Thérèse Raquin Émile Zola PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN Pequé de ingenuo al pensar que esta novela podía prescindir de un prólogo. Acostumbrado a decir cuanto pienso en voz alta, e incluso a respaldar cuanto digo con los más insignificantes detalles, albergaba la esperanza de que se me entendiera y se me enjuiciase sin precisar explicaciones previas. Al parecer, estaba en un error. La crítica ha recibido el presente libro con voz brutal y airada. Hay personas virtuosas que, en periódicos no menos virtuosos, han hecho una mueca de asco mientras lo cogían con unas tenazas para arrojarlo al fuego. Hasta las publicaciones literarias modestas, esas en que aparece todas las tardes la gaceta de alcobas y gabinetes privados, se han tapado la nariz, hablando de apestosa basura. No me quejo ni poco ni mucho de tal acogida, antes bien, me satisface mucho comprobar que mis colegas tienen los nervios sensibles de una jovencita. Es de todo punto evidente que mi obra pertenece a mis jueces, y que puede parecerles nauseabunda sin que me corresponda derecho alguno a protestar. De lo que me quejo es de que, a lo que me parece, ni uno de los púdicos periodistas a quienes se les han subido los colores al leer Thérèse Raquin haya comprendido la novela. Es posible que se les hubieran subido aún más caso de haberla entendido; pero, al menos, podría yo estar ahora disfrutando de la íntima satisfacción de su justificada repugnancia. Nada me resulta más irritante que ver cómo unos honrados escritores denuncian la depravación con grandes voces siendo así que tengo el hondo convencimiento de que no saben por qué dan esas voces. Me veo, pues, en la obligación de tener que presentar personalmente mi obra a mis jueces. Voy a hacerlo en unas cuantas líneas, sin más propósito que el de evitar en el futuro cualesquiera malas interpretaciones. En Thérèse Raquin pretendí estudiar temperamentos y no caracteres. En eso consiste el libro en su totalidad. Escogí personajes sometidos por completo a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras a cada uno de los trances de su existencia. Thérèse y Laurent son animales irracionales humanos, ni más ni menos. Intenté seguir, paso a paso, en esa animalidad, el rastro de la sorda labor de las pasiones, los impulsos del instinto, los trastornos mentales consecutivos a una crisis nerviosa. Los amores de mis dos protagonistas satisfacen una necesidad; el asesinato que cometen es una consecuencia de su adulterio, consecuencia en la que consienten de la misma forma en que los lobos consienten en asesinar corderos; y, por fin, lo que di en llamar su remordimiento no es sino un simple desarreglo orgánico o una rebeldía del sistema nervioso sometido a una tensión extremada. No hay en todo ello ni rastros del alma, lo admito de buen grado, puesto que era mi intención que no los hubiera. Espero que esté empezando a quedar claro que mi meta era, sobre todo, una meta científica. Al crear a mis dos protagonistas, Thérèse y Laurent, me complací en plantearme determinados problemas y en resolverlos; así fue como sentí la tentación de explicar la extraña unión que puede darse entre dos temperamentos diferentes; he mostrado las hondas alteraciones de una forma de ser sanguínea al entrar en contacto con otra, nerviosa. Quien lea atentamente esta novela se dará cuenta de que cada uno de los capítulos es el estudio de un caso fisiológico peculiar. En pocas palabras, mi único deseo era buscar el animal que reside en un hombre vigoroso y una mujer insatisfecha; en no ver, incluso, sino a ese animal; en meter a esos dos seres en un drama tempestuoso y tomar escrupulosa nota de sus sensaciones y comportamientos. Me he limitado a realizar, en dos cuerpos vivos, la tarea analítica que realizan los cirujanos en los cadáveres. No se me negará que resulta muy duro, recién concluida tal labor, entregado aún por completo a los juiciosos gozos de la indagación de la verdad, tener que oír acusaciones que me imputan el no haber aspirado sino a describir escenas colmadas de obscenidad. Me he visto en el mismo caso que esos pintores que copian desnudos sin que el deseo los roce ni por asomo y se sorprenden a más no poder cuando algún crítico se escandaliza ante la carne viva que muestra su obra. Mientras estaba escribiendo Thérèse Raquin, me olvidé del mundo, me sumí en la tarea de copiar la vida con precisa minuciosidad, me entregué por entero al análisis de la maquinaria humana. Y puedo asegurar que en los crueles amores de Thérèse y Laurent no había para mí nada inmoral, nada que pudiera animar a caer en desviadas pasiones. Se esfumaba la categoría humana de los modelos, de la misma forma que se esfuma una mujer desnuda para la mirada del artista ante el que se halla tendida, y éste sólo piensa en plasmar a esa mujer en el lienzo con formas y colores verdaderos. Grande fue mi sorpresa, por lo tanto, al oír cómo se tildaba a mi obra de charco de cieno y sangre, de alcantarilla, de inmundicia y a saber de cuántas cosas más. Conozco a fondo el lindo juego de la crítica, yo también he jugado a él; pero admito que la unanimidad del ataque me ha sorprendido un tanto. ¡Cómo! ¡Ni uno de mis colegas ha sido capaz no ya de defender mi libro sino de explicarlo! Entre el concierto de voces que se alzaban para gritar: «El autor de Thérèse Raquin es un miserable histérico que se complace en describir escenas pornográficas con todo lujo de detalles», he esperado en vano otra voz que respondiese: «No; ese escritor no es sino un analista que quizá se ha demorado en el examen de la podredumbre humana, pero lo ha hecho de la misma forma en que un médico se demora en una sala de disección». Que quede claro que no solicito ni poco ni mucho la simpatía de la prensa para una obra que, a lo que dice, asquea sus delicados sentidos. No aspiro a tanto. Lo único que me sorprende es que mis colegas me hayan convertido en algo así como un pocero literario, siendo así que a sus expertos ojos deberían bastarles diez páginas para reconocer las intenciones de un novelista; me conformo con rogarles humildemente que tengan a bien, en el futuro, verme tal y como soy y ponerme en tela de juicio por lo que soy. Era fácil, empero, entender Thérèse Raquin, situarse en el terreno de la observación y el análisis, hacerme ver mis verdaderos errores, sin necesidad de recoger un puñado de barro y arrojármelo a la cara en nombre de la moral. Para oficiar de crítico digno de tal nombre, se precisaba cierta dosis de inteligencia y cierta perspectiva. Cuando de ciencia se trata, el reproche de inmoralidad no tiene razón de ser. No sé si mi novela es inmoral, admito que nunca me preocupó el hecho de que fuese más o menos casta. Lo que sí sé es que ni por un momento tuve la intención de poner en ella esa suciedad que han visto las personas de escrupulosa moralidad. Se debe ello a que escribí todos sus episodios, incluso los más febriles, sin más curiosidad que la del científico. Y desafío a mis jueces a que hallen ni una sola página realmente licenciosa, escrita para los lectores de esos libritos rosa, de esas indiscreciones de alcoba y bastidores, de los que se editan diez mil ejemplares y que recomiendan fervorosamente los mismos periódicos que han sentido náuseas ante las verdades de Thérèse Raquin. Unos cuantos insultos, muchas simplezas, eso es, pues, lo que he leído hasta el día de hoy acerca de mi obra. Lo digo aquí con total tranquilidad, como se lo diría a un amigo que me preguntase, en la intimidad, lo que pienso de la postura de la crítica en lo que a mí se refiere. Un escritor de gran talento, al que me quejé de la escasa simpatía con que me he topado, me respondió con estas profundas palabras: «Tiene usted un defecto que le va a ir cerrando todas las puertas: no puede charlar ni dos minutos con un imbécil sin hacerle notar que es imbécil». Debe de ser cierto. Soy consciente de cuánto me perjudico a mí mismo, en lo tocante a la crítica, al acusarla de falta de capacidad de comprensión. Y, no obstante, no puedo por menos de dejar constancia del desdén que me inspira su limitado horizonte y los juicios que lanza a ciegas, sin capacidad de método alguno. Me estoy refiriendo, por descontado, a la crítica corriente, a esa que juzga recurriendo a todos los prejuicios literarios de los necios y no consigue alcanzar el punto de vista dilatadamente humano que requiere la comprensión de una obra humana. Nunca he visto tamaña torpeza. Los raquíticos puñetazos que la crítica de poca monta me ha lanzado al publicarse Thérèse Raquin se han perdido, como suele suceder, en el vacío. En gran medida golpea en falso, al aplaudir los trenzados de piernas de una actriz de rostro enharinado para acusar, luego, de inmoralidad, con grandes clamores, un estudio psicológico; al no entender nada; al no querer entender nada; al repartir mandobles cuando su atemorizada estupidez le ordena que los reparta. Es exasperante recibir un vapuleo por un pecado que no se ha cometido. Hay veces en que lamento no haber escrito obscenidades; creo que toleraría de buen grado que me diesen una paliza merecida, mas no esta granizada que me cae encima tontamente, como una lluvia de tejas, sin saber ni por qué sí ni por qué no. Apenas si hay, en nuestros días, dos o tres hombres capaces de leer, entender y juzgar un libro. De ellos consiento en recibir lecciones, pues estoy convencido de que cuanto digan lo harán tras haber calado en mis intenciones y valorado los resultados de mi esfuerzo. Se guardarían muy mucho de decir estas palabras huecas: moralidad y pudor literario. Me reconocerían el derecho, en estos tiempos de libertad artística, de tomar mis argumentos en donde me plazca y no me pedirían sino obras formales, pues saben que sólo la necedad resulta perjudicial para la dignidad de las letras. Por descontado que el análisis que he intentado realizar en Thérèse Raquin no los sorprendería; verían en él ese sistema moderno, esa herramienta de investigación universal a la que recurre con entusiasmo nuestro siglo para taladrar el camino del futuro. Fueran cuales fuesen sus conclusiones, darían por bueno mi punto de partida, él estudio del temperamento y las hondas modificaciones del organismo sometido al apremio de los ambientes y las circunstancias. Me hallaría frente a jueces verdaderos, frente a hombres que buscan la verdad de buena fe, sin puerilidad ni falsas vergüenzas, y no se sienten en la obligación de manifestar asco ante el espectáculo de unos ejemplares anatómicos desnudos y vivos. La investigación sincera lo purifica todo, igual que el fuego. Cierto es que, ante un tribunal como este que me complazco en imaginar ahora, sería mi obra muy humilde; solicitaría yo toda la severidad de los jueces; querría que saliese de sus manos negra de tachaduras. Pero habría tenido, al menos, la gran alegría de ver que me criticaban por lo que he intentado hacer, y no por lo que no he hecho. Me parece estar oyendo ya la sentencia de la crítica de altura, de esa crítica metódica y naturalista que ha renovado las ciencias, la historia y la literatura: «Thérèse Raquin es el estudio de un caso excepcional en demasía; el drama de la vida moderna es más dúctil, se halla menos preso del horror y la locura. Casos así hay que dejarlos, en las creaciones literarias, en segundo plano. El deseo de no desaprovechar ninguno de los elementos de sus observaciones ha impulsado al autor a destacar todos y cada uno de los detalles, lo que ha dado al conjunto de la obra tensión y acritud aún mayores. Por lo demás, carece el estilo de la sencillez que exige una novela analítica. Sería menester, en resumidas cuentas, para que el escritor consiguiese ahora buenos resultados, que contemplase la sociedad desde un punto de vista más amplio, que describiese sus numerosos y variados aspectos y, sobre todo, que utilizase una lengua clara y espontánea». Pretendía responder en veinte líneas a unos ataques exasperantes por su ingenua mala fe, y me doy cuenta de que he comenzado a conversar conmigo mismo, como me sucede siempre que me quedo demasiado rato con la pluma en la mano. Lo dejo aquí, pues sé que es cosa que no agrada a los lectores. Si hubiese tenido voluntad de escribir un manifiesto y tiempo para hacerlo, quizá habría intentado defender eso que denominó un periodista, al hablar de Thérèse Raquin, «literatura pútrida». Mas ¿para qué? El grupo de escritores naturalistas al que tengo el honor de pertenecer cuenta con coraje suficiente para crear obras fuertes que se defienden solas. Es precisa toda la voluntaria ceguera de cierta crítica para que un novelista se sienta obligado a escribir un prólogo. Ya que, por amor a la transparencia, me he decidido a hacerlo, solicito la indulgencia de las personas inteligentes que no necesitan, para ver las cosas con claridad, que nadie les encienda un farol en pleno día. ÉMILE ZOLA 15 de abril de 1868 CAPÍTULO I Al final de la calle de Guénégaud, según se viene de los muelles, está el pasadizo de Le Pont-Neuf, un a modo de estrecho pasillo sombrío que va de la calle Mazarine a la calle de Seine. Tiene este pasadizo, a lo más, treinta pasos de largo por dos de ancho; es su pavimento de baldosas amarillentas, desgastadas, flojas, que rezuman siempre una agria humedad; lo cubre una cristalera cortada en ángulo recto y negra de mugre. En los días hermosos del verano, cuando un sol de justicia abrasa las calles, una blanquecina claridad entra por los cristales sucios y resbala míseramente por el pasadizo. En los desapacibles días de invierno, en las mañanas de niebla, esos cristales sólo arrojan tinieblas sobre el pavimento viscoso, unas tinieblas sucias e infames. A la izquierda, se ahondan unos comercios oscuros, bajos de techo, agobiantes, de los que escapan hálitos de cripta. Hay en ellos libreros de viejo, jugueteros, cartoneros, cuya mercancía expuesta, gris de polvo, duerme, imprecisa, en la sombra; los escaparates son de cuadrados de cristal pequeños y prestan extraños reflejos verdosos de muaré a los artículos; tras ellos, las tiendas, colmadas de oscuridad, son otros tantos agujeros lúgubres en los que bullen curiosas formas. A la derecha, corre por toda la longitud del pasadizo un muro contra el que los tenderos de enfrente han adosado armarios estrechos; allí se ven objetos sin nombre, efectos olvidados desde hace veinte años, alineados en unas baldas delgadas, de un espantoso color pardo. Una vendedora de bisutería buscó acomodo en uno de esos armarios, en el que despacha sortijas de setenta y cinco céntimos, primorosamente colocadas en una caja de caoba forrada de terciopelo azul. Más arriba de la cristalera, el muro sigue subiendo, negro, toscamente enfoscado, como cubierto de lepra y lleno de costurones. El pasadizo de Le Pont-Neuf no es lugar de paseo. Quienes toman por él lo hacen para evitar un rodeo y ganar unos pocos minutos. Pasa por allí un público de personas atareadas, cuya única preocupación es ir deprisa y sin desviarse. Hay aprendices con delantales de trabajo, operarias que van a entregar la labor, hombres y mujeres con paquetes bajo el brazo; hay también ancianos que caminan penosamente por el taciturno crepúsculo que baja de la cristalera, y bandadas de chiquillos que acuden, al salir de la escuela, para meter bulla corriendo y golpeando las baldosas con los zuecos. Se oye durante todo el día un ruido seco y presuroso de pasos que retumban en la piedra con irritante irregularidad; nadie habla; nadie se detiene; cada cual va a lo suyo, deprisa, con la cabeza gacha y paso raudo, sin echar ni una mala ojeada a los comercios. Los tenderos miran con inquietud a los transeúntes que, por milagro, se detienen ante sus escaparates. Por la noche, tres mecheros de gas, metidos en faroles amazacotados de forma cuadrada, dan luz al pasadizo. Están esos mecheros colgados de la cristalera, sobre la que proyectan manchas de rojiza claridad, y derraman cercos de pálido resplandor que se estremecen y parecen esfumarse de vez en cuando. Toma entonces el pasadizo la siniestra apariencia de un auténtico puerto de arrebatacapas, se alargan por las baldosas sombras gigantescas, llegan desde la calle ráfagas húmedas; diríase una galería subterránea que alumbra la desvaída luz de tres lámparas funerarias. Los comerciantes se contentan, por toda iluminación, con el magro resplandor que envían hasta sus escaparates los mecheros de gas; sólo encienden en su local una lámpara de pantalla, que colocan en una esquina del mostrador; y los transeúntes pueden vislumbrar entonces lo que hay en lo hondo de esos agujeros donde, en el transcurso del día, mora la noche. En la negruzca hilera de fachadas, resplandecen los cristales de un cartonero: las llamas amarillas de dos lámparas de petróleo horadan la oscuridad. Y, en la pared opuesta, una vela colocada en un tubo de quinqué pone estrellas de luz en la caja de bisutería. La vendedora dormita en lo hondo del armario, con las manos metidas bajo la toquilla. Hace no muchos años, enfrente de esa vendedora había una tienda cuyas maderas verde botella rezumaban humedad por todas las rendijas. En la muestra, que era una tabla larga y estrecha, ponía en letras negras la palabra: «Mercería», y en uno de los cristales de la puerta había un nombre de mujer: «Thérèse Raquin», escrito en letras rojas. A izquierda y derecha se embutían dos hondos escaparates forrados de papel azul. Durante el día, la vista sólo podía columbrar el contenido del escaparate, entre un mitigado claroscuro. A uno de los lados, había unas cuantas prendas de lencería: unos gorros de tul encañonados, que valían dos o tres francos; unos manguitos y unos cuellos de muselina; y también prendas de punto, medias, calcetines, tirantes. Dichas prendas, amarillentas y arrugadas, colgaban todas ellas, lastimosamente, de sendos ganchos de alambre. Estaba, pues, el escaparate repleto, de arriba abajo, de harapos blancuzcos que, en la transparente oscuridad, adquirían un lúgubre aspecto. Los gorros nuevos, de un blanco más luminoso, eran como manchas de cruda claridad en el papel azul que cubría la tablazón; y los calcetines de color, colgados de una varilla, toques oscuros entre la desvaída e inconcreta palidez de la muselina. En el escaparate del otro lado, más estrecho, se escalonaban gruesos ovillos de lana verde, botones negros cosidos en cartulinas blancas, cajas de todos los colores y todos los tamaños, redecillas de cuentas de acero colocadas encima de redondeles de papel azulado, manojos de agujas de hacer media, modelos de punto de cruz, cintas enrolladas, una acumulación de objetos ajados y sin brillo que debían de llevar cinco o seis años durmiendo en aquel lugar. Todos los colores se habían vuelto de un gris sucio en aquella vitrina, que pudrían el polvo y la humedad. A eso de las doce del mediodía, en verano, cuando el sol abrasaba las plazas y las calles con rayos leonados, podía vislumbrarse tras los gorros del primer escaparate un perfil pálido y serio de mujer joven. Surgía confusamente aquel perfil de las tinieblas que reinaban en la tienda. De la frente estrecha y escueta arrancaba una nariz larga, estrecha y afilada; los labios eran dos finos trazos de color rosa pálido; y un pliegue flexible y carnoso unía la barbilla, breve y enérgica, al cuello. No podía verse el cuerpo, que se perdía en la sombra; sólo asomaba el perfil, de blancura mate, que horadaba un ojo de pupila negra, muy abierto, aparentemente agobiado bajo la frondosa cabellera oscura. Se quedaba ese perfil quieto y sosegado durante horas y más horas, entre dos gorros en los que las varillas húmedas habían dejado alargadas manchas de orín. Por la noche, cuando estaba encendida la lámpara, podía verse el interior de la tienda. Era más larga que ancha; en uno de los lados había un mostrador pequeño; en el otro, una escalera de caracol llevaba a las habitaciones del primer piso. Adosados a las paredes había armarios, vitrinas, hileras de cajas de cartón verde; cuatro sillas y una mesa completaban el mobiliario. El recinto parecía desnudo, gélido; el género, empaquetado y recogido en varios rincones, no andaba repartido por doquier con su alegre algazara de colores. Solía haber dos mujeres sentadas detrás del mostrador: la joven del perfil serio y una anciana que sonreía entre sueños. Tenía ésta alrededor de sesenta años; el rostro, lleno y pálido, blanqueaba a la luz de la lámpara. Un orondo gato atigrado, acurrucado en una esquina del mostrador, la miraba dormir. Sentado en una silla más baja, un hombre de unos treinta años leía o conversaba con la joven. Era bajo, encanijado, de aspecto lánguido; tenía el pelo de un rubio deslavazado, la barba rala, el rostro cubierto de pecas; parecía un niño enfermo y mimado. Poco antes de las diez, la anciana se despertaba. Cerraban la tienda, y toda la familia subía a acostarse. El gato atigrado iba detrás de sus amos, ronroneando y frotando la cabeza contra todos los barrotes de la barandilla. La vivienda del piso de arriba se componía de tres habitaciones. La escalera desembocaba en un comedor que hacía también las veces de salón. A la izquierda, una estufa de loza, empotrada en un nicho; enfrente, un aparador; había también unas cuantas sillas pegadas a las paredes; una mesa redonda, con las alas abiertas, ocupaba el centro de la estancia. Al fondo, detrás de un tabique acristalado, estaba una cocina oscura. A cada lado del comedor, había un dormitorio. La anciana se metía en su cuarto tras haber dado un beso a su hijo y a su nuera. El gato se quedaba dormido en una silla de la cocina. El matrimonio entraba en su habitación, que tenía otra puerta que daba a una escalera que iba a desembocar en el pasadizo por una galería oscura y estrecha. El marido, que tiritaba de fiebre constantemente, se metía en la cama; mientras tanto, la joven abría la ventana para cerrar los postigos. Permanecía unos minutos frente a ese elevado muro negro, de basto enfoscado, que sube y rebasa de la galería. Paseaba por el muro una mirada perdida y, sin decir nada, se acostaba a su vez, con desdeñosa indiferencia. CAPÍTULO II La señora Raquin había tenido una mercería en Vernon. Vivió durante casi veinticinco años en una tienda pequeña de dicha ciudad. Unos años después de fallecer su marido, le entró el cansancio y vendió el negocio. Los ahorros que tenía, junto con el importe de esa venta, le proporcionaron un capital de cuarenta mil francos que, tras invertirlo, le rentaba dos mil francos, cantidad esta que no podía por menos de bastar de sobra a sus necesidades. Vivía como una reclusa, ajena a las alegrías y las zozobras de este mundo; se había hecho con una existencia de paz y sosegada dicha. Tomó en arriendo por cuatrocientos francos una casita cuyo jardín llegaba hasta la orilla del Sena. Era una vivienda apartada y discreta con un remoto aroma a claustro. Se llegaba a ese retiro por una senda estrecha que corría entre dilatadas praderas; las ventanas de la vivienda daban al río y a las lomas desiertas de la otra orilla. La buena señora, que pasaba ya de los cincuenta, se encerró en aquellas soledades, que le proporcionaron sereno gozo, junto a su hijo Camille y su sobrina Thérèse. Contaba Camille a la sazón veinte años. Su madre lo mimaba como si aún fuera un chiquillo. Lo adoraba por habérselo disputado a la muerte durante una larga juventud colmada de sufrimientos. El niño padeció, sucesivamente, todas las fiebres y todas las enfermedades que darse puedan. La señora Raquin peleó durante quince años contra esos males terribles que venían, uno tras otro, a arrebatarle a su hijo. Los venció a todos con su paciencia, sus cuidados y su adoración. A Camille, aunque creció y se salvó de la muerte, le quedaron para siempre los escalofríos de tan reiterados trastornos, que le dejaron la carne dolorida. Siguió siendo bajo y enfermizo, por habérsele estorbado el crecimiento. Movía los miembros entecos despacio y cansinamente. Y aquella debilidad que lo doblegaba hacía que su madre lo quisiera todavía más. Miraba la pobre carita macilenta con triunfal ternura y pensaba que le había dado la vida más de diez veces. Durante las escasas treguas que le dejó la enfermedad, el niño asistió a una escuela de comercio de Vernon. Aprendió en ella ortografía y aritmética. Quedó su ciencia limitada a las cuatro reglas y un conocimiento muy somero de la aritmética. Tomó, más adelante, clases de escritura y contabilidad. La señora Raquin se echaba a temblar en cuanto le aconsejaban que enviase a su hijo a un internado; estaba segura de que se moriría si se separaba de ella, decía que los libros lo matarían. Camille se quedó hecho un ignorante y su ignorancia le aportó algo así como una debilidad añadida. A los dieciocho años, sin oficio ni beneficio, como se aburría mortalmente en aquellas suavidades con que lo rodeaba su madre, entró de dependiente en un comercio de tejidos. Ganaba sesenta francos al mes. Por ser de índole inquieta, la ociosidad se le hacía insoportable. Estaba más sosegado y con mejor salud cuando se entregaba a aquella faena embrutecedora, a aquel trabajo subalterno que lo tenía todo el día encorvado sobre facturas y larguísimas sumas, todas y cada una de cuyas cifras desgranaba pacientemente. Por la noche, rendido, con la cabeza vacía, experimentaba infinitos goces voluptuosos al caer en un hondo embotamiento. Tuvo que pelear con su madre para entrar a trabajar en el comercio de tejidos, pues ella quería tenerlo siempre consigo, entre dos mantas, lejos de los accidentes de la vida. El joven habló como quien confía en la propia autoridad; exigió el trabajo de la misma forma que otros niños exigen juguetes, no por sentido del deber, sino por instinto, por una necesidad natural. La ternura, la abnegación de su madre lo habían dotado de un egoísmo feroz; estaba convencido de que sentía cariño por quienes lo compadecían o lo mimaban; pero, en realidad, vivía aparte, ensimismado; sólo lo preocupaba su bienestar e intentaba por todos los medios posibles acrecentar sus satisfacciones. Cuando, a la postre, llegó a asquearle el enternecido afecto de la señora Raquin, se volcó con deleite en una tarea estúpida que lo libraba de las tisanas y las pociones. Luego, al caer la tarde, cuando regresaba de la oficina, vagabundeaba por las orillas del Sena con su prima Thérèse. Thérèse andaba por los dieciocho años. Un día, dieciséis años antes, cuando la señora Raquin era aún mercera, su hermano, el capitán Degans, llegó con una chiquilla en brazos. Venía de Argelia. —Aquí te traigo a esta niña; eres su tía —le dijo, sonriente—. Su madre ha muerto... Yo no sé qué hacer con ella. Te la doy. La mercera cogió a la criatura, le sonrió, la besó en las sonrosadas mejillas. Degans se quedó ocho días en Vernon. Su hermana apenas si le hizo preguntas acerca de aquella niña que le entregaba. Se enteró por encima de que la chiquitina había nacido en Orán y de que su madre había sido una mujer indígena de gran belleza. El capitán le entregó, una hora antes de marcharse, una partida de nacimiento en la que Thérèse, a la que había reconocido, llevaba su apellido. Se fue y no volvieron a verlo; pocos años después, lo mataron en África. Thérèse creció tendida en la misma cama que Camille, sometida a los mismos mimos cálidos de su tía. Tenía una salud de hierro y la criaron como a una niña enfermiza: compartía las medicinas que tomaba su primo, no salía de la tibieza de la habitación del enfermito. Permanecía durante horas acurrucada junto al fuego, pensativa, mirando las llamas de frente, sin entornar los párpados. Aquella vida forzosa de convaleciente la encerró en sí misma; adquirió la costumbre de hablar en voz baja, de caminar sin hacer ruido, de quedarse callada y quieta en una silla, con los ojos abiertos y sin mirada. Y cuando alzaba un brazo, cuando adelantaba un pie, se notaba en ese cuerpo elasticidad felina, músculos cortos y enérgicos, todo un caudal de energía, todo un caudal de pasión, amodorrados en su adormecida carne. Un día, a su primo le dio un desmayo; se cayó y Thérèse lo alzó y lo llevó a cuestas, con ademán brusco; y aquel alarde de fuerza le puso unas anchas chapetas abrasadoras en el rostro. Ni aquella existencia enclaustrada ni el debilitante régimen de vida que le imponían consiguieron privar de vigor su cuerpo flaco y robusto; pero el rostro se le volvió de un color pálido, levemente amarillento, con lo que, a la sombra, parecía casi fea. A veces, se acercaba a la ventana y miraba las casas de enfrente sobre las que caían las oleadas de oro del sol. Cuando la señora Raquin vendió el negocio y se retiró a la casita a orillas del río, Thérèse se estremeció de dicha para sus adentros. Tantas veces le había repetido su tía: «No hagas ruido, estate quieta», que guardaba, celosamente escondidas, todas las espontáneas fogosidades de su carácter. Contaba con una soberana sangre fría y una aparente calma, tras la que se ocultaban terribles arrebatos. Parecía estar siempre en el cuarto de su primo, junto a un niño moribundo, y tenía los ademanes mansos, los silencios, la placidez, las palabras dichas a medias de una anciana. Cuando vio el jardín, el río blanco, las dilatadas lomas verdes que se alzaban en el horizonte, sintió deseos salvajes de correr y gritar; notó que el corazón le golpeaba con fuerza dentro del pecho; pero no se le alteró ni un músculo de la cara, se limitó a sonreír cuando su tía le preguntó si le gustaba la casa nueva. La vida le fue ahora más grata. Siguió con el mismo porte flexible, con el mismo rostro sosegado e indiferente, siguió siendo la niña criada en la cama de un enfermo; pero vivió en su fuero interno una existencia ardiente y arrebatada. Cuando estaba sola, en la hierba, a la orilla del agua, se tendía bocabajo, como un animal, con los ojos sombríos y dilatados y el cuerpo arqueado, a punto de saltar. Y allí se quedaba durante horas, sin pensar en nada, dejando que la consumiese el sol, dichosa al poder hundir los dedos en la tierra. Tenía sueños locos; contemplaba con desafío el río rugiente, imaginaba que el agua se iba a abalanzar sobre ella y a atacarla; se tensaba entonces, se aprestaba a defenderse, se preguntaba airada cómo podría vencer su oleaje. Por la noche, calmada y silenciosa, cosía Thérèse junto a su tía; su rostro parecía dormitar a la luz que caía blandamente de la pantalla. Camille, desplomado en un sillón, pensaba en sus sumas. Sólo alguna palabra dicha en voz baja turbaba de vez en cuando la paz de aquella morada dormida. La señora Raquin miraba con serena bondad a su parejita. Había resuelto casarlos. Seguía tratando a su hijo como a un moribundo; se estremecía de temor cuando pensaba que ella habría de morirse un día y dejarlo solo y enfermo. Y contaba entonces con Thérèse, se decía que la joven sería una atenta enfermera para Camille. Su sobrina, con aquel aspecto sosegado, aquella muda abnegación, le inspiraba una confianza ilimitada. Sabía cómo se comportaba; quería que su hijo la tuviera de ángel de la guarda. Ese matrimonio era un desenlace previsto y decidido. Los jóvenes estaban al tanto, desde hacía mucho, de que tendrían que casarse un día. Crecieron sabiéndolo, y esa idea se convirtió así para ellos en algo anunciado y natural. La familia hablaba de esa unión como de un acontecimiento necesario y fatal. La señora Raquin había dicho: «Esperaremos a que Thérèse cumpla los veinte». Y esperaron pacientemente, sin fiebre ni rubor. Camille, cuya sangre se había empobrecido con la enfermedad, nada sabía de los acerbos deseos de la adolescencia. Seguía siendo un niño con su prima, la besaba igual que besaba a su madre, por costumbre, sin perder nada de su tranquilidad egoísta. Veía en ella a una compañera complaciente que impedía que se aburriera demasiado y, de vez en cuando, le preparaba una tisana. Cuando jugaba con ella, cuando la tomaba en sus brazos, le parecía que estaba abrazando a un muchacho; no sentía en su carne estremecimiento alguno. Y nunca se le pasó por las mientes, en momentos de ésos, besar los cálidos labios de Thérèse, que se defendía riendo con risa nerviosa. También la joven seguía, en apariencia, fría e indiferente. Clavaba, no obstante, de vez en cuando los grandes ojos en Camille y se lo quedaba mirando durante varios minutos con fijeza soberanamente reposada. En momentos así, sólo los labios se le estremecían con leves movimientos imperceptibles. Nada podía leerse en aquel rostro impasible que, por efectos de una voluntad implacable, siempre era dulce y atento. Cuando se mencionaba la boda, Thérèse se ponía seria y se limitaba a asentir con la cabeza a cuanto decía la señora Raquin. Camille se quedaba dormido. Al atardecer, durante el verano, los dos jóvenes se escapaban para ir a la orilla del agua. Se irritaba Camille con los continuos cuidados de su madre; se rebelaba, quería correr, ponerse enfermo, librarse de aquellos mimos que le daban náuseas. Animaba entonces a Thérèse a seguirlo, la provocaba para que luchasen y se revolcasen en la hierba. Un día empujó a su prima y la derribó; la joven se levantó de un brinco con fiereza animal y, con el rostro encendido y los ojos encarnados, se abalanzó sobre él con ambos brazos en alto. Camille se dejó caer al suelo. Tenía miedo. Pasaron los meses y los años. Llegó el día fijado para la boda. La señora Raquin se llevó a Thérèse aparte, le habló de su padre y de su madre, le contó la historia de su nacimiento. La joven escuchó a su tía y luego le dio un beso, sin responder palabra. Esa noche Thérèse, en vez de entrar en su cuarto, que estaba a la izquierda de la escalera, entró en el de su primo, que estaba a la derecha. Aquel día, no hubo más cambios en su vida. Y, al día siguiente, cuando el joven matrimonio bajó, Camille mostraba aún su enfermiza languidez, su bendita tranquilidad egoísta. Thérèse seguía con la misma indiferencia suave, con el mismo rostro de expresión contenida, de pavorosa tranquilidad. CAPÍTULO III Ocho días después de la boda, Camille le comunicó muy claramente a su madre que quería irse de Vernon y vivir en París. La señora Raquin puso el grito en el cielo: tenía la vida organizada y no quería cambiar ni una sola de sus circunstancias. A su hijo le dio un ataque de nervios; y la amenazó con caer enfermo si no le daba ese capricho. —Nunca me he opuesto a tus proyectos —le dijo—; me he casado con mi prima, he tomado cuantos remedios me has querido dar. Qué menos que ahora quiera algo y tú estés de acuerdo conmigo... Nos iremos a finales de mes. La señora Raquin no durmió en toda la noche. La decisión de Camille daba un vuelco a su vida; y ella intentaba con desesperación cambiar el rumbo de su existencia. Poco a poco, fue recuperando la calma. Pensó en que el joven matrimonio podría tener hijos y entonces ya no bastaría con su modesta fortuna. Había que ponerse otra vez a ganar dinero, volver al comercio, dar con una ocupación lucrativa para Thérèse. Al día siguiente, ya estaba hecha a la idea de irse y había edificado el plan de una vida nueva. A la hora de comer, estaba muy alegre. —Esto es lo que vamos a hacer —les dijo a sus hijos—. Me voy a ir a París mañana, para buscar una mercería pequeña, y Thérèse y yo volveremos a vender hilos y agujas. Así no nos aburriremos. Tú, Camille, puedes hacer lo que quieras, o salir de paseo a tomar el sol o buscarte un empleo. —Me buscaré un empleo —respondió el joven. Lo cierto era que lo único que había impulsado a Camille a esa partida era una necia ambición. Quería estar empleado en unas oficinas importantes; se ruborizaba de gusto cuando se veía a sí mismo, en sueños, en un amplio despacho, con unos manguitos de lustrina y una pluma en la oreja. A Thérèse no le consultaron; siempre había hecho gala de tanta obediencia pasiva que su tía y su marido no se molestaban ya en pedirle una opinión. Iba a donde ellos iban, hacía lo que ellos hacían, sin una protesta, sin un reproche, como si ni siquiera se diese cuenta de que cambiaba de lugar. La señora Raquin fue a París y se encaminó directamente al pasadizo de Le Pont-Neuf. Una solterona anciana de Vernon le había dado las señas de una pariente suya que llevaba un comercio de mercería en dicho pasadizo y quería dejarlo. A la ex mercera le pareció la tienda un poco pequeña y un poco oscura; pero, al cruzar París, la habían amedrentado el barullo de las calles y el lujo de los artículos expuestos en los comercios; y aquel estrecho pasadizo, aquellos escaparates modestos le recordaron su antigua tienda, tan tranquila. Pudo creerse aún en provincias, respiró, pensó que sus hijos tan queridos serían felices en aquel ignoto rincón. El precio moderado que pedían por las existencias la decidió: se las vendían por dos mil francos. El alquiler del local y del piso primero era sólo de mil doscientos francos. La señora Raquin, que tenía ahorrados cerca de cuatro mil francos, calculó que podía pagar las existencias y el alquiler del primer año sin merma de su caudal. El sueldo de Camille y los beneficios del comercio bastarían, se decía, para atender las necesidades cotidianas; de esta forma, no tendría que tocar sus rentas y dejaría que el capital fuese creciendo para sus nietos. Volvió radiante a Vernon; dijo que había encontrado una joya, un rincón delicioso en pleno París. Poco a poco, al cabo de unos cuantos días, la tienda húmeda y oscura se convirtió, en las charlas de por la noche, en un palacio: volvía a verla, en sus recuerdos, cómoda, amplia, tranquila, dotada de mil considerables ventajas. —¡Ay, mi buena Thérèse! —decía—. ¡Lo felices que vamos a ser en ese rinconcito! Hay tres habitaciones muy hermosas en el piso de arriba... El pasadizo está muy animado... Pondremos unos escaparates preciosos... Ya verás que no nos va a dar tiempo a aburrirnos. Hablaba y hablaba. Se le despertaban todos los instintos de sus tiempos de mercera. Daba consejos de antemano a Thérèse en lo tocante a la venta, las compras, las artimañas del pequeño comercio. La familia dejó, por fin, la casa a orillas del Sena; ese mismo día, al caer la tarde, se estaba instalando en el pasadizo de Le Pont-Neuf. Cuando Thérèse entró en la tienda en la que iba a vivir en adelante, le pareció que la estaban metiendo en la tierra de miga de una fosa. Se le puso en la garganta algo semejante a una náusea, le entraron escalofríos de miedo. Miró el pasadizo sucio y húmedo, inspeccionó el local, subió al primer piso, recorrió todas las habitaciones; aquellos cuartos desnudos, sin muebles, asustaban por su soledad y su deterioro. La joven no hizo gesto alguno; no dijo ni palabra. Se sentía como de hielo. Su tía y su marido habían bajado; se sentó encima de un baúl con las manos agarrotadas y la garganta colmada de sollozos, pero sin poder llorar. La señora Raquin sintió un gran apuro al enfrentarse con la realidad y se avergonzó de sus sueños. Probó a defender su adquisición. Para cada nuevo inconveniente que se iba presentando, se le ocurría una solución, justificaba la oscuridad diciendo que estaba nublado y, a guisa de recapitulación, aseguraba que bastaría con pasar una escoba. —¡Bah! —contestaba Camille—. Es todo muy aceptable... Además, aquí sólo subiremos por la noche. Yo no volveré antes de las cinco o las seis... Y vosotras dos estaréis juntas y no os aburriréis. Nunca habría aceptado el joven vivir en semejante tugurio si no hubiera contado con la acogedora comodidad de su oficina. Se decía que: estaría todo el día en ella, bien calentito, y por la noche se acostaría temprano. La tienda y la vivienda estuvieron desordenadas una semana larga. Ya desde el primer día, Thérèse se sentó detrás del mostrador y no se movió de ahí. La señora Raquin se extrañó ante aquel estado de ánimo tan apagado; había creído que la joven intentaría hacer más acogedora su casa; que pondría flores en las ventanas; que pediría empapelados nuevos, visillos, alfombras. Cuando le proponía algún arreglo, alguna mejora, su sobrina le respondía apaciblemente: —¿Y para qué? Así estamos muy bien. No necesitamos lujos. La señora Raquin tuvo que arreglar ella las habitaciones y poner un poco de orden en la tienda. Thérèse acabó por ponerse nerviosa al ver cómo daba vueltas sin parar; cogió una asistenta y obligó a su tía a que se sentase a su lado. Camille tardó un mes en encontrar empleo. Procuraba ausentarse de la tienda cuanto le era posible y andaba ocioso y de paseo todo el día. Acabó por aburrirse tanto que habló de regresar a Vernon. Por fin entró en las oficinas de los ferrocarriles de Orleáns. Ganaba cien francos al mes. Su sueño se había cumplido. Por las mañanas, salía a las ocho. Bajaba por la calle de Guénégaud hasta llegar a los muelles. Entonces, a pasitos cortos y con las manos metidas en los bolsillos, iba bordeando el Sena desde el Instituto1 hasta el Jardín Botánico. Aquel largo recorrido, que hacía dos veces al día, nunca le resultaba cansado. Miraba cómo fluía el agua, se detenía para ver pasar los trenes de madera que iban río abajo. No pensaba en nada. Con frecuencia, se quedaba a pie firme delante de Notre-Dame, mirando los andamios que cubrían la iglesia, que estaba en obras por entonces. Aquellos maderos gruesos le hacían gracia, aunque no sabía por qué. Luego, al pasar, echaba una ojeada al Puerto de los Vinos, contaba los coches de punto que venían de la estación. Por la tarde, atontado, dándole vueltas en la cabeza a cualquier necedad que habían contado en la oficina, cruzaba por el Jardín Botánico e iba a ver a los osos si no tenía mucha prisa. Se quedaba allí media hora, inclinado sobre el foso, siguiendo con la mirada a los osos, que se bamboleaban torpemente; le agradaba la apariencia de aquellos animalotes; los miraba fijamente con los labios entreabiertos y los ojos redondos, sintiendo una satisfacción estúpida al verlos ir de un lado para otro. Al fin se decidía a volver a su casa, arrastrando los pies, pendiente de los transeúntes, los coches, las tiendas. Cenaba nada más llegar y se ponía a leer a continuación. Había comprado las obras de Buffon y, cada noche, se fijaba la obligación de leer veinte o treinta páginas, pese al aburrimiento que sentía con semejante lectura. Leía también, en entregas de diez céntimos, la Historia del Consulado y del Imperio de Thiers, y la Historia de los girondinos de Lamartine. Y, además, obras de vulgarización científica. Creía que así velaba por su formación. A veces, obligaba a su mujer a que atendiese y le leía algunas páginas, algunas anécdotas. Lo asombraba sobremanera que Thérèse pudiera quedarse pensativa y en silencio toda una velada, sin sentir la tentación de coger un libro. En el fondo de sí mismo, admitía que su mujer era de inteligencia muy pobre. Thérèse rechazaba los libros con impaciencia. Prefería estar sin hacer nada, con los ojos fijos y el pensamiento indeciso y perdido. Por lo demás, mostraba siempre un humor uniforme y acomodaticio; ponía toda su voluntad en hacer de sí un instrumento pasivo, de complacencia y abnegación sumas. El negocio iba sin sobresaltos. Las ganancias eran regularmente iguales todos los meses. La clientela la componían las operarias del barrio. Cada cinco minutos, entraba una joven y se gastaba unos pocos céntimos. Thérèse atendía a las compradoras con palabras siempre idénticas y una sonrisa que le subía mecánicamente a los labios. La señora Raquin hacía gala de más ductilidad, era más charlatana y, a decir verdad, era ella quien atraía y conservaba la parroquia. Los días fueron transcurriendo iguales durante tres años. Camille no faltó ni una vez a la oficina; su madre y su mujer apenas si salieron de la tienda. Thérèse vivía en una oscuridad húmeda, en un silencio taciturno y agobiante y veía cómo la vida se extendía ante ella, desnuda, trayendo consigo cada noche el mismo lecho frío y cada mañana el mismo día huero. CAPÍTULO IV Cada siete días, los jueves por la noche, la familia Raquin recibía. Encendían en el comedor una lámpara de gran tamaño y ponían a la lumbre un hervidor para hacer té. Era todo un acontecimiento. Aquella velada destacaba sobre las demás; se había afincado en los hábitos de la familia como una orgía burguesa desaforadamente alegre. No se acostaban hasta las once. La señora Raquin volvió a coincidir en París con uno de sus antiguos amigos, el comisario de policía Michaud, destinado durante veinte años en Vernon, en donde vivía en la misma casa que la mercera. Nació así entre ellos una estrecha confianza; más adelante, cuando la viuda vendió el negocio para irse a vivir a la casa a orillas del río, se fueron perdiendo poco a poco de vista. Michaud se marchó a la capital pocos meses después, para gastarse apaciblemente en París, en la calle de Seine, los mil quinientos francos que le correspondían de retiro. Un día de lluvia, se encontró con su antigua conocida en el pasadizo de Le Pont-Neuf; esa misma noche, vino a cenar a casa de los Raquin. Quedaron así establecidas las recepciones de los jueves. El ex comisario de policía tomó la costumbre de acudir puntualmente todas las semanas. Acabó por traer consigo a su hijo Olivier, un joven alto, de treinta años, flaco y seco, que estaba casado con una mujer muy menuda, pausada y enfermiza. Olivier tenía en la prefectura de policía un empleo en el que ganaba tres mil francos; Camille se lo envidiaba mucho. Era oficial de primera en las oficinas de la Brigada de Orden y Seguridad. Ya desde el primer día, Thérèse aborreció a aquel joven tieso y frío, que creía honrar la tienda del pasadizo sólo con pasear por ella la flacura de su corpachón y los desfallecimientos de su infeliz mujer. Camille trajo consigo otro invitado, un empleado que llevaba ya mucho tiempo en los ferrocarriles de Orleáns. Grivet trabajaba en esas oficinas desde hacía veinte años, era primer oficial y ganaba dos mil cien francos. Era de su incumbencia el reparto del trabajo a los empleados de la sección de Camille, y éste le tenía cierto respeto; en sus sueños, se decía que Grivet había de morirse algún día y que quizá podría él ocupar su puesto al cabo de unos diez años. Grivet quedó satisfechísimo de la forma en que lo recibió la señora Raquin y volvió todas las semanas con irreprochable regularidad. Seis meses después, la visita del jueves era para él un deber: acudía al pasadizo de Le Pont-Neuf de la misma forma que acudía todas las mañanas a la oficina, mecánicamente, movido por un instinto imbécil. A partir de aquel momento, las reuniones fueron gratísimas. A las siete, la señora Raquin encendía el fuego, colocaba la lámpara en el centro de la mesa, ponía junto a ella un juego de dominó, pasaba un paño al juego de té que estaba en el aparador. A las ocho en punto, Michaud padre y Grivet coincidían delante de la tienda, procedente uno de la calle de Seine y el otro, de la calle Mazarine. Entraban y toda la familia subía al primer piso. Se sentaban en torno a la mesa y esperaban a Olivier Michaud y su mujer, que siempre llegaban con retraso. Cuando ya estaban todos, la señora Raquin servía el té, Camille volcaba la caja de fichas de dominó encima del hule y se ensimismaban en el juego. Sólo se oía ya el choque de las fichas. Después de cada partida, los jugadores charlaban durante uno o dos minutos; luego volvía el silencio, taciturno, repleto de golpes secos. Thérèse jugaba con una indiferencia que irritaba a Camille. Se ponía en el regazo a François, el gato gordo y atigrado que la señora Raquin había traído de Vernon y lo acariciaba con una mano mientras colocaba las fichas con la otra. Las veladas del jueves eran para ella un suplicio; con frecuencia decía que se encontraba indispuesta, se quejaba de una fuerte jaqueca para no tener que jugar, para quedarse sin hacer nada, medio dormida. Con un codo encima de la mesa y la mejilla apoyada en la palma de la mano, miraba a los invitados de su tía y de su marido y los veía a través de la humareda, parecida a una neblina amarilla, que soltaba la lámpara. Aquellas caras la exasperaban. Las miraba sucesivamente con hondo asco y sordos arrebatos de irritación. Michaud padre mostraba un rostro macilento con manchas rojas, uno de esos rostros muertos de anciano chocho; Grivet era de cara estrecha, ojos redondos, labios delgados de cretino; Olivier, a quien se le marcaban los huesos en las mejillas, tenía un cuerpo ridículo que remataba, con mucha formalidad, una cabeza tiesa e insignificante; en cuanto a Suzanne, la mujer de Olivier, era palidísima, con mirada perdida y rostro blando. Y Thérèse no hallaba ni un hombre, ni una persona viva, entre aquellos seres grotescos y tétricos con los que estaba encerrada; a veces, la asaltaban alucinaciones; le parecía que estaba enterrada en lo más hondo de un sepulcro junto con cadáveres mecánicos que meneaban la cabeza y movían las piernas y los brazos cuando se tiraba del hilo. El ambiente cargado del comedor la asfixiaba; el estremecido silencio y los resplandores amarillentos de la lámpara hacían que la invadiera un espanto inconcreto, una angustia indecible. Abajo, en la puerta de la tienda, habían puesto una campanilla cuyo agudo tintineo avisaba si entraba una parroquiana. Thérèse aguzaba el oído; cuando sonaba la campanilla, bajaba deprisa, aliviada, dichosa de poder irse del comedor. Despachaba despacio. Cuando se quedaba sola, se sentaba detrás del mostrador, se demoraba allí cuanto podía, temiendo tener que subir de nuevo, saboreando una auténtica dicha por no tener ya a Grivet y Olivier ante los ojos. El aire húmedo de la tienda le calmaba la fiebre que le abrasaba las manos. Y volvía a caer en esa ensoñación adusta que le era habitual. Pero no podía estar allí mucho tiempo. A Camille lo enojaba su ausencia. No podía entender que, los jueves por la noche, alguien prefiriese la tienda al comedor. Así que se asomaba a la barandilla y buscaba a su mujer con la vista. —¿Qué pasa? —voceaba—. ¿Qué haces ahí? ¿Por qué no subes?... Grivet tiene una suerte endiablada. Ha ganado otra vez. La joven se levantaba trabajosamente y volvía a sentarse frente a Michaud padre, que sonreía de forma repulsiva con labios colgantes. Y hasta las once seguía desplomada en la silla, con François en brazos, mirándolo para no ver los muñecos de cartón que la rodeaban haciendo muecas. CAPÍTULO V Un jueves, al volver de la oficina, Camille trajo consigo a un mocetón de espaldas cuadradas, al que hizo entrar en la tienda con mucha confianza. —Madre —preguntó a la señora Raquin, poniéndoselo delante—, ¿reconoces a este caballerete? La anciana mercera miró al mocetón, rebuscó en sus recuerdos y no halló nada. Thérèse contemplaba la escena con cara plácida. —¡Cómo! —exclamó Camille—. ¿No te acuerdas de Laurent, de Laurent hijo, del chico del tío Laurent, ese que tiene unos campos de trigo tan hermosos por la parte de Jeufosse?... ¿No te acuerdas de él?... Íbamos juntos al colegio; venía a buscarme por las mañanas, según salía de casa de su tío, que era vecino nuestro, y tú le dabas rebanadas de pan con mermelada. La señora Raquin se acordó de pronto de aquel chiquillo, y lo encontró muy crecido. Hacía por lo menos veinte años que no lo veía. Quiso hacerle olvidar la atolondrada acogida con un caudal de recuerdos y con halagos completamente maternales. Laurent había tomado asiento; sonreía apaciblemente, contestaba con voz clara, recorría cuanto lo rodeaba con mirada tranquila y campechana. —¡Fijaos! —dijo Camille—. Este pillastre lleva dieciocho meses trabajando en la estación de los ferrocarriles de Orleáns y hasta esta noche no nos hemos encontrado y reconocido. ¡Es una compañía tan grande y tan importante! El joven hizo el comentario abriendo mucho los ojos y apretando los labios, muy ufano por ser el humilde engranaje de una gran maquinaria. Y siguió diciendo, mientras asentía con la cabeza: —Huy, pero a él le van muy bien las cosas. Tiene estudios y gana ya mil quinientos francos... Su padre lo mandó al colegio, interno; ha estudiado derecho y pintura. ¿Verdad, Laurent?... Te quedas a cenar con nosotros. —De mil amores —contestó llanamente Laurent. Se quitó el sombrero y tomó acomodo en la tienda. La señora Raquin fue corriendo a meterse entre sus cazuelas. Thérèse, que aún no había dicho ni palabra, miraba al recién llegado. Nunca había visto a un hombre. Laurent, alto, fuerte, de lozano rostro, la tenía asombrada. Contemplaba con una suerte de admiración esa frente estrecha, que coronaba una áspera cabellera negra, esas mejillas llenas, esos labios rojos, ese rostro de rasgos regulares, de belleza sanguínea. La mirada se le detuvo por un momento en el cuello de aquel hombre, un cuello ancho y corto, carnoso y fuerte. Luego se quedó absorta en la contemplación de aquellas manazas, que Laurent tenía abiertas y apoyadas en las rodillas. Eran de dedos cuadrados; el puño cerrado debía de ser gigantesco y habría podido derribar un buey. Laurent era un auténtico hijo de campesino, de porte un tanto torpe, espalda abombada, gestos lentos y rotundos, aspecto reposado y tozudo. Se intuían, bajo la ropa, los músculos rotundos y desarrollados y todo el cuerpo, de carne densa y firme. Y Thérèse lo inspeccionaba con curiosidad, yendo de los puños al rostro, sintiendo leves escalofríos cuando los ojos se le detenían en aquel cuello de toro. Camille sacó los tomos de Buffon y las entregas de diez céntimos, para que su amigo viera que él también estudiaba. Luego, como respondiendo a una pregunta que llevaba unos instantes haciéndose, le dijo a Laurent: —Pero si tienes que conocer a mi mujer. ¿No te acuerdas de aquella primita mía que jugaba con nosotros en Vernon? —Enseguida me he dado cuenta de quién es la señora —contestó Laurent, mirando a Thérèse cara a cara. La joven sintió algo parecido a una incomodidad ante aquella mirada directa, que parecía ahondar en ella. Sonrió forzadamente, cruzó unas cuantas palabras con Laurent y con su marido, y se apresuró luego a irse con su tía. Estaba sufriendo. Se sentaron a la mesa. Nada más empezar con la sopa, Camille se sintió en la obligación de dar conversación a su amigo. —¿Cómo está tu padre? —le preguntó. —Pues no lo sé —repuso Laurent—. Estamos reñidos; hace cinco años que ya no nos escribimos. —¡No puede ser! —exclamó el empleado, asombrado ante tamaña monstruosidad. —Pues sí, es que el bueno de mi padre es muy suyo... Como siempre está en pleitos con los vecinos, me dio estudios pensando que, así, más adelante iba a tener un abogado que le ganase todos los juicios... Huy, es que el tío Laurent no tiene más que ambiciones prácticas; quiere sacarles partido incluso a sus extravagancias. —¿Y no quisiste ser abogado? —preguntó Camille, cada vez más pasmado. —Pues no —repuso su amigo, riéndose—. Estuve dos años haciendo que iba a clase, para cobrar la renta de mil doscientos francos que mi padre me pasaba. Vivía con uno de mis compañeros de colegio, que es pintor, y empecé a pintar yo también. Me resultaba divertido. Es un oficio entretenido y poco cansado. Nos pasábamos el día fumando y bromeando... La familia Raquin abría unos ojos como platos. —Por desdicha —siguió diciendo Laurent— la cosa no podía durar. Mi padre se enteró de que lo estaba engañando y me quitó mis cien francos mensuales, animándome a que me fuese a cavar la tierra con él. Entonces intenté pintar cuadros de santos: mal negocio... Como vi con toda claridad que me iba a morir de hambre, mandé el arte al infierno y busqué un empleo. Mi padre no va a vivir eternamente; así que estoy a la espera de que se muera para vivir sin hacer nada. Laurent hablaba con voz sosegada. Acababa de referir, en pocas palabras, una historia característica que lo retrataba a la perfección. En el fondo, era un vago con apetitos sanguíneos, deseos muy determinados de goces fáciles y duraderos. Aquel corpachón poderoso sólo aspiraba a no hacer nada, a refocilarse hora a hora en la ociosidad y el hartazgo de esos apetitos. Le habría gustado comer bien, dormir bien, dar amplia satisfacción a sus pasiones, sin moverse del sitio, sin exponerse a la nefasta oportunidad de un cansancio cualquiera. La profesión de abogado le había causado pánico, y le entraban temblores sólo de pensar en cavar la tierra. Se había metido en el arte, con la esperanza de que fuera un oficio de vagos; el pincel le parecía una herramienta de manejo liviano; y, además, pensaba que se triunfaba en ese oficio con facilidad. Soñaba con una vida de goces voluptuosos y baratos, una vida hermosa repleta de mujeres, de descanso en los sofás, de comilonas y borracheras. El sueño duró mientras el tío Laurent fue mandando dinero. Pero cuando el joven, que ya había cumplido los treinta, divisó la miseria en el horizonte, se lo pensó mejor; se sentía cobarde ante las privaciones, no habría aceptado un día sin pan a mayor gloria del arte. Mandó la pintura al infierno, como decía él, el día en que se dio cuenta de que no satisfaría sus desmedidos apetitos. Sus primeros intentos no habían llegado al umbral de la mediocridad; sus ojos de campesino veían la naturaleza de forma torpe y sucia; sus lienzos, cenagosos, mal compuestos, contorsionados, estaban más allá de cualquier crítica. Por lo demás, su vanidad de artista no parecía excesiva y no se desesperó más de la cuenta cuando tuvo que dar de lado los pinceles. Lo único que echó verdaderamente en falta fue el estudio de su compañero de colegio, aquel anchuroso estudio en que se había solazado con tanta voluptuosidad por espacio de cuatro o cinco años. También echó de menos a las mujeres que acudían a posar y cuyos caprichos estaban al alcance de su bolsa. Aquel mundo de goces bestiales le dejó el escozor de las necesidades de la carne. Se sintió a gusto, no obstante, en su trabajo de empleado; vivía perfectamente en aquel estado animal, le gustaba aquella tarea día a día, que no lo cansaba y le adormecía la inteligencia. Sólo había dos cosas que lo irritasen: no tenía mujeres y los menús de noventa céntimos de los restaurantes baratos no calmaban los glotones apetitos de su estómago. Camille lo escuchaba, lo miraba con asombro de pánfilo. Aquel muchacho débil, cuyo cuerpo mustio y abatido nunca había sentido sacudida alguna de deseo, soñaba puerilmente con esa vida bohemia de la que le hablaba su amigo. Pensaba en esas mujeres que exhibían su piel desnuda. Le hizo preguntas a Laurent. —¿Así que ha habido mujeres que, así por las buenas, se han quitado la camisa delante de ti? —le dijo. —Pues claro —contestó Laurent, sonriente y mirando a Thérèse, que se había puesto muy pálida. —Sí que debe de resultar raro —siguió diciendo Camille con risa infantil—. A mí me daría apuro... La primera vez, debiste de quedarte de un aire. Laurent había extendido una de las manazas y se estaba mirando la palma atentamente. Se le estremecieron levemente los dedos y se le subieron a las mejillas unos brillos rojos. —La primera vez —añadió, como si hablase consigo mismo— creo que me pareció natural... Es muy entretenido ese endemoniado oficio, pero no da una perra... Tuve de modelo a una pelirroja que era adorable: unas carnes firmes y deslumbrantes, unos pechos espléndidos, una anchura de caderas... Laurent alzó la cabeza y vio ante sí a Thérèse, muda, inmóvil. La joven lo estaba mirando con ardiente fijeza. Sus ojos, de un negro mate, parecían dos agujeros sin fondo; y, entre los labios entreabiertos, podían entreverse, en la boca, unas luces sonrosadas. Estaba como agazapada, como encogida; y escuchaba. Las miradas de Laurent fueron de Thérèse a Camille. El ex pintor reprimió una sonrisa. Remató la frase con el ademán, un ademán amplio y voluptuoso que la joven siguió con la mirada. Estaban en los postres y la señora Raquin acababa de bajar para atender a una cliente. Cuando quitaron el mantel, Laurent, que llevaba un rato pensativo, le dijo bruscamente a Camille: —¿Sabes que debería pintarte un retrato? Aquella idea encantó a la señora Raquin y a su hijo. Thérèse siguió sin decir nada. —Como estamos en verano —añadió Laurent— y salimos de la oficina a las cuatro, puedo venir aquí, para que poses durante un par de horas, por la tarde. En ocho días lo acabo. —Muy bien —respondió Camille, arrebolado de júbilo—, y te quedas a cenar con nosotros. Iré a que me ricen el pelo y me pondré la levita negra. Estaban dando las ocho y se presentaron Grivet y Michaud. Olivier y Suzanne llegaron pisándoles los talones. Camille hizo las presentaciones. Grivet frunció los labios. Aborrecía a Laurent, cuyo sueldo había aumentado con excesiva celeridad, en opinión suya. Por lo demás, incluir a un nuevo invitado era asunto muy serio: los huéspedes de los Raquin no podían por menos de recibir con cierta frialdad a un desconocido. Laurent se mostró cordial y bonachón. Se percató de las circunstancias, quiso agradar y conseguir que lo aceptasen sin más dilación. Contó anécdotas, animó la velada con su ruidosa risa y se alzó con la amistad del mismísimo Grivet. Thérèse no hizo esa noche intentos de bajar a la tienda. Se quedó hasta las once sentada en su silla, jugando y charlando, evitando toparse con la mirada de Laurent, quien, por lo demás, no le hacía caso. El temperamento sanguíneo de aquel muchacho, su voz rotunda, sus risas exuberantes, los olores acres y fuertes que emanaban de su persona turbaban a la joven y hacían que se apoderase de ella algo así como una angustia nerviosa. CAPÍTULO VI A partir de ese día, Laurent fue casi todas las noches a casa de los Raquin. Vivía en la calle de Saint Victor, enfrente del Puerto de los Vinos, en un cuarto amueblado, pequeño, que le costaba dieciocho francos al mes; era una habitación abuhardillada de apenas seis metros cuadrados, en cuyo techo se abría un tragaluz que dejaba ver el cielo por una estrecha rendija. Laurent regresaba a aquel cuchitril lo más tarde que podía. Antes de encontrarse con Camille, como no tenía dinero para andar rodando por los divanes de los cafés, se quedaba las horas muertas en la lechería en la que cenaba por la noche. Fumaba una cuantas pipas y se tomaba a continuación un café con aguardiente que le costaba quince céntimos. Luego se iba despacio hacia la calle de Saint Victor, paseando por los muelles, sentándose en los bancos cuando el aire era tibio. La tienda del pasadizo de Le Pont-Neuf llegó a ser para él un gratísimo refugio, cálido, apacible, rebosante de palabras y agasajos amistosos. Se ahorraba los quince céntimos del café con aguardiente y bebía con golosina el excelente té de la señora Raquin. Se quedaba en aquella casa hasta las diez, amodorrado, haciendo la digestión, como si estuviera en la suya propia. No se iba sino tras haber ayudado a Camille a cerrar la tienda. Una noche, trajo el caballete y la caja de óleos. Iba a empezar al día siguiente a pintar el retrato de Camille. Compraron un lienzo e hicieron minuciosos preparativos. Por fin puso el artista manos a la obra en el propio dormitorio del matrimonio, pues decía que había allí mejor luz. Necesitó tres veladas para dibujar la cabeza. Paseaba con mucho cuidado el carboncillo por el lienzo, escuetamente, dando toques menudos; el dibujo, tieso y seco, recordaba de forma grotesca a los pintores primitivos. Copió la cara de Camille como copia un alumno un desnudo de estudio, con mano vacilante y torpe fidelidad que prestaron al rostro una expresión enfurruñada. El cuarto día, puso en la paleta diminutos montoncitos de óleo y empezó a pintar con la punta de los pinceles; punteaba el lienzo de magras manchas de tonos sucios, marcaba trazos cortos y muy juntos, como si estuviera usando un lápiz. Al concluir cada sesión, la señora Raquin y Camille manifestaban su entusiasmo. Laurent decía que había que esperar, que pronto empezaría a verse el parecido. Desde que estaba empezado el retrato, Thérèse no salía ya del dormitorio convertido en estudio. Dejaba a su tía sola tras el mostrador; aprovechaba el menor pretexto para subir y quedarse embobada mirando cómo pintaba Laurent. Siempre circunspecta, angustiada, más pálida y callada que de costumbre, se sentaba y contemplaba la labor de los pinceles. No obstante, el espectáculo no parecía divertirla mucho; acudía como si tirase de ella una fuerza, y allí se quedaba, como si la hubieran clavado en el sitio. Laurent se daba la vuelta a veces, le sonreía, le preguntaba si le gustaba el retrato. Ella apenas si contestaba; se estremecía y volvía luego a su ensimismado éxtasis. Laurent, mientras volvía por la noche a la calle de Saint Victor, iba cavilando largamente; debatía consigo mismo si debía o no convertirse en amante de Thérèse. —Esta mujercita —se decía— será mía en cuanto yo quiera. La tengo siempre encima, pasándome revista, midiéndome, calibrándome... Se estremece y pone una cara de lo más raro, muda y apasionada. Seguro que necesita un amante; se le ve en los ojos... También es verdad que Camille es un pobre hombre. Laurent se reía para sus adentros al acordarse de la macilenta delgadez de su amigo. Luego seguía pensando: —Thérèse se aburre en esa tienda... Yo voy por allí porque no sé adónde ir. Porque en caso contrario poco me iban a ver a mí en el pasadizo de Le Pont-Neuf Qué humedad, qué tristeza... Una mujer tiene que morirse ahí metida... Estoy seguro de que le gusto. Así que, ¿por qué no yo mejor que cualquier otro? Se detenía, se ponía muy ufano, miraba correr el Sena con cara absorta. —¡Sea, pues! —exclamaba—. La beso en cuanto se me presente una ocasión... Apuesto a que cae en mis brazos inmediatamente. Seguía andando; y le volvían las indecisiones. —Es que, bien pensado, no es guapa —pensaba—. Tiene la nariz larga, la boca grande. Además, no la quiero nada. A lo mejor me meto en una historia fea. Es cosa de pensárselo. Laurent, que era persona prudente, estuvo una semana larga dando vueltas a esos pensamientos. Previó todos los incidentes posibles de una relación con Thérèse y sólo se decidió a intentar la aventura cuando se hubo demostrado cumplidamente a sí mismo que le beneficiaba mucho hacerlo. Era cierto que Thérèse le parecía fea y que no la quería; pero, en resumidas cuentas, no le iba a costar nada; por descontado que las mujeres que compraba a precio vil no eran ni más hermosas ni más queridas. El sentido del ahorro le aconsejaba, ya de entrada, tomar la mujer de su amigo. Además, hacía mucho que no había satisfecho sus apetitos; como andaba corto de dinero, ponía la carne a dieta. Y no quería dejar pasar la ocasión de satisfacerla un poco. Y, en último lugar, esa relación, pensándolo bien, no podía tener consecuencias enfadosas: a Thérèse le interesaba mantenerlo todo en secreto; a él le resultaría fácil dejarla en cuanto quisiera; incluso admitiendo que Camille se enterase y se enfadase, ya lo tumbaría él de un buen puñetazo si se ponía de malas. A Laurent le parecía asunto fácil y prometedor lo mirase por donde lo mirase. Vivió a partir de entonces en un dulce sosiego, esperando que llegase el momento. Estaba decidido a no andarse con rodeos en cuánto se presentase la ocasión. Veía un porvenir de cálidas veladas. Todos los Raquin se dedicarían a satisfacerlo: Thérèse le apaciguaría la quemazón de la sangre; la señora Raquin lo mimaría como una madre; Camille charlaría con él e impediría así que se aburriera demasiado por las noches en la tienda. Estaba ya concluyendo el retrato y seguía sin presentarse una ocasión. Thérèse continuaba en el mismo sitio, agobiada y ansiosa; pero Camille nunca salía del dormitorio; y Laurent se desconsolaba al no poder alejarlo ni tan siquiera una hora. Un día no le quedó, sin embargo, más remedio que anunciar que terminaría el retrato al día siguiente. La señora Raquin anunció que cenarían todos juntos para celebrar la obra del pintor. Al día siguiente, tras dar al cuadro la última pincelada, toda la familia se reunió para admirarse del parecido. Era un retrato infame, de un sucio color gris con extensas manchas violáceas. Laurent no era capaz de utilizar los colores más brillantes sin convertirlos en apagados y fangosos; había exagerado, sin hacerlo aposta, los tonos macilentos del modelo, y el rostro de Camille parecía la cara verdosa de un ahogado; el contorsionado dibujo convulsionaba los rasgos y, así, el siniestro parecido saltaba aún más a la vista. Pero Camille estaba encantado; decía que en el cuadro tenía un aspecto muy distinguido. Tras admirarse bien admirado, dijo que iba a buscar dos botellas de vino de Champagne. La señora Raquin volvió a la tienda. El artista se quedó a solas con Thérèse. La joven seguía acurrucada, mirando al frente con mirada perdida. Parecía estar esperando algo, entre temblores. Laurent vaciló; contemplaba el cuadro, jugueteaba con los pinceles. El tiempo urgía. Camille podía regresar y quizá no se presentase otra ocasión. El artista se dio media vuelta con brusquedad y se encontró cara a cara con Thérèse. Se estuvieron mirando durante unos segundos. Luego, con violento ademán, Laurent se inclinó y apretó a la joven contra su pecho. Le echó hacia atrás la cabeza, aplastándole la boca con la suya. Ella reaccionó con rebeldía salvaje, arrebatada; y, de pronto, se entregó, dejándose resbalar hasta el suelo, en los baldosines. No cruzaron ni una palabra. El acto fue silencioso y brutal. CAPÍTULO VII Desde el primer momento, aquella relación les pareció a los amantes necesaria, fatal, natural por completo. Desde el primer encuentro se tutearon, se besaron sin apuros ni rubores, como si su intimidad fuera ya cosa de muchos años. Vivían a gusto en aquella situación nueva, con tranquilidad e impudicia totales. Planificaron sus citas. Como Thérèse no podía salir, decidieron que Laurent acudiría a su casa. La joven le explicó, con voz clara y firme, la idea que se le había ocurrido. Se verían en el dormitorio del matrimonio. El amante entraría por la galería que daba al pasadizo, y Thérèse le abriría la puerta de la escalera. Mientras tanto, Camille estaría en la oficina y la señora Raquin abajo, en la tienda. Cada cita sería un golpe audaz que no podía por menos de tener éxito. Laurent accedió. Había, en su prudencia, cierta temeridad brutal, la temeridad de un hombre de puños poderosos. El aplomo y la tranquilidad de su amante lo incitaron a acudir para disfrutar de una pasión tan ardientemente brindada. Buscó un pretexto, obtuvo de su jefe un permiso de dos horas y fue al pasadizo de Le Pont-Neuf. Nada más llegar a la entrada del pasadizo, comenzó a sentir vehementes raptos de voluptuosidad. La vendedora de bisutería estaba sentada precisamente delante de la puerta de la galería. Tuvo que esperar a que estuviera ocupada, a que una joven operaria viniese a comprar una sortija o unos pendientes de cobre. Se metió entonces deprisa por la galería y subió la escalera estrecha y oscura apoyándose en las paredes cubiertas de grasienta humedad. Le tropezaban los pies en los peldaños de piedra; con el ruido de cada tropezón notaba que le atravesaba el pecho una quemadura. Se abrió una puerta. En el umbral, rodeada de una claridad blanca, vio a Thérèse en camisa y enaguas, resplandeciente, con el pelo reciamente recogido detrás de la cabeza. Cerró la puerta y se le colgó del cuello. Exhalaba un aroma tibio, un aroma a ropa blanca y carne recién lavada. Laurent se asombró de que su amante le pareciera hermosa. Nunca había visto a aquella mujer. Thérèse, flexible y fuerte, lo estrechaba, echando hacia atrás la cabeza; y por el rostro le corrían fulgores ardientes, sonrisas apasionadas. Aquel rostro de amante estaba como transfigurado; tenía una expresión ida y tierna; resplandecía, con los labios húmedos y los ojos brillantes. La joven, arqueada y ondulante, mostraba una belleza extraña compuesta toda ella de arrebatos. Habríase dicho que tenía la cara iluminada desde dentro, que le brotaban llamas de la carne. Y aquella sangre encendida, aquellos nervios tensos lanzaban en torno efluvios cálidos, un hálito penetrante y acre. Con el primer beso, se reveló cortesana. Su cuerpo insatisfecho se arrojó perdidamente a la voluptuosidad. Había pasado de los endebles brazos de Camille a los brazos poderosos de Laurent; y la proximidad de aquel hombre vigoroso le hacía sentir una recia convulsión que la despertaba del sueño de la carne. Todos sus instintos de mujer nerviosa estallaron con inaudita violencia; la sangre de su madre, aquella sangre africana que le abrasaba las venas, comenzó a correr, a latir rabiosamente, en aquel cuerpo magro, casi virgen aún. Se exhibía, se ofrecía con soberano impudor. Y prolongados escalofríos la recorrían, de pies a cabeza. Nunca había conocido Laurent a una mujer así. Se quedó sorprendido, incómodo. No solían sus amantes recibirlo con tamaña fogosidad; estaba acostumbrado a besos fríos e indiferentes, a amores hastiados y ahítos. Los sollozos, los ataques de Thérèse casi lo espantaron, al tiempo que exacerbaban su curiosidad por las voluptuosidades. Cuando se separó de la joven, iba tambaleándose como un hombre ebrio. Al día siguiente, cuando recuperó su calma astuta y prudente, se preguntó si iba a volver a ver a aquella amante cuyos besos le daban fiebre. Al principio, tuvo la convicción de que no pensaba moverse de su casa. Luego, padeció ataques de cobardía. Quería olvidar a Thérèse, no verla más, con aquella desnudez, aquellas caricias dulces y brutales; pero siempre la tenía delante, implacable, tendiéndole los brazos. El sufrimiento físico que le causaba aquel espectáculo acabó por hacerse intolerable. Cedió, concertó una nueva cita, volvió al pasadizo de Le Pont-Neuf. A partir de ese día, Thérèse entró en su vida. No la aceptaba aún, pero la padecía. Pasaba por horas de pavor, por momentos de prudencia y, en resumidas cuentas, aquella relación lo tenía desagradablemente sobresaltado; pero sus temores, su malestar no eran nada frente a su deseo. Las citas continuaron y se multiplicaron. Thérèse no tenía dudas de ésas. Se entregaba sin escatimar, iba sin rodeos hacia donde la empujaba su pasión. Aquella mujer, a la que habían doblegado las circunstancias y que al fin se enderezaba, desnudaba por completo todo su ser al referir su vida. A veces, le rodeaba a Laurent el cuello con los brazos, se frotaba contra su pecho y le decía con voz aún jadeante: —¡Ay! ¡Si supieras cuánto he sufrido! He crecido en la humedad caliente del cuarto de un enfermo. Dormía en la misma cama que Camille; de noche, me apartaba de él, me asqueaba el olor mustio de su cuerpo. Era malo y terco, se negaba a tomarse las medicinas que yo no quería compartir con él; para darle gusto a mi tía, tenía que probar todas las drogas. No sé cómo no me he muerto... Por su culpa soy fea; qué quieres que te diga, me robaron cuanto tenía y es imposible que me quieras como yo te quiero. Lloraba, besaba a Laurent y seguía diciendo con un odio sordo: —No les deseo daño alguno. Me criaron, me recogieron y me pusieron al amparo de la miseria... Pero habría preferido ser una criatura abandonada antes que contar con su hospitalidad. Yo tenía una necesidad rabiosa de aire libre; ya de muy pequeña soñaba con ir por los caminos, descalza y pisando el polvo, pidiendo limosna, como una gitana. Me han dicho que, en África, mi madre era la hija del jefe de una tribu; he pensado mucho en ella y me he dado cuenta de que en la sangre y los instintos he salido a ella; habría querido no dejarla nunca y cruzar las arenas del desierto colgada de su espalda... ¡Ay, qué juventud he tenido! Todavía siento asco y rebeldía cuando me acuerdo de los días tan largos que pasé en aquella habitación, oyendo el estertor de Camille. Me quedaba acurrucada frente al fuego, mirando, alelada, cómo hervían las tisanas y sintiendo que se me entumecían los miembros. Y no podía moverme, mi tía me reñía si hacía ruido... Más adelante, tuve unas alegrías tan grandes en la casita a orillas del río..., pero ya me habían atontado, no sabía casi ni andar, me caía al correr. Y después me enterraron viva en esta tienda infame. Thérèse respiraba hondo, estrechaba con fuerza a su amante entre los brazos, se vengaba, y las delgadas y dúctiles aletas de la nariz le latían con leves palpitaciones nerviosas. —No te puedes ni imaginar —seguía diciendo— lo mala que me he vuelto por culpa de ellos. Han hecho de mí una hipócrita y una embustera... Me han asfixiado en sus suavidades burguesas, y no me explico cómo tengo aún sangre en las venas... Tuve los ojos bajos y puse la misma cara taciturna e imbécil que ellos, he vivido la misma vida muerta, ¿Verdad que cuando me viste por primera vez parecía un bicho? Tan seria, tan agobiada, tan entontecida. Ya no tenía ninguna esperanza y estaba pensando en tirarme un día al Sena... ¡Pero, antes de esa postración, cuántas noches de ira! Allá en Vernon, en mi cuarto helado, mordía la almohada para ahogar los gritos, luchaba, me llamaba cobarde. Me ardía la sangre y de buena gana me habría lacerado el cuerpo. Dos veces quise escaparme, caminar todo recto, al sol; me faltó valor, me habían convertido, con su benevolencia blanda y su ternura repulsiva, en un animal dócil. Así que mentí, siempre he mentido. Me quedé donde estaba, tan mansa, tan callada, soñando con golpear y morder. La joven dejaba de hablar, secándose los labios húmedos en el cuello de Laurent. Y añadía, tras un momento de silencio: —Ya ni sé por qué accedí a casarme con Camille. No protesté por una especie de despreocupación desdeñosa. Aquel niño me daba pena. Cuando jugaba con él, notaba que se me hundían los dedos en sus miembros como si fueran de arcilla. Lo acepté porque mi tía me lo ofrecía; y estaba decidida a no tomarme nunca la menor molestia por él... Y volví a encontrar en mi marido al chiquillo enfermo cuya cama había compartido ya a los seis años. Seguía siendo igual de endeble, igual de quejumbroso, y seguía teniendo aquel olor mustio de niño indispuesto que tanto me había repugnado antes... Te digo todo esto para que no tengas celos... Se me ponía en la garganta algo así como un asco; me acordaba de las medicinas que me había tomado, y me apartaba, y pasaba unas noches espantosas... Pero a ti, a ti... Y Thérèse se enderezaba, se echaba hacia atrás, con los dedos prendidos en las manazas de Laurent, contemplaba sus hombros anchos, su cuello tremendo... —A ti te quiero, te quise el día en que Camille te trajo a la tienda... A lo mejor no me tienes en mucho porque me entregué del todo, de una vez... La verdad es que no se cómo ocurrió. Yo soy orgullosa y colérica. Me habría gustado pegarte el primer día, cuando me besaste y me tiraste al suelo, en esta habitación... No sé cómo te quería, más bien te odiaba. Me irritaba verte, me hacía sufrir; cuando tú estabas delante, se me tensaban los nervios, a punto de romperse; se me vaciaba la cabeza, lo veía todo rojo. ¡Ay, cuánto he sufrido! Y buscaba ese sufrimiento, esperaba tu llegada, andaba rondando tu silla para caminar entre tu aliento, para rozar mi ropa con la tuya. Me parecía que tu sangre me lanzaba, al pasar, bocanadas de calor, y era esa especie de vaho ardiente que te rodeaba lo que me atraía y me impulsaba a quedarme junto a ti, aunque me rebelase sordamente... ¿Te acuerdas de cuando pintabas en este cuarto? Una fuerza fatal me obligaba a regresar a tu lado, respiraba tu aire con cruel deleite. Me daba cuenta de que parecía que andaba buscando que me besases, me avergonzaba de mi esclavitud, notaba que me caería si me tocabas. Pero mi cobardía podía más que yo, tiritaba de frío esperando que te decidieses a tomarme en tus brazos... Thérèse callaba entonces, estremeciéndose; parecía orgullosa y vengada. Tenía a Laurent, ebrio, contra su pecho; y en la habitación desnuda y helada acontecían escenas de pasión ardientes, de siniestra brutalidad. Cada nueva cita traía consigo ataques más fogosos. La joven parecía disfrutar siendo audaz e imprudente. No tenía ni una vacilación, ni un temor. Se arrojaba en el adulterio con algo semejante a una franqueza enérgica, desafiando el peligro, poniendo una suerte de vanidad en desafiarlo. Cuando estaba esperando a su amante, no tomaba más precaución que la de avisar a su tía de que subía a descansar un rato; y cuando su amante había llegado, caminaba, hablaba, se comportaba sin cautela, sin pensar nunca en evitar el ruido. En los primeros tiempos Laurent se asustaba a veces. —¡Por vida de ...! —le decía muy bajo a Thérèse—. ¡No metas tanto jaleo! Va a subir la señora Raquin. —¡Bah! —respondía ella, riendo—. Siempre andas con miedos... Está clavada detrás del mostrador. ¿Qué crees que iba a venir a hacer aquí? Le daría demasiado aprensión de que la robasen... Y, además, bien pensado, que suba si quiere. Te escondes y ya está... Bien poco me importa. Te quiero. Esas palabras apenas si tranquilizaban a Laurent. La pasión no había adormecido aún en él su astuta prudencia campesina. No tardó, no obstante, la costumbre en hacerle aceptar sin excesivo temor la osadía de aquellas citas en pleno día, en el cuarto de Camille, a dos pasos de la anciana mercera. Su amante le repetía que el peligro no se ceba en quienes lo miran de frente; y tenía razón. Nunca habrían podido los amantes hallar un lugar más seguro que aquella habitación en la que no los habría buscado nadie. Satisfacían allí su amor con increíble tranquilidad. Un día, no obstante, la señora Raquin subió, temiendo que su sobrina estuviera enferma. La joven se había ido hacía casi tres horas. Y llevaba la audacia hasta el extremo de no echar el cerrojo de la puerta de la habitación, que daba al comedor. Cuando Laurent oyó cómo los pesados pasos de la anciana mercera subían por los peldaños de madera, se alteró y buscó febrilmente el chaleco y el sombrero. Thérèse se echó a reír al ver el peculiar aspecto que tenía. Lo cogió fuertemente del brazo, lo obligó a agacharse al pie de la cama, en un rincón, y le dijo con voz baja y tranquila: —Métete ahí... y no te muevas. Le puso encima la ropa masculina que andaba rodando y lo cubrió todo con unas enaguas blancas que se había quitado. Lo hizo con ademanes prestos y precisos, sin perder en absoluto la calma. Se acostó luego, despeinada, medio desnuda, aún acalorada y trémula. La señora Raquin abrió despacio la puerta y se acercó a la cama sofocando el ruido de los pasos. La joven fingía dormir. Laurent sudaba bajo las enaguas blancas. —Thérèse —dijo la mercera, muy solícita—, ¿estás enferma, hija? Thérèse abrió los ojos, bostezó, se dio la vuelta y contestó con voz doliente que tenía una espantosa jaqueca. Rogó a su tía que la dejase dormir. La anciana se retiró como había venido, sin hacer ruido. Los dos amantes, riendo en silencio, se besaron con apasionada violencia. —Ya ves —dijo Thérèse, triunfante— que aquí no tenemos nada que temer... Todos están ciegos porque no están enamorados. Otro día, tuvo la joven una idea peculiar. Había veces en que estaba como loca y deliraba. El gato atigrado, François, estaba sentado sobre los cuartos traseros, en medio del cuarto. Serio e inmóvil, miraba con sus ojos redondos a los dos amantes. Parecía estar contemplándolos minuciosamente, sin guiñar los párpados, perdido en algo parecido a un éxtasis diabólico. —Fíjate en François —dijo Thérèse a Laurent—. Parece que se entera de todo y se lo va a contar esta noche a Camille... Anda y que no iba a ser divertido que empezase a hablar en la tienda un día de estos; bonitas historias sabe de nosotros... La idea de que François pudiera romper a hablar divirtió singularmente a la joven. Laurent miró los grandes ojos verdes del gato y notó que le corría un escalofrío por la piel. —¿Sabes lo que haría? —siguió diciendo Thérèse—. Se pondría de pie, me señalaría a mí con una pata; y a ti, con otra. Y exclamaría: «El señor y la señora se besan mucho en el dormitorio; no han desconfiado de mí; pero, como sus amores culpables me tienen asqueado, os ruego que hagáis por que los metan en la cárcel a los dos; así no volverán a importunarme a la hora de la siesta». Thérèse bromeaba como una niña; hacía el papel del gato; tendía las manos engarfiadas; movía los hombros con ondulaciones felinas. François seguía mirándola, con inmovilidad pétrea. Sólo sus ojos parecían estar vivos; y se le marcaban, a ambos lados del hocico, dos hondas arrugas que fingían una carcajada en aquella cabeza de animal disecado. Laurent notó un frío en los huesos. Le pareció ridícula la broma de Thérèse. Se levantó y echó al gato. Su amante no era aún totalmente dueña de él; aún quedaban en el fondo de su ser restos de aquel malestar que notara al recibir los primeros besos de la joven. CAPÍTULO VIII En la tienda, por las noches, Laurent era completamente feliz. Solía volver de la oficina con Camille. La señora Raquin sentía por él un maternal interés; sabía que andaba escaso de dinero, que comía mal, que dormía en un sotabanco, y le había dicho, de una vez para siempre, que nunca le faltaría un cubierto en su mesa. Quería a aquel muchacho con esa ternura locuaz que sienten las ancianas por quienes vienen de su patria chica y traen consigo recuerdos del pasado. El joven no se recataba de usar de esa hospitalidad. Tras salir de la oficina, y antes de volver a la tienda, daba un breve paseo por los muelles con Camille; ambos hallaban ventajas en aquella intimidad: estaban más entretenidos, charlaban mientras caminaban perezosamente. Al fin se decidían a ir a tomarse la sopa de la señora Raquin. Laurent abría la puerta del local con mano autoritaria; se sentaba a caballo en las sillas, fumaba y escupía como si estuviera en su casa. La presencia de Thérèse se no le resultaba en absoluto embarazosa. Trataba a la joven con amistosa campechanía, bromeaba, le decía triviales piropos, sin que se le alterase ni un rasgo de la cara. Camille se reía; y como su mujer no contestaba a su amigo sino con monosílabos, estaba firmemente convencido de que ambos se aborrecían. Un día incluso reprochó a Thérèse lo que él llamaba su frialdad con Laurent. Laurent había calculado bien: ahora era el amante de la mujer, el amigo del marido, el niño mimado de la madre. Nunca en la vida habían estado tan saciados sus apetitos. Se adormecía acurrucado en los infinitos deleites que le proporcionaba la familia Raquin. Por lo demás, su situación en aquella familia le parecía de lo más natural. Tuteaba a Camille sin enfado ni remordimientos. Tan seguro estaba de su prudencia y su aplomo que ni tan siquiera tenía cuidado con lo que hacía o decía; el egoísmo con el que disfrutaba de esas dichas lo amparaba de todo fallo. Cuando estaba en la tienda, su amante se convertía en una mujer como cualquier otra, a la que no había que besar y que no existía para él. Si no la besaba delante de todo el mundo, era porque temía que ello le impidiera volver. Sólo esa secuela lo detenía. Sin ella, se le habría importado un ardite del dolor de Camille y del de su madre. No tenía conciencia alguna de qué podría derivarse del descubrimiento de su relación. Estaba convencido de que se limitaba a comportarse como cualquier otro habría hecho en su lugar, como correspondía a un hombre pobre y hambriento. De ahí su beatífico sosiego, sus prudentes atrevimientos, su conducta indiferente y guasona. Thérèse, más nerviosa, más vibrante que él, tenía que desempeñar un papel. Y lo hacía de maravilla merced a la sabia hipocresía que le había proporcionado su educación. Había pasado casi quince años mintiendo, sofocando sus febriles arrebatos, procurando con implacable voluntad parecer adusta y adormecida. Poco le costaba colocar sobre su carne aquella careta de muerta que le helaba el rostro. Cuando entraba Laurent, la hallaba seria, enfurruñada, con la nariz más larga y los labios más delgados. Estaba fea, arisca, intratable. Por lo demás, no exageraba la nota, sino que interpretaba su antiguo personaje, sin caer en brusquedades mayores que podrían llamar la atención. En lo que a ella se refería, hallaba una amarga voluptuosidad en el hecho de engañar a Camille y a la señora Raquin; no se holgaba, como Laurent, en una rudimentaria satisfacción de sus deseos, inconsciente del deber; sabía que estaba cometiendo una mala acción y le entraban feroces deseos de levantarse de la mesa y besar a Laurent con todas sus ganas para que su marido y su tía viesen que no era un animal doméstico y que tenía un amante. A veces se le subían a la cabeza ráfagas de cálida alegría; por más que fuese buena actriz, no podía entonces contenerse, y cantaba cuando no estaba presente su amante y no temía traicionarse. Aquellos gozos súbitos deleitaban a la señora Raquin, que reprochaba a su sobrina que era demasiado seria. La joven compró tiestos para adornar la ventana de su cuarto; luego mandó empapelar aquella habitación, quiso alfombra, visillos, muebles de palisandro. Todo ese lujo era para Laurent. La naturaleza y las circunstancias parecían haber hecho a esa mujer para ese hombre y haberlos guiado el uno hacia el otro. Formaban ambos, la mujer nerviosa e hipócrita, el hombre sanguíneo y de vida de animal irracional, una pareja a la que unían recios lazos. Se completaban, se protegían mutuamente. Por la noche, sentados a la mesa, bajo el pálido resplandor de la lámpara, bastaba con ver el rostro rollizo y sonriente de Laurent frente a la impenetrable y muda expresión de Thérèse para percatarse de la fuerza de aquella unión. Eran veladas dulces y apacibles. En el silencio y la oscuridad tibia y transparente se alzaban amistosas palabras. Se apiñaban todos en torno a la mesa; después del postre, hablaban de las mil insignificancias del día, de los recuerdos de la víspera y de las esperanzas del día siguiente. Camille quería a Laurent cuanto era capaz de querer, como un egoísta satisfecho; y Laurent parecía corresponderle con afecto semejante; cruzaban frases devotas, gestos serviciales, miradas atentas. La señora Raquin, con expresión plácida, volcaba toda su paz en el apacible aire que respiraban, para cobijar con ella a sus hijos. Hubiérase dicho una reunión de antiguos amigos, que se conocían hasta lo más hondo y descansaban en la confianza de la amistad que los unía. Thérèse, inmóvil y apacible como los demás, contemplaba esas satisfacciones burguesas, esas claudicaciones sonrientes. Y, en lo hondo de sí, había risas salvajes; se burlaba con todo su ser, en tanto que su rostro conservaba una fría rigidez. Se decía, con refinada voluptuosidad, que pocas horas antes había estado en la habitación contigua, medio desnuda, desmelenada, tendida sobre el pecho de Laurent; recordaba todos y cada uno de los detalles de la tarde de loca pasión, los desplegaba en la memoria, enfrentaba esa tórrida escena con la escena muerta que tenía ante la vista. ¡Ay, cómo estaba engañando a aquella buena gente y qué feliz la hacía engañarla con tan triunfal desvergüenza! Era allí, a dos pasos, detrás de aquel delgado tabique, en donde recibía a un hombre, era allí en donde se revolcaba en un acerbo adulterio. Y en aquellos momentos su amante se volvía un desconocido para ella, un compañero de su marido, algo así como un necio y un intruso al que no tenía que hacer caso. Aquella atroz comedia, aquellas falsedades de la vida, aquella comparación entre los ardientes besos del día y la fingida indiferencia de la noche insuflaban nuevos ardores en la sangre de la joven. Cuando, por casualidad, la señora Raquin y Camille bajaban, Thérèse se levantaba de un brinco, pegaba en silencio los labios, con brutal energía, a los labios de su amante y se quedaba así, jadeando, asfixiándose, hasta que oía crujir los peldaños de madera. Entonces volvía a su sitio con ágil movimiento y recuperaba su mueca arisca. Laurent, con voz tranquila, reanudaba con Camille la interrumpida charla. Era como un relámpago de pasión, rápido y cegador, en un cielo muerto. Los jueves, la velada era algo más animada. Laurent, que aquellos días se moría de aburrimiento, se forzaba no obstante a no faltar a ninguna de aquellas reuniones: como medida de precaución quería que lo conociesen y lo apreciasen los amigos de Camille. No le quedaba más remedio que escuchar los chocheos de Grivet y de Michaud padre. Michaud contaba siempre las mismas historias de asesinatos y robos; Grivet hablaba, al mismo tiempo, de sus empleados, de sus jefes, de su oficina. El joven buscaba refugio junto a Olivier y Suzanne, cuya necedad le parecía menos abrumadora. Por lo demás, enseguida pedía que empezase la partida de dominó. El jueves por la noche era cuando Thérèse fijaba el día y la hora de sus citas. Entre el ajetreo de la despedida, cuando la señora Raquin y Camille acompañaban a los invitados hasta la puerta del pasadizo, la joven se acercaba a Laurent, le hablaba en voz baja, le estrechaba la mano. A veces, incluso, cuando todo el mundo estaba de espaldas, lo besaba por algo así como una bravuconada. Ocho meses duró esa existencia de trastornos y apaciguamientos. Los amantes vivían en completa beatitud; Thérèse ya no se aburría, ya no deseaba nada; Laurent, ahíto, mimado, aún más grueso que antes, no tenía más temor que el de que se acabase aquella estupenda vida. CAPÍTULO IX Una tarde, cuando iba Laurent a salir de la oficina para acudir junto a Thérèse, que lo estaba esperando, su jefe lo mandó llamar y le comunicó que tenía prohibido salir a partir de ese momento. Había abusado de los permisos; la administración había decidido despedirlo si se iba una vez más. Se estuvo desesperando hasta la noche, clavado en su silla. Tenía que ganarse el pan, no podía dar motivos para que lo pusieran en la calle. Por la noche, el rostro enojado de Thérèse fue una tortura para él. No sabía cómo explicar a su amante por qué no había cumplido su palabra. Mientras Camille cerraba la tienda, se acercó deprisa a la joven. —No podemos seguir viéndonos —le dijo en voz baja—. Mi jefe se niega a darme más permisos para que salga de la oficina. Camille volvía y Laurent tuvo que apartarse sin dar más amplias explicaciones y dejar a Thérèse bajo la impresión de aquel brutal aviso. Y ésta, exasperada y negándose a admitir que alguien pudiera estorbar sus voluptuosos encuentros, pasó la noche en blanco trazando planes de citas extravagantes. El jueves siguiente, pudo conversar con Laurent no más de un minuto. La ansiedad de ambos era tanto más aguda cuanto que no sabían en dónde encontrarse para discutir la cuestión y ponerse de acuerdo. La joven volvió a citar a su amante y él volvió a incumplir su palabra por segunda vez. A partir de ese momento, Thérèse no tuvo ya más que una idea fija: verlo a cualquier precio. Hacía ya quince días que Laurent no había podido acercarse a Thérèse. Se dio cuenta entonces de hasta qué punto aquella mujer se había convertido en una necesidad; el hábito de la voluptuosidad había engendrado en él nuevos apetitos de punzante exigencia. Los abrazos de su amante no le causaban ya malestar alguno, sino que los buscaba con obstinación de animal hambriento. Una pasión sanguínea se le había ido incubando en los músculos; ahora que le quitaban a su amante, aquella pasión estallaba con ciega violencia; la amaba rabiosamente. Todo parecía inconsciente en aquella pujante constitución bestial; obedecía a instintos, dejaba que lo guiasen las voluntades de su organismo. Un año antes, se habría reído a carcajadas si alguien le hubiera dicho que iba a ser esclavo de una mujer hasta el punto de arriesgar por ella su gusto por la tranquilidad. La sorda labor de los deseos había fraguado en él sin que se diera cuenta de ello y lo había dejado, a la postre, atado de pies y manos, a merced de las fieras caricias de Thérèse. Y ahora tenía miedo de echar al olvido la prudencia; no se atrevía a ir, por la noche, al pasadizo de Le Pont-Neuf, pues temía cometer alguna locura. No era ya dueño de sí mismo; su amante, con sus ductilidades de gata y su nerviosa flexibilidad, se le había ido metiendo poco a poco en todas las fibras del cuerpo. Necesitaba a aquella mujer para seguir viviendo igual que uno necesita beber y comer. Es más que probable que hubiese cometido algún disparate si no hubiera recibido una carta de Thérèse que le aconsejaba que se quedase en su casa al día siguiente. Su amante le prometía acudir a reunirse con él alrededor de las ocho de esa noche. Al salir de la oficina, Laurent se libró de Camille, diciéndole que estaba cansado y que iba a acostarse inmediatamente. También Thérèse interpretó su papel después de la cena; habló de una cliente que se había mudado sin pagar, se fingió acreedora implacable, declaró que pretendía ir a reclamar lo que le debían. La cliente vivía en Les Batignolles. A la señora Raquin y a Camille les pareció un trayecto muy largo y una empresa asaz dudosa; pero, por lo demás, no manifestaron extrañeza y dejaron marchar a Thérèse con completa tranquilidad. La joven corrió hacia el Puerto de los Vinos, resbalando por los grasientos adoquines, tropezando con los transeúntes, deseando llegar. Le subían al rostro bocanadas de calor; le ardían las manos. Parecía una mujer borracha. Subió a toda prisa la escalera del edificio de habitaciones de alquiler. Al llegar al sexto piso, vio a Laurent, que la estaba esperando apoyado en la barandilla. Entró en la buhardilla. Había tan poco sitio que no cabía el vuelo de su falda. Se quitó el sombrero de un tirón y, desfallecida, se apoyó en la cama. El tragaluz estaba abierto por completo y dejaba caer el frescor de la noche sobre el ardoroso lecho. Mucho tiempo se demoraron los amantes en aquel cuchitril, como en lo hondo de un agujero. De repente, Thérèse oyó que el reloj del hospital de La Pitié daba las diez. Habría querido ser sorda; se levantó trabajosamente y miró la buhardilla, en la que aún no se había fijado. Buscó el sombrero, se ató las cintas y se sentó, diciendo con voz pausada: —Tengo que irme. Laurent se había arrodillado ante ella. Le cogió las manos. —Adiós —siguió diciendo ella, sin moverse. —No, no me digas adiós —exclamó él—, porque eso es muy impreciso... ¿Qué día vas a volver? Ello lo miró a los ojos. —¿Quieres que te sea franca? —dijo—. Pues la verdad es que no creo que vuelva. No tengo pretextos, y no me los puedo inventar. —Entonces tenemos que despedirnos. —No, no quiero. Thérèse pronunció esas palabras con espantosa ira. Añadió luego, con más suavidad, sin saber lo que decía, sin levantarse de la silla: —Me voy. Laurent estaba ensimismado, pensando en Camille. —No lo quiero mal —dijo por fin, sin nombrarlo—, pero lo cierto es que nos estorba demasiado... ¿No podrías conseguir que nos viéramos libres de él mandándolo de viaje a algún sitio que esté muy lejos? —Sí, claro, mandarlo de viaje —repitió la joven, negando con la cabeza—. ¿Tú te crees que un hombre así se aviene a irse de viaje? No hay más que un viaje del que nadie vuelve... Pero nos enterrará a todos; esa gente que siempre está en el último aliento no se muere nunca. Hubo un silencio. Laurent se arrastró de rodillas para acurrucarse contra su amante, apoyándole la cabeza en el pecho. —Yo tenía un sueño —dijo—; quería pasar una noche entera contigo, dormirme en tus brazos y que me despertasen al día siguiente tus besos... Querría ser tu marido... ¿entiendes? —Sí, sí —respondió Thérèse, estremeciéndose. Y se inclinó de pronto hacia el rostro de Laurent, cubriéndolo de besos. Las cintas del sombrero raspaban contra la barba dura del joven; Thérèse no se acordaba ya de que estaba vestida y se le iba a arrugar la ropa. Sollozaba y, entre las lágrimas, decía palabras jadeantes. —No digas cosas así —repetía—, porque no tendría ya fuerza para irme y me quedaría aquí... Lo que tienes que hacer es darme ánimos; dime que nos volveremos a ver... ¿Verdad que me necesitas y que un día acabaremos por encontrar el medio de vivir juntos? —Pues vuelve entonces, vuelve mañana —le respondió Laurent, cuyas temblorosas manos iban subiendo por la cintura de Thérèse. —Pero si es que no puedo volver... Ya te lo he dicho. No tengo ningún pretexto. Y se retorcía los brazos. Luego, siguió diciendo: —No es que me dé miedo el escándalo. Si quieres, en cuanto llegue le digo a Camille que eres mi amante y me vengo a dormir aquí... Es por ti por quien temo; no quiero alterarte la vida, lo que deseo es darte una existencia feliz. Los prudentes instintos del joven se despertaron. —Tienes razón —dijo—. No debemos comportarnos como niños. ¡Ay, si tu marido se muriese...! —Si mi marido se muriese... —repitió despacio Thérèse. —Nos casaríamos, ya no tendríamos nada que temer, disfrutaríamos a gusto de nuestro amor... ¡Qué vida tan buena y tan dulce! La joven se había enderezado. Con las mejillas pálidas, miraba a su amante con ojos sombríos; le palpitaban los labios. —La gente se muere a veces —susurró por fin—. Sólo que resulta peligroso para los supervivientes. Laurent no respondió. —Todos los sistemas conocidos son malos, ¿sabes? —siguió diciendo Thérèse. —No me has entendido —dijo él sin alterarse—. No soy tonto, quiero poder quererte en paz... Lo que estaba pensando es que todos los días ocurren accidentes, que un pie puede resbalar, que una teja puede caerse... ¿Comprendes? Es un caso así, el único culpable es el viento. Hablaba con una voz rara. Sonrió y añadió con tono tierno: —Quédate tranquila, anda, que podremos amarnos y ser felices... Si no puedes venir, ya arreglaré yo las cosas... Si estamos varios meses sin vernos no me olvides, piensa que me estoy ocupando de nuestra dicha. Abrazó a Thérèse, que estaba abriendo la puerta para irse. —¿Me perteneces, verdad? —añadió—. ¿Me juras que serás completamente mía en cualquier momento, cuando yo lo quiera? —Sí —exclamó la joven—. Te pertenezco. Haz conmigo lo que quieras. Estuvieron durante un momento hoscos y mudos. Luego, Thérèse se separó de Laurent bruscamente y, sin mirar atrás, salió de la buhardilla y bajó la escalera. Laurent oyó el ruido de sus pasos, que se alejaban. Cuando ya no oyó nada, volvió a entrar en el cuchitril y se acostó. Las sábanas estaban tibias. Laurent se asfixiaba en lo hondo de aquel estrecho agujero que Thérèse dejaba colmado de los ardores de su pasión. Le daba la impresión de que, al coger aire, aún respiraba algo de la joven que había pasado por allí desprendiendo penetrantes emanaciones, aromas de violeta; y ahora no podía ya estrechar en los brazos más que el inasible fantasma de su amante, que lo andaba rondando; tenía la fiebre de los amores renacidos e insatisfechos. No cerró la ventana; tendido de espaldas, con los brazos destapados y las manos abiertas, buscando el fresco, pensó, al mirar el cuadrado de cielo azul oscuro, que el marco del tragaluz se hincaba en el cielo. La misma idea le estuvo dando vueltas en la cabeza hasta que se hizo de día. Antes de la visita de Thérèse, no se le había ocurrido la idea de matar a Camille. Los acontecimientos lo habían impelido a mencionar la muerte de aquel hombre, pues lo irritaba la idea de no volver a ver a su amante. Así era como acababa de desvelarse una faceta nueva e inconsciente de su carácter: los arrebatos del adulterio lo llevaron a soñar con el crimen. Ahora, más calmado, solo en medio de la apacible oscuridad, planeaba el asesinato. La idea de la muerte, lanzada a la desesperada entre dos besos, volvía, implacable y dolorosa. Laurent, a quien alteraba el insomnio y debilitaban las ásperas esencias que había dejado Thérèse al irse, fraguaba emboscadas, calculaba las probabilidades fallidas, explayaba las ventajas que le reportaría ser un asesino. Todos sus intereses lo empujaban al crimen. Se decía que su padre, el campesino de Jeufosse, tardaba en morirse; que quizá tuviese él que quedarse otros diez años de empleado, comiendo en las lecherías, viviendo en un sotabanco, sin mujer. En cambio, si Camille moría, se casaría con Thérèse, heredaría de la señora Raquin, dejaría su empleo y se dedicaría a pasearse al sol. Se recreó entonces imaginando aquella vida de pereza; ya se veía sin nada que hacer, comiendo y durmiendo, esperando pacientemente que se muriera su padre. Y cuando la realidad se interponía en sus sueños, tropezaba con Camille y apretaba los puños como para matarlo a golpes. Laurent quería a Thérèse, la quería sólo para él, quería tenerla