Tenía muchas ganas de leer este libro y cuando lo empecé me decepcionó por varios capítulos. El autor, que ha viajado muchísimo, está harto de ir de un lado a otro, de su vida en París, de las llamadas telefónicas, de que en el súper vaya a buscar catsup y se encuentre quince tipos diferentes, así que decide dejarlo todo y largarse a Rusia. Me parecieron razones muy raras para querer vivir seis meses en una cabaña en Siberia cuando suena a que solo necesitaba unas vacaciones en la playa por una semana, pero cada quién. También se la pasa citando a Jünger y Schopenhauer cada tres párrafos y de los setenta libros que se llevó solo tres no fueron escritos por hombres (quizá el día en que fue a la librería ya había pasado alguien más que se llevó mejores lecturas para un invierno siberiano y al pobre Sylvain no le quedó de otra que comprar todas las copias que encontró de Nietzsche). Pensé que sería un libro sobre un tipo que compra mucha pasta y frutas en lata, se encierra a leer y tomar vodka y se queja de la humanidad. Y sí es eso, pero también es algo más.
Cuando Tesson no está hablando de cuántos libros ha leído, cuando deja de decir cosas como "el mal gusto es el denominador común de la humanidad", cuando se descompone la computadora que no sé para qué llevó y no comenta "puedo escuchar a Schubert y leer a Marco Aurelio" o "al fin sabré si tengo una vida interior", entonces el libro está bastante bien. Me gustó mucho ver cómo con el paso de las semanas dejaba de tratar de demostrar lo inteligente y "profundo" que es para simplemente hablar de los pájaros que veía, los árboles, el fuego, el frío, los cadáveres bajo el hielo y los osos. Justo cuando no lo intenta es cuando resulta más brillante e interesante. No es que deje de quejarse del mundo, pero su actitud cambia y habla más de los amigos rusos que lo visitan, de sus caminatas, de cómo al bosque no le interesa que esté ahí.
Serafín pasó quince años en un bosque de Rusia occidental. Al final de su retiro alimentaba a los osos y hablaba la lengua de los ciervos..
La única virtud, bajo las latitudes boscosas, es la aceptación. La de los estoicos o, mejor, la de los animales, o mejor aún, la de las piedras.
La felicidad de tener en el plato el pescado que uno mismo ha pescado, en la taza el agua que se ha ido a buscar, y en la estufa la leña que uno ha hachado: el ermitaño va a las fuentes. La carne, el agua y la leña todavía vibran de vida.
Nada se compara con la soledad. Para ser perfectamente feliz sólo me falta alguien a quien explicárselo.
El ermitaño se mantiene aparte, en un amable rechazo. Se parece al convidado que, con un gesto suave, rechaza un plato. Si la sociedad desapareciera, el ermitaño proseguiría su vida de ermitaño. Los rebeldes, en cambio, se verían técnicamente en paro.
Encender el fuego (murmurándole palabras amables).
Cierro los libros y lloro abrazado a mis perros.
La vida en cabaña es una lija. Raspa el alma, desnuda el ser, vuelve salvaje el espíritu e hirsuto el cuerpo, pero abre en el fondo del corazón papilas tan sensibles como las esporas. El ermitaño gana en dulzura lo que pierde en civilidad.
Al bajar, Aika espanta a una pata, que bate el agua con el ala derecha, simulando una herida. Bek cae en la trampa y la persigue hasta perder pie. Aika busca el nido, lo encuentra y degüella a los seis pichones antes de que yo pueda intervenir. Remato a los pequeños cuerpos plumosos con una piedra. Se oyen durante largo rato las quejas de la pata. Llora los miles de kilómetros recorridos para nada, llora sus frutos perdidos. La vida consiste en resistir al golpe de la muerte de los seres queridos.
Al final disfruté leer este libro, no estoy de acuerdo con todo lo que dice el autor, que llegó y siguió diciendo muchas cosas que no me gustaban, pero escribió sobre cosas simples y bellas que me hicieron sentir feliz. Quizá hay gente que en serio necesita ir a Siberia (o a la India, China, Alaska...) para encontrarse a sí mismo y para estar solo, para poder leer y ponerle atención a las cosas pequeñas. Quizá es un privilegio y no una pena que otros lo hagamos desde las ciudades, que nuestro cuarto sea nuestra cabaña y que cuando nuestros bordes se hacen borrosos nos baste con limpiar los anteojos para volvernos a ver, que soñemos con lugares lejanos no porque pensemos que solo ahí podremos estar en paz; es solo que queremos ver un lugar hermoso y salvaje. Me quedo con el francés que leyó algunos libros y otros los terminó quemando para hacer una fogata, al que la mujer que ama lo dejó y él se echó a llorar abrazado a sus perros, el que después de unos meses en la soledad de una cabaña trataba al fuego como su igual.
Y también me gusta pensar que mientras este libro se publicaba, mientras yo lo leía y ahora comento algo sobre él, la taiga siberiana sigue ahí, con sus osos y salmones, sus atardeceres rosas y lagos congelados, existiendo no para los que quieren un cambio o simplemente admirar su belleza, sino para sí misma.
Sí consuela bastante saber que existen lugares así.