Sabéis qué hora es? Hace media hora que la cena está lista. Hubo un instante de silencio en la habitación; lue¬go, Zeena dijo desde su asiento: —¡Yo no bajaré a cenar! —¡Oh, cuánto lo siento! ¿No te encuentras bien? ¿Quieres que te traiga algo? Ethan salió de su desconcierto, laboriosamente, y abrió la puerta. —Baja tú, Mat. Zeena está un poco cansada. Aho¬ra bajaré yo. Oyó su «¡Está bien!» y sus rápidos pasos por las escaleras. Luego cerró la puerta y se volvió hacia su esposa, que seguía en la misma actitud, con la misma expre¬sión implacable. Se sintió abrumado por una desesperante sensación de impotencia. —No te propondrás hacer eso, ¿verdad, Zeena? —¿Hacer qué? —susurró ella, casi sin mover los labios. —Echar a Mattie..., de ese modo. —¡Jamás me comprometí a tenerla toda la vida! Él prosiguió con vehemencia creciente: —No puedes echarla de casa como si fuera un la¬drón..., una pobre muchacha, sin amigos ni dinero. Ha hecho todo lo que ha podido por ti y no tiene adónde ir. Tú puedes olvidar que es pariente tuya, pero los demás no lo olvidarán. ¿Qué crees que dirá la gente si haces una cosa así? Zeena esperó un momento, como si quisiera darle tiempo para sentir toda la fuerza del contraste entre su compostura y el nerviosismo de él. Luego contes¬tó, en el mismo tono liso: —Sé muy bien lo que dicen de mí por tenerla aquí tanto tiempo. La mano de Ethan soltó el pomo de la puerta que sostenía desde que la había cerrado al irse Mattie. La respuesta de su esposa fue como una cuchillada que le tajara los tendones; de pronto se sintió débil e im¬potente. Había pensado humillarse, alegar que la ma¬nutención de Mattie no costaba mucho en realidad, que podría arreglárselas para comprar una estufa y preparar un cuarto en el desván para la criada; pero las palabras de Zeena revelaban lo peligroso de tales súplicas. —¿Quieres decir que vas a mandarle que se vaya... inmediatamente? —tartamudeó al fin, aterrado ante la idea de dejar a su esposa completar la frase. Ella, como si intentase hacerle ver la razón, con¬testó en un tono imparcial: —La chica vendrá de Bettsbridge mañana y, como comprenderás, ha de tener un sitio donde dormir. Ethan la miró con odio. Ya no era la criatura apáti¬ca que había vivido a su lado en un estado de hosco ensimismamiento; era una misteriosa y extraña presencia, una fuerza maligna segregada en los largos años de silencioso cavilar. Y agudizaba el odio la sensación de su propia impotencia. Ella nunca había tenido nada a lo que uno pudiera apelar, pero mientras había po¬dido ignorar y controlar, Ethan había permanecido indiferente. Ahora, ella le dominaba y él la aborrecía. Mattie era pariente de ella, no de él: Ethan no tenía medio de obligarla a mantener a la chica bajo su techo. Toda la prolongada pesadumbre de su confuso pasado, de su juventud llena de fracasos, penalidades y vanos esfuerzos, se alzó en su alma amargamente y pareció tomar la forma de aquella mujer que le había bloquea¬do el camino una y otra vez. Ella se lo había quitado todo. Y ahora se proponía quitarle lo único que com¬pensaba todo lo demás. Por un instante brotó en él una llamarada tal de odio que hubo de bajar el brazo y ce¬rrar el puño. Dio un paso impetuoso al frente y luego se contuvo. —¿Tú..., tú no bajas? —dijo, desconcertado. —No. Voy a echarme un rato —contestó ella sua¬vemente. Él se volvió y salió del cuarto. Mattie estaba en la cocina, sentada junto al fuego, con el gato ovillado en el regazo. Se levantó al ver entrar a Ethan y llevó a la mesa la fuente con el pastel de carne. —Zeena no está enferma, ¿verdad? —No. Le miró resplandeciente desde el otro extremo de la mesa. —Bueno, entonces siéntate; debes estar muerto de hambre. Destapó el pastel y se lo acercó. Así que dispo¬nían de otra velada juntos, parecían decir felices sus ojos. Él se sirvió maquinalmente y empezó a comer. Pe¬ro el primer bocado se le atragantó y abandonó el te¬nedor. Mattie, que le observaba con ternura, advirtió el gesto. —¿Qué pasa, Ethan? ¿No está bueno? —Sí..., está muy bueno, pero es que... Retiró el plato, se levantó de la mesa y dio unos pasos hacia ella. Mattie se levantó también y le miró asustada. —Algo pasa, Ethan. ¡Ya me di cuenta de que pa¬saba algo! En su terror, Mattie pareció fundirse contra él; la estrechó en sus brazos, la apretó con fuerza. Sintió el roce de sus pestañas en la mejilla: eran como maripo¬sas atrapadas en una red. —¿Qué pasa? Dímelo..., ¿qué pasa? —tartamudeó ella; pero él había encontrado al fin sus labios y bebía, ajeno a todo, salvo al gozo que le proporcionaban. Ella se demoró un instante, atrapada en la misma corriente impetuosa; luego se apartó, dio uno o dos pasos atrás, pálida y turbada, y su mirada golpeó a Ethan con el remordimiento, y Ethan gritó como si la viese ahogarse en un sueño: —¡No puedes irte, Mat! ¡Nunca te dejaré! —¿Irme..., irme? —tartamudeó ella—. ¿Es que debo irme? Las palabras siguieron resonando entre ellos co¬mo una antorcha de aviso que volase de mano en ma¬no por un paisaje tenebroso. Ethan se sentía abrumado de vergüenza por su falta de control, por darle la noticia de un modo tan brutal. Se le iba la cabeza y tuvo que apoyarse en la mesa. Seguía con la sensación de estar besándola, y de estar, aun así, muriéndose de sed por sus labios. —¿Qué ha pasado, Ethan? ¿Está Zeena enfadada conmigo? El llanto de Mattie le tranquilizó, aunque intensi¬ficó su cólera y su lástima. —No, no —le aseguró—. No es eso. Pero ese mé¬dico nuevo la ha asustado mucho. Ya sabes que ella siempre se cree todo lo que le dicen la primera vez que los ve. Y éste le dijo que no se pondrá bien si no guarda cama y reposo absoluto..., varios meses... Se detuvo, apartando la vista de ella penosamente. Ella guardó silencio un momento, bajando la cabeza como una rama rota. Era tan pequeña y parecía tan débil que a Ethan se le encogió el corazón. Pero de pronto, alzó la cabeza y le miró cara a cara. —Y quiere a alguien más capaz que yo que me sustituya, ¿no es eso? —Eso es lo que esta noche dice. —Si lo dice esta noche, lo dirá mañana. Los dos se inclinaban ante aquella verdad inexo¬rable. Sabían que Zeena nunca cambiaba de parecer; que, en su caso, una decisión equivalía a un hecho consumado. Guardaron silencio un rato; luego, Mattie dijo, con voz sorda: —No te preocupes tanto, Ethan. —Oh, Dios mío..., oh, Dios mío —gimió él. El ardor apasionado que había sentido por ella se había disuelto en una dolorosa ternura. La vio mover los párpados conteniendo las lágrimas y ansió estrecharla en sus brazos, consolarla. —Vas a dejar enfriarse la cena —dijo ella, con un pálido resplandor de alegría. —Oh, Mat, Mat... ¿a dónde irás? Ella bajó la vista. Un escalofrío cruzó su rostro. Y Ethan vio que afrontaba por primera vez la idea del futuro. —Quizás encuentre algún trabajo en Starkfield —tartamudeó, como si intuyera que ya sabía él muy bien que no tenía la menor esperanza. Ethan se derrumbó otra vez en la silla y se tapó la cara con las manos. Le horrorizaba la idea de verla irse sola de nuevo a repetir la penosa experiencia de buscar trabajo. En el único sitio en que la conocían había de enfrentarse a la indiferencia o a la hostilidad. ¿Y qué posibilidades podía tener ella, sin experiencia ni conocimientos, entre los miles de personas que in¬tentaban ganarse el pan en las ciudades? Recordó las tristes historias que había oído en Worcester; y re¬cordó los rostros de muchachas cuyas vidas habían empezado tan prometedoramente como la de Mat¬tie...; no podía pensar tales cosas sin que todo su ser se sublevase. Se levantó bruscamente. —¡No puedes irte, Mat! ¡No te dejaré! Siempre se ha salido con la suya, pero esta vez se hará lo que yo diga... Mattie alzó la mano en un rápido gesto, y Ethan oyó los pasos de su esposa. Zeena entró en la cocina arrastrando los pies, co¬mo siempre, y ocupó tranquilamente su lugar acos¬tumbrado entre los dos. —Me siento un poquito mejor, y el doctor Buck dice que tengo que comer todo lo que pueda para re¬cuperar fuerzas, aunque no tenga apetito —dijo, en su tono quejumbroso, estirando el brazo para coger la tetera. Había sustituido el vestido «bueno» por la bata ne¬gra de percal y el chal marrón de punto que constituían su atuendo diario, y había adoptado con ellos su expresión y actitud de siempre. Se sirvió el té, añadió una buena porción de leche, una abundante ración de pastel y pepinos encurtidos, e hizo la operación habitual de colocarse la dentadura postiza antes de empezar a comer. El gato se frotó adulón contra ella y le dijo «gatito bueno», se inclinó para acariciarlo y le dio un trocito de carne de su plato. Ethan no decía