OTRAS IDEAS RADICALES ACERCA DE LA REFORMA DEL TRAJE OSCAR WILDE He demostrado un gran interés a la lectura de la correspondencia que ha originado mi reciente conferencia sobre el traje. Ésta me revela que la cuestión de la reforma del traje es una de las que preocupan a más de una sabia y encantadora persona que desee ardorosamente realizar en el traje los principios de salud, de libertad y de belleza. Y espero que H. B. T y "Materfamilias" lograrán toda la influencia real que sus cartas (excelentes una y otra) merecen ciertamente. Primero contesto a la segunda carta de Huyshe y al dibujo que la acompaña; pero, antes de entrar en examen alguno de la teoría contenida en cada uno de esos documentos, quiero hacer constar primeramente que no tengo la menor idea respecto a saber si el caballero tiene el pelo largo o corto, los puños vueltos o sencillos, a quién se parece, en suma. Confío en que atenderá a su comodidad y a sus deseos en todo cuanto se refiera a su indumentaria, y que le estará permitido gozar de ese individualismo en el traje que tan elocuentemente reivindica para sí mismo y tan locamente quiere negar al prójimo. Pero yo no podría tomar las ideas personales de mister Huyshe como base para mis especulaciones intelectuales en busca de los principios que deberían inspirar cómo vestir a una nación. Mi intención no es negar la fuerza ni siquiera la popularidad de la escuela crítica que tiene por divisa "Obviemos las dificultades", pero reconozco que no me interesa nada. El arrapiezo callejero puede ser cosa necesaria, pero el arrapiezo discutidor es una calamidad pública. Así, pues, voy directamente al tema de que realmente se trata: la superioridad del traje a finales del siglo XVIII sobre el que se usaba durante el segundo cuarto del XVII, es decir, los méritos relativos de los principios contenidos en cada uno de ellos. Ahora bien: en lo que concierne al traje del siglo XVIII, Wentworth Huyshe admite que no sabe nada acerca de su sentido práctico. La verdad es que dirige un patético llamamiento a sus amigos para que apoyen su aserto, que yo no pongo en duda por ahora, y según el cual él "no ha cometido nunca la excentricidad" de usar el traje cuya adopción propone a todo el mundo. Hay algo tan ingenuo y tan divertido en este último párrafo de la carta de Huyshe, que me pregunto verdaderamente si no lo perjudicaré considerándolo como un hombre que carece de ideas serias o sinceras sobre la cuestión de una posible reforma del traje. Pero sin que haya que tener en cuenta la actitud de mister Huyshe en este asunto, el tema en sí es tan interesante que creo merece la pena de proseguirse, tanto más cuanto que yo mismo he llevado muchas veces ese traje de finales del siglo XVIII, tanto en público como en privado, y, por consiguiente, tengo derecho a hablar de su posible conveniencia y comodidad. El aspecto especial de ese traje que yo he usado se parecía mucho a la que se describe en el Manual de mister Godwin, conforme a un grabado de Northcote. Posee cierta elegancia y cierta gracia que lo hace bello. Sin embargo, he renunciado a dicho traje por los motivos que expongo a continuación: Después de haber pensado más detenidamente en las leyes de la indumentaria, he comprendido que un jubón es una prenda mucho más cómoda de llevar que un frac y un chaleco, y que si se abrocha sobre el hombro, es asimismo de mucho mayor abrigo, y que los faldones no tienen colocación en el traje, como no sea en alguna teoría darwiniana de la herencia. Después de sufrir distintas experiencias relacionadas con esta cuestión, he comprobado que los pantalones demasiado ceñidos a la rodilla carecen de comodidad cuando se usan con mucha frecuencia; y en verdad me he convencido de que ese traje no está basado en auténticos principios. El sombrero de alas anchas y la capa de vuelo que he llevado siempre con el traje en cuestión, porque no me fijaba para nada en la exactitud