EMILE ZOLA EL PARAÍSO DE LAS DAMAS Título original: Au Bonheur des Dames de la traducción: María Teresa Gallego y Amaya García NOTA AL TEXTO Aunque puede leerse como una historia independiente y completa, Au Bonheur des Dames es un eslabón más del fresco de Les Rougon-Macquart, y, dentro de la serie, se vincula directamente con Pot-Bouille, relato inmediatamente anterior en el tiempo, que nos cuenta los comienzos parisinos de Octave Mouret, y también con La faute de l'ab­bé Mouret, cuyo protagonista es el hermano mayor de Octave. Guarda relación igualmente con La Fortune des Rougon, historia de los padres de ambos, y con La Conquéte de Plassans, donde asistimos a la primera juventud de Octave. Cuando Zola llegó a París en 1859, la ciudad se hallaba en plena transformación. El barón Haussmann estaba remodelándola, supri­miendo calles pequeñas y tortuosas, derribando miles de edificios y trazando arterias rectas y amplias que favoreciesen las actividades comerciales e industriales de una nueva generación de banqueros y la circulación de los primeros ómnibus y tranvías de tracción animal. Entre 1852 y 1869, se inauguraron Le Bon Marché, Les Magasins du Louvre, Le Printemps, La Belle•Jardiniére y La Samaritaine. Algunos de estos almacenes aparecen en la novela junto con los de ficción. Puesto que los nombres de estos últimos están en castellano, nos pareció conveniente traducir también los de los comercios reales. Le Louvre se ha convertido, pues, en El Louvre; y Le Bon Marché, en El Económico. Desde 1869 sintió Zola la tentación de escribir una novela sobre la influencia de estos nuevos comercios en la clientela femenina de la burguesía y empezó a recoger documentación para ello en 1882. A ese propósito sumó el de dejar constancia de la lucha entre el gran comercio y los pequeños comerciantes, que representaba para él a la sazón el enfrentamiento entre dos conceptos diferentes de la vida. Y quiso también que la novela fuese un canto al progreso y una exposición del papel de la banca en el florecimiento de una nueva economía. Aunque no se trate de una de las obras socialmente reivindicativas del autor, Zola no habría considerado que la novela estaba completa si no hubiera descrito también la penosa vida de los vendedores, sus duras condiciones de trabajo, sus constantes penalidades para conservar el empleo. No es ésta su única denuncia: también alude a «la neurosis de los grandes bazares, fruto de la enorme y brutal tenta­ción y de los apetitos de lujo insatisfechos». Pero, no obstante, el corazón del escritor está en esta ocasión de parte de los hombres como Mouret y del sistema económico que los respalda y que Zola convierte, en este libro, en símbolo del triunfo del progreso sobre la tradición y, en último término, de la vida sobre la muerte. Pues, en efecto, se trata de una novela optimista, de una novela «alegre», de una novela con «final feliz», que se inspiró en un hecho real: el matrimonio de Cognac, fundador de La Samaritaine, con una de sus empleadas, encargada de la sección de lencería. Zola había pasado por una fuerte crisis de pesimismo entre 1880 y 1881 y Au Bonheur des Dames constituyó algo así como una revancha, como un exorcismo, un canto a la vida triunfante encarnada en «la actividad moderna». Dicho con sus propias palabras, deseaba mostrar «la dicha de actuar y el gozo de estar vivo». La novela se publicó en 1883 y constituye el tomo XI de Les Rougon-Macquart. La presente traducción, realizada a partir de la edición de Garnier-Flammarion de 1971 con prólogo de Colette Becker, ha conservado el título de versiones castellanas anteriores tanto por con­tar dicho título con cierta tradición como por parecernos difícilmen­te mejorable. Las traductoras I Denise fue andando desde la estación de Saint-Lazare, adonde había llegado con sus dos hermanos en el tren de Cherburgo, tras viajar toda la noche en el duro asiento corrido de un vagón de tercera. Llevaba a Pépé cogido de la mano y a Jean pegado a los talones, tan derrengados como ella del viaje e igualmente atónitos y perdidos en medio de aquel París inmenso, que recorrían fijándose en todas las fachadas y preguntando en cada cruce por la calle de la Michodiére, en la que vivía su tío Baudu. Cuando desembocaron por fin en la plaza de Gaillon, la joven se paró en seco, sorprendida. -¡Huy! ¡Mira, Jean! -dijo. Y allí se quedaron, apiñados en medio de la calle, vestidos con los trajes negros y raídos del luto de su padre, que aún no habían acabado de gastar. Denise, muy poquita cosa, muy ani­ñada a pesar de sus veinte años, llevaba un hatillo ligero en un brazo y a su hermano Pépé, de cinco años, colgado del otro; el mayor, Jean, estaba de pie detrás de ella con los brazos caídos, en el esplendor de sus dieciséis años. -¡Hay que ver! -volvió a decir Denise, al cabo de un rato-. ¡Menuda tienda! Se trataba de un comercio de novedades situado en la con­fluencia de las calles de la Michodiére y Neuve-Saint-Augustin, cuyos llamativos escaparates parecían horadar la suave palidez de aquel día de octubre. Daban las ocho en el campanario de Saint-Roch, y aún no andaba por las calles sino el París más madrugador, oficinistas presurosos y amas de casa que reco­rrían los comercios del barrio. Delante de la puerta, dos dependientes, subidos en una escalera doble, estaban acabando de colgar unos géneros de lana, mientras otro, arrodillado y de espaldas, disponía, con artísticos pliegues, una pieza de seda azul en un escaparate de la calle Neuve-Saint-Augustin. El inte­rior del establecimiento, aún vacío de clientes y al que empeza­ban a llegar los empleados, zumbaba como una colmena en pleno despertar. -¡Cáspita! -dijo Jean-. Ni comparación con Valognes... Tu tienda no era tan bonita. Denise asintió con la cabeza. Había trabajado durante dos años en Casa Cornaille, la tienda de novedades más importan­te de su ciudad; y aquellos almacenes con los que se topaba inesperadamente, aquel comercio que tan grande se le antoja­ba, le henchían el corazón y la atraían, aislándola de cuanto la rodeaba, presa de una emoción y una curiosidad intensas. En el chaflán que daba a la plaza de Gaillon se abría, hasta la altu­ra de la entreplanta, la puerta principal, completamente acris­talada; la enmarcaba una caprichosa ornamentación rebosante de oropeles. Dos figuras alegóricas, dos mujeres cuyo torso des­nudo henchía la risa, desplegaban un rótulo que rezaba: El Paraíso de las Damas. A ambos lados, los escaparates se interna­ban por las calles de la Michodiére y Neuve-Saint-Augustin, en las que ocupaban cuatro edificios recientemente adquiridos y reformados, dos a la izquierda y dos a la derecha, que se suma­ban al que hacía esquina. Desde aquella perspectiva, le parecía a Denise que los escaparates de la planta baja y las lunas de la entreplanta, a través de las cuales se adivinaba el trajín de las secciones, se prolongaban hasta el infinito. Arriba, una depen­diente vestida de seda afilaba un lapicero y, junto a ella, otras dos desdoblaban abrigos de terciopelo. -El Paraíso de las Damas -leyó Jean, con su tierna risa de apuesto adolescente que ya había tenido un lío de faldas en Valognes-. ¿Has visto? ¡Qué primor! Seguro que la gente se vuelve loca por entrar. Pero Denise seguía absorta ante los tenderetes de la puerta principal, colocados al aire libre, en plena acera: un cúmulo de oportunidades para tentar a las clientes, para que las gangas las hicieran detenerse al pasar. Desde bien arriba, colgando de la entreplanta, pendían las piezas de lana y los paños, merinos, cheviots y muletones, ondeando como banderas; sobre sus tonos neutros, gris pizarra, azul marino, verde oliva, destacaba la cartulina blanca de las etiquetas. Algo más abajo, enmarcan­do el umbral, colgaban finas tiras de piel para guarniciones de vestidos: la suave ceniza de los lomos de petigrís, la nívea pure­za de los vientres de cisne, el pelo de conejo de las imitaciones de marta y armiño. Por último, abajo del todo, estaban dispues­tos varios casilleros y mesas, rebosantes de retales y de un aluvión de artículos de calcetería casi regalados, guantes y toqui­llas de punto, capuchas, chalecos, todo tipo de prendas inver­nales multicolores, jaspeadas, a rayas o con toques rojizos, como salpicadas de sangre. Denise vio un tartán a cuarenta y cinco céntimos, orlas de visón americano a un franco y mitones a veinticinco céntimos. Era como si los almacenes, repletos hasta reventar, desembalasen el exceso de mercancías en un gigantesco baratillo de feria. Ninguno de los tres se acordaba ya del tío Baudu. Incluso Pépé, sin soltarse de la mano de Denise, abría unos ojos como platos. Un carruaje obligó a los hermanos a retirarse del cen­tro de la plaza y, de forma mecánica, se metieron por la calle Neuve-Saint-Augustin, siguiendo los escaparates y volviendo a detenerse delante de cada uno de ellos. Primero, los atrajo un complicado arreglo: bajo una hilera de paraguas dispuestos oblicuamente, a modo de tejado de choza rústica, una selec­ción de medias de seda colgadas de varillas alineaba redondea­das pantorrillas, ora salpicadas de ramilletes de rosas, ora de mil colores: las negras, caladas; las rojas, bordadas en las esquinas; las de color carne, de textura satinada y suave como el cutis de una mujer rubia. Completaban el conjunto varios pares de guantes, colocados simétricamente sobre la tela de la estantería; los dedos estirados y la estrecha palma, como de vir­gen bizantina, les conferían esa gracia envarada y un tanto ado­lescente de las prendas femeninas aún sin estrenar. Pero el escaparate que más les llamó la atención fue el último, donde florecía una exhibición de sedas, rasos y terciopelos que armo­nizaba en una gama ágil y vibrante las tonalidades de los más delicados pétalos: bajo el negro intenso y el blanco de leche cuajada de los terciopelos, destacaban los quebrados pliegues de los rasos rosa y azules, que iban palideciendo hasta alcanzar una infinita ternura. En la base de la composición estaban las sedas; todo un arco iris vivía en aquellas piezas que, gracias a los hábiles dedos de los dependientes, se fruncían en escara­pelas o parecían cobrar vida al adaptarse a las curvas de un arqueado torso; y, enmarcando cada motivo, entre las polícro­mas frases del arreglo, corría un discreto realce, los bullones de un sutil cordón de fular crema. En aquel mismo escaparate podían también contemplarse, a ambos extremos, formando gigantescas pilas, las dos sedas exclusivas de la casa, la París­Paraíso y la Piel de Oro, dos artículos de excepción que iban a revolucionar el comercio de las novedades. -¡Ay! ¡Qué faya a cinco sesenta! -murmuró con asombro Denise, al ver la París-Paraíso. Pero Jean empezaba a aburrirse. -Disculpe, caballero, ¿la calle de la Michodiére? -le pregun­tó a un transeúnte. Este le indicó la primera calle a la derecha y los tres rehicie­ron el camino, rodeando los almacenes. Pero, según entraban en dicha calle, Denise volvió a detenerse, atraída por otro esca­parate dedicado a las confecciones de señora. Aunque, en Valognes, era ella la encargada de confección de Casa Cornai­lle, nunca había visto nada semejante, y la admiración la dejó clavada en la acera. Al fondo del escaparate, un amplio man­tón de encaje de Brujas, de elevado precio, extendía sus alas blondas, corno un mantel de altar, entre guirnaldas de encaje de Alenzón y una cascada en que se mezclaban todos los enca­jes, de Malinas, venecianos y de Valenciennes, incrustaciones de Bruselas, lanzados a manos llenas, cual nieve recién caída. Las piezas de paño colocadas a derecha e izquierda formaban oscuras columnas, entre las cuales parecía aún más distante el lejano tabernáculo. Y en aquella capilla consagrada al culto de los encantos femeninos se exponían las confecciones: ocupaba el centro un artículo excepcional, un abrigo de terciopelo guarnecido de zorro plateado, que flanqueaban un tapado de seda forrado de petigrís y un paletó de paño bordado con plu­mas de gallo, además de unas salidas de teatro de casimir blan­co, acolchadas y con adornos de cisne o de felpilla. Había prendas para todos los caprichos, desde las salidas de teatro a veintinueve francos hasta el abrigo de terciopelo, cuyo precio era de mil ochocientos. El busto opulento de los maniquíes tensaba los tejidos, las caderas generosas exageraban la estre­cha cintura, y una etiqueta de gran tamaño, pinchada con un alfiler en el muletón rojo del cuello, hacía las veces de cabeza; a ambos lados del escaparate, varios espejos sabiamente orien­tados los reflejaban y multiplicaban hasta el infinito, abarrotando la calle de hermosas damas en venta que, en lugar de cabeza, lucían unos precios rotulados con grandes números. -¡Qué señoras tan estupendas! -murmuró Jean, a quien no se le ocurría mejor forma de expresar su entusiasmo. También él se había quedado inmóvil, de repente, con la boca abierta y las mejillas sonrosadas del placer que le produ­cía todo aquel lujo femenino. Tenía una belleza de muchacha, una belleza que parecía haberle robado a su hermana: el cutis radiante, el cabello rojizo y ensortijado; los ojos y los labios húmedos de ternura. Junto a él, la atónita Denise parecía aún más delgada, con aquel rostro afilado, de boca demasiado grande y cutis ya marchito bajo el cabello pálido. Pépé, tam­bién rubio, con el rubio de la infancia, se pegaba más a ella, como necesitado de caricias que lo tranquilizasen, confuso y dichoso al ver a aquellas señoras tan guapas del escaparate. Aquella joven triste entre aquel precioso niño y aquel espléndi­do adolescente, los tres tan rubios y tan humildemente vestidos de negro, formaban un cuadro tan peculiar y lleno de encanto, a pie firme en mitad de la calzada, que los transeúntes se vol­vían para mirarlos con una sonrisa. También los contemplaba desde la acera de enfrente un hom­bre bastante grueso, de cabellos blancos y cara ancha y amari­llenta, que estaba de pie en el umbral de una tienda. Llevaba ya un buen rato allí, con los ojos inyectados en sangre y los labios apretados, fuera de sí al ver los escaparates de El Paraíso de las Damas, cuando Denise y sus hermanos aparecieron y acabaron de sacarlo de quicio. ¿Qué hacían ahí esos tres pánfilos, como unos papanatas, delante de aquel espectáculo de engañabobos? -¿Y el tío? -exclamó repentinamente Denise, como si se hubiera despertado de golpe. -Ya estamos en la calle de la Michodiére -dijo Jean-. Debe de vivir por aquí cerca. Levantaron la vista, dieron media vuelta y, frente por frente, encima del hombre grueso, divisaron un rótulo verde con letras amarillas desteñidas por la lluvia: El Viejo Elbeuf. Paños y franelas. Baudu, sucesor de Hauchecorne. Era un edificio de enlucido manchado de óxido y aspecto anodino en compara­ción con los palacetes Luis XIV contiguos. No tenía más que tres ventanas de fachada, cuadradas y sin persianas, cuyo único adorno eran dos barras de hierro cruzadas, a modo de baran­dilla. Pero, entre tanta desnudez, lo que más llamó la atención a Denise, que aún tenía los ojos llenos de los luminosos escapa­rates de El Paraíso de las Damas, fue el comercio de la planta baja, un local bajo de techo sobre el que se alzaba una achapa­rrada entreplanta con claraboyas en forma de media luna, como las de una cárcel. A ambos lados de la puerta, en un marco de madera del mismo verde botella del rótulo, que el tiempo había teñido de ocre y hollín, se abrían dos hondos escaparates, oscuros y polvorientos, en los que apenas se distin­guían las piezas de paño que en ellos se amontonaban. La puerta, abierta de par en par, parecía la boca de un húmedo y tenebroso sótano. -Aquí es -dijo Jean. -Pues, entonces, entremos -repuso Denise-. Vamos, Pépé. Detenían, no obstante, a los tres hermanos la turbación y la timidez. Al morir su padre, víctima de las mismas fiebres que, un mes antes, también se habían llevado a su madre, el tío Baudu, conmovido por aquel doble luto, escribió a su sobrina para decirle que, si algún día deseaba probar suerte en París, en su negocio siempre habría sitio para ella; pero desde aquella carta había pasado casi un año, y la joven empezaba a arrepen­tirse de haber salido de Valognes con tanta precipitación, en un arrebato, sin avisar al tío de su llegada. Este no los conocía, pues jamás había vuelto a su ciudad natal desde que, siendo aún muy joven, entró como aprendiz en la pañería de Hauche­corne, con cuya hija había terminado casándose. -¿El señor Baudu? -inquirió Denise, decidiéndose por fin a preguntar al hombre grueso, que seguía mirándolos, sorpren­dido por sus trazas. -Yo soy-contestó él. -¡Ah, qué bien! -balbució Denise, poniéndose muy encarna­da-. Yo soy Denise; y éste es Jean; y éste, Pépé. Ya ve, tío, al final hemos venido. Una profunda perplejidad se pintó en el rostro amarillento de Baudu, que revolvió los ojos saltones e inyectados en sangre, mientras su lengua, ya de por sí lenta, no acertaba a encontrar palabras. No cabía duda de que estaba a mil leguas de sospe­char que aquella familia se le podía venir encima. -¡Cómo! ¡Cómo! ¡Que estáis aquí! -exclamaba una y otra vez-. Pero ¿no estabais en Valognes? ¿Por qué no seguís en Valognes? Con su voz dulce y algo trémula, Denise tuvo que explicarle sus motivos. Tras la muerte de su padre, que había perdido hasta el último céntimo en su tintorería, Denise había tenido que hacer de madre de los dos chiquillos. Con lo que ganaba en Casa Cornaille no les llegaba para mantenerse los tres; aun­que Jean trabajaba con un ebanista que restauraba muebles antiguos, no cobraba ni un céntimo. Pero les había cogido el gusto a las antiguallas y tallaba figuras de madera; e incluso, un día, se encontró un trozo de marfil en el que, por puro entrete­nimiento, talló una cabeza que había llamado atención a un caballero que andaba de paso por allí; y fue precisamente aquel caballero quien los convenció para que se trasladaran de Valognes a París, donde había encontrado colocación a Jean en el taller de un tallista de marfil. -¿Sabe, tío? Jean empieza mañana como aprendiz con su nuevo patrón. No le cobran nada y está alojado y mantenido... Así que pensé que Pépé y yo ya nos apañaríamos. Las cosas no pueden irnos peor de lo que nos iban en Valognes. Lo que Denise se callaba era el escarceo amoroso de Jean, las cartas que había escrito a una jovencita de la nobleza local, los besos clandestinos por encima de una tapia, un auténtico escándalo que, por fin, la había impulsado a marcharse; y si acompañaba a su hermano a París era para poder vigilarlo, pues la invadían toda clase de temores maternos cuando se imaginaba de lo que podía ser capaz aquel niño grande, tan guapo y jovial, al que todas las mujeres adoraban. El tío Baudu no conseguía reponerse de la impresión y seguía haciendo preguntas. Empero, tras hablarle así Denise de sus hermanos, se decidió a tutearla. -¿De modo que tu padre no os ha dejado nada? Yo creía que todavía le quedaría algún dinero. ¡Cuidado que le insistí en mis cartas para que no cogiera aquella tintorería! Muy buena persona, qué duda cabe, ¡pero ni dos dedos de frente...! ¡Y tú te has quedado a cargo de estos dos mozos, has tenido que alimentar a toda la familia El rostro bilioso del tío había perdido la expresión hosca y ya no tenía los ojos inyectados en sangre, como cuando miraba El Paraíso de las Damas. De repente, se percaté) de que estaba obstruyendo la puerta. -Vamos -dijo-, ya que estáis aquí, pasad. Mejor estaréis den­tro que no perdiendo el tiempo con mamarrachadas. Y tras una última mueca de ira hacia los escaparates de enfrente, se apartó de la puerta para que pudieran entrar los jóvenes, a los que precedió, mientras llamaba a su mujer y a su hija. -¡Elisabeth, Geneviéve, venid aquí que tenemos visita! Pero Denise y los dos muchachos no se decidían a internarse en las tinieblas de la tienda. Cegados por la claridad de la calle, parpadeaban como si estuvieran a punto de meterse en un agujero desconocido, y palpaban el suelo con el pie por un miedo instintivo a tropezar con algún peldaño traicionero. Al entrar, los tres experimentaron un temor incierto que los hizo sentirse más unidos, los llevó a arrimarse más unos a otros; y avanzaban con una gracia risueña e inquieta, mientras el niño continuaba refugiado en las faldas de su hermana y el mayor la seguía de cerca; la luz matutina recortaba la negra silueta de sus ropas de luto y los oblicuos rayos del sol doraban sus cabe­llos rubios. -Pasad, pasad -repetía Baudu. Con frases escuetas, puso a su mujer y a su hija al tanto. La señora Baudu era una mujer menuda y consumida por la ane­mia, muy blanca, de cabellos blancos, ojos blancos y labios blancos. Geneviéve, cuya sangre estaba aún más empobreci­da que la de su madre, era frágil y descolorida como las plantas que crecen sin sol. Pero una magnífica cabellera negra, tan espesa y grávida que parecía el fruto milagroso de aquella carne enteca, le confería un melancólico encanto. -Pasad -dijeron a su vez ambas mujeres-. Bienvenidos. Sentaron a Denise detrás de un mostrador y, en seguida, Pépé se subió a las rodillas de su hermana, mientras Jean per­manecía de pie junto a ellos, apoyado en un entrepaño de madera. Comenzaban a tranquilizarse, a medida que se les acostumbraban los ojos a la oscuridad, y empezaron a mirar la tienda. Ahora veían el techo bajo y ahumado, los mostradores de roble bruñidos por el uso y los casilleros seculares de recios herrajes. Los fardos de género formaban oscuros montones que llegaban hasta las vigas del techo. La humedad que subía del entarimado parecía acentuar el áspero olor a química de los paños y los tintes. Al fondo del local, tres dependientes, dos hombres y una mujer, ordenaban piezas de franela blanca. -¿A este caballerete quizá le apetezca comer algo? -dijo la señora Baudu, sonriendo a Pépé. -No, muchas gracias -contestó Denise-. Hemos tomado una taza de leche en un café, enfrente de la estación. Y, al fijarse en que Geneviéve miraba el hatillo que había depositado en el suelo, añadió: -He dejado allí el baúl. Se había sonrojado, pues se daba cuenta de que aquéllas no eran formas de presentarse en casa de nadie. Había empezado a arrepentirse ya en el vagón, en el preciso instante en que el tren dejó atrás la estación de Valognes; por tal motivo, al llegar a París, había preferido dejar el baúl en la estación y dar de desayunar a los chicos. -Ante todo -dijo de pronto Baudu-, dejemos las cosas cla­ras... Bien es cierto que te escribí, pero eso fue hace un año; y siento decirte, hija mía, que este último año no ha sido dema­siado boyante para el negocio... Se interrumpió, intentando disimular la emoción que le anudaba la garganta. La señora Baudu y Geneviéve habían bajado la vista con expresión resignada. -¡Claro que no es más que una crisis pasajera! -prosiguió-. ¡No tengo de qué preocuparme! Pero he tenido que reducir personal, aquí ya sólo trabajan tres personas, y éste no es el mejor momento para contratar a nadie. En resumidas cuentas, hija mía, que no estoy en situación de darte el puesto que te había ofrecido. Denise lo escuchaba, acongojada y muy pálida. -Ni tú ni yo saldríamos ganando -insistió Baudu. -Está bien, tío -consiguió decir ella, con gran esfuerzo-; ya me las apañaré a pesar de todo. Los Baudu no eran malas personas, pero se lamentaban de que nunca les hubiese sonreído la suerte. En los tiempos en que el negocio era próspero, habían tenido que sacar adelante a cinco hijos varones, de los cuales tres murieron a los veinte años; el cuarto se había descarriado y el quinto, capitán del ejército, acababa de embarcar rumbo a Méjico. Sólo les queda­ba Geneviéve. La familia había acarreado muchos gastos, y Baudu había acabado de esquilmar su haber al comprar un destartalado caserón en Rambouillet, de donde era natural su suegro. Con todo ello, su maniática lealtad al comercio tradi­cional se iba agriando paulatinamente. -De estas cosas se avisa -prosiguió, cada vez más disgustado consigo mismo por mostrarse tan duro-. Deberías haberme escrito, te habría contestado que te quedaras allí... Cuando me enteré de la muerte de tu padre, pues te dije lo que se dice en estos casos, ¡qué caramba! Ya ti no se te ocurre nada mejor que plan­tarte aquí, sin contar con nadie. Es una situación muy violenta. Hablaba levantando cada vez más la voz, desahogándose. Su mujer y su hija seguían sin atreverse a alzar la vista, como quien ya está acostumbrado a no permitirse nunca meter baza. Jean, entre tanto, se iba poniendo lívido, y Denise, que estrechaba contra su pecho al aterrorizado Pépé, no pudo contener dos gruesas lágrimas. -Está bien, tío -dijo una vez más-. Nos iremos ahora mismo. Inesperadamente, el tío se refrenó. Se produjo un incómo­do silencio; y, al cabo, dijo con tono desabrido: -No quiero dejaros en la calle... Ya que estáis aquí, podéis dormir arriba por esta noche. Mañana será otro día. A la señora Baudu y a Geneviéve les bastó una mirada para darse cuenta de que podían buscar un arreglo. Todo quedó dispuesto. De Jean no había que ocuparse. Pépé estaría a las mil maravillas en casa de la señora Gras, una anciana que vivía en una espaciosa planta baja de la calle de Les Orties y alojaba, por cuarenta francos mensuales, a niños pequeños en régimen de pensión completa. Denise aseguró que tenía dinero sufi­ciente para pagar el primer mes, de modo que ella era la única que quedaba por colocar. Algo encontraría por el barrio. -¿Vinçard no andaba buscando una dependiente? -pregun­tó Geneviéve. -¡Cierto! -exclamó Baudu-. Iremos a verlo después de almorzar. Hay que machacar el hierro cuando está al rojo. Habían zanjado estos asuntos familiares sin que los inte­rrumpiera un solo cliente. La tienda seguía oscura y vacía. Al fondo, los tres dependientes proseguían su tarea entre sibilan­tes cuchicheos. Al fin se presentaron tres señoras y Denise se quedó sola unos instantes. Besó muy compungida al pensar en su pronta separación. El niño, mimoso como un gatito, escondía la cabeza sin decir palabra. Al regresar, la seño­ra Baudu y Geneviéve se admiraron mucho de verlo tan formal y Denise les contó que nunca daba mayor guerra: podía pasar­se días enteros sin despegar los labios, viviendo sólo de caricias. Hasta la hora de comer, las tres estuvieron hablando de la crianza de los niños, del cuidado del hogar y de la vida en París y en provincias, con frases cortas y ambiguas, como parientes que, al no conocerse, se sienten violentas. Jean había salido al umbral de la tienda, y allí seguía, observando con interés la actividad callejera y sonriendo a las muchachas bonitas que pasaban por la acera. Al dar las diez, apareció una sirvienta. Solían almorzar prime­ro Baudu, Geneviéve y el encargado. A las once se servía el segun­do turno, para la señora Baudu y los otros dos dependientes. -¡A comer! -gritó el pañero, volviéndose hacia su sobrina. Y cuando todos estuvieron sentados en el exiguo comedor de la trastienda, llamó al encargado, que no acababa de llegar. -¡Colomban! El joven se disculpó por haberse entretenido colocando las franelas. Era un corpulento muchacho de veinticinco años, cal­moso y zorruno; pese a la expresión honrada del rostro, de boca grande y poco enérgica, tenía unos ojos astuto -¡Cada cosa a su tiempo, qué demonios! -comentaba Baudu mientras, cómodamente instalado, cortaba finas porciones de ternera fría, con mesura y habilidad de patrón, calibrándolas a ojo con una precisión de granatario. Sirvió a todos e, incluso, cortó el pan. Denise, que se había sentado junto a Pépé para cuidar de que comiera con pulcri­tud, se sentía a disgusto en aquella habitación tan sombría; estaba acostumbrada a las amplias estancias de su ciudad de provincias, desnudas y luminosas, y aquel comedor la acongo­jaba. La única ventana daba a un estrecho patio interior, que comunicaba con la calle por el oscuro callejón paralelo a la finca; y aquel patio húmedo y hediondo parecía el fondo de un pozo en el que cayera un redondel de luz turbia. Durante los días invernales, había que tener encendido el gas de la mañana a la noche; y, cuando el tiempo permitía prescindir de él, la habitación resultaba aún más lóbrega. Denise tardó unos ins­tantes en acostumbrar la vista a la penumbra antes de poder distinguir la comida que tenía en el plato. -He aquí un mozo con buen diente -dijo Baudu, al obser­var que Jean ya había dado cuenta de su ración de carne-. Si trabaja igual que come, va a ser todo un hombretón. Pero ¿tú no comes, muchacha? Oye, y ahora que tenemos un ratito para charlar, cuéntame: ¿cómo es que no te has casado en Valognes? Denise, que se disponía a beber, tuvo que soltar el vaso. -¡Pero, tío, qué ocurrencia! ¡Casarme yo! ¿Y los niños? Le parecía una idea tan extravagante que no pudo contener la risa. En cualquier caso, ¿qué hombre se habría fijado en ella, sin un céntimo, tan poquita cosa, y, además, feúcha? No, no se casaría nunca; ya tenía de sobra con dos niños. -Pues te equivocas -le repetía su tío-; una mujer siempre necesita de un hombre a su lado. Si hubieras encontrado a un muchacho cabal, tus hermanos y tú no habrías acabado calle­jeando como gitanos por París. Se interrumpió para proceder, con equitativa parsimonia, al reparto de una fuente de patatas con tocino que había traído la sirvienta. -Fíjate -prosiguió, señalando con la cuchara a Geneviéve y Colomban-: si se da bien la temporada de invierno, estos dos se casarán en primavera. Era ésta la tradición patriarcal de la casa. El fundador, Aristi­de Finet, había concedido la mano de su hija Désirée a Hau­checorne, el encargado; él, Baudu, llegó a la calle de la Micho­diére con siete francos en el bolsillo y se había casado con Elisabeth, la hija de Hauchecorne: y tenía intención de entre­gar, a su vez, a Colomban tanto a su hija, Geneviéve, como su negocio, en cuanto el comercio recuperara la prosperidad. Si había ido posponiendo el matrimonio, convenido tres años antes, era por una escrupulosa y tozuda probidad que le impe­día ceder a su yerno una casa de clientela muy mermada y beneficios dudosos, habiéndola recibido él en plena pujanza. Baudu continuaba hablando: presentó a Colomban, que era de Rambouillet, como el padre de la señora Baudu; de hecho, eran primos, aunque el parentesco fuese bastante lejano. ¡Un muchacho muy trabajador, que llevaba diez años trajinando por la tienda y se había ganado los ascensos a pulso! Y no se trataba de ningún desconocido, su padre era el juerguista de Colomban, un veterinario famoso en toda la región de Seine-­et-Oise, un verdadero artista en lo suyo, pero de carne tan flaca que todo lo gastaba en satisfacerla. -A Dios gracias -concluyó el pañero-, aunque el padre sea putañero y bebedor, aquí el hijo ha aprendido lo que vale el dinero. Mientras su tío hablaba, Denise observaba atentamente a Colomban y a Geneviéve. Estaban sentados uno junto al otro, pero muy sosegados, sin un rubor, sin una sonrisa. Desde el día en que entró en la tienda, el joven contaba con aquel matrimonio. Había pasado por todas las etapas: aprendiz y dependiente a sueldo, hasta llegar por fin a compartir las con­fidencias y los acontecimientos dichosos de la familia, sin demostrar jamás impaciencia alguna, ordenando su vida con la precisión de un reloj y viendo en Geneviéve un negocio excelente v honrado. La certidumbre de saberla suya le impe­día desearla. También la muchacha se había acostumbrado a quererlo, pero con la seriedad propia de su carácter reserva­do, sintiendo por él una profunda pasión cuya existencia ni siquiera sospechaba, inmersa en la insípida y metódica rutina de su existencia. -Cuando dos se gustan y pueden... -comentó Denise, son­riente, sintiéndose en la obligación de mostrarse amable. -Sí, por ahí se acaba siempre -repuso Colomban, que hasta entonces no había pronunciado palabra y masticaba calmosa­mente. Geneviéve se quedó mirándolo v dijo, a su vez: -Lo primero es ponerse de acuerdo; luego todo cae por su propio peso. Su mutuo afecto había crecido en aquel bajo del viejo París. Era como una flor de sótano. Geneviéve llevaba diez años viendo a Colomban a todas horas; pasaba día tras día a su vera, detrás de los mismos paños apilados, en las tenebrosas profundidades de la tienda; día tras día y noche tras noche, ambos se sentaban codo con codo en el frescor de pozo del exiguo comedor. Ni siquiera en pleno campo, perdidos entre las frondas, habrían estado más ocultos. Hasta que no se presentase una duda, una celosa sospecha, no había de descubrir la joven que, en aquella cómplice penumbra, se había entregado para siempre, sólo por vacío de corazón y hastío de pensamiento. A Denise, sin embargo, le había parecido leer en los ojos de Geneviéve, fijos en Colomban, una incipiente inquietud. Aña­dió, pues, con tono afable: -¡Bah! Cuando una pareja se quiere, siempre se llega a un acuerdo. Baudu seguía presidiendo la mesa con autoridad. Había repartido unas delgadas lonchas de queso de Brie y, para agasa­jar a sus sobrinos, pidió otro postre, un tarro de confitura de grosellas; el derroche pareció sorprender a Colomban. Pépé, que hasta entonces había estado muy formal, perdió la com­postura al ver el dulce. Jean, muy interesado por las alusiones al matrimonio, observaba sin disimulo a la prima Geneviéve, a su juicio demasiado lánguida y pálida en exceso, comparándo­la en su fuero interno con un conejito blanco, de orejas negras y ojos rojos. -¡Ya está bien de cháchara; dejemos que coman los demás! -zanjó el pañero, dando la señal de levantarse de la mesa-. Que nos hayamos permitido un extraordinario no nos autoriza a abusar de todo. La señora Baudu y los otros dos dependientes se sentaron a la mesa. Denise volvió a quedarse sola, sentada junto a la puer­ta, a la espera de que su tío pudiera acompañarla a ver a Vinçard. Pépé jugaba a sus pies, y Jean había vuelto a su puesto de observación del umbral. Y estuvo casi una hora intentando interesarse por cuanto sucedía a su alrededor. Muy de tarde en tarde, entraba alguna cliente: primero una señora, y luego otras dos. En la tienda seguía habiendo un olor a viejo y una semipenumbra que eran como el llanto con que penaba por su abandono todo el comercio tradicional, bonachón y sencillo. Pero lo que realmente despertaba en ella un apasionado inte­rés era, en la acera de enfrente, El Paraíso de las Damas, cuyos escaparates alcanzaba a ver a través de la puerta abierta. El cielo seguía cubierto y, pese a la estación en que estaban, un hálito tibio de lluvia suavizaba el aire; entre aquella luz blanca, en la que flotaba algo así como un difuso polvillo de sol, los grandes almacenes, en plena venta, parecían cobrar vida. A Denise le parecieron entonces como una máquina que funcionase a toda potencia y cuyo tráfago hiciese retumbar hasta los escaparates. Estos ya no resultaban fríos como por la mañana, sino que parecía que el traqueteo interior los caldea­ba y los hacía vibrar. La gente los contemplaba: muchas muje­res, que se detenían y se apiñaban ante las lunas; todo un gen­tío de brutal avidez. Y la apasionada excitación que reinaba en la acera infundía vida a los tejidos: los encajes tremolaban y volvían, luego, a caer para ocultar las profundidades de los almacenes con inquietantes aires de misterio; incluso las pie­zas de paño, gruesas y cuadradas, respiraban, exhalando un aliento cargado de tentaciones, mientras los paletós parecían ceñirse aún más a las curvas de unos maniquíes aparentemen­te dotados de hálito vital; y el abrigo de terciopelo se ahueca­ba, cálido y dúctil, como si cubriera unos hombros de carne y hueso y notase el palpitar del pecho y el contoneo de las cade­ras. Pero aquel bochorno de fábrica, que ardía en todo el esta­blecimiento, procedía sobre todo de la venta, del ajetreo de las secciones, perceptible incluso más allá de las paredes. Se oía allí un continuo ronroneo de máquina en pleno funcio­namiento; el trajín de las hornadas de compradoras, que se agolpaban en todos los departamentos, a las que aturdía la abundancia de mercancías; a las que enviaban, por fin, sin miramientos, a las cajas. Y todo bien regulado, rigurosamente organizado, como un mecanismo de precisión ajustado para hacer circular por potentes y lógicos engranajes a esa muche­dumbre de mujeres. Denise llevaba padeciendo aquella tentación desde por la mañana. Esos almacenes, que tan grandes se le antojaban, en los que, en sólo una hora, entraba más gente de la que compraba en Casa Cornaille en seis meses, la desasosegaban y la atraían; y, tras aquel deseo de visitarlos también ella, se insi­nuaba un temor inconcreto que los hacía aún más seductores. Al tiempo, la tienda de su tío le causaba una sensación de malestar. Experimentaba un desprecio irracional, una repulsión instintiva por aquel gélido reducto del comercio tradicio­nal. Todas las sensaciones del día, la inquietud de la llegada, la agria acogida de la familia, el lúgubre almuerzo en aquella penumbra de mazmorra, la espera en medio de la aletargada soledad del viejo edificio agonizante, se resumían en una pro­testa sorda, en una apasionada necesidad de vida y de luz. Y, aunque tenía buen corazón, los ojos se le iban una y otra vez hacia El Paraíso de las Damas, como si la dependiente que lle­vaba dentro necesitara reconfortarse al calor de aquella venta descomunal. -Los de enfrente sí que no pueden quejarse de público­comentó sin querer. Pero se arrepintió de aquellas palabras, al darse cuenta de que tenía al lado a los Baudu. La señora Baudu, que había regresado de almorzar, permanecía de pie, blanquísima, con los ojos blancos clavados en el monstruo; y, aunque resigna­da, cada vez que lo veía, cada vez que su mirada se topaba con él, al otro lado de la calle, no podía evitar que una muda desesperación le hinchase los párpados de lágrimas. Gene­viéve, por su parte, vigilaba con creciente inquietud a Colomban quien, ignorante de aquel acecho, alzaba la vista para contemplar extasiado a las dependientes de la sección de confecciones, cuyos mostradores se divisaban a través de las lunas de la entreplanta. Baudu, con la bilis subida, replicó tan sólo: -No es oro todo lo que reluce. ¡Paciencia! Estaba claro que toda la familia se esforzaba por contener las oleadas de rencor que les atenazaban la garganta. El amor pro­pio les impedía explayarse de buenas a primeras con los jóve­nes recién llegados. Al fin, el pañero logró reunir fuerzas para dar la espalda al espectáculo de la venta de enfrente. -Bueno -dijo-, vamos a ver a Vinçard. Estos puestos están muy solicitados y mañana podría ser demasiado tarde. Antes de salir, dio orden al dependiente de que fuera a la estación a recoger el baúl de Denise. Ésta dejó a Pépé a cargo de la señora Baudu, quien, por su parte, decidió que aprove­charía algún rato libre para llevarlo a casa de la señora Gras, en la callejuela de Les Orties, para hablar el asunto y arreglarse con ella. Jean prometió a su hermana que no se movería de la tienda. -Será cosa de dos minutos -explicaba Baudu, mientras iba calle de Gaillon abajo con su sobrina-. Vinçard se ha especiali­zado en sedería y todavía hace negocio. Cierto es que tiene difi­cultades, como todo el mundo, pero el muy zorro consigue lle­gar a fin de mes de puro agarrado... Y, aun así, tengo entendido que quiere retirarse por el reuma. La tienda se encontraba en la calle Neuve-des-Petits­Champs, muy cerca del pasaje de Choiseul. Era un local limpio y luminoso, lujosamente decorado al gusto más moderno, aun­que no por ello dejaba de ser pequeño y estar poco surtido. Baudu y Denise encontraron a Vinçard charlando animadamente con dos señores. -Sigan ustedes -exclamó el pañero-, que no tenemos prisa; esperaremos. Regresó junto a la puerta por discreción y, hablándole al oído a su sobrina, añadió: -El más flaco es segundo encargado en la sedería de El Paraíso, y el gordo es un fabricante de Lyón. Denise se dio cuenta de que Vinçard animaba a Robineau, el dependiente de El Paraíso de las Damas, con la intención de traspasarle la tienda. Con expresión sincera y abierta, le daba su palabra de honor, con la facilidad de un hombre que no se arredra ante los juramentos. Aquel negocio era, según él, una mina de oro; y, pese a que se lo veía rebosante de salud, se inte­rrumpía de vez en cuando para quejarse de aquellos condena­dos dolores que le iban a impedir hacerse rico. Pero Robineau, nervioso e indeciso, lo cortaba, perdiendo la paciencia: bien sabía él por qué crisis estaba pasando el comercio de noveda­des. Y citaba el caso de otro especialista en sedería con el que había acabado la proximidad de El Paraíso. Vinçard, cada vez más vehemente, acabó por alzar la voz. -¡Acabáramos! Estaba escrito que ese pánfilo de Vabre ter­minaría cayendo. Todo lo que ganaba se lo gastaba la mujer... Y, además, este local está a más de quinientos metros de El Paraíso, mientras que Vabre estaba puerta con puerta. Gaujean, el fabricante de sedas, metió entonces baza en la conversación y el tono de las voces volvió a bajar. Acusaba a los grandes almacenes de estar arruinando a los fabricantes fran­ceses. Había tres o cuatro que les imponían su ley, que campa­ban a sus anchas en el mercado; y dio a entender que el único modo de combatirlos era favorecer a los pequeños comercian­tes, a los especialistas, que eran quienes realmente tenían futu­ro. Por todo lo cual, estaba dispuesto a concederle amplísimos créditos a Robineau. -¡Fíjese en cómo se han portado con usted en El Paraíso! -repetía-. ¡Ni la más mínima consideración por los servicios prestados! ¡Son como máquinas de explotar a la gente!... Le habían prometido el puesto de encargado hace mucho tiem­po. Y entonces llega Bouthemont, de fuera y sin mérito alguno que alegar, y se lo conceden a él sin más. Robineau todavía tenía abierta la herida de aquella injusti­cia. Sin embargo, no se decidía a establecerse por su cuenta; alegaba que el dinero no era suyo, sino de su mujer, que había heredado sesenta mil francos; los escrúpulos le impedían recurrir a dicha suma; afirmaba que antes se dejaría cortar ambas manos que arriesgarla en un negocio que pudiera salir mal. -No, no acabo de decidirme -concluyó, al fin-. Déjeme algún tiempo para pensarlo; ya trataremos el asunto más ade­lante. -Como guste -respondió Vinçard afablemente, intentando disimular el chasco-. Yo no tengo el menor interés en vender. Si no fuera por estos dolores... Y, volviendo al centro del local, añadió: -¿Qué se le ofrece, señor Baudu? El pañero, que había estado aguzando el oído, presentó a Denise, contó lo sucedido a su manera, y dijo que la joven había trabajado dos años en provincias. -Ycomo me han dicho que buscaba usted una buena depen­diente... Vinçard hizo gala de una profunda desesperación: -¡Vaya, también es mala suerte! En verdad que llevo ocho días buscando una dependiente, pero no hace ni dos horas que acabo de contratar a una. Se produjo un silencio. Denise parecía consternada. Enton­ces, Robineau, que la observaba muy interesado, enternecido sin duda por su apariencia humilde, se permitió proporcionar­le una información: -Sé que en nuestra sección de confecciones hace falta alguien. Baudu no pudo impedir que la protesta le saliera del alma: -¡Con ustedes! ¡Ni hablar! Pero, a continuación, se sintió muy violento. Denise en cam­bio se había puesto muy roja: entrar ella en aquellos almace­nes, ¡qué osadía! Y sólo de imaginárselo, se llenaba de orgullo. -¿Por qué dice eso? -replicó Robineau, sorprendido-. Se equivoca; sería una gran oportunidad para la señorita... Le aconsejo que vaya mañana a primera hora a ver a la señora Aurélie, la encargada. Lo peor que le puede pasar es que no la cojan. El pañero intentó disimular su rebeldía interior con ambi­guos comentarios: conocía a la señora Aurélie, o al menos a su marido, el cajero Lhomme, un hombre grueso al que un ómni­bus había amputado un brazo. Y, de pronto, refiriéndose de nuevo a Denise, añadió: -Pero yo no digo nada; la verdad es que es cosa suya. Tiene total libertad. Dicho lo cual, se despidió de Gaujean y de Robineau y salió del establecimiento. Vinçard lo acompañó hasta la puerta, repitiéndole cuánto lamentaba no haber podido serle útil. Denise se había quedado en medio de la tienda, cohibida, deseando pedir más detalles al dependiente de El Paraíso. Pero no se atrevió, y se limitó a despedirse a su vez, diciendo: -Gracias, caballero. Cuando se reunió con su tío en la acera, éste ni siquiera le dirigió la palabra. Andaba muy deprisa, obligándola a correr, como si lo arrastraran sus propias reflexiones. Al llegar a la calle de la Michodiére, se disponía a entrar en su local cuando un comerciante vecino, de pie en la puerta de su establecimiento, le hizo una seña para que se acercara. Denise se quedó esperándolo. -¿Qué sucede, tío Bourras? -preguntó el pañero. Bourras eran un fornido anciano con barbas y melena de profeta y penetrante mirada bajo la espesa maraña de las cejas. Regentaba una tienda de bastones y paraguas, los arreglaba e, incluso, tallaba los puños, lo que le había valido, en el barrio, fama de artista. Denise miró de reojo los bastones y paraguas alineados ordenadamente en los escaparates de la tienda, pero lo que más la sorprendió, al levantar la vista, fue el propio edifi­cio: una casa de dos plantas, achaparrada y ruinosa, encajada entre El Paraíso de las Damas y una mansión Luis XIV, cuya presencia en aquel hueco angosto resultaba inexplicable. De no haber sido por los apoyos que la sustentaban a izquierda y derecha, todo el edificio, desde el tejado de pizarras podridas y combadas hasta la fachada de dos ventanas, surcada de grietas como costurones, y el rótulo de madera carcomida cubierto de manchas de orín, se habría venido abajo. -¿Sabía usted que le ha mandado una carta a mi casero proponiéndole que le venda el edificio? -dijo Bourras al pañero, clavándole las brasas de los ojos. Baudu se puso aún más pálido y se le encorvaron los hom­bros. Ambos quedaron en silencio, frente a frente, con expre­sión absorta­ -Uno ya se espera cualquier cosa -murmuró al fin. Entonces el anciano dio rienda suelta a su ira, sacudiendo la melena y la barba de dios fluvial. -¡Que compre la casa y que pague por ella cuatro veces más de lo que vale! Pero le juro que, mientras yo viva, no consegui­rá ni una piedra de ella. Todavía me quedan doce años de arrendamiento... ¡Ya veremos, ya! Aquello era una declaración de guerra. Bourras se volvía hacia El Paraíso de las Damas, cuyo nombre no habían pro­nunciado ninguno de los dos hombres. Baudu estuvo un rato meneando la cabeza en silencio y, al cabo, cruzó la calle para volver a su casa, con paso vacilante, repitiendo una y otra vez: -¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! Denise, que había estado escuchando, lo siguió. En aquel momento, apareció también la señora Baudu con Pépé y anun­ció de inmediato que la señora Gras estaba dispuesta a hacerse cargo del niño en cuanto así lo decidieran. Pero Jean acababa de desaparecer, y su hermana empezó a preocuparse. Cuando el muchacho regresó, con expresión animada y hablando, entusiasmado, del bulevar, ella lo miró con tanta tristeza que Jean se ruborizó. El baúl ya estaba allí, y se dispuso que los tres hermanos durmieran arriba, en el sotabanco -Por cierto, ¿qué tal con Vinçard? -preguntó la señora Baudu. El pañero contó que había sido un trámite inútil; añadió que le habían hablado a su sobrina de una vacante. Y, extendiendo el brazo hacia El Paraíso de las Damas, con despectivo ademán, espetó: -¡Ahí, precisamente! Toda la familia quedó muy dolida. El primer turno para la cena era a las cinco. Denise y los dos chicos volvieron a sentarse en torno a la mesa, junto con Baudu, Geneviéve y Colomban. Una luz de gas iluminaba el estrecho comedor, agobiante de olor a comida. Cenaron todos en silencio. Pero, al servir el pos­tre, la señora Baudu no pudo contenerse más y dejó la tienda para ir a sentarse detrás de su sobrina. Y, entonces, la tormenta que llevaban refrenando desde por la mañana estalló por fin, y todos, para desahogarse, se ensañaron con el monstruo. -Es cosa tuya, eres completamente libre -repitió, al princi­pio, Baudu-. Nosotros no queremos influir en tus decisiones. Pero... ¡si tú supieras qué sitio! Con frases entrecortadas, narró la historia de aquel Octave Mouret. ¡Qué suerte había tenido! Un muchacho provenzal que se había plantado en París, sin más armas que la gentil osa­día de los aventureros; que no esperó ni un día para meterse en líos de faldas, explotando a una mujer tras otra, hasta que lo sorprendieron con las manos en la masa, un escándalo que todavía daba que hablar en el barrio; y luego, de forma tan inesperada como inexplicable, logró conquistar a la señora Hédouin, que puso en sus manos El Paraíso de las Damas. -¡Pobre Caroline! -interrumpió la señora Baudu-. Éramos parientes lejanas. ¡Ay, si viviera todo sería muy distinto! No con­sentiría que nos asesinaran... Y fue él quien la mató. ¡Claro, tanto meterse en obras! Una mañana que fue ella a verlas, se cayó en una zanja y, a los tres días, falleció. ¡Una mujer que nunca había estado enferma, tan saludable, tan hermosa! Las piedras de ese edificio se han levantado sobre su sangre. A través de las paredes, señalaba los grandes almacenes con mano pálida y trémula. Denise, que escuchaba como quien escu­cha un cuento de hadas, se estremeció levemente. Quizá la causa de aquel miedo que sentía, desde por la mañana, agazapado tras la tentación, se debía a la sangre de aquella mujer, que ahora le parecía estar viendo entre el mortero rojo de los cimientos. -Y parece que le trae buena suerte -añadió la señora Baudu, sin nombrar a Mouret. Pero el pañero se encogió de hombros, manifestando su des­precio por aquellas fábulas de ama de cría. Prosiguió su histo­ria, explicó la situación desde el punto de vista comercial. El Paraíso de las Damas lo habían fundado, en 1822, los herma­nos Deleuze. Al morir el mayor, su hija Caroline contrajo matri­monio con un fabricante de tejidos llamado Charles Hédouin; y, más adelante, después de quedarse viuda, volvió a casarse con el Mouret aquel, convirtiéndolo en copropietario de la mitad del negocio. Tres meses después de la boda, el tío Deleu­ze falleció sin hijos, de modo que, cuando Caroline se dejó la vida en los cimientos del edificio, el dichoso Mouret resultó ser el único heredero, el propietario único de El Paraíso de las Damas. ¡Qué suerte había tenido! -¡Siempre está inventando algo; un liante de lo más peligro­so, que pondrá el barrio patas arriba si nadie se lo impide! -prosiguió Baudu-. Yo creo que Caroline, que también era algo fantasiosa, se dejó embaucar con los proyectos extravagan­tes del señorito... Total, que la convenció para que comprara el edificio de la izquierda, primero, y, luego, el de la derecha; y, en cuanto se quedó solo, compró otros dos; de modo que la tienda empezó a crecer cada vez más. ¡Tanto que ahora amena­za con tragarnos a todos! Aunque hablaba dirigiéndose a Denise, en realidad lo hacía consigo mismo, llevado por la necesidad febril de aliviarse remachando aquella historia que lo tenía obsesionado. El era el bilioso de la familia, el violento, siempre con los puños apre­tados. La señora Baudu ya no decía nada; se había quedado quieta en su silla. Geneviéve y Colomban, con la mirada baja, recogían y se llevaban a la boca distraídamente las migajas de pan de la cena. El exiguo cuarto resultaba tan caluroso y ago­biante que Pépé se había quedado dormido encima de la mesa y al propio Jean le costaba mantener los ojos abiertos. -¡Paciencia! -añadió Baudu, súbitamente encolerizado-. ¡Los oportunistas siempre acaban cayendo! Sé de buena tinta que Mouret está pasando una crisis. Ha invertido todos los beneficios en esa locura por ampliar y anunciarse. Y, además, para conseguir capital, no se le ha ocurrido mejor idea que convencer a la mayoría de sus empleados de que participen en el negocio y metan dinero en él. Así que ahora mismo está sin un céntimo y, a menos que suceda un milagro, a menos que consiga triplicar el volumen de ventas, tal y como tiene previsto, ¡ya veréis qué desastre!... ¡Vaya, creo que no soy mala perso­na; pero, cuando llegue ese día, os juro que pienso celebrarlo a lo grande! Siguió hablando con vengativo acento, como si la quiebra de El Paraíso de las Damas fuera a reparar la comprometida digni­dad del comercio. Pero ¿dónde se había visto una tienda de novedades en la que vendieran de todo? ¡Aquello no era más que un bazar! ¡Y el personal tampoco se quedaba atrás: una panda de jovenzuelos que más parecían mozos de estación, que baqueteaban la mercancía y a la clientela como si fueran fardos, que se despedían o se dejaban despedir por un quítame allá esas pajas, sin el menor cariño por la casa, sin tradición ni arte! Y, de pronto, puso a Colomban de ejemplo y recabó su testimonio. Él sí que había tenido un aprendizaje cabal y sabía el largo pero infalible proceso que permitía dominar todas las sutilezas y artimañas del oficio. El arte no consistía en vender mucho, sino en vender caro. Y también podía contar cómo lo habían tratado, como a uno más de la familia, atendiéndolo cuando caía enfermo, lavándole y zurciéndole la ropa, rodeán­dolo de cuidados paternales y, en definitiva, de cariño, ¡qué caramba! -Ya lo creo -asentía Colomban tras cada exclamación del dueño. -Y tú eres el último, hijo mío -concluyó Baudu, enterneci­do-. Después de hacerte, rompieron el molde... Tú eres mi único consuelo, pues si lo que ahora llaman comercio es esta especie de atropello, yo ya no entiendo nada y casi prefiero retirarme. Geneviéve miraba al sonriente encargado, con la cabeza inclinada hacia un hombro, como si la densa cabellera negra fuera demasiado pesada para aquella frente pálida; y había en sus ojos una sospecha, un deseo de saber si Colomban no ocul­taba algún secreto remordimiento que lo hiciera sonrojarse al oír tales elogios. Pero él, como hombre ya ducho en los fingi­mientos del comercio tradicional, conservaba su plácido aplo­mo, su expresión bonachona y el habitual rictus de astucia en los labios. Entre tanto, Baudu alzaba cada vez más el tono, arremetien­do contra los excesos de los de enfrente, aquellos salvajes a quienes acusaba, incluso, de destrozarse entre sí en aquella lucha por la vida hasta acabar con la propia institución fami­liar. Y citaba el ejemplo de sus vecinos del campo, los Lhomme, un matrimonio con un hijo, que trabajaban los tres en aquel antro y no tenían vida hogareña. Siempre fuera de casa. Sólo comían juntos los domingos. ¡Aquello era como vivir de pen­sión, qué caramba! Bien sabía él que el comedor de su casa no era muy amplio, que incluso se echaba en falta que fuese algo más luminoso y estuviese mejor ventilado; pero, por lo menos, allí cabía toda su vida y allí había vivido rodeado del afecto de los suyos. Mientras hablaba, iba recorriendo con los ojos la estrecha habitación; y, aunque no lo dijese, se estremecía sólo de pensar que aquellos salvajes podrían acabar del todo algún día con su negocio y desalojarlo de aquel refugio donde se sen­tía tan abrigado entre su mujer y su hija. Aunque aparentaba gran seguridad en sí mismo cuando pronosticaba la derrota final de Mouret, lo embargaba el terror, en su fuero interno, pues sentía cómo iba progresando aquella invasión del barrio que lo consumía poco a poco. -No te cuento todo esto para desanimarte -añadió, esfor­zándose por mantener la calma-. Si tú consideras que te con­viene trabajar en ese sitio, yo seré el primero en decirte: «Ade­lante». -De eso estoy segura, tío -murmuró Denise, aturdida y cada vez más deseosa, en medio de aquella tempestad de pasiones, de trabajar en El Paraíso de las Damas. Baudu, de codos en la mesa, la agobiaba con la mirada. -Pero, vamos a ver, tú que eres del gremio, dime si no es una locura que en una tienda de novedades se venda de todo. Antes, cuando el comercio era cosa de gente honrada, la espe­cialidad de novedades sólo abarcaba los tejidos, y punto. Hoy en día, esos comercios no piensan más que en pisotear a los vecinos y quedarse con todo... Y de eso se queja el barrio, por­que las tiendas pequeñas empiezan a acusar seriamente el golpe. Ese Mouret las está arruinando... Bédoré Hermanos, sin ir más lejos, la calcetería de la calle de Gaillon, ya se ha queda­do sin la mitad de la clientela. La señorita Tatin, la lencera del pasaje de Choiseul, no ha tenido más remedio que empezar a bajar precios, a ver quién vende más barato. Es como una epi­demia, una peste que se ha extendido hasta la calle Neuve-des­Petits-Champs; me han dicho que la peletería de los hermanos Vanpouille no puede aguantar ya mucho... ¿Qué te parece? ¡Los horteras metidos a vender pieles, parece cosa de guasa! ¡Otra idea genial de Mouret! -¿Qué me dices de los guantes? -preguntó la señora Baudu-. ¿No es una monstruosidad? ¡Se ha atrevido a abrir una sección de guantes!... Ayer, cuando pasaba por la calle Neuve-Saint-Augustin, vi a Quinette en la puerta de la tienda, con una cara tan triste que no me atreví a preguntarle cómo iba el negocio. -¡Y los paraguas! -prosiguió Baudu-. ¡Eso ya es el colmo! Bourras está convencido de que Mouret lo ha hecho única­mente para hundirlo; y es que ¿a santo de qué viene juntar los paraguas con las telas?... Pero Bourras tiene buen aguante, no dejará que le pongan la soga al cuello. Ya llegará el día en que nosotros riamos mejor. Continuó citando a otros comerciantes; pasó revista a todo el barrio. A veces se le escapaba alguna confesión: si Vinçard estaba pensando en vender, ya podían todos empezar a echar el cierre, porque Vinçard era como las ratas, que abandonan el barco antes de que se hunda. Pero, acto seguido, desmentía aquellos temores, soñaba con formar una alianza, una coali­ción de todos los pequeños comerciantes para plantarle cara al coloso. Llevaba un rato sin decidirse a hablar de sí mismo, y le temblaban las manos mientras un tic nervioso le torcía la boca. Por fin se resolvió: -Yo, hasta ahora, no tengo grandes motivos de queja. ¡Claro está que el muy sinvergüenza me ha perjudicado! Pero de momento sólo trabaja los paños de señora, paños ligeros para vestidos, y otros más gruesos, para abrigos. Pero el público sigue comprando aquí los artículos de caballero, las panas de cazador, las libreas; por no hablar de las franelas y los muleto­nes, un surtido completísimo con el que me atrevo a desafiar a cualquiera... Pero no deja de pincharme, piensa que puede hacer que me dé un berrinche poniéndome la sección de pañería delante de las narices. Ya habrás visto el escaparate, ¿no? Siempre coloca ahí las mejores confecciones, y, de telón de fondo, pone piezas de paño, un auténtico desfile de saltim­banquis para seducir a las mujeres fáciles... ¡A un hombre hon­rado se le caería la cara de vergüenza antes que recurrir a semejantes artimañas! El Viejo Elbeuf es famoso desde hace casi cien años y nunca tuvo necesidad de recurrir a semejantes engañabobos. ¡Mientras yo viva, la tienda seguirá estando tal y como la heredé, con sus cuatro piezas de muestra, a izquier­da y derecha, ni una más ni una menos! El resto de la familia se iba contagiando de la emoción de Baudu. Hubo un silencio, tras el cual Geneviéve se atrevió a tomar la palabra: -La clientela nos aprecia, papá. No hay que desesperar... Hoy mismo han estado aquí la señora Desforges y la señora De Boves; y la señora Marty quedó en venir para ver unas franelas. -Yo despaché ayer un encargo de la señora Bourdelais -afir­mó Colomban-. Aunque bien es cierto que también me pre­guntó por un cheviot inglés que, enfrente, cuesta medio franco más barato y, según dice, es igual al que tenemos nosotros. -¡Y pensar -murmuró la señora Baudu, con su voz cansada­ que nosotros conocimos la tienda cuando era tan pequeña como un pañuelo! Créeme, querida Denise, cuando los Deleuze la inauguraron no tenía más que un escaparate en la calle Neuve-Saint-Augustin, que más bien parecía una fresquera, y en el que costaba trabajo meter un par de piezas de indiana y tres de calicó. Aquello era un cuchitril en el que no podía una ni revolverse... Por aquel entonces, El Viejo Elbeuf, que existía desde hacía más de sesenta años, ya estaba tal y como lo ves ahora... ¡Ay, cómo han cambiado las tornas, cómo han cambiado! Movía la cabeza mientras decía, despacio, aquellas palabras que reflejaban todo el drama de su vida. Había nacido en El Viejo Elbeuf, amaba todas y cada una de las húmedas piedras de aquel local, vivía únicamente por y para él; orgullosísima, antaño, de su tienda, la más boyante, la mejor surtida de todo el barrio, padecía ahora el prolongado sufrimiento de ver cómo prosperaba la casa rival, desdeñada al principio, luego pareja en importancia y, por último, pletórica y amenazadora. Le dolía la situación como una llaga siempre abierta; la hería de muerte la humillación de El Viejo Elbeuf, al igual que éste, seguía viviendo por inercia, aunque sabía que la agonía de la tienda era también la suya y que ella se extinguiría el día en que el comercio tuviese que cerrar. Reinó el silencio. Baudu tocaba retreta con los dedos sobre el hule de la mesa. Se sentía cansado, casi arrepentido, tras aquel nuevo desahogo. Los otros miembros de la familia, tan abatidos como él, continuaban rumiando las amarguras de su vida, con la mirada perdida en el vacío. jamás les había sonreí­do la fortuna. Cuando los hijos ya estaban criados y parecía que, por fin, iban a alcanzarla, la competencia los empujaba de repente a la ruina. Todavía les quedaba la casa de Rambouillet, la finca a la que el pañero llevaba diez años soñando con reti­rarse: una verdadera ganga, a su entender, un viejo caserón que requería continuas reparaciones y que se había resignado a alquilar, aunque los inquilinos nunca le pagaban la renta. En ella se estaba gastando sus postreras ganancias, era el único vicio que le había consentido su meticulosa probidad, obstina­damente aferrada a las viejas costumbres. -¡Bueno! -exclamó de pronto-. Hay que dejar el sitio libre a los demás... ¡Ya está bien de palabras inútiles! Fue como un despertar. La lámpara de gas silbaba en el aire muerto y recalentado de la reducida habitación. Todos se levantaron, sobresaltados, quebrando el melancólico silencio. Sólo Pépé siguió dormido, tan profundamente que decidieron echarlo encima de unas piezas de muletón. Jean había vuelto, bostezando, a la puerta de la calle. -Para terminar, sólo te digo que hagas lo que quieras -volvió a repetirle Baudu a su sobrina-. Nosotros te contamos cómo están las cosas, y nada más... Pero tú eres quien decide lo que tienes que hacer. La atosigaba con los ojos, esperando una respuesta definiti­va. Denise, cuya fascinación por El Paraíso de las Damas no sólo no se había desvanecido después de oír aquellas historias, sino que se había acrecentado, mantuvo su plácida y dulce expresión, reflejo, en el fondo, de su firme voluntad de nor­manda, y se limitó a responder: -Ya veremos, tío. Luego dijo que ella y los niños subirían a acostarse tempra­no, porque estaban muy cansados los tres. Pero, como eran apenas las seis de la tarde, consintió en volver a la tienda un ratito más. Ya era noche cerrada; una lluvia fina y prieta, que había empezado a caer al ponerse el sol, empapaba la calle oscura. Denise se quedó muy sorprendida de que, en tan poco tiempo, el suelo estuviese ya sembrado de charcos, los arroyos cargados de agua sucia y las aceras manchadas de barro espeso y pisoteado; a través de la pertinaz llovizna sólo se veía ya un confuso desfile de paraguas, que chocaban entre sí y se ahueca­ban como amplias alas negras que cruzasen por las tinieblas. El primer instinto de Denise fue retroceder, sobrecogida de frío, aún más acongojada ante el aspecto lúgubre que cobraba, a aquella hora, la mal iluminada tienda. Desde la calle entraba un soplo húmedo, el hálito del viejo barrio: diríase que el goteo de los paraguas llegaba hasta los mostradores; que la cal­zada, salpicada de charcos y barro, se metía en el vetusto local, blanco de salitre, y acababa de enmohecerlo. Al contemplar aquel París viejo y húmedo, tiritaba, sorprendida y consternada al ver que la gran ciudad era tan fría y tan fea. Entretanto, al otro lado de la calzada, se encendían las largas filas de lámparas de gas de El Paraíso de las Damas. Denise se acercó, cediendo de nuevo a la atracción de aquel foco de ardiente luz, notando casi que la hacía entrar en calor. Seguía retumbando la máquina, activa aún, y soltaba el vapor, con un último resoplido, mientras los dependientes recogían las telas y los cajeros calculaban la recaudación. A través de los cristales empañados se adivinaba un confuso hormigueo de luces y sombras, el desdibujado recinto de una fábrica. Tras la cortina de agua que caía del cielo, aquella aparición distante v borrosa tomaba la apariencia de una gigantesca sala de máquinas por la que cruzaban las negras siluetas de los fogoneros, recortadas sobre el rojo resplandor de las calderas. En los difuminados escaparates ya no se distinguía, desde aquella acera, sino la nieve de los encajes, que, bajo la luz de los globos esmerilados de una hilera de lámparas de gas, parecían aún más blancos; y, sobre aquel fondo de capilla, las confecciones destacaban, rotundas; el largo abrigo de terciopelo guarnecido de zorro plateado dibujaba el airoso perfil de una mujer sin cabeza que se apresurase bajo la lluvia, camino de alguna fiesta, entre las misteriosas tinieblas de París. Denise, sucumbiendo a la seducción, se había acercado a la puerta, sin importarle que la empapase el salpicar de las gotas de lluvia. En aquellas horas nocturnas, El Paraíso de las Damas, con su resplandor de horno, vencía sus últimas reticencias y se apoderaba de ella por completo. En aquella gran urbe, oscura y silenciosa bajo la lluvia, en aquel París del que nada conocía, los almacenes brillaban como un faro, como si en ellos se con­centrasen toda la luz, toda la vida de la ciudad. Y en ellos imagi­naba Denise su futuro, criando trabajosamente a sus niños; y soñaba también muchas otras cosas, no sabía exactamente cuá­les, cosas lejanas que ansiaba y temía al tiempo y la hacían estremecerse. Recordó a la mujer muerta en los cimientos y sintió miedo, le pareció que las manchas de luz chorreaban sangre; pero la apaciguó la blancura de los encajes; el corazón se le llenó de esperanza y de una certidumbre de dicha, en tanto que un polvillo de gotitas diminutas llegaba por los aires a refrescarle las manos y calmarle la excitación del viaje. -Ahí está Bourras -dijo una voz a sus espaldas. Se asomó y pudo ver a Bourras, parado, al final de la calle, delante del escaparate en el que aquella mañana le había lla­mado la atención a Denise una ingeniosa presentación de paraguas y bastones. El fornido anciano había cruzado sigilosa­mente las sombras para llenarse los ojos con aquella triunfal exhibición; y, pintado el dolor en el rostro, ni siquiera sentía la lluvia que le golpeaba la cabeza descubierta y le chorreaba por la melena blanca. -Ese majadero se va a poner malo -comentó la voz. Denise se dio la vuelta y vio que los Baudu estaban otra vez detrás de ella. Siempre volvían al mismo sitio, a pesar suyo, al igual que Bourras, al que llamaban majadero, para contemplar el espectáculo que les desgarraba el corazón, como si tuviesen una rabiosa necesidad de sufrir. Geneviéve, muy pálida, se ha­bía percatado de que Colomban miraba las siluetas de las de­pendientes a través de las lunas de la entreplanta; y, mien­tras Baudu se ahogaba de rencor contenido, los ojos de la señora Baudu se iban llenando de silenciosas lágrimas. -Vas a ir mañana, ¿verdad? -preguntó, al fin, el pañero, que ya no podía aguantar el tormento de la incertidumbre y sabía, por lo demás, que también su sobrina había sucumbido. Denise titubeó y, luego, respondió con dulzura: -Sí, tío, a menos que me diga que le doy un disgusto muy grande. II Al día siguiente, a las siete y media, estaba Denise delante de El Paraíso de las Damas. Quería presentarse a solicitar el puesto antes de acompañar a Jean a casa de su maestro, que vivía lejos, en la parte alta del faubourg de Le Temple. Pero, como estaba acostumbrada a madrugar, había ido demasiado temprano: apenas si estaban empezando a llegar los dependientes; y, temiendo hacer el ridículo, presa de timidez, se quedó un rato a pie firme en la plaza de Gaillon. Soplaba un viento frío que ya había oreado los adoquines. En la pálida claridad de amanecer que caía del cielo cenicien­to, los dependientes, a los que aquel escalofrío primero del invierno había cogido por sorpresa, salían con paso rápido de todas las bocacalles con el cuello del gabán levantado y las manos metidas en los bolsillos. La mayoría iban solos, con prisa, y se metían en los almacenes sin dirigir ni una palabra, ni tan siquiera una mirada, a los colegas que caminaban a su lado apretando el paso; otros llegaban en grupos de dos o tres, hablando por los codos, ocupando todo el ancho de la acera; y todos ellos, antes de entrar, tiraban al arroyo, con idéntico ade­mán, el cigarrillo o el puro que iban fumando. Denise se fijó en que varios de aquellos caballeros se queda­ban mirándola al pasar. Entonces la agobió aún más la timidez; no tuvo ya fuerzas para entrar en pos de ellos y tomó la deci­sión de no hacerlo hasta que hubiera concluido el desfile; se le subían los colores cuando pensaba en cruzar la puerta entre los empujones de tantos hombres. Pero aquel desfile no acaba­ba nunca y, para huir de las miradas, dio despacio una vuelta a la plaza. Al volver, encontró, plantado ante El Paraíso de las Damas, a un joven alto, lívido y desgarbado que, al parecer, lle­vaba esperando, igual que ella, un cuarto de hora. -Oiga, señorita -acabó por preguntarle éste, entre balbu­ceos-, ¿no será usted por casualidad dependiente de la casa? Tanto la inmutó que aquel muchacho desconocido le diri­giese la palabra que, al principio, se quedó callada. -Es que, ¿sabe usted? -prosiguió él, cada vez más confuso-, vengo con intención de ver si me cogen y usted podría resol­verme una duda. Era tan tímido como Denise y se arriesgaba a hablarle por­que notaba que también ella estaba temblando. -Lo haría con mucho gusto, caballero -acabó por respon­derle Denise-. Pero sé tanto como usted; yo también estoy aquí para ver si me cogen. -¡Ah, muy bien! -exclamó él, sin saber qué decir. Y los dos se ruborizaron hasta las orejas; sus dos timideces permanecieron por un momento frente a frente; los conmovía la fraternidad de su situación, aunque no se atrevían, empero, a desearse suerte en voz alta. Por fin, como no decían palabra y se sentían cada vez más violentos, se separaron torpemente y continuaron la espera, cada cual por su lado, a pocos pasos uno de otro. Seguían entrando dependientes. Ahora, Denise los oía bro­mear cuando pasaban a su lado mirándola de reojo. Cada vez la apuraba más permanecer allí y que todos se fijasen en ella, y estaba a punto de ir a dar un paseo de media hora por el barrio cuando, al ver llegar a un joven, que venía con paso rápido por la calle de Mac-Mahon, se quedó donde estaba durante unos momentos más. No cabía duda de que se trataba de un jefe de departamento, pues los dependientes lo saludaban. Era alto, de tez blanca y cuidada barba; tenía ojos aterciopelados de color oro viejo, que fijó en Denise apenas un segundo, mien­tras cruzaba la plaza. Ya había entrado él en los almacenes, indiferente, y aún seguía ella clavada en el sitio, inmóvil, bajo la impresión de aquella mirada; la embargaba una emoción sin­gular en la que había más malestar que atracción. El caso es que le estaba entrando miedo; en espera de que le volviese el coraje, echó calle de Gaillon abajo y, luego, por la de Saint­Roch. Aquel joven era algo más que un jefe de departamento; era Octave Mouret en persona. Aquella noche no se había acosta­do, pues, al salir de una velada en casa de un agente de cam­bio, se había ido a cenar con un amigo y dos mujeres que se había encontrado entre los bastidores de un teatro de poca monta. Llevaba el gabán abrochado hasta el cuello para tapar el frac y la corbata blanca. Subió deprisa a sus habitaciones, se lavó y se cambió; y, cuando acudió a sentarse tras la mesa de tra­bajo, en el despacho de la entreplanta, lo hizo con pie firme, mirada despierta y cutis lozano, con la cabeza puesta en la tarea, como si hubiera dormido diez horas. El despacho, amplio, con muebles de roble viejo y paredes tapizadas de reps verde, no tenía más adorno que un retrato, el retrato de aque­lla señora Hédouin de la que aún se hablaba en el barrio. Desde su fallecimiento, Octave la recordaba con enternecido afecto y agradecía a su memoria la fortuna, que al casarse con él, le había proporcionado a manos llenas. Así pues, antes de ponerse a firmar las órdenes de pago que tenía encima del secante, le dirigió al retrato una sonrisa de hombre dichoso. ¿Acaso, tras sus escarceos de joven viudo, al salir de las alcobas a las que lo arrastraba irremisiblemente su necesidad de goce, no volvía siempre a su presencia para ponerse a trabajar? Llamaron a la puerta y, sin más demora, entró un hombre joven, alto y flaco, de labios finos y nariz afilada, pero muy bien puesto; en el pelo planchado se le veían ya unos cuantos mechones grises. Mouret había alzado la vista para seguir luego con la firma. -¿Qué tal ha dormido, Bourdoncle? -Muy bien, gracias -respondió el joven, que caminaba a pasi­tos cortos y como si estuviera en su casa. Bourdoncle, hijo de un humilde granjero de los alrededores de Limoges, había empezado hacía años a trabajar al mismo tiempo que Octave Mouret en El Paraíso de las Damas, cuando era éste un comercio que hacía esquina con la plaza de Gai­llon. Parecía a la sazón que, por su gran inteligencia y su constante actividad, no le costaría mucho pasarle por delante a su compañero, menos cumplidor y con más flaquezas, atolondra­do en apariencia, metido en inquietantes líos de faldas; pero carecía de las avasalladoras ráfagas de talento del apasionado provenzal, y también de su audacia y de su victorioso encanto. Por lo demás, un instinto de hombre sensato lo había predis­puesto, desde el principio y sin lucha, a cederle el paso y obe­decerlo. Cuando Mouret aconsejó a sus dependientes que invirtiesen en el negocio, Bourdoncle fue uno de los primeros en hacerle caso, llegando, incluso, a confiarle la inesperada herencia de una tía. Y, poco a poco, tras haber subido todos los peldaños -dependiente, segundo encargado, jefe de la sección de sedería- había llegado a ser uno de los lugartenientes del dueño, el que éste más quería, del que más se fiaba, uno de los seis partícipes que tenían intereses en la casa y lo ayudaban a regir El Paraíso de las Damas, formando un a modo de consejo de ministros a las órdenes de un monarca absoluto. Cada uno velaba por una provincia diferente. Bourdoncle tenía a su cargo la inspección general. -¿Y qué tal ha dormido usted? -preguntó con confianza. Cuando Mouret le hubo respondido que no se había acosta­do, movió la cabeza, diciendo por lo bajo: -Mala higiene es ésa. -Pero ¿por qué? -dijo el otro con tono alegre-. Estoy menos cansado que usted, querido amigo. Tiene los ojos hinchados de tanto dormir; tanto comedimiento lo está poniendo torpe... ¡Vaya a divertirse, verá como se le espolean las ideas! Era ésta la eterna y amistosa discusión de ambos. Bourdoncle, antes, pegaba a sus queridas porque decía que no le deja­ban dormir. Ahora, hacía profesión de odiar a las mujeres, aun­que debía de tener, fuera de su domicilio, citas que no mencio­naba, ya que apenas tenían importancia en su vida; le bastaba con sacarles el jugo a las clientes de los almacenes, con hondo desprecio por la frivolidad que las llevaba a arruinarse en tra­pos inútiles. Mouret, por el contrario, se mostraba extasiado ante ellas, se demoraba en presencia de las mujeres, satisfecho y mimoso; nuevos amores lo arrastraban de continuo y sus tier­nos caprichos eran como el reclamo de su negocio; hubiérase dicho que arropaba a todo el sexo femenino en una única cari­cia para aturdirlo mejor y conservarlo a su merced. -La noche pasada, he estado con la señora Desforges -siguió diciendo-Estaba deliciosa en el baile. -¿Y, por casualidad, cenó también con ella después? -le pre­guntó su socio. Mouret puso el grito el cielo. -¡No, por Dios! Es una mujer muy decente, querido amigo. No; cené con Héloïse, la chiquita del teatro de Les Folies. ¡Más tonta que una oveja! Pero ¡qué gracia tiene! Tomó otro montón de órdenes de pago y continuó firman­do. Bourdoncle seguía yendo de un lado para otro a pasitos cortos. Se acercó a los altos ventanales para echar una ojeada a la calle Neuve-Saint-Augustin y regresó luego, diciendo: -Ya sabe usted que acabarán por vengarse. -¿Quiénes? -preguntó Mouret, que no estaba atento a la conversación. -Las mujeres, claro está. Entonces se puso Mouret aún de mejor humor, dejando tras­lucir, bajo su fingida adoración sensual, la realidad de sus bru­tales sentimientos. Se encogió de hombros como para indicar que, el día en que ya lo hubiesen ayudado a afianzar su fortu­na, las dejaría a todas tiradas por los suelos, como sacos vacíos. Bourdoncle, tenaz, seguía repitiendo, sin cejar en su expresión de frialdad: -Se vengarán... Llegará una que vengará a las demás; es algo fatal. -¡No hay cuidado! -exclamó Mouret, exagerando el acento provenzal-. Todavía no ha nacido la mujer que pueda hacerme eso a mí, muchacho. Y si un día llegase, pues fíjese bien... Había alzado el palillero, enarbolándolo y apuntando al vacío, como si hubiera querido clavar un puñal en un corazón invisible. El partícipe siguió con su trabajo, cediendo, como siempre, ante la superioridad del dueño, cuyo genial talento lo desconcertaba, no obstante, por sus frecuentes altibajos. Él, tan recto, tan lógico, tan carente de pasiones, tan incapaz de caídas, no había conseguido aún comprender que el éxito tiene visos de mujerzuela y que París se entrega, en un beso, al más atrevido. Reinó el silencio. Sólo se oía la plumilla de Mouret. Éste hizo luego una serie de preguntas breves a Bourdoncle, y éste le dio detalles de la inauguración de la gran venta de novedades de invierno, que estaba prevista para el lunes siguiente. Era una operación de mucha envergadura y la casa se jugaba en ella cuanto poseía, pues los rumores del barrio se basaban en un hecho real: Mouret especulaba como lo haría un poeta, de forma tan fastuosa y con tal necesidad de acometer empresas colosales que parecía como si todo fuera a desplomársele bajo los pies. Aplicaba un concepto nuevo de los negocios, una apa­rente fantasía que, tiempo atrás, había sido motivo de preocu­pación para la señora Hédouin e, incluso en la actualidad, pese al éxito inicial, sumía a veces en la consternación a los partíci­pes. Había quien criticaba bajo cuerda al dueño por correr demasiado; quien lo acusaba de haber ampliado peligrosamen­te los almacenes antes de estar seguro de contar con un incre­mento suficiente de la clientela; quien se atemorizaba, sobre todo, al verlo apostar todo el dinero a una sola baza, agolpando en los mostradores un alud de artículos y quedándose sin un céntimo de reserva. Por ejemplo, para la actual venta, que venía tras considerables pagos a los albañiles, había recurrido a la totalidad del capital: una vez más, no quedaba más remedio que vencer o morir. Y él, entre tantos sobresaltos, conservaba un triunfante júbilo, una certidumbre de contar con millones, como hombre al que las mujeres idolatran y no pueden traicio­nar. Cuando Bourdoncle se atrevió a manifestar ciertos temo­res acerca del excesivo crecimiento de algunos departamentos cuya cifra de ventas seguía sin estar clara, Mouret exclamó, con limpia risa confiada: -Quite allá, amigo mío. ¡Si estos almacenes son demasiado pequeños! Su interlocutor manifestó su asombro, presa de un temor que no intentaba ya ocultar. ¡Los almacenes demasiado peque­ños! ¡Una tienda de novedades con diecinueve departamentos y cuatrocientos tres empleados! -Pero si es que no vamos a tener más remedio que hacer ampliaciones antes de año y medio -siguió diciendo Mouret-. Me lo estoy planteando muy en serio. La señora Desforges me prometió anoche concertarme un encuentro en su casa con cierta persona. En fin, ya hablaremos de ello cuando la idea esté madura. Y, como había acabado de firmar los pagos, se puso de pie y se acercó al partícipe, que se reponía a duras penas, para darle unas amistosas palmadas en la espalda. Se divertía con aquellos sustos de las personas prudentes de su entorno. En uno de esos ataques de brusca sinceridad con los que, a veces, abrumaba a quienes gozaban de su confianza, declaró que, en el fondo, era más judío que todos los judíos del universo: había salido a su padre, al que se parecía en lo físico y en la forma de ser, una buena pieza que sabía lo que valía el dinero; y, si bien era cierto que había sacado de su madre una pizca de exaltada fantasía, quizá era a ese rasgo al que debía lo más provechoso de su suerte, pues sentía en su fuero interno la invencible fuerza de aquel encanto personal materno que se atrevía con todo. -Bien sabe usted que estaremos a su lado hasta las últimas consecuencias -acabó por decir Bourdoncle. Tras lo cual, zanjaron ambos otros cuantos asuntos antes de bajar a los almacenes para la acostumbrada ronda. Estudiaron la muestra de un talonario de matrices que acababa de idear Mouret para los talones de los dependientes. Se había fijado éste en que la clientela arramblaba con los artículos pasados de moda, los «trastos viejos», con tanta mayor rapidez cuanto más alta era la comisión que llevaban en ellos los dependientes, y había basado en aquella observación un nuevo sistema de venta. Ahora daba participación a todos los dependientes en la venta de cualesquiera artículos y les concedía un tanto por ciento sobre el retal más pequeño, el objeto más nimio que vendiesen: era éste un sistema que había revolucionado el comercio de novedades y enfrentaba a los dependientes en una lucha por la existencia de la que se beneficiaban los patro­nos. Tal lucha se había convertido, por cierto, para él en su sis­tema favorito, en el principio organizativo al que recurría de continuo. Daba rienda suelta a las pasiones, enfrentaba las fuerzas, dejaba que el pez grande se comiese al chico y medra­ba en aquella pugna de intereses. Dieron el visto bueno al talo­nario de muestra: en la parte de arriba, tanto en la matriz como en el talón que se desprendía de ésta, iban indicados el departamento y el número del dependiente; luego, también en ambas partes, había columnas para los metros despachados, la denominación del artículo y el precio; el dependiente se limitaba a firmar el talón antes de entregárselo al cajero. De esta forma, el control resultaba muy fácil; bastaba con cotejar, en contaduría, los talones entregados en caja con las matrices que permanecían en poder de los dependientes. Y, de esta forma, cada semana podrían cobrar éstos su porcentaje y su comisión sin posibilidad de error. -Nos robarán menos -comentó Bourdoncle con tono satis­fecho-. Ha tenido usted una idea excelente. -Y la noche pasada se me ocurrió otra -explicó Mouret-. Sí, querido amigo, anoche, durante la cena que le he menciona­do... Estoy pensando en darles a los empleados de contaduría una pequeña prima por cada error que encuentren en los talo­nes de venta, cuando los cotejen... Ya se dará usted cuenta de que a partir de ahora no se les va a pasar ni un fallo; antes bien, tendrán tendencia a inventárselos. Se echó a reír mientras su acompañante lo miraba con admi­ración. Le parecía de perlas recurrir una vez más a la lucha por la vida; tenía talento para la mecánica de la administración; su sueño era basar la organización del establecimiento en sacarles partido a los apetitos ajenos en pro de la satisfacción fácil y completa de los propios. Solía decir que, para conseguir que la gente diera de sí cuanto pudiese, e incluso para obtener de ella cierta dosis de honradez, había que empezar por enfrentarla con sus necesidades. -¡Bueno, vamos abajo! -siguió diciendo Mouret-. Hay que ocuparse de la inauguración de la venta... La seda llegó ayer, ¿no? YBouthemont debe de estar en el servicio de llegadas. Bourdoncle lo siguió. El servicio de llegadas se hallaba en el sótano que daba a la calle Neuve-Saint-Augustin. A ras de la acera se abría una jaula acristalada en la que los camiones iban descargando la mercancía. La pesaban y la dejaban caer luego por una rampa muy inclinada de madera de roble, tan relu­ciente y bruñida como los herrajes por el roce de los fardos y cajones. Todas las llegadas entraban por esa escotilla abierta de par en par; era un sumidero continuo, un desfile de tejidos que caían con un bramar de río. En las épocas de grandes ven­tas, sobre todo, la rampa llevaba hasta el sótano un flujo inago­table: las sedas de Lyón, las lanas de Inglaterra, los hilos de Flandes, los calicós de Alsacia, las indianas de Ruán. A veces, los camiones tenían que hacer cola; los paquetes, al caer, sona­ban, en lo hondo del agujero, con el mismo ruido sordo de una piedra al arrojarla a aguas profundas. Mouret, al pasar, se detuvo un momento ante la rampa que estaba en pleno funcionamiento y por la que bajaba una hilera de cajones. Parecían moverse solos, pues no estaban a la vista los hombres cuyas manos los empujaban desde arriba; era como si se lanzasen por propio impulso, semejantes al agua que chorrea, como una lluvia, desde un manantial situado a gran altura. Luego aparecieron unos fardos que giraban sobre sí mismos como cantos rodados. Mouret miraba, sin decir pala­bra. Pero aquel desplome de mercancías que iban cayendo en sus dominios, aquel caño del que manaban miles de francos por minuto prendía en sus ojos claros una breve llamarada. Nunca hasta ahora había tenido una conciencia tan nítida de la batalla ya entablada, que consistía en hacer llegar aquel caos de mercancías a los cuatro puntos cardinales de París. Sin des­pegar los labios, siguió la ronda. En la claridad gris que entraba por los amplios tragaluces, una cuadrilla de hombres se hacía cargo de las llegadas, mien­tras otros desclavaban las tapas de los cajones y abrían los fardos en presencia de los jefes de departamento. Reinaba un bullicio de tajo o de astillero en aquel hondo subterráneo, en aquel sótano de desnudas paredes enfoscadas de cemento, cuyas bovedillas descansaban sobre unos pilares de hierro colado. -¿Ha llegado todo, Bouthemont? -preguntó Mouret, acer­cándose a un joven de anchas espaldas que estaba comproban­do el contenido de un cajón. -Sí, parece que está todo -respondió éste-. Pero se me va a ir la mañana en contarlo. El jefe de departamento comprobaba la factura, de pie ante un largo mostrador en el que uno de sus dependientes iba colocando, una a una, las piezas de seda que sacaba del cajón. A su espalda, se alineaban otros mostradores, también cargados de mercancías que examinaba una pléyade de dependientes. Era aquélla una exposición completa, una aparente confusión de tejidos, que revisaban, ponían del revés y marcaban entre el zumbido de las voces. Bouthemont, que era cada vez más conocido en el ramo, tenía una cara redonda de hombre bien humorado, una barba negra como el betún y unos hermosos ojos de color castaño. Había nacido en Montpellier; juerguista y escandaloso, no tenía aptitudes para la venta; pero en las compras no había quien rivalizara con él. Lo había mandado a París su padre, que regentaba en su ciudad natal una tienda de novedades; cuando el buen hombre se dijo que el chico debía de saber ya bastante para hacerse cargo del negocio, éste se negó en redondo a volver a su tierra. A partir de ese momento, fue cre­ciendo una rivalidad entre el padre y el hijo; aquél se entrega­ba en cuerpo y alma a su modesto negocio de provincias y se indignaba de que un simple dependiente ganase el triple que él; éste se burlaba de la rutina del viejo, le pasaba sus ganancias por las narices y ponía la casa manga por hombro cada vez que iba por allí. Al igual que los demás jefes de departamento, cobraba, amén de tres mil francos de sueldo fijo, un porcentaje sobre la venta. Montpellier, sorprendido y respetuoso, no para­ba de comentar que Bouthemont hijo se había embolsado el año anterior cerca de quince mil francos. Y era sólo un princi­pio; la gente predecía al irritado padre que esa cantidad iría en aumento. Entre tanto, Bourdoncle había cogido una de las piezas de seda y estaba examinando el grano con la expresión atenta de un hombre competente. Era una faya con el orillo azul y plata, la famosa París-Paraíso con la que contaba Mouret para dar el golpe definitivo. -Desde luego que es de gran calidad -murmuró el partícipe. -Y, sobre todo, además de calidad tiene mucha vista -dijo Bouthemont-. Una cosa así sólo nos la fabrica Dumonteil... En el último viaje que hice, reñí con Gaujean, porque estaba dis­puesto a meter cien telares en este modelo, pero nos pedía veinticinco céntimos más por metro. Casi todos los meses, Bouthemont visitaba las fábricas, pasa­ba días enteros en Lyón, se alojaba en los mejores hoteles y lle­vaba orden de tratar con los fabricantes sin andarse con cicate­rías. Gozaba, por otra parte, de total libertad y podía comprar lo que le pareciera bien siempre y cuando incrementase en determinada proporción, establecida de antemano, la cifra de ventas de su departamento. E incluso era de ese incremento del que salía su porcentaje de participación en los beneficios. En resumidas cuentas, su posición en El Paraíso de las Damas, igual que la de los demás encargados, sus colegas, era la de un comerciante especializado dentro de un conjunto de comer­cios diversos, algo semejante a una dilatada ciudad de los nego­cios. -Así que seguimos en lo dicho -añadió-. La marcamos a cinco sesenta... Ya sabe usted que es poco más del precio de compra. -¡Sí, sí! ¡A cinco sesenta! -dijo vehementemente Mouret-. Y, si nadie dependiera de mí, la vendería perdiendo dinero. El jefe de departamento se rió sin malicia. -¡Por mí que no quede! Vamos a triplicar las ventas; y como lo que a mí me interesa es conseguir buenas recaudaciones... Pero Bourdoncle seguía serio, con los labios fruncidos. El porcentaje que cobraba él se calculaba sobre los beneficios totales y no le convenían las rebajas. Era, precisamente, misión suya controlar qué precios se marcaban para que Bouthemont no se dejase llevar por el exclusivo deseo de incrementar las cifras de ventas y los fijase con un margen de ganancia excesi­vamente bajo. Por lo demás, al presenciar aquellos tejemanejes publicitarios, a cuya altura no se sentía, habían vuelto a apode­rarse de él las anteriores preocupaciones. Atreviéndose a mani­festar sus recelos, dijo: -Si la ponemos a cinco sesenta, es como si perdiéramos dine­ro, porque tendremos que descontar los gastos, que son muy elevados... En cualquier otro sitio la marcarían a siete francos. Tales palabras molestaron a Mouret. Dio una palmada a la seda y exclamó, nervioso: -Ya lo sé, y por eso quiero hacerles ese regalo a nuestras clientes... Desde luego, amigo mío, que no tendrá usted nunca mano con las mujeres. ¿No se da cuenta de que se van a tirar de los pelos por esta seda? -¡Por supuesto! -lo interrumpió el partícipe, obstinado-. Y cuanto más se tiren de los pelos más dinero perderemos noso­tros. -Perderemos unos pocos céntimos en este artículo, lo reco­nozco. ¿Y qué? ¿Dónde está el daño si atraemos a todas las mujeres, si las tenemos así a nuestra merced y conseguimos que pierdan el seso ante nuestras montañas de mercancías y vacíen los monederos sin llevar cuenta? Lo que hace falta, que­rido amigo, es encandilarlas; y para eso necesitamos un artícu­lo que encuentre su punto flaco, que haga época. Luego ya podemos vender los demás artículos tan caros como en cual­quier otra parte, porque estarán convencidas de que nosotros se los damos más baratos. Por ejemplo, nuestra Piel de Oro, ese tafetán de siete cincuenta que cuesta lo mismo en todas las tiendas, les parecerá también una ocasión extraordinaria y bas­tará para resarcirnos de las pérdidas de la París-Paraíso... ¡Ya verá, ya verá! Se iba poniendo elocuente: -¿No lo comprende? Quiero que dentro de ocho días la París-Paraíso revolucione el ramo. Es nuestra jugada de la suer­te; va a ser nuestra salvación y nuestro lanzamiento. Todo el mundo hablará de lo mismo; el orillo azul y plata lo van a cono­cer de punta a punta de Francia... Y ya oirá usted cómo rabian y se quejan nuestros competidores. El pequeño comercio se dejará en esta empresa la poca salud que le queda. ¡Enterrare­mos a todos esos chamarileros que andan reventando de reuma en sus sótanos! Los dependientes que estaban comprobando las llegadas rodearon al dueño para escucharlo entre sonrisas. A Mouret le gustaba hablar y que le dieran la razón. Bourdoncle cedió una vez más. Mientras tanto, ya estaba vacío el cajón y dos hombres estaban desclavando la tapa de otro. -¡A los que no les hace ninguna gracia es a los fabricantes! -dijo entonces Bouthemont-. En Lyón están furiosos con usted, dicen que sus precios bajos los llevan a la ruina... Ya sabe que Gaujean me ha declarado la guerra, como quien dice. Sí, ha jurado dar muchas facilidades de pago a los negocios pequeños antes que aceptar mis precios. Mouret se encogió de hombros. -Si Gaujean no entra en razón -contestó-, Gaujean se quedará al margen... ¿De qué se quejan? Pagamos al contado, nos lleva­mos todo lo que fabrican; lo menos que pueden hacer es trabajar más barato... Y, además, basta con que le aproveche al público. El dependiente estaba vaciando el segundo cajón y Bouthe­mont se había puesto de nuevo a cotejar las piezas con la factu­ra. En el extremo del mostrador, otro dependiente las marcaba con las cantidades fijadas y, acabada la comprobación, había que subir la factura a la caja central, tras firmarla el jefe de departamento. Mouret permaneció aún unos momentos con­templando aquella tarea, toda la actividad que rodeaba el desembalaje de las piezas, que se iban amontonando y amena­zaban con anegar el sótano; luego, sin decir palabra, con la expresión de un capitán satisfecho de sus tropas, se alejó, seguido de Bourdoncle. Ambos recorrieron despacio todo el sótano. Por los tragalu­ces entraba, a trechos, una pálida luz; los rincones oscuros y los corredores estrechos se iluminaban permanentemente con luz de gas. En esos corredores estaban los almacenes; unas empali­zadas impedían el paso a aquellos subterráneos donde los dife­rentes departamentos guardaban los artículos que no les cabían. El dueño echó una ojeada, al pasar, al calorífero que iban a encender el lunes por primera vez y al reducido puesto de bomberos que custodiaba un contador gigantesco encerrado en una jaula de hierro. La cocina y los refectorios, antiguos sótanos transformados en salas pequeñas, estaban a la izquier­da, yendo hacia el chaflán de la plaza de Gaillon. Por último, al llegar al otro extremo del sótano, entró en el servicio de en­víos. Bajaban allí los paquetes que las clientes no se llevaban consigo; los clasificaban en unas mesas y los colocaban en dis­tintas divisiones, cada una de las cuales correspondía a un barrio de París; luego, los sacaban a la calle por una escalera ancha, que desembocaba precisamente delante de El Viejo Elbeuf, y los cargaban en unos carruajes que esperaban junto a la acera. La maquinaria de El Paraíso de las Damas funcionaba de forma tal que aquella escalera de la calle de la Michodiére vomitaba sin cesar las mercancías que engullía la rampa de la calle Neuve-Saint-Augustin, tras haber pasado, arriba, por los engranajes de los mostradores. -Campion -preguntó Mouret al jefe de envíos, un ex sargen­to de rostro enjuto-, ¿cómo es que los seis pares de sábanas que compró ayer una señora a eso de las dos no estaban en su casa esa misma tarde? -¿Dónde vive la señora? -preguntó el empleado. -En la calle de Rivoli, esquina con la calle de Alger... Señora Desforges. A aquella hora temprana, las mesas de clasificación estaban desnudas y en las divisiones sólo quedaban los escasos paquetes que no se habían repartido la víspera. Mientras Campion les pasaba revista, tras haber consultado un libro de registro, Bour­doncle miraba a Mouret y pensaba que aquel demonio de hombre lo sabía todo, estaba en todo, incluso mientras cenaba en los restaurantes nocturnos o estaba en las alcobas de sus queridas. Al fin dio con el error el jefe de envíos: la caja se había equivocado en el número de la calle y habían devuelto el paquete. -¿Qué caja lo despachó? -preguntó Mouret-. ¿Cómo? La caja diez, dice usted... Y, volviéndose hacia el partícipe: -La caja diez es la de Albert, ¿verdad?... Ahora le diremos cuatro cosas. Pero, antes de dar una vuelta por los almacenes, quiso subir al servicio de expedición, que ocupaba varias estancias del segundo piso. A él llegaban todos los pedidos de provincias y del extranjero; y Mouret iba cada mañana a ver la correspon­dencia. Dicha correspondencia llevaba dos años creciendo día a día. El servicio, que en los primeros tiempos atendían unos diez empleados, precisaba ya más de treinta. A ambos lados de la misma mesa, unos abrían las cartas y otros las leían. Otros más las clasificaban y daban a cada una un número de orden, que se repetía en un casillero; luego, tras repartirse las cartas por los diferentes departamentos y cuando éstos habían subido los artículos, iban colocándolos, según llegaban, en los casille­ros, atendiendo al número de orden. Ya sólo faltaba compro­barlo todo y hacer los paquetes, al fondo de una estancia colin­dante donde una cuadrilla de obreros clavaba y ataba de la mañana a la noche. Mouret hizo la pregunta de siempre: -¿Cuántas cartas esta mañana, Levasseur? -Quinientas treinta y cuatro, señor Mouret -respondió el jefe de servicio-. Después de la inauguración de la venta del lunes, mucho me temo que me va a faltar personal. Ayer nos costó bastante atender a todo. Bourdoncle movía la cabeza, satisfecho. No contaba con que un martes hubiese quinientas treinta y cuatro cartas. En torno a la mesa, los empleados abrían los sobres y leían, con un conti­nuo ruido de papel arrugado, mientras que, ante los casilleros, ya estaba empezando el vaivén de artículos. Se trataba de uno de los servicios más complejos y de mayor trabajo de la casa: vivían allí en un ajetreo perpetuo, pues el reglamento disponía que los encargos de la mañana tenían que estar en camino antes de la noche. -Tendrá usted todo el personal que necesite, Levasseur -res­pondió por fin Mouret, que, con una ojeada, había comproba­do que el servicio funcionaba bien-. Ya sabe que cuando hay trabajo no escatimamos la mano de obra. Arriba, bajo el tejado, estaban los cuartos en los que dormían las dependientes. Mouret volvió a bajar y entró en la caja cen­tral, instalada cerca de su despacho. Era una estancia que cerraba una mampara (le cristal con una ventanilla de cobre, y en la que se veía una gigantesca caja fuerte empotrada en la pared. Dos cajeros centralizaban allí la recaudación, que subía todas las noches Lhomme, el cajero en jefe; atendían luego a los gastos, pagaban a los fabricantes, al personal, a todo el mundillo al que la casa daba de comer. La caja comunicaba con otra estancia, amueblada con ficheros verdes, donde diez empleados revisaban las facturas. Seguía, a continuación, otra oficina, la contaduría: seis jóvenes, inclinados sobre pupitres negros y dando la espalda a hileras de libros de registro, calcu­laban los porcentajes de los dependientes y cotejaban los talo­nes de venta. Aquel servicio, muy reciente, funcionaba mal. Mouret y Bourdoncle habían cruzado la caja y la oficina de comprobación. Cuando entraron en la oficina siguiente, la sor­presa sobresaltó a los jóvenes, que estaban de broma en vez de trabajar. Entonces, Mouret, sin reprenderlos, les explicó el sis­tema de la pequeña prima que había pensado en pagarles por cada error que localizasen en los talones de venta. Y, en cuanto se hubo ido, los empleados dejaron las bromas y volvieron febrilmente al trabajo, buscando errores como si los hosti­garan. En la planta baja de los almacenes, Mouret se fue derecho a la caja diez, donde, mientras esperaba que llegase la clientela, Albert Lhomme se estaba lustrando las uñas. Todo el mundo hablaba de «la dinastía de los Lhomme» desde que la señora Aurélie, la encargada de la confección, tras haber empujado a su marido hasta el puesto de cajero en jefe, había conseguido una caja de planta para su hijo, un joven alto, pálido v vicioso al que nunca le duraba ningún empleo y que le causaba grandes preocupaciones. Pero, en presencia del joven, Mouret se reti­ró a segundo plano no le agradaba poner en entredicho suencanto personal haciendo de gendarme; permanecía, por gusto y por táctica, en su papel de dios benevolente. Dio un leve codazo a su vicario Bourdoncle, al que solía encomendar las ejecuciones. -Albert -dijo este último con tono severo-; ha vuelto a equi­vocarse al tomar nota de una dirección y nos han devuelto el paquete. Esto es intolerable. El cajero se obstinó en defenderse y apeló al testimonio del mozo que había hecho el paquete. Dicho mozo, que se llama­ba Joseph, pertenecía también a la dinastía Lhomme, pues era hermano de leche de Albert y debía su puesto a la influencia de la señora Aurélie. El joven quería obligarlo a decir que quien se había equivocado era la cliente; y él tartamudeaba, se retorcía la barbita que prolongaba su rostro lleno costurones, dividido entre su conciencia de ex soldado y la gratitud que debía a sus protectores. -Deje a Joseph en paz -acabó por decir Bourdoncle- y, ante todo, deje de contestarme... ¡Si no fuera por consideración a los buenos servicios de su señora madre...! Pero en ese momento se presentó Lhomme. Desde su caja, próxima a la puerta, podía ver la de su hijo, que estaba en el departamento de guantes. La vida sedentaria que llevaba lo había entumecido; tenía un rostro fofo e insignificante, como desgastado por el reflejo del dinero que contaba sin tregua, y el pelo completamente blanco. El brazo amputado no lo estorba­ba en absoluto en el desempeño de su tarea y había incluso quienes iban por curiosidad a ver cómo repasaba la recauda­ción del día, pues era espectacular la velocidad con la que corrían los billetes y las monedas por su mano derecha, la única que le quedaba. Era hijo de un recaudador de contribu­ciones de Chablis y había ido a dar en París, como tenedor, en el comercio de un negociante del muelle de los vinos. Fue a vivir a la calle de Cuvier y se casó con la hija del portero, un modesto sastre alsaciano; desde aquel día, vivía sometido a su mujer, cuyas dotes comerciales lo colmaban de respeto. Ella sacaba más de doce mil francos en el departamento de confec­ción, mientras que él sólo cobraba cinco mil francos de sueldo fijo. Y la deferencia que sentía por una mujer que aportaba sumas tales al hogar incluía también al hijo que ésta le había dado. -¿Qué sucede? -susurró-. ¿Albert ha hecho algo mal? Entonces, como solía, se presentó Mouret para desempeñar el papel airoso. Primero, Bourdoncle metía a los empleados el miedo en el cuerpo: luego, él cultivaba su propia popularidad. -Una bobada -dijo a media voz-. Mi querido Lhomme, este hijo suyo es un atolondrado que bien debería tomar ejemplo de usted. Cambió acto seguido de conversación, haciendo gala de una amabilidad aún mayor: -¿Y qué tal el concierto del otro día?... ¿Era buena la locali­dad? Al anciano cajero se le sonrojaron las pálidas mejillas. No tenía más vicio que el de la música, un vicio secreto que satisfa­cía en soledad, asistiendo a teatros, conciertos y audiciones. Pese al brazo amputado, tocaba la trompa merced a un inge­nioso sistema de pinzas. Y, como a la señora Lhomme la inco­modaba el ruido, por las noches envolvía en un retal de paño el instrumento, sin que ello impidiera que los sonidos curiosa­mente sofocados que brotaban de éste lo arrebatasen hasta alcanzar el éxtasis. En medio de la no deseada desintegración de su hogar, la música le había servido para fabricarse un desierto. Su mundo se limitaba a ella y al dinero que pasaba por su caja, si exceptuamos la admiración que por su mujer sentía. -Espléndida -respondió, con los ojos brillantes-. Es usted demasiado bondadoso conmigo, señor Mouret. Éste, que disfrutaba satisfaciendo las pasiones ajenas, regala­ba a veces a Lhomme las localidades que le vendían manu mili­tari las damas de los roperos. Lo transportó al colmo de la dicha al decirle: -¡Ay! ¡Beethoven! ¡Ay! ¡Mozart! ¡Qué música la suya! Sin esperar respuesta, se alejó para reunirse con Bourdon­cle, que ya había empezado la ronda por los departamentos. La seda estaba en el patio central, un patio interior que habían cerrado con un techo de cristales. Empezaron ambos por reco­rrer la galería de la calle Neuve-Saint-Augustin que ocupaba, de punta a punta, la ropa blanca. No les llamó la atención nada fuera de lo normal y pasaron despacio entre los respetuosos dependientes. Dieron luego una vuelta por el ruán y la calcete­ría, donde reinaba el mismo orden. Pero, en el departamento de lanas y géneros de punto, sito en la galería perpendicular que regresaba hacia la calle de la Michodiére, Bourdoncle vol­vió a su papel de gran inquisidor al divisar a un joven que, sen­tado encima de un mostrador, parecía rendido tras una noche de juerga. El tal joven, que respondía al apellido de Liétard y era hijo de un acaudalado comerciante de novedades de Angers, agachó la cabeza ante la reprimenda, pues lo único que temía en la vida de pereza, despreocupación y placeres que lle­vaba era que su padre lo obligase a regresar a provincias. A par­tir de ese momento, las llamadas de atención cayeron como el granizo y la tormenta descargó en la galería de la calle de La Michodiére: en los paños, un dependiente a comisión, de los que acababan de entrar y dormían en su sección, había vuelto después de las once de la noche; en la mercería, acababan de sorprender al segundo encargado en lo más recóndito del sóta­no acabando de fumarse un cigarrillo. Pero fue sobre todo en los guantes donde se le vino encima la tronada a uno de los pocos parisinos de la casa, el lindo Mignot, que así era como llamaban a aquel hijo ilegítimo y desclasado de una profesora de arpa. Había cometido el crimen de armar un escándalo en el refectorio al quejarse de la comida. Puso mucho empeño en ex­plicar que, como había tres servicios, uno a las nueve y media, otro a las diez y media, y el tercero a las once y media, y él baja­ba en el último, siempre le tocaban sobras de salsa y raciones escasas. -¿Cómo? ¿Que la comida no es buena? -preguntó, con aire cándido, Mouret, dignándose al fin abrir la boca. Sólo le entregaba franco y medio por día y persona al coci­nero, un energúmeno nacido en Auvernia que, incluso así, se las apañaba para llenarse los bolsillos; y la comida era en ver­dad detestable. Pero Bourdoncle se encogió de hombros: no se le podía pedir que se anduviera con refinamientos culinarios a un cocinero que tenía que servir, aunque fuera en tres turnos, cuatrocientos almuerzos y cuatrocientas cenas. -No obstante, quiero que todos nuestros empleados reciban una alimentación sana y abundante -dijo el dueño, muy cam­pechano-. Hablaré con el cocinero. Y la reclamación de Mignot pasó a mejor vida. Entonces, como ya habían regresado al punto de partida, Mouret y Bour­doncle atendieron, de pie al lado de la puerta, entre los para­guas y las corbatas, al informe de uno de los cuatro inspectores que tenían a su cargo la vigilancia de los almacenes. El tío Jouve, un capitán retirado al que habían condecorado en Constantina, aún de muy buen ver con su nariz grande y sen­sual y su majestuosa calva, les comunicó que al hacerle a un dependiente un simple reproche, éste lo había llamado «viejo chocho». Y, acto seguido, el dependiente se encontró en la calle. Entre tanto, la clientela aún no había llegado. Sólo cruzaban por las galerías desiertas las amas de casa del barrio. En la puer­ta, el inspector que controlaba la hora de llegada de los em­pleados acababa de cerrar el libro de registro y estaba ano­tando aparte a los rezagados. Era el momento en que los dependientes ocupaban su lugar en los departamentos, donde los mozos llevaban barriendo y sacudiendo el polvo desde las cinco. Todos guardaban el sombrero y el gabán reprimiendo un bostezo, pálidos de sueño aún. Algunos cruzaban unas cuantas palabras, miraban a su alrededor, parecían desentume­cerse para aprestarse a un nuevo día de trabajo; otros aparta­ban sin prisas, tras haberlas doblado, las sargas verdes con que habían cubierto la mercancía la víspera por la noche. Y apare­cían las pilas de tejidos, simétricamente alineadas. Los almace­nes estaban limpios y ordenados de arriba abajo, con un sose­gado lustre bajo la alegre luz de la mañana, a la espera de que el ajetreo de la venta entorpeciera el paso una vez más, como si el desorden de retores, paños, sedas y encajes mermase los locales. Bajo la deslumbrante luz del patio central, en la sección de las sedas, dos jóvenes charlaban en voz baja. Uno de ellos, menudo y de grata apariencia, bien plantado y de sonrosado cutis, estaba intentando armonizar los colores de las piezas de seda para exponerlas. Se llamaba Hutin, era hijo de un cafete­ro de Yvetot y había sabido, en el plazo de dieciocho meses, convertirse en uno de los dependientes más apreciados mer­ced a la ductilidad de su carácter, a una dulzura hecha de conti­nuos halagos, tras la que se ocultaba una rabiosa avidez que arramblaba con todo, que se comía el mundo incluso sin apeti­to, por el único gusto de comérselo. -Mire, Favier, le doy mi palabra de que yo que usted le habría dado de bofetadas -le estaba diciendo a su interlocutor, un joven alto de tez biliosa, reseca y amarilla, nacido en Besan­zón en el seno de una familia de tejedores, que carecía de encanto personal y ocultaba, tras una expresión fría, una inquietante fuerza de voluntad. -No se adelanta nada dando de bofetadas a la gente -susu­rró, cachazudo-. Vale más tener paciencia. Ambos se referían a Robineau, que vigilaba a los dependien­tes mientras el jefe de departamento estaba en el sótano. Hutin minaba el terreno solapadamente al segundo encargado, pues aspiraba a ocupar su puesto. En su día, cuando quedó vacante la plaza de encargado que le habían prometido a éste, se le ocurrió, para perjudicarlo y conseguir que se despidiese, traer de fuera a Bouthemont. Pero Robineau se mantenía firme y en la actualidad cada hora era una batalla. El sueño de Hutin era levantar en contra de él a todo el departamento y echarlo a fuerza de mala voluntad y vejaciones. Hay que reconocer que lo hacía sin perder su expresión amable y malmetía sobre todo a Favier, el siguiente en categoría, que se dejaba aparentemen­te guiar por él, aunque con repentinas reticencias que daban fe de una campaña personal y callada. -¡Chitón! ¡Oído al parche! -saltó Favier, para avisar a su colega, con la expresión convenida, de que se acercaban Mou­ret v Bourdoncle. Estos, en efecto, habían seguido la ronda y estaban cruzando el patio. Se detuvieron y pidieron a Robineau explicaciones acerca de un lote de terciopelos cuyas cajas apiladas estorba­ban encima de una mesa. Y al responderles éste que andaban escasos de sitio, Mouret exclamó, sonriente: -¡Ya se lo decía yo, Bourdoncle! Los almacenes se nos han quedado pequeños. Habrá que ir pensando en derribar las paredes hasta la calle de Choiseul... ¡Ya verá cómo el lunes que viene no cabe aquí un alfiler! Y siguió haciendo preguntas a Robineau, relacionadas con la inauguración de la venta, que estaban preparando en todas las secciones. Le dio luego unas cuantas órdenes. Pero, sin dejar de hablar, llevaba unos minutos siguiendo con la mirada la labor de Hutin, que se esmeraba en colocar unas sedas azules junto a otras grises y amarillas y retrocedía luego para calibrar cómo armonizaban entre sí los tonos. De repente, intervino. -Pero ¿por qué se empeña usted en halagar la vista? -dijo-. No sea timorato, hay que dejar ciega a la clientela... ¡Fíjese! ¡Rojo, verde, amarillo! Había cogido las piezas y las desenrollaba, las arrugaba, con­seguía deslumbrantes gamas de color. Todo el mundo estaba de acuerdo en que el dueño era el primer escaparatista de París, un escaparatista en verdad revolucionario, que, dentro de la ciencia del escaparate, había fundado la escuela de lo brutal y lo desaforado. Le gustaba que los tejidos se desploma­sen, como cayendo al azar desde los casilleros reventados, y quería que resplandecieran con las llamas de los colores más ardientes, que, en mutuo contraste, parecían aún más vivos. Decía que, al salir de los almacenes, a las clientes tenían que dolerles los ojos. Hutin, que, por el contrario, era de la escuela clásica que buscaba simetría y melodía en los matices, miraba cómo Mouret prendía aquella hoguera de tejidos en el centro de una mesa, sin permitirse la menor crítica, pero apretando los labios en un mohín de artista cuyas firmes creencias vulne­raba aquella orgía. -¡Ya está! -exclamó Mouret, cuando hubo acabado--. Y no lo toque. ¡Ya me dirá si no encandila a las señoras el lunes! En aquel preciso instante, mientras se reunía con Bourdon­cle, se acercaba una mujer que se quedó unos segundos clavada ante aquella presentación, como si le faltara el aliento. Era Denise. Tras haber pasado una hora en la calle, vacilante, presa de un tremendo ataque de timidez, acababa de decidirse a entrar. Pero se le iba la cabeza hasta tal punto que no era capaz de comprender las explicaciones más claras; y por mucho que los dependientes a quienes preguntaba entre balbuceos por la señora Aurélie le indicaban la escalera de la entreplanta, ella, tras dar las gracias, giraba a la izquierda si le habían dicho que girase a la derecha; de forma tal que llevaba diez minutos reco­rriendo la planta baja, de departamento en departamento, entre la curiosidad malévola y la hosca indiferencia de los dependientes. Notaba, al tiempo, deseos de salir corriendo y una necesidad de admirarlo todo que se lo impedía. Se sentía perdida, diminuta, en las entrañas del monstruo, de la máquina aún en reposo, temerosa de que la atrapase al ponerse en mar­cha, lo que debía de estar a punto de suceder, pues ya lo anun­ciaba la vibración de las paredes. Y al acordarse del local de El Viejo Elbeuf, lóbrego y estrecho, la amplitud de los almacenes le parecía aún mayor, y los veía dorados de luz, semejantes a una ciudad, con sus monumentos, sus plazas, sus calles, entre las que pensaba que jamás conseguiría encontrar el camino. Todavía no se había atrevido a arriesgarse a entrar en el patio de las sedas, pues la atemorizaban el alto techo acristala­do, los suntuosos mostradores, la apariencia de iglesia. Cuando lo hizo al fin, para huir de los dependientes de la ropa blanca que se reían de ella, fue como si se estrellase de pronto contra el arreglo de Mouret; y, pese a estar tan turbada, se despertó en ella la mujer, se le encendieron repentinamente las mejillas y se olvidó de todo al mirar arder las sedas como llamas de un incendio. -¡Anda! -le dijo en voz baja y sin miramientos Hutin a Favier-. La buscona de la plaza de Gaillon. Mouret hacía como si estuviera atendiendo a lo que le de­cían Bourdoncle y Robineau, pero, en el fondo, lo halagaba el pasmo de aquella muchacha humilde, de la misma forma que a una marquesa la turba el brutal deseo de un carretero que pa­sa. Pero Denise había alzado la vista y se azoró aún más al reco­nocer al joven que tomaba por un jefe de departamento. Le pareció que la miraba fijamente, con expresión severa. Y entonces, no sabiendo ya cómo irse de allí, extraviada por com­pleto, volvió a dirigirse al primer dependiente que vio, a Favier, que estaba a su lado. -¿La señora Aurélie, por favor? Favier, muy antipático, se limitó a contestar con tono seco: -En la entreplanta. YDenise, deseosa de escapar lo antes posible a las miradas de todos aquellos hombres, estaba ya dando las gracias y volviendo una vez más la espalda a la escalera cuando Hutin cedió espontá­neamente a su instintiva galantería. La había llamado buscona, pero la detuvo con su actitud amable de dependiente apuesto. -No, señorita, por aquí... Si tiene usted la bondad... La precedió incluso unos cuantos pasos, la llevó hasta el pie de la escalera, que estaba a la izquierda del patio. Le hizo una inclinación de cabeza y le sonrió con la sonrisa que guardaba para todas las mujeres. -Cuando llegue arriba, gire a la izquierda... La confección está de frente. Aquella acariciadora cortesía impresionó gratamente a Denise. Era como si hubiese encontrado una fraternal ayuda. Había alzado la vista y miraba a Hutin. Cuanto en él veía le lle­gaba al alma: el agraciado rostro; la mirada, cuya sonrisa le di­sipaba los temores; la voz, cuya suavidad le parecía un consue­lo. Se le henchió de gratitud el corazón y, con las pocas y deshilvanadas palabras que la emoción le permitió balbucir, le entregó su amistad. -Es usted muy bondadoso... No se moleste... Muchísimas gracias, caballero... Hutin ya se había reunido con Favier y le estaba diciendo en voz baja, con tono destemplado: -¿Has visto a la desgalichada esa? Al llegar arriba, la joven encontró en seguida el departamen­to de confección. Era una amplia estancia que rodeaban altos armarios de roble tallado y cuyas lunas daban a la calle de La Michodiére. Bullían por ella, charlando entre sí, cinco o seis mujeres vestidas de seda, muy peripuestas con sus moños riza­dos y sus polisones. Una de ellas, alta y delgada, de cara dema­siado larga y aspecto de caballo desbocado, apoyaba la espalda en un armario como si estuviera ya rendida. -¿La señora Aurélie? -preguntó una vez más Denise. La dependiente lanzó, sin contestar, una mirada desdeñosa a aquella joven de tan humilde atavío; luego, preguntó a una de sus compañeras, menuda, con un cutis de malsana blancura y expresión de remilgada inocencia: -Señorita Vadon, ¿sabe usted dónde está la encargada? La aludida, que estaba colocando por tallas unos tapados, ni siquiera se molestó en levantar la cabeza. -No, señorita Prunaire, no tengo ni la más remota idea -dijo sin abrir casi los labios. Se hizo un silencio. Denise permanecía inmóvil y nadie le hacía caso. Sin embargo, tras esperar un rato, cayó en el atrevi­miento de hacer otra pregunta: -¿Cree usted que tardará mucho la señora Aurélie? Entonces, la segunda encargada del departamento, mujer flaca y fea a la que Denise no había visto, una viuda de mandí­bula pronunciada y pelo tieso, le dijo a voces desde un armario en el que estaba comprobando unas etiquetas: -Espere, si es que quiere ver personalmente a la señora Aurélie. Y, dirigiéndose a otra de las dependientes, añadió: -¿No había ido a recepción? -No, señora Frédéric, me parece que no -respondió ésta-. No ha dicho nada, no puede andar muy lejos. Denise, así informada, se quedó a pie firme. Cierto es que había unas cuantas sillas para las clientes; pero como nadie le decía que se sentara, no se atrevió a hacerlo, pese a que la tur­bación le doblaba las rodillas. Estaba claro que a las señoritas dependientes les había dado el pálpito de que venía a presen­tarse como candidata y la miraban de arriba abajo, la desnuda­ban con la vista, de reojo, sin benevolencia alguna, con la sorda hostilidad de unos comensales a quienes no les apetece apre­tarse para hacer sitio a los hambrientos que llegan de fuera. Cada vez se sentía más violenta y, a pasitos cortos, fue a mirar la calle para no estar sin hacer nada. En la acera de enfrente, vio El Viejo Elbeuf, con su fachada mohosa y sus escaparates muertos, y, al contemplarlo desde el lujo y la vitalidad que tenía alre­dedor, le pareció tan feo y desventurado que algo semejante al remordimiento acabó de meterle el corazón en un puño. -¡Fíjese! -le cuchicheaba Prunaire, la espingarda, a Vadon, la bajita-. ¿Ha visto qué botinas? -¡Yqué vestido! -susurraba la otra. Denise, sin apartar los ojos de la calle, notaba cómo se la comían viva. Pero no sentía enfado alguno; ninguna de las dos le había parecido guapa; ni la más alta, con aquel moño peli­rrojo que le caía sobre el cuello de caballo; ni la más baja, con aquel cutis de leche cortada que hacía que la cara, vulgar, pare­ciera fofa, como si no tuviera huesos. A Clara Prunaire, hija de un almadreñero de los bosques de Sautier, la habían iniciado en los vicios los ayudas de cámara del castillo de Mareuil en los tiempos en que la condesa recurría a ella; más adelante, había llegado a París desde un comercio de Langres, y ahora se ven­gaba en los hombres de las patadas con que el tío Prunaire le había llenado la espalda de cardenales. Marguerite Vadon era oriunda de Grenoble, donde su familia tenía un comercio de tejidos; la habían mandado a El Paraíso de las Damas para ocultar un resbalón, un hijo concebido por azar; se portaba con mucha formalidad y estaba previsto que regresara a su ciu­dad natal para hacerse cargo del comercio de sus padres y casarse con un primo suyo, que la estaba esperando. -¡Esta, desde luego, no va a ser de las que dejen huella aquí! -siguió diciendo Clara, sin alzar la voz. Pero callaron las dos porque una mujer que rondaba los cua­renta y cinco años acababa de llegar. Era la señora Aurélie, metida en carnes, embutida en un vestido de seda negro cuya peche­ra, que tensaba la opulenta redondez de los hombros y los pechos, relucía como una armadura. Bajo los oscuros bandós, tenía ojos grandes de mirada quieta, boca severa, mejillas anchas y algo caídas. La majestad del puesto de encargada le abultaba el rostro, que recordaba un abotagado retrato de César. -Señorita Vadon -dijo con tono irritado-, ¿cómo es que ayer no mandó usted el modelo de abrigo entallado al taller? -Había que hacerle un retoque, señora Aurélie -respondió la dependiente- y lo guardó la señora Frédéric. Entonces, la segunda encargada sacó el modelo de un arma­rio y hubo más explicaciones. Cuando la señora Aurélie opina­ba que su autoridad estaba en juego, todo se doblegaba ante ella. Era muy vanidosa, tanto que no quería que la llamasen por el apellido, porque aquel Lhomme la molestaba, y renega­ba de la portería de su padre, diciendo que tenía un taller de sastre. Sólo se mostraba bondadosa con las dependientes dúcti­les y mimosas que le demostraban admiración. Tiempo atrás, se le había agriado el carácter en el taller de confección que había querido instalar por cuenta propia, pues la había perse­guido de continuo la mala suerte y la exasperaba que no le sucedieran sino catástrofes estando tan segura como estaba de tener las espaldas bastante anchas para llevar a cuestas la fortu­na. E incluso ahora, pese a haber triunfado en El Paraíso de las Damas, donde ganaba doce mil francos al año, era como si siguiera guardando rencor al mundo y se mostraba dura con las principiantes, de la misma forma que la vida se había mos­trado dura con ella. -¡Ya hemos hablado bastante! -acabó por decir con tono seco-. Es usted tan poco sensata como las demás, señora Frédé­ric... Que hagan el retoque ahora mismo. Durante la aclaración, Denise había seguido mirando la calle. Estaba casi segura de que aquella señora era la que anda­ba buscando, pero, como la intranquilizaban las voces, siguió esperando a pie firme. Las dependientes, contentísimas de haber enzarzado a las dos encargadas del departamento, ha­bían vuelto a sus tareas con cara de honda indiferencia. Trans­currieron unos minutos; nadie tuvo la caridad de sacar a la joven del apuro. Por fin, fue la propia señora Aurélie quien se percató de su presencia y, asombrada de verla allí, quieta, le preguntó qué deseaba. -¿La señora Aurélie, por favor? -Soy yo. Denise tenía la