nada; no fingía comer. Pero Mattie mordisqueó valerosamente su comida e hizo una o dos preguntas a Zeena sobre su visita a Bettsbridge. Zeena contestó en su tono de siempre y, animada por el tema, les obsequió con varias descripciones minu¬ciosas de los trastornos intestinales de amistades y parientes. Mientras hablaba, miraba directamente a Mattie, con una leve sonrisa que acentuaba las arru¬gas verticales que recorrían su rostro de la nariz a la barbilla. Terminada la cena, se levantó de la mesa y se llevó una mano al pecho, a la superficie lisa de la zona del corazón. —Este pastel tuyo siempre resulta un poco indi¬gesto, Mat —dijo, sin irritación. Raras veces abreviaba el nombre de la chica, y cuan¬do lo hacía, era siempre indicio de amabilidad. —Subiré por esos polvos para el estómago que tra¬je de Springfield —continuó—. Hace mucho que no los tomo y puede que me vayan bien para la acidez. Mattie alzó los ojos hacia ella. —¿Quieres que te los baje yo, Zeena? —aventuró. —No, tú no sabes dónde están —contestó Zeena sombríamente, con una de sus miradas misteriosas. Luego salió de la cocina y Mattie se levantó y em¬pezó a recoger la mesa. Al pasar junto a la silla de Ethan, se encontraron sus miradas y quedaron mi¬rándose desolados. La cocina, silenciosa y plácida, parecía tan acogedora como la noche anterior. El gato había saltado a la mecedora de Zeena y el calor del fuego empezaba a extraer un olor acre y leve de los geranios. Ethan se levantó pesadamente de la mesa. —Saldré a echar un vistazo —dijo, dirigiéndose al pasillo para coger la linterna. Al llegar a la puerta, se encontró con Zeena, que regresaba a la cocina, con los labios temblorosos de cólera y un rubor nervioso en su rostro amarillento. Se le había caído el chal de los hombros y lo llevaba arrastrando. Llevaba en las manos los fragmentos de la fuente de cristal. —Me gustaría saber quién ha hecho esto —dijo, mirándoles alternativamente, llena de furia. No hubo respuesta y ella prosiguió con voz tré¬mula: —Fui a buscar esos polvos que había guardado en la caja de las gafas de papá, en el aparador, donde ten¬go las cosas que quiero que estén guardadas para que nadie las use... Se le quebró la voz y a sus párpados y pestañas asomaron dos lagrimitas que se deslizaron lentas por las mejillas. —Hay que usar la escalera para llegar al último es¬tante. Fue allí donde guardé la fuente de la tía Philura Maple desde que nos casamos, y no la había bajado nunca, salvo en primavera, para limpiarla, y la guar¬daba yo misma para que nadie la rompiera. Depositó reverentemente los fragmentos sobre la mesa y añadió, con voz temblorosa: —Quiero saber quién lo ha hecho. Ante aquel desafío, Ethan volvió a la cocina y le hizo frente. —Pues yo te lo diré: lo hizo el gato. —¿El gato? —Eso mismo. Le miró con dureza y luego desvió la vista hacia Mattie, que llevaba el balde a la mesa. —Me gustaría saber cómo pudo meterse el gato en el aparador—dijo Zeena. —Cazando ratones, supongo —contestó Ethan—. Anoche había un ratón por la cocina. Zeena seguía mirándoles alternativamente; luego, lanzó su extraña risilla. —Sabía que era muy listo este gato —dijo, con voz chillona—. Pero no le suponía tanto como para reco¬ger los trozos y colocarlos en el mismo estante. Mattie alzó de pronto los brazos del agua hu¬meante. —¡Ethan no tuvo ninguna culpa, Zeena! El gato la rompió, pero yo la bajé del aparador. Yo tengo la culpa de que se haya roto. Zeena se plantó ante la ruina de su tesoro, inmo¬vilizándose como la imagen pétrea del resentimiento. —¿Y para qué bajaste mi fuente? Un intenso rubor inundó las mejillas de Mattie. —Quería poner bonita la mesa para la cena—dijo. —Querías poner bonita la mesa para la cena y es¬peraste a que yo volviese la espalda para coger lo que yo tenía más guardado, lo que no utilizaba nunca, ni siquiera cuando vino a cenar el sacerdote. Ni cuando vino la tía Martha Pierce de Bettsbridge. Zeena se detuvo, con un jadeo, como aterrorizada por su propia evocación del sacrilegio. —Eres una chica mala, Mattie Silver, lo sé desde el principio. Así empezó tu padre; ya me lo advirtieron cuando te recogí, y procuré poner las cosas donde no pudieras cogerlas..., y ahora me has quitado lo que yo más quería... Se interrumpió estallando en un breve espasmo de sollozos que pasaron y la dejaron más parecida que nunca a una imagen de piedra. —Si hubiera hecho caso a la gente, ya no estarías aquí, y esto no habría pasado —dijo y, recogiendo los trozos de cristal, salió de la cocina como si portara un cadáver. -8- Cuando llamaron a Ethan para que volviera a la granja porque su padre se había puesto enfer¬mo, su madre le dio, para su uso exclusivo, un cuarti¬to que había detrás del «mejor salón», que estaba desocupado. Allí había colocado estanterías para sus libros, se había hecho una especie de sofá con tablas y un colchón, había colocado sus papeles sobre una mesa de cocina, había colgado de una pared tosca¬mente enyesada un grabado de Abraham Lincoln, y un calendario con «Pensamientos de poetas» y había intentado, con estas magras propiedades, crear algo parecido al estudio de un «sacerdote» que había sido amable con él y le había dejado libros cuando estaba en Worcester. Aún se refugiaba allí en verano; cuando Mattie se instaló en la casa tuvo que dejarle su estufa y, en consecuencia, la habitación era inhabitable durante va¬rios meses. En este retiro se refugió en cuanto la casa estuvo tranquila y la respiración regular de Zeena en la cama le aseguró que no habría ninguna secuela de la escena de la cocina. Tras salir Zeena, él y Mattie se habían quedado mudos, sin intentar acercarse siquiera el uno al otro. Luego, la chica volvió a su tarea de limpiar la cocina y él cogió la linterna e hizo su ronda habitual por fuera de la casa. Cuando volvió la cocina estaba vacía, pero en la mesa estaban la pipa y la bolsa de ta¬baco y debajo un trozo de papel arrancado de la parte de atrás del catálogo de un vendedor de semillas, con estas palabras escritas: «No te preocupes, Ethan.» Entró, pues, en su gélido y oscuro estudio, colocó la linterna en la mesa e, inclinándose hacia la luz, leyó el mensaje una y otra vez. Era la primera vez que Mattie le escribía, y aquel papel le transmitía una sensa¬ción nueva y extraña, como de proximidad; pe¬ro intensificaba a la vez su angustia al recordarle que no tendrían ya otro medio de comunicarse. ¡Sólo pa¬pel frío y palabras muertas en vez de la vida de su son¬risa, del calor de su voz! Le atormentaban confusas ideas de rebelión. Era demasiado joven, demasiado fuerte, estaba demasia¬do lleno de la savia de la vida para someterse tan fácilmente a la destrucción de sus esperanzas. ¿Debía desperdiciar todos sus años junto a una mujer amar¬gada y quisquillosa? Ethan había tenido otras posibi¬lidades y las había ido sacrificando una tras otra a la estrechez de miras y a la ignorancia de Zeena. ¿Y qué había conseguido con ello? Ella estaba cien veces más amargada y descontenta que cuando se habían casa¬do: el único placer que le quedaba era el de torturarle. Todos los saludables instintos de autodefensa se al¬zaban en él contra aquel desperdicio... Se arropó con su viejo zamarro de piel de mofeta y se echó en el sofá a pensar. Sintió bajo la mejilla un objeto duro, con extrañas protuberancias. Era un cojín que le había hecho Zeena cuando se habían pro¬metido. La única labor que le había visto hacer. Lo tiró al suelo y apoyó la cabeza en la pared... Conocía el caso de un montañés..., un tipo joven, de su edad, más o menos, que había escapado a una vida de miseria similar yéndose al oeste con la chica que le interesaba. Su mujer se había divorciado de él y él se había casado con la chica y había prosperado. Ethan había visto a la pareja el verano anterior en Shadd's Falls, donde habían ido a visitar a unos parientes. Te¬nían una niñita de rubios rizos que llevaba un medallón de oro e iba vestida como una princesa. A la esposa abandonada tampoco le había ido mal. Su marido le había dado la granja, que ella había conseguido vender, y con eso y con la pensión de alimentos había montado una casa de comidas en Bettsbridge y había prospera¬do. A Ethan le entusiasmó la idea. ¿Por qué no se iba con Mattie al día siguiente, en vez de dejarla irse sola? Escondería la maleta debajo del asiento del trineo y Zeena no sospecharía nada hasta que subiese a echar la siesta por la tarde y encontrase una carta en la cama... Sus impulsos aún estaban casi a flor de piel cuando se levantó rápidamente, volvió a encender la linterna y se sentó a la mesa. Hurgó en el cajón buscando una hoja de papel, encontró una y