siempre al alcance de la mano. Si no hacía desaparecer al marido, perdía a la mujer. Ya lo había dicho ella: no podía volver. Habría estado dispuesto a raptarla, a llevársela a donde fuera, pero se habrían muerto de hambre los dos. Era menos arriesgado matar al marido; no tenía por qué haber ningún escándalo, él se limitaba a darle un empujón a un hombre para ponerse en su sitio. A su lógica bárbara de campesino le parecía ese sistema excelente y natural. E incluso su congénita prudencia le aconsejaba ese procedimiento tan rápido. Se revolcaba en la cama, sudoroso, bocabajo, pegando la cara húmeda a la almohada por la que había pasado la melena de Thérèse. Sujetaba la tela con los labios resecos, bebía sus leves aromas y allí se quedaba, sin alentar, asfixiándose, viendo pasar rayas de fuego bajo los párpados cerrados. Se preguntaba cómo podría matar a Camille. Luego, cuando le faltaba la respiración, se daba la vuelta de un brinco, se ponía otra vez de espaldas y, con los ojos abiertos como platos, recibiendo en la cara los soplos frescos de la ventana, buscaba en las estrellas, en el azulado cuadro de cielo, un consejo para una muerte violenta, un plan para un asesinato. No se le ocurrió nada. Como ya le había dicho a su amante, no era ni un niño ni un necio. No quería ni puñales ni venenos. Necesitaba un crimen solapado, perpetrado sin peligro, algo así como una extinción siniestra, sin gritos, sin miedo, una simple desaparición. Por más que lo inmutase la pasión, por más que lo incitase a seguir adelante, todo su ser le exigía imperiosamente la prudencia. Era demasiado cobarde, demasiado voluptuoso para poner en peligro su tranquilidad. Si mataba, era para vivir tranquilo y feliz. Poco a poco le fue entrando el sueño. El aire frío había expulsado del sotabanco el fantasma tibio y perfumado de Thérèse. Laurent, rendido, apaciguado, dejó que se apoderase de él una especie de entumecimiento suave e impreciso. Mientras se iba quedando dormido, decidió que esperaría a que se presentase una ocasión favorable; y sus pensamientos, cada vez más huidizos, lo mecían susurrándole: «Lo voy a matar; lo voy a matar». Cinco minutos después, descansaba, respirando con serena cadencia. Thérèse había vuelto a su casa a las once. Con la cabeza ardiendo y el pensamiento en tensión, llegó al pasadizo de Le Pont-Neuf sin tener conciencia del camino recorrido. Le parecía que acababa de salir de casa de Laurent, pues no se le iban de los oídos las palabras que acababa de oír. Encontró a la señora Raquin y a Camille preocupados y afanosos; respondió, muy seca, a las preguntas que le hacían, diciéndoles que se había dado el paseo en balde y que había estado una hora en la calle esperando un ómnibus. Cuando se metió en la cama, notó las sábanas frías y húmedas. Unos escalofríos de asco le recorrieron los miembros, ardientes aún. Camille se quedó dormido enseguida; y Thérèse estuvo mucho rato mirando esa cara macilenta que descansaba en la almohada con expresión necia y la boca abierta. Se apartaba y sentía deseos de hundir el puño cerrado en aquella boca. CAPÍTULO X Transcurrieron más de tres semanas. Laurent iba a la tienda todas las noches; parecía cansado, como si estuviera enfermo; le rodeaba los ojos un tenue círculo azul y tenía los labios más descoloridos y agrietados. Por lo demás, conservaba la misma tranquilidad sin fisuras, miraba a Camille cara a cara y le demostraba la misma amistad sincera. La señora Raquin mimaba más al amigo de la casa desde que veía que lo iba embotando algo parecido a una fiebre sorda. Thérèse volvía a tener la misma cara muda y enfurruñada. Estaba más quieta, más impenetrable, más sosegada que nunca. Era como si Laurent no existiese para ella; casi ni lo miraba, pocas veces le hablaba, lo trataba con perfecta indiferencia. La señora Raquin, cuya bondad padecía con aquel comportamiento, le decía a veces al joven: «No se preocupe por la frialdad de mi sobrina. La conozco bien. Por la cara que pone, parece fría; pero tiene un corazón cálido, lleno de ternura y abnegación». Los dos amantes no tenían ya citas. Desde la velada en la calle de Saint Victor, no habían vuelto a verse a solas. Por las noches, cuando se hallaban frente a frente, aparentemente tranquilos y ajenos, bajo la carne apacible del rostro corrían tempestades de pasión, de pavor y de deseo. Thérèse pasaba por arrebatos, cobardías, sornas crueles; Laurent, por oscuras fierezas, dolorosas indecisiones. Ni ellos mismos se atrevían a mirar en lo hondo de su ser, en lo hondo de aquella fiebre turbia que les colmaba el cerebro con una suerte de vaho denso y acre. En cuanto podían, al amparo de una puerta, sin decir nada, se estrechaban las manos hasta quebrantárselas, con un apretón rudo y breve. Ambos habrían querido arrancarse mutuamente jirones de carne y llevárselos pegados a los dedos. Sólo tenían ya esas presiones de las manos para calmar sus deseos. Ponían en ellas el cuerpo entero. No se preguntaban nada. Esperaban. Un jueves por la noche, los invitados de la familia Raquin estuvieron un rato charlando, como solían hacer antes de comenzar el juego. Uno de los grandes temas de conversación era hablarle a Michaud padre de sus pasadas responsabilidades, preguntarle por las siniestras y peculiares aventuras en las que no podía por menos de haberse visto metido. Grivet y Camille escuchaban entonces las historias del comisario de policía con el rostro medroso y pasmado de los niños pequeños a quienes les cuentan Barba Azul o Pulgarcito. Les resultaba aterrador y entretenido. Aquel día, Michaud, que acababa de referir un espantoso asesinato cuyos detalles habían estremecido al auditorio, añadió, asintiendo con la cabeza: —Y hay cosas que no se saben... ¡De cuántos crímenes no llega a enterarse nadie! ¡Cuántos asesinos burlan la justicia de los hombres! —Cómo? —dijo Grivet, asombrado—. ¿Cree usted que existen canallas que andan por la calle tan tranquilos, aunque hayan cometido un asesinato, sin que nadie los haya detenido? Olivier empezó a sonreír con expresión desdeñosa. —Querido amigo —le contestó con su voz cortante—, si no los ha detenido nadie es porque nadie sabe que son unos asesinos. Aquel razonamiento no pareció convencer a Grivet. Camille acudió en su apoyo. —Yo opino como el señor Grivet —dijo con necia ufanía—. Necesito creer que la policía funciona como es debido y que nunca voy a codearme con un asesino por una acera. Olivier vio un ataque personal en aquellas palabras. —Por descontado que la policía funciona como es debido —exclamó con tono ofendido—. Pero, sin embargo, no podemos hacer lo imposible. Hay miserables que aprendieron el crimen en la escuela del diablo; se le escurrirían de las manos al mismo Dios... ¿No es cierto, padre? —Ya lo creo —dijo el anciano, dándole la razón—. Por ejemplo, cuando estaba yo en Vernon, a lo mejor se acuerda usted señora Raquin, asesinaron en el camino real a un carretero. Encontraron el cadáver cortado en pedazos en lo hondo de una cuneta. Nunca se le pudo echar el guante al culpable... A lo mejor no se ha muerto, a lo mejor es vecino nuestro; y a lo mejor el señor Grivet se va a cruzar con él mientras vuelve a casa. Grivet se puso más blanco que un lienzo. No se atrevía a volver la cabeza; le parecía que tenía detrás al asesino del carretero. Por lo demás, estaba encantado de aquel miedo. —De ninguna manera —balbució, sin saber muy bien qué decía—. De ninguna manera, no quiero creer una cosa así... Yo también me sé una historia: una vez metieron en la cárcel a una criada por haber robado a sus señores un cubierto de plata. Dos meses después, al tirar un árbol, encontraron el cubierto en el nido de una urraca. La ladrona había sido una urraca. Soltaron a la criada... Ya ven ustedes que los culpables siempre pagan su culpa. Grivet hablaba cargado de razón. Olivier se reía con sorna. —¿Y metieron a la urraca en la cárcel? —No es eso lo que ha querido decir el señor Grivet —intervino Camille, molesto al ver que ridiculizaban a su jefe—. Madre, danos la caja del dominó. Mientras la señora Raquin iba a buscarla, el joven añadió, dirigiéndose a Michaud: —¿Así que admite usted que la policía es impotente? ¿Que hay asesinos que se pasean a la luz del sol? —Así es, por desdicha —respondió el comisario. —¡Qué inmoralidad! —dijo Grivet a modo de conclusión. Thérèse y Laurent habían guardado silencio durante esta conversación. Ni siquiera habían sonreído ante las necedades de Grivet. Los dos escuchaban, de codos en la mesa algo pálidos, con la mirada perdida. Sus ojos se encontraron un instante, negros y abrasadores. Unas gotitas de sudor brillaban en la raíz del pelo de Thérèse y unos soplos helados hacían correr imperceptibles escalofríos por la piel de Laurent. CAPÍTULO XI Los domingos, a veces, cuando hacía bueno, Camille obligaba a Thérèse a salir con él y dar un breve paseo por los Campos Elíseos. La joven habría preferido quedarse en la húmeda oscuridad de la tienda; se cansaba, se aburría del brazo de su marido, que le hacía recorrer a la fuerza las aceras y se detenía en las tiendas con asombros, comentarios y silencios propios de un estúpido. Pero Camille no cedía; le gustaba lucir a su mujer; cuando se encontraba con alguno de sus colegas o, sobre todo, alguno de sus jefes, se ponía muy hueco al cruzar un saludo con ellos yendo acompañado de su señora. Por lo demás, caminaba por caminar, sin hablar casi, muy tieso; le sentaba mal el traje de los domingos e iba arrastrando los pies, lerdo y vanidoso. Thérèse sufría por tener que ir del brazo de aquel hombre. Los días de paseo, la señora Raquin acompañaba a sus hijos hasta el final del pasadizo. Los besaba como si se fueran de viaje. Y les daba consejos sin fin, los atosigaba a ruegos. —Sobre todo —les decía—, mucho cuidado con los accidentes... ¡En este París hay tantos coches! Prometedme que no os vais a meter por donde haya mucha gente... Al fin los dejaba marcharse y se quedaba mucho rato siguiéndolos con los ojos. Luego, se volvía a la tienda. Las piernas, que se le iban poniendo pesadas, le prohibían las caminatas. En otras ocasiones, aunque con menor frecuencia, el matrimonio salía de París: iban a Saint Ouen o a Asniéres y tomaban pescado frito en alguno de los merenderos de la orilla del río. Esos días eran un gran desenfreno y se preparaban con un mes de antelación. Thérèse accedía de mejor grado, casi con alegría, a esas salidas que le permitían estar al aire libre hasta las diez o las once de la noche. Las verdes islas de Saint-Ouen le recordaban Vernon; sentía que allí se despertaban en ella todos los afectos vehementes que le había inspirado el Sena antes de su boda. Se sentaba en la grava, metía las manos en el agua, se notaba viva bajo el ardiente calor del sol, que templaban los frescos hálitos de las frondas. Mientras se rompía y se manchaba el vestido por los cantos rodados y la tierra húmeda, Camille extendía pulcramente el pañuelo y se sentaba en el suelo, a su lado, con mil precauciones. En los últimos tiempos, la joven pareja llevaba casi siempre consigo a Laurent, quien alegraba el paseo con sus risas y su robustez campesina. Un domingo, Camille, Thérèse y Laurent salieron para Saint-Ouen alrededor de las once, tras haber almorzado. Llevaban mucho tiempo proyectando aquella excursión, que iba a ser la última del verano. Llegaba ya el otoño y, por la noche, empezaban a estremecer el aire algunas ráfagas frías. Aquella mañana conservaba aún el cielo toda su serenidad azul. Hacía calor al sol y la sombra era tibia. Decidieron que había que aprovechar los últimos bríos solares. Los tres excursionistas subieron a un coche de punto mientras la anciana mercera se lamentaba y les prodigaba ansiosas efusiones. Cruzaron París y se apearon del coche en las fortificaciones; luego llegaron hasta Saint-Ouen, caminando por la calzada. Eran las doce de la mañana. La carretera, cubierta de polvo, resplandecía con cegadora blancura de nieve bajo la pródiga luz del sol. El aire era abrasador, denso y acre. Thérèse caminaba con pasos breves, dándole el brazo a Camille, tapándose con la sombrilla mientras su marido se abanicaba el rostro con su enorme pañuelo. Los seguía Laurent, en cuyo cuello hincaba el sol sus rayos sin que a él pareciera molestarlo; silbaba, daba patadas a las piedras y, de vez en cuando, miraba con ojos de fiera el balanceo de las caderas de su amante. Cuando llegaron a Saint Ouen, se apresuraron a buscar un bosquecillo y una alfombra de hierba verde tendida a la sombra. Cruzaron a una de las islas y se internaron en un soto. Las hojas secas cubrían el suelo con una capa rojiza que crujía bajo los pies con ásperos estremecimientos. Los troncos se erguían, rectos, innúmeros, como haces de columnillas góticas; las ramas rozaban casi la frente de los paseantes, con lo que no tenían éstos más horizonte que la cobriza bóveda de follaje agonizante y los fustes blancos y negros de los álamos y los robles. Estaban en pleno desierto, en un hondón melancólico, en un angosto claro silencioso y fresco. El rugiente rumor del río los rodeaba. Camille había escogido un lugar seco y se había sentado, tras levantarse las bascas de la levita. Thérèse acababa de dejarse caer sobre las hojas, con un fuerte susurro de faldas arrugadas; la tapaban a medias los vuelos del vestido, que se abultaban en torno a ella dejándole al aire una pierna hasta la rodilla. Laurent tendido bocabajo, clavando la barbilla en el suelo, miraba esa pierna y atendía a lo que decía su amigo, que se indignaba contra el gobierno y afirmaba que habría que convertir todos los islotes del Sena en jardines a la inglesa, con bancos, paseos enarenados y árboles podados, para que fuesen como las Tullerías. Se quedaron casi tres horas en el claro, esperando, para dar una vuelta por el campo antes de cenar, a que el sol calentase menos. Camille habló de la oficina, contó historias bobas; luego, cansado, se tumbó de espaldas y se quedó dormido; se había tapado los ojos con el sombrero. Hacía mucho que Thérèse había cerrado los párpados para fingir que estaba amodorrada. Laurent se deslizó entonces despacio hacia la joven; aproximó los labios y le besó la botina y el tobillo. Aquel cuero, aquella media blanca que estaba besando le abrasaban los labios. Los ásperos aromas de la tierra, las livianas fragancias de Thérèse se mezclaban, adueñándose de él, encendiéndole la sangre, irritándole los nervios. Llevaba un mes viviendo en una castidad rebosante de ira. La caminata a pleno sol por la calzada de Saint-Ouen había encendido una hoguera en él. Ahora estaba allí, en lo más hondo de un retiro recóndito, rodeado de la gran voluptuosidad de la sombra y el silencio, y no podía estrechar contra el pecho a aquella mujer que era suya. El marido podía despertarse, verlo, dar al traste con su calculada prudencia. Aquel hombre era un sempiterno obstáculo. Y el amante, pegado al suelo, escondiéndose tras el vuelo de las faldas, tembloroso e irritado, pegaba los labios, con silenciosos besos, a la botina y a la media blanca. Thérèse no se movía, como si estuviera muerta. Laurent creyó que dormía. Se levantó, con la espalda dolorida, y se apoyó contra un árbol. Vio entonces que la joven tenía clavados en el vacío unos ojos muy abiertos y relucientes. El rostro, entre los dos brazos alzados, era de una palidez mate, de una rigidez fría. Thérèse pensaba. Las pupilas quietas parecían un abismo sombrío en que sólo se divisaba oscuridad. No se movió, no volvió la vista hacia Laurent, que estaba de pie detrás de ella. Su amante la miró, casi asustado al verla tan quieta y tan callada ante sus caricias. Aquella cara blanca y muerta, hundida en los vuelos de las enaguas, le hizo sentir algo así como un espanto colmado de dolorosos deseos. Habría querido agacharse y cerrar con un beso aquellos grandes Dios abiertos. Pero allí, casi metido entre las enaguas, dormía Camille. Aquel mísero ser roncaba bajito, con el cuerpo enroscado y enseñando su flacura. Bajo el sombrero, que le tapaba la cara a medias, se veía la mueca de estupidez de la boca abierta, que el sueño le torcía. En la barbilla escuálida, unos pelillos rojizos y ralos le maculaban la carne macilenta. Y, como tenía la cabeza echada hacia atrás, se le veía el cuello flaco y arrugado, en medio del cual la nuez saliente, y de un rojo color ladrillo, se alzaba con cada ronquido. Ver a Camille allí repantigado resultaba exasperante e infame. Laurent, mientras lo estaba mirando, levantó el tacón con gesto brusco, disponiéndose a aplastarle la cara de un solo golpe. Thérèse contuvo un grito. Palideció y cerró los ojos. Volvió el rostro como para evitar que le salpicase la sangre. Y Laurent, durante unos cuantos segundos, se quedó con el tacón en el aire, suspendido sobre la cara del dormido Camille. Luego, despacio, retiró la pierna y se alejó unos pasos. Había caído en la cuenta de que iba a cometer un asesinato propio de un imbécil. Aquella cabeza aplastada le habría echado encima a toda la policía. Si quería librarse de Camille, era sólo por casarse con Thérèse; pretendía vivir a plena luz del sol tras un crimen como el de la muerte del carretero que había referido Michaud padre. Fue hasta la orilla del agua y miró con expresión ida cómo fluía el río. Luego, de repente, regresó al sotobosque; acababa de conseguir, por fin, trazar un plan, idear un asesinato cómodo y sin peligro para él. Despertó entonces al durmiente haciéndole cosquillas con una paja en la nariz. Camille estornudó y se incorporó, encantado con la broma. Le tenía cariño a Laurent Por aquellas gracias que tanto lo divertían. Zarandeó luego a su mujer, que seguía con los ojos cerrados; cuando Thérèse se puso en pie y se hubo sacudido las faldas, arrugadas y llenas de hojas secas, los tres paseantes salieron del claro, quebrando algunas ramitas al pasar. Dejaron la isla y fueron por los caminos, por los senderos llenos de grupos con el traje de los domingos. Entre los setos, corrían muchachas con vestidos claros; una cuadrilla de remeros pasaba cantando; hileras de parejas burguesas, de ancianos, de dependientes con sus mujeres caminaban con pasos cortos, junto a las cunetas. Todos y cada uno de los caminos parecían calles transitadas y ruidosas. Sólo el sol conservaba su espaciosa calma; iba bajando hacia el horizonte y tendía sobre los árboles teñidos de rojo, sobre las carreteras blancas, pródigas capas de pálida claridad. Del estremecido cielo empezaba a bajar una penetrante frescura. Camille no iba ya del brazo de Thérèse; charlaba con Laurent, se reía con las bromas y los alardes de fuerza de su amigo, que cruzaba de un salto las cunetas y alzaba en vilo piedras de gran tamaño. La joven, por la otra orilla del camino, andaba con la cabeza gacha, inclinándose a veces para coger una brizna de hierba. Cuando se quedaba rezagada, se detenía y miraba desde lejos a su amante y a su marido. —¡Oye! ¿No tienes hambre? —le gritó por fin Camille. —Sí —respondió ella. —¡Pues andando! Thérèse no tenía hambre; no estaba sino cansada e inquieta. No sabía qué proyectos tenía Laurent y le temblaban las piernas de ansiedad. Los tres paseantes regresaron junto al río y buscaron un restaurante. Se sentaron en algo así como una azotea de tablones, perteneciente a un figón que apestaba a grasa y vino. El local rebosaba de gritos, de canciones, de ruido de platos; en todos los reservados y las salas había grupos que hablaban a voces, y los delgados tabiques prestaban una vibrante sonoridad a todo aquel barullo. Los camareros hacían retemblar la escalera cuando subían por ella. Arriba, en la azotea, las ráfagas que venían del río ahuyentaban el olor a comida. Thérèse, apoyada en la barandilla, miraba el muelle. A izquierda y derecha había dos hileras de merenderos y de barracas de feria; en las glorietas, entre las hojas escasas y amarillas, se divisaba la blancura de los manteles, las manchas negras de los paletos, las faldas de vistosos colores de las mujeres; la gente iba y venía, sin sombrero, corriendo y riendo; y con el escándalo chillón de la gente se mezclaban las torpes tonadas de los organillos. Un fuerte olor a pescado frito y a polvo se demoraba en el aire en calma. Al pie de la azotea, unas busconas del Barrio Latino jugaban al corro, en una alfombra de césped raído, cantando una canción infantil. Con el sombrero caído en la espalda y el pelo suelto, retozaban como niñas, cogidas de la mano. Recobraban un hilillo fresco de voz y sus rostros pálidos, molidos a brutales caricias, se encendían con tiernos rubores virginales. Un húmedo velo enternecido les empañaba los ojos grandes e impuros. Unos estudiantes, que fumaban en pipas de arcilla, miraban cómo daban vueltas y les decían bromas groseras. Y en el horizonte descendía la serenidad de la noche sobre el Sena y los altozanos, un aire azulado y desvaído que sumergía los árboles en un vaho transparente. —¡A ver, mozo! —gritó Laurent inclinándose sobre la barandilla de la escalera—. ¿Viene esa cena? Luego, como si cambiase de opinión: —Oye, Camille —añadió—, ¿y si diéramos un paseo en barca antes de sentarnos a la mesa?... Así le dábamos tiempo al pollo para que se fuera asando. Va a ser un fastidio tener que esperar una hora. —Como quieras... —contestó indolentemente Camille—. Pero Thérèse tiene hambre. —No, no, puedo esperar —se apresuró a decir la joven, mientras Laurent clavaba la mirada en ella. Volvieron a bajar los tres. Al pasar delante del mostrador, reservaron una mesa y escogieron el menú, diciendo que regresarían pasada una hora. Como el tabernero alquilaba barcas, le pidieron que desatase una. Laurent escogió una embarcación muy ligera, tanto que Camille se alarmó. —Demonios —dijo—, va a ser cosa de no moverse demasiado, Menudo chapuzón. Lo cierto era que el escribiente le tenía un miedo tremendo al agua. En Vernon, su quebrantada salud no le había permitido, en la infancia, chapotear en el Sena; mientras sus compañeros de escuela iban corriendo a arrojarse en plena corriente, él se quedaba acostado entre dos tibias mantas. Laurent había llegado a ser un nadador intrépido y un infatigable remero; a Camille le había quedado ese espanto que sienten los niños y las mujeres por las aguas profundas. Probó con el pie la extremidad de la barca, como para comprobar que era segura. —Venga, sube... —le gritó Laurent, riéndose—. Siempre andas con miedos. Camille salvó la borda de la embarcación y fue, trastabillando, a sentarse en la parte trasera. Tras afianzarse en los tablones del fondo, se puso cómodo y bromeó para dejar constancia de su valor. Thérèse se había quedado en la orilla, seria y quieta, junto a su amante, que tenía asida la amarra. Éste se agachó y le susurró deprisa, en voz baja: —Ten cuidado; lo voy a tirar al agua... Tú haz lo que yo te diga... Respondo de todo. La joven se puso espantosamente pálida. Se quedó como clavada en el suelo. Estaba rígida y con los ojos dilatados. —Súbete de una vez a la barca —volvió a susurrarle Laurent. Thérèse no se movió. Una terrible lucha se reñía en su fuero interno. Ponía todas sus fuerzas en tensar la voluntad, pues temía estallar en sollozos y caer desplomada al suelo. —¡Vaya, vaya! —gritó Camille—. Fíjate en Thérèse, Laurent. ¡La que tiene miedo es ella! ¿Subirá o no subirá? Se había repantigado en el banco de popa, con ambos codos en el filo de la barca, y se contoneaba con fanfarronería. Thérèse le lanzó una singular mirada; las risotadas de aquel pobre hombre fueron como un trallazo que la espoleó y la puso en marcha. Saltó de pronto dentro de la barca. Se quedó a proa. Laurent empuñó los remos y la embarcación se apartó de la orilla y enderezó despacio el rumbo hacia las islas. Llegaba el crepúsculo. Grandes sombras bajaban de los árboles y las orillas del agua eran negras. En el centro del río, había anchos rastros de pálida plata. No tardó la barca en estar en plena corriente del Sena. Se oían allí, suavizados, todos los ruidos de los muelles; las canciones y los gritos llegaban, inconcretos y melancólicos, con triste languidez. No se notaba ya olor a pescado frito ni a polvo. Rondaban ráfagas frescas. Hacía frío. Laurent dejó de remar y permitió que la barca siguiese el hilo de la corriente. Enfrente se alzaba la gran mole rojiza de las islas. Ambas orillas, de un tono pardo oscuro salpicado de gris, eran como dos anchas franjas que se unían en el horizonte. El agua y el cielo parecían del mismo paño blanquecino. Nada hay más dolorosamente apacible que un crepúsculo de otoño. Los rayos de luz palidecen en el aire estremecido, las hojas se desprenden de los envejecidos árboles. El campo, que abrasaron los ardientes rayos del verano, nota que llega la muerte junto con los primeros vientos fríos. Y hay, en los cielos, quejumbrosos hálitos de desesperanza. La noche baja desde las alturas y trae, en su sombra, mortajas. Los excursionistas callaban Sentados en el fondo de la barca, que avanzaba con la corriente, miraban cómo las últimas luces se iban de las ramas altas. Se estaban acercando a las islas. Las grandes moles rojizas iban oscureciéndose; el crepúsculo simplificaba todo el paisaje; el Sena, el cielo, las islas, los altozanos no eran ya sino manchas pardas y grises que se difuminaban entre una niebla lechosa. Camille, que había acabado por tenderse bocabajo, sacando la cabeza para mirar el agua, metió las manos en el río. —¡Caramba! ¡Qué fría está! —exclamó—. ¡Qué poca gracia tendría darse una zambullida! Laurent no respondió. Llevaba unos momentos mirando, muy intranquilo, ambas orillas; adelantaba las manazas, apoyándolas en las rodillas, con los labios apretados. Thérèse, rígida, inmóvil, con la cabeza un poco echada hacia atrás, esperaba. La barca estaba a punto de internarse en un brazo pequeño, oscuro y estrecho, que se adentraba entre dos islas. Detrás de una de ellas, se oían, mitigadas, las canciones de un equipo de remeros que debían de subir por el Sena a contracorriente. A lo lejos, aguas arriba, el río estaba despejado. Entonces Laurent se puso de pie y agarró a Camille por la cintura. El escribiente se echó a reír. —¡Quita, que me haces cosquillas! —dijo—. De bromitas de ésas, nada... Venga, ya está bien: vas a conseguir que me caiga. Laurent lo aferró con más fuerza y le dio un empujón. Camille se volvió y vio la cara espantosa de su amigo, convulsionada por completo. No entendió qué estaba pasando; lo embargó un terror inconcreto. Quiso gritar y notó que una mano ruda le oprimía la garganta. Con el instinto de un animal que se defiende, se puso de rodillas, asiéndose al borde de la barca. Luchó así durante unos segundos: —¡Thérèse! ¡Thérèse! —llamó con voz ahogada y sibilante. La joven miraba, agarrando con ambas manos un banco de la barca, que crujía y bailaba sobre el agua. No podía cerrar los ojos: una aterradora contractura los forzaba a seguir completamente abiertos, clavados en el horrible espectáculo de la pelea. Estaba rígida y muda. —¡Thérèse! ¡Thérèse! —volvió a llamar el desdichado, en un estertor. Al oír aquella última llamada, Thérèse rompió en sollozos. Se le aflojaron los nervios. El ataque que presentía la hizo desplomarse, trémula, en el fondo de la barca. Allí se quedó, doblada en dos, pasmada, muerta. Laurent seguía zarandeando a Camille, oprimiéndole la garganta con una mano. Consiguió al fin, con ayuda de la otra, que se soltase de la barca. Lo sujetaba en vilo, como si fuera un niño, estirando los vigorosos brazos. Como, al agachar la cabeza, dejaba al descubierto el cuello, su víctima, enloquecida de rabia y espanto, se retorció, acercó los dientes a aquel cuello y los hundió en él. Y cuando el asesino, conteniendo un grito de dolor, arrojó de golpe al escribiente al río, los dientes de éste le arrancaron un pedazo de carne. Camille cayó lanzando un alarido. Volvió dos o tres veces a la superficie, dando voces cada vez más apagadas. Laurent no perdió ni un segundo. Se alzó el cuello del paletó para ocultar la herida. Luego cogió en brazos a Thérèse, desvanecida, volcó la barca de una patada y se tiró al Sena, sujetando a su amante. La sostuvo sin dejar que se hundiera, pidiendo socorro con quejumbrosa voz. Los remeros a quienes habían oído cantar tras la punta de la isla llegaban, bogando con ahínco. Se dieron cuenta de que acababa de ocurrir una desgracia: rescataron a Thérèse, a la que tendieron en un banco, y a Laurent, que empezó a desesperarse por la muerte de su amigo. Se arrojó al agua, buscó a Camille en los lugares en que era imposible que estuviera, regresó llorando, retorciéndose los brazos, mesándose los cabellos. Los remeros intentaban tranquilizarlo y consolarlo. —He tenido yo la culpa —decía Laurent a voces—; no habría debido dejar a este pobre muchacho bailar y moverse como lo estaba haciendo... Hubo un momento en que nos quedamos los tres del mismo lado y la barca se volcó... Al caer, me gritó que salvase a su mujer... Hubo, entre los remeros, como siempre sucede, dos o tres jóvenes que pretendieron que habían presenciado el accidente. —No, si ya los vimos —decían—. Y es que, qué demonios, una barca no es tan firme como una tarima... ¡Ay, pobre señora, menudo despertar que va a tener! Volvieron a empuñar los remos, remolcaron la barca y condujeron a Thérèse y a Laurent hasta el restaurante en que los estaba esperando la cena. En pocos minutos, no había nadie en Saint-Ouen que no estuviera al tanto del accidente. Los remeros lo referían como si hubieran sido testigos oculares. Un compungido gentío esperaba a pie firme delante de la taberna. El figonero y su mujer eran unas buenas personas que pusieron todo su guardarropa a disposición de los náufragos. Cuando Thérèse volvió en sí, tuvo un ataque de nervios y rompió en desgarradores sollozos; hubo que acostarla. La naturaleza acudía en ayuda de la siniestra comedia que se acababa de representar. Cuando la joven estuvo más tranquila, Laurent la dejó al cuidado de los dueños del restaurante. Quiso regresar solo a París para comunicar la espantosa noticia a la señora Raquin con todos los miramientos posibles. La verdad era que tenía miedo a la exaltación nerviosa de Thérèse. Prefería darle tiempo para que pensase y se aprendiese el papel que le correspondía. La cena de Camille se la comieron los remeros. CAPÍTULO XII Laurent, en el oscuro rincón del coche de transporte público que lo condujo a París, acabó de madurar su plan. Tenía la casi completa certeza de quedar impune. Le rebosaba una alegría torpe y ansiosa, la alegría del crimen consumado. Al llegar al portazgo de Clichy, tomó un coche de punto y mandó que lo condujese a casa de Michaud padre, en la calle de Seine. Eran las nueve de la noche. El ex comisario de policía estaba con Olivier y Suzanne. Había ido allí Laurent en busca de protección, por si en algún momento sospechaban de él, y para ahorrarse tener que comunicar personalmente la espantosa noticia a la señora Raquin. Era ésta una misión que le producía una extraña repugnancia; presentía una desesperación de tal envergadura que temía no desempeñar su papel con la suficiente cantidad de lágrimas; y, además, el dolor de aquella mujer le resultaba penoso, por más que, en el fondo, no le importase gran cosa. Cuando Michaud lo vio entrar, con aquellas rústicas ropas que le estaban estrechas, lo interrogó con la mirada. Laurent refirió el accidente con voz quebrada, como si el dolor y el cansancio le quitasen el resuello. —He venido a buscarlo a usted —dijo, al acabar—; no sabía qué hacer con esas dos pobres mujeres que reciben tan cruel golpe... No me he atrevido a ir solo a ver a la madre. Le ruego que venga conmigo. Mientras Laurent hablaba, Olivier lo contemplaba fijamente, con miradas directas que lo llenaban de espanto. El asesino se había metido a ciegas entre aquellos policías en un golpe de audacia que había de salvarlo. Pero no podía por menos de estremecerse al notar cómo lo examinaban con la mirada; veía desconfianza en donde no había sino estupor y compasión. Suzanne, más quebradiza y más pálida, estaba al borde del desmayo. Olivier, al que asustaba la idea de la muerte y cuyo corazón permanecía, por lo demás, totalmente frío, mostraba una mueca de dolorosa sorpresa al tiempo que escrutaba el rostro de Laurent por rutina, sin sospechar ni poco ni mucho la siniestra verdad. En cuanto a Michaud padre, éste lanzaba exclamaciones de espanto, de compasión, de asombro; se revolvía en la silla, juntaba las manos, alzaba los ojos al cielo. —¡Ay, Señor! —decía con voz entrecortada—. ¡Ay, Señor, qué cosa más espantosa!... Sale uno de su casa, y se muere así, de repente... Es horrible... Y esa pobre señora Raquin, esa madre, ¿qué vamos a decirle?... Desde luego que ha hecho usted bien en venir a buscarnos... Lo acompañamos... Se puso de pie; dio unas cuantas vueltas; anduvo por la habitación, buscando el bastón y el sombrero; y, mientras se azacanaba, le pidió a Laurent que le repitiese los detalles de la catástrofe, con nuevos aspavientos en cada frase. Bajaron a la calle los cuatro. A la entrada del pasadizo de Le Pont-Neuf, Michaud detuvo a Laurent. —No venga —le dijo—; su presencia sería como una confesión brutal que hay que evitar... La desventurada madre se maliciaría una desgracia y nos obligaría a confesar la verdad antes del momento oportuno para decírsela... Espérenos aquí. Este arreglo supuso un alivio para el asesino, que temblaba sólo de pensar en entrar en la tienda del pasadizo. Notó que nacía en él la calma; empezó a caminar acera arriba y abajo, yendo y viniendo completamente en paz. A ratos, olvidaba lo que estaba sucediendo, echaba una ojeada a las tiendas, silbaba entre dientes, se daba la vuelta para mirar a las mujeres que lo rozaban al pasar. Estuvo así, en la calle, media hora larga, recuperando cada vez más la sangre fría. No había comido nada desde por la mañana; sintió hambre, entró en una pastelería y se atiborró de pasteles. En la tienda del pasadizo transcurría una escena desgarradora. Pese a las precauciones, pese a las frases prudentes y amistosas de Michaud padre, momento llegó en que la señora Raquin comprendió que le había ocurrido una desgracia a su hijo. Exigió entonces la verdad con arrebatada desesperación, con una violencia de lágrimas y gritos que obligaron a su antiguo amigo a ceder. Y cuando supo la verdad, fue trágico su dolor. Lloró con sordos sollozos; tuvo convulsiones que la doblaban hacia atrás, un desatentado ataque de terror y angustia; se quedó quieta, asfixiándose, y se le escapaba a ratos un chillido agudo entre el hondo rugido de su dolor. Se habría arrastrado por el suelo si Suzanne no la hubiese tomado por la cintura, llorando en su regazo, alzando hacia ella el pálido rostro. Olivier y su padre estaban a pie firme, nerviosos y mudos, volviendo la cabeza, ingratamente conmovidos por aquel espectáculo con el que padecía su egoísmo. Y la pobre madre veía cómo se llevaban a su hijo las turbias aguas del Sena, veía el cuerpo rígido y espantosamente hinchado; y, al tiempo, lo veía, de muy niño, en la cuna, cuando ella espantaba la muerte, inclinada sobre él. Lo había echado al mundo más de diez veces, lo amaba con todo el amor que le había dado desde hacía treinta años. Y ahora se le moría, lejos de ella, de repente, en el agua fría y sucia, como un perro. Se acordaba entonces de las tibias mantas en que lo envolvía. Cuántos cuidados, qué infancia cálida, cuantos mimos y tiernas efusiones. ¡Y todo para verlo un día ahogarse miserablemente! Al pensarlo, a la señora Raquin se le ponía un nudo en la garganta; albergaba la esperanza de morirse, de que la estrangulase la desesperación. Michaud padre se apresuró a salir de allí. Dejó a Suzanne con la mercera y fue, con Olivier, a buscar a Laurent para ir a toda prisa a Saint-Ouen. Durante el camino, apenas si cruzaron unas cuantas palabras. Cada uno iba hundido en un rincón del coche de punto, que los zarandeaba por los adoquines. Iban quietos y mudos, sumidos en la sombra que llenaba el coche, y, por momentos, el rápido haz de luz de un farol de gas les iluminaba el rostro con intenso fulgor. El siniestro acontecimiento que los había reunido allí los envolvía en algo semejante a un lúgubre abatimiento. Cuando llegaron por fin al restaurante a orillas del río, encontraron a Thérèse acostada, con las manos y la cabeza ardiendo. El hostelero les dijo a media voz que la señora joven tenía mucha fiebre. Lo cierto era que Thérèse, al notarse débil y cobarde, temiendo confesar el crimen durante un ataque, había tomado la determinación de enfermar. Guardaba un hosco silencio, apretaba los labios y los párpados, no quería ver a nadie por miedo a hablar. Con la sábana subida hasta la barbilla y la cara medio enterrada en la almohada, se encogía cuanto podía y escuchaba ansiosamente cuanto se decía a su alrededor. Y en el centro del resplandor rojizo que se le filtraba por los párpados cerrados, seguía viendo a Camille y a Laurent peleando al borde de la barca; divisaba a su marido macilento, horroroso, de crecido tamaño, alzándose, muy erguido, sobre un agua cenagosa. Aquella visión implacable le activaba la fiebre de la sangre. Michaud padre intentaba hablarle, consolarla. Thérèse hizo un gesto de impaciencia, se dio media vuelta y empezó a sollozar de nuevo. —Déjela, caballero —dijo el hostelero—; el mínimo ruido le da escalofríos... Necesitaría descansar, ¿sabe usted? Abajo, en el local, un agente de policía estaba redactando el atestado del accidente. Michaud y su hijo bajaron; y Laurent fue tras ellos. Cuando Olivier hubo dado a conocer su condición de empleado de rango superior en la Prefectura, todo se remató en diez minutos. Los remeros aún no se habían ido, y estaban contando el percance por lo menudo, describiendo cómo habían caído al agua los tres excursionistas, dándoselas de testigos oculares. En el supuesto de que Olivier y su padre hubieran albergado la menor sospecha, dicha sospecha se habría desvanecido ante testimonios tales. Pero ni por un instante habían dudado de la veracidad de Laurent; antes bien, se lo presentaron al agente de policía como el mejor amigo de la víctima y se ocuparon de que constase en el atestado que el joven se había arrojado al agua para salvar a Camille Raquin. Al día siguiente, los diarios refirieron el accidente con gran lujo de detalles; la infortunada madre, la viuda inconsolable, el amigo noble y valeroso, nada le faltó a aquel suceso, que apareció en toda la prensa parisiense para ir luego a enterrarse en los periódicos de provincias. Una vez concluido el atestado, Laurent notó una cálida alegría que le inundó la carne de una renovada vida. Desde el momento en que su víctima le hincó los dientes en el cuello estaba agarrotado, actuaba de forma mecánica siguiendo un plan trazado con mucha antelación. Sólo lo movía el instinto de supervivencia; sólo él le dictaba las palabras y le aconsejaba los ademanes. Ahora, con la certidumbre de la impunidad, volvía a correrle la sangre Por las venas con dulce morosidad. La policía había pasado junto a su crimen y la policía no había visto nada; se dejaba engañar, acababa de absolverlo. Estaba salvado. Este pensamiento le hizo sentir por todo el cuerpo trasudores gozosos, calideces que devolvieron la flexibilidad a sus miembros y su inteligencia. Siguió representando su papel de amigo desconsolado con habilidad y aplomo incomparables. En el fondo, sentía un contento de animal irracional: pensaba en Thérèse, que estaba acostada en la habitación de arriba. —No podemos dejar aquí a esta pobre muchacha —le dijo a Michaud—. Es posible que esté expuesta a una dolencia de gravedad. Es imprescindible llevarla a París... Acompáñeme, la convenceremos para que venga con nosotros. Al llegar arriba, tomó la palabra, rogó a Thérèse personalmente que se levantase, que les dejase llevarla al pasadizo de Le Pont-Neuf. Cuando la joven oyó el sonido de su voz, se sobresaltó, abrió mucho los ojos y lo miró. Estaba atontada, temblorosa. Se incorporó trabajosamente, sin contestar nada. Los hombres salieron y la dejaron a solas con la mujer del hostelero. Cuando estuvo vestida, bajó, titubeante, y subió al coche de punto, sostenida por Olivier. El trayecto fue silencioso. Laurent, con audacia e impudicia absolutas, deslizó la mano por las faldas de la joven y le asió los dedos. Estaba sentado enfrente de ella, en una oscuridad ondulante; no le veía el rostro, porque lo llevaba agachado hacia el pecho. Tras cogerle la mano, se la estrechó con fuerza y la sostuvo en la suya hasta la calle Mazarine. Notaba el temblor de aquella mano que, no obstante, no se apartaba, sino que, antes bien, le daba repentinas caricias. Y, así prendidas, ambas manos ardían; las sudorosas palmas se pegaban una a otra; y los dedos, estrechamente enlazados, se lastimaban en cada sacudida. Les parecía a Laurent y a Thérèse que la sangre de uno iba hasta el pecho del otro a través de los puños unidos; esos puños se convertían en un hogar ardiente en el que hervían sus vidas. En medio de la noche y el silencio consternado que rondaba entorno, el rabioso apretón de manos que intercambiaban era como un peso aplastante que colocaban sobre la cabeza de Camille para mantenerlo bajo el agua. Cuando se detuvo el coche de punto, Michaud y su hijo fueron los primeros en bajar. Laurent se inclinó hacia su amante y le susurró muy bajo: —Sé fuerte, Thérèse... Tendremos que esperar mucho tiempo... Recuérdalo. La joven no había dicho aún palabra alguna. Despegó los labios por primera vez desde la muerte de su marido. —Claro que lo recordaré —dijo, estremeciéndose, con una voz tan tenue como un soplo. Olivier le tendía la mano, invitándola a bajar. Laurent fue ahora hasta la tienda. La señora Raquin estaba acostada, presa de un violento delirio. Thérèse fue a rastras hasta su cama, y a Suzanne no le dio casi tiempo a desnudarla. Tranquilizado, viendo que todo se arreglaba a pedir de boca, Laurent se retiró. Fue despacio hasta su cuchitril de la calle de Saint Victor. Era más de medianoche. Un aire fresco corría por las calles desiertas, y silenciosas. El joven no oía sino el ritmo regular de sus pasos retumbando en las baldosas de las aceras. El frescor lo inundaba de bienestar; el silencio y las sombras le aportaban raudas sensaciones de voluptuosidad. Iba dando un paseo. Al fin se había librado de su crimen. Había matado a Camille. Un asunto zanjado, del que no habría que volver a hablar. Iba a vivir en paz, mientras esperaba el momento de poder tomar posesión de Thérèse. Pensar en el crimen lo había asfixiado a veces; ahora que ya estaba consumado, notaba el pecho libre, respiraba a gusto, se había curado de los padecimientos que la indecisión y el temor le causaban. En el fondo, estaba un tanto embotado; el cansancio le entorpecía los miembros y el pensamiento. Llegó a su casa y se durmió profundamente. Durante el sueño, leves crispaciones nerviosas le recorrían el rostro. CAPÍTULO XIII Al día siguiente, Laurent se despertó descansado y brioso. Había dormido bien. El aire frío que entraba por la ventana le estimulaba la sangre, quitándole la pesadez. Apenas si recordaba las escenas de la víspera; sin la ardiente quemadura que le abrasaba el cuello, habría podido creer que se había acostado a las diez, tras una apacible velada. El mordisco de Camille era como un hierro al rojo pegado a la piel; cuando el pensamiento de Laurent se detuvo en el dolor de esa llaga, sintió crueles padecimientos. Le parecía que una docena de agujas se le iban hundiendo poco a poco en la carne. Tiró del cuello de la camisa y se miró la herida en un mal espejo de setenta y cinco céntimos colgado en la pared. Era dicha herida un agujero rojo, del tamaño de una moneda de diez céntimos; la piel estaba arrancada y se veía la carne, de un rosa sucio, con manchas negras; unos hilillos de sangre habían corrido hasta el hombro, trazando unos finos surcos que se iban descascarillando. En el cuello blanco, el mordisco destacaba con un tono pardo apagado e intenso; estaba a la derecha, debajo de la oreja. Laurent lo miraba con la espalda doblada y el cuello estirado, y el espejo verdoso prestaba a su rostro una mueca atroz. Se lavó con agua abundante, satisfecho del examen diciéndose que la herida estaría cicatrizada al cabo de pocos días. Luego se vistió y se fue a la oficina, tranquilamente, como cualquier otro día. Contó allí el accidente con voz conmovida. Cuando sus colegas leyeron el suceso, que venía en los periódicos, Laurent se convirtió en un auténtico héroe. Durante una semana, los empleados de los ferrocarriles de Orleáns no tuvieron más tema de conversación; estaban muy ufanos por el hecho de que uno de los suyos se hubiese ahogado. Grivet no agotaba nunca el tema de cuán imprudente era aventurarse hasta el cauce del Sena cuando resulta tan fácil mirar correr el agua mientras se cruzan los puentes. Le quedaba a Laurent una preocupación sorda. El fallecimiento de Camille carecía de constancia oficial. El marido de Thérèse estaba muerto, sí, pero al asesino le habría gustado que apareciese el cadáver, para que existiese un documento en regla. Al otro día del accidente, buscaron inútilmente el cuerpo del ahogado; se suponía que debía de estar, probablemente, hundido en lo más hondo de algún agujero, bajo las riberas de las islas. Los raqueros registraban afanosos el Sena para cobrar la prima. Laurent se impuso la obligación de pasar todas las mañanas por la Morgue, de camino a la oficina. Se había jurado ocuparse personalmente de sus asuntos. Pese a la repugnancia que le revolvía el estómago, pese a los escalofríos que lo estremecían a veces, estuvo no obstante ocho días yendo, regularmente, a examinar los rostros de todos los ahogados tendidos en las mesas de piedra. Al entrar, lo asqueaba un olor desabrido, un olor a carne lavada, y le corrían por la piel unas ráfagas frías; con la humedad de las paredes parecía que la ropa se hacía más pesada y era una carga mayor en los hombros. Laurent iba derecho hasta la cristalera que separa a los visitantes de los cadáveres; pegaba el pálido rostro a los cristales y miraba. Ante él se extendían las hileras de mesas de piedra gris. Acá y acullá, encima de ellas, los cuerpos desnudos eran manchas verdes y amarillas, blancas y rojas; algunos cuerpos conservaban la virginidad de su carne en el rigor de la muerte; otros parecían montones de carne sanguinolenta y podrida. Al fondo, colgados en la pared, había unos lamentables harapos; faldas y pantalones que hacían muecas contra la desnudez del yeso. Laurent no veía al principio sino el descolorido conjunto de piedras y paredes, que las prendas de ropa de los cadáveres manchaban de pardo rojizo y de negro. Se oía cantar el susurro del agua corriente. Poco a poco, iba divisando los cuerpos. Pasaba entonces de uno a otro. Sólo los ahogados lo interesaban; cuando había varios cadáveres que el agua había hinchado y amoratado los miraba con avidez, intentando reconocer a Camille. Con frecuencia, se les iba a jirones la carne de los rostros, los huesos habían horadado la carne reblandecida, la cara era como una papilla deshuesada. Laurent titubeaba; miraba atentamente aquellos cuerpos, intentaba intuir la enteca complexión de su víctima. Pero todos los ahogados están gordos; veía vientres enormes, muslos inflados, brazos llenos y gruesos. No sabía ya a qué carta quedarse, y allí seguía, quieto, tiritando, ante aquellos despojos verdosos que parecían burlarse de él con espantosas muecas. Una mañana lo embargó un pavor auténtico. Llevaba unos cuantos minutos mirando a un ahogado de corta estatura, atrozmente desfigurado. Tenía aquel ahogado las carnes tan blandas y desbaratadas que el agua corriente que las lavaba se las iba llevando, brizna a brizna. El chorro que le caía en la cara socavaba un agujero a la derecha de la nariz. Y, de pronto, la nariz se acható y los labios se desprendieron, mostrando los dientes blancos. La cabeza del ahogado se echó a reír. Cada vez que le parecía reconocer a Camille, Laurent notaba una quemadura en el corazón. Ansiaba fervorosamente encontrar el cuerpo de su víctima, pero se acobardaba cuando pensaba que lo tenía ante los ojos. Sus visitas a la Morgue le provocaban pesadillas y escalofríos que lo hacían jadear. Se quitaba los temores de encima, se decía que era como un niño, quería ser fuerte; pero, a su pesar, se le revolvía de asco la carne y el espanto se adueñaba de todo su ser en cuanto se veía en la humedad y el desabrido olor de la sala. Cuando en la última hilera de mesas no había ahogados, respiraba con alivio; sentía una repugnancia menor. Pasaba a ser entonces un simple curioso; notaba un peculiar placer al mirar cara a cara la muerte violenta, con sus posturas lúgubremente extrañas y grotescas. Lo divertía el espectáculo, sobre todo cuando había mujeres que mostraban el pecho descubierto. Aquellas desnudeces brutalmente exhibidas, manchadas de sangre, horadadas en algunos puntos, lo atraían y lo hacían demorarse. Vio una vez a una mujer joven, de veinte años, una hija del pueblo, ancha y robusta, que parecía dormir encima de la piedra; el cuerpo lozano y lleno lucía suaves tonos blancos de exquisita delicadeza; sonreía a medias, con la cabeza algo ladeada y brindaba los pechos de forma provocativa; habría parecido una cortesana tendida en el lecho de no haber sido por la raya negra del cuello, que le ponía un collar de sombra. Era una muchacha que acababa de ahorcarse por una desesperada pena de amor. Laurent la estuvo contemplando mucho rato, recorriendo su carne con la mirada con una suerte de medroso deseo. Todas las mañanas, mientras estaba allí, oía, a su espalda, el ir y venir del público que entraba y salía. La Morgue es un espectáculo al alcance de todos los bolsillos; y los transeúntes, tanto los pobres como los ricos, se aprovechan de su gratuidad. La puerta está abierta; puede entrar quien lo desee. Existen aficionados que dan un rodeo para no perderse ninguna de esas funciones que interpreta la muerte. Cuando las mesas de piedra están vacías, la gente se va, chasqueada, estafada, rezongando entre dientes. Cuando están bien provistas, cuando hay una buena exposición de carne humana, los visitantes se apiñan las emociones les salen baratas, se espantan, bromean, aplauden o silban, como en el teatro, y se marchan contentos, diciendo que, ese día, la Morgue ha estado muy bien. No tardó Laurent en conocer al público de aquel lugar diverso y variopinto, que, como un solo hombre, se compadecía o reía con sorna. Entraban obreros que iban a trabajar, llevando bajo el brazo un pan y las herramientas del oficio; la muerte les hacía gracia. Había entre ellos chistosos de taller que hacían sonreír a los espectadores con sus agudezas acerca de las muecas de todos y cada uno de los cadáveres: llamaban a quienes habían muerto en un incendio, los carboneros; los ahorcados, los asesinados, los ahogados, los cadáveres agujereados o triturados estimulaban su elocuente guasa y, con voz un tanto trémula, balbucían frases cómicas en el estremecido silencio de la sala. Veíanse también modestos rentistas, ancianos flacos y secos, ociosos que entraban por no tener nada mejor que hacer y fijaban en los cuerpos miradas estúpidas, con mohines de hombres apacibles y quisquillosos. Había muchas mujeres: operarias jóvenes, sonrosadas, de impoluta ropa blanca y faldas limpias, que recorrían ágilmente, de punta a punta, la separación acristalada, dilatando los atentos ojos como si mirasen el escaparate de una tienda de modas; había también mujeres del pueblo, pasmadas con expresión desconsolada, y señoras elegantes que barrían indolentemente el suelo con los vestidos de seda. Un día, vio Laurent a una de estas damas clavada a pie firme a pocos pasos del cristal, apretándose la nariz con un pañuelo de batista. Llevaba una deliciosa falda de seda gris y una amplia manteleta de encaje negro; le cubría el rostro un velillo y las enguantadas manos parecían muy menudas y