boca seca, las manos frías, y había vuelto a apoderarse de ella uno de los antiguos ataques de temor de la infancia, cuando temblaba pensando que le iban a dar una zurra. Expuso su pretensión tartamudeando; tuvo que repetir­la para que la entendieran. La señora Aurélie clavaba en ella la impasible mirada sin que ni un solo rasgo de su facies de empe­rador se dignara enternecerse. -Pues ¿qué edad tiene usted? -Veinte años, señora Aurélie. -¿Cómo que veinte años? ¡Pero si no aparenta usted ni dieci­séis! Las dependientes habían vuelto a alzar la cabeza. Denise se apresuró a añadir: -¡Huy! ¡Pero soy muy fuerte! La señora Aurélie encogió los robustos hombros. Luego decretó: -Está bien. La apuntaré. Apuntamos a todo el que se presen­ta... Señorita Prunaire, déme el registro. Tardaron en encontrarlo; debía de andar de mano del ins­pector Jouve. Mientras la espingarda de Clara iba a buscarlo, apareció Mouret, con Bourdoncle pisándole los talones. Esta­ban acabando de hacer la ronda por las secciones de la entre­planta; ya habían pasado por los encajes, los chales, las pieles, las tapicerías, la lencería, y la concluían en las confecciones. La señora Aurélie hizo un aparte, conversó un momento con ellos acerca de un pedido de paletós que tenía intención de hacerle a uno de los mayoristas más importantes de París; solía com­prar sin intermediarios y bajo su propia responsabilidad, pero para los pedidos de envergadura prefería consultar con la dirección. Luego, Bourdoncle le refirió el nuevo descuido de su hijo Albert, que pareció sumirla en la consternación: aquel hijo la iba a matar; el padre, por lo menos, aunque era ende­ble, tenía a su favor el buen comportamiento. Aquella dinastía de los Lhomme, cuyo caudillaje no le disputaba nadie, le daba a veces muchos quebraderos de cabeza. Pero Mouret se había sorprendido al volver a encontrarse con Denise; y se inclinó hacia la señora Aurélie para preguntar­le qué hacía allí aquella joven; y cuando la encargada le hubo respondido que venía a pedir un puesto de dependiente, Bour­doncle, con su acostumbrado desdén por las mujeres, se ofen­dió mucho ante tal pretensión. -¡No puede ser! -susurró-. Debe de tratarse de una broma. Con lo fea que es. -La verdad es que de guapa no tiene nada -dijo Mouret, sin atreverse a defenderla, aunque aún lo enternecía el éxtasis que había mostrado la joven en la planta baja al ver la presentación de las sedas. Como ya traían el registro, la señora Aurélie regresó hacia Denise. Definitivamente, no estaba causando buena impre­sión. Iba muy limpia, con su gastado vestido de lana negra. No había por qué tener en cuenta la humildad en el vestir, puesto que la casa proporcionaba el uniforme, el reglamenta­rio vestido de seda. Pero el caso es que parecía muy poquita cosa y tenía la cara triste. No es que exigieran a las muchachas que fueran guapas, pero, para dedicarse a la venta, había que ser de buen ver. Y, ante las miradas de aquellas señoras y aquellos caballeros que la estudiaban y la calibraban como una yegua por la que anduvieran regateando unos campesi­nos en la feria, Denise perdía el poco aplomo que le que­daba. -¿Cómo se llama? -preguntó, desde una esquina del mostra­dor, la encargada, pluma en ristre y lista para escribir. -Denise Baudu, señora Aurélie. -¿Qué edad tiene? -Veinte años y cuatro meses. Y volvió a decir, atreviéndose a alzar la vista hacia Mouret, aquel supuesto jefe de departamento que se encontraba por doquier y cuya presencia la turbaba: -Aunque no lo aparento, soy muy resistente. Hubo algunas sonrisas. Bourdoncle, impaciente, se miraba las uñas. Por lo demás, la frase cayó en medio de un silencio descorazonador. -¿En qué casa ha trabajado usted en París? -siguió pregun­tando la encargada. -Pero, señora Aurélie, si acabo de llegar de Valognes. Otra catástrofe. El Paraíso de las Damas solía exigir a sus dependientes que hubieran realizado un año de prácticas en alguno de los pequeños comercios de París. Denise sucumbió entonces a la desesperación; y si no se hubiese acordado de sus niños, se habría marchado, para poner punto final a aquel inú­til interrogatorio. -¿Dónde estaba usted en Valognes? -En Casa Cornaille. -La conozco. Buena casa -se le escapó a Mouret. Lo normal era que no interviniese nunca en la contratación de empleados, pues la responsabilidad del personal de cada departamento recaía en el encargado que lo dirigía. Pero, con su exquisito sentido de las mujeres, notaba en aquella joven una gracia oculta, un poder hecho de encanto y ternura que ella misma ignoraba. Que la casa del primer empleo tuviera buena reputación era factor de mucho peso y, con frecuencia, determinante para que aceptasen al candidato. La señora Aurélie prosiguió, con dulcificada voz: -¿Y por qué se fue usted de Casa Cornaille? -Circunstancias familiares -respondió Denise, ruborizándo­se-. Hemos perdido a nuestros padres, no puedo dejar a mis hermanos... Además, traigo referencias. Eran muy buenas. Ya estaba recuperando las esperanzas cuando una última pregunta la puso en un nuevo apuro. -¿Alguien responde por usted en París?... ¿Dónde vive? -En casa de mi tío -susurró, no sabiendo si nombrarlo, temiendo que no quisieran andar en tratos con la sobrina de un competidor-. En casa de mi tío Baudu, ahí enfrente. Con lo cual, Mouret intervino por segunda vez: -¿Cómo? ¿Es usted la sobrina de Baudu?... ¿Viene usted de parte de su tío? -¡No! ¡Claro que no! Y tan singular le pareció la ocurrencia que no pudo disimu­lar la risa. Fue una transfiguración. Seguía arrebolada y, cuan­do aquella boca algo grande sonreía, era como si floreciese el rostro entero. Se encendió una tierna llama en los ojos grises; en las mejillas aparecieron unos adorables hoyuelos; incluso el pálido cabello pareció esponjarse con aquella sana y valiente alegría de toda su persona. -¡Pero si es muy bonita! -le dijo en voz baja Mouret a Bour­doncle. El partícipe no quiso admitirlo e hizo un gesto de hastío. Clara había fruncido los labios y Marguerite les daba la espal­da. La única que aprobó con la cabeza a Mouret cuando éste siguió hablando fue la señora Aurélie. -Su tío ha hecho mal en no acompañarla. Bastaba con su recomendación... Hay quien dice que nos guarda rencor. Nosotros somos más comprensivos y, si él no puede dar trabajo a su sobrina, pues le demostraremos que a su sobrina le ha bas­tado con llamar a nuestra puerta para que se la abramos... Dígale una vez más que le sigo teniendo mucho afecto y que no debe echarme a mí la culpa, sino a las nuevas circunstancias del comercio. Y dígale también que acabará de hundirse si sigue aferrado a un cúmulo de ideas anticuadas y ridículas. Denise se puso muy pálida. Estaba hablando con Mouret en persona. Nadie le había dicho quién era, pero él mismo acaba­ba de hacerlo; y ahora se daba cuenta, ahora entendía por qué el joven le había causado aquella impresión en la calle, en el departamento de sedería, y en aquellos momentos también. Esa emoción, que no conseguía desentrañar, le agobiaba cada vez más el ánimo, como un peso excesivo. Le volvían a la memoria todas las historias que le había contado su tío, engrandecían a Mouret, lo rodeaban de una leyenda, lo con­vertían en el amo de la pavorosa máquina que, desde por la mañana, la tenía apresada entre los férreos dientes de sus engranajes. Y detrás del rostro agraciado, de la barba cuidada, de los ojos color de oro viejo, veía a la mujer muerta, a aquella señora Hédouin cuya sangre había sellado las piedras de la casa. Y entonces volvió a sentir el frío del día anterior y creyó que lo que pasaba era que le tenía miedo a aquel hombre. La señora Aurélie, entre tanto, estaba cerrando el registro. Sólo le hacía falta una dependiente y había ya diez candidatas inscritas. Pero tenía demasiado empeño en complacer al dueño para pensarlo dos veces. No obstante, la petición seguiría el curso reglamentario; el inspector Jouve iría a pedir detalles, haría un informe, y la encargada tomaría una decisión. -Muy bien, señorita -dijo con tono majestuoso, para salva­guardar su autoridad-. Ya le escribiremos a usted. Durante unos instantes, el apuro impidió a Denise moverse. Rodeada de tanta gente, no sabía con qué pie iniciar la retira­da. Acabó por dar las gracias a la señora Aurélie y, cuando tuvo que pasar ante Mouret y Bourdoncle, les hizo una venia. Estos, por lo demás, ya se habían olvidado de ella y ni siquiera le devolvieron el saludo, pues estaban examinando con gran atención, junto con la señora Frédéric, el modelo de abrigo entallado. Clara miró a Marguerite y le hizo un gesto de despe­cho, como para anunciar de antemano que la nueva depen­diente no iba a tener motivos para sentirse a gusto en el depar­tamento. Denise notó a sus espaldas toda aquella indiferencia, todo aquel rencor, y bajó las escaleras tan turbada como las había subido, presa de una peculiar angustia y preguntándose si debía lamentar amargamente haber venido o alegrarse de haberlo hecho. ¿Podía contar con el puesto? Otra vez empeza­ba a tener dudas de ello, inmersa en el malestar que le había impedido darse cuenta con claridad de los acontecimientos. De cuantas sensaciones había sentido, persistían dos, que iban borrando poco a poco todas las demás: la violenta impresión que le había producido Mouret, tan honda que llegaba al miedo; y, en segundo lugar, la amabilidad de Hutin, la única alegría de aquella mañana, un recuerdo deliciosamente dulce que la colmaba de gratitud. Al cruzar los almacenes camino de la calle, buscó al joven, dichosa al pensar que podría darle una vez más las gracias con la mirada, y la entristeció no verlo. -¿Y qué, señorita? ¿Ha conseguido usted algo? -le preguntó una vez empañada de emoción cuando acababa de pisar la acera. Se volvió y reconoció al muchacho alto, lívido y desgarbado que había hablado con ella a primera hora de la mañana. Tam­bién él salía de El Paraíso de las Damas y parecía aún más azo­rado que ella, como si estuviera ido tras el interrogatorio por el que acababa de pasar. -Pues la verdad es que no lo sé, caballero -repuso. -Lo mismo me sucede a mí. ¡Hay que ver cómo lo miran y cómo le hablan a uno en este sitio!... Yo venía para los encajes; estaba en Crévecoeur, en la calle de Le Mail. Otra vez estaban frente a frente; y, no sabiendo cómo despe­dirse, empezaron a ruborizarse. Luego, el joven, con su aspec­to de hombre torpe y bueno, se atrevió a preguntar, por decir algo pese a su excesiva timidez. -¿Cómo se llama usted, señorita? -Denise Baudu. -Yo me llamo Henri Deloche. Ahora se miraban, sonrientes. Cedieron ante la fraternidad de su situación y se tendieron la mano. -¡Buena suerte! -¡Lo mismo le digo! ¡Buena suerte! III Todos los sábados, de cuatro a seis, la señora Desforges invitaba a té con pasteles a los allegados que se acercaban a visitarla. Vivía en la tercera planta de un edificio sito en la confluencia de las calles de Rivoli y de Alger, y las ventanas de los dos salo­nes daban a los jardines de las Tullerías. Aquel sábado, cuando un lacayo se disponía a hacerlo pasar al salón principal, Mouret vio desde el recibidor, por una puerta abierta, que la señora Desforges cruzaba el salón pequeño. Se detuvo ésta al reconocerlo y él entró por allí, saludándola con tono ceremonioso. Pero, apenas el lacayo hubo cerrado la puer­ta, tomó ansiosamente la mano de la joven y la besó con ternura. -¡Ten cuidado, que ya han empezado a llegar! -dijo ella, bajando la voz y señalando con un gesto la puerta del salón principal-. Había ido a buscar este abanico para enseñárselo. Y, con la punta de dicho abanico, le dio alegremente un suave golpe en el rostro. Era una mujer morena, algo metida en carnes, de ojos grandes y celosos. Pero él, sin soltarle la Mano, inquirió: -¿Va a venir? -Desde luego -contestó ella-. Me lo ha prometido. Hablaban del barón Hartmann, el director del Banco de Crédito Inmobiliario. La señora Desforges era hija de un miembro del Consejo de Estado y viuda de un corredor de Bolsa que le había dejado una fortuna que unos ponían en entredicho y otros exageraban. También se decía que, incluso en vida del señor Desforges, había sabido agradecer cumplida­mente al barón Hartmann los expertos consejos económicos que tan pingües beneficios habían aportado al matrimonio; al parecer, tras la muerte del marido, habían seguido aquellos amores, aunque siempre con la misma discreción y sin asomo de imprudencias o escándalos. La señora Desforges nunca se ponía en evidencia y la recibían en todas las casas de la alta bur­guesía, a la que pertenecía por nacimiento. Incluso ahora que la pasión del banquero, hombre escéptico y sagaz, se había tro­cado en un mero afecto paternal, cuando ella se permitía tener algún amante, que él le consentía, sabía llevar sus escar­ceos amorosos con un tino y un tacto tan delicados, aplicando con tal acierto su sabiduría mundana, que las apariencias siem­pre quedaban cubiertas y nunca había tenido nadie motivo para poner públicamente en duda su reputación. Había cono­cido a Mouret en casa de unos amigos comunes y le había cau­sado éste una primera impresión muy poco halagüeña; sin embargo, había acabado por caer en sus brazos, como si hubie­ra sido incapaz de resistirse al impetuoso amor con que Mouret la acosaba; y desde que él trataba de sacarle provecho a sus relaciones con el barón, ella había empezado a profesarle un cariño sincero y profundo; ahora lo adoraba con el arrebato de una mujer que ya había cumplido los treinta y cinco, aunque no admitiese tener más de veintinueve. La desesperaba que él fuera más joven y la aterraba la posibilidad de perderlo. -¿Le has dicho algo? -prosiguió él. -No, tendrá que ponerlo al tanto del asunto usted mismo ­contestó ella, dejando de tutearlo. Lo observaba, pensando que debía de estar realmente con­vencido de que el barón y ella no eran sino viejos amigos, pues de lo contrario no se atrevería a utilizarla de aquel modo. Pero Mouret seguía sin soltarle la mano, llamándola Henriette que­rida, y ella sintió que se le derretía el corazón. Le tendió los labios en silencio, los oprimió contra los de él, v le dijo en voz baja: -¡Chitón! Me están esperando... Entra detrás de mí. Desde el salón principal llegaba un leve rumor de voces, que amortiguaban los cortinajes. La señora Desforges abrió la puer­ta, dejando ambas hojas abiertas, y entregó el abanico a una de las cuatro señoras que estaban en el centro de la estancia. -¡Aquí lo tiene! -dijo-. No recordaba dónde lo había meti­do; la doncella no habría sabido encontrarlo. Y, dándose la vuelta, añadió, con el mismo tono alegre: -Pase usted, señor Mouret, entre por el saloncito. No se ande con cumplidos. Mouret saludó a las señoras, a las que ya conocía. Los mue­bles de estilo Luis XIV, tapizados con un brocatel de ramos, los herrajes de cobre dorado, las frondosas plantas de interior, prestaban al salón, pese a lo elevado del techo, un íntimo ambiente de femenina ternura; a través de las dos ventanas se divisaban los castaños de las Tullerías, cuyas hojas arrastraba el viento de octubre. -¡Este Chantilly no está nada mal, no señor! -exclamó la señora Bourdelais, con el abanico en la mano. Era una mujercita rubia de treinta años, nariz afilada y ojos vivarachos, amiga de internado de Henriette; se había casado con un segundo jefe de servicio del Ministerio de Economía. Pertenecía a una rancia familia burguesa y cuidaba de buen grado de su hogar y de sus tres hijos, dedicándoles todos sus desvelos y aplicando su exquisita intuición de los aspectos prác­ticos de la vida. -¿Y dices que este retazo te costó veinticinco francos? -aña­dió, examinando todos y cada uno de los puntos del encaje-. Lo compraste en Luc, ¿verdad?, a una encajera de la región... Pues no es nada caro... Pero tuviste que montarlo por tu cuenta. -Desde luego -contestó la señora Desforges-. Las varillas me costaron doscientos francos. La señora Bourdelais se echó a reír. ¿Aquello era lo que Hen­riette llamaba una ganga? ¡Doscientos francos por unas varillas de marfil con un monograma! ¡Y sólo para aprovechar un reta­zo de Chantilly en el que se había ahorrado cinco francos! Por ciento veinte, podía comprar un abanico igual ya montado; e indicó un establecimiento de la calle de Poissoniére. Mientras, el abanico iba pasando de mano en mano. La señora Guibal apenas lo miró. Era una pelirroja alta y delgada; había una expresión de profundo hastío en aquel rostro, cuyos ojos grises, en ocasiones delataban, tras el aparente desapego, los ansiosos apetitos del egoísmo. Nunca se la veía en compa­ñía de su marido, un abogado muy conocido en el Palacio de Justicia; éste, a lo que contaban, vivía según su propio albedrío, entregado en cuerpo y alma a sus legajos y a sus placeres. -¡Bah! -murmuró, entregándole el abanico a la señora De Boves-. Yo he debido de comprar un par en toda mi vida... Siempre le regalan a una demasiados. -Es una suerte, querida, tener un marido tan galante -repli­có la condesa, con sutil ironía. Y, dirigiéndose a su hija, una joven alta de veinte años y seis meses, añadió: -Fíjate en el monograma, Blanche. ¡Qué trabajo tan exquisi­to! Seguramente fue lo que subió tanto el precio de las varillas. La señora De Boves, que acababa de cumplir los cuarenta, era una mujer espléndida, con hombros de diosa y un rostro carnoso, de correctas facciones y ojos grandes y soñolientos, cuyo marido, inspector general de remontas, se había casado con ella por su belleza. La delicada factura del monograma parecía haberla soliviantado, como si suscitara en ella un deseo tan intenso que le apagaba el brillo de la mirada. -Dénos usted su opinión, señor Mouret -exclamó de repen­te-. ¿Le parece que doscientos francos son una cantidad exce­siva para estas varillas? Mouret se había quedado de pie, entre las cinco mujeres, sonriente, interesándose por lo que les interesaba a ellas. Cogió el abanico, lo miró atentamente y, cuando estaba a punto de pronunciarse, el lacayo abrió la puerta y anunció: -La señora Marty. Entró una mujer flaca, fea, con la cara picada de viruelas, ataviada con caprichosa elegancia. No aparentaba edad algu­na, tenía treinta y cinco años que podían parecer tanto treinta como cuarenta, dependiendo del febril nerviosismo que la embargase. Llevaba en la mano derecha un bolso de cuero rojo, del que no había querido desprenderse. -Discúlpeme, amiga mía -le dijo a Henriette-, por presen­tarme con este bolso... Pero, figúrese, según venía he entrado en El Paraíso y he vuelto a cometer auténticas locuras, así que he preferido no dejarlo abajo, en el coche, no vaya a ser que me lo roben... En ese momento, se percató de la presencia de Mouret y añadió, risueña: -¡Huy, no sabía que estuviese usted aquí; no lo he dicho para hacerle propaganda!... La verdad es que ahora mismo tiene usted unos encajes maravillosos. Tal revelación distrajo el interés del abanico, que Mouret dejó encima de un velador. Las señoras necesitaban ahora satis­facer su curiosidad viendo las compras de la señora Marty. Todos estaban al tanto de la rabiosa necesidad de comprar, de la incapacidad para resistir a la tentación de aquella mujer de virtuosa rectitud, incapaz de ceder a los requerimientos de un amante, pero cuya carne, irremediablemente débil, sucumbía ante la tentación de cualquier prenda de moda. Era hija de un modesto oficinista y, en la actualidad, se dedicaba a arruinar a su marido, profesor de segundo curso en el liceo Bonaparte, quien, para cubrir el incremento constante del presupuesto familiar, tenía que duplicar sus seis mil francos de haberes dando clases particulares. Pero la señora Marty seguía sin abrir el bolso, lo sujetaba sobre el regazo mientras hablaba de su hija Valentine, una de sus coqueterías más costosas, pues cuidaba de su atavío tanto como del suyo propio, siguiendo siempre las últimas tendencias de la moda, cuyo atractivo era siempre más fuerte que ella. -Ya sabrán -explicó- que este invierno van a llevarse mucho para las jovencitas los vestidos adornados con puntillas; así que al ver aquel encaje de Valenciennes tan bonito... Por fin se decidió a abrir el bolso. Ya estaban las señoras esti­rando el cuello cuando quebró el silencio el timbre del recibi­dor. -Es mi marido -tartamudeó la señora Marty, muy azorada-. Quedó en venir a buscarme al salir del Bonaparte. Había cerrado el bolso con presteza para esconderlo, luego, con gesto instintivo, debajo de un sillón. Todas se echaron a reír; entonces, la señora Marty se ruborizó, avergonzada de aquel arrebato, y volvió a colocarse el bolso en el regazo, al tiempo que afirmaba que los hombres no entendían nunca nada, ni falta que hacía. -El señor De Boves, el señor De Vallagnosc -anunció el la­cayo. Todo el mundo se sorprendió. La propia señora De Boves ignoraba que su marido tuviera intención de venir. Era éste un hombre bien plantado, que lucía bigote y mosca y tenía esa correcta prestancia militar tan apreciada en las Tullerías; le besó la mano a la señora Desforges, a la que había conocido, de joven, en casa de su padre, y se hizo a un lado para que el otro visitante, un joven alto con la tez pálida propia de la noble distinción de una sangre empobrecida, pudiera, a su vez, salu­dar a la anfitriona. Pero, apenas comenzaba a reanudarse la conversación, cuando la interrumpieron dos breves exclama­ciones: -Pero... ¡Paul, si eres tú! -¡Caramba! ¡Octave! Mouret y Vallagnosc intercambiaban un apretón de manos. Ahora era la señora Desforges quien se mostraba sorprendida. ¿De modo que ya se conocían? Claro está; habían crecido jun­tos, en el mismo internado de Plassans; y era pura casualidad que no hubiesen coincidido antes en aquella casa. Bromeando y sin soltarse las manos, los dos amigos pasaron al saloncito, al tiempo que el lacayo entraba con el té, un juego de porcelana china en bandeja de plata, que depositó junto a la señora Desforges, en el centro de un velador de mármol con delicada barandilla de cobre. Las señoras se apiñaron en torno a éste, alzando el tono, en un inagotable cruce de conversacio­nes; mientras el señor De Boves, de pie detrás de ellas, se incli­naba de vez en cuando para meter baza, con su galantería de apuesto funcionario. Aquellas voces parlanchinas, salpicadas de risas, tornaban aún más festivo el amplio salón, de mobilia­rio tan suave y alegre. -¡Vaya, vaya con el amigo Paul! -decía Mouret una y otra vez. Se había sentado con Vallagnosc en un sofá. Se hallaban solos al fondo del salón pequeño, un coquetón gabinete ente­lado en seda color botón de oro, alejados cíe los oídos indiscre­tos y de las señoras, a las que divisaban a través de la puerta abierta de par en par; ambos reían como muchachos, mirándo­se a los ojos y dándose palmadas en las rodillas. Era como si resucitase el tiempo de su juventud, el internado de Plassans, con sus dos patios, sus húmedas salas de estudio y aquel refec­torio en el que servían tantísimo bacalao; y aquel dormitorio donde las almohadas empezaban a volar de cama en cama ape­nas oían los internos el primer ronquido del vigilante. Paul, hijo de una antigua familia de parlamentarios, hidalgos tronados y ociosos, había sido un alumno de provecho, siempre el primero de la clase, al que el profesor ponía de ejemplo a los demás, augurándole un brillante provenir; Mouret, en cambio, no salía de los últimos puestos y vegetaba entre los holgazanes, feliz y orondo, ahorrando fuerzas para agotarlas fuera, en diversiones violentas. Pese a las diferencias de temperamento, eran inseparables; una estrecha camaradería los unió hasta el examen de estado, que ambos lograron superar, el uno brillan­temente y el otro por los pelos, tras dos intentos fallidos. Luego, la vida los separó; y ahora volvían a encontrarse, al cabo de diez años, envejecidos y cambiados. -Cuéntame -prosiguió Mouret-, ¿qué ha sido de tu vida? -Pues no ha sido nada. Vallagnosc, pese a la alegría del reencuentro, conservaba su habitual expresión de hastío y desencanto; pero su amigo, sor­prendido, seguía insistiendo: -Hombre, algo harás... ¿A qué te dedicas? -A nada -contestó aquél. Octave se echó a reír. Nada era muy poca cosa. Frase a frase, fue sacándole a Paul su historia, la eterna historia de tantos jóvenes pobres, que creen que su cuna sólo les permite ejercer profesiones liberales y se entierran en una vanidosa mediocri­dad, con los cajones llenos a reventar de títulos, dando gracias si consiguen no morirse de hambre. Vallagnosc había estudia­do derecho para perpetuar la tradición familiar; luego, había vivido a expensas de su madre viuda, a la que apenas si le llega­ba el dinero para buscar partidos a sus dos hijas. Hasta que, cayendo al fin en la cuenta de lo vergonzoso de su situación, dejó que las tres mujeres malvivieran de los restos de su fortuna y se fue a París, para desempeñar un cargo de poca monta en el Ministerio del Interior, donde permanecía enterrado, como un topo en lo más hondo de su madriguera. -¿Y cuánto ganas? -preguntó Mouret. -Tres mil francos. -¡Pero eso es una miseria! ¡Ay, no sabes qué pena me das, compañero!... ¿Cómo es posible? ¿Un muchacho tan inteligen­te, que nos daba a todos sopas con honda! ¡Y no te dan más que tres mil francos, aunque ya llevan cinco años embrutecién­dote! ¡Qué injusticia! Se interrumpió y comenzó a hablar de sí mismo. -Yo los dejé a todos con tres palmos de narices... ¿Sabes en qué me he convertido? -Sí -dijo Vallagnosc-. Me han contado que te dedicas al comercio. Eres el dueño de esos almacenes tan grandes de la plaza de Gaillon, ¿verdad? -Pues, sí... ¡Me he hecho hortera, chico! Mouret había erguido la cabeza y, dando a Vallagnosc una nueva palmada en la rodilla, repitió con la alegría rotunda de un hombre fuerte que no se avergüenza del oficio que lo está enriqueciendo: -¡Hortera, ni más ni menos!... Qué caramba, ya te acordarás de que a mí me gustaba muy poco aquello, aunque, en el fondo, nunca me consideré más tonto que los demás. Cuando conseguí el título de bachiller, podría haberme hecho abogado o médico, igual que tantos compañeros; pero me asustaron esas profesiones; están sobradas de gente que pasa apuros... Así que me despedí de la panza de burra, sin arrepentirme de nada, no vayas a creer, y decidí probar suerte en los negocios. Vallagnosc sonreía, aunque parecía molesto. Al cabo, mur­muró: -La verdad es que para vender retor, el título de bachiller no debe de hacerte mucha falta. -¡La verdad es que me conformo con que no me estorbe! -contestó Mouret alegremente-. Y, créeme, cuando uno come­te la estupidez de cargar con él, cuesta mucho quitárselo de encima. Vas por la vida a paso de tortuga, mientras que los demás, los que no llevan nada a cuestas, corren como poden­cos. Pero, al percatarse de que su amigo parecía estar pasando un mal rato, le tomó las manos y añadió: -Vamos, no quiero que te disguste lo que estoy diciendo. Pero reconoce que tus títulos no han satisfecho ninguna de tus necesidades... ¿Sabes que uno de mis encargados, el de la sede­ría, va a cobrar este año más de doce mil francos? ¡Como lo oyes! Un muchacho con una cabeza muy clara, que no apren­dió más que ortografía y las cuatro reglas... En mi comercio, cualquier dependiente de a pie se saca tres o cuatro mil fran­cos. Más de lo que tú ganas. Y sin tantos gastos en educación como tú, sin que nadie lo haya echado al mundo certificándole por escrito que iba a conquistarlo... Bien es cierto que ganar dinero no lo es todo, pero está claro que, entre uno de esos pobres diablos rebozados en ciencia, de los que andan atibo­rradas las profesiones liberales y que ni siquiera consiguen mantenerse, y un muchacho con sentido práctico, preparado para enfrentarse con la vida y que conozca bien su oficio, ¡qué quieres que te diga!, me quedo con éste y no con aquél. ¡Me parece que estos barbianes han sabido entender bastante bien nuestra época! A medida que hablaba, se le iba acalorando la voz; Henriette, que estaba sirviendo el té, volvía la cabeza para mirarlo. Al verla sonreír, al fondo del salón principal, y al observar que otras dos señoras aguzaban el oído, Mouret fue el primero en tomarse a broma sus propias palabras. -En fin, compañero, que, hoy en día, cualquier hortera prin­cipiante es un millonario en potencia. Vallagnosc se arrellanaba perezosamente en el sofá. Tenía los ojos entornados y una postura entre cansada y altanera, en la que una pizca de afectación se sumaba al auténtico agota­miento de su raza. -¡Bah! -murmuró-. La vida no se merece tantas molestias. Nunca pasa nada divertido. Mouret lo miraba, escandalizado, con cara de sorpresa. -Todo sucede y no sucede nada -añadió su amigo-. Lo mejor es quedarse de brazos cruzados. Y entonces habló de su pesimismo, de las mediocridades y abortos de la existencia. Le había quedado, de los tiempos en los que soñaba con dedicarse a la literatura y se juntaba con poe­tas, una desesperación universal. Siempre llegaba a la misma conclusión: la inutilidad del esfuerzo, el hastío de las horas idén­ticas y vacías, la estupidez final de este mundo. Los placeres fra­casaban; ni siquiera con la maldad se podía disfrutar. -Dime, ¿acaso te diviertes tú? -acabó por preguntar. Mouret, que no cabía en sí de indignación, le dijo a voces: -¿Que si me divierto? ... Pero ¿qué pregunta es ésa? ¿En qué mundo vives, muchacho? ... ¡Pues claro que me divierto! ¡Incluso cuando algo me sale mal, porque entonces me pongo furioso al ver que las cosas no van como yo quiero! Soy un hombre apa­sionado, no puedo tomarme la vida con tranquilidad, y por eso me parece tan interesante, supongo. Lanzó una rápida ojeada al salón y bajó la voz. -Sí, reconozco que algunas mujeres me han llegado a fasti­diar bastante. Pero cuando una es mía, es mía de verdad, ¡qué demonios! Y no siempre salen mal las cosas. Y no le cedo mi parte a nadie, puedes estar seguro... Además, no sólo están las mujeres, que al fin y al cabo me importan bien poco. Está la voluntad de querer y de hacer, de crear, en definitiva... Tienes una idea y luchas por ella, se la metes a martillazos a la gente en la cabeza, la ves crecer y triunfar... ¡Ah, ya lo creo que me divierto, chico! Retumbaba en sus palabras toda la dicha de actuar, toda la alegría de vivir. Recalcó que era un hombre de su tiempo. Sólo los contrahechos, sólo los inválidos de cuerpo o de pensamiento se hurtaban al trabajo en una época en la que había tanto por hacer, mientras el siglo entero se abalanzaba hacia el futu­ro. Y se mofaba de los desesperados, de los asqueados, de los pesimistas, de todos los inválidos de aquel alborear de las cien­cias, de su plañidero llanto de poetas o de su altanería de escépticos, en medio del gigantesco tajo de la era contemporá­nea. ¡Qué actitud tan noble, tan acertada, tan inteligente, esa de bostezar de hastío mientras los demás se esfuerzan! -¡Pues bostezar mientras los demás trabajan es mi único pla­cer! -dijo Vallagnosc, con su fría sonrisa. Aquel comentario apaciguó el arrebato de Mouret, cuyo tono volvió a ser afectuoso: -¡Ay, el bueno de Paul! No cambiarás nunca, siempre tan paradójico... Pero no hemos vuelto a reunirnos para discutir, ¿verdad? Cada cual tiene sus ideas, a Dios gracias. De todos modos, quiero enseñarte mi máquina funcionando a todo vapor. Ya verás que no es cosa de risa... Pero cuéntame más cosas de tu vida. Tu madre y tus hermanas supongo que esta­rán bien, ¿no? ¿Y tú no tendrías que haberte casado en Plassans hace seis meses? Vallagnosc lo interrumpió con un gesto brusco, al tiempo que escudriñaba el salón principal con expresión inquieta. Mouret se volvió para seguir su mirada y topó con la de la seño­rita De Boves, que no les quitaba ojo. Blanche era alta, fornida, y guardaba un gran parecido con su madre, aunque sus faccio­nes comenzaban a abotagarse y una grasa poco saludable le abultaba el rostro. A las discretas preguntas de su amigo, Paul contestó que, de momento, todo estaba en el aire y que quizá nunca llegara a concretarse nada. La joven y él se habían cono­cido en casa de la señora Desforges, a quien Vallagnosc había visitado con gran asiduidad todo el invierno anterior, aunque ya no lo hacía sino en contadas ocasiones, lo cual explicaba que no hubiese coincidido con Octave hasta entonces. Por su parte, los De Boves también lo invitaban, y él disfrutaba espe­cialmente de la compañía del padre, un avezado calavera que estaba a punto de jubilarse para entrar en la administración. Por lo demás, no tenían dinero: la señora De Boves sólo había aportado al matrimonio su belleza de Juno, y la familia vivía de las rentas de la última granja que le quedaba, hipotecada por cierto, a las que, afortunadamente, podía sumar los nueve mil francos que percibía el conde como inspector general de remontas. Éste, que seguía permitiéndose costosos amoríos fuera del hogar, escatimaba tanto el dinero a su mujer y a su hija que, en ocasiones, tenían ellas que rebajarse a retocar per­sonalmente los vestidos viejos. -Y, entonces, ¿por qué? -inquirió con sencillez Mouret. -¡Pues porque hay que acabar por ahí tarde o temprano! -dijo Vallagnosc, entornando los párpados con gesto cansa­do-. Además, tenemos muchas esperanzas puestas en el próxi­mo fallecimiento de una tía. Mouret, que no había apartado la vista, entre tanto, del señor De Boves, que se había sentado junto a la señora Guibal y la colmaba de atenciones con esa tierna hilaridad de un hom­bre en plena conquista, se volvió hacia su amigo con un guiño tan significativo que este último añadió: -No, ésa no... Por lo menos, todavía no... Lo malo es que el servicio lo obliga a visitar caballerizas de sementales por todo el país, de modo que siempre tiene excusa para desaparecer una temporada. El mes pasado, mientras su mujer pensaba que se encontraba en Perpiñán, en realidad estaba en un hotel, en no sé qué barrio perdido, viviendo con una profesora de piano. Callaron un rato. Y, al cabo, tras observar a su vez las galante­rías que el conde dedicaba a la señora Guibal, Paul prosiguió, bajando la voz: -Reconozco que estás en lo cierto... Y más teniendo en cuen­ta que la buena señora tiene fama de no ser nada arisca. Hay una historia suya con un oficial de lo más jocosa... Pero ¡fíjate en cómo la magnetiza con el rabillo del ojo! ¡No puede ser más cómico! ¡La Francia añeja, querido amigo!... ¡Me encanta ese hombre, y, si me caso con su hija, bien podrá jactarse de que lo hago por él! Mouret reía, francamente divertido. Siguió haciendo pre­guntas a Vallagnosc y, cuando se enteró de que la idea de casar­lo con Blanche se le había ocurrido a la señora Desforges, la historia le pareció aún mejor. Su querida Henriette disfrutaba, como todas las viudas, arreglando matrimonios, hasta tal punto que, en más de una ocasión, después de haberle encon­trado partido a la hija, dejaba que el padre trabase amistad con alguna señora de las que ella frecuentaba; todo ello, por supuesto, con la mayor urbanidad, sin que la buena sociedad tuviera jamás el menor motivo de escándalo. Y Mouret, que le profesaba un amor de hombre activo y apresurado que solía ponderar sus afectos, se olvidaba entonces de todos sus cálcu­los de seductor y sentía por ella la misma camaradería que por un viejo amigo. Precisamente, la aludida entraba en aquel momento en el saloncito, precediendo a un anciano de unos sesenta años, al que los dos amigos no habían visto llegar. Entre la charla de las señoras se alzaban de vez en cuando algunas modulaciones más agudas, que acompañaba el tintineo de las cucharillas en las tazas de porcelana; y también se oía, en ocasiones, cuando remitía brevemente el alboroto, el chocar de algún platito, que alguien había depositado con excesiva brusquedad sobre el mármol del velador. Un repentino rayo de sol poniente, que acababa de asomar por el filo de un nubarrón, doraba la copa de los castaños de los jardines y penetraba por las ventanas, como un polvillo de oro rojo, cuya llamarada encendía el bro­catel y los herrajes de cobre de los muebles. -Pase, querido barón -iba diciendo la señora Desforges-. Le presento a Octave Mouret, que tiene grandes deseos de mani­festarle la admiración que siente por usted. Y, dirigiéndose a Octave, añadió: -El barón Hartmann. Una sonrisa fruncía levemente los labios del anciano. Era un hombre bajo de estatura aunque vigoroso, con la cabeza gran­de de los alsacianos y un rostro carnoso que cualquier mueca de la boca o cualquier guiño de los párpados iluminaban con una chispa de inteligencia. Llevaba quince días resistiéndose a los apremios de Henriette para que accediera a aquel encuen­tro, y no porque sintiese unos celos exagerados, pues, como hombre cuerdo y de mundo, ya estaba resignado al papel de padre; pero era éste el tercer amigo que Henriette se emperra­ba en presentarle y, a la larga, empezaba a temer, hasta cierto punto, quedar en ridículo. Por eso acogió a Octave con la dis­creta sonrisa de un protector rico, dispuesto a mostrarse cor­dial, pero no a dejarse tomar el pelo. -¡Caramba, señor Hartmann -le decía Mouret con su entu­siasmo de provenzal-, la última operación del Banco de Crédi­to Inmobiliario ha sido francamente asombrosa! No sabe usted qué feliz y orgulloso me siento de poder estrecharle por fin la mano. -Es usted muy amable, caballero, muy amable -repetía el barón, sin dejar de sonreír. Henriette los observaba con sus ojos claros, sin el menor apuro. Permanecía entre ambos hombres, irguiendo la airosa cabeza y paseando los ojos de uno a otro. Lucía un vestido de encaje que dejaba al descubierto las finas muñecas y el frágil cuello, y parecía encantada de la vida al verlos tan compenetra­dos. -Caballeros -dijo al fin-, me voy para que puedan charlar. Y, dirigiéndose a Paul, que se había puesto en pie, añadió: -¿Desea tomar una taza de té, señor De Vallagnosc? -Será un placer, señora. Yambos volvieron al salón. Mouret se sentó de nuevo en el sofá, junto al barón Hart­mann, y continuó deshaciéndose en elogios en lo referido a las operaciones del Banco de Crédito Inmobiliario. Sacó luego a colación el tema que acaparaba, en realidad, todo su interés, habló de la nueva arteria urbana, aquella prolongación de la calle Réaumur que, con el nombre de calle de Le Dix-Décem­bre, uniría la plaza de La Bourse y la plaza de L'Opéra. Habían declarado el asunto de utilidad pública hacía dieciocho meses y acababan de nombrar un tribunal de expropiación; aquella enorme brecha tenía sobre ascuas a todo el barrio, cuyo interés y preocupación se centraban en las casas condenadas y la fecha de inicio de las obras. Mouret llevaba tres años pendiente de ellas, en primer lugar porque preveía que darían más vida al negocio y, además, porque su ambición era seguir ampliando sus locales, aunque era éste un sueño tan desaforado que no se atrevía a confesarlo en voz alta. Estaba previsto que la calle de Le Dix-Décembre cruzase las calles de Choiseul y de La Micho­diére; y Mouret ya veía El Paraíso de las Damas ocupando toda la manzana comprendida entre aquellas tres calles y la calle Neuve-Saint-Augustin; imaginaba una fachada palaciega, que diese a la arteria nueva; soñaba con la preponderancia absolu­ta de su comercio, amo y señor de la ciudad conquistada. De ahí le venía el vehemente deseo de conocer al barón Hart­mann, pues estaba enterado de que el Banco de Crédito Inmo­biliario había llegado a un acuerdo con la administración por el que se comprometía a trazar y acondicionar la calle de Le Dix-Décembre a cambio de los solares colindantes. -¿Es verdad que van ustedes a entregar la calle totalmente acabada, con alcantarillado, aceras y farolas de gas? -repetía, procurando adoptar un tono ingenuo-. ¿Y los solares que la bordean son una compensación suficiente? ¡Vaya, vaya, qué curioso! Por fin llegó al punto más delicado. Le habían llegado noticias de que el Banco de Crédito Inmobiliario estaba compran­do, en secreto, las casas de la manzana en que se alzaba El Pa­raíso de las Damas, y no sólo las que habían de caer bajo el pico de los obreros de la demolición, sino también las que iban a seguir en pie. E intuía en esta operación el proyecto de algún nuevo edificio, que le parecía una grave amenaza para las ampliaciones que iba agigantando en sueños, pues le preocu­paba sobremanera toparse algún día con una sociedad podero­sa, poco dispuesta a desprenderse de sus propiedades inmobi­liarias. Era tal temor, precisamente, el que lo había impulsado a crear entre el barón y él ese gentil vínculo femenino que tanto une a los hombres aficionados a las mujeres. Podía, desde luego, haberse entrevistado con el financiero en el des­pacho de éste, para tratar a sus anchas el importante negocio que deseaba proponerle. Pero se sentía más fuerte en casa de Henriette, sabedor de la tierna complicidad que establece el hecho de compartir a una amante. Estar ambos en su casa, rodeados de su perfume tan querido, tenerla tan cerca, dis­puesta a convencerlos con una sonrisa, le parecía una certi­dumbre de éxito. -¿No han comprado ustedes el palacete que fue de los Duvi­llard, ese viejo caserón que está pegado a mi local? -se decidió a preguntar, de pronto. El barón Hartmann vaciló un instante y, luego, lo negó. Pero Mouret lo miró a la cara y se echó a reír; y, desde ese momento, adoptó el papel de joven cabal, que sólo sabe hablar de nego­cios con el corazón en la mano y sin doblez. -Mire, señor barón, ya que he tenido el inesperado placer de coincidir con usted, voy a confesarle algo... ¡Y no es que pre­tenda que usted me revele sus secretos! Pero yo sí que voy a contarle los míos, pues estoy convencido de que no podrían caer en mejores manos... Además, necesito que me aconseje, hace tiempo que intento reunir valor para ir a verlo. Y, en efecto, se confesó, refirió sus comienzos, ni siquiera calló la crisis económica que estaba atravesando en pleno éxito. Le fue contando todo: las sucesivas ampliaciones; los beneficios reinvertidos constantemente en el negocio; las can­tidades que habían aportado los empleados; la forma en que la casa arriesgaba su propia existencia cada vez que organizaba una de esas ventas en las que se jugaba todo el capital como en una partida de cartas. Y, sin embargo, no era dinero lo que pedía, pues tenía en su clientela una fe de fanático. Sus ambi­ciones iban más allá; le proponía al barón que se asociase con él, que el Banco de Crédito Inmobiliario aportara el colosal palacio de sus sueños, mientras él contribuía con su genial talento y con un negocio ya en marcha. Habría que evaluar las aportaciones mutuas, pero nada le parecía más sencillo. -¿Qué planes tienen ustedes para los solares y los edificios? -preguntaba insistentemente-. Algo tendrán pensado. Pero estoy seguro de que sus proyectos no son ni la mitad de buenos que los míos. Piense en lo que le digo. Construimos en esos solares unas galerías comerciales, tiramos o reformamos los otros edificios y abrimos los almacenes más grandes de todo París, un bazar que nos dará millones. Y no pudo contener una exclamación que le salió del alma: -¡Ay, si pudiera prescindir de ustedes!... Pero ahora son los dueños de todo. Y, además, yo nunca conseguiría los anticipos necesarios... Convénzase, tenemos que llegar a un acuerdo, si no cometeríamos un auténtico crimen... -¡Qué bríos, caballero! -contestó sencillamente el barón Hartmann-. ¡Qué imaginación! Movía la cabeza, sin dejar de sonreír, decidido a no pagar confidencias con confidencias. El Banco de Crédito Inmobilia­rio tenía proyectado hacerle la competencia al Gran Hotel edi­ficando, en la calle de Le Dix-Décembre, otro hotel suntuoso, cuya céntrica situación resultaría muy atractiva para los foraste­ros. Por lo demás, dado que dicho hotel, no obstante, sólo iba a ocupar los solares que bordeaban la calle, el barón habría podi­do tomar en consideración la idea de Mouret y proponerle el resto de la manzana, una superficie aún muy extensa. Pero había entrado ya en comandita con otros dos amigos de Hen­riette, y empezaba a hastiarlo aquella munificencia de protec­tor complaciente. Por otra parte, aunque era hombre activo y entusiasta, predispuesto a abrir su bolsa a los muchachos dota­dos de coraje e inteligencia, el talento comercial de Mouret le parecía más sorprendente que atractivo. ¿Aquellos almacenes gigantescos no pecaban de operación fantasiosa e imprudente? ¿Era realmente posible ampliar de forma ilimitada un comer­cio de novedades sin arriesgarse a una catástrofe segura? En definitiva, no creía en aquel negocio, no lo aceptaba. -Admito que su idea puede resultar seductora -decía-. Lo malo es que es una idea de poeta... ¿De dónde iba a sacar clien­tes para llenar semejante catedral? Mouret lo miró en silencio durante unos instantes, como si aquel rechazo lo dejase atónito. ¿Era posible aquello? (Un hombre con tanto olfato, que olía el dinero por muy distante que se hallase! Y, de improviso, con un ademán de rebosante elocuencia, exclamó, señalando a las señoras que estaban en el salón: -¿Las clientes? ¡Ahí las tiene! El sol empezaba a palidecer; el polvillo de oro rojo ya no era sino un resplandor rubio, cuyo último adiós agonizaba en la seda de los cortinajes y en los entrepaños de los muebles. Con la proximidad del crepúsculo, la espaciosa estancia se sumía en una íntima y cálida sensación de bienestar. Mientras el señor De Boves y Paul De Vallagnosc charlaban, delante de una ven­tana, con la mirada perdida en la lejanía de los jardines, las señoras habían estrechado el círculo, formando en el centro de la habitación un corro de faldas del que surgían risas, cuchi­cheos, preguntas y respuestas vehementes, toda la pasión feme­nina por las compras y la moda. Hablaban de trapos: la señora De Boves describía un vestido de baile. -Debajo, un viso de seda malva y, encima, volantes de encaje de Alenzón antiguo, de treinta centímetros de ancho... -¡Ay, pero qué ideal! -interrumpía la señora Marty-. ¡Qué suerte tienen algunas mujeres! El barón Hartmann, cuyos ojos habían seguido el gesto de Mouret, miraba a las señoras a través de la puerta abierta de par en par. Y las escuchaba sin dejar de atender al joven, que, presa del exaltado deseo de convencerlo, le desvelaba más y más su pensamiento, le explicaba cómo funcionaba ahora el negocio de las novedades, basado, en la actualidad, en la renovación rápida e ininterrumpida del capital, que era menester convertir en género el mayor número posible de veces dentro de un mismo año. Así era como, aquel año, su capital, que ascendía tan sólo a quinientos mil francos, había circulado por los almacenes cuatro veces, arrojando una recaudación de dos millones. Una miseria, por cierto, que no tardaría en incre­mentar, pues estaba seguro de que por determinados departa­mentos el capital podía pasar diez e, incluso, veinte veces. -¿Comprende, señor barón? Ésa es la clave para que la máquina funcione. Es muy sencillo, pero había que dar con ello. No necesitamos un fondo de operaciones grande. Nos esforzamos exclusivamente en librarnos rápidamente de los géneros que adquirimos para sustituirlos por otros nuevos, con lo que logramos que el capital rinda interés tantas veces cuan­tas esto sucede. De este modo, podemos permitirnos unos már­genes de beneficio muy bajos. Tenemos unos gastos generales que ascienden a la elevadísima cifra del dieciséis por ciento, mientras que la ganancia es de tan sólo el veinte por ciento, lo que supone un beneficio neto del cuatro por ciento, como mucho; pero acabará dando millones, cuando operemos con grandes cantidades de mercancías, renovándolas continua­mente... Me sigue, ¿verdad? ¿Hay algo más claro? El barón Hartmann volvió a negar con la cabeza. Aquel hombre, que había participado en las más arriesgadas manio­bras, y cuyas temeridades, en los albores del alumbrado de gas, aún se citaban, se mostraba terco y preocupado. -Lo comprendo perfectamente -respondió-. Vende usted barato para poder vender mucho; y vende mucho para vender barato... Lo malo es que hay que vender; y vuelvo a preguntarle lo mismo de antes: ¿a quién venderá usted? ¿Cómo espera mantener unas ventas tan colosales? Interrumpió las explicaciones de Mouret un súbito griterío que llegaba del salón, porque la señora Guibal había opinado que los volantes de encaje de Alenzón antiguo hubiesen que­dado mejor sólo en la delantera. -Pero, querida amiga -decía la señora De Boves- si también llevaba volantes en la delantera. Nunca se ha visto nada tan suntuoso. -Fíjese, me está dando usted una idea -intervenía la señora Desforges-. Tengo unos cuantos metros de encaje de Alen­zón... Voy a comprar más, para adornar un vestido. Volvió a bajar el volumen de las voces, hasta convertirse en un susurro. Las señoras daban cifras: con regateo febril, que hostigaba sus afanes, compraban encajes a manos llenas. -¡Ya ve! -dijo Mouret, cuando por fin pudo hablar de nuevo-. ¡Sabiendo vender, se puede vender lo que se quiera! Ahí reside nuestro éxito. Echó mano entonces de toda su labia provenzal, con encen­didas y evocadoras frases, para mostrar en todo su esplendor el funcionamiento del nuevo comercio. Habló, primero, de cómo se multiplica por diez el poder cuando se agolpan las mercan­cías, cuando se acumulan todas ellas en un mismo lugar, apo­yándose y dándose a valer mutuamente; nunca se pierde el ritmo; siempre hay un artículo de temporada; y, de mostrador en mostrador, la cliente va cayendo en la red, compra aquí la tela; allá, el hilo; acullá, el abrigo; se viste de pies a cabeza. Topa, luego, con hallazgos inesperados, cayendo en la necesi­dad de lo superfluo, de lo bonito. Alabó, acto seguido, las ven­tajas de marcar los artículos con precios que todos pudieran ver. La gran revolución del comercio de novedades se basaba en aquel descubrimiento. Las tiendas de antes, el pequeño comercio, agonizaban porque no podían soportar la guerra de precios que traían consigo los géneros marcados. En la actuali­dad, la competencia se zanjaba cara al público; bastaba con darse una vuelta por los escaparates para fijar los precios; cada tienda hacía las rebajas que podía, conformándose con un beneficio mínimo. Se habían acabado las trampas; no más gol­pes de fortuna meticulosamente basados en vender una tela por el doble de lo que había costado, sino operaciones corrien­tes, con un tanto por ciento regular de ganancia en todos los artículos, limitando el papel de la suerte a la buena organiza­ción de las ventas, tanto más importante cuanto que no había disimulos. ¿No era acaso todo aquello un invento sorprenden­te, que estaba trastocando los negocios y transformando París porque se amasaba con la carne y la sangre de la mujer? -¡Si las mujeres son mías, lo demás me importa un comino! -exclamó, en un brutal arranque de sinceridad, dejándose lle­var por su apasionado entusiasmo. Este grito del alma pareció quebrantar las reticencias del barón. Su sonrisa iba perdiendo el toque irónico; miraba a aquel joven, de cuya fe estaba empezando a contagiarse, y comenzaba a notar que le estaba cobrando afecto. -¡Chitón! -murmuró paternalmente-. Lo van a oír. Pero las señoras hablaban ahora todas a la vez, y ya ni siquiera se atendían entre sí. La señora De Boves estaba acabando de describir el vestido de noche: una escotadísima túnica de seda malva, drapeada y sujeta con lazos de encaje; y más lazos de encaje en los hombros. -Ya lo verán -decía-; me están haciendo un corpiño igual con un raso... -Yo -interrumpió la señora Bourdelais- he preferido el ter­ciopelo. ¡Huy, una ganga! La señora Marty preguntaba: -¿Y la seda? ¿A cuánto? Y, de nuevo, todas rompieron a hablar a la vez. La señora Guibal, Henriette y Blanche medían, cortaban, despilfarraban. Aquello era un auténtico expolio de telas; las señoras entraban a saco en los almacenes, con un apetito de lujo que se explaya­ba en atuendos envidiados y soñados, con una dicha tal de hallarse en el mundo de los trapos que querían vivir sumidas en él, como si fuera el aire tibio que necesitaban respirar. Mouret, en tanto, miraba de reojo el salón. Y, al oído, como si se tratara de alguna de esas confidencias amorosas que, a veces, se atreven a hacerse entre sí los hombres, acabó de expli­car al barón Hartmann, en unas cuantas frases, el funciona­miento del gran comercio moderno. Le reveló, entonces, más allá de todos los hechos ya expuestos, coronando la pirámide, el arte de explotar a la mujer. Tal era el fin último al que todo se encaminaba: la continua renovación del capital; la acumula­ción de mercancías; la tentación de lo barato; los precios mar­cados, que inspiran confianza. Por lo que peleaban y compe­tían los almacenes era por la mujer, a la que hacían caer una y otra vez en la tendida trampa de los saldos, tras aturdirla con los escaparates. Despertaban en ella nuevas apetencias; eran una tentación gigantesca ante la que ella sucumbía fatalmente: al principio, pretendía aprovechar las ocasiones, a fuer de buena ama de casa; luego, se dejaba llevar por la coquetería; al final, se la comían viva. Los almacenes multiplicaban las com­pras, democratizaban el lujo y se convertían, así, en causa de temibles despilfarros, desbaratando los presupuestos familiares y favoreciendo las locuras de la moda, cada vez más costosas. Si adulaban a la mujer y halagaban sus debilidades, si la rodeaban de deferencias, haciendo de ella una reina, era su reinado el de la amorosa soberana de un pueblo de traficantes, a los que paga cada capricho con una gota de sangre. Tras la gentil galantería de Mouret apuntaba el brutal comportamiento de un judío que vendiera a la mujer al peso. Le construía un tem­plo en el que legiones de dependientes quemaban incienso en su honor; ideaba el ritual de un culto nuevo; estaba pendiente de ella, buscaba sin tregua más y mejores tentaciones. Pero, a sus espaldas, después de vaciarle los bolsillos y destrozarle los nervios, rebosaba de ese secreto desprecio que siente el hom­bre por la amante que acaba de cometer la torpeza de entre­garse a él. -¡Haga suyas a las mujeres-le dijo, muy bajito, al barón, con descarada risa-, y venderá el mundo! ` Ahora el barón lo entendía perfectamente. Unas pocas fra­ses habían bastado; el resto podía imaginarlo. Y aquella galante y amorosa forma de explotación lo acaloraba, despertaba en él los recuerdos de sus años de calavera. Entornaba los párpados con expresión de complicidad y no podía por menos de admi­rar al inventor de aquella máquina que se tragaba a las muje­res. ¡Qué portentoso hallazgo! Y, al igual que Bourdoncle, fián­dose de su larga experiencia, comentó: -Ya sabe usted que acabarán tomándose la revancha. Pero Mouret se encogió de hombros, con aplastante despre­cio. Todas le pertenecían, hacía lo que quería con ellas y no era de ninguna. Tras obtener de las mujeres fortuna y placer, las arrojaría todas juntas al arroyo, por si todavía quedaba alguien que pudiera ganarse la vida con sus restos. Era el suyo un des­precio razonado, de meridional y de especulador. -¿Y bien, señor mío -preguntó, a modo de conclusión-, quiere usted unirse a mí? ¿Cree usted posible la operación de los solares? El barón, aunque medio conquistado, no acababa de deci­dirse a aceptar semejante compromiso. Seguía albergando ciertas dudas, pese a que el encanto de Mouret empezaba a surtir efecto. Se disponía a contestarle con alguna evasiva, pero un apremiante requerimiento de las señoras le evitó aquella molestia. Llamaban repetidamente, entre leves risas: -¡Señor Mouret, señor Mouret! Y como éste, al que la interrupción contrariaba, fingía no oírlas, la señora De Boves, que llevaba ya un rato de pie, se acercó a la puerta del saloncito. -Señor Mouret, requerimos su presencia... Eso de andarse perdiendo por los rincones para charlar de negocios es muy poco galante. Tuvo él que ceder, pues, fingiendo que lo hacía de buen grado y con tal expresión de arrobado contento que dejó al barón maravillado. Se levantaron ambos y pasaron al salón principal. -Ya saben que me tienen siempre a su disposición, señoras -dijo Mouret, que entró con la sonrisa en los labios. Lo recibió una triunfante algarabía. Tuvo que acercarse más al grupo; las señoras le hicieron sitio. El sol acababa de ocultar­se tras los árboles de los jardines; el día se apagaba mientras una suave penumbra inundaba poco a poco el amplio salón. Era esa hora crepuscular tan llena de ternura, ese minuto de discreta voluptuosidad que media, en los pisos parisinos, entre la claridad mortecina de la calle y la llegada de las lámparas, que están encendiendo en el office. Caían sobre la alfombra, como un borrón, las sombras de los señores De Boves y Valla­gnosc, que seguían de pie delante de una de las ventanas; y, en tanto, sobre el telón de fondo del resplandor postrero que entraba por la otra, se perfilaba la silueta humilde del señor Marty, con su levita raída y pulcra y aquel rostro empalidecido en el ejercicio de la docencia: había entrado discretamente, minutos antes, y oír a las señoras hablar de vestidos lo trastor­naba por completo. -La venta se inaugura el próximo lunes, ¿no? -preguntaba en aquel preciso instante la señora Marty. -Sin falta, señora -contestó Mouret con voz aflautada, la voz de actor que ponía para hablar con las mujeres. -Ya sabe que pensamos ir todas -intervino entonces Hen­riette-. Cuentan que prepara usted auténticas maravillas. -¡Hombre, tanto como maravillas! -murmuró él, con expre­sión de modesta fatuidad-. Sólo intento ser digno de su bene­plácito. Pero las damas lo atosigaban a preguntas. La señora Bourde­lais, la señora Guibal, e incluso Blanche, todas querían saber más. -Pero dénos usted algún detalle -repetía insistentemente la señora De Boves-. Nos tiene sobre ascuas. Lo tenía cercado el prieto corro cuando Henriette comentó que ni siquiera había tomado una taza de té, lo que causó una tremenda conmoción a las señoras; cuatro de ellas se apresura­ron a servirle, con la condición, eso sí, de que luego responde­ría a todas las preguntas. Henriette echaba té en la taza que sujetaba la señora Marty y, mientras, la señora De Boves y la señora Bourdelais se disputaban el honor de ponerle el azúcar. Luego, tras negarse él a tomar asiento, no bien hubo empeza­do a beberse el té con sorbos lentos, de pie en el centro del corro de mujeres, éstas lo estrecharon, aprisionándolo en el estrecho cerco de sus faldas, sonriéndole con la cabeza erguida y los ojos relucientes. -¿Y esa París-Paraíso, esa seda suya de la que hablan todos los periódicos? -prosiguió la señora Marty, impaciente. -¡Ah! -contestó él-. ¡Es un artículo extraordinario, una faya gros-grain, ligera y resistente... Ya lo comprobarán, señoras. Y sólo podrán comprárnosla a nosotros, porque la tenemos en exclusiva. -¿De verdad? ¡Una seda de buena calidad a cinco sesenta! -exclamó la señora Bourdelais entusiasmada-. ¡Parece increíble! Desde que habían empezado a anunciarla, aquella seda desempeñaba un papel considerable en la vida cotidiana de las señoras. Hablaban de ella, se prometían comprarla, divididas entre el deseo y las dudas. Y, tras la locuaz curiosidad con que agobiaban al joven, afloraba el peculiar temperamento de compradora de cada una de ellas: la señora Marty, poseída por su rabiosa necesidad de comprar, cogía siempre de todo en El Paraíso de las Damas, sin criterio alguno, al azar de lo que hubiese expuesto; la señora Guibal se paseaba por los almace­nes durante horas, sin gastar nunca un céntimo, feliz y satisfe­cha de poder regalarse la vista; la señora De Boves, siempre corta de dinero, padecía continuamente los tormentos de un deseo devorador y sentía rencor hacia las mercancías que no podía llevarse; la señora Bourdelais, con su fino olfato de bur­guesa sensata y práctica, iba derecha a las gangas y, gracias a su maña de buena ama de casa libre de pasiones febriles, daba a los grandes almacenes un sabio uso que le ahorraba mucho dinero; Henriette, por último, muy elegante, sólo adquiría en ellos determinados artículos: sus guantes, calcetería, y toda la ropa de menaje. -También tenemos otras telas sorprendentes por su calidad y su buen precio -proseguía Mouret, con voz cantarina-. Les recomiendo, por ejemplo, nuestra Piel de Oro, un tafetán de brillo incomparable... En las sedas de fantasía encontrarán combinaciones deliciosas, estampados que nuestro comprador ha elegido entre mil; y, en terciopelos, tenemos la gama de tonalidades más completa... Les anticipo que este año se va a llevar mucho el paño, así que no dejen de ver nuestros guatea­dos y nuestros cheviots... Las señoras ya no lo interrumpían; cerraban más y más el círculo; una insinuada sonrisa les entreabría los labios; aproxi­maban el rostro al tentador, lo tendían hacia él como si se les escapase el alma. Se les iba apagando el brillo de los ojos; un leve escalofrío les recorría la nuca. Y él mantenía su serenidad de conquistador, en medio de las turbadoras fragancias que exhalaban los cabellos femeninos. Seguía bebiendo, entre frase y frase, un sorbito de té, cuyo aroma atenuaba aquellos otros perfumes más ásperos en los que se insinuaba un atisbo de fiera. Y el barón Hartmann, viendo aquella capacidad de seducción, tan dueña de sí, lo bastante fuerte para manejar a la mujer de aquel modo sin dejarse llevar por las embriagueces que de ella nacen, no podía apartar los ojos de Mouret y lo admiraba cada vez más. -¿De modo que se va a llevar el paño? -siguió diciendo la señora Marty, con una pasión de coqueta que embellecía su alterado rostro-. Ya iré a ver lo que tienen. La señora Bourdelais, que no perdía el tino, dijo a su vez: -La venta de retales de ustedes es los jueves, ¿verdad?... Espe­raré; tengo que vestir a toda mi gente menuda. Y, volviendo la delicada cabeza rubia hacia la anfitriona, añadió: -Y a ti, ¿te sigue vistiendo Sauveur? -La verdad es que sí -contestó Henriette-. Sauveur es muy cara, pero es la única, en todo París, que sabe hacer las blusas como es debido... Y por mucho que diga el señor Mouret, tiene los estampados más bonitos, unos estampados que no se ven en ninguna otra parte. No puedo soportar que todas las mujeres lleven el mismo vestido que yo. Mouret reaccionó con una sonrisa discreta y, a continuación, dio a entender que la señora Sauveur le compraba las telas a él; era cierto que adquiría directamente en fábrica ciertos estam­pados, cuya exclusiva se reservaba; pero, en sedas negras, por ejemplo, siempre estaba al acecho de las ofertas de El Paraíso de las Damas, de donde se llevaba grandes remesas, que luego vendía doblando y hasta triplicando el precio. -Así que estoy seguro de que nos mandará a su gente para que nos quite la París-Paraíso de las manos. ¿Qué sentido ten­dría que pagase esa seda en fábrica más cara de lo que se la vendemos nosotros?... ¡Pero si perdemos dinero con ella, se lo aseguro! Fue el golpe de gracia. Pensar que el comerciante perdía dinero fustigaba en ellas esa codicia de mujeres cuyo placer de comprar se dobla si creen que, al hacerlo, están robando al vendedor. Mouret sabía que no podían resistirse a las gangas. -¡Si es que lo damos todo regalado! -exclamó, jovialmente, cogiendo el abanico de la señora Desforges, que se había que­dado encima del velador que tenía a sus espaldas-. Fíjense en este abanico... ¿Cuánto dice que ha costado? -El Chantilly, veinticinco francos y las varillas, doscientos -dijo Henriette. -Bueno, pues el Chantilly no es caro. Aunque nosotros lo tenemos igual a dieciocho francos... Y en lo que se refiere a las varillas, querida señora, le han robado miserablemente. Yo no me atrevería a venderlas a más de noventa francos. -¡Lo que yo decía! -exclamó la señora Bourdelais. -¡Noventa francos! -murmuró la señora De Boves-. La ver­dad es que hay que estar sin un céntimo para renunciar a algo así. Había vuelto a coger el abanico para examinarlo, junto con su hija Blanche; y en el rostro carnoso de rasgos regulares, en los ojos grandes y soñolientos, iba creciendo un deseo refrena­do y ansioso por aquel capricho que no podría nunca satisfa­cer. Por segunda vez, fue pasando de mano en mano el abani­co, entre comentarios y exclamaciones. Entre tanto, el señor De Boves y Vallagnosc se habían apartado de la ventana. Mien­tras el primero volvía a colocarse detrás de la señora Guibal, cuyo escote escudriñaba sin perder su correcta expresión de superioridad, el joven se inclinó hacia Blanche, tratando de decirle algo amable. -¿No le resulta un poco triste, señorita, la combinación de varillas blancas y encaje negro? -¡Huy! Pues he visto yo un abanico de nácar y plumas blan­cas..-respondió ella, muy digna, sin que el más leve rubor le tiñese el abotagado rostro-. ¡Qué cosa más virginal! El señor De Boves, que sin duda se había fijado en los des­consolados ojos con que su mujer iba siguiendo el abanico, metió, al fin, baza en la conversación: -Esos chismes se rompen en seguida. -¡Qué me va usted a contar! -ratificó, simulando indiferen­cia, la señora Guibal, con su mohín de agraciada pelirroja-. Estoy aburrida de mandar los míos a que los peguen. La señora Marty, a la que aquella charla ponía fuera de sí, llevaba un rato sobando febrilmente el bolso rojo que tenía en el regazo. Todavía no había podido sacar sus compras y se moría de ganas de enseñarlas, como si la apremiara algún deseo sensual. De repente, olvidándose de su marido, abrió el bolso y sacó varios metros de una estrecha tira de encaje enro­llada alrededor de una cartulina. -Es el encaje de Valenciennes para mi hija del que les hablé antes -dijo-. Es de tres centímetros de ancho. Muy lindo, ¿ver­dad?... A un franco con noventa. El encaje pasó de mano en mano, entre exclamaciones de asombro de las señoras. Mouret afirmaba que vendía las punti­llas para guarniciones a precio de fábrica. Por su parte, la seño­ra Marty había vuelto a cerrar el bolso, como si ocultara en él cosas que no deben mostrarse en público. Pero, viendo el éxito que había tenido el encaje de Valenciennes, no pudo resistirse a sacar también un pañuelo. -También encontré este pañuelo... Incrustaciones de Bruse­las, querida... ¡Un auténtico hallazgo! ¡Veinte francos! Y, desde ese mismo instante, el bolso se convirtió en un saco sin fondo. La señora Marty, ruborizándose de placer, mostraba, con cada nueva compra, la encantadora y pudorosa turbación de una mujer mientras se desnuda. Primero, una corbata de blonda española, que le había costado treinta francos: no la quería, pero el dependiente le había jurado que sólo quedaba aquélla y que iban a subir de precio. Luego, un velo de sombre­ro de encaje de Chantilly: un poco caro, cincuenta francos; si no lo usaba ella, algo podría hacer con él a su hija. -¡Dios mío, es que los encajes son tan bonitos! -repetía, con sonrisa nerviosa-. Cuando me meto en ese departamento, me lo llevaría todo. -¿Y esto? -preguntó la señora De Boves, examinando una pieza de guipur. -Es un retal de entredoses -respondió la señora Marty-. Hay veintiséis metros. Un franco el metro, ¿sabe usted? -¡Caramba! -se sorprendió la señora Bourdelais-. ¿Y qué piensa hacer con él? -¡Ah, pues no lo sé!... Pero me pareció un dibujo tan curio­so... En aquel momento, alzó los ojos y vio el rostro aterrado de su marido. Se había puesto aún más pálido, toda su persona expresaba la angustia resignada de un pobre hombre que pre­sencia el desmoronamiento del sueldo que tanto le ha costado ganar. Cada nuevo retazo de encaje representaba para él un desastre: el despilfarro de sus amargas jornadas de docencia; el anonadamiento de sus caminatas por el barro, camino de las clases particulares; los incesantes esfuerzos de toda una vida abocados a una pobreza vergonzante, al infierno de un hogar menesteroso. Ante el espanto creciente de aquella mirada, la señora Marty quiso ocultar el pañuelo, el velo, la corbata; y, mientras los rescataba con manos febriles, repetía, entre risitas nerviosas: -Van ustedes a conseguir que me riña mi marido... Te asegu­ro, querido, que he sido muy sensata, porque había un mantón de quinientos francos... ¡Ay, qué maravilla! -¿Y por qué no lo compró usted? -replicó, muy calmosa, la señora Guibal-. El señor Marty es el hombre más atento del mundo. Al profesor no le quedó más remedio que hacer una ligera venia y asegurar que su mujer gozaba de total libertad. Pero, al imaginarse el peligro que suponía aquel mantón, sintió que le recorría la espalda un glacial escalofrío; y como Mouret, preci­samente, estaba afirmando que los nuevos almacenes mejora­ban el bienestar de los hogares de la burguesía media, le lanzó una mirada terrible, el relámpago de odio de un tímido que no se atreve a estrangular a nadie. Por su parte, las señoras seguían sin soltar los encajes, que las tenían embriagadas. Desenrollaban las piezas, se las pasa­ban de mano en mano. Y aquellos sutiles lazos las ataban, las obligaban a estrechar aún más el círculo. Sentían en los rega­zos la caricia de aquel tejido de milagrosa delicadeza, en el que se les demoraban las manos culpables. Acorralaban más y más a Mouret; lo agobiaban con nuevas preguntas. Como la oscuri­dad iba en aumento, él tenía que agachar la cabeza, a veces, para examinar el punto de un encaje o elogiar un dibujo, rozándoles el cabello con la barba. Pero, incluso sumido en aquella perezosa voluptuosidad del crepúsculo y en el entibia­do perfume que les subía de los hombros, seguía siendo su dueño, aunque fingiese arrobo. Tenía una naturaleza femeni­na, y ellas sentían cómo las penetraba y poseía aquel sutil ins­tinto que adivinaba sus más íntimos secretos, al que se entrega­ban, seducidas; y él, en tanto, habiendo adquirido ya la certidumbre de que las tenía a su merced, se erguía, domina­dor, con brutal autoridad, como el despótico monarca de la moda. -¡Ay, señor Mouret, señor Mouret! -cuchicheaban las voces, balbucientes y desfallecidas, desde las tinieblas del salón. Las últimas claridades del cielo se iban apagando en los herrajes de cobre de los muebles. Sólo los encajes conservaban sus níveos reflejos en el regazo de las señoras, cuya confusa proximidad parecía rodear al joven de devotas arrodilladas. Un último reflejo brillaba aún en la panzuda tetera, un res­plandor breve e intenso de lamparilla encendida en una tibia alcoba perfumada de té. El hechizo se rompió de improviso cuando entró el lacayo con dos lámparas. Despertó el salón, alegre y luminoso. La señora Marty volvía a guardar sus encajes en las profundidades del bolso; la señora De Boves saboreaba otro pastelillo borracho; y, mientras, Henriette, de pie en el vano de una ventana, charlaba a media voz con el barón Hart­mann. -Es un hombre encantador -dijo éste. -¿Verdad que sí? -se le escapó a ella, con involuntaria excla­mación de mujer enamorada. El barón sonrió y la contempló con paternal indulgencia. Era la primera vez que la veía tan prendada; y, como su supe­rioridad lo ponía al amparo del sufrimiento, sólo sentía com­pasión al verla en manos de aquel joven apuesto, tan tierno y de tan fría indiferencia. Creyó que debía ponerla sobre aviso, y le susurró, con tono de guasa: -Tenga cuidado, querida; se la comerá a usted, y a todas las demás también. Una llamarada de celos encendió los hermosos ojos de Hen­riette. Intuía que era muy probable que Mouret se hubiese limitado a utilizarla para acercarse al barón. Y se juraba a sí misma que volvería loca de amor a aquel joven, cuyo cariño de hombre apresurado tenía el encanto fácil de una canción lan­zada a los cuatro vientos. -¡Bah! -replicó, fingiendo bromear a su vez-. Siempre es el cordero el que acaba por comerse al lobo. Despertóse el interés del barón, que, con un gesto de la cabeza, la animó a perseverar. Quizá fuera ella la mujer que tenía que llegar algún día para vengar a todas las demás. Cuando Mouret, tras haber vuelto a decir a Vallagnosc que quería mostrarle su máquina en marcha, se acercó al barón para despedirse, éste lo retuvo en el hueco de la ventana, frente a los jardines sumidos en tinieblas. Cedía por fin a la seduc­ción; al verlo en el corro de señoras, había creído en él. Charla­ron ambos unos instantes en voz baja y, al cabo, el banquero manifestó: -Me comprometo a estudiar el asunto... Si la inauguración de la venta del lunes resulta tan brillante como me ha anuncia­do usted, puede darlo por hecho. Se dieron un apretón de manos y Mouret, que parecía encantado de la vida, se fue a su casa, pues no cenaba a gusto si no echaba una ojeada, todas la noches, a la recaudación de El Paraíso de las Damas IV Aquel lunes, 10 de octubre, un claro sol, heraldo de victorias, atravesó las nubes grises que llevaban una semana ensombre­ciendo París. Hasta la noche anterior había estado cayendo una pertinaz llovizna, un polvillo de agua que mojaba y ensu­ciaba las calles; pero, de madrugada, fuertes y veloces ráfagas habían arrastrado consigo las nubes y oreado las aceras. El cielo azul mostraba una límpida alegría primaveral. Como era de esperar, El Paraíso de las Damas lanzaba mil fulgores desde las ocho de la mañana, bajo los rayos de aquel sol tan claro, en todo el esplendor de la inauguración de la gran venta de novedades de invierno. En la puerta ondeaban banderas; las piezas de lana palpitaban en el aire fresco de la mañana, animando la plaza de Gaillon con un tumulto de ver­bena; mientras, en ambas calles, los escaparates desplegaban sinfonías de telas, cuyos resplandecientes tonos avivaba aún más la limpidez de las lunas. Era algo así como una orgía de colores, un regocijo callejero que estallaba en aquella esquina, en aquel rincón dedicado por completo al consumo, abierto de par en par, al que todo el que quisiera podía acudir a ale­grar la vista. Pero a aquella hora entraba poca gente, unas cuantas clien­tes apresuradas, amas de casa del vecindario, mujeres que que­rían ahorrarse los empujones de por la tarde. Tras los tejidos que los empavesaban, se notaba que los almacenes estaban vacíos, en pie de guerra y esperando a la clientela, con las tari­mas enceradas y las secciones rebosantes de artículos. La presu­rosa muchedumbre matutina apenas miraba los escaparates de reojo y sin acortar el paso. En la calle Neuve-Saint-Augustin y en la plaza de Gaillon, donde estaba previsto que esperasen los vehículos, sólo había, a las nueve, dos coches de punto. Tan sólo formaban grupos en los portales y en las esquinas de las aceras los vecinos del barrio, sobre todo los pequeños comer­ciantes, a quienes conmocionaba semejante despliegue de pendones y penachos; y no perdían detalle, rebosantes de acer­bos comentarios. Lo que más los indignaba era ver, en la calle de la Michodiére, delante del servicio de envíos, uno de los cuatro carruajes que Mouret acababa de mandar a recorrer París: destacaban las letras en amarillo y rojo, sobre fondo verde; y los acharolados entrepaños lanzaban al sol destellos de oro y púrpura. El coche, recién pintado, luciendo el nombre de la casa en todos los cuarteles y rematado, además, con una pancarta que anunciaba la inauguración de la venta, se alejó al fin, en cuanto acabaron de cargarlo con los paquetes que ha­bían quedado sin repartir la víspera, al trote de un espléndido caballo; y Baudu, lívido en el umbral de El Viejo Elbeuf siguió con la vista, hasta que se perdió por el bulevar, aquel vehículo, radiante como un sol, que paseaba por toda la ciudad el abo­rrecido nombre de El Paraíso de las Damas. Entre tanto, ya iban llegando y tomando la fila algunos coches de punto. Cada vez que aparecía una cliente, se inmuta­ba la hilera de mozos de almacén que formaban bajo la elevada puerta, vestidos de librea: frac y pantalón verde claro, chaleco a rayas amarillas y naranja. Y el inspector Jouve, el ex capitán reti­rado, estaba allí, con levita y corbata blanca, luciendo la conde­coración que daba fe de una añeja probidad, recibiendo a las señoras con severa cortesía, inclinándose hacia ellas para indi­carles los departamentos. Luego, las clientes se internaban por el vestíbulo, convertido en salón oriental. Ya desde la puerta, las arrebataba el pasmoso y sorprendente espectáculo. Se trataba de una creación de Mouret, que había sido el primero en tener la ocurrencia de adquirir, en excelen­tes condiciones, y traer de tierras levantinas toda una colección de alfombras, antiguas y modernas, esas alfombras difíciles de conseguir que, hasta entonces, sólo vendían, a elevados pre­cios, los comerciantes de curiosidades y rarezas. Pensaba inundar el mercado con ellas, las daba casi a precio de coste, sin aspirar a más ventaja que usarlas para componer un soberbio decorado que atrajese a sus almacenes a refinados comprado­res de arte. Desde el centro de la plaza de Gaillon podía divisar­se aquel salón oriental, formado únicamente con alfombras y portiers que los mozos habían colgado ateniéndose a las ins­trucciones del dueño. Para empezar, cubrían el techo alfom­bras de Esmirna, cuyos complicados dibujos destacaban sobre un fondo rojo. Luego, por los cuatro costados, pendían portiers: de Karamán y de Siria, con zigzagueantes trazos verdes, amarillos y bermellón; de Divarbekir, más bastos, rudos al tacto como sayos de pastor; y también otras alfombras que podían hacer las veces de tapices: alfombras largas y estrechas de Isfa­hán, de Teherán, de Kermashán; alfombras más anchas de Shumaka y de Madrás: curiosas floraciones de peonías y pal­mas, fantasías sin trabas en el jardín de los sueños. Por el suelo, seguía habiendo alfombras, una siembra de espesos toisones; la del centro, que venía de Agra, era una extraordinaria pieza de fondo blanco y ancho reborde azul pálido, que recorrían adornos violáceos fruto de una exquisita inspiración. Se des­plegaban, luego, por doquier, las alfombras de La Meca, de aterciopelados reflejos; las alfombrillas de oración de Dagues­tán, con su simbólico pico; las alfombras del Kurdistán, salpica­das de abiertas flores; y, por fin, apilado en una esquina, un alud de alfombras baratas de Guerdés, de Cula y de Kirshehir, de quince francos en adelante. Sillones y sofás confeccionados con alforjas de camello amueblaban aquella tienda digna de un suntuoso bajá: en algunas se cruzaban vistosos rombos; en otras se abrían ingenuas rosas. Allí estaban Turquía, Arabia, la India, tras vaciar los palacios y desvalijar las mezquitas y los zocos. El oro leonado prevalecía en las desdibujadas alfombras antiguas, cuyos tonos ajados conservaban una oscura tibieza, un degradado de ascuas apagadas, un bello color de barro cocido como el que vemos en los antiguos maestros de la pintu­ra. Y flotaban visiones de Oriente tras el lujo de aquel arte bár­baro, entre aquel penetrante olor de comarcas de miseria v sol que las lanas viejas conservaban. Cuando Denise, que empezaba a trabajar precisamente ese lunes, había cruzado, a las ocho, el salón oriental, se había quedado sobrecogida al no reconocer ya la entrada de los almacenes; y aquel decorado de harén colocado ante la puerta había acabado de trastornarla. Un mozo la condujo al sota­banco y la puso en manos de la señora Cabin, encargada de la limpieza y la vigilancia de los cuartos; y ésta la instaló en el número 7, adonde ya le habían subido el baúl. Era una estre­cha celda abuhardillada, con un tragaluz que daba al tejado; la amueblaban una cama pequeña, un armario de nogal, un tocador con jofaina y palangana, y dos sillas. Veinte habitacio­nes iguales se alineaban a lo largo de un corredor conventual pintado de amarillo. Y, de las treinta y cinco dependientes de la casa, las veinte que no tenían familia en París dormían allí, mientras que las otras quince vivían en sus casas, algunas en casa de supuestas tías o primas. Denise se quitó en el acto el raído vestido de lana, tantas veces cepillado, remendado en las mangas, el único que había traído de Valognes. Se puso luego el uniforme de su departamento: un vestido de seda negra que le habían arreglado y la esperaba encima de la cama. Le seguía estando algo grande, ancho de espalda. Pero se dio tanta prisa en vestirse y estaba tan turbada que no paró mien­tes en esos detalles de coquetería. Nunca había llevado ropa de seda. Mientras bajaba, endomingada e incómoda, miraba el brillo de la falda y se avergonzaba de los ruidosos susurros de la tela. Cuando llegó abajo y entró en el departamento, acababa de estallar una riña. Oyó que Clara decía con voz chillona: -Yo he llegado antes que ella, señora Aurélie. -No es cierto -contestaba Marguerite-. Me ha dado un empujón en la puerta, pero yo tenía un pie dentro del salón. Lo que andaba en juego era el orden de inscripción que regulaba los turnos de venta. Las dependientes se apuntaban en una pizarra, según iban llegando. Y cada vez que una de ellas había atendido a una cliente, volvía a anotar su nombre debajo de los demás. La señora Aurélie acabó por darle la razón a Marguerite. -¡Siempre con injusticias! -susurró Clara, rabiosa. Pero la llegada de la nueva reconcilió a las jóvenes. La mira­ron y, luego, cruzaron una sonrisa. ¿Cómo era posible tener tan malas trazas? Denise se dirigió torpemente hacia la pizarra para apuntarse al final de la lista, en tanto que la señora Auré­lie la examinaba con mohín preocupado y exclamaba, sin poder contenerse: -Hija mía, en ese vestido caben dos como usted. Habrá que estrecharlo... Y, además, no sabe usted arreglarse. Venga aquí, que la voy a retocar un poco. Y la condujo ante uno de los altos espejos, que alternaban con las puertas macizas de los armarios en donde se guardaban las prendas de confección. Rodeaban la amplia estancia lunas y entrepaños de roble tallado, cubría el suelo una moqueta roja rameada, y parecía el trivial salón de un hotel por el que cruza un continuo desfile de presurosos viandantes. Ese parecido lo acentuaban las jóvenes dependientes, reglamentariamente ves­tidas de seda, que paseaban por allí su mercantil cortesía sin sentarse en ninguna de las doce sillas reservadas exclusivamen­te para las clientes. Todas llevaban, como hincado en el pecho, prendido entre dos ojales del corpiño, un lapicero grande con la punta hacia fuera. Y, asomando a medias de un bolsillo, se veía la mancha blanca del talonario de ventas. Algunas se atre­vían a lucir joyas: sortijas, broches, cadenas. Pero de lo que pre­sumían sobre todo era de un lujo en el que rivalizaban y que les permitía salirse de la impuesta uniformidad del atuendo: todas tenían puesta su vanidad en el cabello, y se esmeraban en pei­narlo y rizarlo, abultándolo con trenzas y moños cuando les parecía poco abundante. -A ver, tírese del cinturón por delante -repetía la señora Aurélie-. Ve, así, por lo menos no se abolsa el vestido por la espalda... ¿Y cómo es posible que vaya tan desastrosamente pei­nada? Tendría un pelo espléndido, si quisiera. Ésa era, en efecto, la única belleza de Denise. La melena, de un rubio ceniciento, le llegaba hasta los tobillos. Y le costaba tanto peinarla que se contentaba con recogerla y apelotonarla, sujetándola con los fuertes dientes de una peineta de hueso. Clara, muy contrariada al verle aquel pelo, fingía burlarse de la torpeza del peinado, que no le quitaba su montaraz encanto. Hizo una seña a una de las dependientes del departamento de lencería, una muchacha de cara carnosa y expresión agrada­ble. Los dos departamentos eran contiguos y vivían en perma­nente rivalidad; pero las dependientes de ambos se ponían de acuerdo a veces para reírse de alguien. -Señorita Cugnot, fíjese en esas crines -repetía Clara, mien­tras Marguerite le daba codazos y fingía también estar muerta de risa. Pero la dependiente de lencería no tenía ganas de broma. Llevaba un rato mirando a Denise y acordándose de cuánto habría sufrido ella, en su departamento, los primeros meses. -Bueno, ¿y qué? -respondió-. Más de una querría tener unas crines así. Y regresó a su puesto, dejando a las otras dos muy molestas. Denise, que la había oído, la siguió con mirada agradecida, en tanto que la señora Aurélie le entregaba un talonario de ventas a su nombre, al tiempo que le decía: -Bueno, ya se arreglará usted mañana con más maña... Y ahora intente hacerse a las costumbres de la casa y espere su turno de venta. Hoy vamos a tener un día muy duro y podre­mos ver lo que da usted de sí. No obstante, el departamento seguía vacío. A aquella hora tan temprana, pocas clientes subían a confección y las depen­dientes ahorraban fuerzas, envaradas y despaciosas, preparán­dose para el cansancio de la tarde. Denise, intimidada al pen­sar que andaban acechando sus primeros pasos, afiló el lapicero para no estar mano sobre mano. Luego, imitando a las demás, se lo hincó en el pecho, entre dos ojales. Se daba áni­mos a sí misma: tendría que ganarse el puesto, a ver qué reme­dio. La víspera le habían dicho que, al principio, no le paga­rían un sueldo fijo; cobraría nada más el tanto por ciento y la comisión sobre las ventas que hiciese. Pero tenía esperanzas de conseguir así mil doscientos francos, pues sabía que las buenas dependientes llegaban a los dos mil si ponían mucho empeño. Ya se había hecho un presupuesto: con cien francos al mes podría pagar la pensión de Pépé y atender a Jean, que no cobraba ni un céntimo; e incluso podría vestirse y comprarse algo de ropa blanca. Pero para conseguir esa cantidad tan ele­vada tenía que ser trabajadora y fuerte; no permitir que la afec­tasen las antipatías que notara a su alrededor; luchar y, si era preciso, arrebatar a sus compañeras la parte que le correspon­día. Mientras intentaba sacar fuerzas de esos razonamientos, un joven alto, que pasaba por delante, le sonrió y, al reconocer a Deloche, que había entrado el día anterior en los encajes, le devolvió la sonrisa, feliz de volver a encontrarse con un amigo y viendo en aquel saludo un buen presagio. A las nueve y media, una campana había anunciado el pri­mer turno del almuerzo. Volvió a sonar para anunciar el segun­do. Y las clientes seguían sin llegar. La segunda encargada, la señora Frédéric, cuya hosca intransigencia de viuda se compla­cía en anunciar desastres, aseguraba con frases lapidarias que el día estaba perdido: no vendría ni un alma; ya podían cerrar los armarios e irse. Tal predicción le nublaba el rostro a Mar­guerite, que rabiaba por el dinero, mientras que Clara, con su aspecto de caballo desbocado, soñaba ya con irse de merienda al bosque de Verriéres si la casa se hundía. En cuanto a la seño­ra Aurélie, muda, muy seria, paseaba su facies de César por el departamento vacío, como un general responsable de la victo­ria y la derrota. A eso de las once, aparecieron unas cuantas señoras. Iba a llegarle el turno a Denise. Y precisamente entonces anuncia­ron que se acercaba una cliente. -La provinciana gorda, ya sabéis a quién me refiero -susurró Marguerite. Se trataba de una mujer de cuarenta y cinco años que, de tarde en tarde, acudía a darse una vuelta por París desde su remota provincia, donde se pasaba los meses ahorrando, cénti­mo a céntimo. Y luego, en cuanto se bajaba del tren, se metía en El Paraíso de las Damas y se lo gastaba todo. Pocas veces compraba por correspondencia porque le gustaba ver la mercancía y disfrutaba tocándola; llegaba incluso a llevarse reme­sas de agujas, alegando que le costaban un ojo de la cara en la ciudad pequeña en que vivía. Todos la conocían en los almace­nes; sabían que se apellidaba Boutarel y que vivía en Albi, y no sentían interés por enterarse ni de su vida ni de las circunstan­cias de ésta. -¿Qué tal está usted, señora Boutarel? -le estaba preguntan­do la señora Aurélie, que le había salido al encuentro-. ¿En qué podemos servirla? En seguida la atienden. Luego se dio la vuelta: -¡A ver, señoritas! Denise ya se estaba acercando, pero Clara se abalanzó hacia la cliente. Solía mostrarse perezosa a la hora de vender, pues le importaba un ardite el dinero, ya que ganaba más fuera de las horas de trabajo, y de forma más regalada. Pero la espoleaba la idea de quitarle una buena cliente a la nueva. -Lo siento, pero me toca a mí -dijo Denise, soliviantada. La señora Aurélie la apartó con mirada severa, diciendo en voz baja: -No hay turno que valga; aquí mando yo... Espere usted a haber aprendido para atender a las clientes de la casa. La joven retrocedió; y, al notar que se le llenaban los ojos de lágrimas, quiso ocultar aquel exceso de sensibilidad y se volvió de espaldas, de pie ante los ventanales, haciendo como si mira­se la calle. ¿Acaso iban a impedirle vender? ¿Iban a ponerse todas de acuerdo para arrebatarle de aquella forma las buenas ventas? La invadía el miedo al futuro, notaba cómo la aplasta­ban tantos intereses cobardes. Cediendo a la amargura de sen­tirse abandonada, miraba El Viejo Elbeuf, en la acera de enfrente, y pensaba que habría debido rogar a su tío que la dejara quedarse en su comercio. A lo mejor él estaba deseando cambiar de opinión, pues la víspera le había parecido verlo muy afectado. Ahora estaba completamente sola en aquellos enormes almacenes donde nadie la quería, donde se sentía maltrecha y extraviada. Pépé y Jean, que nunca habían salido de sus faldas, vivían en casa de extraños, y eso le dolía como un desgarro. A través de dos gruesas lágrimas, que no quería dejar correr, veía temblar la calle entre una neblina. Entre tanto, unas voces zumbaban a su espalda. -En éste me tira la sisa. -La señora está en un error -repetía Clara-. Los hombros le quedan perfectamente... A menos que la señora prefiera una polonesa en vez de un abrigo. Denise se sobresaltó al notar una mano en el hombro: la señora Aurélie la interpelaba con tono severo. -¡Muy bien! Ahora me la encuentro a usted mano sobre mano, mirando por la ventana. ¡Esto no puede seguir así! -Si es que no me dejan vender, señora Aurélie. -Otras cosas hay por hacer, señorita. Empiece por el princi­pio... Recoja y doble las prendas. Ya estaban manga por hombro los armarios, pues había habido que seguirles la corriente a las pocas clientes que ha­bían pasado por el departamento. Y encima de las dos largas mesas de roble, a derecha e izquierda del salón, se apilaba un desbarajuste de abrigos, de polonesas, de tapados, de prendas de todas las tallas y formas. Denise, sin responder, empezó a se­leccionarlas, doblándolas primorosamente para volver a colo­carlas en los armarios. Tal era la tarea de poca monta que ha­cían las principiantes. No volvió a protestar, pues sabía que debía mostrarse pasiva y obediente y esperar a que la encarga­da tuviera a bien dejarla vender, como parecía haber sido su intención al principio. En esa ocupación seguía cuando apare­ció Mouret. Al pensar que iba a dirigirle la palabra, le dio un brinco el corazón, se ruborizó y sintió que volvía a invadirla aquel extraño miedo. Pero él no la vio; ni se acordaba ya de aquella pobre muchacha a la que había prestado apoyo cedien­do a una fugitiva impresión de delicioso agrado. -¡Señora Aurélie! -llamó con voz cortante. Estaba algo pálido, pero con la mirada clara y resuelta empe­ro. Al hacer la ronda por los departamentos, acababa de encontrárselos vacíos y, de pronto, la posibilidad de una derro­ta había empañado su tozuda fe en el éxito. Por supuesto que acababan de dar las once; sabía por experiencia que pocas veces había aglomeraciones antes de comer. Pero algunos indicios lo habían preocupado: en otras inauguraciones de ventas, había ya cierto movimiento desde por la mañana; y, además, ni siquiera veía mujeres vestidas de cualquier manera, esas clien­tes del barrio que bajaban a comprar como si fueran a casa de la vecina. Del mismo modo que les sucede a todos los grandes capitanes al entablar la batalla, se había apoderado de él un desfallecimiento supersticioso, pese a sus acostumbrados bríos de hombre de acción. Iba a ser un fracaso; estaba perdido; y no habría sido capaz de decir el porqué. Leía la derrota incluso en los rostros de las señoras con las que se cruzaba. Y, precisamente, la mismísima señora Boutarel, que siempre acababa comprando algo, se iba, declarando: -No, no tienen nada que me agrade... Ya veremos; me lo pensaré. Mouret la siguió con la vista. Y, al acudir la señora Aurélie a su llamada, se la llevó aparte; cruzaron unas cuantas palabras rápidas. Ella hizo un ademán de desconsuelo; estaba claro que le contestaba que la venta no acababa de arrancar. Por un momento, se miraron cara a cara, mientras los atenazaba una de esas dudas que los generales ocultan a los soldados. Luego, él dijo en voz alta, muy campechano: -Si necesita usted más personal, que venga alguna chica del taller... Siempre podrá echar una mano. Y siguió con la ronda, desesperado. Llevaba toda la mañana eludiendo a Bourdoncle, cuyos desasosegados comentarios lo irritaban. Al salir de la lencería, donde las ventas iban aún peor, se topó con él y tuvo que soportar que enumerase una retahíla de temores. Y entonces lo mandó al demonio sin más miramientos, con esa brutalidad con que trataba incluso a sus subordinados inmediatos cuando estaba (le malas. -¡Déjeme tranquilo! Todo va bien... Acabaré por poner de patitas en la calle a todos los timoratos. Se quedó, solo y a pie firme, junto a la barandilla que daba al patio central. Desde allí, con los departamentos de la entreplanta a su alrededor y los de la planta baja a sus pies, dominaba los almacenes. Al verse en medio de un desierto, se quedó consternado: en los encajes, una señora de edad obli­gaba al dependiente a rebuscar en todas las cajas, pero no compraba nada; y, mientras, en la lencería, tres bribonas lle­vaban ya un buen rato escogiendo cuellos de noventa cénti­mos. Se fijó, a la luz que entraba a trechos desde la calle, en que abajo, en las galerías cubiertas, empezaba ya a haber más animación: un desfile lento, un paseo espaciado, con muchos claros, ante los mostradores repletos; en la mercería y en la calcetería se agolpaban mujeres de trapillo. Pero no había casi nadie en la ropa blanca ni en los géneros de lana. Los mozos, con sus fracs verdes, con anchos botones de cobre que relucían al sol, seguían de brazos caídos, esperando a la clien­tela. De tarde en tarde, pasaba un inspector de aspecto ceremonioso, muy estirado y con corbata blanca. Lo que más metía a Mouret el corazón en un puño era la mortecina paz del patio central: la luz caía desde arriba, desde una cristalera esmerilada que tamizaba la claridad y la convertía en un pol­villo blanco, difuso, que flotaba quietamente y bajo el que parecía dormir el departamento de la seda, en medio de un estremecido silencio de capilla. No se oían más ruidos que los pasos de un dependiente, unos cuantos cuchicheos, el roce de alguna falda que cruzaba por allí, sonidos leves y como sofocados en la tibieza del calorífero. Y, no obstante, iban lle­gando carruajes: se oía cómo los caballos se detenían brusca­mente, cómo se cerraban de golpe las portezuelas. Llegaba desde fuera un lejano guirigay; curiosos que se agolpaban ante los escaparates; coches de punto que paraban en la plaza de Gaillon, toda una muchedumbre en marcha que se iba acercando. Pero, al ver que los cajeros, desocupados, se arre­llanaban en el asiento, detrás de la ventanilla; al comprobar que las mesas en donde se hacían los paquetes seguían desnu­das, con sus cajas de bramantes y sus manos de papel azul, a Mouret, que se indignaba consigo mismo por tener aquel miedo, le parecía que su gigantesca máquina se le iba que­dando quieta y fría bajo los pies. -Fíjese, Favier -susurró Hutin-, fíjese en el patrón, allá arri­ba... No parece muy animado que digamos. -¡Vaya unos almacenes de tres al cuarto! -respondió Favier-. ¡A quien se le diga que todavía no he vendido nada! Ambos intercambiaban en voz baja frases breves, sin mirarse, mientras acechaban a las clientes. Los otros dependientes del departamento, con Robineau al mando, estaban apilando pie­zas de París-Paraíso; entre tanto, Bouthemont llevaba un buen rato hablando con una joven flaca y parecía estar concertando a media voz un pedido de importancia. Los rodeaban estante­rías de elegante fragilidad en las que se amontonaban las pie­zas de seda, dobladas y envueltas en forma de alargados paque­tes de papel crema, que se asemejaban a cuadernillos de inusitado tamaño. Y, por encima de los mostradores, abarro­tándolos, las sedas de fantasía, los moarés, los rasos y los tercio­pelos parecían arriates de flores cortadas, toda una cosecha de tejidos delicados y de precio. Aquél era el departamento más suntuoso, un auténtico salón donde las mercancías, tan livia­nas, no eran sino una lujosa decoración. -Necesito cien francos para el domingo -siguió diciendo Hutin-. Si no me saco una media de doce francos diarios, estoy perdido... Yo que había contado con esta venta. -¡Caray! ¡Cien francos! ¡Pues no es poco! -dijo Favier-. Yo me conformo con cincuenta o sesenta... ¿Qué pasa? ¿Se pemite usted andar con mujeres de mundo? -De ninguna manera, amigo mío. Una bobada que he hecho, figúrese, he apostado y he perdido... Así que les debo una invitación a cinco personas, dos hombres y tres mujeres... ¡Maldita sea! ¡A la primera que pase le coloco veinte metros de París-Paraíso! Siguieron charlando un rato más; se contaron lo que habían hecho el día anterior y lo que pensaban hacer a la semana siguiente. Favier apostaba a las carreras; Hutin iba a remar y mantenía a artistas de café cantante. Pero a ambos los hostiga­ba la misma necesidad de dinero; sólo pensaban en el dinero; luchaban por el dinero de lunes a sábado y se gastaban todas las ganancias el domingo. Aquélla era la tiránica preocupación de la casa, un combate sin tregua e inmisericorde. Y Bouthe­mont, siempre tan hábil, acababa de acaparar a la enviada de la señora Sauveur, la mujer flaca con la que estaba hablando. Un negocio redondo, dos o tres docenas de piezas, porque la famosa modista siempre compraba mucho. ¡Y, hacía un momento, también Robineau había tenido el capricho de soplarle una cliente a Favier! -¡Huy! A ése hay que darle su merecido -siguió diciendo Hutin, que se aprovechaba de los menores incidentes para soli­viantar a la sección contra el hombre cuyo puesto ambiciona­ba-. ¿Es que hay derecho a que los encargados vendan?... Le doy mi palabra, querido amigo, de que si llego alguna vez a segundo encargado va usted a ver qué bien me porto con los demás. Y con toda su complexión normanda, simpática y corpulenta, interpretaba enérgicamente el papel de hombre campechano. Favier no pudo contenerse y lo miró por el rabillo del ojo; pero no perdió su flema de hombre bilioso y se limitó a responder: -Sí, va... Si por mí... Luego, al ver que se acercaba una cliente, añadió, bajando más la voz: -¡Ojo! ¡Esta que viene es toda suya! Era una señora con el cutis manchado de venillas encarna­das; lucía un sombrero amarillo y un vestido rojo. Hutin intuyó en el acto que era de las que no compraban. Se agachó rápida­mente tras el mostrador, como si se estuviera atando los cordo­nes de un zapato; y, desde su escondite, cuchicheó: -¡Ni hablar! ¡Que cargue otro con ella!... ¡Hasta ahí podía­mos llegar! ¡Y perder el turno! Pero Robineau ya estaba llamándolo: -¿A quién le toca, señores? ¿Al señor Hutin?... ¿Dónde está el señor Hutin? Y, en vista de que éste no respondía, fue el dependiente que lo seguía en la lista el que atendió a la señora de las venillas encarnadas. Esta, efectivamente, sólo quería llevarse unas muestras y preguntar precios y tuvo al dependiente entretenido más de diez minutos, agobiándolo a preguntas. Pero el segundo encargado había visto cómo Hutin se incorporaba y asomaba detrás del mostrador y, cuando se presentó otra clien­te, intervino con cara severa y detuvo al joven, que ya se abalan­zaba hacia ella. -Se le ha pasado el turno... Lo llamé y como estaba usted ahí detrás... -Pero, señor Robineau, si no lo oí. -¡Ya está bien!... Apúntese el último... Venga, señor Favier, le toca a usted. Favier, al que, en el fondo, divertía mucho la aventura, le lanzó a su amigo una mirada de disculpa. Hutin había vuelto la cabeza, con los labios blancos. Lo que más rabioso lo ponía era que conocían muy bien a la cliente recién llegada, una rubia muy bonita que venía con frecuencia al departamento y a la que los dependientes llamaban: «la belleza», pues no sabían nada de ella, ni siquiera el apellido. Compraba mucho, manda­ba que le llevasen los paquetes al coche y, luego, se esfumaba. Era alta y elegante; vestía con exquisito encanto; y parecía muy rica y de la mejor sociedad. -¿Qué? ¿Qué tal su mujer de vida alegre? -preguntó Hutin a Favier al regresar éste de la caja, adonde había acompañado a la señora. -No creo que sea una mujer de vida alegre -respondió éste-. Se la ve demasiado decente. Debe de estar casada con un corredor de bolsa o con un médico, en fin, qué sé yo, algo por el estilo. -¡Quite, quite! ¡Menuda pelandusca!... Con los aires de dis­tinción que ahora se gastan todas, ya no sabe uno con quién trata. Favier miraba su talonario de ventas. -¡Qué más da! -añadió-. Le he vendido ciento noventa y tres francos. Me tocan casi tres francos. Hutin frunció los labios y se desahogó echando pestes de los talonarios: otro maldito invento. Y lo que estorbaban en el bolsillo. Había entre ambos hombres una lucha solapada. Favier solía hacer como si le cediese el sitio a Hutin, como si reconociera su superioridad, pero no por eso le ponía menos zancadillas por la espalda. Y a éste lo desesperaban aquellos tres francos que tan poco le había costado ganar a un depen­diente que le parecía menos capaz que él. ¡Vaya día! Si no cambiaba la suerte, no ganaría ni para invitar a sifón a sus comensales. E, inmerso en aquella batalla cada vez más frago­rosa, se paseaba por delante de los mostradores, con los dien­tes largos, ansiando la parte que le correspondía, envidioso hasta de su jefe, que estaba despidiéndose de la joven flaca, a la que repetía: -¡Puede irse tranquila! Dígale que haré cuanto pueda para que el señor Mouret se avenga a tener esa consideración con ustedes. Hacía mucho que Mouret no estaba ya en la entreplanta, de pie junto a la barandilla del patio. Volvió a aparecer, de pronto, en lo más alto de la escalera principal, que conducía a la planta baja; también desde allí dominaba por completo la tienda. Le había vuelto el color al rostro, la fe renacía en él y lo iba inun­dando, al ver las oleadas de gente que, poco a poco, iban invadiendo los almacenes. Al fin llegaba la esperada aglomeración, los empujones vespertinos de los que había llegado a dudar, por un momento, con febril desesperanza; todos los depen­dientes estaban en sus puestos, una última campanada acababa de indicar el final del tercer turno; aún tenía remedio la desas­trosa mañana, debida sin duda al chaparrón que había caído a eso de las nueve; ahora, había vuelto el cielo azul de las prime­ras horas de la mañana, con su alegría victoriosa. Ya iba llegan­do gente a los departamentos de la entreplanta; tuvo que hacerse a un lado para dejar pasar a las señoras que, en grupos pequeños, subían a la lencería y a las confecciones; y, en tanto, detrás de él, corría el dinero a raudales en los chales y los enca­jes. Pero lo que más lo tranquilizaba era mirar las galerías de la planta baja: no cabía un alfiler en la mercería; la invasión llega­ba hasta la ropa blanca y los géneros de lana; el desfile de clien­tes era cada vez más prieto y, ahora, casi todas llevaban sombre­ro, aunque todavía se viesen las cofias de algunas amas de casa rezagadas. En el patio de las sedas, bajo la rubia claridad, las señoras se quitaban los guantes para palpar despacio las piezas de París-Paraíso mientras charlaban a media voz. Ya le resulta­ban inconfundibles los ruidos que llegaban de la calle: rodar de coches de punto, portazos, creciente algarabía. Sentía cómo, bajo sus pies, se ponía en marcha la maquinaria, calen­taba motores y volvía a la vida, desde las cajas donde tintineaba el oro, desde las mesas donde los mozos envolvían presurosos las mercancías, hasta, en lo más hondo del sótano, el servicio de envíos, que iban colmando los paquetes que bajaban, y cuyo subterráneo rugido hacía estremecerse toda la casa. El inspec­tor Jouve se paseaba muy serio entre el barullo, al acecho de las mecheras. -¡Hombre! ¡Tú por aquí! -dijo Mouret, de pronto, al reco­nocer a Paul De Vallagnosc, que venía acompañado de un mozo-. No, no, no me molestas... Lo que tienes que hacer es venir conmigo, si es que quieres verlo todo, porque hoy pienso pasarme el día en la brecha. Seguía sin estar del todo tranquilo. Cierto era que la cliente­la iba afluyendo, pero ¿sería la venta tan triunfal como había esperado? Sin embargo, bromeaba con Paul; y lo llevó consigo, risueño. -Parece que la cosa se va animando un poco -dijo Hutin a Favier-. Pero está visto que estoy de malas. ¡Le aseguro que hay días aciagos!... Acabo de dar otro resbalón: esa pelma no me ha comprado nada. E indicaba con la barbilla a una señora que se iba, mirando con ojos asqueados todos los tejidos. Si seguía sin vender nada, no sería con sus mil francos de sueldo fijo con los que conse­guiría medrar. Solía sacarse siete u ocho francos de porcentaje y de comisión que, sumados al sueldo, le proporcionaban alre­dedor de diez francos diarios por término medio. Favier sólo llegaba a ocho; y, de pronto, aquel torpe le quitaba el pan de la boca, porque acababa de despachar otro corte de vestido. Un muchacho tan frío, que nunca había sabido arrancar una son­risa a una cliente... ¡Era para desesperarse! -Parece que no les van mal las cosas a los calceteros y a los bobineros -susurró Favier, refiriéndose a los dependientes de la calcetería y la mercería. Pero Hutin, que escudriñaba con la vista los almacenes, dijo de repente: -¿Conoce a la señora Desforges, la amiguita del patrón?... Mire, la morena de allí, en los guantes, esa a quien le está pro­bando guantes Mignot. Calló y prosiguió, luego, más bajo, como si le hablase a Mignot, al que no quitaba ojo: -Duro, muchacho, acaríciale bien los dedos. ¡Para lo que te va a servir! Bien sabemos qué clase de conquistas haces. Existía entre el guantero y él una rivalidad de hombres bien parecidos que fingían, ambos, coquetear con las clientes. Por lo demás, ninguno de los dos habría podido jactarse de ningún éxito real; Mignot vivía de la leyenda de que la mujer de un comisario de policía se había enamorado de él, mientras que Hutin había conquistado de verdad, en su departamento, a una pasamanera harta de rodar por todos los hoteles de mala fama del barrio. Pero mentían y les agradaba que los demás creyesen que tenían aventuras misteriosas y que las condesas les daban citas entre compra y compra. -Debería usted trasteársela -dijo Favier, poniendo cara de inocencia. -¡No es una mala idea! -exclamó Hutin-. Si viene por aquí, me la camelo. ¡Necesito sacar cinco francos! En los guantes, había una hilera de señoras sentadas ante el estrecho mostrador forrado de terciopelo verde con cantos de metal niquelado. Los dependientes les ponían delante, entre sonrisas, las delgadas cajas, rosa fuerte, tras sacarlas de debajo del mostrador, que parecía un fichero con cajones etiquetado. Mignot era el que más arrimaba a las clientes su cara de muñe­co; el que imprimía inflexiones más tiernas a su acento gutural de parisino. Ya le había vendido a la señora Desforges doce pares de guantes de cabritilla, los guantes Paraíso, la especiali­dad de la casa. Le había pedido ella luego tres pares de guantes de piel de Suecia. Y ahora se estaba probando otros, de piel de Sajonia, para asegurarse de que eran de su talla. -¡Le sientan perfectamente! -repetía Mignot-. La seis y tres cuartos sería demasiado grande para una mano como la de la señora. Medio echado encima del mostrador, le tenía cogida la mano y le iba tomando los dedos, uno a uno, para calzarle des­pacio el guante con una prolongada caricia, repetida e insis­tente. Y la miraba como si hubiera esperado ver en su rostro el desfallecimiento de una voluptuosa satisfacción. Pero ella, apo­yando el codo al filo del terciopelo, alzaba la muñeca y le brindaba los dedos con la misma expresión apacible con que brindaba el pie a su doncella para que le abrochase las botinas. No lo consideraba un hombre y le permitía que se tomase confianzas sin mirarlo siquiera, con el mismo talante familiar y desdeñoso con que trataba a sus criados. -¿Le hago daño a la señora? Le respondió que no con la cabeza. El olor de los guantes de piel de Sajonia, ese olor a fiera que parecía endulzar el almizcle, solía turbarla. A veces lo comentaba, en broma, y confesaba que le agradaba aquel aroma equívoco, donde había un toque de animal en celo caído en la caja de polvos de arroz de una corte­sana. Pero, en aquel mostrador tan trivial, los guantes no le olían a nada, no creaban ningún ardiente vínculo sensual entre ella y el vulgar dependiente que cumplía con su cometido. -¿Qué más desea la señora? -Nada más, gracias... Tenga la bondad de llevarlo todo a la caja diez. A nombre de la señora Desforges, ya sabe. Como cliente habitual de la casa, daba su nombre en una de las cajas y enviaba allí todas las compras, para que no tuviera que ir siguiéndola un dependiente. Cuando se hubo alejado, Mignot le hizo un guiño a su vecino, pues le habría gustado hacerle creer que acababan de suceder acontecimientos extra­ordinarios. -¿Has visto? -susurró sin el menor reparo-. ¡Quien pudiera vestirla así de pies a cabeza! Entre tanto, la señora Desforges seguía con sus compras. Giró a la izquierda y se detuvo en la ropa blanca para adquirir paños de cocina; luego, tras dar una vuelta por los almacenes, llegó a los géneros de lana, al fondo de la galería. Como estaba satisfecha de su cocinera, quería regalarle un vestido. El departamento de lanas y géneros de punto estaba a rebosar, repleto de una muchedumbre compacta; allí era adonde acudían todas las pequeñas burguesas, que palpaban los tejidos y se quedaban absortas en silenciosos cálculos. La señora Desforges tuvo que sentarse un momento. En las casi­llas de las estanterías se apilaban gruesas piezas que los depen­dientes bajaban una a una, con un brusco impulso de los bra­zos. Ya empezaban a no saber por dónde se andaban entre aquella invasión que cubría los mostradores, sobre los que se mezclaban y se desplomaban las telas. Y aquella marea de colo­res neutros, de tonos apagados, característicos de las lanas, seguía subiendo: grises acerados, grises amarillentos, grises azulados, entre los que destacaban, acá y acullá, el abigarra­miento de algunos tejidos escoceses, el fondo rojo sangre de alguna franela. Y las etiquetas blancas de las piezas eran como un vuelo ralo de copos blancos que salpicasen un pavimento oscuro en un mes de diciembre. Detrás de una pila de popelines, Liénard bromeaba con una muchacha alta que llevaba la cabeza destocada, una operaria del barrio que su maestra había enviado a buscar un merino, para igualar con el que ya tenía. Aborrecía aquellos días de mucha venta, que le destrozaban los brazos, e intentaba escu­rrir el bulto. Le importaba un ardite vender poco, pues su padre lo mantenía con holgura, y se limitaba a hacer lo impres­cindible para que no lo despidieran. -¡No se vaya, señorita Fanny -estaba diciendo-. Lleva usted siempre tanta prisa... ¿Acertamos con la vicuña cruzada del otro día? Ya sabe que pienso ir a cobrarme la comisión a su casa. Pero la operaria se marchó corriendo, entre risas, y Liénard se encontró cara a cara con la señora Desforges, a la que no le quedó más remedio que preguntar: -¿Qué desea la señora? La señora quería un corte de vestido barato, pero resistente. Liénard, pendiente de su única preocupación, que era no for­zar los brazos, hizo lo posible para que eligiera una de las telas que estaban ya desplegadas encima del mostrador. Había allí casimires, sargas, vicuñas, y él le aseguraba que todos aquellos tejidos eran de estupenda calidad y daban un resultado exce­lente. Pero ninguno parecía agradar a la señora Desforges. Había divisado, en una casilla, una sarga cruzada tirando a azul. Él acabó por decidirse a bajarla; pero a ella le pareció demasiado áspera. Luego, miró un cheviot, tejidos diagonales, diferentes tonos de grises, todas las variedades de la lana, que quiso palpar por curiosidad, por el mero gusto de hacerlo, decidida en el fondo a comprar cualquier cosa. Y el joven tuvo, pues, que vaciar las casillas más altas; le crujían los huesos de los hombros, el mostrador estaba oculto bajo el sedoso grano del casimir y el popelín, bajo el áspero pelo de los cheviots, bajo la pelusa afelpada de la vicuña. Desfilaron todos los tejidos y todos los colores. E, incluso, aunque no tenía la menor inten­ción de comprarlas, la señora Desforges pidió que le enseñase granadinas y gasas de Chambéry. Luego, ya cansada, dijo: -Bien pensado, la que más me gusta es la primera de todas. Es para mi cocinera... Sí, la sarga de puntitos menudos, la de dos francos. Y cuando Liénard, pálido a fuerza de contener la ira, la hubo medido, le dijo: -Tenga la bondad de llevarla a la caja diez... A nombre de la señora Desforges. Cuando ya se iba, reconoció, a su lado, a la señora Marty, que estaba con su hija Valentine, una jovencita de catorce años, flaca y descarada, que ya lanzaba a los artículos miradas culpa­bles de mujer adulta. _¡Qué sorpresa! ¡Es usted, querida amiga! -Pues sí, amiga mía... ¿Ha visto? ¡Cuánta gente! -¡Quite, por Dios! No me hable. Si es que se asfixia una. ¡Todo un éxito!... ¿Ha visto usted el salón oriental? -¡Espléndido! ¡Inaudito! Y, entre codazos, entre los zarandeos de las oleadas de gente, cruzándose con las compradoras modestas que se abalanzaban sobre los géneros de lana baratos, se hicieron lenguas de la exposición de alfombras. Luego la señora Marty explicó que andaba buscando un corte de abrigo; pero no estaba decidida y había querido ver guatas de lana. -Fíjate, mamá -susurró Valentine-; son muy vulgares. -Vengan a la seda -dijo la señora Desforges-. Tenemos que ver esa dichosa París-Paraíso. La señora Marty vaciló unos instantes. No quería gastar mucho. ¡Le había jurado muy en serio a su marido que sería sensata! Llevaba una hora comprando y ya la seguía todo un surtido de artículos: un manguito y unos encañonados para ella, unas medias para su hija. Al final, le dijo al dependiente, que le estaba enseñando la guata: -No, no. Voy a la seda... No veo nada de lo que tenía pensado. El dependiente cogió las compras y fue abriendo paso a las señoras. También a la seda habían llegado los apretones. En donde más se agolpaba la muchedumbre era delante de la exposición que había instalado Hutin y a la que Mouret había dado unos cuantos toques maestros. Estaba al fondo del patio central: las telas parecían fluir alrededor de una de las delgadas columnas de hierro colado que sostenían la cristalera, como si cayese desde lo alto una capa hirviente de bullones, que se fuera ensanchando hasta rozar el entarimado. Primero, manaban ra­sos claros y sedas de tonos suaves: los rasos de la reina y los rasos renacimiento, con matices nacarados de agua de manan­tial; las sedas livianas, de transparencias cristalinas, verde Nilo, cielo indio, rosa de mayo, azul Danubio. Luego, venían, en olas cada vez mayores, los colores cálidos de los tejidos con más cuerpo, los rasos maravillosos, las sedas duquesa. Y en la parte baja, descansaban, como en el pilón de una fuente, las telas pesadas, las armaduras labradas, los damascos, los brocados, los perlés y los lamés de seda, en el centro de un hondo lecho de terciopelo, de todos los terciopelos: negros, blancos, de colores, estampados sobre fondo de seda o raso, cuyas movedi­zas manchas se ahondaban como un lago quieto en donde parecían danzar reflejos de cielos y paisajes. Las mujeres, páli­das de deseo, se agachaban como para mirarse en él. Todas se quedaban quietas ante aquella desenfrenada catarata, con el miedo sordo de naufragar en aquel lujo desbordado y con el irresistible deseo de arrojarse y perderse en él. -¡Así que estabas aquí! -dijo la señora Desforges, al encon­trarse con la señora Bourdelais, instalada ante un mostrador. -¡Anda! ¿Qué tal? -respondió ésta, dándoles la mano a las otras señoras-. Sí, he entrado a echar un vistazo. -¿Te has fijado? ¡Qué prodigio de exposición! Todo un sueño. ¿Y el salón oriental? ¿Has visto el salón oriental? -Ya lo creo. Extraordinario. Pero, aun compartiendo aquel entusiasmo que ya estaba claro que iba a ser la nota elegante del día, la señora Bourde­lais conservaba su sangre fría de ama de casa con sentido prác­tico. Estaba examinando minuciosamente una pieza de París-­Paraíso, pues sólo había venido para aprovechar la excepcional baratura de aquella seda en el caso de que le pareciera real­mente ventajosa. Debió de parecerle bien, porque pidió veinti­cinco metros, de los que pensaba sacar un vestido para ella y un paletó para su hijita. -¿Cómo? ¿Ya te vas? -siguió diciendo la señora Desforges-. Da una vuelta con nosotras. -No, gracias, me están esperando en casa... No he querido meter a los niños en estas apreturas. Y se fue, tras el dependiente que llevaba los veinticinco metros de seda y la condujo a la caja, en donde el joven Albert andaba de cabeza, en medio de todos los talones que lo tenían asediado. Cuando el dependiente pudo acercarse, tras haber anotado la venta a lápiz en su talonario, la anunció en voz alta para que el cajero la anotase en el libro de registro; éste la repi­tió y ensartó la hoja arrancada del talonario en una varilla de hierro que estaba al lado de la estampilla de los recibos. -Ciento cuarenta francos -dijo Albert. La señora Bourdelais pagó y dio su dirección, pues había venido a pie y no quería ir cargada. Detrás de la caja, Joseph había cogido ya la seda y la estaba envolviendo; echó el paque­te en un cesto de ruedas que bajaron al servicio de envíos, que en aquellos momentos parecía querer desaguar todas las mer­cancías de los almacenes entre un fragor de esclusa. Entre tanto, era tal el gentío en la seda que la señora Des­forges y la señora Marty tardaron en encontrar un dependien­te libre. Esperaron de pie, mezcladas con el tropel de señoras que miraban las telas, las palpaban, se quedaban allí las horas muertas, sin acabar de decidirse. Pero ya no cabía duda del éxito, sobre todo de la París-Paraíso, en torno a cuyas piezas iba creciendo uno de esos entusiasmos repentinamente febri­les que lanzan una moda en un solo día. Todos los dependien­tes andaban atareados en medir aquella seda; por encima de los sombreros, se veía brillar el pálido destello de las piezas desplegadas, entre un continuo vaivén de dedos que corrían por los metros de roble, colgados de varillas de cobre; se oía el ruido de las tijeras al cortar la tela. Y todo ello sin pausa, a medida que desempaquetaban las piezas, como si faltasen bra­zos para contentar todas las manos ávidas y tendidas de las clientes. -La verdad es que no está nada mal por cinco sesenta -dijo la señora Desforges, que había conseguido hacerse con una pieza, en el filo de una mesa. La señora Marty y su hija Valentine estaban algo decepciona­das. Los periódicos habían hablado tanto de aquella seda que se la esperaban con más cuerpo y más brillo. Pero Bouthemont acababa de reconocer a la señora Desforges y, deseoso de que­dar bien con una mujer tan guapa y que, a lo que decían, tenía dominado al dueño, se acercó a ella con su cortesía un tanto chabacana. ¿Cómo? ¿No la estaban atendiendo? ¡Era imperdo­nable! Pero tenía que disculparlos; porque andaban de cabeza. Y buscó sillas por entre las faldas que lo rodeaban, riéndose con aquella risa bonachona en la que se traslucía un gusto feroz y zafio por las mujeres y que no parecía desagradar a Henriette. -¿Ha visto? -susurró Favier, al ir a coger una caja de terciope­lo de una casilla que estaba detrás de Hutin-. Bouthemont le está trasteando a su individua. Hutin no se acordaba ya de madame Desforges, pues lo había sacado de quicio una señora de edad que, tras haberlo entretenido un cuarto de hora, acababa de comprar un metro de raso negro para un corsé. Cuando la afluencia era mucha, ya no se respetaba el turno y los dependientes despachaban al azar. El aviso de Favier lo sobresaltó cuando estaba atendiendo a la señora Boutarel, que, tras haber pasado tres horas por la mañana en El Paraíso de las Damas, remataba el día en los almacenes. ¿Iban a robarle a la amiguita del patrón, a la que se había jurado sacarle cinco francos? Sería el colmo de la mala suerte, porque en todo el día no había conseguido ni tres fran­cos. La culpa la tenían aquellas clientes de medio pelo que andaban rodando por allí. En ese mismo instante, Bouthemont repetía, alzando la voz: -¡A ver, señores, que venga alguien aquí! Entonces Hutin remitió a la señora Boutarel a Robineau, que estaba desocupado: -¡Mire, señora! Pregúntele al segundo encargado, que le sabrá contestar mejor que yo. Se abalanzó hacia el dependiente del departamento de géneros de lana, que había acompañado a las señoras, y se hizo cargo de las compras de la señora Marty. Los nervios debían de estar embotándole aquel día el fino olfato. Solía saber, con sólo lanzarle una ojeada a una cliente, si iba a comprar algo, y en qué cantidad. Luego, se imponía a ella y la despachaba a toda prisa para pasar a otra, haciendo prevalecer su criterio y con­venciéndola de que sabía mejor que ella qué tela le convenía. -¿Qué tipo de seda quiere la señora? -preguntó con su tono más galante. Antes de que la señora Desforges hubiera despegado los labios, ya estaba él diciendo: -Ya veo. Tengo lo que busca. Cuando desplegó la pieza de París-Paraíso en una esquina del mostrador, entre otras muchas sedas que allí se amontona­ban, la señora Marty y su hija se acercaron. Hutin se sintió entonces algo preocupado al darse cuenta de que, en realidad, las compradoras eran ellas. Las señoras hablaban a media voz y la señora Desforges aconsejaba a su amiga. -Desde luego -decía, en un murmullo-, una seda de cinco sesenta nunca será como una de quince francos, ni siquiera como una de diez. -Parece un poco endeble -repetía la señora Marty-. Mucho me temo que no tenga bastante cuerpo para un abrigo. Aquel comentario hizo que interviniera el dependiente, con la extremosa cortesía de un hombre que no puede equivocarse. -Tenga en cuenta, señora, que la principal virtud de esta seda es la flexibilidad. No se arruga... Es precisamente lo que anda buscando la señora. Las tres mujeres callaban, impresionadas por tal seguridad. Habían vuelto a coger la tela y la estaban examinando otra vez cuando notaron que alguien les daba un golpecito en el hom­bro. Era la señora Guibal, que llevaba una hora paseando con calma por los almacenes, disfrutando con la vista de las rique­zas acumuladas sin comprar siquiera un metro de calicó. Y otra vez volvió a enzarzarse la charla. -¡Cómo! ¿Usted por aquí? -Pues sí, aquí me tienen. Un poco baqueteada, desde luego. -¿Verdad que sí? Cuantísima gente; no se puede ni andar... ¿Qué le ha parecido el salón oriental? -¡Una preciosidad! -¡Dios mío! ¡Qué éxito!... No se vaya y subiremos juntas. -No, muchas gracias, acabo de bajar. Hutin esperaba, ocultando la impaciencia bajo aquella son­risa que no se le iba de los labios. ¿Lo iban a tener mucho tiem­po de plantón? Las mujeres, desde luego, no tenían considera­ción con nadie; era como si le estuvieran robando el dinero del bolsillo. Por fin se fue la señora Guibal, quien, con cara embe­lesada, prosiguió el sosegado paseo, recorriendo de cabo a rabo la gran exposición de sedas. -Yo que usted compraría el abrigo hecho -dijo la señora Desforges, volviendo a referirse a la París-Paraíso-; le saldría más económico. -La verdad es que con la guarnición y la hechura... -murmu­ró la señora Marty-. Y, además, hay dónde elegir. Las tres se habían levantado ya. La señora Desforges, de pie ante Hutin, le dijo: -Tenga usted la amabilidad de acompañarnos a la confec­ción. El dependiente se quedó de una pieza, pues no estaba acos­tumbrado a semejantes derrotas. ¡Cómo! La señora morena se iba sin comprar nada. Su olfato lo había engañado. Dejó de ocuparse de la señora Marty y le insistió