empezó a escribir: «Zeena, he hecho todo cuanto he podido por ti y veo que es completamente inútil. No te echo la culpa a ti, ni me la echo a mí. Puede que a los dos nos vaya mejor separados. Voy a probar fortuna al oeste, y tú puedes vender la granja y el aserradero y quedarte lo que te den.» La pluma se detuvo en la última palabra, que le re¬cordó las implacables realidades de su situación. Si le dejaba la granja y el aserradero a Zeena, ¿qué le quedaría a él para empezar una nueva vida? Una vez en el oeste, estaba seguro de encontrar trabajo..., no tenía ningún miedo a intentar abrirse camino solo. Pero con Mattie a su cargo, la cosa era distinta. ¿Y qué sería de Zeena? La granja y el aserradero estaban hipotecados hasta el límite de su valor, y aunque encontrara un comprador, cosa improbable, era dudoso que pudiera conseguir mil dólares siquiera. ¿Cómo iba a mantener la granja en marcha mientras tanto? Ethan lograba ganarse la vida parcamente sólo a base de trabajo in¬cesante y supervisión personal, y su mujer, aun cuan¬do no estuviera tan enferma como ella creía, nunca podría soportar sola semejante carga. Bueno, podría volver con sus parientes y ver qué hacían por ella. Ése era el destino al que ella quería condenar a Mattie..., ¿por qué no dejar a Zeena en la misma situación? Cuando descubriese su paradero e iniciase el pleito de divorcio, probablemente él gana¬ría ya bastante, estuviera donde estuviese, para pa¬garle una pensión. Y la alternativa era dejar que Mat¬tie siguiera sola, con muchas menos probabilidades de salir adelante... Buscando una hoja de papel, Ethan había esparci¬do el contenido del cajón y, cuando alzó la pluma, sus ojos tropezaron con un viejo ejemplar del Bettsbrid¬ge Eagle. Estaba doblado por la hoja de los anuncios y entonces leyó estas palabras seductoras: «Viaje al oeste. Precios reducidos.» Acercó la linterna y examinó ávidamente los pre¬cios. Luego se le cayó el papel de la mano y apartó a un lado la carta inconclusa. Un momento antes se había preguntado de qué vivirían él y Mattie cuando llegaran al oeste. Ahora comprendía que ni siquiera tenía dinero para llevarla allí. Y no podía ni pensar en un préstamo: hacía seis meses que había dado su úni¬ca garantía para obtener los fondos necesarios para unas reparaciones imprescindibles que tuvo que ha¬cer en el aserradero y sabía que sin garantía nadie en Starkfield le prestaría diez dólares. Los hechos inexo¬rables se abatían sobre él como los guardianes de una cárcel que esposan a un convicto. No había salida..., ninguna. Estaba condenado a cadena perpetua, y ahora su único rayo de luz se ex¬tinguiría. Volvió torpemente al sofá, se echó en él con los miembros tan pesados que tenía la sensación de que jamás podría moverse ya. El llanto se apiñó en su pe¬cho y, lentamente, se abrió paso hasta sus ojos. Mientras permanecía tendido allí, la ventana de enfrente fue aclarándose más y más, incrustando en la oscuridad un cuadrado de cielo iluminado por la luna. La cruzó una rama retorcida de árbol, una rama de manzano bajo el cual, en los atardeceres estivales cuando regresaba del aserradero, a veces había encontrado sentada a Mattie. Lentamente, los bordes de los vapores acuosos se incendiaron y consumieron y nadó en el azul una luna límpida. Ethan se acodó en el sofá y vio cómo se blanqueaba y conformaba el paisaje bajo la escultura de la luna. ¡Aquélla era la noche que tenía que haber ido con Mattie en el trineo y allí colgaba la lámpara que había de iluminarles! Contempló las la¬deras bañadas de fulgor, la oscuridad de bordes do¬rados de los bosques, el púrpura espectral de las mon¬tañas contra el cielo; era como si toda la belleza de la noche se hubiera derramado por el mundo para bur¬larse de su desdicha... Se quedó dormido y cuando despertó inundaba el cuarto la frialdad del amanecer invernal. Se sentía he¬lado, rígido y hambriento. Le avergonzó sentir hambre. Se frotó los ojos y se acercó a la ventana. Sobre el perfil gris de los campos, tras unos árboles frágiles y lúgubres, se alzaba rojo el sol. Ethan se dijo: «Este es el último día de Mat», e intentó imaginar lo que sería aquel lugar sin ella. Y, estando en esto, oyó a su espalda pasos y la vio entrar. —Oh, Ethan..., ¿pasaste aquí toda la noche? Parecía tan pequeña y tan frágil, con su pobre ves¬tido, envuelta en la toquilla roja, con aquella luz fría que amarilleaba su palidez, que Ethan se quedó in¬móvil ante ella, sin decir palabra. —Debes de estar helado —añadió Mattie, posan¬do en él unos ojos sin brillo. Se acercó un paso a ella. —¿Cómo supiste que estaba aquí? —Porque te oí bajar las escaleras estando ya acos¬tada y estuve escuchando toda la noche y no volviste a subir. Toda la ternura que le inspiraba afluyó a sus la¬bios. La contempló y dijo: —Ahora mismo voy a encender el fuego. Volvieron a la cocina y él preparó el carbón y la leña y sacó las cenizas, mientras ella llevaba la leche y las sobras frías del pastel de carne. Cuando el fuego empezó a irradiar calor y el pri¬mer rayo de sol alcanzó el suelo de la cocina, los som¬bríos pensamientos de Ethan se fundieron en aquella atmósfera más suave. El ver a Mattie trajinar por allí como tantas mañanas le pareció imposible que alguna vez dejara de formar parte de la escena. Y dijo que debía de haber exagerado sin duda el valor de las ame¬nazas de Zeena, y que también ella estaría de mejor humor con la llegada del nuevo día. Se acercó a Mattie, que estaba inclinada sobre el fuego y le puso una mano en el brazo. —No quiero que te preocupes tú tampoco —le dijo, mirándola a los ojos con una sonrisa. Ella se ruborizó y le respondió casi en un susurro: —No, Ethan, no me preocuparé, de veras. —Creo que todo se arreglará —añadió él. Ella le respondió sólo con un rápido parpadeo, y él continuó: —¿No ha dicho nada esta mañana? —No. No la he visto todavía. —Si te dice algo, no hagas caso. Con esta orden, la dejó y fue al establo a ver las vacas. Vio a Jotham Powell que subía la cuesta entre la niebla matutina, y esta visión familiar reafirmó su creciente sensación de seguridad. Cuando estaban los dos limpiando los establos, Jotham abandonó un momento la horquilla y dijo: —Daniel Byrne irá hoy a los Flats a mediodía y podría llevarse el baúl de Mattie a la estación. Así resultará más cómodo el viaje cuando la lleve en el trineo. Ethan le miró con los ojos en blanco. Jotham con¬tinuó: —La señora Frome me dijo que la chica nueva lle¬garía de los Flats a las cinco y que yo tendría que llevar a Mattie a coger el tren de las seis para Stan¬ford. Ethan sintió el tamborilea de la sangre en las sienes. Tuvo que esperar un momento para poder decir: —Bueno, no es tan seguro que Mattie tenga que irse. —¿Ah, sí? —dijo Jotham con indiferencia, y rea¬nudaron la tarea. Cuando volvieron a la cocina, las dos mujeres es¬taban ya con el desayuno. Zeena daba una insólita sensación de viveza y actividad. Tomó dos tazas de café y dio al gato las sobras del pastel de carne; luego se levantó de la mesa y, acercándose a la ventana, arrancó dos o tres hojas amarillas de los geranios. —La tía Martha no les deja ni una sola hoja seca. Se marchitan enseguida si no se cuidan —dijo cavilo¬sa. Luego se volvió a Jotham y le preguntó—: ¿A qué hora dijiste que vendría Daniel Byrne? El peón miró vacilante a Ethan. —Hacia el mediodía —contestó. Zeena se volvió a Mattie y le dijo: —Ese baúl tuyo pesa demasiado para el trineo. Da¬niel Byrne lo llevará hasta los Flats. —Muchas gracias, Zeena —dijo Mattie. —Antes me gustaría revisar algunas cosas contigo —continuó Zeena, en tono imperturbable—. Sé que falta una toalla, y no sé qué has hecho de aquel estuche de cerillas que yo tenía detrás del búho disecado del salón. Salió, seguida de Mattie, y cuando los dos hom¬bres se quedaron solos, Jotham dijo a su patrón: —Entonces será mejor que le diga a Daniel que se acerque por aquí. Ethan terminó sus tareas habituales de la mañana en la casa y en los establos. Luego le dijo a Jotham: —Voy a bajar a Starkfield. Diles que no me espe¬ren para el almuerzo. El ansia de la rebelión había estallado en él de nue¬vo. Lo que le había parecido increíble a la sobria luz del día, había sucedido realmente, e iba a presenciar como espectador impotente la expulsión de Mattie. Su virilidad quedaba humillada por el papel que se veía obligado a desempeñar, y por la idea de lo que Mattie pensaría de él. Luchaban en él confusos impulsos, mientras caminaba hacia el pueblo. Había decidido hacer algo, pero no sabía qué. La niebla matinal se había desvanecido y los cam¬pos brillaban como un escudo de plata bajo el sol. Era uno de esos días en