delicadas. En torno a ella se demoraba un suave aroma a violeta. Estaba mirando un cadáver. En una de las mesas, a corta distancia, estaba tendido el cuerpo de un mocetón, un albañil que acababa de matarse de golpe al caer de un andamio; tenía el pecho ancho, músculos abultados y cortos, un cuerpo blanco y lleno; la muerte lo había convertido en mármol. La dama lo miraba de arriba abajo, como si le diese la vuelta con los ojos, lo sopesaba, se ensimismaba en el espectáculo de aquel hombre. Alzó una punta del velillo, volvió a mirarlo y, luego, se fue. A veces, entraban bandadas de chiquillos, niños entre doce y quince años, que corrían a lo largo de la cristalera y sólo se detenían ante los cadáveres femeninos. Apoyaban las manos en el cristal y paseaban descaradas miradas por los pechos desnudos. Se daban codazos, hacían brutales comentarios, aprendían el vicio en la escuela de la muerte. Los golfos jóvenes tienen su primera amante en la Morgue. Al cabo de una semana, Laurent estaba asqueado. De noche, soñaba con los cadáveres que había visto por la mañana. Aquel sufrimiento, aquella repugnancia cotidiana a que se obligaba acabaron por alterarlo tanto que resolvió no ir ya sino otras dos veces. A la mañana siguiente, al entrar en la Morgue, sintió un violento golpe en el pecho: enfrente de él, en una de las mesas, Camille lo estaba mirando, tendido de espaldas, con la cabeza incorporada y los ojos entreabiertos. El asesino se acercó despacio al cristal, como presa de una atracción, no pudiendo despegar los ojos de la víctima. No sufría; sólo notaba un gran frío interior y un leve hormigueo a flor de piel. Había pensado que iba a sentir un temblor mayor. Se quedó quieto cinco minutos largos, perdido en una inconsciente contemplación, grabando a su pesar en lo hondo de la memoria todos aquellos espantosos trazos, todos los sucios colores del cuadro que tenía ante la vista. Camille estaba infame. Había pasado quince días en el agua. El rostro parecía aún firme y rígido; los rasgos estaban tal cual. Pero la piel había tomado un tono amarillento y cenagoso. La cabeza, escuálida, huesuda, levemente tumefacta, era una pura mueca; la tenía un poco ladeada, con el pelo pegado a las sienes y los párpados abiertos, mostrando el lívido globo ocular; los labios, retorcidos, estirados hacia una de las comisuras de la boca, reían con sorna atroz; entre la blancura de los dientes asomaba el negruzco extremo de la lengua. Al conservar una apariencia humana, aquella cabeza, que parecía disecada y tensada, horrorizaba aún más, por el dolor y el espanto que en ella había. El cuerpo parecía un agolpamiento de carne desbaratada; acusaba mil calamidades. Se notaba que los brazos estaban a punto de desprenderse; las clavículas asomaban por la piel de los hombros. En el pecho verdoso, las costillas dibujaban franjas negras; el costado izquierdo reventado, abierto, se ahondaba entre jirones de oscuro color rojo. Todo el torso era podredumbre. Las piernas, más enteras, estaban estiradas, cubiertas de inmundas manchas. Tenía los pies colgando. Laurent miraba a Camille. No había visto nunca ahogado más horroroso. El cadáver tenía, además, un aspecto enteco, un porte enclenque y pobre; se reconcentraba en su podredumbre; no era sino un humilde montoncito. Podía intuirse que se trataba de un empleado que ganaba mil doscientos francos, necio y enfermizo, cuya madre había criado con tisanas. Aquel pobre cuerpo, crecido entre cálidas mantas, tiritaba en la fría mesa de piedra. Cuando Laurent pudo al fin zafarse de la desconsolada tristeza que lo mantenía inmóvil y con la boca abierta, salió y caminó deprisa por el muelle. Y al tiempo que caminaba, iba repitiendo: «En esto lo he convertido. Está infame». Le parecía que lo iba siguiendo un olor agrio, el olor que debía de despedir aquel cuerpo putrefacto. Fue a ver a Michaud padre y le dijo que acababa de reconocer a Camille en una mesa de la Morgue. Se cumplieron los trámites, enterraron al ahogado, se redactó la partida de defunción. Laurent, tranquilo ya, se aprestó, voluptuosamente, a olvidarse de su crimen y de las enojosas y desagradables escenas consecutivas al asesinato. CAPÍTULO XIV La tienda del pasadizo de Le Pont-Neuf estuvo cerrada tres días. Cuando volvió a abrir, parecía más sombría y más húmeda. Era como si los artículos expuestos, amarillentos de polvo, publicasen el luto de la casa; todo andaba revuelto y manga por hombro en los sucios escaparates. Tras los gorros de lienzo, colgados de las oxidadas varillas, el rostro de Thérèse era de una palidez más mate, de una inmovilidad y una tranquilidad siniestras. En el pasadizo, todas las comadres la compadecían. La vendedora de bisutería indicaba a todas las clientes el perfil enflaquecido de la joven como si de una curiosidad interesante y dolorosa se tratara. La señora Raquin y Thérèse habían estado tres días acostadas, sin hablarse, sin verse siquiera. La anciana mercera, sentada en la cama, apoyada en unas almohadas, clavaba en el vacío una mirada vaga, con ojos de idiota. La muerte de su hijo le había asestado un tremendo golpe en la cabeza y se había desplomado como privada de conocimiento. Se quedaba horas y horas apaciguada e inerte, ensimismada en lo más hondo de su desesperado anonadamiento; luego, de vez en cuando, le entraban ataques y lloraba, gritaba, deliraba. Thérèse, en el dormitorio contiguo, parecía dormir; estaba de cara a la pared, tapándose los ojos con la manta; permanecía tendida así, tiesa y muda, sin que ni un sollozo de su cuerpo alzase la sábana que la cubría. Era como si ocultase en la oscuridad de la alcoba los pensamientos que le prestaban tamaña rigidez. Suzanne, que cuidaba a ambas mujeres, iba, con muy pocos bríos, de una a otra, arrastrando los pies despacio, inclinando el rostro de cera sobre ambos lechos, sin conseguir que se diera la vuelta Thérèse, que respondía con bruscos ademanes de impaciencia, ni consolar a la señora Raquin, que se echaba a llorar en cuanto una voz la sacaba de su postración. El tercer día, Thérèse apartó la manta, se sentó en la cama deprisa, con algo así como una febril determinación. Se separó el pelo de la cara asiéndose las sienes, y se quedó en esa postura un momento, con las manos en la frente y los ojos fijos, como si aún estuviera reflexionando. Luego saltó a la alfombra. Tenía los miembros temblorosos y enrojecidos de fiebre; unas dilatadas manchas lívidas le jaspeaban la piel, que se arrugaba en algunas zonas como vaciada de carne. Había envejecido. Suzanne, que entró en ese instante, se quedó muy sorprendida al encontrarla levantada; le aconsejó con acento moroso y plácido que se volviera a acostar, que siguiera descansando. Pero Thérèse no la escuchaba; buscaba su ropa y se la ponía con ademanes presurosos y trémulos. Cuando estuvo vestida, fue a mirarse a un espejo, se frotó los ojos, se paso las manos por el rostro, como para borrar algo. Luego, sin decir palabra, cruzó deprisa el comedor y entró en el cuarto de la señora Raquin. La vieja mercera pasaba por un rato de atontada calma. Al entrar Thérèse, volvió la cabeza y siguió con la vista a la joven viuda, que se plantó ante ella, muda y abrumada. Las dos mujeres se estuvieron contemplando durante unos instantes, la sobrina con creciente ansiedad, la tía con dolorosos esfuerzos de la memoria. La señora Raquin recordó al fin, tendió los temblorosos brazos y, asiendo a Thérèse por el cuello, exclamó: —¡Mi pobre hijo, mi pobre Camille! Lloraba, y sus lágrimas se evaporaban en la piel ardiente de la viuda, que ocultaba los ojos secos tras los pliegues de la sábana. Thérèse se quedó así, agachada, dejando que la anciana madre agotase el llanto. Desde el momento del crimen, llevaba temiendo aquella primera entrevista; no se había levantado de la cama para retrasar aquel momento, para pensar sin que nadie la estorbara en el terrible papel que iba a tener que interpretar. Cuando vio que la señora Raquin estaba un poco más calmada, fue y vino por su cuarto, le aconsejó que se levantase, que bajase a la tienda. La anciana mercera se había vuelto casi chocha. La repentina aparición de su sobrina propició en ella una crisis salutífera que le devolvió la memoria y la conciencia de las cosas y de los seres que la rodeaban. Agradeció sus desvelos a Suzanne; habló, débil pero sin delirio, llena de una tristeza que a ratos la ahogaba. Miraba cómo se movía Thérèse con súbitas lágrimas; y entonces le pedía que se acercase, la besaba sin dejar de sollozar, le decía, medio asfixiada, que ya sólo la tenía a ella en el mundo. Por la noche, consintió en levantarse, en probar a comer algo. Thérèse pudo percatarse entonces del tremendo golpe que había padecido su tía. Las piernas de la pobre anciana habían perdido fuerza. Necesitó un bastón para llegar a rastras hasta el comedor, en donde le pareció que los muros oscilaban a su alrededor. Al día siguiente no quiso esperar más, no obstante, y decidió abrir la tienda. Temía volverse loca si seguía sola en su cuarto. Bajó trabajosamente los peldaños de madera, apoyando ambos pies en cada uno de ellos y fue a sentarse tras el mostrador. A partir de ese día, allí se quedó, clavada, con sereno dolor. A su lado, Thérèse pensaba y esperaba. La tienda recuperó su sombrío sosiego. CAPÍTULO XV Laurent volvió algunas veces, por las noches, cada dos o tres días. Se quedaba en la tienda, charlando con la señora Raquin durante media hora. Luego se iba, sin haber mirado a Thérèse a la cara. La anciana mercera lo tenía por el salvador de su sobrina, por un corazón noble que había hecho cuanto estaba en su mano para devolverle a su hijo. Lo recibía con enternecida benevolencia. Un jueves por la noche, estaba Laurent en la tienda cuando se presentaron Michaud padre y Grivet. Estaban dando las ocho. El empleado y el ex comisario habían pensado, cada uno por su cuenta, que podían reanudar sus caras costumbres sin pecar de importunos, y llegaban en el mismo minuto, como si los impeliese el mismo resorte. Detrás de ellos entraron Olivier y Suzanne. Subieron todos al comedor. La señora Raquin, que no esperaba visita, se apresuró a encender la lámpara y preparar el té. Cuando todo el mundo estuvo sentado en torno a la mesa, cada cual ante su taza, tras volcar la caja de fichas de dominó, la pobre madre, súbitamente llevada al pasado, miró a sus invitados y rompió en sollozos. Había un sitio vacío, el sitio de su hijo. Aquella desesperación cohibió y molestó a los invitados. En todos los rostros había una expresión de beatitud egoísta. Aquellas personas se sintieron violentas, pues no les quedaba ya en el corazón el menor recuerdo vivo de Camille. —Vamos, mi querida señora —exclamó Michaud padre con leve impaciencia—, no debe usted desesperarse así. Acabará por ponerse mala. —Todos somos mortales —afirmó Grivet. —Por mucho que llore, su hijo no va a volver —dijo sentenciosamente Olivier. —No nos dé ese disgusto, se lo ruego —susurró Suzanne. Y al ver que la señora Raquin sollozaba cada vez con más fuerza y no conseguía contener las lágrimas, Michaud añadió: —Venga, venga, hay que ser valiente. Tiene que darse cuenta de que venimos para que esté distraída. No nos apenemos, qué demonios, intentemos olvidar... ¿Qué les parece? ¿Jugamos a diez céntimos la partida? La mercera se tragó el llanto con supremo esfuerzo Quizá tuvo conciencia del venturoso egoísmo de sus huéspedes. Se secó los ojos, inmutada aún. Las fichas le temblaban en las pobres manos y las lágrimas que se le habían quedado bajo los párpados le impedían ver. Jugaron. Laurent y Thérèse habían presenciado aquella breve escena con aspecto serio e impasible. El joven estaba encantado de que se reanudasen las veladas de los jueves. Ansiaba fervorosamente, pues sabía que precisaba esas reuniones para alcanzar su meta. Además, sin preguntarse el porqué, rodeado de aquellos conocidos se sentía más a gusto, se atrevía a mirar a Thérèse a la cara. La joven, vestida de negro, pálida y recogida, le pareció de una hermosura que aún desconocía. Se sintió dichoso al encontrar su mirada, que se detuvo en la de él con valiente fijeza. Thérèse seguía siendo suya en cuerpo y alma. CAPÍTULO XVI Transcurrieron quince meses. Las amarguras de las primeras horas se fueron dulcificando; cada día trajo consigo un nuevo sosiego, una nueva conformidad; la vida reanudó su curso con fatigada languidez, cayó en ese monótono estupor que viene tras las grandes crisis. Y en los comienzos, Laurent y Thérèse cedieron a aquella vida nueva que los transformaba; fue haciéndose en ellos una labor sorda que sería menester analizar con suma delicadeza si se pretendiera indicar todas las etapas. No tardó Laurent en volver todas las noches a la tienda, como en el pasado. Pero ya no cenaba allí, no se quedaba veladas enteras. Llegaba a las nueve y media y se iba tras haber cerrado el comercio. Podía parecer que cumplía con un deber al venir a ponerse a disposición de ambas mujeres. Si alguna vez descuidaba aquella obligación, se disculpaba al día siguiente con humildad de sirviente. Los jueves ayudaba a la señora Raquin a encender el fuego, a hacer los honores. Tenía desapasionados detalles que encantaban a la anciana mercera. Thérèse miraba apaciblemente cómo Laurent iba de un lado para otro. Ya no tenía el rostro pálido; parecía con mejor salud, más sonriente, más dulce. Apenas si, a veces, la boca, al apretar los labios con una contracción nerviosa ahondaba dos profundas arrugas que le ponían en el rostro una extraña expresión de dolor y espanto. Los dos amantes no volvieron a intentar verse a solas. Nunca se pidieron una cita, nunca cruzaron un beso furtivo. Era como si el asesinato hubiera calmado momentáneamente las voluptuosas fiebres de la carne; habían conseguido satisfacer, al matar a Camille, aquellos fogosos e insaciables deseos que no habían sido capaces de saciar entregándose hasta el quebranto a los brazos del otro. El crimen les parecía un vivísimo deleite que los asqueaba y desapegaba de sus caricias. Hubieran tenido, no obstante, mil facilidades para llevar esa libre vida de amor cuyo sueño los había conducido al asesinato. La señora Raquin, inválida y alelada, no suponía obstáculo alguno. Eran dueños de la casa; podían salir e ir a donde les pareciera. Pero el amor ya no los tentaba; sus apetitos habían desaparecido; se quedaban conversando tranquilamente, mirándose sin rubor ni escalofríos, igual que si hubieran olvidado ya los locos abrazos que les habían magullado la carne y hecho crujir los huesos. Evitaban incluso quedarse a solas; en la intimidad, no se les ocurría nada que decirse: temían ambos mostrarse una frialdad excesiva. Cuando cruzaban un apretón de manos notaban algo parecido a un malestar al rozarse la piel. Por lo demás, ambos creían saber el porqué de lo que así los mantenía indiferentes y medrosos cuando estaban frente a frente. Achacaban a la prudencia ese frío comportamiento. Opinaban que su tranquilidad y su abstinencia eran fruto de una refinada sabiduría. Pretendían que aquella calma de la carne, aquel letargo de los corazones eran voluntarios. Por lo demás, consideraban la repugnancia, el malestar que sentían, como un resto de espanto, como un miedo sordo al castigo. A veces, se forzaban a la esperanza, intentaban reanudar los ardientes sueños de antaño, y se quedaban pasmados al ver que tenían la imaginación vacía. Se aferraban entonces a la idea de su próxima boda; habiendo llegado ya a la meta, no teniendo ya nada que temer, entregados uno a otro, recobrarían la pasión, gustarían los soñados deleites. Aquella esperanza los tranquilizaba, les impedía bajar hasta el fondo de la nada que se había ahondado en ellos. Se convencían de que se querían como en el pasado, esperaban la hora que había de darles la dicha total al unirlos para siempre. Nunca Thérèse se había sentido tan sosegada. No cabía duda de que se estaba volviendo mejor. Todas las implacables voluntades de su ser se iban relajando. De noche, sola en su cama, era dichosa; no sentía ya al lado el rostro flaco, el cuerpo enclenque de Camille, que le exasperaban la carne y le traían insatisfechos deseos. Se creía niña, virgen, tras las blancas cortinas, apacible entre el silencio y la sombra. Le gustaba su amplio dormitorio, algo frío, con aquel techo alto, aquellos rincones oscuros, aquellos aromas de claustro. Hasta llegaba a gustarle el elevado muro negro que se alzaba ante su ventana; todas las noches, durante todo un verano, estuvo horas enteras mirando las piedras grises de ese muro y las estrechas franjas de cielo estrellado sobre el que se recortaban las chimeneas y los tejados. Sólo se acordaba de Laurent cuando alguna pesadilla la hacía despertarse sobresaltada; entonces, sentada en la cama, trémula, con los ojos dilatados, arropándose en el camisón, se decía que no padecería aquellos repentinos miedos si un hombre durmiese a su lado. Pensaba en su amante como en un perro que la guardase y la protegiese; en su piel fresca y tranquila no había ni un escalofrío de deseo. Durante el día, en la tienda, se interesaba por el mundo exterior; salía de su ensimismamiento, pues no vivía ya en sorda rebelión, replegada en pensamientos de odio y venganza. La aburrían las ensoñaciones; necesitaba actuar y ver. Desde por la mañana hasta por la noche, miraba a la gente que cruzaba por el pasadizo; se divertía con aquel barullo, aquel ir y venir. Se volvía curiosa y charlatana, mujer en una palabra, pues hasta entonces no había tenido sino hechos y opiniones de hombre. Entregada a esa labor de espía, se fijó en un hombre joven, un estudiante que vivía en una pensión del vecindario y pasaba varias veces al día ante la tienda. Era un muchacho de pálida hermosura, con larga melena de poeta y bigote de oficial. A Thérèse le pareció distinguido. Estuvo una semana enamorada de él, enamorada como una colegiala. Leyó novelas, comparó al joven con Laurent y éste le pareció muy rudo y amazacotado. La lectura le abrió novelescos horizontes que había desconocido hasta entonces; sólo había amado con la sangre y los nervios, empezó a amar con la cabeza. Luego, un día, el estudiante desapareció; debía de haberse mudado. Thérèse lo olvidó en pocas horas. Se hizo de un gabinete de lectura y sintió pasión por todos los protagonistas de cuantas historias pasaron ante sus ojos. Aquella súbita afición a la lectura influyó mucho en su temperamento. Adquirió una sensibilidad nerviosa que la hacía reír o llorar sin motivo. Quebróse la tendencia al equilibrio que se estaba aposentando en ella. Cayó en una suerte de ensoñación inconcreta. A veces la agitaba el recuerdo de Camille y pensaba en Laurent con renovados deseos, llenos de temor y desconfianza. Volvió así a sus angustias; tan pronto buscaba un medio para casarse con su amante en el acto, tan pronto soñaba con huir y no volver a verlo nunca. Las novelas, que le hablaban de castidad y honra, alzaron un a modo de obstáculo entre sus instintos y su voluntad. Siguió siendo el animal indomable que quería luchar con el Sena y se había arrojado violentamente al adulterio; pero tomó conciencia de la bondad y la dulzura, comprendió el rostro inexpresivo y el talante muerto de la mujer de Olivier, supo que no era posible matar al marido y ser feliz. Entonces dejó de verse con claridad a sí misma y vivió en una cruel indecisión. Laurent, por su parte, pasó por diversas fases de calma y fiebre. Disfrutó, al principio, de una honda tranquilidad; se sentía como aliviado de un tremendo peso. En algunos momentos, se hacía asombrados interrogatorios, le parecía que había tenido un mal sueño, se preguntaba si era cierto que había arrojado a Camille al agua y había visto su cadáver en una mesa de la Morgue. El recuerdo de su crimen le causaba una peculiar sorpresa; nunca se habría creído capaz de cometer un asesinato; toda su prudencia, toda su cobardía se estremecían; le subían a la frente sudores helados cuando pensaba que habrían podido descubrir su crimen y guillotinarlo. Notaba entonces en el cuello el frío de la cuchilla. Mientras había tenido que actuar, había ido adelante con tozudez y ceguera bestiales. Pero ahora miraba hacia atrás y, al ver el abismo que acababa de cruzar, desfallecía de horror. «Debía de estar borracho —pensaba—; esa mujer me había emborrachado con caricias. ¡Dios, qué estúpido y qué loco he sido! Con una historia así podía haber acabado en la guillotina... En fin, todo ha ido bien. Si tuviera que hacerlo otra vez, no lo haría.» Laurent se encogió, se apoltronó, más cobarde y prudente que nunca. Se puso gordo y deforme. A quien hubiera examinado aquel corpachón, desplomado sobre sí mismo, que no parecía tener ni huesos ni nervios, nunca se le habría ocurrido acusarlo de violencia ni de crueldad. Volvió a sus antiguas costumbres. Fue durante varios meses un empleado modélico que cumplía con sus tareas con ejemplar embrutecimiento. Por la noche, cenaba en una lechería de la calle de Saint Victor, cortando el pan en rebanaditas, masticando despacio, alargando la comida cuanto podía; luego se echaba hacia atrás, se apoyaba en la pared y fumaba una pipa. Tenía pinta de buenazo. Durante el día, no pensaba en nada; de noche, dormía con sueño pesado y no soñaba. Tenía el rostro sonrosado y lleno, la barriga satisfecha, el cerebro vacío, y era feliz. Su carne parecía muerta; casi ni se acordaba de Thérèse. A veces pensaba en ella como en una mujer con la que se tiene el proyecto de casarse más adelante, en un inconcreto futuro. Esperaba con paciencia el momento de su boda, olvidando a la mujer y soñando con la nueva posición que iba a tener tras el matrimonio. Se despediría de la oficina, se dedicaría a pintar por afición, daría paseos. Aquellas esperanzas lo llevaban todas las noches a la tienda del pasadizo, pese al impreciso malestar que sentía al entrar en ella. Un domingo, aburrido y no sabiendo qué hacer, fue a ver a su antiguo amigo de colegio, aquel joven pintor en cuya casa había vivido mucho tiempo. El artista estaba trabajando en un cuadro que pensaba enviar al Salón y representaba una bacante desnuda, tendida en un jirón de tela. Al fondo del taller, una modelo estaba recostada, con la cabeza caída hacia atrás, el torso brindado, la cadera respingada. Aquella mujer se reía a ratos y abombaba el pecho, estiraba los brazos, se desperezaba para descansar. Laurent, que estaba sentado frente a ella, la miraba mientras fumaba y charlaba con su amigo. Le palpitó la sangre y se le exacerbaron los nervios con aquella contemplación. Se quedó hasta que se hizo de noche y se llevó a la mujer consigo. La tuvo como amante durante casi un año. La pobre muchacha se había enamorado de él, porque le parecía apuesto. Por la mañana se iba, para pasarse el día posando, y volvía puntualmente todas las noches a la misma hora; comía, se vestía y atendía a sus necesidades con el dinero que ganaba, así que no le costaba ni una perra a Laurent, a quien no le importaba en absoluto ni de dónde venía ni qué había hecho. Aquella mujer fue un equilibrio más en su vida, la aceptó como un objeto útil y necesario que le mantenía el cuerpo en paz y sano; nunca supo si la quería, nunca pensó que estuviera siendo infiel a Thérèse. Se sentía más satisfecho y feliz. Nada más. No obstante, ya había concluido el luto de Thérèse. La joven se ponía vestidos claros; y aconteció que una noche a Laurent le pareció más joven y más guapa. Pero seguía un tanto molesto en su presencia; desde hacía una temporada, la notaba febril, llena de extraños caprichos; reía y se entristecía sin razón. A Laurent lo asustaba la indecisión en que la veía, pues intuía en parte sus luchas y sus inquietudes. Empezó a vacilar, presa de un miedo atroz a comprometer su tranquilidad; él vivía en paz, con sus apetitos prudentemente satisfechos, y temía poner en entredicho el equilibrio de su vida al unirse a una mujer nerviosa cuya pasión lo había trastornado ya una vez. Por lo demás, no razonaba esos pensamientos, sino que sentía por instinto las angustias que la posesión de Thérèse iba a acarrearle. La primera conmoción que recibió y lo sacó de su apoltronamiento fue la idea de que tenía que empezar ya a pensar en la boda. Hacía casi quince meses que había muerto Camille. Por un instante, Laurent planeó no casarse, dejar plantada a Thérèse y quedarse con la modelo, cuyo amor complaciente y barato le bastaba. Luego se dijo que no podía haber matado a un hombre para nada; al acordarse del crimen y de los tremendos esfuerzos que había hecho para poder tener él solo a aquella mujer que ahora lo desasosegaba, sintió que el asesinato se convertiría en inútil y atroz si no se casaba con ella. Arrojar a un hombre al agua para robarle a su viuda, esperar quince meses y tomar luego la decisión de vivir con una chiquilla que paseaba su cuerpo por todos los talleres le pareció ridículo y le hizo sonreír. Por lo demás, ¿no lo unía acaso a Thérèse un vínculo de sangre y espanto? Notaba de forma imprecisa que gritaba y se retorcía dentro de él; y que él le pertenecía. Tenía miedo de su cómplice; a lo mejor, si no se casaba con ella, iba a contárselo todo a la justicia, por venganza y celos. Aquellos pensamientos le repicaban en la cabeza. Volvió a apoderarse de él la fiebre. En ésas estaba cuando la modelo lo abandonó de repente. Un domingo, la muchacha no regresó; debía de haber encontrado un domicilio más cálido y confortable. Laurent no se sintió excesivamente afligido; pero se había acostumbrado a tener de noche una mujer acostada a su lado y notó un súbito vacío en su existencia. Ocho días después, se le insubordinaron los nervios. De nuevo se aposentó durante veladas enteras en la tienda del pasadizo, volviendo a mirar a Thérèse con ojos en los que brillaban rápidos fulgores. La joven, que salía estremecida de sus prolongadas lecturas, cedía lánguida y consentidora a aquellas miradas. Volvieron, pues, los dos a la angustia del deseo tras un largo año de espera asqueada y de indiferencia. Una noche, Laurent, mientras cerraba la tienda, retuvo por un momento a Thérèse en el pasadizo. —¿Quieres que suba esta noche a tu cuarto? —le preguntó con voz ardorosa. La joven hizo un gesto de miedo. —No, no, debemos esperar... —dijo—. Seamos prudentes. —Bastante llevo ya esperado, creo —siguió diciendo Laurent—. Ya estoy harto. Quiero tenerte. Thérèse lo miró apasionadamente; un ardor le abrasaba las manos y el rostro. Pareció titubear; luego, con acento brusco dijo: —Casémonos; y seré tuya. CAPÍTULO XVII Laurent se fue del pasadizo con la mente tensa y la carne intranquila. El cálido aliento y el consentimiento de Thérèse acababan de devolverle las destemplanzas de antaño. Tiró por los muelles y caminó, con el sombrero en la mano para que le diese en la cara todo el aire del cielo. Al llegar a la calle de Saint Victor y a la puerta de su pensión, le dio miedo subir y estar solo. Un miedo infantil, inexplicable, imprevisto, le hizo temer que hubiera un hombre escondido en su buhardilla. Nunca había tenido cobardías de ésas. Ni siquiera intentó dar una explicación razonable al extraño escalofrío que se apoderaba de él; entró en una taberna y se quedó allí una hora, hasta medianoche, inmóvil y mudo, sentado a una mesa, bebiendo maquinalmente vasos de vino llenos hasta arriba. Pensaba en Thérèse, se irritaba con la joven, porque no había querido dejarlo subir esa misma noche a su cuarto. Y pensaba que en compañía de ella no habría tenido miedo. Cerraron la taberna y lo dejaron en la calle. Volvió a entrar para pedir cerillas. La recepción de la pensión estaba en el primer piso. Laurent tenía que recorrer un corredor largo y subir unas cuantos peldaños para coger su palmatoria. Aquel corredor, aquella breve escalera, espantosamente oscuros, lo aterrorizaban. Solía cruzar briosamente esas tinieblas. Aquella noche no se atrevía a llamar; se decía que quizá, al pasar ante cierta oquedad que formaba la entrada del sótano, unos asesinos se le vendrían de pronto encima. Llamó por fin, encendió una cerilla y se decidió a adentrarse por el corredor. La cerilla se apagó. Se quedó quieto, jadeante, sin atreverse a salir huyendo, rascando las cerillas contra la pared húmeda con una ansiedad que hacía que le temblase la mano. Le parecía oír voces y ruidos delante de él. Las cerillas se le quebraban entre los dedos. Consiguió encender una. El azufre empezó a burbujear, a prender la madera con una lentitud que redobló la angustia de Laurent; en la luz pálida y azulada del azufre, en los vacilantes resplandores que se movían de acá para allá, le pareció columbrar formas monstruosas. Luego la cerilla chisporroteó, la luz se hizo blanca y clara. Laurent, aliviado, avanzó con precaución, teniendo buen cuidado de que no le faltase la luz. Cuando tuvo que pasar ante el sótano, se pegó a la pared de enfrente; había allí una mole de sombras que lo asustaba. Subió luego con paso rápido los peldaños que le faltaban para llegar a la recepción y se creyó salvado al coger su palmatoria. Subió los otros pisos más despacio, alzando la vela para iluminar todos los rincones ante los que tenía que pasar. Las grandes sombras extrañas que van y vienen cuando se sube una escalera con una luz en la mano lo colmaban de un inconcreto malestar, al surgir y desaparecer repentinamente ante él. Al llegar arriba, abrió su puerta y se encerró a toda prisa. Lo primero que hizo fue mirar debajo de la cama y registrar minuciosamente la habitación, para ver si no había nadie escondido. Cerró el tragaluz del tejado, pensando que alguien podría descolgarse por allí. Tras tomar esas disposiciones, se sintió más tranquilo, se desnudó, pasmándose de su cobardía. Acabó por sonreír, por decirse que era como un niño. Nunca había sido miedoso y no podía explicarse aquel repentino ataque de terror. Se acostó. Ya entre la tibieza de las sábanas, volvió a pensar en Thérèse, de quien, en sus temores, se había olvidado. Con los ojos tozudamente cerrados, buscando el sueño, notaba que, a su pesar, los pensamientos lo rondaban, se le imponían, se vinculaban entre sí, le seguían presentando las ventajas que había en una boda lo más pronta posible. A ratos, se daba media vuelta y decía: «Ya está bien de pensar, hay que dormir. Mañana me tengo que levantar a las ocho para ir a la oficina». Y se esforzaba en quedarse dormido. Pero las ideas volvían, una tras otra; se reanudaba la sorda labor de los razonamientos; no tardaba en verse de nuevo presa de algo así como una ensoñación crítica que le exponía, en lo hondo del cerebro, la necesidad de aquel matrimonio, los argumentos que sus deseos y su prudencia alegaban por turno en pro y en contra de la posesión de Thérèse. Viendo entonces que no conseguía dormir, que el insomnio se había adueñado de su irritada carne, se tendió de espaldas, abrió los ojos por completo y dejó que la cabeza se le llenase del recuerdo de la joven. Se había quebrado el equilibrio; de nuevo lo agitaba la ardiente fiebre de antaño. Pensó en levantarse y regresar al pasadizo de Le Pont-Neuf. Haría que le abriesen la verja, llamaría a la puerta pequeña de la escalera y Thérèse le abriría. A l pensar en ello, la sangre se le subía al cuello. Su ensoñación era pasmosamente lúcida. Se veía por las calles, caminando deprisa, a lo largo de las casas, y se decía: «Me meto por este bulevar, atravieso por ese cruce, para llegar antes». Luego, chirriaba la verja del pasadizo y él recorría el estrecho corredor, oscuro y desierto, alegrándose de poder subir al cuarto de Thérèse sin que lo advirtiese la vendedora de bisutería; se veía luego en la galería y en la estrecha escalera por la que tantas veces había pasado. Y allí notaba las fogosas alegrías de antaño; recordaba los deliciosos miedos, las dolorosas voluptuosidades del adulterio. Los recuerdos se tornaban realidades que le afectaban todos los sentidos: olía el vaho desabrido del pasillo, tocaba las paredes pegajosas, veía la sucia oscuridad que por allí rondaba. Y subía cada peldaño jadeante, aguzando el oído, conteniendo ya sus deseos durante aquella medrosa aproximación a la mujer deseada. Al fin arañaba la puerta, la puerta se abría, allí estaba Thérèse esperándolo, en enaguas, toda blanca. Los pensamientos desfilaban ante sus ojos como espectáculos reales. Con los ojos clavados en la oscuridad, veía. Cuando, acabado el recorrido por las calles, tras haber entrado en la galería y subido la escalera, creyó ver a Thérèse ardiente y pálida, saltó deprisa de la cama, mascullando "Tengo que ir; me está esperando». Aquel brusco ademán disipó la alucinación: notó el frío de los baldosines y tuvo miedo. Se quedó un momento quieto y descalzo, escuchando. Le parecía oír un ruido en el rellano. Si iba a casa de Thérèse, tendría que volver a pasar delante de la puerta del sótano, al llegar abajo; aquel pensamiento hizo que le corriera por la espalda un prolongado escalofrío. Volvió a apoderarse de él el espanto, un espanto estúpido y avasallador. Miró su cuarto con desconfianza y vio cómo rondaban por él unos jirones blanquecinos de claridad; entonces, despacio, con precauciones rebosantes de ansiosa premura, volvió a subirse a la cama y se hizo un ovillo en ella, se escondió como para evitar que lo alcanzase un arma, un cuchillo que lo estuviera amenazando. Se le había subido la sangre al cuello con violencia, y el cuello le ardía. Se llevó la mano a él y notó bajo los dedos la cicatriz del mordisco de Camille. Tenía ya casi olvidado aquel mordisco. Lo aterró volver a encontrárselo en la piel, creyó que le estaba consumiendo la carne. Apartó rápidamente la mano para dejar de notarlo, y lo seguía sintiendo, voraz, perforándole el cuello. Quiso entonces rascarlo con suavidad, con el filo de la uña; el tremendo ardor creció. Para no arrancarse la piel, oprimió ambas manos entre las rodillas encogidas. Rígido, irritado, se quedó quieto, con el cuello roído y los dientes castañeteando de miedo. Ahora sus pensamientos estaban puestos en Camille con terrorífica fijeza. Hasta entonces, el ahogado no había inquietado las noches de Laurent. Y hete aquí que el pensar en Thérèse hacía que se le apareciese el espectro del marido. El asesino no se atrevía ya a abrir los ojos; temía ver a su víctima en una esquina de su cuarto. Hubo un momento en que le pareció que el lecho daba unos vaivenes extraños; se imaginó que Camille estaba escondido debajo de la cama, y que era él quien la movía de esa forma, para tirar al suelo a Laurent y morderlo. Y él, desencajado, con el cabello erizado, se aferró al colchón, creyendo que los vaivenes eran cada vez más violentos. Se dio cuenta, luego, de que la cama no se movía. Reaccionó. Se sentó y encendió la vela, llamándose imbécil. Para aplacar la fiebre, se tomó un vaso de agua entero. «Ha sido un error andar bebiendo en la taberna —pensaba—. No sé qué me pasa esta noche. Qué tontería. Hoy voy a estar rendido en la oficina. Debería haberme dormido nada más meterme en la cama, y no andar pensando en un montón de cosas: eso es lo que me ha quitado el sueño. A dormir.» Volvió a apagar la luz y hundió la cabeza en la almohada, un poco menos acalorado, decidido a no seguir pensando, a no seguir pasando miedo. El cansancio estaba empezando a relajarle los nervios. No se durmió con el sueño pesado y opresivo que solía; cayó despacio en una somnolencia vaga. Estaba como simplemente entumecido, como sumido en un embrutecimiento suave y voluptuoso. Mientras dormitaba, notaba el cuerpo; en la carne muerta, la inteligencia seguía en vela. Había expulsado los pensamientos que acudían, se había defendido contra la vigilia. Luego, cuando estuvo ya amodorrado, cuando le fallaron las fuerzas y la voluntad se le fue de la mano, los pensamientos regresaron despacio, uno a uno, y volvieron a apoderarse de su ser debilitado. Tornaron los ensueños. Volvió a recorrer el camino que lo separaba de Thérèse: bajó la escalera, pasó corriendo delante del sótano y salió; fue por todas las calles por las que ya había ido antes, cuando soñaba con los ojos abiertos; entró en el pasadizo de Le Pont-Neuf, subió la estrecha escalera y arañó la puerta. Pero en vez de Thérèse, en vez de la joven en enaguas y con los pechos al aire, fue Camille quien le abrió, Camille tal y como lo había visto en la Morgue, verdoso, atrozmente desfigurado. El cadáver le tendía los brazos con infame risa, enseñando la punta de la lengua negruzca entre la blancura de los dientes. Laurent lanzó un grito y se despertó sobresaltado. Lo empapaba un sudor glacial. Se tapó los ojos con la manta, insultándose, enfadándose consigo mismo. Quiso volver a dormirse. Se amodorró como antes, despacio; se apoderó de él el mismo decaimiento; y en cuanto la voluntad se le volvió a ir de las manos en la languidez del sueño a medias, volvió a emprender el camino, regresó a donde lo llevaba su idea fija, se apresuró para ver a Thérèse, y volvió a abrirle la puerta el ahogado. Aterrado, el infeliz se sentó en la cama. Habría dado lo que fuera por desterrar aquel sueño implacable. Ansiaba un sueño de plomo que le aniquilase los pensamientos. Mientras estaba despierto, tenía energía suficiente para expulsar al fantasma de su víctima; pero en cuanto dejaba de ser dueño de su mente, ésta lo conducía al espanto cuando lo estaba conduciendo a la voluptuosidad. Volvió a intentar dormirse. Vino entonces una sucesión de amodorramientos voluptuosos y despertares repentinos y desgarradores. Con rabioso empecinamiento, seguía yendo hacia Thérèse y seguía tropezándose con el cuerpo de Camille. Recorrió más de diez veces el camino; lo empezó con la carne abrasada, siguió el mismo itinerario, tuvo las mismas sensaciones, realizó las mismas acciones con minuciosa exactitud y, más de diez veces, vio cómo el ahogado se brindaba a sus caricias cuando él tendía los brazos para tomar en ellos a su amante y estrecharla. Aquel desenlace siniestro, siempre igual, que lo despertaba una y otra vez, jadeante y despavorido, no desalentaba su deseo; pocos minutos después, volvía a dormirse, su deseo olvidaba el infame cadáver que lo estaba esperando, y corría de nuevo en busca de un cuerpo cálido y flexible de mujer. Laurent estuvo una hora viviendo esa secuencia de pesadillas, sumido en ese mal sueño incesantemente reiterado e incesantemente imprevisto, que en cada sobresalto lo dejaba quebrantado con un espanto cada vez más penetrante. Una de las convulsiones, la última, fue tan violenta y dolorosa que tomó la decisión de levantarse y no seguir luchando. Llegaba el día; una claridad gris y tristona entraba por el tragaluz del tejado, que recortaba en el cielo un cuadrado blanquecino, de color ceniza. Laurent se vistió despacio, con sorda irritación. Lo exasperaba no haber podido dormir, lo exasperaba haber consentido en que lo embargase un miedo que ahora consideraba una chiquillada. Mientras se ponía los pantalones, se desperezó, se frotó los miembros, se pasó las manos por la cara que una noche de fiebre había dejado descompuesta y macilenta. Y repetía: «No tendría que haber pensando en todas esas cosas; habría dormido y ahora estaría bien descansado... ¡Ay, si Thérèse hubiera querido anoche, si Thérèse se hubiera acostado conmigo anoche...!» Aquel pensamiento de que Thérèse le habría impedido sentir miedo lo tranquilizó un tanto. En el fondo, temía pasar otras noches como la que acababa de padecer. Metió la cara en agua y se pasó el peine. Aquel somero aseo le refrescó la cabeza y disipó los últimos temores. Razonaba sin trabas y no sentía ya sino un gran cansancio en todos los miembros. «Y eso que no soy miedoso —se decía mientras acababa de vestirse— y me importa un bledo Camille... Es absurdo pensar que ese infeliz pueda estar debajo de mi cama. A lo mejor ahora voy a creer lo mismo todas las noches... Está claro que tengo que casarme lo antes posible. Cuando Thérèse me rodee con los brazos, no pensaré ya en Camille. Me besará en el cuello, y no sentiré ya esa horrible quemazón que notaba... A ver el mordisco...» Fue hacia el espejo, arrimó el cuello y miró. La cicatriz era rosa pálido. Laurent, al distinguir los dientes de su víctima, se alteró un tanto y la sangre se le subió a la cabeza; se percató entonces de un curioso fenómeno. La cicatriz, al teñirla de púrpura la oleada de sangre ascendente, se volvió viva y sanguinolenta y descolló, muy roja, en el cuello grueso y blanco. Laurent notó un hormigueo punzante, como si le hubieran clavado agujas en la llaga. Se apresuró a alzarse el cuello de la camisa. «¡Bah! —siguió diciendo—. Thérèse lo remediará... Bastará con unos besos... ¡Qué bobo soy dándole vueltas a estas cosas!» Se puso el sombrero y bajó. Necesitaba tomar el aire, necesitaba caminar. Al pasar ante la puerta del sótano, sonrió; comprobó, no obstante, la resistencia del gancho que la cerraba. Fuera, caminó despacio en el aire fresco de la mañana, por las aceras desiertas. Eran alrededor de las cinco. Laurent pasó un día de perros. Tuvo que luchar contra el agobiante sueño que lo invadió, por la tarde, en la oficina. Se le vencía a su pesar la cabeza, cargada y dolorida; y la alzaba bruscamente en cuanto oía el paso de alguno de sus jefes. Aquella lucha, aquellas convulsiones acabaron de quebrantarle el cuerpo y le provocaron una ansiedad intolerable. Por la noche, pese al cansancio, quiso ir a ver a Thérèse. La halló febril, abatida, cansada, lo mismo que él. —Nuestra pobre Thérèse ha pasado muy mala noche —dijo la señora Raquin a Laurent cuando éste se hubo sentado—. Por lo visto ha tenido pesadillas, un insomnio tremendo... La he oído gritar varias veces. Esta mañana se encontraba muy mal. Mientras su tía hablaba, Thérèse miraba fijamente a Laurent. Debieron de adivinar sus comunes espantos, pues les corrió por la cara el mismo escalofrío nervioso. Estuvieron frente a frente hasta las diez, hablando de trivialidades, comprendiéndose, instándose ambos con los ojos a apresurar el momento de unirse en contra del ahogado. CAPÍTULO XVIII También a Thérèse le había visitado el espectro de Camille durante aquella noche de fiebre. La ardiente proposición de Laurent, que le pedía una cita tras más de un año de indiferencia, la había hostigado de pronto. La carne empezó a abrasarla cuando, sola y acostada, pensó en que pronto había de celebrarse la boda. Entonces, entre las convulsiones del insomnio, vio alzarse al ahogado; se retorció, igual que Laurent, en el deseo y el espanto; e, igual que él, se dijo que ya no tendría miedo, que ya no soportaría tamaños sufrimientos cuando tuviera a su amante en los brazos. A la misma hora, se había dado, en aquella mujer y aquel hombre, una suerte de trastorno nervioso que los devolvía, palpitantes y aterrados, a sus terribles amores. Se había establecido entre ellos un parentesco de sangre y voluptuosidad. Los mismos escalofríos los estremecían; las mismas angustias les oprimían los corazones, en una suerte de dolorosa fraternidad. A partir de ese momento no tuvieron sino un único cuerpo y una única alma para gozar y padecer. Esa comunión, esa mutua compenetración es un hecho psicológico y fisiológico que se da con frecuencia en las personas a las que hondas conmociones nerviosas hacen chocar violentamente entre sí. Durante más de un año, a Thérèse y Laurent les había sido ligera la cadena que los unía y llevaban soldada a los miembros; tras el aplanamiento consecutivo a la crisis aguda del asesinato, en la repugnancia y la necesidad de tranquilidad y olvido que vinieron después, los dos presidiarios pudieron creer que estaban libres, que ya no los unía un eslabón de hierro; la cadena no estaba tirante y arrastraba por el suelo; y ellos descansaban, los embargaba una suerte de pasmo dichoso, intentaban amar a otras personas y vivir con sensato equilibrio. Pero el día en que, a impulsos de los acontecimientos, volvieron a cruzar palabras ardientes, la cadena se tensó con violencia y notaron un tirón tan fuerte que se sintieron sujetos el uno al otro para siempre. Ya desde el mismo día siguiente puso Thérèse manos a la obra y se afanó bajo cuerda en ir induciendo su boda con Laurent. Era tarea ardua, colmada de peligros. Atemorizaba a los amantes la posibilidad de cometer una imprudencia, de despertar sospechas, de poner de manifiesto con excesiva brusquedad el interés que habían tenido en la muerte de Camille. Comprendiendo que no podían hablar de matrimonio, determinaron un plan de gran sensatez que consistía en conseguir que la propia señora Raquin y los invitados del jueves les ofrecieran lo que ellos no podían solicitar. Sólo había que inculcar a aquellas buenas gentes la idea de que era preciso volver a casar a Thérèse y, ante todo, que hacerles creer que dicha idea procedía de ellos y era sólo cosa suya. Interpretar esa comedia fue labor larga y delicada. Thérèse y Laurent adoptaron el papel que a cada uno correspondía; progresaban con extremada prudencia, calculando el mínimo gesto, la mínima palabra. En el fondo, los consumía una impaciencia que les ponía los nervios rígidos y tensos. Vivían presas de una continua exasperación y tenían que echar mano de toda su cobardía para obligarse a parecer sonrientes y sosegados. Si tanta prisa tenían en llegar a la meta, era porque no podían ya estar separados y solos. El ahogado los visitaba todas las noches, el insomnio los tendía en un lecho de brasas y les daba vueltas con tenazas de fuego. El estado de nerviosismo en que vivían les atizaba aún más cada noche la fiebre de la sangre, poniéndoles ante los ojos atroces alucinaciones. Thérèse, cuando llegaba el crepúsculo, no se atrevía ya a subir a su cuarto; sentía punzantes angustias cuando tenía que encerrarse hasta por la mañana en aquel dormitorio tan grande, que iluminaban extraños resplandores y se poblaba de fantasmas en cuanto apagaba la luz. Acabó por dejar la vela encendida, por no querer dormir, para poder tener siempre los ojos completamente abiertos. Y cuando el cansancio le hacía cerrar los papados, veía a Camille en la oscuridad y volvía a abrir los ojos, sobresaltada. Por la mañana se movía a rastras, rendida por no haber dormido a medias sino unas pocas horas, cuando ya era de día. En cuanto a Laurent, se había vuelto definitivamente un cobarde desde aquella noche en que sintió miedo al pasar delante de la puerta del sótano; antes, vivía tan confiado como un animal irracional. Ahora, el mínimo ruido lo hacía temblar y palidecer, igual que a un niño. Aquel escalofrío de espanto, tras agitarle inesperadamente los miembros, no había vuelto a desaparecer. Por la noche, sus padecimientos eran mayores aún que los de Thérèse; el miedo provocaba hondos desgarramientos en aquel corpachón fofo y cobarde. Veía caer la tarde con cruel aprensión. En varias ocasiones, no quiso regresar a su domicilio y pasó noches enteras caminando por las calles desiertas. Una vez, se quedó hasta que se hizo de día debajo de un puente, mientras llovía sin parar; acurrucado en aquel lugar, aterido, sin atreverse a levantarse para volver al muelle, estuvo casi seis horas mirando correr el agua sucia en la blanquecina oscuridad; de vez en cuando, ataques de terror lo obligaban a apretarse contra la tierra húmeda: le parecía que por debajo del arco del puente pasaban largas hileras de ahogados que iban corriente abajo. Cuando el cansancio lo metía en casa, se encerraba con dos vueltas de llave y allí se quedaba, agitadísimo, hasta las claras del alba, presa de pavorosos ataques de fiebre. La misma pesadilla volvía de forma persistente: le parecía que pasaba de los brazos ardientes y apasionados de Thérèse a los brazos fríos y pegajosos de Camille; soñaba que su amante lo asfixiaba con un cálido abrazo, y soñaba a continuación que el ahogado lo estrechaba contra el pecho podrido en un abrazo helado; aquellas sensaciones súbitas y alternas de voluptuosidad y repugnancia. Aquellos sucesivos contactos con una carne ardiente de amor y una carne fría, que el cieno había reblandecido, lo hacían jadear y estremecerse, con un estertor de angustia. Y el espanto de ambos amantes iba creciendo día a día; día a día sus pesadillas los destrozaban cada vez más, los dejaban cada vez más despavoridos. Sólo confiaban ya en sus mutuos besos para matar el insomnio. Por prudencia no se atrevían a concertar citas; esperaban el día de la boda como un día de salvación tras el que vendría una noche venturosa. Y así deseaban su unión con toda el ansia que sentían por poder dormir con un sueño tranquilo. En las horas de indiferencia habían vacilado, olvidados ambos de las razones egoístas y apasionadas, que parecían haberse esfumado tras haber empujado al crimen a ambos. Ahora que la fiebre volvía a consumirlos, volvían a encontrar en lo hondo de su pasión y su egoísmo aquellas razones primitivas que les habían llevado a tomar la decisión de matar a Camille para gozar luego de las dichas que, a lo que pensaban, serían obligado fruto de un matrimonio legítimo. Por lo demás, al optar por la suprema decisión de unirse abiertamente, lo hacían con cierta desesperación imprecisa. En lo más hondo de su ser, había temor. Sus deseos tiritaban. Estaban, por así decirlo, inclinados el uno hacia el otro como quien se inclina sobre un abismo, cuyo horror los atraía; se asomaban mutuamente a sus respectivas personas, aferrados, mudos, mientras les aflojaban los miembros unos vértigos de voluptuosidad ardientemente dolorosa, que les hacían sentir el delirio de la caída. Pero, enfrentados al momento en que vivían, a su ansiosa espera y sus medrosos deseos, sentían la imperiosa necesidad de cegarse, de soñar con un futuro de dichas enamoradas y apacibles gozos. Cuanto más temblaban uno frente al otro, más intuían el espanto del despeñadero al que iban a arrojarse y más empeño ponían en prometerse a sí mismos la felicidad, en exponerse los hechos irrebatibles que los conducían fatalmente al matrimonio. Thérèse sólo deseaba casarse porque tenía miedo y porque su organismo exigía las violentas caricias de Laurent. Era presa de un ataque de nervios que la llevaba casi a la locura. Lo cierto era que no razonaba apenas y se arrojaba a la pasión con la cabeza trastornada por las novelas que acababa de leer y la carne exasperada por los crueles insomnios que la tenían despierta desde hacía varias semanas. Laurent, de temperamento menos excitable, aunque cedía ante sus terrores y sus deseos, quería que su decisión fuera razonada. Para probarse bien a sí mismo que aquella boda era necesaria y que iba a ser por fin totalmente dichoso, para disipar los imprecisos temores que se apoderaban de él, volvía a echarse todas las cuentas de antaño. Su padre, el labriego de Jeufosse, se emperraba en no morirse. Laurent se decía que la herencia podía tardar aún mucho en llegar; temía incluso que dicha herencia se le escabullese y fuera a parar al bolsillo de uno de sus primos, un mocetón cuya forma de cavar la tierra era muy del agrado de Laurent padre. Y él seguiría siendo pobre, viviría sin mujer en un sotabanco, durmiendo mal, comiendo aún peor. Por lo demás, no tenía intención de pasarse la vida trabajando; su oficina empezaba ya a causarle notable fastidio; la llevadera tarea que allí tenía a su cargo se iba tornando agobiante para su pereza. El resultado de sus reflexiones era invariablemente que la dicha suprema consistía en no hacer nada. Entonces se acordaba de que había ahogado a Camille para casarse con Thérèse y, a continuación, dedicarse a no hacer nada. Cierto es que el deseo de que su amante fuera sólo suya había tenido no poca parte en el plan de su crimen, pero quizá lo había llevado más al asesinato la esperanza de ocupar el sitio de Camille, de que lo cuidasen como a él, de gozar de una beatitud de cada hora; si sólo lo hubiera movido la pasión, no se habría mostrado tan cobarde, ni tan prudente; lo cierto era que había intentado conseguir, mediante una muerte, una vida de paz y ociosidad, una duradera satisfacción de sus apetitos. Le volvían todos aquellos