a Henriette, probando en ella su poder de buen vendedor. -Y usted, señora, ¿no desea ver nuestros rasos, nuestros ter­ciopelos? Tenemos unas oportunidades extraordinarias. -Otro día, gracias -respondió ella muy tranquila y sin mirar­lo, como tampoco había mirado a Mignot. A Hutin no le quedó más remedio que cargar con las com­pras de la señora Marty y acompañar a las señoras a la confec­ción. Pero antes tuvo que soportar el padecimiento de ver que Robineau despachaba a la señora Boutarel bastantes metros de seda. Estaba claro que había perdido el olfato; no iba a sacarse ni cuatro perras. Tras los buenos modales y la amable correc­ción, se le iba agriando una rabia de hombre robado al que los demás privan de lo suyo. -Vamos al primer piso, señoras -dijo, sin dejar de sonreír. No era empresa fácil llegar hasta la escalera. Una compacta corriente de cabezas circulaba por las galerías y se ensanchaba en el centro del patio, como un río desbordado. Crecía aquella pugna de negociantes; los dependientes tenían a su merced a todas las mujeres y se las pasaban de mano en mano, rivalizan­do en velocidad. Había llegado la hora del gran tráfago vesper­tino, cuando la máquina, calentada al máximo, arrastraba consigo a las clientes y las hacía bailar a su aire, sacándoles el dinero a dentelladas. En el departamento de la seda, sobre todo, arreciaba la locura como un vendaval. La París-Paraíso atraía a una muchedumbre tal y tan tumultuosa que Hutin tardó unos minutos en poder dar un paso. Y Henriette, asfixia­da, alzó los ojos y vio, en lo más alto de la escalera, a Mouret que regresaba a intervalos a aquel lugar, desde el que asistía a la victoria. Sonrió, con la esperanza de que bajase a rescatarla. Pero él ni siquiera la divisó entre el gentío. Le seguía enseñan­do la casa a Vallagnosc, con la cara radiante por el triunfo. Ahora, la trepidación de dentro ahogaba los ruidos de la calle. Ya no se oía ni el rodar de los coches de punto, ni los golpes de las portezuelas al cerrarse; por encima del gigantesco rumor de la venta, ya sólo quedaba la sensación de un París inmenso, tan inmenso que no dejaría nunca de proporcionarle compra­doras. En el aire quieto, entre el olor de los tejidos, que caldea­ba el bochorno del calorífero, no dejaba de crecer una algara­bía en que se mezclaban todos los ruidos: el continuo roce de tantas pisadas; las mismas frases repetidas cien veces en torno a los mostradores; el oro que tintineaba contra el cobre de las cajas, que asediaba una barahúnda de monederos; el rodar de las cestas, cuyas cargas de paquetes caían sin tregua por la abierta boca del sótano. Y todo se confundía en la tenue nube de polvo; ahora era imposible distinguir un departamento de otro. Allá lejos, se difuminaba la mercería; más allá aún, en la ropa blanca, un esquinado rayo de sol que entraba por el esca­parate de la calle Neuve-Saint-Augustin era como una flecha de oro sobre la nieve; más acá, en los guantes y los géneros de lana, una prieta aglomeración de sombreros y moños impedía que la vista se perdiera en la lontananza de los almacenes. Ya ni siquiera era posible divisar los atuendos; sólo asomaban los tocados, que abigarraban plumas y lazos; las manchas oscuras de algunos sombreros masculinos salpicaban el conjunto; y el cansancio y el calor prestaban transparencias de camelia al cutis pálido de las mujeres. Hutin acabó por conseguir, con vigorosos codazos, abrir paso a las señoras, que caminaban detrás de él. Pero cuando Henriette hubo subido la escalera, ya no encontró allí a Mouret, que acababa de perderse con Vallagnosc entre la muchedumbre para acabar de aturdir a su amigo y porque sentía una necesidad física de sumergirse en aquel baño de triunfo. Le resultaba deliciosa la sensación de no poder respirar y las apreturas, que no lo dejaban moverse, le parecían el prolongado abrazo de sus clientes. -A la izquierda, señoras -dijo Hutin, muy atento, aunque se sentía cada vez más irritado. En el primer piso, la aglomeración era la misma. Incluso el departamento de tapicería, que solía ser el más tranquilo, esta­ba invadido. En los chales, en las pieles y en la lencería no cabía un alfiler. Al cruzar las señoras por el departamento de encajes, tuvieron otro encuentro. Allí estaba la señora De Boves, con su hija Blanche, ambas absortas en la contemplación de los artículos que les estaba enseñando Deloche. Y Hutin tuvo que soportar otro plantón, con los paquetes en la mano. -¿Qué tal?... Me estaba acordando de usted. -Yo la he estado buscando. Pero es imposible encontrar a nadie con tantísima gente. -Es algo espléndido, ¿verdad? -Deslumbrador, querida amiga. Estamos rendidas. -¿Y qué compran? -¡Huy, nada! Sólo estamos mirando. Así nos sentamos y des­cansamos un poco. Efectivamente, la señora De Boves no llevaba en el monede­ro más que el dinero para pagar el coche de vuelta y hacía que le sacasen todo tipo de encajes sólo por el gusto de verlos y tocarlos. Había adivinado que Deloche era un principiante, torpe y lento, que no se atrevía a resistirse a los caprichos de las señoras, y estaba abusando de su medrosa condescendencia; llevaba media hora fastidiándolo y pidiéndole sin cesar nuevos artículos. Cubría el mostrador una creciente marea de guipu­res, de encajes de Malinas, de Valenciennes y de Chantilly, en la que hundía las manos con los dedos trémulos de deseo; y, poco a poco, un gozo sensual iba arrebolando su rostro, mientras que Blanche, a su lado, presa de idéntica pasión, estaba muy pálida, con la cara hinchada y blanca. Y seguían charlando. A Hutin, que esperaba, quieto y some­tido a sus caprichos, le habría gustado abofetearlas. -¡Anda! -dijo la señora Marty-. Está usted mirando corbatas y velos de sombrero como los míos. Era cierto; los encajes de la señora Marty habían estado reconcomiendo a la señora De Boves desde el sábado anterior; y no había podido resistir la tentación de manosear, al menos, las mismas piezas, ya que la escasez en que la hacía vivir su marido no le permitía llevárselas a casa. Se ruborizó levemente y explicó que Blanche había querido ver las corbatas de blonda española. Luego, añadió: -¿Van ustedes a la confección? Pues luego nos vemos. ¿Les parece bien en el salón oriental? -Eso, en el salón oriental... Soberbio, ¿verdad? Se despidieron con grandes aspavientos, entre una aglomeración de compradoras de puntillas y entredoses baratos. Delo­che, que no quería quedarse mano sobre mano, siguió vacian­do cajas ante la madre y la hija. Y el inspector Jouve se paseaba, muy calmoso, por entre los grupos que se apelotonaban ante los mostradores, luciendo su condecoración y velando por aquellas mercancías valiosas y delicadas, tan fáciles de escon­der dentro de una manga. Al pasar por detrás de la señora De Boves, sorprendido al verla hundir los brazos en tal cúmulo de encajes, lanzó una rápida mirada a aquellas manos febriles. -A la derecha, señoras -dijo Hutin, reanudando la marcha. Estaba fuera de sí. ¿No les bastaba con haberle hecho perder una venta? ¡Ahora, además, le hacían perder el tiempo en todos los recodos de los almacenes! Intervenía en su irritación, en gran medida, el rencor que los departamentos de tejidos sentían por los de confección; reinaba entre ellos una continua pugna, se disputaban la clientela y se robaban los porcentajes y las comisiones. Los dependientes de la seda se indignaban aún más que los de los géneros de lana cuando tenían que llevar a la confección a una señora que se decidía por un abrigo hecho tras haber estado mirando tafetanes y fayas. -¡Señorita Vadon! -dijo Hutin, con voz cada vez más moles­ta, al llegar junto al mostrador. Pero ella pasó sin hacerle caso, ocupada en una venta que estaba rematando de cualquier manera. El salón estaba a rebo­sar; cruzaba por él una fila de gente, que entraba por la puerta de los encajes y salía por la de la lencería, que estaban una enfrente de otra. Y mientras, al fondo, unas clientes, que se ha­bían quedado a cuerpo para probarse, se cimbreaban ante los espejos. La moqueta roja ahogaba el ruido de pisadas; el lejano bullicio de la planta baja llegaba amortiguado, y no se notaba ya sino el discreto murmullo y el caldeado ambiente de un salón, que aquella aglomeración de mujeres tornaba agobiante. -¡Señorita Prunaire! -voceó Hutin. Y como ésta tampoco se detuvo, añadió entre dientes, de forma que nadie pudiera oírlo: -¡Hatajo de monas! Él, desde luego, las aborrecía; allí estaba, con las piernas ren­didas de haber subido la escalera, para traerles unas compra­doras. Y lo enfurecía la ganancia que le estaban robando del bolsillo. Era una lucha sorda, en las que ellas se empecinaban con la misma avidez que él. El cansancio compartido de aque­llos cuerpos derrengados, que no podían sentarse nunca, borraba las diferencias de sexo; y sólo quedaban ya, frente a frente, unos intereses rivales que la fiebre del negocio exacer­baba. -¿Qué pasa? ¿No atiende nadie? -preguntó Hutin. Pero entonces vio a Denise. La tenían doblando prendas desde por la mañana y sólo le habían dejado unas pocas ventas no muy prometedoras, de las que, por cierto, no había sacado nada en limpio. Cuando Hutin la reconoció, se apresuró a ir a buscarla hasta la mesa que ella estaba despejando de un enor­me montón de ropa. -¡Mire, señorita! ¡Atienda a estas señoras, que están espe­rando! Y se apresuró a ponerle en los brazos las compras de la seño­ra Marty, que ya estaba harto de llevar de un lado para otro. Recobraba la sonrisa, y había en ella la secreta perversidad de un dependiente avezado que se maliciaba el engorro que iba a causar a las clientes y a la joven. A ésta, en tanto, la embargaba la emoción de aquella venta inesperada que se le acababa de presentar. Por segunda vez veía a Hutin como a un amigo des­conocido, fraternal y tierno, siempre agazapado en la sombra y dispuesto a salvarla. Le brillaron los ojos de gratitud y lo siguió largamente con la mirada mientras él se alejaba dando codazos para volver a su departamento lo antes posible. -Querría un abrigo -dijo la señora Marty. Entonces, Denise empezó a hacerle preguntas. ¿Qué clase de abrigo? Pero la cliente no lo sabía, no tenía ni la más remo­ta idea, quería ver los modelos de la casa. Y la joven, que esta­ba ya muy cansada y a la que aturdía tanta gente, perdió la cabeza. La Casa Cornaille de Valognes no tenía mucha cliente­la. Y, además, aún no sabía cuántos modelos había y en qué lugar de los armarios estaban. Atendió, pues, a las dos amigas con dificultad y ya se estaban impacientando éstas cuando la señora Aurélie divisó a la señora Desforges, de cuyos amores debía de estar enterada, porque se apresuró a acercarse y pre­guntar: -¿Están atendiendo a las señoras? -Sí, esa señorita que anda revolviendo por allí -respondió Henriette-. Pero no parece muy al tanto, no encuentra nada. En vista de lo cual, la encargada acabó de confundir a Den¡­se al decirle a media voz: -Ya ve usted que no está capacitada. Estése quieta, por favor. Y llamó: -¡Señorita Vadon, un abrigo! Permaneció junto a las señoras mientras Marguerite les enseñaba los modelos. Esta adoptaba con las clientes un tono de seca cortesía, un comportamiento antipático de joven vesti­da de seda, en continuo contacto con todas las minucias de la elegancia, contra la que sentía, incluso sin saberlo, celos y ren­cor. Cuando oyó decir a la señora Marty que no quería pasar de los doscientos francos, hizo un mohín despectivo. ¡Por descon­tado que la señora tenía que gastarse más; era imposible que la señora encontrase algo adecuado por doscientos francos! E iba echando encima del mostrador los abrigos corrientes, con un ademán que quería decir: «¡Pero fíjense qué cosa tan pobre!». La señora Marty no se atrevía a llevarle la contraria. Se inclinó para susurrarle al oído a la señora Desforges: -¿A usted no le gusta más que la atienda un hombre? Está una más a sus anchas. Al fin trajo Marguerite un abrigo de seda con adornos de azabache que trataba con mucho respeto. Y la señora Aurélie llamó a Denise. -A ver si sirve usted para algo... Échese el abrigo por los hombros. Denise, herida en lo más hondo, perdida la esperanza de lle­gar a algo en aquella casa, se había quedado quieta, con los brazos caídos. Seguramente la iban a despedir y los niños no tendrían para comer. El runrún de la muchedumbre le zumba­ba en la cabeza; sentía que se tambaleaba; le dolían los múscu­los tras haber levantado en vilo brazadas de ropa; era aquélla una tarea de peón que nunca había hecho. No obstante tuvo que obedecer y dejar que Marguerite la vistiera con el abrigo como si fuera un maniquí. -Póngase derecha-dijo la señora Aurélie. Pero, casi en el acto, se olvidó de Denise. Mouret acababa de entrar, en compañía de Vallagnosc y de Bourdoncle. Saludó a las señoras, que le dieron la enhorabuena por aquella esplén­dida exhibición de novedades de invierno. Como no podía ser menos, todas ponían por las nubes el salón oriental. Valla­gnosc, cuyo paseo por todos los departamentos acababa allí, se mostraba más sorprendido que admirado, pues, en fin de cuentas, pensaba con su indolencia habitual, todo aquello no era sino un montón de metros de tela reunidos. En cuanto a Bourdoncle, olvidando que era de la casa, le daba también la enhorabuena a su jefe, para que no se acordase de que, por la mañana, había andado con dudas y preocupaciones. -Sí, sí, la cosa marcha bastante bien; estoy satisfecho -repe­tía Mouret, radiante, correspondiendo con una sonrisa a las tiernas miradas de Henriette-. Pero no quiero interrumpirlas, señoras. Entonces, todas las miradas volvieron a clavarse en Denise, que dejaba que la mangonease Marguerite. Esta la obligaba a dar vueltas despacio. -¿Qué le parece? -preguntó la señora Marty a la señora Des­forges. Y ésta zanjó, en su papel de árbitro supremo de la moda: -No me disgusta; el corte es original... Pero me parece que la cintura no queda bien. -Bueno -intervino la señora Aurélie-, es que habría que vér­selo puesto a la señora. Ya se darán ustedes cuenta de que, en la señorita, que es muy poquita cosa, no luce como debiera... Vamos, señorita, enderécese y llévelo con más garbo. Cundieron las sonrisas. Denise se había puesto muy pálida. Se avergonzaba al verse convertida en un objeto que todos miraban y del que se reían sin recato. La señora Desforges, cediendo a la antipatía que le inspiraba aquella joven tan dis­tinta a ella y a la irritación que le producía su dulce rostro, aña­dió, con maldad: -Es muy probable que el abrigo le sentase mejor a la señorita si no le estuviera tan ancho el vestido. Y lanzó a Mouret la burlona ojeada de una parisina a la que divierte el ridículo atuendo de una provinciana. No se le escapó a éste la amorosa caricia de aquella mirada, el triunfo de la mujer dichosa de su belleza y de su arte. Y pensó que su gratitud de hombre muy querido lo obligaba a mofarse él también, pese a la benevolencia que sentía por Denise, ante cuyo secreto encanto no permanecía indiferente su talante de conquistador. -Si al menos no llevase esos pelos -dijo a media voz. Aquello fue el colmo. El director se dignaba bromear. Todas las señoritas soltaron el trapo. Marguerite dejó escapar un leve cloqueo de muchacha distinguida que se contiene; Clara había dejado plantada a una cliente para poder disfrutar a gusto; incluso se habían acercado algunas dependientes de la lence­ría, atraídas por el barullo. Las señoras se divertían con mayor discreción, poniendo cara de mujeres de mundo. El único ros­tro serio era el perfil imperial de la señora Aurélie, como si los hermosos e indomables cabellos y los delicados hombros de la principiante fuesen una deshonra para la buena marcha de su departamento. Denise había palidecido aún más, rodeada de toda aquella gente que se burlaba de ella. Se sentía violentada, desnuda, indefensa. ¿Qué pecado había cometido para que se metieran así con su complexión menuda y su moño excesivo? Pero lo que más la hacía sufrir era la risa de Mouret y la de la señora Desforges; el instinto la avisaba de la complicidad de ambos y un dolor desconocido hacía desfallecer su corazón. ¡Qué mala era aquella señora que se ensañaba así con una pobre chica que no se metía con nadie! Y Mouret, definitiva­mente, le inspiraba un temor que la dejaba helada y en el que naufragaban todos sus demás sentimientos, que no conseguía analizar. Entonces, en aquel abandono de paria en que se hallaba, vulnerada en sus más íntimos pudores femeninos y rebelada contra la injusticia, ahogó los sollozos que le subían a la garganta. -¿Ha quedado claro? Que venga peinada mañana. Así no está presentable -le repetía a la señora Aurélie el terrible Bour­doncle, que, desde el primer momento había descartado a Denise, lleno de desprecio por aquel cuerpo menudo. Al fin se acercó la encargada a la joven y le quitó el abrigo de los hombros, al tiempo que le decía en voz baja: -¡Bonito comienzo, señorita! La verdad es que si lo que pre­tendía usted era demostrar de lo que es capaz... ¿Cómo se puede ser tan necia? Denise se apresuró a regresar junto a las prendas amontona­das, por miedo de que le asomasen las lágrimas a los ojos, y las fue llevando a un mostrador, en donde las iba clasificando. Allí, al menos, estaba perdida entre la muchedumbre y el can­sancio le impedía pensar. Pero se dio cuenta de que tenía al lado a la dependiente de la lencería que ya por la mañana había salido en su defensa. Acababa de presenciar toda la esce­na y le estaba susurrando al oído: -No sea tan sensible, mujer. Disimule, porque si no le harán muchos más desaires... Yo, aquí donde me ve, soy de Chartres: Pauline Cagnard, hija de molineros... Bueno, pues los prime­ros días me habrían comido viva si no me hubiese puesto firme... ¡Vamos, ánimo! Déme la mano. Cuando usted quiera, ya charlaremos como dos buenas amigas. Aquella mano tendida aumentó la turbación de Denise. La estrechó a escondidas y se apresuró a cargar con un pesado montón de paletós, temiendo volver a hacer algo mal y que la riñesen por tener una amiga. Entre tanto, la señora Aurélie le había puesto el abrigo por los hombros a la señora Marty y todo el mundo se deshacía en alabanzas. ¡Ay, muy bien! ¡Precioso! ¡Es que hay que ver, en seguida parece otra cosa! La señora Desforges afirmó que era imposible encontrar prenda más acertada. Se intercambiaron adioses; y Mouret se despidió, en tanto que Vallagnosc, que había visto al pasar, en el departamento de encajes, a la señora De Boves y a su hija, se apresuraba a ofrecer el brazo a la madre. Ya estaba Marguerite en una de las cajas de la entre­planta, haciendo el cómputo de las compras de la señora Marty; ésta pagó y ordenó que le llevasen el paquete al coche. La señora Desforges tenía todos sus paquetes en la caja diez. Luego, las señoras volvieron a encontrarse en el salón oriental. Ya se iban, pero les entró un locuaz ataque de admiración. Incluso la señora Guibal se entusiasmaba. -¡Ay, delicioso! ¡Si es que le parece a una que está en aque­llas tierras! -¿Verdad que sí? Un auténtico harén. ¡Y qué barato! -Las alfombras de Esmirna... ¡Ay, las alfombras de Esmirna! ¡Qué colores, qué delicadeza! -¿Y esa del Kurdistán? ¡Fíjense, un verdadero Delacroix! La muchedumbre se iba aclarando poco a poco. Con una hora de intervalo, ya habían llamado sendos toques de campa­na a los dos primeros turnos de la cena, y estaban a punto de servir el tercero. En los departamentos, que se iban quedando gradualmente vacíos, sólo había ya algunas clientes rezagadas, a las que el frenético afán de gasto hacía olvidar la hora. De la calle sólo llegaba el rodar de los últimos coches de punto, inte­rrumpiendo la pastosa voz de la ciudad, que era como el ron­quido de un ogro ahíto, en plena digestión de los hilos, los paños, las sedas y los encajes con que lo habían estado atibo­rrando desde por la mañana. El interior de los almacenes, bajo el destello de las luces de gas, que lucían en la penumbra del crepúsculo y habían iluminado los estertores finales de la ven­ta, parecía un campo de batalla en el que aún palpitaba la hecatombe de los tejidos. Los dependientes, rendidos de can­sancio, acampaban entre el saqueo de las casillas y mostrado­res, que parecía haber asolado el furioso aliento de un huracán. Costaba trabajo caminar por las galerías de la planta baja, que una desbandada de sillas tenía taponadas; en los guantes, había que saltar por encima de una barricada de cajas de car­tón, que tenían sitiado a Mignot; en los géneros de lana, era completamente imposible pasar. Liénard dormitaba ante un mar de piezas, cuyas pilas, aunque medio derrumbadas, aún se mantenían de pie y parecían ruinas de casas que arrastraba la corriente de un río desbordado; y, más allá, la ropa blanca cubría de nieve el suelo y quien anduviese por allí tropezaba con banquisas de toallas y hollaba los leves copos de los pañue­los. Idénticos destrozos se veían en los departamentos de la entreplanta: las pieles yacían en el entarimado; las prendas de confección se amontonaban como capotes de soldados fuera de combate; los encajes y la lencería, desdoblados, arrugados, caídos al azar, evocaban una multitud de mujeres que se hubieran desnudado con la desordenada prisa de un deseo apre­miante. Y mientras, abajo, en las entrañas de la casa, el servicio de envíos, en plena actividad, seguía expulsando los paquetes que lo llenaban a rebosar y que se llevaban los carruajes, en un último tráfago de la recalentada máquina. El departamento de la seda era el que más habían saqueado las hordas de compra­doras. Había quedado arrasado y se podía circular por él sin el menor impedimento. El patio estaba desnudo; las colosales remesas de París-Paraíso habían desaparecido, en mil pedazos, como si las hubiera barrido una nube de voraz langosta. Y, en medio de aquel vacío, Hutin y Favier hojeaban las matrices de sus talonarios y calculaban los correspondientes porcentajes, jadeantes aún tras la batalla. Favier había sacado quince fran­cos; Hutin sólo había podido llegar a trece y despotricaba de su mala suerte. La pasión por las ganancias les encendía la mira­da; y, a su alrededor, los almacenes al completo anotaban hileras de cifras y ardían con idéntica fiebre, invadidos por ese feroz júbilo de las noches que siguen a una hecatombe. -¿Qué, Bourdoncle? -exclamó Mouret-. ¿Aún le dura el susto? Había regresado a su lugar favorito, en lo alto de la escalera de la entreplanta, apoyado en la barandilla; y, al ver el desbara­juste de telas que tenía a los pies, reía victoriosamente. Tras los temores de la mañana, de aquel momento de imperdonable flaqueza que nadie había de saber nunca, sentía la imperiosa necesidad de un bullicioso triunfo: así que había ganado defi­nitivamente la batalla; había aniquilado el pequeño comercio de la zona y conquistado al barón Hartmann, con sus millones y sus solares. Mientras miraba a los cajeros, que, inclinados sobre los libros de registro, sumaban las largas columnas de números, mientras escuchaba el leve tintinear del oro, que fluía de sus dedos hacia los platillos de cobre, veía ya cómo El Paraíso de las Damas crecía de forma desmedida, ampliaba el patio central, prolongaba las galerías hasta la calle de Le-Dix-­Décembre. -¿Se convence usted ahora de que los locales son demasiado pequeños? -añadió-. Podríamos haber vendido el doble. Bourdoncle hacía profesión de humildad, satisfechísimo, por cierto, de haberse equivocado. Pero se pusieron serios ante el espectáculo que se avecinaba. Lhomme, el jefe de cajeros, acababa de centralizar las recaudaciones parciales de los demás. Tras sumarlas, sacaba la cifra total y ensartaba en la correspondiente varilla de acero la hoja en que la anotaba. Lle­vaba luego las ganancias del día a la caja central, en una cartera y en bolsas, a tenor del tipo de moneda. Aquel día, como pre­dominaban el oro y la plata, subía la escalera despacio, cargado con tres enormes bolsas. Como le faltaba el brazo derecho y no tenía sino un muñón cuyo remate era el codo, las oprimía con­tra el pecho con el brazo izquierdo y sujetaba una con la barbi­lla para que no se le resbalase. Se oía desde lejos su fuerte jadear; e iba avanzando, agobiado por el peso, esponjado, rodeado del respeto de los dependientes. -¿Cuánto, Lhomme? -preguntó Mouret. -Noventa mil setecientos cuarenta y dos francos con diez céntimos. Una risa de gozo alzó en vilo El Paraíso de las Damas. La cifra corría de boca en boca. Era la mayor de cuantas había alcanzado en un único día una tienda de novedades. Y, por la noche, cuando Denise subió a acostarse, se iba apo­yando en los tabiques del angosto corredor que corría bajo el zinc del tejado. Tras llegar a su cuarto y cerrar la puerta, se desplomó en la cama, pues los pies le dolían terriblemente. Estuvo mucho tiempo mirando, como en un pasmo, el toca­dor, el armario, toda aquella desnudez de pensión. Así que, a partir de entonces, aquí era donde iba a vivir. Y veía su primer día de trabajo como un abominable túnel sin fin. Nunca ten­dría valor suficiente para recorrerlo de nuevo. Luego, se dio cuenta de que iba vestida de seda; aquel uniforme la agobiaba y cayó en la chiquillería de ponerse, para deshacer el baúl, el viejo vestido de lana, que se había quedado en el respaldo de una silla. Pero, al volver a vestir aquella humilde prenda, que era sólo suya, la ahogó la emoción y los sollozos que llevabarefrenando desde por la mañana estallaron de pronto en un caudal de ardientes lágrimas. Se había vuelto a dejar caer en la cama y lloraba al acordarse de sus dos niños; lloraba sin pausa, y no tenía fuerzas ni para descalzarse, ebria de cansancio y de tristeza. V Al día siguiente, cuando Denise no llevaba ni media hora en su puesto, la señora Aurélie le dijo con tono seco: -Señorita, la llaman de dirección. La joven encontró a Mouret solo, sentado en el amplio des­pacho tapizado de reps verde. Acababa de acordarse de «la desgreñada», como decía Bourdoncle, y aunque no solía prestarse al papel de gendarme, se le había ocurrido llamarla para espabilarla un poco si seguía con las mismas trazas de provinciana. La tarde anterior, pese a haberse tomado a broma el que quedase en entredicho, delante de la señora Desforges, la buena presencia de una de sus dependientes, tal circunstancia lo había contrariado mucho en su amor propio. Lo embargaba un sentimiento confuso, mezcla de simpatía e irritación. -Señorita -empezó a decir-, la hemos admitido por deferen­cia hacia su tío y, por lo tanto, no debería ponernos en la peno­sa situación... Pero se interrumpió. Frente a él, del otro lado de la mesa, estaba Denise, erguida, pálida y seria. El vestido de seda ya no le quedaba ancho, sino que se ceñía a la suave curva de la cin­tura y moldeaba las líneas puras de los virginales hombros; y aunque el pelo, recogido en gruesas trenzas, seguía indómito, se apreciaba, al menos, un esfuerzo por desbravarlo. La joven, tras haberse quedado dormida sin desnudarse, agotadas ya las lágrimas, se había despertado a eso de las cuatro de la mañana, muy avergonzada por aquel ataque de sensibilidad nerviosa. Y, en el acto, se había puesto a meter el vestido; tras lo cual, se había pasado una hora delante del estrecho espejo, luchando con el peine, aunque sin lograr domeñar el cabello todo lo que hubiera deseado. -¡Vaya! ¡Gracias a Dios! -murmuró Mouret-. Esta mañana está usted mucho mejor... Si no fuera por esos endiablados mechones... Se había puesto en pie y se acercó para rectificar el peinado, con la misma confianza con que la señora Aurélie había inten­tado hacerlo la víspera. -¡A ver! Recójaselo detrás de la oreja... El moño está dema­siado alto. Denise no decía nada y se dejaba retocar. Pese a haberse jurado a sí misma que sería fuerte, había llegado al despacho tiritando, convencida de que la habían llamado para despedir­la. Y la inequívoca benevolencia de Mouret no la tranquilizaba; aquel hombre seguía amedrentándola y, en su presencia, sen­tía un desasosiego que interpretaba como la turbación natural ante el jefe poderoso de quien dependía su porvenir. Él, al notar que se estremecía cuando él le rezaba la nuca con las manos, se arrepintió de haberse mostrado tan atento, pues lo que más le preocupaba era conservar la autoridad. -En fin, señorita -prosiguió, mientras volvía a interponer la mesa entre ambos-, procure cuidar su aspecto. Ya no está usted en Valognes, aprenda de nuestras parisinas... El apellido de su tío ha bastado para que le abriéramos nuestras puertas y quiero creer que estará usted a la altura de la buena impresión que me causó de entrada. Por desgracia, hay aquí quien no comparte esta opinión... Queda usted avisada, ¿eh? Y no me deje mal. La trataba como si fuese una niña, con más compasión que bondad, por la única razón de que la turbadora mujer que in­tuía en aquella chiquilla humilde y desmañada había desperta­do su curiosidad por lo femenino. Y Denise, mientras él la ser­moneaba, se fijó en el retrato de la señora Hédouin, cuyo bello y armonioso rostro sonreía solemnemente desde el marco dorado, y sintió un nuevo escalofrío, pese a las palabras alenta­doras de Mouret. Era la muerta, la mujer que, según las acusa­ciones de todo el barrio, había matado para levantar su nego­cio sobre aquella sangre derramada. Mouret seguía hablando. -Puede retirarse -dijo por fin, tras sentarse y ponerse a escri­bir de nuevo. Denise salió al pasillo con un hondo suspiro de alivio. Desde aquel día, empezó a dar pruebas de su enorme cora­je. Sus estallidos de sensibilidad nunca llegaban a quebrantar su imperturbable lucidez, su entereza de ser débil y solo, que se obstina en afrontar con alegría los deberes que se ha impuesto. Progresaba sin ruido ni rodeos, directa hacia la meta, superando los obstáculos; y lo hacía con toda sencillez y naturalidad, pues aquella invencible dulzura era la esencia de su carácter. Tuvo que acostumbrarse primero al terrible cansancio del trabajo. Los fardos de ropa le dejaban los brazos tan quebran­tados que, durante las seis primeras semanas, el dolor de las agujetas y de los hombros magullados la hacía gritar de noche, cuando se daba la vuelta en la cama. Pero aún la martirizó más el calzado, los toscos zapatos que había traído de Valognes y, que por falta de dinero, no podía sustituir por unas botinas más finas. Se pasaba el día a pie firme, sin poder apoyarse siquiera en los entrepaños de madera, so pena de que le echa­sen una reprimenda, y se le hinchaban los pies, aquellos pies de niña, como si se los destrozasen unas botas de tortura; nota­ba cómo le latía la calentura en los talones y, al quitarse las medias, se arrancaba la piel de las ampollas que tenía en las plantas. Sentía además el cuerpo desmadejado; el agotamiento de las piernas afectaba a todos los miembros y los órganos; la palidez de la carne traicionaba súbitas alteraciones de las fun­ciones propias de su sexo. Pero Denise, tan menuda, tan frágil en apariencia, supo aguantar, aunque a muchas dependientes no les quedaba más remedio que dejar las tiendas de noveda­des, aquejadas de enfermedades específicas. Perseveró, con su buena disposición ante el sufrimiento y su tozuda valentía, son­riente y erguida incluso cuando estaba a punto de desfallecer y al límite de sus fuerzas, exhausta por aquel trabajo en el que más de un hombre hubiera sucumbido. Tuvo que soportar, además, el tormento de tener a todo el departamento en contra. Al martirio físico se sumaba la solapa­da persecución de sus compañeras. Dos meses de paciencia y dulzura no bastaron para desarmarlas. No cejaban en sus pala­bras hirientes y sus crueles embustes, que herían en lo más hondo aquel corazón necesitado de afecto. Durante muchos días, se estuvieron mofando de sus desdichados comienzos, tachándola de «estorbo» y «cabeza dura»; cuando alguna dependiente no cerraba una venta, las demás le preguntaban si era de Valognes. Denise se convirtió, en definitiva, en la ceni­cienta del departamento. Por eso, cuando, ya impuesta en el funcionamiento de la casa, resultó ser una habilísima vendedo­ra, se produjo un indignado estupor. Desde ese mismo instante, todas las señoritas se pusieron de acuerdo para no dejar que atendiera a ninguna cliente provechosa. Marguerite y Clara, lle­vadas de un odio instintivo, cerraron filas para impedir que las dejase atrás aquella advenediza, a la que, en realidad, temían, aunque fingieran despreciarla. A la señora Aurélie, por su parte, la ofendía la orgullosa discreción de aquella joven, que no le bailaba el agua con melosa admiración; no la defendía, por tanto, del rencor de sus favoritas, de la flor y nata de aquel séqui­to de incansables aduladoras, siempre a sus pies, sin el que su autoritario temperamento no se hubiera hallado a sus anchas. Durante unos días, pareció que la segunda encargada, la señora Frédéric, no iba a sumarse a la conspiración; pero debió, sin duda, de tratarse de un descuido, pues no bien se percató de los quebraderos de cabeza que podían acarrearle sus corteses modales, se mostró tan dura como la que más. Denise se quedó entonces completamente sola; no había quien no se ensañase con la «desgreñada», y ésta tuvo que luchar, todas y cada una de las horas del día; aunque ponía en el empeño todo su coraje, apenas le bastaba para mantenerse en el departamento. Tal fue a partir de entonces su existencia. Tenía que sonreír, que mostrarse atenta y cortés, enfundada en un vestido de seda que no era suyo; y, en tanto, agonizaba de cansancio, mal ali­mentada, maltratada, bajo la continua amenaza de un brutal despido. No tenía más refugio que su cuarto; sólo allí se permi­tía aún ataques de llanto, cuando los sufrimientos del día la agobiaban demasiado. Pero un punzante frío atravesaba el teja­do de cinc, que cubrían las nieves de diciembre, y la obligaba a acurrucarse en la cama, a taparse con todas las prendas de ropa que tenía, y a llorar debajo de la manta, para que la escar­cha de las lágrimas no le cortase el cutis. Mouret ya no le diri­gía la palabra. Cuando, durante las horas de trabajo, tropezaba con la severa mirada de Bourdoncle, se echaba a temblar, pues intuía en él a un enemigo natural, que nunca le perdonaría la más leve equivocación. Y, en medio de aquella generalizada hostilidad, le resultaba sorprendente la sospechosa benevolen­cia del inspector Jouve; si se topaba con ella a solas, le sonreía y le hacía siempre algún comentario amable; en dos ocasiones ya la había librado de una regañina, y ella ni siquiera se lo había agradecido, pues semejante protección más que emocionarla la azoraba. Un atardecer, después de la cena, mientras las dependientes ordenaban los armarios, Joseph fue a avisar a Denise de que abajo había un, joven que preguntaba por ella. Bajó, pues, muy preocupada. -¡Vaya, vaya! -dijo Clara-. Así que la desgreñada tiene un galán. -Pues hay que estar muy desesperado -añadió Margarite. Abajo, en la puerta, Denise se encontró con su herman Jean. Le tenía tajantemente prohibido que se presentase en lo almacenes de improviso, ya que tales visitas causaban pésima impresión. Pero no tuvo valor para regañarlo, pues parecía totalmente fuera de sí, sin gorra y jadeante, tras haber venido corriendo desde el faubourg de Le Temple. -¿Tienes diez francos? -balbució-. Dame diez francos estoy perdido. Era tan graciosa esta frase de melodrama en boca de aque niño grande de rubios cabellos revueltos y agraciado rostro de muchacha, que Denise no hubiera podido por menos de sonreír de no haber sido por la angustia que le causaba aquella exigencia de dinero. -¿Cómo que diez francos? -murmuró-. ¿Qué te pasa? Jean se puso colorado y le contó que había conocido a la hermana de un compañero. Denise lo mandó callar, tan turbada como él; tampoco necesitaba que le diera más detalles. Ya había: acudido a ella en dos ocasiones para pedirle préstamos semejantes, pero la primera vez sólo fue poco mas de un franco; y la segunda, uno y medio. Siempre acababa metiéndose en líos de faldas -No puedo darte diez francos -añadió Denise-. Todavía no he pagado la mensualidad de Pépé y tengo el dinero justo Apenas me va a quedar bastante para comprarme unas botinas que me hacen muchísima falta... No estás siendo nada sensato Jean. Te portas muy mal. -Entonces, estoy perdido -repitió él, con un trágico ade­mán-. Mira, hermanita: es una morena impresionante, fuimos al café con su hermano, pero yo no sabía que las consumicio­nes... Denise tuvo que volver a interrumpirlo y, al ver que a su que­rido atolondrado se le llenaban los ojos de lágrimas, sacó el monedero y cogió una moneda de diez francos que le metió en la mano. El se echó a reír de inmediato. -¡Ya lo sabía yo! ¡Pero te juro que nunca más!... Sería un auténtico sinvergüenza. Y se marchó corriendo, después de besarla en las mejillas, como un loco. Dentro de los almacenes, algunos dependientes miraban, sorprendidos. Aquella noche, Denise tuvo un sueño agitado. Desde que tra­bajaba en El Paraíso de las Damas, el dinero se había converti­do en un cruel quebradero de cabeza. Carecía de ingresos regulares, pues seguía trabajando por la comida y la cama, sin sueldo fijo; y como las otras dependientes del departamento no le dejaban vender, apenas si le alcanzaba, con las clientes de poca monta a las que nadie más quería atender, para pagar la pensión de Pépé. Vivía en la más negra miseria, la miseria vesti­da de seda. A menudo se pasaba la noche arreglando su pobre ajuar, zurciéndose la ropa blanca, cosiéndose unas camisas transparentes como el encaje de puro gastadas; sin contar con que había tenido que echarles piezas a los zapatos, con la misma maña que un zapatero remendón. Llegaba incluso a lavar la ropa en la palangana. Pero lo que más preocupada la tenía era el viejo vestido de lana; no tenía otro, y no le quedaba más remedio que ponérselo todas las noches, cuando se quita­ba la preceptiva seda, con lo que estaba cada vez más raído; las manchas le quitaban el sueño, el menor siete suponía una catástrofe. Y no le quedaba nada más, ni un céntimo; ni siquie­ra podía comprar las menudencias cotidianas que toda mujer necesita; en cierta ocasión tuvo que esperar quince días hasta poder abastecerse de hilo y agujas. Así las cosas, que Jean se presentase de golpe, desbaratando el presupuesto con sus amo­ríos, era un desastre. Cada franco que se llevaba abría un abis­mo. Y en cuanto a conseguir diez francos para el día siguiente, no había ni que pensar en ello. Tuvo pesadillas hasta el amane­cer: Pépé en la calle y ella levantando los adoquines con dolori­dos dedos para ver si encontraba algún dinero debajo. Aquel día, precisamente, tuvo que mostrarse risueña y repre­sentar su papel de joven dispuesta. Acudieron al departamento varias clientes conocidas y la señora Aurélie la llamó repetidas veces para que se pusiera los abrigos y luciera las nuevas hechu­ras. Y mientras cimbreaba la cintura, con artificiosas posturas de figurín, no dejaba de pensar en los cuarenta francos de la pensión de Pépé, que había prometido pagar aquella misma tarde. Podía prescindir de botinas un mes más; pero, aunque a los treinta francos que le quedaban añadiera los cuatro que había ahorrado céntimo a céntimo, sólo salían treinta y cuatro. ¿De dónde iba a sacar los seis francos que le faltaban para com­pletar la suma? Aquella angustia le encogía el corazón. -Fíjese, los hombros quedan muy holgados -decía la señora Aurélie-. Resulta elegante, a la par que cómodo... Se pueden cruzar perfectamente los brazos, ¿verdad, señorita? -¡Ya lo creo! -decía Denise una y otra vez, sin perder su ama­ble expresión-. Es como ir a cuerpo... La señora quedará muyatisfecha. Ahora se arrepentía de haber ido el domingo anterior a bus­car a Pépé a casa de la señora Gras para llevarlo a los Campos Elíseos. ¡El pobre niño salía tan pocas veces con ella! Pero tuvo que comprarle un panecillo dulce y una palita, y llevarlo luego a ver la función de Guiñol; y, en seguida, se puso el gasto en un franco con cuarenta y cinco céntimos. ¡Qué poco se acordaba Jean de su hermano pequeño cuando hacía tonterías! Al final, todo recaía sobre ella. -Pero si a la señora no le gusta, no se hable más -proseguía la encargada-. ¡A ver, señorita! Póngase el tapado, para que la señora pueda hacerse una opinión. Y Denise caminaba a pasitos cortos, con el tapado sobre los hombros, diciendo: -Es más abrigado... Se lleva mucho este año. Pasó el día en un infierno, que ocultaba tras su buena dispo­sición profesional, sin saber de dónde sacar el dinero. A última hora de la tarde, las otras dependientes, agobiadas de trabajo, le permitieron hacer una venta de envergadura; pero estaban a martes, y aún faltaban cuatro días para cobrar la semana. Des­pués de cenar, resolvió esperar al día siguiente para ir a casa de la señora Gras. Diría, para disculparse, que la habían entreteni­do; y de aquí a entonces, quizá consiguiera los seis francos. Como Denise evitaba los gastos más nimios, subía a acostarse muy temprano. ¿Qué iba a hacer ella por el mundo, sin un cén­timo, siempre tan esquiva, y sin haberle perdido aún el miedo a la gran ciudad, de la que no conocía sino las calles que rodea­ban los almacenes? Se aventuraba hasta la plaza de Le Palais-­Royal para tomar el aire, regresaba en seguida y se encerraba en su cuarto, a coser o a lavar. En el corredor al que daban los cuartos reinaba una promiscuidad cuartelaria: muchachas a menudo desaseadas, comadreos por el agua del retrete o la ropa sucia, talantes agrios que se desahogaban en continuas riñas y reconciliaciones. Por lo demás, tenían prohibido subir durante el día; los cuartos no eran para vivir, sino para pernoc­tar; sólo regresaban a ellos por las noches, lo más tarde posible, y los dejaban a toda prisa a la mañana siguiente, aún medio dormidas, tras quitarse las legañas de tan de mala manera que el agua no las despabilaba. Y aquel vendaval que barría una y otra vez el corredor, las trece horas de agotador trabajo que arrojaban a las jóvenes en las camas sin un suspiro acababan de convertir el sotabanco en una posada que cruzaba de continuo el malhumorado cansancio de una desbandada de viajeros. Denise no tenía amigas. De todas las dependientes, tan sólo una, Pauline Cugnot, le manifestaba algún afecto; pero, debi­do a la guerra abierta que enfrentaba a los departamentos con­tiguos de lencería y de confección, la simpatía entre ambas jóvenes había tenido que limitarse, hasta entonces, a las escasas palabras que cruzaban deprisa y corriendo. Cierto es que Pauli­ne ocupaba el cuarto de la derecha, tabique por medio con De­nise, pero como se esfumaba nada más concluir la cena y nun­ca regresaba antes de las once, ésta sólo la oía acostarse y nunca la veía fuera de las horas de trabajo. Aquella noche, Denise se había resignado a ejercer de nuevo el oficio de zapatero remendón. Examinó sus zapatos por los cuatro costados, cavilando cómo podría apañarse para que lle­garan a fin de mes. Se decidió luego a coserles las suelas, que amenazaban con desprenderse del empeine. Escogió una gruesa aguja y puso manos a la obra, mientras en la palangana, llena de agua jabonosa, estaban a remojo un cuello y un par de puños. Noche tras noche, Denise oía los mismos ruidos: cómo iban llegando las jóvenes, una a una; los cuchicheos de las breves conversaciones; risas; las voces sofocadas de alguna que otra riña. Luego venían el crujido de las camas y los bostezos; y, al cabo, los cuartos caían en un pesado sueño. Su vecina de la izquierda soñaba a menudo en voz alta, lo cual la había asusta­do las primeras veces. Quizá había otras que, como ella, perma­necían despiertas, pese al reglamento, para aviarse la ropa; pero debían de adoptar sus mismas precauciones, moviéndose despacio y evitando el menor golpe, pues a través de las puer­tas cerradas sólo llegaba un estremecido silencio. Hacía diez minutos que habían dado las once cuando un ruido de pasos le hizo alzar la cabeza. ¡Otra que llegaba tarde! Y se dio cuenta de que era Pauline, cuando se abrió la puerta de al lado. Pero se quedó perpleja al oír que la lencera volvía cautelosamente sobre sus pasos y llamaba a su puerta. -Abra deprisa; soy yo. Las dependientes tenían prohibido reunirse en las habita­ciones. De modo que Denise giró la llave rápidamente para que la señora Cabin, que velaba por la estricta aplicación del reglamento, no sorprendiera a su vecina. -¿Estaba ahí? -preguntó, mientras volvía a cerrar la puerta. -¿Quién? ¿La señora Cabin? -dijo Pauline-. ¡Huy, ésa no me da miedo! ¡Con darle cinco francos...! Yañadió: -Hace tiempo que quiero charlar con usted. Abajo nunca podemos... Yesta noche, durante la cena, ¡parecía tan triste! Denise le dio las gracias y le ofreció un asiento, emocionada al verla tan buena. Pero, con los nervios de la inesperada visita, no había soltado el zapato que estaba cosiendo; y los ojos de Pauline fueron a posarse en él antes que en cualquier otra cosa. Meneó la cabeza, miró a su alrededor y descubrió los puños y el cuello puestos a remojo en la palangana. -¡Pobrecita! Ya me lo temía yo -siguió diciendo-. ¡No se apure, que ya sé yo lo que es esto! Al principio, cuando acaba­ba de llegar de Chartres y mi padre no me mandaba ni un cén­timo, ¡anda y que no habré lavado camisas! ¡Sí, sí, hasta las camisas! Tenía dos, y siempre había una en remojo. Se había sentado, para recobrar el aliento después de la carrera. Tenía un rostro carnoso, de ojillos vivarachos y boca grande y tierna, que no carecía de cierto encanto pese a la tos­quedad de los rasgos. Y, sin venir a cuento, de buenas a prime­ras, se puso a contar su vida: la juventud en el molino; el padre, arruinado por culpa de un pleito, que la había enviado a ganarse la vida en París con veinte francos en el bolsillo; más adelante, sus comienzos como dependiente, primero en una tienducha del barrio de Les Batignolles y, luego, en El Paraíso de las Damas: unos comienzos tremendos, durante los que padeció toda clase de agravios y privaciones; y, por fin, su vida de ahora sus doscientos francos mensuales, los caprichos que se permitía, la despreocupación con que dejaba transcurrir los días. Hasta tenía joyas: sobre el paño azulón del vestido, coquetamente entallado, brillaban un broche y una leontina; y sonreía bajo la toca de terciopelo, que adornaba una larga pluma gris. Denise se había puesto muy encarnada, con el zapato en la mano. Y, entre balbuceos, intentaba explicar la situación. -¡Pero si yo he pasado por lo mismo! -reiteró Pauline-. Al fin y al cabo, soy mayor que usted; aunque no lo parezca, tengo veintiséis años y seis meses... Cuénteme todas sus cosas. Denise cedió entonces, ante aquella amistad que le brinda­ban con tanta sinceridad. En enaguas y con un chal viejo anu­dado sobre los hombros, se sentó junto a Pauline, vestida de calle; y ambas se enfrascaron en una reconfortante charla. En el cuarto estaba helando; el frío parecía chorrear de las pare­des abuhardilladas, tan desnudas como las de una cárcel. Pero ellas, absortas en sus confidencias, ni se daban cuenta de que se les entumecían las manos. Poco a poco, Denise se fue abriendo de par en par, habló de Jean y de Pépé, refirió el mar­tirio del dinero; y así llegaron ambas a hablar de las dependien­tes de confección. Pauline se desahogaba: -¡Pero qué malas pécoras! Si se portasen como buenas com­pañeras, podría usted sacarse más de cien francos. -Todo el mundo la ha tomado conmigo, y no sé por qué -decía Denise, sin poder contener las lágrimas-. Hasta el señor Bourdoncle se pasa el día acechándome para pillarme haciendo algo mal, como si yo lo estorbase... El tío, Jouve es el único que... -¡El inspector! -la interrumpió Pauline-. ¡Ese viejo mama­rracho! No se fíe de él ni un pelo, querida... Los hombres que tienen esas narizotas no son trigo limpio... Por mucho que se pavonee con su condecoración, cuentan por ahí un asunto que tuvo, al parecer, con una muchacha de mi departamento... Pero no me sea niña, ¿por qué se disgusta tanto? ¡Qué desgra­cia, ser tan sensible! Pero si lo que le está pasando a usted nos ha pasado a todas: hay que pagar la novatada. Y, dejándose llevar por su buen corazón, le tomó las manos y la besó. La cuestión del dinero ya era más grave. Estaba claro que aquella pobre chica no podía mantener a sus dos herma­nos, pagar la pensión del pequeño y agasajar a las amantes del mayor con los pocos e inseguros céntimos que las demás des­preciaban; y era muy de temer que no le pagasen un sueldo fijo hasta marzo, con la llegada de la temporada alta. -Mire, no es posible que pueda usted aguantar así ni un día más-dijo Pauline-. Yo que usted... Pero se calló al oír un ruido que venía del corredor. A lo mejor era Marguerite, a la que acusaban de rondar en camisón por las noches para fisgonear el sueño de las demás. La lence­ra, que no le había soltado las manos a su amiga, la miró un ins­tante, en silencio, aguzando el oído; y luego volvió a decir, muy quedo, con tono de afectuoso convencimiento: -Yo que usted me buscaría a alguien. -¿Cómo que a alguien? -murmuró Denise, que no la había entendido a la primera. Cuando comprendió por fin, retiró las manos y se quedó aturdida. Aquel consejo la perturbaba: era una idea que jamás se le habría ocurrido y cuyas ventajas no acertaba a ver. -¡Ay, no! -exclamó, por toda respuesta. -Entonces, nunca conseguirá levantar cabeza -prosiguió Pauline-. ¡Se lo digo yo!... Vaya sumando: cuarenta francos pa­ra el pequeño, y alguna que otra moneda de cinco francos para el mayor; y luego está usted, que no puede ir siempre hecha una pordiosera, con esos zapatos que son el hazmerreír de todas sus compañeras; sí, sí, como lo oye, esos zapatos la están perjudicando... Búsquese usted a alguien y todo irá mucho mejor. -No -repitió Denise. -Pero, vamos a ver, sea razonable... No queda otro remedio, querida; y, además, ¡es tan natural! Todas hemos pasado por lo mismo. Yo, fíjese, estaba sin sueldo, como usted. No tenía ni una perra. Está una alojada y mantenida, claro; pero también hay que vestirse. Y no se puede andar sin un céntimo, ni que­darse metida en el cuarto pensando en las musarañas. Así que no queda más remedio que ceder... Y siguió hablando de su primer amante, el pasante de un abogado, al que había conocido en Meudon, durante una excursión. Después, había estado con un empleado de Correos. Y, por fin, desde aquel otoño, salía con un dependiente de El Económico, un muchachote muy noble, en cuya casa pasaba todas las horas libres. Y nunca estaba con más de uno a la vez. Ella era honrada y se indignaba cuando mencionaban a esas chicas que se entregan al primero que llega. -¡No le estoy diciendo que haga usted nada malo, ni mucho menos! -prosiguió, acaloradamente-. A mí no me gustaría, por ejemplo, que me vieran en compañía de esa Clara de su depar­tamento, pues podrían acusarme de andar por ahí de picos pardos, como ella. Pero estar tranquilamente con alguien, sin nada que reprocharse... ¿Le parece muy mal? -No -contestó Denise-.. Lo que sucede es que no encaja con mi forma de ser. Volvió a reinar el silencio. Ambas se sonreían en el helado cuartito, con el conmovido júbilo de aquella charla en voz baja. -Sin contar con que antes habría que sentir algo por alguien -añadió Denise, con las mejillas arreboladas. La lencera se sorprendió mucho y acabó por echarse a reír y besarla de nuevo, al tiempo que decía: -Pero, hijita, ¿es que no basta con que la gente se conozca y se guste? ¡Qué ocurrencias tiene! Nadie va a obligarla a nada... Oiga, ¿quiere que Baugé nos lleve al campo el domingo y que traiga a algún amigo? -No -repetía Denise, dulce pero firme. En vista de lo cual, Pauline dejó de insistir. Cada cual era muy dueño de hacer lo que mejor le pareciese. Le había dicho todo aquello por pura bondad, pues la afligía sinceramente ver que una compañera se sentía tan desgraciada. Y, como estaban a punto de dar las doce, se levantó para irse, no sin antes obli­gar a Denise a aceptar los seis francos que le faltaban, rogándo­le que no se preocupase y que no se los devolviera hasta que ganase más. -Ahora -añadió-, apague la vela para que no se note qué puerta se abre... Ya volverá a encenderla luego. Con la vela apagada, volvieron a estrecharse las manos. Pau­line se marchó a toda prisa y, sin que turbara más ruido que el roce de su falda el extenuado sueño de los demás cuartos, se metió en el suyo. Antes de acostarse, Denise quiso terminar de coser el zapato y aclarar la ropa que tenía en remojo. El frío se hacía más intenso a medida que avanzaba la noche, pero ella no lo sentía. Aquella charla la había trastornado hasta lo más hondo del corazón. No se había escandalizado; opinaba que si una mujer estaba sola en el mundo y era libre tenía perfecto derecho a disponer de su vida a su antojo. Ninguna creencia había regido nunca su proceder; la vida honrada que llevaba no era fruto sino de su recto razonar y su sana índole. Cerca ya de la una, se acostó, por fin. Si no quería a nadie, ¿para qué iba a complicar­se la vida y deteriorar la maternal abnegación que sentía por sus dos hermanos? No lograba, empero, quedarse dormida: cálidos escalofríos le recorrían la nuca y, tras los párpados cerrados, el insomnio le mostraba formas imprecisas, que se desvanecían luego en la oscuridad. A raíz de aquel episodio, Denise empezó a interesarse por las historias amorosas de su departamento. Menos en las horas de mucho ajetreo, todas las dependientes vivían pensando en los hombres. Circulaban comadreos y había aventuras que regoci­jaban a las jóvenes durante ocho días seguidos. La conducta de Clara era escandalosa; contaban que la mantenían tres hombres a la vez, por no mencionar la estela de amantes ocasionales que iba dejando tras de sí; y si no se despedía de los almacenes, en donde trabajaba lo menos posible, despreciando el dinero puesto que podía ganarlo en otra parte de forma más placente­ra, era para guardar las apariencias ante su familia, pues vivía en el continuo temor de que el tío Prunaire se presentase un buen día en París para romperle los huesos a almadreñazos. Por el contrario, Marguerite era muy formal; no se le conocía ningún galán, lo cual no dejaba des sorprendente, pues todas se refe­rían entre sí la aventura del embarazo que había venido a ocul­tar a París. Si era tan virtuosa, ¿de dónde le había venido aquel hijo? Había quien afirmaba que había sido una casualidad; y añadían que ahora se reservaba para su primo de Grenoble. Las señoritas también bromeaban acerca de la señora Frédéric, atri­buyéndole discretas relaciones con personajes destacados; lo cierto era que nadie sabía nada de su vida sentimental; desapa­recía todas las noches, con su envarada hosquedad de viuda. Parecía tener mucha prisa, sin que nadie supiera adónde iba tan corriendo. En cuanto a las pasiones de la señora Aurélie, a su supuesto apetito voraz por los jóvenes dóciles, debía de tra­tarse muy probablemente de embustes que inventaban las dependientes resentidas, sólo por divertirse. Cabía dentro de lo posible que la encargada hubiera dispensado antaño un trato excesivamente maternal a cierto amigo de su hijo; pero ahora ocupaba en el comercio de novedades una posición de mujer seria, que no caía ya en tan pueriles diversiones. Quedaba la tropa, la desbandada de por las noches: nueve de cada diez empleadas tenían a un galán esperándolas en la puerta. En la plaza de Gaillon, a lo largo de las calles de la Michodiére y Neuve-Saint-Augustin, montaban guardia los hombres, inmóvi­les, acechando la puerta con el rabillo del ojo; y, cuando comen­zaba el desfile, cada cual alargaba el brazo para llevarse a la suya, y se iban juntos, charlando, con conyugal placidez. Pero lo que más alteró a Denise fue descubrir el secreto de Colomban. Lo veía a todas horas, al otro lado de la calle, en el umbral de El Viejo Elbeuf, mirando hacia arriba, sin quitar ojo a las señoritas de las confecciones. Cuando notaba que ella lo estaba acechando, se ruborizaba y desviaba la mirada, como si temiese que la joven lo denunciara ante su prima Geneviéve, pese a que los Baudu no se trataban ya con su sobrina desde que ésta había entrado a trabajar en El Paraíso de las Damas. Al principio, Denise creyó que quería a Marguerite, al verle aque­lla mirada de carnero degollado propia de un amante sin espe­ranzas, pues, como la joven era muy formal y dormía en los almacenes, no resultaba fácil de enamorar. Mas luego se quedó atónita cuando se convenció de que el blanco de las ardientes miradas del dependiente era Clara. Llevaba meses así, consu­miéndose en la acera de enfrente, sin reunir valor suficiente para declarársele. ¡Y todo por una muchacha sin compromiso, que vivía en la calle de Louis-le-Grand y a la que podría haberse acercado cualquier noche, antes de que se marchase del brazo de un hombre, siempre distinto al de la víspera! Ni la propia Clara parecía sospechar aquella conquista. Tal descubrimiento colmó a Denise de dolorosa emoción. ¿Tan necio era el amor? ¿Cómo era posible? ¡Un muchacho que tenía toda la felicidad al alcance de la mano y desperdiciaba la existencia adorando a una perdida como si fuera el Santísimo Sacramento! Desde aquel día, cada vez que divisaba a través de los cristales verdo­sos de El Viejo Elbeuf el pálido y enfermizo perfil de Genevié­ve, se le encogía el corazón. En todo aquello pensaba Denise noche tras noche, al ver a las empleadas marcharse con sus amantes. Las que no dormían en El Paraíso de las Damas no regresaban hasta el día siguien­te, trayendo en las faldas el olor de unas vidas que transcurrían fuera de los almacenes, un universo desconocido y turbador. La joven tenía a veces que corresponder con una sonrisa a la amistosa inclinación de cabeza con que la saludaba Pauline, a quien Baugé esperaba sin falta, a partir de las ocho y media, de pie en la esquina de la fuente de Gaillon. Luego, después de haber salido la última para dar, siempre sola, su breve y furtivo paseo, tras haber regresado la primera, atendía a sus tareas o se acostaba, con la cabeza perdida en alguna ensoñación, llena de curiosidad por aquella vida parisina de la que nada sabía. Claro que no envidiaba en absoluto a las demás jóvenes; era feliz en su soledad, en aquella existencia huraña en la que vivía ence­rrada como en lo más hondo de un refugio; pero su imagina­ción podía más que ella, e intentaba suponer cómo serían las cosas, pensaba en los placeres que las demás mencionaban sin cesar delante de ella: los cafés; los restaurantes; los teatros; los domingos, con sus paseos en barca y sus merenderos. Y, luego, notaba que el pensamiento, cansado, dejaba en ella una mez­cla de deseo y hastío; era como si estuviera ya saciada de aque­llas diversiones que nunca había probado. No obstante, su laboriosa existencia le dejaba poco tiempo para las ensoñaciones peligrosas. En los almacenes, el peso abrumador de trece horas de trabajo no propiciaba tiernos afectos entre los dependientes de ambos sexos. Aunque la con­tinua pugna por el dinero no les hubiese hecho olvidar que eran hombres y mujeres, habría bastado para matar la atracción aquel ajetreo que, minuto a minuto, les tenía ocupado el pensamiento y les molía los huesos. Entre los enfrentamientos o el compañerismo de unos con otras, entre el roce incesante entre departamentos, difícilmente podía nadie citar alguna que otra relación amorosa. No eran ya todos ellos sino engra­najes que arrastraba consigo la máquina en marcha, obligán­dolos a abdicar de su personalidad, limitándose a sumar sus fuerzas en un anodino y poderoso falansterio. Sólo cuando salían de allí, recuperaban una existencia individual y se encendía en ellos la brusca llamarada de las pasiones. Pese a todo, Denise vio un día cómo Albert Lhomme, el hijo de la encargada, le metía una cartita en la mano a una lencera, después de haber pasado varias veces por el departamento haciéndose el indiferente. Como empezaba por entonces la temporada baja de invierno, que duraba de diciembre a febre­ro, había algunos ratos de ocio; y la joven pasaba horas enteras a pie firme, con la mirada perdida en la lontananza de los almacenes, esperando a que llegasen las clientes. Las señoritas de la confección tenían trato sobre todo con los dependientes de los encajes, sin que aquella intimidad forzosa fuera nunca más allá de un intercambio de bromas en voz baja. Había en los encajes un segundo encargado guasón que perseguía a Clara con confidencias atroces, sólo por divertirse, pues, en el fondo, le importaba tan poco la joven que ni siquiera intentaba verla fuera de los almacenes. Los jóvenes y las muchachas se lanzaban así, de mostrador en mostrador, miradas cómplices y frases cuyo significado sólo ellos comprendían; e incluso, en ocasiones, conversaban a hurtadillas, dándose casi la espalda, con expresión absorta, para que no los sorprendiera el terrible Bourdoncle. Deloche, por su parte, se conformó durante mucho tiempo con mirar a Denise y dedicarle una sonrisa; luego, se armó de valor y se atrevió a cuchichearle alguna pala­bra amistosa cuando se cruzaba con ella. El día en que Denise vio cómo el hijo de la señora Aurélie le entregaba la notita a la lencera, Deloche le estaba preguntando, en ese preciso momento, si había almorzado bien, pues sentía la necesidad de enterarse de algo de ella, pero no se le había ocurrido nada más amable que decirle. También él vio la mancha blanca de la carta; miró a la joven, y ambos se ruborizaron ante aquella intriga que acababan de presenciar. Pero Denise, entre aquellos ardorosos hálitos que, poco a poco, despertaban en ella a la mujer, conservaba aún su infan­til placidez. Sólo si veía a Hutin se le alborotaba el corazón. Pero sólo lo interpretaba como gratitud; pensaba que la única causa de su turbación era la amabilidad del joven. Cada vez que éste acompañaba a alguna cliente al departamento de con­fección, Denise se azoraba. En varias ocasiones, al regresar de alguna caja, se sorprendió a sí misma dando un rodeo, cruzan­do sin necesidad por la sección de la seda, con la emoción ate­nazándole la garganta. Una tarde, se topó allí con Mouret, que parecía seguir sus movimientos con una sonrisa. Ya no le hacía ningún caso; sólo le dirigía la palabra muy de vez en cuando, para darle algún consejo acerca de su indumentaria, sin tomarla en serio, como si la considerase un caso perdido, un chicazo indómito que él nunca lograría convertir en una mujer presu­mida, pese a su ciencia de mujeriego; a veces hasta se reía de ella, y llegaba incluso a pincharla, sin querer reconocer en su fuero interno cuánto lo turbaba aquella insignificante emplea­da que tenía un pelo tan peculiar. Denise se echó a temblar, al ver aquella mirada muda, como si Mouret la hubiera sorpren­dido cometiendo alguna falta. ¿Sabría acaso por qué cruzaba por la sedería, cuando ni ella misma habría podido explicar qué la impulsaba a dar semejante rodeo? Hutin, por lo demás, no parecía haberse fijado nunca en las miradas de agradecimiento de la joven. Las dependientes no eran su tipo y las trataba con ostensible desprecio, jactándose más que nunca de extraordinarias aventuras con las clientes: una baronesa había sucumbido a un flechazo nada más verlo tras el mostrador; y la mujer de un arquitecto se le había arroja­do en los brazos el día que acudió a su casa para remediar un error en los metros de un corte de tela que ésta había compra­do. Tras aquella fanfarronería normanda sólo había mucha­chas que sacaba de las cervecerías y de los cafés cantantes. Al igual que todos los jóvenes que trabajaban en el comercio de novedades, sentía una rabiosa necesidad de gastar; batallaba en su departamento durante toda la semana, con encarnizada avidez de avaro, con el único propósito de poder despilfarrar el dinero a manos llenas, los domingos, en las carreras, en los restaurantes y en los bailes. Sin un ahorro, sin una previsión, gastándose todo el sueldo recién cobrado, con una absoluta despreocupación por el día de mañana. Favier no participaba en aquellas diversiones. Hutin y él, tan compenetrados en los almacenes, se despedían en la puerta y no volvían a verse; como ellos, muchos otros dependientes pasaban gran parte del día juntos y se convertían en extraños, sin saber nada de sus respectivas existencias, en cuanto pisaban la calle. Pero Hutin sí era amigo íntimo de Liénard. Ambos vivían de pensión en el Hotel de Esmirna, de la calle de Sainte-Anne, un estableci­miento lóbrego donde sólo se alojaban empleados de comer­cio. Por la mañana llegaban juntos; y, por la noche, el primero que se quedaba libre, tras recoger el mostrador, se iba a espe­rar al otro al café Saint-Roch, de la calle de Saint-Roch, un cafe­tín donde solían reunirse los dependientes de El Paraíso de las Damas, hablando a voces, bebiendo y jugando a las cartas entre el humo de las pipas. A menudo se eternizaban allí y no se mar­chaban sino a eso de la una, hora a la que el cansado dueño del local los echaba a la calle. Por lo demás, desde hacía un mes, pasaban la velada tres veces por semana en un cabaretucho de Montmartre; y llevaban consigo a algunos compañeros para que contribuyesen al éxito de la última conquista de Hutin, la señorita Laure, robusta cantante cuyo talento jaleaban dando tales voces y pegando tales golpes en el suelo con el bastón que la policía ya había tenido que intervenir en dos ocasiones. Así transcurrió el invierno. Denise consiguió al fin un sueldo fijo de trescientos francos. No podía llegar más oportunamen­te el dinero, pues los zapatones se le caían a pedazos. Durante el último mes había intentado, incluso, salir lo menos posible para no acabar de destrozarlos. -¡Por Dios, señorita! ¡Hace usted un ruido con esos zapatos! -repetía a menudo la señora Aurélie, con tono de profundo fas­tidie-. No hay quien lo soporte... ¿Qué lleva usted en los pies? El día en que Denise bajó calzando unas botinas de paño, que le habían costado cinco francos, Marguerite y Clara mani­festaron su sorpresa a media voz, aunque procurando que pudiera oírlas. -¡Mire! Parece que la desgreñada se ha deshecho de las abarcas -dijo una. -¡Vaya! -añadió la otra-. Se habrá llevado un disgusto... Se las había dejado su madre. Existía, por añadidura, un movimiento de desaprobación general en contra de Denise desde que el departamento se había enterado de su amistad con Pauline, pues tales lazos de afecto con una dependiente del departamento enemigo no podían interpretarse sino como una provocación. Sus compa­ñeras hablaban de traición, la acusaban de contar a las de al lado cuanto allí se decía. La guerra entre la lencería y las con­fecciones cobró renovada violencia; nunca había sido tan encarnizada. Hubo duros intercambios de palabras, que silba­ban como balas, e incluso una bofetada, cierta noche, detrás de unas cajas de camisas. Quizá el origen de aquella antigua rivalidad fuera el hecho de que las señoritas de la lencería lle­vaban vestidos de lana, mientras que las de las confecciones vestían de seda. Sea como fuere, las lenceras hablaban de sus vecinas con mohínes indignados de jóvenes decentes. Y los hechos les daban la razón: estaba comprobado que la seda parecía ejercer cierta influencia en los excesos de conducta de las «confeccionistas». Vituperaron a Clara por sus tropeles de amantes, e, incluso, le echaron en cara su hijo a Marguerite, al tiempo que acusaban a la señora Frédéric de vivir secretas pasiones. ¡Y todo por culpa de la Denise aquella! -¡Señoritas, nada de palabras malsonantes! ¡Compórtense! -decía la señora Aurélie, muy digna, terciando en la furibunda indignación de su gente-. Procuren estar a la altura de su cate­goría. Prefería no inmiscuirse. Como confesó cierto día, respon­diendo a una pregunta de Mouret, aquellas señoritas podían medirse todas por el mismo rasero. Pero empezó a tomarse el asunto a pecho, de repente, cuando Bourdoncle le contó que acababa de sorprender a su hijo, en un rincón del sótano, besando a una lencera, esa misma a la que entregaba cartitas con disimulo. Aquello era una abominación; y acusó rotunda­mente al departamento de lencería de haberle tendido una trampa a Albert. Tenía que tratarse de una conspiración contra ella, trataban de desprestigiarla pervirtiendo a un joven inex­perto, tras haberse convencido de que su departamento era irreprochable. A decir verdad, sólo armaba tanto escándalo para embrollar más la situación, pues no se hacía ilusión alguna en lo tocante a su hijo y sabía que era capaz de cometer cual­quier tontería. A punto estuvo el asunto, en un momento dado, de convertirse en algo más grave, pues el guantero Mignot esta­ba implicado también; era amigo de Albert y daba un trato de favor a las amiguitas que éste le enviaba, muchachas de trapillo que se pasaban las horas muertas revolviendo en las cajas de guantes. Y había además una historia que nunca acabó de acla­rarse, relacionada con unos guantes de Suecia que había recibi­do como regalo la lencera. El escándalo acabó por silenciarse por consideración a la encargada de las confecciones, a quien el propio Mouret trataba con mucha deferencia. Bourdoncle se conformó con despedir, al cabo de ocho días y con un pretexto cualquiera, a la dependiente culpable de haber permitido que la besaran. Los caballeros de la dirección se desentendían de las desaforadas juergas de puertas para afuera, pero no toleraban el más mínimo desliz dentro de la casa. Y fue Denise quien pagó las consecuencias. La señora Auré­lie, aun sabiendo a que atenerse, le guardó un sordo rencor; la había visto reírse con Pauline y lo tomó como una provoca­ción, suponiendo que andaban de chismorreos acerca de los amoríos de su hijo. Contribuyó, pues, a que la joven estuviera cada vez más aislada en la sección. Llevaba tiempo planeando llevarse a las señoritas a pasar un domingo a Rigolles, en los alrededores de Rambouillet, donde había comprado una finca con los primeros cien mil francos que había ahorrado; y, de súbito, se decidió: era una manera de castigar a Denise, de ha­cerle el vacío abiertamente. Fue la única a quien no invitó. Durante los quince días anteriores a la excursión, no se habló en el departamento de otra cosa. Todas miraban el cielo, que templaba el sol de mayo; decidían las ocupaciones de cada hora del día; prometíanse todo tipo de cosas gratas: paseos en burro, leche y pan moreno. ¡Y sólo irían mujeres, lo que resul­taba aún más divertido! Así era como la señora Aurélie solía matar el tiempo los días de fiesta: saliendo a pasear con otras señoras, pues tenía tan poca costumbre de estar con su familia, se encontraba tan a disgusto, tan fuera de lugar, las pocas noches en que podía cenar con su marido y su hijo, que prefe­ría, incluso aquellas noches, no ir a casa y cenar en un restau­rante. Lhomme se iba por su lado, contentísimo de volver a su vida de soltero y Albert, aliviado, corría a reunirse con sus gol­fas. Los tres habían perdido los hábitos de la vida en familia; se estorbaban y aburrían mutuamente cuando pasaban juntos los domingos, de modo que se limitaban a pasar por su casa como si fuera un hotel cualquiera al que sólo se vuelve para meterse en la cama. En lo tocante a la excursión de Rambouillet, la señora Aurélie manifestó, sin más, que la presencia de Albert no sería decorosa y que incluso el padre debería tener tacto suficiente para no participar en ella. Y a los dos hombres les pareció de perlas. A medida que se iba acercando el venturoso día, aumentaba la locuacidad de las señoritas, que explicaban lo que iban a ponerse como si fueran a emprender un viaje de seis meses de duración. Mientras, a Denise no le quedaba más remedio que oírlas, pálida y callada en su abandono. -¿Qué, siguen haciéndola rabiar? -le dijo cierta mañana Pauline-. Si yo estuviera en su lugar, las dejaría con tres palmos de narices. ¿Que ellas salen a divertirse? ¡Pues yo también, no faltaba más!... Venga con nosotros el domingo, Baugé va a lle­varme a Joinville. -No, gracias -respondió la joven, con su sosegada obstina­ción. -Pero ¿por qué?... ¿Sigue teniendo miedo de que la fuercen? Y Pauline se reía con tanto cariño que Denise no pudo por menos de sonreír a su vez. Sabía muy bien cómo pasaban las cosas: todas sus compañeras habían conocido en excursiones como aquélla a su primer amante, un amigo que alguien había llevado como por casualidad; y ella no quería que le sucediera lo mismo. -Vamos -siguió diciendo Pauline-, le prometo que Baugé no llevará a nadie. Estaremos los tres solos... No se apure, que si usted no quiere, no seré yo quien le busque pareja. Denise seguía sin decidirse a acompañarlos, aunque lo de­seaba tanto que la sangre le quemaba las mejillas. Desde que sus compañeras andaban alardeando de deleites campestres, sentía que se ahogaba, que necesitaba el aire libre y el cielo; soñaba con hierba alta que le llegase a los hombros; con árbo­les gigantescos, cuya sombra le corriese por el cuerpo como agua fresca. La añoranza del sol despertaba en ella el recuerdo de los años de infancia, que había pasado entre las verdes y densas frondas del Contentin. -Está bien; de acuerdo -dijo, al fin. Se pusieron de acuerdo. Baugé las esperaría en la plaza de Gaillon a las ocho; desde allí, irían en coche de punto a la esta­ción de Vincennes. Denise, cuyos veinticinco francos de sueldo fijo se iban todos los meses en atender las necesidades de los niños, tan sólo había podido remozar su vestido viejo de lana con una guarnición de popelín de cuadritos, cosida al bies; también se había hecho ella misma un sombrero: una capota de seda adornada con una cinta azul. Con aquel sencillo ata­vío, parecía muy joven, una niña que hubiera crecido demasia­do deprisa; en su humilde pulcritud, se mostraba un tanto avergonzada y molesta por la desbordante exuberancia del cabello, que le rebosaba del sencillo sombrero. Pauline por el contrario, lucía un primaveral vestido de seda, de rayas blancas y violeta; una toca a juego, recargada de plumas; y joyas en el cuello y las muñecas: todo un lujo de comerciante acaudalada. Era como si con la seda de los domingos quisiera tomarse la revancha del resto de la semana, en que el trabajo la obligaba a vestir de lana; en cambio Denise, que soportaba la seda del uni­forme de lunes a sábado, recuperaba los domingos la raída lana de su pobreza. -Ahí está Baugé -dijo Pauline, señalando a un mocetón que esperaba de pie, junto a la fuente. Hizo las presentaciones y a Denise le pareció el joven tan buen muchacho que no tardó en sentirse a sus anchas con él. Era un gigantón, con la pausada fuerza de los bueyes que tiran del arado. Tenía un rostro alargado de flamenco, en el que los ojos vacuos reían con puerilidad infantil. Era el segundo hijo de un tendero de ultramarinos de Dunkerque, y si había veni­do a París era porque su padre y su hermano, que lo tenían por demasiado bruto, lo habían puesto como quien dice en la calle. No obstante, en El Económico ganaba tres mil quinien­tos francos, pues, aunque no era inteligente, tenía muy buena mano con las telas. Y a las mujeres les parecía muy agradable. -¿Y el coche? -preguntó Pauline. Tuvieron que ir hasta el bulevar. El sol ya había empezado a calentar y la hermosa mañana de mayo sonreía en los adoqui­nes de las calles; en el cielo no había ni una nube; el aire azul, transparente como el cristal, estaba impregnado de gozo. Una sonrisa involuntaria entreabría los labios de Denise, que respi­raba muy hondo. Le parecía que se liberaba el pecho de una asfixia de seis meses. ¡Por fin salía del ambiente cerrado y los agobiantes muros de El Paraíso de las Damas! ¡Así que tenía por delante un día entero de libertad en el campo! Y se sentía como si hubiera recuperado la salud, inmensamente feliz, dejándose llevar por nuevas sensaciones de chiquilla. Ya en el coche, no obstante, desvió la vista con apuro cuando Pauline estampó un sonoro beso en los labios de su amante. -¡Anda! -exclamó, aún con la cabeza asomada por la venta­nilla-. Por ahí va el señor Lhomme... ¡Cómo corre! -Lleva la trompa -añadió Pauline, asomándose también-. ¡Qué viejo loco! ¡Si parece que tiene prisa por no llegar tarde a una cita! Lhomme, efectivamente, con el estuche del instrumento debajo del brazo, iba a buen paso por la calle de Le Gymnase, mirando al frente y riéndose solo, de gusto, al pensar en el deleite que lo esperaba. Iba a pasar el día con un amigo que tocaba la flauta en un modesto teatro, en cuya casa se reunían los domingos varios músicos aficionados, nada más apurar el tazón de café con leche del desayuno, para interpretar música de cámara. -¡A las ocho de la mañana! ¡Menudo vicio! -añadió Pauli­ne-. Y ya sabe que la señora Aurélie y toda su tropa han debido de coger el tren de Rambouillet, que sale a las seis y veinticin­co... No hay peligro de que el marido y la mujer se encuentren. Y las dos se pusieron a comentar la excursión de Ramboui­llet. No deseaban que les lloviera a las demás, porque también a ellas se les pasaría el día por agua; pero ¡qué divertido sería que cayera por allí un chaparrón que no salpicara hasta Joinville! Luego la tomaron con Clara, una manirrota que no sabía qué inventar para despilfarrar el dinero de sus tres protectores. ¿Pues no se compraba tres pares de botinas a la vez? Y tiraba los tres al día siguiente, tras haberlos cortado con unas tijeras, por­que tenía los pies llenos de juanetes. Por lo demás, las depen­dientes de las tiendas de novedades demostraban tener tan poca sensatez como sus compañeros varones: derrochaban a manos llenas, sin ahorrar nunca un céntimo; no les importaba gastarse al mes, en trapos y golosinas, doscientos o trescientos francos. -¡Pero si sólo tiene un brazo! -exclamó de repente Baugé-. ¿Cómo se las apaña para tocar la trompa? No había perdido de vista a Lhomme. Entonces Pauline, que, a veces, se divertía a costa de su inocencia, le contó que el cajero apoyaba el instrumento contra la pared. Y él la creyó a pies juntillas, opinando que era una solución muy ingeniosa. Pero cuando ella, arrepentida, le explicó cómo Lhomme se colocaba en el muñón un sistema de pinzas, que utilizaba luego como si fuera una mano, Baugé meneó la cabeza con desconfianza, al tiempo que aseguraba que no pensaba tragar­se semejante trola. -¡Ay, pero qué tonto eres! -acabó por decirle Pauline, entre risas-. Aunque me da lo mismo; yo te sigo queriendo igual. El coche seguía adelante. Llegaron a la estación de Vincen­nes en el preciso momento en que salía un tren. Baugé era quien pagaba; pero Denise había manifestado su intención de contribuir a los gastos; ya echarían cuentas por la noche. Subie­ron en segunda: de los vagones rezumaba un zumbido de ale­gría. En Nogent, irrumpió una boda, entre carcajadas. Por fin llegaron a Joinville; y cruzaron a la isla en seguida, para encar­gar el almuerzo. Se quedaron en ella, paseando por las márgenes del río, bajo los altos álamos que bordeaban el Marne. Hacía frío a la sombra; al sol, soplaba un hálito vivaz que ensan­chaba, en la lontananza de la otra orilla, la límpida pureza de una llanura, que desplegaba sus cultivos. Denise iba a la zaga de Pauline y su amante, que caminaban cogidos por la cintura; había cortado un ramo de botón de oro y miraba cómo corría el agua, feliz, sintiendo que le desfallecía el corazón, desviando la vista cada vez que Baugé se inclinaba para besar la nuca de su amiga. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Y, no obstante, no se sentía desgraciada. ¿Qué emoción era aquella que la dejaba sin respiración? ¿Y por qué aquellos anchos campos, donde contaba con despreocuparse de todo, la llenaban de una nos­talgia imprecisa cuya causa no acertaba a explicar? Luego, durante el almuerzo, la aturdieron las sonoras carcajadas de Pauline. Esta, que sentía por los alrededores de París la misma vehemente afición que una cómica condenada a vivir con luz de gas en el viciado aire de las aglomeraciones, se había empe­ñado en comer bajo el emparrado, pese a que el aire era toda­vía muy fresco. Se regocijaba con las súbitas ráfagas que levan­taban el mantel, le hacía gracia el cenador, aún sin hojas, y la rejilla de rombos, recién pintada, cuya sombra se recortaba encima de la mesa. Por lo demás, comía con ansia, con ham­brienta glotonería de muchacha a la que no alimentaba la comida de los almacenes y, en sus salidas, se atracaba de todos los platos que le gustaban. Ese era su vicio; todo el dinero se le iba en pasteles, en embutidos, en suculencias bien guisadas, que saboreaba despreocupadamente durante sus horas de libertad. Como Denise parecía tener más que de sobra con los huevos, el pescado frito y el pollo salteado, Pauline se contuvo y no se atrevió a pedir fresas, por ser fruta aún temprana y, por lo tanto, cara, temiendo que subiera mucho la cuenta. -¿Y, ahora, qué hacemos? -preguntó Baugé, cuando les hubieron servido el café. Por la tarde, Pauline y él solían volver a París para cenar y terminar la velada en un teatro. Pero, por expreso deseo de Denise, decidieron quedarse en Joinville; sería divertido darse un atracón de campo. Y estuvieron paseando toda la tarde. Momento hubo en que pensaron en montar en barca; pero, al final, renunciaron a la idea, pues Baugé remaba muy mal. Pero, como en aquel deambular por donde los llevasen los sen­deros siempre llegaban, a la postre, a las orillas del Marne, atra­jo su atención lo que sucedía en el río, las escuadras de yolas y botes que lo surcaban, y los equipos de remeros que navegaban en ellos. El sol iba bajando, y ya se disponían a regresar a Joinville cuando dos yolas, que iban corriente abajo, compitiendo en velocidad, empezaron a lanzarse andanadas de injurias, entre las que predominaban los gritos de «torrezneros» y «horteras». -¡Anda! -dijo Pauline-. Si es el señor Hutin. -Sí -añadió Baugé, que se protegía del sol con la mano-, reconozco la yola de caoba... En la otra debe de ir un grupo de estudiantes. Y explicó la tradicional hostilidad que, a menudo, enfrenta­ba a la juventud de las aulas y a los empleados de comercio. Denise, al oír nombrar a Hutin, se había parado en seco; y, cla­vando los ojos en la esbelta embarcación, seguía su trayectoria, buscando al joven entre los remeros, sin lograr distinguir más que las manchas blancas de dos vestidos de mujer: una de ellas, sentada al timón, llevaba un sombrero rojo. Las voces se per­dieron en medio del fluir de las aguas del río. -¡Al agua con los torrezneros! -¡Horteras al agua, al agua! Al caer la tarde, volvieron al restaurante de la isla. Pero había refrescado tanto que tuvieron que cenar en uno de los dos comedores, donde la humedad del invierno impregnaba aún los manteles con un frescor de colada. Desde las seis, ha­bían empezado a escasear las mesas; los excursionistas se apre­suraban a coger sitio. Y los camareros no paraban de traer sillas y bancos, de juntar los platos, de meter con calzador a la gente. El ambiente era ahora tan sofocante que tuvieron que abrir las ventanas. Fuera, el día iba palideciendo; de los álamos bajaba tan deprisa una verdosa penumbra crepuscular que el dueño, que no estaba preparado para las cenas bajo techo, mandó poner una vela en cada mesa, al no contar con lámparas sufi­cientes. El ruido era ensordecedor: risas, voces, entrechocar de loza; con el aire que entraba por las ventanas, se estremecían, como asustadas, las llamas de las velas, y chorreaba la cera mientras las mariposas nocturnas aleteaban en el aire, que cal­deaba el olor de las viandas y por el que cruzaban breves ráfa­gas de viento helado. -Hay que ver cómo se divierten, ¿verdad? -decía Pauline, muy ocupada con una caldereta de pescado que, según afirma­ba, era algo extraordinario. Y añadió, inclinándose hacia delante: -¿Se ha fijado en quién está allí? El señor Albert. Se trataba, en efecto, de Lhomme hijo, en compañía de tres mujeres de aspecto equívoco: una señora de edad, con sombre­ro amarillo y soez aspecto de celestina, y dos menores, dos chi­quillas de trece o catorce años, cuyo descarado contoneo aver­gonzaba a cualquiera que las mirase. Él, que estaba ya muy borracho, golpeaba la mesa con el vaso, amenazando con zurrar al camarero si no traía los licores inmediatamente. -¡Pues menuda familia! -añadió Pauline-. La madre en Rambouillet, el padre en París y el hijo en Joinville... No hay cuidado de que se estorben. Denise, que aborrecía el ruido, sonreía pese a todo, disfru­tando, en medio de tamaño barullo, de la alegría de no pensar en nada. Pero de repente, en el comedor contiguo, estalló un griterío que cubrió las demás voces. Sonaron atronadores gri­tos, a los que, sin duda, siguió algún que otro bofetón, pues hubo ruido de empujones y sillas volcadas, una pelea en toda regla en la que volvieron a oírse los gritos del río: -¡Al agua con los horteras! -¡Torrezneros al agua, al agua! Y, cuando el vozarrón del tabernero hubo calmado los áni­mos, apareció inesperadamente Hutin. Llevaba una chaqueta marinera roja, un gorro echado hacia atrás y, cogida del brazo, a la joven alta vestida de blanco del timón, quien, para lucir los colores de la yola, se había colocado un ramillete de amapolas detrás de la oreja. Ovaciones y aplausos acogieron su presen­cia; Hutin estaba radiante: sacaba pecho imitando, al andar, el balanceo de los marineros, y se ufanaba del puñetazo que le amorataba la mejilla, reventando de gozo por verse el centro de la atención. Tras ellos, venía todo el equipo de remeros. Tomaron por asalto una mesa y el alboroto fue ya formidable. -Parece ser -explicó Baugé, que había estado escuchando a los que hablaban detrás de él- que los estudiantes han recono­cido a la amiga de Hutin, una antigua buscona del barrio que ahora canta en un cabaretucho de Montmartre. En vista de lo cual, se han sacudido por culpa de ella... ¡Los estudiantes nunca pagan a las mujeres! -Pues es redomadamente fea, la verdad -dijo Pauline, muy digna-, con esos pelos color zanahoria. Francamente, no sé de dónde las saca el señor Hutin, pero son todas a cual más arras­trada. Denise se había puesto pálida. Notaba un frío de hielo, como si la sangre se hubiese retirado de su corazón gota a gota. Ya antes, en la orilla, al ver la veloz yola, había sentido un pri­mer escalofrío. Yahora no podía quedarle duda de que aquella muchacha iba con Hutin. Tenía un nudo en la garganta, le temblaban las manos y había dejado de comer. -¿Le pasa algo? -le preguntó su amiga. -Nada -balbució Denise-, es que hace mucho calor. Pero la mesa de Hutin estaba muy cerca de la de ellos; y cuando éste vio a Baugé, que era conocido suyo, le dirigió la palabra con voz chillona, para seguir acaparando la atención del comedor. -¡Oiga! -voceó-. ¿En El Económico siguen siendo tan vir­tuosos como siempre? -No tanto, no tanto -contestó Baugé, muy encarnado. -¡Quite de ahí! Pero si para contratar a una empleada le exi­gen que sea virgen. Y tienen un confesor permanente para los dependientes que se atreven a mirarlas... Unos almacenes donde hay bodas entre empleados. ¡Eso no es para mí! Empezaron a oírse risas. Liénard, que pertenecía al equipo, añadió: -No pueden decir lo mismo en El Louvre... Tienen una par­tera fija en el departamento de confecciones. ¡Les doy mi pala­bra! El regocijo fue en aumento. Ni siquiera Pauline pudo conte­ner la risa, pues le hacía mucha gracia el invento de la partera. Pero Baugé seguía muy ofendido por las bromas acerca de la inocencia de los empleados de sus almacenes. Y arremetió sin previo aviso: -¡Como si en El Paraíso de las Damas tuvieran de qué presu­mir! ¡De patitas en la calle a las primeras de cambio! Y, encima, el dueño parece que anda siempre queriendo liarse con las clientes. Hutin ya no le hacía caso y había empezado a cantar las ala­banzas de La Plaza de Clichy. Conocía él allí a una joven tan decente que la clientela no se atrevía ni a dirigirle la palabra, por temor a ofenderla. Luego, arrimando el plato, contó que aquella semana había sacado ciento quince francos: ¡una sema­na fantástica! Favier se había quedado bien atrás, con cincuen­ta y dos francos. Y él había barrido con todos los turnos de la pizarra. ¿Es que no se notaba? ¡Buen aire le estaba dando al dinero! No pensaba irse a la cama antes de haber acabado con los ciento quince francos. Y, como cada vez estaba más borra­cho, la tomó con Robineau, aquel alfeñique de segundo encargado al que tanto le gustaba mantener las distancias, hasta tal punto que no quería que lo vieran por la calle con sus depen­dientes. -Cállese -dijo Liénard-; habla demasiado, amigo mío. Hacía cada vez más calor. Las velas goteaban en los manteles manchados de vino; y, por las ventanas abiertas, cuando callaba de pronto la algarabía de los comensales, entraba una voz leja­na e incesante, la voz del río y de los altos álamos, que se iban quedando dormidos en la paz de la noche. Baugé acababa de pedir la cuenta, al ver que Denise no se reponía: estaba muy pálida y le temblaba la barbilla de tanto aguantar las lágrimas. Pero el camarero tardó en aparecer; y no le quedó más remedio que continuar soportando las voces de Hutin, que, ahora, se jactaba de ser más chic que Liénard, porque éste sólo despilfa­rraba el dinero de su padre, mientras que él despilfarraba el dinero que se ganaba, el fruto de su inteligencia. Por fin pagó Baugé, y las dos mujeres salieron del restaurante. -Ahí hay una de El Louvre -susurró Pauline en el primer comedor, al ver a una muchacha alta y delgada que se disponía a irse. -Tú qué sabrás, si no la conoces -dijo el joven. -¡Ni falta que hace! ¿No has visto con qué garbo se pone el abrigo? Departamento de la partera, te lo digo yo. Si ha oído lo de antes, debe de estar que trina. Cuando se vieron fuera, Denise suspiró, aliviada. Se había sentido morir, entre aquel calor sofocante y aquel griterío. Y volvió a explicar que se había puesto mala por falta de aire. Ahora ya se podía respirar. Del cielo estrellado bajaba un fres­co relente. Las dos jóvenes se disponían a salir del jardín del restaurante cuando una voz tímida susurró, entre las sombras: -Buenas noches, señoritas. Era Deloche. No lo habían visto al fondo del primer come­dor, donde cenaba solo, después de haber venido andando desde París, por el simple gusto de caminar. Al reconocer aquella voz amiga, la dolorida Denise cedió instintivamente a la necesidad de apoyarse en alguien. -Señor Deloche, vuelva con nosotros -dijo-. Déme el brazo. Pauline y Baugé ya habían echado a andar delante de ellos, comentando su sorpresa. Nunca hubieran creído que las cosas sucedieran así, ni con aquel muchacho. Como aún les quedaba una hora antes de coger el tren, fueron paseando por la orilla del río hasta la punta de la isla, bajo los altos árboles; y, de vez en cuando, miraban hacia atrás y decían en voz baja: -¿Dónde se han metido? ¡Ah, ahí están!... La verdad es que tiene gracia... Al principio, Denise y Deloche permanecieron en silencio. El barullo del restaurante se iba apagando, poco a poco; se tor­naba suavemente musical a lo lejos, en la oscuridad. Se aden­traron cada vez más bajo el frescor de los árboles, sintiendo aún el calor febril de aquel horno, cuyas velas se iban apagan­do una a una entre las frondas. Frente a ellos parecía alzarse un muro de tinieblas, una mole de sombras tan densa que ni siquiera distinguían el blanco trazado del sendero. Aun así, avanzaban sin temor, despacio. Al cabo, se les acostumbraron los ojos a la oscuridad y vieron, a la derecha, los troncos de los álamos, cual negras columnas que sustentasen la bóveda salpicada de estrellas de sus copas; y, algo más allá, el agua relucía, a ratos, en la oscuridad, como un espejo de estaño. El viento amainaba; tan sólo se oía ya el murmullo del río. -Me alegro mucho de haberme encontrado con usted -tarta­mudeó al fin Deloche, que fue el primero en decidirse a hablar-. No sabe lo feliz que me hace al acceder a pasear conmigo. Y, amparándose en la oscuridad, tras una serie de torpes intentos, se atrevió a decirle que la amaba. Hacía tiempo que quería escribírselo; y quizá Denise no hubiera llegado a saberlo nunca de no haber sido por la complicidad de aquella hermo­sa noche, por el canto del agua y por los árboles que los arropa­ban en la cortina de su sombra. Sin embargo, ella no respondía nada y seguía caminando, de su brazo, con el mismo paso de penitente. Estaba él intentando verle la cara, cuando oyó un leve sollozo. -¡Ay, Dios mío! -dijo, entonces-. ¿Llora usted, señorita, llora usted?... ¿Acaso la he disgustado? -No, no -murmuró ella. Intentaba contener las lágrimas, pero no lo conseguía. Ya antes, en la mesa, había creído que iba a estallarle el corazón. Y, ahora, entre las sombras, había dejado de contenerse y los sollozos la ahogaban al pensar que si hubiera sido Hutin, en lugar de Deloche, quien estuviera a su lado, diciéndole cosas tiernas, no tendría fuerzas para resistirse. Confesárselo al fin a sí misma no hacía sino azorarla más. Le ardía la cara de ver­güenza, como si ya hubiese caído, bajo aquellos árboles, en brazos de ese hombre que no vacilaba en mostrarse en pública con mujerzuelas. -No era mi intención ofenderla -repetía Deloche, que tam­bién estaba a punto de echarse a llorar. -No, escúcheme -dijo Denise, con voz aún trémula-, no estoy enfadada con usted. Sólo le suplico que no vuelva a hablarme como acaba de hacerlo... Lo que usted me pide es imposible. Bien sé que es usted un buen muchacho y estoy dis­puesta a ser amiga suya, pero sólo eso... ¿me oye? ¡Amiga suya! El temblaba. Tras caminar unos pasos en silencio, balbució: -Que no me quiere usted, vamos. Y, al intentar ella evitarle el disgusto de un rechazo tajante, prosiguió con voz dulce y consternada: -De todos modos, ya me lo esperaba... Nunca he tenido suerte; sé que la felicidad no es para mí. En casa, me pegaban. En París, siempre he sido el que se llevaba todos los palos. Ya lo ve, cuando uno no sabe quitarles las amantes a los demás y es demasiado torpe para ganar tanto dinero como ellos, más le valdría reventar cuanto antes en un rincón... No, no se preocu­pe, no la molestaré más. Pero no puede impedirme que la quiera, ¿verdad? La querré sin pedir nada a cambio, como un perro... ¡Otra vez me he quedado sin nada! Así es la vida que me ha tocado. Esta vez le tocó a él llorar. Denise lo consolaba; y, durante aquellas amistosas efusiones, se enteraron de que eran de la misma comarca -ella de Valognes y él de Briquebec-, a trece kilómetros. Y sintieron que los unía un nuevo vínculo. Era hijo de un humilde alguacil, pobre y aquejado de unos celos enfer­mizos, que lo zurraba y lo llamaba bastardo, pues lo sacaba de quicio aquel hijo, que tenía una cara alargada y lívida y un pelo color cáñamo que, según él, nunca se habían visto en la fami­lia. Acabaron ambos hablando de los prados de alta hierba, rodeados de setos vivos; de los senderos sombreados que se perdían bajo los olmos; de las carreteras herbosas como paseos de un parque. A su alrededor, la noche seguía aclarándose: ya podían ver los juncos de la orilla, el calado encaje de las ramas, recortando su silueta negra contra el resplandor de las estre­llas. Y se iban apaciguando, olvidándose de sus males, unidos por la desdicha en una amistad de buenos compañeros. -¿Y bien? -preguntó, impaciente, Pauline a Denise, lleván­dosela aparte cuando llegaron frente a la estación. Por la sonrisa y el tono de tierna curiosidad de su amiga, la joven comprendió a qué se refería. Contestó, poniéndose muy encarnada: -¡De ninguna manera, querida! Ya le he dicho que no quie­ro saber nada de esas cosas... Somos paisanos y hemos estado hablando de Valognes. Pauline y Baugé se quedaron perplejos al tener que renun­ciar a todas sus suposiciones, sin saber ya qué pensar. Deloche se despidió en la plaza de La Bastille; al igual que todos los empleados sin sueldo fijo, dormía en los almacenes, en donde debía estar de vuelta a las once. Denise, que no deseaba regre­sar con él y había pedido un permiso de teatro, accedió a ir con Pauline a casa de Baugé. Este se había mudado a la calle de Saint-Roch para estar más cerca de su amante. Cogieron un coche de punto y Denise se quedó estupefacta cuando, por el camino, se enteró de que su amiga pensaba pasar la noche con el joven. Era de lo más sencillo, bastaba con darle cinco francos a la señora Cabin, todas las dependientes lo hacían. Baugé hizo los honores de su cuarto, amueblado con antiguos muebles estilo imperio que le había mandado su padre. Se enfadó cuan­do Denise quiso echar cuentas, aunque acabó aceptando los quince francos con sesenta que ésta había dejado encima de la cómoda; pero, a cambio, quiso invitarla a una taza de té y, tras pelearse con el infiernillo de alcohol, tuvo que volver a bajar a la calle para comprar azúcar. Cuando sirvió las tazas, estaban dando las doce. -Tengo que irme -repetía Denise. YPauline contestaba: -Dentro de un rato... Los teatros no acaban tan temprano. Denise se sentía muy violenta en aquel cuarto de soltero. Había visto cómo su amiga se quedaba en enaguas y corsé, y la observaba mientras preparaba la cama, abriéndola y mullendo las almohadas, con los brazos al aire. Denise se sentía turbada y avergonzada por presenciar aquellos domésticos preparativos de una noche de amor, que volvían a traerle al corazón herido el recuerdo de Hutin. ¡Nada bueno le reportaban aquellas sali­das! Por fin, se despidió a las doce y cuarto. Pero se fue muy avergonzada, pues, al desearles con toda inocencia las buenas noches a sus amigos, Pauline contestó, atolondradamente: -Gracias; va a ser una noche muy buena. La puerta particular que conducía a la vivienda de Mouret y a los cuartos del personal estaba en la calle Neuve-Saint-Augus­tin. La señora Cabin abría la puerta, tirando del cordón, y echaba un vistazo para tomar nota de quién iba llegando. Una lamparilla iluminaba tenuemente el vestíbulo. Y, al verse en aquella penumbra, Denise titubeó, presa de inquietud, pues al doblar la esquina de la calle había visto cómo se cerraba la puerta tras la sombra imprecisa de un hombre. Debía de ser el dueño, que volvía de alguna velada. Y sólo de pensar que podía estar allí, en la oscuridad, esperándola quizá, le entraba uno de aquellos miedos extraños que, sin justificación alguna, aún seguía notando en su presencia. Alguien se movió en el prime­ro, oyó el crujido de unas botas. Entonces, perdiendo la cabe­za, empujó una puerta que conducía a los almacenes y queda­ba abierta para las rondas de vigilancia. Se encontraba en el departamento del ruán. -¡Dios mío! ¿Y ahora qué hago? -balbució, en su nervio­sismo. Se acordó de que arriba había otra puerta de comunicación que llevaba a los cuartos, pero era necesario cruzar los almace­nes de punta a punta. Prefirió aquel recorrido, pese a las tinie­blas en que estaban sumidas las galerías. No había ni una lám­para de gas encendida; tan sólo algún que otro candil de aceite colgando de los brazos de las arañas. Y aquellas luces espacia­das, semejantes a manchas amarillas, cuyos rayos se perdían en la oscuridad, eran como los faroles de las minas. A su alrede­dor, flotaban gigantescas sombras; apenas si distinguía las mer­cancías amontonadas, que cobraban formas pavorosas: colum­nas derruidas, fieras agazapadas, ladrones al acecho. El pesado silencio, que interrumpían lejanas respiraciones, dilataba aún más las tinieblas. Logró orientarse, empero: a la izquierda, la ropa blanca trazaba una estela pálida, como una hilera de casas que azulearan bajo un cielo de verano. Entonces, quiso cruzar el patio sin más tardanza, pero tropezó con unas pilas de india­na y decidió que sería más seguro pasar por la calcetería y, luego, por los géneros de lana. Al llegar allí, la asustó el retum­bar de un trueno: los sonoros ronquidos de Joseph, el mozo, que dormía detrás de los géneros de luto. Se abalanzó hacia el patio, que la cristalera iluminaba con luz crepuscular; parecía más amplio, colmado del pavor nocturno de las iglesias, con los inmóviles casilleros v las siluetas de las largas varas de medir, que dibujaban cruces invertidas. Ahora, Denise iba huyendo. En la mercería, en los guantes, a punto estuvo de tener que saltar por encima de los mozos de servicio dormidos; y no se sintió a salvo hasta dar, por fin, con la escalera. Pero arriba, delante del departamento de confección, volvió a invadirla el terror al des­cubrir que se le acercaba el parpadeante ojo de un farol: era una ronda, dos bomberos que iban dejando constancia de su paso en los relojes de los controladores. Tardó un minuto en darse cuenta de qué se trataba; los vio pasar de los chales a las tapicerías y, luego, a la lencería, espantada de aquella manio­bra extraña, del chirrido de la llave y del estruendo de las por­tezuelas de chapa al caer. Cuando los tuvo cerca, Denise se escondió al fondo de la sección de encajes, de donde, acto seguido, la obligó a salir corriendo hasta la puerta de comuni­cación el sonido de una voz. Había reconocido la de Deloche, que dormía en su departamento, en un catre de hierro que él mismo montaba todas las noches; y en él se hallaba tendido, aún despierto, reviviendo con los ojos abiertos, las dulces horas de aquella velada. -¡Cómo! ¡Es usted, señorita! -dijo Mouret, que estaba en la escalera con una vela pequeña en la mano, al toparse con Denise. La joven tartamudeó, quiso explicar que volvía de buscar una cosa en su departamento. Pero él no estaba enojado, sino que la miraba con aquella expresión suya, a la vez paternal y curiosa. -¿Así que tenía usted un permiso de teatro? -Sí, señor. -¿Y se ha divertido? ¿A qué teatro ha ido usted? -He ido al campo, señor Mouret. Él se echó a reír y, luego, preguntó, recalcando las palabras: -¿Usted sola? -No, señor, con una amiga -contestó Denise, con las mejillas arreboladas, avergonzada de lo que él debía de estar pen­sando. Mouret entonces calló. Seguía mirándola, con su vestidito negro y aquel sombrero sin más adorno que una cinta azul. ¿Acabaría aquella fierecilla por convertirse en una muchacha bonita? Olía bien tras haber pasado el día al aire libre, y estaba encantadora con aquel pelo tan hermoso revuelto sobre la frente. Y él, que llevaba seis meses tratándola como a una niña; que le daba, incluso, a veces, consejos, dejándose llevar por su experiencia y por el deseo enfermizo de enterarse de cómo nace una mujer y de cómo París acaba por perderla, ya no la tomaba a broma, sino que notaba un indescriptible sentimien­to de sorpresa y temor, al que se sumaba la ternura. Lo más probable era que estuviera tan guapa porque venía de ver a su amante. Aquel pensamiento le dolió, como si el pájaro pre­dilecto con el que solía jugar lo hubiese picado hasta hacerle sangre. -Buenas noches, señor Mouret -susurró Denise; y siguió subiendo, sin esperar más. Mouret no respondió. Vio cómo se alejaba y, luego, entró en sus aposentos. VI Al llegar la temporada baja, pasó una ráfaga de pánico por El Paraíso de las Damas. Llegaba el espanto de los despidos, de los licenciamientos en masa de los que echaba mano la dirección para aligerar de empleados los almacenes, que los calores de julio y agosto vaciaban de clientes. Todas las mañanas, Mouret, al hacer la ronda con Bourdon­cle, se llevaba aparte a los jefes de sección, a los que había ani­mado, durante el invierno, a contratar más dependientes de los precisos, para que la venta no padeciera, alegando que siempre estaban a tiempo de recortar la plantilla. De lo que se trataba ahora era de reducir gastos, poniendo de patitas en la calle a más de la tercera parte de los dependientes, a los débi­les, a los que permitían que se los comiesen los fuertes. -Vamos a ver -decía-; seguro que tiene usted aquí a más de uno que no le vale para nada... No podemos quedarnos con esa gente para que se pase el día mano sobre mano. Y si el jefe de sección titubeaba, sin saber a qué víctima sacrificar: -Apáñeselas como quiera. Tiene que salir del paso con seis dependientes. Ya cogerá usted más en octubre. Lo que sobra por las calles son personas sin trabajo. Por lo demás, las ejecuciones corrían a cargo de Bourdon­cle. Caían de sus delgados labios unos pavorosos: «¡Pase usted por caja!» que semejaban hachazos. Cualquier pretexto le parecía bueno para echar a la gente. Se inventaba faltas, apro­vechaba los más leves descuidos. «Lo he visto sentarse, señor mío. ¡Pase usted por caja! -¿Se atreve a replicarme? ¡Pase usted por caja! -Lleva los zapatos sucios. ¡Pase usted por caja!» Hasta los más valientes temblaban al ver las degollinas que iba dejan­do a su paso. Y, como aquel sistema no resultaba lo bastante expeditivo, se le había ocurrido una artimaña para echarle la soga al cuello, en pocos días, al número de dependientes con­denados de antemano. A las ocho en punto, empezaba a mon­tar guardia, reloj en mano, bajo el dintel de la puerta y, en cuanto pasaban tres minutos, el implacable: «¡Pase usted por caja! » iba segando a los jóvenes que llegaban sin resuello. Tra­bajo rápido y bien hecho. -¡Qué cara más desagradable! -llegó a decirle un día a un pobre diablo, cuya nariz torcida le parecía irritante-. ¡Pase usted por caja! A los recomendados les daban quince días de vacaciones sin sueldo, lo que era una forma algo menos inhumana de reducir gastos. Por lo demás, el penoso imperio de la necesidad y la costumbre hacía que los dependientes aceptasen tan precaria situación. Nada más llegar a París, iban de trabajo en trabajo, empezaban a aprender el oficio acá, lo acababan de aprender acullá; los despedían o se despedían ellos, de repente, al albur de los intereses. Si la fábrica andaba escasa de trabajo, se que­daban sin pan los obreros. Y todo sucedía sin que la indiferente maquinaria dejase de funcionar. Se excluía, sin remordimien­to, el engranaje inútil, como si fuese una rueda de hierro a la que nada había que agradecer por los servicios prestados. ¡Peor para los que no supieran salir adelante! Ahora no se hablaba de otra cosa en los departamentos. Cada día corrían historias nuevas. Se repasaba la lista de dependientes despedidos de la misma forma que se cuentan los muertos en tiempos de epidemia. Los departamentos más castigados fueron el de los chales y el de los géneros de lana: en una semana desaparecieron siete dependientes. Luego, ocu­rrió un drama que conmocionó la lencería: a una cliente le dio un vahído y le echó la culpa a la señorita que estaba atendién­dola, acusándola de que le olía el aliento a ajo. Despidieron en el acto a la dependiente, mal alimentada y siempre hambrien­ta, cuyo único delito era acabar de comerse, en la sección, su reserva de cortezas de pan. La dirección mostraba un despiadado rigor ante la más nimia queja de las clientes; no admitía la menor disculpa, el empleado nunca tenía razón y había que quitarlo de en medio, como si fuese una herramienta defec­tuosa que entorpeciera el buen funcionamiento del mecanis­mo de la venta. Y los compañeros agachaban la cabeza y ni siquiera intentaban defenderlo. Todos temblaban por la pro­pia suerte, presas del pánico que los iba barriendo. Estuvieron a punto de sorprender a Mignot un día, cuando, quebrantan­do el reglamento, salía con un paquete debajo de la levita, y a punto estuvo de quedarse en la calle. Y si no despidieron a Lié­nard, cuya pereza era proverbial, una tarde en que Bourdoncle lo sorprendió durmiendo a pierna suelta entre dos pilas de terciopelo inglés, fue por la posición que tenía su padre en el comercio de novedades. Pero los más preocupados eran los Lhomme, que esperaban cada mañana el despido de su hijo Albert: la casa estaba muy descontenta de él como cajero; ve­nían a verlo mujeres y lo distraían. Dos veces tuvo la señora Aurélie que interceder por su hijo ante la dirección. En aquella liquidación, Denise se hallaba tan en vilo que vivía esperando continuamente la catástrofe. Por mucho que se esforzara en ser valiente, por mucho que luchara, contando con su carácter alegre y sensato para no sucumbir a las crisis que padecía su sensibilidad, la cegaban las lágrimas en cuanto cerraba la puerta de su cuarto y no hallaba consuelo, viéndose ya en la calle, peleada con su tío, sin saber adónde ir, sin aho­rros y con los dos niños a su cargo. Volvía a sentirse como en las primeras semanas, como un grano de mijo bajo una potente muela. Y, al notar que era tan poca cosa en aquella gigantesca maquinaria, que la aplastaría, llegado el caso, con tranquila indiferencia, el desaliento la dejaba sin fuerzas. No podía hacerse ninguna ilusión: si despedían a una de las dependien­tes de confección, tendría que ser a ella. No cabía duda de que, durante la excursión a Rambouillet, las otras empleadas ha­bían malmetido a la señora Aurélie, pues ésta la trataba desde entonces con una severidad que parecía traslucir cierto rencor. Por lo demás, no le perdonaban que hubiese ido a Joinville; veían en ello una rebelión, una forma de provocar a todo el departamento saliendo con una señorita de la sección rival. Nunca había sufrido tanto Denise en su trabajo y ya había abandonado toda esperanza de conquistar a sus compañeras. -¡No les hagas caso! -repetía Pauline-. ¡Son unas cursis y más tontas que las ovejas! Pero eran precisamente esos aires de postín los que intimi­daban a la joven. Casi todas las dependientes, a fuerza de rozar­se con las clientes ricas, se iban puliendo y acababan por perte­necer a una clase indeterminada, a medio camino entre la operaria y la burguesa. Y tras la maña en el vestir, tras los moda­les y las frases aprendidas, no solían tener sino una instrucción ficticia, no solían leer sino revistas ramplonas, parlamentos de dramones, todas las necedades que corrían por París. -¿Saben que la desgreñada tiene un hijo? -dijo una mañana Clara, al llegar al departamento. Y, al ver el asombro de las demás, añadió: -¡La vi anoche paseando al mocoso! Debe de tenerlo coloca­do en alguna parte. Dos días después, Marguerite trajo otra noticia cuando subió, después de la cena. -¡Qué poca vergüenza! Acabo de ver al amante de la desgre­ñada... ¡Un obrero, fíjense! Sí, un obrerucho con el pelo ama­rillo que la estaba acechando tras los cristales. Y, desde aquel momento, quedó establecido que Denise era amante de un peón y ocultaba a un hijo en el barrio. La acribilla­ban a alusiones malévolas. La primera vez que comprendió a qué se referían, se puso muy pálida ante la monstruosidad de tales suposiciones. Era algo abominable. Quiso exculparse y balbució: -¡Pero si son mis hermanos! -¡Ya! ¡Sus hermanos! -exclamó Clara, con su voz de guasa. Tuvo que intervenir la señora Aurélie. -¡A callar, señoritas! Más les valdría cambiar esas etiquetas... La señorita Baudu es muy libre de portarse como le plazca en sus horas libres. ¡Si al menos rindiese en el trabajo! Y aquella seca defensa era una condena. La joven, ahogán­dose de indignación como si la hubieran acusado de un cri­men, intentó en vano explicar la situación. Se le reían en las narices y se encogían de hombros. Le quedó una herida abier­ta en el corazón. Cuando cundió el rumor, Deloche se puso tan furioso que habló de abofetear a las señoritas de confección y sólo lo contuvo el temor de comprometer a Denise. Desde la velada de Joinville, le tenía un amor sumiso, una amistad casi sagrada, que manifestaba con miradas de perro fiel. Era preci­so que nadie sospechase el afecto que los unía, pues se habrían burlado de ellos. Pero eso no le impedía soñar con arrebatadas violencias, con puñetazos vengativos, si es que alguna vez se metían con ella delante de él. Denise acabó por no contestar. Era una acusación demasiado odiosa; nadie la creería. Cuando alguna compañera aventuraba una nueva alusión, se contentaba con mirarla fijamente, con cara triste y serena. Tenía, por lo demás, otros cuidados, difi­cultades materiales que le causaban mayores preocupaciones. Jean no acababa de sentar cabeza y seguía acosándola con peti­ciones de dinero. Casi todas las semanas le enviaba cuatro cuar­tillas repletas de historias novelescas; y cuando el cartero de la casa le traía esas misivas, escritas con letra gruesa y vehemente, se apresuraba a metérselas en el bolsillo, pues las dependientes hacían como si se rieran y canturreaban frases picantes. Luego, tras haber inventado un pretexto para poder ir a leer las cartas al otro extremo de los almacenes, la invadía el terror: le pare­cía que el pobre Jean estaba perdido. Caía en todas las patra­ñas, se creía cualquier aventura amorosa extraordinaria, cuyos peligros exageraba aún más su ignorancia de aquellas lides. A veces le pedía Jean una moneda de dos francos, para librarse de los celos de una mujer; otras, cinco o seis francos, que nece­sitaba para reparar el honor de una pobre muchacha, cuyo padre la mataría si él no ponía antes remedio. Y como, con el sueldo y el porcentaje, Denise no conseguía hacer frente a tales gastos, se le ocurrió buscarse algún trabajillo que pudiera hacer fuera de la jornada laboral. Consultó a Robineau, que seguía tratándola con simpatía desde la primera vez que se habían encontrado en el comercio de Vinçard. Y éste le pro­porcionó nudos de corbata, a veinticinco céntimos la docena. Entre las nueve de la noche y la una de la madrugada, podía coser seis docenas, con lo que ganaba franco y medio, cantidad de la que tenía que descontar una vela de veinte céntimos. Pero, como con un franco con treinta céntimos al día podía atender a las necesidades de Jean, Denise no se quejaba de la falta de sueño. Se habría estimado muy afortunada si otra catástrofe no hubiera vuelto a desbaratarle el presupuesto. A finales de la segunda quincena, al presentarse en el taller que le encargaba los nudos de corbata, lo había encontrado cerra­do a cal y canto: una quiebra, una bancarrota que le hacía per­der dieciocho francos con treinta céntimos, considerable suma con la que llevaba contando desde hacía ocho días y de la que no podía prescindir. Ante ese desastre, poco le importaban ya todas las malquerencias del departamento. -Te veo triste -le dijo Pauline, con la que coincidió en la galería de tapicería y alfombras-. ¿Necesitas algo? Dímelo, de verdad. Pero Denise debía ya doce francos a su amiga. Y contestó, haciendo por sonreir: -No, gracias... Es que he dormido mal... nada más. Estaban a 20 de julio, en el momento de mayor pánico, en plena campaña de despidos. De los cuatrocientos empleados de la casa, Bourdoncle había barrido ya a cincuenta. Y corría el sordo rumor de nuevas ejecuciones. No obstante, Denise ape­nas pensaba en las amenazas que estaban en boca de todos; la tenía fuera de sí la angustia de otra aventura de Jean, más ate­rradora que las anteriores. Aquel día necesitaba quince francos; y sólo si se los mandaba podría salvarse de la venganza de un marido engañado. La víspera, había recibido Denise la primera carta, en la que Jean le explicaba el drama; luego, habían llega­do otras dos cartas seguidas. En la última, que estaba acabando de leer cuando Pauline la vio, Jean le anunciaba su muerte para esa misma noche si antes no disponía de los quince francos. Y Denise, torturada, le daba mil vueltas a la petición. Había paga­do la pensión de Pépé dos días antes; imposible tomar de ahí el dinero. Todas las desgracias le sucedían a un tiempo, pues tenía la esperanza de poder cobrar los dieciocho francos con treinta hablando con Robineau, que, a lo mejor, localizaba a la dueña del taller de nudos de corbata; pero éste, al que le habían concedido un permiso de quince días, no había vuelto la víspera, como hubiera sido su obligación. En tanto, Pauline le seguía haciendo amistosas preguntas. Cuando coincidían ambas en un rincón de una sección poco frecuentada, charlaban unos minutos, aunque sin bajar la guardia. De pronto, la lencera hizo ademán de salir huyendo; acababa de divisar la corbata blanca de un inspector que salía del departamento de chales. -¡Ah, no! ¡Es el tío Jouve! -susurró, tranquilizada-. No sé por qué le da a ese viejo por reírse cada vez que nos ve juntas... Yo que tú le tendría miedo, porque es demasiado amable conti­go. ¡Menudo bicho, más malo que la tiña! ¡Y no hay quien lo convenza de que ya no está al mando de sus reclutas! Todos los dependientes, en efecto, aborrecían al tío Jouve por la severidad con que los vigilaba. Más de la mitad de los despidos procedían de sus informes. Su narizota encarnada de ex capitán juerguista sólo se humanizaba en las secciones donde trabajaban mujeres. -¿Y por qué iba a tenerle miedo? -preguntó Denise. -¡Anda! -respondió Pauline, riéndose-. ¡Porque a lo mejor pretende que tengas algo que agradecerle! Varias de las señori­tas lo tratan con muchos miramientos. Jouve se había alejado, fingiendo no verlas. Y oyeron cómo arremetía contra un dependiente de los encajes, culpable de haberse quedado mirando un caballo caído en la calle Neuve­Saint-Augustin. -Por cierto -siguió diciendo Pauline-. ¿No andabas buscan­do ayer a Robineau? Pues ya ha vuelto. Denise se creyó salvada. -Gracias; en tal caso, voy a dar un rodeo para pasar por la seda... ¡Me arriesgaré! Me han mandado que suba al taller para que pongan cuchillos a una prenda. Se separaron y la joven, con aire atareado, como si fuera de caja en caja intentando localizar un error, llegó hasta la escale­ra y bajó al patio central. Eran las diez menos cuarto y acababa de sonar la campana del primer turno. Un sofocante sol reca­lentaba las cristaleras y, pese a los toldos de lona gris, planeaba el calor en el aire quieto. De vez en cuando subía una fresca bocanada del entarimado, que los mozos regaban con delga­dos hilillos de agua. En los amplios espacios vacíos de las sec­ciones, semejantes a esas capillas donde duerme la sombra tras la última misa, reinaba una somnolencia, un ambiente de sies­ta de verano. Los dependientes permanecían de pie con indo­lencia, y unas cuantas clientes caminaban por las galerías y cru­zaban el patio central con esos andares lánguidos de las mujeres cuando las agobia el sol. En el preciso instante en que bajaba Denise, Favier estaba midiendo un corte de vestido de seda liviana con lunares rosa para la señora Boutarel, que había llegado a París la víspera, procedente de su ciudad del sur. Desde que había empezado el mes, apenas si había más compradoras que aquellas señoras ataviadas con tan poco gusto, que lucían chales amarillos y fal­das verdes: las clientes de provincias afluían en masa. Los dependientes habían llegado a tal grado de hastío que ya ni se reían de ellas. Favier acompañó a la señora Boutarel a la mer­cería y, al volver, le dijo a Hutin: -Ayer, todas de Auvernia; hoy, todas de Provenza... ¡Qué mareo! Pero le tocaba despachar a Hutin y éste se abalanzó, al recono­cerla, hacia la «belleza», aquella rubia adorable que todos los del departamento llamaban así, pues no sabían nada de ella, ni siquie­ra el apellido. Todos le sonreían; no pasaba semana sin que entra­se en El Paraíso, siempre sola. En esta ocasión, llevaba consigo a un niño de cuatro o cinco años, lo que dio mucho que hablar. -¿Así que está casada? -preguntó Favier, al regresar Hutin de la caja, donde había ido éste a pasar al cobro treinta metros de raso duquesa. -A lo mejor -respondió él-; aunque el mocoso tampoco es ninguna prueba. Podría ser de una amiga... Lo que es seguro es que debe de haber estado llorando. ¡Qué cara de tristeza! Y tiene los ojos enrojecidos. Hubo un silencio. Los dos dependientes dejaban vagar la vista por las zonas más alejadas de los almacenes. Luego volvió a hablar Favier, despacio: -Si está casada, a lo mejor es que su marido la ha zurrado. -A lo mejor -repitió Hutin-; a menos que la haya dejado plantada un amante. Y concluyó, tras un nuevo silencio: -¡La verdad es que me importa un bledo! En aquel momento, cruzaba Denise por el departamento de la seda, acortando el paso y mirando a su alrededor, en busca de Robineau. Pero no lo vio y siguió hacia la galería de la ropa blanca; luego, volvió a pasar. Los dos dependientes se habían dado atenta de la maniobra. Aquí vuelve la desgalichada esa -susurró Hutin. -Está buscando a Robineau -dijo Favier-. No sé en qué andarán metidos los dos. ¡Seguro que en nada interesante! Robineau es demasiado pánfilo en esos asuntos... Hay quien dice que le ha conseguido un trabajillo para coser nudos de corbata. ¿Ha visto? ¡Vaya negocio! Hutin estaba meditando una perversidad. Cuando Denise pasó por su lado, la detuvo y le preguntó: -¿Me busca usted a mí? Denise se puso muy encarnada. Desde la velada de Joinville, no se atrevía a leer en su corazón, en el que chocaban entre sí sentimientos confusos. No se le iba del pensamiento Hutin con aquella chica de pelo rojo y, si se estremecía al verlo, era quizá por la incomodidad que sentía ante aquel recuerdo. ¿Había estado enamorada de él? ¿Seguía estándolo? No quería hurgar en aquellos sentimientos que tan penosos le resultaban. -No, señor -respondió, muy violenta. Y, al verla tan apurada, Hutin se mostró aún más burlón. -Si quiere usted que se lo despachemos... Favier, despáchele un Robineau a la señorita. Ella lo miró fijamente, con los mismos ojos tristes y serenos con que acogía las ofensivas alusiones de las dependientes de confección. ¡También él era malo y la hería igual que los demás! Y sintió como si algo se le desgarrase por dentro, como si se desanudase un vínculo postrero. Asomó a su rostro un sufrimiento tal que Favier, aunque no solía enternecerse por nada, acudió en su ayuda. -El señor Robineau ha ido a reponer existencias -dijo-. Lo más probable es que vuelva a la hora del almuerzo... Si tiene usted que hablar con él, estará aquí por la tarde. Denise le dio las gracias y regresó a la confección, donde la señora Aurélie la estaba esperando con una furia helada. ¿Cómo era posible? ¡Se había ido hacía media hora! ¿Dónde se había metido? Por descontado que no venía del taller. La joven bajaba la cabeza, pensando en cómo se encarnizaba con ella la mala suerte. Si Robineau no volvía, ya nada tenía remedio. Y, pese a todo, se prometía a sí misma volver a bajar de nuevo. En el departamento de la seda, el regreso de Robineau había desencadenado toda una revolución. Todos contaban con que no volviera, asqueado de las continuas pejigueras que le hacían soportar. Era cierto que, por un momento, como Vinçard seguía insistiendo para que se quedara con el negocio, había estado a punto de ceder. El solapado trabajo de zapa de Hutin, la zanja que llevaba meses cavando bajo los pies de Robineau estaban a punto de dar fruto. Durante las vacaciones de éste, Hutin, que lo sustituía por ser el dependiente princi­pal, se había esforzado en desprestigiarlo ante los jefes, traba­jando con gran ahínco, con la intención de quitarle el puesto: descubría y revelaba pequeñas irregularidades, proponía pro­yectos de mejora, ideaba nuevos diseños... Por lo demás, no había nadie en el departamento, desde el novato que soñaba con llegar a dependiente, hasta el encargado que codiciaba un puesto de partícipe, que no tuviese la idea fija de desplazar al compañero inmediatamente superior para subir un peldaño, de liquidarlo si se convertía en un obstáculo. Y en aquella lucha de apetitos, en aquellas mutuas presiones para ascender estribaba la buena marcha de la maquinaria, pues eran las que prestaban un rabioso empuje a la venta y prendían aquella hoguera de éxito que tenía a París asombrado. Detrás de Hutin, estaba Favier; y detrás de Favier, todos los demás, en fila. Se podía oír un fragoroso ruido de mandíbulas. Robineau esta­ba condenado, y todos y cada uno se llevaban ya el hueso que les correspondía. En consecuencia, cuando vieron regresar al segundo encargado, el gruñido fue general. Aquello no podía seguir así. Al jefe de sección le pareció tan amenazadora la acti­tud de los dependientes que, para dar tiempo a que la direc­ción determinase algo, envió a Robineau a reponer existencias. -Si se queda él, los demás preferimos irnos -manifestaba Hutin. Aquel asunto contrariaba mucho a Bouthemont, cuyo carác­ter alegre se