histórica, los he llevado siempre y los encuentro de lo más cómodos. Pues bien: aunque Huyshe no haya usado realmente nunca el traje que propone, nos ofrece un dibujo de lo que llama él un poco prematuramente un "traje ideal". Y en verdad, traje ideal no lo es en absoluto. Como "bastante pintoresco" lo encontraré quizá, dice. Sea, puede ser "bastante pintoresco", pero bello no lo es en realidad, sencillamente porque no está basado en principios justos ni tan siquiera, a decir verdad, en principios ningunos. Se puede llegar a lo pintoresco por muchos caminos diferentes, cosas feas y al mismo tiempo singulares o que no nos son familiares, como, por ejemplo, un traje de fines del siglo XVI o una casa de la época de los Jorges. También hay ruinas que pueden ser pintorescas, pero no podrían ser bellas, dado que sus líneas carecen de significación. En realidad, la belleza no puede ser lograda sino por la perfección de los principios y en el "traje ideal" de Huyshe no hay hombre de ideas ni de principios. Y hay menos perfecciones aún de unos o de otros. Estudiémoslo a fondo y veamos sus defectos. Son visibles para quien desee dar al traje una razón de ser diferente de la de un "baile de trajes de fantasía". En primer lugar, el sombrero y las botas altas no son en absoluto lo que es necesario que sean. Todo cuanto se lleva en las extremidades, como los pies o la cabeza, debe estar, si se quiere que sea cómodo, hecho de una materia flexible; y si se quiere que se lleve con soltura, debe inspirar su forma en la manera que se pretenda llevarlo y no en el boceto rígido, teórico, de un sombrerero o de un zapatero. En un sombrero, según los verdaderos parámetros, es necesario que pueda levantarse o bajarse el ala, según el día sea oscuro o claro, seco o húmedo, pero el ala del sombrero de Huyshe es completamente rígida y no protege lo suficiente a la cara. Protege muy poco o nada la parte posterior de la cabeza o las orejas, en caso de que soplase un frío viento del Este. Mientras que el bicornio, sombrero confeccionado según a las verdaderas leyes, puede bajarse por detrás y por los lados y abrigar tanto como un gorro. Es más, la copa en el sombrero de Huyshe es demasiado alta. Una copa alta acorta la estatura del hombre bajito, y para un hombre muy alto le resulta incómodo para entrar en los coches y en los departamentos de los trenes o para salir ellos. No es útil en ningún caso, y esta inutilidad la pone en contradicción con los principios del traje. En lo que se refiere a las botas altas, no son completamente feas ni carecen de comodidad como el sombrero. Sin embargo, su cuero es rígido, claro está, para que no caigan sobre el tobillo. Ahora bien: la bota debe ser siempre de cuero blando, y si se usan altas, es preciso o bien atarlas por delante o si no que suban hasta por encima de la rodilla. En este último caso se logra a la vez una perfecta libertad al caminar y una perfecta protección contra la lluvia, dos ventajas de las que se ve uno privado con una bota corta y rígida. Y luego, cuando está en casa, puede bajarse la larga bota blanda, como se hacía con las botas en la segunda mitad del siglo XVII. Hablemos ahora del gabán. ¿Cuáles son los verdaderos principios aplicables al gabán? Para empezar es preciso que pueda uno ponérselo o quitárselo con facilidad, que pueda llevarse encima de cualquier clase de traje. Por consiguiente, no debe tener nunca unas mangas estrechas, como las que aparecen en el dibujo de Huyshe. Si ha de haber una abertura para el brazo, es necesario que sea ésta muy ancha, que esté recubierto con un ribete, como en ese excelente sobretodo que se denomina capa de Inverness. En segundo término, el gabán no debe ser demasiado ceñido. Sin eso se dificulta la libertad de la marcha. Si el joven gentleman del dibujo de Huyshe consigue abrocharse su gabán, logrará quizá tener un aspecto estatuario, aunque lo dudo mucho, pero no llegará nunca a caminar