pensamientos, consentidos o inconscientes. Se repetía, para darse ánimos, que ya era hora de sacarle el esperado provecho a la desaparición de Camille. Y se exponía a sí mismo las ventajas, las dichas de su vida futura: se despediría de la oficina, viviría en una deliciosa pereza; comería, bebería y dormiría cuanto quisiera; tendría siempre al alcance de la mano a una mujer ardiente que devolvería el equilibrio a su sangre y a sus nervios; no tardaría en heredar los cuarenta mil y pico francos de la señora Raquin, pues la pobre anciana se estaba muriendo poco a poco; se forjaría, en resumen, una existencia de animal irracional feliz, se olvidaría de todo. Todas y cada una de las horas del día, desde que Thérèse y él habían convenido su boda, Laurent se repetía esas mismas razones; y buscaba nuevas ventajas y se alegraba sobremanera cuando le parecía que había dado con otro argumento más, tomado de su egoísmo que lo obligaba a casarse con la viuda del ahogado. Pero por más que se forzaba a la esperanza, por más que soñaba con un fructuoso porvenir de pereza y voluptuosidad, seguía notando repentinos escalofríos que le helaban la piel, seguía sintiendo, de vez en cuando, una ansiedad que le ahogaba la dicha en la garganta. CAPÍTULO XIX No obstante, la solapada labor de Thérèse y Laurent iba dando fruto. Thérèse había adoptado un comportamiento taciturno y desesperado que, al cabo de unos días, preocupó a la señora Raquin. La anciana mercera quiso saber por qué estaba tan triste su sobrina. Entonces, la joven interpretó su papel de viuda desconsolada con exquisita habilidad; habló vagamente de hastío, de ánimo decaído, de dolores nerviosos, sin concretar nada. Cuando su tía la acuciaba a preguntas, contestaba que se encontraba bien, que no sabía el porqué de su abatimiento, que lloraba sin saber el motivo. Y hacía alarde continuo de ahogos, de sonrisas pálidas y afligidas, de silencios colmados de vacío y desaliento abrumadores. Viendo a aquella joven, encerrada en sí misma, que parecía estarse muriendo poco a poco de un mal desconocido, la señora Raquin acabó por alarmarse seriamente; sólo tenía en el mundo a su sobrina y le pedía a Dios a diario que le conservase a aquella muchacha para que pudiera cerrarle los ojos. Había algo de egoísmo en aquel último amor de su vejez. Cuando se le pasó por las mientes que podía perder a Thérèse y morirse sola en lo hondo de la húmeda tienda del pasadizo, sintió que peligraban los humildes consuelos que todavía la ayudaban a vivir. A partir de ese momento, no le quitó ya ojo a su sobrina, analizó con espanto las melancolías de La joven, se preguntó qué podría hacer para curarla de aquella muda desesperación. En tan graves circunstancias, creyó que debería preguntarle a su antiguo amigo Michaud qué le parecía. Un jueves por la noche, lo retuvo en la tienda y le contó sus temores. —Por Dios que llevo ya mucho dándome cuenta de que Thérèse está disgustada —le contestó el anciano con la sincera rudeza propia de su antigua profesión— y bien sé por qué tiene esa cara tan amarilla y afligida. —¿Que sabe usted por qué? —dijo la mercera—. Dígamelo enseguida. ¡Si pudiéramos curarla! —¡Si es un tratamiento muy fácil! —siguió diciendo Michaud, risueño—. Su sobrina se aburre porque lleva casi dos años sola, de noche, en su cuarto. Necesita un marido; se le nota en los ojos. La ruda franqueza del ex comisario fue un doloroso golpe para la señora Raquin. Pensaba que la herida que a ella le seguía sangrando por dentro desde el espantoso accidente de Saint-Ouen estaba igual de viva, igual de dolorosa, en lo hondo del corazón de la joven viuda. Tras morir su hijo, le parecía que no podía haber ya marido alguno para su sobrina. Y hete aquí que Michaud afirmaba, con una vulgar risotada, que Thérèse estaba enferma porque necesitaba un marido. —Cásela lo antes posible —dijo éste al irse—, si no quiere verla consumirse por completo. Ése es mi consejo, mi querida señora, y, créame, es un buen consejo. A la señora Raquin le costó hacerse a la idea de que su hijo ya estaba olvidado. Michaud padre ni siquiera había mencionado a Camille y había empezado a bromear al hablar de la supuesta enfermedad de Thérèse. La pobre madre comprendió que era ya la única que conservaba vivo, en lo hondo de su ser, el recuerdo de su querido hijo. Lloró, le pareció que Camille acababa de morirse otra vez. Luego, cuando hubo llorado a gusto y estuvo ahíta de lamentaciones y añoranzas, volvió a pensar, de mal grado, en lo que había dicho Michaud, se habituó a la idea de comprar un poco de dicha pagando el precio de un matrimonio que, en las finezas de su memoria, volvía a matar a su hijo. Notaba cobardes debilidades cuando tenía delante a Thérèse, taciturna y cabizbaja, en el gélido silencio de la tienda. No tenía uno de esos caracteres tiesos y secos que hallan una acerba alegría en buscar razones de vida en una desesperación eterna; había en ella blanduras, abnegaciones, efusiones, todo un temperamento de mujer buena, gruesa y afable, que la impelía a vivir con activa ternura. Desde que su sobrina había dejado de hablar, desde que la veía siempre quieta, pálida y debilitada, la existencia se le estaba haciendo insoportable y la tienda le parecía una tumba; habría deseado que la arropase un afecto cálido, vida, caricias, algo suave y alegre que la ayudase a esperar la muerte sin sobresaltos. Aquellos deseos inconscientes la movieron a aceptar el proyecto de volver a casar a Thérèse; llegó incluso a olvidarse un poco de su hijo; en la existencia muerta que llevaba aparecieron algo así como un despertar, como unas apetencias, una nuevas ocupaciones para el pensamiento. Buscaba un marido para su sobrina y ello le saturaba la cabeza. Aquella elección de un marido era un asunto de envergadura; la infeliz anciana pensaba más en ella que en Thérèse; quería casarla de forma tal que quedase garantizada su propia felicidad, pues sentía un vivo temor de que el nuevo marido de la joven alterase las postreras horas de su vejez. Se espantaba al pensar que iba a meter a un extraño en su vida cotidiana; sólo ese pensamiento le impedía hablarle abiertamente a su sobrina de asuntos de matrimonio. Mientras Thérèse interpretaba, con aquella perfecta hipocresía que le había proporcionado su educación, la comedia del hastío y el abatimiento, Laurent había tomado el papel de hombre sensible y servicial. Se desvivía por las dos mujeres, sobre todo por la señora Raquin, a la que colmaba de exquisitas atenciones. Poco a poco, acabó por hacerse indispensable en la tienda; era el único en traer algo de alegría a aquel agujero negro. Cuando él no estaba, por las noches, la anciana mercera miraba en torno molesta, como si le faltase algo, casi temerosa de enfrentarse sola a la desesperación de Thérèse. Por lo demás, si Laurent dejaba de ir alguna que otra velada era sólo para asentar mejor su poder; acudía todos los días a la tienda al salir de la oficina y se quedaba hasta que cerraban el pasadizo. Hacía los recados; le acercaba a la señora Raquin a quien le costaba trabajo andar, las pequeñeces que necesitaba. Luego se sentaba y charlaba. Había dado con una voz de actor, suave y penetrante, a la que recurría para halagar los oídos y el corazón de la bondadosa anciana. Parecía, ante todo, muy preocupado por la salud de Thérèse, como amigo, como hombre sensible cuya alma sufre con el sufrimiento ajeno. En varias ocasiones, habló aparte con la señora Raquin y la aterrorizó fingiéndose muy alarmado por los cambios y los estragos que decía ver en el rostro de la joven. —No vamos a tardar en perderla —susurraba con voz preñada de lágrimas—. No podemos ocultarnos que está muy enferma. ¡Ay de nuestra modesta felicidad, de nuestras veladas, tan gratas y apacibles! La señora Raquin lo escuchaba angustiada. Laurent era incluso tan audaz que se refería a Camille. —Tiene usted que hacerse cargo —le decía a la mercera— de que la muerte de mi desdichado amigo ha sido un golpe tremendo para ella. Lleva dos años muriéndose, desde el nefasto día en que perdió a Camille. Nada podrá consolarla ni curarla. Debemos resignarnos. Tan descaradas mentiras hacían que la anciana llorase a lágrima viva. El recuerdo de su hijo la alteraba y la cegaba. Cada vez que alguien pronunciaba el nombre de Camille, rompía en sollozos, se confiaba, habría besado al que pronunciaba el nombre de su pobre hijo. Laurent se había fijado en la alteración y el enternecimiento que producía en ella aquel nombre. Podía hacerla llorar cuando quería, quebrantarla con una emoción que le impedía enfocar con claridad las cosas, y abusaba de ese poder para tenerla siempre, manejable y dolorida, en la palma de la mano. Todas las noches, pese a los sordos arrebatos de rebeldía que le sobresaltaban las entrañas, orientaba la conversación hacia los insólitos méritos, el tierno corazón y el ingenio de Camille; alababa a su víctima con total impudicia. A veces, cuando se cruzaban sus ojos con los de Thérèse, clavados en los suyos con peculiar expresión, se estremecía y acababa por creerse todas las cosas buenas que estaba diciendo del ahogado; se callaba entonces, al apoderarse de él súbitamente unos celos atroces, temeroso de que la viuda estuviese enamorada del hombre que él había arrojado al agua y al que elogiaba ahora con alucinado convencimiento. La señora Raquin lloraba durante toda la conversación y no veía nada de cuanto la rodeaba. Y mientras le corrían las lágrimas pensaba que Laurent tenía un corazón amante y generoso; sólo él se acordaba de su hijo, sólo él hablaba aún de Camille con voz trémula y emocionada. Se secaba los ojos, miraba al joven con infinita ternura y lo quería como si fuera su propio hijo. Un jueves por la noche, Michaud y Grivet estaban ya en el comedor cuando entró Laurent y se acercó a Thérèse, preguntándole por su salud con afectuosa preocupación. Se sentó unos instantes a su lado, interpretando, para que lo vieran los presentes, su papel de amigo cariñoso y alarmado. Mientras los jóvenes seguían juntos, cruzando unas palabras, Michaud, que los estaba mirando, se inclinó Y dijo en voz baja a la anciana mercera, al tiempo que le señalaba a Laurent: —Mire, ése es el marido que necesita su sobrina. Arregle lo antes posible esa boda. Si es preciso, le echaremos una mano. Michaud sonreía con cara pícara; opinaba que Thérèse necesitaba seguramente un marido vigoroso. A la señora Raquin le pareció que la cegaba un rayo de luz; vio de golpe todas las ventajas que sacaría ella del matrimonio de Thérèse y Laurent. Aquella boda no haría sino estrechar más los lazos que ya las unían, a su sobrina y a ella, con el amigo de su hijo, a aquel hombre de tan buen corazón que venía a distraerlas por las noches. Así no metería a un extraño en casa, no correría el riesgo de ser desdichada; antes bien, al tiempo que proporcionaba un apoyo a Thérèse, pondría una alegría más en su propia vejez, hallaría otro hijo en aquel muchacho que, desde hacía tres años, le manifestaba un afecto filial. Y además le parecía que si Thérèse se casaba con Laurent sería menos infiel al recuerdo de Camille. Las religiones del corazón tienen curiosos melindres. La señora Raquin, que habría llorado al ver cómo un desconocido besaba a la joven viuda, no sentía rebelión alguna en su fuero interno cuando pensaba en entregarla a los abrazos del ex compañero de clase de su hijo. Pensaba, como suele decirse, que así todo se quedaba en casa. Durante toda la velada, mientras sus invitados jugaban al dominó, la anciana mercera estuvo mirando a la pareja con un enternecimiento que permitió a ambos jóvenes intuir que su comedia había tenido éxito y se acercaba el desenlace. Michaud, antes de retirarse, tuvo una breve conversación en voz baja con la señora Raquin; luego tomó con afectación el brazo de Laurent y dijo que iba a acompañarlo durante parte del camino de vuelta. Laurent, al irse, cruzó una rápida mirada con Thérèse, una mirada llena de apremiantes recomendaciones. Michaud había tomado a su cargo la tarea de indagar qué posibilidades había. Se encontró con que al joven, aunque muy afecto a las señoras, lo sorprendía mucho un proyecto de matrimonio entre Thérèse y él. Laurent añadió, con conmovida voz, que quería como a una hermana a la viuda de su infeliz amigo y creería cometer un auténtico sacrilegio si se casaba con ella. El ex comisario de policía insistió; alegó cien excelentes razones para conseguir que accediera, llegó incluso a mencionar la palabra abnegación y a decir al joven que su deber era devolverle un hijo a la señora Raquin y un marido a Thérèse. Laurent se fue dejando vencer poco a poco; fingió sucumbir a la emoción, aceptar esa idea de boda como un pensamiento llovido del cielo, que le dictaban la abnegación y el deber, tal y como decía Michaud padre. Cuando obtuvo éste un sí formal, se separó de su acompañante frotándose las manos; creía que acababa de obtener una gran victoria, se congratulaba de haber sido el primero en pensar en ese matrimonio que iba a devolver por completo a las veladas de los jueves su antigua alegría. Mientras Michaud charlaba de esta suerte con Laurent, mientras caminaban ambos despaciosamente por los muelles, la señora Raquin mantenía una conversación casi idéntica con Thérèse. Cuando su sobrina, tan pálida y titubeante como solía, iba ya a retirarse, la anciana mercera le pidió que se quedase un momento. La interrogó con voz tierna, le suplicó que fuese sincera, que le confesase las causas de aquel hastío que la quebrantaba. Luego, al no obtener sino respuestas imprecisas, habló del vacío de la viudedad y fue concretando poco a poco la propuesta de un nuevo matrimonio para, por fin, preguntar sin rodeos a Thérèse si no sentía el secreto deseo de volver a casarse. Thérèse protestó, dijo que no pensaba en tal cosa y deseaba seguir siendo fiel a Camille. La señora Raquin se echó a llorar. Abogó en contra de los sentimientos de su corazón, dio a entender que la desesperación no puede ser eterna; y, por fin, respondiendo a una exclamación de la joven, que decía que nunca le pondría un sustituto a Camille, nombró de repente a Laurent. Se extendió, entonces, con gran lujo de palabras, sobre la conveniencia y las ventajas de esa unión, dijo cuanto llevaba dentro, repitió en voz alta lo que había estado pensando durante la velada; pintó, con candoroso egoísmo, el cuadro de sus postreras dichas entre sus dos hijos queridos. Thérèse la escuchaba con la cabeza gacha, resignada y dócil, dispuesta a satisfacer los mínimos deseos de su tía. —Quiero a Laurent como a un hermano —dijo con tono doliente cuando ésta calló—. Puesto que tal es el deseo de usted, intentaré quererlo como a un marido. Quiero que sea dichosa... Albergaba la esperanza de que me permitiría llorar en paz, pero enjugaré las lágrimas puesto que se trata de su felicidad. Besó a la anciana, que se quedó sorprendida y asustada por haber sido la primera en olvidarse de su hijo. Mientras se acostaba, la señora Raquin sollozó amargamente, acusándose de tener menor entereza que Thérèse y desear sólo por egoísmo un matrimonio que la viuda aceptaba por simple abnegación. A la mañana siguiente, Michaud y su antigua amiga mantuvieron una breve conversación en el pasadizo, ante la puerta de la tienda. Se informaron mutuamente del resultado de sus gestiones y estuvieron de acuerdo en que no había que andarse con demoras y era preciso obligar a los jóvenes a comprometerse esa misma noche. A las cinco, cuando llegó Laurent, ya estaba Michaud en la tienda. No bien hubo tomado asiento el joven, el ex comisario de policía le dijo al oído: —Thérèse acepta. La joven oyó aquella brutal información y se quedó pálida, con los ojos insolentemente fijos en Laurent. Los dos amantes se miraron durante unos segundos, como para pedirse opinión. Comprendieron ambos que había que acceder a la propuesta sin vacilar y acabar de una vez. Laurent se puso de pie y fue a tomarle la mano a la señora Raquin, quien se esforzaba cuanto podía por contener las lágrimas. —Querida madre —dijo, sonriente—, estuve anoche hablando con el señor Michaud de su felicidad. Sus hijos quieren que sea dichosa. La pobre anciana, al oír cómo la llamaban «querida madre», dejó correr las lágrimas. Cogió enseguida la mano de Thérèse y la puso en la de Laurent, sin conseguir pronunciar palabra. Los dos amantes se estremecieron al sentir el mutuo roce de la piel. Se quedaron con los dedos ardientes enlazados en un nervioso apretón. El joven añadió, con voz vacilante: —Thérèse, ¿quiere usted que le brindemos a su tía una existencia alegre y tranquila? —Sí —respondió débilmente la joven—, tenemos una misión que cumplir. Entonces Laurent se volvió hacia la señora Raquin y añadió, muy pálido: —Al caer Camille al agua, me gritó: «Salva a mi mujer; la dejo en tus manos». Creo que, al casarme con Thérèse, cumplo con su última voluntad. Al oír tales palabras, Thérèse soltó la mano de Laurent. Había recibido en el pecho algo parecido a un golpe. La impudicia de su amante la anonadó. Lo miró con ojos atónitos, mientras la señora Raquin, a quien ahogaban los sollozos, balbucía: —Sí, sí, mi buen muchacho, cásese con ella y hágala feliz. Mi hijo se lo agradecerá desde lo hondo de la tumba. Laurent notó que se le doblaban las piernas y se apoyó en el respaldo de una silla. Michaud, que también estaba a punto de llorar de emoción, lo empujó hacia Thérèse, diciendo: —Dénse un beso de esponsales. El joven notó un extraño malestar al poner los labios en las mejillas de la viuda, y ésta se echó hacia atrás bruscamente, como si los dos besos de su amante la abrasaran. Eran las primeras caricias que le hacía aquel hombre delante de testigos; toda la sangre se le subió a la cara, que notó sofocada y ardiente, por más que no supiera lo que era el pudor y nunca se hubiera ruborizado durante sus vergonzosos amores. Pasada esta crisis, los dos asesinos respiraron con alivio. Ya estaba decidido el matrimonio; al fin alcanzaban la meta que tanto tiempo llevaban persiguiendo. Todo quedó acordado esa misma noche. El jueves siguiente, anunciaron la boda a Grivet y a Olivier y su mujer. Michaud, al dar la noticia, estaba satisfechísimo y se frotaba las manos repitiendo: —Se me ocurrió a mí; los he casado yo. ¡Ya verán qué buena pareja van a hacer! Suzanne se acercó sin hacer ruido a Thérèse para besarla. Aquel pobre ser, tan muerto y tan blanco, había empezado a sentir gran amistad por la joven viuda, sombría y férrea. La quería como una niña, con un a modo de temor respetuoso. Olivier dio la enhorabuena a la tía y a la sobrina. Grivet se atrevió a algunas bromas subidas de tono que tuvieron muy poca aceptación. En resumidas cuentas, todo el mundo estaba encantado y muy satisfecho; todos dijeron que no podía haber ocurrido nada mejor; lo cierto es que ya se veían de boda. Thérèse y Laurent se comportaron con sabia dignidad. Se daban muestras, sin más, de una amistad afectuosa y cumplida. Parecían estar llevando a cabo un acto de suprema abnegación. Nada en sus rostros podía hacer sospechar los espantos y los deseos que los inmutaban. La señora Raquin los miraba con débiles sonrisas, con blanda Y agradecida benevolencia. Había que cumplir con algunos trámites. Laurent tuvo que escribir a su padre para pedirle su consentimiento. El anciano labriego de Jeufosse, que ya casi ni se acordaba de que tenía un hijo en París, le contestó cuatro líneas en que le decía que podía casarse o irse al infierno, si tal era su deseo; le dio a entender que, como no pensaba darle ni un cuarto en la vida, lo dejaba dueño y señor de su cuerpo y le daba permiso para hacer cuantas locuras quisiera. Esta autorización preocupó grandemente a Laurent. La señora Raquin, tras leer la carta de aquel padre desnaturalizado, tuvo un arranque de bondad que la llevó á cometer una tontería. Puso a nombre de su sobrina los cuarenta mil y pico francos que tenía y se quedó sin nada para dárselo todo al nuevo matrimonio, fiándose de su generosidad y no queriendo deber su dicha sino a ellos. Laurent no aportaba nada a la comunidad; insinuó incluso que no pensaba seguir siempre en su empleo y que, a lo mejor, volvía a pintar. Por lo demás, el porvenir de la familia estaba asegurado; las rentas de los cuarenta mil y pico francos, junto con las ganancias de la mercería, daban para que tres personas viviesen sin apuros. Tendrían lo imprescindible para ser dichosos. Se aceleraron los preparativos de la boda. Se abreviaron los trámites cuanto fue posible. Era como si todos tuvieran prisa por meter a Laurent en el dormitorio de Thérèse. Al fin llegó el ansiado día. CAPÍTULO XX Por la mañana, Laurent y Thérèse se despertaron, cada cual en su cuarto, con el mismo pensamiento hondamente alegre: ambos se dijeron que acababa de concluir su última noche de terror. Ya no volverían a dormir solos, se defenderían mutuamente del ahogado. Thérèse miró en torno y sonrió con extraña expresión al calibrar con la mirada su ancha cama. Se levantó y se vistió despacio, mientras esperaba a Suzanne, que iba a venir a ayudarla en su avío de novia. Laurent se sentó en la cama. Se quedó así unos minutos, despidiéndose de su buhardilla, que le parecía infame. Al fin iba a dejar aquella perrera y tener mujer propia. Corría el mes de diciembre. Tiritaba. Puso los pies en los baldosines diciéndose que aquella noche estaría bien calentito. La señora Raquin, que sabía los apuros que pasaba, le había puesto en la mano, ocho días antes, una bolsa en la que había quinientos francos, todos sus ahorros. El joven la aceptó sin más miramientos y se compró ropa nueva. El dinero de la anciana mercera le permitió, además, comprarle a Thérèse los regalos al uso. El pantalón negro el frac y también el chaleco blanco, la camisa y la corbata de tela fina, estaban colocados en dos sillas. Laurent se jabonó, se perfumó el cuerpo con un frasco de agua de colonia y luego se vistió y arregló con gran primor. Quería estar guapo. Cuando se estaba poniendo el cuello postizo, un cuello alto y rígido, notó un vivo dolor en la garganta; el botón se le escurría de los dedos; se impacientaba y le parecía que la tela almidonada se le hincaba en la carne. Quiso saber qué sucedía y alzó la barbilla; vio entonces que el mordisco de Camille estaba muy rojo; el cuello duro le había despellejado un poco la cicatriz. Laurent apretó los labios y se puso pálido; contemplar, en esos momentos, aquella mancha que le jaspeaba la garganta lo asustó y lo irritó. Arrugó el cuello duro y cogió otro, que se puso con mil cuidados. Acabó luego de vestirse. Cuando bajó, iba muy tieso con la ropa nueva; no se atrevía a girar la cabeza, con el pescuezo preso en el apresto de los tejidos. Cada vez que se movía, algún doblez de esos tejidos le pellizcaba la llaga con que los dientes del ahogado le habían horadado la carne. Y padeciendo aquellos agudos pinchazos subió al coche y fue a buscar a Thérèse para llevarla al Ayuntamiento y a la iglesia. Recogió al pasar a un empleado de los ferrocarriles de Orleáns y a Michaud padre, que iban a ser sus testigos. Cuando llegaron a la tienda, todo el mundo estaba ya listo: los esperaban Grivet y Olivier, que eran testigos de Thérèse, y Suzanne, que miraba a la novia igual que miran las niñas a las muñecas que acaban de vestir. La señora Raquin, aunque no podía ya andar, quiso ir con sus hijos a todas partes. La subieron a un coche y se fueron. Todo transcurrió debidamente en el Ayuntamiento y en la iglesia. El comportamiento reposado y modesto de los novios fue notado y celebrado. Dieron el sí sacramental con una emoción que enterneció al mismísimo Grivet. Se hallaban como en un sueño. Mientras estaban sentados o arrodillados, uno junto al otro, tranquilos, cruzaban por ellos, a su pesar, desatentados pensamientos que los desgarraban. Evitaron mirarse a la cara. Cuando volvieron a subir al coche, les pareció que eran más ajenos entre sí que antes. Se había adoptado la decisión de cenar en familia, en un restaurante pequeño de los altos de Belleville. Los únicos invitados eran los Michaud y Grivet. Mientras esperaban que dieran las seis, los asistentes a la boda pasearon en coche por los bulevares; luego, fueron al figón en que estaba puesta la mesa para siete personas, en un reservado pintado de amarillo que apestaba a polvo y vino. La comida no fue alegre en exceso. Los novios estaban serios y pensativos. Tenían desde por la mañana extrañas sensaciones en las que no intentaban calar. Ya desde primera hora, los había aturdido la rapidez de los trámites y la ceremonia que acababan de unirlos para siempre. A continuación, fue como si el prolongado paseo por los bulevares los arrullase y los durmiese; les parecía que aquel paseo había durado meses enteros; por lo demás, se habían entregado sin impaciencia a la monotonía de las calles, fijándose en las tiendas y los transeúntes con ojos muertos, presas de un embotamiento que los atontaba e intentaban quitarse de encima probando a reír a carcajadas. Cuando llegaron al restaurante, un abrumador cansancio les agobiaba los hombros, un creciente pasmo se apoderaba de ellos. Sentados a la mesa frente por frente, sonreían con expresión cohibida y volvían a caer, una y otra vez, en una agobiada ensoñación; comían, respondían y se movían igual que máquinas. La misma secuencia de pensamientos escurridizos pasaba sin cesar por el perezoso cansancio de sus mentes. Eran marido y mujer, pero no tenían conciencia de haber cambiado de estado; y eso era algo que los tenía muy asombrados. Les parecía que aún los separaba un abismo; de vez en cuando, se preguntaban cómo podrían cruzar ese abismo. Creían estar aún en los tiempos anteriores al crimen, cuando se alzaba entre ellos un obstáculo material. Luego, de pronto, se acordaban de que aquella noche, en cuanto transcurrieran unas horas, iban a dormir juntos; entonces se miraban asombrados, sin comprender por qué ya les era permitido. No sentían su unión; antes bien, soñaban que acaban de apartarlos con violencia y arrojarlos lejos uno de otro. Balbucieron y se ruborizaron cuando los invitados, que reían como necios en torno a ellos, quisieron oír cómo se tuteaban para disipar toda tirantez, y no consiguieron resolverse a comportarse como amantes delante de todo el mundo. Sus deseos se habían vuelto romos durante la espera, todo el pasado había desaparecido. Perdían sus violentos apetitos de voluptuosidad, olvidaban incluso su alegría de por la mañana, aquella honda alegría que los había invadido al pensar que ya no volverían a tener miedo. Estaban, sencillamente, cansados y aturdidos por todo lo que les estaba sucediendo; los acontecimientos del día les rondaban por la cabeza, incomprensibles y monstruosos. Allí estaban, mudos, sonrientes, sin espera ni esperanza. En lo hondo de su abatimiento, bullía una ansiedad vagamente dolorosa. Y Laurent, cada vez que movía el cuello, notaba un ardiente escozor que le mordía la carne; el cuello duro se le hincaba en el mordisco de Camille y se lo pellizcaba. Mientras el alcalde le leía el código civil, mientras el sacerdote le hablaba de Dios, durante todos y cada uno de los minutos de aquel día tan largo, estuvo notando los dientes del ahogado, que se le clavaban en la carne. A veces le parecía que un hilillo de sangre le corría por el pecho y le iba a manchar de rojo la blancura del chaleco. La señora Raquin agradeció, en su fuero interno, la circunspección de los recién casados; una ruidosa alegría habría herido a la pobre madre; para ella, su hijo estaba presente, invisible, y ponía a Thérèse en manos de Laurent. No opinaba lo mismo Grivet, a quien le parecía la boda triste e intentaba en vano animarla, pese a las miradas de Michaud y Olivier, que lo clavaban en la silla cada vez que quería ponerse de pie para decir alguna necedad. Consiguió, no obstante, levantarse en una ocasión para hacer un brindis. —Bebo a la salud de los hijos de estos señores —dijo con tono chusco. No quedó más remedio que brindar. Thérèse y Laurent se habían puesto muy pálidos al oír la frase de Grivet. Nunca se habían parado a pensar que podían tener hijos. Aquel pensamiento cruzó por ellos como un escalofrío gélido. Chocaron los vasos con ademán nervioso y se miraron atentamente; sorprendidos, asustados de estar allí, frente por frente. Se levantaron pronto de la mesa. Los invitados quisieron acompañar a los novios hasta el tálamo. No eran mucho más de las nueve y media cuando el cortejo nupcial regresó a la tienda del pasadizo. La vendedora de bisutería estaba aún metida en su armario, con su caja forrada de terciopelo azul. Alzó la cabeza con curiosidad y miró a los recién casados con una sonrisa. Éstos sorprendieron aquella mirada y se quedaron aterrados. A lo mejor aquella anciana había estado al tanto de sus citas de antaño, por haber visto a Laurent escurriéndose por la estrecha galería. Thérèse se retiró casi en el acto, en compañía de la señora Raquin y de Suzanne. Los hombres se quedaron en el comedor mientras la novia se aprestaba para la noche. Laurent, desmadejado y decaído, no sentía la menor impaciencia; atendía de buen grado a las chocarrerías de Michaud padre y de Grivet, que ya no se andaban con chiquitas ahora que las señoras no estaban delante. Cuando Suzanne y la señora Raquin salieron de la cámara nupcial y la anciana mercera dijo al joven con conmovida voz que su mujer lo estaba esperando, éste se sobresaltó, se quedó aturullado por un momento y, luego, estrechó con nerviosismo las manos que le tendían y entró en el dormitorio de Thérèse sujetándose a la puerta, igual que un borracho. CAPÍTULO XXI Laurent cerró cuidadosamente la puerta tras de sí y se quedó un momento apoyado contra ella, contemplando la habitación con expresión inquieta y embarazada. Ardía un brillante fuego en la chimenea; y sus pródigos resplandores amarillos bailaban en el techo y en las paredes. Alumbraba, pues, el cuarto una luz vivaz y temblorosa; y ese fulgor hacía palidecer la lámpara, que estaba encima de una mesa. La señora Raquin había puesto gran empeño en disponer con coquetería el dormitorio, que estaba muy blanco y perfumado, como para servir de nido a unos amores jóvenes y lozanos; había tenido el gusto de poner en la cama algunos retales de encaje y de colocar grandes ramos de rosas en los jarrones de la chimenea. Rondaban por la habitación un grato calor y tibios aromas. El ambiente era recogido y sosegado, preso en algo parecido a un entumecimiento voluptuoso. En el estremecido silencio sonaban, con leves ruidos secos, los chisporroteos del hogar. Hubiérase dicho un rincón ignoto, cálido y perfumado, cerrado a todos los gritos del exterior, uno de esos rincones preparados y pensados para las sensualidades y los imprescindibles misterios de la pasión. Thérèse estaba sentada en una silla baja, a la derecha de la chimenea. Con la barbilla apoyada en la mano, tenía clavados los ojos en las vibrantes llamas. No volvió la cabeza al entrar Laurent. Vestida con unas enaguas y una camisa con remates de encaje, parecía crudamente blanca en la ardiente luz del hogar. La camisa le resbalaba, dejando asomar parte del hombro, sonrosado y tapado a medias por un negro mechón de pelo. Laurent dio unos cuantos pasos sin decir nada. Se quitó la levita y el chaleco. Cuando estuvo en mangas de camisa, volvió a mirar a Thérèse, que no se había movido. Parecía vacilar. Vio luego el hombro aquel y se agachó, trémulo, para apretar los labios contra aquel trozo de piel desnuda. La joven apartó el hombro dándose bruscamente la vuelta. Clavó en Laurent una mirada tan extraña debido a la repugnancia y al espanto, que éste retrocedió, turbado e incómodo, como si el terror y el asco se hubieran apoderado también de él. Laurent se sentó frente a Thérèse, del otro lado de la chimenea. Así se quedaron cinco minutos largos, mudos e inmóviles. De vez en cuando, ráfagas de llamas rojizas brotaban de los leños; y entonces unos reflejos sangrientos recorrían la cara de los asesinos. Hacía cerca de dos años que los amantes no habían estado encerrados en el mismo cuarto, sin testigos y pudiendo entregarse a sus mutuos abrazos. Desde el día en que Thérèse había acudido a la calle de Saint Victor, trayendo consigo la idea del crimen y trasmitiéndosela a Laurent, no habían vuelto a tener una cita amorosa. Una pretensión de prudencia les había purgado la carne. Apenas si se habían permitido de tarde en tarde un apretón de manos, un furtivo beso. Tras el asesinato de Camille, cuando habían ardido en renovados deseos se habían contenido, esperando la noche de bodas, prometiéndose desatinados goces voluptuosos cuando tuvieran garantizada la impunidad. Y al fin había llegado esa noche de bodas; y estaban sentados uno frente al otro, aquejados de un repentino apuro. Bastaba con que tendiesen los brazos para poder estrecharse en apasionado abrazo; y tenían los brazos como desmadejados, como cansados ya y ahítos de amor. La extenuación del día los abrumaba cada vez más. Se miraban sin deseo, con medrosa desazón, padeciendo por aquel silencio y aquella frialdad. Sus ardientes sueños desembocaban en una peculiar realidad: bastaba con que hubieran conseguido matar a Camille y casarse, bastaba con que la boca de Laurent hubiera rozado el hombro de Thérèse para que la lujuria quedase satisfecha hasta la náusea y el espanto. Comenzaron a buscar en sí mismos, con desesperación, algo de aquella pasión que antaño los consumía. Les parecía que eran pellejos vacíos de músculos y nervios. Su embarazo, su intranquilidad iban en aumento; notaban una vergüenza enfermiza por el hecho de estar así, callados y taciturnos, uno frente al otro. Habrían querido tener fuerzas para abrazarse y quebrantarse, para no pensar de sí mismos que eran unos necios. ¡Cómo, pues! Se pertenecían, habían matado a un hombre e interpretado una atroz comedia para poder refocilarse, a todas horas y con impudicia, en la saciedad; y allí estaban, a ambos lados de una chimenea, agarrotados, rendidos, con el pensamiento turbado y la carne muerta. Aquel desenlace les pareció, a la postre, de una espantosa y cruel ridiculez. Laurent intentó entonces hablar de amor, traer a colación los recuerdos de antaño, recurriendo a la imaginación para resucitar sus arrebatos de ternura. —Thérèse —dijo, inclinándose hacia la joven—, ¿te acuerdas de nuestras tardes en esta habitación? ... Yo llegaba por esa puerta... Hoy he entrado por esta otra... Somos libres, vamos a poder querernos en paz. Hablaba con voz titubeante y muy poco briosa. La joven, sentada en la silla baja, continuaba mirando las llamas, pensativa y sin escucharlo. Laurent siguió diciendo: —¿Te acuerdas? Yo tenía un sueño; quería pasar contigo una noche entera, dormirme en tus brazos y que me despertasen tus besos a la mañana siguiente. Y ese sueño va a cumplirse. Thérèse hizo un ademán, como si se sorprendiese al oír que una voz le balbucía en los oídos; se volvió hacia Laurent, en cuyo rostro caía en ese momento un intenso reflejo rojizo; miró ese rostro ensangrentado y se estremeció. El joven siguió diciendo, más turbado, más ansioso: —Lo hemos conseguido, Thérèse, hemos anulado todos los obstáculos y nos pertenecemos... El porvenir es nuestro, ¿verdad? Un porvenir de tranquila dicha, de amor colmado... Camille ya no está... Laurent calló, con la garganta seca; se ahogaba y no podía seguir hablando. Al oír el nombre de Camille, Thérèse había sentido un golpe en las entrañas. Los dos asesinos se miraron, aturdidos, pálidos y temblorosos. Los fulgores amarillos de la chimenea seguían bailando en el techo y en las paredes; rondaba por el cuarto el aroma tibio de las rosas; en el silencio sonaban, con leves ruidos secos, los chisporroteos de la leña. Ya habían dado rienda suelta a los recuerdos. Al invocar al espectro de Camille, vino éste a sentarse entre los recién casados, frente al fuego encendido. Thérèse y Laurent volvían a notar el frío y húmedo olor del ahogado en el tibio aire que respiraban; se decían que había un cadáver ahí, cerca de ellos, y se contemplaban sin atreverse a hacer un movimiento. Y entonces les pasó, completa, por lo más hondo de la memoria, la terrible historia de su crimen. Bastó el nombre de su víctima para que los invadiese el pasado, para obligarlos a volver a vivir las angustias del asesinato. No despegaron los labios, se miraron y tuvieron ambos a la vez la misma pesadilla; ambos iniciaron mutuamente con los ojos la misma historia cruel. Aquel cruce de medrosas miradas, aquel mudo relato que iban a hacerse del crimen les produjo una aprensión aguda e intolerable. Los tensos nervios amagaban un ataque; podían llegar al grito, a la pelea incluso. Laurent, para apartar los recuerdos, se forzó violentamente a salir del horrorizado éxtasis que lo obligaba a quedarse bajo la mirada de Thérèse; dio unos cuantos pasos por la habitación; se quitó las botas y se puso unas zapatillas; luego volvió a sentarse a un lado de la chimenea e intentó hablar de cosas triviales. Thérèse se percató de su intención. Se esforzó por responder a sus preguntas. Hablaron de todo y de nada. Quisieron obligarse a una charla intrascendente. Laurent comentó que hacía calor en el cuarto. Thérèse dijo que, sin embargo, entraban corrientes por debajo de la puerta pequeña de la escalera. Y se volvieron hacia esa puerta con un súbito estremecimiento. El joven se apresuró a hablar de las rosas, del fuego, de todo cuanto tenía a la vista; la joven se esforzaba, conseguía dar con monosílabos para que no decayera la conversación. Se habían apartado uno de otro; adoptaban una expresión despreocupada; intentaban olvidarse de quiénes eran y tratarse como extraños que se habían encontrado por una casualidad cualquiera. Y, por un curioso fenómeno contrario a su voluntad, mientras decían palabras hueras estaban adivinándose mutuamente los pensamientos que ocultaban tras la trivialidad de esas palabras. Pensaban en Camille sin poder remediarlo. Sus ojos seguían relatando el pasado; proseguían con la mirada una ininterrumpida y muda conversación, que discurría al azar por debajo de la conversación en voz alta. Las palabras que soltaban de cualquier manera no tenían significado alguno ni conexión entre sí y se desmentían; estaban entregados con todo su ser al silencioso intercambio de sus espantados recuerdos. Cuando Laurent hablaba de las rosas o del fuego, de esto o de aquello, Thérèse comprendía a la perfección que le estaba recordando la lucha en la barca y la sorda caída de Camille; y cuando Thérèse respondía con un sí o con un no a cualquier pregunta insignificante, Laurent interpretaba que se acordaba o que no se acordaba de alguno de los detalles del crimen. Y así conversaban a corazón abierto, sin necesidad de palabras, hablando de otras cosas. Por lo demás, no tenían conciencia de las palabras que pronunciaban y seguían, frase a frase, el hilo de sus pensamientos secretos; habrían podido continuar de repente, en alta voz, las confidencias entendiendo a la perfección lo que decían. Aquella suerte de adivinación, aquel empecinamiento de su memoria en brindarles sin tregua la imagen de Camille los iban sacando de quicio poco a poco; se daban cuenta de que se adivinaban el pensamiento y de que, si no callaban, las palabras iban a subírseles solas a la boca, a nombrar al ahogado, a describir el asesinato. Y entonces, apretando con fuerza los labios, dejaron de charlar. Y en el abrumador silencio consecutivo, los dos asesinos siguieron hablando de su víctima. Les pareció que con la mirada se calaban mutuamente en la carne y se hincaban frases claras y penetrantes. A ratos, les parecía que se oían hablar en voz alta; se les falseaban los sentidos, la vista se convertía en algo así como un oído extraño y sensible; se leían con tal claridad los pensamientos mutuos en el rostro, que éstos cobraban un acento extraño y estrepitoso que les inmutaba todo el organismo. No se habrían ni oído ni comprendido mejor si se hubieran gritado con voz desgarradora: «Hemos matado a Camille y aquí está su cadáver, tendido entre nosotros, helándonos los miembros». Y aquellas terribles confidencias proseguían, más evidentes, más retumbantes, en la húmeda tibieza del aire en calma del dormitorio. Laurent y Thérèse habían comenzado el mudo relato en el día de su primer encuentro en la tienda. Luego, los recuerdos fueron volviendo uno a uno, por orden; se refirieron las horas de voluptuosidad, los momentos de vacilación e ira, el terrible instante del crimen. Entonces fue cuando apretaron los labios y dejaron de hablar de insignificancias, por temor a nombrar de repente a Camille sin pretenderlo. Y sus pensamientos, al no detenerse, los condujeron luego por las angustias, por la amedrentada espera que había seguido al asesinato. Y así llegaron a acordarse del cadáver del ahogado tendido en una mesa de piedra de la Morgue. Laurent le dijo con una mirada a Thérèse todo su espanto, y Thérèse, al límite de sus fuerzas, siguió de pronto la charla en voz alta, al obligarla una mano de hierro a abrir los labios. —¿Lo viste en la Morgue? —preguntó a Laurent, sin nombrar a Camille. Laurent parecía haber estado esperando esa pregunta Llevaba un buen rato leyéndola en el rostro blanco de la joven. —Sí —repuso con voz ahogada. Un escalofrío estremeció a los asesinos. Se acercaron fuego; alargaron las manos hacia la llama, como si un soplo helado hubiera pasado de repente por la tibia habitación. Se quedaron unos momentos en silencio, hechos un ovillo, acurrucados. Luego Thérèse siguió diciendo con voz sorda. —¿Tenía aspecto de haber sufrido mucho? Laurent no pudo responder. Hizo un gesto de espanto, como pasa apartar una visión infame. Se levantó, fue hacia la cama y regresó, con violencia, abriendo los brazos y aproximándose a Thérèse. —Bésame —le dijo, acercándole el cuello. Thérèse se había incorporado, muy pálida en su atavío nocturno; se echó hacia atrás a medias, apoyando un codo en el mármol de la chimenea. Miró el cuello de Laurent. Acababa de columbrar en la blancura de la piel una mancha rosa. La oleada de sangre que subía la hizo crecer y la tornó de un rojo ardiente. —Bésame, bésame —repetía Laurent, con el rostro y el cuello encendidos. La joven echó la cabeza aún más hacia atrás, para evitar un beso, y, poniendo la yema del dedo en el mordisco de Camille, preguntó a su marido: —¿Qué te pasa ahí? No te había visto nunca esa herida. Le pareció a Laurent que el dedo de Thérèse le perforaba la garganta. Al sentir su contacto, retrocedió bruscamente, lanzando un leve grito de dolor. —Es... —balbució—, es... Vaciló, pero no fue capaz de mentir y dijo la verdad a pesar suyo. —Me dio un mordisco Camille, ¿sabes?, en la barca. No fue nada, ya está curado... Bésame, bésame. Y el infeliz le acercaba la quemazón del cuello. Quería que Thérèse le besase la cicatriz, contaba con que el beso de aquella mujer le calmaría las mil agujas que le desgarraban la carne. Se le ofrecía, con la barbilla levantada y el cuello tendido. Thérèse, casi recostada en el mármol de la chimenea, hizo un ademán de suprema repugnancia y exclamó con voz suplicante: —No, no, ahí no... Hay sangre. Y volvió a caer sentada en la silla baja, trémula, con la frente entre las manos. Laurent se quedó anonadado. Bajó la barbilla y clavó en Thérèse una mirada vaga. Luego, de pronto, con un apretón de fiera, le cogió la cabeza entre las manazas y aplastó por un momento el rostro femenino contra su piel. Thérèse cedió, lanzando sordas quejas, asfixiándose en el cuello de Laurent. Cuando consiguió zafarse de sus dedos, se limpió con violencia la boca y escupió en el fuego. No había dicho una palabra. Laurent, avergonzado de su brutalidad, empezó a dar lentos paseos de la cama a la ventana. Sólo el sufrimiento, aquel ardor horrible, lo había movido a exigirle un beso a Thérèse; y al notar sobre la cicatriz ardiente los labios fríos de Thérèse, el sufrimiento había sido aún mayor. Aquel beso conseguido mediante la violencia acababa de quebrantarlo. Tan doloroso le resultó, que por nada del mundo habría querido recibir otro. Y miraba a la mujer con la que tenía que vivir y que tiritaba, doblada en dos ante el fuego dándole la espalda; se repetía que no quería ya a aquella mujer y que aquella mujer ya no lo quería. Thérèse se quedó allí, desplomada, casi una hora. Laurent dio paseos arriba y abajo, en silencio. Los dos admitían con terror que su pasión había muerto, que habían matado sus deseos al matar a Camille. El fuego agonizaba despacio; un cúmulo de brasas sonrosadas relucía bajo las cenizas. Poco a poco, el calor se había tornado asfixiante dentro de la habitación; las flores se marchitaban y sus densos aromas espesaban de languidez el ambiente. Laurent, de pronto, creyó ser presa de una alucinación. Al darse la vuelta, según volvía de la ventana a la cama, vio a Camille en un rincón colmado de tinieblas, entre la chimenea y el armario de luna. El rostro de su víctima estaba verdoso y convulsionado, tal y como lo había visto en una mesa de la Morgue. Se quedó clavado en la alfombra, desfallecido, apoyándose en un mueble. Thérèse alzó la cabeza al oír su sordo estertor. —Ahí, ahí —decía Laurent, con voz aterrada. Con el brazo extendido, señalaba el oscuro rincón en el que divisaba el siniestro rostro de Camille. Thérèse, contagiada de su espanto, vino a acurrucarse contra él. —Es su retrato —susurró en voz baja, como si el rostro pintado de su ex marido hubiera podido oírla. —¿Su retrato? —repitió Laurent, a quien se le erizaban los cabellos. —Sí, ya sabes, el cuadro que pintaste. Mi tía se lo iba a llevar hoy a su cuarto. Se le habrá olvidado descolgarlo. —Claro, es su retrato... El asesino no acababa de reconocer la pintura. Tan turbado se sentía que se olvidaba de que él en persona había dibujado aquellos atormentados rasgos y extendido aquellos colores sucios que lo espantaban. El temor le hacía ver el cuadro tal y como era, infame, mal construido, cenagoso, mostrando sobre un fondo negro un contorsionado rostro de cadáver. La atroz fealdad de su obra lo asombraba y lo aniquilaba. Estaban, ante todo, aquellos dos ojos blancos, que flotaban en unas órbitas blandas y amarillentas, y le recordaban fielmente los ojos podridos del ahogado de la Morgue. Estuvo un rato jadeante, creyendo que Thérèse mentía para tranquilizarlo. Luego vio el marco y se fue calmando poco a poco. —Descuélgalo —dijo en voz baja a la joven. —¡Ay, no! Tengo miedo —repuso ésta, estremeciéndose. Laurent empezó a temblar otra vez. A veces, el marco se esfumaba y él no veía ya sino los dos ojos blancos que se clavaban en él durante mucho rato. —Te lo ruego —volvió a decir, suplicante, a su compañera—, ve a descolgarlo. —No, no. —Lo pondremos de cara a la pared y ya no nos dará miedo. —No, no puedo. El asesino, cobarde y humilde, empujaba a la joven hacia el lienzo y se ocultaba tras ella para eludir la mirada del ahorcado. Thérèse se zafó y Laurent quiso mostrarse audaz; se acercó al cuadro, alzó la mano y buscó el clavo. Pero el retrato le lanzó una mirada tan aplastante, tan repulsiva, tan prolongada que Laurent, tras haber intentado sostenérsela, admitió su derrota y retrocedió, abrumado, al tiempo que susurraba: —No; tienes razón, Thérèse, no podemos... Tu tía lo descolgará mañana. Y siguió dando paseos arriba y abajo, con la cabeza gacha, notando que el retrato lo miraba, lo seguía con la vista. No podía evitar lanzar, de vez en cuando, una ojeada al lienzo. Entonces, en lo hondo de la sombra, seguía divisando las miradas apagadas y muertas del ahogado. Al pensar que Camille estaba allí, en un rincón, acechándolo, presenciando su noche de bodas, contemplándolos a Thérèse y a él, Laurent se volvió definitivamente loco de terror y desesperación. Un acontecimiento que habría hecho sonreír a cualquiera que no fuese él le hizo perder por completo la cabeza. Estaba ante la chimenea cuando oyó algo así como un rozamiento. Palideció y pensó que venía del retrato, que Camille estaba bajándose del marco. Comprendió luego que el ruido venía de la puerta pequeña que daba a la escalera. Miró a Thérèse, a quien embargaba de nuevo el temor. —Hay alguien en la escalera —susurró—. ¿Quién puede venir por ahí? La joven no contestó. Ambos pensaban en el ahogado y un sudor frío les humedecía las sienes. Buscaron refugio al fondo del cuarto, esperando que la puerta se abriera de pronto y dejase caer sobre los baldosines el cadáver de Camille El ruido seguía, más seco, más irregular; pensaron que su víctima estaba arañando la madera para entrar. Estuvieron casi cinco minutos sin atreverse a hacer un movimiento. Por fin sonó un maullido. Laurent, al aproximarse, reconoció al gato atigrado de la señora Raquin, que se había quedado encerrado por descuido en el cuarto e intentaba salir cebándose con las uñas en la puerta pequeña. François se asustó al acercarse Laurent; se subió de un brinco a una silla; con el pelo erizado y las patas agarrotadas, miraba a su nuevo amo a la cara, con expresión dura y cruel. Al joven no le gustaban los gatos. François casi le daba miedo. En aquella hora de fiebre y temor, creyó que el gato le iba a saltar a la cara para vengar a Camille. Aquel animal debía de estar enterado de todo; en sus ojos redondos, extrañamente dilatados, había pensamientos. Laurent entornó los párpados ante la fijeza de aquella mirada salvaje. Ya iba a darle una patada a François cuando Thérèse exclamó: —No le hagas daño. Aquel grito causó en Laurent una peculiar impresión. Se le metió en la cabeza una idea absurda. «Camille se ha metido en este gato, pensó. Voy a tener que matar a ese animal... Parece una persona.» No le dio una patada por temor a oír cómo François le dirigía la palabra con la voz de Camille. Luego se acordó de las bromas de Thérèse, en la época de sus goces voluptuosos, cuando el gato presenciaba sus besos. Se dijo entonces que aquel animal sabía demasiado y que había que arrojarlo por la ventana. Pero no tuvo valor para llevar a cabo su propósito. François seguía en actitud hostil: con las uñas fuera y una sorda irritación arqueándole el lomo se fijaba en los mínimos movimientos de su enemigo con altanera tranquilidad. A Laurent lo molestaba el brillo metálico de aquellos ojos y le faltó tiempo para abrirle la puerta del comedor. El gato salió huyendo con un maullido chillón. Thérèse había vuelto a sentarse frente al hogar apagado. Laurent volvió a caminar desde el lecho hasta la ventana. Y así esperaron a que se hiciera de día. Ni se les ocurrió acostarse; tenían la carne y el corazón definitivamente muertos. Sólo los embargaba un deseo, el deseo de salir de aquel cuarto en que se asfixiaban. Les causaba un auténtico malestar el estar encerrados juntos, respirando el mismo aire; habrían querido que hubiese con ellos alguien más que les impidiese estar a solas, que les sacase del cruel apuro en que se hallaban, uno frente a otro, sin hablarse, sin poder resucitar su pasión. Aquellos prolongados silencios eran una tortura, estaban preñados de quejas amargas y desesperadas, de reproches mudos que oían con toda claridad en el quieto ambiente. Llegó al fin el día, sucio y blanquecino, trayendo consigo un frío penetrante. Cuando se llenó el cuarto de una pálida claridad, Laurent, que estaba tiritando, se sintió más tranquilo. Miró cara a cara el retrato de Camille y lo vio tal y como era, trivial y pueril; lo descolgó encogiéndose de hombros y llamándose necio. Thérèse se había puesto de pie y estaba deshaciendo la cama para engañar a su tía, para sugerir una noche feliz. —Bueno —le dijo Laurent con brutalidad—, espero que la noche que viene durmamos Estas niñerías no pueden durar. Thérèse le lanzó una ojeada seria e intensa. —Comprenderás —siguió diciendo Laurent— que no me he casado para pasar las noches en blanco... Somos como niños... Eres tú la que me has sacado de mis casillas con esa cara de otro mundo. Esta noche, a ver si intentas estar alegre y no darme