compaginaba mal con los engorros internos. Se sentía a disgusto al no ver ya a su alrededor más que expresio­nes hurañas. No obstante, quería ser justo. -¿Por qué no lo dejan en paz? El no se mete con ustedes. Pero saltaban las protestas: -¿Cómo que no se mete con nosotros? ¡Un hombre inaguan­table, siempre nervioso, y tan soberbio que sería capaz de piso­tear a cualquiera que se le ponga por delante! Era esto lo que mayor rencor despertaba en el departamento. Robineau, además de tener nervios de mujer, mostraba una intransigencia y una susceptibilidad intolerables. Se contaban múltiples anécdotas, desde la del dependiente jovencito que había llegado a enfermar por su culpa hasta las de algunas clien­tes a las que había humillado con sus cortantes observaciones. -Muy bien, señores, pero yo no puedo zanjar este asunto... -dijo Bouthemont-. Ya he avisado a la dirección y hablaré luego con ella. Llamaban ya para el segundo turno; del sótano subían las campanadas, lejanas y sordas en el aire mortecino de los alma­cenes. Hutin y Favier bajaron. Desde todos los departamentos, iban llegando dependientes, uno a uno, a la desbandada, para apelotonarse luego abajo, en la estrecha entrada del pasillo de la cocina, un corredor húmedo que alumbraban de continuo unas luces de gas. Por él avanzaba presuroso el rebaño, sin una risa, sin una palabra, entre un creciente rumor de platos y un fuerte tufo a comida. Al final del pasillo, un brusco parón ante una ventanilla, tras la cual un cocinero, rodeado de pilas de platos, armado con tenedores y cucharas que hundía en los cal­deros de cobre, repartía las raciones. Y, cuando se apartaba, tras el tirante delantal blanco que le cubría el vientre podía verse la tórrida cocina. -¡Vaya! -murmuró Hutin, leyendo el menú, que estaba en una pizarra, encima de la ventanilla-. Carne guisada con salsa picante o raya... ¡En este antro nunca dan asado! Mucho coci­do, mucho pescado... Esas cosas no alimentan... Por lo demás, todo el mundo solía desdeñar el pescado y el caldero se quedaba lleno. Sin embargo, Favier prefirió tomar raya. Hutin pasó detrás de él y dijo, agachándose: -Carne guisada con salsa picante. Con ademán mecánico, el cocinero pinchó un trozo de carne y lo roció luego con una cucharada de salsa. Nada más apartarse Hutin con su ración en el plato, arrebolado por el hálito bochornoso de la ventanilla, que le había dado en plena cara, siguieron desgranándose tras él las palabras: «Carne gui­sada con salsa picante... Carne guisada con salsa picante...», como una letanía; y el cocinero pinchaba sin descanso los trozos y los rociaba con la salsa, con el movimiento rápido y rít­mico de un reloj bien calibrado. -Esta raya está fría -declaró Favier, al no notar calor en la mano. Todos caminaban ahora con el brazo extendido y el plato bien recto, temiendo tropezar unos con otros. Diez pasos más allá, estaba la cantina, otra ventanilla con un reluciente mostrador de estaño, donde se alineaban las raciones de vino, unas botellitas sin corcho, aún húmedas de agua de fregar. Según iban pasando, les ponían en la mano libre una botella y, así cargados, serios, concentrados en no perder el equilibrio, se dirigían a su mesa. Hutin refunfuñaba por lo bajo: -¡Hay que ver! ¡Tener que andar paseando estos cacharros! La mesa a la que se sentaban Favier y él estaba en el extremo del pasillo, en el último comedor. Todos los comedores eran iguales entre sí, antiguos sótanos de cuatro metros por cinco, cuyas paredes habían enlucido para convertirlos en refecto­rios; pero la humedad calaba la pintura. Manchas verdosas sal­picaban las paredes amarillas y, del estrecho pozo de los tragaluces, que daban a la calle a ras de la acera, caía una luz lívida por la que cruzaban continuamente las desdibujadas siluetas de los transeúntes. Fuera julio o diciembre, los comensales se asfixiaban en el caliente vaho, cargado de olores nauseabun­dos que procedían de la cercana cocina. Hutin entró delante. En la mesa, que cubría un hule y uno de cuyos extremos estaba empotrado en la pared, no había sino los vasos, los tenedores y los cuchillos, que marcaban los sitios. En cada una de las puntas, se alzaban pilas de platos lim­pios y, en el centro, había una hogaza alargada, con un cuchi­llo clavado. Hutin soltó la botella, puso el plato encima de la mesa y, luego, tras haber cogido la servilleta de la parte baja del casillero, único ornato de las paredes, se sentó, suspirando: -¡Y con el hambre que tengo! -Siempre pasa lo mismo -dijo Favier, instalándose a su izquierda-. A más hambre, peor comida. La mesa se iba llenando rápidamente. Había en ella veinti­dós cubiertos. Al principio, sólo se oyó el escándalo de los tene­dores; aquellos hombretones, con los estómagos hambrientos tras trece horas de cotidiano cansancio, comían con glotone­ría. Antes, los dependientes, que tenían una hora para comer, podían salir a tomar café. Se daban, pues, prisa para acabar en veinte minutos, deseosos de verse en la calle. Pero esa excur­sión los alteraba demasiado, regresaban con la cabeza en otra parte, apartada de la venta, y la dirección había decidido que no salieran. Si querían una taza de café, podían tomarla allí, pagando quince céntimos por el extra. Así que ahora tardaban en comer cuanto podían, pues no tenían intención alguna de regresar al departamento antes de la hora. Muchos leían un periódico doblado por la mitad y apoyado en la botella, mien­tras se metían en la boca grandes bocados. Otros, tras calmar las ansias del hambre, charlaban ruidosamente, dando vueltas a los eternos ternas: lo mal que les daban de comer; el dinero que habían ganado; lo que habían hecho el domingo anterior; lo que pensaban hacer el domingo siguiente. -¡Por cierto! ¿Qué pasa con su Robineau? -le preguntó otro dependiente a Hutin. La guerra que le tenían declarada los sederos a su segundo encargado era la comidilla de todos los departamentos. Todos los días se discutía el asunto en el café Saint-Roch hasta las doce de la noche. Hutin, que estaba luchando por hincar el cuchillo en su trozo de carne, se limitó a contestar: -Pues nada, que ha vuelto. Luego, con repentina furia: -¡Pero, rediós, si parece carne de burro! ¡Les doy mi palabra de que esta asquerosa comida ya no se puede aguantar! -No se queje -dijo Favier-, que yo he cometido la tontería de pedir raya... y está podrida. Todos hablaban a un tiempo, se indignaban, bromeaban. En una esquina de la mesa, arrimado a la pared, Deloche comía en silencio. Padecía de un apetito desmesurado, que nunca conseguía saciar, y como no ganaba lo suficiente para permitir­se extras, se cortaba gigantescas rebanadas de pan y engullía con fruición los platos menos apetitosos. Los demás comensa­les se reían de él y voceaban: -Favier, déle la raya a Deloche... A él le gusta así. -Y usted déle la carne, Hutin, que se la va a tomar de postre. El pobre muchacho se encogía de hombros y ni siquiera contestaba. ¿Qué culpa tenía él de estar siempre muerto de hambre? Por lo demás, los otros renegaban mucho de los pla­tos pero no por ello dejaban de rebañarlos. Callaron al oír un leve silbido, que indicaba que Mouret y Bourdoncle estaban en el pasillo. Desde hacía algún tiempo, eran tales las quejas de los empleados que la dirección estaba haciendo el paripé de bajar para comprobar personalmente qué tal se comía. Mouret sólo le daba al cocinero franco y medio por día y persona para hacer la compra y pagar el car­bón, el gas y al personal, y se mostraba candorosamente pasma­do de que la comida no fuera buena. Esa misma mañana, cada departamento había delegado en uno de sus dependientes, y Mignot y Liénard eran los portavoces de sus compañeros. Por lo tanto, en el repentino silencio, todos aguzaron el oído. Se oyeron voces que procedían del comedor de al lado, en el que acababan de entrar Mouret y Bourdoncle. Este último decía que el guisado era excelente; y Mignot, indignado al oírlo afir­mar tranquilamente semejante cosa, repetía: «¡Pruébelo, a ver si consigue masticarlo! »; mientras, Liénard se refería a la raya, diciendo sin alterarse: «¡Pero si es que apesta, señor Bourdon­cle!». Entonces, Mouret se deshizo en cordiales palabras: haría cuanto estuviera en su mano por el bienestar de sus emplea­dos; eran sus hijos; antes de que comieran mal, prefería poner­se a pan y agua. -Les prometo que estudiaré el asunto -dijo, al fin, a modo de conclusión, alzando la voz para que todos pudieran oírlo de un extremo a otro del corredor. La investigación de los directivos había concluido y se reanu­dó el ruido de tenedores. Hutin mascullaba: -Sí, sí, fíate de la Virgen y no corras. Las buenas palabras nunca las escatiman. ¿Que quieres promesas? ¡Pues toma pro­mesas! Pero nos seguirán dando suela para comer y nos segui­rán echando a la calle como a perros. El dependiente que le había preguntado antes repitió: -Así que decía usted que Robineau... Pero ahogó su voz un estruendo de loza. Los dependientes cogían platos limpios y las pilas iban bajando, a derecha e izquierda. Llegó el pinche con unas grandes fuentes de hojala­ta y Hutin exclamó: -¡Arroz al gratén! ¡Lo que faltaba! -Como comerse diez céntimos de engrudo -dijo Favier, al tiempo que se servía. A unos les gustaba, a otros les parecía masilla. Y los que esta­ban leyendo seguían callados, absortos en el folletín del periódi­co, sin enterarse siquiera de lo que comían. Todos se secaban el sudor de la frente y el estrecho sótano se iba llenando de un vaho rojizo mientras las sombras de los transeúntes no dejaban de correr, como trazos negros, por encima de la desordenada mesa. -Pásenle el pan a Deloche -voceó un bromista. Cada cual se cortaba un trozo y volvía a clavar hasta el mango el cuchillo en la corteza. La hogaza seguía circulando. -¿Quién me cambia el arroz por el postre? -preguntó Hutin. Tras cerrar el trato con un joven delgado, pretendió tam­bién vender el vino, pero nadie lo quiso. A todo el mundo le parecía malísimo. -Pues le estaba diciendo que Robineau ha vuelto -siguió diciendo, entre un intercambio de risas y conversaciones-. Y está implicado en un asunto muy serio... Sabrán que corrompe a las empleadas. ¡Sí, sí, les proporciona nudos de corbata! -¡Silencio! -susurró Favier-. ¡Ahora lo están juzgando! Y, con el rabillo del ojo, indicaba a Bouthemont, que camina­ba por el pasillo entre Mouret y Bourdoncle. Los tres hablaban a media voz y con vehemencia, absortos en la conversación. El comedor de los jefes de sección y de los segundos encargados estaba enfrente. Y Bouthemont, que ya había acabado de comer, al ver pasar a Mouret, se había levantado de la mesa para contarle los problemas de su departamento y el aprieto en que se hallaba. Éste y Bourdoncle lo escuchaban, aunque se seguían negando a sacrificar a Robineau, un dependiente de primera que ya estaba en la casa en tiempos de la señora Hédouin. Pero, cuando salió el asunto de los nudos de corbata, Bourdoncle se enfadó. ¿Se había vuelto loco aquel muchacho? ¡A quién se le ocurría meterse a darles trabajos extra a las dependientes! ¡Bas­tante caro le salía a la casa el tiempo de aquellas señoritas! Si trabajaban por su cuenta de noche, rendirían menos de día en los almacenes, estaba claro; era como si robaran. Se jugaban la salud; y su salud no les pertenecía a ellas. La noche era para dormir. Todas tenían que dormir. ¡Y, si no, a la calle! -La cosa está que arde -comentó Hutin. Cada vez que los tres hombres, que daban lentos paseos, cru­zaban por delante del comedor, los dependientes los acecha­ban y comentaban sus menores gestos. Se habían olvidado incluso del arroz al gratén, en el que un cajero acababa de encontrarse el botón de unos pantalones. -He oído la palabra «corbata» -dijo Favier-. Y ya se habrán fijado ustedes en que a Bourdoncle se le ha puesto la nariz blanca de pronto. Incluso Mouret compartía la indignación de éste. Que una empleada tuviese que trabajar de noche le parecía un ataque contra la buena organización de El Paraíso. ;Quién era la tonta que no sabía sacarse lo bastante de las ganancias sobre las ven­tas? Pero se ablandó al nombrar Bouthemont a Denise y se le ocurrieron varias disculpas. ¡Ah, sí! Aquella niña... todavía no se daba mucha maña v además, a lo que decían, tenía ciertas cargas. Bourdoncle lo interrumpió para declarar que había que despedirla en el acto. Nunca sacarían nada en limpio de aquel adefesio; ya lo había dicho él desde el primer momento. Y era como si diera rienda suelta a algún rencor. Entonces Mouret, algo molesto, hizo como si se lo tomase a broma. ¡Dios mío, qué hombre tan severo! ¿Es que era imposible perdonar por una vez? Llamarían a la culpable y la amonestarían. En resumidas cuentas, la culpa era de Robineau, que, por llevar muchos años en la casa, estaba al tanto de sus costumbres v habría debido disuadirla. -¡Anda! ¡Y ahora se ríe el patrón! -dijo Favier, asombrado, cuando el grupo volvió a pasar ante la puerta. -¡Por vida de ...! juró Hutin-. Como se empeñen en que carguemos con su Robineau, van a saber lo que es bueno. Bourdoncle miró a Mouret cara a cara. Luego, manifestó con un simple gesto de desdén que lo había entendido y que le parecía un comportamiento estúpido. Bouthemont seguía lamentándose: los dependientes amenazaban con despedirse, y algunos de ellos eran muy buenos vendedores. Pero lo que más pareció impresionar a los jefes fue el rumor de las buenas relaciones entre Robineau y Gaujean; a lo que decían, éste lo estaba animando a que se estableciera por su cuenta en el barrio y le ofrecía créditos muy desahogados para que compi­tiera con El Paraíso de las Damas. Hubo un silencio. ¡Conque Robineau quería guerra! Mouret se había puesto muy serio. Se mostró despectivo para no verse forzado a tomar una determi­nación, como si el asunto no tuviese mayor importancia. Ya verían, ya hablaría con él. Y, acto seguido, empezó a bromear con Bouthemont, cuyo padre había llegado la víspera, desde su modesto comercio de Montpellier, y había estado a punto de asfixiarse de asombro e indignación al entrar en el enorme patio en el que reinaba su hijo. Y se rieron porque el buen hombre, tras recuperar su aplomo de hombre del sur, había empezado a ponerlo todo de vuelta y media, afirmando que dentro de poco acabarían las novedades en plena acera. -Aquí viene Robineau, precisamente -susurró el encarga­do-. Lo mandé a reponer existencias para evitar un lamentable conflicto... Perdónenme que insista, pero las cosas han llegado a un estado crítico y hay que hacer algo. En efecto, Robineau entraba en esos momentos y, al pasar, saludaba al grupo antes de dirigirse a su mesa. Mouret se limitó a repetir: -Está bien. Ya veremos. Se fue con Bourdoncle. Hutin y Favier seguían acechándo­los. Al ver que no volvían, empezaron a despotricar. ¿Es que ahora iba a bajar la dirección en todas las comidas para contar­les los bocados? ¡Bonito sería que no tuvieran ya libertad siquiera a la hora de comer! La realidad era que acababan de ver entrar a Robineau y, en vista del buen humor del dueño, tenían serias dudas acerca del desenlace de la lucha que ha­bían entablado. Bajaron la voz y buscaron nuevos agravios. -¡Estoy muerto de hambre! -siguió diciendo Hutin-. ¡Se levanta uno de la mesa peor de lo que se sienta! Había tomado, sin embargo, dos raciones de confitura, la que le correspondía y la que había cambiado por su ración de arroz. De pronto, exclamó: -¡Me voy a permitir un extra, qué caray! ¡Victor, otra ración de confitura! El camarero estaba acabando de servir el postre. Luego, trajo el café; los que lo tomaban le daban los quince céntimos en cuanto se lo servía. Algunos dependientes se habían levan­tado ya de la mesa y andaban vagando por el corredor, en busca de los rincones oscuros para fumarse un cigarrillo. Los otros seguían sentados con indolencia ante la mesa, cubierta de platos sucios. Hacían bolitas de miga de pan y daban mil vueltas a las historias de siempre, entre aquel olor a grasa que ya no notaban y aquel calor de estufa que les enrojecía las ore­jas. Las paredes rezumaban y un lento ahogo bajaba desde la bóveda enmohecida. Apoyado de espaldas contra la pared, Deloche, atiborrado de pan, hacía la digestión en silencio, con la vista alzada hacia el tragaluz; su recreo diario, tras el almuer­zo, era mirar los pies de los transeúntes, que pasaban deprisa al ras de la acera, unos pies cortados por el tobillo: zapatos bastos, botas elegantes, ligeras botinas de mujer, un continuo vaivén de pies vivos, sin cuerpo y sin cabeza. Los días de lluvia, todo se ponía muy sucio. -¿Cómo? ¿Ya es la hora? -exclamó Hutin. En un extremo del corredor, sonaba una campana. Había que dejar el sitio a los del tercer turno. Ya llegaban los mozos, con cubos de agua templada y grandes esponjas, para fregar los hules. Los comedores se iban vaciando despacio; los depen­dientes subían a sus departamentos demorándose en las escale­ras. Y, en la cocina, el cocinero había vuelto a colocarse tras la ventanilla, entre los calderos de raya, de guisado y de salsa, armado con tenedores y cucharas, listo para llenar más platos con el mismo movimiento rítmico de reloj bien calibrado. Hutin y Favier, que se habían quedado atrás, vieron bajar a Denise. -Ya ha vuelto el señor Robineau, señorita -dijo el primer dependiente con burlona cortesía. -Está almorzando -añadió el otro-. Pero si le corre mucha prisa, puede usted pasar a verlo. Denise siguió bajando, sin contestar nada, sin volver la cabe­za. No obstante, al pasar ante el comedor de los jefes de sec­ción y de los segundos encargados, no pudo contenerse y lanzó una ojeada al interior. Allí estaba Robineau, efectivamente. Ya intentaría hablar con él por la tarde; y siguió pasillo adelante, para dirigirse a su mesa, que estaba en el otro extremo. Las mujeres almorzaban aparte, en dos comedores re­servados. Denise entró en el primero de ellos. Era también un antiguo sótano, convertido en refectorio; pero, al acondicio­narlo, lo habían dotado de mayores comodidades. En la mesa ovalada, colocada en el centro, los quince cubiertos disponían de mayor espacio y el vino estaba en jarras; en ambos extremos, había sendas fuentes de guisado y raya. Unos camareros con delantal blanco servían a las señoritas, ahorrándoles la moles­tia de ir a la ventanilla a buscar las raciones. A la dirección le había parecido más decoroso. -¿Así que has andado recorriendo los almacenes? -preguntó Pauline, que ya se había sentado y se estaba cortando una reba­nada de pan. -Sí, he tenido que acompañar a una cliente -dijo Denise, ruborizándose. Era mentira. Clara le dio un codazo a la dependiente que tenía al lado. Pero ¿qué le pasaba hoy a la desgreñada? No esta­ba como siempre. Para empezar, le llegaban varias cartas segui­das de su amante. Luego, andaba vagando como una perdida por los almacenes, alegando que tenía que llevar recados al taller, por donde, luego, no aparecía. Estaba claro que algo sucedía. En vista de lo cual, Clara, mientras se comía la raya sin hacerle ascos, con la despreocupación de quien ha crecido ali­mentándose de tocino rancio, refirió una tragedia espeluznan­te de la que hablaban todos los periódicos. -¿Han leído lo de ese hombre que guillotinó a su amante de un navajazo? -¡Anda, claro! -dijo una joven dependiente de la lencería, de rostro dulce y rasgos delicados-. La pilló con otro. Le estuvo bien empleado. Pero Pauline puso el grito en el cielo. ¿Cómo? ¿Así que por­que dejases de querer a un señor, éste iba a tener derecho a rebanarte el gaznate? ¡De ninguna manera! Se interrumpió para decirle al camarero: -¡Pierre! No hay quien se trague esta carne... Me voy a pedir un extra. Diga que me hagan una tortilla. Y que esté jugosita. ;eh? Mientras esperaba, y como siempre llevaba golosinas en los bolsillos, sacó unas onzas de chocolate y se puso a comérselas con pan. -Vaya vida, desde luego, con un hombre así -siguió diciendo Clara-. ¡Y la de celosos que hay! El otro día, leí también que un obrero había tirado a su mujer a un pozo. No le quitaba ojo a Denise y, al verla palidecer, pensó que había puesto el dedo en la llaga. Estaba claro que a aquella mosquita muerta no le llegaba la camisa al cuerpo pensando en que iba a zurrarle su amante, al que, muy probablemente, engañaba. Tendría gracia que se presentase a ajustarle las cuentas en los almacenes, que era lo que Denise parecía temer. Pero las demás ya habían cambiado de tema. Una de las depen­dientes estaba dando una receta para limpiar el terciopelo. Luego hablaron de una obra que estaban poniendo en el tea­tro de La Gaité, en la que unas chiquillas adorables bailaban mejor que muchas bailarinas hechas y derechas. Pauline se había enfurruñado por un instante al ver que la tortilla estaba demasiado hecha, pero como, al probarla, no le pareció tan mala, recobró el talante alegre. -Pásame el vino, anda -le dijo a Denise-. Deberías pedirte una tortilla. -Me basta con el guisado -respondió la joven, que, para no gastar, se atenía al menú de la casa, por muy repulsivo que resultase. Cuando el camarero trajo el arroz al gratén, las señoritas protestaron. La semana anterior, se lo habían dejado en el plato; y tenían la esperanza de que no volviera a aparecer en la mesa. Denise, distraída, preocupada por Jean tras oír las histo­rias de Clara, fue la única que lo tomó. Y todas la miraban con cara de asco. Menudearon los extras y se atiborraron de confi­tura. Por lo demás, lo fino era pagarse la comida. -Ya sabrán que los caballeros han protestado -dijo la lencera joven-, y que la dirección ha prometido... La interrumpieron las risas y ya no se habló sino de la direc­ción. Todas tomaban café menos Denise, que decía que le sen­taba mal. Se demoraban ante las tazas tanto las lenceras vesti­das de lana, con una sencillez de pequeñas burguesas, como las dependientes de confección vestidas de seda, con la servilleta anudada al cuello para no mancharse, como damas que hubie­ran bajado al office para almorzar con sus doncellas. Habían abierto el montante acristalado del tragaluz para que se reno­vase el aire viciado y asfixiante; pero hubo que volver a cerrarlo en seguida, porque parecía que las ruedas de los carruajes pasaban por encima de la mesa. -¡Chisss! -dijo Pauline, bajito-. ¡Ahí viene el viejo ese! Se refería al inspector Jouve, que solía andar rondando, al final de las comidas, por la zona de las señoritas. Por lo demás, tenía a su cargo la vigilancia de aquellos comedores. Entraba con ojos risueños y daba una vuelta a la mesa. A veces, incluso, entablaba conversación, quería saber si las jóvenes habían comido bien. Pero a todas les faltaba tiempo para irse, porque su presencia las desasosegaba y molestaba. La primera en desa­parecer fue Clara, aunque aún no había sonado la campana. Las otras la siguieron. Quedaron nada mas que Denise y Pauli­ne; ésta, tras haberse tomado el café, daba buena cuenta de las onzas de chocolate que le quedaban. -¡Hombre! -dijo, poniéndose de pie-. ¡Voy a mandar a un mozo a que me compre naranjas! ¿Vienes? -Dentro de un rato -repuso Denise, que mordisqueaba una corteza de pan, decidida a quedarse la última para poder hablar con Robineau cuando éste subiera. No obstante, al quedarse a solas con Jouve, se sintió muy vio­lenta. Contrariada, acabó por levantarse de la mesa. Pero él, al verla dirigirse hacia la puerta, le cortó el paso: -Señorita Baudu... De pie frente a ella, la miraba con sonrisa almibarada. Con aquellos grandes bigotes grises y aquel pelo cortado a cepillo parecía un militar de acrisolada honradez. Y sacaba pecho, para lucir la cinta roja de la condecoración. -Dígame, señor Jouve -dijo Denise, tranquilizada. -La he vuelto a ver esta mañana de charla detrás de las alfombras. Ya sabe usted que va en contra del reglamento y si hiciese un informe, cumpliendo con mi obligación... Su amiga Pauline la quiere mucho, ¿verdad? Se le movieron los bigotes y una llamarada incendió aquella enorme nariz, una nariz ancha y aguileña que revelaba unos apetitos de toro. -¿Ycómo es que se quieren tanto estas dos pillinas? Denise no entendía lo que le estaba diciendo, pero volvía a sentirse violenta. Jouve se le acercaba demasiado, le echaba el aliento en la cara. -Es verdad que estábamos charlando, señor Jouve -balbu­ció-. Charlar un momento no es nada malo. Pero tengo que reconocer que se porta usted muy bien conmigo; se lo agradez­co mucho. -No debería ser tan bueno -respondió él-. Para mí, la justi­cia es lo primero... Pero con una chica tan bonita... Y se le iba acercando cada vez más. Denise se asustó de ver­dad. Le volvían a la memoria las palabras de Pauline. Recordó las historias que corrían de boca en boca: algunas dependien­tes a las que el tío Jouve tenía aterrorizadas y se veían obligadas a comprar su benevolencia. Por lo demás, dentro de los alma­cenes se contentaba con insignificantes confianzas: daba sua­ves cachetitos, con los hinchados dedos, en las mejillas de las señoritas complacientes; les tomaba las manos y se le olvidaba soltárselas. Se comportaba con talante paternal y no daba rien­da suelta al toro que llevaba dentro más que cuando le acepta­ban unas rebanadas de pan con mantequilla en su casa de la calle de Les Moineaux. -Déjeme -susurró la joven, retrocediendo. -Vamos a ver -decía él-; no va a ponerse huraña con un amigo que tiene tantas consideraciones con usted. Sea buena y venga a última hora de la tarde a mojar una rebanadita de pan en una taza de té. Se lo ofrezco de todo corazón. Denise, ahora, se revolvía: -¡No! ¡No! El comedor seguía vacío; el camarero no había vuelto a apa­recer. Jouve, atento al ruido de pasos, lanzó una rápida mirada a su alrededor y, enardecido, perdió la compostura, fue más allá de las paternales confianzas que solía tomarse y pretendió besarla en el cuello. -¡Pero qué mala y qué boba es esta niña! ¿Cómo se puede ser tan boba con un pelo tan bonito? Venga esta tarde, que no le va a pasar nada malo. La proximidad de aquel rostro encendido, cuyo aliento le daba en la cara, sublevó y aterrorizó a Denise, que perdió la cabeza. Empujó de repente al hombre con tan rudo ímpetu que éste se tambaleó y estuvo a punto de caer encima de la mesa. Por fortuna, se desplomó en una silla; pero el golpe volcó una jarra llena de vino que le salpicó la corbata blanca y empapó la cinta roja. Se quedó sentado, sin limpiarse, ahogán­dose de ira ante semejante trato. ¡Con que ésas teníamos! ¿Cómo se iba a esperar tal cosa, él, tan considerado, que se limitaba a ceder a sus bondadosos impulsos? -¡Ah, señorita! ¡Le doy mi palabra de que se arrepentirá de esto! Denise ya había salido corriendo. La campana sonaba en ese preciso instante; azorada y temblorosa, no volvió a acordarse de Robineau y subió al departamento. Luego, no se atrevió a bajar otra vez. Como el sol daba, por la tarde, en la fachada de la plaza de Gaillon, el calor era asfixiante en los salones de la entreplanta, pese a los toldos. Vinieron algunas clientes, que se fueron sin comprar nada, tras dejar a las señoritas bañadas en sudor. Todo el departamento bostezaba bajo la mirada de los grandes ojos soñolientos de la señora Aurélie. Por fin, a eso de las tres, viendo que la encargada se había quedado traspuesta, Denise se fue sin hacer ruido y volvió a recorrer los almacenes, como persona muy atareada. Para despistar a los curiosos que pudieran seguirla con la mirada no bajó directamente a la seda. Fingió, primero, que tenía algún asunto que tratar en los encajes, hablando con Deloche, al que pidió una información. Luego, en la planta baja, cruzó el departamento del ruán; y estaba a punto de entrar en el de las corbatas cuando se detuvo en seco, sobresaltada, al tropezarse cara a cara con Jean. -¿Cómo? ¿Eres tú? -susurró, muy pálida. Su hermano no se había quitado el guardapolvo e iba con la cabeza descubierta; los rizos del rubio y despeinado cabello le caían por el cutis de jovencita. De pie ante un casillero de del­gadas corbatas negras, parecía absorto en hondas reflexiones. -¿Qué haces aquí? -añadió ella. -¡Toma, pues esperarte! Como me tienes prohibido venir... he entrado, pero no he hablado con nadie. Puedes estar tran­quila. Si quieres, haz como que no me conoces. Ya los estaban mirando algunos dependientes, con cara de asombro. Jean bajó la voz. -Mira, he venido con ella, que ha querido acompañarme. Sí, la he dejado en la plaza, delante de la fuente... Dame ahora mismo los quince francos o vamos aviados, tan cierto como que el sol nos alumbra. Una gran turbación embargó entonces a Denise. Cuantos la rodeaban reían maliciosamente mientras escuchaban la aventu­ra. Y, como tras el departamento de corbatas arrancaba una esca­lera que iba al sótano, empujó a su hermano hacia ella y lo obli­gó a bajarla a toda prisa. Al llegar abajo, él siguió con su relato, molesto, rebuscando los hechos, temiendo que no lo creyera. -El dinero no es para ella. Es demasiado señora... Ni para su marido. ¡A ése le importan bien poco quince francos! Ni por un millón daría permiso a su mujer. ¿Te he dicho que es fabri­cante de pegamentos? Una gente muy fina... No, es para un sinvergüenza, un amigo de ella que nos vio; y, claro, esta noche, si no le doy los quince francos... -Calla -dijo Denise muy bajo-. Espera un poco. ¡Sigue andando! Estaban en el servicio de envíos. Durante la temporada baja, el amplio sótano dormía en la lívida luz de los tragaluces. Hacía frío en él y el silencio bajaba desde la bóveda. No obstan­te, un mozo estaba sacando de la correspondiente división unos cuantos paquetes que había que enviar al barrio de La Madeleine y, en una de las amplias mesas de clasificación, Cam­pion, el jefe de servicio, estaba sentado, balanceando las pier­nas y con los ojos de par en par. Jean volvía a su relato: -Y el marido, que tiene una navaja muy grande... -¡Anda! -repitió Denise, que seguía empujándolo. Se internaron por uno de los estrechos corredores en los que siempre ardían las luces de gas. A derecha e izquierda, en lo más hondo de unos oscuros nichos, se apilaban, tras las empali­zadas, las sombrías formas de los artículos de los almacenes. Al fin se detuvo Denise, apoyándose en una de aquellas barreras. Lo más probable era que nadie pasase por aquel lugar; pero sentía escalofríos, porque estaba prohibido bajar allí. -Si el sinvergüenza ese habla -siguió diciendo Jean-, el marido, que tiene una navaja muy grande... -¿De dónde quieres que saque quince francos? -exclamó Denise, desesperada-. ¿Es que no puedes ser formal? ¡Te pasan continuamente unas cosas de lo más extrañas! Él se daba golpes de pecho. Enredado en sus novelescas invenciones, no sabía ya qué era verdad y qué no lo era. Se limi­taba a dramatizar su necesidad de disponer de dinero. En reali­dad, detrás de cada historia siempre había alguna urgencia acuciante. -Te juro por lo más sagrado que esta vez es cierto... Yo la había cogido así y ella me estaba besando... Denise, atormentada, no pudo ya más: lo hizo callar de nuevo y dio rienda suelta a su enfado. -No quiero saber nada. No me cuentes lo mal que te portas. Son cosas demasiado feas, ¿me oyes?... Y todas las semanas vie­nes a atormentarme, a pedirme más y más monedas de cinco francos. Y yo no doy abasto. Me paso las noches en vela para ganarlas y dártelas... Y eso sin contar con que le estás quitando a tu hermano el pan de la boca. Jean se había quedado pálido, con la boca abierta. ¿Cómo? ¿Que eran cosas feas? No le entraba en la cabeza. Desde niño, había visto en su hermana a un compañero y le parecía natural contárselo todo. Pero lo que más lo acongojaba era enterarse de que se pasaba las noches en vela. Tanto lo consternó la idea de que la estaba matando y despilfarrando la parte de Pépé que se echó a llorar. -Es verdad, soy un bribón -exclamó-. Pero no son cosas feas, te lo aseguro. Todo lo contrario. Y por eso vuelve uno siempre a lo mismo... Mira, ésta tiene ya veinte años. Y se creía que iba de broma, porque yo acabo de cumplir los diecisiete... ¡Dios mío! ¡Qué furioso estoy conmigo mismo! ¡Me pegaría de bofetadas! Había cogido las manos de su hermana y se las besaba, humedeciéndolas de lágrimas. -Dame los quince francos y te juro que será la última vez... O, si no, déjalo, no me des nada. Prefiero morirme. Si el mari­do me asesina, una carga menos para ti. Y, al verla llorar también a ella, sintió remordimiento. -Bueno, son cosas que yo digo. Pero, en realidad, no lo sé. A lo mejor no quiere matar a nadie. Ya nos las arreglaremos, te lo prometo, hermanita. Adiós; me marcho. Pero los inquietó un ruido de pasos que se oía en el extremo del corredor. Ello los atrajo hacia una esquina más oscura y se arrimaron cuanto les fue posible al almacén. Durante unos momentos, no oyeron ya sino el silbido de la luz de gas más cercana. Luego, los pasos se fueron acercando. Denise estiró el cuello y reconoció al inspector Jouve, que acababa de entrar en el corredor con su habitual tiesura. ¿Pasaba por allí por casuali­dad? ¿Lo había avisado algún otro vigilante que estuviera haciendo guardia en la puerta? La joven sintió un pánico tal que perdió la cabeza. Empujó a Jean fuera del núcleo de tinie­blas en el que se escondían y lo hizo correr delante de ella, bal­buciendo: -¡Vete! ¡Vete! Ambos iban a la carrera y oían cómo les pisaba los talones el resuello del tío Jouve, que también había echado a correr. Volvieron a cruzar el servicio de envíos y llegaron al pie de la escalera, cuyo hueco acristalado salía a la calle de La Micho­diére. -¡Vete! -repetía Denise-. ¡Vete!... Si puedo, ya te mandaré los quince francos, a pesar de todo. Jean, aturullado, se fue a toda prisa. El inspector, que llegaba sin aliento, sólo pudo ver una punta del guardapolvo blanco y unos rizos rubios que alborotaba el aire de la calle. Se detuvo un momento para recuperar el resuello y un porte correcto. Llevaba una corbata blanca recién estrenada, que había cogido en el departamento de lencería, y cuyo ancho nudo relumbra­ba como la nieve. -¡Qué indecencia, señorita! -dijo, con labios temblorosos-. ¡Qué indecencia! ¡Pero qué indecencia! Si piensa usted que voy a tolerar estas indecencias en los sótanos... La perseguía con aquella palabra, mientras ella subía las escaleras, con un nudo en la garganta, sin dar con una palabra que le permitiera defenderse. Ahora lamentaba haber echado a correr. ¿Por qué no haberle explicado la situación y haber presentado a su hermano? Todo el mundo iba a volver a imagi­narse bellaquerías; y por mucho que jurase lo contrario, nadie la creería. Volvió a olvidarse de Robineau y regresó en derechu­ra a su departamento. Jouve se dirigió, ni corto ni perezoso, a la dirección para pre­sentar un informe. Pero el mozo le dijo que el director estaba con los señores Bourdoncle y Robineau: los tres llevaban un cuarto de hora charlando. Por lo demás, la puerta estaba entornada y se oía la voz jovial de Mouret, que le preguntaba al dependiente si se lo había pasado bien durante las vacaciones. Nadie hablaba de despidos; antes bien, la conversación se orientó hacia determinadas medidas que era menester tomar en el departamento. -¿Quiere algo, señor Jouve? -dijo Mouret alzando la voz-. Pase, pase usted. Pero el instinto alertó al inspector. Como Bourdoncle salía en esos momentos, prefirió contárselo todo a él. Caminaron emparejados; recorrieron pausadamente la galería de los cha­les, uno inclinado y hablando muy bajo; el otro, escuchándolo, sin que ninguno de los rasgos del severo rostro dejara traslucir sus impresiones. -Está bien -dijo al fin. Y, como habían llegado ante el departamento de confec­ción, entró en él. En aquel preciso instante estaba la señora Aurélie reprendiendo a Denise. ¿De dónde venía ahora? No se atrevería a decirle esta vez que había subido al taller. Esas conti­nuas desapariciones no podían tolerarse por más tiempo, la verdad. -¡Señora Aurélie! -llamó Bourdoncle. Había tomado la decisión de dar un golpe de mano. No que­ría consultar a Mouret, temiendo que éste se mostrara débil. La encargada se acercó y Jouve volvió a contar la historia en voz baja. Todo el departamento estaba a la expectativa, presintien­do una catástrofe. Por fin se volvió la señora Aurélie, con cara solemne. -Señorita Baudu... Y su abotagada e imperial facies mostraba la inexorable rigi­dez de la omnipotencia. -¡Pase usted por caja! -¿Yo? ¿Yo?... Pero ¿por qué? ¿Qué he hecho? Bourdoncle le respondió con dureza que de sobra lo sabía, que más le valía no pedir aclaraciones; habló del departamento de corbatas y dijo que apañados estarían si todas las dependientes se citasen con hombres en el sótano. -¡Pero si es mi hermano! -gritó Denise, con la dolorosa indignación de una virgen violada. Marguerite y Clara se echaron a reír, en tanto que la señora Frédéric, tan discreta por lo general, movía también ella la cabeza con cara de incredulidad. ¡Venga a hablar de su herma­no! ¡Qué obstinación tan necia! Denise los miró a todos: a Bourdoncle, que, desde el primer momento, no había querido darle el puesto; a Jouve, que se había quedado para oficiar de testigo y del que no esperaba justicia alguna; y, luego, a todas aquellas muchachas a las que no había podido ganarse tras nueve meses de sonriente coraje, aquellas muchachas que se alegraban de verla por fin en la calle. ¿Para qué revolverse? ¿Para qué intentar imponerse, ya que nadie la quería? Y se fue sin añadir una palabra; ni siquiera lanzó una última mirada a aquel salón en el que durante tanto tiempo había luchado. Pero en cuanto se vio sola ante la barandilla del patio cen­tral, le oprimió el corazón un vivísimo sufrimiento. Nadie la quería y, al acordarse repentinamente de Mouret, se le acabó de golpe la resignación. ¡No! ¡No podía aceptar que la echasen de aquella manera! A lo mejor él se creía aquella sucia historia, aquella cita con un hombre en lo más recóndito del sótano. Sólo de pensarlo la atormentaba la vergüenza; y también una angustia cuya garra no había sentido jamás. Quería ir a verlo; le explicaría lo que había pasado, sólo para que lo supiera, puesto que, en cuanto él estuviera al tanto de la verdad, ya no le importaría irse. Y el antiguo miedo, aquel escalofrío que la dejaba helada en su presencia, estallaba de pronto bajo la for­ma de una ardiente necesidad de verlo, de no irse de los alma­cenes sin jurarle antes que no había sido de otro hombre. Eran casi las cinco; los almacenes iban recuperando cierta animación según refrescaba el aire de la tarde. Denise se diri­gió hacia la dirección con paso rápido. Pero al llegar ante la puerta del despacho, volvió a invadirla una desesperada triste­za. Notaba que se le trababa la lengua y volvía a sentir los hom­bros agobiados bajo el peso de la existencia. Él no la creería y se reiría como los demás. Ese temor la hizo desfallecer. Todo había acabado. Más le valía quedarse sola, desaparecer, morir­se. Y, entonces, sin avisar siquiera ni a Deloche ni a Pauline, se encaminó directamente a la caja. -Tiene usted veintidós días, señorita -dijo el empleado-. Son dieciocho francos con setenta, a los que hay que sumar siete francos de porcentaje y de comisión. ¿Está bien la cuenta? -Sí, señor... Muchas gracias. Y ya se iba Denise con el dinero cuando se encontró, por fin, con Robineau. Éste estaba ya al tanto del despido y le prometió localizar a la dueña del taller de corbatas. La consolaba en voz baja, indignado. ¡Qué vida! ¡Estar continuamente a merced de un capricho! ¡Verse en la calle de sopetón, sin poder exigir siquiera el sueldo de todo el mes! Denise subió a avisar a la señora Cabin de que intentaría mandar por su baúl a última hora de la tarde. Daban las cinco cuando se vio en la acera de la plaza de Gaillon, aturdida, entre los carruajes y el gentío. Esa noche, al regresar Robineau a su casa, se encontró con una carta de la dirección en que se le comunicaba, en cuatro líneas, que por razones de orden interno la casa se veía obliga­da a prescindir de sus servicios. Llevaba trabajando en ella siete años. Aquella misma tarde había estado charlando con los jefes. Fue como un mazazo. Hutin y Favier cantaban victoria en la seda con la mismo algazara que Marguerite y Clara alardeaban de su triunfo en la confección. ¡Menudo alivio! ¡Qué despejado se queda todo con un buen escobazo! Los únicos que se decían palabras de consternación cuando se cruzaban entre el bullicio de los departamentos eran Deloche y Pauline, que echaban de menos la dulzura y la integridad de Denise. -¡Ay! -decía el joven-. ¡Si le fuera bien en otro sitio, me gus­taría que volviera aquí para pisarles la yugular a todas esas señoritas del pan pringado! Bourdoncle fue quien tuvo que enfrentarse con la violenta sorpresa de Mouret. Grande fue la irritación de éste al enterar­se del despido de Denise. No solía ocuparse gran cosa del per­sonal; pero, en aquella ocasión, se tomó el asunto como un menoscabo de su poder, un intento de zafarse de su autoridad. ¿Acaso había dejado de ser el dueño y por eso había quien se permitía dar órdenes? Por él tenía que pasar todo, todo en absoluto. Y aplastaría como una brizna de paja a cualquiera que osara resistírsele. Luego, tras investigar personalmente el caso, volvió a indignarse, atormentado por un nerviosismo que no podía disimular. La pobre muchacha no había mentido; se trataba, en efecto, de su hermano. Campion lo había recono­cido sin lugar a dudas. ¿Qué motivo había para despedirla Habló incluso de volver a contratarla. Entre tanto, Bourdoncle se parapetaba en su resistencia pasi­va y aguantaba el chaparrón, observando a Mouret. Por fin, un día en que lo vio más tranquilo, se atrevió a decir, con una entonación muy peculiar: -Es mejor para todos que se haya ido. Mouret se ruborizó, azorado. -La verdad es que es posible que tenga usted razón -dijo, riéndose-. Bajemos a ver a cuánto asciende la recaudación. La cosa se va animando; ayer, hicimos casi cien mil francos. VII Por unos instantes, Denise se quedó quieta y aturdida en plena acera, bajo el sol, aún abrasador, de las cinco de la tarde. Julio ardía en la calle. La luz color de tiza de cada verano iluminaba París con sus cegadoras reverberaciones. La catástrofe había sido tan repentina, la habían echado con tal rudeza, que no era capaz sino de manosear, en el fondo del bolsillo, los veinti­cinco francos con setenta, mientras se preguntaba adónde ir y qué hacer. Una larga fila de coches de punto le impedía alejarse de El Paraíso de las Damas. Cuando pudo por fin aventurarse entre las ruedas, cruzó la plaza de Gaillon como si se dirigiera a la calle de Louis-le-Grand, aunque luego, cambiando de parecer, bajó hacia la de Saint-Roch. Seguía, no obstante, sin un proyec­to concreto, pues se detuvo en la esquina de la calle Neuve-des­Petits-Champs, por la que echó a andar finalmente, tras haber lanzado una ojeada indecisa a cuanto la rodeaba. Al pasar por delante del pasaje de Choiseul, se metió en él y fue a dar, sin saber cómo, a la calle de Monsigny, para ir a parar de nuevo a la calle Neuve-Saint-Augustin. La cabeza le zumbaba; se acordó de repente del baúl, al ver a un mozo de cordel. Pero ¿adónde iba a decir que lo llevasen? ¿Y por qué aquella situación angus­tiosa, cuando una hora antes tenía aún un techo bajo el que pasar la noche? Entonces, alzando los ojos hacia las fachadas de las casas, recorrió con la vista las ventanas. Iban pasando rótulos. Los veía confusamente, pues se apoderaban de ella, una y otra vez, las arremetidas de aquel trastorno interior que la hacía tem­blar de pies a cabeza. ¿Cómo era posible? ¡Había bastado un minuto para dejarla sola, extraviada en aquella gran ciudad desconocida, sin apoyo, sin recursos! Pero había que comer y alojarse en algún sitio. Pasaba de una calle a otra: la calle de Les Moulins, la calle de Sainte-Anne. Recorría el barrio entero, volviendo sobre sus pasos, regresando siempre a la única encrucijada que le era familiar. Súbitamente, se detuvo, estupe­facta. Estaba otra vez enfrente de El Paraíso de las Damas. Y para escapar a aquella obsesión, se metió a toda prisa por la calle de la Michodiére. Por fortuna, Baudu no estaba en la puerta de El Viejo Elbeuf, que parecía muerto tras los oscuros escaparates. Denise nunca hubiese tenido valor para presentarse en casa de su tío, que fingía no conocerla, ni quería sobrellevar a su costa la des­gracia que él ya le había anunciado. Pero, al otro lado de la calle, un letrero amarillo la hizo detenerse: «Se alquila cuarto amueblado». Tan pobre le pareció la casa que fue el primer anuncio que no la amedrentó. No tardó, luego, en reconocer las dos plantas achaparradas, la fachada de color óxido, encaja­da entre El Paraíso de las Damas y el antiguo palacete de Duvil­lard. En el umbral de la tienda de paraguas, el viejo Bourras, con su melena y su barba de profeta y las antiparras caladas, contemplaba absorto el marfil del puño de un bastón. Tenía arrendado todo el edificio y, para cubrir parte del gasto, alqui­laba, amueblados, los cuartos de los dos pisos. -¿Tiene usted habitación, señor Bourras? -preguntó Denise, dejándose llevar por un impulso instintivo. El alzó la mirada, torva bajo las enmarañadas cejas, y se quedó muy sorprendido al verla. Le sonaba la cara de todas las dependientes de El Paraíso de las Damas. Y, tras fijarse en el aseado y humilde vestido y la apariencia de mujer decente de Denise, respondió: -Esto no es para usted. -¿Cuánto cobra? -insistió Denise. -Quince francos al mes. Entonces Denise quiso ver la habitación. Entraron en el angosto local y, como él seguía mirándola con cara de sorpresa, le contó que la habían echado y que no quería importunar a su tío. El anciano se resolvió, al fin, a ir a buscar una llave colgada en una tabla de la trastienda, un cuarto lóbrego que le hacía las veces de cocina y dormitorio; al fondo, detrás de unos cristales polvorientos, se divisaba la claridad verdosa de un patio inte­rior de apenas dos metros de ancho. -Iré delante para que no tropiece -dijo Bourras, al llegar al húmedo callejón que corría paralelo a la tienda. Tropezó con un escalón y comenzó a subir, avisándola a cada paso: tenga cuidado; el pasamanos está pegado a la pared; en aquel recodo hay un agujero; los inquilinos dejan a veces el cubo de la basura en la escalera. Denise, en aquella cerrada oscuridad, no veía nada; sólo sentía la fría humedad del yeso viejo. No obstante, a la altura del primer piso, un ventanuco que daba al patio le permitió distinguir confusamente, como a través de las aguas quietas de un estanque, la escalera torcida, las paredes negras de mugre, las puertas astilladas y con la pin­tura saltada. -¡Si al menos tuviera libre uno de estos dos cuartos! -prosi­guió Bourras-. Aquí estaría usted bien... Pero los tienen siem­pre alquilados las mismas señoras. En el segundo piso entraba más claridad, iluminando con cruda palidez la miseria de la vivienda. Un oficial de panadería vivía en el primer cuarto; estaba libre el otro, el del fondo. Bou­rras lo abrió y tuvo que quedarse en el descansillo para que Denise pudiera verlo con comodidad. La cama, que estaba junto a la puerta, apenas dejaba espacio suficiente para que pasara una persona. Al fondo, había una cómoda de nogal pequeña, una mesa de pino renegrido y dos sillas. Los inquilinos que se hacían la comida de vez en cuando tenían que arrodillarse delante de la chimenea, donde había un hornillo de barro. -La verdad es que no es precisamente lujoso -decía el ancia­no-, pero la ventana resulta alegre, se ve pasar a la gente por la calle. Y al fijarse en que Denise miraba, sorprendida, el rincón del techo que estaba encima de la cama, en el que una inquilina de paso había escrito su nombre, Ernestine, con la llama de una vela, añadió con tono campechano: -Si anduviera reparando los desperfectos, no me alcanzaría para nada. Bueno, pues esto es lo que tengo. -Estaré muy bien aquí -afirmó la joven. Pagó un mes por adelantado, pidió la ropa, un juego de sábanas y dos toallas e hizo la cama, feliz y aliviada por tener dónde dormir aquella noche. Una hora después, ya había mandado a un mozo a buscar el baúl y estaba instalada. Los dos primeros meses fueron de estrecheces terribles. Como no podía seguir pagando la pensión de Pépé, se lo llevó a vivir consigo; el chiquillo dormía en una poltrona vieja que le había dejado Bourras. Necesitaba inexcusablemente un franco y medio diario, incluyendo el alquiler; así podía darle algo de carne al niño, siempre y cuando ella se conformase con vivir de pan duro. Durante la primera quincena, fue tirando: había empezado con diez francos y tuvo la suerte de localizar a la dueña del taller de nudos de corbata, que le pagó los diecio­cho francos con treinta céntimos que le debía. Pero llegó un momento en que no le quedó recurso alguno. De nada le sir­vió presentarse en todos los almacenes, en La Plaza de Clichy, en El Económico, en El Louvre: en todas partes la temporada baja tenía paralizadas las ventas; la emplazaban para el otoño; más de cinco mil empleados de comercio, a los que también habían despedido, recorrían la ciudad en busca de empleo. Procuró entonces conseguir trabajos de poca monta, pero conocía tan mal París que no sabía adónde ir; aceptaba las labores más ingratas e, incluso, en ocasiones, se quedaba sin cobrar. Algunas noches, preparaba una sopa para que cenara Pépé y le decía que ella ya había tomado algo en la calle; y luego se acostaba, con la cabeza llena de zumbidos y, por todo alimento, la fiebre que le abrasaba las manos. Cada vez que irrumpía Jean entre tanta pobreza, se insultaba a sí mismo con tan violenta desesperación, llamándose bandido, que a Denise no le quedaba más remedio que mentirle; se las apañaba, incluso, muchas veces para darle una moneda de dos francos y demostrarle así que tenía algunos ahorros. Nunca lloraba delante de sus niños. Los domingos en que podía guisar un trozo de ternera en la chimenea, de rodillas en los baldosines del suelo, retumbaba en el cuartito una alegría de chiquillos despreocupados. Y, tras volverse Jean a casa de su maestro, cuando Pépé ya estaba dormido, Denise pasaba una noche espantosa, angustiándose por el día siguiente. Otros temores la tenían también en vela. Las dos señoras del primero recibían hasta altas horas de la noche; a veces, algún hombre se equivocaba y subía a aporrear su puerta. Bourras le había dicho, con cachaza, que no respondiera; y ella metía la cabeza debajo de la almohada para zafarse de los denuestos. Estaba, luego, el vecino de al lado, que andaba con ganas de broma. Éste, que no volvía hasta por la mañana, ace­chaba a Denise cuando bajaba a buscar agua y hasta hacía agu­jeros en el tabique para verla lavarse, con lo cual la obligaba a cubrir la pared de ropa colgada. Pero la hacía padecer más aún que la importunasen por la calle las incesantes obsesiones de los transeúntes. No podía ni bajar a comprar una vela en aquellas calles embarradas, por las que rondaban las sórdidas perversiones de los barrios viejos, sin notar que la seguía un aliento abrasador y tener que oír crudas palabras de avidez. Los hombres la perseguían hasta el fondo del oscuro callejón, alentados al ver el aspecto mísero de la casa. ¿Cómo es que no tenía un amante? Todo el mundo se asombraba, a todo el mundo le parecía ridículo. Tarde o temprano, tendría que pasar por el aro. Ni siquiera ella habría podido explicar cómo lograba resistir, bajo la amenaza del hambre y presa de la turbación que el ardor de aquellos deseos que la rodeaban des­pertaba en ella. Una noche en que Denise no tenía ya ni pan siquiera para la sopa de Pépé, la siguió un caballero que lucía una condecora­ción en la solapa. Al llegar al callejón, se mostró tan brutal­mente soez que la joven, con soliviantada repugnancia, le cerró violentamente la puerta en las narices. Ya en el cuarto, se sentó, con las manos temblorosas. El niño estaba dormido. ¿Qué le contestaría si se despertaba y le pedía de comer? Y, sin embargo, le habría bastado con decir que sí para dejar atrás la miseria y tener dinero, vestidos, una habitación confortable. ¡Era tan fácil! Decían que todas las mujeres acababan así, pues, en París, les resultaba imposible vivir de su trabajo. Pero todo su ser se encrespaba en una protesta en la que no había indig­nación alguna para con las demás, sino, sencillamente, una espontánea repugnancia por las cosas sucias e insensatas. Para ella, la vida era sentido común, decencia y coraje. En reiteradas ocasiones se hizo Denise ciertas preguntas. Una antigua romanza cantaba en su memoria: la novia del marinero, a la que el amor protegía de los peligros de la espe­ra. En Valognes, solía tararear el sentimental estribillo mientras miraba la calle desierta. ¿Qué tierno amor albergaba, pues, su corazón, que tan valiente la hacía? Aún la desazonaba acordar­se de Hutin. Día tras día, lo veía pasar bajo su ventana. Ahora que era segundo encargado, iba solo, entre el respeto de los simples dependientes. Nunca miraba hacia arriba. Creía ella que la soberbia de aquel joven la hacía sufrir; lo seguía con la vista, sin temor a que la sorprendiera. Y, en cuanto divisaba a Mouret, que también pasaba por allí al atardecer, se echaba a temblar y se metía dentro a toda prisa, con el pecho palpitante. No había necesidad alguna de que él supiera dónde vivía; se avergonzaba, además, de aquella casa y, aunque nunca habían de volver a encontrarse, le dolía lo que pudiera haber pensado de ella. Por lo demás, Denise no se había librado del tráfago de El Paraíso de las Damas. Un simple tabique separaba su cuarto de su antiguo departamento; y, desde por la mañana, volvía a vivir sus jornadas de trabajo, oía cómo subía el gentío, cómo iba creciendo el zumbido de la venta. El más leve ruido repercutía en las ruinosas paredes de la vieja casa pegada al costa­do del coloso, como si formara parte de los latidos de aquel pulso gigantesco. Por añadidura, Denise no podía eludir cier­tos encuentros. En dos ocasiones, se topó cara a cara con Pau­line, que se puso a su disposición, consternada ante su des­gracia; no le quedó, incluso, más remedio que mentir para no tener que recibir a su amiga o ir a visitarla, algún domingo, a casa de Baugé. Pero le resultaba aún más difícil defenderse del cariño desesperado de Deloche, que la acechaba, estaba al tanto de todos y cada uno de sus disgustos y la esperaba metido en los portales; una noche, había pretendido, con gran empeño y poniéndose muy encarnado, prestarle treinta francos, los ahorros de un hermano, como él decía. Y tales encuentros mantenían viva su añoranza de los almacenes, la tenían pendiente de cómo transcurría allí la vida, igual que si siguiera en ellos. Nunca subía nadie a la habitación de Denise. Una tarde, se quedó muy sorprendida al oír que llamaban a la puerta. Era Colomban. No le ofreció una silla. Él, muy violento, le pregun­tó, tartamudeando, qué tal le iba y habló de El Viejo Elbeuf. Quizá venía de parte de su tío Baudu, arrepentido de haberse mostrado tan severo; pues seguía sin saludar siquiera a su sobri­na, aunque era imposible que ignorase la miseria en que vivía. Pero cuando Denise preguntó al dependiente sin rodeos si era aquél el motivo de su visita, él pareció aún más apurado: no, no, no lo enviaba el dueño; y terminó por pronunciar el nom­bre de Clara. Lo único que quería era hablar de Clara. Poco a poco iba cobrando confianza, pedía consejos, pensando que Denise podría serle de utilidad para acercarse a su antigua compañera. Ella intentó disuadirlo en vano, reprochándole el daño que le hacía a Geneviéve por culpa de una muchacha sin corazón. Colomban volvió otro día; aquellas visitas se convirtie­ron en costumbre. Su tímido amor se conformaba con hablar una y otra vez de lo mismo, sin poder evitarlo, tembloroso de dicha por conversar con una mujer que había tenido trato con Clara. Y Denise, entonces, vivió aún más vinculada a El Paraíso de las Damas. Fue durante los últimos días de septiembre cuando la joven conoció la miseria más negra. Pépé estaba enfermo, aquejado de un catarro grave y de muy malas trazas. Necesitaba tomar caldos, y Denise no tenía siquiera para pan. Sollozaba una noche, derrotada, sumida en una de esas desesperaciones som­brías que arrojan a las jóvenes al arroyo o al Sena, cuando el viejo Bourras llamó suavemente a su puerta. Traía una hogaza y una lechera llena de caldo. -Tenga, esto es para el chico -dijo, con su brusquedad habi­tual-. Y no llore tan alto, que molesta a los demás inquilinos. Y al darle ella las gracias presa de un nuevo ataque de llanto, añadió: -¡Pero cállese, mujer!... Venga mañana a hablar conmigo. Tengo trabajo para usted. Bourras, desde el terrible golpe que le había asestado El Paraíso de las Damas al abrir un departamento de paraguas y sombrillas, ya no tenía operarias. Lo hacía todo él, para reducir costes, y también limpiaba, zurcía y cosía. Por lo demás, le que­daban tan pocos clientes que, a veces, incluso, le faltaba traba­jo. De modo que, al día siguiente, tuvo que inventarse tareas cuando instaló a Denise en un rincón de la tienda. Pero ¿cómo iba a consentir que la gente se muriera de hambre en su propia casa? -Le pagaré dos francos diarios -dijo-. Y, cuando encuentre algo mejor, me deja. Denise le tenía miedo. Despachó el trabajo tan deprisa que el anciano se vio muy apurado para darle algo más que hacer. Le mandaba coser paños de seda y remendar encajes. Durante los primeros días, la joven no se atrevió a levantar la cabeza; la intimidaba que anduviera dando vueltas por la tienda, con aquella melena de león viejo, aquella nariz ganchuda, aquellos ojos penetrantes bajo la tiesa maraña de las cejas. Tenía la voz dura y ademanes de loco; las madres del barrio les decían a los niños, para asustarlos, que iban a llamarlo, como quien llama a los gendarmes. Y, aún así, los chiquillos nunca pasaban por su puerta sin gritarle alguna maldad, que él ni siquiera parecía oír. Reservaba su maniática furia para los miserables que des­honraban el oficio vendiendo mercancía barata, artículos de pacotilla que, según decía, no habrían querido ni los perros. Denise se echaba a temblar cada vez que le decía, con furio­sas voces: -El arte se va al garete, ¿me oye?... Ya no se ven puños decen­tes. Se hacen muchos palos, pero puños, ¡ni uno! ¡Si me trae usted un puño como es debido, le doy veinte francos! Era aquél su orgullo de artista; no había artesano en todo París capaz de hacer puños como los suyos, resistentes y livia­nos. Se lucía sobre todo en los redondos, que esculpía con exquisita fantasía, recurriendo siempre a nuevas formas: flores, frutas, animales, cabezas, con un estilo rebosante de vida y libertad. Le bastaba con una navajita de bolsillo; pasaba días enteros, con las antiparras caladas, tallando el boj o el ébano. -No son más que un hatajo de ignorantes -decía-, que se conforman con pegar la seda a las varillas. Compran los puños al por mayor, puños hechos de antemano... ¡Y venden hasta hartarse! ¡Le digo que el arte se va al garete! Con el tiempo, Denise fue tomando confianza. El anciano había querido que Pépé bájase a la tienda a jugar, pues le encantaban los niños. Cuando el chiquillo andaba por allí a cuatro patas, apenas si podían revolverse; Denise cosía al fondo de la tienda y Bourras tallaba la madera con su navajita, junto al escaparate. Ahora, todos los días traían consigo las mismas tareas y la misma conversación. Mientras trabajaba, el anciano acababa siempre arremetiendo contra El Paraíso de las Damas, explicando incansablemente en qué punto estaba aquel terri­ble duelo. Llevaba en la casa desde 1845, y la tenía arrendada por treinta años, con un alquiler anual de mil ochocientos francos; como las cuatro habitaciones amuebladas le reporta­ban alrededor de mil francos, el local sólo le costaba ochocien­tos, lo cual no era demasiado; y, como no tenía gastos, aún podía aguantar mucho tiempo. Cualquiera que lo oyese podía creer que tenía la victoria asegurada y acabaría comiéndose vivo al monstruo. De repente, se interrumpía: -¿A que no tienen cabezas de perro como ésta? Y, guiñando los ojos tras los lentes para poder apreciarla mejor, contemplaba la cabeza de dogo que estaba esculpiendo, cuyas fauces se abrían para enseñar los colmillos en un gruñido rebosante de vida. Pépé, extasiado ante aquel perro, se ponía de puntillas, apoyando los bracitos en las rodillas del viejo. -Mientras pueda ir saliendo del apuro, todo lo demás me importa un bledo -proseguía éste, esbozando delicadamente la lengua con la punta de la navajita-. Los muy bribones me han dejado sin beneficios; pero, aunque ya no gano nada, toda­vía no tengo pérdidas o, al menos, son pequeñas. Pero fíjese en lo que le digo: antes que ceder, estoy dispuesto a dejarme el pellejo en el empeño. Y blandía su herramienta, mientras una ráfaga de ira agitaba su blanca melena. -Sin embargo -se arriesgaba a replicar con dulzura Denise, sin alzar los ojos de la aguja-, si le ofrecieran una cantidad razonable, lo más sensato sería aceptarla. -¡Eso nunca! -exclamaba él, dando rienda suelta a su feroz obstinación-. Aun con la cabeza en el tajo seguiría diciendo que no, ¡rediós! Todavía me quedan diez años de arrenda­miento y no conseguirán la casa antes, aunque tenga que reventar de hambre yo solo entre estas cuatro paredes... Ya han intentado enredarme dos veces. Me ofrecían doce mil francos por el comercio, más los años de arrendamiento que me que­dan, es decir, otros dieciocho mil francos. Treinta mil en total... ¡Ni por cincuenta mil se lo daría! ¡Los tengo cogidos; quiero ver cómo se arrastran a mis pies! -Treinta mil francos es una bonita suma -insistía Denise-. Podría establecerse en otra parte... ¿Y si compran la casa? Bourras permanecía absorto unos instantes, mientras termi­naba la lengua del dogo, con una expresión infantil y risueña flotando en su nevado rostro de Padre Eterno; y, luego, volvía en seguida a la carga: -¡Por la casa no hay cuidado!... Ya hablaron de comprarla el año pasado, ofrecían ochenta mil francos, el doble de lo que vale ahora. Pero el casero, que es un frutero retirado tan bri­bón como ellos, quiso apretarles las clavijas. Y, además, no se fían de mí, saben de sobra que me pondría aún más intransigente... ¡No, no, aquí estoy y aquí me quedo! Ni el mismísimo emperador con todos sus cañones lograría echarme. Denise no se atrevía a decir nada más. Continuaba con su labor, mientras el anciano seguía soltando frases entrecortadas, entre muesca y muesca de la navajita: aquello no había hecho más que empezar, pero se avecinaban acontecimientos extraor­dinarios; tenía unas cuantas ideas que iban a dar al traste con el departamento de paraguas de los vecinos; y, en lo más hondo de aquel empecinamiento, clamaba la rebelión del modesto fabricante artesano contra la invasora vulgaridad de los artícu­los de bazar. Entre tanto Pépé, que había terminado por subirse al regazo de Bourras, tendía hacia la cabeza del dogo sus manecitas impacientes. -Dámelo, señor. -En seguida, hijito -contestaba el viejo, cuya voz se tornaba tierna-. No tiene ojos; antes hay que hacerle los ojos. Y mientras perfilaba un ojo, proseguía, dirigiéndose a Denise: -¿Los oye usted?... ¡Qué ronquido el de ahí al lado! Es lo que más me irrita, ¡a fe mía!, tenerlos siempre encima, con ese mal­dito rugido de locomotora. Aseguraba que, con las vibraciones, se movía incluso la mesa pequeña en que trabajaba. Toda la tienda se estremecía; pasa­ban las tardes entre el trepidar de la muchedumbre que se agolpaba en El Paraíso de las Damas, sin que allí entrara un solo cliente. Y Bourras insistía machaconamente. Menudo jaleo se traían ahí detrás, otro día de los buenos; en la sedería debían de haber sacado por lo menos diez mil francos. O, por el contrario, se regodeaba: la pared había estado hecha un témpano; un chaparrón había dado al traste con la venta. Y, de esta forma, el más leve rumor, el roce más tenue, le daban pie para interminables comentarios. -¿Ha oído? Alguien ha pegado un resbalón. ¡Ojalá se partie­ran todos el espinazo!... Eso, querida, son unas señoras que se están peleando. ¡Mejor, mejor!... ¿Qué, oye usted cómo caen los paquetes en los sótanos? ¡Qué asco! Más le valía a Denise no contradecir aquellas explicaciones, pues, entonces, Bourras le recordaba amargamente de qué forma indigna la habían despedido. Y, luego, la obligaba a con­tarle por centésima vez su trabajo en el departamento de confecciones, los padecimientos de los primeros tiempos, los cuartitos insalubres, la comida infame, la continua pugna que enfrentaba a los dependientes. Y, de esta forma, lo único que hacían los dos de la mañana a la noche era hablar de los alma­cenes, impregnándose de ellos, hora tras hora, hasta con el aire que respiraban. -Dámelo, señor -repetía, ansioso, Pépé, con las manos aún tendidas. Bourras retiraba y acercaba la cabeza de dogo, ya concluida, con ruidoso regocijo. -Cuidado, que te muerde... Toma, juega con ella y procura no romperla, si es posible. Pero volvía a apoderarse de él su idea fija y exclamaba, ame­nazando la pared con el puño: -Ya podéis empujar, ya, a ver si se cae la casa... ¡Nunca será vuestra, ni aunque os apoderéis de la calle entera! Ahora Denise tenía pan a diario y sentía un hondo agradeci­miento hacia el viejo comerciante, cuyo buen corazón intuía tras aquellas airadas excentricidades. No obstante, anhelaba ardientemente encontrar otro trabajo, pues se daba cuenta de que se inventaba las tareas menudas que le encomendaba, de que el negocio se desmoronaba y Bourras no necesitaba opera­ria alguna, de que la empleaba por pura caridad. Habían trans­currido seis meses; la temporada baja de invierno acababa de empezar. Denise había perdido ya toda esperanza de poder colocarse antes de marzo, cuando, una tarde de enero, Delo­che, que la estaba acechando en un portal, le dio un consejo. ¿Por qué no se presentaba en el establecimiento de Robineau, donde quizá necesitasen gente? En septiembre, Robineau se había decidido a comprar los fondos de Vinçard, aunque con el temor de estar arriesgando los sesenta mil francos de su mujer. El traspaso de la sedería le había costado cuarenta mil francos y contaba, para empezar el negocio, con los veinte mil restantes. No era mucho, pero lo respaldaba Gaujean, que iba a ayudarlo con créditos a largo plazo. Tras haber roto con El Paraíso de las Damas, la ilusión de éste era crearle competidores al coloso; estaba convencido de que era posible vencerlo abriendo en la vecindad comercios especializados que ofrecieran a las clientes una amplísima variedad de artículos. Los únicos que podían aceptar las exigencias de los grandes almacenes eran los fabricantes acauda­lados de Lyón, como Dumonteuil, que se conformaban con mantener en funcionamiento los telares gracias a aquellos encargos, aunque tuvieran que buscar, luego, los beneficios aceptando los de casas de menor envergadura. Pero Gaujean no tenía, ni con mucho, la solidez de Dumonteuil. Durante mucho tiempo había ejercido como simple comisionista; ape­nas si hacía cinco o seis años que tenía sus propios telares y, aun así, seguía empleando a muchos destajistas, a quienes proporcionaba la materia prima y pagaba por metros. Era precisamente aquel sistema el que aumentaba los costes de producción y le impedía competir con Dumonteuil en la fabri­cación de la París-Paraíso. De ahí el rencor que lo incitaba a buscar en Robineau el arma con que dar la batalla decisiva contra aquellos bazares de novedades, a los que acusaba de arruinar la producción francesa. Cuando Denise se presentó en la tienda, sólo encontró en ella a la señora Robineau. Esta, que era hija de un sobrestante e ignoraba todo lo referente al comercio, conservaba aún una deliciosa cortedad de interna educada en un convento de Blois. Era muy morena y muy bonita y tenía una dulzura risue­ña que le confería gran encanto. Por lo demás, adoraba a su marido y aquel amor era lo único que necesitaba para vivir. Denise se disponía a dejarle su nombre cuando regresó Robi­neau, que la tomó al instante, pues precisamente el día ante­rior una de sus dos dependientes se había despedido para entrar en El Paraíso de las Damas. -Se nos llevan lo mejor -dijo-. En fin, con usted me quedo tranquilo, pues le sucede como a mí, no debe de tenerles mucha simpatía... Venga mañana. Por la noche, Denise tuvo que pasar el mal trago de anun­ciarle a Bourras que iba a dejarlo. Él, como era de esperar, la tachó de ingrata y puso el grito en el cielo; y cuando ella se defendió, con los ojos llenos de lágrimas, dándole a entender que nunca la había engañado con sus caridades, el ancia­no se enterneció también, tartamudeó que tenía mucho tra­bajo, que lo dejaba en la estacada ahora que estaba a punto de lanzar al mercado un modelo de paraguas que había inventado. -¿Y Pépé? -preguntó. El niño era quien más preocupaba a Denise. No se atrevía a llevarlo otra vez a casa de la señora Gras, ni tampoco podía dejarlo encerrado en el cuarto de la mañana a la noche. -Bueno, pues yo lo cuidaré -prosiguió el viejo-. Este mocoso se lo pasa muy bien conmigo en la tienda... Nos haremos la comida los dos juntos. Y al decir Denise que no, temiendo causarle demasiadas molestias, exclamó: -¡Rediós! ¿Acaso no se fía de mí?... ¡Que no me voy a almor­zar a su dichoso niño! Denise fue más feliz con Robineau. El sueldo era pequeño: sesenta francos al mes; sólo estaba mantenida, no cobraba comi­siones sobre las ventas, al uso de las casas tradicionales. Pero la trataban con cariño, sobre todo la señora Robineau, siempre risueña tras el mostrador. Él, más nervioso, preocupado, se com­portaba a veces con brusquedad. Al cabo de un mes, Denise for­maba parte de la familia, al igual que la otra dependiente, una mujercita tísica y silenciosa. Su presencia ya no incomodaba a los dueños, que hablaban de negocios durante las comidas en la tras­tienda, que daba a un amplio patio. Y allí fue donde una noche se decidió el inicio de la campaña contra El Paraíso de las Damas. Gaujean había ido a cenar. Sacó el tema al tiempo que ser­vían el asado, una sencilla y sabrosa pierna de cordero, con aquella voz clara de lionés, que las brumas del Ródano habían enronquecido. -La cosa se pone cada vez más difícil -repetía-. Llegan a la factoría de Dumonteuil, ¿saben?, se quedan con la exclusiva de un dibujo y compran de una vez trescientas piezas, exigiendo una rebaja de cincuenta céntimos por metro; y, como pagan al contado, se aprovechan además del descuento del dieciocho por ciento... Muchas veces, Dumonteuil no gana ni veinte cén­timos. Trabaja para mantener en marcha los telares, pues un telar parado es un telar muerto... En semejantes circunstan­cias, ¿cómo quieren ustedes que los demás sostengamos el pulso, con menos maquinaria y, sobre todo, con los destajistas? A Robineau, ensimismado, se le olvidaba comer. -¡Trescientas piezas! -murmuró-. Pensar que a mí me entran sudores cuando cojo doce, y a noventa días... Pueden marcar la mercancía a un franco, a dos francos menos que nosotros. He calculado que los artículos de su catálogo, compa­rados con los nuestros, tienen un precio inferior de al menos un quince por ciento... Eso es lo que está acabando con el pequeño comercio. Se encontraba en pleno ataque de desaliento. Su mujer, inquieta, lo miraba con ternura. A ella no le interesaban los negocios, todos aquellos números le daban dolor de cabeza y no entendía que nadie se preocupara tanto, con lo fácil que era reír y quererse. Sin embargo, si su marido tenía el empeño de vencer, para ella no había más que hablar: compartía su apasio­nada empresa y estaba dispuesta a morir tras el mostrador. -Pero ¿por qué no se ponen de acuerdo todos los fabrican­tes? -prosiguió Robineau, con vehemencia-. Podrían imponer­les su propia ley, en lugar de someterse. Gaujean, que había pedido otra ración de cordero, mastica­ba calmosamente. -¡Ah, por qué, por qué!... Los telares no pueden estar para­dos, ya se lo he dicho. Cuando se tienen factorías muy reparti­das, en los alrededores de Lyón, en Gard, en Isére, no se puede detener la producción ni un solo día sin padecer enor­mes pérdidas... Nosotros, que a veces empleamos destajistas con quince o veinte telares, podemos controlar mejor la pro­ducción, en lo tocante a las existencias; pero a los grandes manufactureros no les queda más remedio que dar salida continuamente a la mercancía y tener donde colocar todo lo que puedan, y lo más rápidamente posible... Y por eso los grandes almacenes los tienen de rodillas. Conozco yo a tres o cuatro que se pelean por sus encargos, que están dispuestos incluso a perder dinero con tal de conseguirlos. Y se resarcen con casas modestas, como ésta. Así es, existen gracias a ellos, pero ganan gracias a usted... ¡Sólo Dios sabe cómo acabará esta crisis! -¡Qué situación más odiosa! -concluyó Robineau, que, tras este estallido de ira, se sintió más aliviado. Denise escuchaba en silencio. Ella estaba, en secreto, a favor de los grandes almacenes, porque se lo dictaba su amor instin­tivo por la lógica y la vida. Todos callaban, mientras comían unas judías verdes en conserva. Finalmente, se arriesgó a decir con tono alegre: -¡En cambio, el público no se queja! La señora Robineau no pudo contener una risita, que mo­lestó sobremanera a su marido y a Gaujean. Qué duda cabía, los clientes estaban satisfechos, ya que a fin de cuentas, eran los clientes quienes se beneficiaban de la bajada de los precios. Pero todos tenían que vivir: ¿adónde iríamos a parar si, con la excusa de la felicidad general, se cebase a los consumidores a costa de los productores? Y se entabló una discusión. Denise aparentaba hablar en broma, pero aportaba argumentos con­tundentes: cuando desaparecían los agentes de los fabricantes, los representantes, los comisionistas, es decir, los intermedia­rios, esta circunstancia redundaba en gran proporción en el abaratamiento de los precios. Por lo demás, los fabricantes no podían ya vivir sin los grandes almacenes, pues en cuanto uno de ellos dejaba de tenerlos por clientes, la quiebra era inevita­ble. Por último, tal era la evolución natural del comercio, nadie podría impedir que las cosas sucedieran como debían suceder, y menos cuando todo el mundo, de grado o por fuer­za, contribuía a ello. -¿Así que está usted a favor de quienes la han puesto de pati­tas en la calle? -preguntó Gaujean. Denise se puso muy encarnada. Incluso ella estaba sorpren­dida de aquella vehemente defensa. ¿Qué albergaba, pues, su corazón, para que le ardiera semejante llama en el pecho? -¡Dios mío, claro que no! -contestó-. Quizá me equivoque; usted entiende más... Pero lo digo como lo pienso. Los precios ya no los fijan medio centenar de casas, como antes, sino tan sólo cuatro o cinco, que han logrado abaratarlos gracias a la cuantía de sus capitales y a la fuerza de su clientela... Pues mejor para el público, qué le vamos a hacer. Robineau no se enfadó. Se había quedado muy serio, con la vista clavada en el mantel. Él también había sentido a menudo el potente aliento del comercio moderno, aquella evolución de la que hablaba la joven; y, en los momentos de mayor luci­dez, se preguntaba por qué se empeñaba en oponerse a una corriente tan avasalladora, que se lo llevaba todo por delante. Incluso la señora Robineau, al ver a su marido meditabundo, aprobaba con la mirada a Denise, que había vuelto a su modes­to silencio. -Bueno -añadió Gaujean, queriendo atajar aquella conver­sación-, todo eso no son sino teorías... Volvamos a lo nuestro. Habían tomado el queso y la criada acababa de traer confitu­ras y peras. Gaujean se sirvió confitura y se la comió a cuchara­das, con su inconsciente glotonería de hombre grueso que no puede resistirse al azúcar. -Lo que tiene que hacer usted es batir en brecha esa París­Paraíso que ha sido su gran éxito de este año... He llegado a un acuerdo con varios colegas de Lyón y le traigo una oferta excepcional: una seda negra, una faya, que podrá vender a cinco cincuenta... Ellos venden la suya a cinco sesenta, ¿ver­dad? Pues bien, diez céntimos menos bastarán para hun­dirlos. A Robineau volvieron a iluminársele los ojos. En el estado de continuo sufrimiento nervioso en el que vivía, a menudo salta­ba así del temor a la esperanza. -¿Tiene usted una muestra? -preguntó. Y cuando Gaujean sacó de la cartera un retalito de seda, acabó de enardecerse y exclamó: -¡Pero si es mucho mejor que la París-Paraíso! En cualquier caso, tiene mucho más cuerpo y el grano es más grueso... Está usted en lo cierto, merece la pena intentarlo. Fíjese en lo que le digo: quiero verlos arrastrarse a mis pies, aunque sea lo últi­mo que haga. La señora Robineau, sumándose a aquel entusiasmo, opinó que la seda era magnífica. Incluso Denise creyó que el éxito estaba asegurado. La cena terminó pues con gran algazara. Todos hablaban muy alto, diríase que El Paraíso de las Damas estaba ya agonizando. Gaujean, mientras rebañaba el tarro de confitura, explicó los enormes sacrificios que iban a imponer­se sus colegas y él para poder suministrarle semejante tela a tan buen precio; pero estaban dispuestos a arruinarse, habían jurado acabar con los grandes almacenes. En el momento de servir el café, apareció Vinçard, con lo que creció el regocijo. Pasaba por allí y había entrado un momento a saludar a su sucesor. -¡Notable! -exclamó, palpando la seda-. ¡Los dejará usted en mantillas, se lo digo yo!... Ya me puede estar agradecido, ¿eh? ¿Acaso no le dije que ésta era una oportunidad de oro? Él acababa de comprar un restaurante en Vincennes. Era aquél un sueño antiguo, solapadamente meditado mientras intentaba salirse del comercio de la seda, con el temor de que nadie le comprara el negocio antes de la catástrofe, al tiempo que se juraba meter su humilde peculio en alguna empresa en la que resultara fácil robar. La idea del restaurante se le ocurrió tras asistir a la boda de un primo suyo. Siempre había salida para cuanto tenía que ver con el estómago. Les habían cobra­do diez francos por un agua de fregar en la que flotaban unos fideos. Y, al ver a los Robineau, la alegría de haberles endilgado un mal negocio, del que ya no esperaba deshacerse, dilataba aún más aquel rostro de ojos redondos, de boca grande y amis­tosa, rebosante de salud. -¿Qué tal sus dolores? -le preguntó, muy atenta, la señora Robineau. -¿Eh? ¿Mis dolores? -murmuró, sorprendido. -Sí, ese reuma que tanto lo hacía padecer cuando vivía aquí. El cayó en la cuenta y se ruborizó levemente. -¡Ah! Pues me sigue molestando mucho... Aunque el aire del campo, ya sabe usted... Pero qué más da, han hecho uste­des un gran negocio. Si no fuera por el reuma, me habría reti­rado antes de diez años con una renta de diez mil trancos... ¡palabra de honor! Quince días después, se entabló la lucha entre Robineau v El Paraíso de las Damas. Dio mucho que hablar y, durante una temporada, tuvo en vilo a todo el comercio parisino. Robineau, recurriendo a las mismas armas que su adversario, había pues­to anuncios en los periódicos. Además, cuidaba mucho la pre­sentación, apilaba en los escaparates montones altísimos de la famosa seda, la anunciaba con grandes pancartas blancas, en las que destacaba, en gigantescos números, el precio de cinco cincuenta. Era aquella cantidad la que tenía revolucionadas a las señoras: diez céntimos menos que en El Paraíso de las Damas, y la seda parecía más fuerte. Ya en los primeros días, acudió una oleada de clientes: la señora Marty, con la excusa de mostrarse ahorrativa, compró un vestido que no necesitaba; a la señora Bourdelais le gustó la tela, pero prefirió esperar, maliciándose sin duda lo que se avecinaba. La semana siguien­te, en efecto, Mouret bajó de golpe veinte céntimos la París­Paraíso y la puso a la venta a cinco francos cuarenta; había mantenido con Bourdoncle y los demás partícipes una acalora­da discusión para lograr convencerlos de que había que acep­tar la batalla, incluso a riesgo de vender más barato de lo que compraban: aquellos veinte céntimos eran una pérdida neta, puesto que ya estaban cobrando el precio de coste. Fue un duro golpe para Robineau, que no se esperaba que su rival bajara precios, pues aquellos suicidios en aras de la competen­cia, aquella forma de vender perdiendo dinero carecían aún de antecedentes. Y hubo un inmediato reflujo hacia la calle Neuve-Saint-Augustin de la oleada de clientes que había acudi­do, atraída por la ganga, al tiempo que la tienda de la calle Neuve-des-Petits-Champs se quedaba vacía. Gaujean acudió desde Lyón y, después de despavoridos conciliábulos, Robi­neau y él tomaron al fin una resolución heroica: rebajar el pre­cio de la seda y dejarla en cinco francos con treinta, cantidad por debajo de la cual nadie podría bajar sin correr el riesgo de cometer una locura. Al día siguiente, Mouret puso la tela a cinco con veinticinco. Y, a partir de ese momento, el enfrenta­miento fue rabioso: Robineau replicó con cinco francos y quin­ce céntimos; Mouret marcó el género a cinco con diez. Ya sólo peleaban por cinco céntimos de más o de menos, perdiendo considerables sumas cada vez que hacían ese regalo al público. Las clientes se regocijaban, contentísimas de aquel duelo, emo­cionadas al ver los golpes que se asestaban mutuamente las dos casas para ganarse su favor. Por fin, Mouret se arriesgó a poner la seda a cinco francos; todos los empleados de El Paraíso se quedaron lívidos y helados ante semejante desafío a la suerte. Robineau, aterrado, sin resuello, se detuvo también en cinco francos, sin atreverse a bajar más. Ambos adversarios se inmovi­lizaron en sus respectivas posiciones, cara a cara, en medio de un devastado campo de batalla. Mas, aunque tanto uno como otro habían logrado dejar el honor a salvo, la situación de Robineau no podía ser peor. El Paraíso de las Damas tenía reservas y una clientela, y ambas cosas le permitían equilibrar los beneficios; mientras que él, cuyo único apoyo era Gaujean, había quedado exhausto y no podía compensar las pérdidas con otros artículos, con lo que resbalaba cada día un poco más por la pendiente de la quiebra. Su temeridad le estaba costando la vida, pese a haber consegui­do abundante clientela durante las peripecias de la lucha. Lo atormentaba en secreto ver cómo dicha clientela lo iba aban­donando lentamente para regresar a El Paraíso, después de haber perdido tanto dinero y haber desplegado tantos esfuer­zos para conquistarla. Y, cierto día, se colmó su paciencia. Una cliente, la señora De Boves, había acudido a ver abrigos, pues Robineau había añadido a la sedería una sección de confecciones. No acababa de decidirse y se quejaba de la calidad de los tejidos. -La París-Paraíso tiene mucho más cuerpo -dijo, al fin. Robineau se contenía y le aseguraba que estaba en un error, con amabilidad de comerciante tanto más respetuoso cuanto que teme que se trasluzca su rebelión interna. -¡Pero fíjese en la seda de este tapado! -insistió ella-. Parece una telaraña... Por mucho que diga, caballero, la seda de cinco francos de El Paraíso parece cuero comparada con ésta. Robineau, con el rostro congestionado y los labios prietos, había dejado de contestarle. Precisamente se le había ocurrido el ingenioso truco de comprarle la seda para las confecciones a su rival. De este modo, era Mouret quien perdía dinero. Él se limitaba a cortar el orillo. -¿De veras cree la señora que la París-Paraíso es más tupida? -dijo a media voz. -¡Huy, cien veces más! -repuso la señora De Boves-. No tiene ni punto de comparación. Aquella injusticia de la cliente, que no cejaba en su despre­cio de la mercancía, lo colmaba de indignación. Y al seguir ella manoseando el tapado con cara de asco, un diminuto trozo del orillo azul y plata, que se había librado de las tijeras, asomó por debajo del forro. Entonces, Robineau no pudo contenerse más y confesó la verdad. Habría sido capaz de cualquier cosa: -Pues bien, señora, esta seda es la París-Paraíso. Yo mismo la compré, ¡como lo oye!... Fíjese en el orillo. La señora De Boves se fue, muy ofendida. Robineau perdió muchas clientes al correr la historia de boca en boca. Y, en medio de aquella ruina, cuando lo invadía el espanto del mañana, tan sólo temía por su mujer, que se había criado en una apacible felicidad y era incapaz de vivir en la pobreza. ¿Qué sería de ella si una catástrofe los dejaba en la calle, cargados de deudas? El tenía la culpa; nunca debería haber tocado aquellos sesenta mil francos. Y a ella no le quedaba más reme­dio que consolarlo. ¿Acaso aquel dinero no era tan suyo como de ella? Le bastaba con que él la quisiera y se lo daba todo: el corazón y la vida. Se los oía besarse en la trastienda. Poco a poco, se fue estableciendo un ritmo regular: las pérdidas cre­cían cada mes, despacio, demorando el fatal desenlace. Una tenaz esperanza los mantenía en pie, y seguían augurando la inminente derrota de El Paraíso de las Damas. -¡Bah! -decía Robineau-. Nosotros también somos jóve­nes... El futuro es nuestro. -Y, además, ¿qué nos importa? Has hecho lo que querías hacer -proseguía ella-. Con tal de que tú estés contento, yo también lo estoy, querido mío. Denise se iba encariñando con ellos al ver cuánto se querían. Estaba asustada; intuía la caída inevitable, pero ya no se atrevía a decir nada. Allí acabó de comprender la fuerza del comercio moderno y de entusiasmarse con aquel poder que estaba trans­formando París. Le iban madurando las ideas; tras la chiquilla indómita que había llegado un buen día desde Valognes, empezaba a aflorar un grácil encanto de mujer. Por lo demás, llevaba una vida muy tranquila, pese al cansancio y las apretu­ras de dinero. Tras pasarse el día a pie firme, tenía que volver a casa a toda prisa para ocuparse de Pépé, a quien el viejo Bou­rras, por fortuna, se empeñaba en seguir manteniendo. Pero tenía también otras tareas: lavar una camisa, coser una blusa. Sin contar con el alboroto del niño, que le hacía estallar la cabeza. Nunca se acostaba antes de las doce de la noche. El domingo era un día muy ajetreado: limpiaba el cuarto y daba un repaso a su ropa. Tenía tanto que hacer que, en muchas ocasiones, no se peinaba hasta las cinco de la tarde. Sin embar­go, se forzaba, sensatamente, a salir de vez en cuando: se lleva­ba al niño a dar un largo paseo a pie hasta Neuilly, y ambos dis­frutaban tomando allí un tazón de leche, en una vaquería en cuyo corral podían sentarse. Jean no participaba en aquellas excursiones; se dejaba ver de tarde en tarde, alguna noche entre semana, para esfumarse luego so pretexto de que tenía que hacer otras visitas. Ya no pedía dinero, pero llegaba siem­pre con unos aires tan melancólicos que su hermana, preocu­pada, siempre le tenía guardada una moneda de cinco francos. Aquél era el único lujo que se permitía. -¡Cinco francos! -exclamaba siempre Jean-. ¡Caray, qué buena eres!... Precisamente, la mujer del papelero... -Cállate -lo interrumpía Denise-. No hace falta que me cuentes nada. Pero él creía que lo acusaba de estar presumiendo. -¿No te digo que está casada con un papelero? ¡No sabes qué cosa más estupenda! Transcurrieron tres meses. Volvía la primavera. Denise no quiso volver a Joinville con Pauline y Baugé. A veces se encon­traba con ellos en la calle de Saint-Roch, al salir del comercio de Robineau. Pauline, durante uno de esos encuentros, le con­fesó que a lo mejor se casaba con su amante; era ella quien estaba demorando la boda, pues en El Paraíso de las Damas no gustaban mucho las dependientes casadas. Aquella ocurrencia sorprendió mucho a Denise y no supo qué aconsejar a su amiga. Un día que Colomban la había parado cerca de la fuen­te para hablarle de Clara, ésta cruzó la plaza en aquel preciso instante. Y Denise tuvo que salir huyendo, porque el joven le rogaba que preguntase a su antigua compañera si quería casar­se con él. Pero ¿qué les sucedía a todos? ¿Por qué pasar por aquellos malos ratos? Y opinaba que ella tenía mucha suerte de no estar enamorada de nadie. -¿Sabe ya la noticia? -le preguntó una noche el vendedor de paraguas, cuando volvió del trabajo. -No, señor Bourras. -Pues que los muy bribones han comprado el palacete de Duvillard... ¡Me tienen rodeado! Y movía los brazos como aspas de molino, presa de un ata­que de furia que alborotaba su blanca cabellera. -¡Un chanchullo de lo más enrevesado! -prosiguió-. ¡Al parecer, el palacete pertenecía al Banco de Crédito Inmobilia­rio, cuyo presidente, el barón Hartmann, acaba de cedérselo al dichoso Mouret!... Ahora me tienen cogido por la derecha, por la izquierda y por la espalda. Fíjese, igual que tengo yo agarra­do el puño de este bastón. ¿Lo ve? Era cierto, debían de haber firmado la cesión la víspera. La casucha de Bourras, encajonada entre El Paraíso de las Damas y el palacete de Duvillard, prendida en aquel hueco como un nido de golondrina en la grieta de un muro, parecía condenada a perecer aplastada por obra y gracia de los almacenes el día en que éstos se posesionasen del palacete; y ese día había llegado. El coloso había circunvalado el nimio obstáculo, lo tenía apresa­do entre sus cúmulos de mercancías, amenazaba con tragárselo, con sorberlo al tomar aire con la gigantesca fuerza de sus pul­mones. Bourras notaba el abrazo de tenaza que hacía crujir su local. Le parecía ver cómo mermaba. La espantosa máquina rugía tan fuerte ahora que temía que lo succionara y verse del otro lado de la pared, junto con sus paraguas y bastones. -¿Qué, los oye? -gritaba-. ¡Cualquiera diría que se están comiendo las paredes! Y en el sótano, y en la buhardilla... por todas partes se oye el mismo ruido de sierra cortando el yeso... ¡Qué más da! No pueden aplastarme como una hoja de papel. ¡De aquí no me muevo, aunque me revienten el techo y me cai­gan chuzos de punta en la cama! Fue entonces cuando Mouret decidió hacerle a Bourras nue­vas ofertas. Ahora había subido la cantidad; le compraban los fondos de comercio y la licencia de arrendamiento por cin­cuenta mil francos. Tal oferta duplicó la indignación del ancia­no, que la rechazó entre injurias. ¡Lo que le estarían robando a la gente aquellos bribones para poder pagar cincuenta mil francos por algo que no valía ni diez mil! Y defendía su tienda igual que una joven decente defiende su virtud, en nombre del honor y por respeto a sí mismo. Durante quince días, le llamó la atención a Denise ver a Bou­rras muy preocupado. No paraba de dar vueltas, medía las paredes de la casa, la miraba desde el centro de la calzada, poniendo cara de arquitecto. Y una buena mañana llegaron unos obreros. Era la batalla definitiva: había tenido la temera­ria ocurrencia de derrotar a El Paraíso de las Damas en su pro­pio terreno, haciendo concesiones al lujo moderno. Las clien­tes, que le reprochaban al local que era lóbrego, no podrían por menos de volver al verlo tan flamante. Primero, taparon las grietas y remozaron la fachada; luego, pintaron las maderas del escaparate de verde claro; llevaron incluso el boato hasta dorar la muestra. Los tres mil francos que Bourras tenía ahorrados como recurso para una necesidad suprema se esfumaron. El barrio, por lo demás, estaba revolucionado; la gente venía a ver al anciano en medio de aquel lujo; y él ni sabía dónde tenía la cabeza ni conseguía recobrar sus hábitos. Parecía hallarse en corral ajeno, barbudo, melenudo y aturullado en aquel fla­mante escenario, con aquel telón de fondo de colores suaves. Quienes pasaban por la acera de enfrente se quedaban pasma­dos al verlo bracear desordenadamente mientras tallaba los puños. Y él, con febril apresuramiento, temiendo ensuciar la tienda, naufragaba más y más en aquel comercio de lujo que le era tan poco familiar. Al igual que Robineau, Bourras había declarado la guerra a El Paraíso de las Damas. Acababa de lanzar su invento: el para­guas de cazoleta, que, más adelante, habría de hacerse popu­lar. Pero El Paraíso perfeccionó en el acto el invento. Enton­ces, se entabló la batalla de los precios. Bourras vendió un modelo que costaba un franco con noventa, de zanella, con montura de acero e irrompible, según rezaba la etiqueta. Aun­que el arma con la que él pretendía vencer a su competidor eran los puños: de bambú, de cornejo, de olivo, de arrayán, de mimbre, todas las variedades de puños que imaginarse pue­dan. El Paraíso, menos artístico, se esmeraba más en las telas, elogiaba sus alpacas y mohairs, sus sargas y sus tafetanes coci­dos. Los almacenes se alzaron con la victoria; el anciano, presa de desesperación, repetía que el arte se iba al garete, que ten­dría que dedicarse a tallar puños para entretenerse, sin espe­ranza de venderlos. -¡La culpa la tengo yo! -le decía a Denise, a voces-. ¿Cómo he podido vender esas birrias que cuestan un franco noven­ta?... Ahí tiene adónde pueden conducir las ideas modernas. ¡Si me hundo, lo tendré bien merecido por querer seguir el ejemplo de esos bandidos! El mes de julio fue muy caluroso. A Denise le resultaba insu­frible su exiguo cuartito, bajo el tejado de pizarra. De modo que, cuando salía de trabajar, recogía a Pépé en la tienda de Bourras y, en lugar de meterse en casa en seguida, se lo llevaba a tomar un poco el aire al jardín de las Tullerías, hasta la hora de cerrar las verjas. Un atardecer, cuando se encaminaba hacia los castaños, se quedó sobrecogida, pues le pareció que el hombre que se dirigía en derechura hacia ella, y se encontraba ya a pocos pasos, era Hutin. Luego el corazón empezó a latirle con violencia. Se trataba de Mouret, que había cenado en la orilla izquierda e iba a pie, y a buen paso, a casa de la señora Desforges. El brusco ademán de la joven para apartarse le llamó la atención. Y, aunque ya era casi de noche, la reconoció. -Así que es usted, señorita. Ella no contestó, confusa y turbada de que se hubiese digna­do detenerse. Él, sonriente, disimulaba su desasosiego bajo una expresión de paternal amabilidad. -¿Conque sigue usted en París? -Sí, señor -dijo ella, al fin. Retrocedía despacio, buscando el modo de despedirse para seguir el paseo. Pero él deshizo espontáneamente lo andado y la acompañó bajo las densas sombras de los frondosos casta­ños. Comenzaba a ceder el calor; a lo lejos se oía reír a unos niños, mientras corrían tras sus aros. -Es su hermano, ¿verdad? -volvió a preguntar él, mirando a Pépé. Este, al que intimidaba la inaudita compañía de un caballe­ro, caminaba muy serio junto a su hermana, dándole la mano. -Sí, señor -respondió ella de nuevo. Se había ruborizado, al acordarse de las abominables menti­ras de Marguerite y de Clara. Mouret debió de percatarse del motivo de aquel rubor, pues añadió con vehemencia: -Mire, señorita, le debo una disculpa... Sí, me hubiese gusta­do haberle dicho antes lo mucho que lamenté el error cometi­do con usted. Se la acusó con demasiada ligereza de cierta falta... En fin, el mal ya está hecho. Lo único que quería que supiera es que, en la actualidad, todo el mundo está al tanto en nuestros almacenes del afecto que usted profesa a sus her­manos... Y continuó hablando; hizo gala de una respetuosa cortesía que nunca empleaba con las dependientes de El Paraíso de las Damas. La turbación de Denise iba en aumento; pero el cora­zón le rebosaba de alegría. ¡Así que él sabía que nunca había pertenecido a nadie! Callaron ambos; él caminaba a su lado, acomodando el paso a los pasitos del niño; y los lejanos rumo­res de París se desvanecían bajo las oscuras sombras de los fron­dosos árboles -Sólo puedo ofrecerle un desagravio, señorita –prosiguió Mouret-. Por descontado que si desea usted volver con noso­tros... Denise lo interrumpió, rechazando la oferta con febril pre­mura. -No puedo, señor Mouret... Se lo agradezco pese a todo, pero ya estoy colocada en otra casa. Mouret estaba al tanto. No hacía mucho que le habían conta­do que trabajaba para Robineau. Y, sin alterarse, con un gratísi­mo trato de igual a igual, le habló de este último, cuyos méritos reconocía: un muchacho muy inteligente, aunque excesiva­mente nervioso. Estaba abocado a la catástrofe; Gaujean lo había embarcado en un asunto demasiado espinoso, que iba a acabar con ambos. Entonces Denise, dejándose llevar por aque­lla cordialidad, se mostró más abierta, dio a entender que, en la batalla que enfrentaba a los grandes almacenes y al pequeño comercio, ella estaba a favor de aquéllos. Se iba entusiasmando; daba ejemplos; demostraba estar al tanto del asunto; y aportaba incluso ideas propias, de gran alcance y originalidad. Mouret la escuchaba, encantado y sorprendido. Se volvía hacia ella, inten­tando distinguir sus rasgos en la creciente penumbra. Parecía la de siempre, vestida con sencillez y con la misma expresión dulce; pero de aquella modesta discreción brotaba un pene­trante aroma cuya fuerza se iba adueñando de él. No cabía duda de que aquella chiquilla se había amoldado al ambiente de París y se estaba convirtiendo en una mujer cautivadora, tan sensata, con aquel precioso pelo de grávida ternura... -Ya que está usted en nuestro bando -dijo Mouret, riendo-, ¿por qué sigue con nuestros adversarios?... Porque, según me han contado, está usted viviendo en casa de ese Bourras. ¿Me equivoco? -Una bellísima persona -murmuró Denise. -¡Quite, por Dios! ¡Un viejo chalado, un loco que quiere obligarme a dejarlo en el arroyo, cuando yo estoy dispuesto a pagar una fortuna para librarme de él!... Y, antes que nada, no debería usted vivir en esa casa, que tiene malísima fama y algu­nas inquilinas que... Pero, percatándose de la turbación de la joven, se apresuró a añadir: -En cualquier parte se puede ser decente. Y, cuando se es pobre, resulta, incluso, mucho más meritorio. Anduvieron otro trecho en silencio. Pépé parecía escuchar­los, con su expresión atenta de niño precoz. A ratos, alzaba los ojos para mirar a su hermana, sorprendido al notar que le ardía la mano, que leves estremecimientos agitaban. -¡Oiga! -añadió Mouret con tono alegre-. ¿Querría ser mi embajadora? Tenía intención de hacerle a Bourras mañana una oferta aún mayor: ochenta mil francos... Dígaselo usted primero, hágale ver que está cometiendo un suicidio. Quizá la escuche, ya que está encariñado con usted, y le haría un gran favor. -¡Acepto! -respondió Denise, sonriendo a su vez-. Transmi­tiré su recado, pero dudo mucho que tenga éxito. Volvió a reinar el silencio. Ninguno de los dos tenía ya nada que decir. Mouret intentó referirse al tío de Denise, pero desis­tió, al ver el malestar de la joven. Continuaron, sin embargo, paseando juntos hasta desembocar en un paseo donde todavía había luz, frente a la calle de Rivoli. Al salir de la penumbra de los árboles, fue como un brusco despertar. Mouret compren­dió que no podía seguir reteniéndola. -Buenas noches, señorita. -Buenas noches, señor Mouret. Pero no se iba. Al alzar los ojos, acababa de divisar, en la esquina de la calle de Alger, las ventanas iluminadas de la señora Desforges, que estaba esperándolo. Y se volvió hacia Denise, a la que ahora veía con claridad, en la palidez del crepúsculo: resultaba tan insignificante, en comparación con Henriette. ¿Por qué lograba caldearle así el corazón? No era sino un capri­cho estúpido. -Este muchachito parece muy cansado -añadió, por decir algo-. Y, por favor, recuerde que tiene usted las puertas de El Paraíso abiertas. Bastará con que llame a ellas y le daré todas las compensaciones que sea menester... Buenas noches, señorita. -Buenas noches, señor Mouret. Cuando Mouret se hubo marchado, Denise volvió a la oscu­ra sombra de los castaños. Durante largo rato caminó sin rumbo, entre los gruesos troncos, con la sangre quemándole las mejillas y aturdida por las confusas ideas que le zumbaban en la cabeza. Pépé, siempre colgado de su mano, estiraba las piernecitas para poder seguirla. Se había olvidado de él. -No andes tan deprisa, madrecita -le dijo al fin. Entonces, Denise se sentó en un banco; y el niño, cansado, se le durmió en el regazo. Denise lo sostenía, lo apretaba con­tra el seno virginal, con la mirada perdida en las hondas tinie­blas. Cuando, una hora más tarde, regresaron despacito a la calle de la Michodiére, había recuperado su apacible rostro de muchacha sensata. -¡Rediós! -le gritó Bourras, en cuanto la vio aparecer de lejos-. Ya es cosa hecha... El muy canalla de Mouret acaba de comprar mi casa. Estaba fuera de sí, forcejeaba él solo, en medio de la tienda, con desordenados gestos que ponían en peligro los escaparates. -¡Menudo sinvergüenza!... Me ha escrita el frutero ¿Y sabe por cuánto la ha vendido? ¡Por ciento cincuenta mil francos, cuatro veces más de lo que vale! ¡Otro que roba como le da la gana!... Imagínese que se ha valido de las reformas que yo hice, ha alegado que la finca estaba recién restaurada... Pero ¿es que no van a dejar nunca de tomarme el pelo? Se exasperaba al pensar que el frutero se había aprovechado de sus inversiones en enlucido y pintura. ¡Y ahora se encontra­ba con que Mouret era su casero y tendría que pagarle el alqui­ler a él! ¡En adelante, iba a vivir en casa de aquel enemigo al que tanto aborrecía! Semejante idea lo sacaba por completo de sus casillas. -Con razón los oía yo perforar la pared... ¡Puede decirse que ya están aquí, es como si me comiesen dentro del plato! Y daba puñetazos en el mostrador, con lo que vibraba toda la tienda y brincaban los paraguas y las sombrillas. Denise, aturullada, no había podido meter baza. Permanecía inmóvil, esperando el final del ataque; mientras, Pépé, muy can­sado, se había quedado dormido en una silla. Por fin, cuando Bourras se hubo calmado un poco, decidió que había llegado el momento de cumplir la misión que Mouret le había encomendado. No cabía duda de que el anciano estaba furioso, pero tanto aquel extremoso enfado como el callejón sin salida en el que se hallaba podían determinarlo a aceptar, contra todo pronóstico. -Precisamente me he encontrado con cierta persona -prin­cipió- que trabaja en El Paraíso y está muy bien informada... Al parecer, mañana tienen intención de ofrecerle a usted ochenta mil francos... Bourras la interrumpió con voz terrible: -¡Ochenta mil francos! ¡Ochenta mil francos!... ¡Ahora, ni por un millón! Denise intentó razonar con él. Pero, de repente, se inte­rrumpió y retrocedió, muy pálida, al abrirse la puerta de la tienda para dar paso a su tío Baudu, muy avejentado y con el rostro tan amarillo como siempre. Bourras, enardecido por su presencia, lo agarró por los botones del gabán y le gritó a la cara, sin dejarle articular palabra: -¿Sabe lo que me ofrecen esos indeseables? ¡Ochenta mil francos! ¡Fíjese a lo que han llegado, los muy bandidos! Se creen que estoy en venta, como una mujerzuela... ¡Ay, si se piensan que por haber comprado la casa me tienen cogido! ¡Pues se acabó, no la conseguirán! Antes, a lo mejor habría cedido. Pero, como ahora es suya, ¡que vengan por ella! -Entonces, ¿es cierto lo que dicen? -preguntó Baudu, con su voz calmosa-. Acaban de contármelo y venía para cerciorarme. -¡Ochenta mil francos! -repetía Bourras-. ¿Y por qué no cien mil? Lo que más me indigna es todo ese dinero. ¿Acaso creen que si me pagan me volveré un pillo?... ¡No conseguirán la casa, rediós! En jamás de los jamases, ¿me oye? Denise rompió su mutismo para decir, con tono sosegado: -La conseguirán dentro de nueve años, cuando expire el contrato de arrendamiento. Y, aunque estaba presente su tío, conminó al anciano a que aceptara. Aquel enfrentamiento no podía seguir; estaba luchando contra una fuerza superior. Si estaba en su sano jui­cio, era imposible que rechazara la fortuna que le ofrecían. Pero él seguía contestando que no. Dentro de nueve años, tenía la esperanza de haberse muerto ya, para no tener que presenciar todo aquello. -¿La oye usted, señor Baudu? -prosiguió-. Su sobrina está con ellos; le han encargado el cometido de corromperme... ¡A fe mía que está con esos bandidos! Hasta ese momento, el tío parecía no haberse fijado en Denise. Tenía la cabeza erguida con el mismo gesto hosco que adoptaba cuando la veía pasar desde el umbral de su tienda. Pero, esta vez, se volvió despacio, la miró y le temblaron los gruesos labios. -Ya lo sé -respondió a media voz. Y continuó mirándola. Denise apenas podía contener las lágrimas al ver cuánto lo habían cambiado los disgustos. A él lo corroía el sordo remordimiento de no haberla socorrido y se acordaba, quizá, de la miseria de la que acababa de salir. Mas, al ver a Pépé dormido en la silla, entre las voces, pareció con­moverse -Denise -dijo, sencillamente-, ven mañana con el niño a cenar... Mi mujer y Geneviéve me han pedido que te invitase si te veía. La joven se puso muy encarnada y le dio un beso. Y, según se iba Baudu, Bourras, feliz por aquella reconciliación, añadió, a voces: -A ver si la enmienda. No es mala chica... Yen lo que a mí se refiere, el día en que se hunda la casa, me encontrarán debajo de los escombros. -Nuestras casas ya se están hundiendo, vecino -dijo Baudu, con acento sombrío-. Con todos nosotros dentro. VIII Entre tanto, en el barrio no se hablaba más que de la ancha arteria que iban a abrir desde el nuevo teatro de la ópera hasta la Bolsa e iba a llamarse calle de Le Dix-Décembre. Ya estaban falladas las expropiaciones, y dos cuadrillas habían empezado a trabajar en ambos extremos de la perforación; una de ellas derribaba los antañones palacetes de la calle de Louis-le-Grand mientras la otra demolía las delgadas paredes del antiguo tea­tro de Le Vaudeville; podía oírse cómo se acercaban progresi­vamente los picos, y las calles de Choiseul y la de la Michodiére vivían pendientes, con apasionado interés, de sus edificios con­denados. Antes de quince días, la perforación los destriparía, dejando en su lugar una ancha entalladura por donde habían de entrar a raudales el sol y el bullicio. Pero lo que tenía aún más soliviantado al barrio eran las obras de El Paraíso de las Damas. Se hablaba de considerables ampliaciones, de unos almacenes enormes, con sendas fa­chadas a las calles de la Michodiére, Neuve-Saint-Augustin y Monsigny. A lo que decían, Mouret había llegado a un acuer­do con el barón Hartmann, presidente del Banco de Crédito Inmobiliario, para ocupar la manzana entera, con la única excepción de la futura fachada de la calle de Le Dix-Décem­bre, de la que quería disponer el barón para hacerle la compe­tencia al Gran Hotel. El Paraíso compraba todos los traspasos, y, por doquier, cerraban los comercios y los inquilinos se mu­daban. En cuanto los edificios se quedaban vacíos, un ejército de obreros comenzaba a acondicionarlos, entre nubes de ye­so. La única que seguía inalterable e intacta en medio de aquella conmoción era la estrecha y humilde casa del viejo Bourras, tozudamente aferrada a los muros colindantes, cubiertos de albañiles. Al día siguiente, iba Denise con Pépé a casa de su tío cuando se encontró con que una fila de carros, de los que estaban des­cargando ladrillos, tenía cortada la calle delante del antiguo palacete de Duvillard. De pie en el umbral de la tienda, Baudu contemplaba el espectáculo con sombría mirada. A medida que iba creciendo El Paraíso de las Damas, daba la impresión de que El Viejo Elbeuf se achicaba. A la joven le parecieron los escaparates más negros, más agobiados debido a la escasa altu­ra del entresuelo, cuyos redondos vanos recordaban los de una cárcel; la humedad había desteñido aún más el viejo rótulo verde y, de arriba abajo, la fachada plomiza parecía estar mer­mando y rezumaba desamparo. -Ya estáis aquí -dijo Baudu-. ¡Tened cuidado! Serían capa­ces de pasar por encima de vuestros cadáveres. Al entrar en la tienda, a Denise se le encogió una vez más el corazón. La encontraba más sombría, aún más sumida en el sopor de la ruina; en las esquinas vacías se ahondaban tenebro­sos huecos; el polvo había invadido los mostradores y los casi­lleros; y de los fardos de paño, que ya nadie movía, subía un olor a sótano invadido de salitre. Tras la caja, estaban sentadas la señora Baudu y Geneviéve, mudas y quietas, como metidas en un rincón de soledad al que nadie acudía a molestarlas. La madre hacía dobladillos a unos paños de cocina. La hija, con las manos en el regazo, miraba al vacío. -Buenas tardes, tía -dijo Denise-. Me alegro mucho de vol­ver a verla y le ruego que me perdone si la he disgustado. La señora Baudu la besó, muy enternecida. -Mi pobre niña -le respondió-, más alegre me encontrarías si no tuviera más disgustos que los que tú me puedas dar. -Buenas tardes, prima -siguió diciendo Denise, tomando la delantera en besar a Geneviéve en ambas mejillas. Esta pareció despertarse, sobresaltada. Le devolvió los besos sin acertar a decir palabra alguna. Ambas mujeres auparon luego a Pépé, que les tendía los bracitos. Y la reconciliación fue completa. -Bien, ya son las seis. Sentémonos a la mesa -dijo Baudu-. ¿Por qué no has traído a jean? -Pero si iba a venir -murmuró Denise, apurada-. Lo he visto esta misma mañana y me prometió formalmente que... Más vale no esperarlo. Lo habrá retrasado su maestro. Se temía cualquier historia fantástica y quería disculparlo de antemano. -Entonces, sentémonos a la mesa -repitió el tío. Luego, volviéndose hacia el oscuro fondo de la tienda, dijo: -Colomban, puedes cenar con nosotros. No creo que entre nadie. Denise no había visto al dependiente La tía le explicó que no les había quedado más remedio que despedir al otro depen­diente y a la señorita. Los negocios iban tan mal que con Colomban bastaba. Y, aun así, el joven se pasaba las horas muertas sin hacer nada, atontado, sumido en la modorra con los ojos abiertos. Aunque corrían los días largos del verano, estaba encendido el gas en el comedor. Cuando entró, Denise sintió un leve esca­lofrío al notar en los hombros el frescor que brotaba de las paredes. Allí seguían la mesa redonda, los cubiertos y los platos encima del hule, la ventana por donde entraban el aire y la luz del fondo maloliente del alto y estrecho patinillo. Le parecía que todo aquello, al igual que la tienda, estaba lloroso y aún más sombrío que antes. -Padre -dijo Geneviéve, molesta por Denise-, ¿le parece a usted que cierre la ventana? No huele muy bien que diga­mos. El padre, que no notaba el olor, pareció sorprenderse. -Ciérrala si quieres -acabó por responderle-. Pero nos va­mos a ahogar. Tenía razón. Fue una cena familiar muy sencilla. Tras servir­les la criada el cocido, a continuación de la sopa, el tío no pudo por menos de empezar a hablar del vecino de enfrente. Al principio, hizo gala de gran tolerancia, consintiendo en que su sobrina tuviera otra opinión. -Por descontado que eres muy dueña de defender esos comercios infames... Cada cual es libre de opinar lo que guste, muchacha... Si no estás asqueada después de haberte echado a la calle de mala manera, será que tienes muy buenas razones para que te agraden. Y mira, incluso si volvieras a trabajar enfrente, no te lo tendría en cuenta... ¿Verdad que aquí nadie se lo tendría en cuenta? -Desde luego que no -dijo, muy bajo, la señora Baudu. Denise expuso sus razones sin alterarse, como se las exponía a Robineau: la lógica evolución del comercio, las exigencias de los tiempos modernos, la grandeza de esos nuevos hallazgos y, por fin, el creciente bienestar del público. Baudu la escuchaba con los ojos muy abiertos y un mohín en los labios; era eviden­te que tenía el entendimiento en tensión. Luego, al concluir su sobrina, movió la cabeza: -Todo eso son fantasmagorías... El comercio es el comercio, y sanseacabó... Sí, claro, admito que les va bien, pero nada más... Durante mucho tiempo, pensé que se darían un bataca­zo. Lo estuve esperando, armándome de paciencia, ¿te acuer­das? Pero no ha sido así. Al parecer, hoy en día son los ladrones los que se hacen ricos, mientras que las personas honradas mueren en la miseria... A eso hemos llegado, y no me queda más remedio que admitir los hechos. Y los admito, qué caram­ba, los admito... Poco a poco, se iba apoderando de él una sorda ira. De pronto, enarboló el tenedor. -¡Pero El Viejo Elbeuf no hará ninguna concesión!... Ya se lo he dicho a Bourras, ¿sabes?: «Vecino, está usted pactando con los charlatanes y sus colorines son una vergüenza». -Come -lo interrumpió la señora Baudu, preocupada al verlo tan alterado. -Espera, que quiero que mi sobrina tenga muy claro mi lema... óyelo bien, muchacha: yo soy como esta jarra, inamovi­ble. ¿Que les va bien? ¡Allá ellos! Yo protesto, y nada más. La criada trajo el asado de ternera. Baudu lo cortó con tem­blorosas manos; había perdido la capacidad de calcular a ojo y la autoridad con que calibraba las raciones. La conciencia de su fracaso lo privaba de su antiguo aplomo de dueño respeta­do. Pépé había creído que el tío estaba enfadado y, para tran­quilizarlo, le dieron sin más demora el postre, unas galletas que le pusieron delante del plato. Entonces, el tío bajó la voz e intentó cambiar de conversación. Durante un rato, habló de las demoliciones, aprobando la calle de Le Dix-Décembre, cuyo trazado iba, sin duda, a incrementar el comercio en el barrio. Pero otra vez volvió a sacar a colación El Paraíso de las Damas. Todo se lo recordaba; era una obsesión enfermiza. El yeso se metía por todas partes; no se vendía nada desde que las carretas con materiales de construcción tenían cortada la calle. Y, además, un local tan grande iba a resultar ridículo. Las clien­tes se perderían en él. Iba a parecer el Mercado Central. Y, pese a las miradas suplicantes de su mujer, pese a los esfuerzos de ésta, pasó de las obras a la recaudación de los almacenes. Costaba creerlo. En menos de cuatro años habían quintuplica­do los ingresos: según el último balance, de los ocho millones del principio habían pasado a cuarenta. Una locura, vamos, algo inaudito y contra la que no se podía ya luchar. El caso era que seguían creciendo y engordando. Ahora tenían ya mil empleados, y anunciaban veintiocho departamentos. Eran sobre todo aquellos veintiocho departamentos los que lo po­nían fuera de sí. Por fuerza debían de haber desdoblado algu­nos; pero otros eran completamente nuevos: por ejemplo, un departamento de muebles y un bazar. ¿A quién le cabía en la cabeza? ¡Un bazar! Estaba visto que esa gente no le hacía ascos a nada; acabarían por poner una pescadería. El tío, al tiempo que se jactaba de respetar las opiniones de Denise, acababa por adoctrinarla. -Con franqueza, no puedes defenderlos. ¿Me imaginas a mí añadiendo un departamento de cazuelas a mi comercio de paños? ¿Eh? ¿A que dirías que estoy loco? Al menos, reconoce que no les tienes demasiada ley. La joven se limitó a sonreír, violenta, comprendiendo cuán inútiles resultaban sus ponderados argumentos. Su tío siguió diciendo: -Vamos, que estás de su lado. Dejemos el tema porque es inútil que volvamos a reñir por su culpa. ¡Sería el colmo que se interpusieran entre mi familia y yo!... Entra otra vez a trabajar con ellos, si es tu gusto, pero te prohíbo que me vuelvas a dar la lata hablándome de esa gente. Se hizo un silencio. La antigua violencia de Baudu se había aplacado en resignación febril. Como el calor era asfixiante en el estrecho comedor, que recalentaba la luz de gas, la criada tuvo que abrir otra vez la ventana; y un soplo de húmeda pesti­lencia pasó por la mesa, donde habían aparecido unas patatas salteadas. Todos se sirvieron despacio, sin despegar los labios. -¡Mira, fíjate en estos dos! -prosiguió Baudu, señalando con el cuchillo a Geneviéve y Colomban-. ¡Pregúntales si le tienen mucho cariño a ese Paraíso de las Damas tuyo Sentados uno junto al otro, en el mismo lugar en el que lleva­ban doce años reuniéndose dos veces al día, Colomban y Gene­viéve comían con moderación. No habían dicho una palabra. Él exageraba la ruda bonachonería del rostro y parecía ocultar tras los párpados semientornados la llama interior que lo con­sumía; mientras que ella, con la cabeza aún más doblada por el peso de la cabellera, demasiado abundante, permanecía apáti­ca, como si la desgarrase un sufrimiento oculto. -El último año ha sido desastroso -explicaba el tío-. No ha quedado más remedio que retrasar la boda... Y no por gusto. Pregúntales lo que opinan de tus amigos, anda. Denise, para seguirle la corriente, interrogó a ambos jó­venes. -No puedo sentir simpatía por ellos, prima -repuso Gene­viéve-. Pero estáte tranquila, que no todo el mundo los odia. Y miraba a Colomban, que, con expresión absorta, estaba haciendo una bola con una miga de pan. Cuando notó clava­dos en él los ojos de la joven, pronunció palabras airadas: -¡Menuda tienda de sinvergüenzas!... ¡Todos a cual más bri­bón!... ¡Lo que se dice una maldición para el barrio! -¡Ya lo oís! ¡Ya lo oís! -exclamaba Baudu, encantado-. ¡A éste no lo engatusarán nunca! ¡Eres el último en pensar así, hijo! ¡Ya no queda gente como tú! Pero Geneviéve, muy seria, con cara de dolor, no apartaba los ojos de Colomban y ahondaba con ellos hasta el corazón del joven; él, turbado, redoblaba las imprecaciones. La señora Baudu, que estaba sentada enfrente, miraba ora a uno, ora a otro, preocupada y silenciosa, como si intuyese que de ahí les había de venir otra desgracia. La melancolía de su hija llevaba ya tiempo asustándola; la sentía morir. -La tienda está sola -dijo por fin, levantándose de la mesa con el ansia de que concluyera la escena-. Vaya a ver, Colom­ban, me ha parecido oír que entraba alguien. Todos habían terminado y se pusieron de pie. Baudu y Colomban fueron a hablar con un corredor que venía a pedir instrucciones. La señora Baudu se llevó consigo a Pépé para enseñarle unas estampas. La criada había levantado los mante­les con presteza y Denise se demoraba cerca de la ventana, distraída, mirando el patinillo, cuando, al volverse, vio que Gene­viéve no se había movido del sitio, con los ojos clavados en el hule, húmedo aún tras haberle pasado una esponja. -¿No te encuentras bien, prima? -le dijo. La joven no respondió; miraba atentamente, con obstinados ojos, un roto del hule, como si la absorbieran por completo los pensamientos a los que andaba dando vueltas. Luego, alzó tra­bajosamente la cabeza y se fijó en el compasivo rostro que se inclinaba hacia el suyo. ¿Se habían ido los demás? ¿Qué hacía sentada en aquella silla? Y, de repente, la ahogaron los sollozos y apoyó la frente contra el filo de la mesa. Lloraba, empapán­dose de lágrimas la manga. -¡Dios mío! ¿Qué te sucede? -exclamó Denise, trastornada-. ¿Quieres que llame a alguien? Geneviéve le había asido nerviosamente el brazo. La sujeta­ba, balbuciendo: -¡No, no! ¡Quédate'.... ¡Que no se entere mamá!... No me importa que tú me veas; pero los demás, no; los demás, no... Te juro que es sin querer. Ha sido al verme sola... Espera, ya me siento mejor, ya no lloro más. Y le volvían los ataques de llanto, cuyos hondos escalofríos reco­rrían su cuerpo menudo. La masa de negros cabellos parecía aplastarle la nuca. Con el rodar de la sufriente cabeza sobre los brazos doblados, se desprendió una horquilla y la cabellera fluyó cuello abajo, sepultando a la joven en su negrura. Entre tanto, Denise, sin hacer ruido por miedo a llamar la atención, intentaba aliviarla. Le desabrochó el vestido y se quedó consternada al ver aquella enfermiza delgadez: la pobre muchacha tenía el pecho hundido de una niña, el anonadamiento de una virgen consumi­da de anemia. Denise le alzó los cabellos con ambas manos, aque­llos magníficos cabellos que parecían chuparle la vida; luego, los recogió con firmeza para que no la agobiasen y pudiera respirar. -Gracias; eres muy buena -decía Geneviéve-. Qué flaca estoy, ¿verdad? Antes era más llenita, pero se me ha ido todo... Abróchame el vestido, que no quiero que mamá me vea los hombros. Los tapo todo lo que puedo. ¡Dios mío! No estoy bien... no estoy bien... Pero el ataque se iba calmando. Geneviéve seguía sentada, rendida, mirando fijamente a su prima. Y, al cabo de un rato de silencio, le preguntó: -Dime la verdad. ¿Está enamorado de ella? Denise notó que se le subía el rubor a las mejillas. Había comprendido a la perfección que se refería a Colomban y a Clara. Pero fingió sorprenderse. -¿De quién me hablas, primita? Geneviéve movía la cabeza con expresión de incredulidad. -No me mientas, por favor. Ten la caridad de proporcionar­me al fin una certidumbre... Me da el corazón que tienes que estar enterada. Sí, has sido compañera de trabajo de esa mujer y yo he visto a Colomban ir detrás de ti, hablarte en voz baja. Te daba recados para ella, ¿verdad?... Ay, por lo que más quieras, dime la verdad; te juro que para mí será un alivio. Nunca se había sentido Denise tan apurada. Bajaba la vista ante aquella niña que nunca decía nada, pero que lo adivinaba todo. No obstante, tuvo fuerzas para seguir engañándola. -¡Pero si es de ti de quien está enamorado! Entonces, Geneviéve hizo un ademán de desesperación. -Está bien, no quieres decirme nada... Además, me da lo mismo. Los he visto. El sale continuamente a la acera para mirarla. Y ella, allá arriba, se muere de risa... Estoy segura de que se ven en otro sitio. -¡Eso sí que no, te lo juro! -exclamó Denise, olvidando sus pro­pósitos, llevada por el deseo de aportarle al menos ese consuelo. La joven respiró hondo y sonrió débilmente. Luego dijo, con débil voz de convaleciente: -Querría un vaso de agua... Disculpa la molestia. Mira, ahí, en el aparador. Y cuando Denise le dio la jarra, bebió de un trago un vaso lleno, apartando a su prima con la mano para que ésta, teme­rosa de que le sentara mal, no se lo impidiese. -No, no, déjame. Siempre tengo sed... De noche, me levanto a beber agua. Hubo otro silencio. Geneviéve siguió diciendo con voz lenta y baja: -Es que ¿sabes?, llevo diez años hecha a la idea de ese matri­monio. Aún iba vestida de corto v Colomban era ya para mí... Y no me acuerdo de cómo se fueron trabando las cosas. A fuerza de vivir siempre juntos, de estar aquí metidos, uno junto al otro, sin que nunca nos distrajera nada, debí de acabar por creerme antes de tiempo que ya era mi marido. No sabía si lo quería; yo era su mujer, y ya está... ¡Yahora quiere irse con otra! ¡Ay, Dios mío! Se me parte el corazón. Es un sufrimiento que nunca había sentido antes, ¿sabes? Me empieza en el pecho y en la cabeza y, luego, me recorre todo el cuerpo y es como si me fuera a morir. Le volvían a fluir las lágrimas. Denise, a quien también se le humedecían los ojos de compasión, le preguntó: -¿Sospecha algo la tía? -Sí, creo que mamá lo sospecha... Pero papá está tan ofusca­do.. No sabe el disgusto que me da al retrasar la boda.. Mamá me ha hecho preguntas en varias ocasiones. Se preocupa al verme tan apagada. Ella nunca ha sido fuerte y me ha dicho muchas veces: «Pobre hija mía, ¡qué poquita cosa te hice! ». Y, además, metida en esta tienda no se medra mucho. Pero ya le debe de estar pareciendo que me he quedado demasiado flaca... ¡Mira qué brazos! No son de recibo. Había vuelto a coger la jarra con mano temblorosa. Su prima quiso impedir que bebiera. -No, déjame, tengo tanta sed... Se oyó la voz de Baudu. Entonces, cediendo a un impulso que le salió del alma, Denise se arrodilló y rodeó a Geneviéve con fraternales brazos. La besaba, le juraba que todo iría bien, que se casaría con Colomban, que se curaría y sería feliz. Se incorporó a toda prisa porque su tío la llamaba. -Ven, que ha llegado Jean. Era, efectivamente, Jean que, muy azorado, venía a cenar. Cuando le dijeron que estaban dando las ocho, se quedó con la boca abierta. Imposible; si acababa de salir del taller... Los demás bromearon: debía de ser que había dado un rodeo por el bosque de Vincennes. Pero, en cuanto pudo acercarse a su hermana, le dijo muy bajo: -Es que una chiquita que es lavandera tenía que llevar la ropa... He dejado esperando un coche de alquiler. Dame cinco francos. Salió un instante y volvió para cenar, porque la señora Baudu no podía consentir que se fuera sin haber tomado, al menos, un plato de sopa. Geneviéve había vuelto a la tienda, silenciosa y ausente, como de costumbre. Colomban estaba tras uno de los mostradores, medio dormido. La