que el resplandor del invierno relumbra a través de una pálida niebla de primave¬ra. Cada metro del camino estaba impregnado de la presencia de Mattie y apenas se recortaba una rama en el cielo o un matorral de zarzas en el talud en que no estuviera atrapado el jirón de un recuerdo. De pronto, en medio del silencio, el canto de un pájaro en un fresno le recordó tanto la risa de Mattie que el corazón se le encogió y luego se le ensanchó. To¬das estas cosas le decían que tenía que hacer algo de inmediato. De pronto se le ocurrió que quizá pudiera inducir a Andrew Hale, que era un hombre de buen corazón, a considerar su negativa y a adelantarle una pequeña suma por la madera si le decía que la mala salud de Zeena le obligaba a contratar una criada. Después de todo, Hale conocía tan bien la situación de Ethan que podía reiterar su petición sin humillarse demasiado. Y además, ¿qué significaba el orgullo frente a las pa¬siones que albergaba su pecho? Cuanto más consideraba su plan, más prometedor le parecía. Si podía hablar con la señora Hale su éxito estaba asegurado y con cincuenta dólares en el bolsi¬llo nadie podría separarle de Mattie... Su primer objetivo era llegar a Starkfield antes de que Hale hubiera salido a trabajar; sabía que el con¬tratista tenía una obra en el camino de Corbury y era probable que saliera temprano de casa. Las largas zancadas de Ethan se multiplicaron con el ritmo ace¬lerado de sus pensamientos, y cuando llegó al pie de la colina de la escuela vio a lo lejos el trineo de Hale. Apretó el paso para encontrarse con él, pero pronto vio que lo conducía el hijo pequeño del contratista y que quien iba a su lado, como una especie de gran gusano con gafas, era la señora Hale. Ethan les hizo señas de que pararan, y la señora Hale se inclinó hacia él benevolente, moviendo sus rosadas arrugas. —¿El señor Hale? Bueno, sí, le encontrarás en casa ahora. Hoy no va a trabajar. Despertó con un ataque de lumbago. Le hice ponerse uno de los parches del doctor Kidder y sentarse a reposar junto al fuego. Luego, sonriendo maternalmente a Ethan, se in¬clinó más hacia él para añadir: —Mi marido me dijo que Zeena había ido a Betts¬bridge a ver al médico nuevo. ¡Siento muchísimo que vuelva a encontrarse mal! Espero que el médico pueda hacer algo por ella. No conozco a nadie de por aquí que haya estado más enfermo que Zeena. Siempre le digo al señor Hale que no sé lo que habría hecho la pobre si no te hubiera tenido a ti para cuidarla. Y lo mismo he dicho siempre de tu pobre madre. Has teni¬do muy mala suerte, Ethan Frome. Con un último cabeceo comprensivo, se despidió de él mientras su hijo arreaba el caballo. Ethan se quedó en medio del camino viendo cómo se alejaba el trineo. Hacía mucho tiempo que nadie le hablaba tan bon¬dadosamente como la señora Hale. La mayoría de la gente se mostraba indiferente a sus problemas o dispuesta a considerar natural que un hombre de su edad llevase sin queja la carga de tres vidas lisiadas. Pero la señora Hale había comprendido («has tenido muy mala suerte, Ethan Frome») y Ethan se sentía menos solo con su desgracia. Si los Hale sentían lástima por él, atenderían sus súplicas. Siguió por el camino hacia la casa del contratista; pero, tras recorrer unos metros, dio vuelta brusca¬mente, abrumado. Por vez primera, y en virtud de las palabras que acababa de oír, comprendió lo que esta¬ba a punto de hacer. Quería aprovecharse de la bon¬dad de los Hale para sacarles dinero con mentiras. Ése era, en realidad, el confuso objetivo que le había llevado a Starkfield Al comprender de golpe a lo que le había arrastra¬do su locura, ésta se esfumó y vio ante sí su propia vida tal como era: era un pobre hombre, casado con una mujer enferma a la que su abandono dejaría sola y desamparada y, aunque hubiera tenido el valor de abandonarla, sólo podría haberlo hecho engañando a dos personas buenas que se habían compadecido de él. Dio la vuelta y regresó lentamente a la granja. -9- Junto a la puerta de la cocina estaba Daniel Byrne sentado en su trineo, tras un caballo tordo huesu¬do que pateaba en la nieve y meneaba inquieto su gran cabeza de un lado a otro. Ethan entró en la cocina y encontró a su mujer jun¬to al fuego. Tenía envuelta la cabeza en un chal y leía un libro titulado Los trastornos renales y su curación. Ethan había tenido que pagar por él un franqueo extra hacía pocos días. Zeena no se movió ni levantó la cabeza al entrar su marido, que al cabo de un momento le preguntó: —¿Dónde está Mattie? —Supongo que bajando su baúl —contestó ella, sin levantar la vista del libro. —¿Bajando el baúl... sola? —dijo Ethan furioso. —Jotham Powell está abajo, en el bosque, y Daniel Byrne dice que no se atreve a dejar solo a ese ca¬ballo que trae —replicó ella. Ethan no esperó a oír el final de la frase. Salió de la cocina y subió las escaleras a grandes zancadas. La puerta de la habitación de Mattie estaba cerrada. Va¬ciló un momento en el rellano. —Mat —dijo, con voz sorda; pero no hubo res¬puesta y puso la mano en el pomo. Sólo había estado una vez en la habitación de Mattie, a principios de verano, cuando había ido a arreglar una gotera en el alero; pero recordaba exactamente el aspecto de todo: el cobertor rojo y blanco sobre la cama estrecha, el lindo acerico sobre la có¬moda y encima la fotografía ampliada de su madre, en un marco oxidado, can un ramo de yerbas secas detrás. Ahora, estos y otros signos de su presencia habían desaparecido y la habitación resultaba tan va¬cía y destartalada como cuando Zeena se la había en¬señado el día de su llegada. En el centro, en el suelo, estaba el baúl, y en el baúl, sentada, con su vestido de los domingos, de espaldas a la puerta y con la cara entre las manos estaba Mattie. No le había oído por¬que estaba sollozando y no oyó sus pasos hasta que estuvo detrás mismo de ella y le puso las manos en los hombros. —Mat... Oh, no... ¡Oh, Mat! Se irguió sorprendida, alzando hacia él la cara cu¬bierta de lágrimas. —Ethan..., ¡creí que no volvería a verte! La abrazó, estrechándola entre sus brazos y, con mano temblorosa, le apartó el pelo de la frente. —¿Que no volverías a verme? ¿Qué quieres de¬cir con eso? —Jotham dijo —contestó entre sollozos— que le habías dicho que no te esperásemos a comer, y creí... —¿Creíste que no quería estar aquí cuando te fue¬ras? —concluyó hoscamente Ethan por ella. Se aferró a él sin contestar y él posó los labios en su pelo, que era suave y flexible, como ciertos musgos de laderas templadas, y con la leve fragancia a bosque del serrín fresco al sol. Oyeron a través de la puerta la voz de Zeena que llamaba desde abajo. —Daniel Byrne dice que os deis prisa si queréis que lleve ese baúl. Se separaron desolados. A los labios de Ethan aflu¬yeron palabras rebeldes que murieron allí. Mattie bus¬có el pañuelo y se secó los ojos. Luego, se inclinó y cogió una de las asas del baúl. Ethan la apartó. —Déjame a mí, Mat—le ordenó. —Hacen falta dos para poder bajarlo —contestó ella; sometiéndose a este argumento, él cogió la otra asa y ambos maniobraron con el pesado baúl hasta el rellano. —Ahora déjame a mí —repitió él, y se echó el baúl al hombro, bajó las escaleras y recorrió el pasillo hasta la cocina con él. Zeena, que había vuelto a su sitio junto al fuego, no levantó siquiera la cabeza del libro cuando pasa¬ron. Mattie salió con Ethan y le ayudó a colocar el baúl en el trineo. Una vez colocado, se quedaron los dos junto a la puerta, viendo a Daniel Byrne acomo¬darse tras su impaciente caballo. Ethan sentía el corazón como atado por cuerdas que una mano invisible iba apretando a cada tic-tac del reloj. Dos veces abrió la boca para hablar y le faltó el aliento. Por fin, cuando ella se volvió para entrar en la casa, le puso una mano en el hombro, deteniéndola. —Voy a llevarte yo, Mat—susurró. Ella le contestó con un murmullo: —Creo que Zeena quiere que me lleve Jotham. —Te llevaré yo —insistió él; y ella entró en la co¬cina sin contestar. Ethan no pudo probar bocado en la comida. Si al¬zaba la vista, ésta se posaba en el rostro ceñudo de Zeena y las comisuras de sus labios rectos parecían temblar en una sonrisa. Zeena comió bien, dijo que con aquella mejoría del tiempo se sentía mejor e in¬sistió en que Jotham Powell se sirviese un segundo plato de alubias, pese a que normalmente no solía preocuparse de sus deseos. Concluida la comida, Mattie inició su tarea habi¬tual de recoger la mesa y lavar los platos. Zeena dio de comer al gato y volvió a su mecedora junto al fuego; y Jotham Powell, que siempre era el último en dejar la mesa, se levantó a regañadientes y se dirigió hacia la puerta. Ya