sustos. Se esforzó en reírse, sin saber por qué se reía. —Lo intentaré —respondió con voz sorda la joven. Tal fue la noche de bodas de Thérèse y Laurent. CAPÍTULO XXII Las noches siguientes fueron aún más crueles. Los asesinos habían tenido empeño en ser dos para defenderse del ahogado y, por un extraño acaso, eran más sus temblores desde que estaban juntos. Se exasperaban, se irritaban los nervios y padecían atroces ataques de sufrimiento y terror cuando se cruzaban una simple palabra, una simple mirada. Con la mínima conversación que surgía entre ambos, con el mínimo encuentro a solas, lo veían todo rojo y deliraban. El temperamento seco y nervioso de Thérèse había influido de forma peculiar en el temperamento craso y sanguíneo de Laurent. Antaño, en los días de pasión, aquella diferencia de carácter había convertido a aquel hombre y aquella mujer en una pareja poderosamente vinculada, Instituyendo entre ambos una suerte de equilibrio, completando, por así decirlo, sus organismos. El amante ponía la sangre, la amante ponía los nervios, y vivían uno en otro, precisando sus mutuos besos para regular el funcionamiento de su ser. Pero acababa de producirse un desajuste; habían prevalecido los nervios alteradísimos de Thérèse, y Laurent se había hallado de pronto en pleno eretismo nervioso; sometido a la inflamada influencia de la joven, su carácter se había ido volviendo poco a poco el de una muchacha que padeciese una neurosis aguda. Sería curioso estudiar los cambios que se producen a veces en algunos organismos como consecuencia de determinadas circunstancias. Tales cambios, que proceden de la sangre, no tardan en afectar al cerebro y al individuo todo. Antes de conocer a Thérèse, Laurent tenía el embotamiento, la prudente tranquilidad, la vida sanguínea del hijo de un labriego. Dormía, comía y bebía como un animal irracional. A cualquier hora, en cualquier circunstancia de la vida cotidiana, respiraba con aliento hondo y recio, satisfecho de sí mismo, un poco entontecido por la grasa. Apenas si notaba de vez en cuando algún cosquilleo en lo más hondo de la entorpecida carne. Eran esos cosquilleos los que Thérèse había desarrollado hasta convertirlos en espantosas convulsiones. Había hecho crecer en aquel corpachón, grueso y fofo, un sistema nervioso de pasmosa sensibilidad. Los sentidos de Laurent, que antes disfrutaba de la vida más con la sangre que con los nervios, se tornaron menos groseros. Tuvo la revelación, con los primeros besos de su amante, de una existencia nerviosa, dolorosa y nueva para él. Aquella existencia multiplicó por diez sus goces voluptuosos y le aportó alegrías tan vivas que, al principio, le pareció que perdía la cabeza; cedió fogosamente a esos ataques de ebriedad que nunca le había hecho sentir su propia sangre. Se produjo entonces en él una peculiar elaboración: los nervios se desarrollaron, prevalecieron sobre el elemento sanguíneo y bastó con ello para que se modificase su índole. Perdió la calma y el torpor, y no vivió ya con vida aletargada. Llegó un momento en que los nervios y la sangre quedaron en equilibrio; fue éste un período de hondo gozo, de existencia perfecta. Luego, dominaron los nervios y Laurent se sumió en esas angustias que conmocionan las almas y los cuerpos trastornados. Fue así como empezó Laurent a temblar al pasar ante un rincón oscuro, igual que un niño miedoso. El ser trémulo y demudado, la persona nueva que acababa de surgir, en su fuero interno, del campesino tardo y estúpido pasaba por los temores y las ansiedades de los temperamentos nerviosos. Cualesquiera circunstancias, las fieras caricias de Thérèse, la fiebre del crimen, la espantada espera de la voluptuosidad lo volvieron como loco, exacerbándole los sentidos, sacudiéndole los nervios con ataques bruscos y reiterados. Y el insomnio hubo de presentarse fatalmente, trayendo consigo las alucinaciones. A partir de ese momento, Laurent cayó en esa vida intolerable, en ese espanto eterno en que se debatía. Sus remordimientos no eran sino físicos. Únicamente su cuerpo, sus irritados nervios y su estremecida carne temían al ahogado. Su conciencia no participaba ni poco ni mucho en tales terrores; no sentía en absoluto el haber matado a Camille; cuando estaba tranquilo, cuando el espectro no se hallaba presente, habría vuelto a cometer el asesinato de haberlo considerado conveniente para su interés. Durante el día se mofaba de sus temores, se prometía ser fuerte, reñía a Thérèse y la acusaba de perturbarlo; opinaba que era Thérèse quien temblaba de miedo que era sólo Thérèse quien provocaba, de noche, en el dormitorio, espantosos episodios. Y en cuanto caía la noche, en cuanto estaba encerrado en su cuarto con su mujer, le brotaban de la piel sudores helados y lo agitaban espantos infantiles. Pasaba así por periódicos ataques, ataques de nervios que volvían todas las noches, que le trastornaban los sentidos al mostrarle el rostro verde e infame de su víctima. Parecían accesos de una horrible enfermedad, de algo así como una histeria del asesinato. No podía darse a los terrores de Laurent más nombre que el de enfermedad, el de afección nerviosa. Se le convulsionaba el rostro, se le ponían rígidos los miembros, era patente la crispación de los nervios. El cuerpo sufría espantosamente; el alma quedaba ausente. El infeliz no sentía arrepentimiento alguno; la pasión de Thérèse le había contagiado una horrorosa enfermedad; sólo eso. Thérèse era presa también de hondas sacudidas. Pero en ella no había sino una exaltación desaforada de su índole primitiva. Llevaba aquella mujer padeciendo desde los diez años desórdenes de los nervios, debidos en parte a la forma en que había crecido en el ambiente tibio y nauseabundo del cuarto en que sonaban los estertores de Camille niño. Se le fueron acumulando por dentro tormentas, poderosos fluidos que habían de explotar, andando el tiempo, en autenticas tempestades Laurent fue para ella Io mismo que ella para Laurent algo así como un choque brutal. Ya desde el primer abrazo amoroso, su temperamento seco y voluptuoso creció con salvaje energía; Thérèse no vivió ya sino para la pasión. Cediendo cada vez más a las fiebres que la consumían, llegó a una suerte de estupefacción enfermiza. Los acontecimientos la abrumaban, todo la empujaba a la locura. Había en sus espantos una impronta femenina que no tenían los de su segundo marido: sentía imprecisos remordimientos, pesares inconfesados; le entraban ganas de caer de rodillas e implorar al espectro de Camille, de pedirle gracia y jurarle que lo apaciguaría con su arrepentimiento. Laurent se percataba quizá de aquellas cobardías de Thérèse. Cuando los invadía un común espanto, lo pagaba con ella y la trababa de forma brutal. Durante las primeras noches, no pudieron acostarse. Esperaron a que amaneciese sentados ante el fuego, paseando arriba y abajo como el día de la boda. Sólo de pensar en tenderse en la cama uno junto a otro sentían algo así como una medrosa repugnancia. Por un tácito acuerdo, evitaron los besos; ni siquiera miraban el lecho, que Thérèse deshacía por la mañana. Cuando podía más el cansancio, dormían una hora o dos en los sillones y los despertaba, sobresaltados, el golpe del siniestro desenlace de una pesadilla. Al despertarse, con el cuerpo agarrotado Y rendido y el rostro jaspeado de lívidas manchas, tiritando de Incomodidad y frío, se miraban con pasmo, asombrados al verse allí, sintiendo ante el compañero pudores extraños, vergüenza en mostrar su asco y su terror. Por lo demás, luchaban cuanto podían contra el sueño. Se sentaban a ambos lados de la chimenea y hablaban de mil naderías, pendientes de que no decayese la charla. Allí, ante el hogar, mediaba entre ellos un gran espacio libre. Cuando volvían la cabeza, imaginaban que Camille había acercado una silla y ocupaba aquel espacio, calentándose los pies de forma lúgubremente zumbona. La visión de la noche de bodas regresaba todas las demás noches. Aquel cadáver que presenciaba, mudo y burlón, sus pláticas, aquel cuerpo horriblemente desfigurado que siempre estaba presente, los abrumaba con continua ansiedad. No se atrevían a moverse, se cegaban de tanto mirar las ardientes llamas; y cuando, sin poder evitarlo, lanzaban a su alrededor una medrosa ojeada, sus ojos, irritados por las candentes brasas, engendraban la visión y le prestaban rojizos reflejos. Laurent acabó por no querer sentarse ya en aquel sitio, si confesar a Thérèse el motivo de tal capricho. Thérèse se percató de que Laurent veía sin duda a Camille, como también lo veía ella; y dijo a su vez que le resultaba molesto el calor; que estaría mejor a cierta distancia de la chimenea. Llevó el sillón a los pies de la cama y se quedó desplomada en él, mientras su marido reanudaba los paseos por la habitación. A ratos, abría la ventana y dejaba que las frías noches de enero llenasen el cuarto con su gélido aliento, calmándole así la fiebre. Durante una semana, los recién casados pasaron de esta forma las noches enteras. Dormitaban y descansaban un poco durante el día, Thérèse, tras el mostrador de la tienda, Laurent en la oficina. De noche, el dolor y el miedo eran sus amos. Y no dejaba de ser lo más peculiar de todo ello su recíproco comportamiento. No decían ni una palabra de amor, fingían que ya no recordaban el pasado; parecían aceptarse, tolerarse, como unos enfermos que sintiesen una secreta compasión por sus comunes sufrimientos. Ambos tenían la esperanza de poder ocultar sus ascos y sus temores y ninguno de los dos parecía percatarse de cuán peculiares eran las noches que pasaban, y no podían por menos de arrojar mutua luz sobre el auténtico estado de su ser. Cuando se quedaban sin acostarse hasta por la mañana, sin hablarse apenas, palideciendo al mínimo ruido, parecían convencidos de que tal era el comportamiento de todos los recién casados durante los primeros días de su matrimonio. Era la torpe hipocresía de dos locos. No tardó en rendirlos tanto el cansancio que se decidieron una noche a tenderse en la cama. No se desnudaron. Se arrojaron vestidos sobre la colcha, temiendo que su piel pudiese rozarse por azar. Les parecía que el menor contacto les causaría una dolorosa sacudida. Luego, tras haber dormitado así dos noches, con inquieto sueño, se atrevieron a quitarse la ropa y a deslizarse entre las sábanas. Pero siguieron sin acercarse uno a otro y adoptaron precauciones para no tropezarse. Thérèse se metía en la cama primero y se colocaba al fondo, pegada a la pared. Laurent esperaba a que estuviera ya acostada; se arriesgaba luego a acostarse él, en la parte de fuera de la cama, muy al filo. Quedaba entre ellos una gran separación. En ella dormía el cadáver de Camille. Cuando los dos asesinos estaban echados bajo la misma sábana y cerraban los ojos, les parecía notar el cuerpo húmedo de su víctima acostado en el medio de la cama helándoles la carne. Era como un infame obstáculo que los separaba. Se apoderaban de ellos la fiebre, el delirio, y aquel obstáculo se hacía material; tocaban el cuerpo, lo veían tendido, semejante a un jirón verdoso y deshecho, olfateaban el olor infecto de aquel cúmulo de podredumbre humana; todos sus sentidos participaban en la alucinación, prestando intolerable nitidez a sus sensaciones. La presencia de aquel inmundo compañero de cama los hacía quedarse inmóviles, silenciosos, despavoridos de angustia. Laurent pensaba a veces en tomar violentamente a Thérèse en sus brazos; pero no se atrevía a moverse, se decía que no podía tender la mano sin asir un puñado de la carne fofa de Camille. Pensaba entonces que el ahogado acudía a tenderse entre ellos para impedir que se abrazasen. Al fin comprendió que el ahogado estaba celoso. A veces, no obstante, intentaban darse un tímido beso, para ver qué ocurría. El joven bromeaba con su mujer, ordenándole que le diese un beso. Pero tenían los labios tan fríos que era como si la muerte se interpusiese entre sus bocas. Les entraban náuseas. Thérèse notaba un escalofrío de horror y Laurent, al oír cómo le castañeteaban los dientes, se enfadaba con ella: —¿Por qué tiemblas? —le decía a voces—. ¿Es que tienes miedo de Camille?... Anda, anda, que el pobre, a estas alturas, no sabe ya ni dónde le andan los huesos. Los dos eludían contarse el motivo de aquellos escalofríos Cuando alguna alucinación le colocaba a uno de los dos ante los ojos la macilenta cara del ahogado, los cerraba, se enclaustraba en su terror, no se atrevía a hablarle al otro de aquella visión por temor a desencadenar una crisis aún más terrible. Cuando Laurent no podía ya más y, con rabiosa desesperación, acusaba a Thérèse de temer a Camille, aquel nombre traía consigo, al pronunciarlo en voz alta, una angustia redoblada. El asesino deliraba. —Sí, sí —le decía, balbuciente, a la joven—; le tienes miedo a Camille... ¡Bien lo veo, pardiez! Eres una tonta, no tienes ni pizca de valor. ¡Duerme tranquila, vamos! ¿Acaso crees que va a venir tu primer marido a tirar de ti por los pies porque esté yo en la misma cama que tú...? Aquel pensamiento, aquella suposición de que el ahogado podría venir a tirar de ellos por los pies le ponía a Laurent los pelos de punta. Seguía diciendo, cada vez con mayor violencia y destrozándose a sí mismo: —Voy a tener que llevarte una noche al cementerio... ¡Abrimos el ataúd de Camille y vas a ver qué montón de podredumbre! A ver si así dejas de tener miedo... Anda, si no sabe ni que lo tiramos al agua. Thérèse, tapándose la cabeza con las sábanas, lanzaba ahogados gemidos. —Lo tiramos al agua porque nos molestaba —seguía diciendo su marido—. Y lo volveríamos a tirar, ¿a que sí?... Venga, no seas niña... Ten fuerza. Es una tontería echar a perder así la felicidad... Mira, mujer, cuando estemos muertos, no vamos a estar ni más ni menos a gusto en la tierra por haber tirado a un idiota al Sena; y habremos gozado libremente de nuestro amor, lo cual es una ventaja... Vamos, bésame. La joven le daba un beso, helada, loca; y él temblaba tanto como ella. Laurent estuvo más de quince días preguntándose cómo podría volver a matar a Camille. Lo había tirado al agua y hete aquí que no estaba lo bastante muerto, y regresaba todas las noches a meterse en la cama de Thérèse. Cuando los asesinos creían que el asesinato era ya un hecho consumado e iban a poder entregarse en paz a la dulzura de sus ternezas, su víctima resucitaba para helarles el lecho. Thérèse no era viuda; Laurent era el marido de una mujer que estaba ya casada con un ahogado. CAPÍTULO XXIII Poco a poco, Laurent se fue volviendo loco de rabia. Resolvió expulsar a Camille de su cama. Al principio, se acostó vestido; luego, evitó rozar la piel de Thérèse. Por fin, movido por la saña y la desesperación, quiso abrazar a su mujer aunque fuese para aplastarla, antes que cedérsela al espectro de su víctima. Fue aquélla una rebelión espléndidamente brutal. En resumidas cuentas, sólo lo había llevado al cuarto de la joven la esperanza de que los besos de Thérèse lo curarían de sus insomnios. Y tras hallarse en aquel cuarto como dueño y señor, su carne, desgarrada por crisis aún más atroces, no había pensado ya ni siquiera en intentar curarse. Y había pasado tres semanas como un hombre hundido, sin acordarse de que lo había hecho todo para que Thérèse fuera suya; y, ahora que por fin le pertenecía, no podía tocarla sin incrementar sus desdichas. La excesiva angustia lo sacó de aquel estado de embrutecimiento. Presa del primer trance de estupor, del extraño abatimiento de la noche de bodas, había podido olvidarse de las razones que lo habían impulsado a contraer matrimonio. Pero con los reiterados vaivenes de sus malos sueños, se fue apoderando de él una irritación sorda que pudo más que la cobardía y le devolvió la memoria. Recordó que se había casado para desterrar las pesadillas mientras estrechaba a su mujer entre los brazos. Y entonces abrazó a Thérèse repentinamente una noche, arriesgándose a pasar por encima del cuerpo del ahogado, y la atrajo hacia sí con violencia. La joven tampoco podía ya más; se habría arrojado a las llamas si hubiera creído que las llamas podían purificar su carne y librarla de sus males. Devolvió el abrazo a Laurent, decidida a que la quemasen las caricias de aquel hombre o a hallar alivio en ellas. Y se ciñeron en un horrible abrazo. El dolor y el espanto hicieron las veces de deseo. Cuando sus cuerpos se tocaron, creyeron que habían caído en un brasero. Lanzaron un grito y se estrecharon más, para no dejar sitio al ahogado entre la carne de ambos. Pero seguían notando jirones de Camille, que se aplastaban de forma infame entre ellos, helándoles la piel a trechos, mientras que el resto del cuerpo les abrasaba. Sus besos tuvieron una espantosa crueldad. Thérèse buscó con los labios el mordisco de Camille en el cuello hinchado y rígido de Laurent y apoyó en él la boca con arrebato. Ésa era la llaga viva; cuando se hubiese curado esa herida, los asesinos podrían dormir en paz. La joven se daba cuenta de ello e intentaba cauterizar el mal con el fuego de sus caricias. Pero se abrasó los labios y Laurent la apartó con violencia, lanzando un sordo quejido; le parecía que le estaban poniendo en el cuello un hierro al rojo. Thérèse, despavorida, volvió a la carga y quiso besar otra vez la cicatriz; notaba una amarga voluptuosidad al poner la boca en aquella piel en que se habían hincado los dientes de Camille. Por un momento, se le pasó por la cabeza la idea de morder a su marido en ese mismo sitio, de arrancarle un trozo de carne de buen tamaño, de hacerle otra herida, más honda, que hiciese desaparecer las señales de la primera. Y se decía que si veía la marca de sus propios dientes, no volvería ya a palidecer. Pero Laurent defendía el cuello de aquellos besos, que le escocían de forma demasiado devoradora; rechazaba a Thérèse cada vez que ésta le acercaba los labios. Así lucharon, entre estertores, revolviéndose en el espanto de sus caricias. Se daban perfecta cuenta de que no hacían sino acrecentar sus sufrimientos. Por más que se quebrantaban en terribles abrazos, gritaban de dolor, se abrasaban y se lastimaban; pero no podían calmar sus despavoridos nervios. Con cada abrazo, su repugnancia era cada vez más patente. Mientras se daban aquellos besos pavorosos, se apoderaban de ellos aterradoras alucinaciones; se imaginaban que el ahogado tiraba de ellos por los pies y sacudía la cama con violencia. Se soltaron un momento. Sentían ascos y rebeldías nerviosas invencibles. Pero no admitieron la derrota; volvieron a abrazarse y tuvieron que volver a soltarse, como si se les hincasen en el cuerpo clavos al rojo vivo. Intentaron así varias veces vencer su repugnancia, olvidarse de todo agotando y quebrantando sus nervios. Y en todos y cada uno de aquellos intentos, sus nervios se tensaron y se irritaron causándoles tanta exasperación que, si hubieran seguido en brazos uno del otro, es posible que hubiesen muerto de crispación nerviosa. Aquel combate en contra de su propio cuerpo los había exaltado hasta la rabia; se empecinaban, querían tener la última palabra. Por fin los quebrantó un ataque más agudo; notaron un choque de inaudita violencia y pensaron que el gran mal iba a derribarlos. Arrojados a los extremos de la cama, abrasados y lastimados, rompieron a sollozar. Y en esos sollozos les pareció oír las triunfales carcajadas del ahogado, que volvía a deslizarse bajo las sábanas con sarcástica risa. No habían conseguido expulsarlo del lecho, estaban vencidos. Camille se acostó silenciosamente entre ellos, mientras Laurent lloraba su impotencia y Thérèse temblaba al pensar que al cadáver podía entrarle el capricho de aprovechar su triunfo para estrecharla a su vez entre los putrefactos brazos, como legítimo dueño y señor. Habían intentado la suprema solución y, ante su fracaso, comprendían que a partir de aquel momento no volverían a atreverse a darse el menor beso. El ataque de loco amor que habían intentado provocar para matar sus terrores comunes acababa de hundirlos aún más en el espanto. Lloraban lágrimas de sangre al notar el frío del cadáver que iba ya a separarlos para siempre, y se preguntaban, angustiados, qué iba a ser de ellos. CAPÍTULO XXIV Tal y como esperaba Michaud padre al fraguar el matrimonio de Thérèse y Laurent, las veladas de los jueves recuperaron su anterior amenidad nada más celebrarse la boda. Dichas veladas habían corrido gran peligro al morir Camille. Los invitados no acudían ya sino medrosamente a aquella casa enlutada; todas las semanas sentían el temor de que los despidiesen de forma definitiva. Pensar que la puerta de la tienda acabaría seguramente por cerrárseles espantaba a Michaud y Grivet, que se apegaban a sus costumbres con instinto y empecinamiento de animales irracionales. Se decían a sí mismos que la anciana madre y la joven viuda acabarían por irse un buen día a Vernon, o a cualquier otro lugar, a llorar a su muerto, con lo que ellos se quedarían en la calle los jueves por la noche y sin saber qué hacer; se veían ya en el pasadizo, vagando de forma lastimosa, soñando con grandiosas partidas de dominó. Mientras esperaban la llegada de esos días malos, disfrutaban tímidamente de sus últimos momentos gozosos y acudían con expresión inquieta y empalagosa a la tienda, repitiéndose en cada nueva ocasión que quizá no volviesen nunca más. Sintieron tales temores durante más de un año, sin atreverse a explayarse ni reírse ante las lágrimas de la señora Raquin y los silencios de Thérèse. No se sentían ya en su propia casa, como en tiempos de Camille; podía decirse que robaban cada una de las veladas que pasaban alrededor de la mesa del comedor. Fue en esas desesperadas circunstancias cuando el egoísmo de Michaud padre lo urgió a dar un golpe maestro casando a la viuda del ahogado. El jueves siguiente a la boda, Grivet y Michaud hicieron una entrada triunfal. Habían vencido. El comedor les pertenecía de nuevo, no temían ya que los despidieran. Entraron como personas dichosas, se explayaron, sacaron a relucir, una tras otra, sus viejas bromas. En su comportamiento beatífico y confiado se notaba que opinaban que acababa de suceder una revolución. El recuerdo de Camille no estaba ya presente; el marido vivo había ahuyentado al marido muerto, ese espectro que les quitaba toda espontaneidad. Resucitaban el pasado y sus dichas. Laurent sustituía a Camille, todo motivo para estar triste había desaparecido, los invitados podían reírse sin disgustar a nadie, e incluso debían reírse para alegrar a aquella excelente familia que accedía a recibirlos. A partir de entonces, Grivet y Michaud, quienes desde hacía casi dieciocho meses venían con el pretexto de consolar a la señora Raquin, pudieron dar de lado su pequeña hipocresía y venir sin disimulo a descabezar un sueño, uno enfrente del otro, mecidos por el seco ruido de las fichas de dominó. Y cada semana trajo un jueves por la noche, cada semana volvió a reunir en torno a la mesa aquellas cabezas muertas y grotescas que antaño exasperaban a Thérèse. La joven habló de poner de patitas en la calle a esas personas. La irritaban con sus carcajadas necias y sus estúpidos comentarios. Pero Laurent le hizo comprender que sería un error despedirlas; era menester que el presente se pareciese cuanto fuera posible al pasado; ante todo había que conservar la amistad de la policía, de esos imbéciles que los protegían contra cualquier sospecha. Thérèse cedió; los invitados, bien acogidos, vieron con beatitud cómo se extendía ante ellos una larga procesión de cálidas veladas. Fue más o menos por entonces cuando la vida del matrimonio se desdobló, si es que así puede decirse. Por la mañana, cuando la luz del día ahuyentaba los espantos de la noche, Laurent se vestía a toda prisa. No estaba a gusto ni recuperaba su tranquilidad egoísta más que en el comedor, sentado ante un gigantesco tazón de café con leche que le preparaba Thérèse. La señora Raquin, quien por su invalidez apenas si podía bajar a la tienda, lo miraba comer con maternales sonrisas. Se atracaba de pan tostado, se llenaba el estómago, se iba tranquilizando poco a poco. Después del café, se tomaba una copita de coñac, con lo que se reponía por completo. Les decía a la señora Raquin y a Thérèse: «Hasta la noche», sin darles un beso siquiera, y luego se iba a la oficina dando un paseo. Llegaba la primavera; los árboles de los muelles se estaban llenando de hojas, de un liviano encaje verde claro. Abajo, corría el río con susurros acariciadores; arriba, los rayos de los primeros soles eran de dulce calidez. Laurent se sentía renacer en el aire fresco; aspiraba a pleno pulmón aquellos hálitos de vida joven que bajaban de los cielos de abril y mayo; buscaba el sol, se detenía para mirar los reflejos de plata que convertían el Sena en un muaré, escuchaba los ruidos de los muelles, dejaba que lo invadiesen los ásperos olores de las primeras horas del día, disfrutaba con los cinco sentidos de la mañana clara y dichosa. Y, por descontando, apenas si se acordaba de Camille; a veces miraba maquinalmente la Morgue, del otro lado de agua; pensaba entonces en el ahogado como lo haría un hombre valiente que recordase un necio temor que tuvo. Con el estómago lleno, con el rostro refrescado, recuperaba su temperamento obtuso, llegaba a la oficina y allí se pasaba todo el día bostezando y esperando la hora de salir. No era ya sino un empleado como cualquier otro, entontecido y hastiado, con la cabeza vacía. No pensaba entonces en nada que no fuera despedirse del trabajo y alquilar un estudio; soñaba vagamente con una nueva existencia perezosa, y con eso bastaba para tenerlo ocupado hasta última hora de la tarde. Nunca venía a alterarlo el recuerdo de la tienda del pasadizo. Por la tarde, tras haber estado desde por la mañana deseando que fuera la hora de salir, se iba de mala gana, volvía a recorrer los muelles presa de sorda turbación, intranquilo. Por más despacio que caminase, no le quedaba más remedio que llegar por fin a la tienda. Y en ella lo estaba esperando el espanto. Thérèse pasaba por idénticas sensaciones. Mientras Laurent no estaba junto a ella, se sentía a gusto. Había despedido a la asistenta, alegando que todo andaba manga por hombro, que todo estaba sucio en el local y en la vivienda. Le entraron ansias de orden. Lo cierto era que necesitaba caminar, hacer cosas, cansar los miembros agarrotados. Estaba toda la mañana de acá para allá, barriendo, quitando el polvo, limpiando los cuartos, fregando los cacharros, dedicándose a tareas que antaño le habrían dado asco. Hasta las doce la mantenían en pie esas tareas domésticas, activa y muda, sin dejarle tiempo de pensar en otra cosa que no fuesen las telarañas que colgaban del techo y la grasa que ensuciaba los platos. Luego, se ponía a guisar, preparaba el almuerzo. Mientras comían, la señora Raquin se lamentaba de que anduviera levantándose continuamente para ir a buscar las fuentes; la enternecía y la enojaba la actividad de que daba muestras su sobrina; la reñía, y Thérèse contestaba que había que ahorrar. Después de comer, la joven se vestía y se decidía al fin a reunirse con su tía tras el mostrador. Allí se amodorraba; dormitaba, quebrantada por las vigilias, consentía en el voluptuoso entumecimiento que se adueñaba de ella no bien estaba sentada. No eran sino livianos duermevelas, colmados de un inconcreto encanto, que le aplacaban los nervios. Desaparecía el pensamiento de Camille y Thérèse disfrutaba de ese profundo descanso de los enfermos que, de repente, dejan de sentir dolor. Se notaba la carne dúctil, la cabeza libre, se sumergía en algo así como un tibio y reparador anonadamiento. Sin esos breves momentos de calma, la tensión del sistema nervioso le habría hecho estallar el organismo; sacaba de ellos las fuerzas necesarias para seguir sufriendo y espantándose durante la noche siguiente. Por lo demás, no dormía, apenas si entornaba los párpados, perdida en lo hondo de un ensueño de paz; cuándo entraba una cliente, abría los ojos, despachaba los pocos céntimos de género que le pedía y volvía luego a caer en su flotante ensoñación. Pasaba así tres o cuatro horas, perfectamente dichosa, respondiendo a su tía con monosílabos, cediendo con auténtico deleite a esos desvanecimientos que la privaban de pensar y la sumían en sí misma. Apenas si, de tarde en tarde, echaba una ojeada al pasadizo; se encontraba a gusto sobre todo cuando el tiempo estaba gris, cuando había poca luz y ella ocultaba su cansancio en lo hondo de la sombra. El pasadizo, húmedo e infame, por el que cruzaba una caterva de pobres diablos mojados, con los paraguas goteando en el pavimento, le parecía el pasillo de un sitio de mala nota, algo así como un corredor sucio y siniestro al que nadie vendría a buscarla ni a molestarla. A ratos, al ver las luces terrosas que andaban rondando a su alrededor, al notar el agrio olor de la humedad, se imaginaba que acababan de enterrarla viva; creía estar entre la tierra, en lo hondo de una fosa común en que bullían los cadáveres. Y aquella perspectiva la consolaba y la calmaba; se decía que por fin estaba a salvo, que se iba a morir, que ya no seguiría sufriendo. En otras ocasiones, no podía cerrar los ojos; Suzanne venía a verlas y se pasaba la tarde bordando junto al mostrador. La mujer de Olivier, con aquella cara blanda, aquellos ademanes lentos, agradaba ahora a Thérèse, que notaba un peculiar alivio al mirar a aquel pobre ser tan desintegrado; la había tomado por amiga; le gustaba tenerla a su lado, sonriendo con su sonrisa desvaída, viva a medias, dejando en la tienda un desabrido olor a cementerio. Cuando los ojos azules de Suzanne, de vidriosa transparencia, se clavaban en los suyos, Thérèse notaba un frío bienhechor en lo más hondo de las pupilas. Así esperaba a que dieran las cuatro. Volvía entonces a la cocina, buscaba de nuevo el cansancio, preparaba la cena de Laurent con febril apresuramiento. Y cuando se presentaba su marido en el umbral de la puerta, se le apretaba la garganta y volvía a retorcerse de angustia. Todos los días, el matrimonio pasaba por sensaciones casi idénticas. Durante el día, cuando no estaban uno en presencia del otro, gozaban de gratísimas horas de descanso; por la noche, en cuanto estaban reunidos, se adueñaba de ellos un doloroso malestar. Por lo demás, las veladas transcurrían en calma. Thérèse y Laurent, que temblaban sólo con pensar en meterse en su cuarto, las alargaban cuanto podían. La señora Raquin, medio tendida en un sillón hondo y ancho, se hallaba entre ambos y charlaba con su plácida voz. Hablaba de Vernon, seguía acordándose de Camille, pero evitaba nombrarlo por una suerte de pudor; sonreía a sus queridos hijos, hacía proyectos de futuro para ellos. La lámpara le ponía pálidos resplandores en el rostro blanco; sus palabras adquirían una extraordinaria dulzura en el ambiente muerto y silencioso. Y junto a ella, los dos asesinos, mudos, inmóviles, parecían escucharla con recogimiento; en realidad, no intentaban atender al sentido de la charla de la bondadosa anciana, sino que, sencillamente, los complacía aquel rumor de palabras suaves que les impedía oír el estruendo de sus pensamientos. No se atrevían a mirarse; miraban a la señora Raquin para tener así una pauta de comportamiento. Nunca decían nada de irse a dormir; se habrían quedado allí hasta por la mañana, amparados en el tierno parloteo de la anciana mercera, en el apaciguamiento que transmitía, pero ella manifestaba el deseo de irse a la cama. Sólo entonces se iban del comedor y se metían en su cuarto con desesperación, como quien se arroja a lo hondo de un precipicio. No tardaron en preferir con mucho las veladas de los jueves a las que pasaban en la intimidad. Cuando estaban a solas con la señora Raquin no podían aturdirse; el delgado hilillo de voz de su tía, su enternecido buen humor no sofocaban los gritos que los desgarraban. Sentían que se acercaba la hora de acostarse, se estremecían cuando, por azar, se topaban sus ojos con la puerta del dormitorio; la espera del instante en que acabarían por hallarse a solas se tornaba cada vez más cruel a medida que iba avanzando la velada. Los jueves, en cambio, se emborrachaban de necedad, se olvidaban de su mutua presencia, sufrían menos. La propia Thérèse acabó por ansiar vehementemente los días de visita. Si Michaud y Grivet no hubieran venido, habría ido a buscarlos. Cuando había personas de fuera en el comedor, interponiéndose entre ella y Laurent, se sentía más sosegada; habría querido tener siempre invitados, ruido, cualquier cosa que la aturdiese y la aislase. Delante de la gente, hacía gala de algo así como un júbilo nervioso. También Laurent volvía a sus bromas toscas de labriego, sus risas recias, sus gracias de ex aprendiz de pintor. Nunca habían sido tan alegres y bulliciosas aquellas recepciones. Tal era la forma en que Laurent y Thérèse podían, una vez por semana, estar frente a frente sin temblar. No tardó en apoderarse de ellos un temor. La parálisis iba adueñándose poco a poco de la señora Raquin; y veían venir el día en que se quedaría clavada en su sillón, inválida y alelada. La pobre anciana empezaba ya a balbucir retazos de frases sin ilación; se le estaba debilitando la voz, sus miembros perdían la vida uno a uno. Se iba convirtiendo en un objeto. Thérèse y Laurent veían con espanto cómo se alejaba aquel ser que aún los mantenía separados y los sacaba de sus malos sueños. Cuando la inteligencia hubiera abandonado ya a la anciana mercera y ésta se hubiese quedado muda y agarrotada en lo hondo del sillón, estarían solos; no podrían ya evitar, a última hora de la tarde, el temible encuentro a solas. Su espanto empezaría entonces a las seis de la tarde, en vez de a las doce de la noche; y se volverían locos. Todos sus esfuerzos tendieron a que la señora Raquin conservase una salud que tan valiosa les resultaba. Llamaron a médicos, estuvieron pendientes de ella, llegaron incluso a hallar en aquel papel de enfermeros un olvido, un sosiego que los indujo a desempeñarlo con celo cada vez mayor. No querían perder a aquella tercera persona que conseguía que las veladas fuesen soportables; no querían que el comedor, que toda la casa se convirtiesen en un lugar tan cruel y siniestro como su dormitorio. A la señora Raquin la conmovieron de forma muy singular los afanosos cuidados que la prodigaban; se congratulaba, entre lágrimas, de haberlos unido y haber puesto en sus manos sus cuarenta mil y pico francos. Tras morir su hijo, no había contado nunca con hallar tanto cariño en sus horas postreras; el tierno afecto de sus queridos hijos caldeaba su vejez. No se percataba de la llegada de la implacable parálisis. Thérèse y Laurent seguían adelante, en tanto, con su existencia doble. Había en cada uno de ellos algo así como dos seres claramente distintos: un ser nervioso y espantado que se echaba a temblar en cuanto llegaba el crepúsculo, y otro ser embotado y olvidadizo, que respiraba a gusto en cuanto salía el sol. Vivían dos vidas, gritaban de angustia en cuanto estaban juntos a solas, y sonreían apaciblemente cuando había gente. Nunca dejaba traslucir su rostro, en público, los sufrimientos que los destrozaban en la intimidad; parecían tranquilos y felices, ocultaban sus males de forma instintiva. Nadie habría podido sospechar, al verlos tan apacibles durante el día, que todas las noches padecían la tortura de las alucinaciones. Habríase dicho que formaban una pareja bendecida por el cielo y que vivía en plena dicha. Grivet los llamaba, galantemente, «los tortolitos». Cuando tenían ojeras por causa de los prolongados insomnios, les gastaba bromas y les preguntaba para cuándo tenían previsto el bautizo. Y todos los demás se echaban a reír. Laurent y Thérèse apenas si se ponían pálidos y conseguían esbozar una sonrisa; se iban acostumbrando a las gracias atrevidas del anciano empleado. Mientras estaban en el comedor, podían dominar sus terrores. No había imaginación que pudiera intuir el espantoso cambio que se daba en ellos cuando se encerraban en su dormitorio. Los jueves en especial el cambio era de una brusquedad tan brutal que parecía acontecer en un mundo sobrenatural. El drama de las noches de Laurent y Thérèse superaba, por su singularidad y sus salvajes arrebatos, cualquier suposición y seguía profundamente enterrado en lo hondo de sus doloridas personas. Si se lo hubieran contado a alguien, habría pensado que estaban locos. —¡Pero qué felices son estos dos enamorados! —decía con frecuencia Michaud padre—. No se hablan casi, pero seguro que todo va por dentro. Apuesto a que se comen a besos en cuanto nos vamos. Así pensaba todo el mundo. Llegaron a considerar a Thérèse y Laurent como un matrimonio modelo. El pasadizo de Le Pont-Neuf, sin excepciones, se congratulaba del afecto, la apacible dicha, la perpetua luna de miel de ambos cónyuges. Sólo ellos sabían que el cadáver de Camille dormía entre los dos; sólo ellos notaban, tras la sosegada carne de sus rostros, las contracciones nerviosas que por las noches les deformaban espantosamente los rasgos y convertían su expresión plácida en una facies infame y atormentada. CAPÍTULO XXV Al cabo de cuatro meses, pensó Laurent en sacarle a su matrimonio los beneficios que se había prometido a sí mismo. Habría abandonado a su mujer y habría salido huyendo ante el espectro de Camille al tercer día de la boda de no haber sido porque su interés lo mantenía atado a la tienda del pasadizo. Aceptaba las noches de terror y no rehuía las angustias que lo asfixiaban para no quedarse sin el provecho de su crimen. Si dejaba a Thérèse, volvía a la pobreza y no le quedaba más remedio que seguir en su empleo; en cambio, si se quedaba con ella, podía satisfacer sus apetitos de pereza, vivir muellemente, sin hacer nada, de las rentas que la señora Raquin había puesto a nombre de su mujer. Es de suponer que habría escapado llevándose los cuarenta mil francos si hubiera podido convertirlos en dinero en efectivo; pero la anciana mercera, por consejo de Michaud, había tenido la prudencia de poner a buen recaudo, en el contrato, los intereses de su sobrina. Laurent estaba pues unido a Thérèse por un poderoso lazo. En compensación por sus atroces noches, quiso, al menos, que ésta lo mantuviera, en dichosa ociosidad, bien alimentado, cómodamente trajeado y llevando en el bolsillo el dinero necesario para satisfacer sus caprichos. Sólo a cambio de eso estaba dispuesto a seguir compartiendo el lecho con el cadáver de Camille. Una noche, anunció a la señora Raquin y a su mujer que se había despedido del trabajo y dejaría de ir a la oficina a finales de aquella quincena. Thérèse hizo un ademán de preocupación. Laurent se apresuró a añadir que iba a alquilar un estudio pequeño para volver a la pintura. Disertó largo y tendido sobre los engorros de su empleo y los amplios horizontes que le abría el arte; ahora que tenía algo de dinero y podía proponerse triunfar, quería ver si no era, por ventura, capaz de hacer grandes cosas. Tras el discurso que soltó al respecto no se escondía sino el deseo, sin más, de volver a su antigua existencia bohemia. Thérèse, con los labios apretados, no le contestó; no estaba dispuesta a que Laurent la dejase sin aquella pequeña fortuna que garantizaba su libertad. Cuando su marido la acosó a preguntas para obtener su consentimiento, le respondió, muy seca, dándole a entender que si se iba de la oficina no ganaría ya sueldo alguno y dependería de ella por completo. Mientras hablaba, Laurent la miraba con ojos tan punzantes que Thérèse se turbó y se le quedó en la garganta la negativa que iba a darle; le pareció leer en los ojos de su cómplice este amenazador pensamiento: «Si no accedes, lo cuento todo». Empezó a balbucir. La señora Raquin exclamó entonces que el deseo de su querido hijo no podía estar más justificado y que había que darle los medios para que llegara a ser un hombre de talento. La bondadosa señora mimaba a Laurent como había mimado a Camille; la tenían muy enternecida los agasajos que le prodigaba el joven, era suya por completo y le daba siempre la razón. Quedó, pues, decidido que el artista alquilase un estudio y dispusiera de cien francos al mes para los diversos gastos que tuviera que realizar. El presupuesto de la familia quedó establecido como sigue: las ganancias del comercio de mercería cubrirían el alquiler del local y de la vivienda, y bastarían casi por completo para el gasto diario de la casa; Laurent cogería el importe del alquiler de su estudio y sus cien francos mensuales de los dos mil y pico francos de renta; el resto de dicha renta se usaría para las necesidades comunes. De esta forma, el capital quedaba intacto. Thérèse se tranquilizó un poco. Hizo jurar a su marido que nunca gastaría más de la cantidad que se le concedía. Por lo demás, se decía que no podía quedarse con sus cuarenta mil francos sin la firma de ella, y se prometió firmemente que no firmaría papel alguno. Al día siguiente, sin más demora, Laurent alquiló, al final de la calle Mazarine, un estudio pequeño del que se había encaprichado hacía un mes. No quería dejar su empleo sin tener antes un refugio en donde pasar tranquilamente los días, lejos de Thérèse. Transcurridos los quince días, se despidió de sus colegas. Su marcha dejó atónito a Grivet. ¡Un joven con un porvenir tan bueno decía, un joven que en cuatro años había conseguido un sueldo que él, Grivet, había tardado veinte años en ganar! Laurent lo dejó aún más pasmado al decirle que iba a volver a dedicarse por completo a la pintura. Por fin se instaló el artista en su estudio. Era el tal estudio un a modo, de desván cuadrado, de unos cinco o seis metros de largo y de ancho; el techo se inclinaba, sin transición, en abrupta pendiente; lo horadaba una ancha ventana por la que una luz blanca y cruda caía sobre el entarimado y las paredes negruzcas. Los ruidos de la calle no llegaban hasta aquellas alturas. La habitación, silenciosa y descolorida, abierta al cielo por el tejado, parecía un agujero, un sepulcro excavado en arcilla gris. Laurent amuebló aquel sepulcro como buenamente pudo; trajo dos sillas con los asientos de paja rotos, una mesa que apoyó en la pared para que no se viniera al suelo, un aparador de cocina viejo, su caja de óleos y su antiguo caballete; no hubo en aquel lugar más lujo que un amplio sofá que le compró a un chamarilero por treinta francos. Estuvo quince días sin pensar ni por lo más remoto en coger los pinceles. Llegaba entre las ocho y las nueve, fumaba, se tumbaba en el sofá, esperaba a que dieran las doce, encantado de que fuera todavía por la mañana Y de tener aún por delante muchas horas del día. A las doce, se iba a comer; luego volvía, presuroso, para estar solo, para no seguir viendo el rostro pálido de Thérèse Hacía entonces la digestión, dormía, se quedaba repantigado hasta que caía la tarde. Su estudio era un remanso de paz, en donde no temblaba de miedo. Un día su mujer quiso ir a ver aquel refugio que tan caro le era a Laurent. Éste se negó; y como, pese a esa negativa, Thérèse vino a llamar a la puerta, no le abrió; le dijo por la noche que había pasado el día en el museo del Louvre. Temía que Thérèse trajera consigo el espectro de Camille. La ociosidad acabó por resultarle penosa. Compró un lienzo y unos óleos y puso manos a la obra. Como no tenía bastante dinero para pagar a modelos, decidió pintar lo que le mandase su fantasía, sin preocuparse de los dictados de la naturaleza. Empezó una cabeza masculina. Por lo demás, dejó de estar tanto tiempo enclaustrado; trabajó dos o tres horas por las mañanas y dedicó las tardes a andar de acá para allá, por París y sus alrededores. Al volver de uno de esos largos paseos, se encontró delante del Instituto con su ex amigo del internado, que había conseguido un notable éxito entre sus colegas en el último Salón. —¡Cómo! ¿Eres tú? —exclamó el pintor—. ¡Mi pobre Laurent, cualquiera te reconoce! Estás más delgado. —Me he casado —respondió Laurent, incómodo. —¿Que te has casado? ¿Tú? Ya no me extraña verte tan raro... ¿Y a qué te dedicas ahora? —He alquilado un estudio pequeño y pinto un rato, Por las mañanas. Laurent refirió su matrimonio en pocas palabras y luego expuso sus proyectos de futuro con voz febril. Su amigo lo miraba con una cara de asombro que lo turbaba y lo preocupaba. Lo cierto era que el pintor no reconocía en el marido de Thérèse al muchacho tardo y vulgar que había conocido antaño. Le parecía que Laurent tenía ahora aspecto distinguido; se le había afinado el rostro, que mostraba una palidez de muy buen tono; y mostraba en todo el cuerpo mayor dignidad y mayor flexibilidad. —Pero si estás hecho un galán —exclamó, sin poderlo evitar, el artista—; pareces un embajador, que es lo más chic de ahora mismo. ¿Y en qué escuela estás? A Laurent le parecía muy penoso aquel examen que estaba padeciendo. No se atrevía a marcharse de repente. —¿Quieres subir un momento a mi estudio? —preguntó por fin a su amigo, que no se iba. —Con mucho gusto —respondió éste. El pintor, al no calibrar los cambios que observaba, estaba deseoso de ver el estudio de su ex compañero. No era, por descontado, para contemplar las nuevas obras de Laurent por lo que subía los cinco pisos, pues era muy probable que le entrasen náuseas al verlas; sólo pretendía satisfacer su curiosidad. Tras llegar arriba y echar una ojeada a los lienzos colgados de las paredes, su asombro fue cada vez mayor. Había allí cinco estudios, dos cabezas de mujer y tres cabezas de hombre, pintados con auténtica energía el aspecto era recio y sólido; cada obra destacaba en espléndidas manchas, sobre los fondos gris claro. El artista se acercó rápidamente y, pasmado, sin intentar siquiera ocultar su sorpresa, preguntó: —¿Esto lo has hecho tú? —Sí —respondió Laurent—. Son unos esbozos que voy a usar para un cuadro grande que estoy preparando. —Veamos, déjate de bromas. ¿De verdad son tuyas estas cosas? —Pues, sí. ¿Por qué no iban a ser mías? El pintor no se atrevió a contestar: «Porque estos lienzos son de un artista y tú no has sido nunca más que un enlucidor infame». Se quedó mucho rato, callado, delante de los estudios. Eran torpes, ciertamente, pero tenían tal singularidad, tal firmeza de temple que pregonaban un sentido artístico desarrolladísimo. Hubiérase dicho una pintura vivida. Nunca había visto el amigo de Laurent esbozos más rebosantes de muy altas promesas. Tras examinar a fondo los lienzos, se volvió hacia el autor: —Pues la verdad, francamente —le dijo—, no te habría creído capaz de pintar así. ¿En dónde demonios has aprendido a tener talento? Porque eso es algo que no suele aprenderse. Y miraba de hito en hito a Laurent, cuya voz le parecía más suave, cada uno de cuyos ademanes tenía algo parecido a la elegancia. No podía adivinar la espantosa conmoción que había cambiado a aquel hombre, desarrollando en él unos nervios de mujer, unas sensaciones penetrantes y delicadas. No cabe duda de que un extraño fenómeno había ocurrido en el organismo del asesino de Camille. No puede el análisis ahondar tanto sino con grandes dificultades. Es posible que Laurent se hubiera vuelto artista de la misma forma en que se había vuelto miedoso, tras un tremendo trastorno que le había dado un vuelco a la carne y al pensamiento. Antes, lo asfixiaba el grávido peso de su sangre, lo tenía cegado el denso vaho de salud que lo envolvía; ahora, enflaquecido, trémulo, tenía un verbo inquieto, sensaciones vivaces y dolorosas, estados de temperamento nerviosos. En aquella vida de terror que llevaba, su imaginación deliraba y se remontaba hasta el éxtasis del genio; aquella enfermedad que podría llamarse moral, aquella neurosis que le conmocionaba todo el ser, desarrollaba en él un sentido artístico de extraña lucidez; desde que había matado, la carne se le había aligerado, por decirlo así, su despavorido cerebro le parecía gigantesco; y, por aquel repentino ensanchamiento de sus ideas, veía desfilar exquisitas creaciones, ensueños de poeta. Y de esa forma era cómo habían adquirido sus ademanes una súbita distinción, de esa forma era cómo sus obras se habían vuelto hermosas, al convertirse de pronto en personales y vivas. Su amigo dejó de intentar explicarse el nacimiento de aquel artista. Se fue, llevándose consigo su pasmo. Antes de marcharse, miró una vez más los lienzos y le dijo a Laurent: —Sólo puedo hacerte un reproche, y es que todos tus estudios tienen un aire de familia. Esas cinco cabezas se parecen. E incluso las mujeres tienen no sé qué traza violenta que las hace parecer hombres disfrazados... Ya comprenderás que si pretendes hacer un cuadro con estos esbozos, tendrás que cambiar alguna de las fisionomías; tus personajes no pueden ser todos hermanos; a la gente le daría risa. Salió del estudio y en el rellano añadió, risueño: —De verdad, chico, me alegro mucho de haberte visto. A partir de ahora voy a creer en los milagros... Pero qué bien estás, por vida de... Se fue escaleras abajo y Laurent volvió a entrar en el estudio, muy alterado. Al comentarle su amigo que todos sus estudios de cabezas tenían un aire de familia, había vuelto la cara de pronto para ocultar su palidez. Porque ya le había llamado la atención aquel fatal parecido. Fue, despacio, a situarse ante los lienzos; a medida que los iba contemplando, que iba de uno a otro, le humedecía la espalda un sudor helado. —Tiene razón —susurró—, se parecen todos... Se parecen a Camille. Retrocedió y se sentó en el sofá, sin poder apartar la vista de los estudios de cabezas. El primero era un rostro de anciano, con luenga barba blanca; tras esa barba, el artista intuía la enteca barbilla de Camille. El segundo representaba a una joven rubia; y aquella joven lo miraba con los ojos azules de su víctima. Cada uno de los otros tres rostros tenía algún rasgo del ahogado. Hubiérase dicho Camille caracterizado de anciano, de muchacha joven, tomando el disfraz que el pintor tenía a bien darle, pero conservando siempre el carácter general de su fisonomía. Existía otro terrible parecido entre aquellas cabezas: parecían enfermas y aterradas, estaban como agobiadas por la misma sensación de espanto. Todas tenían un leve fruncimiento a la derecha de la boca, que estiraba los labios y los convertía en una mueca. Aquel fruncimiento, que Laurent se acordaba de haber visto en el convulso rostro del ahogado, les daba la impronta de un infame parentesco. Laurent se dio cuenta de que había mirado demasiado a Camille en la Morgue. La imagen del cadáver se le había quedado hondamente grabada. Ahora, su mano, sin que él tuviera conciencia de ello, trazaba continuamente las líneas de aquel rostro atroz cuyo recuerdo lo seguía a todas partes. Poco a poco, al pintor, según se iba recostando en el sofá, le pareció que los rostros cobraban vida. Y tuvo ante sí a cinco Camilles, cinco Camilles que sus propios dedos habían creado con poderosa fuerza y, por una pavorosa singularidad, adoptaban todos los sexos y todas las edades. Se levantó, rasgó los lienzos y los tiró en la escalera. Se decía que se moriría de miedo en aquel estudio si él mismo lo poblaba de los retratos de su víctima. Acababa de adueñarse de él un recelo: temía no ser ya capaz de dibujar una cabeza sin dibujar la del ahorcado Quiso saber en el acto si mandaba en su mano. Puso un lienzo blanco en el caballete; luego, con un trozo de carboncillo, esbozó un rostro con unos pocos trazos. El rostro se parecía a Camille. Laurent borró con brusquedad el esbozo y probó a hacer otro. Estuvo una hora luchando con la fatalidad que movía sus dedos. En cada nueva prueba, volvía la cabeza del ahogado. Por más que tensaba la voluntad y evitaba las líneas que tan bien conocía, las dibujaba en contra de su voluntad, obedeciendo a sus músculos y sus nervios sublevados. Al principio, trazaba deprisa los croquis; se aplicó luego en manejar despacio el carboncillo. El resultado fue el mismo: Camille, gestero y dolorido, aparecía continuamente