velada transcurrió triste y lenta, sin más distracción que el ruido de pasos del tío, que andaba arriba y abajo por la tienda vacía. Sólo estaba encendida una de las lámparas de gas; la sombra del techo bajo caía a paletadas, como la tierra negra de una fosa. Pasaron los meses. Denise entraba casi todos los días para animar durante un rato a Geneviéve. Pero la tristeza iba en aumento en casa de los Baudu. Las obras de la acera de enfren­te seguían siendo un tormento continuo que acrecentaba su mala suerte. Incluso cuando se les presentaba una hora de esperanza, una alegría inesperada, el estrépito de un carreta de ladrillos, el de la sierra de un tallista de piedra o, sin más, las voces de un albañil, bastaban para amargársela en el acto. Por lo demás, las obras tenían conmocionado a todo el barrio. El estruendo de una febril actividad salía de las vallas de tablones que se extendían, entorpeciendo el paso, a lo largo de las tres calles. Aunque el arquitecto aprovechaba los edificios anterio­res, los abría por los cuatro costados para acondicionarlos; y, en el centro, en el hueco de los patios, estaban construyendo una galería central del tamaño de una iglesia, que había de desembocar en una puerta principal, situada en el centro de la fachada de la calle Neuve-Saint-Augustin. En un principio, la construcción de los sótanos había supuesto grandes dificulta­des, pues los obreros habían topado con filtraciones de las alcantarillas y tierra de acarreo repleta de osamentas humanas. Más adelante, la perforación del pozo fue motivo de gran preocupación para las casas vecinas: se trataba de un pozo de cien metros, con un futuro caudal de quinientos litros por minuto. Los muros tenían ya la altura de un primer piso; los andamios y las armazones de maderos cercaban toda la manzana; se oía el constante chirriar de los tornos que izaban los sillares, el brus­co estrépito de las planchas de hierro al descargarlas, el clamor de aquella aglomeración de obreros, que acompañaba un ruido de picos y martillos. Pero lo que ensordecía sobre todo a los vecinos era la trepidación de las máquinas. Todas funciona­ban a vapor; agudos pitidos desgarraban el aire. Y, al tiempo, la menor ráfaga de viento alzaba una nube de yeso que remonta­ba el vuelo e iba a posarse en los tejados de los alrededores, como una nevada. Los Baudu, desesperados, veían cómo aquel implacable polvillo se colaba por doquier; atravesaba las tabla­zones más herméticas; en la tienda, ensuciaba los paños; y se les metía, incluso, debajo de la cama. Les envenenaba la exis­tencia el pensamiento de que, cada vez que respiraban, se lo tragaban sin querer, de que acabaría por matarlos. Por si fuera poco, la situación empeoró aún más. En septiem­bre, el arquitecto, temeroso de no cumplir los plazos, tomó la decisión de seguir trabajando durante la noche. Colocaron potentes focos eléctricos y el estruendo fue ya permanente. Las cuadrillas se iban turnando; los martillos no se detenían nunca; las máquinas silbaban de continuo; parecía que el clamor, que no remitía nunca, alzaba y esparcía el yeso. Entonces los Baudu, en el colmo de la irritación, tuvieron que renunciar incluso a pegar ojo. La alcoba en la que dormían trepidaba; no bien los amodorraba el cansancio, los ruidos se convertían en pesadillas. Se levantaban, pues, descalzos, para calmar aquel febril estado, y, si se les ocurría levantar una cortina, los espan­taba la visión de El Paraíso de las Damas relumbrando en lo hondo de las tinieblas como una colosal fragua donde se estu­viera forjando su ruina. Rodeados de muros a medio construir, en los que abiertos vanos daban al vacío, los focos eléctricos proyectaban anchas franjas de luz azul de cegadora intensidad. Daban las dos de la mañana; luego, las tres; luego, las cuatro. Y, entre el perturbado sueño del barrio, el tajo, que agigantaba aquella claridad lunar, parecía colosal y fantástico; bullían por él negras sombras, fragorosos obreros cuyas siluetas gesticula­ban contra la cruda blancura de las paredes nuevas. Ya lo había anunciado Baudu: era aquél un nuevo y terrible golpe para el pequeño comercio de las calles colindantes. Cada vez que El Paraíso de las Damas inauguraba un nuevo departa­mento, hundía a unos cuantos comerciantes del vecindario. El desastre iba en aumento; va se oían crujir los cimientos de algunas de las casas de más solera. La señorita Tatin, la lencera del pasaje de Choiseul, acababa de declararse en quiebra; a Quinette, el guantero, apenas si le quedaban seis meses de vida; los peleteros Vanpouille se habían visto obligados a suba­rrendar en parte sus locales; y si Bédoré Hermanos, los calcete­ros, seguían aguantando en la calle de Gaillon, era, claro está, porque se estaban gastando el peculio amasado en tiempos mejores. Y ahora iban a sumarse nuevas ruinas a las que ya lle­vaban mucho anunciadas: el bazar de El Paraíso era una ame­naza para Desligniéres, el dueño del de la calle de Saint-Roch, un hombre robusto y de temperamento sanguíneo. Y el depar­tamento de muebles perjudicaba a los Piot y Rivoire, cuyos establecimientos se cobijaban en la sombra del pasaje de Sain­te-Arene. Se temía incluso que le diera una apoplejía al dueño del bazar, pues se hallaba en un estado de rabia continuo al ver que El Paraíso anunciaba un treinta por ciento de descuento en los monederos. Los mueblistas, más sosegados, hacían como que se burlaban de aquellos horteras metidos a vender mesas y armarios; pero ya estaban perdiendo clientela, y el éxito del departamento prometía ser grandioso. Todo estaba consumado; había que doblar el espinazo. Tras ellos, desapare­cerían otros; y no había razón alguna para que no se vieran expulsados de sus mostradores todos los comerciantes, uno tras otro. Día había de llegar en que la techumbre de El Paraí­so abarcase todo el barrio. Ahora, cuando, mañana y tarde, entraban y salían los mil empleados, formaban una hilera tan larga en la plaza de Gai­llon que la gente se paraba a mirarlos, igual que si desfilara un regimiento. Abarrotaban las aceras durante diez minutos; y los comerciantes, en el umbral de sus puertas, pensaban en su dependiente único, que no sabían ya cómo mantener. Tam­bién el último balance de los grandes almacenes, aquellos cua­renta millones de recaudación, había revolucionado al vecin­dario. Corría la voz de casa en casa, entre exclamaciones de sorpresa o de ira. ¡Cuarenta millones! ¡Era inconcebible! Por descontado que, con aquellos considerables gastos generales y aquel sistema de vender barato, las ganancias netas debían de ser, como mucho, del cuatro por ciento. Pero un millón seis­cientos mil francos de ganancias seguía siendo una bonita suma. Quien operara con semejantes capitales, se podía permi­tir conformarse con el cuatro por ciento. Se decía que el primi­tivo capital de Mouret, los primeros quinientos mil francos, a los que había que sumar todos los años la totalidad de los bene­ficios, un capital que, en aquellos momentos, debía de rondar ya los cuatro millones, había pasado diez veces por los mostra­dores, convertido en mercancías. Cuando, después de comer, Robineau se entregaba a semejantes cálculos delante de Deni­se, se quedaba agobiado, por unos instantes, con los ojos clava­dos en el plato vacío. Tenía razón la joven: la fuerza de aquel nuevo comercio residía en esa constante renovación del capi­tal. El único que seguía negando los hechos era Bourras, que se empecinaba, con necia soberbia, tan imperturbable como un poste. ¡Un hatajo de ladrones, y nada más! ¡Unos embuste­ros! ¡Unos charlatanes, que acabarían en el arroyo el día menos pensado! Los Baudu, no obstante, pese a su voluntad de no alterar en absoluto los hábitos de El Viejo Elbeuf, intentaban seguir com­pitiendo. Al no acudir ya la clientela, se esforzaron en llegar hasta ella por mediación de los corredores. Había entonces en París un corredor en plaza que se relacionaba con todos los sas­tres importantes y era la salvación de las casas pequeñas de paños y franelas, cuando tenía a bien representarlas. Por consi­guiente, todo el mundo se lo disputaba y se había convertido en un auténtico personaje; Baudu regateó con él y tuvo el dis­gusto de ver cómo llegaba a un acuerdo con los Matignon, de la calle de La-Croix-des-Petits-Champs. A continuación, lo esta­faron dos corredores seguidos; otro más resultó ser un hombre honrado, pero sin iniciativa alguna. Era una muerte lenta, sin sobresaltos, un aminoramiento continuo del negocio, un goteo de clientes perdidas. Llegó el día en que casi no pudie­ron ya hacer frente a los vencimientos. Hasta entonces, habían vivido de lo que tenían ahorrado; ahora, empezaron a contraer deudas. En diciembre, Baudu, horrorizado por la cantidad de pagarés que había firmado, se resignó al más cruel de los sacri­ficios: vendió su casa de campo de Rambouillet, un edificio que le salía muy caro en continuas reparaciones y cuyo alquiler ni siquiera había conseguido cobrar el día en que se decidió a sacarle una rentabilidad. Aquella venta acababa con el único sueño de su vida; y le sangraba el corazón, como tras la pérdida de un ser querido. Tuvo que dejarla en setenta mil francos, con lo que perdió más de doscientos mil. Y tuvo, además, que consi­derarse afortunado de que se la quisieran comprar sus vecinos, los Lhomme, que se decidieron a ello movidos por el deseo de ver crecer sus tierras. Esos setenta mil francos sostendrían el comercio aún por algún tiempo. Pese a todos los fracasos ante­riores, renacía el espíritu de lucha: ahora, actuando con orden y concierto, quizá fuera posible vencer. El domingo en que los Lhomme pagaron a los Baudu, acce­dieron a cenar en El Viejo Elbeuf. La señora Aurélie se presen­tó la primera; hubo que esperar al cajero, que llegó tarde, atur­dido por toda una tarde de música. En cuanto al joven Albert, no apareció pese a haber aceptado la invitación. Fue, por lo demás, una velada poco grata. A los Baudu, que vivían sin aire en lo hondo de su estrecho comedor, les resultó penosa la ráfa­ga que traía consigo el disperso círculo de familia de los Lhom­me y su gusto por la vida independiente. Geneviéve, herida ante los modales de emperador de la señora Aurélie, no despe­gó los labios; entre tanto, Colomban la admiraba, estremecido al pensar que mandaba en Clara. Por la noche, antes de meterse en la cama, en la que ya se había acostado su mujer, Baudu estuvo mucho rato dando paseos por la habitación. No hacía frío, sino un tiempo húme­do, de deshielo. Fuera, pese a las ventanas cerradas y las corti­nas echadas, se oía el ronquido de las máquinas de las obras de enfrente. -¿Sabes lo que estoy pensando, Elisabeth? -dijo, por fin-. Pues que, por mucho dinero que ganen esos Lhomme, yo pre­fiero estar en mi pellejo que en el de ellos... Les va bien, es cier­to. La señora nos ha dicho que este año había salido casi por veinte mil francos, ¿verdad? Y, por tanto, ha podido permitirse quedarse con mi pobrecita casa. ¡Pues me da igual! Yo me habré quedado sin casa, pero, por lo menos, no ando con mi instrumento, por un lado, mientras tú te vas de picos pardos por otro... Mira, yo creo que es imposible que sean felices. Todavía tenía reciente el dolor del sacrificio y guardaba ren­cor a aquellas personas que le habían comprado su sueño. Al pasar cerca de la cama, se inclinaba hacia su mujer, gesticu­lando; luego, al regresar junto a la ventana, callaba por un momento y escuchaba el clamor de las obras. Y volvía a sus anti­guas acusaciones, a sus desesperados lamentos acerca de los tiempos nuevos; nunca se había visto nada igual, que los de­pendientes ganasen ahora más que los comerciantes, que los cajeros comprasen sus propiedades a los dueños de un nego­cio. Y por eso todo se estaba viniendo abajo, ya no existía la familia y la gente vivía de pensión, en vez de cenar en casa de uno, como Dios manda. Y acabó profetizando que el joven Albert tendría que vender la propiedad de Rambouillet para pagar las deudas que contrajera en compañía de actrices. La señora Baudu lo escuchaba, con la cabeza enderezada sobre la almohada, tan pálida que la cara y la tela eran del mismo color. -Te han pagado -dijo al fin, con voz queda. El comentario dejó mudo a Baudu. Caminó durante unos instantes mirando al suelo. Luego, siguió diciendo: -Me han pagado, es cierto. Y, a fin de cuentas, su dinero es tan bueno como cualquier otro... Tendría gracia que levantáse­mos la casa con ese dinero. ¡Ay, si yo no estuviera tan viejo y tan cansado! Reinó un prolongado silencio. Inconcretos proyectos se adueñaban de la imaginación del pañero. De pronto, su mujer rompió a hablar, mirando al techo, sin mover la cabeza. -¿Te has fijado en tu hija últimamente? -No -dijo él. -Pues me tiene algo preocupada... Está cada día más pálida, parece cada vez más desesperanzada. Baudu, de pie junto a la cama, se mostraba muy sorpren­dido. -¡Anda! Y eso ¿por qué?... Si está enferma, debería decirlo. Habrá que avisar al médico mañana. La señora Baudu seguía inmóvil. Dejó transcurrir un minuto largo y se limitó a declarar, con su habitual tono ponderado: -A mí me parece que valdría más casarla de una vez con Colomban. Él la miró y siguió paseando. Se iba acordando de ciertas cosas. ¿Sería posible que su hija estuviera enfermando por culpa del dependiente? ¿Así que lo quería tanto? ¿Tanto que no podía esperar más? ¡Otro disgusto! Y que lo trastornaba tanto más cuanto que él tenía unas ideas muy firmes respecto a esa boda. En modo alguno le habría gustado que se celebrase en las actuales condiciones. Y, sin embargo, la preocupación lo tornaba menos intransigente. -Está bien -dijo al fin-. Hablaré con Colomban. Y, sin añadir nada más, siguió con el paseo. A su mujer no tardaron en cerrársele los ojos. Dormía, palidísima, como una muerta. Y él seguía caminando. Antes de acostarse, apartó las cortinas y lanzó una ojeada a la calle; en la acera de enfrente, por el hueco de las ventanas del palacete de Duvillard, se podía ver el tajo en el que iban y venían los obreros entre la cegadora luz de los focos eléctricos. A la mañana siguiente, sin más demora, Baudu se llevó a Colomban al fondo del estrecho almacén del entresuelo. La víspera, había decidido lo que iba a decirle. -Muchacho -empezó-, ya sabes que he vendido mi propie­dad de Rambouillet, lo que va a permitirnos dar un empujón al negocio... Pero, antes de nada, querría tener una conversación contigo. El joven, que parecía tenerle miedo a aquella charla, estaba a la expectativa, con cara de apuro. Le guiñaban los ojillos en el carnoso rostro y se había quedado con la boca entreabierta, signo inequívoco en él de honda turbación. -¡Óyeme bien! -siguió diciendo el pañero-. Cuando el tío Hauchecorne me dejó esta tienda, El Viejo Elbeuf era una casa próspera. A él se la había dejado antes el dueño anterior, Finet, también en buenas condiciones... Ya sabes cómo pienso: si entregase este legado de familia a mis hijos en peor estado, me parecería que estaba cometiendo una mala acción. Y por eso he ido retrasando tu boda con Geneviéve... Me obstinaba, sí, tenía la esperanza de recobrar la prosperidad de antaño; que­ría ponerte delante los libros y decirte: «¡Aquí tienes! El año en que entré yo en este comercio, vendimos tantos y cuantos metros de paño; el año en que lo dejo, hemos vendido diez mil o veinte mil francos más...». En fin, ya me entiendes, una promesa que me había hecho a mí mismo; el natural deseo de probarme que la casa no había ido a menos en mis manos. Por­que, en caso contrario, me parecería que os estaba robando. La emoción le ahogaba la voz. Se sonó, para reponerse, y. preguntó: -¿No dices nada? Pero Colomban no tenía nada que decir. Asentía con la cabeza y esperaba, cada vez más azarado, pues intuía adónde quería llegar el dueño. Se acercaba el momento de la boda. ¿Cómo negarse a ella? Nunca tendría fuerza suficiente para hacerlo. Y había otra mujer, esa con la que soñaba de noche, mientras le abrasaba la carne un ardor tan grande que se echaba desnudo sobre los baldosines por temor a que lo ma­tara. -Ahora nos ha llegado un dinero que puede salvarnos -pro­siguió Baudu-. La situación empeora día a día, pero es posible que, haciendo un supremo esfuerzo... En fin, quería advertírte­lo. Vamos a arriesgar el todo por el todo. Si perdemos la bata­lla, pues nos enterrarán... Lo que pasa, mi pobre muchacho, es que con esto se va a volver a retrasar vuestra boda, porque no quiero arrojaros solos a esa refriega. Sería una cobardía dema­siado grande, ¿verdad? Colomban se sentó, con alivio, en unas piezas de muletón. Le seguían temblando las piernas. Por temor a que se le notase la satisfacción, seguía con la cabeza gacha, trenzando y destren­zando los dedos encima de las rodillas. -¿No dices nada? -volvió a preguntar Baudu. No, no decía nada, no se le ocurría nada. Entonces, el pañe­ro siguió hablando, despacio: -Estaba seguro de que te ibas a disgustar... Tienes que ser valiente. Anímate un poco, no te quedes tan abatido... Ante todo, quiero que entiendas bien mi postura. ¿Puedo, acaso, ataros al cuello una piedra tan pesada? En vez de dejaros un negocio fructífero, os iba a dejar, a lo mejor, una quiebra. No, sólo un tunante se atreve a algo así... Por supuesto que lo que más deseo es que seáis dichosos, pero nadie me hará ir en con­tra de mi conciencia. Siguió largo rato diciendo cosas semejantes, enredándose en frases contradictorias, como un hombre que quiere que lo entiendan aunque hable a medias y que le fuercen la mano. Él había prometido la hija y la tienda, y la estricta probidad lo obligaba a entregar las dos en buen estado, sin taras ni deudas. Pero estaba cansado; la carga le resultaba pesada en exceso; tras los balbuceos se adivinaban las súplicas. Le brotaban de los labios palabras cada vez más confusas; esperaba de Colomban un impulso, un grito del corazón, que no llegaba. -Ya sé que los viejos pecamos de tibieza -murmuraba-. Los jóvenes ponen ardor en las cosas. Es natural, son fogosos... ¡Pero no, no, palabra de honor que no puedo! Si cediera para complaceros, me lo echaríais en cara más adelante. Calló, tembloroso; y, como el joven seguía con la cabeza gacha, le preguntó por tercera vez, tras un penoso silencio: -¿No dices nada? Colomban respondió al fin sin mirarlo: -No hay nada que decir... Usted es el que manda y sabe más que todos nosotros juntos. Ya que así lo quiere, esperaremos, intentaremos ser sensatos. Ya no había nada que hacer. Baudu tenía aún la esperanza de que se le arrojara en los brazos, exclamando: «Descanse, padre; ahora nos toca luchar a nosotros. ¡Dénos la tienda tal y como está para que hagamos el milagro de salvarla! ». Luego, lo miró y sintió que lo invadía la vergüenza. Se acusó para sus adentros de haber pretendido estafar a sus hijos. Volvía a des­pertarse en él la antigua y puntillosa honradez de comerciante. El que estaba en lo cierto era aquel prudente muchacho, por­que en el comercio no cuentan los sentimientos; sólo los números. -Dame un abrazo, hijo -dijo a guisa de conclusión-. Está decidido; no volveremos a hablar de boda hasta dentro de un año. Las cosas serias, primero. Cuando, por la noche, en su cuarto, la señora Baudu pre­guntó a su marido el resultado de la charla con Colomban, éste había recuperado ya su obstinado propósito de luchar en per­sona hasta el final. Se deshizo en elogios de Colomban: un muchacho de fiar, de ideas firmes, educado, por lo demás, según los buenos principios, incapaz, por ejemplo, de andar de broma con las clientes, como lo hacían los lechuguinos de El Paraíso. No, él era honrado, como de la familia, incapaz de jugar con el comercio como si fuera un valor bursátil. -Y, entonces, la boda ¿para cuándo? -preguntó la señora Baudu. -Más adelante -repuso él-, cuando yo esté en condiciones de mantener mis promesas. Su mujer no hizo ni un gesto. Se limitó a decir: -Pues nuestra hija se morirá. Baudu se contuvo, encrespado de ira. ¡Era él quien acabaría por morirse si seguían trastornándolo continuamente de aque­lla forma! ¿Qué culpa tenía? Quería a su hija, daría su sangre por ella. Pero, si la casa no tiraba, no dependía de él que tirase. Geneviéve debía ser algo más sensata y tener paciencia hasta que mejorase el balance. ¡Qué demonios! Tenía a Colomban a mano y nadie se lo iba a robar. -¡Parece mentira! -repetía-. ¡Una muchacha tan bien edu­cada! La señora Baudu no dijo nada más. No cabía duda de que había adivinado los celos que torturaban a Geneviéve; pero no se atrevió a sincerarse con su marido. Un singular pudor feme­nino le había impedido siempre tratar con él determinados temas tocantes a los afectos más tiernos. Baudu, al ver que no decía nada, volvió su ira hacia los de enfrente. Alzaba los puños, amenazando al vacío; los blandía hacia el tajo en el que, aquella noche, estaban instalando, con gran fragor de martilla­zos, unas armazones metálicas. Denise iba a volver a trabajar en El Paraíso de las Damas. Se había dado cuenta de que a los Robineau no les quedaba más remedio que prescindir de su personal, pero que no sabían cómo despedirla. Para poder seguir en la brecha, tenían que hacerse cargo de todo sin ayuda. Gaujean, empecinado en su rencor, seguía alargando el vencimiento de los créditos y había prometido, incluso, conseguirles fondos. Pero el miedo se había apoderado de ellos. Querían orden y ahorro. Denise estuvo quince días notando una tirantez. Tuvo que sacar ella el tema a colación, decir que tenía otro trabajo. Y ellos sintieron un gran alivio. La señora Robineau la abrazó y la besó, muy emocionada, jurando que siempre la echaría de menos. Luego, cuando, respondiendo a una pregunta, la joven dijo que volvía con Mouret, Robineau se puso pálido. -¡Hace usted muy bien! -exclamó con violenta vehemencia. Era menos fácil comunicarle la noticia al viejo Bourras. No obstante, Denise tenía que decirle que dejaba la habitación. Y temía aquel trance, porque seguía estándole muy agradecida. Precisamente en esos días, Bourras, sumido por los cuatro cos­tados en el estruendo de las obras vecinas, vivía en un continuo enfado. Las carretas de material le obstruían la puerta de la tienda; los picos le golpeaban las paredes; todo cuanto había en la tienda, todos los paraguas y los bastones, brincaba con el golpeteo de los martillos. Parecía como si aquel cuchitril, que se mantenía obstinadamente en pie entre tantos derribos, fuera a partirse en dos. Y lo peor era que, para unir los departa­mentos ya existentes con los que estaban instalando en el anti­guo palacete de Duvillard, el arquitecto había tenido la ocu­rrencia de excavar un pasadizo por debajo de la casucha que los separaba. Como dicha casa pertenecía a la sociedad Mouret y Cía y, en las cláusulas del arrendamiento, figuraba que el inquilino tenía la obligación de permitir las obras de repara­ción, una buena mañana se presentaron los albañiles. Bourras estuvo a punto de sufrir un ataque. ¿No era ya bastante que lo estuvieran asfixiando por todos lados, a derecha, a izquierda, por detrás? ¡Tenían, además, que atacarlo por los pies, que qui­tarle el suelo de debajo de las plantas! Expulsó a los obreros y fue a pleito. Tenía que apechar con las reparaciones, bien esta­ba. ¡Pero aquéllas eran obras de embellecimiento! En el barrio opinaban que iba a ganar, pero no ponían la mano en el fuego. Sea como fuere, el pleito se anunciaba largo y todo el mundo sentía un apasionado interés por aquel inacabable duelo. El día en que Denise decidió decirle, al fin, que se iba, Bou­rras regresaba, precisamente, de ver a su abogado. -¡No se lo va a creer! -le dijo a voces-. Ahora dicen que la casa no es segura y pretenden dar por sentado que hay que rehacer los cimientos... ¡Pardiez! ¿A quién le va a asombrar que esté a punto de venirse abajo, con todos los vaivenes que le están dando sus condenadas máquinas? Luego, cuando la joven le anunció que dejaba la habitación, que volvía a El Paraíso, con un sueldo de mil francos, se quedó tan sobrecogido que se limitó a alzar al cielo las viejas y temblo­rosas manos. La conmoción lo hizo desplomarse en una silla. -¡Usted! ¡Usted! -balbució-. Así que estoy solo; nada más quedo yo. Al cabo de un silencio, preguntó: -¿Y el niño? -Vuelve a casa de la señora Gras -contestó Denise-. Estaba muy encariñada con él. Callaron de nuevo. Denise hubiera preferido que se enfure­ciera, que lanzase juramentos y diese puñetazos. La desconso­laba ver a aquel anciano ofuscado y hundido. Pero, poco a poco, se iba reponiendo y va volvía a dar voces. -A ver quién es el guapo que rechaza mil francos... Todos acabarán por ahí. ¡Pues váyase y déjeme solo! Sí, solo, ¿se ente­ra? Siempre quedará uno que no agache la cabeza. Y dígales que pienso ganar el pleito, aunque, para ello, tenga que que­darme hasta sin camisa. Denise no dejaba a Robineau hasta finales del mes. Había vuelto a ver a Mouret y todo estaba ya arreglado. Una noche, estaba a punto de entrar en casa cuando Deloche, que la ace­chaba bajo el dintel de una entrada de carruajes, la detuvo al pasar. Se alegraba mucho; acababa de enterarse de la gran noticia; a lo que decía, todo el mundo, en los almacenes, habla­ba del asunto. Y le contó jovialmente los chismorreos de las secciones. -¡No sabe la cara que han puesto las señoritas de confec­ción! Se interrumpió, para decir, acto seguido: -Por cierto, ¿se acuerda de Clara Prunaire? Pues, a lo que dicen, el patrón y ella... Vamos, ya me entiende. Se había ruborizado. Denise, muy pálida, exclamó: -¡El señor Mouret! -Qué mal gusto, ¿verdad? -añadió él-. Una mujer que pare­ce un caballo... La chiquita de la lencería, con la que estuvo dos veces el año pasado, era agradable por lo menos. En fin, allá él. Ya en su habitación, Denise se sintió desfallecer. Debía de ser que había subido las escaleras demasiado deprisa. Acodada en la ventana, se le presentó de pronto una visión de Valognes, de la desierta calle con los adoquines cubiertos de musgo que veía desde su cuarto de niña. Y la invadió una necesidad de volver a vivir allí, de refugiarse en la paz y el olvido provincianos. París la irritaba; aborrecía El Paraíso de las Damas; no entendía ya por qué había accedido a volver a trabajar allí. Con toda seguri­dad, seguiría sufriendo en aquel sitio; ya estaba sufriendo, con desconocido malestar, desde que Deloche le había contado aquellas historias. Y entonces, sin motivo alguno, un ataque de llanto la obligó a retirarse de la ventana. Lloró mucho rato y recuperó hasta cierto punto el valor de enfrentarse con la vida. Al día siguiente, Robineau la envió a hacer un recado a la hora de comer; al pasar por delante de El Viejo Elbeuf, entró, al ver a Colomban solo en la tienda. Los Baudu almorzaban; del fondo del pequeño comedor llegaba ruido de tenedores. -Puede usted entrar -dijo el dependiente-. Están co­miendo. Pero ella lo hizo callar, se lo llevó a un rincón y le dijo, bajan­do la voz: -Es con usted con quien quiero hablar... ¿Es que no tiene corazón? ¿Es que no se da cuenta de que Geneviéve lo quiere a usted y de que ese amor la va a matar? Temblaba de pies a cabeza; la fiebre de la víspera se había vuelto a apoderar de ella. Colomban, sorprendido y asustado ante aquel brusco ataque, no atinaba a decir palabra. -¿Me está oyendo? -prosiguió Denise-. Geneviéve sabe que está usted enamorado de otra. Me lo ha dicho; y con unos sollozos que partían el alma... ¡Pobre niña! Le aseguro que se ha quedado en los huesos. ¡Si hubiera usted visto qué bracitos! Para echarse a llorar... No me diga que la va a dejar morirse. Colomban habló por fin, completamente trastornado. -Pero si no está enferma. ¡Está usted exagerando! Yo no he visto que... Y además es su padre quien retrasa la boda. Denise le hizo ver con rudeza que no era cierto. Se había dado perfecta cuenta de que bastaría con que el joven insistie­ra lo más mínimo para que su tío capitulase. Pero la sorpresa de Colomban no era fingida: era cierto que no se había fijado en la lenta agonía de Geneviéve. La revelación le resultó muy poco grata. El hecho de no saberlo le había evitado hacerse excesivos reproches. -¿Y todo por quién? -seguía diciendo Denise-. Por una cual­quiera... Si es que usted no sabe de quién se ha ido a enamorar. Hasta ahora, no quise disgustarlo e hice cuanto pude por res­ponder a sus continuas preguntas... Pero ahora le digo que esa mujer se va con todo el que se le pone por delante, que se ríe de usted, que nunca la conseguirá; y si la consigue, será de la misma forma que los demás, una sola vez, de pasada. El la escuchaba, muy pálido; y con cada frase que Denise le arrojaba a la cara, apretando los dientes, le temblaban breve­mente los labios. Ella, poseída de crueldad, cedía a un furioso arrebato del que no era consciente. -Y entérese bien -exclamó para concluir-: está con el señor Mouret. Se le había quebrado la voz y se puso aún más pálida que él. Ambos se miraron. Luego, él balbució: -La quiero. Y, entonces, Denise se sintió avergonzada. ¿Por qué le habla­ba así a aquel muchacho? ¿Por qué se había exaltado de aque­lla forma? Se quedó muda; la sencilla frase que Colomban aca­baba de pronunciar le retumbaba en el corazón como un leja­no tañido de campana que la ensordecía: «La quiero, la quie­ro» y que iba amplificándose. El joven tenía razón; era imposible que se casara con otra. Denise se dio la vuelta y, al hacerlo, divisó a Geneviéve en el umbral del comedor. -¡Cállese! -dijo a toda prisa. Pero era demasiado tarde. Geneviéve debía de haberlo oído. Tenía el rostro exangüe. En ese preciso momento entró una cliente, la señora Bourdelais, una de las últimas en mantenerse fieles a El Viejo Elbeuf, en donde encontraba telas fuertes y duraderas. Hacía ya mucho que la señora De Boves se había ido a El Paraíso, siguiendo la moda. E incluso la propia señora Marty había dejado de venir, totalmente rendida a la seducción de los escaparates de la acera de enfrente. A Geneviéve no le quedó más remedio que salirle al encuentro y preguntarle con su voz sin inflexiones: -¿Qué desea la señora? La señora Bourdelais quería ver franelas. Colomban bajó una pieza de uno de los casillero y Geneviéve desplegó el tejido para que la cliente lo examinara. Se hallaban ambos uno junto al otro tras el mostrador, con las manos frías. En aquel momen­to salía Baudu del comedor, en el que ya no quedaba nadie, en pos de su mujer, que fue a sentarse en el banco que había tras la caja. Pero, al principio, no intervino en la venta. Le había lanzado una sonrisa a Denise y se había quedado de pie, miran­do a la señora Bourdelais. -No es muy fuerte que digamos -estaba diciendo ésta-. Enséñeme la más recia que tenga. Colomban bajó otra pieza. Hubo un silencio. La señora Bourdelais examinaba la tela. -¿Cuánto vale? -Seis francos, señora -respondió Geneviéve. La cliente hizo un gesto brusco. -¡Seis francos! Pero si la tienen igual enfrente a cinco fran­cos. A Baudu se le contrajo levemente el rostro. No pudo resistir y terció muy cortésmente en la conversación: la señora debía de estar equivocada; el precio real de aquel género era de seis francos con cincuenta. Era imposible que nadie lo diera por cinco francos. Tenía que tratarse de un género diferente. -No, no -repetía la cliente, con la cabezonería de una bur­guesa que se las da de entendida-. Es la misma tela. Y puede que sea incluso más gruesa. Y la discusión acabó por agriarse. Baudu, con la bilis tiñén­dole el rostro, se esforzaba en no perder la sonrisa. La amargu­ra que le inspiraba El Paraíso le agarrotaba la garganta. -La verdad es que van a tener ustedes que tratarme mejor -acabó por decir la señora Bourdelais-, porque, si no, me iré a comprar enfrente, como todas las demás. Entonces, Baudu perdió la cabeza y voceó, estremecido de ira reprimida: -¡Pues váyase usted a comprar enfrente! Al oír esto, la señora se puso en pie, muy ofendida, y se fue sin mirar atrás, al tiempo que respondía: -Eso es lo que voy a hacer, caballero. Reinó la estupefacción. El violento arrebato del dueño había sobrecogido a todos. Él mismo se había quedado pasmado y tembloroso tras decir aquellas palabras. La frase se le había escapado a pesar suyo, en un estallido del rencor que llevaba tanto tiempo acumulando. Y, ahora, los Baudu, inmóviles, con los brazos caídos, seguían con la vista a la señora Bourdelais y miraban cómo cruzaba la calle. Les parecía que, al irse, se lleva­ba consigo su última oportunidad. Cuando entró, con su paso tranquilo, por la alta puerta de El Paraíso, cuando vieron cómo se la tragaba la muchedumbre, sintieron algo parecido a un desgarro. -¡Otra cliente que se nos llevan! -susurró el pañero. Luego, volviéndose hacia Denise, de cuya vuelta al trabajo ya estaba enterado, añadió: -También tú vuelves a ser de los suyos... No te guardo ren­cor, ¿sabes? Como tienen el dinero, son los más fuertes. Fue entonces cuando Denise le dijo por lo bajo a Geneviéve, pues aún no había perdido la esperanza de que ésta no hubie­ra podido oír a Colomban: -Sí que te quiere; alégrate un poco. Pero la joven le respondió muy quedo, con voz quebrada: -¿Por qué me mientes?... ¡Míralo! Si no puede dejar de mirar hacia allá arriba... Bien sé que ésos me lo han robado, como nos lo roban todo. Se había sentado en el banco de la caja, al lado de su madre. Esta debía de haber adivinado el nuevo golpe que había recibi­do la joven, pues sus consternados ojos fueron de ella a Colomban, para volver a posarse, a continuación, en El Paraíso. Era verdad que les estaban robando todo: al padre, la fortuna; a la madre, su hija, moribunda; a la hija, un marido al que llevaba esperando diez años. Al mirar a aquella familia condenada, Denise, con el corazón rebosante de lástima, pensó, por un momento, que no era buena. ¿Acaso no iba a volver a contri­buir al funcionamiento de aquella máquina que aplastaba a los desventurados? Pero era como si la arrastrase una fuerza y sen­tía que no hacía nada malo. -¡Bah! -dijo Baudu para darse ánimos-. No nos vamos a morir por esto. Si ésta se va, ya vendrán otras... Óyeme, Denise: tengo yo aquí setenta mil francos que le van a quitar el sueño a ese Mouret tuyo... A ver, vosotros, ¡fuera esas caras de duelo! No pudo alegrarlos y volvió a caer también en una lívida consternación. Y ninguno conseguía apartar la vista del mons­truo, que los atraía, que los poseía, que se nutría hasta hartarse con su desdicha. Las obras se hallaban a punto de concluir; la fachada estaba ya libre de andamios y quedaba por completo a la vista uno de los planos del colosal edificio, en cuyos blancos muros se abrían amplios y límpidos escaparates. En aquel pre­ciso instante, había delante de la salida del servicio de envíos, al borde de la acera por la que, al fin, se podía transitar, una hilera de ocho carruajes que unos mozos iban cargando por turno. La luz del sol enfilaba la calle, y uno de sus rayos hacía espejear los paneles verdes, con sus letras amarillas y rojas en relieve, que proyectaban destellos cegadores hasta lo más hondo de El Viejo Elbeuf. Los cocheros ataviados de negro, de porte correctísimo, refrenaban los magníficos tiros, y los caba­llos sacudían los frenos plateados. No bien se llenaba un carruaje, el estrépito de las ruedas sobre los adoquines estre­mecía las tiendecitas del vecindario. Entonces, viendo aquel desfile triunfal que tenían que sopor­tar dos veces al día, a los Baudu se les partió el corazón. El padre notaba que le fallaban las fuerzas y se preguntaba adón­de podía ir a parar aquel continuo flujo de mercancías. Mien­tras, la madre, a la que enfermaba el tormento de la hija, seguía mirando sin ver, con los ojos anegados en gruesas lágrimas. IX Aquel lunes, 14 de marzo, El Paraíso de las Damas inauguraba los nuevos almacenes con la gran exposición de las novedades de verano, que iba a durar tres días. Fuera, soplaba un agrio cierzo, y los transeúntes, asombrados ante aquel regreso del invierno, pasaban deprisa, abrochándose el gabán. Entre tanto, fermentaba una gran conmoción en los comercios de los alrededores. Podían verse, pegados a las lunas de los escapara­tes, los rostros pálidos de los pequeños comerciantes, que lleva­ban la cuenta de los primeros coches que se detenían ante la nueva puerta principal. Daba dicha puerta a la calle Neuve­Saint-Augustin; y era tan alta y tan honda como el pórtico de una iglesia. La remataba un grupo escultórico: la Industria y el Comercio dándose la mano en medio de una compleja abun­dancia de atributos, y se cobijaba bajo una ancha marquesina, cuyos flamantes dorados parecían iluminar las aceras con un rayo de sol. A ambos lados, corrían fas fachadas, aún de un blanco crudo, que doblaban luego hacia las calles de Monsigny v de la Michodière y ocupaban toda la manzana, salvo uno de los lados de la calle de Le-Dix-Décembre, en el que el Banco de Crédito Inmobiliario iba a edificar. Cuando los pequeños comerciantes alzaban la vista para abarcar, en toda su longitud, aquel edificio con dimensiones de cuartel, divisaban un cúmu­lo de mercancías a través de las lunas que franqueaban los loca­les al paso de la luz desde la planta baja hasta la segunda. Y aquella gigantesca mole cúbica, aquel bazar colosal, al taparles el cielo, les parecía culpable hasta cierto punto del frío que los hacía tiritar tras sus gélidos mostradores. En tanto, Mouret, que había hecho acto de presencia a las seis de la mañana, estaba dando las últimas órdenes. En el cen­tro de los almacenes, siguiendo el mismo eje que la puerta principal, una larga galería los cruzaba de punta a punta; la flanqueaban, a derecha e izquierda, dos galerías más estrechas: la galería Monsigny y la galería Michodiére Los patios de luces se habían convertido en patios acristalados; se alzaban desde la planta baja unas escaleras de hierro y, en ambos pisos, unas pasarelas salvaban el vacío, de lado a lado. El arquitecto, un hombre joven, casualmente inteligente y prendado de los tiem­pos modernos, no había recurrido a la piedra sino para los sótanos y los pilares de esquina, y había puesto en pie todo un esqueleto de hierro, en el que vigas y viguetas se asentaban en columnas. Las bovedillas que soportaban los suelos y los tabi­ques de las divisiones interiores eran de ladrillo. Se había gana­do espacio por doquier; el aire y la luz tenían entrada franca; el público transitaba a sus anchas bajo los atrevidos arcos de las elevadas techumbres. Aquel eclificio era la catedral del comercio moderno resistente y airosa, construido para todo un pueblo de compradoras. Abajo, en la galería central, nada más dejar atrás las oportunidades de la puerta, estaban las corbatas, los guantes y la seda. La ropa blanca y el ruán ocupaban la gale­ría Monsigny; y en la galería Michodiére se hallaban la merce­ría, la calcetería, los paños y los géneros de lana. Luego, en la primera planta, estaban la confección, la lencería, los chales, los encajes y otros departamentos nuevos; pero habían despla­zado a la segunda planta la ropa de cama, las alfombras, la tapi­cería y todos los artículos de gran tamaño y manejo dificultoso. Ahora había treinta y nueve departamentos y mil ochocientos empleados, de los cuales doscientos eran mujeres. En la retumbante y vital actividad de las elevadas naves metálicas crecía todo un universo. Mouret tenía como única pasión la de imponerse a la mujer. Quería que fuera la reina de su casa, le había construido aquel templo para tenerla a su merced en él. En eso consistía su tácti­ca, en embriagarla con galantes atenciones para poder traficar con sus deseos y explotar sus febriles impulsos. Cavilaba, pues, noche y día para dar con nuevos hallazgos. Había instalado, hacía tiempo, dos ascensores tapizados de terciopelo acolchado para evitar a las damas delicadas el cansancio de subir de piso en piso. Acababa de abrir ahora un ambigú en donde se servían gratuitamente refrescos y bizcochos, y un salón de lectura, una monumental galería decorada con abrumadora suntuosidad, en la que se atrevía incluso a organizar exposiciones de pintura. Pero su idea más alambicada apuntaba a las mujeres que no fueran presumidas, y consistía en conquistar a la madre por mediación del hijo. No desperdiciaba fuerza alguna, no había sentimiento con el que no especulase; creaba departamentos para muchachitos y chiquillas y conseguía que las madres se detuvieran brindando a los pequeños estampas y globos. Aque­lla idea de regalar globos había sido un rasgo de genialidad. A cada compradora se le entregaba un globo rojo en cuya delgada goma figuraba en grandes letras el nombre de los almacenes. Viajaban éstos por los aires, tirando del cordel, y paseaban así por las calles una propaganda dotada de vida propia. El poder máximo era la publicidad. Mouret gastaba en ella trescientos mil francos, que se invertían en catálogos, anuncios y carteles. Para la venta de novedades de verano, había enviado doscientos mil catálogos, de los cuales cincuenta mil habían viajado al extranjero, traducidos a todas las lenguas. Ahora, los ilustraba con grabados e, incluso, adjuntaba, a título de mues­tra, retales pegados a las hojas. Era como una desbordante y crecida exhibición. El Paraíso de las Damas se mostraba a los ojos del mundo entero, invadía las paredes, los periódicos y hasta los telones de los teatros. Mouret profesaba la teoría de que la mujer pierde las fuerzas ante la propaganda y acaba, fatalmente, por acudir a los lugares que dan que hablar. Le ten­día, por otra parte, las más elaboradas trampas, tras haberla analizado con talento de avezado moralista. Había descubier­to, por ejemplo, que no es capaz de resistir a una ganga y com­pra sin necesidad cuando piensa que está realizando un nego­cio ventajoso. Basaba en aquellas observaciones su sistema de rebajas. Iba bajando progresivamente el precio de los artículos que no se vendían, pues, fiel al principio de la renovación rápi­da de la mercancía, prefería, antes que quedarse con ellos, venderlos con pérdida. Ahondando aún más en el corazón de la mujer, acababa de implantar las devoluciones, una obra maes­tra de seducción jesuítica. «Llévese el artículo sin temor, seño­ra; ya nos lo devolverá si no le agrada.,» La mujer proprensa a oponer resistencia hallaba en aquel argumento una postrera excusa, la posibilidad de arrepentirse de una locura: y compra­ba con la conciencia tranquila. Ahora, las devoluciones y las rebajas formaban parte del funcionamiento habitual del comercio moderno. Pero en lo que Mouret se mostraba como un maestro sin rival era en la disposición interior de los almacenes. Había promulgado con carácter de ley que ni un rincón de El Paraí­so de las Damas podía permanecer desierto. Exigía que hubie­se por doquier ruido, gentío, vida. Pues la vida, decía, atrae a la vida, pare y crea bullicio. Sacaba de aquella ley todo tipo de normas prácticas. La primera establecía que para entrar había que pasar por apreturas y empujones. Era menester que, vistos desde la calle, los almacenes pareciesen un motín. Y conse­guía el deseado barullo colocando en el arco de la puerta las oportunidades: casilleros y cestos llenos a rebosar de gangas. De forma tal que la gente modesta se agolpaba, taponaba la entrada, daba a suponer que en los almacenes no cabía un alfiler, cuando las más de las veces sólo estaban llenos a medias. Tenía, luego, el arte de disimular, en las galerías, los departamentos de escasa concurrencia, por ejemplo, los cha­les en verano y las indianas en invierno. Los rodeaba de depar­tamentos de gran vitalidad, los anegaba con la algarabía gene­ral. Sólo a él se le había ocurrido que había que aposentar en la segunda planta los departamentos de alfombras y muebles, a los que acudían menos clientes y cuya presencia en la planta baja habría creado espacios desiertos y fríos. Si tal cosa hubie­ra estado en su mano, habría hecho que la calle cruzase por su establecimiento. Se hallaba precisamente Mouret, por entonces, en pleno ata­que de inspiración. El sábado por la noche, al echar el último vistazo a los preparativos de la gran venta del lunes, que los tenía a todos atareados desde hacía un mes, había sido cons­ciente, de súbito, de que había colocado los departamentos de una forma absurda. Era, sin embargo, una disposición comple­tamente lógica: las telas, por un lado; las confecciones, por otro. Un orden inteligente que debía permitir a las clientes orientarse sin problemas. Mouret había soñado con aquel orden hacía tiempo, en el revoltillo del estrecho local de la señora Hédouin. Y, de pronto, ahora que lo había conseguido, le entraban dudas. De repente, empezó a decir a voces que había que «ponerlo todo patas arriba». Tenían por delante cuarenta y ocho horas; era menester cambiar de sitio parte del contenido de los almacenes. El personal, aturdido, azacanado, tuvo que pasar dos noches y el domingo entero en medio de un tremendo estropicio. Incluso el lunes por la mañana, una hora antes de abrir, había aún mercancías sin colocar. No cabía duda de que el patrón se había vuelto loco; nadie entendía nada; cundía la consternación. -¡Vamos! ¡Deprisa! -gritaba Mouret, con la tranquila seguri­dad que le daba el estar convencido de su talento-. Estos trajes hay que llevarlos arriba... ¿Están va los artículos orientales en el rellano central?... ¡Un último esfuerzo, muchachos, y ya verán la venta de hoy! También Bourdoncle llevaba al pie del cañón desde el alba. El tampoco entendía nada y seguía con la vista al director con expresión inquieta. No se atrevía a hacerle pregunta alguna, pues sabía bien qué acogida dispensaba a la gente en los momentos de crisis. Acabó, empero, por decidirse, y le pregun­tó con calma: -¿Era realmente necesario desbaratarlo todo la víspera de la exposición? Mouret empezó por encogerse de hombros, sin contestar. Luego, al permitirse Bourdoncle insistir, estalló: -Eso, para que las clientes se agolpen todas en la misma esquina, ¿no? Valiente geómetra estaba yo hecho. Nunca me lo habría perdonado... ¿No se da cuenta de que estaba permitien­do que la gente se orientase? Entra una mujer, va en derechura a donde quiere ir, pasa de la enagua al vestido, del vestido al abrigo y luego se marcha, sin haberse extraviado ni un poqui­to... ¡Ni una habría visto los almacenes enteros! -Pero ahora que lo ha enredado usted todo -comentó Bour­doncle-, ahora que lo ha desperdigado usted todo por todos los rincones, los empleados van a matarse a andar cuando acompañen a las clientes de departamento en departamento. Mouret hizo un ademán altanero. -¿Y a mí qué me importa? Son jóvenes, así estirarán las pier­nas... Tanto mejor si tienen que ir de un lado para otro. Parece­rá que son más; harán bulto. Mientras haya aglomeraciones, todo irá bien. Se dignó explicar sus teorías, entre risas, al tiempo que baja­ba la voz: -Mire, Bourdoncle, fíjese en los resultados... Para empezar, ese ir y venir continuo obliga a las clientes a dispersarse por doquier, las multiplica y les hace perder la cabeza. En segundo lugar, dado que, por ejemplo, si quieren un forro después de haber comprado el vestido, tendrán que cruzar de punta a punta los almacenes, esos desplazamientos harán que el local les parezca tres veces mayor; además, no les quedará más reme­dio que pasar por departamentos a los que, de otro modo, no habrían ido; las tentaciones irán surgiendo, según pasan, y sucumbirán a ellas; en cuarto lugar... Bourdoncle se reía también. Entonces, Mouret, encantado de la vida, se interrumpió para gritarles a los mozos: -¡Muy bien, muchachos! ¡Ahora se pasa la escoba y estará todo precioso! Pero, al volverse, vio a Denise. Bourdoncle y él estaban delante del departamento de confección que, precisamente, acababan de desdoblar, al subir los vestidos y los trajes a la segunda planta, en el extremo opuesto de los almacenes. Deni­se, que había sido la primera en bajar, abría los ojos de par en par, aturdida ante la nueva disposición. -¿Qué pasa? -susurró-. ¿Nos mudamos? Aquella sorpresa pareció divertir a Mouret, al que encanta­ban los golpes aparatosos. Denise había regresado en los pri­meros días de febrero a El Paraíso, en donde había tenido la grata sorpresa de encontrarse con unos compañeros corteses y casi respetuosos. La señora Aurélie sobre todo, la trataba con benevolencia. Marguerite y Clara parecían resignadas; e incluso el tío Jouve doblaba el espinazo con expresión apurada, como si quisiera borrar el feo recuerdo de tiempos pasados. Había bastado con que Mouret dijera una palabra; todos cuchichea­ban mientras la seguían con los ojos. Y lo único que la tenía un tanto disgustada, entre aquella generalizada amabilidad, eran la singular tristeza de Deloche y las inexplicables sonrisas de Pauline. Mouret, entre tanto, seguía mirándola con cara de satisfac­ción. -¿Qué busca, señorita? -le preguntó al fin. Denise no lo había visto. Se ruborizó levemente. Desde que había regresado, Mouret le daba muestras de interés que le lle­gaban al alma. Pauline le había contado por lo menudo, sin que Denise entendiese por qué, los amores del jefe y de Clara: dónde se veían, cuánto le pagaba él... Sacaba el tema a cola­ción con frecuencia; y añadía, además, que Mouret tenía otra amante, esa señora Desforges que tan bien conocían todos en los almacenes. Tales historias hacían mella en Denise; volvía a sentir el temor de antaño, un malestar en el que el agradeci­miento luchaba contra la ira. -Es que está todo cambiado -susurró. Entonces, Mouret se le acercó para decirle en voz baja: -Tenga la bondad de pasar por mi despacho esta noche, des­pués de la venta. Deseo hablar con usted. Ella, turbada, bajó la cabeza sin decir palabra. Entró, luego, en el departamento, al que estaban llegando ya las demás dependientes. Pero Bourdoncle había oído a Mouret y lo miraba, sonriente. Se atrevió, incluso, a decirle, cuando se queda­ron a solas: -¡Otra vez anda a vueltas con ésta! ¡No se fíe, que al final la cosa va a acabar en algo serio! Mouret se defendió con vehemencia, disimulando la emo­ción tras una expresión de despreocupada superioridad. -No se preocupe. Todo es broma. No ha nacido la mujer que me cace a mí, amigo mío. Y, como ya estaban abriendo los almacenes, se apresuró a ir a echar un último vistazo a las diferentes secciones. Bourdoncle movía la cabeza. Aquella Denise, tan sencilla y dulce, estaba empezando a preocuparlo. La primera vez había ganado él, despidiéndola brutalmente. Pero aquí estaba de nuevo; y ahora la tenía por enemiga de consideración. Callaba ante ella y esperaba que le llegase el turno. Se reunió con Mouret, que estaba dando voces abajo, en el patio Saint-Augustin, frente a la puerta de entrada. -¿Es que me están tomando el pelo? Había dicho que pusie­ran las sombrillas azules en la parte de fuera... ¡A cambiarlo todo, y deprisita! No quiso atender a razones. Una cuadrilla de mozos tuvo que modificar la exposición de sombrillas. Mandó incluso cerrar las puertas por unos instantes al ver que llegaban clien­tes. Y repetía que prefería no abrir antes que dejar las sombri­llas azules en el centro, porque le mataban la composición. Los escaparatistas de prestigio, Hutin, Mignot, algunos otros, acu­dían a ver qué sucedía. Ponían los ojos en blanco, pero fingían no entender el problema, pues eran de una escuela diferente. Volvieron, por fin, a abrir las puertas y entró una oleada de gente. Ya desde el principio, antes de que se hubieran llenado los almacenes, hubo en la entrada unas apreturas tales que no quedó más remedio que llamar a los guardias para que resta­bleciesen la circulación en la acera. Mouret estaba en lo cierto: todas las amas de casa, una prieta tropa de pequeñas burguesas y mujeres con cofia, tomaban por asalto las oportunidades, las rebajas y los retales, que llegaban hasta la calle. Se veían de continuo manos alzadas, que palpaban los géneros colgados ante la puerta: un calicó a treinta y cinco céntimos, una mezcli­lla gris de lana y algodón, a cuarenta y cinco céntimos, y, sobre todo, una mezclilla inglesa a treinta y ocho céntimos que era la ruina de las bolsas humildes. Había empujones, hombro con hombro, un febril tumulto en torno a los casilleros y los cestos llenos de saldos: puntillas a diez céntimos; cintas a veinticinco céntimos; ligas a quince céntimos; guantes, enaguas, corbatas, calcetines y medias de algodón, en montones que se desploma­ban y desaparecían, como si se los tragase el gentío voraz. Pese al frío, los dependientes que vendían al aire libre no daban abasto. Una mujer gruesa lanzó varios chillidos. Dos niñas estu­vieron a punto de morir asfixiadas. La aglomeración fue creciendo a medida que transcurría la mañana. A eso de la una, había colas y la acera estaba cortada, como en tiempo de disturbios. Estaban precisamente la señora De Boves y su hija Blanche de pie en la acera de enfrente, sin saber qué hacer, cuando se les acercó la señora Marty, a la que también acompañaba su hija Valentine. -¿Ha visto cuánta gente? -dijo aquélla-. Se están matando ahí dentro. Yo no pensaba venir, estaba en la cama. Pero me he levantado para tomar el aire. -Lo mismo que yo -manifestó su interlocutora- Le prometí a mi marido que iría a ver a su hermana a Montmartre... Y claro, al pasar, me acordé de que necesitaba una pieza de cor­dón. Tanto da que la compre aquí que en otro sitio, ¿verdad? ¡Desde luego que no pienso gastarme ni una perra! Además, no me hace falta nada. No obstante, ninguna de ellas apartaba la vista de la puerta; la violenta corriente del gentío se había apoderado de ellas y las arrastraba. -No, no, no entro; me da miedo -murmuró la señora De Boves-. Vámonos, Blanche, nos van a triturar. Pero se le iba debilitando la voz y sucumbía, poco a poco, al deseo de entrar donde entraba todo el mundo. Su temor se desvanecía ante la irresistible atracción del tumulto. También la señora Marty había cedido. Y repetía: -No te sueltes de mi vestido, Valentine... Nunca he visto cosa igual. La llevan a una en volandas. ¡Lo que debe de haber dentro! Atrapadas en aquel flujo, las señoras no podían ya retroce­der. De la misma forma que los ríos atraen las aguas errabun­das de los valles, era como si el caudal de clientes que entraba a raudales se tragase a los transeúntes, atrajera a cuantos mora­ban en las cuatro esquinas de París. Avanzaban muy despacio, con el resuello perdido en aquellas estrecheces; las mantenían de pie hombros y vientres, cuya blanda tibieza notaban. Y, satis­fecho el deseo, disfrutaban con aquel trabajoso progreso que hostigaba aún más su curiosidad. Había allí una mezcolanza de señoras vestidas de seda, de pequeñas burguesas con ropas modestas, de muchachas sin sombrero; y a todas las enardecía, las enfebrecía la misma pasión. Algunos hombres, perdidos entre las rebosantes espeteras, lanzaban en torno medrosas miradas. En lo más denso del gentío, una nodriza alzaba cuan­to podía a su rorro, que reía de gusto. Y la única en mostrar enfado era una mujer flaca, cuyo mal genio estallaba en una parrafada agria en la que acusaba a su vecina de echársele en­cima. -Me parece que voy a perder las enaguas -repetía la señora De Boves. Sin decir nada, con el frío de la calle aún en el rostro, la señora Marty se ponía de puntillas para anticiparse a sus acom­pañantes y divisar, por encima de las cabezas, cómo se ahonda­ba la perspectiva de los almacenes. Tenía las pupilas grises con­traídas, como una gata que viniese de la claridad exterior, y descansados el cuerpo y la mirada, como si acabara de desper­tarse. -¡Vaya, al fin! -dijo, lanzando un suspiro. Las señoras acababan de salir del barullo. Estaban en el patio Saint-Augustin. Quedaron muy sorprendidas al verlo casi vacío. Y las invadió una sensación de bienestar. Les parecía que salían del invierno de la calle para penetrar en la primavera. Mientras soplaba fuera el helado viento de los aguaceros, el buen tiempo cuajaba ya su tibieza en las galerías de El Paraíso, entre las telas finas, el floral destello de los tonos tiernos, el campestre júbilo de la moda de verano y las sombrillas. -¡Fíjense en esto! -exclamó la señora De Boves, que se había quedado inmóvil, con la vista clavada en las alturas. Era la exposición de sombrillas. Abiertas todas ellas, comba­das como escudos, cubrían el patio, desde la cristalera del techo hasta la gola de roble barnizado. Dibujaban festones alrededor de las arcadas de las plantas superiores; bajaban en guirnaldas por las columnas; corrían en apretadas filas por las balaustradas de las galerías e, incluso, por las barandillas de las escaleras. Estaban por doquier, simétricamente alineadas, pintando las paredes de rojo, de verde, de amarillo; parecían farolillos enormes que alguien hubiera encendido para una fiesta de gigantes. En las esquinas, había diseños complicados, estrellas realizadas con sombrillas de un franco con noventa y cinco, cuyos tonos claros, azul pálido, crema, rosa pálido, bri­llaban con la suave luz de una lamparilla. Y, más arriba, enor­mes quitasoles japoneses, en los que grullas doradas volaban por un cielo púrpura, llameaban con reflejos de incendio. La señora Marty andaba buscando una frase que expresase su arrobo y sólo se le ocurrió esta exclamación: -¡Parece un cuento de hadas! Intentó, luego, orientarse: -Vamos a ver; el cordón estará en la mercería... Lo compro y me voy corriendo. -La acompaño -dijo la señora De Boves-. Sólo vamos a dar una vuelta, ¿verdad, Blanche? Pero, nada más cruzar la puerta, las señoras se perdieron. Giraron a la izquierda. Y, como habían cambiado de sitio la mercería, se encontraron en los encañonados y, después, en los puños y los cuellos a juego. Hacía mucho calor en las gale­rías cubiertas, un calor de invernadero, húmedo y opresivo, que el insípido olor de las telas impregnaba y en el que se amortiguaba el ruido de pasos de la muchedumbre. Volvieron, entonces, hasta la puerta, donde se formaba una corriente de salida, una interminable procesión de mujeres y niños por encima de cuyas cabezas flotaba una nube de globos rojos. Habían preparado cuarenta mil globos, que repartían unos mozos que no tenían más cometido que ése. Al mirar esa retre­ta de compradoras, hubiérase dicho que, prendida de invisi­bles hilos, volaba por el aire una bandada de enormes pompas de jabón en las que se reflejaba el incendio de las sombrillas. Y aquel fulgor iluminaba por completo los almacenes. -Es todo un mundo -afirmaba la señora De Boves-. Ya no sabe una ni dónde está. Pero a las señoras les resultó imposible seguir paradas en el remolino de la puerta, entre los empujones de quienes entra­ban y quienes salían. Por fortuna, el inspector Jouve acudió en su ayuda. Estaba a pie firme en el vestíbulo, serio, atento, observando a todas las mujeres que pasaban. Tenía a su cargo de forma muy especial la vigilancia interior; intuía a las meche­ras y seguía, de preferencia, a las mujeres encintas cuando la fiebre que leía en sus ojos le infundía sospechas. -¿La mercería, señoras? -dijo, muy servicial-. Tienen que ir a la izquierda. Miren, allí, detrás de la calcetería. La señora De Boves le dio las gracias. Pero la señora Marty al darse la vuelta, se había percatado de que no veía a su Valentine. Estaba empezando a alarmarse cuando la diviso muy alejada ya, al fondo del patio Saint-Augustin, absorta fren­te a una mesa sobre la que se apilaban corbatas de mujer, a noventa y cinco céntimos, que un dependiente pregonaba. Mouret aplicaba la técnica de los artículos ofrecidos en voz alta, para hacer picar a la clientela y limpiarle los bolsillos. Pues recurría a todos los reclamos y le importaba muy poco la dis­creción de algunos de sus colegas, que opinaban que la mer­cancía tenía que hablar por sí misma. Los especialistas en esa modalidad de venta, parisinos holgazanes y bromistas, daban así salida a considerables cantidades de baratijas menudas. -¡Ay, mamá! -susurró Valentine-. Fíjate en estas corbatas... Llevan un pájaro bordado en una esquina. El dependiente elogiaba la mercancía, juraba que era pura seda, que el fabricante había quebrado y que nunca volvería a presentarse ocasión como aquélla. -¡Noventa y cinco céntimos! ¡Si parece mentira! -decía la señora Marty, tan encantada como su hija-. ¡Bah! Bien puedo llevarme dos. No nos vamos a arruinar por tan poco. La señora De Boves se mostraba desdeñosa. Aborrecía que le ofreciesen los artículos; si un dependiente la llamaba, salía huyendo. Esto sorprendía a la señora Marty, que no conseguía entender aquella nerviosa repulsión por los charlatanes, pues ella tenía otra forma de ser y era de las mujeres a las que delei­ta que les fuercen la voluntad, que gozan sumergiéndose en las caricias de la oferta al público, tocándolo todo y perdiendo el tiempo en inútiles palabras. -Y ahora -añadió-, voy corriendo a buscar mi cordón... No quiero ya ni mirar siquiera Empero, al cruzar por los pañuelos de cuello y los guantes, volvió a desfallecer. Había allí, bajo la luz difusa, una exposi­ción de colores fuertes y alegres que arrobaba. Los mostrado­res, simétricamente dispuestos, parecían arriates y convertían el patio en un jardín a la francesa en el que sonreía una gama de tiernos colores florales. Directamente encima de la made­ra, en cajas desfondadas, rebosando de los casilleros repletos, lucían, en una cosecha de pañuelos de cuello, el rojo intenso de los geranios, el blanco lechoso de las petunias, el oro ama­rillo de los crisantemos, el azul celeste de las verbenas; y, más arriba, corrían, sobre varillas de cobre, las guirnaldas de otra floración: pañoletas al desgaire, cintas desenrolladas, un friso deslumbrador que se prolongaba, trepando por las columnas, y se multiplicaba en los espejos. Pero lo que más aglomeracio­nes provocaba era, en la guantería, un chalé suizo hecho sólo con guantes, una obra maestra de Mignot, que había tardado dos días en llevarla a cabo. Los guantes negros formaban la planta baja; venían luego, repartidos por el decorado, rodean­do las ventanas, trazando los balcones, haciendo las veces de tejas, guantes de color paja, de color reseda, de color sangre de toro. -¿Qué desea la señora? -preguntó Mignot al ver a la señora Marty parada delante del chalé-. Tenemos guantes de piel de Suecia de primera calidad a un franco con setenta y cinco... Era un charlatán empedernido; desde el mostrador, llamaba a las señoras que pasaban por allí, importunándolas con sus modales corteses. Al ver que la señora Marty decía que no con la cabeza, añadió: -Guantes del Tirol, a un franco con veinticinco... Guantes de Turín para niños; guantes bordados de todos los colores... -No, gracias. No necesito nada -declaró la señora Marty. Pero él notó que le fallaba la firmeza de la voz y la atacó con más rudo ahínco, metiéndole por los ojos los guantes borda­dos. No tuvo ella fuerzas suficientes para resistirse y compró un par. Luego, al ver que la señora De Boves la miraba, sonriendo, se ruborizó: -¡Hay que ver! ¡Qué chiquilla soy! Si no me doy prisa en comprar mi cordón y marcharme corriendo, estoy perdida. Por desgracia, había tal aglomeración en la mercería que no consiguió que la atendiesen. Llevaban esperando las dos señoras diez minutos, y ya empezaban a irritarse, cuando vino a dis­traerlas el encuentro con la señora Bourdelais y sus tres hijos. Ésta explicaba, con su sosegado tono de mujer bonita y prácti­ca, que había querido que los niños vieran el espectáculo. Madeleine contaba diez años; Edmond, ocho, y Lucien, cuatro. Iban riendo de contento; era aquélla una distracción barata, que les tenía prometida su madre hacía mucho. -Tienen gracia estas sombrillas. Voy a comprar una roja -dijo, de repente, la señora Marty, que no acertaba a estarse quieta y perdía la paciencia al estar allí esperando, sin hacer nada. Escogió una de catorce cincuenta. La señora Bourdelais, tras haber mirado cómo la adquiría con ojos de censura, le dijo, en tono amistoso: -Hace usted mal en no esperar. Dentro de un mes, la habría comprado por diez francos... No será a mí a quien pesquen. Y expuso una completa teoría de concienzuda ama de casa. Ya que los almacenes rebajaban los precios, lo aconsejable era esperar. No estaba dispuesta a que la explotasen; era ella quien se aprovechaba de sus oportunidades cuando lo eran de ver­dad. Rivalizaba, incluso, con los almacenes en malicia y se jacta­ba de no haberles dado nunca a ganar ni una perra. -Bueno -dijo, por fin-, he prometido a mi gente menuda que les iba a enseñar unas estampas arriba, en el salón. Vengan conmigo, tienen tiempo de sobra. Entonces la señora Marty echó por completo al olvido el cor­dón y se rindió sin tardanza. Pero la señora De Boves rehusó, pues prefería dar primero una vuelta por la planta baja. Por lo demás, las señoras contaban con volver a reunirse en la planta alta. Estaba la señora Bourdelais buscando las escaleras cuando se fijó en uno de los ascensores. Se apresuró a meter en él a los niños para que la diversión fuera completa. La señora Marty y Valentine entraron también en la angosta cabina, donde se encontraron todos muy estrechos. Pero tan interesados los tenían los espejos, los asientos corridos de terciopelo, la puerta de cobre labrado, que llegaron a la primera planta sin haber notado el suave deslizarse del aparato. Otros deleites espera­ban a las señoras, por cierto, ya desde la galería de los encajes. Como tenían que pasar delante del ambigú, la señora Bourde­lais aprovechó para atiborrar de refrescos a su familia. Era dicho ambigú una estancia cuadrada, en la que había un ancho mostrador de mármol. En ambos extremos, sendos hili­llos de agua manaban de unas fuentes plateadas; detrás, en unos anaqueles, se alineaban las botellas. Tres camareros frega­ban y llenaban los vasos sin cesar. Para contener a la sedienta clientela, había que obligarla, mediante una barrera forrada de terciopelo, a guardar cola, como a la puerta de un teatro. La muchedumbre se agolpaba en aquel lugar y personas había que, perdiendo la compostura ante aquellas golosinas gratui­tas, abusaban de ellas hasta ponerse enfermas. -¡Anda! ¿Dónde se han metido? -exclamó la señora Bourde­lais, cuando consiguió salir del barullo, y tras limpiar a los niños con el pañuelo. Pero divisó a la señora Marty y a Valentine muy lejos, al fondo de otra galería. Seguían comprando, sumergidas entre montones de enaguas. Ya estaba todo consumado y la madre y la hija desaparecieron, arrastradas por una fiebre de despil­farro. Cuando la señora Bourdelais llegó al fin al salón de lectura y correspondencia, instaló a Madeleine, Edmond y Lucien ante la gran mesa; luego, fue personalmente a coger de las estante­rías unos álbumes de fotos y se los llevó. Múltiples dorados recargaban la bóveda de la alargada estancia; en ambos extre­mos, había, frente por frente, dos chimeneas monumentales; cubrían las paredes cuadros mediocres en suntuosos marcos; y, entre las columnas, delante de cada uno de los vanos cintrados que daban a los almacenes, crecían plantas colocadas en jarro­nes de mayólica. Un nutrido público se sentaba, en silencio, en torno a la mesa, cubierta de revistas y periódicos y provista tam­bién de recado de escribir. Las señoras se quitaban los guantes y despachaban su correspondencia en el papel con membrete de la casa, tras tachar éste con un rasgo de la pluma. Unos cuantos hombres leían la prensa, hundidos en los sillones. Pero muchas personas permanecían desocupadas: maridos que estaban esperando a sus mujeres, mientras éstas recorrían desenfrenadamente los departamentos; señoras jóvenes y discretas que acechaban la llegada de sus amantes; padres ancianos, a los que habían depositado allí, como en un guarda­rropa, para recogerlos a la salida. Y aquella multitud descansa­ba, sentada muellemente, y lanzaba ojeadas, por los abiertos vanos, a las galerías y los patios de abajo, cuya lejana voz se alza­ba entre el leve chirrido de las plumas y el crujir de los perió­dicos. -¿Cómo? ¡Pero si es usted! -dijo la señora Bourdelais-. No la había reconocido. Cerca de los niños, una señora se ocultaba tras las páginas de una revista. Era la señora Guibal, a la que pareció contrariar el encuentro. Pero se recobró en el acto y explicó que había subi­do a sentarse un rato para librarse del barullo. Al preguntarle la señora Bourdelais si andaba de compras, le respondió con su habitual aire lánguido, sofocando tras los párpados la avidez egoísta de la mirada: -De ninguna manera... Al contrario, he venido a devolver unos portiers que no me gustaban. Pero hay tanta gente que estoy haciendo tiempo hasta que pueda acercarme al departa­mento. Comenzó a charlar, diciendo que resultaba muy cómoda aquella modalidad de las devoluciones. Antes, nunca compra­ba nada; ahora caía a veces en la tentación. La verdad era que devolvía un artículo de cada cuatro y ya empezaban a conocer­la en todos los departamentos, pues los dependientes se mali­ciaban alguna maniobra turbia tras aquella eterna disconfor­midad que la impulsaba a devolver sus compras, una tras otra, tras haberlas tenido en casa varios días. Mientras hablaba, no perdía de vista, sin embargo, las puertas del salón. Ypareció ali­viarla que la señora Bourdelais regresara al lado de sus hijos para comentarles las fotos. Casi en ese mismo instante entra­ron el señor De Boves y Paul De Vallagnosc. El conde, que, en apariencia, estaba enseñando al joven los nuevos almacenes, cruzó con la dama una rápida e intensa mirada. Y luego ella volvió a absorberse en la lectura, como si no lo hubiera visto. -¡Hombre, Paul! -dijo una voz a espaldas de ambos caba­lleros. Era Mouret, que estaba echando una ojeada a los diferentes servicios. Los tres se estrecharon la mano y Mouret preguntó acto seguido: -¿La señora De Boves nos ha hecho el honor de venir? -La verdad es que no -dijo el conde-, aunque lo ha sentido mucho. Está indispuesta. Nada grave, por descontado. Pero, de pronto, fingió ver a la señora Guibal. Se zafó de sus interlocutores para acercarse a ella, quitándose el sombrero, mientras que los otros dos se limitaban a saludarla de lejos. También la señora simulaba sorpresa. A Paul se le escapó una sonrisa. Acababa de comprender lo que sucedía y le contó al oído a Mouret cómo se había empeñado el señor De Boves, con el que se había encontrado en la calle de Richelieu, en evi­tar dicho encuentro, para tomar luego el partido de hacerlo entrar en El Paraíso de las Damas, so pretexto de que era cosa que no podía dejar de verse. La señora Guibal llevaba un año tomando del conde cuanto dinero y gusto podía, sin escribirle nunca, citándose con él, para ponerse de acuerdo, en lugares públicos: iglesias, museos o almacenes. -Tengo entendido que cambian de habitación de hotel en cada cita -cuchicheaba el joven-. El mes pasado, anduvo de gira de inspección y escribía a su mujer cada dos días desde Blois, Liorna o Tarbes. Y, sin embargo, estoy seguro de haberlo visto entrar en una pensión burguesa del barrio de Les Bati­gnolles... Mira, fíjate bien. ¡Qué prestancia muestra ante ella, con su corrección de funcionario! ¡La Francia añeja, amigo mío, la Francia añeja! -¿Y tú cuándo te casas? -preguntó Mouret. Paul, sin quitarle ojo al conde, respondió que seguían espe­rando a que se muriese la tía. Añadió, luego, con expresión de triunfo: -¿Qué te decía? ¿Has visto? Se ha agachado y le ha dado una dirección. Y mira cómo la acepta ella con su cara más virtuosa. Esa pelirroja frágil de modales despreocupados es una mujer terrible. ¿Sabes que pasan unas cosas muy poco serias en tus dominios? -Ah -dijo Mouret-, éstos no son mis dominios, sino los de las damas. Añadió luego, bromeando, que el amor era como las golon­drinas: traía suerte a las casas. Por descontado que estaba al tanto de las busconas que recorrían las secciones; de las seño­ras que se encontraban aquí, por casualidad, con un amigo. Pero, al menos, si no compraban, hacían bulto y caldeaban los almacenes. Sin dejar de hablar, se fue llevando a su antiguo condiscípulo hasta el umbral del salón, de cara a la gran gale­ría central, cuyos sucesivos patios tenían a sus pies. Detrás de ellos, el salón conservaba el recogimiento; seguían oyéndose en él leves crujidos de plumas nerviosas y periódicos arruga­dos. Un señor anciano se había quedado dormido encima de El Monitor. El señor De Boves contemplaba los cuadros con la evidente intención de perder, entre el gentío, a su futuro yerno. En aquel sosiego, sólo la señora Bourdelais entretenía a sus hijos hablando a voces, como en tierra conquistada. -Ya ves que éstos son sus dominios -repitió Mouret, abarcan­do con amplio ademán la aglomeración de mujeres que llena­ba a reventar los departamentos. Precisamente entonces cruzaba el primer patio la señora Desforges, tras haber estado a punto de que le arrebatase el abrigo el gentío de la entrada. Al llegar a la gran galería, alzó la vista. Era como estar en la nave central de una estación, que rodeaban las barandillas de las dos plantas, que interrumpían las escaleras colgantes, que cruzaban las pasarelas. Las escale­ras de hierro de doble espiral subían en atrevidas curvas y múl­tiples rellanos. Las pasarelas de hierro, proyectadas sobre el vacío, lo franqueaban en línea recta, a gran altura. Y todo aquel hierro trazaba, entre la luminosa claridad de las cristale­ras, una liviana arquitectura por la que se filtraba la luz; era aquélla la moderna plasmación de un palacio de ensueño, de una torre de Babel en la que se acumulasen pisos, se ensancha­sen salas, se abriesen perspectivas hacia otros pisos y otras salas, hasta el infinito. Por lo demás, el hierro era rey por doquier; el joven arquitecto había tenido la honradez y el coraje de no ocultarlo tras una capa de pintura que simulase piedra o made­ra. Abajo, para no hacer sombra a las mercancías, la decora­ción era sobria: grandes paneles lisos de colores neutros. Luego, a medida que la estructura metálica iba subiendo, los capiteles de las columnas se tornaban más complicados, los remaches eran florones, las cornisas y los modillones se carga­ban de esculturas; y, por último, en la parte más alta, florecían rutilantes pinturas de tonos verdes y rojos, en medio de una profusión de dorados, de oleadas de dorados, de cosechas doradas, hasta alcanzar las cristaleras, esmaltadas y nieladas en oro. Bajo las galerías cubiertas, las bovedillas de ladrillo visto estaban también vitrificadas en colores vivos. Mosaicos y azule­jos formaban parte de la ornamentación, alegraban los frisos, iluminaban con sus toques refrescantes la severidad del con­junto. Y franjas de hierro calado y bruñido, relucientes como el acero de una armadura, adornaban las escaleras, cuyas barandillas eran de terciopelo rojo. Aunque había visto ya la nueva instalación, la señora Desfor­ges se detuvo, sobrecogida por la ardiente vida que animaba aquel día la gigantesca nave. Abajo, a su alrededor, proseguían los remolinos de la muchedumbre, cuyo doble flujo, de entra­da y de salida, se percibía incluso desde el departamento de la seda. Era aún una muchedumbre muy variopinta, aunque en las primeras horas de la tarde acudían más damas, que se mez­claban con las pequeñas burguesas y las amas de casa. Seguían viéndose muchas mujeres de luto, luciendo largas penas; siem­pre había nodrizas, que andaban extraviadas y abrían los codos para amparar a sus rorros. Y corrían de un extremo a otro las olas de aquel mar, aquellos sombreros de mil colores, aquellas cabelleras al aire, rubias o morenas, borrosas y descoloridas entre el vibrante resplandor de las telas. La señora Desforges no veía por doquier sino grandes pancartas con gigantescos números, cuyas manchas crudas destacaban sobre los tonos fuertes de las indianas, el lustre de las sedas, los oscuros géne­ros de lana. Las cabezas tropezaban con montones de cintas apiladas; una muralla de franela destacaba como un promon­torio; por todas partes, los espejos daban profundidad a los almacenes, reflejaban mostradores y retazos de clientes, cabe­zas echadas hacia atrás, hombros y brazos partidos por la mitad. Y, en tanto, las galerías laterales abrían nuevas perspecti­vas: nevados callejones en la ropa blanca; hondos pasadizos moteados en la calcetería; perdidos horizontes que iluminaba el ramalazo de luz de alguna vidriera y en los que la muche­dumbre no era ya sino un polvillo humano. Luego, al alzar la vista, la señora Desforges veía, por las escaleras, por las pasare­las, rodeando las barandillas de cada una de las plantas, un ascenso zumbador e ininterrumpido, una multitud que cruza­ba por los aires, que viajaba por los calados de la gigantesca armazón metálica y cuyas siluetas se recortaban en negro con­tra la luz difusa de los esmaltados cristales. Grandes arañas doradas colgaban del techo, del que caían, a modo de festivos pendones, alfombras, sedas bordadas, tejidos de lamé de oro, que cubrían las balaustradas de banderas resplandecientes. Cruzaban, de parte a parte, bandadas de encajes, palpitaciones de muselina, trofeos de seda, apoteosis de maniquíes a medio vestir; dominando toda aquella confusión, el departamento de ropa de cama parecía suspendido en las alturas, con sus col­chones colocados en estrechas camas de hierro envueltas en cortinas blancas, y recordaba el dormitorio de un internado de jovencitas, dormido entre el ruido de pasos de la clientela, cada vez más escasa a medida que los departamentos iban estando más arriba. -¿Le interesan a la señora unas ligas muy baratas? -dijo un dependiente a la señora Desforges, al verla allí parada-. Pura seda, a un franco cuarenta y cinco. Ésta no se dignó siquiera responder. A su alrededor, retum­baban las ofertas bulliciosas, cada vez más febriles. Quiso ella orientarse entonces. Tenía a la izquierda la caja de Albert Lhomme, que la conocía de vista y se permitió dirigirle una amable sonrisa, calmoso entre el oleaje de facturas que lo tenía asediado, mientras, detrás de él, Joseph andaba a vueltas con la caja del cordel y no daba abasto haciendo paquetes. Se dio cuenta ahora la señora Desforges de dónde estaba. La seda tenía que hallarse de frente. Pero necesitó diez minutos para llegar al departamento, pues el gentío crecía sin cesar. Tensan­do sus invisibles hilos, los globos rojos se habían multiplicado por los aires: se aglomeraban en nubes púrpura, se encamina­ban despacio hacia las puertas, seguían fluyendo en dirección a París. Cuando los niños eran muy pequeños, llevaban el hilo enroscado en las manecitas y la señora Desforges tenía que aga­char la cabeza para no tropezar con el vuelo de aquellos globos. -¡Cómo, señora! Se ha arriesgado usted a venir -exclamó jovialmente Bouthemont en cuanto la vio. Ahora, el encargado, que el propio Mouret había presenta­do en casa de Henriette, iba a veces a tomar el té. A ella le pare­cía vulgar pero muy correcto; su temperamento sanguíneo la sorprendía y le hacía gracia. Por lo demás, éste le había referi­do, dos días antes, los amores de Mouret y de Clara, sin intención alguna, una necedad de joven sano y aficionado a la risa. A ella la habían mordido los celos y, ocultando la herida tras su expresión desdeñosa, había acudido para intentar enterarse de quién era la joven, pues Bouthemont se había limitado a decir­le que se trataba de una señorita de confección, sin querer revelarle el nombre. -¿Quiere usted algo de aquí? -añadió. -Naturalmente. Si no, no habría venido. ¿Tiene usted fular para una bata? Albergaba la esperanza de sacarle el nombre de la depen­diente, pues se había apoderado de ella la necesidad de verla. Bouthemont llamó enseguida a Favier y siguió dándole conver­sación mientras éste acababa de atender a una cliente, a la «belleza», precisamente, aquella preciosa mujer rubia de la que hablaba, a veces, todo el departamento sin saber nada de ella, ni cómo vivía, ni siquiera cómo se llamaba. En esta oca­sión, la «belleza» iba de luto riguroso. ¡Anda! ¿Habría perdido a su marido o a su padre? A su padre no, seguramente, pues se la habría visto más compungida. Hay que ver qué cosas se inventa la gente. Estaba bien claro que no era una mujer ale­gre, puesto que había estado casada. A menos que fuera de luto por su madre. Pese a que no faltaba el trabajo, el departa­mento anduvo unos minutos cruzando hipótesis -A ver si se da usted un poco de prisa. Esto no hay quien lo aguante -dijo a voces Hutin a Favier, que regresaba, tras haber acompañado a una caja a su cliente-. Cuando viene esta seño­ra, se eterniza usted con ella. ¡Si se cree que le importa usted ni poco ni mucho! -¡Bastante más de lo que me importa ella a mí! -respondió el dependiente, muy ofendido. Pero Hutin lo amenazó con dar parte a la dirección si no se mostraba más respetuoso con la clientela. Se había vuelto temi­ble; tras coaligarse el departamento para conseguirle el puesto de Robineau, había empezado a hacer gala de una rencorosa severidad. Y, tras todas las promesas de buen compañerismo con las que, antaño, había calentado la cabeza a sus colegas, se mostraba tan inaguantable que éstos, ahora, se habían vuelto contra él y apoyaban, en la sombra, a Favier. -Y no me replique -añadió con tono severo-. El señor Bou­themont le está pidiendo que saque los fulares, los de dibujos más claros. En el centro del departamento, una presentación de sedas veraniegas iluminaba el patio con claridad de aurora. Parecía como si envolviesen el amanecer de un astro los tonos más deli­cados de la luz: el rosa pálido, el amarillo claro, el limpio azul, el ondeante chal de Iris al completo. Había allí fulares tan suti­les como una nube, surás más livianos que la pelusilla que vuela desde los árboles, pequines satinados como la epidermis flexible de una doncella china. Y también pongis del Japón, tusores y corás de la India, por no mencionar las finas sedas francesas, de mil rayas, de cuadritos, de flores, de cuantos estampados puede imaginar la fantasía, que evocaban un paseo de emperifolladas damas, una mañana de mayo, bajo los altos árboles de un parque. -Me llevo éste, el Luis XIV con ramos de rosas -dijo, por fin, la señora Desforges. Y, mientras Favier medía la tela, hizo un último intento para conseguir alguna información de Bouthemont. -Voy a subir a las confecciones, a ver un abrigo de viaje... ¿Esa señorita que usted dice es rubia? El encargado, al que tanta insistencia empezaba ya a preocu­par, se limitó a sonreír. En ese preciso instante, pasó por allí Denise. Volvía a su departamento tras haber dejado en manos de Liénard, en los merinos, a la señora Boutarel, aquella pro­vinciana que se presentaba dos veces al año en París para dejar­se a manos llenas en El Paraíso todo cuanto iba sisando duran­te el año del gasto de la casa. Favier se había hecho ya cargo del fular de la señora Desforges, pero Hutin lo detuvo, pensando que así lo contrariaría. -No se moleste. La señorita tendrá la bondad de acompañar a la señora. Denise, turbada, no tuvo inconveniente en coger el paquete y el talón de venta. Le era imposible encontrarse cara a cara con el joven sin que la invadiese la vergüenza, como si la pre­sencia de éste le recordase una antigua falta. Y, no obstante, sólo había pecado en sueños. -Dígame -preguntó en voz baja la señora Desforges a Bou­themont-, ¿no es ésta aquella chica tan torpe? ¿Así que la ha vuelto a admitir? ¿No será ella la protagonista de la historia? -Podría ser -respondió el encargado, sin dejar de sonreír y firmemente decidido a no decir la verdad. Entonces, la señora Desforges subió despacio la escalera, en pos de Denise. No le quedaba más remedio que detenerse cada tres segundos para que no la arrastrase consigo la corriente que bajaba. Entre la trepidante vibración del edificio entero, se dejaba sentir la oscilación de las limoneras de hierro, como si las estremeciese el aliento del gentío. En cada peldaño, se erguía inmóvil, sólidamente sujeto, un maniquí que exhibía un traje, un paletó o un bata. Hubiérase dicho que una doble fila de soldados cubría la carrera de algún desfile triunfal; y pare­cían mangos de puñales los listones de madera clavados en el muletón rojo, sangriento como el corte de un cuello recién rebanado. Estaba llegando la señora Desforges a la primera planta cuando un envite más fuerte que los demás la obligó a detener­se por un instante. Veía ahora desde arriba los departamentos de la planta baja, toda la dispersa muchedumbre de mujeres entre la que acababa de cruzar. Era un espectáculo nuevo, un océano de cabezas que, vistas en escorzo, ocultaban los torsos, un denso barullo de hormiguero. Las pancartas blancas no eran ya sino delgadas líneas, los montones de cintas parecían más chatos, el promontorio de la franela cortaba la galería como un tabique estrecho. Flotaban ahora a sus pies las alfom­bras y las sedas brochadas que engalanaban las barandillas, como si fuesen los pendones de una procesión colgados del coro de una iglesia. Divisaba, a lo lejos, algunos rincones de las galerías laterales, de la misma forma que, desde la techumbre de un campanario se divisan las esquinas de las calles, por las que pasan las manchas negras de los transeúntes. Pero lo que más la sorprendía era que, cuando cerraba los ojos cansados, que cegaba la deslumbrante mezcolanza de colores, sentía aún en mayor grado la presencia del gentío por su sordo rumor de pleamar y el calor humano que de él se desprendía. Subía desde el entarimado un fino polvillo cargado de efluvios de mujer, del aroma de la ropa interior de la mujer y de su nuca, del de su falda y su cabello, un aroma penetrante, invasor, que parecía el incienso de aquel templo edificado para rendir culto al cuerpo femenino. Mouret, entre tanto, seguía a pie firme ante la puerta del salón de lectura, en compañía de Vallagnosc; y se embriagaba con los efluvios de aquel aroma, al tiempo que repetía: -Ésta es su casa; sé de algunas que se pasan el día aquí, comiendo pasteles y escribiendo su correspondencia... Lo único que me falta por proporcionarles es cama. Aquella broma hizo sonreír a Paul, quien, con el fastidio de su pesimismo, seguía encontrando estúpida la turbulencia que despertaba en aquella humanidad el ansia por los trapos. Cuando venía a visitar a su antiguo condiscípulo, se iba casi molesto al verlo tan repleto de vibrante vitalidad en medio de su pueblo de coquetas. ¿No habría alguna, de cerebro y cora­zón huecos, que le enseñase que la existencia era una nece­dad inútil? Precisamente aquel día parecía fallarle un poco a Octave su estupendo equilibrio. Solía ser él quien encendía la fiebre de sus clientes con el apacible encanto de un ejecutan­te; pero ahora parecía estarse contagiando del ataque de apasionado entusiasmo en que se iban consumiendo poco a poco los almacenes. Desde que había visto a Denise y a la señora Desforges subir juntas la escalera principal, hablaba más alto, gesticulaba sin querer, y, mientras se empeñaba en no volver la cabeza hacia ellas, crecía en él el nerviosismo a medida que notaba que se iban acercando. La sangre le coloreaba el ros­tro y le asomaba a los ojos un poco del enloquecido arrobo que, antes o después, palpitaba en las miradas de las compra­doras. -Os deben de robar una barbaridad -susurró Vallagnosc, a quien le parecía ver entre el gentío muchas caras de delin­cuentes. Mouret abrió los brazos de par en par. -Amigo mío, mucho más de lo que puedas imaginarte. Y, excitado, alegrándose de dar con un tema de conversa­ción, le suministró incontables detalles, narró sucesos, sacó de ellos un sistema de clasificación. Citaba, en primer lugar, a las mecheras profesionales, que eran las menos dañinas, porque la policía sabía quiénes eran casi todas. Venían, luego, las maniá­ticas, que padecían una perversión del deseo, un nuevo tipo de neurosis que había descrito un alienista, comprobando que se trataba de la consecuencia aguda de las tentaciones de los grandes almacenes. Y estaban, por fin, las mujeres encintas, que se especializaban en determinados robos; en casa de una de ellas, por ejemplo, el comisario de policía había encontrado doscientos cuarenta y ocho pares de guantes rosa, robados en todos los establecimientos de París. -¡Así que por eso tienen aquí las mujeres una mirada tan extraña! -murmuraba Vallagnosc-. Me he estado fijando en esas expresiones glotonas y avergonzadas de hembras en celo... ¡Bonita escuela de honradez! -Es que, caramba, por muy en sus dominios que queramos que estén, no podemos consentir que se lleven la mercancía debajo de los abrigos... Y sabrás que pescamos a señoras muy distinguidas. La semana pasada, a la hermana de un boticario y a la mujer de un magistrado del Tribunal Supremo. Nos las ingeniamos para arreglar las cosas. Se interrumpió para indicar al inspector Jouve, que, precisa­mente, andaba siguiendo, por la planta baja, a una embaraza­da que se hallaba entonces ante el mostrador de cintas. Su abultado vientre tenía mucho que temer de los empellones del gentío y la acompañaba una amiga cuyo cometido era, sin duda, el de protegerla de los encontronazos demasiado rudos. Cada vez que se detenía en un departamento, Jouve no la per­día de vista, mientras ella permanecía al lado de la amiga, que revolvía en los casilleros. -No te quepa duda de que la pillará con las manos en la masa -siguió diciendo Mouret-. Jouve conoce de sobra todas las tretas. Pero le tembló la voz y soltó una risa molesta. No había deja­do de acechar a Denise y Henriette, y éstas, al fin, estaban pasando por detrás de él, tras haber salido con muchos apuros de la aglomeración. Se dio la vuelta y saludó a la cliente con el ademán discreto de un amigo que no quiere comprometer a una mujer deteniéndola en público. Pero a ésta, ya sobre aviso, no se le escapó la mirada con la que, previamente, había abarcado a Denise. Estaba claro que aquella muchacha debía de ser la rival que había tenido la curiosidad de venir a conocer. En el departamento de confección, las dependientes no daban abasto. Dos de las señoritas estaban enfermas y la señora Frédéric, la segunda encargada, se había despedido la víspera, sin más consideraciones, y había pasado por caja a cobrar lo que se le debía, dejando plantado El Paraíso de la misma forma que El Paraíso dejaba en la calle a sus empleados. No se hablaba de otra cosa desde por la mañana, entre el febril aje­treo de la venta. A Clara, que seguía en el departamento por capricho de Mouret, le parecía «muy chic» aquel comporta­miento; Marguerite refería la exasperación de Bourdoncle, y la señora Aurélie, muy ofendida, declaraba que la señora Frédé­ric debería haberla avisado al menos a ella y que tales disimulos eran inconcebibles. Aunque la segunda encargada nunca había hecho confidencias a nadie, se sospechaba, no obstante, que dejaba el ramo de las novedades para casarse con el dueño de unos baños que estaban en el barrio de Les Halles. -¿La señora quiere un abrigo de viaje? -preguntó Denise a la señora Desforges, tras haberle ofrecido una silla. -Sí -respondió ésta con tono seco, decidida a mostrarse des­cortés. La nueva decoración del departamento era de una suntuosa severidad: elevados armarios de roble tallado, entrepaños cubiertos de lunas, una moqueta roja que amortiguaba el con­tinuo tránsito de las clientes. Mientras Denise iba a buscar abri­gos de viaje, la señora Desforges lo recorría con la vista y, al hacerlo, se vio en un espejo. Y se quedó mirándose. ¿Estaba envejeciendo, acaso, puesto que la engañaban con la primera que pasaba? En el espejo se reflejaba todo el ajetreo del depar­tamento, pero ella sólo veía su rostro pálido; y no oía a Clara que, detrás de ella, estaba contando a Marguerite una de las tretas de la señora Frédéric, quien, por la mañana y por la tarde, daba un rodeo para meterse por el pasaje de Choiseul, con la intención de que si alguien la veía creyera que, a lo mejor, vivía en la orilla izquierda del Sena. -Aquí están nuestros últimos modelos -dijo Denise-. Los tenemos en varios colores. Había extendido cuatro o cinco abrigos. La señora Desfor­ges los miraba con desdén y, a medida que los examinaba con mayor detenimiento, se mostraba cada vez más dura. ¿A qué venían aquellos frunces, que le quitaban vuelos a la prenda? Y aquel otro, de canesú cuadrado, parecía cortado a hachazos. Ni siquiera para viajar era cosa de ir hecha una facha. -Enséñeme otra cosa, señorita. Denise desdoblaba las prendas, las volvía a doblar, sin per­mitirse ni un gesto de desagrado. Y era aquella paciente sereni­dad la que exasperaba cada vez más a la señora Desforges. Vol­vía los ojos continuamente hacia el espejo que tenía enfrente. Ahora se estaba viendo en él al lado de Denise y se comparaba con ella. ¿Era posible que alguien prefiriese a aquella criatura insignificante? Ya estaba segura de que era la misma muchacha que había visto, hacía tiempo, en sus comienzos de dependien­te, haciendo el ridículo, torpe como una pastora de ocas recién llegada de la aldea. Cierto era que ahora tenía mejor aspecto, tan tiesa y tan correcta, con su vestido de seda. Pero, pese a todo, ¡qué pobre chica, qué vulgar! -Voy a traerle a la señora otros modelos -estaba diciendo Denise con voz tranquila. Cuando regresó, se repitió la escena. La señora Desforges se ensañó luego con los paños, que eran demasiado pesados y no valían nada. Se daba la vuelta, alzaba la voz, intentaba llamar la atención de la señora Aurélie, con la esperanza de que riñese a la joven. Pero ésta, desde su regreso, había ido conquistando poco a poco al personal del departamento. Ahora tenía allí su puesto e, incluso, a la encargada le parecía que poseía cualida­des poco frecuentes para la venta: una obstinada dulzura y un risueño convencimiento. Por lo tanto, la señora Aurélie se encogió levemente de hombros y se guardó muy mucho de intervenir. -Si la señora tuviera a bien indicarme qué estilo le gusta -decía ahora Denise, con aquella cortés insistencia que no cedía ante ningún obstáculo. -¡Pero si es que no tienen ustedes nada! -exclamó a voces la señora Desforges. Se interrumpió, sorprendida, al notar una mano en el hom­bro. Era la señora Marty, que, presa de uno de sus ataques de despilfarro, recorría de arriba abajo los almacenes. Tantas cosas había comprado, desde la adquisición de las corbatas, los guantes bordados y la sombrilla roja, que el último dependien­te que se había hecho cargo de aquel cúmulo de compras había tomado la decisión de colocarlo en una silla para que no le rindiera los brazos. Caminaba delante de ella, tirando de la silla, en la que se apilaban enaguas, toallas, visillos, una lámpara, ­tres felpudos. -¡Anda! -dijo la señora Marty-. ¿Está usted comprando un abrigo de viaje? -¡No, por Dios! -repuso la señora Desforges-. Son horrorosos. Pero la señora Marty se había fijado en un abrigo de rayas que no le había parecido mal. Su hija Valentine ya lo estaba mirando de cerca. Entonces, Denise llamó a Marguerite, vien­do la ocasión de que el departamento se librase de aquel artículo, un modelo del año anterior. Y la dependiente, inter­pretando la ojeada que le lanzaba su compañera, presentó el abrigo como una ocasión excepcional. Cuando le hubo jurado a la señora Marty que ya lo habían rebajado de precio dos veces, que de ciento cincuenta francos había pasado a ciento treinta y que ahora estaba a ciento diez, ésta no tuvo fuerzas para resistirse a la tentación de la baratura. Se quedó con él, y el dependiente que la acompañaba dejó la silla y todos los talo­nes de venta junto con la mercancía. Entre tanto, a espaldas de las señoras y entre las prisas de la venta, el departamento seguía comadreando acerca de la seño­ra Frédéric. -¿Así que de verdad estaba liada con alguien? -preguntaba una dependiente joven y recién llegada. -¡Toma, pues con el individuo de los baños! -contestaba Clara-. No hay que fiarse de esas viudas tan apacibles. Volvió entonces la cabeza la señora Marty, mientras Margue­rite hacía el talón del abrigo; señalando a Clara con un leve parpadeo, le dijo al oído a la señora Desforges: -Mire, ahí tiene al capricho del señor Mouret. Henriette, sorprendida, miró a Clara y, volviendo luego la vista hacia Denise, le respondió: -¡No, la alta no; la bajita! Y al no atreverse ya la señora Marty a asegurar nada, la seño­ra Desforges añadió, en voz más alta, con el desprecio de una dama hacia unas doncellas: -A lo mejor, la alta y la baja. Y todas las que se dejen. Denise la había oído. Alzó los grandes y limpios ojos hacia aquella señora que no conocía y la ofendía así. Debía de ser la persona de quien le habían hablado, aquella amiga del dueño. Y, cuando se cruzaron sus miradas, había en la suya una digni­dad tan triste, una inocencia tan sincera que Henriette se sintió violenta. -Ya que no tiene nada decente que enseñarme, acompañe­me a los vestidos -dijo con brusquedad. -¡Anda! ¡Voy con usted! -exclamó la señora Marty-. Quería ver un traje para Valentine. Marguerite cogió la silla por el respaldo y la fue arrastrando, volcada hacia atrás, apoyada en las patas traseras, que aquellos acarreos acababan por desgastar. Denise llevaba sólo los pocos metros de fular que había comprado la señora Desforges. Ahora que los vestidos y los trajes estaban en el segundo piso, en el otro extremo de los almacenes, era toda una peregrina­ción llegar hasta allí. Comenzó el largo recorrido por las galerías abarrotadas. Cami­naba en cabeza Marguerite, tirando de la silla como de un carrito y abriéndose paso con dificultad. La señora Desforges empezó a protestar ya desde la lencería: qué absurdos eran aquellos bazares en que había que recorrer dos leguas para dar con cualquier ar­tículo. También la señora Marty se quejaba de estar muerta de cansancio. Y no por ello dejaba de disfrutar de ese cansancio, de esa lenta extinción de sus fuerzas entre aquella interminable exposición de mercancías. Había sucumbido por completo al genial hallazgo de Mouret. Todos los departamentos la retenían al pasar. Empezó por detenerse en las canastillas de boda, des­pués cayó en la tentación de unas camisas, que le vendió Pauline. Pudo, pues, Marguerite dejar la silla, y fue Pauline la que tuvo que cargar con ella. La señora Desforges habría podido seguir andando, para dejar antes libre a Denise, pero parecía disfrutar sabiéndola a sus espaldas, quieta y paciente, mientras se demora­ba para aconsejar a su amiga. En las canastillas infantiles, las seño­ras lo admiraron todo, pero no compraron nada. Menudearon, luego, las debilidades de la señora Marty: cedió, sucesivamente, ante un corsé de raso negro, unos manguitos de piel rebajados por ser un artículo fuera de temporada y unas puntillas rusas, que estaban de moda en ese momento para adornar la ropa de mesa. Todo se iba apilando encima de la silla, el montón de paquetes crecía, haciendo crujir la madera; y a los sucesivos dependientes cada vez les costaba más trabajo tirar de ella a medi­da que la carga se iba haciendo más pesada. -Por aquí, señora -decía Denise, sin una queja, después de cada parón. -¡Pero esto es ridículo! -exclamaba la señora Desforges-. No llegaremos nunca. ¿Por qué no están los vestidos y los trajes al lado de la confección? ¡Qué revoltillo! La señora Marty, cuyas pupilas se dilataban con la embria­guez de aquel desfile de suntuosidades que bailaban ante su vista, repetía a media voz: -¡Dios mío! ¿Qué va a decir mi marido?... Tiene usted toda la razón. En estos almacenes no hay ni orden ni concierto. Una se pierde y hace tonterías. Costó trabajo que la silla cruzase por el ancho rellano de la escalera principal, en donde Mouret acababa de mandar, pre­cisamente, que colocasen unos tenderetes de fruslerías que entorpecían el paso: copas con pie de zinc dorado, neceseres y licoreras de poco precio, ya que, en su opinión, la gente circu­laba por aquel lugar muy a sus anchas, en vez de agolparse hasta la asfixia. Había autorizado a uno de sus dependientes para que expusiera allí, en una mesa pequeña, curiosidades de la China y el Japón, unas cuantas chucherías baratas que las clientes se quitaban de las manos. Era un éxito inesperado y Mouret ya estaba pensando en ampliar aquella oferta. La seño­ra Marty, mientras dos mozos subían la silla a la segunda plan­ta, compró seis botones de marfil, unos ratones de seda y una cerillera de esmaltes tabicados. Reanudaron la caminata por la segunda planta. Denise, que llevaba paseando clientes desde por la mañana, estaba rendida; pero seguía mostrando la misma corrección, la misma dulzura cortés. Tuvo que volver a esperar a las señoras en las tapicerías, en donde la señora Marty se prendó de una cretona deliciosa. Más adelante, al llegar a los muebles, se le antojó una mesa de labor. Le temblaban las manos y estaba suplicando, entre risas, a la señora Desforges que le impidiese seguir gastando dinero cuando un encuentro con la señora Guibal le proporcionó una excusa. Coincidieron con ella en el departamento, de alfom­bras, al que había subido, al fin, para devolver todo un lote de portiers orientales que se había llevado cinco días antes. Estaba de pie, hablando con el dependiente, un mocetón con brazos de luchador que manejaban, de la mañana a la noche, cargas que hubieran reventado a un buey. Como es lógico, se sentía muy contrariado con aquella devolución, que lo dejaba sin el correspondiente porcentaje. Estaba, pues intentando pillar a la cliente en algún renuncio, pues se maliciaba algo turbio, probablemente un baile durante el que se habían usado los portiers de El Paraíso, para devolverlos luego, ahorrándose así alquilárselos a un tapicero. Sabía que las burguesas miradas con el dinero solían hacer cosas semejantes. Alguna razón ten­dría la señora para devolverlos; si es que no le agradaban los dibujos o los colores, podía enseñarle otros, disponían de un surtido muy completo. A cuantas insinuaciones le hacía el dependiente, la señora Guibal respondía con mucha calma, con su seguridad de reina, que los portiers ya no le gustaban, sin dignarse añadir ninguna explicación. Se negó a ver otros, y el dependiente tuvo que resignarse, pues todos ellos tenían orden de aceptar las mercancías aunque notasen que estaban usadas. Las tres señoras se alejaron juntas; la señora Marty seguía dándole vueltas, presa de remordimientos, a la compra de la mesa de labor, que no necesitaba para nada. Entonces, la seño­ra Guibal le dijo con su voz tranquila: -Pues ya la devolverá usted... ¿No se ha fijado en lo fácil que es? Usted deje que se la lleven a casa. La pone en el salón y la mira; luego, cuando se aburra de ella, la devuelve. -¡Qué buena idea! -exclamó la señora Marty-. Si mi marido se enfada demasiado, lo devuelvo todo. Habiendo hallado la excusa suprema, dejó de echar cuentas y siguió comprando, con la sorda necesidad de quedarse con todo, pues no era de las mujeres que devuelven lo que adquieren. Llegaron por fin a los vestidos y trajes. Pero, cuando Denise iba a entregar a una de las dependientes el fular de la señora Desforges, ésta cambió, al parecer, de opinión y declaró que, bien pensado, se iba a llevar uno de los abrigos de viaje, el gris claro. Y Denise tuvo que esperarla, respetuosamente, para vol­ver a acompañarla a la confección. La joven notaba en aquellos caprichos de cliente despótica el empeño de tratarla como a una sirvienta. Pero se había jurado a sí misma no faltar a sus obligaciones y seguía conservando la misma actitud reposada, aunque el corazón le daba brincos y su amor propio se rebela­ba. La señora Desforges no compró nada en el departamento de vestidos y trajes. -¡Ay, mamá! -decía Valentine-. ¡Si fuera de mi talla ese trajecito de ahí! La señora Guibal le estaba explicando su táctica en voz baja a la señora Marty. Cuando le gustaba un vestido en una tienda, hacía que se lo enviaran, sacaba el patrón y, luego, lo devolvía. Y la señora Marty le compró el vestido a su hija, en tanto que susurraba: -¡Qué buena idea! ¡Cuánto sentido práctico tiene usted, querida amiga! No había quedado más remedio que dejar atrás la silla. Había naufragado en el departamento de muebles, junto a la mesa de labor. El peso era excesivo y las patas de detrás amena­zaban con quebrarse. Habían llegado al acuerdo de centralizar todas las compras en una de las cajas, para bajarlas luego al ser­vicio de expedición. Comenzaron entonces a vagabundear las señoras, a las que Denise seguía sirviendo de guía. Volvieron a verlas en todos los departamentos. Subieron mil veces las escaleras, recorrieron otras tantas las galerías. Se detenían a cada momento, al encontrarse con personas conocidas. Fue así como, en las inmediaciones del salón de lectura, volvieron a toparse con la señora Bourdelais y sus tres hijos. Los niños iban cargados de paquetes: Madeleine llevaba, bajo el brazo, un vestido para ella; y Edmond, toda una colección de zapatitos, mientras que el más pequeño lucía una gorra nueva. -¡Tú, también! -dijo, riendo, la señora Desforges a su amiga de internado. -¡No me hables! -exclamó la señora Bourdelais-. Estoy furiosa... ¡Ahora recurren a estas criaturitas para hacernos caer! Bien sabes que nunca me compro nada para mí. Pero ¿quién puede decirles que no a estos chiquillos, a los que se les antoja todo? Los había traído a que dieran un paseo y aquí me tienes, desvalijando la tienda. Mouret, que aún se encontraba allí en compañía de Valla­gnosc y del señor De Boves, la escuchaba, sonriente. Ella lo vio y se quejó, con tono risueño, en el que podía adivinarse una irritación real, de aquellas trampas que le tendía al amor materno. Se indignaba ante la idea de haber sucumbido a la fiebre de la propaganda Y él sin dejar de sonreír la saludaba respetuosamente, saboreando el triunfo. El señor De Boves había maniobrado para acercarse a la señora Guibal; se fue, al fin, tras ella, intentando, por segunda vez, despistar a Vallagnosc. Pero éste, cansado del barullo, se apresuró a al­canzar al conde. Denise se había detenido de nuevo para esperar a las señoras. Estaba de espaldas, y Mouret, por su parte, fingía no verla. A partir de ese momento, el fino olfato de mujer celosa de la señora Desforges barrió con todas sus dudas. Mientras él le decía palabras amables y caminaba a su lado un breve trecho, en su papel de galante anfitrión, ella reflexionaba sobre la forma de declararlo convicto y confeso de su traición. Entre tanto, el señor De Boves y Vallagnosc, que abrían la marcha con la señora Guibal, habían llegado al departamento de encajes, que ocupaba un lujoso salón colindante con el de confecciones. Lo amueblaban unos casilleros cuyos cajones de roble tallado tenían un frente abatible. En torno a las columnas, tapizadas de terciopelo rojo, trepaban en espiral los enca­jes blancos. Y, de un extremo a otro de la estancia, volaban ban­dadas de guipur. Se amontonaban en los mostradores los grandes cartones en los que se enroscaban prietas madejas de Valenciennes, de Malinas, de puntos de aguja. Al fondo, esta­ban sentadas dos señoras, ante un viso de seda malva sobre el que Deloche extendía puntillas de Chantilly. Y las miraban en silencio, sin acabar de decidirse. -¡Anda! -dijo Vallagnosc, muy sorprendido-. ¿No decía usted que la señora De Boves estaba enferma?... Pues allí la tiene, de pie ante ese mostrador, con la señorita Blanche. El conde no pudo por menos de sobresaltarse, al tiempo que miraba de reojo a la señora Guibal. -¡A fe mía que es verdad! -dijo. Hacía mucho calor en aquel salón. A las clientes que se agol­paban en él les faltaba el aire y tenían el rostro pálido y los ojos relucientes. Era como si todas las seducciones de los almacenes culminasen en aquella tentación suprema, como si fuera aqué­lla la oculta alcoba del pecado, el lugar de perdición en el que sucumbían las más fuertes. Las manos se hundían en el desbor­damiento de piezas y, al retirarse, conservaban un embriagado temblor. -Me parece que las señoras lo están arruinando a usted -añadió Vallagnosc, al que el encuentro divertía. El señor De Boves puso el gesto de un marido tanto más seguro del sentido común de su mujer cuanto que nunca le da un céntimo. Ésta, tras haber recorrido todos los departamen­tos con su hija, sin comprar nada, acababa de embarrancar en los encajes sus rabiosos deseos insatisfechos. Pese a estar rendi­da de cansancio, se hallaba de pie ante un mostrador, revolviendo en los montones. Se le aflojaban las manos, le subía un sofoco por la espalda. De repente, al ver que su hija había vuel­to la cabeza y que el dependiente se alejaba, intentó meterse debajo del abrigo una pieza de punto de Alenzón. Pero se sobresaltó y soltó el encaje al oír la voz de Vallagnosc, que le, decía en tono jovial: -¡La hemos pillado in fraganti, señora! Se quedó sin habla durante unos segundos, palidísima. Luego, explicó que se había sentido mucho mejor y le había apetecido tomar el aire. Por último, al fijarse en que su marido se hallaba en compañía de la señora de Guibal, se repuso por completo y los miró con expresión tan digna que ésta se sintió obligada a decir: -Estaba con la señora Desforges, y nos hemos encontrado con estos caballeros. En aquel momento llegaban las otras señoras. Las acompa­ñaba Mouret y se quedó con ellas unos instantes más, instándo­las a que se fijasen en el inspector Jouve, que seguía vigilando a la mujer encinta y a su amiga. Era algo muy curioso, no podían ni imaginarse la cantidad de ladronas que detenían en los encajes. La señora De Boves, al oírlo, se veía ya entre dos gen­darmes, con sus cuarenta y cinco años, su lujo, la elevada posi­ción de su marido. Y no sentía remordimiento alguno, sino que pensaba que debería haberse metido la pieza en la manga. Entre tanto, Jouve acababa de decidirse a interpelar a la emba­razada, renunciando ya a sorprenderla con las manos en la masa y sospechando, por lo demás, que había ido llenándose los bolsillos con tal maña que él no había sido capaz de darse cuenta. Pero, tras llevarla aparte y registrarla, tuvo que pasar por el mal rato de no encontrarle nada encima, ni una corbata, ni un botón. La amiga había desaparecido. Y, de pronto, lo entendió todo: la embarazada sólo estaba allí para distraerlo; la que robaba era la amiga. La aventura divirtió a las señoras. Mouret, un tanto molesto, se limitó a decir: -El tío Jouve se ha quedado esta vez con tres palmos de nari­ces. Pero ya se tomará la revancha. -¡Bah! -dijo Vallagnosc, a modo de conclusión-. Yo creo que no da la talla... Y, además, ¿por qué exponéis tantas mercan­cías? Os está bien empleado si os roban. No hay que tentar de esta forma a pobres e indefensas mujeres. Fue aquélla la última palabra, que sonó como la nota más aguda del día, entre la creciente fiebre de los almacenes. Las señoras ya se estaban despidiendo y cruzaban por última vez las secciones abarrotadas. Eran las cuatro de la tarde. Los rayos del sol poniente penetraban, sesgados, por los amplios ventanales de la fachada, iluminando oblicuamente las cristaleras de los patios. Y, en aquella rojiza claridad de incendio, flotaba, como un vapor de oro, el denso polvo que los pasos de la muchedum­bre había levantado desde por la mañana. Una capa de luz reco­rría la gran galería central, recortaba sobre un fondo de llamas las siluetas de las escaleras, las de las pasarelas, todo aquel encaje aéreo de hierro calado. Los mosaicos y los azulejos de los frisos espejeaban, el resplandor de los pródigos dorados avivaban los tonos verdes y rojos de las pinturas. Ahora, era como si los artícu­los expuestos estuviesen ardiendo en aquellas prendidas brasas: los palacios de guantes y corbatas; las girándulas de cintas y enca­jes; las elevadas pilas de géneros de lana y de calicó; los arriates de mil matices en los que florecían las finas sedas y los fulares. Las lunas relumbraban. La exposición de sombrillas, combadas como escudos, tenía reflejos de metal. A lo lejos, más allá de algunas franjas oscuras, se veían secciones remotas, luminosas, en las que bullía una muchedumbre que envolvía el rubio sol. En aquella hora final, en aquel ambiente sobrecalentado, las mujeres eran reinas. Habían tomado por asalto los almacenes y acampaban en ellos como en tierra conquistada, igual que una horda invasora que hubiera tomado posiciones entre las devas­tadas mercancías. Los dependientes, sordos y aturdidos, no eran ya sino las herramientas que utilizaban con tiranía de soberanas. Las señoras gruesas empujaban a todo el mundo. Las delgadas se crecían, se tornaban arrogantes. Y todas ellas, irguiendo la cabeza, con ademanes bruscos, estaban en sus dominios, no se respetaban entre sí, abusaban de la casa cuanto podían, hasta llevarse consigo el polvo de las paredes. La señora Bourdelais, queriendo resarcirse del gasto, había vuelto a llevar a sus hijos al ambigú; ahora, la clientela se abalanzaba hacia él con apetito rabioso; incluso las madres se atiborraban de vino de Málaga. Desde la hora de apertura, iban consumidos ochen­ta litros de refrescos y setenta botellas de vino. Tras comprar el abrigo, la señora Desforges había pedido en la caja que le rega­lasen unas estampas. Y ya se iba, pensando en la forma de llevar a Denise a su casa para poder humillarla allí en presencia del propio Mouret, para ver qué cara ponían ambos y arrancarles una certidumbre. Mientras el señor De Boves conseguía, al fin, perderse entre el gentío y desaparecer con la señora Guibal, la señora De Boves, tras la que caminaban Blanche y Vallagnosc, tuvo el capricho de pedir un globo rojo, aunque no había com­prado nada. Al menos tendría algo, no se iría con las manos vacías, se granjearía la amistad de la niña de sus porteros. En el mostrador en el que los repartían, estaban empezando a entre­gar el cuadragésimo millar. Cuarenta mil globos rojos habían alzado el vuelo en el aire cálido de los almacenes, toda una ban­dada de globos rojos que, en aquellos momentos, flotaban de un extremo a otro de París, elevando hasta el cielo el nombre de El Paraíso de las Damas. Dieron las cinco. La señora Marty se había quedado sin más compañía que su hija en el espasmo final de la venta. No con­seguía irse de allí, derrengada de cansancio, prendida en unos lazos tan fuertes que volvía sin cesar sobre sus pasos, sin nece­sidad alguna, recorriendo los departamentos con insaciable curiosidad. Era la hora en que la muchedumbre, a la que hostigaba la propaganda, perdía por completo el tino. Los sesen­ta mil francos de anuncios invertidos en los periódicos, los doscientos mil catálogos puestos en circulación, tras haber vaciado los bolsillos a las mujeres, les dejaban los nervios toca­dos de embriaguez; y no se iban, conmocionadas aún por cuanto ideaba Mouret: los precios rebajados, las devoluciones, todas aquellas incesantes galanterías. La señora Marty se demoraba ante las mesas en que pregonaban la mercancía, entre las roncas llamadas de los dependientes, entre el ruido del oro en las cajas y el estruendo de los paquetes al desplo­marse en el sótano. Volvía a cruzar la planta baja: la ropa blan­ca, la seda, los guantes, los géneros de lana; luego, subía una vez más, entregándose a la vibración metálica de las escaleras y las pasarelas, regresaba a las confecciones, a la lencería, a los encajes; llegaba a la segunda planta, la zona alta donde esta­ban los muebles y la ropa de cama; y, por doquier, los depen­dientes, Hutin y Favier, Mignot v Liénard, Deloche, Pauline, Denise, hacían un último esfuerzo, aunque ya no notasen las piernas, y ganaban batallas al último ataque de fiebre de las clientes, de aquella fiebre que había ido creciendo despacio desde por la mañana, como si fuera la ebriedad misma que se desprendía de aquel continuo movimiento de telas. El sol de las cinco consumía ahora al gentío en su incendio. La señora Marty tenía el rostro animado y nervioso de una niña que hubiese bebido vino puro. Había entrado con ojos reposados y, en la piel lozana, el frío de la calle; y la mirada y el cutis se le habían ido agostando con la contemplación del espectáculo de aquel lujo, de aquellos colores, cuyo incesante y acelerado desfile exacerbaba sus pasiones. Cuando se fue al fin, tras haber dicho que abonaría las compras en su domicilio, aterra­da por el importe de la factura, tenía los rasgos demacrados, los pupilas dilatadas de una enferma. Tuvo que pelear para salir de la tenaz aglomeración de la puerta, en la que la gente batallaba a muerte por los desbaratados saldos. Cuando estuvo ya en la acera, tras haber perdido y recuperado a su hija, se estremeció en el aire frío y se detuvo, aturdida, presa del tras­torno neurótico de los grandes bazares. A última hora de la tarde, cuando Denise volvía de cenar, la llamó un mozo. -Señorita, la esperan en dirección. No se acordaba va de que Mouret le había ordenado, por la mañana, que pasase por su despacho al acabar la venta. La esta­ba esperando, a pie firme. Ella, al entrar, no empujó la puerta, que se quedó abierta. -Estamos muy satisfechos con usted, señorita -le dijo Mou­ret-, y queremos demostrárselo. Ya sabe con qué falta de consi­deración nos ha dejado la señora Frédéric. Desde mañana ocu­pará usted su puesto de segunda encargada. Al oírlo, el pasmo inmovilizó a Denise. Susurró con voz tem­blorosa: -Pero, señor Mouret, si hay dependientes mucho más anti­guas que yo en el departamento... -Muy bien. ¿Y qué? -dijo él-. Usted es la más capaz y la más responsable. Y la escojo a usted, es lo más natural... ¿No se alegra?­ Ella, entonces, se ruborizó. La invadían una dicha y una tur­bación deliciosas que disipaban su temor inicial. ¿Por qué había pensado, antes que nada, en las hipótesis con que los demás iban a recibir aquella inesperada muestra de favor? Pese a su impulsivo agradecimiento, no salía de su confusión. Él, sonriente, la miraba, con su sencillo vestido de seda, sin una joya, sin más lujo que su regia cabellera rubia. Se había ido puliendo; tenía el cutis blanco y una expresión delicada y seria. La endeble insignificancia de antaño se había transformado en un encanto penetrante aunque discreto. -Es usted muy bueno, señor Mouret -balbució-. No sé cómo decirle... Pero se interrumpió. En el marco de la puerta estaba Lhom­me, asiendo con la mano sana una gran bolsa de cuero. El brazo mutilado oprimía contra el pecho una gigantesca carte­ra. Y a su espalda, su hijo Albert iba cargado con unos sacos que lo derrengaban. -Quinientos ochenta y siete mil doscientos diez francos con treinta céntimos -voceó el cajero, cuyo rostro fofo y ajado resplandecía como si lo iluminase, como un rayo de sol, el reflejo de aquella suma. Era la recaudación del día, la mayor de cuantas había alcan­zado El Paraíso. A lo lejos, de las profundidades de los almace­nes por los que Lhomme acababa de cruzar despacio, con la pesadez de un buey que arrastra una carga excesiva, se alzaba la algarabía, el remolino de sorpresa y júbilo que había ido dejando, a su paso, aquella recaudación enorme. -¡Espléndido! -dijo Mouret, encantado-. Amigo Lhomme, póngalo aquí y descanse, porque está usted agotado. Voy a mandar que lleven este dinero a la caja central... Sí, sí, déjelo todo encima de mi mesa. Quiero ver lo que abulta... Estaba alegre como un niño. El cajero y su hijo dejaron la carga. En la bolsa sonó el claro tintineo del oro; dos de los sacos soltaron, al reventarse, sendas corrientes de plata y cobre, en tanto que de la cartera asomaban los picos de los billetes de banco. Uno de los extremos de la mesa quedó cubierto por completo, al desplomarse sobre él aquella fortuna, recogida en un plazo de diez horas. Tras retirarse Lhomme y Albert, enjugándose el sudor del rostro, Mouret permaneció inmóvil un instante, absorto, cla­vando los ojos en el dinero. Luego, al alzar la vista, vio a Denise, que se había apartado. Recobró entonces la sonrisa, la obligó a acercarse y acabó por decirle que le regalaba cuanto le cupiera en la mano cerrada. Y, más que una broma, era aquello un deseo de comprar amor. -Ahí, en la bolsa. Apuesto a que saca menos de mil francos. ¡Tiene usted una mano tan pequeña! Pero ella retrocedió aún más. ¿Acaso la quería? Lo compren­día todo, de repente, notaba la creciente llama del arrebatado deseo en que Mouret la envolvía desde que había regresado al departamento de confección. Y lo que más la turbaba era notar que su propio corazón latía alocadamente. ¿Por qué la ofendía con aquel dinero, si se sentía rebosante de agradecimiento y Mouret habría podido hacerla desfallecer con una única pala­bra de afecto? Él se le iba acercando, sin dejar de bromear; pero, para mayor descontento de Mouret, se presentó en el despacho Bourdoncle, so pretexto de informarle de las cifras de asistencia: aquel día había acudido a El Paraíso la enorme cantidad de setenta mil clientes. YDenise se fue, presurosa, tras haber dado otra vez las gracias. X El balance era el primer domingo de agosto y tenía que estar concluido esa misma noche. Todos los empleados ocuparon sus puestos desde por la mañana, como cualquier otro día, y comenzó la tarea tras las puertas cerradas de los almacenes, vacíos de clientes. Denise no había bajado a las ocho con las demás dependien­tes. Aunque no había podido salir de su cuarto desde el jueves anterior, porque se había torcido el tobillo al subir al taller, se encontraba ya mucho mejor. Pero, como la señora Aurélie la mimaba mucho, no se apresuró; empezó a calzarse, no obstan­te, trabajosamente, con la firme intención de acudir, pese a todo, al departamento. Los cuartos de las señoritas ocupaban ahora el quinto piso de los edificios nuevos, que corrían a lo largo de la calle de Monsigny; había, a ambos lados de un corredor, sesenta habitaciones, más confortables que antes, aunque seguían amueblándolas una cama de hierro, un arma­rio grande y un tocador pequeño, ambos de nogal. En ellas, las dependientes iban añadiendo a su vida íntima nuevas pulcritu­des y elegancias; se ufanaban de usar jabones caros y ropa inte­rior fina y, a medida que su suerte iba mejorando, emprendían un lógico ascenso hacia la burguesía, aunque se oyesen aún, como en una pensión, algunas palabras gruesas y algunos por­tazos durante las prisas tempestuosas que las arrebataban por la mañana y por la noche. Por lo demás, Denise, dada su cate­goría de segunda encargada, tenía una de las habitaciones más amplias, con dos ventanas abuhardilladas que daban a la calle. Ahora que era rica, se permitía ciertos lujos: un edredón rojo cubierto de guipur, una alfombra pequeña delante del armario y, encima del tocador, dos jarrones de vidrio azul donde se marchitaban unas rosas. Cuando se hubo calzado, intentó caminar por la habitación. Tuvo que apoyarse en los muebles, pues todavía cojeaba. Pero ya le iría entrando en calor el tobillo. Aunque la verdad era que había hecho bien en no aceptar una invitación a cenar de su tío Baudu para esa misma noche y en pedirle a su tía que lle­vase a dar una vuelta a Pépé, que estaba otra vez a cargo de la señora Gras. Jean, que había ido a verla el día anterior, cenaba también en casa de su tío. Denise seguía intentado caminar, despacio, prometiéndose meterse en la cama temprano para descansar la pierna, cuando la señora Cabin, la encargada de la vigilancia, llamó a la puerta y le entregó una carta con expre­sión misteriosa. Tras cerrar la puerta, Denise, asombrada ante la discreta sonrisa de la mujer, abrió la carta. Se desplomó en una silla: era de Mouret. Se congratulaba de que estuviera restablecida y le rogaba que bajase aquella noche a cenar con él, puesto que no podía salir. Nada hiriente había en aquella nota, escrita en un tono de paternal confianza. Pero no cabía equivocación algu­na. Todo el mundo estaba al tanto, en El Paraíso, del verdade­ro alcance de aquellas invitaciones que tenían ya categoría de leyenda. Clara había cenado con él; otras también; todas aque­llas en las que se fijaba el dueño. Después de la cena, venía el postre, como decían los dependientes, bromeando. Y, poco a poco, una oleada de sangre fue tiñendo las blancas mejillas de la joven. Entonces, con la carta caída entre las rodillas notando los hondos latidos del corazón, Denise permaneció con los ojos clavados en la cegadora luz de una de las ventanas. En aquel mismo cuarto, durante las horas de insomnio, no le había que­dado más remedio que hacerse una confesión: aún temblaba al ver pasar a Mouret, pero ahora sabía que no era de miedo. Y su anterior malestar, sus pasados temores no podían ser sino la medrosa ignorancia del amor, la turbación que aportaba a su huraño e infantil retraimiento el alborear de un desconocido afecto. No buscaba razones; se limitaba a darse cuenta de que siempre lo había querido, desde el preciso instante en que, tré­mula y balbuciente, se halló en su presencia. Ya lo quería cuan­do lo temía como a un amo despiadado; lo quería cuando su azorado corazón soñaba, inconsciente, con Hutin, sucumbien­do a una necesidad de cariño. Quizá hubiera podido, llegado el caso, entregarse a otro, pero nunca había amado sino a ese hombre, una de cuyas miradas bastaba para aterrarla. Y todo el pasado cobraba nueva vida y desfilaba ante la luz de la ventana. La severidad de los primeros tiempos; aquel paseo tan dulce bajo las oscuras frondas de las Tullerías; y, por fin, aquellos anhelos con que él la rondaba desde el mismo instante de su regreso a los almacenes. La carta resbaló y cayó al suelo. Denise seguía mirando la ventana; y la claridad del sol, que daba de pleno en ella, la deslumbraba. Llamaron de pronto; se apresuró a recoger la carta y la ocul­tó en el bolsillo. Era Pauline, que había alegado un pretexto para poder escaparse de su departamento, y venía a charlar un rato. -¿Estás mejor, querida? Ya no nos vemos casi. Pero, como estaba prohibido subir a las habitaciones y, sobre todo, encerrarse en ellas de dos en dos, Denise se la llevó al final del corredor, donde estaba la sala de reunión, una fineza del director con las señoritas, que podían instalarse en ella para charlar o dedicarse a alguna labor hasta que dieran las once. La estancia, blanca y dorada, mostraba la trivial desnu­dez de un salón de hotel; la amueblaban un piano, una mesa central y unos cuantos sillones y sofás cubiertos de fundas blan­cas. Por lo demás, las dependientes, tras pasar juntas allí varias veladas, en el primer entusiasmo de la novedad, no tardaron mucho en cruzar palabras desagradables cuando coincidían. Estaban todavía sin educar; aquel reducido falansterio carecía de concordia. Por el momento, no solía pasar allí la velada más que la segunda encargada de corsetería, miss Powell, que toca­ba desabridamente algunas piezas de Chopin y cuyo talento, que las demás envidiaban, propiciaba la desbandada general. -Ya ves que estoy mejor del pie -dijo Denise-. Estaba a punto de bajar. -¡Qué dedicación! -exclamó la lencera-. Si yo tuviera un pretexto, bien que me quedaría en mi cuarto y me dedicaría a cuidarme. Se habían sentado ambas en uno de los sofás. Desde que su amiga era segunda encargada en confección, la actitud de Pau­line había cambiado. Se notaba en su cordialidad de persona campechana un matiz respetuoso, una sorpresa al darse cuenta de que la infeliz dependiente de antaño, tan poquita cosa, había emprendido el camino hacia la fortuna. No obstante, Denise la quería mucho y sólo a ella se confiaba, entre el conti­nuo galopar de las doscientas mujeres que trabajaban ahora en la casa. -¿Qué te pasa? -preguntó vehementemente Pauline, al notar la turbación de la joven. -No me pasa nada -le aseguró ésta, con tirante sonrisa. -Sí, sí, algo te ocurre... ¿Es que ya no te fías de mí y por eso no me cuentas tus penas? Entonces, Denise cedió, llevada por la emoción que le hen­chía el pecho y no conseguía calmar. Le tendió a su amiga la carta, balbuciendo: -¡Mira! Me acaba de escribir. Nunca hasta entonces habían hablado abiertamente entre si de Mouret. Pero aquel silencio era, precisamente, como la con­fesión de sus secretas preocupaciones. Pauline estaba al tanto de todo. Tras haber leído la carta, se arrimó a Denise y la cogió por la cintura para susurrarle bajito: -Querida, para serte sincera, yo pensaba que ya habías dado este paso... No te subleves; te aseguro que todos deben de creerlo, igual que lo creía yo. ¡Qué quieres! Se ha dado tanta prisa en hacerte segunda encargada. ¡Y además salta a la vista que anda siempre detrás de ti! Le dio un sonoro beso en la mejilla. Luego, dijo: -Irás esta noche, claro. Denise la miraba sin contestar. Y, de repente, rompió a llo­rar, apoyando la cabeza en el hombro de su amiga, que se quedó muy sorprendida. -Vamos, cálmate. No ha sucedido nada para que te trastor­nes así. -No, no, déjame -tartamudeaba Denise-. Si supieras qué pena tengo. Desde que he recibido esta carta, es que no vivo... Déjame llorar, me alivia. Muy compasiva, aunque sin entender qué motivos tenía, la lencera intentó consolarla. Para empezar, ya había dejado a Clara. Era cierto que decían que estaba con una señora que no era de la casa, pero nadie lo sabía de cierto. Luego, le explicó que no se podían tener celos de un hombre que ocupaba semejante posición. Era demasiado rico y, en último término, era el dueño. Denise la escuchaba. Y, en el caso de que aún hubiese igno­rado que lo amaba, habría adquirido la certidumbre de ello al notar cómo se le retorcía de dolor el corazón ante el nombre de Clara y la alusión a la señora Desforges. Oía la voz aviesa de Clara y se acordaba de cómo la señora Desforges la había lleva­do arriba y abajo por los almacenes con su despectivo comportamiento de mujer rica. -¿Así que tú irías? -preguntó. Pauline exclamó, sin pararse a pensarlo: -Naturalmente. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Luego, se quedó pensativa y añadió: -Habría ido antes; ahora, no. Porque voy a casarme con Baugé y la verdad es que no estaría bien. Efectivamente, iba a casarse a mediados de mes con Baugé, que había dejado hacía poco El Económico para entrar en El Paraíso de las Damas. A Bourdoncle le agradaban muy poco los matrimonios; no obstante, contaban con el permiso oportuno y tenían, incluso, la esperanza de conseguir quince días de per­miso. -Ya lo ves -declaró Denise-. Cuando un hombre quiere a una mujer, se casa con ella... Baugé va a casarse contigo. Pauline rió sin malicia. -Pero, querida mía, no es lo mismo. Baugé se casa conmigo porque es Baugé. Somos los dos iguales, y es lo lógico... Mien­tras que el señor Mouret... ¿Cómo se va a casar el señor Mouret con sus empleadas? -¡No, no, claro que no! -exclamó la joven, soliviantada ante aquel absurdo-. Y por eso mismo no habría debido escribirme. Aquel razonamiento acabó de dejar pasmada a la lencera. En el rostro rollizo y los ojillos tiernos se traslucía una maternal compasión. Luego se levantó, abrió el piano y tocó despacio, con un solo dedo, la canción infantil del buen rey Dagoberto, para animar un poco el ambiente, sin duda. Hasta la desnudez del salón, que las fundas blancas resaltaban aún más, subían los ruidos de la calle, la melopea lejana de una vendedora que pre­gonaba guisantes. Denise, hundida en el sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo de madera, ahogaba en el pañuelo un nuevo ataque de llanto que la hacía estremecerse. -¡Otra vez! -dijo Pauline, dándose la vuelta-. No eres ni pizca de sensata, la verdad... ¿Por qué me has traído aquí? Deberíamos habernos quedado en tu cuarto. Se arrodilló delante de ella y siguió con sus sermones. ¡Cuántas otras habrían querido estar en su lugar! Además, si no le gustaba el asunto, la cosa era bien sencilla: que dijera que no, sin llevarse aquel disgusto. Pero tenía que pensarlo bien antes de jugarse la posición que había alcanzado con una negativa que no tenía razón de ser, ya que no estaba compro­metida con nadie. ¿Era tan tremendo lo que pasaba? Y estaba cuchicheando jovialmente unas cuantas bromas para rematar la regañina, cuando llegó desde el corredor un ruido de pasos. Pauline corrió hacia la puerta para echar una ojeada. -¡Chisss! La señora Aurélie -susurró-. Me voy corriendo... Y sécate los ojos, que no hay por qué dar un cuarto al pregonero. Cuando Denise se quedó sola, se puso de pie, se tragó las lágrimas y, con manos temblorosas, temiendo que la sorpren­dieran en aquel estado, fue a cerrar el piano que su amiga se había dejado abierto. Pero oyó que la señora Aurélie llamaba a la puerta de su cuarto y salió del salón. -¡Cómo! ¡Se ha levantado! -exclamó ésta-. Es una impru­dencia, mi querida niña. Subía, precisamente, a preguntarle qué tal estaba y a decirle que no la necesitamos abajo. Denise le aseguró que estaba mejor y que le sentaría bien hacer algo y distraerse. -No me cansaré, señora Aurélie. Acomódeme usted en una silla e iré anotando. Bajaron ambas. La señora Aurélie, muy solícita, obligaba a Denise a apoyársele en el hombro. Debía de haberse fijado en que la joven tenía los ojos enrojecidos, pues la examinaba a hurtadillas. Lo más probable era que estuviese enterada de muchas cosas. La de Denise había sido una victoria inesperada: había aca­bado por conquistar al personal del departamento. Tras haber luchado antaño durante cerca de diez meses, con el tormento de ser la víctima propiciatoria, sin conseguir que cejase la mala voluntad de sus compañeras, al fin se había hecho con ellas en pocas semanas; y ahora veía cómo la rodeaban, dúctiles y respe­tuosas. El repentino afecto de la señora Aurélie le había sido de gran ayuda en aquella ingrata tarea de ganarse los corazo­nes; corría la voz, entre cuchicheos, de que la encargada era la alcahueta de Mouret y lo servía en asuntos delicados. Si prote­gía tan calurosamente a la joven, debía de ser que alguien se la encomendaba de forma muy especial. Pero, además, Denise había recurrido a todo su encanto para desarmar a sus enemi­gas. El empeño era tanto más arduo cuanto que tenía que con­seguir que le perdonasen su ascenso a segunda encargada. Las otras dependientes ponían el grito en el cielo, diciendo que era una injusticia y la acusaban de haberse ganado el puesto tomando el postre con el patrón. Y llegaban, incluso, a añadir detalles abominables. Pero, aunque se rebelaban, la categoría de segunda encargada les iba haciendo mella; Denise adquiría poco a poco una autoridad que asombraba y doblegaba a las más hostiles. Pronto hubo, entre las recién llegadas, quienes le bailaron el agua. La dulzura y la modestia de su carácter rema­taron la conquista. Marguerite se pasó a su bando. La única en seguir con su malquerencia fue Clara, que aún se atrevía a veces a aplicarle el antiguo insulto de «desgreñada», que ya no divertía a nadie. Mientras había durado el breve capricho de Mouret, había descuidado el trabajo, abusando de una haraga­nería charlatana y vanidosa. Luego, al cansarse él en seguida, ni siquiera se quejó; el desorden galante de la vida que llevaba la incapacitaba para sentir celos, y se limitaba a la satisfacción de haber sacado en limpio la ventaja de que la tolerasen aun­que no trabajara. Pero opinaba que Denise le había robado la sucesión de la señora Frédéric. Nunca habría aceptado el pues­to, que daba demasiados quebraderos de cabeza. Pero la molestaba que le hicieran ese feo, pues tenía los mismos dere­chos que la otra y, además, los suyos eran anteriores. -¡Anda! ¡Han sacado a pasear a la recién parida! -susurró al ver que llegaba la señora Aurélie. con Denise cogida de su brazo. Marguerite se encogió de hombros y dijo: -¡Se creerá usted graciosa! Daban las nueve. Fuera, el cielo, de un azul abrasador, cal­deaba las calles; los coches de punto rodaban hacia las estacio­nes; todos los vecinos de la ciudad, ataviados con las galas del domingo, se dirigían, en largas filas, a los bosques de los alre­dedores. En los almacenes, donde entraba el sol a chorros por los ventanales abiertos, el personal, prisionero, acababa de empezar el balance. Habían quitado los pomos de las puertas y la gente se detenía en la acera y miraba por los cristales, asom­brada de que, aunque los almacenes estuvieran cerrados, hubiese dentro tanta actividad. De un extremo a otro de las galerías, de un piso a otro, había un continuo discurrir de empleados, se veían brazos en alto y paquetes que pasaban volando por encima de las cabezas. Y todo ello entre una tem­pestad de gritos, de cifras voceadas, cuya confusión crecía y se quebraba en un ensordecedor escándalo. Cada uno de los treinta y nueve departamentos trabajaba por su cuenta, sin ocuparse de los departamentos colindantes. Por lo demás, ape­nas si acababan de empezar a vaciar los casilleros; aún no había en el suelo sino unas cuantas piezas de tela. Habría que dar más presión al vapor, si pretendían acabar aquella noche. -¿Por qué ha bajado? -siguió diciendo Marguerite, solícita, dirigiéndose a Denise-. Va a ponerse peor y tenemos brazos de sobra. -Eso mismo le he dicho yo -declaró la señora Aurélie-. Pero, a pesar de todo, se ha empeñado en echarnos una mano. Todas las señoritas se agolparon en torno a Denise, con lo que se interrumpió el trabajo. Le daban la enhorabuena por la mejoría; escuchaban, entre aspavientos, la historia de la torce­dura. Por fin, la señora Aurélie la acomodó ante una mesa y quedaron en que se limitaría a ir anotando los artículos que las demás cantasen. Por lo demás, el domingo del balance se echa­ba mano de todos los empleados capaces de manejar una pluma: de los inspectores, de los cajeros, de los escribientes e, incluso, de los mozos de almacén. Luego, los diferentes depar­tamentos se repartían a aquellos ayudantes de un día para aca­bar la tarea contra viento y marea y lo antes posible. En conse­cuencia, Denise quedó instalada al lado del cajero Lhomme y del mozo Joseph, que se inclinaban, ambos, sobre grandes hojas de papel. -¡Cinco abrigos de paño con vueltas de piel, talla tres, a dos­cientos cuarenta! -voceaba Marguerite-. ¡Cuatro ídem, talla uno, a doscientos veinte! Se reanudó el trabajo. Detrás de Marguerite, tres dependien­tes vaciaban los armarios, clasificaban los artículos, se los entre­gaban todos juntos. Y ella, tras haberlos cantado, los arrojaba encima de la mesa, en donde se iban apilando poco a poco, formando gigantescos montones. Lhomme anotaba; Joseph confeccionaba otra lista, para cotejar ambas. Entretanto, la señora Aurélie en persona, con la ayuda de otras tres depen­dientes, iba cantando, por su parte, las prendas de seda, que Denise anotaba en unas hojas. Clara era la encargada de cuidar de los montones, de ordenarlos y afianzarlos, para que ocupa­sen el menor espacio posible en las mesas. Pero no se esmeraba ni poco ni mucho, v varias pilas de prendas se estaban desplo­mando ya. -Dígame -le preguntó a una dependiente joven, que había entrado aquel invierno-, ¿espera usted una subida?... Ya estará enterada de que piensan pagar dos mil francos a la segunda encargada así que, con la participación, se va a sacar cerca de siete mil. La otra dependiente respondió, sin dejar de descolgar tapa­dos, que si no le daban ochocientos francos se buscaría otra cosa. A los empleados les subían el sueldo al día siguiente del balance; era también por entonces cuando, tras saberse la cifra anual de recaudación, los jefes de departamento cobraban su participación en el incremento de dicha cifra, comparada con la del año anterior. Por lo tanto, pese al zafarrancho reinante, circulaban a buen ritmo comadreos exaltados. Tras vocear un artículo y antes de vocear el siguiente, sólo se hablaba de dine­ro. Corría la voz de que la señora Aurélie iba a superar los vein­ticinco mil francos. Y aquella cantidad enorme tenía muy emo­cionadas a las señoritas. Marguerite, la vendedora más hábil después de Denise, había conseguido cuatro mil quinientos francos: mil quinientos de sueldo fijo y alrededor de tres mil de porcentaje. En cambio, Clara no llegaba, en total, a los dos mil quinientos. -¡A mí me importan un bledo las subidas! -añadió esta últi­ma, hablando con la dependiente joven-. ¡A buenas horas iba a seguir yo aquí si mi padre se muriese! Pero lo que me saca de quicio son los siete mil francos de esa menudencia de mujer. ¿A usted qué le parece? La señora Aurélie interrumpió la charla airadamente, vol­viéndose hacia ellas con su expresión altanera. -¡Cállense de una vez, señoritas! ¡Palabra que no hay forma de entenderse! Y, luego, siguió voceando: -¡Siete capas, seda siciliana, talla uno, a ciento treinta!.. ¡Tres polonesas, surá, talla dos, a ciento cincuenta!... ¿Me sigue, señorita Baudu? -Sí, señora Aurélie. En ese instante, tuvo que ordenar Clara las brazadas de pren­das que se apilaban en las mesas. Hizo sitio, empujándolas. Pero no tardó en desentenderse de ellas otra vez para ver qué quería un dependiente que la andaba buscando. Era Mignot, el guantero, que se había escabullido de su departamento. Le pidió en voz baja veinte francos; ya le debía treinta, que le había pedido prestados al día siguiente de unas carreras, tras haber perdido el sueldo de la semana apostando a un caballo. Ahora, ya tenía gastada por adelantado la comisión que había cobrado la víspera y no le quedaba ni medio franco para pasar el domin­go. Clara sólo llevaba encima diez francos, que le prestó de bas­tante buen grado. Y se pusieron a charlar, comentando la salida que habían hecho, entre seis, para cenar en un restaurante de Bougival, donde las mujeres habían pagado su parte; era prefe­rible, todo el mundo estaba más a gusto. Luego, Mignot, que no renunciaba a sus veinte francos, fue a hablarle al oído a Lhomme. Éste tuvo que dejar de escribir y pareció muy violen­to. No obstante, no se atrevió a negarle el dinero y ya estaba buscando una moneda de diez francos en el monedero cuando a la señora Aurélie le extrañó no oír la voz de Marguerite, que había tenido que interrumpir el trabajo. Vio a Mignot y se dio cuenta de lo que sucedía. Lo envió con cajas destempladas a su departamento; no tenía ella necesidad de que viniera nadie a entretener a las señoritas. En realidad, le tenía miedo a aquel joven, el amigo íntimo de su hijo Albert, el cómplice de aque­llas vidriosas diversiones que la hacían estremecer de miedo cuando pensaba en que algún día podían acabar mal. En con­secuencia, en cuanto Mignot se fue a toda prisa con sus diez francos, no pudo por menos de decirle a su marido: -Pero ¿cómo es posible que te dejes timar así? -Mujer, la verdad es que no podía negarle al muchacho... Ella lo hizo callar, encogiendo los robustos hombros. Luego, como las dependientes, aunque lo disimulasen, estaban disfru­tando con aquella bronca familiar, añadió en tono severo: -Vamos, señorita Vadon, a ver si espabilamos. -¡Veinte paletós, casimir doble, talla cuatro, a dieciocho cin­cuenta! -dijo Marguerite con su entonación cantarina. Lhomme, con la cabeza gacha, se había puesto de nuevo a escribir. Poco a poco, le habían ido subiendo el sueldo hasta nueve mil francos. Pero no había perdido su humildad ante la señora Aurélie, que seguía aportando casi el triple a la econo­mía familiar. La tarea progresó, durante un rato. Las cifras volaban, las brazadas de prendas caían encima de las mesas como una llu­via prieta. Pero a Clara se le había ocurrido otra diversión y empezó a gastar bromas a Joseph, el mozo, acerca de la pasión que todas le atribuían por una joven que trabajaba en el servi­cio de muestras. Dicha joven, flaca y pálida, que había cumpli­do ya los veintiocho años, era una protegida de la señora Des­forges. Esta se había empeñado en que Mouret la contratase como dependiente y le había contado, para conseguirlo, una conmovedora historia: se trataba de una huérfana, la última descendiente de los Fontenailles, familia de rancio abolengo del Poitou, que se había encontrado de la noche a la mañana en París con la carga de un padre borracho; aunque venida a menos, seguía siendo decente, y poseía una educación excesi­vamente rudimentaria para poder colocarse de institutriz o vivir dando clases de piano. Mouret solía indignarse cuando le recomendaban a muchachas pobres de buena familia, pues decía que no había criaturas más inútiles, más insoportables y con ideas más erradas. Y, además, una dependiente no se podía improvisar. Era menester haber pasado por un aprendi­zaje, pues se trataba de una profesión compleja y delicada. No obstante, contrató a la protegida de la señora Desforges, pero la destinó al servicio de muestras, de la misma forma que había colocado anteriormente en el servicio de publicidad, para complacer a unos amigos, a dos condesas y a una baronesa, dándoles el cometido de escribir fajas y sobres. La señorita De Fontenailles ganaba tres francos diarios, con los que vivía pre­cariamente en una diminuta habitación de la calle de Argen­teuil. A fuerza de verla con aquella cara de tristeza y humilde­mente ataviada, Joseph, que ocultaba un corazón sensible tras su callada rigidez de ex soldado, había acabado por enterne­cerse. No admitía el interés que le inspiraba, pero se ruboriza­ba cuando le gastaban bromas las dependientes de confección, pues, como el servicio de muestras estaba en un sala próxima al departamento, ellas se habían fijado en que rondaba conti­nuamente por la puerta. -Joseph anda muy distraído -susurraba Clara-. Se le van los ojos hacia la lencería. Habían echado mano de la señorita De Fontenailles para que ayudase en el balance de la sección de canastillas de novia. Y como era cierto que el mozo lanzaba continuas ojeadas hacia esa sección, las dependientes se echaron a reír. Y él, azorado, se embebió en sus hojas, en tanto que Marguerite, para ahogar el risueño torrente que le cosquilleaba en la garganta, voceaba aún más alto: -¡Catorce chaquetas entalladas, paño inglés, talla dos, a quince francos! Al hacerlo, ahogó la voz de la señora Aurélie, que estaba cantando unos tapados y dijo, molesta, con majestuosa lenti­tud: -No grite tanto, señorita, que no estamos en el mercado de abastos... ¡Qué poco sensatas son ustedes! Perder el tiempo en chiquilladas, cuando andamos con tantos apuros. Precisamente en ese instante, como Clara no atendía a las pilas de ropa, se produjo la catástrofe. Unos abrigos, al desplo­marse, arrastraron todas las prendas amontonadas en la mesa, que cayeron al suelo, unas encima de otras, cubriendo la alfombra. -¡Si ya lo decía yo! -exclamó la encargada, fuera de sí-. ¡Tenga un poco de cuidado, señorita Prunaire! ¡Esto no hay quien lo aguante! Hubo entonces una leve conmoción: Mouret y Bourdoncle, que estaban haciendo la ronda, acababan de aparecer. Se rea­nudaron las voces, chirriaron las plumas y Clara se apresuró a recoger las prendas. La aparición del dueño no interrumpió el trabajo. Se quedó allí unos minutos, mudo, sonriente; sólo los labios palpitaban, con un temblor febril, en el rostro risueño y triunfante de los días de balance. Al ver a Denise, estuvo a punto de escapársele un gesto de asombro. ¿Así que había bajado? Su mirada se cruzó con la de la señora Aurélie. Luego, tras una breve vacilación, entró en las canastillas. No obstante, el leve murmullo había avisado a Denise, que alzó la cabeza. Y, tras reconocer a Mouret, volvió a inclinarse, sin más, sobre las hojas. Desde que había empezado a escribir maquinalmente, atendiendo al regular anuncio de los artícu­los, se había ido serenando. Siempre la agobiaba así el primer y excesivo desbordamiento de su sensibilidad: la ahogaban las lágrimas, la pasión doblaba su tormento; y luego le volvía la sensatez, recobraba un admirable y sosegado coraje, una fuer­za de voluntad suave e inexorable. Ahora, con la mirada limpia y la tez pálida, no la estremecía ni el menor escalofrío y se entregaba por completo a la tarea, resuelta a refrenar el cora­zón y no hacer sino su propia voluntad. Dieron las diez. El ruidoso jaleo del balance iba creciendo en los revueltos departamentos. Y, bajo cuerda, entre las ince­santes voces que se entrecruzaban por doquier, circulaba la misma noticia, con sorprendente rapidez. Todos los depen­dientes estaban enterados ya de que Mouret había escrito por la mañana a Denise para invitarla a cenar. La indiscreción era obra de Pauline. Al bajar, muy trastornada aún, se había encon­trado, en los encajes, con Deloche. Y, sin reparar en Liénard, que estaba hablando con el joven, había dado rienda suelta a su preocupación: -Ya está, querido amigo... Acaba de recibir la carta. La invita esta noche. Deloche se puso lívido. Había entendido a la primera, pues, con frecuencia, le hacía preguntas a Pauline y ambos hablaban a diario de su común amiga, del arrebato de ternura de Mou­ret, de la famosa invitación que no podría por menos que dar remate a la aventura. Y ella, además, lo reñía por estar enamo­rado en secreto de Denise, de la que nunca conseguiría nada, y se encogía de hombros cuando él opinaba que la joven hacía bien en resistirse al patrón. -Está mejor del pie; va a bajar ahora -siguió diciéndole Pau­line-. Pero no ponga esa cara de funeral... Es una suerte que le pase algo así. Y se apresuró a regresar a su departamento. -¡Acabáramos! -susurró Liénard, que lo había oído todo-. Se trata de la señorita de la torcedura... ¡Pues hizo usted bien en no dejarlo para más adelante cuando la estuvo defendiendo anoche! Y él también se fue a toda prisa; pero, cuando regresó al departamento de géneros de lana, ya había contado la historia de la carta a cuatro o cinco dependientes. Y, en menos de diez minutos, la noticia acababa de recorrer todos los almacenes. La última frase de Liénard se refería a algo que había sucedi­do la víspera en el café Saint-Roch. Deloche y él eran ahora íntimos. El primero se había quedado con la habitación de Hutin en el Hotel de Esmirna, pues este último, al ascender a segundo encargado, había alquilado una reducida vivienda de tres habitaciones. Y ambos dependientes venían juntos, por la mañana, a El Paraíso y se esperaban, por la tarde, para volver juntos. Tenían habitaciones contiguas, que daban al mismo patio tenebroso, un angosto pozo cuyos olores apestaban la pensión. Se llevaban bien, pese a ser muy diferentes: uno des­pilfarraba despreocupadamente el dinero que le sacaba a su padre; el otro no tenía un céntimo y sufría mil torturas en su empeño por ahorrar. Pero ambos tenían en común, no obstan­te, la poca maña para la venta y, por tal motivo, seguían vege­tando en sus respectivos departamentos, sin conseguir nunca que les subieran el sueldo. Cuando salían de los almacenes, vivían, como quien dice, en el café Saint-Roch, en donde ape­nas había clientes durante el día; pero, a eso de las ocho y media, lo llenaba a rebosar una oleada de empleados de comercio, la misma que vomitaba la alta puerta de la plaza de Gaillon. A partir de aquel momento, reinaba, entre la densa humareda de las pipas, un ruido ensordecedor de fichas de dominó, de risas, de chillonas exclamaciones. La cerveza y el café corrían a mares. En el rincón de la izquierda, Liénard pedía consumiciones caras, mientras que Deloche se confor­maba con una jarra de cerveza, que tardaba cuatro horas en beberse. Allí era donde había oído a Favier, en una mesa veci­na, referir abominaciones acerca de Denise y de la forma en que se «había trasteado» al patrón, remangándose las faldas cuando subía por una escalera delante de él. Se había conteni­do para no abofetearlo. Luego, como el otro insistía, diciendo que todas las noches la chiquita bajaba a reunirse con su aman­te, se volvió loco de rabia: -¡Qué sinvergüenza!... Está mintiendo; está mintiendo, ¿me oye? Y, trastornado por la emoción, se le escapaban confesiones que balbucía dando rienda suelta a cuanto le rebosaba del corazón: -La conozco y lo sé muy bien... Nunca le ha interesado más que un hombre: sí, el señor Hutin; y, encima, él ni se llegó a enterar. No puede alardear siquiera de haberla rozado con la yema de los dedos. El relato de aquel enfrentamiento, corregido y aumentado, andaba ya divirtiendo al personal de la casa cuando empezó a circular la historia de la carta de Mouret. Al primero al que contó Liénard la noticia fue, precisamente, a un sedero. En el departamento de la seda, el balance transcurría sin contratiem­pos. Favier y dos de los dependientes, subidos en unos escabeles, vaciaban los casilleros y le iban pasando las piezas de tela a Hutin; éste, de pie en el centro de una mesa, voceaba las cifras, tras haber consultado las etiquetas, y arrojaba, luego, las telas sobre el entarimado, que éstas iban cubriendo poco a poco, subiendo como una marea de otoño. Otros empleados escri­bían; Albert Lhomme los ayudaba, con el rostro macilento, pues no había dormido, sino que había pasado la noche en un baile del barrio de La Chapelle. Por las cristaleras del patio, que per­mitían ver el ardiente azul del cielo, entraba el sol a raudales. -¡Que echen los toldos! -gritaba Bouthemont, que vigilaba afanosamente el trabajo-. ¡No hay quien aguante este sol! Favier rezongó por lo bajo, mientras se ponía de puntillas para alcanzar una pieza. -¡Debería estar prohibido tener encerrada a la gente con un tiempo tan estupendo! ¡Todavía está por ver que llueva un día de balance! ¡Y nos tienen aquí, presos como galeotes, mientras todo París anda de paseo! Le pasó la pieza a Hutin. En la etiqueta constaba la cantidad de metros, de la que iban restando las ventas, con lo cual se simplificaba mucho el trabajo. El segundo encargado voceó: -¡Seda de fantasía, de cuadritos, veintiún metros, a seis cin­cuenta! Y la seda fue a engrosar el montón del suelo. Hutin reanudó acto seguido la charla que mantenía con Favier, preguntándole: -¿Así que quiso pegarle? -Pues, sí. Yo estaba bebiéndome una jarra de cerveza, tan tranquilo... Lástima de trabajo que se tomó en desmentirme. La chiquita acaba de recibir una carta del patrón, que la invita a cenar. No se habla de otra cosa. -¿Cómo? ¿No era ya cosa hecha? Favier le alargó otra pieza. -¿A que cualquiera hubiera puesto la mano en el fuego? Si parecía un apaño antiguo... -¡Idem, veinticinco metros! -voceó Hutin. Se oyó el golpe sordo de la pieza, al caer al suelo. Y el encar­gado añadió, bajando la voz: -Ya estará usted enterado de que se dio a la vida alegre cuan­do vivía en casa de ese viejo chiflado de Bourras. Ahora, el asunto era la comidilla de todo el departamento, sin que, por ello, se interrumpiera la tarea. El nombre de la joven iba de boca en boca, en voz baja; corrían los cuchicheos entre espaldas inclinadas y caras con expresión de gula. El pro­pio Bouthemont, que disfrutaba con las historias picantes, no pudo por menos de soltar una broma de tan mal gusto que se quedó encantado de su hallazgo. Albert se despabiló y juró que había visto a la segunda encargada de la confección en un cafe­tín con dos militares. En ese preciso momento, volvía Mignot con los veinte francos que acababa de pedir prestados; se detuvo para meterle diez francos en la mano a Albert y concertar una cita para la noche, para una juerga que tenían planeada y con la que no habían podido seguir adelante por falta de dine­ro; ahora ya era posible, pese a la modestia de la suma. Y cuan­do el lindo Mignot se enteró del envío de la carta, hizo un comentario tan soez que a Bouthemont no le quedó más reme­dio que tomar cartas en el asunto. -Ya está bien, señores. No es asunto que les importe... Venga, adelante, señor Hutin. -¡Seda de fantasía, de cuadritos, treinta y dos metros, a seis cincuenta! -gritó éste. Las plumas volvían a rasgar el papel, las piezas caían al suelo con regularidad, la marea de tejidos seguía subiendo, como si se vertiese en ella el caudal de un río. Y no acababan nunca de cantar sedas de fantasía. Favier comentó entonces, a media voz, que iba a quedar un bonito remanente. Contenta se iba a poner la dirección. Aquel simple de Bouthemont era quizá el primer comprador de París, pero nunca se había visto un vendedor más inútil. Hutin sonreía, satisfecho, dándole la razón con una amistosa mirada. Pues, tras haber llevado a Bouthemont a El Paraíso de las Damas para desplazar a Robineau, ahora le estaba minando el terreno, con la idea fija de quitarle el puesto. Volvía la misma guerra de antaño: las insinuaciones pérfidas susurra­das al oído a los jefes; el celo excesivo, para darse a valer; toda una campaña llevada a cabo con afable y solapada perfidia. Y, mientras tanto, Favier, al que Hutin trataba con redoblada con­descendencia, lo miraba con disimulo, flaco y frío, con expre­sión biliosa, como si calibrase de cuántos mordiscos podría zamparse al rechoncho hombrecillo; con trazas de estar esperando a que su colega se merendase a Bouthemont para, luego, merendarse él a Hutin. Si éste llegaba a jefe de sección, Favier contaba con obtener el puesto de segundo encargado. Y, luego, ya se vería. Y ambos, presas de la fiebre que prendía de punta a punta en los almacenes, hablaban de las probables subidas, sin dejar, por ello, de cantar el remanente de sedas de fantasía; era de prever que, aquel año, Bouthemont llegase a los treinta mil francos; Hutin pasaría de los diez mil; Favier calculaba que, entre el fijo y el porcentaje, alcanzaría los cinco mil quinientos. Las ganancias del departamento crecían de temporada en tem­porada y los dependientes ascendían y duplicaban los ingresos, como los oficiales en tiempos de campaña. -Pero ¿hasta cuándo van a durar estas seditas ligeras? -dijo, de pronto, Bouthemont, irritado-. Es que hay que ver qué pri­mavera hemos tenido. ¡Venga agua! Sólo se han vendido sedas negras. Mirando cómo crecía el montón en el suelo, se le iba ensom­breciendo el rostro lleno y jovial; en tanto, Hutin repetía más alto, con sonora voz, en la que apuntaba un tono triunfal: -¡Seda de fantasía, de cuadritos, veintiocho metros, a seis cincuenta! Todavía quedaba un casillero lleno. Favier, con los brazos rendidos, iba despacio. Mientras le daba, al fin, las últimas pie­zas a Hutin, siguió diciendo, en voz baja: -¡Hombre! ¡Se me estaba olvidando!... ¿Le habían contado que la segunda encargada de confección estuvo una tempora­da por los huesos de usted? El joven pareció muy sorprendido: -¡Caramba! ¿Cómo es eso? -Pues sí; la confidencia viene del pánfilo de Deloche... Ya me acuerdo de que, hace tiempo, hubo una temporada en que no le quitaba a usted los ojos de encima. Desde que era segundo encargado, Hutin desdeñaba a las artistas de café cantante, y se lo veía con maestras. Aunque muy halagado en el fondo, repuso con tono de desprecio: -A mí me gustan más llenitas, querido amigo. Y, además, uno no se va con cualquiera, como hace el patrón. Se interrumpió para decir a voces: -Pul de seda blanco, treinta y cinco metros, a ocho francos con setenta y cinco. -¡Vaya! ¡Ya era hora! -susurró Bouthemont con alivio. Pero sonó una campana. Era el segundo turno, en el que almorzaba Favier. Se bajó del escabel y otro dependiente ocupó su lugar. Tuvo que saltar por encima del caudal de pie­zas de tela, que había seguido creciendo sobre el entarimado. Ahora, en todos los departamentos, otros tantos aludes seme­jantes cubrían el suelo y entorpecían el paso. Los casilleros, las cajas, los armarios se iban vaciando poco a poco, en tanto que las mercancías desbordaban por doquier, bajo los pies, entre las mesas, como en una imparable crecida. En la ropa blanca, retumbaba la pesada caída de las pilas de calicó; en la merce­ría, se oía un leve entrechocar de cajas metálicas; de la sección de muebles, llegaba un tronar lejano. Todas las voces se alza­ban juntas: voces chillonas, voces untuosas... Los números sil­baban por el aire. Un chisporroteante clamor recorría la gigantesca nave: el clamor de los bosques, en enero, cuando sopla el viento entre las ramas. Favier consiguió pasar, al fin, y llegó hasta la escalera de los refectorios, que, desde las obras de ampliación de El Paraíso de las Damas, estaban en el cuarto piso de los edificios nuevos. Subió deprisa y alcanzó a Deloche y Liénard, que subían delan­te de él; esperó entonces, para reunirse con Mignot, que lo seguía. -¡Demonios! -exclamó, en el corredor de la cocina, ante la pizarra donde estaba escrito el menú-. Ya se ve que estamos de balance. ¡Fiesta completa! Pollo o filetes de pierna de cordero; y alcachofas en aceite. ¡Muy poca salida le van a dar al cordero! Mignot reía con sarcasmo, mientras decía por lo bajo: -¿Es que hay alguna epidemia entre las aves de corral? Entretanto, Deloche y Liénard habían cogido sus raciones y se habían ido. Entonces, Favier se agachó y dijo por la venta­nilla: -Pollo. Pero tuvo que esperar. Uno de los pinches que cortaban la carne acababa de darse un tajo en un dedo y reinaba cierta confusión. Favier se quedó asomado a la ventanilla, mirando la cocina, una gigantesca instalación, en cuyo centro se hallaban los fogones, hasta los que llegaban, por unos raíles fijados al techo mediante un sistema de poleas y cadenas, las colosales marmitas que cuatro hombres juntos no habrían podido mover. Los cocineros, blanquísimos contra el rojo oscuro de la fundición vigilaban el cocido para la cena, subidos a unas esca­leras de hierro blandiendo largos palos que remataban unas espumaderas. Contra la pared, unas parrillas que habrían ser­vido para chamuscar mártires; unas cazuelas, en las que se podía sofreír un cordero; un monumental calientaplatos; una pila de mármol en la que corría un ininterrumpido chorro de agua. Y, a la izquierda, se podía ver también un lavadero, unos fregaderos de piedra del tamaño de una piscina; mientras que, enfrente, a la derecha, estaba la despensa, en la que se divisa­ban a medias las rojas piezas de carne colgadas de garfios de acero. Un aparato de pelar patatas funcionaba con un tic tac de molino. Cruzaron unos pinches, arrastrando dos carritos llenos de hojas de lechuga; iban a refrescarlas bajo el grifo. -Pollo -repitió Favier, impaciente. Luego, volviéndose, dijo: -Hay uno que se ha cortado. ¡Qué asco! Está chorreando la sangre en la comida. Mignot quiso verlo también. La cola de dependientes iba creciendo. Había risas y empujones. Ahora los dos jóvenes habían metido la cabeza por la ventanilla y comentaban aque­lla cocina de falansterio, en la que todos y cada uno de los utensilios, incluso los espetones y las agujas de mechar, eran de tamaño desmesurado. Había que servir dos mil almuerzos y dos mil cenas, sin contar con que el número de empleados iba en aumento cada semana. Aquel abismo se tragaba a diario dieciséis hectolitros de patatas, ciento veinte libras de mante­quilla, seiscientos kilos de carne; y, para cada comida, había que espichar tres barricas; casi setecientos litros de vino pasa­ban por el mostrador de la cantina. -¡Hombre! ¡Menos mal! -murmuró Favier, cuando el coci­nero de turno regresó con un barreño en el que pinchó un muslo para servírselo. -Pollo -dijo Mignot, cuando le llegó la vez. Y ambos entraron con sus platos en el refectorio, tras haber cogido su ración de vino en la cantina. Mientras tanto, a su espalda, la palabra «pollo» volvía una y otra vez, con ritmo regular, y se oía cómo el tenedor del cocinero pinchaba los tro­zos con un leve ruido, una ininterrumpida cadencia. El refectorio de los dependientes era ahora una gigantesca estancia en donde cabían sin apreturas los quinientos comen­sales de cada uno de los tres turnos. Los cubiertos y los platos se alineaban encima de largas mesas de caoba, que corrían a lo ancho, en líneas paralelas; en ambos extremos de la sala, se hallaban unas mesas semejantes, reservadas para los inspecto­res y los jefes de departamento; en el centro, había un mostrador para los extras. Unas amplias ventanas, situadas a derecha e izquierda, iluminaban con blanca claridad aquella galería cuyo techo, pese a los cuatro metros de altura, parecía bajo, pues lo achataba lo desmesurado de las otras dimensiones. En las paredes, pintadas al aceite en un tono amarillo claro, no había más adorno que los casilleros para las servilletas. Tras este primer refectorio, venía el de los mozos de almacén y los cocheros en los que se servían las comidas sin hora fija, a medida que lo permitían las necesidades del servicio. -¡Cómo! ¿También a usted le ha tocado muslo, Mignot? -dijo Favier, tras sentarse a una de las mesas, frente a su colega. Otros dependientes iban tomando asiento a su alrededor. No había mantel y los platos sonaban contra la caoba como si estuvieran cascados. Todos lanzaban exclamaciones de asom­bro, pues la cantidad de muslos era realmente prodigiosa. -¡Otra vez nos las vemos con aves de corral que no tienen más que patas! -comentó Mignot. A algunos les habían tocado los huesos de la pechuga y pro­testaban. La comida, empero, había mejorado mucho después de las reformas. Mouret no le daba ya a un contratista una can­tidad fija. Se había hecho cargo también de la cocina y la había convertido en un servicio con la misma organización de los departamentos: un jefe, unos subjefes y un inspector. Le salía más caro, pero el personal, mejor alimentado, rendía más. Era éste un cálculo humanitariamente interesado que había tenido consternado a Bourdoncle durante una larga temporada. -Pues dirán ustedes lo que quieran, pero el muslo que me ha tocado está tierno -añadió Mignot-. ¡A ver ese pan! La hogaza daba la vuelta a la mesa. Mignot fue el último en cortarse una rebanada, y volvió a clavar el cuchillo en la corte­za. Algunos rezagados acudían y se ponían en la cola; de un extremo a otro del refectorio, pasaba por las largas mesas, como una ráfaga de viento, un apetito feroz, que había dupli­cado la tarea matutina. Iban en aumento el tintineo de los tenedores; el gorgoteo de las botellas, al apurarlas; el choque de los vasos, al posarlos con excesiva fuerza; el ruido de piedra de amolar de quinientas mandíbulas recias masticando con energía. Se cruzaban pocas palabras en aquellos momentos; y casi no se entendían, pues las pronunciaban con la boca llena. Deloche, que se sentaba entre Baugé y Liénard, se hallaba casi enfrente de Favier, a pocos puestos de distancia. Ambos habían cruzado una mirada de rencor. Los vecinos de mesa, que estaban al tanto de su enfrentamiento de la víspera, anda­ban de cuchicheos. Provocó, luego, risas la desventura de Delo­che, siempre muerto de hambre y con tan mala suerte que le tocaba, inevitablemente, la peor ración de la mesa. Tenía ahora en el plato un trozo de pescuezo y unos pocos huesos. Dejaba correr las burlas, sin decir nada, comiendo grandes bocados de pan y rebañando el pescuezo con el arte infinito de un muchacho que siente por la carne el respeto que ésta se merece. -¿Por qué no va a protestar? -le preguntó Baugé. Pero Deloche se encogió de hombros. ¿Para qué? A él, esas cosas nunca le salían bien. Cuando no se resignaba, todo iba mucho peor. -¿Se han enterado de que los bobineros ya tienen un club? -dijo de pronto Mignard-. Como se lo cuento: el Bobin-Club... Se reúnen en una bodega de la calle de Saint-Honoré. El bode­guero les alquila una sala los sábados. Se refería a los dependientes de mercería. Cundió por la mesa una regocijada animación. Con voz pastosa, entre dos bocados, cada cual colocó su frase, añadió un detalle; los úni­cos que no participaban en la conversación eran los lectores empedernidos, que se hallaban absortos en el periódico, con la nariz metida entre las páginas. Todos coincidieron en que, de año en año, los empleados de comercio iban ganando en dis­tinción. Ahora, cerca de la mitad hablaba inglés o alemán. Lo chic no era ya ir a bailar y a armar escándalo en Bullier o andar rodando por los cafés cantantes para pitar a las artistas feas. Lo que se llevaba ahora era reunir a veinte personas y fundar un círculo. -¿Tienen piano, como los algodoneros? -preguntó Liénard -¿Que si tienen piano en el Bobin-Club? ¡Ya lo creo! -excla­mó Mignot-. Y tocan, y cantan... Y hasta hay un jovencito que se llama Bavoux y lee versos. El regocijo fue en aumento. Todos se reían de Bavoux, pero, tras las risas, había un gran respeto. Se habló luego de una obra que estaban poniendo en el Vaudeville, en la que desem­peñaba un papel no muy airoso un hortera. Varios se mostra­ban molestos y, mientras, a otros lo que les preocupaba era a qué hora los soltarían por la tarde, pues tenían que asistir a la velada de alguna familia burguesa. Y, por doquier, en el enor­me local, se oían conversaciones semejantes, entre el creciente estrépito de platos y cubiertos. Para ventilar la sala y que se fuese el olor a comida, el caliente vaho que subía de quinientos platos desperdigados, habían abierto las ventanas, cuyos toldos bajados recalentaba el ardoroso sol de agosto. Llegaban de la calle calurosas bocanadas de aire; daba en el techo la amarilla claridad de unos reflejos dorados, que envolvían en un resplan­dor rojizo a los sudorosos comensales. -¡Debería estar prohibido tener encerrada a la gente en domingo y con un tiempo tan estupendo! -repitió Favier. Aquel comentario los hizo acordarse del balance. El año había sido espléndido. Y salieron a colación los sueldos, las subidas, el tema eterno, la apasionante cuestión que conmo­cionaba a todos. Siempre pasaba lo mismo los días en que había pollo para comer; todos acababan sobreexcitados y, al final, el jaleo resultaba insoportable. Cuando llegaron los camareros con las alcachofas en aceite, ya no había quien se entendiera. El inspector de turno tenía órdenes de mostrarse tolerante. -Por cierto -dijo a voces Favier-. ¿Están enterados ya de la aventura? Pero otras voces taparon la suya. Mignot estaba pregun­tando: -¿A quién no le gustan las alcachofas? Vendo el postre por una ración de alcachofas. Nadie contestó. A todos les gustaban las alcachofas. Aquel almuerzo estaba en la lista de los buenos, porque habían visto que, de postre, había melocotones. -La ha invitado a cenar, amigo mío -decía Favier al vecino de la derecha, concluyendo su relato-. ¿Cómo? ¿Que no lo sabía? Toda la mesa lo sabía. Ya estaban hartos del tema, tras hablar toda la mañana de lo mismo. Volvieron a correr de boca en boca las mismas bromas. Deloche se estremecía y acabó por clavar la vista en Favier, que repetía de forma insis­tente: -¿Que aún no había estado con ella? Bueno, pues ahora sí que va a estar... Y no será función de estreno. Desde luego que no será función de estreno. El también miraba a Deloche. Y añadió con tono provo­cador: -Si a alguno le gustan los huesos se los puede permitir por cinco francos. De pronto, agachó la cabeza. Deloche, cediendo a un impul­so irresistible, acababa de tirarle a la cara el vino que le queda­ba en el vaso, al tiempo que balbucía: -¡Toma! ¡Cochino embustero! ¡Te tenía que haber remoja­do ayer! Fue un escándalo. A Favier sólo se le había humedecido lige­ramente el pelo, pero algunas gotas habían salpicado a sus veci­nos de mesa. Deloche le había tirado el vino con excesiva brus­quedad y el líquido había saltado por encima de la mesa. Pero todos se enfadaron. ¿Por qué la defendía así? ¿Es que se acosta­ba con ella? ¡Menudo salvaje! Se merecía un par de bofetadas, a ver si aprendía modales. Los voces se fueron aplacando, no obstante, pues avisaron de que se acercaba el inspector y no era cosa de que la dirección tomara cartas en el enfrentamiento. Favier se limitó a decir: -¡La que se hubiera armado si llega a mojarme de lleno! Y la cosa terminó en bromas. Cuando Deloche, tembloroso aún, quiso beber para ocultar la turbación y cogió con mano trémula el vaso vacío, corrieron unas risas. Volvió a dejar el vaso con gesto torpe y empezó a chupar las hojas de alcachofa que ya se había comido antes. -Deloche tiene sed -dijo Mignot con mucha calma-. Que alguien le pase la jarra. Las risas fueron en aumento. Los comensales estaban cogiendo platos limpios de las pilas que había, de trecho en trecho, encima de la mesa, en tanto que los camareros circula­ban con el postre: unas cestas de melocotones. Y todos se des­ternillaron cuando Mignot añadió: -Cada cual tiene sus gustos. Deloche el melocotón lo toma al vino. El aludido permanecía inmóvil, con la cabeza gacha, como si fuera sordo. No parecía oír las bromas y lo invadía un desespe­rado arrepentimiento por lo que había hecho. Tenían razón. ¿Quién era él para defenderla? Todo el mundo iba a pensar mil cosas soeces. Se habría dado de bofetadas por haberla com­prometido de aquella forma al querer proclamar su inocencia. Siempre tenía mala suerte. Más le habría valido reventar de una vez, ya que ni siquiera podía entregar el corazón sin come­ter inconveniencias. Se le iban llenando los ojos de lágrimas. ¿Acaso no era también culpa suya si todos, en los almacenes, comentaban la carta del patrón? Oía sus risotadas sarcásticas al referirse, con crudas palabras, a aquella invitación, de la que sólo había oído hablar confidencialmente Liénard. Y se culpa­ba; no debería haber consentido que Pauline le contase nada estando el otro delante. Se sentía responsable de la indis­creción. -¿Por qué lo ha ido diciendo? -le preguntó al fin, en un susurro, con voz dolida-. Ha estado muy mal. -¿Yo? -repuso Liénard-. Pero si sólo se lo he comentado a una o dos personas, y eso exigiéndoles que guardaran el secre­to... ¡Nunca se sabe cómo van corriendo estas cosas! Cuando Deloche se decidió a beber un vaso de agua, los comensales volvieron a soltar la carcajada. Se estaba acabando el almuerzo; los empleados, recostados en las sillas, esperaban a que sonase la campana, se llamaban a voces, con la confianza que les daba la intimidad del comedor. En el amplio mostrador central se habían servido pocos extras, tanto más cuanto que aquel día era la casa la que invitaba a café. Humeaban las tazas y los rostros sudorosos relucían entre los livianos vapores, que flotaban como azuladas humaredas de cigarrillo. Ante las ven­tanas, colgaban los toldos, quietos, sin un latido. Al alzarse uno de ellos, cruzó la sala una oleada de luz, que incendió el techo. El guirigay de voces rebotaba en las paredes con tal fuerza que, al principio, sólo oyeron la campana las mesas próximas a la puerta. Todo el mundo se levantó y la desbandada de la salida abarrotó durante un buen rato los corredores. Deloche, no obstante, se rezagó para librarse de los chistes, que aún seguían. Incluso Baugé salió antes que él; y eso que Baugé solía irse el último, para poder dar un rodeo y encon­trarse con Pauline, cuando ésta iba al refectorio de señoras. Habían concertado esa maniobra, pues era la única forma de verse unos minutos durante las horas de trabajo. Pero aquel día, cuando se estaban besando ávidamente en un recodo del corredor, los sorprendió Denise, que iba también a almorzar. Caminaba con dificultad, debido a la torcedura. -¡Ay, por Dios! -balbució Pauline, muy azorada-. No dirás nada, ¿verdad? Baugé, tan robusto, alto y cuadrado como un gigante, tem­blaba como un niño. Y susurró: -Es que serían capaces de ponernos en la calle... Por mucho que se sepa que vamos a casarnos, esos mastuerzos no entien­den que la gente se bese. Denise, muy nerviosa, fingió no haberlos visto. Y ya se iba Baugé a toda prisa cuando se presentó Deloche, que había tomado el camino más largo. Quiso disculparse y pronunció, tartamudeando, unas cuantas frases que la joven no entendió al principio. Luego empezó a reprocharle a Pauline que hubie­ra hablado delante de Liénard y, al dejar ésta traslucir su apuro, la joven supo al fin el porqué de las palabras que todo el mundo cuchicheaba a su espalda desde por la mañana. Lo que andaba de boca en boca era la historia de la carta. Volvió a apo­derarse de ella el escalofrío que la había turbado al recibirla. Era como si todos aquellos hombres la estuvieran desnudando. -Fue sin querer -repetía Pauline-. Y además no es nada malo... ¡Que hablen! ¡Menuda rabia tienen todos! -Querida, no te guardo rencor -dijo por fin Denise, con su tono sensato-. No has contado sino la verdad. He recibido una carta y tendré que dar una contestación. Deloche se fue, consternado; había creído comprender que la joven aceptaba la situación y acudiría esa noche a la cita. Cuando las dos dependientes hubieron almorzado en una sala pequeña y más cómoda, que estaba al lado de la grande, y en donde servían a las mujeres, Pauline tuvo que ayudar a Denise a bajar, pues el pie se le iba resintiendo. Abajo, roncaban los motores del balance con más brío que por la mañana. Era el momento de la tarde en que se ponía toda la carne en el asador al ver que la tarea había avanzado poco durante la mañana, y todas las fuerzas estaban en tensión para poder acabar por la noche. Las voces iban subiendo de tono; no se veía sino un gesticular de brazos, que seguían vaciando casilleros y arrojando al suelo la mercancía; ya no se podía pasar por ningún sitio, y las crecidas aguas que inundaban el entarimado con bultos y montones de artículos llegaban ya al ras de los mostradores. Un oleaje de cabezas, de puños enarbolados, de brazos que parecían volar, se difuminaba hasta el fondo de los departamentos, simulando un confuso horizon­te de algarada. Era el febril colofón del zafarrancho, la maqui­naria a punto de explotar. Y mientras, junto a los almacenes cerrados, siguiendo las transparentes lunas de los escaparates, pasaban todavía algunos transeúntes, con las caras macilentas y hastiadas del agobio dominical. En la acera de la calle Neuve-­Saint-Augustin, se habían plantado tres muchachas sin sombre­ro y muy desastradas, que pegaban desvergonzadamente la cara a los cristales para ver las tareas tan peculiares con que andaban azacanados allí dentro. Cuando regresó Denise al departamento de confección, la señora Aurélie dejó que Marguerite acabase de cantar las pren­das. Quedaba por hacer una tarea de comprobación; y, como quería realizarla sin las molestias del alboroto, se retiró a la sala del servicio de muestras, llevándose consigo a la joven. -Venga conmigo y cotejaremos... Luego, hará usted las sumas. Pero, como no consintió en cerrar la puerta, para poder vigi­lar así a las señoritas, entraba todo el vocerío y, aunque estuvie­ran al fondo de la estancia, apenas si se oía un poco mejor. Era aquélla una sala cuadrada y espaciosa, amueblada sólo con unas cuantas sillas y tres mesas alargadas. En una esquina, se hallaban las grandes guillotinas para cortar los retales de los muestrarios, que se tragaban piezas completas de tela. Los almacenes enviaban cada año más de sesenta mil francos de tejidos hechos tiras. Desde por la mañana hasta por la noche, las guillotinas, con ruido de guadaña, tajaban la seda, la lana, el hilo. Luego, había que componer los cuadernillos, pegarlos o coserlos. Y había también, entre las dos ventanas, una imprentilla para las etiquetas. -¡Pero hablen más bajo! -voceaba de vez en cuando la seño­ra Aurélie, que no oía a Denise leer la relación de artículos. Cuando estuvieron cotejadas las primeras listas, dejó sola a la joven, sentada ante una de las mesas y absorta en las sumas. Volvió casi en seguida para acomodar en la sala a la señorita De Fontenailles, un préstamo de las canastillas, que ya no la nece­sitaban. Si ella también se ponía a sumar, ganarían tiempo. Pero la aparición de la marquesa, como la llamaba Clara con maldad, causó un revuelo en el departamento. Todas reían y gastaban bromas a Joseph; se colaban por la puerta gracias de malintencionada ferocidad. -No se aparte, que no me estorba en absoluto -dijo Denise, presa de gran compasión-. Mire, con mi tintero bastará; moje usted también la pluma en él. La señorita De Fontenailles, cuya condición de venida a menos mantenía en estado de pasmo, no fue capaz de dar con palabra alguna de agradecimiento. Debía de beber; el cutis del flaco rostro mostraba un tono plomizo y sólo las manos, blan­cas y finas, daban fe aún de su noble cuna. Cesaron entonces, de repente, las risas y se pudo oír el ron­roneo regular de la reanudada tarea. Había entrado Mouret, que estaba haciendo otra ronda por los departamentos. Se detuvo, buscando a Denise, sorprendido de no verla. Llamó, con una seña, a la señora Aurélie; y cuchichearon ambos, en un breve aparte. Debía él de estarle preguntando algo; y ella indicó con la mirada la sala del servicio de muestras; a conti­nuación, pareció que le estaba rindiendo cuentas. Lo más pro­bable era que le estuviera notificando que la joven había llora­do por la mañana. -¡Muy bien! -dijo en voz alta Mouret, reanudando la mar­cha-. Enséñeme las listas. -Por aquí, señor Mouret -respondió la encargada-. Hemos salido huyendo de este jaleo. El la siguió hasta la estancia contigua. El pretexto no engañó a Clara, que dijo por lo bajo que más valdría que alguien traje­se una cama sin más demora. Pero Marguerite le lanzaba las prendas de ropa cada vez más deprisa, para tenerla ocupada y cerrarle la boca. ¿No era acaso buena compañera la segunda encargada? No tenía nadie por qué meterse en sus asuntos. Crecía la complicidad en el departamento; las dependientes se mostraban más activas; Lhomme y Joseph inclinaban cada vez más sobre su tarea su discreta espalda. Y el inspector Jouve, que se había fijado desde lejos en la táctica de la señora Aurélie, acudió y se puso a dar paseos por delante de la puerta del servi­cio de muestras con el ritmo regular de quien monta guardia, custodiando los caprichos de un superior. -Déle las listas al señor Mouret -dijo la encargada, al entrar. Denise se las entregó y no volvió a bajar la vista. Se había sobresaltado levemente, para dominarse luego; y permanecía noblemente serena, con las mejillas pálidas. Por unos momen­tos, Mouret pareció absorto en la relación de artículos; no había mirado a la joven ni una sola vez. Reinaba el silencio. Entonces, la señora Aurélie, tras acercarse a la señorita De Fon­tenailles, que ni siquiera había vuelto la cabeza, fingió descon­tento al ver las sumas de ésta y le dijo a media voz: -Vale más que vaya a ayudar con los montones de ropa... No tiene usted costumbre de andar con números. Ella se puso de pie y volvió al departamento, donde la reci­bieron con cuchicheos. Los maliciosos ojos de las señoritas hacían que Joseph se trabucase al escribir. Clara, aunque encantada de contar con ayuda, la trató sin miramientos, dejándose llevar por el odio que le infundían todas las mujeres que pasaban por aquellos almacenes. ¡Tenía gracia que una marquesa se rebajara hasta consentir en que se enamorase de ella un mozo de carga! Y le envidiaba a la otra aquel amor. -¡Muy bien! ¡Muy bien! -repetía Mouret, que seguía hacien­do como si leyera. Entretanto, la señora Aurélie no sabía cómo hacer mutis y conservar, a un tiempo, las apariencias. Andaba dando vueltas, se acercaba a las guillotinas para examinarlas, rabiosa de que su marido no cayese en la cuenta de llamarla con cualquier pretexto. Pero aquel hombre nunca estaba en lo que se cele­braba; se habría muerto de sed a la orilla de una charca. Fue Marguerite la que tuvo la buena ocurrencia de solicitarle una información. -¡Voy ahora mismo! -dijo la encargada. Y, con su dignidad a salvo, contando con una justificación ante las dependientes, que la acechaban, dejó por fin a solas a Mouret y a Denise, tras haberlos reunido. Salió con andares majestuosos y tan noble expresión en el rostro que las señoritas no se atrevieron a permitirse ni una mala sonrisa. Mouret había dejado con mucha calma las listas encima de la mesa. Miraba a la joven, que seguía sentada y sin soltar la pluma. Ésta no desvió los ojos; pero se puso aún más pálida. -¿Vendrá usted esta noche? -preguntó él a media voz. -No, señor Mouret -respondió ella-. Me es imposible. Mis hermanos van a casa de mi tío y les he prometido cenar con ellos. -Pero ¿y su pie? Si le cuesta a usted mucho andar... -No está tan lejos. Me siento mucho mejor desde esta ma­ñana. Ahora era él quien se había puesto pálido al oír aquella sose­gada negativa. Le temblaban los labios en un nervioso arrebato de rebeldía. No obstante, se contuvo y volvió a poner cara de jefe benevolente que se interesa, sin más, por el bienestar de una de sus empleadas. -Vamos a ver... ¿Y si se lo pido por favor? Ya sabe cuánto la estimo. Denise perseveró en su respetuosa actitud. -Valoro en mucho lo bondadoso que es conmigo, señor Mouret, y le agradezco la invitación. Pero le repito que no puede ser. Esta noche, me están esperando mis hermanos. Se obstinaba en hacer como si no entendiera. Pero la puerta seguía abierta y ella sentía como si los almacenes se volcasen al completo para forzar su decisión. Pauline le había dicho amis­tosamente que no se podía ser más tonta; los demás se reirían de ella si rechazaba la invitación. La señora Aurélie, que los había dejado solos; Marguerite, cuya voz estaba oyendo la espalda de Lhomme, que veía desde allí, quieta y sigilosa: todos querían que cayese, todos la arrojaban en brazos del dueño. Y el remoto zumbido del balance, todos esos millones de mer­cancías que las bocas nombraban según se iban presentando, que los brazos alzados cambiaban de sitio, eran como un viento ardiente que llevaba hasta ella ráfagas de pasión. Hubo un silencio. De vez en cuando, el ruido cubría las pala­bras de Mouret y les prestaba la música de fondo del formi­dable escándalo de una fortuna regia ganada en el campo de batalla. -Y, entonces, ¿cuándo vendrá usted? -siguió preguntando él-. ¿Mañana? Aquella pregunta tan sencilla turbó a Denise. Perdió la calma por un momento y tartamudeó: -Yo no sé... Yo no puedo... Él sonrió e intentó cogerle una mano, que ella retiró. -¿De qué tiene miedo? Pero ella ya había alzado la cabeza para mirarlo cara a cara; y dijo, sonriente, con su expresión dulce y valerosa: -No tengo miedo de nada, señor Mouret... Cada cual hace lo que quiere hacer, ¿verdad? Yo no quiero. Y no hay más. Calló, tras decir esto; pero la sorprendió oír un crujido. Se volvió y vio que la puerta se estaba cerrando despacio. La ini­ciativa había partido del inspector Jouve. Las puertas eran de su competencia y no debían estar abiertas. Siguió, luego, mon­tando guardia, muy serio. Nadie pareció fijarse en aquella puerta, cerrada con tanta sencillez. Clara fue la única en decirle al oído una palabra cruda a la señorita De Fontenailles, que siguió con la misma cara lívida y muerta. Pero Denise se había levantado. Mouret le decía, en voz baja y temblorosa: -Escúcheme; yo la quiero... Hace mucho que lo sabe. No juegue el juego cruel de fingir que no me entiende... Y no tema nada. Veinte veces he sentido tentaciones de hacerla venir a mi despacho. Habríamos estado a solas y me habría bas­tado con correr el cerrojo. Pero no quise hacerlo; ya ve que estoy hablando con usted aquí, donde cualquiera puede entrar... La quiero, Denise... Ella seguía de pie, y, con el rostro blanco, lo escuchaba, lo seguía mirando cara a cara. -Dígame por qué me rechaza... ¿Es que acaso no necesita nada? Sus hermanos son una carga muy pesada. Todo cuanto usted me pidiese, todo cuanto exigiese de mí... Ella lo detuvo con una palabra. -Gracias. Ahora gano más de lo que necesito. -Pero si es que lo que le estoy ofreciendo es la libertad, una existencia de placeres y lujo... Le pondré una casa, le propor­cionaré una pequeña fortuna. -No, gracias, me aburriría sin nada que hacer... Antes de cumplir los diez años, ya me ganaba la vida. Él hizo un ademán como si se volviera loco. Era la primera vez que alguien se le resistía. Para tener a las demás, le había bastado con un ademán; todas estaban a la espera de su capri­cho como sumisas sirvientas; y ésta le decía que no, sin alegar siquiera un pretexto sensato. Aquel deseo que llevaba mucho conteniendo se le exasperaba cada vez más al atizarlo la resis­tencia. A lo mejor es que se estaba quedando corto en lo que ofrecía. Y dobló las ofertas, se mostró más y más acuciante. -No, no, gracias -respondía la joven a todas ellas, sin desfa­llecer nunca. Entonces, a él le salió un grito del alma: -¿Pero es que no ve lo que estoy sufriendo?... Qué estupidez, ¿verdad? ¡Sufro como un niño! Se le llenaron los ojos de lágrimas. Otro silencio. Volvió a oírse, más apagado tras la puerta cerrada, el zumbido del balance. Era como un moribundo rumor de triunfo; el acom­pañamiento se tornaba discreto ante aquella derrota del amo. -¡Y pensar que si yo quisiera...! -dijo con voz ardiente, tomándole las manos. Ella no las apartó; se le nublaba la vista y las fuerzas la aban­donaban. La invadía la calidez de las manos tibias de aquel hombre y una deliciosa cobardía se apoderaba de ella. ¡Cuánto lo amaba, Señor, y qué dulce le habría parecido colgársele del cuello y descansar sobre su pecho! -Y es que quiero que venga, lo quiero -repetía él, desalenta­do-. La espero esta noche; y, si no viene, tomaré medidas... Ahora se había vuelto brutal. Ella lanzó un leve grito; y el dolor que notó en las muñecas le devolvió el coraje. Se soltó, con una sacudida. Luego, muy erguida, creciéndose en su debilidad, dijo: -No; déjeme... Yo no soy una Clara cualquiera, a la que se puede dejar plantada al día siguiente. Y, además, señor Mou­ret, usted está enamorado de otra persona, de una señora que viene por aquí... Quédese con ella. Yo no soy de las que com­parten. La sorpresa dejó parado a Mouret. Pero ¿qué estaba dicien­do? ¿Qué era lo que quería? Las muchachas que había ido recogiendo por los departamentos nunca habían pretendido que se enamorase de ellas. Habría debido tomarlo a broma; y aquella actitud tiernamente orgullosa le trastornaba por com­pleto el corazón. Vuelva a abrir la puerta, señor Mouret -añadió ella-. No es decoroso que estemos aquí juntos. Mouret obedeció y, zumbándole las sienes, no sabiendo cómo disimular la angustia, volvió a llamar a la señora Aurélie, se enfadó por el remanente de tapados, dijo que habría que rebajarlos y seguir rebajándolos hasta dar salida a todos. Era la norma de la casa: había que liquidarlo todo cada año; valía más vender con un sesenta por ciento de pérdidas que quedarse con un modelo antiguo o una tela ajada. Precisamente, Bour­doncle, tras haber estado buscando al director, llevaba un rato esperándolo ante la puerta que había cerrado Jouve; éste le había dicho algo al oído con cara de circunstancias. Se le esta­ba agotando la paciencia, pero, aun así, no tenía atrevimiento para interrumpir aquella entrevista a solas. ¿Sería posible? ¡En un día así! ¡Y con aquella poquita cosa! Y, cuando por fin volvió a abrirse la puerta, Bourdoncle sacó a colación el tema de las sedas de fantasía, de las que iba a quedar una remesa enorme Fueron aquellas palabras un alivio para Mouret, que pudo dar rienda suelta al enfado. Pero ¿dónde tenía la cabeza Bouthe­mont? Se alejó, tras declarar que no admitía que a un comprador le fallase el olfato hasta el punto de adquirir género en cantidades superiores a las necesidades de la venta. -¿Qué le pasa? -susurró la señora Aurélie, inmutándose ante aquellos reproches. Y las señoritas se miraban, sorprendidas. A las seis, había concluido el balance. Aún lucía el sol, un rubio sol de verano, cuyo dorado reflejo entraba por las cristaleras de los patios. Ya regresaban de los suburbios, por las calles bochornosas, fami­lias cansadas cargadas de ramos de flores y con los niños a ras­tras. Los departamentos habían callado, uno a uno. Ya no se oía, al fondo de las galerías, más que las voces rezagadas de algunos dependientes que vaciaban el último casillero. Luego, incluso esas voces callaron, y del clamor que había durado todo el día sólo quedó un temblor flotando por encima del gigantesco desorden de los géneros. Ahora, no quedaba nada en los casilleros, los armarios y las cajas: ni un metro de tela, ni el menor objeto habían permanecido en su sitio. El anchuroso recinto no era ya sino un esqueleto, una armazón. Los estantes estaban tan vacíos como el día en que los instalaron los carpin­teros. Tal desnudez era la prueba visible de la completa y exac­ta consumación del balance. Y, en el suelo, se apilaban dieciséis millones en artículos, una marea creciente que había acabado por tragarse mesas y mostradores. Los dependientes, hundidos en ella hasta los hombros, estaban empezando a colocar cada cosa en su sitio. Se contaba con que acabasen alrededor de las diez. Al volver del refectorio la señora Aurélie, que cenaba en el Primer turno, trajo consigo la información de la recaudación anual, que podía saberse en el acto tras sumar las de los dife­rentes departamentos. El total era de ochenta millones, diez millones más que el año anterior. Sólo habían bajado las sedas de fantasía. -Si el señor Mouret no está satisfecho, pues ya no sé qué más quiere -añadió la encargada-. ¡Fíjense! Ahí lo tienen, en lo alto de la escalera principal, con cara de pocos amigos. Las señoritas fueron a mirar. Estaba solo, de pie, con expre­sión sombría, dominando los millones desplomados a sus pies. -Señora Aurélie -dijo en ese momento Denise, que se había acercado-, ¿tendrá la bondad de dejar que me retiré? La torce­dura no me permite ya hacer nada de provecho, y como ceno en casa de mi tío, con mis hermanos... Cundió el pasmo. ¿Así que no había cedido? La señora Auré­lie vaciló, pareció estar a punto de prohibirle que saliera. Se le puso un tono de voz imperativo y enfurruñado. Entretanto, Clara se encogía de hombros, rebosante de incredulidad. ¡No le den más vueltas! ¡Es muy sencillo! ¡Lo que pasa es que él ha cambiado de opinión! Pauline estaba con Deloche en las canastillas de recién nacido cuando se enteró de aquel desenla­ce. El repentino júbilo del joven la indignó. ¿Qué ganaba él con aquello, a ver? A lo mejor es que se alegraba de que su amiga fuera lo bastante boba para dejar que se le escapase la suerte. Y Bourdoncle, que no se atrevía a interrumpir el hosco aislamiento de Mouret, se paseaba entre los rumores, descon­solado también él, presa de inquietud. Entretanto, Denise se dirigía a la planta baja. Llegó despacio a los últimos peldaños de la escalera pequeña de la izquierda, apoyándose en la barandilla, y se topó con un grupo de depen­dientes, que reían con sorna. Sonó su nombre, se dio cuenta de que seguían comentando su aventura. Nadie se percató de su presencia. -¡Hay qué ver! ¡ Qué remilgada! -decía Favier-. No será por falta de vicio... Si conozco yo a uno que tuvo que defenderse de sus ardores. Y miraba a Hutin que para mantener su dignidad de segun­do encargado, permanecía a unos cuantos pasos de distancia, sin intervenir en las bromas. Pero lo halagó tanto la cara de envidia con que lo miraban los demás que se dignó decir a media voz: -¡La lata que me dio la mujer esa! Denise, herida en lo más hondo, se aferró a la barandilla. Debieron de verla, pues el grupo se deshizo entre risas. Tenía razón Hutin; y ella, al acordarse de él, se reprochaba sus igno­rancias de antaño. ¡Pero qué cobarde era y cómo lo desprecia­ba ahora! Sintió una inmensa turbación. ¿No era extraño, acaso, que hubiera tenido fuerzas, poco antes, para rechazar a un hombre al que adoraba y que, no obstante, se hubiera senti­do tan débil tiempo atrás, ante aquel miserable cuyo amor eran sólo ensueños suyos? Su sentido común y su coraje naufra­gaban en aquellas contradicciones de su corazón, que ya no conseguía interpretar con claridad. Se apresuró a cruzar el ves­tíbulo. La llamada del instinto le hizo alzar la cabeza mientras un inspector le abría la puerta, cerrada desde por la mañana. Y divisó a Mouret. Seguía en la parte superior de la escalera, en el amplio rellano central que dominaba la galería. Pero no se acordaba ya del balance, no veía su imperio, aquellos almace­nes repletos de riquezas. Todo había desaparecido, las ruidosas victorias de ayer, la colosal fortuna de mañana. Sus ojos deses­perados iban siguiendo a Denise; y cuando ésta hubo cruzado el umbral de la puerta, todo desapareció y el recinto se sumió en la oscuridad. XI Bouthemont fue el primero en llegar aquel día al té de las cua­tro, en casa de la señora Desforges. Esta, sola aún en el gran salón Luis XVI, al que tan alegre claridad prestaban los herra­jes de cobre y los brocateles, se puso en pie con expresión impaciente, al tiempo que decía: -¿Qué hay? -Pues hay -repuso el joven- que cuando le he dicho que lo más probable era que subiera a saludarla a usted, me ha pro­metido formalmente que vendría. -¿Le ha insinuado usted que esperaba hoy al barón? -Desde luego... Eso es lo que, al parecer, ha hecho que se decidiera. Se referían a Mouret. El año anterior, éste había comenzado a sentir un repentino afecto por Bouthemont, hasta el punto de admitirlo como compañero de diversiones. Había llegado incluso a presentarlo en casa de Henriette, satisfecho de encontrar siempre allí a un devoto suyo que añadiese cierta animación a aquellos amores que ya empezaban a hastiarlo. Y, de esta forma, el encargado de la seda había acabado por con­vertirse en confidente de su jefe y de la linda viuda: les hacía los recados, charlaba con cada uno de ellos del otro y, a veces, terciaba en sus enfados. Henriette, cuando sufría ataques de celos, se mostraba con él de una intimidad que lo sorprendía y le causaba cierto embarazo, pues perdía ella su prudencia de mujer de mundo ducha en mantener las apariencias. Exclamó ahora con tono airado: -Tenía que haberlo traído con usted. Así habría tenido la seguridad de que venía. -¡Qué le vamos a hacer! -dijo él con su campechana risa-. No tengo yo la culpa de que esta temporada esté tan escurridi­zo. Pero la verdad es que me aprecia. Sin él, tendría yo las cosas feas. Ya que, en efecto, desde el último balance, no tenía seguri­dad alguna de conservar el puesto en El Paraíso de las Damas. Por mucho que había alegado que la estación había sido muy lluviosa, no le perdonaban las considerables remesas sobran­tes de sedas de fantasía. Y, como Hutin sacaba partido a la cir­cunstancia y le iba minando el terreno ante los jefes con cre­ciente y solapado tesón, Bouthemont se daba perfecta cuenta de que el suelo se le iba abriendo bajo los pies. Mouret lo tenía condenado, pues ahora, probablemente, le resultaba fas­tidioso aquel testigo, que podía suponer una traba a la hora de romper, y se había cansado de un trato familiar del que no sacaba ya nada en limpio. Pero, fiel a su táctica habitual, colo­caba a Bourdoncle en primera línea: eran Bourdoncle y los demás partícipes los que exigían, en todos los consejos, el des­pido. Y él se resistía, mientras tanto, o al menos eso decía, defendiendo a su amigo con gran brío, aun a riesgo de graves contrariedades. -En fin, esperaremos -dijo la señora Desforges-. Ya sabe que esa muchacha estará aquí a las cinco... Quiero provocar un encuentro. Es menester que sepa lo que me ocultan. Repasó aquel plan que tanto había meditado; repitió, febril­mente, que había rogado a la señora Aurélie que enviase a Denise para el arreglo de un abrigo que le sentaba mal. Cuan­do hubiera conseguido meter a la joven en su cuarto, no deja­ría de dar con el medio de hacer entrar a Mouret. Y, luego, pasaría a la acción. Bouthemont, sentado frente a ella, la miraba con sus hermo­sos ojos risueños, a los que intentaba infundir seriedad. Aquel individuo bienhumorado, de barba negra como el carbón, aquel juerguista bullanguero, a cuyo rostro asomaba la ardien­te sangre gascona, estaba pensando que no podía decirse que las mujeres de mundo fueran buenas y que, cuando se atrevían a mostrar lo que llevaban dentro, dejaban al aire muchas mise­rias. Por descontado que las amantes de sus amigos, empleadas de comercio, no se permitían confidencias tan completas. -Vamos a ver -se atrevió a decir, por fin-, ¿por qué anda tan pendiente de ese asunto? ¿No le he jurado ya que no hay nada en absoluto entre ellos? -¡Precisamente por eso! -exclamó ella-. De ésta se ha ena­morado.., Me importan un comino las demás, que son simples encuentros, azar de un día. Citó desdeñosamente a Clara Le habían contado, desde luego, que Mouret, tras rechazarlo Denise, había vuelto a los brazos de aquella pelirroja alta y con cara de caballo, sin duda por deliberado cálculo, ya que la conservaba en el departa­mento y la colmaba de regalos para dejar patente la relación que mantenía con ella. Por lo demás, desde hacía casi tres meses, llevaba una vida de desaforados placeres, despilfarran­do el dinero con una prodigalidad que daba que hablar. Le había comprado un palacete a una perdida que había conoci­do entre bastidores y se estaba dejando desplumar, a un tiem­po, por dos o tres golfas, que parecían rivalizar en costosos y necios caprichos. -La culpa la tiene esa mujer -repetía Henriette-. Sé que si se gasta una fortuna con otras, es porque ella lo ha rechazado. ¡Y, además, a mí qué me importa su dinero! Más me habría gusta­do que fuera pobre. Bien sabe usted, ahora que es amigo nues­tro, cómo lo quiero. Calló, al quebrársele la voz, a punto de dar rienda suelta a las lágrimas; y, con confiado ademán, tendió a Bouthemont ambas manos. Adoraba a Mouret, era muy cierto, porque era joven y triunfaba; nunca se había apoderado de ella tan por completo un hombre, haciendo vibrar a un tiempo su carne y su orgullo; pero, cuando pensaba que podía perderlo, oía también doblar las campanas que anunciaban cuarenta años, y se preguntaba, aterrada, cómo podría hallar un sustituto para aquel gran amor. -¡Pero me vengaré! -murmuró- ¡Si se porta mal, me vengaré! Bouthemont seguía teniéndole cogidas las manos. Aún era hermosa. Pero sería una amante incómoda lo que le parecía muy poco conveniente. No obstante, valía la pena tomar el asunto en consideración. Quizá mereciera la pena arriesgarse a padecer algunas complicaciones. -¿Por qué no se establece usted por su cuenta? -dijo ella de repente, al tiempo que se soltaba. El se quedó atónito. Luego, respondió: -Es que harían falta unos fondos considerables... El año pasado, anduve dándole vueltas. Estoy convencido de que en París puede haber clientela para un par de grandes almacenes más. Sólo que habría que escoger bien el barrio. La orilla izquierda es de El Económico, y el centro, de El Louvre; noso­tros, con El Paraíso, acaparamos los barrios acomodados del oeste. Queda el norte, en donde se podría hacer la competen­cia a La Plaza de Clichy. Y yo había dado con un emplazamien­to espléndido, cerca de la ópera. -¿Y bien? Él soltó una ruidosa carcajada: -Figúrese que cometí la estupidez de hablarle de ello a mi padre... Sí, fui lo bastante ingenuo para pedirle que buscase accionistas en Toulouse. Y le refirió jovialmente el enfado del buen hombre, rabian­do contra los grandes bazares parisinos en su tiendecita de provincias. Bouthemont padre, que tenía atragantados los treinta mil francos que ganaba su hijo, le había respondido que prefería donar su dinero y el de sus amigos al hospicio antes que participar, aunque sólo fuera con un céntimo, en uno de esos grandes almacenes que eran los prostíbulos del comercio. -Y, además -concluyó el joven-, se necesitarían millones. -¿Y si los encontrásemos? -dijo sencillamente la señora Des­forges. El se puso serio de pronto y la miró. ¿Era sólo una frase de mujer celosa? Pero ella, sin darle tiempo para que le pregunta­se nada, añadió: -Bien está, ya sabe cuánto me intereso por usted... Volvere­mos a hablar de esto. Había sonado el timbre en el recibidor y ella se levantó. Bouthemont, por su parte, apartó instintivamente la silla, como si hubiera entrado ya alguien y pudiera sorprenderlos. Reinó el silencio en el salón de risueñas tapicerías, tan bien surtido de plantas de interior que, entre las dos ventanas, pare­cía crecer un bosquecillo. La señora Desforges permanecía a la expectativa, atenta a lo que se oía tras la puerta. -Es él -susurró. El lacayo anunció: -El señor Mouret; el señor De Vallagnosc. Henriette no pudo reprimir un ademán airado. ¿Por qué venía acompañado? Debía de haber ido a buscar a su amigo por temor a un posible encuentro a solas. Luego, sonrió al ten­der la mano a ambos hombres. -¡Qué poco se prodiga últimamente, señor Mouret! Y tam­bién va esto por usted, señor De Vallagnosc. Desesperaba a Henriette darse cuenta de que iba engordan­do. Y se embutía en ceñidos vestidos de seda negra para disi­mular que estaba cada vez más metida en carnes. No obstante, el bonito rostro, que coronaba la negra cabellera, conservaba una grata delicadeza. Y Mouret pudo, pues, decirle, abarcándo­la con una mirada: -No merece la pena preguntarle qué tal está... Tan rozagan­te como una rosa. -Huy, demasiada buena salud tengo -repuso ella-. Aunque, si me hubiera muerto, usted ni se habría enterado. También ella lo sometía a un examen. Y lo encontraba ner­vioso y cansado, con ojeras y la tez plomiza. -Pues yo no pienso devolverle el halago -añadió, intentando que el tono fuera festivo-. Esta tarde no tiene usted muy buen aspecto que digamos. -¡El trabajo! -dijo Vallagnosc. Mouret hizo un gesto impreciso y no respondió. Acababa de ver a Bouthemont y le estaba dirigiendo una amistosa inclina­ción de cabeza. En la época en que eran íntimos, iba a recoger­lo en persona al departamento y se lo llevaba a casa de Hen­riette durante las horas de más trabajo de la tarde. Pero ya habían pasado aquellos tiempos; y le dijo a media voz. -Muy pronto ha salido usted hoy... Sabrá que hay quien se ha fijado en que se iba; los tiene a todos muy enfadados. Se refería a Bourdoncle y a los demás partícipes, como si él no fuera el amo. -¿Ah, sí? -susurró Bouthemont, preocupado. -Sí, tengo que hablar con usted... Espéreme y nos iremos juntos. Entre tanto, Henriette se había vuelto a sentar; mientras escuchaba a Vallagnosc, que le estaba anunciando la probable visita de la señora De Boves, no apartaba los ojos de Mouret. Éste había vuelto a quedarse callado; miraba los muebles parecía estar inspeccionando el techo. Mas, al quejarse ella, bromeando, de que ya sólo viniesen hombres a su té de las cua­tro, se le escapó, en un descuido: -Creía que iba a estar aquí el barón Hartmann. Henriette se puso pálida. Sabía, por cierto, que sólo había venido a su casa para coincidir allí con el barón; pero podría haber evitado el arrojarle así su indiferencia a la cara. Precisa­mente entonces se abrió la puerta y el lacayo se quedó de pie, tras ella. Cuando la señora Desforges le preguntó qué quería con un gesto de la cabeza, éste le dijo en voz muy baja, inclinándose: -Es por el abrigo. La señora me dijo que la avisase... Está aquí la señorita. Ella, entonces, alzó el tono de voz para que todo el mundo la oyera. Sus dolorosos celos hallaron desahogo en estas palabras, despectivamente secas: -¡Que espere! -¿La paso al tocador de la señora? -No, no, que se quede en el recibidor. Y, tras irse el lacayo, siguió charlando tranquilamente con Vallagnosc. Mouret, absorto de nuevo en su cansancio, había atendido distraídamente, sin percatarse de lo que sucedía. Bouthemont, al que preocupaba la aventura, estaba pensativo. Pero la puerta volvió a abrirse casi en seguida, e introdujeron a dos señoras. -Figúrense que estaba bajando del coche cuando vi que venía la señora De Boves por los soportales -dijo la señora Marty -Sí -explicó ésta-; hace muy bueno. Y como el médico me dice siempre que ande... Tras una ronda de apretones de manos, le preguntó a Hen­riette: -¿Está usted buscando doncella nueva? -No -respondió ella, asombrada-. ¿Por qué? -Es que acabo de ver a una joven en el recibidor... Henriette la interrumpió entre risas: -¿A que todas esas chicas del comercio tienen traza de cria­das? Sí, es una dependiente que ha venido para retocarme un abrigo. Mouret la miró fijamente, con una leve sospecha. Ella seguía hablando con forzada jovialidad y contaba que se había com­prado un abrigo de confección en El Paraíso de las Damas la semana anterior. -¡Anda! -dijo la señora Marty-. ¿Ya no la viste Sauveur? -Claro que sí, querida. Pero quise hacer un experimento. Y, además, había quedado bastante satisfecha con una primera compra, un abrigo de viaje... Pero esta vez ha sido un fracaso. Huy, no me ando por las ramas, lo digo aunque esté delante el señor Mouret... Nunca podrán ustedes vestir a una dama a poco distinguida que sea. En vez de romper una lanza en favor de su establecimiento, Mouret seguía mirando fijamente a Henriette, diciéndose en su fuero interno, para tranquilizarse, que no podía haberse atrevido a tanto. Y fue Bouthemont el que tuvo que salir en defensa de El Paraíso. -Si todas las mujeres de buena sociedad que se visten en nuestra tienda lo fueran pregonando -replicó con tono ale­gre-, se quedaría usted muy asombrada al enterarse de con qué clientes contamos... Encárguenos una prenda a medida: no desmerecerá de las de Sauveur y le costará la mitad. Pero, claro está, siempre habrá a quien le parezca peor precisamente por ser más barata. -¿Así que el abrigo de confección no le sienta bien? -siguió diciendo la señora De Boyes-. Ahora me suena la dependien­te... Su recibidor está un poco oscuro. -Sí -añadió la señora Marty-; me estaba preguntando dónde había visto antes esa cara... Pues atiéndala, amiga mía, por nosotras no se preocupe. Henriette hizo un gesto de desdeñosa despreocupación. -Tiempo habrá. No corre prisa. Las señoras siguieron hablando de la ropa de los grandes almacenes. Luego, la señora De Boves sacó a colación a su marido, que, al parecer, acababa de irse de gira de inspección al depósito de sementales de Saint-Lô. Y, como por casualidad, Henriette comentó que la señora Guibal había tenido que salir la víspera hacia el Franco Condado para atender a una tía enferma. Por lo demás, tampoco esperaba esa tarde a la señora Bourdelais, que, todos los fines de mes, se encerraba con una costurera para pasar revista a la ropa blanca de su gente menu­da. En tanto, a la señora Marty parecía tenerla soliviantada una sorda preocupación. El señor Marty estaba a punto de perder el puesto en el Liceo Bonaparte, pues el infeliz había estado impartiendo clases en centros de dudosa reputación, que trafi­caban con los títulos de bachiller; se dedicaba febrilmente a sacar dinero de donde fuera para hacer frente a los rabiosos despilfarros que asolaban su hogar. Y a su mujer, al verlo llorar una noche, temiendo que lo despidiesen, se le había ocurrido la idea de recurrir a su amiga Henriette para que intercediese ante un director del Ministerio de Instrucción Pública, conoci­do suyo. Henriette la tranquilizó, al fin, en pocas palabras. Por lo demás, el señor Marty iba a venir luego a enterarse de qué suerte iba a ser la suya y a dar las gracias. -Parece usted indispuesto, señor Mouret -comentó la seño­ra De Boves. -¡El trabajo! -repitió Vallagnosc, con su flemática ironía. Mouret se puso en pie en seguida, como un hombre que lamenta haber bajado la guardia. Ocupó su sitio de costumbre, entre las señoras, y recobró por completo su habitual encanto. Andaba preparando las novedades de invierno; dijo que había llegado una gran remesa de encajes. Y la señora De Boves le preguntó por el precio del punto de Alenzón. Quizá comprase unos cuantos metros. Había llegado al extremo de tener que ahorrar el franco y medio que costaba un coche, y volvía a casa descompuesta, tras haberse detenido ante tenderetes y escapa­rates. Envuelta en un abrigo que tenía ya dos años, soñaba que colocaba en sus hombros de reina cuantas telas caras veía; y, al despertar y verse con aquellas ropas remozadas, sin esperanza alguna de poder satisfacer nunca su pasión, sentía como si le arrancasen aquellas telas de la piel a tirones. -El señor barón Hartmann -anunció el lacayo. Henriette se lijó en el gozoso apretón de manos con que recibía Mouret al recién llegado. Este saludó a las señoras y miró al joven con la expresión sutil que iluminaba a ratos su tosco rostro de alsaciano. -Seguimos a vueltas con los trapos -susurró, sonriente. Luego, como persona de la casa, se permitió añadir: -¿Quién es esa jovencita tan encantadora que he visto en el recibidor? -¡Bah! ¡Nadie! -respondió la señora Desforges con su acen­to más cruel-. Una dependiente que está esperando. Pero la puerta había quedado entreabierta, pues el lacayo estaba sirviendo el té. Salía, volvía a entrar, colocaba en el velador el juego de porcelana china, luego, unas fuentes con emparedados y pastas. En el amplio salón, una luz radiante, que suavizaban las plantas, encendía los cobres, inundaba de tierno júbilo la seda de los muebles; y, cada vez que se abría la puerta, se vislumbraba una esquina oscura del recibidor, que sólo iluminaban unos cristales esmerilados. Allí, en la som­bra, se perfilaba una silueta inmóvil y paciente. Denise per­manecía de pie; cierto era que había allí un asiento corrido tapizado de cuero. Pero un sentimiento de orgullo la aparta­ba de él. Era consciente del feo que le hacían. Llevaba allí media hora, sin hacer un gesto, sin decir una palabra. Las señoras y el barón se habían quedado mirándola al pasar; ahora, llegaban hasta ella las voces del salón, en ráfagas lige­ras; la indiferencia de todo aquel confortable lujo era como una bofetada. Y seguía sin moverse. De pronto, por la rendija de la puerta, reconoció a Mouret. El acababa, al fin, de in­tuirla. -¿Es una de sus empleadas? -le preguntó el barón. Mouret había conseguido disimular cuán turbado se halla­ba. Sólo la voz le tembló de emoción. -Lo más probable; pero no sé de quién se trata. -Es la rubita de confección -se apresuró a contestar la seño­ra Marty-; la segunda encargada, me parece. Ahora era Henriette la que lo miraba. -¡Ah! -dijo él, sin más. E intentó orientar la conversación hacia los festejos que se estaban organizado en honor del rey de Prusia, que había lle­gado la víspera a París. Pero el barón, malicioso, volvió a sacar el tema de las dependientes de los grandes almacenes. Fingía que quería informarse y hacía preguntas: ¿de dónde solían proceder? ¿Eran tan desvergonzadas como se decía? Y se enta­bló una animada charla. -¿De verdad opina usted que son muchachas decentes? -repetía el barón Mouret las defendía, proclamando que eran jóvenes virtuo­sas, con una convicción que despertaba la hilaridad de Valla­gnosc. Entonces intervino Bouthemont, para sacar del apuro a su jefe. El caso es que había de todo: viciosas y buenas chicas. Y, además, iban teniendo cada vez mejores costumbres. Al princi­pio, nada más se presentaban para esos puestos las desclasadas del comercio; sólo las muchachas débiles y pobres iban a dar a los establecimientos de novedades. Mientras que ahora, por ejemplo, era un hecho que las familias de la calle de Sévres criaban a sus hijas, desde pequeñas, para colocarlas en El Eco­nómico. En resumidas cuentas, si querían ser decentes, podían serlo, pues se Hallaban libres de la carga de tener que buscarse alojamiento y manutención, como les sucedía a las operarias humildes de París. Estaban mantenidas y alojadas; tenían la vida asegurada; una vida muy dura, eso sí. Lo peor era su situa­ción intermedia, poco clara, entre la tendera y la señora. Arro­jadas de esta forma a un mundo de lujos, sin poseer las más de las veces, la instrucción más elemental, formaban una clase aparte, que aún no sabía nombrar nadie. De ahí nacían sus miserias y sus vicios. -Pues yo no he visto nunca criaturas más desagradables -dijo la señora De Boves-. A veces entran ganas de abofetearlas. Y las señoras no ocultaron ya su rencor. Ante los mostrado­res, había enfrentamientos sangrantes; las mujeres se devora­ban entre sí en cruentas luchas por el dinero y la belleza. Las dependientes sentían una hosca envidia hacia las clientes bien vestidas, aquellas señoras cuyo aspecto y comportamiento se esforzaban en remedar; y más agria aún era la envidia de las clientes modestas, de las pequeñas burguesas, ante las depen­dientes, aquellas muchachas vestidas de seda, de las que, sólo por una compra de cincuenta céntimos, pretendían obtener una humildad de sirvientas. -Para qué seguir -zanjó Henriette-. Son todas unas desdi­chadas, tan en venta como lo que despachan. Mouret tuvo fuerzas para sonreír. El barón lo miraba atenta­mente, admirando su elegante forma de contenerse. Desvió, por tanto, la conversación, llevándola de nuevo a los festejos en honor del rey de Prusia Iban a ser espléndidos, todo el comer­cio parisino pensaba beneficiarse con ellos. Henriette callaba Y parecía pensativa, dividida entre el deseo de seguir dejando a Denise olvidada en el recibidor y el miedo a que Mouret, que ya estaba al tanto, decidiera marcharse. Acabó, pues, por levan­tarse del sillón. -Con su permiso... -¡Faltaría más, querida! -dijo la señora Marty-. Ande, ande, que yo haré los honores. Se levantó, cogió la tetera y llenó las tazas. Henriette se había vuelto hacia el barón Hartmann. -¿No se irá usted en seguida? -No, tengo que hablar con el señor Mouret. Vamos a inva­dirle a usted el saloncito. Salió ella entonces; y el vestido de seda negra rozó la puerta como una culebra que se escurriese entre la maleza. Acto seguido, el barón se las ingenió para llevarse a Mouret, dejando a las señoras a cargo de Bouthemont y Vallagnosc. Se pusieron, luego, a charlar, bajando la voz, ante la ventana del salón contiguo. Tenían entre manos un asunto completamente nuevo. Hacía mucho que Mouret acariciaba el sueño de reali­zar su antiguo proyecto: que El Paraíso de las Damas ocupase la manzana entera, desde la calle de Monsigny a la calle de la Mi­chodiére, y desde la calle Neuve-Saint-Augustin hasta la calle de Le-Dix-Décembre. Quedaba todavía, en esta última arteria, un ancha franja de terreno que aún no le pertenecía. Y ello bastaba para amargarle el triunfo. Lo atormentaba el deseo de rematar la conquista, de edificar en ella, a modo de apoteosis, una fachada monumental. Mientras la entrada principal se hallase en la calle Neuve-Saint-Augustin, una calle renegrida del París antiguo, su obra estaría tullida y carecería de lógica. Quería, para exhibirla ante el nuevo París, que se hallase de cara a una de esas avenidas jóvenes por las que pasaba, a pleno sol, el barullo de finales de siglo. Ya se la imaginaba, dominán­dolo todo, imponiéndose como el gigantesco palacio del comerció, cubriendo la ciudad con una sombra mayor que la del viejo palacio del Louvre Pero, hasta la fecha, se había topa­do con la obstinación del Banco de Crédito Inmobiliario, que se aferraba a su primitiva idea de competir, en aquel terreno de primera línea, con el Gran Hotel. Los planos estaban con­cluidos; y, para excavar los cimientos, sólo se esperaba ya a que la calle de Le-Dix-Décembre quedase expedita. En un último esfuerzo, Mouret había conseguido, al fin, convencer casi por completo al barón Hartmann. -¡Bueno! -empezó a decir éste-. Hubo ayer una reunión del Consejo y he venido, pensando que lo encontraría aquí y de­seoso de tenerlo informado. No hay forma de que cedan. Al joven se le escapó un gesto nervioso. -Qué insensatez... Pero ¿qué alegan? -Hombre, pues lo mismo que le he dicho yo, lo mismo que sigo opinando hasta cierto punto... La fachada que usted quie­re no es más que un adorno; las nuevas construcciones sólo incrementan en un diez por ciento la superficie de los almace­nes; y es mucho dinero para una simple propaganda. Al oír esto, Mouret estalló: -¡Conque propaganda! ¡Propaganda! Pues será una propa­ganda de piedra que vivirá más que todos nosotros. Compren­da que supone duplicar el rendimiento del negocio. En dos años, recuperamos el dinero. ¡Qué más da que se desperdicie terreno, como usted dice, si ese terreno nos aporta un interés enorme! Ya verá qué gentío, cuando nuestra clientela no se quede atascada en la calle Neuve-Saint-Augustin y le demos la facilidad de acudir libremente por una arteria ancha, en la que puedan rodar de frente con holgura seis carruajes. -No me cabe duda -respondió el barón, riendo-. Pero le repito que usted, en lo suyo, es un poeta. Y los señores del Con­sejo estiman que sería peligroso que su negocio siguiera cre­ciendo. Quieren tener la prudencia que usted no tiene. -¿Cómo que prudencia? Ya no entiendo nada... ¿Acaso no están ahí los números? ¿Y acaso no demuestran que nuestras ventas progresan constantemente? Al principio, con un capital de quinientos mil francos conseguía un volumen de negocio de dos millones. El capital circulaba cuatro veces. Luego, fue de cuatro millones, circuló diez veces y produjo cuarenta millo­nes. Y, ahora, tras varios incrementos sucesivos, acabo de com­probar, tras el último balance, que hemos alcanzado una recau­dación total de ochenta millones. Y eso que el capital no ha crecido casi, pues nada más es de seis millones, lo cual quiere decir que ha circulado por nuestros mostradores en forma de mercancías más de doce veces. Subía el tono de voz v contaba los millones como si cascase avellanas, golpeando con los dedos de la manó derecha en la palma de la mano izquierda. El barón lo inte rrumpió: -Lo sé, lo sé... Pero no esperará usted seguir progresando siempre así. -¿Y por qué no? -dijo Mouret candorosamente No hay razón para que ese crecimiento se detenga. Hace ya mucho que vengo augurando que el capital puede circular quince veces. E, incluso, en algunos departamentos lo hará veinticinco o treinta... Y más adelante... bueno, pues más adelante ya se nos ocurrirá algo para que circule aún más. -¿Y entonces se beberá usted todo el dinero de París como quien se bebe un vaso de agua? -Por descontado. ¿Es que acaso no pertenece París a las mujeres; y las mujeres, a nosotros? El barón le puso ambas manos en los hombros y lo miró con expresión paternal. -¿Sabe que es usted un muchacho encantador y que me agrada muchísimo? No hay quien se le resista. Vamos a profun­dizar en serio en esa idea y tengo la esperanza de conseguir que se avengan a razones. Hasta ahora, sólo nos ha dado usted motivos de satisfacción. Los dividendos son el pasmo de la Bolsa. Debe de estar usted en lo cierto: es preferible meter más dinero en su invento que arriesgarse a esa competencia con el Gran Hotel, que es un tanto arriesgada. Mouret se calmó y dio las gracias al barón, pero no puso en este agradecimiento el impulsivo entusiasmo de costumbre. Y éste se fijó en que volvía las miradas hacia la puerta de la estan­cia colindante, presa de nuevo de la sorda inquietud que se esforzaba en no demostrar. En éstas, se acercó Vallagnosc, que se había dado cuenta de que ya no estaban hablando de nego­cios. Se quedó de pie, a su lado, y oyó que el barón susurraba, con su expresión pícara de viejo vividor: -Oiga, me parece que se están vengando. -¿Quiénes? -preguntó Mouret, azarado. -Pues las mujeres... Se están cansando de pertenecerle y, en justa correspondencia, ahora es usted el que les pertenece, querido amigo. Y bromeó acerca de los sonados amores del joven, de los que estaba enterado; le divertía que hubiera comprado un palacete a una actriz de poca monta y dudosa reputación, que dilapida­se enormes sumas con mujerzuelas que había conocido en los reservados de los restaurantes, como si con todo aquello que­dasen disculpadas las locuras que había cometido él antaño. Se regocijaba como un entendido ya veterano. -Le aseguro que no sé de qué me habla -repetía Mouret. -Lo sabe usted muy bien. Las mujeres tienen siempre, a la postre, la última palabra... No, si ya me decía yo: no puede ser; son faroles; es imposible que sea tan hábil. ¡Y al fin ha caído! Usted le saca el jugo a la mujer, la explota como un filón de hulla; ¡y todo para que acabe ella por explotarlo a usted y lo someta por completo...! ¡Ándese con ojo, porque le sacará más sangre y más dinero de los que usted le ha chupado a ella! Cada vez se reía con más ganas. Y Vallagnosc, a su lado, son­reía con sorna, sin decir palabra. -Pues el caso es que no queda más remedio que probarlo todo -reconoció, al fin, Mouret, fingiendo que él también se hallaba de talante alegre-. El dinero es tan soso cuando no se gasta.„ -En eso le doy la razón -respondió el barón-. Páselo bien, amigo mío. No seré yo quien le venga con razones morales ni se preocupe por los elevados intereses que fiemos puesto en sus manos. Los jóvenes deben correrla; así tienen luego la cabeza más despejada. Y, además, a un hombre capaz de reha­cer su fortuna no le puede desagradar arruinarse... Pero, si bien es cierto que el dinero no tiene importancia, existen padecimientos que... Se interrumpió y se le entristeció la risa. Por su irónico escepticismo cruzaban penas antiguas. Había ido siguiendo el duelo entre Henriette y Mouret como un curioso al que las batallas del corazón ajenas apasionaban todavía. Y se daba cuenta claramente de que había llegado el momento de la cri­sis. Intuía el drama y estaba al tanto de la historia de aquella Denise a la que había visto en el recibidor. -Bah, no soy yo un especialista en sufrimientos -dijo Mou­ret, con acento desafiante-. Bastante hago con soltar el dinero. El barón se quedó mirándolo unos instantes, en silencio. No quiso insistir y añadió, despacio: -No quiera aparentar que es peor de lo que es en realidad. Algo más que el dinero se dejará usted en esto. Sí, amigo mío, se dejará jirones de carne. Se interrumpió para preguntar, volviendo al tono guasón: -¿Verdad que son cosas que suelen pasar, señor De Valla­gnosc? -Eso dicen, señor barón -se limitó a responder éste. Y en ese instante preciso se abrió la puerta de la habitación. Mouret, que iba a responder, se sobresaltó levemente. Los tres hombres se volvieron. Era la señora Desforges, muy risueña, que asomaba nada más la cabeza para llamar con voz apre­mian te: -¡Señor Mouret! ¡Señor Mouret! Luego, al ver a los otros, dijo: -Señores, ¿me permiten que les robe por unos minutos al señor Mouret? Ya que me ha vendido un abrigo espantoso, lo menos que puede hacer es aportarme sus luces. Esa muchacha es una boba y no se le ocurre ni una sola idea... ¡Vamos! ¡Lo estoy esperando! Mouret titubeaba, entre la espada y la pared, retrocediendo ante la escena que presentía. Pero no le quedó más remedio que obedecer. El barón le estaba diciendo con su aire entre paternal y burlón: -Vaya con la señora, querido amigo, vaya, que lo necesita. Y entonces Mouret salió tras la señora Desforges. Al cerrarse la puerta, le pareció oír la risa sarcástica de Vallagnosc, que ahogaban los cortinajes. Desde que Henriette había salido del salón, desde que sabía que Denise estaba, en algún lugar apar­tado de la vivienda, en manos de una mujer celosa, se había ido apoderando de él una creciente ansiedad, un atormentado nerviosismo que lo forzaba a permanecer oído avizor, como si lo sobresaltase un lejano rumor de llanto. ¿Qué se le estaría ocurriendo a aquella mujer para atormentar a Denise? Y todo su amor, un amor que lo sorprendía aún, volaba hacia la joven como para servirle de apoyo y consuelo. Nunca había amado así, consciente del poderoso encanto que se encerraba en el sufrimiento. Sus amoríos de hombre atareado, e incluso la pro­pia Henriette, tan exquisita, tan linda, cuya posesión halagaba su amor propio, no eran sino un grato pasatiempo y, en ocasio­nes, un cálculo, de los que solo pretendía obtener una prove­chosa satisfacción. Salía tan tranquilo de casa de sus amantes y se iba a la suya, a meterse en la cama, disfrutando de su liber­tad de hombre soltero, sin echar nada en falta, con el corazón libre de preocupaciones. Mientras que ahora, palpitaba en él la angustia, su vida no le pertenecía y, en su cama, tan ancha y solitaria, no hallaba ya olvido en el sueño. Denise lo tenía con­tinuamente poseído. Incluso ahora, sólo le importaba ella; y mientras seguía a la otra mujer, temiéndose alguna engorrosa escena, pensaba que más valía que estuviera presente para pro­teger a la joven. Cruzaron, primero, el dormitorio, silencioso y vacío. Luego, la señora Desforges empujó una puerta y entró en el tocador. Mouret la siguió. Era un habitación bastante amplia, tapizada de seda roja, que amueblaban un lavabo con mesa de mármol y un armario de tres cuerpos con grandes lunas. Estaba ya oscu­ra, porque la ventana daba al patio, y habían encendido dos lámparas de gas, que tendían los finos brazos niquelados a derecha e izquierda del armario. -Veamos si es posible que ahora vayan mejor las cosas -dijo Henriette. Al entrar, Mouret había visto, entre el brillante resplandor, a Denise, muy erguida. Estaba palidísima; iba modestamente ves­tida con una chaqueta entallada de casimir y tocada con un sombrero negro. Tenía, echado al brazo, el abrigo que Hen­riette había comprado en El Paraíso. Al ver al joven, le tembla­ron un poco las manos. -Quiero saber la opinión del señor -siguió diciendo Hen­riette-. Ayúdeme, señorita. Denise se acercó y tuvo que volver a ponerle el abrigo. Durante la primera prueba, había prendido con alfileres los hombros, pues a Henriette le sentaba mal la espalda. Esta se contemplaba, dando vueltas ante el armario. -¿Se puede admitir esto? Dígamelo sinceramente. -Tiene usted razón, señora. Este abrigo está mal cortado -dijo Mouret, para zanjar la cuestión-. Hay una solución muy sencilla: la señorita va a tomarle medidas y le haremos otro. -No, yo quiero éste. Lo necesito ahora mismo -respondió Henriette con vivacidad-. Lo único que pasa es que, por delan­te, me aprieta el pecho y, en cambio, por detrás, me hace una bolsa entre los hombros. Añadió luego, con su tono más seco: -No se va a solucionar el problema porque se me quede usted mirando, señorita. Piense, dé con una solución. Para eso está usted. Denise, sin despegar los labios, siguió poniendo alfileres. Tardó mucho; tenía que pasar de un hombro a otro, e, incluso, en una ocasión, tuvo que agacharse, que arrodillarse casi, para tirar del abrigo por delante; la señora Desforges, de pie, la dominaba y se dejaba atender con la expresión dura de un ama difícil de contentar. Disfrutaba al rebajar a la joven a aquella tarea de sirvienta y le daba breves órdenes, al tiempo que ace­chaba en el espejo las más imperceptibles contracciones ner­viosas del rostro de Mouret. -Póngame un alfiler ahí. No, ahí no, aquí, cerca de la manga. ¿Es que no entiende lo que le digo? No, no hemos hecho nada, otra vez se ahueca la espalda... Y tenga cuidado, que me está pinchando. Mouret intentó en vano intervenir en dos ocasiones más, para terminar con la escena. Al ver cómo humillaban su amor, el corazón le brincaba en el pecho. Y quería a Denise más y más, con emocionada ternura, al ver con cuánta dignidad callaba. Cierto era que a la joven le seguían temblando un poco las manos, al ver cómo la trataban en su presencia; pero aceptaba las imposiciones del oficio con la orgullosa resigna­ción de una muchacha valiente. Cuando la señora Desforges comprendió que ninguno de los dos se traicionaría, decidió cambiar de táctica; se le ocurrió sonreírle a Mouret, alardear de que era su amante. Como se habían acabado los alfileres, le dijo: -A ver, querido Octave, busque en la caja de marfil de enci­ma del tocador... ¿Que está vacía? ¿En serio?... Pues tenga la bondad de ir a mirar en la repisa de la chimenea del dormito­rio. Ya sabe dónde le digo, en la esquina del espejo. Y daba a entender que el joven estaba en su casa; le hablaba como a un hombre que ha dormido en ese cuarto, que sabe dónde encontrar los peines y los cepillos. Cuando él le trajo un puñado de alfileres, los fue tomando de uno en uno para obli­garlo a quedarse de pie a su lado, para mirarlo y poder hablarle en voz baja: -No irá a decirme que soy cargada de hombros... A ver, ponga aquí la mano, pásemela por la espalda, para mayor segu­ridad... ¿La tengo contrahecha? Denise había alzado los ojos poco a poco, cada vez más pali­da, y había seguido prendiendo alfileres en silencio. Mouret sólo veía la abundante cabellera rubia, sujeta sobre la frágil nuca; pero, al fijarse en el temblor que la estremecía, creía estar contemplando la turbación y la vergüenza del rostro. Ahora lo rechazaría, le diría que volviera con esa mujer que ni siquiera ante extraños ocultaba sus relaciones. Y sentía brutales impulsos en las muñecas; le habría gustado golpear a Henriet­te. ¿Cómo hacerla callar? ¿Cómo decirle a Denise que la adora­ba, que ahora sólo existía ella, que le sacrificaba todos sus anti­guos amoríos de un día? Una mujerzuela no habría caído en las equívocas confianzas de aquella burguesa. Retiró la mano y repitió: -Hace usted mal en obstinarse, señora; si ya le estoy dicien­do yo que el abrigo está mal cortado. Una de las luces de gas silbaba y, en el ambiente ahogado y húmedo de la habitación, sólo se oía ya ese ardiente soplo. Las lunas del armario proyectaban anchas franjas de brillante clari­dad, en las que danzaban las sombras de ambas mujeres sobre el telón de fondo de los cortinajes de seda roja. De un frasco de verbena, que se había quedado destapado por olvido, brotaba un tenue y remoto aroma de ramo marchito. -No puedo hacer nada más, señora -dijo, al fin, Denise, incorporándose. Se sentía exhausta. Se había pinchado dos veces las manos con los alfileres, como si algo la cegase, con la vista turbia. ¿Tenía Mouret arte y parte en el complot? ¿La había hecho venir para vengarse de su rechazo, mostrándole que había otras mujeres que lo amaban? Ese pensamiento la helaba; no recordaba que en ninguna otra ocasión, durante aquellas terri­bles horas de su existencia en que había carecido de pan, hubiera necesitado tanto valor como ahora. Que la humillasen así no tenía gran importancia. ¡Pero verlo casi en brazos de otra mujer, como si ella no estuviera presente...! Henriette se contemplaba en el espejo. Y volvió a estallar en duras palabras: -¿Se está riendo de mí, señorita? Me queda peor que antes... Mire cómo me aprieta el pecho. Parezco un ama de cría. Entonces, Denise, al límite de su resistencia, cometió una torpeza: -La señora es algo corpulenta... Lo que no está en nuestra mano es que la señora sea menos corpulenta. -¡Corpulenta! ¡Corpulenta! -repitió Henriette, palidecien­do a su vez-. Y ahora se pone usted insolente, señorita... ¡Pues sí que es usted la más indicada para juzgar a las demás! Ambas se miraban de frente, cara a cara, vibrantes. Ya no había ni señora ni dependiente. No eran ya sino dos mujeres, como si la rivalidad las igualase. Una se había quitado con vio­lencia el abrigo y lo había arrojado encima de una silla; la otra, en tanto, tiraba encima del tocador los escasos alfileres que tenía aún en la mano. -Lo que me tiene asombrada -siguió diciendo Henriette- es que el señor Mouret tolere semejante insolencia... Yo creía, caballero, que era usted más exigente con su personal. Denise había recuperado su sereno coraje. Y contestó, sin alzar la voz: -Si el señor Mouret no me despide es porque no tiene nada que reprocharme... Si me lo ordena, estoy dispuesta a presen­tar mis disculpas a la señora. Mouret escuchaba, sobrecogido ante aquel enfrentamiento, y no encontraba la frase precisa para darlo por concluido. Lo horrorizaban los ajustes de cuentas entre mujeres, cuya saña resultaba hiriente para su continua necesidad de armoniosa gracia. Henriette pretendía arrancarle una palabra de conde­na hacia la joven. Y, al ver que permanecía mudo, dividido entre ambas aún, lo fustigó con un último insulto: -Bien está, señor mío; por lo visto, no me queda más remedio que soportar en mi propia casa las insolencias de sus amantes... Una mujer que habrá usted recogido de cualquier arroyo... Dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos de Denise. Llevaba mucho conteniéndolas, pero, ante el insulto, la invadía un des­fallecimiento de todo el ser. No vaciló más Mouret, al verla llo­rar de aquella forma, sin responder con alguna frase violenta, tan muda y desalentadamente digna; una inmensa ternura arrastraba su corazón hacia ella. Le tomó las manos, al tiempo que balbucía: -Váyase en seguida, pequeña; olvídese de esta casa. Henriette, estupefacta, lo miraba, ahogándose de indig­nación. -Espere -añadió Mouret, doblando personalmente el abri­go-; llévese esta prenda. Ya se comprará la señora un abrigo en otra parte. Y no llore más, se lo ruego. Bien sabe en cuánta esti­ma la tengo a usted. La acompañó hasta la puerta, que cerró luego Denise no había pronunciado ni una palabra; sólo le había subido a las mejillas una llamarada de color de rosa, mientras le humede­cían los ojos nuevas lágrimas, deliciosamente dulces. Henriette, tras quedarse sin respiración, había sacado el pañuelo y se lo estrujaba contra los labios. Todos los planes le habían salido al revés y se veía atrapada en su propia trampa. Sentía el desconsuelo de haber llevado las cosas demasiado lejos y el tormento de los celos. ¡Que la abandonasen por una mujerzuela como ésa! ¡Verse desdeñada en su presencia! Pade­cía más en ella el orgullo que el amor. -¿De modo que es de una mujer así de quien está usted ena­morado? -dijo, con esfuerzo, cuando se quedaron solos. Mouret tardó en responder; caminaba de la ventana a la puerta, probando a dominar su violenta emoción. Se detuvo al fin y, con tono cortés y voz que intentaba tornar fría, dijo sin más: -Eso es, señora. La luz de gas seguía silbando en el recoleto aire del tocador. Ahora que ningún baile de sombras cruzaba ya las lunas, refle­jándose en ellas, era como si la habitación estuviese desnuda y sumida en una agobiante tristeza. Henriette se desplomó entonces, con abandono, en una silla, retorciendo el pañuelo con dedos febriles y repitiendo entre sollozos: -¡Dios mío! ¡Qué desgraciada soy! Mouret la estuvo mirando unos segundos, sin moverse. Luego se fue, sin mostrar emoción alguna. Henriette se había quedado sola y lloraba en medio del silencio, ante los alfileres desparramados por el tocador y caídos sobre el entarimado. Cuando Mouret entró en el saloncito, sólo encontró en él a Vallagnosc. El barón había ido a reunirse con las señoras. Como estaba conmocionado aún, fue a sentarse en un sofá, al fondo de la estancia. Su amigo, al verlo tan alterado, se le acer­có, caritativamente, para ocultarlo, interponiéndose entre él y los ojos curiosos. Se miraron, primero, sin cruzar ni una pala­bra. Luego, Vallagnosc, que parecía sentir un regocijo interno ante la turbación de su amigo, acabó por preguntarle con su usual tono guasón: -¿Qué? ¿Te diviertes? Mouret, en apariencia, no entendió al pronto a qué se refe­ría. Pero, al acordarse de sus antiguas charlas acerca del estúpi­do vacío y el inútil tormento de la existencia, respondió: -Desde luego. Nunca he vivido con tanta intensidad... Mira, querido, no te burles. Cuando está uno muriéndose de dolor es cuando se le hacen más cortas las horas. Bajó la voz y siguió hablando jovialmente, pese a que aún no se le habían secado del todo las lágrimas. -Estás al tanto de todo, ¿verdad? Pues sí, acaban de desga­rrarme el corazón entre las dos. Pero también las heridas que ellas nos hacen sientan bien, ¿sabes?, casi tan bien como las caricias... Estoy rendido, no puedo más. Pero ¡qué más da! No te puedes hacer idea de cuánto me gusta la vida... ¡Y esta chi­quilla que no quiere ser mía, acabará por serlo! Vallagnosc dijo, sencillamente: -¿Y después? -¿Después?... ¡Anda! ¡pues que la tendré! ¿Es que no basta? Si te crees que eres fuerte porque te niegas a portarte como un tonto y a sufrir... Lo que haces es engañarte. ¡Ni más ni menos! ¿Por qué no pruebas a desear a una mujer y a conseguirla al fin? Es algo que, en un instante, compensa de todos los malos ratos. Pero Vallagnosc exageraba su pesimismo. ¿Para qué trabajar tanto, si con el dinero no se conseguía todo? El, en su lugar, estaba seguro de que habría echado el cierre el día en que se hubiera dado cuenta de que los millones no valían siquiera para comprar a la mujer deseada, y se habría quedado tumba­do mirando al techo, sin mover ya ni un dedo. Mouret se iba poniendo serio mientras lo escuchaba. Luego, rompió a hablar con vehemencia. El estaba convencido de que su voluntad lo podía todo. -La quiero y la conseguiré... Y, si se me escapa, ya verás qué tinglado organizo para curarme. Pase lo que pase, será algo espléndido... Tú, querido, no puedes entenderme cuando te digo estas cosas, porque, de lo contrario, sabrías que la acción encierra en sí su propia recompensa. Actuar, crear, llevarles la contraria a los acontecimientos y vencerlos, o que te venzan ellos: ¡en eso radican toda la alegría y todo el bienestar del hombre! -No deja de ser una forma de aturdirse -dijo, a media voz, su amigo. -Está bien; pues prefiero aturdirme... ¡Si hay que reventar de algo, prefiero hacerlo de pasión que de hastío! Se echaron a reír ambos, pues todo aquello les recordaba sus debates en el internado. Vallagnosc, con voz apática, se deleitó en subrayar la insipidez de las cosas. Parecía alardear, con cier­ta fanfarronería, de la pasividad y el vacío de su existencia. Sí, al día siguiente iba a aburrirse en el ministerio tanto como el día anterior. En tres años, le habían subido el sueldo seiscien­tos francos; ahora ganaba tres mil seiscientos. Ni siquiera le lle­gaba para fumar puros decentes. Todo le parecía cada vez más estúpido y si no se mataba era por simple pereza, por no tomar­se tal molestia. Al mencionar Mouret su boda con la señorita De Boves, le respondió que, aunque la tía de ésta seguía empe­ñada en no morirse, el asunto era ya cosa hecha, o, al menos, así lo creía. Los padres estaban de acuerdo y él, a lo que decía, no ponía empeño ni a favor ni en contra. ¿Para qué querer algo, o dejar de quererlo, si las cosas no salían nunca a gusto de uno? Y puso como ejemplo a su futuro suegro, que había pen­sado encontrar en la señora Guibal a una rubia indolente, un capricho pasajero. Y ahora, ella lo llevaba a punta de látigo, como a un caballo viejo cuyas últimas fuerzas hay que aprove­char. Mientras todo el mundo pensaba que andaba pasando revista a los sementales de Saint-Lô, ella estaba acabando de exprimirlo en una casita que el conde había alquilado en Ver­salles. -Es más feliz que tú -dijo Mouret, poniéndose de pie. -¡Ah, eso desde luego! -declaró Vallagnosc-. Es posible que sea el mal lo único que resulta un poco divertido. Mouret se había repuesto ya. Estaba pensando en irse cuan­to antes; pero no quería que nadie creyera que salía huyendo. Se resolvió, pues, a tomar una taza de té; y volvió al salón prin­cipal con su amigo, bromeando ambos. El barón Hartmann le preguntó si el abrigo le sentaba bien, por fin, a Henriette; y Mouret contestó que, por lo que a él se refería, había renuncia­do a esa empresa. Todo el mundo metió baza. Mientras la seño­ra Marty se apresuraba a servirle, la señora De Boves acusaba a los grandes almacenes de hacer siempre la ropa demasiado estrecha. Mouret pudo sentarse, al fin, al lado de Bouthemont, que seguía en el mismo sitio. Tras haberlos dejado los demás fuera de la conversación, y ante las ansiosas preguntas de éste, que quería enterarse de su suerte, Mouret no esperó a estar en la calle y le informó de que los miembros del consejo habían decidido prescindir de sus servicios. Entre frase y frase, sorbía cucharaditas de té, al tiempo que afirmaba que estaba desconsolado. Sí, había sido un enfrentamiento del que apenas se había recobrado, ya que había salido de la reunión fuera de sí. Pero ¿qué le iba a hacer? No podía romper con aquellos caba­lleros por una simple cuestión de personal. A Bouthemont, muy pálido, no le quedó más remedio que darle las gracias una vez más. -Pero qué engorro de abrigo -comentó la señora Marty-. Henriette no acaba de solucionarlo. Efectivamente, su prolongada ausencia empezaba a resultar embarazosa para todos. Pero, en ese preciso instante, apareció la señora Desforges. -¿Usted también renuncia? -exclamó alegremente la señora De Boves. -¿Cómo que si renuncio? -Sí; el señor Mouret nos ha dicho que no conseguía usted solucionar el problema. Henriette se mostró muy sorprendida. -El señor Mouret estaba de broma. El abrigo va a quedar perfectamente. Parecía muy tranquila y sonriente. Debía de haberse lavado los ojos, pues ¡lo los tenía ni llorosos ni encarnados. Todavía trémula y herida en lo más hondo, hallaba fuerzas para ocultar su martirio tras la máscara de su amabilidad mundana. Cuando le ofreció los emparedados a Vallagnosc, lo hizo con la sonrisa acostumbrada. Sólo el barón, que la conocía bien, notó el leve fruncimiento de los labios y el sombrío fuego de la mirada, que Henriette no había conseguido apagar aún. Y adivinó toda la escena. -La verdad es que cada cual tiene sus gustos -decía la señora De Boves, mientras tomaba también ella un emparedado-. Sé de algunas mujeres que no comprarían ni una cinta a no ser en El Louvre. Y otras sólo se fían de El Económico... Debe de ser cuestión de temperamento. -El Económico es bastante provinciano -murmuró la señora Marty-. ¡Y hay que ver las apreturas de El Louvre! La charla había vuelto al tema de los grandes almacenes. Y Mouret tuvo que opinar. Volvió al centro del corro de mujeres e hizo gala de imparcialidad. El Económico era un estableci­miento estupendo, sólido y respetable; aunque la clientela de El Louvre era, desde luego, más elegante. -Pero usted prefiere El Paraíso de las Damas, vamos -dijo el barón, sonriendo. -Sí -respondió apaciblemente Mouret-. En nuestra tienda, nos gustan las clientes. Todas las señoras allí presentes le dieron la razón. Así era, efectivamente. En El Paraíso se sentían como en una cita galan­te, notaban en torno una caricia continua, una amorosa efu­sión que rendía incluso a las más honestas. A aquella amorosa seducción debían los almacenes sn tremendo éxito. -Por cierto -dijo Henriette, que quería hacer gala de gran despreocupación-, ¿qué ha sido de mi protegida, señor Mou­ret?... Ya sabe a quién me refiero, a la señorita De Fontenailles. Y, volviéndose hacia la señora Marty, explicó: -Una marquesa, amiga mía, una pobre joven con apuros económicos. -Pues se gana sus tres francos diarios cosiendo cuadernillos de retales y creo que voy a casarla con uno de mis mozos de almacén. -¡Quite usted! ¡Qué horror! -exclamó la señora De Boves. El la miró y siguió diciendo, con su tono reposado: -¿Y eso por qué, señora? ¿Acaso no le valdrá más casarse con un muchacho bueno que se mata a trabajar que correr el ries­go de que unos holgazanes la recojan por las esquinas? Vallagnosc quiso intervenir y dijo, bromeando: -No siga, señora, porque el señor Mouret acabaría por decir­le que todas las familias de rancio abolengo de Francia debe­rían meterse a horteras. -Pues para muchas sería al menos una salida honrosa -mani­festó Mouret. Todos acabaron riéndose, pues la paradoja parecía un tanto atrevida. Mouret, en tanto, seguía cantando las alabanzas de lo que él llamaba la aristocracia del trabajo. Un leve rubor teñía las mejillas de la señora De Boves, que rabiaba con los apuros que la hacían malvivir. Y la señora Marty, entre tanto, asentía, rebosante de remordimientos, acordándose de su pobre mari­do. En ese preciso instante, introdujo el lacayo al profesor, que venía a recogerla. Sus duras tareas lo tenían cada vez más seco, más amojamado, y vestía una raída levita llena de brillos. Tras haber agradecido a la señora Desforges que hubiera intercedi­do por él en el ministerio, lanzó a Mouret la medrosa mirada de un hombre que se encara con la enfermedad que acabará por matarlo. Y se quedó sobrecogido al oír que éste le dirigía la palabra: -¿No es cierto, señor mío, que el trabajo abre todas las puer­tas? -El trabajo y el ahorro -respondió, tiritando levemente-. Diga también el ahorro, caballero. Bouthemont, entre tanto, no se había movido de su sillón. Aún le retumbaban en los oídos las palabras de Mouret. Se puso en pie, al fin, y se acercó a Henriette, para decirle al oído: -Sabrá usted que me acaba de decir, con mucha amabilidad, eso sí, que estoy despedido. ¡Pero voto al diablo que se arre­pentirá! Se me acaba de ocurrir el nombre de mi estableci­miento: Las Cuatro Estaciones. ¡Y me instalaré al lado de la ópera! Ella lo miró con ojos ensombrecidos: -Cuente conmigo para participar en el asunto. Espere, no se vaya. Y se llevó al barón Hartmann al hueco de una ventana. Sin más rodeos, le recomendó a Bouthemont, le habló de él como de un barbián al que le había llegado el turno de revolucionar París instalándose por cuenta propia. Cuando le habló de una comandita con su nuevo protegido, el barón, aunque ya no se asombraba de nada, no pude contener un gesto de pasmo. Era el cuarto joven de talento para el que le pedía protección y estaba empezando a sentirse