en el umbral, se volvió para preguntar a Ethan: —¿A qué hora tengo que venir a buscar a Mattie? Ethan estaba de pie junto a la ventana, llenando maquinalmente la pipa, pendiente del trajinar de Mattie. —No hace falta que vengas —contestó—. Voy a llevarla yo. Vio ruborizarse la mejilla ladeada de Mattie y có¬mo Zeena alzaba la cabeza bruscamente. —Quiero que te quedes aquí esta tarde, Ethan —dijo—. A Mattie puede llevarla Jotham. Mattie le dirigió una mirada suplicante, pero él re¬pitió secamente: —Voy a llevarla yo. Zeena repitió con el mismo tono liso: —Quiero que te quedes y arregles la estufa de la habitación de Mattie antes de que llegue la chica. Hace casi un mes que no tira bien. Ethan alzó la voz indignado: —Si servía para Mattie, creo que puede servir per¬fectamente para la criada. —Esa chica que va a venir me dijo que estaba acostumbrada a una casa en la que había un hor¬no —insistió Zeena, con la misma suavidad monó¬tona. —Pues ¿por qué no se quedó allí? —replicó él, y volviéndose a Mattie añadió con aspereza—: Espero que estés lista a las tres, Mat; tengo que arreglar un asunto en Corbury. Jotham Powell se había ido ya a la cuadra y Ethan bajó tras él ciego de furia. Le palpitaban las sienes y tenía los ojos cubiertos de una especie de niebla. Inició su tarea sin saber qué fuerza le impulsaba ni qué manos o pies cumplían sus órdenes. Hasta que no sacó el alazán y lo colocó entre las lanzas del trineo, no tomó de nuevo conciencia de lo que hacía. Al pa¬sar la brida sobre la cabeza del caballo y fijar las cin¬chas en las lanzas, recordó el día en que había hecho los mismos preparativos para ir a los Flats a buscar a la prima de su mujer, hacía poco más de un año. Era una tarde tan tibia como aquélla, con una «sensación» primaveral en el aire. El alazán, volviendo hacia él el mismo ojo grande y redondo, rozó con el hocico la palma de su mano del mismo modo, y se alzaron, presentándose ante él uno tras otro, todos los días trans¬curridos... Echó la piel de oso en el trineo, subió al asiento y arreó el caballo hacia la casa. Cuando entró en la cocina estaba vacía, pero la bolsa y el chal de Mattie estaban preparados junto a la puerta. Fue hasta el pie de la escalera y escuchó. No le llegó ningún sonido de arriba, pero creyó oír un rumor en su estudio vacío, y abrió la puerta y vio a Mattie, con el sombrero y la chaqueta, de pie, de espaldas a él, junto a la mesa. Al aproximarse, ella se sobresaltó, se volvió rápi¬damente y dijo: —¿Ya es la hora? —¿Qué haces aquí, Mat? —preguntó él. Le miró, tímida. —Estaba echando un vistazo..., nada más —con¬testó, con una sonrisa vacilante. Volvieron a la cocina sin hablar, y Ethan cogió la bolsa y el chal. —¿Dónde está Zeena? —preguntó. —Subió a su cuarto después de comer; dijo que volvía a sentir dolores y que no quería que la moles¬taran. —¿No te dijo adiós? —No. Sólo dijo eso. Ethan contempló la cocina y se dijo con un esca¬lofrío que, al cabo de unas horas, volvería allí solo. Entonces, la sensación de irrealidad volvió a embargarle y le pareció imposible que Mattie estuviera ante él por última vez. —Vamos —le dijo, casi alegremente, abriendo la puerta y echando la bolsa en el trineo. Luego saltó a su asiento y se inclinó para taparla con la piel del oso. »—Vamos, adelante —dijo, sacudiendo las rien¬das; el alazán empezó a bajar lentamente la cuesta. »—¡Tenemos tiempo de sobra para un bonito via¬je, Mat! —exclamó, buscando su mano bajo la piel y apretándola en la suya. Al hacerlo, sintió en la cara un cosquilleo, se sintió mareado, como si se hubiera parado en el bar de Stark¬field en un día tonto a echar un trago. Al salir de la finca, en vez de seguir hacia Stark¬field, guió al alazán hacia la derecha, por la cuesta del camino de Bettsbridge. Mattie guardó silencio, sin mostrar signo alguno de sorpresa; al cabo de un mo¬mento dijo: —¿Vas a tomar el camino de Laguna Oscura? —¡Sabía que lo adivinarías! —contestó él, riéndose. Mattie se acercó más bajo la piel de oso, de forma que de reojo, tras la manga del abrigo, Ethan podía verle justo la punta de la nariz y un rizo de su pelo castaño. Subieron despacio la cuesta entre los campos resplandecientes bajo un sol pálido; doblaron luego a la derecha, por un sendero bordeado de abetos y de alerces. Frente a ellos, muy lejos, corría una cordillera salpicada de negros boscajes en curvas blancas y re¬dondeadas que se recortaban contra el cielo. El cami¬no penetraba luego en un bosque de pinos con los troncos enrojecidos por el sol de la tarde y con som¬bras delicadas y azules sobre la nieve. Al entrar en él cesó la brisa y de las ramas parecía desprenderse con la pinaza un cálido silencio. La nieve era tan pura que los leves rastros de los animales del bosque habían dejado en ella intrincadas formas como de encaje, y las piñas azulinas atrapadas en su superficie sobresa¬lían como adornos de bronce. Ethan condujo en silencio hasta que llegaron a una zona del bosque en que los pinos se espaciaban más y paró entonces, bajó y ayudó a Mattie a descender. Pasaron entre troncos aromáticos, haciendo crujir ásperamente la nieve con sus pisadas, hasta lle¬gar a una pequeña laguna de empinadas y boscosas orillas. Al otro lado de su helada superficie, en la ori¬lla más lejana, se alzaba un cerro solitario contra el sol del oeste que proyectaba una sombra larga y cónica que daba nombre al lago. Era un lugar miste¬rioso y secreto, impregnado de la misma sorda me¬lancolía que inundaba el corazón de Ethan. Éste exa¬minó la pequeña orilla pedregosa, hasta que sus ojos se posaron en un tronco caído medio cubierto por la nieve. —Allí nos sentamos en la excursión —recordó a Mattie. La excursión de la que hablaba era una de las po¬cas diversiones en que ambos habían participado. Una «excursión de la iglesia» que, una larga tarde del verano anterior, había llenado de gritos festivos aquel lugar remoto. Mattie le había pedido que la acompa¬ñara, pero él se había negado. Luego, al atardecer, cuando bajaba de cortar madera del monte, se había encontrado con algunos excursionistas dispersos que le habían llevado hasta el grupo del lago, donde Mat¬tie, rodeada de simpáticos jóvenes y resplandeciente como una mora bajo el ancho sombrero, preparaba café en una fogata. Ethan recordó la timidez que ha¬bía sentido al aproximarse a ella con sus toscas ropas; y, luego, la alegría que se había pintado en el rostro de Mattie y cómo se había abierto paso entre el grupo con una taza en la mano. Habían estado sentados unos minutos en aquel tronco, junto a la laguna, y ella había echado de menos de pronto su medallón de oro y había mandado a los jóvenes que se lo buscasen. Y fue Ethan quien lo encontró entre el musgo. Eso fue todo. Pero toda su relación se componía de fogona¬zos inarticulados como aquél, en que parecían trope¬zar de pronto con la felicidad como quien ve asom¬brado una mariposa en el bosque en invierno. —Allí encontré tu medallón —dijo Ethan, indi¬cando un denso entramado de matas de arándanos. —¡Nunca vi a nadie con tan buena vista! —con¬testó ella. Luego se sentó en el tronco, al sol, y él se sentó a su lado. —Estabas tan linda como un cuadro, con aquel sombrero rosa —le dijo. Ella se echó a reír, muy complacida. —Oh, sería el sombrero —replicó. Nunca habían confesado tan abiertamente su incli¬nación y, por un instante, Ethan tuvo la ilusión de ser un hombre libre que cortejaba a la muchacha con quien iba a casarse. Contempló su cabello y ansió aca¬riciarlo de nuevo, decirle que olía a bosque, pero nun¬ca había sabido decir tales cosas. De pronto, ella se levantó y le dijo: —No podemos quedarnos más tiempo aquí. Él siguió mirándola vagamente, sólo despierto a medias de su ensueño. —Hay tiempo de sobra —contestó. Luego se quedaron de pie, mirándose, como si ambos quisieran absorber y aferrar con los ojos la imagen del otro. Él tenía cosas que decirle antes de separarse, pero no podía decírselas en aquel lugar lleno de recuerdos estivales; se volvió y la siguió en si¬lencio hacia el trineo. Se alejaron, con el sol hundiéndose tras el cerro y los troncos de los pinos pasando ya del rojo al gris. Volvieron al camino de Starkfield por un sendero tortuoso entre los campos. A cielo abierto, la luz era aún clara con un reflejo bermejo y frío en los montes, al este. La masa de árboles parecía apretarse entre la nieve en rizados montones, como pájaros con las ca¬bezas bajo el ala; y el cielo, a medida que se iba ha¬ciendo pálido, parecía alejarse más y dejar más solita¬ria la Tierra. Cuando ya entraron en el camino de Starkfield, Ethan dijo: —Mat, ¿qué piensas hacer? Ella guardó silencio