Tras su paso por la literatura juvenil y en la que es su incursión en la novela adulta, la autora tiene a bien plantear una novela negra llevada a cabo en Granada que coquetea constantemente con el género histórico, proclive como es su patrimonio a una revisión de cuantas joyas atesora. Ya sea para autóctonos o foráneos, caminar por las calles de esta ciudad de la mano de Ayamonte con sus sempiternas aclaraciones ancladas en el pretérito sobre este o aquel monumento representa puro deleite para los sentidos. Si bien sus divagaciones históricas se mantienen a lo largo de toda la historia, no producen hastío ni eclipsan una trama que acapara junto a Jimena un absoluto protagonismo.
En este organigrama editorial de luces y sombras destacan entre estas últimas dos factores que empañan parcialmente la experiencia global que supone acercarse a sus líneas. Por un lado, la autora sucumbe en ciertos pasajes a un lenguaje plano, un tanto ordinario que acompaña a la protagonista en algunas de sus cavilaciones más subversivas, dotándola de una parquedad mental que no se muestra acorde a su edad. Se trata de algo más bien residual aunque es cierto que, en líneas generales, Ayamonte no destaca por ser dueña de una excelsa pluma, acreedora de un pasado literario que no se antojaba escenario idóneo para pulir algunas de sus carencias más palpables.
Por otro lado, de cuantos supuestos se ciñen ideales a la hora de pergeñar un ente protagonista, la autora ha optado por uno de los peores para cimentar un personaje que en origen despierta mayor animadversión que simpatía. Jimena constituye en inicio una suerte de gata Flora con la que es prácticamente imposible empatizar. Desabrida y haciendo gala de una austeridad emocional sin precedentes nunca halla asueto a una constricción social autoimpuesta que la aleja no únicamente de los suyos sino también irremisiblemente del lector. No es sino hasta el capítulo
y acuciada por los hechos que en él se relatan que Jimena despierta de un letargo que se mostraba inmisericorde con su propia evolución. A partir de ese momento se produce una redención personal que posibilita una reconciliación prácticamente total con el lector. A ello se suma el hecho de la inusitada incidencia de la trama principal en la idiosincrasia vital de Jimena, partiendo desde unos cimientos que a duras penas resisten los envites identitarios que sofocan a nuestra protagonista. Escasos antecedentes consisten en un menoscabo tan profundo de los orígenes de un personaje llamado a centrar la atención de la historia. La propia autora se redime en este sentido por medio de una propuesta sumamente arriesgada que logra ese sello distintivo tan presente conforme avanza el libro.
En contraposición a lo anteriormente expuesto, la autora reluce en otros menesteres que no son baladí en cualquier novela negra que se precie. La trama, consistente en acción y profusa en cadáveres, hila con buen pulso cuanto acontece, con la salvedad de ciertos capítulos de un tercer cuarto que obedece a necesidades propias del devenir de los acontecimientos. Cierto es que peca de previsible en lo relativo a la resolución pero no es menos cierto que sus bondades radican en una paridad plural de su incógnita identidad que causa un pasmo del que es harto difícil escapar. Los giros argumentales, diseminados en diversos capítulos, se aglutinan con concreción en los número
, constituyendo uno de ellos un bombazo que sume a su público objetivo en la incomprensión más placentera.
Por su parte, el tema central de la novela, sobre el que se dirimen cuestiones de toda índole, se presta a cavilaciones sobre la moralidad de los hechos que abarca. Punible desde todo punto de consideración e inmiscuidos en la liturgia más ciega, oficia como crítica a estamentos como la iglesia o la política que se sitúan como males endémicos pero necesarios. Las dobles lecturas que ameritan aspectos como el desarraigo familiar o la desestructuración funcional redundan en beneficio del componente negro que envuelve al relato.
Cuatro estrellitas para una novela negra que se sume en un
in crescendo volátil tras un inicio ciertamente arquetípico. El renacer de su personaje protagonista faculta la exposición de las virtudes de una autora que semeja tener mucho que decir. Un
guilty pleasure que evoluciona hacia algo más complejo, con mayor entidad. “Las niñas salvajes” apela como nunca al descreimiento más procaz a base de empellones de realidad. Jimena finalmente conquista. Ayamonte puede dar buena fe de ello.