de prisa. Su super-totus no está confeccionado para él conforme a un principio cualquiera. Un super-totus o sobretodo deberá poder llevarse largo o corto, completamente suelto o moderadamente ceñido, según lo desee el que lo lleve. Debería estar en libertad de tener un brazo descubierto y otro cubierto, o los dos brazos cubiertos o descubiertos, como mejor conviniera para montar a caballo, caminar o conducir. Un gabán no debe ser nunca pesado, pero debería ser siempre de abrigo. Y, finalmente, debería poder llevarse con facilidad después de habérselo quitado. En suma, los principios son los de la libertad y los de la comodidad, y una capa responde a todo eso, así como un gabán del modelo propuesto por Huyshe significa lo contrario. No cabe la menor duda de que los pantalones son demasiado ceñidos. Quien los haya llevado cierto tiempo, en una palabra: quien tenga sobre ese punto ideas que no sean puramente teóricas, estará de acuerdo conmigo en ese detalle. Como cualquier otra prenda del traje, representan fallo importantísimo. La sustitución del frac por el chaqué y el chaleco actual es un paso de la buena dirección que me satisface contemplar. Sin embargo, el chaqué va demasiado ajustado a las caderas para que sea realmente cómodo. Cuando un chaqué cae por debajo de la cintura, necesita una abertura por cada lado. En el siglo XVII los faldones de la casaca estaban levantados mediante ojales y cordones de manera que pudieran levantarse a voluntad. A veces se dejaba abierta por los costados. En cualquiera de los dos casos, realizaba lo que constituye los verdaderos principios de la indumentaria, es decir, la libertad y la cómoda adaptación a las circunstancias. Finalmente, respecto a esa especie de dibujo, quisiera yo hacer notar que no existe límite alguno al número de trajes "bastante pintorescos" que pueden resucitarse o inventar para nosotros; pero que a menos que un traje no esté basado en principios y en leyes establecidos por el ejemplo, no podría tener el menor valor a nuestros ojos en la reforma de la indumentaria. Ese dibujo de Huyshe, en concreto, no prueba absolutamente nada, como no sea que nuestros antepasados no comprendían las leyes propias del traje. No hay ni una sola de las reglas del verdadero traje que no esté violada por aquél, pues nos ofrece rigidez, ajuste, molestia, en vez de comodidad, libertad y soltura. Y por cierto, he aquí un traje que, basado en unos principios, puede servirnos de excelente modelo. Godwin ha tenido la amabilidad de dibujarlo para mí, según el encantador libro encantador del duque de Newcastle sobre equitación, libro que es una de nuestras mejores autoridades sobre nuestra mejor época en cuestión de trajes. Claro está que no propongo que se lo imite en absoluto. No hay que considerarlo desde ese punto de vista. Quiero aclarar que no se trata de resucitar un traje fenecido, sino de realizar unas leyes vivas. Lo ofrezco como ejemplo de una aplicación especial de principios que son de una verdad universal. El joven, vestido de una manera coherente y razonable, puede bajar el ala de su sombrero, si llueve; aflojar las cintas o cordones en las rodillas y sobre la parte delantera de sus botas, si está cansado. En otras palabras: puede adaptar su traje a las circunstancias. Y entonces goza de una libertad perfecta. Los brazos y las piernas no quedan en una actitud embarazoso o molesta por el ajuste excesivo de las mangas y de los pantalones a las rodillas. Las caderas quedan completamente libres de trabas, lo cual es siempre muy importante. En lo que a la chaqueta se refiere, no es ni demasiado suelta para no abrigar ni demasiado ceñida para respirar. El cuello está bien protegido, pero no queda estrangulado, y hasta sus plumas de avestruz, si es que algún filisteo les ponía reparos, no son tan sólo dandismo puro. Estoy seguro de que lo abanican muy agradablemente en verano, y cuando hace mal tiempo, las deja sin duda