en el lienzo. El artista esbozó sucesivamente las cabezas más variadas, cabezas de ángeles, de vírgenes con aureolas, de guerreros romanos tocados con cascos, de niños rubios y sonrosados, de viejos bandidos llenos de costurones de cicatrices; siempre, siempre volvía a nacer el ahogado, ora ángel, ora virgen, ora guerrero, niño o bandido. Laurent, entonces, se lanzó a la caricatura, exageró los rasgos, dibujó perfiles monstruosos, ideó cabezas grotescas y no consiguió sino que fuera aún más horroroso el parecido de los retratos con su víctima. Acabó por dibujar animales, perros y gatos; los perros y los gatos tenían un lejano parecido con Camille. Una rabia sorda se había apoderado de Laurent. Reventó el lienzo de un puñetazo, pensando con desesperación en el gran cuadro que había planeado hacer. Ahora no había ya ni que pensar en ello; se daba perfecta cuenta de que, a partir de entonces, sólo dibujaría la cabeza de Camille; y como le había dicho su amigo, unas caras que se parecieran todas entre sí moverían a risa. Se imaginaba cómo habría sido su obra; veía sobre los hombros de sus personajes, hombres y mujeres, la cara macilenta y espantada del ahogado; el extraño espectáculo que se estaba imaginando le pareció atrozmente ridículo y lo exasperó. No iba, pues, a atreverse a volver a trabajar; siempre tendría el temor de resucitar a su víctima con la mínima pincelada. Si quería vivir en paz en su estudio, tenía que no volver a pintar nunca nada en él. Al pensar que sus dedos tenían el poder fatal e inconsciente de reproducir sin tregua el retrato de Camille, se miró la mano con terror. Le parecía que aquella mano había dejado de pertenecerle. CAPÍTULO XXVI La crisis que desde hacía tiempo amenazaba a la señora Raquin llegó al fin. De repente, la parálisis que llevaba varios meses reptándole por los miembros, siempre a punto de atenazarla, se le aferró a la garganta y le ató el cuerpo. Una noche, mientras charlaba tranquilamente con Thérèse y Laurent, se quedó a la mitad de una frase con la boca abierta; sentía como si la estuvieran estrangulando. Cuando quiso gritar, pedir socorro, no pudo sino balbucir roncos sonidos. Se le había vuelto la lengua de piedra. Tenía las manos y los pies rígidos. Se hallaba en la imposibilidad de hablar y moverse. Thérèse y Laurent se pusieron de pie, asustados ante aquel súbito rayo que dobló a la anciana mercera en menos de cinco segundos. Cuando, tras quedarse yerta, clavó en ellos miradas suplicantes, la acuciaron a preguntas para saber de qué padecía. No pudo responder y siguió mirándolos con honda angustia. Se percataron entonces de que ya sólo tenían ante sí un cadáver, un cadáver que vivía a medias, que los veía y los oía, pero que no podía hablarles; en realidad, poco les importaban los dolores de la paralítica, lo sentían por sí mismos que a partir de ese momento iban a vivir perpetuamente a solas el uno con el otro. Desde ese día, la vida del matrimonio se hizo intolerable. Pasaron crueles veladas frente a la anciana inválida, que no aletargaba ya el espanto de ambos con su dulce parloteo. Yacía ésta en un sillón como un paquete, como un objeto, y ellos estaban solos, cada uno en un extremo de la mesa, incómodos y desasosegados. Aquel cadáver había dejado de separarlos; había ratos en que se olvidaban de él, en que lo confundían con los muebles. Y entonces los espantos de la noche se adueñaban de ellos y el comedor se convertía, al igual que el dormitorio, en un terrible lugar en el que se erguía el espectro de Camille. Así fue como padecieron cuatro o cinco horas más cada día. Desde que empezaba a caer la tarde se estremecían, bajando la pantalla de la lámpara para no verse, haciendo por creer que la señora Raquin iba a hablar, manifestando así su presencia. Si seguían teniéndola en casa, si no se libraban de ella, era porque sus ojos aún estaban vivos y, a veces, les procuraba cierto alivio mirar cómo se movían y brillaban. Colocaban siempre a la anciana inválida bajo la cruda luz de la lámpara, para que tuviera el rostro bien iluminado y no perderlo nunca de vista. Aquel rostro fofo y macilento hubiera sido para otras personas un espectáculo intolerable; pero ellos sentían tal necesidad de compañía que ponían en él los ojos con auténtico gozo. Habríase dicho la mascarilla desbaratada de una muerta, en cuyo centro hubiese colocado alguien dos ojos vivos; sólo se movían aquellos ojos, girando rápidamente en las órbitas; las mejillas y la boca estaban como petrificadas y tan quietas que espantaban. Cuando la señora Raquin cedía al sueño y bajaba los párpados, su rostro, blanco y mudo por entero, era realmente el de un cadáver. Thérèse y Laurent, al notar que ya no había nadie con ellos, hacían ruido hasta que la paralítica alzaba los párpados y los miraba. De esta forma la obligaban a quedarse despierta. Era para ellos una distracción que los apartaba de sus malos sueños. Desde que estaba impedida, había que atenderla como a un niño. Los cuidados que le prodigaban los obligaban a apartar de sí sus pensamientos. Por la mañana, Laurent la levantaba y la llevaba al sillón; y, por la noche, volvía a llevarla a la cama. Pesaba aún y tenía Laurent que recurrir a toda su fuerza para alzarla con precaución en brazos y cambiarla de sitio. Era también él quien movía el sillón. Los demás cuidados eran cosa de Thérèse: vestía a la inválida, le daba de comer, intentaba captar sus mínimos deseos. La señora Raquin conservó durante unos cuantos días el uso de las manos; podía escribir en una pizarra y pedir así lo que precisaba; luego se le murieron las manos y no pudo ya alzarlas y sujetar un lapicero. No contó, a partir de ese momento, con más lenguaje que el de los ojos y su sobrina tuvo que adivinar qué deseaba. La joven se entregó a la dura tarea de atender a una enferma, lo que le proporcionó una ocupación para el cuerpo y el pensamiento que le resultó muy beneficiosa. Para no quedarse solos, marido y mujer llevaban desde por la mañana al comedor el sillón de la pobre anciana. La colocaban entre ambos, como si la necesitasen para vivir. Hacían que asistiera a sus comidas y a todas sus conversaciones. Fingían no entenderla, cuando expresaba el deseo de volver a su cuarto. Sólo servía para impedir que estuvieran a solas, no tenía derecho a vivir aparte. A las ocho de la mañana, Laurent se iba a su estudio, Thérèse bajaba a la tienda y la paralítica se quedaba sola en el comedor hasta el mediodía; luego, después de almorzar, volvía a quedarse sola hasta las seis. Su sobrina subía frecuentemente durante el día y andaba rondando a su alrededor, mirando a ver si necesitaba algo. Los amigos de la familia no sabían ya qué alabanzas idear para enaltecer los méritos de Thérèse y Laurent. No se interrumpieron las recepciones de los jueves y la inválida asistía a ellas, como en el pasado. Acercaban su sillón a la mesa; de ocho a once, permanecía con los ojos abiertos, mirando a los invitados por turnos con penetrantes destellos. Los primeros días, Michaud padre y Grivet se sintieron un tanto apurados frente al cadáver de su antigua amiga; no sabían cómo comportarse; no sentían sino una pena muy superficial y se preguntaban hasta qué punto era adecuado manifestar tristeza. ¿Había que hablar con aquel rostro muerto? ¿Había que hacer caso omiso de él? Poco a poco, fueron tomando la determinación de tratar a la señora Raquin como si no le hubiese sucedido nada. Acabaron por fingir que nada sabían de su estado. Hablaban con ella, hacían las preguntas y las respuestas, reían por ella y por ellos, nunca dejaban que los desconcertase la expresión rígida de aquella cara. Era un espectáculo peculiar el de aquellos hombres que parecían estar charlando sensatamente con una estatua, igual que las niñas charlan con sus muñecas. Tenían ante sí a la paralítica, tiesa y muda, y peroraban, y hacían mil ademanes, manteniendo con ella animadísimas conversaciones. Michaud y Grivet se congratularon de su atinado proceder. Pensaban que al comportase así daban muestras de finura; se ahorraban, además, el engorro de las condolencias al uso. La señora Raquin no podría por menos de sentirse halagada al ver que la trataban como a una persona sana y, en consecuencia, ya podían mostrarse alegres en su presencia sin el mínimo escrúpulo. Grivet dio en una manía. Afirmaba que se entendía a la perfección con la señora Raquin y que ésta no podía mirarlo sin que acto seguido no entendiese él lo que deseaba. Lo que suponía también una delicadeza no menor que la otra. Sólo que, en todas y cada una de las ocasiones, Grivet se equivocaba. Interrumpía con frecuencia la partida de dominó, miraba atentamente a la paralítica, cuyos ojos seguían apaciblemente el juego, y declaraba que quería tal o cual cosa. Tras la pertinente indagación, resultaba que la señora Raquin o no pedía nada o pedía algo diferente por completo. No desanimaba ello a Grivet, que lanzaba un triunfante: «¡Si ya lo decía yo!», y a poco volvía a las andadas. Muy diferentes eran las cosas cuando la inválida manifestaba un deseo de forma evidente; Thérèse, Laurent y los invitados iban nombrando, uno tras otro, los objetos que podía solicitar. Grivet destacaba entonces por la torpeza de sus ofrecimientos. Decía al azar cuanto le pasaba por la cabeza, ofreciendo casi siempre lo contrario de lo que quería la señora Raquin, lo cual no era impedimento para que dijese una vez más: —Yo es que leo en sus ojos como en un libro abierto. Miren, me está diciendo que tengo razón... ¿Verdad que sí, mi querida señora? Claro, claro... No era, por lo demás, cosa fácil averiguar los deseos de la pobre anciana. Sólo Thérèse tenía esa ciencia. Se comunicaba con bastante facilidad con aquella inteligencia emparedada, aún viva y enterrada en lo hondo de una carne muerta. ¿Qué sucedía dentro de aquel ser infeliz que vivía sólo lo bastante para presenciar la vida sin tomar parte en ella? Era harto probable que viese, oyese y razonase de forma clara y lúcida, pero carecía ahora de ademanes y de voz para manifestar los pensamientos que en ella nacían. Quizá la asfixiaban las ideas. No habría podido alzar la mano ni abrir la boca aun cuando de uno de sus gestos o de una de sus palabras hubiera dependido el destino del mundo. Era su cabeza como una de esas personas a las que entierran vivas por inadvertencia y despiertan en la oscuridad de la tierra, dos o tres metros por debajo del nivel del suelo; gritan, luchan, pero los demás pisan la superficie que las cubre sin oír sus atroces quejas. Laurent miraba con frecuencia a la señora Raquin, quien, con los labios apretados y las manos abiertas encima de las rodillas, ponía toda su vida en los ojos, despiertos y veloces, y se decía: —¿Quién sabe en qué estará pensando, tan sola? Dentro de esta muerta debe de darse un drama cruel. Laurent estaba equivocado. La señora Raquin era feliz, feliz con los cuidados y el afecto de sus queridos hijos. Siempre había soñado con acabar así sus días, despacio, rodeada de abnegación y halagos. Cierto es que le habría gustado conservar el uso de la palabra para dar las gracias a aquellos amigos que la ayudaban a morir en paz. Pero aceptaba su estado sin rebelarse; la vida tranquila y retirada que había llevado siempre, la dulzura de su carácter le impedían notar con excesiva rudeza los padecimientos de la mudez y la inmovilidad. Había vuelto a la infancia, pasaba días enteros sin aburrirse, mirando lo que tenía delante, acordándose del pasado. Acabó incluso por disfrutar del goce de quedarse muy tranquila en aquel sillón, igual que una niña pequeña. Día a día, iban apareciéndole en los ojos una dulzura y una claridad más penetrantes. Había llegado a usar los ojos como una mano, como una boca, para pedir y dar las gracias. Suplía así, de forma singular y encantadora, los órganos de los que carecía. Tenían sus miradas una belleza celestial, en medio de aquel rostro cuyas carnes colgaban, fláccidas y deformadas en muecas. Desde que sus labios torcidos e inertes no podían ya sonreír, sonreía con la mirada con deliciosa ternura; le pasaban por las órbitas húmedos resplandores, y rayos de aurora brotaban de ellas. Nada más extraordinario que aquellos ojos risueños como labios en aquel rostro muerto; la parte de abajo de la cara era adusta y macilenta, la de arriba resplandecía con luz divina. Era sobre todo para sus queridos hijos para quienes ponía así toda su gratitud, todos los afectos de su alma en una sencilla ojeada. Cuando, por las noches y por las mañanas, Laurent la tomaba en brazos para llevarla de un cuarto a otro, se lo agradecía amorosamente con miradas rebosantes de tierna efusión. Vivió así varias semanas, esperando la muerte, creyéndose al amparo de cualquier nueva desdicha. Pensaba que había cumplido ya con su parte de padecimiento. Se equivocaba. Una noche, se le vino encima un pavoroso golpe. Por más que Thérèse y Laurent la interponían entre ellos, a plena luz, no estaba ya lo bastante viva para separarlos y defenderlos de sus angustias. Cuando se olvidaban de la presencia de la señora Raquin, de que ésta los veía y los oía, se volvían locos, se les aparecía Camille e intentaban ahuyentarlo. Balbucían entonces, y se les escapaban, a su pesar, confesiones y frases que acabaron por revelárselo todo a la anciana. Sufrió Laurent algo parecido a un ataque, durante el cual habló como alucinado. De repente, la paralítica lo entendió todo. Le pasó por el rostro una terrible contracción y tuvo tal sobresalto que Thérèse pensó que iba a incorporarse de un brinco y a gritar. Volvió luego a caer en una rigidez férrea. Aquella suerte de conmoción fue tanto más espantosa cuanto que pareció que galvanizaba a un cadáver. Desapareció la sensibilidad, recuperada por un instante; la inválida quedó aún más desmoronada, más macilenta. Sus ojos, tan dulces de ordinario, se habían vuelto negros y duros, semejantes a dos trozos de metal. Nunca embargó desesperación mayor a un ser. La siniestra verdad abrasó, como un relámpago, los ojos de la paralítica y se hincó en ella con la suprema colisión de un rayo. Si hubiera podido incorporarse, lanzar el grito de horror que le subía a la garganta, maldecir a los asesinos de su hijo, habría padecido menos. Pero tras haberlo oído todo, tras haberlo entendido todo, tuvo que seguir inmóvil y muda, conservando dentro de sí el estallido de su dolor. Le parecía que Thérèse y Laurent la habían atado y clavado en su sillón para impedir que se abalanzase fuera de él, y que ponían un atroz deleite en repetirle: «Hemos matado a Camille», tras haberle colocado una mordaza en los labios para impedir sus sollozos. El espanto y la angustia le fluían rabiosamente por el cuerpo sin hallar salida. Hacía esfuerzos sobrehumanos para levantar el peso que la tenía aplastada, para despejarse la garganta, abriendo así paso a la oleada de su desesperación. Y en vano tensaba sus últimas energías; notaba la lengua fría pegada al paladar, no podía arrancarse a la muerte. Una impotencia de cadáver la mantenía rígida. Eran sus sensaciones semejantes a las de un hombre sumido en un letargo al que estuvieran enterrando y que, amordazado por los nudos de la carne, oyera sobre su cabeza el ruido sordo de las paletadas de arena. El destrozo de su corazón fue aún más tremendo. Notó dentro de sí un derrumbamiento que la quebrantó. Su vida entera quedaba asolada; todas sus ternuras, todas sus bondades, todas sus abnegaciones acababan de derrumbarse brutalmente para verse pisoteadas. Tras haber tenido una vida de afecto y dulzura, en sus postreras horas, cuando iba a llevarse a la tumba la convicción de las apacibles dichas de la existencia, una voz le gritaba que todo es mentira, que todo es crimen. El velo, al desgarrarse, le mostraba, allende los amores y las amistades que le había parecido vislumbrar, un horroroso espectáculo de sangre y vergüenza. Habría injuriado a Dios si hubiera podido vocear una blasfemia. Dios la había estado engañando durante más de sesenta años al tratarla como a una niña dulce y buena, al distraerle la vista con falaces cuadros de tranquila dicha. Y ella había seguido siendo esa niña, creyendo a pies juntillas en mil cosas bobas, no percatándose de cómo la vida real se arrastraba por el sangriento barro de las pasiones. Dios era malo; debería haberle dicho antes la verdad o dejar que se fuese con su inocencia y su ceguera. Ahora, ya sólo le quedaba morir negando el amor, negando la amistad, negando la abnegación. No existían sino crimen y lujuria. ¡Pues qué! ¡Camille había muerto a manos de Thérèse y Laurent, y éstos habían fraguado el asesinato entre los bochornos del adulterio! Hallaba la señora Raquin abismo tal en aquel pensamiento que no podía someterlo a razonamiento alguno, ni captarlo de forma clara y detallada. No experimentaba sino una sensación, la de una horrible caída; le parecía que se despeñaba por un agujero negro y frío. Y se decía: «Me voy a estrellar en el fondo». Tras la primera conmoción, la monstruosidad del crimen le pareció inverosímil. Tuvo luego miedo de volverse loca, cuando se afincó en ella el convencimiento del adulterio y del asesinato, al recordar mínimos acontecimientos que no había entendido antes. Thérèse y Laurent eran efectivamente los asesinos de Camille: Thérèse, a la que había criado, Laurent, al que había querido igual que una madre abnegada y tierna. Todo ello le daba vueltas en la cabeza como una gigantesca rueda, con un ruido ensordecedor. Intuía detalles tan infames, se adentraba en una hipocresía tan grande, presenciaba con el pensamiento un doble espectáculo de tan atroz ironía que habría querido morirse para no pensar más en ello. Una idea única, maquinal e implacable, le trituraba el cerebro, grávida y tenaz como una piedra de molino. Se repetía: «Son mis hijos quienes han matado a mi hijo», y no daba con nada más para expresar su desesperación. Sumida en aquel brusco cambio de su corazón, se buscaba con desvarío y no se reconocía ya; la anonadaba la invasión brutal de las ideas de venganza, que desterraban toda la bondad de su anterior existencia. Cuando se remató la transformación, dentro de ella no hubo sino oscuridad; notó cómo nacía en su carne moribunda un nuevo ser, despiadado y cruel, que habría querido morder a los asesinos de su hijo. Tras sucumbir al atenazador abrazo de la parálisis, tras comprender que no podría arremeter contra Thérèse y Laurent, a quienes soñaba con estrangular, se resignó al silencio y a la inmovilidad y fluyeron despacio de sus ojos unos lagrimones. Nada más desconsolador que aquella desesperación muda y quieta. Aquellas lágrimas, que corrían de una en una por el rostro muerto, en el que no se movía ni una arruga, aquel rostro inerte y macilento, que no podía llorar con todos sus rasgos, en el que sólo los ojos sollozaban, era un doloroso espectáculo. Thérèse experimentó una espantada compasión. —Hay que acostarla —dijo a Laurent, indicándole a su tía. Laurent se apresuró a llevar el sillón de la paralítica a su cuarto. Se inclinó, luego, para tomarla en brazos. En aquel momento, la señora Raquin albergó la esperanza de que un poderoso impulso iba a permitirle ponerse de pie; intentó un supremo esfuerzo. Dios no podía consentir que Laurent la estrechase contra su pecho; contaba con que un rayo lo fulminaría si tenía esa monstruosa impudicia. Mas no la enderezó impulso alguno; y el cielo se guardó sus truenos. Siguió caída, pasiva, como un bulto de ropa. El asesino la cogió, la alzó, la llevó; notó la angustia de sentirse fláccida y entregada en los brazos del hombre que había matado a Camille. Rodó su cabeza por el hombro de Laurent, al que miró con ojos dilatados por el espanto. —Sí, sí, mírame cuanto quieras —susurró éste—, que con los ojos no me vas a poder comer... Y la arrojó brutalmente sobre el lecho. La inválida se desvaneció. Su último pensamiento fue de terror y asco... A partir de entonces, tendría que padecer, por la mañana y por la noche, la inmunda opresión de los brazos de Laurent. CAPÍTULO XXVII Sólo un ataque de espanto había inducido a hablar al matrimonio, a confesar delante de la señora Raquin. Ninguno de los dos era cruel; habrían evitado revelación tal por humanidad, si la seguridad no hubiera sido ya imperativo suficiente para guardar silencio. El jueves siguiente, estuvieron particularmente preocupados. Por la mañana, Thérèse le preguntó a Laurent si le parecía prudente dejar a la paralítica en el comedor durante la velada. Lo sabía todo y podía avisar a los otros. —¡Bah! —repuso Laurent—. No puede mover ni el dedo meñique. ¿Cómo quieres que hable? —A lo mejor encuentra un medio —respondió Thérèse—. Desde la otra noche, le leo en los ojos un pensamiento implacable. —No, mira, el médico me dijo que no tenía remedio. Si vuelve a hablar alguna vez, será con el último hipido de la agonía... Ya no le queda mucho, te lo digo yo. Sería una tontería que nos cargáramos otra culpa en la conciencia impidiéndole asistir a la velada... Thérèse se estremeció. —No me has entendido —exclamó—. Por supuesto que tienes razón. Bastante sangre ha habido ya... Quería decir que podríamos encerrar a mi tía en su cuarto y decir que se encuentra peor y que está durmiendo. —Sí, claro —repuso Laurent—. Y el imbécil de Michaud se colaría sin más en el cuarto para ver, pese a todo, a su antigua amiga. Sería una estupenda manera de perdernos. Titubeaba. Quería parecer tranquilo, pero la ansiedad le hacía balbucir. —Vale más dejar que sigan adelante los acontecimientos —añadió—. Esa gente es tan tonta que lo más seguro es que la desesperación muda de la vieja no les diga nada. Nunca sospecharán, porque están demasiado alejados de la verdad. Si hacemos la prueba, sabremos a qué atenernos en cuanto a las repercusiones de nuestra imprudencia... Ya verás cómo todo sale bien. Por la noche, cuando llegaron los invitados, la señora Raquin estaba en su sitio habitual, entre la estufa y la mesa. Laurent y Thérèse fingían buen humor y disimulaban sus escalofríos, esperando, angustiados, el incidente que no podría por menos de suceder. Habían bajado mucho la pantalla de la lámpara; sólo el hule de la mesa estaba iluminado. Los invitados charlaron un rato, ruidosa y trivialmente, como hacían siempre antes de la primera partida de dominó. Grivet y Michaud no dejaron de hacer a la paralítica las preguntas usuales referidas a su salud, a las que dieron ellos mismos halagüeñas respuestas, como solían. Tras lo cual, sin ocuparse más de la infeliz anciana, los invitados se entregaron en cuerpo y alma al deleite del juego. La señora Raquin llevaba esperando febrilmente aquella velada desde que estaba al tanto del espantoso secreto. Había hecho acopio de sus últimas fuerzas para denunciar a los culpables. Hasta el último momento, temió no estar presente en la reunión; pensaba que Laurent la iba a quitar de en medio, la iba a matar quizá, o al menos la encerraría en su cuarto. Cuando vio que la dejaban en el comedor, cuando tuvo delante a los invitados, disfrutó de una cálida alegría al pensar que iba a intentar vengar a su hijo. Comprendiendo que su lengua estaba definitivamente muerta, probó un nuevo lenguaje; consiguió galvanizar, por así decirlo, la mano derecha, alzarla ligeramente de la rodilla, en la que la tenía siempre apoyada, inerte; la hizo reptar, luego, poco a poco, por una de las patas de la mesa, que tenía delante, y consiguió colocarla encima del hule. Y movió entonces débilmente los dedos para llamar la atención. Cuando los jugadores vieron aparecer de pronto aquella mano muerta, blanca y fláccida, se quedaron muy sorprendidos. Grivet se quedó con el brazo en el aire en el momento en que iba a colocar, triunfante, el seis doble. Desde que le había dado el ataque, la inválida no había vuelto a mover las manos. —Pero fíjese, Thérèse —exclamó Michaud—, la señora Raquin está moviendo los dedos... Debe de querer algo. Thérèse no pudo contestar; Laurent y ella habían ido siguiendo la laboriosa actividad de la paralítica. Miraba la mano de su tía, palidísima bajo la luz cruda de la lámpara, como si fuera una mano vengadora que iba a hablar. Los dos asesinos esperaban, jadeantes. —Por vida de... Es cierto —dijo Grivet—. Quiere algo. Con lo bien que nos entendemos los dos... Quiere jugar al dominó... ¿Eh? ¿A que sí, mi querida señora? La señora Raquin negó con un brusco movimiento. Con infinito trabajo, estiró un dedo, dobló los otros y comenzó a dibujar penosamente unas letras encima de la mesa. No había marcado sino unos cuantos trazos cuando Grivet volvió a exclamar, con acento triunfal: —Ya lo entiendo. Dice que hago muy bien en poner el seis doble. La impedida lanzó al anciano empleado una mirada tremenda y siguió con la palabra que quería escribir. Pero Grivet la interrumpía continuamente, diciéndole que no se molestase, que ya la había entendido él; y añadía luego una bobada. Por fin, Michaud lo mandó callar. —¡Qué demonios! ¡Deje hablar a la señora Raquin! —dijo—. Hable, mi buena amiga. Y miró el hule como si aguzase el oído. Pero los dedos de la paralítica se cansaban, habían iniciado una palabra más de diez veces y ya no la seguían trazando sino desviándose a derecha e izquierda. Michaud y Olivier se inclinaban, no conseguían leer lo que estaba poniendo, forzaban a la inválida a repetir una y otra vez las primeras letras. —¡Ah, ya! —exclamó de pronto Olivier—. Ahora he conseguido leerlo... Acaba de poner su nombre, Thérèse... A ver.. «Thérèse y...». ¡Acabe, mi querida señora! Thérèse estuvo a punto de lanzar un grito de angustia. Miraba cómo los dedos de su tía se deslizaban sobre el hule y le parecía que esos dedos trazaban su nombre y la confesión de su crimen con letras de fuego. Laurent se había puesto de pie violentamente, preguntándose si no iba a abalanzarse sobre la paralítica y romperle el brazo. Creyó que todo estaba perdido, notó en su persona la gravidez y el frío del castigo al ver que aquella mano revivía para revelar el asesinato de Camille. La señora Raquin seguía escribiendo, cada vez con más titubeos. —Perfecto; lo leo muy bien —añadió Olivier al cabo de un momento, mirando al matrimonio—; su tía ha escrito los nombres de ustedes dos: «Thérèse y Laurent...» La anciana asintió por dos veces, lanzando a los asesinos unas miradas aplastantes. Quiso luego concluir. Pero se le habían agarrotado los dedos; perdía el control de la suprema voluntad que la inmutaba; notaba que la parálisis volvía a subirle despacio por el brazo y se apoderaba otra vez de su muñeca. Se apresuró a trazar otra palabra. Michaud padre leyó en voz alta: —«Thérèse y Laurent son...» Y Olivier preguntó: —¿Qué son sus hijos queridos? Los asesinos, presas de enloquecido terror, estuvieron a punto de rematar la frase en voz alta. Contemplando estaban la mano vengadora con mirada fija y turbia, cuando, de pronto, una convulsión se adueñó de aquella mano, que se aplastó encima de la mesa; resbaló y volvió a caer en la rodilla de la inválida, como un trozo de carne inanimada. La parálisis había vuelto y detenido el castigo. Michaud y Olivier se sentaron de nuevo, chasqueados, mientras Thérèse y Laurent gozaban de una alegría tan cruda que se sintieron desfallecer con el brusco flujo de sangre que les latía en el pecho. Grivet estaba ofendido porque no lo habían creído sin más averiguaciones. Pensó que había llegado el momento de recobrar su infalibilidad completando la frase inconclusa de la señora Raquin. Mientras los demás se andaban preguntando por el sentido de esa frase, dijo: —Está clarísimo. Adivino la frase entera en los ojos de nuestra amiga. A mí no me hace falta que escriba en la mesa; me basta con una mirada suya... Ha querido decir: «Thérèse y Laurent son muy buenos conmigo». Tuvo Grivet que congratularse por su imaginación, porque todo el mundo fue de su opinión. Los invitados empezaron a elogiar al matrimonio, que tan bien se portaba con la pobre señora. —No cabe duda —dijo, muy serio, Michaud padre— que la señora Raquin ha querido rendir tributo a los tiernos cuidados que le prodigan sus hijos. Lo cual honra a toda la familia. Y añadió, volviendo a sus fichas de dominó: —Bien, sigamos. ¿En qué andábamos? Creo que Grivet iba a poner el seis doble. Grivet puso el seis doble. Y la partida prosiguió, estúpida y monótona. La paralítica se miraba la mano, sumida en espantosa desesperación. Su mano acababa de traicionarla. La notaba pesada como el plomo; nunca más podría ya volver a alzarla. El cielo no quería que la madre de Camille lo vengase; la privaba de la única forma que tenía de dar a conocer a los hombres el crimen al que éste había sucumbido. Y la desdichada se decía que no valía ya sino para ir a reunirse con su hijo en la tumba. Cerró los párpados, sintiéndose inútil en adelante, deseando creer que estaba por fin en la oscuridad del sepulcro. CAPÍTULO XXVIII Thérèse y Laurent llevaban dos meses debatiéndose en las angustias de su unión. Se hacían sufrir mutuamente. El odio fue entonces invadiéndolos despacio, y acabaron por lanzarse miradas de ira, preñadas de sordas amenazas. No podía faltar el odio. Se habían amado como animales irracionales, con una pasión ardiente, toda de sangre; luego, con la nerviosa irritación del crimen, su amor se trocó en miedo, y sus besos les inspiraron una suerte de espanto físico; ahora, con el sufrimiento que el matrimonio y la vida en común les imponía, se rebelaban y se exasperaban. Fue un odio atroz, con terribles estallidos. Se daban perfecta cuenta de que se estorbaban mutuamente; se decían que si no estuvieran viéndose continuamente tendrían una existencia plácida. Cuando estaban juntos, les parecía que los asfixiaba un peso enorme, y habrían querido apartar ese peso, destruirlo; fruncían los labios, les pasaban pensamientos enfurecidos por los ojos claros, sentían deseos de devorarse el uno al otro. En el fondo, los corroía un único pensamiento; se enojaban contra su crimen, se desesperaban por haber perturbado para siempre sus vidas. De ahí venían toda su ira y todo su odio. Notaban que el mal no tenía curación, que el asesinato de Camille los haría padecer hasta la muerte, y aquella idea de perpetuidad los sulfuraba. No sabiendo contra quién arremeter, lo hacían contra sí mismos. Se aborrecían. No querían admitir en voz alta que su matrimonio era el fatal castigo del crimen; se negaban a oír la voz interior que les gritaba la verdad, desplegando ante ellos la historia de sus vidas. Y, no obstante, en los arrebatos de furia que los trastornaban veían ambos con toda claridad qué había en lo hondo de su ira, intuían la saña de su temperamento egoísta, que los había empujado al asesinato para satisfacer sus apetitos y no hallaba en el asesinato sino una existencia desconsolada e intolerable. Recordaban el pasado; sabían que sólo su despechada esperanza de lujuria y dicha tranquila los llevaba al remordimiento; si hubieran podido besarse en paz y vivir gozosamente, no habrían llorado a Camille y su crimen les habría aprovechado. Pero el cuerpo se les había revelado, había rechazado el matrimonio; y se preguntaban con pavor adónde iban a llevarlos el espanto y el asco. No divisaban sino un porvenir horroroso de dolor, un desenlace siniestro y violento. Entonces, como dos enemigos a los que hubiesen atado juntos e hicieran esfuerzos vanos por sustraerse a aquel abrazo forzado tensaban los músculos y los nervios, se ponían rígidos sin conseguir liberarse. Luego, dándose cuenta de que nunca podrían librarse de aquel lazo, con la exasperación de las cuerdas que se les clavaban en la carne, asqueados de aquel contacto, notando cómo, de hora en hora, iba en aumento su malestar, olvidando que eran ellos quienes habían forjado sus vínculos y, no pudiendo soportarlos ni un momento más, se hacían cruentos reproches y se injuriaban, aturdiéndose con sus gritos y sus acusaciones para intentar sufrir menos y restañar las heridas que se infligían mutuamente. Todas las noches estallaba una pelea. Hubiérase dicho que los asesinos buscaban ocasiones para hostigarse, para aflojar sus agarrotados nervios. Se espiaban, se escudriñaban con la mirada, hurgándose en las heridas, hallando el punto en carne viva de cada llaga, y sintiendo una acerba voluptuosidad al conseguir que el otro gritase de dolor. Vivían así, en una irritación continua, hastiados de sí mismos, no pudiendo ya aguantar una palabra, un gesto, una mirada sin padecer y caer en delirios. Todo su ser estaba pronto a la violencia; la menor impaciencia, la más trivial contrariedad crecían de forma singular en su trastornado organismo y se preñaban repentinamente de brutalidad. Cualquier nadería desencadenaba una tormenta que duraba hasta el día siguiente. Un plato demasiado caliente, una ventana abierta, un mentís, un sencillo comentario bastaban para llevarlos a auténticos ataques de locura. Y siempre, en algún punto de la discusión, se echaban al ahogado en cara. Palabra a palabra, acababan por reprocharse el asesinato de Saint-Ouen; perdían entonces todo control y se enfurecían hasta volverse rabiosos. Eran peleas atroces, sofocos, golpes, voces infames, bochornosas brutalidades. Thérèse y Laurent solían encolerizarse así después de cenar; se encerraban en el comedor para que no oyera nadie el escándalo de su desesperación. Allí podían devorarse a gusto, en lo hondo de aquella habitación húmeda, de aquella especie de sepulcro que la lámpara iluminaba con amarillento resplandor. En aquel silencio y aquel ambiente tranquilo, sus voces sonaban con desgarradora sequedad. No lo dejaban hasta que los rendía el cansancio; sólo entonces podían disfrutar de unas cuantas horas de descanso. Sus peleas se convirtieron en algo parecido a una necesidad, un medio de lograr el sueño entumeciéndose los nervios. La señora Raquin los escuchaba. Siempre estaba en su sillón, con las manos inertes sobre las rodillas, la cabeza erguida, la cara muda. Lo oía todo, y su carne muerta no tenía ni un estremecimiento. Clavaba los ojos en los asesinos con penetrante fijeza. Su martirio tenía que ser atroz. Supo así por lo menudo los hechos anteriores al asesinato de Camille; fue entrando poco a poco en las vergüenzas y las fechorías de aquellos a quienes había llamado queridos hijos. Las peleas del matrimonio la pusieron al tanto de las mínimas circunstancias; expusieron, uno a uno, ante su aterrada mente, los episodios de la espantosa aventura. A medida que se iba hundiendo más y más en aquel ensangrentado cieno, pedía gracia, creía haber llegado al fondo de la infamia, pero tenía que seguir bajando. Cada noche se enteraba de un detalle nuevo. La horrible historia crecía ante ella; le parecía que estaba perdida en un sueño de terror que no tenía fin. La primera confesión había sido brutal y aniquiladora; pero padecía más con aquellos reiterados golpes, con aquellos hechos menudos que se le escapaban al matrimonio en medio de sus arrebatos y aportaban al crimen siniestras claridades. A aquella madre le referían a diario el asesinato de su hijo y, día a día, el relato se tornaba más espantoso, más detallado, y se lo voceaban en los oídos con más crueldad y más fuerza. Thérèse, a veces, sentía remordimientos ante aquella máscara macilenta por la que corrían los lagrimones despacio. Instaba a Laurent con la mirada a que callase, mostrándole a su tía. —¡Qué más da! —gritaba éste brutalmente—. Bien sabes que no puede denunciarnos... ¿Acaso soy yo más feliz que ella?... Tenemos su dinero, para qué voy a andarme con miramientos. Y la pelea seguía, acerba, ruidosa, volviendo a matar a Camille. Ni Thérèse ni Laurent se atrevían a ceder a la compasiva idea que se les ocurría a veces de encerrar a la paralítica en su cuarto cuando discutían, para ahorrarle así el relato del crimen. Temían matarse a golpes si no interponían entre ellos aquel cadáver que vivía a medias. Su compasión cejaba ante su cobardía; imponían a la señora Raquin indecibles sufrimientos porque precisaban su presencia para protegerse de sus alucinaciones. Todos sus altercados se parecían y los conducían a las mismas acusaciones. No bien pronunciaban el nombre de Camille, no bien acusaba uno de ellos al otro de haber matado a aquel hombre, el enfrentamiento era espantoso. Una noche, durante la cena, a Laurent, que andaba buscando un pretexto para enfadarse, le pareció que el agua de la jarra estaba caliente. Afirmó que el agua caliente le daba arcadas y que quería agua fresca. —No he podido conseguir hielo —respondió, muy seca, Thérèse. —Está bien. Pues no beberé —siguió diciendo Laurent. —Este agua está perfectamente. —Está caliente y sabe a barro. Parece agua de río. Thérèse repitió: —Agua de río... Y rompió a sollozar. Acababa de relacionar dos ideas. —¿Por qué lloras? —preguntó Laurent, que preveía la respuesta y se estaba poniendo pálido. —Lloro... —sollozó la joven—, lloro porque... bien lo sabes... ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Tú lo mataste. —¡Mientes! —gritó con vehemencia el asesino—. Reconoce que mientes... Si lo tiré al Sena, fue porque tú me empujaste a ese crimen. —¿Yo? ¿Yo? —¡Sí, tú!... No te hagas de nuevas, no me obligues a hacerte confesar la verdad a la fuerza. Necesito que admitas tu culpa, que aceptes la parte que te toca en el asesinato. Porque eso me tranquiliza y me alivia. —Pero si no fui yo quien ahogó a Camille. —Sí, y mil veces sí. ¡Fuiste tú!... ¡Ya! Haces como que te asombras, como que se te ha olvidado. Espera, que te voy yo a refrescar la memoria. Se levantó de la mesa, se inclinó hacia la joven y, con el rostro encendido, le gritó a la cara: —Estabas a la orilla del río, ¿te acuerdas y yo te dije por lo bajo: «Voy a tirarlo al agua». Y tú aceptaste y te subiste a la barca... Ya ves que lo mataste conmigo. —No es cierto... Estaba loca, ya no sé qué hice, pero nunca quise matarlo. El crimen lo cometiste tú solo. Aquellas negativas eran una tortura para Laurent. Como bien decía, el pensamiento de contar con un cómplice lo aliviaba; si se hubiese atrevido, habría intentado probarse a sí mismo que todo el horror del crimen recaía en Thérèse. Le entraban ganas de pegar a la joven para obligarla a confesar que la mayor culpa era de ella. Empezó a pasear arriba y abajo, dando voces, delirando; la mirada fija de la señora Raquin lo seguía. —¡Ay, qué miserable, qué miserable! —balbucía con voz ahogada—. Quiere volverme loco... ¿Cómo? ¿Acaso no subiste una noche a mi cuarto, como una prostituta? ¿No me embriagaste con tus caricias para que me decidiese a librarte de tu marido? Que te desagradaba, que olía a niño enfermo, me decías cuando venía a verte aquí... ¿Pensaba yo, hace tres años, en que me iba a pasar algo así? ¿Era yo un bribón? Vivía tan tranquilo, como un hombre de bien; no le hacía daño a nadie. No habría matado ni una mosca. —Tú mataste a Camille —repitió Thérèse, con esa desesperada obstinación que hacía que Laurent perdiese la cabeza. —No, fuiste tú, te digo que fuiste tú... —reiteró él con terribles voces—. Mira, no me exasperes, que esto podría acabar muy mal... ¡Cómo, desdichada! ¿Es que no lo recuerdas? Te entregaste a mí como una cualquiera, ahí, en el dormitorio de tu marido, y me diste a conocer placeres que me volvieron loco. Confiesa que lo tenías todo calculado, que odiabas a Camille y hacía mucho que querías matarlo. No cabe duda de que me tomaste como amante para que tuviésemos un encontronazo y él pereciese. —No es cierto... Eso que dices es una monstruosidad... No tienes derecho a reprocharme mi debilidad. Yo también puedo decir, igual que tú, que antes de conocerte era una mujer honrada que nunca le había hecho daño a nadie. Si te volví loco, tú me volviste más loca aún a mí. No discutamos, ¿me oyes, Laurent?... Podría reprocharte demasiadas cosas. —¿Y qué ibas a poder reprocharme tú? —No, nada... No me salvaste de mí misma, sino que te aprovechaste de mi desamparo, te complaciste en hacer de mi vida una calamidad... Te lo perdono todo... Pero hazme la gracia de no acusarme de haber matado a Camille. Quédate con tu crimen para ti solo, no intentes asustarme más. Laurent alzó la mano para golpear a Thérèse en la cara. —Pégame, lo prefiero —dijo ella—. Sufriré menos. Y le presentó el rostro. Laurent se contuvo, cogió una silla y se sentó junto a la joven. —Oye —dijo con una voz que se esforzaba en calmar—, es una cobardía que no admitas tu parte del crimen. Sabes muy bien que lo cometimos juntos, sabes que eres tan culpable como yo. ¿Por qué quieres hacer mi carga más pesada al afirmar que eres inocente? Si fueras inocente, no habrías accedido a casarte conmigo. ¿Te acuerdas de los dos años que siguieron al asesinato? ¿Quieres que hagamos una prueba? Voy a ir a contárselo todo al fiscal. Y ya verás si no nos condenan a los dos. Se estremecieron. Y Thérèse siguió diciendo: —Los hombres me condenarían quizá, pero Camille sabe perfectamente que todo lo hiciste tú... No me atormenta por la noche, como te atormenta a ti. —A mí Camille me deja en paz —dijo Laurent, pálido y trémulo—. Quien lo ve en sus pesadillas eres tú. Te he oído gritar. —No digas eso —exclamó la joven, airada—. No he gritado, no quiero provocar al espectro. ¡Ah, ya lo entiendo! Estás intentado desviarlo de ti... ¡Soy inocente, soy inocente! Se miraron aterrados, rendidos, temerosos de haber convocado el cadáver del ahogado. Así acababan siempre sus peleas. Afirmaban su inocencia, intentaban engañarse a sí mismos para ahuyentar los malos sueños. Sus continuos esfuerzos pretendían rechazar por turno la responsabilidad del crimen, defenderse como ante un tribunal, achacando al otro los cargos más graves. Lo más singular era que no conseguían creerse sus juramentos, que recordaban ambos a la perfección las circunstancias del asesinato. Leían la confesión en los ojos del otro, mientras sus labios lo desmentían. Eran mentiras pueriles, aseveraciones ridículas, la pelea, compuesta sólo de palabras, de dos infelices que mentían por mentir, sin poder ocultarse mutuamente que mentían. Desempeñaban sucesivamente el papel de acusador y, aunque el juicio al que se sometían uno a otro nunca había llegado a resultado alguno, volvían a iniciarlo todas las noches con cruel encarnizamiento. Sabían que no podrían probar nada, que no conseguirían borrar el pasado, pero intentaban siempre esa labor, volvían continuamente a la carga, espoleados por el dolor y el miedo, vencidos de antemano por la abrumadora realidad. La ventaja más clara que obtenían de sus enfrentamientos era aquella tempestad de palabras cuyo escándalo los aturdía por un rato. Y mientras duraban sus arrebatos, mientras se acusaban, la paralítica no apartaba la vista de ellos. Un ardiente gozo le brillaba en los ojos cuando Laurent alzaba la manaza sobre la cabeza de Thérèse. CAPÍTULO XXIX Llegó una nueva etapa. Thérèse, a quien el miedo había llevado al límite de sus fuerzas, al no saber ya dónde hallar un pensamiento que la consolase, empezó a llorar a Camille delante de Laurent. Sufrió un repentino hundimiento. Sus nervios, demasiado tensos, cedieron; su temple seco y violento se aflojó. Ya había tenido algunos enternecimientos así en los primeros días de matrimonio. Y esos enternecimientos volvieron, como una reacción necesaria y fatal. Tras luchar la joven con toda su energía nerviosa contra el espectro de Camille, tras vivir varios meses en una sorda irritación, rebelada contra sus padecimientos, pretendiendo remediarlos sin más firmeza que la que en ella había, sintió súbitamente un cansancio tal, que cedió y admitió la derrota. Volvió entonces a ser una mujer, e incluso una niña, sin fuerza ya para mostrar rigidez, para aguantar a pie firme, febrilmente, ante sus espantos. Y cayó en la compasión, en las lágrimas y los arrepentimientos, esperando hallar en ello algún alivio. Intentó sacar partido de aquellas debilidades de la carne y el pensamiento que se apoderaban de ella; quizá el ahogado, que no se había doblegado ante sus enfados, se doblegaría ante su llanto. Tuvo así remordimientos calculados, diciéndose que debía de ser el medio mejor para apaciguar y contentar a Camille. Como algunas devotas, que piensan que engañan a Dios y pueden arrancarle el perdón orando de labios afuera y adoptando la humilde actitud de la penitencia, Thérèse se humilló, se dio golpes de pecho, halló palabras de arrepentimiento, aunque sin tener en lo hondo del corazón más que temor y cobardía. Por lo demás, sentía algo así como un placer físico al ceder, al sentirse floja y quebrantada, al brindarse al dolor sin resistencia. Abrumó a la señora Raquin con su lacrimógena desesperación. Usó de la paralítica a diario; le hacía ésta las veces, por decirlo de alguna manera, de reclinatorio, de mueble ante el que podía, sin temor, confesar sus faltas y pedir perdón. En cuanto sentía necesidad de llorar, de distraerse sollozando, se arrodillaba ante la inválida y allí gritaba, se atragantaba, interpretaba ella sola una escena de remordimiento que la aliviaba al tiempo que la debilitaba. —Soy una miserable —balbucía—; no merezco indulgencia. La engañé a usted; llevé a su hijo a la muerte. Nunca me perdonará... Y, sin embargo, si pudiera ver en mi interior los remordimientos que me destrozan, si supiera cuánto sufro, quizá se compadecería... No, no debe haber compasión para mí. Querría morirme así, a los pies de usted, aniquilada de dolor y vergüenza. Hablaba de esta forma durante horas, pasando de la desesperación a la esperanza, condenándose para perdonarse después; ponía voz de niña enferma, tan pronto entrecortada como quejumbrosa; se tendía en los baldosines, como aplastada, para enderezarse luego, obedeciendo a cuantas ideas de humildad y orgullo, de arrepentimiento y rebeldía se le iban ocurriendo. A veces, llegaba incluso a olvidar que estaba arrodillada ante la señora Raquin y proseguía su monólogo en el sueño. Cuando se había aturdido por completo con sus propias palabras, se incorporaba, titubeante, atontada, y bajaba a la tienda, calmada, no temiendo ya estallar en sollozos nerviosos en presencia de las clientes. Cuando se adueñaba de ella una nueva necesidad de remordimientos, se apresuraba a subir de nuevo y volver a arrodillarse a los pies de la inválida. Y la escena se repetía diez veces al día. A Thérèse no se le ocurría nunca pensar que sus lágrimas y sus muestras de arrepentimiento no podían por menos de someter a su tía a indecibles angustias. Lo cierto era que, si alguien hubiera querido idear un suplicio para torturar a la señora Raquin, no habría podido hallar ninguno más espantoso que aquella comedia del remordimiento que interpretaba su sobrina. La paralítica adivinaba el egoísmo oculto tras aquellas efusiones de dolor. Sufría terriblemente con aquellos largos monólogos que no le quedaba más remedio que soportar a cada momento y le hacían presente continuamente el asesinato de Camille. No podía perdonar, se recluía en un pensamiento implacable de venganza que su invalidez tornaba más acuciante, y tenía que estar todo el día oyendo peticiones de perdón, ruegos humildes y cobardes. Habría querido contestar; algunas frases de su sobrina le ponían en la garganta aplastantes negativas, pero tenía que seguir muda y dejar que Thérèse abogase por sí sin interrumpirla nunca. La imposibilidad en que se hallaba de gritar y de taparse los oídos la colmaban de un indecible tormento. Y, una tras otra, las palabras de la joven se le iban metiendo en la cabeza, lentas y quejumbrosas, como un canto irritante. Creyó por un momento que los asesinos le infligían aquella clase de suplicio movidos por una diabólica idea de crueldad. Su único medio de defensa era cerrar los ojos en cuanto su sobrina se arrodillaba ante ella; la oía, pero, al menos, no la veía. Thérèse acabó por envalentonarse hasta atreverse a besar a su tía. Un día, durante un ataque de arrepentimiento, fingió que había sorprendido en los ojos de la paralítica un pensamiento misericordioso; se arrastró, de rodillas, y se alzó, gritando con voz desatentada: «¡Me perdona! ¡Me perdona!». Besó, luego, la frente y las mejillas de la pobre anciana, que no pudo echar hacia atrás la cabeza. La carne fría en la que posó Thérèse los labios le causó una profunda repugnancia. Pensó que esa repugnancia sería, al igual que las lágrimas y los remordimientos, un medio excelente de calmar los nervios; siguió besando á diario a la inválida, como penitencia y para hallar alivio. —¡Ay, qué buena es usted! —exclamaba a veces—. Bien veo que mis lágrimas la han conmovido... Sus miradas están llenas de compasión... Estoy salvada... Y la abrumaba a caricias, le apoyaba la cabeza en las rodillas, le besaba las manos, le sonreía con dicha, la atendía con muestras de apasionado afecto. Al cabo de cierto tiempo, creyó que la comedia era realidad, imaginó que había conseguido el perdón de la señora Raquin. Y no le habló ya más que de cuán feliz se sentía al contar con su clemencia. Aquello fue demasiado para la impedida. A punto estuvo de morirse. Cuando la besaba su sobrina, notaba la misma sensación agria de repugnancia y rabia que la embargaba mañana y tarde cuando Laurent la tomaba en brazos para levantarla o acostarla. No le quedaba más remedio que tolerar las inmundas caricias de la miserable que había traicionado y matado a su hijo; ni siquiera podía limpiarse con la mano los besos que le ponía aquella mujer en las mejillas. Durante largas horas, notaba cómo la abrasaban aquellos besos. Fue convirtiéndose así en la muñeca de los asesinos de Camille, una muñeca a la que vestían, a la que daban la vuelta a derecha e izquierda, a la que utilizaban según sus necesidades y caprichos. Se hallaba inerte entre sus manos, como si sólo hubiese tenido serrín en las entrañas; y, no obstante, sus entrañas estaban vivas, y se sublevaban y desgarraban al menor contacto de Thérèse o de Laurent. Lo que más la exasperaba era la burla atroz de la joven, que pretendía leerle en la mirada pensamientos misericordiosos, siendo así que lo que habrían querido aquellas miradas suyas hubiera sido fulminar a la asesina. Hizo con frecuencia supremos esfuerzos para lanzar un grito de protesta, puso en sus ojos todo el odio que sentía. Pero Thérèse, a quien le convenía repetirse veinte veces al día que estaba perdonada, acrecentó sus caricias y no quiso intuir nada. La paralítica tuvo que aceptar unos agradecimientos y unas efusiones que rechazaba su corazón. Vivió, a partir de entonces, colmada de una irritación amarga e impotente, frente a su sobrina, ablandada, que ideaba deliciosas muestras de ternura para recompensar a su tía de lo que había dado en llamar su celestial bondad. Cuando Laurent estaba presente y su mujer se arrodillaba delante de la señora Raquin, la hacía incorporarse con brutalidad. —Ya está bien de comedias —le decía—. ¿Acaso lloro yo? ¿Acaso me prosterno yo?... Haces todas esas cosas para alterarme. Los remordimientos de Thérèse le causaban una singular congoja. Sufría más desde que su cómplice rondaba con los ojos enrojecidos por las lágrimas y los labios suplicantes. Ver aquel arrepentimiento viviente doblaba sus espantos, hacía crecer su malestar. Era como un perpetuo reproche que anduviera por la casa. Temía, además, que el arrepentimiento impulsara a su mujer un buen día a contarlo todo. Habría preferido que siguiera rígida y amenazadora, defendiéndose acerbamente de sus acusaciones. Pero Thérèse había cambiado de táctica; ahora reconocía de buen grado la parte que había tomado en el crimen, se acusaba a sí misma, se tornaba blanda y medrosa, y se apoyaba en todo ello para implorar la redención con ardorosos arrebatos de humildad. Aquel comportamiento irritaba a Laurent. Sus peleas eran cada noche más abrumadoras y siniestras. —Mira —le decía Thérèse a su marido—, somos unos grandísimos culpables; tenemos que arrepentirnos si queremos gozar de alguna paz... Fíjate, desde que lloro estoy más tranquila. Haz como yo. Digamos juntos que estamos padeciendo el justo castigo por haber cometido un horrendo