unos instantes, pero al fin contestó: —Intentaré encontrar trabajo en una tienda. —Ya sabes que no puedes. El aire viciado y el pa¬sar todo el día de pie estuvieron a punto de matarte antes. —Soy, mucho más fuerte de lo que era antes de venir a Starkfield. —¡Y vas a desperdiciar todo el bien que te ha he¬cho tu estancia aquí! Esto no parecía tener respuesta posible; siguieron un rato en silencio. A cada metro del camino que re¬corrían, algún punto donde habían estado juntos riendo, hablando o en silencio, atrapaba a Ethan y tiraba de él hacia atrás. —¿No tienes algún pariente de tu padre que pue¬da ayudarte? —No se lo pediría a ninguno. Él bajó la voz y dijo: —Sabes que si pudiera haría cualquier cosa por ti. —Lo sé. —Pero no puedo... Aunque Mattie no hablase Ethan sintió un leve temblor en aquel hombro que se apoyaba contra el suyo. —Oh, Mat —exclamó—. Si pudiera irme contigo ahora, me iría... Ella se volvió hacia él y sacó del pecho una hoja de papel. —Ethan..., encontré esto —tartamudeó. Pese a la escasa luz, Ethan vio que era la carta que había empezado a escribir a su esposa la noche ante¬rior. No se había acordado de romperla. Estremeció su asombro una alegría feroz. —Mat... —exclamó—, si yo pudiera haberlo he¬cho, ¿lo habrías hecho tú también? —Oh, Ethan, Ethan..., ¿de qué vale eso ahora? Y con un gesto brusco, hizo pedazos la carta y lanzó los trocitos a la nieve. —¡Contesta, Mat! ¡Contéstame! —insistió él. Ella se quedó callada un momento; luego, en un tono tan bajo que él hubo de inclinarse para oírla, dijo: —Yo lo pensaba a veces, en las noches de verano, cuando la luna era tan clara que no podía dormir. A Ethan le tembló el corazón ante el dulzor de lo que oía. —¿Hace tanto? Ella contestó como si la fecha estuviera grabada en su memoria desde hacía mucho: —La primera vez fue en la Laguna Oscura. —¿Por eso me diste a mí el café antes que a los otros? —No sé. ¿Eso hice? Me puse muy triste cuando me dijiste que no irías conmigo a la excursión. Lue¬go, cuando te vi bajar por el camino, pensé que quizá volvieras a casa por allí a propósito, y me puse muy contenta. Se quedaron callados otra vez. Habían llegado ya donde el camino descendía hacia la hondonada del aserradero; mientras bajaban la oscuridad descendía con ellos, cayendo como un velo negro de las pesadas ramas de los abetos. —Estoy atado de pies y manos, Mat..., no puedo hacer nada —empezó él de nuevo. —Tienes que escribirme alguna vez, Ethan. —Oh, ¿de qué sirve escribir? Quiero extender mi mano y acariciarte. Quiero trabajar para ti y cuidarte. Quiero estar a tu lado cuando estés enferma y cuando te sientas sola. —Sólo debes pensar que todo me irá bien. —¿Quieres decir que no me necesitarás? ¡Supon¬go que te casarás! —¡Oh, Ethan! —exclamó ella. —No sé lo que siento, Mat, pero..., ¡preferiría mo¬rirme antes que eso! —¡Oh, ojalá estuviera muerta, ojalá! —sollozó ella. El rumor del sollozo aumentó su cólera sombría; se sintió avergonzado. —No digas eso —murmuró. —¿Por qué no decirlo si es verdad? Llevo todo el día deseándolo. —¡Mat! ¡Tranquilízate! No digas eso. —Sólo tú has sido bueno conmigo. —¡No digas eso tampoco, sabes que soy incapaz de mover una mano por ti! —Sí; pero de todos modos, es verdad. Coronaron el cerro de la escuela. Starkfield se ex¬tendía a sus pies, a la luz del crepúsculo. A su lado pasó un trineo que venía del pueblo, con un alegre repiqueteo de campanillas, y se irguieron y miraron hacia delante con las caras rígidas. Habían empeza¬do a brillar las luces de las fachadas de las casas en la calle mayor y se veían entrar en ellas figuras aisladas. Ethan, con un golpe de fusta, impulsó al alazán a un lánguido trote. Cuando se aproximaban a la entrada del pueblo, llegaron hasta ellos gritos de niños y vieron detrás a un grupo de muchachos con trineos, esparcidos por el trozo de terreno despejado que había delante de la iglesia. —Creo que ya no podrán bajar con los trineos más de uno o dos días —dijo Ethan, contemplando el cielo despejado. Mattie guardó silencio; él añadió: —Teníamos que haber venido anoche. Ella siguió callada, e impulsado por el oscuro de¬seo de ayudarse y ayudarla a soportar aquella última hora desdichada, Ethan añadió, pensativo: —¿No es extraño que sea ésta la única vez que ba¬jamos juntos por aquí este invierno? —Yo bajé muy poco al pueblo —contestó ella. —Sí, es cierto —dijo él. Habían coronado la cuesta del camino de Corbury y, entre el resplandor blanco y confuso de la iglesia y la negra cortina de los abetos de Varnum, la cuesta se extendía bajo ellos sin un solo trineo a la vista. Un errático impulso hizo decir a Ethan: —¿Te gustaría que bajáramos ahora? Ella forzó una leve sonrisa: —¡No tenemos tiempo! —Tenemos todo el tiempo que queramos. ¡Vamos! Su único deseo era ya posponer el momento de arrear al alazán camino de los Flats. —Pero la chica —tartamudeó ella—. La chica es¬tará esperando en la estación. —Pues que espere. Si no tendrías que esperar tú. Vamos. El tono imperioso pareció doblegarla; Ethan saltó y ella dejó que la ayudase a bajar, diciendo sólo, con un vago ademán de oposición: —Pero si no hay ningún trineo. —¡Sí que hay! Allí, debajo de los abetos. Ethan echó la piel del oso al alazán que se quedó quieto al borde del camino, como pensativo, con la cabeza baja. Luego cogió a Mattie de la mano y la lle¬vó hacia el trinco. Mattie se sentó dócilmente y él se colocó detrás, tan cerca que sentía en la cara el roce de su pelo. —¿Preparada, Mat? —dijo, como si entre ellos mediase toda la anchura del camino. Ella volvió la cabeza y le preguntó: —Está todo muy oscuro, ¿estás seguro de que po¬drás ver? Ethan se rió displicente. —¡Podría bajar por aquí con los ojos vendados! Ella rió con él, como si le complaciera su audacia. No obstante, Ethan permaneció un momento in móvil, atisbando la larga pendiente. Era la peor hora, la hora en que la última claridad de la parte superior del cielo se funde con la noche que brota en un bo¬rrón y empaña todas las señales y falsea las distancias. —¡Ahora! —gritó Ethan. El trineo partió con un salto y volaron en la oscu¬ridad, ganando suavidad y rapidez con el descenso; la noche se abría hueca a sus pies y el aire cantaba como un órgano. Mattie se mantenía perfectamente inmó¬vil, pero cuando llegaban a la curva del pie de la pen¬diente, donde el gran olmo sacaba su mortífero codo, Ethan creyó notar que la muchacha se apretaba un poco más contra él. —¡No tengas miedo, Mat! —le gritó, entusiasma¬do, mientras viraban sin problema y pasaban el olmo y tomaban la segunda pendiente; y cuando llegaron a terreno llano y la velocidad del trineo empezó a dis¬minuir, la oyó lanzar una risilla alegre. Se apearon por fin e iniciaron la subida. Ethan arras¬traba el trineo con una mano y cogía con la otra a Mat¬tie por el brazo —¿Tuviste miedo a chocar con el olmo? —le pre¬guntó con una risa juvenil. —Ya te dije que contigo nunca tengo miedo —con¬testó ella. Aquel extraño entusiasmo que la poseía hizo brotar en él uno de sus raros arrebatos de fanfarro¬nería. —Sin embargo, es una bajada difícil. El más pe¬queño fallo y no volveríamos a subir por aquí. Pero soy capaz de calcular las distancias al milímetro... siempre he sido capaz de hacerlo. —Yo siempre digo —murmuró ella— que nunca he visto a nadie con mejor vista... Con aquella oscuridad sin estrellas, había caído sobre ellos un profundo silencio; subían apoyados el uno en el otro, callados; pero Ethan se repetía a cada paso: «Es la última vez que caminaremos juntos.» Llegaron lentamente al final de la cuesta. Cuando estaban ya frente a la iglesia, él bajo la cabeza y pre¬guntó: —¿Estás cansada? Ella contestó jadeante: —¡Fue espléndido! Con una leve presión en el brazo, la condujo hacia los abetos de Noruega. —Este trineo debe de ser de Ned Hale. En fin, lo dejaré donde estaba. Y acercó el trineo a la entrada de la casa de los Hale y lo dejó apoyado en la valla. Al incorporarse, sintió de pronto a Mattie junto a él entre las sombras. —¿Fue aquí donde se besaron Ned y Ruth? —su¬surró, jadeante, abrazándole. Sus labios, buscando los de Ethan, recorrieron su rostro y Ethan la estrechó en un éxtasis de asombro. —Adiós..., adiós —tartamudeó ella, besándole de nuevo. —¡Oh, Mat, no puedo dejar que te vayas! —se oyó decir; era el viejo lamento de siempre. Pero Mattie deshizo el abrazo y él la oyó sollozar: —¡Oh, tampoco yo puedo! —gemía. —¡Mat! ¿Qué haremos? ¿Qué haremos? Estaban cogidos de la mano como niños. Mat se estremecía en sollozos desesperados. Se oyeron en medio del silencio las cinco en el re¬loj de la iglesia. —¡Oh, Ethan, ya es la hora! —gimió Mattie. Él la atrajo