en su casa y se quita la capa. Lo que le da realmente valor del traje es que cada una de sus prendas, por separado, expresa una ley distinta. Por consiguiente, mi joven modelo está vestido con ideas, mientras que el joven de Huyshe está agarrotado por hechos. Este último no enseña nada; del primero se aprende todo. Resulta del todo inútil decir que si ese traje está bien, no es en absoluto porque sea del siglo XVII, sino porque está confeccionado según los verdaderos principios del traje, lo mismo que un dintel cuadrado o un arco ojival están bien, no porque el primero sea griego y el segundo gótico, sino porque cada uno de ellos realiza el modo mejor de cerrar por arriba una abertura de una dimensión determinada o de soportar un peso dado. Sin embargo, el hecho de que ese traje fuera usado casi en toda Inglaterra hace más dedos siglos, demuestra, al menos, una cosa: que las verdaderas leyes del traje han sido comprendidas y observadas en nuestro país y que pueden ser de nuevo comprendidas y observadas en él. Por lo que se refiere a belleza de ese traje y a su significación, me gustaría añadir algo. Wentworth Huyshe anuncia de manera ciertamente solemne que "él y los que piensan como él" no podrían permitir que se mezclara esa cuestión de la belleza con la cuestión del traje, que él y los que piensan como él "consideran el tema desde el punto de vista práctico", y así en todo. Es decir, no pienso crear ahora polémica sobre hasta qué punto tiene derecho a llamarse un hombre práctico quien se niega a tener en cuenta la belleza y el valor de la belleza. La expresión "hombre práctico" es casi siempre el último refugio del ignorante. De todas las palabras que se entienden erróneamente, no existe ninguna que sea usada con más crueldad. Pero lo que quiero destacar es que la belleza es esencialmente orgánica; en otras palabras: proviene, no del exterior, sino del interior; que no es el efecto de una lindeza añadida, sino que va unida a la perfección de su propio ser, y que, por tanto, puesto que el cuerpo es bello, todo cuanto sirve para adornarlo adecuadamente debe ser también bello en su factura y en sus líneas. Nada más lejos de mi intención que definir la fealdad, tanto como definir la belleza; pero me gustaría, en fin, recordar a los que se burlan de la belleza como de un hecho que no es práctico que una cosa fea es sencillamente una cosa mal hecha o una cosa que no cumple su finalidad; que la fealdad es la falta de conveniencia; la fealdad es un fracaso; que la fealdad es una inutilidad, como un adorno fuera de lugar, en tanto que la belleza, como también se dijo, es la supresión de todo lo superfluo. Hay una economía divina en la belleza. Nos da exactamente lo necesario, y nada más; mientras que la fealdad es siempre extravagante. La fealdad es una pródiga y derrocha sus materiales. Finalmente, la fealdad (y recomendaría yo esta observación a Wentworth Huyshe), la fealdad en el traje, lo mismo que en cualquier otra cosa, es siempre una señal que indica que alguien no ha sido práctico jamás. Por este motivo, el traje inglés del futuro, si está basado en las leyes verdaderas de la libertad, de la comodidad y de la adaptación a las circunstancias, no podrá dejar de ser al mismo tiempo muy bello, porque la belleza es siempre la señal de la exactitud de los principios, el sello místico que se fija tan sólo sobre lo que es perfecto. Y en cuanto a su otro corresponsal, el primer principio que indica, según el cual todos los trajes deben sostenerse en los hombros y no en la cintura, me parece aprobable en la mayoría de casos, aunque "un viejo marino" declare que los marinos y los atletas siempre sostienen sus ropas en sus caderas, y nunca en su hombro. Mis experiencias juveniles de remo y de regatas en Oxford (esas dos herencias del helenismo en nuestra pequeña ciudad gótica) me enseñan que los mejores corredores y remeros (y mi colegio ha producido muchos) llevaban