ridículo. Pero no se negó en redondo. No dejaba de agradarle la idea de propiciar la apari­ción de un rival de El Paraíso de las Damas, pues, en el ámbito de la banca, ya se le había ocurrido la idea de darse a sí mismo competidores, para desanimar a otros de convertirse en tales. Y, además, la aventura le parecía graciosa. Se comprometió a estudiar el asunto. -Es preciso que hablemos esta noche -dijo por lo bajo Hen­riette a Bouthemont, tras regresar a su lado-. A eso de las nueve... No me falte... Tenemos al barón de nuestra parte. En aquellos momentos, la amplia estancia retumbaba de voces. Mouret, que seguía de pie en medio del corro de seño­ras, había recuperado el talante afable y negaba, jovialmente, que las arruinase vendiéndoles trapos. Se brindaba a demos­trarles, con las cifras por delante, que hacía que ahorrasen un treinta por ciento del importe de sus compras. El barón Hart­mann lo miraba, y volvía a invadirlo una fraternal admiración de calavera veterano. Estaba visto que había acabado el duelo v Henriette había mordido el polvo. No era ella, con toda seguridad, la mujer que acabaría por llegar. Y le pareció estar viendo de nuevo el discreto perfil de la joven que había entrevisto al cruzar por el recibidor. Allí estaba, paciente, sola, temible en su dulzura. XII El 25 de septiembre dieron comienzo las obras de la nueva fachada de El Paraíso de las Damas. El barón Hartmann, cum­pliendo con su promesa, había sacado adelante el asunto en la última reunión general del Banco de Crédito Inmobiliario. Al fin tenía Mouret a su alcance la consumación de su sueño: aquella fachada, que iba a alzarse en la calle de Le Dix-Décem­bre, era como el testimonio de su floreciente fortuna. Quiso, pues, celebrar la colocación de la primera piedra. Organizó una ceremonia, repartió gratificaciones entre los empleados, y mandó que les sirvieran en la cena caza y champaña. En el tajo, todos notaron que estaba de excelente humor, así como el vic­torioso ademán con el que blandió la paleta para sellar la pie­dra. Llevaba varias semanas de desasosiego, presa de un ator­mentado nerviosismo que no siempre conseguía disimular; y aquel triunfo daba tregua y aportaba distracción a su sufri­miento. Durante toda la tarde, pareció haber recobrado su ale­gría de hombre rebosante de salud. Pero ya a la hora de la cena, cuando cruzó el refectorio para tomar una copa de champaña con sus empleados, éstos lo notaron otra vez febril, con la sonrisa forzada, demacrado por el mal no confesado que lo reconcomía. Había vuelto a recaer. Al día siguiente, en el departamento de confección, Clara Prunaire intentó molestar a Denise. Se había percatado del apocado amor de Colomban y se le ocurrió burlarse de los Baudu. Dijo en voz alta a Marguerite, mientras ésta, en tanto llegaban las clientes, afilaba el lapicero: -Está empezando a darme pena mi galanteador de ahí enfrente, ya sabe quién le digo, metido en esa tienda tan oscu­ra en la que no entra nunca nadie. -Pues no es para compadecerlo tanto -repuso Marguerite-; se va a casar con la hija del dueño. -¡Anda! -siguió diciendo Clara-. Pues entonces tendría gra­cia quitárselo... ¡Palabra que voy a gastarle esa broma! Y siguió hablando, satisfecha al notar que estaba soliviantan­do a Denise. Ésta se lo toleraba todo; pero la ponía fuera de sí pensar en aquella crueldad que asestaría el golpe fatal a su prima Geneviéve, ya agonizante. En ese preciso momento, llegó una cliente; y, como la señora Aurélie acababa de bajar al sótano, tomó el mando del departamento e interpeló a Clara: -Señorita Prunaire, más le valdría atender a esa señora en vez de andar charlando. -No charlaba. -Tenga la bondad de no replicar. Y atienda a la señora ahora mismo. Clara, domeñada, aceptó la reprimenda. Cuando Denise se imponía, sin alzar la vez, ninguna de las dependientes se insu­bordinaba. Por su misma dulzura, se había hecho con una auto­ridad absoluta. Dio unos cuantos pasos por entre las dependien­tes, que habían recuperado la formalidad. Marguerite seguía afilando el lapicero, cuya mina se le rompía siempre. Era la única que aprobaba que la segunda encargada no cediese ante Mouret; y asentía con la cabeza al declarar que si las mujeres pudieran imaginarse las consecuencias que trae consigo una flaqueza, preferirían con mucho conservar la decencia. -¿Andas de regañinas? -dijo una voz a espaldas de Denise. Era Pauline, que pasaba por el departamento. Había presen­ciado la escena y habló en voz baja, sonriente. -Si es que no me queda más remedio -respondió Denise de la misma forma-. No consigo llevar derecha a mi gente. La lencera se encogió de hombros. -¡Anda, anda! Serás la reina de todos nosotros en cuanto quieras. Seguía sin entender las negativas de su amiga. Se había casa­do con Baugé a finales de agosto, cometiendo con ello una auténtica bobada, según decía jovialmente. El terrible Bour­doncle la trataba ahora de mala manera, como a una mujer perdida para el comercio. La tenía atemorizada la idea de que una buena mañana los mandasen a ambos a quererse a otra parte, porque los caballeros de la dirección tenían decidido que el amor era cosa detestable y mortal para la venta. Tan asus­tada estaba que cuando coincidía con Baugé en las galerías, fingía no conocerlo. Acababa, precisamente, de llevarse un susto: el tío Jouve había estado a punto de sorprenderla charlando con su marido detrás de una pila de paños de cocina. -¡Mira! Ha venido detrás de mí -añadió, tras haberle conta­do a toda prisa la aventura a Denise-. ¿Ves cómo me sigue el rastro, con esas narizotas que tiene? Jouve salía efectivamente del departamento de encajes, con su impecable corbata blanca, al acecho de cualquier fallo. Pero al ver a Denise, arqueó el lomo y pasó de largo con cara amable. -¡Salvada! -susurró Pauline-. Querida, gracias a ti se ha que­dado con las ganas... Oye, si me ocurriera un contratiempo, ¿verdad que hablarías en mi favor? Sí, sí, no pongas cara de pasmo; ya sabemos que una palabra tuya pondría la casa manga por hombro. Y se encaminó, presurosa, a su departamento. Denise se había ruborizado; la turbaban aquellos amistosos comentarios, que, por lo demás, daban en el clavo. Los halagos de quienes la rodeaban le infundían una confusa sensación de poder. La señora Aurélie, al regresar y ver el departamento en orden y en plena actividad, le dirigió una sonrisa amistosa. Ahora le tenía más consideración que al mismísimo Mouret; y se mostraba cada día más amable con una persona que quizá pudiera enca­pricharse algún día con su puesto de encargada. Alboreaba el reinado de Denise. El único que continuaba en pie de guerra era Bourdoncle. En la sorda lucha que seguía manteniendo en contra de la joven intervenía, en primer lugar, una antipatía espontánea. La aborrecía porque era dulce y encantadora. Y, además, se oponía a ella por considerarla una influencia nefasta, que pon­dría en peligro la casa el día en que Mouret sucumbiera. Pensa­ba que las habilidades comerciales del dueño se irían a pique si caía en aquella necia ternura: esa mujer les haría perder cuan­to habían ganado arrebatándoselo a las demás mujeres. A él lo dejaban todas indiferente, y las trataba con el desdén de un hombre sin pasiones, cuyo oficio era vivir de ellas y que había perdido las ilusiones al verlas al desnudo, inmersas en las pequeñas miserias de aquel comercio que consideraba como propio. El aroma de las setenta mil clientes, en vez de embria­garlo, le daba insoportables jaquecas; en cuanto llegaba a su casa, pegaba a sus amantes. Y lo que más lo inquietaba de aque­lla empleada insignificante, que, poco a poco, se había vuelto tan temible, era que no creía en su desinterés, en la sinceridad de sus negativas. Pensaba que estaba interpretando una come­dia, la más hábil de las comedias. Pues si se hubiera entregado a Mouret desde el principio, no cabía duda de que éste se habría olvidado de ella al día siguiente. Mientras que, al recha­zarlo, le había aguijoneado el deseo y lo estaba volviendo loco, capaz de cometer cualquier necedad. Y ahora, en consecuen­cia, en cuanto Bourdoncle la veía, con aquellos ojos claros, aquel rostro dulce, aquella sencillez en el comportamiento, se apoderaba de él un temor auténtico, como si se estuviera enfrentando a una antropófaga disfrazada, al sombrío enigma de lo femenino, a la muerte encarnada en una virgen. ¿Cómo dar al traste con la táctica de aquella fingida ingenua? Ya no pensaba sino en comprender sus artificios, con la esperanza de poder ponerlos al descubierto. En algún momento tendría que cometer un error; la sorprendería con uno de sus amantes y la volverían a despedir; y la casa recobraría por fin su grato fun­cionamiento de maquinaria bien montada. -Ande con mucho ojo, señor Jouve, y no se descuide -le repetía Bourdoncle al inspector-, que ya sabré yo recompen­sarlo. Pero Jouve no ponía demasiado celo en la tarea, pues sabía de mujeres y estaba pensando en ponerse de parte de aquella niña que, de un día para otro, podía convertirse en señora y soberana. Aunque ya no se atrevía ni a rozarla, le parecía endemoniada­mente bonita. Hacía años, su coronel se había matado por una chiquilla como ésta, de cara insignificante, delicada y modesta, que, con una sola mirada, volvía del revés los corazones. -No me descuido, no me descuido -respondía-. Pero pala­bra que no consigo dar con nada. No obstante, circulaban rumores. Bajo los halagos y el respe­to que Denise notaba crecer a su alrededor, fluía una corriente de abominables chismorreos. Toda la casa comentaba ahora que había sido, hacía tiempo, amante de Hutin; nadie se atre­vía a asegurar que siguiera esa relación, pero todos sospecha­ban que volvían a verse de tarde en tarde. Y también Deloche se acostaba con ella: ambos se citaban continuamente en los rincones oscuros, se pasaban las horas muertas charlando. ¡Un auténtico escándalo! -¿Así que sigue sin pillarla con el encargado de la seda? ¿Ni tampoco con el joven de los encajes? -preguntaba continua­mente Bourdoncle. -No, señor. Nada todavía -afirmaba el inspector. Con quien Bourdoncle contaba sobre todo sorprender a Denise era con Deloche. El en persona los había visto, una mañana, riendo juntos en el sótano. Entre tanto, trataba con la joven de potencia a potencia, pues tampoco desdeñaba la fuer­za que percibía en ella y que le parecía suficiente para desban­carlo incluso a él, si perdía la partida, pese a sus diez años de servicios. -Le recomiendo, sobre todo, que no pierda de vista al joven de los encajes -decía siempre, para terminar-. Están continua­mente juntos. Si los pesca, avíseme, que yo me encargo de lo demás. Entre tanto, Mouret vivía presa de la angustia. ¿Cómo era posible que aquella niña lo torturase así? Una y otra vez, volvía a verla cuando llegó a El Paraíso de las Damas con aquellos zapatones, aquel raído vestido negro, aquel aire esquivo. Tarta­mudeaba, todos se reían de ella; incluso a él le había parecido fea al principio. ¡Fea! Y ahora, con una mirada, habría conse­guido ponerlo de rodillas; no la veía ya sino en un radiante nimbo. Después, había sido la última en los almacenes; todos la rechazaban y se burlaban de ella. Incluso él la había tratado como a un bicho raro. Durante meses, había querido ver cómo iba creciendo una muchacha y se había divertido con el experi­mento sin darse cuenta de que se jugaba en él el corazón. Ella se había hecho mayor poco a poco y se había vuelto temible. Quizá la había amado desde el primer momento, incluso en los tiempos en que pensaba que sólo le inspiraba compasión. Y, no obstante, no había notado que era su dueña hasta aquel atardecer del paseo bajo los castaños de las Tullerías. De ahí arrancaba su vida; oía las risas de un grupo de chiquillas; el lejano fluir de un surtidor; y, en tanto, ella caminaba a su lado, silenciosa, en la tibia oscuridad. Y ya no sabía qué había pasado luego; la fiebre había ido en aumento de hora en hora; toda su sangre, todo su ser, se le habían rendido. ¿Cómo podía haber sucedido aquello? Si era una niña... Ahora, cuando pasaba, la leve ráfaga de aire que su vestido levantaba le parecía tan fuer­te que lo hacía tambalearse. Durante mucho tiempo, se había rebelado. E, incluso, en la actualidad, se indignaba a veces y quería librarse de esa pose­sión absurda. ¿Qué tenía aquella mujer que lo había aferrado de tal suerte? ¿No la había conocido acaso descalza? ¿No le había dado trabajo casi por caridad? Si al menos se hubiera tra­tado de una de esas mujeres esplendorosas que enardecen a las multitudes... ¡Pero era una niña insignificante! En resumidas cuentas, tenía una de esas caras del montón en las que nadie se fija. Ni siquiera debía de ser muy lista, pues recordaba sus difi­cultades como dependiente en los primeros tiempos. Luego, tras cada arrebato de ira, sufría una recaída en su pasión y sen­tía algo parecido al terror por haber insultado a su ídolo. Po­seía todo lo bueno que existe en la mujer: el coraje, la alegría, la sencillez; y de su dulzura brotaba un encanto tan penetrante y sutil como un perfume. Era imposible no fijarse en ella, com­portarse con ella como con cualquier otra mujer; el mágico encanto obraba en seguida con fuerza lenta e invencible; y aquel a quien se dignaba sonreír le pertenecía ya para siempre. Todo sonreía entonces en su rostro de blanco cutis: los ojos de vincapervinca, las mejillas y el mentón marcados de hoyuelos; y hasta el abundante pelo rubio parecía iluminarse con una her­mosura regia y victoriosa. Mouret admitía la propia derrota: Denise era tan inteligente como hermosa. Su inteligencia nacía de lo mejor de sí misma. Las otras dependientes de sus almacenes no tenían sino una educación fruto del roce, ese barniz desconchado de las muchachas que no pertenecen a ninguna clase, pero ella, sin elegancias prestadas, conservaba el grácil donaire y la sapiencia de sus orígenes. La experiencia hacía nacer las ideas comerciales de más amplias miras tras aquella frente estrecha, cuyas puras líneas anunciaban la voluntad y el gusto por el orden. Y Mouret le habría pedido perdón, con las manos juntas, por sus blasfemias de las horas de rebeldía. Pero ¿por qué lo rechazaba con tanta obstinación? Veinte veces le había suplicado, incrementado sus ofertas, prometién­dole dinero, mucho dinero. Luego se había dicho que quizá fuera ambiciosa, y le había prometido nombrarla encargada en cuanto quedara vacante el puesto en algún departamento. ¡Y ella decía que no! ¡Y volvía a decir que no! Mouret no salía de su asombro y su deseo se enconaba en la lucha. Le parecía un caso imposible; aquella niña acabaría por ceder, porque él siempre había pensado que la decencia de las mujeres era algo muy relativo. No se planteaba ya más meta que ésa; lo olvidaba todo ante la necesidad de tenerla al fin segura en su casa, de sentársela en las rodillas al tiempo que la besaba en los labios. Y, ante aquellas visiones, le latía la sangre en las venas, tembla­ba todo él, y lo consternaba sentirse tan impotente. Ahora, todos los días transcurrían iguales, con aquella obse­sión dolorosa. La imagen de Denise amanecía con él. Durante la noche, había estado presente en sus sueños; entre nueve y diez, se sentaba a su lado ante la gran mesa de su despacho, mientras firmaba las órdenes de pago y las libranzas, cumplien­do maquinalmente con la tarea sin dejar de notar que estaba allí, presente, y que seguía diciéndole que no, sin perder la sosegada expresión. Luego, a las diez, asistía al consejo, un auténtico consejo de ministros, una reunión de los doce partí­cipes de la casa que no le quedaba más remedio que presidir. Allí discutían las cuestiones de orden interno, examinaban las compras, decidían la disposición de los escaparates y los tende­retes de la acera. Y Denise también estaba allí. Entre las cifras, Mouret oía su dulce voz; en las más complejas situaciones financieras, veía su limpia sonrisa. Tras el consejo, lo acompa­ñaba y realizaba con él la cotidiana ronda por las secciones; por la tarde, regresaba al despacho de dirección y permanecía al lado de su sillón, mientras él recibía a tropeles de personas: fabricantes de toda Francia; importantes industriales; banque­ros; inventores. Era aquello un vaivén continuo de riqueza e inteligencia; una desatentada danza de millones; una sucesión de rápidas entrevistas en las se solventaban los negocios de mayor importancia del mercado parisino. Se olvidaba de ella durante un minuto, mientras disponía la quiebra o la prosperi­dad de una industria, pero una punzada en el corazón se la devolvía con la misma fuerza. Se le quebraba la voz y se pregun­taba para qué le valía andar a vueltas con aquella fortuna si ella la rechazaba. Por fin, al dar las cinco, tenía que firmar la correspondencia; la mano reanudaba el trabajo mecánico, mientras Denise imponía su presencia, más dominadora aún, volviendo a apoderarse de él por completo para hacerlo sólo suyo durante las horas solitarias y ardientes de la noche. Y al día siguiente, todo volvía a transcurrir igual; la cenceña silueta de una niña bastaba para sumir en la angustia sus días de traba­jo, tan activos, tan rebosantes de una ingente tarea. Pero era sobre todo durante la cotidiana ronda por los alma­cenes cuando se percataba de cuán desdichado era. ¡Haber construido aquella gigantesca maquinaria, reinar sobre tanta gente y estar agonizando de dolor porque una chiquilla no quería saber nada de él! Se despreciaba a sí mismo, llevaba a cuestas la fiebre y la vergüenza de su enfermedad. Algunos días, su poder lo asqueaba. Mientras recorría las galerías, de punta a punta, sólo sentía náuseas. En otras ocasiones, le habría gustado extender su imperio, hacerlo tan grande que quizá Denise acabara entonces por ceder, presa de admiración y miedo. Abajo, en los sótanos, se detenía, al principio, delante de la rampa. Seguía dando ésta a la calle Neuve-Saint-Augustin, pero había sido necesario ampliarla y era ahora como el lecho de un río, por el que fluían briosamente las continuas oleadas de mercancías con el alto clamor de una corriente crecida. Había allí hileras de camiones que, procedentes de todas las estacio­nes de ferrocarril, traían géneros del mundo entero. Era aqué­lla una ininterrumpida descarga; un flujo de cajones y fardos, cuyo caudal se hundía bajo tierra, a medida que se lo iba bebiendo el insaciable negocio. Mouret miraba cómo aquel torrente se volcaba en sus locales, pensaba que era uno de los amos de la riqueza pública, que tenía entre las manos el desti­no de la fabricación francesa y que no podía comprar el beso de una de sus dependientes. Iba, luego, al servicio de recepción, instalado ahora en los sótanos que seguían el trazado de la calle de Monsigny. Se ali­neaban en él veinte largas mesas, bajo la pálida claridad de los tragaluces; allí se apiñaba toda una tribu de dependientes que vaciaban cajones, comprobaban la mercancía y la marcaban con el precio estipulado. Y se oía sin tregua el ronquido de la rampa, que cubría las voces. Lo detenían al pasar los jefes de sección; tenía que zanjar dificultades y ratificar órdenes. El suave fulgor del raso, la blancura del hilo, un increíble desplie­gue de géneros desembalados, en el que los portiers de Orien­te se mezclaban con los encajes y los artículos de bazar, iba col­mando los recovecos del sótano. Mouret caminaba despacio entre aquellas riquezas que yacían en desorden, apiladas en bruto. Cuando las subieran, adquirirían luz propia en los esca­parates y las presentaciones; provocarían, de mostrador en mostrador, el galope del dinero; y se irían tan deprisa como habían llegado, al arrastrarlas consigo la desbocada corriente de ventas que cruzaba los almacenes. Y él pensaba que le había ofrecido a la joven sedas y terciopelos, todo cuanto quisiera coger a brazadas de aquellos gigantescos montones, y que ella se había negado con una leve inclinación de la rubia cabeza. Iba, a continuación a echar la habitual ojeada al servicio de envíos, hasta el extremo opuesto de los sótanos. Los recorrían interminables corredores iluminados con luz de gas; a derecha e izquierda, los almacenes, que cerraban unas empalizadas, eran como unas tiendas subterráneas, todo un barrio comer­cial, con mercerías y establecimientos de lencería, guantes y baratijas, que dormían en la sombra. Más allá, estaba uno de los tres caloríferos; y, algo más lejos, un puesto de bomberos custo­diaba el contador central, encerrado en su jaula metálica. En los envíos, Mouret se encontraba con las mesas de clasificación ya repletas de paquetes, de cajas de madera y cartón, que bajaban sin cesar en unos cestos. Y Campion, el jefe del servicio, lo ponía al tanto de las tareas rutinarias, mientras los veinte hom­bres que tenía a su mando colocaban los paquetes en las divisio­nes, en cada una de las cuales figuraba el nombre de un barrio de París; de allí los cogían los mozos para subirlos a los carrua­jes, estacionados al borde de la acera. Se oían llamadas, nom­bres de calles, voces de recomendación, una verdadera algara­bía, un auténtico bullicio de paquebote a punto de zarpar. Y Mouret se quedaba inmóvil un momento; contemplaba aquel desengullir de mercancías, tras haber visto cómo las engullía el establecimiento en el extremo opuesto de los sótanos; allí era adonde iba a parar la desmedida corriente, por aquí desembo­caba en la calle, tras haber dejado un depósito áureo en el fondo de las cajas. Se le nublaba la vista; aquella colosal partida no tenía ya importancia; sólo le infundía pensamientos de viaje, el pensamiento de viajar a países lejanos, de abandonarlo todo, si ella se empeñaba en seguir diciendo que no. Subía entonces y seguía la ronda, hablando y trajinando cada vez más, sin conseguir distraerse. En la segunda planta, visitaba el servicio de expedición, buscaba motivos de enfado, se exasperaba sordamente contra la ordenada perfección de la máquina que él mismo había regulado. Aquel servicio era el que experimentaba, de día en día, mayor crecimiento: reque­ría ahora doscientos empleados, de los cuales, unos abrían las cartas que llegaban de provincias y del extranjero, las leían y las clasificaban, mientras otros colocaban en las casillas las mer­cancías que solicitaban los firmantes de dichas cartas. Y llegaban tantas que ya no las contaban, sino que las pesaban; se reci­bían a diario más de cien libras. Mouret, febril, cruzaba las tres salas del servicio; preguntaba a Levasseur, el jefe, cuánto había pesado la correspondencia: ochenta libras; a veces, noventa; cien, los lunes. La cifra crecía sin tregua; Mouret habría debido sentirse satisfechísimo. Pero no lo abandonaba la fiebre entre el estrépito de la vecina cuadrilla de embalaje, que clavaba los cajones. En vano recorría el local de cabo a rabo: seguía con su idea fija, clavada en el entrecejo; y, a medida que veía desfilar su poder, a medida que veía pasar los engranajes de los servi­cios y su ejército de empleados, más le dolía, más insultante le parecía su impotencia. Afluían los pedidos desde toda Europa; Correos había tenido que habilitar unos carruajes especiales para traer la correspondencia; y Denise seguía diciendo que no, siempre que no. Mouret volvía a bajar, pasaba por la caja central, en la que cuatro cajeros custodiaban las dos gigantescas cajas fuertes por las que habían pasado, el año anterior, ochenta y ocho millo­nes. Lanzaba una ojeada a la oficina de comprobación de fac­turas, en la que trabajaban veinticinco empleados, escogidos entre los más formales. Entraba en la oficina de contaduría, un servicio con treinta y cinco jóvenes, los aprendices de contabili­dad, a cuyo cargo corría revisar los talones y calcular el porcen­taje de los dependientes. Regresaba a la caja central, lo irritaba la presencia de las cajas fuertes, caminaba entre todos esos millones, cuya inutilidad lo volvía loco. Y ella seguía diciendo que no, siempre que no. Siempre que no, en todas las secciones, en las galerías de venta, en los salones, de arriba abajo de los almacenes. Mouret iba de la seda a los paños; de la ropa de casa a los encajes; subía a las plantas altas; se detenía en las pasarelas; alargaba la ronda con maniática y dolorosa minuciosidad. La casa había crecido de forma desmesurada; él había creado este departamento, y también aquel otro; regía aquellas nuevas posesiones; había extendido su imperio hasta incluir en él este o aquel artículo, sus más recientes conquistas. Y, pese a todo, ella seguía dicien­do que no, siempre que no. Sus empleados habrían podido ahora poblar una ciudad pequeña: tenía mil quinientos dependientes y otros mil empleados de todas las categorías, entre los cuales se contaban cuarenta inspectores y setenta cajeros; sólo en la cocina trabajaban treinta y dos hombres; había ya diez personas a cargo de la publicidad; trescientos cincuenta mozos lucían la librea de la casa; y existía un servicio permanente de veinticuatro bomberos. Además, estaban las cuadras, unas cua­dras regias, sitas en la calle de Monsigny, enfrente de los alma­cenes, que albergaban ciento cuarenta y cinco caballos, unos tiros suntuosos que ya habían cobrado fama. Los cuatro prime­ros carruajes, que habían conmocionado al principio el comer­cio del barrio, cuando los almacenes ocupaban únicamente la esquina de la plaza de Gaillon, se habían convertido poco a Poco en setenta y dos: carros de varales; coches de un caballo; Pesadas carretas de dos caballos. Todos ellos recorrían conti­nuamente París llevando en el pescante unos cocheros muy correctos, vestidos de negro, y paseaban por doquier el oro y la púrpura de El Paraíso de las Damas. Iban, también, más allá de las fortificaciones y llegaban hasta los suburbios; se los veía por los caminos hundidos entre taludes de Bicétre; por las orillas del Marne; e incluso bajo las frondas del bosque de Saint-Ger­main. A veces, podía divisarse alguno al final de un paseo inun­dado de sol, en las zonas más desiertas, en las más silenciosas; pasaba, al trote de su soberbio tiro, lanzando en la misteriosa paz de la naturaleza silvestre el llamativo reclamo de sus paneles acharolados. Y Mouret soñaba con conseguir que sus carruajes llegasen más allá, hasta los departamentos colindan­tes; habría querido oírlos rodar por todas las carreteras de Francia, de una a otra frontera. Pero ya ni siquiera iba a ver a sus caballos, por los que sentía adoración. ¿De qué le valía con­quistar el mundo si ella le decía que no, siempre que no? Ahora, a última hora de la tarde, cuando llegaba ante la caja de Lhomme, la costumbre lo impulsaba aún a mirar la cifra de ingresos, escrita en una tarjeta que el cajero ensartaba en la varilla que tenía al lado; rara vez bajaba de cien mil francos y, a veces, en los días de ventas especiales, sobrepasaba los ocho­cientos o los novecientos mil. Pero aquella cantidad no le retumbaba ya en los oídos como un trompetazo; se arrepentía de haber sentido interés por ella; sólo sacaba en limpio amar­gura, odio y desprecio por el dinero. Los sufrimientos de Mouret iban a aumentar, empero. Pade­ció de celos. Una mañana, en el despacho, antes del consejo. Bourdoncle se atrevió a insinuarle que aquella chiquilla del departamento de confección lo estaba desairando. -¿Qué me quiere decir? -preguntó Mouret, muy pálido. -Lo que oye. Tiene amantes, incluso dentro de la casa. Mouret halló fuerzas para sonreír. -Ya ha dejado de interesarme, querido amigo. Puede usted decirme lo que sea... ¿Qué amantes son ésos? -Dicen que Hutin, y también un dependiente de los encajes, Deloche, ese muchacho alto y tan pánfilo... No es que yo asegu­re nada; verlos, no los he visto. Pero, al parecer, es algo que salta a la vista. Hubo un silencio. Mouret, para disimular su temblor de manos, hacía como si estuviera ordenando algunos papeles encima de la mesa. Por fin dijo, sin alzar la cabeza: -Habría que tener pruebas. Esfuércese en aportarme prue­bas... No es que a mí me vaya nada en esto, se lo repito; me importa un bledo, porque la muchacha ha acabado por irritar­me. Pero no podemos tolerar tales cosas en la casa. Bourdoncle dijo, sencillamente: -Puede estar tranquilo, que tendrá pruebas un día de éstos. Estoy ojo avizor. Mouret perdió entonces el poco sosiego que le quedaba. No tuvo valor para volver a sacar el tema y vivió en la continua espera de la catástrofe que habría de destrozarle el corazón. Y aquel tormento lo volvió terrible; los almacenes se estremecie­ron de arriba abajo. Ahora no tenía ya la precaución de para­petarse detrás de Bourdoncle, y llevaba a cabo en persona las ejecuciones, presa de una nerviosa necesidad de dar salida al rencor; abusar de su poder le hacía más llevadero que aquel poder no le sirviera ni poco ni mucho para contentar su único y exclusivo deseo. Cada ronda se convertía en una hecatombe; nada más verlo aparecer, pasaba un escalofrío de sección en sección, igual que pasa una ráfaga de viento. Como precisa­mente por entonces comenzaba la temporada baja de invier­no, arrasó los departamentos y acumuló víctimas, para lanzar­las luego a escobazos a la calle. En lo primero que pensó fue en despedir a Hutin y a Deloche; luego, tras meditarlo, llegó a la conclusión de que si los echaba nunca sabría la verdad. Y los demás pagaron por ellos; todo el personal se iba a pique en aquella desbandada. Cuando Mouret se quedaba solo, por la noche, se le arrasaban los ojos en lágrimas. Hubo un día en que el terror extendió más su imperio. A uno de los inspectores le había parecido observar que Mignot robaba. Por su mostrador andaban siempre rondando mucha­chas de sospechosa catadura; y habían detenido últimamente a una de ellas, que llevaba las caderas forradas y el pecho abarro­tado con sesenta pares de guantes. A partir de ese momento, se organizó un sistema de vigilancia y el inspector sorprendió a Mignot con las manos en la masa, mientras facilitaba las manio­bras de una mujer alta y rubia, una ex dependiente de El Lou­vre, que había acabado haciendo la calle. La operación no podía ser más sencilla: Mignot fingía que le estaba probando unos guantes, esperaba a que completase el cargamento y la acompañaba luego a la caja, en donde pagaba un único par. Mouret estuvo presente en el momento oportuno. Solía prefe­rir no participar en aquella clase de incidentes, qué ocurrían con frecuencia, ya que, pese a que los almacenes funcionaban como una maquinaria bien regulada, en algunos departamentos de El Paraíso de las Damas reinaba un gran desorden y casi no había semana en que no se despidiese a algún empleado por robo. La propia dirección prefería silenciar esos robos cuanto fuera posible, pues le parecía innecesario acudir a la policía, ya que ello habría supuesto desvelar una de las plagas fatídicas de los grandes bazares. Pero aquel día Mouret sentía la necesidad de enfadarse y se ensañó con el lindo Mignot, que temblaba de miedo, con el rostro lívido y descompuesto. -Debería llamar a un guardia -voceó Mouret, en el centro de un corro de dependientes-. ¡Pero conteste de una vez! ¿Quién es la mujer esa? Le juro que si no me dice la verdad, hago venir al comisario. Se habían llevado a la mujer y dos señoritas dependientes la estaban desnudando. Mignot balbució: -Si casi no la conozco, señor Mouret... Fue ella la que vino... -¡Le he dicho que no mienta! -lo interrumpió Mouret, con redoblada violencia-. ¡Y no ha habido nadie que nos avisara! ¡Están todos ustedes compinchados, palabra! ¡Vaya cueva de ladrones! ¡Nos roban, nos saquean, nos despluman! ¡Es como para no volver a dejar que salga ninguno de ustedes de aquí sin haberle registrado antes los bolsillos! Se oyó un murmullo. Las tres o cuatro clientes que estaban comprando guantes se habían quedado en el sitio, pasmadas. -¡A callar! -siguió diciendo Mouret, rabioso-. ¡O no va a quedar aquí títere con cabeza! Pero ya había acudido Bourdoncle, preocupado por el posi­ble escándalo. Le susurró a Mouret unas cuantas palabras al oído. Como el asunto estaba adquiriendo unas proporciones inusitadas, lo convenció para que mandara llevar a Mignot a la oficina de los inspectores, una dependencia de la planta baja. próxima a la puerta de Gaillon. Allí estaba la mujer, volviendo a ponerse el corsé, muy tranquila. Acababa de pronunciar el nombre de Albert Lhomme. Volvieron a interrogar a Mignot, que perdió la cabeza y se echó a llorar. Él no tenía culpa de nada; era Albert el que le enviaba a sus queridas; al principio se limitaba a darles un trato de favor, a hacer que se beneficia­sen de las gangas. Luego, cuando, por fin, empezaban a robar ya estaba demasiado comprometido para avisar a la dirección. Y la dirección se enteró entonces de una serie de hurtos increí­bles: chicas que, para llevarse los artículos, se metían en los lujosos retretes que estaban cerca del ambigú, rodeados de plantas de interior, y se los colgaban de las enaguas; compras que un dependiente olvidaba declarar en caja, cuando acom­pañaba a una cliente para que pagase, y cuyo importe se repar­tía con el cajero; e incluso falsas devoluciones, artículos que constaban como devueltos a los almacenes para que alguien pudiera quedarse con el dinero del supuesto reembolso. Por no citar los robos clásicos, los paquetes que se sacan, al caer la tarde, bajo la levita, enrollados a la cintura, e incluso, a veces pegados a los muslos. Gracias a la colaboración de Mignot y de otros dependientes, sin duda, cuyos nombres nadie quiso dar, la caja de Albert era el centro, desde hacía catorce meses, de turbios trapicheos, de descarados desfalcos que alcanzaba sumas cuya cantidad no llegó a conocerse nunca con exactitud. La noticia había ido, en tanto, propagándose por los depar­tamentos. Las conciencias intranquilas se estremecían, y las honradeces más acrisoladas temían quedar implicadas en un barrido general. Todos habían visto cómo Albert entraba en la oficina de los inspectores. Luego había pasado Lhomme, sin resuello, con la cara encendida y la apoplejía agarrotándole ya el cuello. A continuación, habían mandado llamar a la propia señora Aurélie, que, soportando la afrenta con la cabeza alta, mostraba en el rollizo rostro el abotagamiento lívido de una mascarilla de cera. La explicación duró mucho y nadie supo nunca los detalles exactos; iba de boca en boca que la encarga­da de confección casi le había arrancado la cabeza a su hijo a bofetadas; y que el buenazo del padre lloraba mientras el patrón, perdidos los amables modales de costumbre, juraba como un carretero y quería a toda costa llevar a los culpables ante la justicia. Pero se echó tierra al asunto. El único despido fulminante fue el de Mignot. Albert no desapareció hasta dos días después. Era más que probable que su madre hubiera conseguido un aplazamiento de la ejecución para salvaguar­dar la honra de la familia. Pero las ráfagas de pánico siguieron soplando unos cuantos días, pues, tras aquella escena, Mouret recorrió de cabo a rabo los almacenes con mirada aviesa, des­haciéndose de todos cuantos se atrevían a alzar la vista, sin más. -¿Y usted qué hace ahí, señor mío, papando moscas?... ¡Pase por caja! Por fin, un día, acabó por descargar la tormenta sobre la cabeza del mismísimo Hutin. Favier, que ahora era segundo encargado, le iba minando a éste el terreno para hacerle per­der el puesto. Era la táctica habitual: insidiosos informes envia­dos a la dirección, ocasiones cogidas al vuelo para dejar mal al encargado del departamento. Una mañana, pues, cuando cruzaba Mouret por la seda, se detuvo, sorprendido de ver a Favier rectificando las etiquetas de todas las piezas de un saldo de ter­ciopelo negro. -¿Y a usted quién le ha mandado rebajar los precios? -le pre­guntó. El segundo encargado, que llevaba a cabo la tarea con osten­tación, como si, previendo la escena, hubiese pretendido lla­mar la atención del director cuando pasase, respondió, con tono de candorosa sorpresa: -Pues el señor Hutin, señor Mouret. -¿Conque el señor Hutin? ¿Dónde está el señor Hutin? Y cuando hubo subido éste del servicio de llegadas, adonde había ido a buscarlo un dependiente, empezaron las explica­ciones. ¡Cómo! ¿Así que ahora rebajaba los precios por iniciati­va propia? Quien se quedó entonces atónito fue Hutin. Se había limitado a comentar la rebaja con Favier, sin darle órde­nes concretas. Este último puso entonces la cara contrita de un empleado al que no le queda más remedio que llevarle la con­traria a su jefe aunque, para sacarlo del mal paso, esté dispues­to a cargar con las culpas. Y, en el acto, las cosas tomaron muy mal cariz. -¿Me oye bien, señor Hutin? -voceaba Mouret-. Nunca he tolerado esas veleidades de independencia... Yo soy el único que decide a cuánto hay, que marcar el género. Y siguió hablando con voz agria y entonación hiriente, que sorprendieron a los empleados, pues los enfrentamientos como aquél solían tratarse en privado y era cierto, por lo demás, que el incidente podía deberse a un malentendido. Mouret dejaba traslucir algo parecido a un inconfesado rencor al que tenía que dar rienda suelta. ¡Al fin había conseguido pillar en falta al Hutin ese del que se decía que era amante de Denise! ¡Podía, pues, conseguir desahogarse haciéndole ver sin miramientos quién era el amo! Y exageraba los hechos, lle­gaba a insinuar que, tras aquella rebaja de los precios, había intenciones poco honradas. -Pensaba consultar con usted este saldo, señor Mouret -repetía Hutin-. Estaba haciendo falta, porque bien sabe usted que estos terciopelos no han tenido aceptación. Mouret quiso zanjar la cuestión con una última frase dura: -Muy bien, señor mío, ya estudiaremos más detenidamente este asunto... Y que no vuelva a suceder, si es que le tiene usted apego a su puesto en esta casa. Y le dio la espalda. Hutin, aturdido, rabioso, sólo encontró a mano a Favier para desahogarse y le juró que iba a tirarle su dimisión a la cara a aquel animal. Luego, no volvió a decir nada de irse y se contentó con sacar a colación todas las abomi­nables acusaciones que solían circular entre los dependientes en contra de los jefes. Y Favier, con un brillo en los ojos, se defendía, al tiempo que le manifestaba su vehemente apoyo. A él no le había quedado más remedio que contestar a las pre­guntas, claro. Y, además, ¿quién iba a esperarse una historia así por semejante tontería? ¿Qué le pasaba al patrón, desde hacía una temporada, que no había quien lo aguantase? -Huy, bien sabido es lo que le pasa-respondió Hutin-. ¿Qué culpa tengo yo de que ese pingo de la confección lo esté volviendo loco?... Mire, amigo mío, de ahí viene todo. Sabe que me he acostado con ella y no le hace gracia. O, a lo mejor, es ella la que quiere que me pongan de patitas en la calle, porque le resulto molesto... Le juro que se va a enterar de quién soy yo como se me ponga un día a tiro. Dos días después, Hutin, que había subido al ático, donde estaba el taller de confección, para recomendar personalmen­te a una operaria, se sobresaltó levemente al divisar, en el extre­mo de un pasillo, a Denise y Deloche, acodados en una venta­na abierta y tan absortos en una charla íntima que no volvieron la cabeza. Al darse cuenta de que Deloche estaba llorando, se le ocurrió la idea de hacer que los sorprendiesen. Se retiró entonces sin ruido y, al encontrarse en la escalera con Bour­doncle y Jouve, se inventó una historia: la puerta de uno de los extintores parecía estar arrancada. Era la forma de hacer que subieran y se tropezasen con la pareja. El primero en verla fue Bourdoncle. Se detuvo en seco y mandó a Jouve que fuera a buscar al director mientras él se quedaba allí. Al inspector no le quedó más remedio que obedecer, aunque muy contrariado por tener que comprometerse en aquel asunto. Era aquél un rincón remoto dentro del ancho mundo en el que bullían cuantos pertenecían a El Paraíso de las Damas. Se llegaba a él por un complicado dédalo de escaleras y pasillos. Los talleres ocupaban los desvanes, una hilera de estancias bajas y abuhardilladas en las que entraba la luz por anchas aberturas que horadaban la techumbre de cinc; no contaban con más mobiliario que unas mesas largas y unas grandes estu­fas de hierro colado. Allí trabajaban, en vecindad, lenceras, encajeras, tapiceros, confeccionistas, que pasaban el invierno y el verano entre un calor agobiante y el peculiar olor de cada oficio. Para llegar a aquel apartado rincón de uno de los corre­dores había que recorrer toda el ala, girar a la derecha, pasado el taller de confección, y subir cinco peldaños. Las escasas clientes, que, a veces, llevaba hasta allí un dependiente para algún encargo, intentaban recuperar el resuello, rendidas y pasmadas, con la sensación de llevar horas dando vueltas sobre sí mismas y hallarse a cien leguas de la acera. Denise ya se había tropezado aquí arriba, en varias ocasio­nes, con Deloche, que la estaba esperando. Entraba en sus competencias de segunda encargada tratar con el taller, donde, por lo demás, sólo se hacían los modelos de las prendas y los arreglos. Subía de continuo, para cursar órdenes. Deloche la acechaba, ideaba un pretexto, le iba pisando los talones; luego, fingía sorprenderse cuando se topaba con ella en la puerta del taller de confección. A Denise había acabado por hacerle gracia; aquellos encuentros eran como unas citas con­sentidas. El pasillo corría a lo largo del depósito, un gigantesco recipiente cúbico de chapa que contenía sesenta mil litros de agua. Había en el tejado otro del mismo tamaño, al que se lle­gaba por una escalera de hierro. Deloche charlaba unos momentos, apoyando un hombro en el depósito, con la conti­nua dejadez de aquel cuerpo grande que el cansancio encorva­ba. Se oía cantar el agua con mil rumores, sonidos misteriosos cuya musical vibración conservaba la chapa de forma perenne. Pese al hondo silencio, Denise miraba en torno con inquietud, pues creía haber visto pasar una sombra por las desnudas paredes pintadas de amarillo claro. Pero no tardaba en atraerlos la ventana y se acodaban en ella, perdían la noción del tiempo, entregados a una grata conversación, a inacabables recuerdos de la comarca de su infancia. A sus pies, se extendía la enorme cristalera de la galería central, un lago de vidrio que limitaban remotas techumbres que parecían costas rocosas. Y, más allá, sólo veían cielo, una capa de cielo que reflejaba en el agua dor­mida de los cristales el vuelo de sus nubes y el suave azul de su bóveda. Ese día, precisamente, estaba Deloche hablando de Va­lognes. -Cuando tenía seis años, mi madre me llevaba en carricoche a la ciudad, los días de mercado. Ya sabe que hay trece kilóme­tros largos; teníamos que salir de Bricquebec a las cinco... Es tan hermoso el paisaje por mi zona. ¿La conoce? -Sí, sí -respondía, despacio, Denise, con la mirada perdida en lontananza-. Fui a veces por allí, pero era muy pequeña... Unas carreteras con hierba a derecha e izquierda, ¿verdad? Y, de tarde en tarde, corderos sueltos, de dos en dos, arrastrando la cuerda que los trababa... Callaba, para proseguir luego, con una leve sonrisa: -Nosotros tenemos carreteras rectas, sin una curva en varias leguas, entre árboles que les dan sombra... Tenemos campos de hierba, que cierran unos setos más altos que yo, en los que hay caballos y vacas... Tenemos un río pequeño, con un agua muy fría bajo los matorrales, en un rincón que conozco yo muy bien. -¡Igual que nosotros! ¡Igual que nosotros! -exclamaba Deloche, arrobado-. Todo es hierba, y cada cual cierra su trozo de prado con espinos albares y olmos, y es como estar en la propia casa, y todo es verde, ay, de un verde que no existe en París... ¡Dios mío! ¡Cuánto he jugado al final de aquel camino entre taludes, a la izquierda, según se baja del molino! Les desfallecía la voz y se quedaban con la mirada fija, perdi­da en el soleado lago de la cristalera. De aquella agua cegadora veían alzarse un espejismo: pastos hasta el infinito; el Cotentin, húmedo del hálito del océano, envuelto en ese vaho luminoso que difumina el horizonte en un delicado gris de acuarela. A sus pies, bajo las colosales vigas de hierro, ronroneaba la venta, la trepidación de la maquinaria en marcha; toda la casa vibraba con el ir y venir de la muchedumbre, con la prisa de los depen­dientes, con la vida de las treinta mil personas que allí se agol­paban. Y ellos, en alas de su sueño, al sentir aquel clamor hondo y sordo que estremecía los tejados, creían oír el viento del mar pasar por encima de la hierba y mover las frondosas copas de los árboles. -Dios mío, señorita Denise -balbució Deloche-, ¿por qué no es usted más cariñosa conmigo? ¡Con lo que yo la quiero! Se le habían llenado los ojos de lágrimas y, al ver que ella quería interrumpirlo con un ademán, se apresuró a añadir: -No, déjeme que se lo repita una vez más... ¡Nos llevaríamos tan bien! Siempre hay de qué hablar cuando se es de la misma tierra. Se le cortó el aliento y ella pudo decir, con dulzura: -Qué poco sensato es usted. Me había prometido no volver a hablarme de eso... No puede ser. Le tengo mucho afecto, porque es usted un buen muchacho. Pero quiero seguir siendo libre. -Sí, sí, ya sé que no está enamorada de mí -prosiguió él, con voz quebrada-. Dígamelo si quiere, porque lo comprendo. No tengo nada que me haga digno de su amor. ¡Fíjese! Sólo he tenido una hora feliz en la vida, aquella noche en que nos encontramos en Joinville, ¿se acuerdas Por un momento, en aquella oscuridad tan grande que había bajo los árboles, me pareció que le temblaba el brazo, y fui lo bastante tonto para imaginarme que... Pero Denise volvió a interrumpirlo. Su fino oído acababa de notar el ruido de los pasos de Bourdoncle y Jouve, en el extre­mo del corredor. -¡Escuche! ¡Alguien anda por ahí! -No -dijo él, impidiéndole que se retirase de la ventana-. Es el depósito: salen siempre de él unos ruidos tan pasmosos que parece que hay un mundo dentro. Y prosiguió con sus quejas tímidas y acariciadoras. Denise ya no lo escuchaba; las amorosas palabras acunaban la ensoña­ción que había vuelto a apoderarse de ella; y dejaba vagar la vista por los tejados de El Paraíso de las Damas. A derecha e izquierda de la galería acristalada, relumbraban al sol otras galerías y otros patios, entre los techos abuhardillados, que horadaban las ventanas, simétricamente alineados como las alas de un cuartel. Erguíanse armazones de vigas metálicas, escalas, pasarelas cuyo encaje se recortaba contra el azul del cielo; y, entre tanto, la chimenea de las cocinas soltaba un denso humo de fábrica y el gran depósito cuadrado, que se alzaba en pleno cielo sobre unos pilares de hierro colado, mos­traba el extraño perfil de una edificación bárbara que el orgu­llo del hombre hubiese erigido en aquel lugar. A lo lejos, París rugía sordamente. Al regresar Denise de aquellos espacios, de aquellas ramifi­caciones de El Paraíso por las que flotaban sus pensamientos como envueltos en soledad, se dio cuenta de que Deloche le había tomado una mano. Y le vio un rostro tan trastornado que no la retiró. -Discúlpeme -susurró él-. Ya no lo haré más; sería demasia­da desdicha que me castigase quitándome su amistad... Le juro que quería decirle algo muy diferente. Sí, me había prometido a mí mismo hacerme cargo de la situación, portarme bien... Volvían a correrle las lágrimas e intentaba afirmar la voz. -Porque sé muy bien qué puedo esperar de la vida. Mi suerte no va a cambiar ahora. Un fracasado en mi tierra, un fracasado en París, un fracasado en todas partes. Llevo aquí cuatro años y sigo siendo el último mono del departamento... Así que lo que quería decirle era que no se apenase usted por mí. Ya no vol­veré a molestarla. Intente ser feliz, enamórese de otro; sí, me agradará que lo haga. Si es feliz, yo lo seré también... Ésa será mi dicha. No pudo seguir. Como si quisiera sellar la promesa, había apoyado los labios en la mano de la joven, depositando en ella un humilde beso de esclavo. Denise, muy enternecida, dijo sencillamente, con fraternal ternura que suavizaba la compa­sión de las palabras: -¡Pobre amigo mío! Pero ambos se sobresaltaron y se volvieron. Mouret estaba ante ellos. Jouve llevaba diez minutos buscando al director por los almacenes. Estaba en las obras de la fachada nueva de la calle de Le-Dix-Décembre. Todos los días pasaba allí largas horas, intentando interesarse por aquellas reformas con las que tanto había soñado. Allí se refugiaba de su tormento, entre albañiles que afianzaban los sillares de los pilares de esquina y cerrajeros que colocaban las vigas de las enormes armazones. En la facha­da, que ya se alzaba del suelo, se insinuaban la amplia portala­da y los ventanales de la primera planta, como el esbozo de los planos de un palacio. Mouret subía por las escalas, comentaba con el arquitecto la ornamentación, que tenía que ser origina­lísima, saltaba por encima de hierros y ladrillos, bajaba hasta los sótanos. Y el ronquido de la máquina de vapor, el tic-tac de los tornos, el estrépito de los martillos, el clamor de aquella tribu de operarios, que retumbaba en la gran jaula que cerra­ban ruidosos tablones, conseguían aturdirlo por unos momen­tos. Salía de aquel lugar blanco de yeso, negro de limalla, con el calzado cubierto de salpicaduras de los grifos de las tomas de agua, tan escasamente curado de su mal que la angustia regre­saba en el acto y le embestía el corazón a golpes tanto más sonoros cuanto más se apagaba a su espalda el estruendo de las obras. Ese día, precisamente, había dado con una distracción que le había devuelto por completo su alegre humor. Estaba mirando con apasionado interés el álbum con los dibujos de los mosaicos y las terracotas vidriadas que iban a decorar los fri­sos, cuando Jouve, sin resuello, acudió a buscarlo, muy contra­riado por tener que ensuciarse la levita con materiales de cons­trucción. Lo primero que hizo Mouret fue decir a voces que lo esperasen, que ya iría. Luego, tras darle el inspector un recado en voz baja, lo siguió, tembloroso, enfermo otra vez de su mal. Todo había dejado de existir, la fachada se derrumbaba antes de estar concluida. ¿Para qué aquel supremo triunfo de su amor propio si bastaba con que le susurrasen al oído el nom­bre de una mujer para torturarlo de aquella forma? En el ático, Bourdoncle y Jouve estimaron oportuno desapa­recer. Deloche había salido huyendo. Ante Mouret, sólo quedó Denise, más pálida de lo habitual, pero mirándolo fijamente, con franqueza. -Tenga la bondad de venir conmigo, señorita -dijo él con dura entonación. Denise lo siguió; bajaron dos pisos, cruzaron los departamen­tos de muebles y alfombras, sin decir palabra. Al llegar ante la puerta del despacho de Mouret, éste la abrió de par en par. -Pase, señorita. Volvió a cerrar la puerta y se dirigió a su mesa. El nuevo des­pacho de dirección era más lujoso que el anterior. Las paredes no estaban ya tapizadas de reps, sino de terciopelo verde, y una estantería con incrustaciones de marfil ocupaba un entrepaño entero; pero seguía sin haber más adorno que el retrato de la señora Hédouin, una mujer joven, de hermoso y apacible ros­tro, que sonreía en su marco dorado. -Señorita -dijo, al fin, Mouret, intentando hacer gala de una fría severidad-, hay cosas que no podemos tolerar... En esta casa un comportamiento decoroso es de rigor... Se detenía para buscar las palabras, para no ceder a la ira que le subía de las entrañas. ¡Cómo! ¿Era a aquel muchacho al que amaba, a aquel mísero dependiente, el hazmerreír de todo el departamento? ¡Prefería al más humilde y al más torpe de todos, lo ponía por delante de él, del dueño! Porque los había visto perfectamente: ella le permitía tomarle la mano y él se la cubría de besos. -He sido muy bondadoso con usted, señorita -prosiguió, con un nuevo esfuerzo-. Bien poco me esperaba esta recom­pensa. Los ojos de Denise, nada más cruzar la puerta, se habían ido hacia el retrato de la señora Hédouin; y en él seguía fijándose, pese a la gran turbación que la embargaba. Cada vez que entra­ba en el despacho de dirección, se cruzaba su mirada con la de la señora del cuadro. Le inspiraba cierto temor, pero sentía, no obstante, que era muy buena. Ahora, le parecía como si pudie­ra hallar protección en ella. -Tiene razón, señor Mouret -contestó suavemente-. He hecho mal en entretenerme charlando; y le pido que me per­done la falta... Ese joven y yo somos paisanos... -Está despedido -voceó Mouret, dejando escapar todo su sufrimiento en aquel furioso grito. Y, trastornado, saliéndose del papel de un director que echa una reprimenda a una dependiente que ha infringido el regla­mento, se explayó en palabras violentas. ¿No le daba vergüen­za? ¡Una muchacha como ella entregarse a aquel ser! Y acabó formulando atroces acusaciones. Le reprochó que hubiera pertenecido a Hutin y a tantos otros, con tan prolijo caudal de palabras que Denise no podía ni defenderse. Pero iba a hacer una buena limpieza, los iba a echar a todos a la calle a punta­piés. La severa amonestación que, mientras caminaba en pos de Jouve, se había prometido dar a Denise se rebajaba a la bru­talidad de una escena de celos. -¡Sus amantes, sí! Bien que me lo decían, y yo era tan necio que no acababa de creerlo... ¡Y era el único que no lo creía, el único! Denise, abochornada, aturdida, escuchaba aquellos espanto­sos reproches. Al principio, no había entendido qué le estaba diciendo. ¡Santo Dios! ¿La tomaba acaso por una desvergonza­da? Tras una palabra más dura que las demás, se encaminó en silencio hacia la puerta. Y dijo, al hacer Mouret un ademán para detenerla: -Déjeme, señor Mouret, me marcho... Si piensa lo que está diciendo, no quiero quedarme ni un segundo más en esta casa. Pero él se abalanzó para colocarse ante la puerta. -¡Defiéndase al menos! ¡Diga algo! Denise, muy erguida, guardaba un silencio glacial. Mouret estuvo mucho tiempo agobiándola a preguntas con creciente ansiedad. Y la dignidad muda de aquella virgen parecía, una vez más, el astuto cálculo de una mujer experta en las tácticas de la pasión. No habría podido dar con actitud mejor si hubie­ra pretendido verlo arrojarse a sus pies, cada vez más desgarra­do por la duda, más deseoso de que lo convencieran. -Vamos a ver, me dice que son paisanos... A lo mejor se cono­cían de su tierra... Júreme que no ha habido nada entre ustedes. Entonces, al ver que ella se obstinaba en el silencio y seguía pretendiendo abrir la puerta e irse, Mouret perdió del todo la cabeza y tuvo una suprema explosión de dolor. -¡Dios mío! ¡Si es que la quiero! ¡Es que la quiero! ¿Por qué se complace en martirizarme de este modo? Ya ve que para mí no existe nada más; que las personas de las que le hablo sólo me afectan porque tienen que ver con usted; que ahora usted es lo único que me importa en el mundo... Pensé que estaba celosa y por usted dejé mis diversiones. Le contaron que tenía queridas; pues ya no las tengo. Apenas salgo. ¿Acaso no la pre­ferí en casa de aquella señora? ¿Acaso no he roto con ella para pertenecerle sólo a usted? Todavía estoy esperando una pala­bra de agradecimiento, un poco de gratitud. Y si lo que teme es que vuelva con ella, puede estar tranquila; para vengarse, está ayudando a uno de mis dependientes a fundar un estableci­miento rival. Dígame si tengo que ponerme de rodillas para conmoverle el corazón. A esto había llegado. Él, que no consentía la más leve falta a sus empleadas, que las ponía en la calle cuando se le antojaba, se rebajaba ahora hasta suplicar a una de ellas que no se fuera, que no lo abandonase dejándolo en la desdicha. Defendía la puerta, para que no saliera; estaba dispuesto a perdonarla, a hacerse el ciego si ella se dignaba mentirle. Y no fingía; ahora lo asqueaban las muchachas que antes recogía entre los basti­dores de los teatros de poca monta y en los restaurantes noc­turnos; ya no veía a Clara; no había vuelto a aparecer por casa de la señora Desfórges, en la que reinaba ahora Bouthemont, a la espera de que se inaugurasen unos nuevos almacenes, Las Cuatro Estaciones, que ya estaban colmando de anuncios los periódicos. -Dígame si tengo que ponerme de rodillas -repitió, con las lágrimas contenidas trabándole la garganta. Denise lo detuvo con un gesto de la mano, pues tampoco ella podía ya contener la turbación; aquella pasión doliente la conmovía hasta lo más hondo. -Hace usted mal en disgustarse así, señor Mouret-le respon­dió al fin-. Le juro que esas horribles historias son mentira... Ese pobre joven con el que estaba hace un rato es tan poco cul­pable como yo. Y lo decía con su valiente sinceridad, sin bajar los ojos claros. -Está bien, la creo -murmuró él-. No despediré a ninguno de sus compañeros, ya que los toma a todos bajo su protec­ción.... Pero entonces, ¿por qué me rechaza si no quiere usted a nadie? Un súbito malestar, un desasosegado pudor se apoderaron de la joven. -Quiere a alguien, ¿verdad? -añadió él con voz trémula-. Dígalo sin temor, no tengo derecho alguno sobre sus afectos... Quiere usted a alguien. Denise se iba poniendo cada vez más encarnada; tenía el corazón a flor de labios y sentía que no la permitirían mentir ni aquella emoción que la traicionaba ni aquella repugnancia hacia el disimulo que, en contra de su voluntad, hacía que le asomase la verdad al rostro. -Sí -acabó por confesar con voz débil-. Déjeme, se lo ruego, señor Mouret. No sabe cuánta pena siento. Ahora era ella la que sufría. ¿Es que no bastaba ya con tener que defenderse de él? ¿Iba a tener ahora que defenderse de sí misma, de las ráfagas de ternura que la privaban, a ratos, de todo coraje? Cuando él le hablaba así, cuando lo veía tan afec­tado, tan trastornado, no sabía ya por qué lo rechazaba; y hasta pasado un rato no regresaban, desde lo más hondo de su índo­le joven y sana, el orgullo y la sensatez que la mantenían firme en aquella virginal obstinación. Si se empecinaba, era por ins­tinto de felicidad, para satisfacer su necesidad de una vida sose­gada, y no por respeto de unos virtuosos principios. Habría caído en brazos de aquel hombre, rendida a él en cuerpo y alma, si no la hubiese soliviantado, si no la hubiese repugnado casi, entregarse por entero, arrojarse en brazos de quien podía, al día siguiente, convertirse en un desconocido. Temía al amante, lo temía con ese loco miedo que hace palidecer a la mujer ante la proximidad del varón. Mouret hizo ahora un gesto de sombrío desaliento. No con­seguía entenderla. Regresó a su mesa y hojeó unos papeles, que volvió a dejar en el acto, al tiempo que decía: -No la retengo más, señorita; no puedo obligarla a quedarse a su pesar. -Pero si no quiero irme -repuso ella, con una sonrisa-. Si cree en mi honestidad, me quedaré... Hay que creer siempre que las mujeres son honestas, señor Mouret. Le aseguro que la mayoría lo son. Denise había alzado involuntariamente la mirada hacia el retrato de la señora Hédouin, aquella dama tau guapa y tan buena, cuya sangre, a lo que decían, traía suerte a la casa. Mouret siguió la mirada de la joven y se sobresaltó, pues le había parecido que era su difunta esposa quien pronunciaba aquella frase, tan suya, y que él, al oírla, la reconocía. Era como una resurrección. Volvía a encontrar en Denise el sentido común, el justo equilibrio de la mujer que había perdido, e incluso la misma voz dulce, que escatimaba las palabras inútiles. Se quedó sorprendido, y aún más triste. -Ya sabe que soy todo suyo -susurró, a modo de conclu­sión-. Haga conmigo lo que quiera. Entonces ella recuperó su tono alegre: -Eso es, señor Mouret. Nunca resulta inútil fiarse de la opi­nión de una mujer, por muy humilde que sea. Basta con que no sea tonta del todo... ¡Vaya! Puede tener la seguridad de que si se pone en mis manos no haré de usted sino un hombre cabal. Bromeaba, con aquella sencillez que tanto encanto tenía. Sonrió él, a su vez, con pálida sonrisa, y la acompañó hasta la puerta, como a una dama. Al día siguiente, Denise era encargada. La dirección había dividido el departamento de ropa de confección para crear, ex profeso para ella, otro de ropa infantil, que quedó instalado junto al anterior. Desde que habían despedido a su hijo, a la señora Aurélie no le llegaba la camisa al cuerpo, pues notaba cierta frialdad en la dirección y veía crecer, de día en día, el poder de la joven. ¿Cabía la posibilidad de que, alegando un pretexto cualquiera, la sacrificasen en aras de ésta? La vergüen­za que mancillaba ahora a la dinastía de los Lhomme parecía haber afilado su facies de emperador, antes inflada de grasa. Y, todas las tardes, tenía a gala irse del brazo de su marido, unidos ambos por el infortunio, comprendiendo que el daño venía del desbaratamiento de su hogar; por su parte, el pobre hom­bre, más afectado que su mujer, presa de un miedo enfermizo a que lo acusaran a él también de robo, contaba dos veces la recaudación en voz alta, haciendo verdaderos prodigios con el brazo lisiado. Así pues, cuando la señora Aurélie se enteró de que nombraban a Denise encargada de la ropa infantil, experi­mentó una alegría tan grande que le prodigó abiertamente las más afectuosas efusiones. ¡Era tan de agradecer que no le hubiera quitado el puesto! Y colmó a la joven de demostracio­nes de amistad; ahora la trataba de igual a igual, e iba con fre­cuencia a charlar con ella al departamento vecino, con el mismo aparato de una reina madre que fuera a visitar a una joven soberana. Por lo demás, Denise había llegado a la cumbre. Ante su nombramiento como encargada, habían caído las últimas resis­tencias. Si bien es verdad que las murmuraciones seguían cir­culando, porque en toda conjunción de hombres y mujeres siempre causan estragos las lenguas, que no pueden estarse quietas, todos se doblegaban ante ella. Marguerite, que ahora era segunda encargada en la confección, se deshacía en elo­gios. Incluso la mismísima Clara, en la que iba haciendo mella un sordo respeto por aquella buena fortuna que ella habría sido incapaz de conseguir, había capitulado. Pero la victoria de Denise era aún más completa entre los caballeros: Jouve, que ya sólo le dirigía la palabra haciéndole reverencias; Hutin, muy inquieto al sentir que su posición amenazaba con desmoronar­se; Bourdoncle, en fin, reducido a la impotencia. Cuando éste la vio salir del despacho de dirección, sonriente y con su habi­tual aspecto apacible; cuando, al día siguiente, el director exi­gió en el consejo que se crease la nueva sección, se resignó a aceptar los hechos, pues lo venció el sagrado temor a la mujer. Siempre había cedido de esa forma ante el encanto de Mouret; lo reconocía como amo y señor pese a las salidas de tono de su genialidad y a sus necios arrebatos sentimentales. Esta vez, la mujer había sido la más fuerte y Bourdoncle estaba a la espera de que lo arrollase el desastre. No obstante, Denise triunfaba con sosiego y encanto. La conmovían aquellas señales de consideración; quería ver en ellas una simpatía por sus desventurados comienzos y el éxito final de su prolongado coraje. Recibía, pues, con risueño rego­cijo, las más pequeñas demostraciones de amistad, con lo cual no faltó quien se encariñase realmente con ella, ya que era muy dulce y acogedora y estaba siempre dispuesta a entregar el corazón. Sólo mostraba una invencible repulsión hacia Clara, pues se había enterado de que la muchacha había cumplido con lo que había anunciado entre bromas y, por diversión, se había llevado una noche a Colomban a su casa. Y el dependien­te, arrastrado por aquella pasión al fin satisfecha, solía ahora pasar fuera las noches, en tanto que la triste Geneviéve agoni­zaba. Se hablaba del asunto en El Paraíso, y la aventura hacía gracia. Pero aquella congoja, la única que Denise tenía fuera de los almacenes, no le alteraba el carácter. Era sobre todo en su departamento donde había que verla, rodeada de sus menudos súbditos de todas las edades. Adoraba a los niños y ningún cometido habría sido más adecuado para ella. Se reunían allí a veces alrededor de cincuenta niñas, y otros tantos muchachi­tos, todo un internado turbulento, soliviantado por los anhelos de una naciente coquetería. Las madres perdían la cabeza. Y ella, conciliadora, sonreía, sentaba a la chiquillería en una hile­ra de sillas; y cuando había en el grupo una chiquitina sonrosa­da, cuya linda carita la tentaba, quería atenderla en persona, traía el vestido, lo colocaba sobre los hombros rollizos con tier­nas precauciones de hermana mayor. Sonaban risas claras; de entre las voces severas se alzaban leves gritos de éxtasis. A veces, alguna niña de ocho o nueve años, toda una personita ya, estu­diaba ante un espejo el paletó de paño que se estaba proban­do, se daba la vuelta con aire absorto y, en los ojos, el brillo de la necesidad de gustar. La ropa que iba saliendo de los arma­rios se amontonaba en los mostradores: vestidos de madapolán azul o rosa para niñas entre uno y cinco años, trajes de marine­ro de céfiro, con la falda plisada y apliques de percal en el blu­són; trajes Luis XV; abrigos; chaquetas entalladas; una mezco­lanza de angostas prendas de envarada gracia infantil, algo así como el vestuario de una tropa de muñecas grandes, todo ello fuera de su sitio y a disposición de los saqueadores. Denise lle­vaba siempre en el fondo de los bolsillos algunas golosinas; aca­llaba el llanto de un pequeño que se desesperaba porque no le habían comprado unos pantalones rojos; vivía entre la gente menuda como si fuera su familia, cada vez más joven entre aquella inocencia y aquella lozanía que se renovaban sin cesar en torno a sus faldas. Ahora mantenía a veces largas charlas amistosas con Mouret. Cuando tenía que ir a la dirección a tomar órdenes o a dar una información, él la hacía quedarse para conversar con ella; le gustaba oírla. Aquello era lo que Denise llamaba, en broma, «hacer de Mouret un hombre cabal». En su razonadora y astu­ta cabeza de normanda nacían toda suerte de proyectos, esas ideas acerca del nuevo comercio que ya se había atrevido a insi­nuar en la tienda de Robineau, y algunas de las cuales le había comentado a Mouret aquella hermosa noche del paseo por las Tullerías. No podía tener algo a su cargo, ver una tarea en mar­cha, sin sentir la acuciante necesidad de poner orden, de mejo­rar el funcionamiento. Desde que había entrado en El Paraíso de las Damas, siempre había sido para ella motivo de angustia, por ejemplo, la precaria suerte de los dependientes; los despi­dos repentinos la sublevaban; le parecían una torpeza y una iniquidad, perjudiciales para todos, tanto para la casa como para los empleados. Aún se resentía de todo lo que había sufri­do al principio; se llenaba de compasión cada vez que veía, en los departamentos, a una recién llegada, con los pies doloridos y los ojos llenos de lágrimas, agobiada de desventuras bajo el vestido de seda, entre las agrias persecuciones de las veteranas. Aquella vida de perro apaleado volvía malas a las mejores; y el triste desfile se repetía una y otra vez: a todas las consumía el oficio antes de cumplir los cuarenta; desaparecían, nadie volvía a saber nada de ellas: a muchas, tísicas o anémicas, las mataban las penalidades, el cansancio y el aire viciado; algunas acaba­ban haciendo la calle; las más afortunadas se casaban y se ente­rraban en una tiendecilla, en cualquier ciudad de provincias. ¿Era humano y justo aquel atroz consumo de carne anual de los grandes almacenes? Y Denise abogaba por los engranajes de la maquinaria; no alegaba para ello razones sentimentales, sino argumentos tomados del propio interés de los patronos. El que quiera una máquina resistente, tendrá que utilizar hie­rro de buena calidad; si el hierro se rompe, o si lo rompen, se detiene el trabajo; una nueva puesta en marcha duplica los gas­tos; supone todo un desperdicio de energía. A veces, se entu­siasmaba al imaginar el gigantesco bazar modélico, el falanste­rio del comercio, donde a cada cual le correspondería con exactitud, según sus méritos, su parte proporcional de los beneficios; y donde tendría garantizada la seguridad del día de mañana mediante un contrato. En tales ocasiones, Mouret, pese a la fiebre que lo poseía, se mostraba alegre. La acusaba de socialista, la ponía en aprietos al demostrarle las dificultades que impedían poner esas ideas en práctica, pues ella hablaba desde el punto de vista de su alma sencilla y confiaba valiente­mente en el porvenir cuando caía en la cuenta de que los pro­yectos de su tierno corazón desembocaban en un bache peli­groso. Mouret, entretanto, notaba cómo hacía mella en él y lo seducía aquella voz joven, en la que vibraban aún los males que había soportado, tan convencida cuando indicaba qué refor­mas podrían consolidar la casa; le hacía caso, aunque le gastase bromas, y la suerte de los dependientes iba mejorando poco a poco. En vez de los despidos en masa, se fue organizando un sistema de permisos durante las temporadas bajas; y, por fin, iba a fundarse muy pronto una caja de solidaridad que pondría a los empleados al amparo del paro forzoso y les garantizaría una pensión. Era éste el embrión de las grandes asociaciones obreras del siglo xx. Denise, por lo demás, no se conformaba con curar las llagas abiertas que ella había padecido; algunas delicadas ocurren­cias femeninas que le insinuó a Mouret fueron muy del agra­do de la clientela. Hizo también dichoso a Lhomme al prestar su apoyo a un proyecto que éste albergaba desde hacía mucho, el de crear una orquesta en la que sólo participasen miembros del personal. Tres meses después, Lhomme tenía bajo su dirección a ciento veinte músicos y se había cumplido el sueño de su vida. Para presentar a la clientela y al mundo entero la música de El Paraíso, dieron en las almacenes una gran fiesta, con concierto y baile. El acontecimiento salió en los periódicos; y el propio Bourdoncle, al que alteraban tre­mendamente aquellas novedades, tuvo que admitir que cons­tituían una enorme propaganda. Instalaron luego una sala de juego para los dependientes: dos billares, y mesas de chaquete y de ajedrez. Se organizaron clases nocturnas dentro de la casa: de inglés y de alemán; de gramática; de aritmética; de geografía. Llegó incluso a haber clases de equitación y de es­grima. Se creó una biblioteca: diez mil volúmenes a disposi­ción de los empleados. Y también hubo un médico permanente, que pasaba consulta gratis; baños; bufés; un salón de peluquería. Cuanto era necesario para la vida cotidiana se encontraba allí; no hacía falta salir a la calle para tener de todo: estudios, manutención, alojamiento, ropa. El Paraíso de las Damas se autoabastecía en ocios y necesidades, en el meollo del aquel París grande y bullicioso, de aquella ciudad del trabajo que brotaba con tal pujanza del estiércol de las calles viejas, abier­tas por fin a la luz del sol. Las opiniones se pusieron entonces a favor de Denise. Como Bourdoncle, vencido, repetía a sus íntimos, con tono de deses­peración, que habría dado cualquier cosa por meterla en per­sona en la cama de Mouret, quedó establecido que no había cedido y que su onmipotencia le venía de ese rechazo. Desde ese mismo instante, se hizo popular. Todos estaban al tanto de las gratas mejoras que le debían y la admiraban por su fuerza de voluntad. ¡Había una, por lo menos, que tenía un pie en la yugular del jefe, que los vengaba a todos y sabía sacarle algo más que promesas! ¡Al fin había llegado la que conseguía que respetasen un poco a los pobres diablos! Cuando pasaba por las secciones, con aquel rostro frágil y tozudo, aquella expre­sión tierna e invencible, los dependientes le sonreían, estaban orgullosos de ella, con gusto la habrían señalado con el dedo para que la gente la conociese. Denise, dichosa, se dejaba arrastrar por el flujo de aquella creciente simpatía. ¡Dios mío!. ¿Sería posible? Se veía a sí misma cuando entró en la casa, con su mísero vestido, asustada, perdida entre los engranajes de la terrible máquina; durante mucho tiempo, había experimenta­do la sensación de no ser nada, apenas un grano de mijo entre las piedras de amolar que trituraban todo un universo; y, ahora, era el alma de aquel universo; sólo ella importaba; podía, con una sola palabra, acelerar o frenar al coloso, rendi­do ante sus pies menudos. Y, no obstante, ella no había aspira­do a nada; se había limitado a llegar, sin cálculo alguno, con el único encanto de la dulzura. Su poder soberano le inspiraba a veces una inquieta sorpresa. ¿A santo de qué la obedecían todos? No era bonita; no perjudicaba a nadie. Luego, sonreía, con el corazón apaciguado, pues no había en ella sino bondad y sensatez, un amor por la verdad y la lógica, que era toda su fuerza. Una de las grandes alegrías que deparó a Denise su privile­giada posición fue la de poder serle útil a Pauline. Esta estaba encinta y no le llegaba la camisa al cuerpo, pues, en los últimos quince días, habían despedido a dos empleadas en el séptimo mes de embarazo. La dirección no toleraba accidentes de esa categoría; la maternidad quedaba suprimida por indecente y engorrosa. Se toleraba, si no quedaba más remedio, el matri­monio, pero los hijos estaban prohibidos. Era cierto que el marido de Pauline trabajaba en la casa, pero, pese a ello, ésta no estaba tranquila: no por ello se hallaba en condiciones de mostrarse al público en su departamento. Y, con la intención de demorar un probable despido, se oprimía hasta la asfixia, resuelta a disimular su estado mientras fuera posible. Una de las dos dependientes despedidas acababa precisamente de dar a luz un niño muerto por haber impuesto tan duro trato a su cintura, y se temía por su vida. En tanto, Bourdoncle se fijaba en el rostro de Pauline, cada vez más plomizo; y le parecía que caminaba con penosa rigidez. Estaba una mañana cerca de ella, en las canastillas, cuando un mozo, al alzar un paquete, le dio un golpe tal que la joven se llevó las manos al vientre y lanzó un grito. Se la llevaron de allí en el acto, la hicieron con­fesar y se trató en el consejo la cuestión de si sería conveniente despedirla, so pretexto de, que le hacía mucha falta el saludable aire del campo: la historia del golpe correría de boca en boca, causando una desastrosa impresión entre el público en el supuesto de que Pauline llegase a abortar, como ya había suce­dido el año anterior en la sección de ropa de recién nacido. Mouret, que no asistió al consejo, no pudo opinar hasta la tarde. Pero Denise ya había tenido tiempo de intervenir; y le cerró la boca a Bourdoncle alegando los propios intereses de la casa. ¿Es que acaso pretendían indignar a las madres, moles­tar a las jóvenes clientes recién paridas? Se adoptó, pomposa­mente, la decisión de que toda dependiente casada que queda­se encinta pasaría a manos de una comadrona especial en cuanto su presencia en el departamento resultase ofensiva para el decoro. A la mañana siguiente, cuando Denise subió a la enfermería a visitar a Pauline, que había tenido que meterse en cama tras el golpe, ésta la besó con vehemencia en ambas mejillas. -¡Qué buena eres! Si no llega a ser por ti, me ponen en la calle... Y no te preocupes, que el médico dice que no será nada. Baugé, que se había escapado de su departamento, también estaba presente, al otro lado de la cama. También balbucía palabras de agradecimiento, turbado ante Denise, a la que tra­taba ahora como a alguien de clase superior y que ha triunfa­do. ¡Ay, como volviera él a oír que aludían a ella con cualquier comentario soez, bien que les cerraría el pico a los envidiosos! Pero Pauline lo despachó, encogiéndose cariñosamente de hombros. -¡Queridito, sólo dices bobadas! ¡Anda, déjanos charlar! La enfermería era una estancia larga y clara en la que se alineaban doce camas de cortinas blancas. Atendían allí a los dependientes que vivían en los almacenes, cuando éstos no manifestaban el deseo de regresar a casa de su familia. Pero aquel día sólo estaba allí Pauline, acostada junto a una de las ventanas que daban a la calle Neuve-Saint-Augustin. Y en segui­da, entre aquellos cándidos lienzos, en aquel aire adormecido que perfumaba un tenue aroma de espliego, llegaron ambas jóvenes a las confidencias, a los cuchicheos afectuosos. -¿Así que es verdad que hace lo que tú quieres? ¡Qué dura eres al darle tantas penas! A ver, explícamelo, ya que me he atrevido a sacar el tema. ¿Lo aborreces? No le había soltado la mano a Denise, que se hallaba sentada al lado de la cama, acodada en la almohada. Y ésta, presa de súbita emoción, con las mejillas arreboladas, perdió las fuerzas ante aquella pregunta directa e inesperada. Se le escapó el secreto y escondió la cabeza en la almohada, susurrando: -¡Lo quiero! Pauline se había quedado estupefacta: -¿Cómo que lo quieres? Pues es bien sencillo: dile que sí. Denise, sin dejar de ocultar el rostro, decía que no con un enérgico movimiento de la cabeza. Y decía que no precisamen­te porque lo quería, sin llegar a explicarlo. Desde luego que podía parecer ridículo; pero así era como pensaba ella, no podía ir en contra de su forma de ser. La sorpresa de su amiga iba en aumento y, al fin, le preguntó: -Entonces, ¿todo lo que haces es para conseguir que se case contigo? Al oír tales palabras, la joven se irguió, trastornada: -¡Casarse él conmigo! ¡Ah, no! ¡No! Te juro que nunca he pretendido semejante cosa... No, nunca hubo ese cálculo en mi cabeza. ¡Y bien sabes que me horroriza mentir! -Pues la verdad, querida -siguió diciendo con suavidad Pau­line-, es que si tuvieras el empeño de hacer que se casara conti­go no obrarías de otra manera... En algo tendrá que acabar esto, y sólo queda el matrimonio, ya que no quieres saber nada de lo otro... Mira, tengo que avisarte de que todo el mundo anda pensando lo mismo. Sí, todos están convencidos de que si te haces desear es para llevarlo ante el señor alcalde... ¡Dios mío, qué mujer tan peculiar eres! Y tuvo que consolar a Denise, que había vuelto a apoyar la cabeza en la almohada y repetía, entre sollozos, que acabaría por irse, ya que le atribuían continuamente las más diversas intenciones, que a ella ni siquiera se le habrían podido pasar por la cabeza. Claro está que cuando un hombre quería a una mujer debía casarse con ella. Pero no pedía nada, no hacía cálcu­lo alguno, sólo rogaba encarecidamente que la dejasen vivir en paz, con sus penas y sus alegrías, como los demás. Sí, se iría. En aquel mismo instante, Mouret cruzaba la planta baja de los almacenes. Quería visitar una vez más las obras para dis­traerse de su preocupación. Habían transcurrido varios meses y la fachada alzaba ahora sus contornos monumentales tras el enorme revestimiento de tablones que la ocultaba a los ojos del público. Todo un ejército de decoradores había puesto manos a la obra: marmolistas; artesanos del azulejo y el mosai­co. Estaban dorando el grupo central, que remataba la puerta, en tanto que, en el frontón, ya estaban sellando los pedestales sobre los que se alzarían las estatuas de las ciudades manufactu­reras de Francia. Desde por la mañana hasta por la noche, a lo largo de la calle de Le-Dix-Décembre, abierta al paso desde hacía poco, permanecía a pie firme una muchedumbre de mirones, con las cabezas levantadas, sin ver nada, pero pen­dientes de las maravillas que corrían de boca en boca acerca de aquella fachada que iba a revolucionar París. Y era entre aquel trabajo febril, rodeado de artistas que ponían los últimos toques a su sueño, ese sueño que habían iniciado los albañiles, donde acababa de notar Mouret con mayor crudeza cuán vana era su venturosa suerte. El recuerdo de Denise le había oprimi­do repentinamente el pecho; era un recuerdo que llevaba siempre clavado, como una llama, como la dolorosa punzada de un mal incurable. Y había salido huyendo, sin dar con una sola palabra de aprobación, temiendo que lo viesen llorar, dejando tras de sí una repugnancia por el triunfo. Aquella fachada, al fin construida, le parecía pequeña, semejante a una de esas murallas de arena que alzan los niños. Y, aunque la hubiesen prolongado de un arrabal de la ciudad a otro y alza­do hasta las estrellas, no habría conseguido llenar el vacío de su corazón, que sólo podía colmar el «sí» de una chiquilla. Cuando Mouret regresó a su despacho, lo ahogaban los sollozos contenidos. ¿Qué era lo que quería Denise? No se atre­vía a ofrecerle dinero. La confusa idea de una boda iba toman­do cuerpo, entre sublevados respingos de viudo joven. Nervio­so y exhausto ante su impotencia, dejó correr las lágrimas. No era feliz. XIII Una mañana de noviembre, estaba Denise dando las primeras órdenes en su departamento cuando vino a decirle la criada de los Baudu que la señorita Geneviéve había pasado una noche muy mala y quería ver a su prima sin tardanza. Desde hacía una temporada, la joven se iba debilitando de día en día y, la ante­víspera, no había podido ya levantarse. -Diga que voy ahora mismo -le respondió Denise, muy preo­cupada. El golpe que estaba rematando a Geneviéve era la repentina desaparición de Colomban. Al principio, para que Clara no se riera de él, no iba a dormir a casa de Baudu; luego, cediendo a ese enloquecedor arrebato de deseo de los jóvenes solapados y castos, convertido ya en el sumiso perro de aquella mujer, un lunes no había regresado, contentándose con enviar a si, patrón una carta de despedida escrita con las sopesadas frases de un hombre a punto de suicidarse. No había que descartar que, tras aquel ataque de pasión, no pudiera hallarse también el astuto cálculo de un muchacho satisfechísimo de librarse de una boda desastrosa; la salud del comercio de paños era tan mala como la de su prometida y había llegado la hora de dar la campanada para poder romper el compromiso. Pero todo el mundo se refería a él como si fuese la víctima de un amor fatal. Cuando Denise llegó a El Viejo Elbeuf, la señora Baudu esta­ba sola en la tienda. Permanecía inmóvil tras la caja, con su cara menuda y blanca consumida de anemia, custodiando el silencio y el vacío del local. Ya no quedaba ningún dependien­te. Era la criada quien pasaba el plumero por los estantes, pero se estaba hablando de sustituirla por una asistenta. Un negro frío bajaba desde el techo; transcurrían horas sin que entrase una cliente que perturbara aquella oscuridad. El salitre de las paredes iba invadiendo cada vez más los géneros, que ya nadie movía del sitio. -¿Qué sucede? -preguntó, vehementemente, Denise-. ¿Co­rre peligro la vida de Geneviéve? La señora Baudu tardó en responder. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Luego, balbució: -No sé nada; nadie me dice nada... ¡Ay, esto se ha acabado, esto se ha acabado! Y con los anegados ojos recorría toda la tienda oscura, como si hubiera sentido que la hija y la casa se iban juntas. Los setenta mil francos de la venta de la finca de Rambouillet se los había tragado en menos de dos años el pozo de la com­petencia. Para luchar contra El Paraíso, que ahora vendía paños para caballero, panas para cazadores, libreas, el pañero había realizado considerables sacrificios. Y, al fin, acababa de sucumbir de forma definitiva, aplastada bajo los muletones y las franelas de su rival, un surtido sin igual en toda la ciudad. Poco a poco, al ver cómo aumentaban las deudas, habían decidido, como último recurso, hipotecar la vieja finca de la calle de la Michodiére, en la que su antepasado, el viejo Finet, había fundado la casa. Y ya sólo era cuestión de días; ya estaba todo a punto de desbaratarse; incluso los techos iban a des­plomarse y a salir volando en torbellinos de polvo, como si pertenecieran a una edificación bárbara y decrépita que se llevase el viento. -El padre está arriba -añadió la señora Baudu con voz que­brada-. Nos turnamos cada dos horas para hacerle compañía; alguien tiene que quedarse al cuidado de esto. Bueno, sólo por precaución, porque la verdad es que... Remató la frase con un ademán. Si su proverbial orgullo de comerciantes no los hubiese obligado a mantener la cabeza alta ante el barrio, habrían puesto los postigos y cerrado la tienda. -Pues entonces subo, tía -dijo Denise, con el corazón opri­mido por aquella resignada desesperación que rezumaba incluso de las piezas de paño. -Sí, sube, sube en seguida, hija... Te está esperando; te ha lla­mado toda la noche. Eso es que quiere decirte algo. Pero precisamente entonces bajó Baudu. La bilis revuelta teñía de verde su rostro amarillento, en el que resaltaban los ojos, inyectados en sangre. Avanzaba con los mismos pasos sigi­losos con que acababa de salir del dormitorio. Y susurró, como si se le pudiese oír desde arriba: -Se ha dormido Las piernas no lo sostenían y se sentó en una silla. Se enjuga­ba la frente con gesto maquinal, jadeando como quien acaba de realizar una ruda tarea. Reinó el silencio. Al fin, le dijo a Denise: -Ya la verás dentro de un rato... Cuando duerme, nos parece que está curada. Volvió el silencio. El padre y la madre, frente a frente, se miraban. Luego, a media voz, Baudu empezó a rumiar sus penas, sin nombrar a nadie, sin dirigirse a nadie: -Y yo que habría puesto por él la cabeza en el tajo... Era el último que quedaba, lo había criado como a un hijo. Si alguien hubiera venido a decirme: «También a él te lo quitarán; verás cómo se pasa al enemigo», le habría contestado: «¡Pues enton­ces es que ya no hay Dios! ». ¡Y se ha pasado al enemigo!... ¡Ay, pobre infeliz! ¡Tan ducho en el comercio de toda la vida; tan de acuerdo con todas mis teorías! ¡Por una monicaca, por uno de esos maniquíes que se exhiben en los escaparates de las casas de mala fama!... ¡Si es que, la verdad, es para volverse loco! Movía la cabeza; había bajado los desorientados ojos y mira­ba las baldosas húmedas, que habían desgastado generaciones de clientes. -¿Sabéis lo que pienso? -siguió diciendo, más bajo-. Pues hay momentos en los que siento que soy el que más culpa tiene de nuestras desgracias. Sí, yo soy el causante de que nuestra pobre hija esté ahí arriba, devorada de fiebre. ¿Acaso no habría debido casarlos en seguida, sin ceder a mi estúpido orgullo, a mi cabezonería de no dejarles la casa menos próspera? Ahora, ella tendría al hombre al que quiere y quizá la juventud de ambos estaría realizando aquí el milagro que yo no he sabido conseguir... Pero soy un viejo loco que no entendió nada; yo no creía que alguien pudiera enfermar por un motivo así... ¡De verdad que ese muchacho era extraordinario: unas dotes para la venta, y una probidad, y una sencillez de costumbres, un orden en todas las cosas! Como discípulo mío que era, vamos... Erguía la cabeza, defendiendo aún sus ideas en la persona de aquel dependiente que lo había traicionado. Denise no pudo soportar oír cómo se acusaba y se lo contó todo, arrebata­da de emoción al verlo tan humilde, con los ojos llenos de lágrimas, a él que, antes, reinaba en la casa como amo y señor tonante y absoluto. -Tío, no lo disculpe, se lo ruego... Nunca quiso a Geneviéve y antes se habría escapado si hubiera querido usted apresurar la boda. Yo misma hablé con él; y estaba bien enterado de lo que mi pobre prima padecía por su culpa. Ya ve que saberlo no le ha impedido irse... Pregúntele a mi tía. Sin despegar los labios, la señora Baudu confirmó sus pala­bras con una inclinación de cabeza. Entonces, el pañero se puso aún más lívido, mientras las lágrimas acababan de cegar­lo. Dijo, tartamudeando: -Debía de llevarlo en la sangre. Su padre se murió el verano pasado de tanto andar siempre con mujerzuelas. Y, maquinalmente, recorrió con la vista todos los rincones oscuros, desde los mostradores hasta los casilleros rebosantes de género; volvió a clavarla, luego, en su mujer, que seguía sen­tada, muy tiesa, tras la caja, esperando en vano a la desapareci­da clientela. -Bueno, pues esto es el fin -siguió diciendo-. Nos mataron nuestro comercio y resulta que, ahora, una de sus golfas nos mata a nuestra hija. Nadie volvió a despegar los labios. El rodar de los carruajes, que estremecía de vez en cuando las baldosas, pasaba como una fúnebre batería de tambores por el aire quieto, que ahoga­ba el techo bajo. Y, entre aquella mortecina tristeza de la ago­nía de las tiendas viejas, se oyeron de pronto unos golpes sor­dos que alguien daba en algún lugar de la casa. Era Geneviéve, que acababa de despertarse y golpeaba con un palo que tenía a mano. -Subamos en seguida -dijo Baudu, poniéndose en pie con sobresalto-Intenta poner cara risueña; Geneviéve no debe saber qué está pasando. Y él, por las escaleras, se iba frotando con rudeza los ojos para borrar las huellas de lágrimas. Nada más abrir la puerta del primer piso, se oyó una voz débil, una voz despavorida que gritaba: -¡Ay, no quiero estar sola! ¡Ay, no me dejéis sola! Me da miedo estar sola... Luego, al ver a Denise, Geneviéve se calmó y sonrió con ale­gría: -Has venido... ¡Cuánto te he esperado desde ayer! Ya creía que tú también me habías abandonado. El espectáculo movía a compasión. El dormitorio de la joven daba al patio y era un cuarto pequeño en el que entraba una claridad lívida. Los padres habían instalado a la enferma, al principio, en su propia habitación, que daba a la calle, pero la vista de El Paraíso de las Damas la alteraba tanto que habían tenido que volver a llevarla a la suya. Y allí estaba, tendida en la cama, tan liviana bajo las mantas, que apenas si se notaban ya la forma y la presencia de un cuerpo. Movía sin cesar los brazos flacos, que se consumían con la fiebre abrasadora de los tísicos, como en una ansiosa e inconsciente búsqueda. Y, en tanto, los cabellos negros, grávidos de pasión, parecían aún más abun­dantes, y su voraz vitalidad se tragaba aquel pobre rostro en el que agonizaba la degeneración última de una prolongada estirpe crecida a la sombra, en aquel sótano de un antiguo comercio parisino. Denise se había quedado mirándola, con el corazón reven­tando de lástima. No hablaba, por temor a no poder contener las lágrimas. Por fin, susurró: -He venido en seguida... Si puedo serte de ayuda... Me has mandado llamar... ¿Quieres que me quede contigo? Geneviéve, perdido el resuello, con las manos siempre erra­bundas por los pliegues de la colcha, no apartaba los ojos de ella. -No, gracias, no necesito nada... Sólo quería darte un beso. El llanto le henchía los párpados. Entonces, Denise se incli­nó con gesto rápido, la besó en las mejillas, estremeciéndose al sentir en los labios la llama de aquellas mejillas chupadas. Pero la enferma se había aferrado a ella y la estrechaba, no la solta­ba, reteniéndola en un desesperado abrazo. Volvió, luego, la mirada hacia su padre: -¿Quiere que me quede con ella? -volvió a decir Denise-. Si tiene algo que hacer... -No, no. Geneviéve seguía mirando fijamente a su padre, que perma­necía de pie, con aspecto aturdido y un nudo en la garganta. Acabó éste por comprender aquella mirada y se retiró, sin decir palabra. Oyeron cómo sus pesados pasos bajaban por la escalera. -¡Dime si está con esa mujer! -exclamó la enferma en segui­da, asiendo la mano de su prima, a la que hizo sentar al filo de la cama-. Sí, quería verte, sólo tú me puedes decir... Viven jun­tos, ¿verdad? Denise, a la que esas preguntas cogían por sorpresa, balbu­ció y tuvo que confesar la verdad, los rumores que corrían por los almacenes. Clara, harta de cargar con aquel muchacho, le había cerrado ya su puerta; y Colomban, desconsolado, la per­seguía por doquier, intentando, con una humildad de perro apaleado, que se aviniera, de vez en cuando, a algún encuen­tro. Decían que iba a entrar en El Louvre. -Si tanto lo quieres, aún puede volver a ti -siguió diciendo la joven, para adormecer a la moribunda con aquella última esperanza-. Ponte buena pronto y él reconocerá su culpa y se casará contigo. Geneviéve la interrumpió. Había estado escuchando con todo su ser, con una pasión muda que la incorporaba en la cama. Pero volvió a desplomarse, en el acto: -No, déjalo, bien sé que todo ha acabado... No digo nada, porque oigo llorar a papá y no quiero que mamá se ponga peor. Pero me estoy muriendo, ¿sabes?, y si te llamaba esta noche era porque temía irme antes de que fuera de día... ¡Dios mío! ¡Y pensar que ni siquiera es feliz! Y como Denise ponía el grito en el cielo y le aseguraba que no estaba tan grave, Geneviéve la interrumpió otra vez y echó hacia atrás de pronto las mantas, con un gesto casto de virgen que nada tiene ya que ocultar ante la muerte. Destapada hasta el vientre, susurró: -¡Mírame! ¿Dirás que esto no es el final? Denise, temblorosa, se levantó del borde de la cama como si hubiera temido destruir con el aliento aquella mísera desnu­dez. Era el fin de la carne, un cuerpo de novia consumido de espera, vuelto a la infancia escuálida de los primeros años. Geneviéve volvió a taparse, despacio: -Ya ves que he dejado de ser una mujer... No estaría bien seguir queriendo que sea mío. Ambas callaron. Seguían mirándose, sin dar con ninguna frase. Fue Geneviéve la que volvió a hablar: -Anda, no te quedes aquí, tienes tus obligaciones. Y gracias; me atormentaba el deseo de saber; ahora estoy contenta. Si vuelves a verlo, dile que lo perdono... Adiós, mi buena Denise. Dame un beso muy fuerte; es el último. La joven la besó, mientras protestaba: -No, no; no te obsesiones. Tienes que cuidarte, y nada más. Pero la enferma movió la cabeza con gesto obstinado. Son­reía; estaba segura de tener razón. Y, al ver que su prima se diri­gía por fin hacia la puerta, le dijo: -Espera. Pega con el palo para que suba papá... Tengo demasiado miedo cuando estoy sola. Luego, tras regresar Baudu al triste cuartito, en el que se pasaba las horas sentado en una silla, puso cara alegre y le gritó a Denise: -No vengas mañana, no merece la pena. Pero te espero el domingo; pasarás la tarde conmigo. A las seis de la madrugada siguiente, expiró Geneviéve, tras cuatro horas de un horroroso estertor. El entierro cayó en sábado, con tiempo nublado, un cielo de hollín que agobiaba la vibrante ciudad. La mancha clara de El Viejo Elbeuf, con sus colgaduras de paño blanco, iluminaba la calle. Y los cirios ar­dían en la mermada luz, como estrellas que velase el crepúscu­lo. Varias coronas de cuentas y un gran ramo de rosas blancas cubrían la caja, una estrecha caja de niña, depositada en el sombrío callejón, a ras de la acera, tan cerca del arroyo que los coches habían salpicado ya los lienzos que lo envolvían. Todo el viejo barrio rezumaba humedad, exhalaba su mohoso olor a sótano, y los transeúntes pasaban continuamente, entre empu­jones, por los adoquines embarrados. Denise había acudido nada más dar las nueve; para quedarse con su tía. Pero cuando iba a arrancar la comitiva, la señora Baudu, que había dejado de llorar aunque tenía los ojos abra­sados de las lágrimas, le rogó que se incorporase al acompaña­miento que caminaba tras el cuerpo y velase por su tío, cuya muda postración, cuyo doloroso estado de pasmo, tenían preo­cupada a la familia. Al bajar, la joven encontró la calle repleta de gente. Los pequeños comerciantes del barrio querían testi­moniar a los Baudu su simpatía; y aquella afanosa presencia tenía también su parte de manifestación en contra de El Paraí­so de las Damas, al que acusaban de la lenta agonía de Geneviéve. Estaban allí todas las víctimas del monstruo: Bédoré Her­manos, los calceteros de la calle de Gaillon; los peleteros Van­pouille; y Desligniéres, el dueño del bazar; y Piot y Rivoire, los de la tienda de muebles; incluso la señorita Tatin, la lencera, v el guantero Quinette, que la quiebra había barrido ya hacía mucho, se habían sentido obligados a acudir, una desde Les Batignolles, el otro desde La Bastilla, donde no les había que­dado más remedio que ponerse a trabajar por cuenta ajena. En tanto esperaban que llegase la carroza mortuoria, que se retra­saba por algún malentendido, toda aquella muchedumbre enlutada, a pie firme en el barro, lanzaba miradas de odio a El Paraíso, cuyos luminosos escaparates, cuyos tenderetes rebo­santes de animación, les parecían un insulto a El Viejo Elbeuf, que entristecía con su duelo la acera de enfrente. Algunas cabezas de dependientes curiosos se arrimaban a las lunas, pero el coloso conservaba su indiferencia de máquina lanzada a todo vapor, inconsciente de las muertes que puede ir dejan­do a su paso. Denise buscaba con los ojos a su hermano Jean. Lo divisó, al fin, delante de la tienda de Bourras y se reunió allí con él para recomendarle que caminase al lado de su tío y lo ayudase si le costaba trabajo andar. Jean llevaba varias semanas muy serio, como si lo atormentase una preocupación. Aquel día, vestía una levita negra; era ya un hombre hecho y derecho, que gana­ba un jornal de veinte francos, y parecía tan digno y tan triste que a su hermana le extrañó, pues no se lo imaginaba tan enca­riñado con su prima. Denise había dejado a Pépé en casa de la señora Gras, para ahorrarle un mal rato innecesario, y se prometía ir a recogerlo esa misma tarde y llevarlo a casa de los tíos para que les diera un beso. La carroza mortuoria, entre tanto, seguía sin llegar y Denise, muy conmovida, miraba cómo ardían los cirios, cuando la sobresaltó una voz conocida que sonaba detrás de ella. Era Bourras, que había llamado con una seña a un castañero que tenía enfrente el puesto, una angosta garita que ocupaba parte del local de un tabernero, y le estaba diciendo: -Hágame el favor, Vigouroux, si no le importa... Mire, quito el pomo de la puerta... Si viene alguien, dígale que vuelva dentro de un rato. No le darán mucha guerra; no creo que venga nadie. Luego permaneció de pie, al borde de la acera, esperando, como los demás. Denise, violenta, había lanzado una ojeada a la tienda. Su dueño la tenía ahora muy abandonada; ya no se veía, en la acera, más que un lastimoso revoltillo de paraguas comidos por la intemperie y bastones renegridos por el gas. Las mejoras que había hecho Bourras, la pintura verde claro, los espejos, la muestra dorada, todo estaba ya perdiéndose, ensuciándose, y se apreciaba en ellos esa decrepitud veloz y lamentable del lujo de pacotilla aplicado con brocha gorda sobre las ruinas. No obstante, aunque las antiguas grietas aso­maban de nuevo, aunque las manchas de humedad habían vuelto a aflorar bajo los dorados, la casa seguía en pie, terca, pegada al costado de El Paraíso de las Damas como una des­honrosa verruga que, aunque resquebrajada y podrida, se negaba a separarse de él. -¡Ah, los muy miserables! -gruñó Bourras-. ¡Ni siquiera dejan que se la lleven! Uno de los carruajes de El Paraíso, cuyos acharolados pane­les pasaban velozmente, al trote rápido de dos soberbios caba­llos, relumbrando como un astro entre la niebla, acababa de tener un encontronazo con la carroza mortuoria, que al fin lle­gaba. Y el viejo comerciante clavaba en Denise el rabillo del ojo, con las pupilas relucientes entre la maraña de las cejas. El duelo echó a andar despacio, chapoteando en los char­cos, entre el silencio de los coches de punto y los ómnibus, que se habían detenido de pronto. Cuando el cuerpo, envuelto en lienzos blancos, cruzó por la plaza de Gaillon, las sombrías miradas del cortejo se hundieron una vez más tras las lunas de los grandes almacenes, a las que sólo habían acudido a fisgar dos de las dependientes, alegrándose de la distracción. Baudu caminaba tras la carroza pesadamente, de forma maquinal; había rechazado con un ademán el brazo de Jean, que iba a su lado. Cerrando el desfile, tras la hilera de acompañantes, ve­nían tres coches de duelo. Al tomar la comitiva el atajo de la calle Neuve-des-Petits-Champs, se unió a ella Robineau, muy pálido y con aspecto envejecido. En Saint-Roch, estaban esperando muchas mujeres, las comerciantes del barrio que no habían acudido a la casa mor­tuoria para evitar aglomeraciones. La manifestación iba tomando cariz de motín; y, cuando, tras los responsos, el con­voy arrancó de nuevo, todos los hombres siguieron en él, aun­que había una larga caminata desde la calle de Saint-Honoré al cementerio de Montparnasse. Tuvieron que subir por la calle de Saint-Roch y volver a pasar ante El Paraíso de las Damas. Era como una obsesión; paseaban aquel pobre cuerpo de muchacha alrededor de los grandes almacenes como si fuera el de la primera víctima de un tiroteo, en tiempos de revolución. En la puerta, unas franelas rojas ondeaban al viento como banderas y un tenderete de alfombras mostraba el estallido de su san­grienta floración de rosas enormes y peonías abiertas. Denise, en tanto, se había subido a un coche, tan desasosega­da por el escozor de las dudas, con tanta tristeza oprimiéndole el pecho, que no tenía ya fuerzas para caminar. Hizo un alto el cortejo precisamente en la calle de Le Dix-Décembre, delante de los andamios de la fachada nueva, que seguían entorpecien­do la circulación. Y la joven se fijó en que el anciano Bourras se había quedado rezagado y caminaba con dificultad junto a las ruedas de aquel coche que sólo ocupaba ella. Nunca consegui­ría llegar al cementerio. Había alzado la vista y la miraba. Luego, subió al carruaje. -Son estas malditas rodillas -mascullaba-. ¡No hace falta que se aparte! ¿O se cree que es a usted a quien aborrecemos? Lo notó amistoso y enfurecido, como en otros tiempos. Refunfuñaba, decía que había que ver aquel Baudu de los demonios qué aguante tenía para seguir adelante pese a todo, después de haber recibido más palos que una estera. La comiti­va había vuelto a arrancar, despacio, y, si Denise se asomaba a la ventanilla, podía ver, efectivamente, el empecinado avance de su tío detrás del coche fúnebre, con aquel paso torpe que pare­cía marcar la pauta al sordo y penoso progreso de la comitiva. -No estaría de: más que la policía despejase la vía pública... Llevamos más de dieciocho meses empantanados con su dichosa fachada; y hace nada se mato otro hombre en las obras. Pero ¡qué más da! En adelante, si quieren seguir con las ampliaciones, tendrán que tender pasarelas por encima de las calles. Se dice que son ustedes dos mil setecientos empleados y que la recaudación va a llegar este año a los cien millones... ¡Cien millones, santo cielo, cien millones! A Denise no se le ocurría respuesta alguna. La comitiva aca­baba de entrar por la calle de La Chaussée-d'Antin, donde la retrasaban los atascos de vehículos. Bourras continuaba hablando, con la mirada perdida, como si estuviese ahora soñando en voz alta. Seguía sin entender el triunfo de El Paraí­so de las Damas, pero reconocía la derrota del comercio tradi­cional. -El pobre Robineau no tiene nada que hacer; se le ha puesto una cara como si se estuviera ahogando... Y los Bédoré y los Vanpouille ya no aguantan más, les pasa lo que a mí, les fallan las piernas. Desligniéres acabará por reventar de una apople­jía. A Piot y Rivoire les ha dado una ictericia. ¡Ay, bonitas trazas tenemos todos! ¡Menuda procesión de ruinas para acompañar a la pobre niña! Esta fila de despojos debe de resultarles cómi­ca a los mirones... Y, además, la limpieza no ha concluido, al parecer. Los muy bribones están poniendo departamentos de flores, de modas, de perfumería, de calzado y a saber de qué más. Grognet, el perfumista de la calle de Grammont, ya puede irse mudando. Y no daría yo diez francos por la zapate­ría de Naud, la de la calle de Antin. La epidemia de cólera está llegando ya hasta la calle de Sainte-Anne, donde no van a tar­dar ni dos años en salir danzando Lacassagne, el de la tienda de plumas y flores, y la señora Chadeuil, y eso que sus sombre­ros tienen mucha fama... ¡Y después de ésos, otros, y otros más! Todos los establecimientos del barrio caerán. ¡A unos horteras que se meten a vender jabón y zapatos se les puede ocurrir el día menos pensado vender patatas fritas! ¡La verdad es que el mundo se ha vuelto loco! La carroza funeraria estaba cruzando en esos momentos la plaza de la Trinité y Denise, desde el rincón del oscuro coche en el que escuchaba las plañideras reflexiones del anciano, mientras la acunaba el fúnebre avance del cortejo, pudo ver, al salir éste de la calle de La Chaussée-d'Antin, que el cuerpo iba subiendo ya la cuesta de la calle Blanche. Le parecía oír, pisán­dole los talones a su tío, que caminaba ciego y mudo como un buey acogotado, el tropel de pasos de un rebaño conducido al matadero, la completa derrota de las tiendas de todo un barrio, el pequeño comercio arrastrando su ruina en pos de sí, entre el negro barro de París, con un roce de humildes zapatos mojados. Bourras, en tanto, había empezado a hablar con tono más sordo, como si la cuesta de la calle Blanche le frenase la voz. -Yo ya estoy acabado... Pero, pese a todo, los tengo cogidos y no pienso aflojar. El hombre ese ha vuelto a perder en segunda instancia. ¡Ay, lo que me ha costado! ¡Cerca de dos años de pleitos, y venga procuradores, y abogados! Pero da lo mismo. No pasará por debajo de mi tienda. Los jueces han decidido que a una obra así no se la puede considerar de restauración. Cuando pienso que lo que pretendía poner ahí debajo era un salón en donde calibrar el color de los tejidos a la luz del gas, un local subterráneo que uniese la calcetería y los paños...Todavía le dura la rabieta; no consigue tragarse que un viejo desfondado como yo le estorbe el paso, cuando todo el mundo está de rodillas ante su dinero... ¡Nunca! ¡No voy a consentirlo, está dicho! Es posible que acabe en el arroyo. Desde que tengo que pelear con agentes judiciales, el bribón anda husmeando mis deudas, seguramente para jugarme una mala pasada. Pero qué más da. Él dice que sí y yo digo que no. Y siempre seguiré diciendo que no, voto al chápiro, incluso metido en una caja de pino, como la chiquilla que va ahí delante. Al llegar al bulevar de Clichy, el coche avanzó más deprisa y se oyó cómo jadeaba la gente, cómo el cortejo apretaba el paso inconscientemente, deseando acabar de una vez. Lo que Bou­rras no decía a las claras era la negra miseria en que había caído, ni cómo lo estaban volviendo loco todos los quebrade­ros de cabeza del pequeño tendero que se hunde y se obstina en no ceder mientras le cae encima la granizada de los protes­tos. Denise, que estaba al tanto de su situación, rompió al fin el silencio para susurrar con voz implorante: -Señor Bourras, deje ya de ser tan tozudo... Permítame que arregle las cosas. El la interrumpió, con ademán violento: -Cállese. Lo que a mí me pase, no le importa a nadie... Es usted una buena niña; ya sé que no le está poniendo las cosas en bandeja a ese hombre, que creía que estaba en venta, igual que mi casa. Pero, vamos a ver, qué me contestaría si yo le aconsejara que le dijese que sí? Me diría que me metiera en mis cosas... Bueno, pues cuando yo digo que no, no se meta usted en camisa de once varas. Y como el coche se había detenido ya a la puerta del cemen­terio, bajó junto con la joven. El panteón de los Baudu estaba en el primer paseo, a la izquierda. La ceremonia concluyó en pocos minutos. Jean había apartado a su tío del hoyo, que éste miraba con la boca abierta. Se deshizo la fila y el cortejo se fue repartiendo entre las tumbas vecinas. Todos aquellos rostros de tenderos, de sangre empobrecida en lo hondo de sus insalubres plantas bajas, adquirían una enfermiza fealdad bajo el cielo de color de barro. Cuando la caja bajó despacio, palidecieron las rojas venillas que surcaban las caras, se inclinaron hacia el suelo las narices que afilaba la anemia, se desviaron los párpados de bilioso tono amarillo, ajados de tanto hacer cuentas. -Deberíamos tirarnos todos a ese agujero -dijo Bourras a Denise, que estaba junto a él-. Con esta niña, entierran al barrio entero... ¡Yo me entiendo! Lo que tiene que hacer el comercio de siempre es meterse en el hoyo al mismo tiempo que las rosas blancas que están bajando con el cuerpo. Al regreso, Denise hizo subir a su hermano y a su tío a uno de los coches de duelo. El día fue para ella de sombría tristeza. En primer lugar, estaba empezando a preocuparla la palidez de Jean. Y cuando hubo comprendido que se trataba, una vez más, de un asunto de faldas, quiso hacerlo callar abriéndole su bolsa. Pero él negaba con la cabeza; rechazaba el dinero; esta vez iba en serio: se trataba de la sobrina de un pastelero muy rico, que ni siquiera le aceptaba un ramo de violetas. Luego, por la tarde, cuando Denise fue a buscar a Pépé a casa de la señora Gras, ésta le dijo que estaba ya demasiado crecido para poder seguir con ella. Otro quebradero de cabeza; habría que buscar un internado; separarse del niño, quizá. Y, por fin, cuando llevó a Pépé a dar un beso a los Baudu, le desgarró el alma el apagado dolor de El Viejo Elbeuf. La tienda estaba cerrada; encontraron a sus tíos sentados al fondo de la salita. Pese a lo oscuro que estaba el día de invierno, no se habían acordado de encender la luz de gas. Ya se habían quedado solos; estaban uno frente a otro, en aquella casa que la ruina había ido vaciando despacio. Y la muerte de la hija volvía aún más hondos los tenebrosos rincones; era como el crujido pos­trero que iba a quebrar las antiguas vigas comidas de hume­dad. En la agobiante habitación, el tío seguía caminando en torno a la mesa, ciego y mudo, sin poder detenerse, con el mismo paso del entierro; y, mientras, la tía, que tampoco decía nada, se había desplomado en una silla, con el rostro pálido de un herido que se desangra gota a gota. Ni siquiera lloraron cuando Pépé los besó con fuerza en las frías mejillas. A Denise la ahogaban las lágrimas. Esa noche, precisamente, mandó llamar Mouret a la joven para comentar con ella una prenda infantil que pensaba lan­zar, un cruce de escocés y de zuavo. Y, vibrante de compasión, rebelada ante tanto sufrimiento, no pudo contenerse; se atre­vió, primero, a hablarle de Bourras, de aquel pobre hombre derribado en tierra al que ahora iban a degollar. Pero, nada más oír nombrar al anciano vendedor de paraguas, Mouret se indignó. El viejo chiflado, como lo llamaba él, le daba mil dis­gustos, le amargaba el triunfo con aquel estúpido empecina­miento en no salir de su casa, esa inmunda choza cuyas escayo­las eran un desdoro para El Paraíso de las Damas, el único rincón de la amplia manzana que no se dejaba conquistar. El problema se estaba convirtiendo en pesadilla; cualquiera que no hubiera sido la joven y se hubiese atrevido a hablar en favor de Bourras habría corrido el riesgo de verse en la calle, pues a Mouret lo atormentaba hasta lo indecible la enfermiza necesi­dad de echar abajo la casucha a puntapiés. ¿Qué quería que hiciera, vamos a ver? ¿Podía consentir que aquel montón de escombros siguiera pegado a El Paraíso? Tenía que desapare­cer, no quedaba más remedio, los almacenes debían seguir adelante. ¡Tanto peor para el viejo loco! Y volvía a enumerar las ofertas que le había hecho; había llegado a proponerle cien mil francos. ¿No era acaso una oferta razonable? El no se anda­ba con regateos, desde luego; pagaba el dinero que le pedían. Pero que la gente, al menos, fuese un poco lista, que le dejase rematar su obra. ¿Se le ocurría a alguien detener las locomoto­ras cuando iban rodando por sus raíles? Denise lo escuchaba, con la vista baja, y no se le ocurrían más razones que las del sentimiento. El pobre hombre era ya viejo; quizá fuera posible esperar a que muriese; una quiebra lo mataría. Mouret declaró entonces que ya ni siquiera estaba en su mano impedir los acontecimientos. Le había encomendado el asunto a Bourdon­cle, pues el consejo había resuelto zanjarlo de una vez. Y Deni­se no supo qué añadir, aunque sentía una tierna y dolorosa compasión. Tras un penoso silencio, fue el propio Mouret el que men­cionó a los Baudu. Empezó por compadecerlos mucho por la muerte de la hija. Eran muy buenas personas, muy honradas; y la mala suerte se había cebado en ellos. Luego, volvió a los argumentos de costumbre. En el fondo, se habían buscado su desdicha; no hay que empecinarse así en no querer salir del chamizo podrido del comercio tradicional; nada tenía de extraño que la casa se les hubiese venido encima. Ya lo había predicho él cien veces; y Denise se acordaría seguramente de que él le había encargado que pusiese a su tío sobre aviso del fatal desastre que se avecinaba si se quedaba anclado en ridicu­leces pasadas de moda. Así había llegado la catástrofe; nadie en el mundo podría pararla ya. ¿Cómo iba a poder exigirle nadie que estuviera en sus cabales que se arruinase para salvar la vida del barrio? Por lo demás, aunque cometiera la locura de cerrar El Paraíso, otros grandes almacenes crecerían espontáneamen­te allí al lado, pues la idea cundía, como en alas del viento, por los cuatro puntos cardinales. El vendaval del siglo iba sembran­do el triunfo de las ciudades obreras e industriales y llevándose el ruinoso edificio de las edades antiguas. Mouret se entusias­maba poco a poco, hallaba palabras de emocionada elocuencia para defenderse contra el odio de sus víctimas involuntarias, contra el clamor de las tiendecitas moribundas, que oía alzarse a su alrededor. Nadie conservaba a sus muertos; no quedaba más remedio que enterrarlos. Y, con un ademán, derribaba, barría y arrojaba a la fosa común el cadáver del comercio pre­térito, cuyos pestilentes y verdosos restos eran la vergüenza de las soleadas calles del nuevo París. No, no, no sentía remordi­miento alguno; se limitaba a cumplir con el cometido de su época; y Denise lo sabía muy bien, porque amaba la vida, y tenía pasión por los negocios de alcance, rematados a plena luz, bajo el brillante resplandor de la publicidad. No le quedó más remedio que callarse; estuvo mucho rato escuchándolo y se retiró con el alma turbada. Aquella noche, apenas durmió. Daba vueltas bajo las man­tas, en un insomnio por el que cruzaban pesadillas. Le parecía que era muy niña y estallaba en sollozos al fondo de su jardín de Valognes, al ver cómo las currucas se comían las arañas, que, a su vez, se comían las moscas. ¿Era, pues, cierto que el mundo medraba mediante aquella necesidad de muerte, aque­lla lucha por la vida que invitaba a arrojar a los seres al osario de la destrucción eterna? Volvía a verse luego ante la fosa a la que bajaban a Geneviéve; vislumbraba a sus tíos, solos en lo hondo del tenebroso comedor. Entre el profundo silencio, un sordo ruido de derrumbe cruzaba el aire muerto: era la casa de Bourras, que se desplomaba como si la hubiese minado una crecida. Volvía el silencio, más siniestro aún, y retumbaba otro hundimiento, y luego otro, y otro más: los Robineau, los Bédo­ré Hermanos, los Vanpouille crujían y se venían abajo, uno tras otro; el pequeño comercio del barrio de Saint-Roch desapare­cía bajo una piqueta invisible, entre bruscos truenos de carre­tas descargadas. Y entonces una tremenda pena la despertaba, sobresaltada. ¡Dios mío, cuántos tormentos! ¡Familias que lloran, ancianos que se ven en el arroyo, todos los dolientes dra­mas de la ruina! Y ella no podía salvar a nadie; y era consciente de que se trataba de algo beneficioso, la salud del París del mañana precisaba de aquel estiércol de desdichas. Se calmó al amanecer; se apoderó de ella una honda tristeza resignada mientras clavaba los ojos en la ventana, cuyos cristales se iban aclarando. Sí, era el tributo de la sangre; toda revolución exigía mártires; sólo se podía avanzar pisando cadáveres. Su temor de ser un alma perversa, de haber colaborado en el asesinato de sus seres queridos se iba convirtiendo en una consternada compasión ante aquellos males irremediables, que son los dolores de parto de todas y cada una de las generaciones. Acabó por ponerse a pensar en los posibles alivios; su bondad estuvo mucho tiempo soñando con los medios que habría que adoptar para salvar al menos a los suyos del aplastamiento final. Ahora veía frente a sí a Mouret, con su apasionado rostro y sus ojos acariciadores. Cierto era que no le negaba nada; estaba segura de que accedería a todas las compensaciones sensatas. Y se le extraviaba el pensamiento al intentar juzgarlo. Estaba al tanto de su vida, no ignoraba el cálculo que se encerraba en sus antiguos afectos, su continua explotación de la mujer; sabía que había elegido a sus amantes para poder seguir progresan­do; que su relación con la señora Desforges no tenía más meta que llegar hasta el barón Hartmann; estaba enterada de todos los demás amoríos, de las Claras pasajeras, del placer compra­do, pagado, devuelto al arroyo. Pero aquellos comienzos de aventurero del amor, acerca de los que corrían bromas por los almacenes, se diluían, a la postre, en la poderosa genialidad de aquel hombre, en su victorioso encanto. Era la seducción per­sonificada. Lo que nunca le habría perdonado Denise habría sido su fingimiento de antaño, su frialdad de amante tras la galante comedia de los miramientos. Pero ya no sentía rencor alguno, ahora que lo veía sufrir por ella. Aquel sufrimiento lo había ennoblecido. Al saberlo atormentado, expiando tan duramente su desdén por la mujer, le parecía que se había redimido de sus culpas. Esa misma mañana, le prometió Mouret a Denise cuantas compensaciones le pareciesen a ella legítimas para el día en que sucumbieran los Baudu y el anciano Bourras. Transcurrie­ron las semanas; la joven iba a ver a su tío casi todas las tardes; se escapaba unos pocos minutos para llevarle su risa, su coraje de muchacha buena, para alegrar la tienda sombría. La que más preocupación le inspiraba era su tía, que no había salido de un lívido estupor desde la muerte de Geneviéve. Era como si la vida se le fuese un poco con cada hora que pasaba y, cuando le pre­guntaban cómo estaba, respondía, con expresión de asombro, que no le dolía nada, que, sencillamente, se sentía como amo­dorrada. En el barrio, la gente asentía con la cabeza: la pobre señora no iba a echar mucho tiempo de menos a su hija. Salía un día Denise de casa de los Baudu cuando, al doblar la esquina de la plaza de Gaillon, oyó un grito tremendo. La muchedumbre corría; pasaba una ráfaga de pánico, ese viento de temor y compasión que trastorna de repente una calle. Las ruedas de un ómnibus de carrocería parda, uno de los vehícu­los que cubría el trayecto de La Bastilla a Les Batignolles, aca­baban de pasar por encima de un hombre, al salir de la calle Neuve-Saint-Augustin, delante de la fuente. Erguido en el pes­cante, el cochero sujetaba con rabioso ademán los caballos negros, que se encabritaban; y se deshacía en reniegos, en arre­batadas palabrotas: -¡Voto a Cristo! ¡Voto a Cristo! ¡Pero mire por dónde va, mal­dito torpe El ómnibus, ahora, se había detenido. La muchedumbre rodeaba al herido y, por casualidad, había por allí un guardia. El cochero seguía de pie, recabando el testimonio de los viaje­ros de la imperial, que se habían incorporado también para inclinarse y ver la sangre, y daba explicaciones con ademanes exasperados, mientras una ira creciente le agarrotaba la gar­ganta. -¡A quién se le ocurre! ¡Pero qué he hecho yo para toparme con un individuo así! ¡Le doy una voz y se me planta debajo de las ruedas! Entonces un obrero, un pintor que había acudido, brocha en mano, desde la fachada de una tienda próxima, dijo con voz chillona, en medio del barullo: -¡No te pongas así, que tú no tienes la culpa! ¡Si es que se te ha metido debajo, carape, que yo lo he visto! Te digo que se ha tirado de cabeza, así... Otro que no andaba muy satisfecho de la vida, por lo visto. Se alzaron más voces y fue cundiendo la hipótesis del suici­dio, mientras el guardia redactaba el atestado. Unas señoras se bajaron, muy pálidas, y se fueron, sin volverse, llevándose den­tro el espanto de la blanda sacudida con la que el ómnibus les había revuelto las entrañas al pasar por encima del cuerpo. Denise, en cambio, se acercó, impulsada por esa activa compa­sión que la llevaba a acudir a todos los accidentes: perros atro­pellados, caballos desplomados, tejadores caídos de los tejados. Y reconoció, tendido en los adoquines, al desventurado que vacía desvanecido, con la levita sucia de barro. -¡Si es el señor Robineau! -exclamó, con dolorosa sorpresa. El guardia interrogó en el acto a aquella joven. Ella dio el nombre, la profesión y la dirección de la víctima. Gracias al enérgico cochero, el ómnibus se había desviado y las ruedas sólo habían tocado las piernas de Robineau. Pero era de temer que tuviera rotas las dos. Cuatro hombres de buena voluntad transportaron al herido hasta una botica de la calle de Gaillon, mientras el ómnibus reanudaba despacio la marcha. -¡Voto a Cristo! -dijo el cochero, arreando a los caballos con un amplio latigazo-. ¡Vaya día! ¡Para qué quiero más! Denise había entrado en la botica en pos de Robineau. En espera de que llegase un médico, que no acababan de localizar, el boticario dijo que no había ningún peligro inmediato y que lo mejor era llevar al herido a su domicilio, ya que vivía cerca. Un hombre había ido al puesto de policía en busca de unas parihuelas. Tuvo entonces la joven la buena idea de adelantar­se, para ir preparando a la señora Robineau para aquel espan­toso golpe. Pero le costó un trabajo infinito salir a la calle, cru­zando entre el gentío que se apelotonaba ante la puerta. Aquella muchedumbre ávida de muerte crecía por momentos; unos cuantos niños y mujeres, de puntillas, aguantaban los brutales empujones. Y cada recién llegado inventaba un acci­dente de su cosecha: ahora corría la versión de un marido que el amante de su mujer había tirado por la ventana. Al llegar a la calle Neuve-des-Petits-Champs, Denise divisó de lejos a la señora Robineau en la puerta de la sedería. Esto le dio pretexto para detenerse y charlar un instante, mientras buscaba la forma de amortiguar la tremenda noticia. Veíase en la tienda el desorden y el descuido de las luchas postreras de un comercio agonizante. Había llegado el previsto desenlace de la gran batalla de las dos sedas rivales: la París-Paraíso había aplastado a su competidora tras una nueva rebaja de cinco cén­timos. Ya sólo costaba cuatro noventa y cinco; la seda de Gau­jean había topado con su Waterloo. Desde hacía dos meses, Robineau andaba trampeando y pasando por un infierno para evitar una declaración de quiebra. -He visto a su marido al pasar por la plaza de Gaillon -dijo en un susurro Denise, que había acabado por entrar en el local. La señora Robineau, presa de un sordo desasosiego que no le permitía perder de vista la calle, dijo con vehemencia: -¡Ah sí!, hace un rato, ¿verdad?... Lo estoy esperando, ya debería estar aquí. Esta mañana vino el señor Gaujean y salie­ron los dos juntos. Seguía tan encantadora, frágil y alegre como de costumbre, pero el avanzado embarazo le resultaba ya fatigoso. Y se la nota­ba cada vez más asustada y ajena a aquellos asuntos de negocios a los que no acababa de hacerse y que iban de mal en peor. Como solía repetir con frecuencia: ¿no sería más agradable vivir tranquilo, metido en una casita humilde y comiendo sólo pan? -No tenemos nada que ocultarle, hijita -añadió con una sonrisa que se iba volviendo triste-. Las cosas no andan nada bien. Mi pobrecito marido ha perdido el sueño. Hoy ha vuelto el Gaujean ese a atormentarlo con unos pagarés vencidos... Me estaba muriendo de preocupación, aquí sola... Y ya se iba de nuevo hacia la puerta cuando Denise la detu­vo. A lo lejos, acababa de oír el rumor de un gentío en marcha. Intuyó las parihuelas que llegaban, el cúmulo de curiosos, que no se apartaban del accidentado. Y entonces no le quedó más remedio que hablar, con la garganta seca y sin dar con las pala­bras de consuelo que habría deseado: -No se preocupe, que, de momento, no hay nada que temer... Sí, he visto al señor Robineau; le ha pasado una des­gracia... Tranquilícese, se lo ruego, aquí lo traen. La joven la escuchaba, muy pálida y sin acabar de entender qué le estaba diciendo. La calle se había llenado de gente; los cocheros renegaban en los coches de punto detenidos; unos hombres habían dejado las parihuelas delante de la tienda para abrir de par en par las puertas acristaladas. -Ha sido un accidente -seguía diciendo Denise, resuelta a ocultar el intento de suicidio-. Estaba en la acera y resbaló bajo las ruedas de un ómnibus... Han sido sólo los pies... Ya han ido a buscar a un médico. No se preocupe. La señora Robineau temblaba toda ella. Lanzó dos o tres gri­tos inarticulados; luego, no dijo nada más. Se dejó caer junto a las parihuelas y apartó los lienzos con temblorosas manos. Los hombres que las habían transportado esperaban, en la acera, a que apareciese por fin un médico, antes de volver a llevárselas. Nadie se atrevía a tocar a Robineau, que había recuperado el conocimiento y sufría cada vez más, al menor movimiento. Al ver a su mujer, le corrieron dos gruesas lágrimas por las meji­llas. Ella lloraba, abrazada a él y sin dejar de mirarlo. En la calle, seguía el barullo. Se agolpaban los rostros de ojos relu­cientes, como ante un escenario; unas operarias, que se habían escapado de un taller, estaban a punto, para ver mejor, de echar abajo las lunas de los escaparates. A Denise se le ocurrió bajar el cierre metálico para librarse de tan febril curiosidad, opinando, por otra parte, que no convenía que la tienda siguiese abierta. Fue en persona a girar la manivela; el mecanis­mo chirriaba lastimeramente; las hojas de chapa bajaban des­pacio, como si fuesen un pesado telón al final del quinto acto. Y cuando volvió a entrar, cerrando tras de sí la puertecilla redonda, vio que la señora Robineau seguía ciñendo a su mari­do con un desesperado abrazo bajo la turbia claridad que entraba por las dos estrellas recortadas en la chapa. La arruina­da tienda parecía desvanecerse en la nada, y el fulgor de las dos estrellas iluminaba aquella breve y brutal tragedia del París popular. La señora Robineau recuperó al fin el uso de la pa­labra: -Querido mío... querido mío... ¡Ay, querido mío! Sólo eso acertaba a decir; y él, atragantándose, lo confesó todo, presa de un ataque de remordimientos, al verla arrodilla­da de aquella forma, volcada sobre el vientre de madre, que se aplastaba contra las parihuelas. Si no se movía, sólo notaba el ardiente plomo de las piernas. -Perdóname, he debido de volverme loco... Cuando el pro­curador me dijo en presencia de Gaujean que mañana se declaraba la quiebra, me pareció ver bailar unas llamas, como si se hubieran incendiado las paredes... Y ya no me acuerdo de qué sucedió después: iba calle de la Michodiére abajo, me dio la impresión de que los de El Paraíso de las Damas se reían de mí, de que el condenado edificio me aplastaba... Y, entonces, al dar la vuelta el ómnibus, me acordé de Lhomme y de su brazo, y me tiré bajo las ruedas... La señora Robineau, ante tan aterradoras confesiones, se iba dejando caer, sentándose en el suelo poco a poco. ¡Dios santo! ¡Había querido matarse! Le cogió la mano a Denise, que se inclinaba hacia ella, trastornada por la escena. El herido, al que agotaban sus propias emociones, había vuelto a perder el conocimiento. ¡Y el médico que no llegaba! Ya habían recorri­do todo el barrio dos hombres; y ahora el portero había puesto manos a la obra. -No se preocupe -repetía Denise maquinalmente. Y ella también sollozaba. Entonces la señora Robineau, sentada en el entarimado, con la cabeza a la altura de las parihuelas donde yacía su marido, apoyando la mejilla en las correas, le abrió el corazón. -Ay, si yo le contase... Si ha querido matarse, ha sido por mí. Me decía continuamente: te he robado. El dinero era tuyo. Y, de noche, soñaba con esos sesenta mil francos, se despertaba sudando, se llamaba inútil. Decía que cuando no se tiene cabe­za, no arriesga uno el dinero ajeno... Ya sabe que siempre ha sido nervioso y le ha dado mucha importancia a todo. Se imagi­naba cosas que a mí me asustaban: me veía en la calle, vestida de harapos, pidiendo limosna, a mí, a quien tanto quiere, a la que tanto le habría gustado ver rica y dichosa... Pero, al volver la cabeza, se dio cuenta de que su marido había abierto los ojos; y siguió hablando, entre balbuceos: -Ay, querido mío, ¿por qué has hecho esto? ¿Por tan mala me tienes? Qué me importa a mí que nos hayamos arruinado. Mientras estemos juntos, nunca seremos desgraciados... Deja que se lo lleven todo. Vámonos a algún sitio en el que no oiga­mos nunca más hablar de ellos. En algo trabajarás, pese a todo, y verás qué felices podemos ser todavía. Había apoyado la frente junto al pálido rostro del marido; y ahora callaban ambos, con enternecida angustia. Hubo un silencio. La tienda parecía dormitar, entumecida en el ceni­ciento crepúsculo que la bañaba; y, en tanto, tras la delgada chapa del cierre, se oía el estrépito de la calle, la actividad de la vida diurna, que pasaba junto con el retumbar de los coches v los empellones en las aceras. Al fin, Denise, que se acercaba a cada minuto a la estrecha puerta que daba al portal para echar una ojeada, regresó, exclamando: -¡El médico! Era un hombre joven de ojos vivos, que venía con el portero. Prefirió reconocer al herido antes de que lo metiesen en la cama. Sólo tenía rota una pierna, la izquierda, por encima del tobillo. Era una fractura limpia y, al parecer, no había que temer complicación alguna. Y ya se disponían a llevar las parihuelas al fondo, al dormitorio, cuando se presentó Gau­jean. Venía a informar de una última gestión, en la que, por cierto, había fracasado. La declaración de quiebra era un hecho. -¿Qué es esto? ;Qué ha sucedido? Denise se lo contó en pocas palabras. Gaujean, entonces. pareció muy violento. Robineau le dijo con voz débil: -No es que le guarde rencor, pero algo de culpa tiene usted en todo esto. -Pardiez, querido amigo, había que tener más aguante que nosotros... Debe saber que no salgo yo mucho mejor parado que usted. Ya estaban alzando las parihuelas. El herido halló aún fuer­zas para decir: -No; también otros con más aguante habrían tenido que ceder... Comprendo que unos viejos tozudos como Bourras y Baudu se hayan dejado el pellejo; pero nosotros... que éramos jóvenes, que aceptábamos la nueva marcha de las cosas... No, no, Gaujean, esto es el fin de un mundo, ¿sabe? Se lo llevaron. La señora Robineau besó a Denise en un arre­bato casi jubiloso, al verse al fin libre de aquellos quebraderos de cabeza de los negocios. Y Gaujean, que se retiraba junto con la joven, le confesó que el pobre Robineau estaba en lo cierto, que era una estupidez pretender luchar contra El Paraíso de las Damas. El, personalmente, sabía que si no podía volver al redil estaba perdido. Ya había hecho una gestión secreta la vís­pera: había hablado con Hutin, que iba precisamente a salir para Lyón. Pero no tenía esperanza alguna; e intentó que se interesase por sus asuntos Denise, de cuyo poder debía de estar al tanto. -¡Peor para los fabricantes, qué quiere que le diga! -repe­tía-. Bien que se iba a reír todo el mundo de mí si me arruina­se por seguir en la brecha defendiendo el interés de los demás, mientras los más fuertes se pelean por ver quién fabrica más barato... La verdad es que, como decía usted hace tiempo, lo que tienen que hacer los fabricantes es amoldarse al progreso organizándose mejor y recurriendo a procedimientos nuevos. Todo se solucionará; lo que hace falta es que el público esté contento. Denise, sonriente, le respondió: -Vaya a decirle todo eso al señor Mouret en persona... Le agradará que vaya usted a verlo y no es hombre capaz de guar­darle rencor si le ofrece aunque no sea más que una ganancia de un céntimo por metro. Una clara y soleada tarde del mes de enero murió la señora Baudu. Desde hacía quince días, no podía ya bajar a la tienda, que atendía una asistenta. Permanecía sentada en el centro de la cama, enderezada sobre unas almohadas. Lo único que aún vivía en el rostro blanco eran los ojos. Y, con la cabeza muy tiesa, los volvía obstinadamente hacia El Paraíso de las Damas, que divisaba enfrente, a través de los visillos. Baudu, al que hacía padecer aquella obsesión que era también la suya, aque­lla mirada de desesperante fijeza, intentaba a veces correr los cortinones. Pero ella lo detenía con ademán suplicante; se empecinaba en seguir mirando, hasta el último aliento. El monstruo ya se lo había quitado todo: su casa, a su hija. Y ella también se había ido muriendo poco a poco, junto con El Viejo Elbeuf, perdiendo la vida a medida que el comercio per­día la clientela. Los estertores de agonía de éste la dejaban sin resuello. Al sentirse morir, tuvo aún fuerzas para exigirle a su marido que abriese ambas ventanas. Hacía bueno; una capa de jubiloso sol doraba El Paraíso, mientras que el dormitorio de la antigua casa tiritaba a la sombra. La señora Baudu seguía con los ojos fijos, repletos de aquella visión que era como un monu­mento triunfal, de aquellas transparentes lunas tras las cuales pasaban al galope los millones. Las pupilas le fueron palide­ciendo despacio, se le fueron llenando de tinieblas, y cuando la muerte le extinguió la mirada, los ojos siguieron abiertos de par en par, sin dejar de mirar, anegados en gruesas lágrimas. Todo el pequeño comercio arruinado del barrio volvió a desfilar en su comitiva fúnebre. Allí estaban los hermanos Van­pouille, con muy mala cara tras los vencimientos de diciembre, que habían conseguido atender con un supremo esfuerzo que no podrían volver a repetir. Bédoré, de Bédoré Hermanos, iba apoyado en un bastón, tan agobiado por las preocupaciones que se le había agravado la dolencia del estómago. A Deslignié­res le había dado un ataque; Piot y Rivoire caminaban en silen­cio, mirando al suelo, como hombres acabados. Y nadie se atre­vía a preguntar por los ausentes: Quinette, la señorita Tatin, y tantos otros que, de la noche a la mañana, naufragaban; a los que arrastraba el oleaje de los desastres. Por no hablar de Robi­neau, encamado, con la pierna rota. Pero los que más interés despertaban eran los nuevos comerciantes a los que iba alcan­zando la peste: el perfumista Grognet; la señora Chadeuil, la sombrerera; y Lacassagne, el florista; y Naud, el zapatero, que aún se mantenían firmes, a los que sólo aquejaba aún la angus­tia ante aquella enfermedad que también acabaría por barrer­los a ellos. Detrás del coche mortuorio, caminaba Baudu, con el mismo paso de buey acogotado con el que había acompasa­do a su hija; y, en lo hondo del primer coche de duelo, podían verse los relucientes ojos de Bourras, bajo la maraña de las cejas, y su nevada melena. Denise sintió una pena inmensa. Estaba exhausta, tras quince días de preocupaciones y agobios. Había tenido que llevar a un internado a Pépé; y Jean no la dejaba vivir, tan prendado de la sobrina del pastelero que había rogado a su hermana que pidiese su mano. Y la muerte de su tía, aquellas reiteradas des­dichas, acababan de desesperarla. Mouret había vuelto a ponerse a su disposición; todo cuanto ella hiciese por su tío y por los demás, bien hecho estaría. Una mañana, volvieron a hablar de aquellos asuntos, al cundir las noticias de que Bou­rras se había quedado en la calle y de que Baudu iba a cerrar la tienda. Salió después del almuerzo, con la esperanza de poder ayudar a esos dos al menos. Bourras estaba en la calle de la Michodiére, a pie firme en la acera, enfrente de su casa, de la que lo habían expulsado la vís­pera, tras una mala jugarreta, un hallazgo del procurador: como Mouret era su acreedor, éste acababa de obtener sin difi­cultad la declaración de quiebra del vendedor de paraguas; había adquirido, luego, por quinientos francos, en la venta del síndico, el arrendamiento; de forma tal que el obstinado ancia­no se había dejado arrebatar por quinientos francos lo que no había querido soltar por cien mil. Por lo demás, cuando se pre­sentó el arquitecto con la cuadrilla de demolición, tuvo que recurrir al comisario para que lo expulsara. El género estaba ya vendido, los cuartos vacíos; y él se empecinaba en no salir del rincón en el que dormía y del que nadie se atrevía a echarlo por una postrera compasión. E incluso la cuadrilla de demoli­ción empezó a derribar el tejado sin que él saliera. Quitaron las tejas podridas. Los techos se desplomaban; las paredes crujían; y él seguía allí, bajo las viejas vigas desnudas, rodeado de escombros. Al fin se fue, al llegar la policía. Pero, a la mañana siguiente, volvió a aposentarse en la acera de enfrente, tras haber pasado la noche en una pensión de la vecindad. -Señor Bourras -dijo a media voz Denise. Él no la oía; se comía con los ojos llameantes a los obreros de la demolición, que ya estaban empezando a derribar con los picos la fachada de la casucha. Ahora podía verse el interior por las ventanas vacías: los miserables cuartos, la escalera negra, a la que no le había dado el sol desde hacía doscientos años. -¡Ah, es usted! -respondió al fin, cuando la hubo reconoci­do-. ¿Ha visto qué bien trabajan estos ladrones? Denise no se atrevía a decir nada; la trastornaba la lamenta­ble tristeza de la vieja casa y tampoco ella podía apartar la vista de las mohosas piedras que iban cayendo. Arriba, en una esqui­na del techo de su antigua habitación, divisaba aún el nombre, escrito con letras negras y temblonas: Ernestine, trazado con la llama de una vela. Y le volvían al recuerdo los días de miseria, la enternecían todas aquellas penas. Entre tanto, a los obreros se les había ocurrido, para derribar de una vez un muro ente­ro, atacarlo por abajo. Ya se estaba tambaleando. -¡Ojalá los aplaste a todos! -murmuró Bourras con salvaje voz. Se oyó un tremendo crujido. Los obreros, espantados, salie­ron corriendo a la calle. El muro, al caer, desaplomaba y arras­traba consigo toda la ruinosa choza, que, sin duda, entre nive­laciones y grietas, casi no se tenía ya de pie; un empujón había bastado para abrirla de arriba abajo. Fue un derrumbamiento que llegaba al alma, el desplome absoluto de una casa de barro empapada de agua de lluvia. Ni un tabique permaneció en pie; sólo quedó en el suelo un montón de desechos, el estiércol de un pasado caído en el arroyo. -¡Ay, Dios! -había gritado el anciano, como si el golpe le hubiese retumbado en las entrañas. Se había quedado con la boca abierta; nunca hubiera pensa­do que todo acabaría tan deprisa. Y miraba la brecha abierta, el hueco, libre al fin, en el costado de El Paraíso de las Damas, libre ya de la verruga que lo deshonraba. Era el moscardón aplastado, la victoria definitiva sobre la irritante cabezonería de lo infinitamente pequeño, la invasión y la conquista de la man­zana entera. Algunos transeúntes, que se habían congregado allí, hablaban a voces con los obreros, que se quejaban de aque­llas edificaciones viejas que eran capaces de matar a cualquiera. -Señor Bourras -repitió Denise, intentando apartarlo de aquel sitio-; ya sabe que no se queda abandonado. Se atende­rán todas sus necesidades... El se puso muy tieso. -No tengo necesidades... La envían ellos, ¿verdad? Pues dígales que al tío Bourras no se le ha olvidado trabajar y que encontrará un jornal donde quiera... Sería muy cómodo, la verdad, dar limosna a las personas a las que se asesina. Ella, entonces, se lo pidió por favor. -Acepte, se lo ruego. No me deje con esta pena. Pero él negaba con la canosa cabeza. -No, no; se acabó. Muy buenas noches... Viva feliz, usted que es joven, y no impida que los viejos se vayan con sus ideas. Lanzó una última ojeada al montón de escombros y, luego, se marchó con trabajoso paso. Ella siguió mirando aquella espalda, que se alejaba entre el tumulto de la acera. La espalda dobló la esquina de la calle de Gaillon, y ya no hubo nada más. Denise permaneció quieta unos instantes, con la mirada ausente. Después, entró en la tienda de su tío. El pañero estaba sentado en el oscuro local de El Viejo Elbeuf. La asistenta sólo venía por la mañana y a última hora de la tarde, para guisar un poco y ayudarlo a quitar y colocar los postigos. Se pasaba las horas muertas sumido en aquella soledad, sin que, las más de las veces, lo molestara nadie durante todo el día. Y si alguna cliente se arriesgaba aún a entrar, se aturullaba y no sabía ya dónde estaba el género. Entre el silencio y la media luz, pasea­ba sin tregua, con el pesado caminar de los entierros de sus deudos, cediendo a una necesidad enfermiza, cayendo en auténticos ataques de marchas forzadas, como si pretendiese acunar y adormecer el dolor. -¿Está mejor, tío? -preguntó Denise. El se detuvo sólo un momento, y siguió andando luego des­de la caja hasta un rincón oscuro. -Sí, sí, muy bien... Gracias. Denise buscaba algún tema reconfortante, algunas palabras alegres, y no se le ocurría nada. -¿Ha oído qué ruido? Ya han tirado la casa. -¡Anda! ¡Es verdad! -murmuró con expresión de asombro-. Ha debido de ser la casa... He notado que temblaba el suelo. Esta mañana, cuando los vi en el tejado, cerré la puerta. E hizo un vago ademán para indicar que aquellas cosas ya habían dejado de interesarlo. Cada vez que volvía ante la caja, miraba el banco vacío, aquel banco de raído terciopelo en el que habían crecido su mujer y su hija. Luego, cuando el perpe­tuo paseo lo llevaba al extremo opuesto, miraba los casilleros perdidos en la sombra, en los que acababan de enmohecerse unas cuantas piezas de paño. Se enfrentaba a la casa viuda, la desaparición de los seres queridos, el vergonzoso fin de su negocio, y a sí mismo, paseando su corazón muerto y su abatido orgullo entre todas aquellas catástrofes. Alzaba los ojos hacia el techo negro, escuchaba el silencio que brotaba de las tinieblas del reducido comedor, aquel familiar rincón del que antes le gustaba incluso el olor a cerrado. Nada alentaba ya en la anti­gua vivienda; su paso, regular y pesado, retumbaba en las viejas paredes como si estuviera hollando el sepulcro de sus afectos. Por fin abordó Denise el tema que la había traído. -Tío, no puede seguir así. Habría que tomar una determina­ción. Él repuso, sin detenerse: -Sí, claro. Pero ¿qué quieres que haga? He intentado vender el negocio y no ha venido nadie... Así que una mañana de éstas, cerraré la tienda y me marcharé. Denise sabía que no había que temer ya una quiebra. Los acreedores habían preferido llegar a un acuerdo, al ver cómo se encarnizaba con él el destino. Todo estaba pagado y su tío sencillamente, se quedaba en la calle. -¿Y luego qué hará usted?