crimen. —¡Bah! —contestaba Laurent con brusquedad—. Tú di lo que quieras. Bien sé que eres endiabladamente hábil e hipócrita. Llora, si eso te entretiene. Pero te ruego que no me des la lata con tus lágrimas. —¡Pero qué malvado eres! Te niegas al remordimiento. Y, sin embargo, eres cobarde. Cogiste a Camille a traición. —¿Quieres decir que soy el único culpable? —No, no digo eso. Soy culpable, más culpable que tú. Habría debido salvar a mi marido de tus manos. Ay, bien sé todo el horror de mi culpa, pero intento obtener el perdón, y lo conseguiré, Laurent, mientras que tú seguirás llevando una vida desconsolada... Ni siquiera tienes el coraje de ahorrarle a mi pobre tía el espectáculo de tus infames enojos; y nunca le has dicho ni una palabra de arrepentimiento. Y besaba a la señora Raquin, que cerraba los ojos. Daba vueltas a su alrededor, subiéndole la almohada que le sostenía la cabeza, prodigándole mil ternezas. Laurent se exasperaba. —¡Déjala ya! —voceaba—. ¿No te das cuenta de que le resulta odioso verte y soportar tus cuidados? Si pudiera levantar la mano, te abofetearía. Las palabras lentas y quejumbrosas de su mujer, sus actitudes resignadas, iban llevando gradualmente a Laurent a unas iras ciegas. Se daba perfecta cuenta de cuál era su táctica; quería dejar de hacer causa común con él, colocarse aparte, sumida en su arrepentimiento, para sustraerse al abrazo del ahogado. Se decía a veces que quizá había tomado Thérèse el camino correcto, que las lágrimas la curarían de los espantos, y temblaba al pensar en la posibilidad de sufrir él solo, de tener miedo él solo. Habría querido arrepentirse también, interpretar, al menos, la comedia de los remordimientos, por ver qué pasaba; pero no podía dar con los sollozos y las palabras necesarias, tornaba a la violencia, azuzaba a Thérèse para irritarla y hacer que volviese con él a la locura absoluta. La joven tenía buen cuidado de no salir de su inercia, de responder con lacrimógenos sometimientos a los gritos de enojo de Laurent, de mostrarse tanto más humilde y arrepentida cuanto más rudo se mostraba él. Laurent iba encrespándose así hasta la rabia. Para llevar al colmo su irritación, Thérèse acababa siempre haciendo el panegírico de Camille, exponiendo las virtudes de la víctima. —Era bueno —decía—, y muy crueles tuvimos que ser para ensañarnos con ese gran corazón que nunca tuvo un mal pensamiento. —Era bueno, sí, ya... —decía Laurent con sarcástica risa—; lo que quieres decir es que era tonto, ¿verdad?... ¿Es que ya se te ha olvidado? Decías que cualquier palabra suya te irritaba, que no podía abrir la boca sin soltar una sandez. —No te burles... Sólo te faltaba insultar al hombre al que asesinaste... No sabes nada del corazón de las mujeres, Laurent; Camille me quería, y yo lo quería a él. —Sí, claro, lo querías, no está mal el invento... Debe de ser porque querías a tu marido por lo que me tomaste por amante... Recuerdo el día en que te frotabas contra mi pecho diciéndome que Camille te daba asco cuando hundías los dedos en su carne como si fuera arcilla... Si ya sé por qué me quisiste a mí. Necesitabas unos brazos bastante más vigorosos que los de ese pobre diablo. —Lo quería como una hermana. Era el hijo de mi bienhechora, tenía todos los detalles delicados de las naturalezas débiles; era noble y generoso, cariñoso y servicial... ¡Y lo hemos matado, Dios mío, Dios mío! Lloraba, se privaba. La señora Raquin le lanzaba miradas punzantes, indignada al oír las alabanzas de Camille en boca tal. Laurent, impotente ante aquella inundación de lágrimas, caminaba con paso febril, buscando algún medio supremo para reprimir los remordimientos de Thérèse. Todo lo bueno que oía decir de su víctima acababa por producirle una dolorosa ansiedad; a veces, caía en la red del desgarrado acento de su mujer y creía de verdad en las virtudes de Camille, con lo que crecían sus espantos. Pero lo que lo sacaba de sus casillas, lo que lo abocaba a acciones violentas, era el paralelismo que la viuda del ahogado no dejaba nunca de trazar entre su primer marido y el segundo, dándole toda la ventaja al primero. —Pues sí —exclamaba—, era mejor que tú; preferiría que aún estuviera vivo y estuvieras tú metido bajo tierra, en vez de él. Laurent empezaba por encogerse de hombros. —Por mucho que digas —añadía ella, cada vez más exaltada—, es posible que no lo quisiera cuando estaba vivo, pero ahora me acuerdo y lo quiero... Lo quiero y a ti te odio, ¿sabes? Tú eres un asesino... —¿Callarás? —vociferaba Laurent. —Y él es una víctima, un hombre honrado al que mató un bribón. No, no te tengo miedo... Sabes muy bien que eres un miserable, un hombre brutal, sin corazón y sin alma. ¿Cómo te voy a querer ahora que te cubre la sangre de Camille?... ¡Camille era tan tierno conmigo! Y yo te mataría, ¿me oyes?, si eso pudiera resucitar a Camille y devolverme su amor. —¿Callarás, miserable? —¿Por qué iba a callarme? Digo la verdad. Compraría el perdón pagándolo con tu sangre. ¡Ay, cuánto lloro y cuánto sufro! ¡Yo tengo la culpa de que este malhechor matase a mi marido! Tendré que ir una noche a besar la tierra en que descansa. Ésos serán mis últimos placeres. Laurent, ebrio de rabia ante los atroces cuadros que Thérèse le ponía ante la vista, se abalanzaba sobre ella, la tiraba al suelo y le ponía una rodilla encima, alzando el puño. —Sí —decía ella—; pégame, mátame... Nunca me levantó la mano Camille, pero tú eres un monstruo. Y Laurent, al azuzarlo tales palabras, la zarandeaba con rabia, la golpeaba, le mortificaba el cuerpo con el puño cerrado. En dos ocasiones, estuvo a punto de estrangularla. Thérèse cedía bajo los golpes; sentía una acerba voluptuosidad cuando le pegaba; lo consentía, se brindaba, provocaba a su marido para que la maltratase más. Era éste otro remedio contra los sufrimientos de su vida; dormía mejor por la noche si antes la habían zurrado bien. La señora Raquin gozaba con doloroso deleite cuando Laurent arrastraba por los baldosines a su sobrina, castigándole el cuerpo a patadas. La existencia del asesino era espantosa desde el día en que a Thérèse se le había ocurrido el infernal invento de sentir remordimiento y llorar a voces a Camille. A partir de entonces, el infeliz vivió continuamente con su víctima, tenía que oír cómo su mujer, a todas horas, elogiaba y echaba de menos a su primer marido. Cualquier circunstancia era un pretexto: Camille hacía esto, Camille hacía lo otro. Camille tenía tal virtud, Camille quería de tal manera. Siempre Camille, siempre frases compungidas que lloraban la muerte de Camille. Thérèse ponía toda su perversidad en hacer aún más cruel aquella tortura a la que sometía a Laurent para salvaguardarse ella. Entró en los detalles más íntimos, refirió las mil naderías de su juventud con suspiros de añoranza y mezcló así el recuerdo del ahogado con todos y cada uno de los acontecimientos de la vida cotidiana. El cadáver rondaba ya antes la casa, pero ahora entró en ella abiertamente. Se sentó en las sillas y a la mesa, se tendió en la cama, usó los muebles y los objetos que había por allí. Laurent no podía tocar un tenedor, un cepillo o cualquier otra cosa sin que Thérèse le recalcase que Camille la había tocado antes que él. Tropezando continuamente con el hombre al que había matado, el asesino acabó por notar una peculiar sensación que a punto estuvo de hacerlo enloquecer; a fuerza de ver cómo lo comparaban con Camille y de utilizar los objetos que antes había utilizado Camille, se imaginó que era Camille, que se identificaba con su víctima. Le estallaba la cabeza y se abalanzaba entonces sobre su mujer para hacerla callar, para no seguir oyendo aquellas palabras que lo llevaban al delirio. Todas sus peleas acababan con golpes. CAPÍTULO XXX Llegó un momento en que a la señora Raquin, para librarse de los sufrimientos que padecía, se le ocurrió la idea de dejarse morir de hambre. Había agotado su coraje y no podía soportar ya por más tiempo el martirio que le imponía la presencia continua de los asesinos; soñaba con hallar en la muerte un supremo alivio. Cada día eran mayores sus angustias cuando la besaba Thérèse, cuando Laurent la tomaba en brazos y la llevaba como a un niño. Decidió que se libraría de esas caricias y de esos abrazos que le causaban una espantosa repugnancia. Puesto que no tenía ya vida bastante para vengar a su hijo, prefería morir del todo y no dejar entre las manos de los asesinos más que un cadáver que no sintiese nada y con el que pudiesen hacer lo que les viniera en gana. Estuvo dos días rechazando todo alimento, empeñando sus últimas fuerzas en apretar los clientes, escupiendo lo que conseguían meterle en la boca. Thérèse estaba desesperada; se preguntaba al pie de qué hito iría a llorar y a arrepentirse cuando faltase su tía. Le espetó interminables sermones para demostrarle que tenía que vivir, lloró, llegó incluso a enfadarse, volviendo a sus antiguas furias, separándole las mandíbulas a la paralítica como se abren las de un animal que se resiste. La señora Raquin no cejaba. Era un combate odioso. Laurent seguía neutral e indiferente por completo. Lo asombraba el rabioso empeño que ponía Thérèse en impedir el suicidio de la inválida. Ahora que la presencia de la anciana no les valía ya para nada, deseaba que muriera. No la habría matado, pero, puesto que deseaba morir, no veía la necesidad de negarle los medios para ello. —¡Pero déjala! —le gritaba a su mujer—. Eso que nos quitamos de encima... A lo mejor somos más felices cuando ella no esté. Aquella frase, que Laurent repitió en varias ocasiones delante de ella, causó una singular emoción a la señora Raquin. Temió que la esperanza de Laurent se cumpliese y que, tras su muerte, el matrimonio disfrutase de horas apacibles y felices. Se dijo que era una cobardía morir, que no tenía derecho a irse antes de haber presenciado el desenlace de la siniestra aventura. Sólo entonces podría bajar a la oscuridad, para decirle a Camille: «Ya estás vengado». La idea del suicidio le resultó penosa cuando pensó, de pronto, en la ignorancia que se llevaría consigo a la tumba; allí, en el frío y el silencio de la tierra, dormiría con el eterno tormento de no saber si sus verdugos habían recibido el castigo. Para dormir a gusto el sueño de la muerte, tenía que adormecerse con la dolorosa alegría de la venganza, tenía que llevarse consigo un sueño de odio saciado, un sueño que pudiese soñar por toda la eternidad. Aceptó los alimentos que le ofrecía su sobrina, consintió en seguir viviendo. Se daba, por lo demás, perfecta cuenta de que el desenlace no podía ya tardar mucho. La situación era cada día más tensa e insostenible entre marido y mujer. Era inminente el estallido que debía dar al traste con todo. Thérèse y Laurent se enfrentaban a todas horas, cada vez más amenazadores. Estar juntos ya no los hacía padecer sólo por las noches; pasaban el día entero entre ansiedades y desgarradoras crisis. Todo se les tornaba miedo y sufrimiento. Vivían en un infierno, hiriéndose, convirtiendo en amargo y cruel cuanto hacían y decían, pretendiendo arrojarse mutuamente al abismo que intuían bajo sus pies, y cayendo en él al tiempo. Cierto es que ambos habían pensado en separarse. Habían soñado, cada cual por su cuenta, con huir, con ir a disfrutar de un poco de paz lejos de aquel pasadizo de Le Pont-Neuf cuya humedad y mugre parecían pensadas para su desconsolada existencia. Pero no se atrevían, no podían escapar. Les parecía inconcebible no destrozarse mutuamente, no quedarse en donde estaban para padecer y que el otro padeciera. Tenían el empecinamiento del odio y la crueldad. Los desviaba y los sujetaba a la vez algo parecido a la repulsión y la atracción; tenían esa peculiar sensación de dos personas que, tras haber discutido, desean separarse, pero, no obstante, vuelven continuamente a la carga para seguir insultándose a voces. Había, además, obstáculos materiales que les impedían huir; no sabían ni qué hacer con la inválida ni qué decir a los invitados de los jueves. Si salían huyendo, era posible que sospechasen algo; Thérèse y Laurent imaginaban entonces que los perseguían, que los guillotinaban. Y no se iban por cobardía; se quedaban e iban a rastras, miserablemente, por el horror de sus existencias. Cuando, por la mañana y por la tarde, no estaba Laurent, Thérèse iba del comedor a la tienda, ansiosa y alterada, no sabiendo cómo llenar el vacío que cada día ahondaba más en ella. Cuando no estaba llorando a los pies de la señora Raquin o no estaba pegándole e insultándola su marido, se sentía desocupada. En cuanto se veía sola en la tienda, la invadía el abatimiento, miraba con expresión alelada a la gente que iba por el pasadizo sucio y negro, le entraba una tristeza de muerte en lo hondo de aquella sepultura que apestaba a cementerio. Acabó por rogarle a Suzanne que viniese a hacerle compañía días enteros, con la esperanza de que la presencia de aquella humilde criatura, dulce y pálida, la tranquilizaría. Suzanne aceptó con alegría el ofrecimiento; seguía apegada a Thérèse con algo así como una respetuosa amistad; llevaba tiempo con ganas de acudir a la tienda y trabajar con ella mientras Olivier estaba en la oficina. Trajo su labor de bordado y ocupó, tras el mostrador, el sitio vacío de la señora Raquin. A partir de ese día, Thérèse se olvidó un poco de su tía. Subió menos veces a llorar en el regazo de ésta y besar su rostro muerto. Tenía otra ocupación. Se esforzaba por escuchar con interés la pausada charla de Suzanne, que hablaba de su casa, de las trivialidades de su vida monótona. Ello la obligaba a salir de sí misma. A veces se sorprendía interesándose por bobadas, cosa que le arrancaba luego una sonrisa amarga. Poco a poco, se fue quedando sin todas las parroquianas. Desde que su tía yacía en su sillón, en el piso de arriba, no le importaba que la tienda se fuera pudriendo, dejaba que el polvo y la humedad fueran apoderándose de la mercancía. Rondaban por el local olores de moho, las arañas bajaban del techo, el entarimado estaba casi siempre sin barrer. Por lo demás, lo que ahuyentó sobre todo a las clientes fue la curiosa forma en que Thérèse las recibía a veces. Cuando le estaba dando una paliza Laurent en el piso de arriba o se había adueñado de ella un ataque de pánico, si la campanilla de la puerta de la tienda sonaba imperativamente, tenía que bajar sin tomarse apenas el tiempo ni de recogerse el pelo ni de secarse las lágrimas; atendía entonces con brusquedad a la cliente que la estaba esperando; a veces, incluso, se ahorraba el trabajo de tener que despachar y contestaba, desde la parte de arriba de la escalera, que ya no trabajaba el artículo que le estaban pidiendo. Aquel comportamiento tan poco alentador no era el más adecuado para que la gente volviese. Las jóvenes operarias del barrio, acostumbradas a la dulzona amabilidad de la señora Raquin, dejaron de entrar al ver las rudezas y las miradas dementes de Thérèse. Cuando ésta hizo que Suzanne viniese a hacerle compañía, la deserción fue completa: las dos jóvenes, para que no interrumpiesen su charla, se las apañaron para despedir a las últimas compradoras que aún venían. A partir de ese momento, el comercio de mercería dejó de aportar ni un céntimo para las necesidades de la casa; fue menester empezar a gastarse los cuarenta mil y pico francos del capital. A veces, Thérèse salía y se pasaba fuera toda la tarde. Nadie sabía adónde iba. No cabía duda de que había hecho venir a Suzanne no sólo para tener quien la acompañase, sino también para cuidar la tienda mientras ella no estaba. Por la noche, cuando volvía, rendida, con las ojeras negras de agotamiento, encontraba a la mujercita de Olivier detrás del mostrador, apoltronada, sonriendo con sonrisa desvaída, en la misma postura en que la había dejado cinco horas antes. Unos cinco meses después de su boda, Thérèse tuvo un gran susto. Supo con seguridad que estaba embarazada. La idea de tener un hijo de Laurent le parecía monstruosa sin saber por qué. Sentía el impreciso temor de parir un ahogado. Le parecía sentir en las entrañas el frío de un cadáver desbaratado y reblandecido. Quiso librarse a toda costa de aquel niño que la atería y no podía seguir llevando en el vientre. No le dijo nada a su marido y, un día, tras haberlo provocado cruelmente, cuando alzaba él la pierna para darle una patada, adelantó el vientre. Dejó que la golpease de esta forma hasta darla casi por muerta. Al día siguiente, tuvo un aborto. Por su parte, Laurent llevaba una vida horrorosa. Los días le parecían insoportablemente largos; todos traían consigo las mismas angustias, los mismos y abrumadores tedios, que lo agobiaban siempre a la misma hora, con monotonía y regularidad aplastantes. Iba a rastras por la existencia, espantándose cada noche con el recuerdo del día transcurrido y la espera del siguiente. Sabía que, en adelante, todos los días de su vida iban a ser iguales, que todos le traerían sufrimientos parejos. Y veía las semanas, los meses, los años que lo esperaban, sombríos e implacables, acudiendo en fila, viniéndosele encima y asfixiándolo poco a poco. Cuando no hay esperanza para el futuro, el presente se tiñe de una infame amargura. Laurent no se rebelaba ya, se aflojaba, cedía al anonadamiento que le iba robando todo su ser. La ociosidad lo mataba. Salía de casa, desde por la mañana, sin saber adónde ir, asqueado al pensar en hacer lo mismo que la víspera y no quedándole más remedio que volverlo a hacer. Iba a su estudio por hábito, por manía. Aquel cuarto de paredes grises, desde donde no se veía sino un trozo de cielo cuadrado y desierto, lo colmaba de taciturna tristeza. Se repantingaba en el sofá, con los brazos colgando y el pensamiento torpe. No se atrevía ya, por lo demás, a tocar un pincel. Había hecho más intentos y, en todas las ocasiones, la cara de Camille había empezado a reír con sarcasmo en el lienzo. Para no caer por la pendiente de la locura, acabó por dejar tirada la caja de óleos en un rincón y obligarse a la más absoluta pereza. Aquella pereza forzosa era para él un peso implacable. Por las tardes, se hacía angustiadas preguntas para saber en qué las iba a emplear. Se quedaba media hora en la acera de la calle Mazarine cavilando, vacilando acerca de a qué distracciones dedicarse. Descartaba la idea de volver a su estudio y adoptaba siempre la decisión de tomar por la calle de Guénégaud e ir a pasear luego por los muelles. Y hasta la noche caminaba sin desviarse, alelado, con escalofríos repentinos cuando miraba el Sena. Ya estuviera en su estudio, ya por la calle, su abatimiento era siempre igual. Al día siguiente, hacía otro tanto, pasaba la mañana en el sofá y rondaba por los muelles por la tarde. La situación duraba desde hacía meses y podía durar años. Laurent pensaba a veces que había matado a Camille para poder, luego, estar sin nada que hacer; y lo asombraba sobremanera, ahora que no tenía nada que hacer, estar pasando por tales padecimientos. Habría querido obligarse a ser feliz. Se demostraba a sí mismo que cometía un error al sufrir, que acababa de alcanzar la dicha suprema, que consiste en cruzarse de brazos, y que era un necio por no disfrutar en paz de esa dicha. Pero los hechos desbarataban sus razonamientos. No le quedaba más remedio que reconocer en su fuero interno que la ociosidad hacía que sus angustias fueran más crueles, pues le dejaba todas las horas de su vida para pensar en cuán desesperado estaba y ahondar en la incurable aspereza de esa desesperación. La pereza, esa existencia de animal irracional con la que había soñado, tal era su castigo. A ratos, ansiaba fervientemente una ocupación que lo arrancase a sus pensamientos. Luego consentía, volvía a ceder bajo el peso de la sorda fatalidad que le ataba los miembros para aplastarlo con mayor certeza. A decir verdad, sólo sentía algún alivio cuando pegaba a Thérèse por las noches, pues así salía de su entumecido dolor. Su padecimiento más agudo, padecimiento físico y moral, venía del mordisco que le había dado Camille en el cuello. Había momentos en que se imaginaba que esa cicatriz le cubría el cuerpo entero. Si por ventura olvidaba el pasado, su carne y su pensamiento recordaban el crimen con el ardoroso pinchazo que le parecía notar. No podía ponerse delante de un espejo sin presenciar el fenómeno que con tanta frecuencia había observado y siempre lo llenaba de espanto: la emoción que sentía hacía que la sangre le subiera al cuello y le enrojeciera la llaga, que empezaba a roerle la piel. Aquella suerte de herida que vivía en su cuerpo, despertándose, arrebolándose y mordiéndolo en cuanto se alteraba lo más mínimo, lo asustaba y lo atormentaba. Creía, a la postre, que los dientes del ahogado le habían clavado en ese lugar un animal que lo estaba devorando. Le parecía que la parte del cuello en que se hallaba la cicatriz no pertenecía ya a su cuerpo; era como una carne ajena que alguien hubiera pegado en ese lugar, como una carne muerta y envenenada que le pudría los músculos. Llevaba así consigo, dondequiera que fuese, el recuerdo vivo y voraz de su crimen. Cuando pegaba a Thérèse, ésta intentaba arañarlo en ese lugar; a veces le hincaba las uñas y le hacía dar alaridos de dolor. Solía fingir sollozos en cuanto veía el mordisco, para que a Laurent le resultase éste más insoportable. No tomaba más venganza de su brutal trato que la de martirizarlo valiéndose de ese mordisco. Más de una vez había sentido Laurent la tentación, cuando se afeitaba, de darse un tajo en el cuello para que desaparecieran las señales de los dientes del ahogado. Cuando, delante del espejo, alzaba la barbilla y veía la mácula roja bajo la espuma blanca del jabón, se adueñaban de él súbitos arrebatos de rabia y arrimaba con vehemencia la navaja para hundirla en plena carne. Pero el frío de la navaja en la piel lo hacía volver en sí siempre; le daba un vahído, tenía que sentarse y esperar a que su cobardía se calmase y le permitiese acabar de afeitarse. No salía, por las noches, de su embotamiento más que para caer en iras ciegas y pueriles. Cuando ya estaba cansado de pelearse con Thérèse y de pegarle, daba patadas en las paredes, como los niños, y buscaba algo que romper. Le servía de alivio. Odiaba muy especialmente al gato atigrado, François, que, en cuanto aparecía Laurent, iba a buscar refugio en el regazo de la inválida. Si Laurent no lo había matado aún era porque, en realidad, no se atrevía a cogerlo. El gato lo miraba con sus ojos grandes y redondos, de diabólica fijeza. Eran esos ojos siempre abiertos lo que exasperaba al joven; se preguntaba qué le querían esos ojos que no se apartaban de él; acababa por sentir auténtico espanto y tener imaginaciones absurdas. Cuando durante las comidas, o en cualquier otro momento, en medio de una pelea o de un prolongado silencio, veía de pronto, al volver la cabeza, los ojos de François, que lo miraba detenidamente con expresión insistente e implacable, se ponía pálido, perdía la cabeza, estaba en un tris de gritarle al gato: «i Eh, tú! Habla ya, dime de una vez qué quieres». Cuando podía pisarle una pata o el rabo, lo hacía con medroso gozo y, entonces, el maullido del infeliz animal lo llenaba de un impreciso terror, como si hubiera oído el grito de dolor de una persona. Laurent temía, literalmente, a François. Sobre todo desde que el gato vivía en el regazo de la inválida como en el seno de una fortaleza inexpugnable, desde donde podía con total impunidad clavar los ojos verdes en su enemigo, el asesino de Camille hallaba un remoto parecido entre aquel animal irritado y la paralítica. Se decía que el gato, al igual que la señora Raquin, estaba al tanto del crimen y lo denunciaría si llegaba algún día a poder hablar. Por fin, una noche, François miró a Laurent con tal fijeza que éste, en el colmo de la irritación, decidió que aquello no podía seguir así. Abrió de par en par la ventana del comedor y se acercó para coger al gato por la piel del pescuezo. La señora Raquin comprendió lo que iba a pasar y dos lagrimones le corrieron por las mejillas. El gato empezó a bufar y a ponerse tieso, intentando revolverse para morderle la mano a Laurent. Pero éste pudo más; le hizo dar dos o tres molinetes y luego lo lanzó, con toda la fuerza del brazo, contra el elevado muro negro de enfrente. François se aplastó contra la pared, se partió la espalda y cayó sobre la cristalera del pasadizo. Toda la noche estuvo el desdichado animal arrastrándose por el canalón, con el espinazo roto, lanzando roncos maullidos. Aquella noche, la señora Raquin lloró a François casi tanto como había llorado a Camille, y Thérèse tuvo un espantoso ataque de nervios. En la oscuridad, debajo de las ventanas, los quejidos del gato eran siniestros. No tardó Laurent en tener nuevas preocupaciones. Lo asustaron ciertos cambios que vio en el comportamiento de su mujer. Thérèse se volvió sombría y taciturna. Dejó de prodigar a la señora Raquin efusiones de arrepentimiento y besos agradecidos. Recobró para con la paralítica su expresión de fría crueldad e indiferencia egoísta. Habríase dicho que tras probar el remedio del remordimiento y, al no haber podido el remordimiento aliviarla, había buscado otro recurso. La tristeza le venía probablemente de la impotencia para apaciguar su vida. Miró a la inválida con algo parecido al desdén, como a algo inútil que ni siquiera valía ya para consolarla. No la atendió ya más que lo imprescindible para que no se muriese de hambre. A partir de ese momento, anduvo rondando por la casa muda y agobiada. Salía cada vez con mayor frecuencia, hasta cuatro y cinco veces por semana. Aquellos cambios sorprendieron y alarmaron a Laurent. Creyó que el remordimiento de Thérèse estaba tomando nueva forma y se manifestaba ahora en aquel hastío taciturno que le llamaba la atención y le pareció harto más preocupante que la charlatana desesperación con que lo agobiara en otro tiempo. Thérèse no decía ya nada, no buscaba rencillas, parecía guardárselo todo para sí. Laurent habría preferido oír cómo apuraba su sufrimiento que verla replegada sobre sí misma de esa forma. Tuvo miedo de que, un día, la ahogase la angustia y, para aliviarse, fuera a contárselo todo a un sacerdote o a un juez de instrucción. Las frecuentes salidas de Thérèse tomaron entonces para él un pavoroso sentido. Pensó que andaba buscando fuera un confidente, que estaba preparando su traición. Quiso seguirla en dos ocasiones y la perdió por las calles. Empezó a acecharla de nuevo. Se había apoderado de él una idea fija: Thérèse iba a revelárselo todo a alguien, movida por el sufrimiento, y él tenía que amordazarla, que detenerle la confesión en la garganta. CAPÍTULO XXXI Una mañana, Laurent, en vez de subir a su estudio, se aposentó en una taberna que estaba en una de las esquinas de la calle de Guénégaud, enfrente del pasadizo. Se puso desde allí a pasar revista a las personas que desembocaban en la acera de la calle Mazarine. Estaba acechando a Thérèse. La víspera, la joven había dicho que iba a salir temprano y que era muy probable que no regresase hasta por la noche. Laurent estuvo esperando media hora larga. Sabía que su mujer tiraba siempre por la calle Mazarine; por un momento, temió, no obstante, que se le hubiera escapado por la calle de Seine. Pensó en volver al pasadizo y esconderse en la galería de la propia casa. Cuando estaba ya perdiendo la paciencia, vio salir a Thérèse con paso rápido. Llevaba ropa de tonos claros y, por primera vez, Laurent se fijó en que iba vestida como una buscona, con un traje de larga cola; se contoneaba provocativamente por la acera, mirando a los hombres y recogiéndose tanto la falda por delante, agarrándola a puñados, que iba enseñando toda la parte delantera de las piernas, las botinas de cordones y las medias blancas. Fue calle Mazarine arriba. Laurent la siguió. Hacía bueno y la joven caminaba despacio, con la cabeza un poco echada hacia atrás y el pelo suelto. Los hombres que la habían visto de frente se volvían para mirarla por la espalda. Se metió por la calle de L'École-de-Médecine. Laurent se quedó aterrado; sabía que había por allí, no muy lejos, una comisaría; se dijo que ya no cabía duda de que su mujer iba con toda seguridad a denunciarlo. Se prometió entonces abalanzarse sobre ella si cruzaba el umbral de la comisaría, suplicar, golpearla, obligarla a callar. En la esquina de una calle, Thérèse miró a un guardia que pasaba y a Laurent le entró miedo de que hablase con ese guardia; se escondió en el vano de una puerta, con el súbito temor de que iban a detenerlo en el acto si lo veían. Aquella caminata fue para él una auténtica agonía; mientras su mujer se exhibía, tomando el sol por la acera, arrastrando las faldas, indolente e impúdica, él iba detrás, pálido y tembloroso, repitiéndose que todo había acabado, que no podría huir y lo iban a guillotinar. Cada paso que daba Thérèse le parecía un paso más hacia el castigo. El miedo le infundía algo así como un convencimiento ciego; el mínimo movimiento de su mujer hacía crecer su certidumbre. La seguía e iba a donde iba ella como quien va al patíbulo. De pronto, al desembocar en la antigua plaza de Saint-Michel, Thérèse se dirigió a un café que hacía esquina a la sazón con la calle de Monsieur-le-Prince. Se sentó con un grupo de mujeres y estudiantes en una de las mesas que había en la acera. Les estrechó a todos la mano con familiaridad. Luego pidió un ajenjo. Parecía a sus anchas; charlaba con un joven rubio que debía, sin duda, de llevar un rato esperándola. Llegaron dos mujerzuelas, que se inclinaron hacia la mesa en que estaba Thérèse y empezaron a tutearla con voz ronca. En torno a ella, las mujeres fumaban cigarrillos, los hombres besaban a las mujeres en plena calle, en presencia de los transeúntes, que ni siquiera se volvían a mirar. Las palabras soeces, las risas recias llegaban hasta Laurent, que se había quedado quieto, del otro lado de la plaza, metido en un portal. Cuando Thérèse acabó de beberse el ajenjo, se levantó, tomó el brazo del joven rubio y ambos fueron calle de La Harpe abajo. Laurent los siguió hasta la calle de Saint André-des-Arts y, al llegar allí, los vio entrar en una pensión. Se quedó en el centro de la calzada, alzando la vista para mirar la fachada de la casa. Su mujer se asomó un momento a una ventana abierta del segundo piso. Luego a Laurent le pareció vislumbrar las manos del joven rubio que se deslizaban en torno a la cintura de Thérèse. La ventana se cerró con un chasquido seco. Laurent lo entendió todo. Y se fue, apaciblemente, sin esperar más, tranquilizado y dichoso. «¡Bah! —se decía mientras bajaba la calle hacia los muelles—. Es lo mejor. Así tiene algo en que ocuparse y no se le ocurren malas ideas... Es condenadamente lista, mucho más que yo.» Lo que lo asombraba era que no se le hubiera ocurrido a él primero la idea de lanzarse a una vida de vicio. Allí podía haber un remedio contra el terror. No se le había pasado por las mientes porque tenía la carne muerta y no sentía ya el menor apetito de libertinaje. La infidelidad de su mujer no lo afectaba en absoluto; no se le rebelaban ni la sangre ni los nervios al pensar que estaba entre los brazos de otro hombre. Antes bien, le hacía gracia; era como si hubiera ido siguiendo a la mujer de un amigo, y se reía de la jugada que aquella mujer le hacía al marido. Thérèse le era ya tan ajena que no la sentía vivir dentro de su pecho; la habría vendido y entregado cien veces para comprar una hora de sosiego. Fue paseando sin rumbo fijo, saboreando la repentina y venturosa reacción que acababa de hacerlo pasar del espanto a la paz. Casi le estaba agradecido a su mujer por haber ido a reunirse con un amante cuando él pensaba que iba a ver a un comisario de policía. Aquella aventura tenía un desenlace imprevisto que lo sorprendía gratamente. Lo que vio con mayor claridad en todo aquello fue que no había motivo para temer y tenía que disfrutar él también del vicio para ver si el vicio podía aliviarlo, al aturdirle el pensamiento. Por la noche, según volvía a la tienda, Laurent decidió que iba a pedirle a su mujer unos cuantos miles de francos, y no retrocedería ante nada para conseguir que se los diera. Pensaba que el vicio les sale caro a los hombres y envidiaba hasta cierto punto el destino de las mujeres, que pueden venderse. Espero pacientemente a Thérèse, que aún no había regresado. Cuando llegó, estuvo muy suave con ella y no le habló de su labor de espía de por la mañana. Thérèse estaba un tanto achispada; le subía de la ropa mal abrochada ese agrio olor a tabaco y licor que anda rondando por los cafetines. Rendida, con la cara jaspeada de manchas lívidas, titubeaba al andar, entorpecida por el vergonzoso cansancio del día. La cena fue muy callada. Thérèse no comió. A los postres, Laurent puso los codos en la mesa y le pidió sin más rodeos cinco mil francos. —No —le contestó ella, muy seca—. Si te dejase, nos llevarías a la ruina... ¿Acaso no sabes cómo están las cosas? Vamos derecho a la pobreza. —Es posible —contestó él tranquilamente—, y me da igual. Quiero dinero. —¡No, y mil veces no! Te despediste de tu empleo, la mercería ya no da nada y la renta de mi dote no basta para vivir. Todos los días voy mermando el capital para darte de comer y esos cien francos al mes que me sacaste a la fuerza. No pienso darte más, ¿lo oyes? Es inútil. —Piénsalo y no me digas que no sin más. Te aseguro que quiero cinco mil francos y los tendré. Me los darás, quieras o no. Aquel impávido empecinamiento irritó a Thérèse y la achispó del todo. —Ya lo entiendo —voceó—, quieres acabar como empezaste... Llevamos cuatro años manteniéndote. Sólo viniste a esta casa para comer y beber, y desde entonces estás a nuestro cargo. El señor no da golpe, el señor se las ha apañado para vivir a costa mía, con los brazos cruzados... Pues no, no te voy a dar nada, ni un céntimo... ¿Quieres que te diga lo que eres? Pues eres un... Y dijo la palabra. Laurent se echó a reír, encogiéndose de hombros, y se limitó a contestar: —Bonitas palabras te enseña esa gente con la que te tratas ahora. Fue la única alusión que se permitió a los amores de Thérèse. Ésta alzó fogosamente la cabeza y dijo con tono agrio: —En cualquier caso, no me trato con asesinos. Laurent se puso muy pálido. Se quedó un rato callado, con la vista clavada en su mujer; luego, con voz temblorosa, añadió: —Mira, muchacha, no nos enfademos, que no nos va a aportar ningún beneficio ni a ti ni a mí. Estoy al límite de mis fuerzas. Sería prudente llegar a un acuerdo si no queremos que nos pase algo malo... Te he pedido cinco mil francos porque los necesito; y hasta puedo decirte que pienso emplearlos en garantizar nuestra tranquilidad. Sonrió con peculiar sonrisa y siguió diciendo: —Vamos, piénsalo un poco y dime qué has decidido. —No tengo nada que pensar —repuso la joven—; ya te he dicho que no vas a ver ni un céntimo. Su marido se puso en pie violentamente. Thérèse pensó que iba a pegarle y se encogió, decidida a no ceder a los golpes. Pero Laurent ni tan siquiera se acercó a ella; se contentó con manifestarle fríamente que estaba cansado de aquella vida e iba a referirle la historia del crimen al comisario de policía del barrio. —Me llevas al último extremo —dijo—; haces que la existencia me resulte insoportable. Prefiero acabar de una vez... Nos juzgarán y nos condenarán a los dos, y punto. —¿Te crees que me das miedo? —le gritó su mujer—. Yo estoy tan harta como tú. Si no vas tú a ver al comisario, iré yo. Puedes estar seguro de que estoy dispuesta a subir contigo al patíbulo, no soy tan cobarde como tú... Vamos, ven conmigo a la comisaría. Se había levantado y se dirigía ya a la escalera. —Buena idea —balbució Laurent—, vamos juntos. Cuando estuvieron en la tienda, se miraron, ansiosos, asustados. Les pareció que acababan de clavarlos al suelo. Los pocos segundos que habían tardado en bajar la escalera les habían bastado para vislumbrar, en un relámpago, las consecuencias de su confesión. Vieron a un tiempo a los gendarmes, la cárcel, el tribunal, la guillotina, lo vieron todo de pronto y con gran claridad. Y en lo hondo de su ser, desfallecían, sentían la tentación de arrojarse de rodillas ante el otro y suplicarle que no saliera a la calle, que no dijese nada. El miedo y el apuro los tuvieron quietos y mudos durante dos o tres minutos. Fue Thérèse la primera en decidirse a hablar, a ceder. —Bien pensado —dijo—, es una tontería que te niegue ese dinero. Antes o después ibas a acabar por dejarme sin él, más vale que te lo dé ya. No intentó disfrazar más su derrota. Se sentó ante el mostrador y firmó un bono de cinco mil francos que Laurent podía cobrar ante un banquero. Y aquella noche no volvieron a mencionar al comisario. En cuanto Laurent tuvo el oro en el bolsillo, se emborrachó, fue con mujerzuelas, se refociló en una vida tumultuosa y alocada. No pasaba las noches en casa, dormía durante el día, buscaba las emociones fuertes, intentaba evadirse de la realidad. Pero sólo consiguió desmoronarse más. Mientras los demás daban voces a su alrededor, él oía el hondo y terrible silencio que llevaba en sí; cuando lo besaba una amante, cuando apuraba el vaso, no hallaba, en el colmo de la saciedad, sino una densa tristeza. Ya no estaba hecho para la lujuria y la gula; los besos y la comida debilitaban su ser, enfriado, rígido por dentro. Asqueado de antemano, no conseguía enardecer la imaginación, excitar los sentidos y el estómago. Al entregarse al libertinaje, padecía un poco más, y sólo eso. Luego, al volver a la tienda, al ver a la señora Raquin y a Thérèse, el cansancio le provocaba espantosos ataques de terror. Juraba entonces no volver a salir, quedarse sumido en su sufrimiento para acostumbrarse a él y vencerlo. Thérèse, por su parte, fue saliendo de casa cada vez menos. Estuvo un mes viviendo, como Laurent, en la calle y en los cafés. Volvía un instante, por la noche, daba de cenar a la señora Raquin, la acostaba y volvía a marcharse hasta el día siguiente. Su marido y ella estuvieron, una vez, cuatro días sin verse. Le entró, luego, un profundo asco, sintió que el vicio no le aprovechaba más que la comedia del remordimiento. En vano había pasado por todas las pensiones del Barrio Latino, en vano había llevado una vida indecente y bullanguera. Tenía los nervios quebrantados; el libertinaje y los placeres de la carne no la inmutaban ya con fuerza suficiente para aportarle el olvido. Era como uno de esos borrachos cuyo abrasado paladar es ya insensible al fuego de los licores más fuertes. La lujuria la hallaba inerte y sus amantes sólo le daban hastío y cansancio. Los dejó entonces, diciéndose que no le servían para nada. Le entró una desesperada pereza y se quedó en casa, en enaguas, desaliñada y despeinada, con la cara y las manos sucias. Dejó que la invadiese la mugre. Cuando los dos asesinos se hallaron frente a frente, cansados, tras haber agotado todos los medios de mutua salvación, comprendieron que no iban a tener ya fuerzas para luchar. El libertinaje los había rechazado y acababa de devolverlos a sus angustias. Otra vez se hallaban en la vivienda oscura y húmeda del pasadizo; en adelante, estarían allí como unos presos, pues habían buscado con asiduidad la salvación y nunca habían podido romper el lazo sangriento que los unía. Ni siquiera pensaron ya en intentar un empeño imposible. Se sintieron tan atosigados, tan abrumados, tan atados uno a otro por los hechos, que fueron conscientes de que cualquier rebeldía sería ridícula. Reanudaron la vida en común; pero su odio se convirtió en rabiosa ira. Volvieron las peleas nocturnas. Por lo demás, los gritos y los golpes duraban todo el día. Al odio vino a sumarse la desconfianza, y la desconfianza acabó de enloquecerlos. Llegaron a temerse mutuamente. No tardó en repetirse, mañana y tarde, el altercado que habían tenido tras pedir Laurent los cinco mil francos. La idea fija de ambos era que el otro quería entregarlo. Y de ahí no salían. En cuanto uno decía una palabra, hacía un ademán, el otro pensaba que estaba pensando en ir a ver al comisario de policía. Entonces, se pegaban, o suplicaban. Encolerizados, voceaban que iban a ir en el acto a contarlo todo, se asustaban mutuamente hasta el frenesí; luego temblaban, se humillaban, se prometían guardar silencio entre amargas lágrimas. Sufrían espantosamente, pero no tenían valor para curarse cauterizando la llaga con un hierro al rojo. Si se amenazaban con confesar el crimen, era sólo para aterrorizarse y librarse de ese pensamiento, pues no habrían tenido fuerza para hablar ni buscar la paz en el castigo. Llegaron más de veinte veces a la puerta de la comisaría, uno en pos del otro. Tan pronto era Laurent el que quería confesar el asesinato, cuanto Thérèse la que corría a entregarse. Y siempre se alcanzaban por la calle, y siempre decidían esperar algo más, tras haber cruzado insultos y ardientes ruegos. Cada ataque los dejaba más suspicaces y hoscos. Se espiaban desde por la mañana hasta por la noche. Laurent no salía ya nunca de casa y Thérèse no lo dejaba ya salir solo. Sus sospechas, su temor a las confesiones los acercaron y los unieron en una intimidad atroz. Nunca habían vivido tan estrechamente unidos, desde la boda, y nunca habían sufrido tanto. Pero, pese a las mutuas angustias que se imponían, no se quitaban ojo, preferían soportar los más dolorosos quebrantos que estar una hora separados. Si Thérèse bajaba a la tienda, Laurent iba detrás, por temor a que charlase con una cliente; si Laurent estaba en la puerta, mirando a la gente que cruzaba por el pasadizo, Thérèse se ponía a su lado, para ver si hablaba con alguien. Los jueves por la noche, cuando venían los invitados, los asesinos se lanzaban miradas suplicantes, escuchaban con terror las palabras del cómplice, esperando que confesara, prestando a las frases empezadas comprometedores sentidos. Tal estado de guerra no podía prolongarse más. Thérèse y Laurent llegaron a soñar, cada cual por su cuenta, con evadirse de las consecuencias de su primer crimen cometiendo otro. Era imprescindible que uno de los dos desapareciera para que el otro pudiera gozar de algún reposo; ambos sintieron la acuciante necesidad de una separación, ambos quisieron que fuera eterna. El crimen que se les vino al pensamiento les pareció natural, fatal, forzosa consecuencia del asesinato de Camille. Ni tan siquiera se hicieron alguna objeción, aceptaron el proyecto como única tabla de salvación. Laurent decidió matar a Thérèse, porque Thérèse lo estorbaba, porque podía perderlo con una sola palabra y le causaba insufribles padecimientos; Thérèse decidió matar a Laurent por idénticos motivos. Tras resolverse en firme a cometer un asesinato se sintieron algo más tranquilos. Tomaron sus disposiciones. Por lo demás, actuaban de forma febril, sin adoptar demasiadas precauciones; no pensaban sino vagamente en las probables consecuencias de cometer un asesinato sin haber previsto ni la huida ni la impunidad. Sentían una invencible necesidad de matar y obedecían a esa necesidad como animales irracionales y enfurecidos. No querían entregarse por su primer crimen, que con tanta habilidad habían ocultado, pero se arriesgaban a morir en la guillotina al cometer otro, que ni pensaban en disimular. Había en ello un comportamiento contradictorio del que ni siquiera se percataban. Se decían, sencillamente, que, si conseguían escapar, se irían a vivir al extranjero, llevándose todo el dinero consigo. Thérèse había sacado, desde hacía quince o veinte días, los miles de francos que quedaban de su dote y los tenía guardados en un cajón; Laurent lo sabía. No se preguntaron ni por un momento qué iba a ser de la señora Raquin. Laurent se había encontrado, unas semanas antes, con uno de sus ex compañeros de internado, que era ahora preparador con un conocido químico que se dedicaba en gran medida a la toxicología. Aquel compañero lo llevó a ver el laboratorio en que trabajaba, le enseñó los aparatos, le explicó las drogas. Una noche, ya resuelto al asesinato, Laurent, al ver cómo Thérèse bebía un vaso de agua con azúcar, recordó que había visto en el laboratorio un frasquito de cerámica en el que había ácido prúsico. Y, acordándose de lo que le había dicho el joven preparador acerca de los terribles efectos de ese veneno fulminante que deja pocas huellas, pensó que ése era el veneno que necesitaba. A la mañana siguiente, consiguió escabullirse, fue a ver a su amigo y, mientras éste estaba de espaldas, robó el frasquito. Ese mismo día, Thérèse aprovechó la ausencia de Laurent para que le afilasen un cuchillo grande de cocina, con el que partían el azúcar y que estaba muy mellado. Y lo escondió en un rincón del aparador. CAPÍTULO XXXII El jueves siguiente, la velada en casa de los Raquin, que era como seguían llamando los invitados al matrimonio, estuvo especialmente animada. Se prolongó hasta las once y media. Grivet dijo, al retirarse, que nunca había pasado un rato tan agradable. Suzanne, que estaba encinta, le habló continuamente a Thérèse de sus dolores y sus alegrías. Thérèse aparentaba escucharla con gran interés; con la mirada fija y los labios prietos, inclinaba a veces la cabeza. Al bajar los párpados, se le cubría de sombra todo el rostro. Laurent, por su parte, prestaba gran atención a lo que contaban Michaud padre y Olivier, que estaban muy locuaces. Grivet apenas si conseguía meter baza entre dos frases del padre y el hijo. Sentía, por lo demás, cierto respeto hacia ellos; le parecía que hablaban bien. Aquella noche en que, en vez de jugar, conversaron, exclamó candorosamente que la conversación del ex comisario de policía lo entretenía tanto como una partida de dominó. Hacía casi cuatro años que los Michaud y Grivet pasaban la noche de los jueves en casa de los Raquin y no se habían cansado ni una sola vez de aquellas veladas monótonas que se repetían con enervante regularidad. Nunca sospecharon, ni por un momento, el drama que se desarrollaba en aquella casa, tan apacible y tierna cuando llegaban ellos. Olivier solía gastar una broma de funcionario de policía, diciendo que aquel comedor olía a personas de bien. Grivet, por no ser menos, lo llamaba el Templo de la Paz. En los últimos tiempos, Thérèse había explicado los cardenales que tenía en la cara, diciendo a los invitados que se había caído. Ninguno de ellos, por lo demás, habría sido capaz de ver en esos cardenales la huella del puño de Laurent; estaban convencidos de que sus huéspedes eran un matrimonio modelo, todo dulzura y amor. La paralítica no había vuelto a intentar revelarles las infamias que se ocultaban tras la mortecina tranquilidad de las veladas de los jueves. Al tanto de los desgarradores enfrentamientos de los asesinos, intuyendo que la crisis no podía por menos de llegar antes o después y la traería consigo la fatal sucesión de los hechos, acabó por comprender que los acontecimientos no precisaban de su ayuda. A partir de ese momento, se quedó al margen y dejó que obrasen las consecuencias del asesinato de Camille, que iban, a su vez, a matar a los asesinos. Sólo le pidió al cielo que le diera vida bastante para presenciar el violento desenlace que veía venir; su último deseo era refocilar la vista en el espectáculo de los supremos padecimientos que habían de acabar con Thérèse y Laurent. Aquella noche, Grivet se sentó a su lado y estuvo mucho rato charlando, encargándose, como solía, de las preguntas y las respuestas. Pero no obtuvo de la señora Raquin ni tan sólo una mirada. Cuando dieron las once y media, los invitados se levantaron apresuradamente. —Está uno tan a gusto en esta casa —afirmó Grivet— que nunca tiene ganas de irse. —Lo cierto es —apostilló Michaud— que a mí, que suelo acostarme a las nueve y media, aquí nunca me entra sueño. A Olivier le pareció el momento oportuno para soltar su gracia. —Si se está tan estupendamente en este comedor es porque huele a gente de bien —dijo, enseñando los amarillos dientes. Grivet, contrariado al ver que le habían tomado la delantera, declamó con enfático ademán: —Este comedor es el Templo de la Paz. Mientras tanto, Suzanne se estaba anudando las cintas del sombrero y diciéndole a Thérèse: —Mañana vendré a las nueve y media. —No —se apresuró a contestar la joven—; no venga hasta por la tarde... Lo más seguro es que salga por la mañana. Hablaba con voz peculiar, alterada. Acompañó a los invitados hasta el pasadizo. Laurent bajó también, con una lámpara en la mano. Cuando se quedaron solos, marido y mujer lanzaron ambos un suspiro de alivio; no cabía duda de que una sorda impaciencia los había estado consumiendo durante toda la velada. Estaban, desde el día anterior, más sombríos, más intranquilos uno ante el otro. Evitaron mirarse; subieron en silencio. Les temblaban las manos con leves estremecimientos convulsivos y Laurent tuvo que dejar la lámpara encima de la mesa para que no se le cayera. Antes de meter en la cama a la señora Raquin, solían recoger el comedor, preparar un vaso de agua con azúcar para la noche, ir y venir en torno a la paralítica hasta que quedaba todo listo. Aquella noche, tras volver al comedor, se sentaron un momento, con la mirada perdida y los labios blancos. Al cabo de un silencio, Laurent, que parecía haberse despertado con sobresalto de un sueño, preguntó: —¿Qué? ¿No nos acostamos? —Sí, sí, vamos a acostarnos —respondió Thérèse, tiritando como si tuviera mucho frío. Se puso en pie y cogió la jarra. —Deja —exclamó su marido, intentando hablar con tono natural—, ya preparo yo el vaso de agua con azúcar... Tú atiende a tu tía. Le quitó a su mujer la jarra de las manos y llenó un vaso. Luego, volviéndose a medias, vació en él el frasquito de cerámica al tiempo que echaba un terrón de azúcar. Mientras tanto, Thérèse se había puesto en cuclillas delante del aparador, había sacado el cuchillo de cocina e intentaba metérselo disimuladamente en uno de los grandes bolsillos que llevaba colgando del cinturón. En ese momento, esa extraña sensación que avisa de que se acerca un peligro hizo que marido y mujer volviesen la cabeza con movimiento instintivo. Se miraron. Thérèse vio el frasco en manos de Laurent y Laurent vislumbró el blanco relámpago del cuchillo, que brillaba entre los frunces de la falda de Thérèse. Estuvieron mirándose con fijeza durante unos segundos, callados, con frialdad: el marido, al lado de la mesa; la mujer, agachada delante del aparador. Lo habían entendido todo. Los dos se quedaron helados al encontrar en el cómplice su propia idea. Al leer su intención secreta en el trastornado rostro del otro, se inspiraron mutuamente horror y compasión. Y, de pronto, Thérèse y Laurent estallaron en sollozos. Una suprema crisis los quebrantó y los hizo abrazarse, débiles como niños. Les pareció que algo dulce y tierno se les despertaba en el pecho. Lloraron sin hablar, pensando en la vida de cieno que habían tenido y que seguirían teniendo si eran tan cobardes como para seguir viviendo. Entonces, al acordarse del pasado, se sintieron tan cansados, tan asqueados de sí mismos que notaron una tremenda necesidad de descanso, de anonadamiento. Cruzaron una postrera mirada, una mirada de agradecimiento por el cuchillo y el vaso de veneno. Thérèse cogió el vaso, se bebió la mitad y se lo alargó a Laurent, que lo vació de un trago. Fue como un relámpago. Cayeron uno encima del otro, fulminados, hallando al fin consuelo en la muerte. La boca de la joven quedó, en el cuello de su marido, contra la cicatriz que habían dejado en él los dientes de Camille. Los cadáveres estuvieron toda la noche en el suelo del comedor, retorcidos, derrumbados, bajo los amarillentos resplandores de la lámpara que la pantalla proyectaba sobre ellos. Y, durante casi doce horas, hasta el mediodía del día siguiente, la señora Raquin, tiesa y muda, los estuvo contemplando, a sus pies, sin que los ojos se le saciasen nunca, sin apartar de ellos la carga de su aplastante mirada.