de nuevo hacia sí. —¿La hora de qué? ¿No creerás que voy a dejar que te vayas ahora? —¿Adónde iría si perdiera el tren? —¿Adónde irás si lo coges? Ella se quedó quieta, en silencio, las manos frías e inertes, entre las de Ethan. —¿Qué sentido tiene ya que uno de nosotros se vaya solo a ninguna parte, dime? —exclamó él. Ella siguió inmóvil, como si no le hubiera oído. Luego apartó las manos, le echó los brazos al cuello y súbitamente apretó una de sus húmedas mejillas con¬tra su cara. —¡Ethan! ¡Ethan! ¡Quiero que bajemos otra vez! —¿Por dónde? —Por la cuesta. Ahora —gimió—. Pero para no subir nunca más. —¡Mat! ¿Qué demonios quieres decir? Posó entonces los labios en la oreja y dijo: —Contra el gran olmo. Dijiste que podías. Así no tendremos que separarnos jamás. —¿Pero qué dices? Estás loca... —No, no estoy loca; pero lo estaré si me voy. —Oh, Mat, Mat... —gimió él. Se abrazó a su cuello con más fuerza, con la cara pegada a la suya. —Ethan, ¿adónde iré si te dejo? No sé arreglár¬melas sola. Tú mismo lo dijiste hace un momento. Sólo tú has sido bueno conmigo. Y estará esa chica extraña en casa..., y dormirá en mi cama, donde yo pasaba las noches escuchando hasta que te oía subir las escaleras... Las palabras eran como fragmentos rotos de su corazón. Con ellas llegó la odiosa visión de la casa a la que habría de volver, de las escaleras que tendría que subir todas las noches, de la mujer que le estaría esperando allí. La dulzura de la confesión de Mattie, el asombro extraordinario de saber al fin que todo lo que a él le había pasado le había pasado también a ella, le hacía más aborrecible la otra visión, al tiem¬po que le resultaba más insoportable tener que volver a la otra clase de vida... Seguía oyendo las súplicas de Mattie entre breves sollozos, pero ya no entendía lo que le decía. Le había caído hacia atrás el sombrero y él le acariciaba el cabello. Deseaba apresar en su mano la sensación de aquel pelo, para que se quedase allí dormida como una semilla en invierno. Encontró de nuevo su boca y fue como si estuvieran juntos a la orilla de la laguna bajo el ardiente sol de agosto. Pero rozó con su meji¬lla la de ella y la halló fría y húmeda de lágrimas. Y vio el camino de los Flats bajo la noche, y oyó silbar el tren allá arriba. Los pinos les amortajaban de negror y silencio. Era como si estuvieran enterrados en sus ataúdes. Ethan se dijo «Tal vez sea algo parecido...» y luego «Después de esto, no sentiré nada...». De pronto, oyó relinchar al viejo alazán al otro lado del camino y pensó: «Está preguntándose por qué no le dan de comer...» —Vamos —murmuró Mattie, tirando de su mano. La violencia sombría de la mujer le constreñía: Mattie parecía la encarnación del destino. Arrastró el trineo, pestañeando como un ave nocturna al pasar de la sombra de los abetos a la oscuridad transparente del campo abierto. La ladera de abajo estaba desierta. Todo Starkfield estaba cenando y nadie cruzaba la zona despejada de delante de la iglesia. El cielo, hin¬chado de nubes que anunciaban deshielo, colgaba tan bajo como antes de una tormenta de verano. Atisbó en la penumbra, y sus ojos le parecieron menos pre¬cisos, menos capaces de lo habitual. Ocupó su asiento en el trineo y Mattie se colocó enseguida delante. Se le había caído el sombrero en la nieve y Ethan posó los labios en su pelo. Abrió las piernas, clavó los talones en el camino para que no se desli¬zase el trineo, y echó hacia sí la cabeza de ella, cogién¬dola entre las manos. Luego, bruscamente se levantó. —Levántate —ordenó. Era el tono que ella siempre obedecía. Pero en esta ocasión Mattie se encogió en su asiento, repitiendo, con vehemencia: —¡No, no, no! —¡Levántate! —¿Por qué? —Quiero sentarme delante. —¡No, no! ¿Pero cómo puedes conducir si vas delante? —No tengo por qué hacerlo. Seguiremos la pista. Hablaban en susurros apagados, como si la noche estuviera escuchando. —¡Levántate! ¡Levántate! —la urgió. Pero ella seguía repitiendo: —¿Por qué quieres sentarte delante? —Porque..., porque quiero sentir tu abrazo —tar¬tamudeó él, levantándola. Esta respuesta pareció satisfacer a Mattie, o quizá cediese por su tono imperioso. Ethan se inclinó, bus¬cando en la oscuridad la superficie lisa que habían dejado los otros trineos y colocó cuidadosamente las cu¬chillas entre sus bordes. Ella esperó a que él se sentara con las piernas cruzadas. Luego se acuclilló rápida¬mente tras él y le abrazó con fuerza. Al sentir su aliento en el cuello, Ethan se estreme¬ció de nuevo y a punto estuvo de volver a levantarse de su asiento. Pero recordó en un relampagueo la alternativa: ella tenía razón. Aquello era mejor que separarse. Se volvió y atrajo hacia su boca la de ella... Justo cuando partían, Ethan oyó relinchar de nue¬vo al alazán, y aquella llamada melancólica y familiar y todas las confusas imágenes que conjuraba bajaron con él durante el primer trecho del descenso. Cuando iban a media ladera, hubo una súbita caída, luego una ascensión y, tras ella, otro descenso largo y delirante. Cuando empezaron a remontar de nuevo le pareció que estaban volando realmente, que volaban alto, muy alto, en aquella noche nebulosa, con Starkfield infinitamente abajo, perdiéndose como una mota en el espacio... y luego, súbitamente, apareció ante ellos el gran olmo, inmóvil, esperándoles en la curva del camino; y Ethan dijo entre dientes: «Podemos esqui¬varlo, sé que podemos esquivarlo...» Y mientras volaban hacia el árbol, Mattie iba apre¬tándole cada vez con más fuerza, como si su sangre estuviese en las venas de Ethan. El trineo se bamboleó un poco bajo ellos, una o dos veces. Ethan inclinó el cuerpo para mantenerlo en dirección al olmo, repi¬tiéndose una y otra vez «Sé que podemos esquivarlo»; y en su cabeza y ante él en el aire bailaban breves frases que ella había pronunciado. El gran árbol crecía, se aproximaba y, mientras avanzaban hacia él, Ethan pensó: «Está esperándonos; es como si lo supiera.» Y de pronto, entre él y su objetivo, surgió el rostro de su esposa, los rasgos monstruosos, retorcidos, y Ethan hizo un movimiento instintivo para apartarlo. El tri¬neo se bamboleó; consiguió enderezarlo, lo mantuvo derecho y siguió hacia la negra mole que les aguarda¬ba. Hubo un último instante en que el aire le azotó restallante en millones de feroces alambres; y luego el olmo... El cielo aún estaba encapotado pero, mirando ha¬cia arriba, Ethan vio una única estrella, e intentó va¬gamente precisar si era Sirio o..., o... El esfuerzo le agotó y cerró los párpados pesados y pensó que era mejor dormir... Tan profunda era la quietud que oyó el gorjeo de un animal pequeño en la nieve, cerca; era un rumor tierno y medroso, como de un ratón de campo, y Ethan se preguntó lánguidamente si el ani¬mal estaría herido. Luego se dio cuenta de que debía ser el dolor: un dolor tan aplastante que era como si lo sintiese atravesar misteriosamente su cuerpo. Intentó en vano volverse hacia el sonido extendiendo la mano izquierda hacia la nieve. Y entonces fue como si palpase el gorjeo, en vez de oírlo; como si estuviera bajo su palma, que descansaba sobre algo elástico y suave. El pensamiento del dolor del animal le resulta¬ba intolerable y pugnó por incorporarse, y no pudo, pues parecía tener encima una roca, o alguna masa in¬mensa; pero siguió tanteando cautamente con la mano izquierda, pensando que podría coger a aquella pequeña criatura y ayudarla; y, de repente, se dio cuenta de que aquella cosa suave que había tocado era el pelo de Mattie, que tenía la mano apoyada en su rostro. Consiguió ponerse de rodillas, con la monstruosa carga encima moviéndose al tiempo que él pasaba una y otra vez la mano por aquella cara y sintió que el gorjeo brotaba de aquellos labios... Acercó el rostro de Mattie al suyo, puso el oído en su boca, y vio, en la oscuridad, sus ojos abiertos, mien¬tras musitaba su nombre. —Oh, Mat, creí que lo esquivaríamos —gimió. En la cima a lo lejos, oyó relinchar al alazán y pensó: «Debería estar dándole su pienso...» -10- Cuando entré en la cocina de Frome, cesó el zumbido quejumbroso y no pude precisar cual de las dos mujeres que estaban allí sentadas lo emitía. Al aparecer yo, una de ellas irguió su alta y huesu¬da figura y se levantó del asiento, no en actitud de sa¬ludarme y darme la bienvenida, pues no me dirigió más que una breve mirada de sorpresa, sino simple¬mente para servir una cena que la ausencia de Frome había aplazado. Colgaba de sus hombros una sucia bata de percal y llevaba los mechones de su ralo pelo gris recogidos, retirados de la frente ancha y sujetos atrás con un peine roto. Tenía unos ojos pálidos y opacos que