-susurró ella, una transición que le permitiera llegar ¡ti ofrec miento que se no atre­vía a formular. -No lo sé -repuso él-. Alguien me recogerá. Había variado el itinerario. Ahora iba del comedor a los escaparates de la fachada. Y, cada vez que llegaba ante ellos, miraba con expresión lúgubre aquellos lastimosos escaparates, con sus artículos olvidados. Ni siquiera alzaba ya la vista hacia la triunfante fachada de El Paraíso de las Damas, cuyo trazado arquitectónico se perdía a derecha e izquierda, a ambos lados de la calle. Había llegado al anonadamiento y ya ni siquiera tenía fuerzas para indignarse. -Oiga, tío -acabó por decir Denise, muy apurada-, es posi­ble que hubiera un puesto para usted... Rectificó, entre balbuceos: -Sí, me han encargado que le ofrezca un puesto de ins­pector. -¿Dónde? -preguntó Baudu. -Pues enfrente... Con nosotros... Seis mil francos, un trabajo descansado. Baudu se detuvo de repente frente a Denise. Pero en vez de montar en cólera, como temía ella, se puso muy pálido, sucumbiendo a una emoción dolorosa, a una amarga resigna­ción. -Enfrente, enfrente -tartamudeó varias veces-. ¿Quieres que trabaje enfrente? Denise se contagiaba de aquella conmoción. Volvía a ver la prolongada lucha de ambos comercios, asistía a los entierros de Geneviéve y de la señora Baudu, tenía ante los ojos El Viejo Elbeuf derrotado, caído en tierra, contemplaba cómo lo dego­llaba El Paraíso de las Damas. Y al pensar en su tío trabajando enfrente, paseándose por los almacenes con corbata blanca, el corazón le daba saltos de lástima y rebeldía. -Vamos a ver, Denise, hija mía, ¿cómo se te ocurre? -se limi­tó a decir Baudu, mientras cruzaba las pobres manos temblo­rosas. -¡No, no, tío! -exclamó ella, con un arrebato de todo su ser, recto y bondadoso-. No estaría bien... Perdóneme, se lo ruego. Él había reanudado la caminata y sus pasos turbaban de nuevo el sepulcral vacío de la casa. Y cuando Denise lo dejó, seguía andando, andando sin parar, con ese caminar tozudo de las grandes desesperaciones que dan vueltas sobre sí mismas sin poder salir nunca de ese círculo. Denise volvió a padecer de insomnio aquella noche. Acaba­ba de tocar fondo en su impotencia. No hallaba forma de remediar siquiera el sufrimiento de los suyos. Tenía que pre­senciar hasta sus últimas consecuencias la invencible obra de la vida, que no quiere otra simiente continua que no sea la muer­te. Ya no se revolvía; aceptaba la ley de aquella lucha. Pero al acordarse de la humanidad sufriente, su alma femenina rebo­saba de apenada bondad, de fraternal ternura. Ella también llevaba años aprisionada en los engranajes de la máquina. ¿Acaso no había sangrado entre ellos? ¿Acaso no la habían herido los demás? ¿No la habían rechazado, mancillado e inju­riado? Incluso ahora se espantaba a veces cuando se daba cuen­ta de que la lógica de los acontecimientos la había escogido. ¿Por qué a ella, que era tan poca cosa? ¿Por qué su mano menuda tenía de repente tanto poder sobre la labor del mons­truo? Y aquella fuerza, que barría con todo, la arrastraba a ella también, a ella, cuyo advenimiento tenía que haber sido una revancha. Mouret había ideado aquella maquinaria que lo aplastaba todo, cuyo brutal funcionamiento la indignaba; había sembrado de ruinas el barrio, había despojado a unos y matado a otros. Y, pese a todo, ella lo amaba porque su obra era grande; lo amaba más y más a cada uno de los excesos de su poder, pese al caudal de lágrimas que la arrollaba al presenciar la sagrada miseria de los vencidos. XIV Bajo un limpio sol de febrero, bordeaban la calle de Le-Dix­Décembre, recién acabada, una hilera de casas, blancas como la tiza, y la fila de los últimos andamios que aún quedaban en algunos edificios algo atrasados. Por aquella brecha de luz, que dividía en dos la húmeda oscuridad del barrio de Saint-Rock, transitaban, con desahogado paso de conquista, oleadas de carruajes. Y, entre la calle de la Michodiére y la calle de Choi­seul, se atropellaba, como en un motín, un gentío soliviantado por la propaganda de un mes entero, que alzaba la vista para contemplar, con la boca abierta, la monumental fachada de El Paraíso de las Damas, que se inauguraba aquel lunes, coinci­diendo con la gran venta blanca. Era una ingente y polícroma secuencia arquitectónica, jubilo­sa y flamante, que realzaban múltiples dorados, digna anticipa­ción de la algarabía y la brillantez de las transacciones comercia­les del interior; la vista quedaba prendida en ella como en una gigantesca presentación de artículos que refulgiera con los colores más vivos. La planta baja, para no matar el efecto de las telas de los escaparates, lucía el decorado adecuadamente sobrio de un zócalo de mármol verde mar; las columnas maes­tras y los pilares de esquina iban forrados de un mármol negro, cuya severidad aliviaban unas tarjetas doradas; y el resto eran lunas en marcos de acero, sólo lunas, que parecían abrir paso a la claridad de la calle hasta lo más recóndito de galerías y patios. Pero, a medida que se alzaban los pisos, iba encendiéndose la llama de los tonos deslumbrantes. En el friso de la entreplanta, se desplegaba hasta el infinito, ciñendo al coloso, una faja de mosaicos, una guirnalda de flores rojas y azules, que alternaba con placas de mármol en las que estaban grabados los nombres de mercancías diversas. Más arriba, el zócalo del primer piso, de ladrillo vidriado, servía de soporte a nuevas lunas, amplias cris­taleras que subían hasta el friso, compuesto de escudos dorados con las armas de las ciudades de Francia, y de motivos de terra­cota, en cuyo vidriado se repetían los tonos claros del zócalo. Por fin, de la parte más alta brotaba la cornisa, como si fuera la ardiente floración de toda la fachada: los mosaicos y los azulejos volvían a aparecer en ella, con tonos más cálidos; el dorado cinc de los canalones se adornaba con calados; y, en el frontón, se alineaba una pléyade de estatuas que representaban las ciuda­des con industrias y manufacturas destacadas, cuyas esbeltas siluetas se recortaban bajo el claro sol. Lo que más maravillados tenía a los curiosos era la puerta central, tan alta como un arco de triunfo y decorada también con profusión de mosaicos, azu­lejos y terracotas. La remataba un grupo alegórico que relum­braba, recién dorado: una bandada de risueños Amorcillos engalanaba y cubría de besos a la Mujer. A eso de las dos, un piquete de orden tuvo que despejar la aglomeración y organizar el estacionamiento de los carruajes. Al fin estaba concluido el palacio, el templo dedicado al culto de los locos despilfarros de la moda. Dominaba el barrio, extendía sobre él su sombra. Tan bien había cicatrizado la llaga que dejó en su costado el derribo de la casucha de Bourras que habría sido inútil buscar el emplazamiento de aquella antigua verruga. Las cuatro fachadas enfilaban las cuatro calles, sober­biamente aisladas, sin que se viera en ellas un solo fallo. En la acera de enfrente, El Viejo Elbeuf ya no abría desde que Baudu había ingresado en una casa de retiro; la tienda parecía apresa­da dentro de una tumba, tras los postigos que ya nunca quitaba nadie; poco a poco, los iban ensuciando las salpicaduras de los coches; y los carteles, la marea creciente de la publicidad, los asfixiaba, adhiriéndolos entre sí, como una última paletada de tierra arrojada sobre el desaparecido establecimiento. En el centro de aquella fachada muerta, que habían manchado los escupitajos de la calle y cubierto la abigarrada capa de harapos del barullo parisino, destacaba, como una bandera enhiesta en lo más alto de un imperio conquistado, un gigantesco cartel amarillo, recién impreso, que anunciaba con letras de dos pies de alto la gran venta de El Paraíso de las Damas. Era como si, tras las sucesivas ampliaciones, el coloso, avergonzándose del renegrido barrio en el que había visto humildemente la luz, para degollarlo más tarde, sintiese repugnancia por él y hubie­ra decidido, al fin, darle la espalda, relegando a la parte trasera el barro de las estrechas calles y brindando el rostro de nuevo rico a la arteria bullanguera y soleada del París moderno. Ahora era más fornido, como podía apreciarse en el grabado que ilustraba los carteles, a semejanza de un ogro de cuento cuyos hombros amenazasen con horadar las nubes del cielo. Veíase, en el primer plano de dicho grabado, la calle de Le-Dix­Décembre y las de la Michodiére y de Monsigny, abarrotadas de negras figurillas y estirándose de forma desmesurada como para dar cabida a la clientela del mundo entero. Venían luego los edificios propiamente dichos, exageradísimos, vistos a vuelo de pájaro; los cuerpos de techumbres que remataban las galerías cubiertas; las cristaleras bajo las que se intuían los patios; todo un lago infinito de vidrio y cinc resplandeciendo al sol. Más allá, se extendía París, pero un París empequeñecido, que el monstruo engullía: las casas, modestas como chozas en sus proximidades, se dispersaban luego formando un confuso polvillo de chimeneas. Los monumentos parecían desvanecer­se: dos trazos, a la izquierda, para Notre-Dame; un acento circunflejo a la derecha para los Inválidos; al fondo, el Pan­teón, perdido y vergonzante, más diminuto que una lenteja. El horizonte era una nube polvorienta, nada más que un marco insignificante que abarcaba hasta las alturas de Chátillon, hasta el campo abierto cuya postergación dejaban intuir aquellas difuminadas lejanías. Desde por la mañana, no había dejado de crecer el barullo. Ningún comercio había conmocionado nunca a la ciudad con tan estruendosa propaganda. El Paraíso gastaba ya casi seis­cientos mil francos anuales en carteles, en anuncios, en publi­cidad de todo tipo; enviaba ya cerca de cuatrocientos mil catá­logos; despedazaba más de cien mil francos de tejidos para confeccionar los muestrarios. Había invadido de forma defini­tiva los periódicos, las paredes, los oídos del público, como una monstruosa trompeta de bronce que sonase sin tregua, envian­do a los cuatro puntos cardinales el estruendo de las grandes ventas. Y, a partir de ahora, aquella fachada ante la que se atro­pellaba el gentío se iba a convertir en un reclamo vivo, con su lujo pinturero y dorado de bazar; sus amplios escaparates, donde cabía entero el poema del atuendo femenino; su prodi­galidad de rótulos pintados, grabados y tallados, desde las pla­cas de mármol de la planta baja hasta los redondeadas hojas de chapa, cuyos arcos coronaban los tejados y desplegaban el oro de unos banderines en los que podía leerse el nombre del esta­blecimiento en letras del color del tiempo recortadas sobre la bóveda azul. Para festejar la inauguración, había, además, tro­feos y banderas; de cada piso colgaban pendones y estandartes con las armas de las principales ciudades de Francia; y, en lo más alto, los pabellones de las naciones extranjeras palpitaban al viento en la cima de sus mástiles. En la planta baja, por fin, la venta blanca relumbraba, en lo hondo de los escaparates, con cegadora intensidad. Todo blanco, sólo blanco; la cegadora blancura de una canastilla completa y una pila de sábanas a la izquierda, la de una capilla de visillos y pirámides de pañuelos a la derecha. Y, entre las colgaduras de la puerta, las piezas de hilo, de calicó, de muselina, que caían en capas, como aludes de nieve, se erguían unos figurines vestidos, unas hojas de car­tulina azulada que representaban a una novia joven y a una señora con traje de baile, ambas de tamaño natural, ataviadas con encajes y sedas auténticos y luciendo una sonrisa en los rostros pintados. Se formaban, uno tras otro, corros de mirones; el pasmo de la muchedumbre rezumaba deseo. Y esta curiosidad que rodeaba El Paraíso de las Damas era aún más acuciante por causa de un siniestro que todo París comentaba: el incendio de Las Cuatro Estaciones, los grandes almacenes que Bouthemont había abierto cerca de la ópera hacía apenas tres semanas. Los periódicos rebosaban de deta­lles: el fuego, debido a una explosión nocturna de gas; la ate­rrada huida de las dependientes en camisón; el heroico com­portamiento de Bouthemont, que había salvado a cinco de ellas echándoselas a la espalda. Por lo demás, las enormes pér­didas estaban cubiertas y el público empezaba ya a encogerse de hombros, diciendo que el suceso se estaba convirtiendo en una estupenda propaganda. Pero, por el momento, la atención se centraba una vez más en El Paraíso; todo el mundo acogía con febril interés las anécdotas que iban de boca en boca y se interesaba hasta la obsesión por aquellos bazares que tan importante papel desempeñaban en la vida pública. ¡Menuda suerte tenía el hombre aquel! París aclamaba su buena estrella, acudía para ver su firme asentamiento, pues hasta el fuego estaba de su parte y se encargaba de librarlo de la competen­cia; y ya había quien calculaba las ganancias de la temporada; y quien evaluaba el crecido oleaje de clientes que el obligado cierre de la casa rival haría pasar bajo el dintel de su puerta. Mouret había sentido, por breve tiempo, cierta inquietud, inmutándose al sentir que una mujer se alzaba en contra de él, esa misma señora Desforges a la que debía hasta cierto punto su suerte. Y también lo irritaba el diletantismo financiero del barón Hartmann, que invertía dinero en ambos negocios. Y, más que nada, lo exasperaba que no se le hubiera ocurrido a él la idea genial que había tenido Bouthemont: el párroco de La Madeleine, con todos sus curas a la zaga, acababa de bendecir los almacenes de aquel hombre tan apegado a los placeres terrenales. Una ceremonia pasmosa, toda la pompa de la reli­gión paseándose de la seda a los guantes; Dios bajando entre los pantalones de mujer y los corsés. Bendiciones tales no ha­bían impedido que todo ardiera; pero, no obstante, habían sido más provechosas que un millón de anuncios, pues la clien­tela de la buena sociedad había quedado muy impresionada. Desde ese momento, había empezado a soñar Mouret con traer a sus almacenes al arzobispo. Daban ya las tres en el reloj que coronaba la puerta. Era la hora de los agobiantes empujones vespertinos: cerca de cien mil clientes se arremolinaban hasta la asfixia en las galerías y los patios. Fuera, toda la calle de Le-Dix-Décembre estaba llena, de punta a punta, de coches estacionados. Y, yendo hacia la ópera, otra aglomeración llegaba hasta el fondo del callejón sin salida del que iba arrancar la futura avenida. Los simples coches de punto se mezclaban con los cupés de casas ricas; los cocheros esperaban entre las ruedas; las hileras de caballos relinchaban y sacudían las chispas que el sol prendía en las cadenillas de las barbadas. Se sucedían continuamente las filas de espera, entre las voces de los mozos y los avances de las bes­tias, que se arrimaban espontáneamente, aproximando los vehículos, en tanto que otros venían a sumarse sin tregua a los anteriores. Los peatones, en medrosas bandadas, se apresura­ban a subirse a las aceras, abarrotadas de gente en la huidiza perspectiva de la arteria ancha y recta. Subía un clamor entre los blancos edificios y el caudal de aquel río humano fluía bajo la desfogada alma de París con un hálito gigantesco y manso cuya desmesurada caricia notaban todos. Parada delante de uno de los escaparates, la señora De Boves, a la que acompañaba su hija Blanche, contemplaba, junto con la señora Guibal, una presentación de vestidos a medio confeccionar. -¡Ay, fíjese! -dijo-. ¡Mire qué vestidos de hilo a diecinueve francos con setenta y cinco! Dichos vestidos, presentados en unas cajas de cartón cuadra­das que cerraba un lazo, estaban doblados de forma tal que sólo se veían los bordados rojos y azules de la guarnición; cada una de las cajas tenía un grabado en la esquina, en el que una joven con aires de princesa lucía la prenda ya acabada. -No vaya a creer que valen mucho más -dijo a media voz la señora Guibal-. En cuanto los toque se dará cuenta de que tie­nen poquísimo cuerpo. Desde que el señor De Boves no se podía mover del sillón donde lo tenían clavado sus ataques de gota, ambas señoras eran íntimas. La mujer toleraba a la amante, pues prefería, pese a todo, que los asuntos de esa índole transcurriesen den­tro de casa, ya que de esta forma conseguía, para sus gastos, algún dinero, que el marido consentía en dejarse sustraer, ya que también necesitaba que hicieran con él la vista gorda. -¡Entremos, pues! -añadió la señora Guibal-. Vamos a ver qué tienen. ¿No están citadas dentro con su yerno de usted? La señora De Boves no respondió; tenía la mirada perdida y parecía absorta en la contemplación de la hilera de coches, cuyas portezuelas iban abriéndose, una tras otra, para dar paso sin cesar a nuevas clientes. -Sí -dijo Blanche, con su voz cansina-. Paul ha quedado en recogernos en la sala de lectura a eso de las cuatro, cuando salga del ministerio. Llevaban casados un mes y Vallagnosc, tras un permiso de tres semanas, que había pasado con su mujer en el sur de Fran­cia, acababa de reincorporarse al trabajo. La joven tenía ya la complexión de su madre; era como si el matrimonio la hubiera inflado, tornándola más corpulenta. -¡Pero si allí está la señora Desforges! -exclamó la condesa, clavando la vista en un cupé que se detenía en aquel momento. -¿Qué le parece? -susurró la señora Guibal-. ¡Después de todo lo que ha pasado! Todavía debe de estar lamentándose del incendio de Las Cuatro Estaciones. Era, efectivamente y pese a todo, Henriette. Divisó a ambas señoras y se dirigió hacia ellas con expresión risueña, ocultando la derrota bajo la soltura mundana de sus moda­les. -Pues sí, he querido ver lo que había por aquí. Siempre vale más enterarse personalmente, ¿verdad? El señor Mouret y yo no hemos perdido las amistades; aunque dicen que está furio­so desde que tengo participación en la casa rival... Lo único que no puedo perdonarle es que haya visto con buenos ojos la boda... ya saben... la de ese: muchacho, Joseph, con mi protegi­da, la señorita De Fontenailles. -¿Cómo? ¿Ya es cosa hecha? -la interrumpió la señora De Boves-. ¡Qué espanto! -Pues sí, querida, y sólo para ponernos el pie en la nuca. Lo conozco bien; ha querido dejar patente que las jóvenes de nuestro mundo sólo valen para casarse con mozos de almacén. Se iba mostrando cada vez más locuaz. Las cuatro seguían en la acera, en medio de los empujones de la entrada. Poco a poco, no obstante, se fue apoderando de ellas la corriente y, sólo con dejarse llevar, cruzaron la puerta como en volandas, sin darse cuenta, levantando el tono de voz para poder seguir con la charla. Ahora, se preguntaban unas a otras qué sabían de la señora Marty. Corría el rumor de que el pobre señor Marty, tras una serie de violentas broncas familiares, acababa de enfermar de un delirio de grandeza: hundía los brazos hasta el codo en las riquezas de la tierra, agotaba minas de oro, llenaba a rebosar volquetes con brillantes y piedras preciosas. -¡Pobre infeliz! -dijo la señora Guibal-. El siempre tan raído, con su modestia de profesor particular... ¿Y la mujer? -Ahora anda ordeñando a uno de sus tíos -repuso Henriet­te-. Un buenazo que se fue a vivir con ella cuando se quedó viudo... Por cierto, que por aquí debe de andar; ya nos la encontraremos. Pero la sorpresa clavó en el sitio a las señoras. Ante ellas se extendían los almacenes más grandes del mundo, como decía la propaganda. Ahora, la gran galería central, que daba, por un lado, a ja calle de Le-Dix-Décembre y, por el otro, a la calle Neuve-Saint-Augustin, los cruzaba de punta a punta. Y, al tiem­po, a derecha e izquierda, semejantes a las naves laterales de una iglesia, la galería Monsigny y la galería Michodiére bordea­ban también, sin interrupciones, estas dos calles. De trecho en trecho, entre las armazones metálicas de las escaleras voladas y las pasarelas, se abrían las anchurosas encrucijadas de los patios. La disposición interior había cambiado por completo: ahora, a las oportunidades se entraba por la calle de Le-Dix­Décembre; la seda estaba en el centro; los guantes se hallaban al fondo, en el patio Saint-Augustin; y, cuando se alzaba la vista desde el nuevo patio central, seguía viéndose la ropa de cama, que habían trasladado de un extremo a otro de la segunda planta. Los departamentos sumaban ya la enorme cifra de cin­cuenta; algunos, recién creados, se inauguraban ese mismo día; otros habían crecido en exceso, por lo que había sido necesario desdoblarlos, sin más, para facilitar la venta. Y, debi­do a este continuo crecimiento del negocio, había habido tam­bién que aumentar, al dar comienzo la nueva temporada, el personal, que alcanzaba ya la cifra de tres mil cuarenta y cinco empleados. Lo que asombraba a las señoras era el prodigioso espectácu­lo de la gran venta blanca. Se hallaron, nada más entrar, en el centro del vestíbulo, un patio con claras lunas y suelo de mosai­co, en el que se exponían artículos baratos ante los que se dete­nía, cautivado, el voraz gentío. Las galerías corrían, luego, hacia el fondo en medio de una deslumbrante blancura, una perspectiva boreal, toda una comarca nevada que mostraba una infinita extensión de estepas tapizadas de armiño, una acu­mulación de glaciares que encendía el sol. Se repetía allí el color blanco de los escaparates, pero más vivo, colosal, ardien­do de un extremo a otro del inmenso bajel con la llama blanca de un incendio en su apogeo. Sólo blanco; todos los artículos blancos de cada departamento; una orgía de tonos blancos; un astro blanco cuya radiación inmóvil cegaba al principio, sin que fuera posible distinguir los detalles entre aquella blancura única. Mas no tardaban los ojos en hacerse a ella: a la izquier­da, la galería Monsigny albergaba hileras de promontorios blancos de hilo y calicó, blancos peñones de sábanas, toallas y pañuelos; al tiempo, en la galería Michodiére, a la derecha, que ocupaban la mercería, la calcetería y los géneros de lana, se exponían blancas estructuras construidas con botones de nácar; un gran telón de fondo formado con calcetines blancos; toda una sala tapizada de muletón blanco que iluminaba una lejana ráfaga de luz. Pero el foco de claridad irradiaba sobre todo desde la galería central, desde las cintas y las pañoletas, los guantes y las sedas. Los mostradores habían desaparecido bajo la blancura de sedas y cintas, de guantes y pañoletas. Alre­dedor de las delgadas columnas, se enroscaban bullones de muselina blanca, que ceñían, de trecho en trecho, las lazadas de blancos pañuelos de cuello. Unos drapeados blancos, en los que se alternaban el piqué y el bombasí, adornaban las escale­ras, trepaban por las barandillas y rodeaban los patios hasta la altura del segundo piso; ascendía lo blanco, como alas que se fueran elevando, para agolparse y perderse, luego, en las altu­ras, como un vuelo de cisnes. Caía después desde las bóvedas en una nevada de plumón, una cortina de grandes copos: col­chas blancas y cubrepiés blancos colgaban de ellas, ondeando al aire, como banderas en una iglesia; cruzaban de un lado a otro surtidores de guipur, que eran como suspendidos enjam­bres de mariposas blancas, de estático zumbido; por todas par­tes había un temblor de encajes, que flotaban como hilos de araña en una mañana estival, colmando el espacio con su blan­co hálito. Y lo más maravilloso, el altar de aquella religión de lo blanco, era, encima del mostrador de las sedas, en el patio principal, una tienda de campaña hecha con visillos blancos que caían desde la cristalera. Las muselinas, las gasas, los gui­pures artísticos manaban en livianas ondas, en tanto que unos tules bordados, de esmeradísimo trabajo, y unas piezas de seda de Oriente de lamé de plata servían de telón de fondo a aquel gigantesco decorado, que era a un tiempo tabernáculo y alco­ba. Habríase dicho un enorme lecho blanco, cuyos virginales volúmenes aguardaban, como en las leyendas, a la cándida princesa, esa que había de llegar un día, todopoderosa, tocada con el velo blanco de las novias. -¡Ah! ¡Qué extraordinario! -repetían las señoras-. ¡Es inaudito! No se cansaban de aquella canción blanca que entonaban los tejidos de la casa entera. Era lo más grande que había hecho nunca Mouret, la mayor muestra de su genialidad de escaparatista. Bajo tanta blancura desplomada, entre el aparen­te desorden de las telas, que caían como al desgaire de los casi­lleros desfondados, corría una frase armónica, una desarrolla­da secuencia de blanco en todas sus tonalidades, que nacía, crecía y florecía con la misma complejidad orquestal que una fuga magistral, cuya progresiva organización arrastrase consigo a las almas en un vuelo cada vez más amplio. Solo blanco, pero nunca el mismo blanco; todos los blancos, superponiéndose unos a otros, oponiéndose, completándose, alcanzando el res­plandor de la luz misma. Abrían la marcha los blancos mates del calicó y el hilo, los blancos apagados de la franela y el paño; seguían los terciopelos, las sedas, los rasos, una gama in crescen­do, el blanco cada vez más luminoso, más ardiente, que remata­ban minúsculas llamas en los quiebros de los pliegues; y el blanco alzaba el vuelo en la transparencia de los visillos, hasta convertirse en claridad sin trabas en las muselinas, los guipu­res, los encajes, y, sobre todo, en los tules, tan livianos que eran como la nota más aguda, perdida; y, en tanto, la plata de las piezas de seda oriental alzaba la potente voz en lo hondo de la gigantesca alcoba. Los almacenes palpitaban de vida; el gentío tomaba al asalto los ascensores; en el ambigú no cabía un alfiler, ni tampoco en el salón de lectura; todo un pueblo viajaba por aquellos espa­cios nevados, una muchedumbre oscura. Parecían patinadores en un lago de Polonia, en pleno mes de diciembre. En la plan­ta baja, iba y venía el reflujo de un sombrío oleaje en el que sólo se podían distinguir la expresión arrobada de los delica­dos rostros femeninos. En los vanos de la armazón de hierro, por las escaleras, por las pasarelas, iba ascendiendo luego una infinita procesión de diminutas siluetas, que parecían extravia­das entre aquellas nevadas cumbres. Al contemplar los helados promontorios, sorprendía el sofocante calor de invernadero. El zumbido de las voces retumbaba con la fuerza de un río cre­cido. En el techo, la profusión de dorados, las vidrieras con incrustaciones de oro, los rosetones de oro, semejaban rayos de sol brillando sobre los Alpes de la gran venta blanca -Vamos a ver -dijo la señora De Boves-. ¿Y si avanzáramos? No podemos quedarnos aquí. Desde que había entrado, el inspector Jouve, de plantón cerca de la puerta, no le había quitado la vista de encima. Cuando la señora De Boves se volvió, se cruzaron sus miradas. Luego, al seguir caminando ella, el inspector dejó que le tomase cierta delantera y la fue siguiendo, a distancia, como si no le hiciese caso. -¡Anda! -dijo la señora Guibal, deteniéndose de nuevo delante de la primera caja, entre empellones-. ¡Qué detalle tan bonito, este de las violetas! Se refería al nuevo obsequio de El Paraíso, una ocurrencia de Mouret, que había aireado en todos los periódicos: unos ramilletes de violetas blancas, que compraba a miles en Niza y regalaba a todas las clientes que hiciesen una compra, por pequeña que fuera. Al lado de cada caja, unos mozos de librea los repartían, bajo la supervisión de un inspector. Al cabo de un rato, no hubo cliente sin flores; aquella blanca boda colma­ba los almacenes, todas las mujeres paseaban consigo un pene­trante perfume de flor. -Es verdad -dijo a media voz la señora Desforges con tono de envidia-. ¡Qué idea tan buena! Pero, en el preciso instante en que las señoras iban a reanu­dar la marcha, oyeron a dos dependientes que bromeaban acerca de las violetas. Uno, flaco y alto, parecía atónito: ¿así que por fin era cosa hecha la boda del dueño con la encargada de la ropa de confección? Y otro, bajo y grueso, le contestaba que nunca había estado muy claro, pero que, por si acaso, ya estaban compradas las flores. -¿Cómo? -dijo la señora De Boves-. ¿Que el señor Mouret se casa? -Primera noticia -respondió Henriette, haciéndose la indi­ferente-. Y, además, todos acaban siempre por casarse. La condesa lanzó una rápida mirada a su nueva amiga. Ahora entendían las dos el porqué de la presencia de la señora Desforges en El Paraíso de las Damas, pese a las enemistades de la ruptura. No cabía duda de que había sucumbido a una invencible necesidad de enterarse y de padecer. -Me quedo con usted -dijo la señora Guibal, a quien se le había despertado la curiosidad-. Ya nos reuniremos con la señora De Boves en el salón de lectura. -Me parece muy bien -dijo ésta-. Yo quiero pasar por la pri­mera planta. ¿Vienes, Blanche? Y subió, con su hija pisándole los talones, en tanto que el inspector Jouve, que no había dejado de seguirla, lo hacía por una escalera próxima, para que no se fijara en él. Las otras dos señoras se perdieron entre la muchedumbre compacta de la planta baja. En todos los mostradores, entre el barullo de la venta, sólo se hablaba, una vez más, de los amores del dueño. La aventura, que llevaba meses dando tema de conversación a los depen­dientes, satisfechísimos de la prolongada resistencia de Denise, acababa de desembocar, de repente, en una crisis; había corri­do la voz, la víspera, de que la joven se iba de El Paraíso, pese a las súplicas de Mouret, pretextando una gran necesidad de tomarse un descanso. Y el debate estaba abierto: ¿se iría o no se iría? De departamento en departamento, se hacían apuestas de cinco francos para el siguiente domingo. Los más avispados se jugaban un almuerzo a que al final habría boda. Los otros, empero, los que estaban convencidos de que Denise se mar­chaba, tampoco arriesgaban el dinero a la ligera. Era cierto que la empleada tenía la fuerza de una mujer adorada y que se resiste; pero el patrón, por su parte, tenía la fuerza de la rique­za, de una feliz viudedad, de un orgullo que una última exigen­cia podía irritar. Por lo demás, todos estaban de acuerdo en que aquella dependiente, tan poquita cosa, había llevado el asunto con la ciencia de una lagartona genial y estaba jugando la baza definitiva al ponerlo entre la espada y la pared. O te casas conmigo o me marcho. Nada más lejos, no obstante, de los pensamientos de Denise. Nunca había formulado exigencia alguna ni elaborado ningún cálculo. Y si había adoptado la decisión de irse era como conse­cuencia de los juicios que, para mayor sorpresa suya, corrían acerca de su conducta. ¿Acaso había querido ella cuanto estaba sucediendo? ¿Acaso se mostraba taimada, coqueta o ambicio­sa? Se había limitado a estar allí. Y era la primera sorprendida de que alguien pudiera quererla tanto. Incluso ahora, ¿por qué interpretaban como una hábil maniobra su decisión de irse de El Paraíso? ¡Pero si era de lo más lógico! Había terminado por padecer un nervioso malestar, unos intolerables ataques de angustia, al notar que la cercaban aquellos comadreos, que nacían una y otra vez en el establecimiento, y también las ardientes obsesiones de Mouret, a las que se sumaba la lucha que tenía que mantener consigo misma; y prefería alejarse, pues la embargaba el temor de ceder un día y lamentarlo luego durante toda la vida. Ignoraba si había en ello alguna astuta táctica; se preguntaba con desesperación qué hacer para que no pareciese que andaba a la caza de marido. Ahora la irritaba la idea de una boda; estaba decidida a seguir diciendo que no, a decir siempre que no, en el caso de que Mouret llevase la locura hasta tales extremos. Nadie más que ella tenía que sufrir. La necesidad de aquella separación la hacía llorar; pero se repetía a sí misma, con su enorme coraje, que era inevitable, que no volvería a sentir ni sosiego ni dicha si se comportaba de otra forma. Cuando Mouret recibió su dimisión, permaneció mudo, pareció frío en su esfuerzo por contenerse. Luego manifestó, con tono seco, que le daba ocho días para que lo meditase antes de consentir que cometiera semejante equivocación. Cuando, transcurridos los ocho días, ella volvió a la carga y manifestó la voluntad formal de irse tras la gran venta, Mouret tampoco se dejó llevar, en esta ocasión, por la ira, e intentó convencerla con razones: iba a renunciar a la suerte, nunca vol­vería a encontrar en ningún sitio el puesto que desempeñaba en su establecimiento. ¿Tenía acaso otra oportunidad a la vista? Estaba dispuesto a ofrecerle las mismas ventajas que tuviese la esperanza de conseguir en otra casa. Y, al contestarle la joven que no había buscado trabajo, que su intención era empezar por descansar un mes en Valognes, aprovechando los ahorros que tenía, le preguntó qué inconveniente había en que regre­sara luego a El Paraíso si lo único que la obligaba a dejarlo era su estado de salud. Denise callaba ante el tormento de aquel interrogatorio. Pensó él entonces que se iba para reunirse con un amante, o quizá con un marido. ¿Acaso no le había confesa­do hacía un año que estaba enamorada de un hombre? Desde entonces llevaba en pleno corazón, clavada como un cuchillo, aquella confesión que le había arrancado en un momento de turbada debilidad. Por eso lo abandonaba todo Denise, para seguir a aquel hombre, para casarse con él. Así se explicaba su obstinación. Todo había acabado. Mouret se limitó, pues, a añadir, con el mismo tono helado, que, puesto que no quería decirle las verdaderas causas de su marcha, no la retenía más. Aquella charla tan seca, sin ira alguna, trastornó más a Denise que la escena violenta que había temido. Durante la semana que Denise tenía aún que pasar en los almacenes, Mouret conservó la misma palidez hierática. Cuan­do cruzaba por los departamentos, fingía no verla. Nunca había parecido más indiferente a todo, más absorto en el trabajo. Y las apuestas se reanudaron. Sólo los muy valientes se atre­vían a correr el riesgo de perder un almuerzo jugando la carta de la boda. No obstante, bajo aquella frialdad, tan poco usual en él, ocultaba Mouret un pavoroso ataque de indecisión y sufrimiento. Furiosos arrebatos le subían la sangre a la cabeza: lo veía todo rojo, soñaba con abrazar estrechamente a Denise y no volver a soltarla, al tiempo que sofocaba sus gritos. Luego, quería razonar, buscaba medios prácticos para impedirle que cruzase la puerta; pero topaba sin cesar con su impotencia, con la rabia de saber que su fuerza y su fortuna eran inútiles. Una idea, empero, iba creciendo entre aquellos proyectos locos y se iba imponiendo poco a poco, aunque lo sublevaba. Tras la muerte de la señora Hédouin, había jurado no volver a casarse; una mujer le había dado su primera oportunidad y ahora esta­ba resuelto a sacar su fortuna de todas las mujeres. Tanto él como Bourdoncle tenían la supersticiosa creencia de que el director de unos grandes almacenes de novedades tenía que ser soltero si aspiraba a conservar su regio dominio de varón sobre los deseos desfogados de sus clientes y súbditas: la inter­posición de una mujer modificaba el entorno y su aroma expulsaba a las demás. No se resignaba a la invencible lógica de los hechos; prefería morir antes que ceder y caía en súbitas cóleras contra Denise, dándose cuenta con claridad de que en la joven se encarnaba la revancha, temiendo, si se casaba con ella, desplomarse, vencido, sobre sus millones y que el eterno femenino lo doblegara como a una brizna de hierba seca. Luego, poco a poco, volvía a sentirse cobarde y se rebatía a sí mismo esos reparos: ¿de qué tenía miedo? Denise era tan dulce y sensata que podía ponerse en sus manos sin temor. Veinte veces por hora se reanudaba el combate en su asolado espíritu. El orgullo enconaba la herida y Mouret, a la postre, casi desva­riaba al pensar que, incluso tras este sometimiento definitivo, podría ella decirle que no, siempre que no, si estaba enamorada de otro. La mañana de la inauguración de la gran venta, aún no había tomado decisión alguna. Y Denise se iba al día siguiente. Aquel día precisamente, cuando entró Bourdoncle en el despacho de Mouret a eso de las tres, según solía, lo sorpren­dió de codos en la mesa, tapándose los ojos con los puños y tan ensimismado que tuvo que darle un golpecito en el hom­bro. Mouret alzó un rostro cubierto de lágrimas; se miraron ambos, extendieron las manos, y aquellos dos hombres, que en tantas batallas comerciales habían combatido juntos, se las estrecharon de repente. Desde hacía un mes, por lo demás, Bourdoncle había cambiado por completo de opinión. Se doblegaba ante Denise e, incluso, animaba solapadamente al jefe a que se casara. No cabía duda de que se trataba de una maniobra para que no lo barriese una fuerza de cuya superio­ridad se percataba al fin. Pero, además, habría sido posible hallar, en lo hondo de aquel cambio, el despertar de una ambición antigua, la medrosa esperanza, que, poco a poco se iba haciendo mayor, de que le hubiera llegado el turno de aca­bar con Mouret, ante el que tanto tiempo había doblado el espinazo. Era éste un pensamiento siempre presente en la casa, en aquel combate por la existencia cuyas continuas heca­tombes enardecían la venta. Iba a la par del funcionamiento de la máquina y se contagiaba del apetito de los demás, de la voracidad que, desde lo más bajo hasta lo más alto, empujaba a los chicos a comerse a los grandes. Hasta entonces, sólo un temor religioso, el culto a la suerte, había impedido que Bour­doncle abriera la boca para morder. Y ahora el dueño parecía estar perdiendo facultades, caía en la tentación de una boda estúpida, iba a matar su suerte, a menguar el hechizo que ejer­cía sobre las clientes. ¿Por qué iba él a llevarle la contraria si luego le iba a ser tan fácil hacerse con la sucesión de aquel hombre acabado, caído en brazos de una mujer? Era, por tanto, con la emoción de un adiós, con la compasión de una antigua camaradería, como le estrechaba las manos a su jefe, al tiempo que repetía: -Vamos, valor, qué demonios. Cásese con ella y acabemos de una vez. Pero Mouret ya se avergonzaba de aquel minuto de entrega­da debilidad. Se puso de pie, protestando: -No, no; esto es absurdo... Venga, vamos a hacer la ronda por los almacenes... Todo marcha a pedir de boca, ¿no? Creo que el día va a ser soberbio. Salieron y comenzaron la inspección de la tarde, recorrien­do los departamentos abarrotados. Bourdoncle lo miraba de reojo; lo preocupaba aquel reciente brote de energía y le mira­ba los labios, para sorprender en ellos los menores fruncimien­tos de dolor. La venta, en efecto, iba a todo vapor, a infernal velocidad, y el impulso de aquel enorme barco lanzado a toda máquina hacía vibrar el edificio. En la sección de Denise, se apiñaba una asfixiante aglomeración de madres, tras haber conducido hasta allí a duras penas a bandadas de chiquillas y muchachitos, que desaparecían ahora bajo las ropas que les iban proban­do. El departamento había sacado toda las prendas blancas y había en él, como en el resto de los almacenes, una orgía de blanco, ropa suficiente para vestir de blanco a toda una tropa de Amorcillos frioleros: paletós de paño blanco, vestidos de piqué, de nansú, de casimir blanco; trajes de marinero blancos e, incluso, uniformes de zuavo blancos. En el centro, como oportuno adorno, aunque aún no hubiese llegado la tempora­da, se exponían trajes de primera comunión, vestidos y velos de muselina blanca, zapatos de raso, un brote florido y liviano que se erguía allí como un enorme ramo de inocencia y cándido embeleso. La señora Bourdelais miraba a sus tres hijos, sen­tados por orden de estatura: Madeleine, Edmond y Lucien, y reñía a este último porque no se estaba quieto mientras Denise se esforzaba en ponerle una chaqueta de lana fina. -Pero deja ya de moverte... Señorita, ¿no le parece que le está un poco estrecha? Y con sus claros ojos de mujer que no se deja engañar exami­naba el tejido, calibraba la hechura, miraba las costuras, poniendo la prenda del revés. -No, le sienta bien -añadió-. Hay que ver lo caro que me sale vestir a toda mi gente menuda... Ahora, querría un abrigo para esta jovencita. Denise había tenido que ponerse a atender al público, pues éste había tomado por asalto el departamento. Estaba buscan­do el abrigo solicitado cuando lanzó un leve grito de sorpresa. -¿Cómo? ¿Eres tú? ¿Pasa algo? Tenía ante sí a su hermano Jean, cargado con un paquete. Llevaba casado ocho días y, el sábado anterior, su mujer, una morenita de rostro irregular y encantador, había pasado un buen rato haciendo compras en El Paraíso de las Damas. La joven pareja iba a ir con Denise a Valognes: un auténtico viaje de bodas, un mes de vacaciones entre los recuerdos de antaño. -Figúrate que a Thérése se le olvidaron un montón de cosas -respondió Jean-. Quiere cambiar unos artículos y comprar otros... Y como anda con muchas prisas, me ha mandado a mí con este paquete... Ahora te explico... Pero ella lo interrumpió, al ver a Pépé. -¡Anda! ¡También viene Pépé! ¿Y las clases? -La verdad es que ayer domingo, después de cenar, no tuve valor para volver a llevarlo al internado. Ya volverá esta noche... Bastante triste está el pobre de quedarse en París, entre cuatro paredes, mientras nosotros vamos a andar de paseo por allá. Denise les sonreía, a pesar de la tristeza que la atormentaba. Puso a la señora Bourdelais en manos de una de sus depen­dientes y se reunió con ellos en un rincón del departamento que, afortunadamente, se iba vaciando. Los niños, como ella los seguía llamando, eran ahora unos mozos hechos y dere­chos. Pépé, con doce años, abultaba ya más que ella; aún era callado y vivía de caricias; aunque lucía ya un uniforme de cole­gial seguía mostrando una mimosa dulzura. En cuanto a Jean, ancho de espaldas, le sacaba a su hermana la cabeza y conser­vaba su femenina belleza y su rubia cabellera, que despeinaban esas arrebatadas ráfagas de los obreros artistas. Denise, siempre tan menuda, un alfeñique, como decía ella, no había prescin­dido de su inquieta autoridad de madre; los trataba como a unos chiquillos de los que hay que estar pendiente; le abrocha­ba la levita a Jean, para que fuese arreglado, y comprobaba que Pépé llevaba pañuelo limpio. Y, ahora, al verlo con los ojos húmedos, le echó una suave reprimenda: -Tienes que ser razonable, niño mío. No puedes interrum­pir tus estudios. Vendrás conmigo en vacaciones... Dime, ¿hay algo que te apetezca? ¿O prefieres que te dé dinero? Luego, se volvió hacia su otro hermano: -Es que tú, hijito, lo malmetes, le haces creer que vamos a divertirnos... A ver si sois un poco sensatos. Le había dado al mayor cuatro mil francos, la mitad de sus ahorros, para que pudiera poner casa. El internado del peque­ño le salía caro; cuanto ganaba era para ellos, como antes. Eran su única razón de vivir y de trabajar, y se había jurado una vez más que no se casaría nunca. -Bueno, pues mira -siguió diciendo Jean-, para empezar, en este paquete traigo el paletó color tabaco que Thérése... Pero se interrumpió y Denise, al darse la vuelta para saber qué lo intimidaba, vio a Mouret, de pie detrás de ellos. Llevaba un rato mirándola hacer de madrecita con sus dos mocetones, riñéndolos y besándolos, dándoles vueltas como quien muda de ropa a un niño de pecho. Bourdoncle había permanecido apartado, haciendo como que se interesaba por la venta, pero no perdía de vista la escena. -Son sus hermanos, ¿verdad? -preguntó Mouret, tras un silencio. Tenía la voz helada y la actitud hierática que adoptaba ahora con ella. También Denise se esforzaba en mantener la frialdad. Se le borró la sonrisa y respondió: -Sí, señor Mouret... He casado al mayor y su mujer me lo envía para unos encargos. Mouret seguía mirando a los tres. Al fin, añadió: -El pequeño ha crecido mucho. Me acuerdo de él; estaba con usted en las Tullerías aquella noche. Y la voz, que se le iba haciendo más despaciosa, tembló leve­mente. Ella, azorada, se agachó so pretexto de ponerle bien el cinturón a Pépé. Los dos hermanos, algo ruborizados, son­reían al jefe de su hermana. -Se parecen a usted -añadió éste. -¡Ay, no! -exclamó Denise-. ¡Son mucho más guapos que vo! Mouret, por un momento, pareció comparar los tres rostros. Pero ya no le quedaban fuerzas. ¡Cuánto los quería Denise! Se alejó unos pasos; luego, regresó para decirle al oído: -Suba a mi despacho después de la venta. Quiero hablar con usted antes de que se marche. Y se fue, para seguir la ronda. Se reanudaba en su fuero interno el combate, pues aquella cita que había dado a Denise lo llenaba de irritación. ¿A qué impulso había cedido al verla con sus hermanos? Era una insensatez, porque ya se sentía sin fuerzas, incapaz de firmeza. En fin, saldría del paso con unas palabras de despedida. Bourdoncle, que se había reunido con él, parecía menos preocupado, aunque lo seguía examinando, con breves ojeadas. Entre tanto, Denise había regresado junto a la señora Bour­delais. -¿Qué tal el abrigo? -Muy bien, muy bien. Por hoy, ya basta. ¡Estos chiquillos son una ruina! Entonces Denise pudo hacer una escapada, atender a las explicaciones de Jean y, luego, acompañarlo por las secciones, en las que, de dejarlo solo, era más que probable que perdiera la cabeza. Antes que nada, había que ocuparse del paletó color tabaco, que Thérése, tras pensárselo, quería cambiar por un paletó de paño blanco de la misma hechura y la misma talla. La joven tomó el paquete y fue a confección, llevando en pos a sus dos hermanos. El departamento exponía sus prendas de colores claros: cha­quetas entalladas y mantillas de verano, sedas ligeras, lanas de fantasía. Pero no era aquél el lugar de más venta y las clientes eran relativamente escasas. Casi todas las dependientes eran nuevas. Clara se había esfumado hacía un mes; unos decían que la había secuestrado el marido de una cliente; otros, que había sucumbido al vicio de la calle. En cuanto a Marguerite, iba, al fin, a ponerse al frente de la pequeña tienda de Grenoble, en donde la esperaba su primo. Sólo quedaba ya, inmutable tras la combada coraza del vestido de seda, la señora Aurélie, con su facies imperial que conservaba el empastamiento amarillo de un mármol de la antigüedad. No obstante, el mal comporta­miento de su hijo Albert la tenía desconsolada; y se habría reti­rado al campo de no haber sido por las brechas que había abier­to en los ahorros de la familia aquel sinvergüenza, cuyas terribles dentelladas amenazaban incluso con llevarse por delante, trozo a trozo, la finca de Les Rigolles. Era como si el desbaratado hogar se tomase una revancha, mientras la madre había vuelto a sus refinadas distracciones entre amigas y el padre seguía tocando la trompa. Bourdoncle empezaba ya a mirar con cara de desagrado a la señora Aurélie, sorprendido de que no tuviera el tacto de pedir el retiro. No iba a tardar mucho en sonar este toque de difuntos: ¡demasiado vieja para atender al público!, que acabaría con la dinastía de los Lhom­me. -¡Vaya! ¡Es usted! -le dijo a Denise con extremosa amabili­dad-. Quiere cambiar este paletó, ¿verdad? Ahora mismo... ¡Ah! ¡Aquí están sus hermanos! Están hechos unos hombres. Pese a su orgullo, se habría arrodillado para adularla. En la confección, como en los otros departamentos, sólo se hablaba de la marcha de Denise; y la encargada se sentía desfallecer, pues contaba con la protección de su ex dependiente. Bajó la voz: -Dicen que nos deja usted... No es posible, vamos. -Pues es la verdad -respondió la joven. Marguerite estaba escuchándolas. Desde que tenía fecha para la boda, iba de un lado para otro con muecas aún más des­pectivas en el rostro de leche cortada. Se acercó, diciendo: -Hace usted muy bien. La propia estima ante todo, ¿a que sí? Me despido de usted, querida. Llegaban unas clientes. La señora Aurélie le rogó con tono rudo que atendiese a la venta. Luego, al coger Denise el paletó para hacer personalmente la devolución, puso el grito en el cielo y llamó a una auxiliar. Se trataba, precisamente, de una novedad que le había sugerido la joven a Mouret: unas ayudan­tes que se hacían cargo de las compras, lo que suponía un ali­vio para las cansadas dependientes. -Acompañe a la señorita-dijo la encargada, entregándole el paletó. Y, volviéndose hacia Denise: -Le ruego que lo piense mejor... No sabe usted lo que senti­mos todos que se vaya. Jean y Pépé, que esperaban, sonrientes, entre aquel desbor­dado flujo de mujeres, volvieron a caminar tras su hermana. Ahora, había que ir a las canastillas de novia, para coger seis camisas más, iguales a la media decena que Thérése había comprado el sábado. Pero los mostradores de lencería, en los que la venta blanca dejaba caer su nieve desde todos los casille­ros, eran un agobio y resultaba muy difícil avanzar. A la entrada de la sección de corsés, una pequeña algarada atraía a la muchedumbre. La señora Boutarel, que se había presentado en los almacenes nada más llegar de su ciudad del sur, trayendo consigo a su marido y a su hija, llevaba desde por la mañana recorriendo las galerías para componer el ajuar de ésta, que estaba a punto de casarse. Se le pedía opinión al padre, y aquello era el cuento de nunca acabar. La familia aca­baba de aparecer, al fin, por los mostradores de lencería. Y, en tanto que la novia se ensimismaba en un detallado estudio de los pantalones, la madre había desaparecido, pues se le acaba­ba de antojar un corsé. Cuando el señor Boutarel, un hombre grueso de temperamento sanguíneo, dejó a su hija, aturullado, para buscar a su mujer, acabó por encontrarla en un salón de pruebas, a cuya puerta le ofrecieron, cortésmente, un asiento. Los tales salones eran angostas celdas, que cerraban unas lunas esmeriladas, y a las que los hombres no podían pasar, ni siquie­ra los maridos, por un prurito de decencia de la dirección. Las dependientes entraban y salían con prisas, y, en cada ocasión, dejaban intuir, en el rápido vaivén de la puerta, visiones de mujeres en camisa y enaguas, con el cuello y los brazos al aire, unas gruesas, de carnes blancas; otras flacas, con piel de marfil antiguo. Una hilera de hombres, acomodados en unas sillas, esperaban con cara de aburrimiento. Y cuando el señor Bouta­rel comprendió lo que estaba pasando, se enfadó de pronto, voceando que quería ver a su mujer, que pretendía enterarse de qué le estaban haciendo y que, desde luego, no pensaba consentir en que se desnudase sin estar él delante. Intentaron calmarlo en vano. Parecía convencido de que allí dentro suce­dían cosas indecentes. La señora Boutarel tuvo que salir, mien­tras la gente comentaba y se reía. Entonces pudo pasar Denise, con sus hermanos. Toda la ropa íntima de la mujer, esas prendas interiores blancas que quedan ocultas a la vista, se mostraba a sus anchas en una serie de estancias consecutivas, repartida por categorías en varios departamentos. Los corsés y los polisones estaban en un mos­trador: corsés con costuras, corsés de talle bajo, corsés con refuerzo, y, sobre todo, los corsés de seda blanca, con cuchillos de color, que se exponían aquel día de forma especial, un ejér­cito de maniquíes sin piernas ni cabeza, una hilera de torsos, de pechos de muñeca que, aplastados bajo la seda, brindaban una mutilación turbadoramente lúbrica; y, junto a ellos, en otros soportes, los polisones de lustrina y crin añadían a aque­llos palos de escoba unas posaderas enormes y turgentes que, vistas de perfil, eran de una caricaturesca falta de recato. Comenzaba luego una pícara siembra de prendas por las anchas galerías, como si un grupo de lindas jóvenes se hubiese ido desvistiendo, de departamento en departamento, hasta desnudar por completo el raso de la piel. Estaban aquí los ar­tículos de lencería fina, los puños y las corbatas blancas, las pañoletas y los cuellos blancos, una infinita variedad de livianas frivolidades, una espuma blanca que surgía de las cajas y se esponjaba como una clara a punto de nieve. Más allá, las cami­solas y los jubones, los vestidos de casa, las batas: hilo, nansú, encajes, largas vestimentas blancas, sueltas y sutiles, que evoca­ban el desperezamiento de las mañanas soñolientas y ociosas, tras una noche de ternura. Venía luego la ropa interior, desgra­nándose pieza a pieza: las enaguas blancas, de diferentes lar­gos, las que traban las rodillas y las de cola, cuyos volantes barren el suelo, una marea creciente de enaguas, que cubría las piernas. Y pantalones de percal, de hilo, de piqué, esos amplios pantalones blancos que vendrían anchos a cinturas masculinas. Las camisas, por fin: las de dormir, abotonadas hasta el cuello; las de día, que dejan al aire el seno y se sujetan sólo con dos finos tirantes, de sencillo calicó, de hilo de Irlan­da, de batista, el último velo blanco que resbala por el pecho y las caderas. Las canastillas eran una indiscreta exposición que volvía del revés a la mujer y la mostraba de abajo arriba, desde la pequeña burguesa de tejidos lisos hasta la dama acaudalada, acurrucada entre puntillas; una alcoba abierta al público, cuyo escondido lujo, cuyos plisados y bordados, cuyos encajes de Valenciennes se iban transformando en una a modo de depra­vación sensual a medida que iban en aumento sus desbordan­tes y costosos caprichos. Y la mujer volvía a vestirse; el blanco oleaje de aquel chaparrón de lencería tornaba a desaparecer bajo la caída de las faldas. La camisa, tensada por los dedos de la costurera; el pantalón frío, aún con los dobleces de la caja; todo aquel percal, toda aquella batista, muertos y desparrama­dos por los mostradores, arrojados, apilados, cobrarían un día vida con el palpitar de la carne, perfumados y tibios del aroma del amor, convertidos en una blanca bandada de nubes investi­da de carácter sagrado, inundada de nocturna oscuridad, cuyo menor resquicio, con el sonrosado relámpago de la rodilla aso­mando brevemente en lo hondo de aquellas blancuras, hacía estragos en la tierra. Había un último salón para las canastillas de recién nacido, en el que el blanco voluptuoso de la mujer desembocaba en la cándida blancura del niño: inocencia y dicha; la amante que se descubre madre; camisetas de afelpado piqué; capotitas de franela; camisas y gorros de juguete; y fal­dones de cristianar; y abrigos de casimir. La blanca pelusa del nacimiento, semejante a una llovizna de plumas blancas. -Son camisas de jareta, ¿sabes? -dijo Jean, al que deleitaban aquellas intimidades, aquel río crecido de ropa liviana en el que se iba hundiendo. En las canastillas, Pauline acudió en el acto al ver a Denise. Y antes, incluso, de saber qué quería, empezó a hablarle en voz baja, muy impresionada por los rumores que corrían por los almacenes. En su departamento, dos de las dependientes ha­bían llegado a reñir, pues una aseguraba que Denise se iba y la otra lo negaba. -No puedes dejarnos, me he apostado la cabeza... ¿Qué iba a ser de mí? Y añadió, al responder Denise que se marchaba al día siguiente: -No, no; eso es lo que tú crees, pero yo sé que no te vas a ir... ¡Vaya! Ahora que tengo un niño pequeño, me tienes que dar un puesto de segunda encargada. Has de saber, querida, que Baugé ya cuenta con ello. Pauline sonreía con expresión convencida. Le dio, luego, las seis camisas y, como, Jean dijo que iban a los pañuelos, llamó también a una auxiliar para que se hiciese cargo de ellas y del paletó que había dejado allí la auxiliar de confección. La empleada que acudió era la señorita De Fontenailles, que se había casado hacía poco con Joseph. Acababa de conseguir, por recomendación, aquel cometido servil y vestía una amplia bata negra, con un número marcado en el hombro con punta­das de lana amarilla. -Acompañe a la señorita dijo Pauline. Luego, volvió y, bajando la voz de nuevo, dijo: -Así que quedamos en que soy segunda encargada, ¿no? Denise se lo prometió entre risas, para seguir con la broma. Y se fue; bajó con Pépé y Jean, llevando en pos a la auxiliar. En la planta baja, desembocaron en el departamento de géneros de lana, situado en la esquina de una de las galerías, completa­mente tapizada de muletón blanco y franela blanca. Liénard, que seguía sin atender a las llamadas que su padre le lanzaba en vano desde Angers, estaba charlando con el lindo Mignot, que ahora era corredor y tenía el descaro de atreverse a apare­cer por El Paraíso de las Damas. Debían de estar hablando de Denise, pues ambos callaron para saludarla luego, muy obse­quiosos. Por lo demás, según cruzaba por los departamentos, los empleados se inmutaban y le hacían una inclinación, pen­sando en lo que podría llegar a ser el día de mañana. Cundían los cuchicheos; le veían expresión de triunfo. Las apuestas tomaron un nuevo curso y hubo quien volvió a jugarse, a su favor, botellas de vino de Argenteuil y fritadas. La joven había entrado en la galería de ropa de mesa para llegar a los pañue­los, que estaban al final. Había allí un desfile de blancos: el blanco del algodón, los madapolanes, los bombasíes, los piqués, los calicós; el blanco del hilo, los nansús, las muselinas, las tarlatanas; venía luego el lienzo, en gigantescas pilas, que formaban piezas contrapeadas como si fueran sillares: el lienzo grueso, el lienzo fino, de todos los anchos, blanco o crudo, de puro lino, blanqueado en la hierba; y empezaba de nuevo la sucesión de departamentos, uno para cada categoría de ropa: la ropa de casa, la ropa de mesa, la ropa de office, un alud ininterrumpido de blanco, sábanas, fundas de almohada, inconta­bles modelos de servilletas, de manteles, de delantales y paños de cocina. Y seguían los saludos; al ver a Denise, todos le abrían paso. Baugé había llegado a todo correr para sonreírle, como a la reina buena de la casa. Por fin, tras haber cruzado por las mantas y las colchas, una sala empavesada con banderas blan­cas, llegaron a los pañuelos. Allí, la ingeniosa decoración tenía embelesado al gentío: no se veían sino columnas blancas, pirá­mides blancas, castillos blancos, una compleja arquitectura construida nada más que con pañuelos de linón, de batista de Cambrai, de hilo de Irlanda, de seda de la China, con mono­gramas, con bordados de realce, guarnecidos de encaje, con vainicas y viñetas tejidas, toda una ciudad de blancos ladrillos de infinita variedad, que se recortaba, como un espejismo, sobre un cielo oriental, blanco de calor. -¿Dices que quieres otra docena? -le preguntó Denise a su hermano-. De lienzo de Cholet, ¿verdad? -Sí, creo que sí, como éstos -respondió él, enseñando un pañuelo que llevaba en el paquete. Jean y Pépé no se habían despegado de las faldas de su hermana; seguían acurrucándose contra ella igual que el día en que llegaron a París derrengados del viaje. Aquellos enormes almacenes, por los que ella andaba como por su casa, los desa­sosegaban a la postre; y la infancia se despertaba en ellos instin­tivamente y los hacía regresar al amparo de la madrecita. Los empleados los seguían con la vista, sonreían a esos mocetones que caminaban pegados a aquella joven delgada y seria. Jean, barbudo y azorado; Pépé, de uniforme, sin saber dónde meter­se; los tres del mismo rubio ahora, de un rubio que alzaba cuchicheos a su paso, de un extremo a otro de los mostradores: -Son sus hermanos... Son sus hermanos... Pero, mientras Denise buscaba a un dependiente, tuvieron un encuentro. Mouret y Bourdoncle acababan de entrar en la galería. En el preciso instante en que aquél se detenía de nuevo frente a la joven, aunque sin dirigirle la palabra, pasaron la señora Desforges y la señora Guibal. Henriette contuvo el sobresaltado estremecimiento que le recorría todo el cuerpo. Miró a Mouret, miró a Denise. Ellos también la miraron; y tal fue el mudo desenlace, el vulgar fin de todos los dolorosos dra­mas sentimentales, un intercambio de miradas entre los empe­llones de la muchedumbre. Mouret ya se alejaba; Denise, que seguía buscando a un dependiente libre, se perdía de vista al fondo del departamento, en compañía de sus hermanos. Hen­riette, entonces, al darse cuenta de que la auxiliar que los seguía, con su número amarillo en el hombro y su abultada y terrosa faz de sirvienta, era la señorita De Fontenailles, se desa­hogó diciéndole con tono irritado a la señora Guibal: -Fíjese en lo que ha convertido a esa desdichada... ¿No es insultante? Una marquesa... ¡Y la obliga a que siga como un perro a las mujerzuelas que saca él del arroyo! Se esforzó en tranquilizarse y tuvo a gala añadir, con cara de indiferencia: -Vamos a la seda, a ver qué tienen. El departamento de la seda era como un gran dormitorio, pensado para el amor, que el capricho de una enamorada de nívea desnudez hubiera tapizado de blanco para rivalizar con él en blancura. Veíanse allí todas las lechosas palideces de un cuerpo adorado, desde el terciopelo de la cintura hasta la fina seda de los muslos y el brillante raso del seno. De columna a columna, corrían desplegadas piezas de terciopelo; sobre aquel fondo, de un blanco cremoso, destacaban los drapeados de sedas y rasos, de un blanco de metal o porcelana; y también había, en colgantes arcos, pul de seda y seda siciliana de grano grueso, fular y surá finos, que iban del grávido blanco de una no­ruega rubia al blanco transparente, caldeado de sol, de una pelirroja de Italia o de España. En aquel preciso momento, Favier estaba midiendo fular blanco para la «belleza», aquella elegante rubia, parroquiana del departamento, que los dependientes llamaban siempre así. Llevaba años comprando allí y seguían sin saber nada de ella ni de su vida, ni tampoco su dirección, ni siquiera cómo se lla­maba. Y nadie, por lo demás, intentaba averiguarlo, aunque todos, cada vez que se presentaba, se arriesgaban a hacer hipó­tesis, sólo por el gusto de charlar. Había adelgazado o había engordado; había dormido bien o debía de haber trasnochado la víspera; y todos y cada uno de los hechos de su desconocida existencia, acontecimientos externos, dramas internos, desen­cadenaban, así, de rechazo, prolongados comentarios. Aquel día, parecía muy alegre y, por lo tanto, al volver Favier de la caja, hasta la que la había acompañado, hizo a Hutin partícipe de sus reflexiones. -A lo mejor es que se vuelve a casar. -¿Es que está viuda -preguntó éste. -No lo sé... Pero se acordará usted de aquella vez que iba de luto... A menos que haya ganado en Bolsa. Reinó el silencio. Y Favier dio por zanjada la cuestión di­ciendo: -¡Allá ella!... Si fuéramos a tener amistades con todas las mujeres que pasan por aquí... Pero Hutin no se hallaba de humor comunicativo. Había tenido, hacía dos días, una borrascosa entrevista con la direc­ción y sentía que estaba condenado. Era seguro que lo despedi­rían tras la gran venta. Su situación se iba deteriorando desde hacía mucho. En el último balance, le habían echado en cara que no hubiera alcanzado la recaudación fijada de antemano. Y todo ello se debía esencialmente, una vez más, al lento acoso de esos apetitos que ahora lo estaban devorando a él, a la sola­pada guerra del departamento que, aprovechando el propio tráfago de la máquina, lo iba expulsando poco a poco. Podía oírse la subterránea labor de Favier, un ruidoso masticar que amortiguaba la tierra. Ya le habían prometido a éste el puesto de encargado. Hutin estaba enterado y, en vez de abofetear a su antiguo compañero, opinaba ahora que era muy hábil. Aquel muchacho tan frío, que parecía tan sumiso, que él había utilizado para debilitar a Robineau y a Bouthemont, lo había dejado tan sorprendido que había en esa sorpresa cierta dosis de respeto. -Por cierto -dijo Favier-, sabrá usted que no se va. Acaban de ver al jefe echándole miraditas... Me va a costar una botella de champaña. Se refería a Denise. De un mostrador a otro, los comadreos circulaban cada vez con mayor brío, cruzando las oleadas cada vez más densas de clientes. La seda, sobre todo, andaba revolu­cionada, porque en aquel departamento se habían apostado cosas caras. -¡Cristo, qué tonto fui no acostándome con ella! -soltó Hutin, como si despertara de un sueño-. Con lo bien que me vendría ahora. Luego, al ver cómo se reía Favier, se ruborizó de que se le hubiera escapado aquella confesión. E hizo como si también se riera, añadiendo, para enmendar lo dicho, que era aquella mujerzuela la que lo había perjudicado ante la dirección. Y, en tanto, se iba apoderando de él un ansia de violencia; acabó riñendo a los dependientes, que iban a la desbandada ante el asalto de la clientela. Pero, de pronto, recuperó la sonrisa; aca­baba de divisar a la señora Desforges, quien, en compañía de la señora Guibal, cruzaba despacio por el departamento. -¿Hoy no necesita nada la señora -No, gracias -respondió Henriette-. Ya ve que ando de paseo; sólo he venido a fisgar. Hutin consiguió que se detuviera y bajó la voz. Se le estaba ocurriendo un plan. Y empezó a halagarla, a hallar mal de la casa: él ya estaba harto; prefería irse antes que tener que seguir presenciando aquel desbarajuste. La señora Desforges lo escu­chaba, encantada. Creyendo que se lo arrebataba a El Paraíso, salió de ella el ofrecimiento de conseguir que lo contratase Bouthemont como encargado de la seda cuando volvieran a abrirse Las Cuatro Estaciones. Cerraron el trato; ambos cuchi­cheaban, en voz muy baja, mientras la señora Guibal miraba el género expuesto. -¿Me permite que le ofrezca unas violetas? -añadió Hutin en voz alta, señalando dos o tres de los ramilletes de regalo, que había encima de una mesa y había cogido en una caja para sus compromisos personales. -¡Ni se le ocurra! -exclamó Henriette, retrocediendo-. No soy yo de esa boda. Se comprendieron y se despidieron con nuevas risas, cruzán­dose miradas de complicidad. Comenzó la señora Desforges a buscar a la señora Guibal y lanzó una exclamación al ver a la señora Marty. Ésta, con su hija Valentine a la zaga, llevaba dos horas recorriendo los almacenes, presa de uno de esos ataques de despilfarro de los que salía rendida y desorientada. Había explorado a fondo el departamento de mobiliario, que una exposición de muebles lacados en blanco convertía en una enorme habitación de joven casadera; las cintas y las pañoletas, que se alzaban en blancas columnatas entre las que habían tendido toldos blan­cos; la mercería y la pasamanería cuyos flecos blancos enmar­caban ingeniosos trofeos pacientemente compuestos con planchas de botones y paquetes de agujas; la calcetería, en donde, aquel año, se arracimaba la gente para admirar un gigantesco decorado: el relumbrante nombre de El Paraíso de las Damas escrito en letras de tres metros de alto, hechas con calcetines blancos, sobre un fondo de calcetines rojos. Pero los departamentos que más atizaban la fiebre de la señora Marty eran los recientes; no se creaba departamento alguno sin que ella acudiese a inaugurarlo. Llegaba a toda prisa y compraba lo que fuera. Acababa de pasar una hora en la som­brerería, instalada en un salón nuevo de la primera planta, haciendo que vaciasen los armarios, cogiendo los sombreros de las perchas de palisandro que había encima de dos mesas, probándoselos todos, haciendo que se los probase su hija: sombreros blancos, capotas blancas, tocas blancas. Luego, había ido a la zapatería, que estaba al fondo de una galería de la planta baja, detrás de las corbatas, una sección que abría aquel día por primera vez, y había revuelto las vitrinas presa de enfermizo deseo por las chinelas de seda blanca con vuel­tas de cisne, por los zapatos y las botinas de raso blanco enca­ramadas en altísimos tacones Luis XV. -¡Ay, amiga mía! -exclamaba, balbuceando-. ¡No se puede usted hacer idea! Tienen un surtido de capotas extraordinario. Me he comprado una, y otra para mi hija. Y los zapatos... ¿ver­dad, Valentine? -Algo inaudito -añadía la jovencita, con un descaro de mujer-. Hay una botas de veinte francos con cincuenta... ¡Ay, qué botas! Las seguía un dependiente que llevaba a rastras la sempiter­na silla, colmada ya de un cúmulo de artículos. -¿Qué tal está el señor Marty? -preguntó la señora Desfor­ges. -Pues creo que no anda mal -repuso la señora Marty, aturu­llada ante aquella brusca pregunta que se interfería, con per­versas intenciones, en su fiebre de compras-. Allí sigue; mi tío ha ido a verlo esta mañana. Pero se interrumpió para lanzar una exclamación de éxtasis: -¡Miren! ¡Qué cosa tan adorable! Las señoras habían dado unos cuantos pasos y se hallaban ante el nuevo departamento de flores y plumas, instalado en la galería central, entre la seda y los guantes. Bajo la viva claridad de la cristalera, florecía con desmesura un ramo blanco, tan alto y ancho como un roble. Adornaban la parte de abajo plan­taciones de violetas, muguete, jacintos y margaritas, todas las delicadas blancuras de los arriates. A continuación, iban ascen­diendo los ramilletes: rosas blancas, tocadas de un tierno matiz carnal; grandes peonías blancas, con un levísimo tinte carmín; crisantemos blancos, como livianas palmeras de fuegos arti­ficiales, estrelladas de amarillo. Y las flores seguían subiendo: enormes azucenas místicas, primaverales ramas de manzano, manojos de aromáticas lilas, un incesante despliegue que coronaban, a la altura del primer piso, penachos de plumas de avestruz, plumas blancas que semejaban la alada respiración de aquella aglomeración de flores blancas. Ocupaban una esquina entera los prendidos y las coronas de azahar. Había flores de metal, cardos de plata, espigas de plata. Por la enrama­da, dentro de las corolas, entre la muselina, la seda y el tercio­pelo, donde unas gotas de goma fingían las gotas de rocío, volaban pájaros exóticos, que eran adornos de sombrero, tan­garaes purpúreos de cola negra, y septicolores en cuyo tornaso­lado vientre lucía completo el arco iris. -Voy a comprar una rama de manzano, ;no les parece? -siguió diciendo la señora Marty-. Es tan deliciosa... ¡Ay! ¿Y ese pajarito? ;Lo has visto, Valentine? Me lo llevo. Entre tanto, la señora Guibal se aburría, parada allí entre los remolinos de gente, y acabó por decir: -Bueno, pues las dejamos con sus compras. Nosotras vamos arriba. -No, no, espérenme -voceó la señora Marty-. Yo también subo... Arriba está la perfumería. Tengo que ir a la perfumería. Aquel departamento, abierto la víspera, estaba al lado del salón de lectura. La señora Desforges, para evitar los atascos de las escaleras, sugirió que podían tomar el ascensor; pero tuvie­ron que renunciar a ello pues había cola ante la puerta del apa­rato. Llegaron arriba, por fin, y pasaron por delante del ambi­gú, donde había tales aglomeraciones que un inspector tenía que contener los apetitos y no dejaba pasar a la glotona cliente­la sino en reducidos grupos. Ya desde el ambigú empezaron a llegarles a las señoras los efluvios del departamento de perfumería, una penetrante fragancia de bolsita de olor, que aroma­tizaba toda la galería. Las clientes se quitaban de las manos un jabón, el jabón Paraíso, la especialidad de la casa. En las vitri­nas de los mostradores, en las repisas de cristal de las estante­rías se alineaban tarros de pomadas y pastas, cajas de polvos y coloretes, redomas de aceites y aguas de olor; ademas, en la sección de cepillos finos había, en un armario aparte, peines, tijeras y frascos de bolsillo. Los dependientes habían puesto su ingenio en adornar los mostradores con cuantos tarros de por­celana blanca y cuantas redomas de cristal blanco habían halla­do a su alcance. Lo que más arrobo causaba era, en el centro, una fuente de plata, una pastora de pie sobre su cosecha de flo­res, de la que manaba un ininterrumpido hilillo de agua de violetas que sonaba musicalmente en la metálica taza. Un exquisito aroma se extendía por doquier y las señoras, al pasar, humedecían el pañuelo en la fuente. -Ya está -dijo la señora Marty, tras cargar con grandes canti­dades de lociones, dentífricos y cosméticos-. Ya he terminado. Ahora soy toda suya. Vamos a reunirnos con la señora De Boves. Pero volvieron a detenerla, en el rellano de la gran escalera principal, los artículos orientales. Aquel departamento había crecido mucho desde el día en que a Mouret le había parecido divertida la idea de arriesgarse a colocar, en ese mismo sitio, una mesita, que brindaba unas cuantas chucherías un tanto ajadas; ni siquiera él había sido capaz de prever el enorme éxito de la empresa. Pocos departamentos habían tenido ini­cios más humildes; y, ahora, éste estaba colmado a rebosar de antigüedades en bronce, marfil y laca, recaudaba ciento cin­cuenta mil francos al año y, para surtirlo, revolvían de arriba abajo el Extremo Oriente unos viajeros que rebuscaban en palacios y templos. Por lo demás, era continua la creación de departamentos nuevos: habían abierto a prueba otros dos en diciembre para paliar los baches de la temporada baja de invierno: uno de libros y otro de juguetes, que, sin duda, iban a medrar también y acabarían con los comercios de la vecindad. Los artículos orientales acababan de conseguir, en sólo cuatro años, atraer a toda la clientela parisina con aficiones artísticas. Esta vez, incluso la señora Desforges, pese al rencor que la había impulsado a jurarse a sí misma que no compraría nada, sucumbió ante un marfil de exquisita delicadeza. -Envíenlo a mi casa -dijo a toda prisa en una caja próxima-. Son noventa francos, ¿verdad? Y al ver a la señora Marty y a su hija muy absortas, escogien­do porcelana barata, añadió, llevándose consigo a la señora Guibal: -Ya se reunirán con nosotras en el salón de lectura... La ver­dad es que estoy muy necesitada de sentarme un rato. Pero, en el salón de lectura, tuvieron que permanecer de pie. Todas las sillas estaban ocupadas en torno a la gran mesa cubierta de periódicos. Unos cuantos hombres gruesos leían, bien arrellanados, sin que se les pasara por las mientes la ama­ble idea de ceder el asiento. Algunas mujeres escribían, con la nariz metida en su correspondencia, como si quisieran ocultar el papel tras los floridos sombreros. Por lo demás, la señora De Boves no estaba allí; y ya se estaba impacientando Henriette cuando divisó a Vallagnosc, que también andaba buscando a su mujer y a su suegra. La saludó y dijo, al fin: -Seguramente están en los encajes, no hay quien las saque de allí... Voy a ver. A cada minuto que pasaba, crecían los empujones en el departamento de encajes. Triunfaban allí las blancuras mas delicadas y costosas de la gran venta blanca. Era la tentación más violenta, el arrebato de codiciosa locura, que trastornaba a todas las mujeres. El departamento se había convertido en una capilla blanca. Los tules y los guipures caían desde el techo, tras formar un cielo blanco, uno de esos celajes de nubes cuyas finas redes empalidecen el sol matutino. Bajaban, enroscándo­se en las columnas, volantes de encaje de Malinas y de Valen­ciennes, blancos faldellines de bailarina que caían hasta el suelo con un estremecido temblor blanco. Y, además, desde todas partes, desde todos los mostradores, nevaban las tonali­dades blancas: las blondas españolas, livianas como un hálito; las incrustaciones de Bruselas, con sus anchas flores sobre la fina malla; los puntos de aguja y los puntos venecianos, de dibujo más rebuscado; los puntos de Álenzón y los encajes de Brujas, de riqueza regia y casi mística. Era como si el rey de la moda tuviera allí su blanco tabernáculo. La señora De Boves, tras haber ido de un lado para otro, en compañía de su hija, durante mucho rato, rondando los mos­tradores, con la necesidad sensual de hundir las manos en todas las telas, acababa de decidirse a pedir a Deloche que le enseñase punto de Alenzón. Él, al principio, había sacado imi­taciones, pero ella había querido ver Alenzón auténtico; y no se conformaba con guarniciones estrechas de trescientos fran­cos el metro, sino que exigía los volantes grandes, de mil fran­cos, los pañuelos y los abanicos de setecientos y ochocientos. Hubo, a no mucho tardar, una fortuna encima del mostrador. En una esquina del departamento, el inspector Jouve, que no se había despegado de la señora De Boves, pese a la aparente despreocupación con que ésta paseaba, permanecía quieto, entre los empellones, con actitud indiferente y sin quitarle la vista de encima. -¿Y tiene usted bertas de punto de aguja? -preguntó la con­desa a Deloche-. Tenga la bondad de sacarlas para que las vea. El dependiente, al que llevaba entreteniendo desde hacía veinte minutos, no se atrevía a oponerle resistencia alguna, pues resultaba muy impresionante, con su porte y su voz de princesa. Vaciló, no obstante, pues se recomendaba siempre a los dependientes que no acumulasen en el mostrador grandes cantidades de encajes de precio y, la semana anterior, le habían robado diez metros de malinas. Pero la condesa lo intimidaba; cedió, pues, y se alejó unos instantes del cúmulo de punto de Alenzón para sacar de un casillero que estaba a su espalda las bertas que le pedían. -Fíjate, mamá -estaba diciendo Blanche, que revolvía, allí cerca, en una caja llena puntillas de Valenciennes de poco pre­cio-, podríamos llevarnos esto para las almohadas. La señora De Boves no respondía. La hija volvió entonces hacia su madre su cara fofa y vio cómo ésta, con las manos metidas entre los encajes, estaba ocultando en una manga del abrigo volantes de punto de Alenzón. No pareció sorprender­se y ya se estaba adelantando, con gesto instintivo, para ocul­tarla, cuando Jouve, de repente, se interpuso entre ambas. Se inclinó hacia la condesa, susurrándole al oído con acento cortés: -Señora, le ruego que se sirva acompañarme. Ella se rebeló por un momento. -¿Y esto a qué viene, caballero? -Sírvase acompañarme, señora -repitió el inspector sin alzar la voz. La condesa, con el rostro ebrio de angustia, lanzó una rápi­da ojeada en torno. Luego, se resignó y recuperó su aire altane­ro para caminar junto a Jouve, como una reina que tuviese a bien ponerse bajo la atenta custodia de un ayudante de campo. Ninguna de las clientes que se agolpaban en el departamento se había percatado de la escena. Deloche, que había regresado al mostrador con las bertas, miraba cómo se la llevaban con la boca abierta. ¿Cómo? ¿Ésta también? ¿Una dama de tanta alcurnia? ¡Si es que iba a haber que registrarlas a todas! Y Blanche, a quien nadie había molestado, seguía a su madre de lejos, se iba quedando atrás entre el oleaje de hombros, lívida, dividi­da entre el deber de no abandonarla y el terror de que tam­bién la detuviesen a ella. Vio cómo entraba en el despacho de Bourdoncle y se limitó a quedarse rondando la puerta. Bourdoncle, del que acababa de librarse Mouret, estaba allí, precisamente. Solía ser él quien zanjaba los robos que come­tían las clientes honorables. Jouve llevaba mucho tiempo ace­chando a ésta y le había puesto al tanto de sus sospechas. No se sorprendió, pues, cuando el inspector le refirió brevemente la situación. Por lo demás, pasaban por sus manos casos tan extraordinarios que afirmaba que las mujeres eran capaces de cualquier cosa cuando prevalecía en ellas el rabioso afán por los trapos. Como no ignoraba las relaciones sociales que man­tenía el director con la ladrona, hizo gala también de una impecable cortesía. -Señora, solemos ser indulgentes con los momentos de debilidad... Le ruego que considere hasta dónde podría con­ducirla caer en semejantes faltas de respeto hacia su propia persona. Si alguien más la hubiese visto meterse disimulada­mente esos encajes en... Pero la señora De Boves lo interrumpió, indignada. ¡Ella, una ladrona! ¿Por quién la tomaba? Era la condesa De Boves y su marido, inspector general de remontas, frecuentaba la Corte. -Lo sé, lo sé, señora -repetía sin alterarse Bourdoncle-. Me cabe el honor de conocerla... Tenga la bondad, antes que nada, de devolver los encajes que lleva usted encima... Ella volvió a poner el grito en el cielo; no le dejaba ya decir ni una palabra, hermosa en su violento arrebato, representan­do hasta llegar a las lágrimas el papel de gran dama ultrajada. Otro cualquiera habría dudado, habría temido algún lamenta­ble malentendido, al ver que la condesa lo amenazaba con lle­gar hasta los tribunales para vengar una injuria como aquélla. -¡Tenga mucho cuidado, caballero! ¡Mi marido llevará este asunto incluso hasta el ministro! -En fin, no es usted más sensata que las demás -dijo Bour­doncle, perdiendo la paciencia-. Ya que no queda más reme­dio, habrá que registrarla. Ella siguió sin inmutarse y dijo, con segura soberbia: -Eso es, que me registren... Pero le aviso de que se está usted jugando el negocio. Jouve fue a buscar a dos dependientes del departamento de corsetería. Al regresar, avisó a Bourdoncle de que la hija de la señora, a la que no había detenido, no se había movido de la puerta. Y preguntaba si tenía que echarle el guante también, aunque no le había visto coger nada. El partícipe, con imperturbable educación, decidió que, en aras de la moral, no la harían entrar, para no obligar a una madre a tener que aver­gonzarse delante de la hija. Se retiraron, luego, ambos hom­bres a una habitación colindante, en tanto que las dependien­tes registraban a la condesa y le quitaban, incluso, el vestido, para mirarle en el pecho y las caderas. Además de los volantes de punto de Alenzón, doce metros, a mil francos el metro, que llevaba escondidos en una manga, le encontraron en el pecho, arrugados y tibios, un pañuelo, un abanico y una corbata; en total, encajes por valor de unos catorce mil fran­cos. La señora De Boves llevaba un año robando de esta mane­ra, presa de la rabia de una irresistible y devastadora avidez. Aquellos ataques iban siendo cada vez más graves, habían cre­cido hasta convertirse en una voluptuosidad sin la que no podía vivir, prevaleciendo sobre cualquier razonamiento que la incitase a la prudencia; los consumaba con una avidez tanto más ásperamente gozosa cuanto que arriesgaba, ante los ojos de toda una muchedumbre, su apellido, su orgullo y la eleva­da situación de su marido. Ahora que éste le consentía que le vaciase los cajones, robaba con los bolsillos repletos de dinero, robaba por el gusto de robar, igual que se ama por el gusto de amar, a impulsos de los hostigamientos del deseo y el desequi­librio fruto de una neurosis a cuyo desarrollo habían contri­buido antaño sus insatisfechos apetitos de lujo, espoleados por las desaforadas y salvajes tentaciones de los grandes almacenes. -¡Esto es una trampa! -voceó cuando regresaron Bourdon­cle y Jouve-. Alguien me ha metido entre la ropa esos encajes. ¡Lo juro ante Dios! Ahora lloraba de rabia, desplomada en una silla, con el resuello perdido y la ropa a medio abrochar. El partícipe mandó a las dependientes que se retirasen y siguió hablando luego, con su apacible tono: -Por consideración a su familia, tendremos a bien, señora, no divulgar el asunto. Pero, antes, va usted a firmarnos un papel en que diga lo siguiente: «He robado encajes en El Paraí­so de las Damas», así como la lista detallada de esos encajes y la fecha de hoy... Por lo demás, le devolveré el papel en cuanto me traiga dos mil francos para los pobres. Ella se había puesto de pie y manifestó, rebelándose de nuevo: -Nunca firmaré tal cosa. Prefiero morir. -No se morirá, señora. Pero le advierto que voy a llamar al comisario de policía para que se persone aquí. Hubo entonces una espeluznante escena. La condesa insul­taba a Bourdoncle, decía, tartamudeando, que era una cobar­día que unos hombres torturasen así a una mujer. La belleza de Juno, la majestuosa complexión del cuerpo se le desbarataban en una bronca de verdulera. Probó, luego, a enternecerlos; les suplicaba, en nombre de sus madres; decía que se iba a arras­trar a sus pies. Y, al ver que ellos seguían imperturbables, que la costumbre los había hecho de bronce, se sentó de improviso y se puso a escribir, con mano temblorosa. La plumilla escupía las palabras: «He robado...», que estampó con trazo grueso y rabioso; y a punto estuvo de perforar la delgada hoja, al tiempo que repetía, con voz ahogada: -Aquí lo tiene, aquí lo tiene, caballero... Me rindo ante la fuerza... Bourdoncle cogió el papel, lo dobló cuidadosamente y, mientras ella lo miraba, lo metió, en un cajón, mientras decía: -Ya ve que va a estar en buena compañía, porque las señoras empiezan diciendo que, antes que firmar, prefieren morir, pero suelen descuidarse a la hora de venir a recoger esta correspondencia amorosa... En fin, aquí lo tiene, a su disposi­ción. Usted verá si vale dos mil francos. La condesa estaba acabando de abrocharse el vestido y, ahora que había pagado el precio exigido, recuperaba la arro­gancia. -¿Puedo irme? -preguntó con tono seco. Bourdoncle ya estaba atendiendo a otro asunto. Tras oír el informe de Jouve, había decidido despedir a Deloche: aquel dependiente era un necio, le robaban continuamente y nunca conseguiría tener autoridad sobre las clientes. La señora De Boves repitió la pregunta y, al ver que la despedían con un ade­mán afirmativo, les lanzó a ambos una mirada asesina. Por entre el caudal de palabras gruesas que se esforzaba en conte­ner, le subió a los labios un grito de melodrama. -¡Miserables! -dijo, mientras salía dando un portazo. Blanche, en tanto, no se había alejado del despacho. La te­nían trastornada la ignorancia de lo que estaba sucediendo dentro y las idas y venidas de Jouve y de las dos dependientes, que le traían a la imaginación gendarmes, tribunales y cárce­les. Pero se quedó pasmada al encontrarse cara a cara con Vallagnosc, aquel marido de hacía un mes cuyo tuteo aún la ponía violenta. Él empezó a hacerle preguntas, asombrado al ver su estupor. -¿Y tu madre? ¿Os habéis perdido? Vamos, di algo, que me estás preocupando. A Blanche no se le ocurría ni una mentira verosímil. Deses­perada, dijo en voz baja: -Mamá... mamá... ha robado... ¿Qué era eso de un robo? Al fin lo entendió Paul. Sintió espanto ante el rostro hinchado de su mujer, aquella lívida mascarilla que desfiguraba el miedo. -Empezó a meterse encajes en una manga -seguía balbu­ciendo ella. -Así que la viste. ¿Estabas mirando? -susurró él, sintiendo que se quedaba helado al darse cuenta de que era cómplice. Tuvieron que callarse, pues ya estaban volviendo la cabeza algunas personas. Una indecisión colmada de angustia inmovi­lizó a Vallagnosc por un instante. ¿Qué hacer? Y ya estaba a punto de entrar en el despacho de Bourdoncle cuando divisó a Mouret, que cruzaba la galería. Ordenó a su mujer que lo espe­rase, tomó del brazo a su viejo compañero y se lo contó todo con entrecortadas frases. Éste se apresuró a llevarlo a su propio despacho, en donde lo tranquilizó respecto a las posibles con­secuencias. Le afirmó que no había necesidad de intervenir; le explicó de qué forma iban a transcurrir, con toda seguridad, las cosas, sin que pareciera inmutarlo el robo, como si lo hubie­ra previsto hacía tiempo. Pero Vallagnosc, en cuanto dejó de temer un arresto inminente, no aceptó la aventura con tan serena tranquilidad. Se había dejado caer en un sillón y, ahora que podía argumentar, no cesaba de compadecerse a sí mismo. ¿Cómo era posible? ¡Había emparentado con unas ladronas! ¡Una boda estúpida, en la que se había embarcado deprisa y corriendo para agradar al padre! Sorprendido ante aquella vio­lencia de niño enfermizo, Mouret lo miraba llorar recordando su antigua pose de pesimismo. ¿No le había oído acaso mil veces defender que la vida, en fin de cuentas, no era nada y que lo único que le parecía un poco divertido era el mal? Y, en consecuencia, para distraerlo, se entretuvo, durante unos minutos, en predicarle indiferencia con un tono de amistosa guasa. Y, entonces, Vallagnosc se molestó. Estaba claro que no podía volver por los fueros de sus teorías filosóficas, ahora en entredicho; afloraba en él toda su formación burguesa, conver­tida en virtuosa indignación contra su suegra. El escéptico fan­farrón caía y se dolía en cuanto lo afectaba la experiencia, al menor roce de esa miseria humana de la que, en frío, se burlaba con sardónica risa. Aquello era una abominación; habían arrastrado por el fango el honor de su estirpe; y era como si el mundo fuera a hundirse. -Vamos, cálmate -dijo por fin Mouret, compadecido-. No te volveré a decir que todo sucede y que nada sucede, ya que no parece servirte de consuelo en este trance. Pero creo que debe­rías ir a ofrecerle el brazo a la señora De Boves, pues resultará más prudente que organizar un escándalo... ¡Qué demonios! ¿No eras tú el que predicaba un desprecio flemático frente al encanallamiento universal? -¡Pues, claro! -exclamó ingenuamente Vallagnosc-. ¡Cuan­do afecta a los demás! Se había puesto en pie, sin embargo, y siguió el consejo de su antiguo condiscípulo. Regresaban ambos a la galería cuan­do salió la señora De Boves del despacho de Bourdoncle. Acep­tó majestuosamente el brazo de su yerno y, al ir Mouret a salu­darla con galante respeto, la oyó decir: -Me han presentado sus disculpas. La verdad es que estas equivocaciones son algo espantoso. Blanche se había reunido con ellos y caminaba detrás. Se perdieron despacio entre la muchedumbre. Entonces, Mouret, solo y pensativo, volvió a recorrer los almacenes. Aquella escena, que lo había distraído del combate que lo desgarraba, le hacía subir ahora la fiebre y desencadena­ba en él la lucha suprema. Se iba esbozando en su pensamiento una inconcreta relación: el robo de aquella desdichada, aque­lla locura definitiva de cliente conquistada, rendida a los pies del tentador, le traía la imagen de Denise, cuyo victorioso talón sentía en la garganta. Se detuvo en lo más alto de la escalera principal y estuvo mucho rato mirando la inmensa nave en la que se apelotonaban todas aquellas mujeres que eran sus súb­ditos. Iban a dar la seis. La luz del día, que ya empezaba a desvane­cerse en la calle, se estaba retirando de las galerías cubiertas, sumiéndolas en la oscuridad, y palidecía en lo hondo de los patios, por los que avanzaban, despacio, las tinieblas. Y, entre aquella claridad que aún no había desaparecido del todo, se encendían, una a una, las bombillas eléctricas, cuyos globos, de opaca blancura, constelaban de intensas lunas la remota leja­nía de los departamentos. Era una claridad blanca, de cegado­ra fijeza, que se expandía como la reverberación de un astro descolorido y mataba el crepúsculo. Cuando estuvieron ya todas encendidas, la muchedumbre dejó escapar un arrobado murmullo. La gran venta blanca cobraba un mágico esplendor de apoteosis bajo aquella nueva iluminación. Era como si la colosal orgía de blanco ardiese también y se transformase en luz. La canción blanca se alzaba entre una inflamada blancura de aurora. Un blanco resplandor brotaba del hilo y el calicó, en la galería Monsigny, semejante a la luminosa franja que comienza a blanquear el cielo por Oriente; y, mientras, a lo largo de la galería Michodiére, la mercería y la pasamanería, el bazar y las cintas, lanzaban reflejos de colinas lejanas, el blanco relámpago de los botones de nácar, de los plateados bronces y de las perlas. Pero era sobre todo en la nave central donde alza­ban su cántico unas blancuras templadas a fuego: los bullones de muselina blanca que rodeaban las columnas; los bombasíes y los piqués blancos que envolvían en drapeados las escaleras; las colchas blancas, que colgaban como banderas; los guipures y los encajes blancos, que surcaban los aires, franqueaban un firmamento de ensueño, una brecha que se abría a la deslum­brante blancura de un paraíso en el que se celebraban las bodas de la desconocida reina. La tienda del patio de las sedas era su gigantesca alcoba, con aquellos visillos blancos, aquellas gasas blancas, aquellos tules blancos cuyo resplandor defendía de las miradas la blanca desnudez de la desposada. Ya todo era deslumbramiento, una blancura luminosa en la que se fundían todos los blancos, un polvillo de estrellas que nevaba en la blanca claridad. Y Mouret seguía contemplando, entre aquel llamear, a su femenino pueblo. Las sombras negras destacaban con vigor sobre los fondos pálidos. Prolongados remolinos hendían el tumulto; la fiebre de aquel día de gran venta pasaba como un vértigo, encrespando el desordenado oleaje de las cabezas. Ya empezaba la gente a marcharse; un saqueo de tejidos sembra­ba los mostradores; tintineaba el oro en las cajas; y, entre tanto, las clientes, despojadas, forzadas, se marchaban, medio rendi­das, con la misma voluptuosidad satisfecha y la misma vergüen­za sorda que proporciona la consumación de un deseo en lo más recóndito de un hotel de mala fama. Y era él quien las había poseído así, quien las tenía a su merced con aquel conti­nuo agolpamiento de mercancías, aquellas rebajas y aquellas devoluciones, con su galantería y su propaganda. Había con­quistado incluso a las madres, reinaba sobre todas las mujeres con la brutalidad de un déspota, cuyo capricho llevaba la ruina a los hogares. Aquella creación suya instauraba una religión nueva; la fe tambaleante iba dejando desiertas, poco a poco, las iglesias, y su bazar las sustituía en las almas, ahora desocupadas. La mujer acudía a su establecimiento a pasar las horas ociosas, las horas estremecidas e inquietas que antes vivía en lo hondo de las capillas: necesario desgaste de pasión nerviosa; renacida lucha de un dios que oponer al marido; incesante renovación del culto al cuerpo con un más allá divino de belleza. Si él hubiera cerrado las puertas de sus almacenes, habría habido motines en las calles, un desesperado vocear de beatas privadas del confesionario y el altar. Y las veía, pese a lo tardío de la hora, recorrer obstinadamente por entre aquel lujo, acrecenta­do en los últimos diez años, la enorme armazón metálica, siguiendo las escaleras colgantes y las pasarelas. La señora Marty y su hija, arrastradas hasta lo más alto, vagabundeaban entre los muebles. La señora Bourdelais, prisionera de su gente menuda, no conseguía salir del bazar. Venía, luego, un grupo: la señora De Boves, que seguía cogida del brazo de Vallagnosc y cuyos talones iba pisando Blanche, se paraba en todos los departamentos, atreviéndose aún a examinar las telas con su aire de altanera soberbia. Pero, entre todo aquel apiña­miento de clientes, todo aquel mar de bustos henchidos de vi­da, palpitantes de deseo, luciendo todos ellos ramilletes de vio­letas como para la celebración popular de las bodas de una reina, Mouret acabó por no divisar más que el escote de la señora Desforges, que se había detenido en los guantes en compañía de la señora Guibal. También ella estaba compran­do, pese a sus rencorosos celos; y Mouret supo que era el amo una vez más; las tenía a todas a sus pies, bajo la deslumbrante luz de las bombillas eléctricas, como un ganado que lo había hecho rico. Recorrió las galerías con paso maquinal, tan absorto que iba al albur de los empellones del gentío. Cuando alzó la cabeza, había vuelto al departamento de sombreros, cuyas lunas daban a la calle de Le-Dix-Décembre. Y allí, con la frente apoyada en el cristal, se detuvo una vez más, mirando la puerta de salida. El sol poniente pintaba de amarillo la parte alta de las casas blan­cas; el cielo azul de aquel hermoso día iba palideciendo, bajo el frescor de una bocanada de viento fuerte y limpia. Y, en tanto, en el crepúsculo que invadía ya la calzada, las lámparas eléctricas de El Paraíso de las Damas arrojaban el mismo brillo estático de las estrellas que se encienden en el horizonte al declinar el día. Las sombras iban cubriendo la triple fila de carruajes parados, que se perdían hacia la ópera y la Bolsa, en cuyos arneses perduraba el reflejo de algunos vivaces destellos, el relámpago de un farol, la chispa plateada de un bocado. Sonaban, a cada instante, las llamadas de los mozos de librea; avanzaba entonces un coche de punto, o se acercaba un cupé, para recoger a una cliente y alejarse con sonoro trote. Las colas iban siendo menos largas; ahora, de un extremo a otro de la calle, rodaban seis vehículos de frente, entre ruido de porte­zuelas al cerrarse, chasquear de látigos, y el zumbido de los peatones, que invadían la calzada, entre las ruedas. Era algo así como un continuada expansión, una irradiación de la cliente­la, que regresaba a los cuatro puntos cardinales de la ciudad; y los almacenes se vaciaban con el clamoroso ronquido de una compuerta. En tanto, el reflejo de las llamas del crepúsculo seguía incendiando los carruajes de El Paraíso, las grandes letras de oro de los paneles, las banderas izadas en pleno cielo; y todo parecía tan descomunal bajo aquella oblicua ilumina­ción que recordaba al monstruoso edificio de los carteles de propaganda, el falansterio cuyas alas, multiplicándose sin tre­gua, iban más allá de los barrios, hasta alcanzar los lejanos bos­ques del extrarradio. La desfogada alma de París, un hálito gigantesco y suave, se adormecía en la serenidad del atardecer y se estiraba en largas y blandas caricias por encima de los últimos coches, que se alejaban deprisa por la calle, libre poco a poco de aglomeraciones, sumida en la negrura de la noche. Mouret, con la vista perdida, acababa de notar que lo atrave­saba algo grande; y, en medio de aquel escalofrío triunfal que estremecía su carne, contemplando cara a cara esa ciudad que había devorado y a esas mujeres a las que había domeñado, sin­tió una súbita flojedad, un desfallecimiento de la voluntad que lo derribaba también a él a impulsos de una fuerza superior. Era una irracional necesidad de sentirse vencido en plena vic­toria, el sinsentido de un hombre de guerra doblegándose, tras sus recientes conquistas, al capricho de una chiquilla. Y aquel hombre que llevaba meses luchando, que esa misma mañana, incluso, se había jurado sofocar su pasión, cedía de repente, presa del vértigo de las alturas, dichoso de cometer ese mismo error que le parecía tan necio. Su rápida decisión había cobra­do, de un minuto a otro, tanta energía que sólo ella le parecía ya útil y necesaria en el mundo. Aquella noche, tras el último turno, fue a su despacho a esperar a Denise. No podía estarse quieto; temblaba como un muchacho que se juega la felicidad; se acercaba continuamente a la puerta para prestar oído a los rumores de los almacenes, donde los dependientes estaban recogiendo los artículos, sumergidos hasta los hombros en el caótico saqueo de la venta. Le latía el corazón a cada ruido de pasos. Lo invadió la emo­ción de repente y se abalanzó hacia la puerta, pues Había oído a lo lejos un sordo murmullo que iba en aumento Era que se aproximaba despacio Lhomme, llevando a cuestas la recaudación. Pesaba tanto aquel día, Había entrado tanto cobre y tanta plata en las cajas, que había mandado que lo acompañasen dos mozos. Detrás de él, Joseph y uno de sus compañeros iban doblados bajo unos sacos, unos sacos enor­mes, que llevaban cargados a la espalda, como si fueran de yeso. Y el cajero iba delante, con los billetes y el oro, una carte­ra repleta de papel y dos bolsas colgados del cuello, cuyo peso lo inclinaba hacia la derecha, del lado del brazo que le faltaba. Despacio, sudando y sin resuello, acudía desde el fondo de los almacenes, cruzando entre la creciente emoción de los empleados. Los guantes y la seda se habían brindado, entre risas, a echarle una mano para aliviar el peso; los paños y los géneros de lana habían hecho votos por que diera un tropezón que hiciera rodar el oro por todos los rincones de los departamen­tos. Había tenido, luego, que subir una escalera, cruzar una pasarela, seguir subiendo, dar vueltas y revueltas por la arma­zón, mientras lo iban siguiendo con la mirada la calcetería y la mercería, abriendo de éxtasis la boca al ver aquella fortuna via­jando por los aires. En el primer piso, las confecciones, la per­fumería, los encajes, los chales, le habían abierto calle con devoción, como cuando pasa el Santísimo. La algarabía iba cre­ciendo, de un departamento a otro, y se convertía en un cla­mor de pueblo que vitorea al becerro de oro. Mouret, mientras tanto, había abierto la puerta. En ella se presentó Lhomme, llevando en pos a los dos mozos, que trasta­billaban. Y, aunque sin aliento, tuvo aún fuerzas para vocear: -Un millón doscientos cuarenta y siete francos con noventa y cinco céntimos. Por fin habían alcanzado el millón, el millón recogido en un día, la cifra con la que tanto tiempo había soñado Mouret. Pero éste hizo un ademán iracundo y dijo con tono de impa­ciencia, con la expresión decepcionada de un hombre cuya espera estorba un importuno: -¡Conque un millón! Bueno, pues déjelo ahí. Lhomme sabía que le agradaba tener encima de la mesa las recaudaciones de importancia antes de que las llevasen a la caja central. El millón cubrió todo el escritorio, aplastó los papeles, estuvo a punto de volcar el tintero; y el oro, la plata, el cobre, fluyendo de los sacos, reventando las bolsas, formaban un enorme montón, el montón de la recaudación bruta, tal y como había salido de las manos de la clientela, aún cálida y viva. En el mismo instante en que se retiraba el cajero, consterna­do ante la indiferencia del patrón, llegaba Bourdoncle, dando joviales voces: -¡Bueno, esta vez lo hemos conseguido! ¡Ya hemos llegado al millón! Pero se fijó en la febril inquietud de Mouret, comprendió el porqué y se sosegó. La alegría le encendió la mirada. Tras un breve silencio, añadió: -Ya se ha decidido, ¿no? ¡Pues la verdad es que lo apruebo! Mouret se encaró con él, de pronto, y exclamó, con la voz terrible de los días críticos: -¿Sabe, mi buen amigo, que lo veo demasiado contento? Usted cree que estoy acabado, ¿a que sí? Y se le están poniendo los dientes largos. Pues no se fíe, que a mí no hay quien me coma. Desconcertado ante el rudo ataque de aquel demonio de hombre, que todo lo adivinaba, Bourdoncle balbució: -Pero ¿qué está diciendo? Será broma, ¿no? ¡Con lo que yo lo admiro a usted! -¡No mienta! -prosiguió Mouret, con violencia aún mayor-. Y atienda. Esa superstición de que el matrimonio nos hundiría era una necedad. ¿Es que el matrimonio no es acaso la salud indispensable, la fuerza y el orden mismos de la vida? Pues sí, amigo mío, me caso con ella. Y a aquellos de ustedes que se atrevan a moverse, los pongo de patitas en la calle. ¡No lo dude! ¡También usted puede pasar por caja, como los demás, Bourdoncle! Lo despidió con un ademán. Bourdoncle sintió que aquel triunfo femenino lo condenaba, lo barría. Y se fue. Precisa­mente en ese momento llegaba Denise; y le hizo una profunda reverencia, sin saber dónde tenía la cabeza. -¡Usted, por fin! -dijo Mouret con dulzura. Denise estaba pálida de emoción. Acababa de tener un últi­mo disgusto. Deloche le había dicho que lo habían despedido y, al intentar ella retenerlo, ofreciéndose a hablar en su favor, se había empecinado en el infortunio. Quería irse para siem­pre. ¿Para qué quedarse? ¿Por qué iba a andar estorbando a las personas felices? Denise, sin conseguir contener las lágrimas, le había dado un adiós fraterno. ¿Acaso no aspiraba ella tam­bién al olvido? Todo estaba a punto de concluir. Sólo les pedía ya a sus exhaustas fuerzas coraje para la separación. Dentro de pocos minutos si tenía valentía suficiente para sofocar el corazón podría irse sola, para llorar en un lugar recóndito -Quería usted verme, señor Mouret -le dijo, con su expre­sión sosegada-. De todas formas, habría venido a agradecerle todas sus bondades. Al entrar, había visto el millón encima de la mesa; y aquella exhibición de dinero la hería. En lo alto, como contemplando la escena, el retrato de la señora Hédouin conservaba, en el marco de oro, la eterna sonrisa de sus labios pintados. -¿Sigue decidida a dejarnos? -preguntó Mouret con voz tré­mula. -Sí, señor. No queda más remedio. Entonces él le tomó las manos y le dijo, con una explosión de ternura, tras la prolongada frialdad que se había impuesto: -Y si la pidiera en matrimonio, Denise, ¿se iría usted? Pero ella retiró las manos, debatiéndose como si experimen­tara de pronto un enorme dolor. -¡Ay, señor Mouret, se lo ruego, calle! ¡No me haga sufrir más aún! No puedo... no puedo... ¡Dios es testigo de que me iba para evitar esta desgracia! Y seguía defendiéndose con entrecortadas palabras. ¿Es que no la habían hecho sufrir ya bastante los comadreos de la casa? ¿Pretendía acaso que pasase ante los demás y ante sí misma por una mujerzuela? No, no, sería fuerte y conseguiría impedirle que cometiera un error de tal calibre. Y él, atormentado, la escuchaba y repetía con pasión: -Yo quiero... Yo quiero... -No, es imposible... ¿Y mis hermanos? He jurado no casar­me. No puedo cargarlo a usted con dos chiquillos. ¿Verdad que no? -Serán también hermanos míos. Dígame que sí, Denise. -No, no. ¡Ay, déjeme! No me torture. Mouret se sentía desfallecer, poco a poco. Aquel último obs­táculo lo volvía loco. ¡Cómo! Incluso así se negaba. A lo lejos, oía el clamor de sus tres mil empleados, que movían con todas sus fuerzas su regia fortuna. Y aquel millón imbécil encima de la mesa... Lo hacía sufrir, como un sarcasmo. Le habría gustado tirarlo a la calle. -¡Váyase, pues! -voceó, llorando a mares-. Vaya a reunirse con el hombre del que está enamorada... Ésa es la razón, ¿ver­dad? Si ya me había avisado; si ya debería saberlo y dejar de atormentarla. Denise se había quedado sobrecogida ante la violencia de aquella desesperación. Le estallaba el corazón. Y, entonces, con su infantil impetuosidad, se echó en sus brazos, sollozando también y balbuciendo: -¡Ay, señor Mouret! Si es de usted de quien estoy enamorada. Un clamor postrero se alzó desde El Paraíso de las Damas, la lejana ovación de toda una muchedumbre. Los pintados labios del retrato de la señora Hédouin seguían sonriendo. Mouret había caído sentado encima del escritorio, encima del millón, del que ya no se acordaba. No soltaba a Denise, la estrechaba como un loco contra su pecho, diciéndole que ahora podía irse, que pasaría un mes en Valognes, para no dar que hablar a la gente, y que, luego, iría a buscarla en persona para traerla de nuevo a París, cogida de su brazo, todopoderosa.