siempre un jersey ceñido, con pantalones cortos unidos a él, pues la prenda entera estaba hecha de una sola pieza. En cuanto a los marineros, es cierto, lo reconozco, y esa mala costumbre entraña precisamente ese gesto constante tan poco decoroso de "subirse" las prendas inferiores, que por popular que sea en las obras de ultramar, no puede considerarse más que como un hábito de los más torpes. Y como todo gesto embarazoso proviene de alguna falta de comodidad, espero que ese detalle en el traje de nuestro marinero será tomado en consideración en la próxima reforma de nuestra Marina, pues, a pesar de todas las protestas, espero que estemos a punto de reformarlo todo, desde los torpedos hasta los sombreros de copa, y desde las crinolinas hasta los cruceros. Mi respeto por los zuecos parece haber sembrado a lo lejos el terror. La moda, con sus calzados de tacones altos, ha proferido fuertes quejas, y se ha recurrido a la terrible palabra "anacronismo". Ahora bien: lo que es útil no puede ser anacrónico. Semejante palabra sólo puede aplicarse a la resurrección de alguna sandez. Es más, en la Inglaterra actual, los zuecos se usan todavía en buen número de nuestras ciudades fabriles; en Oldham, por ejemplo. Temo que en Oldham se ignore el arte de incrustar el marfil y el nácar; pero en Oldham cumplen su finalidad. Y no hace demasiado tiempo que eran usados por la mayoría de las gentes distinguidas de esa región. La semana pasada tuve el gusto de conversar con una dama que recordaba con afectuosa añoranza los zuecos de su infancia. Según ella, no eran ni demasiado altos ni demasiado pesados. Además, llevaban en las suelas una especie de muelle que los hacía más adaptables al pie al andar. Yo, personalmente, me opongo a todo lo que añade altura a la bota o al zapato. Va realmente contra los rectos principios del traje, y si hay que conseguir altura, debe hacerse por medio de dos soportes y no de uno solo. Pero en realidad, lo que yo preferiría ver sería una nueva adaptación de las enaguas divididas, o unos calzones bombachos largos y de una amplitud moderada. Si, a pesar de todo, las enaguas divididas deben tener un valor positivo cualquiera, hay que renunciar a la idea de hacer de ellas algo que "les dé una apariencia idéntica a la de unas enaguas normales", hay que disminuir la anchura moderada de sus divisiones, suprimir sus tontos, faralaes y frunces. Desde el momento en que imiten un traje, están perdidos. Es preciso que se presente claramente tal como es, y entonces contribuirá en una gran medida a resolver un verdadero fallo. Estoy convencido de que habrá un gran cantidad de graciosas y encantadoras muchachas dispuestas a adoptar un vestido basado en esos principios, a pesar de la terrible amenaza de Wentworth Huyse, quien no pedirá la mano de ninguna de ellas mientras persistan en llevarlo. En efecto, todas las acusaciones de no tener ya nada del carácter femenino que lanzan contra esas formas de traje no tienen razón de ser. Toda prenda bien hecha conviene a ambos sexos, y no hay una sola cosa en el mundo que sea un vestido exclusivamente femenino. Me gustaría hacer una breve advertencia. La túnica de encima debería ser amplia y moderadamente suelta. Si se quiere, puede ser de una forma más o menos en relación con la configuración de la persona; pero en ningún caso debe estar ceñida al talle por una banda o cinturón cualquiera. Por el contrario, debería caer desde el hombro hasta la rodilla, o más abajo, en bellas curvas y en líneas verticales, dando mayor libertad y, por consiguiente, más gracia. Hay pocos vestidos que sienten realmente peor que una túnica con cinturón que llega hasta las rodillas, y quisiera que algunas de nuestras Rosalindas pensasen en ese hecho cuando lucen calzones. Claro está que la fealdad es debida al desprecio por ese principio artístico, la falta de proporción en el traje Bloomer, que es sensato desde otros puntos de vista.