nada revelaban ni reflejaban y su labios finos eran del mismo color oscuro que su rostro. La otra mujer era mucho más pequeña y frágil. Estaba acurrucada en un sillón junto al fuego y cuando entré volvió la cabeza con viveza hacia mí, sin nin¬gún movimiento correspondiente del cuerpo. Tenía el pelo tan gris y la cara tan consumida y arrugada como su compañera, pero de un tono ambarino, con sombras morenas que afilaban la nariz y ahuecaban las sienes. El cuerpo mantenía una inmovilidad flácci¬da y bajo el vestido informe los ojos tenían esa mirada brillante, como de bruja, que tienen a veces algunos lisiados de la espina dorsal. La cocina era pobre de aspecto, incluso para aque¬lla parte del país. A excepción del sillón de la mujer de ojos oscuros, que parecía una sucia reliquia de lujo comprada en una subasta rural, el mobiliario era de lo más tosco. Sobre la mesa grasienta llena de cortes había tres toscos platos de porcelana y una jarra de le¬che con el pico desportillado; había también dos sillas de asiento de paja y un aparador de pino sin pintar que se alzaba parcamente apoyado en las paredes en¬yesadas. —¡Dios santo, qué frío hace aquí! El fuego debe de estar casi apagado —dijo Frome, mirando excul¬patoriamente a su alrededor mientras me seguía. La mujer alta, que se había apartado de nosotros hacia el aparador, no hizo ningún caso; pero la otra, desde su nicho mullido contestó quejumbrosa con voz aguda y fina: —Ahora mismo acaba de avivarlo. Se quedó dor¬mida y durmió tanto que creí que iba a congelarme y no podría despertarla para que lo atendiese. Advertí entonces que era ella quien hablaba cuan¬do llegamos. Su compañera, que volvía en aquel momento a la mesa con los restos de un pastel de frutas frío en una fuente desportillada, depositó su insípida carga sin oír al parecer la acusación que se le hacía. Frome se detuvo vacilante en su avance ante ella; luego me miró y dijo: —Ésta es mi esposa, la señora Frome. Tras otro intervalo y volviéndose hacia la mujer del sillón, añadió: —Y ésta es la señorita Mattie Silver... La señora Hale, un alma cándida, creía que me ha¬bía perdido en los Flats y enterrado bajo la nieve. Y tan grande fue su satisfacción al verme de nuevo a la mañana siguiente, que percibí que mi peligro me ha¬bía hecho ganar varios puntos en su estimación. Grande fue su desconcierto, y el de la vieja señora Varnum, al saber que el viejo caballo de Ethan Frome me había llevado y traído de Corbury Junction, en medio del peor temporal de nieve del invierno. Y aún fue mayor su sorpresa al enterarse de que su amo me había llevado a pasar la noche a su casa. Bajo sus exclamaciones de asombro, percibí una curiosidad secreta por saber qué impresión me había causado aquella noche en casa de los Frome, e intuí que el mejor modo de vencer sus reservas era dejarles intentar traspasar la mía. Me limité por tanto a decir, en un tono de absoluta naturalidad, que me habían recibido muy amablemente y que Frome me había hecho una cama en una habitación de la planta baja, que parecía haber servido en tiempos más felices como una especie de escritorio o estudio. —En fin —musitó la señora Hale—, con seme¬jante tormenta supongo que pensó que no tenía más remedio que hospedarle..., pero imagino que debió resultarle duro al pobre Ethan. Estoy seguro de que es usted el único extraño que ha puesto los pies en aquella casa en veinte años. Ethan es tan orgulloso que no le gusta que vayan allí ni siquiera sus amigos más antiguos; y no sé de ninguno que lo haga ya, sal¬vo el médico y yo... —¿Usted sigue yendo allí, señora Hale? —pre¬gunté. —Iba mucho después del accidente, al principio de estar casada..., pero al cabo de un tiempo empecé a pensar que el vernos les hacía sentirse peor. Y luego, una cosa siguió a otra y mis propios problemas... Pero suelo acercarme por Año Nuevo y hacerles una visita en verano. Siempre procuro elegir los días que Ethan no está en casa. Es ya bastante penoso ver a las dos mujeres allí sentadas..., pero la cara de él cuando contempla aquella casa desolada..., no lo soporto... En fin, me pongo a recordar y pienso en la época en que vivía su madre, antes de sus problemas. Por entonces, la vieja señora Varnum se había ido a dormir y su hija y yo estábamos ya solos, después de la cena, en el austero aislamiento del salón. La señora Hale me miró pensativa, como si intentara determinar hasta qué punto le daban pie mis conjetu¬ras, y supuse que si había guardado silencio hasta en¬tonces, era porque todos aquellos años había estado esperando a que alguien viese lo que sólo había ella visto. Esperé a que aumentase su confianza en mí y al fin dije: —Sí, da lástima verles allí a los tres juntos. Ella frunció afligida sus finas cejas. —Fue algo espantoso desde el principio. Yo esta¬ba en casa cuando les trajeron..., a Mattie Silver la de¬jaron en la habitación que ocupa usted. Éramos muy amigas, iba a ser mi dama de honor en primavera... Subí a la habitación y me quedé toda la noche con ella. Le dieron cosas para tranquilizarla y no se enteró prácticamente de nada hasta por la mañana. Y enton¬ces, de repente despertó y se dio cuenta, y me miró con esos ojos tan grandes y dijo... Oh, no sé por qué le cuento todo esto —se interrumpió llorando. Luego se quitó las gafas, limpió los cristales y vol¬vió a ponérselas con mano temblorosa. —Al día siguiente se supo —continuó— que Zee¬na Frome había echado a Mattie precipitadamente porque había contratado a una criada y la gente del pueblo nunca llegó a saber exactamente qué hacían ella y Ethan aquella noche con el trineo, cuando de¬bían estar camino de los Flats para coger el tren... Nunca llegué a saber lo que pensaba Zeena... y sigo sin saber lo que piensa. Nadie sabe lo que piensa Zeena. En fin, cuando se enteró del accidente, vino enseguida y se quedó con Ethan en casa del sacerdote, que fue a donde le llevaron a él. Y en cuanto los médi¬cos dijeron que podían trasladar a Mattie, Zeena vino a buscarla y se la llevó a la granja. —¿Y ha estado allí desde entonces? —No tenía otro sitio adonde ir —contestó sim¬plemente la señora Hale. Y a mí se me encogió el corazón, pensando en las terribles limitaciones de los pobres. —Sí, allí ha estado —prosiguió—. Y Zeena ha he¬cho por ella y por Ethan todo cuanto ha podido. Fue un milagro, considerando lo enferma que estaba... pero pareció reponerse justo en el momento en que el deber se lo exigía. No es que haya dejado de tomar sus medicinas, pues ha tenido arrechuchos durante todo este tiempo. Pero ha tenido fuerzas suficientes para cuidar de los dos durante veinte años; y pensar que antes del accidente creía no poder valerse siquiera por sí misma. La señora Hale hizo una breve pausa, se quedó callada, sumida en la visión de lo que evocaban sus palabras. —Es una situación terrible para los tres —mur¬muré. —Sí, es terrible. Y además ninguno de ellos es persona de trato fácil. Mattie lo era, antes del acci¬dente. Nunca vi persona de mejor carácter. Pero ha sufrido demasiado..., es lo que digo siempre cuando la gente dice que está amargada. Y Zeena, bueno, siempre fue un poco rara. No es extraño, con lo que tiene que aguantar..., yo misma he podido compro¬barlo. Pero a veces discuten las dos y entonces se te cae el alma a los pies de ver la cara de Ethan... en esas ocasiones, yo pienso que es él quien sufre más... En fin, no es Zeena, porque ella no tiene tiempo..., pero es una pena —concluyó la señora Hale con un suspi¬ro— que estén todos allí encerrados en aquella co¬cina. En verano, cuando hace buen tiempo, sacan a Mattie a la sala o fuera, a la entrada, y así es más có¬modo..., pero en invierno hay que atender el fuego, y en casa de los Frome nunca sobra un centavo... La señora Hale respiró hondo, como si al recordar aquello se hubiera librado de una vieja carga y no tu¬viera más que decir; pero, súbitamente, se apoderó de ella el deseo de completar la confesión. Se quitó las gafas otra vez, se inclinó hacia mí so¬bre el tapete bordado y prosiguió, en voz más baja: —Un día, más o menos una semana después del accidente, todos creían que Mattie no sobreviviría. En fin, yo digo que es una lástima que haya sobrevi¬vido. Una vez se lo dije al sacerdote y le pareció ho¬rrible. Pero él no estaba conmigo aquella mañana cuando Mattie volvió en sí... y yo digo que si hubiera muerto, Ethan podría haber vivido; y, tal como están ahora, no veo ninguna diferencia entre los Frome que están allá arriba en la casa y los que están abajo, en el cementerio. Salvo que los que están abajo están todos tranquilos y a las mujeres no les queda más remedio que tener la lengua quieta.