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Al llegar a su casa en Ribadesella después del aperitivo, Mercedes encuentra a su sobrino Ricardo sentado al piano. Enseguida advierte que su cuerpo está congelado. Tras dar aviso al cuartel, un agente comprueba que no hay ningún cadáver y que el relato de la anciana se debe a un delirio. Dos días más tarde, el pianista aparece muerto en un mirador de la costa. Como no se aprecian signos de violencia, el forense atribuye la muerte a un fallo cardíaco. Con la comarca sumergida en una espesa niebla, ¿por qué se tomaría Ricardo la molestia de asomarse a un mirador desde donde no podía divisar ni la punta de sus zapatos?
El cuerpo congelado de un músico sentado frente a un piano. La playa de un antiguo naufragio envuelta en leyenda. Una viuda abatida y un amigo leal investigarán un crimen que alguien pretende hacer pasar por muerte natural.
Es ésta una de esas novelas que permanece en el radar lector mientras otras le roban la posición a golpe de crítica desmedida, sinopsis intrincada u oportuno MC. Y en el subconsciente subyace inopinadamente la impresión de hallarse ante una obra menor, de escasa enjundia y aun menor calidad. Pero como el paso del tiempo es inclemente y la consciencia ciertamente calamitosa, no hay espera que cien años dure ni libro que lo resista.
Así es como acometemos la lectura de un relato de intriga que colinda a partes iguales con el cozy crime y el rural noir, jactándose de su esencia por medio de un capítulo introductorio que responde en apariencia a un desvarío senil y cuya sentencia precisa del paso de las páginas en aras a un discernimiento que no adolece de la vacuidad que cabría esperar.
Si bien es cierto que gran parte de la trama discurre por senderos ya transitados, el enfoque adoptado por el autor, delegando la investigación en dos personajes contrapuestos y de disciplina volátil, aporta una frescura que favorece el entretenimiento más desenfadado, necesario para sortear la abulia que muchas novelas generan en sus primeros compases. Genoveva y Adolfo pugnan por un protagonismo que demora en decantarse por el segundo hasta bien entrada la segunda mitad. Un mayor número de capítulos dedicados a su desarrollo y una personalidad un tanto sardónica obran el milagro entonces hasta alcanzar un clímax final en el que Genoveva ofrece retazos de no ir precisamente a la zaga en cuanto a arrojo se refiere.
Los vaivenes disquisitivos de Adolfo, predominantes durante la parte central y característicos de una indagación más naiv, muestran la realidad de lo que supone una investigación amateur debido a la ausencia de formación y de medios, por molestas que puedan resultar sus polarizaciones en ciertos momentos.
En cualquier caso, la mayor pericia del autor reside en la narración más pura, desprovista de recursos propios del género negro e incluso de diálogos que impidan la conjunción de varios párrafos sucedidos en perfecta armonía, tal y como atestiguan sobremanera los capítulos 12, 20 y 27, los cuales son pura delicia literaria.
3,75 estrellitas para una sobria novela de intriga articulada en torno a una resolución más bien sencilla que supedita parte de su éxito a la imprevisibilidad de la incógnita identidad. Dentro del subgénero tan específico al que pertenece se erige como uno de los mejores exponentes de que la inexperiencia no está reñida con el talento. “Doce abuelas” debe constituir la base sobre la que cimentar un futuro prometedor. El perro no muerde…
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