Episodios Nacionales
Serie IV, Episodio 6º
En cuanto a la sinopsis, bastará decir que en este episodio Galdós se propone narrar la Primera Guerra de Africa (1859-1860). Como el asunto tenía enjundia y como le cundió más que medianamente, el episodio se quedó corto y necesitó más de la mitad del siguiente título de la serie para rematar la faena.
Dividida la novela en cuatro partes, la primera se dedica a explicar las razones del conflicto y a describir el ambiente prebélico. Pocas veces hubo en España una guerra más popular, que se apoyara con tanto entusiasmo. Partidos políticos de todos los pelajes y prensa de todos los colores encauzaron el sentimiento popular de manera que en todos lados se organizaron campañas de recaudación de fondos y alistamiento de voluntarios. Desde el niño hasta el obispo, desde la tribuna pública ("El dedo de Dios nos marca el camino que debemos seguir para aniquilar al agareno") hasta la más cochambrosa taberna se clamaba venganza por el ultraje sufrido a manos de las fieras cabilas del Sultán.
De entre el ingente censo de personajes galdosianos, un apartado destacado lo forman los niños y los locos. En este episodio conocemos a otro niño memorable, Vicentito Halconero, baldado de una pierna, de salud más que quebradiza y enloquecido con la cosa de las batallas y los militares. Vicentito asiste desde su balcón al continuo movimiento de tropas y uniformes y hasta su hogar llegan y desfilan los nubarrones bélicos que decargan en tertulias, movimientos tácticos de mesa camilla y pregones de enrolamiento.Fueron los españoles a la guerra porque necesitaban gallear un poquito ante Europa, y dar al sentimiento público, en el interior, un alimento sano y reconstituyente. Demostró el general O'Donnell gran sagacidad política, inventando aquel ingenioso saneamiento de la psicología española. Imitador de Napoleón III, buscaba en la gloria militar un medio de integración de la nacionalidad, un dogmatismo patrio que disciplinara las almas y las hiciera más dóciles a la acción política. Con las victorias de Crimea y de Italia fabricó Napoleón patriotismo más o menos de ley, que hubo de servirle para consolidar su imperio. Francia nos daba las modas del vestir, las modas del pensar y del sentir artístico: nos hacía los ferrocarriles; nos ponía, con mano -46- de niñera ilustrada, en los andadores del progreso; de Francia trajimos también una remesa de imperialismo casero y modestito, que refrescó nuestro ambiente y limpió nuestra sangre viciada por las facciones.
Tras el estupendo y animado preludio, cruzamos el estrecho y desembarcamos con las tropas en Africa, con el propio O'Donnell de general en jefe y los generales Zabala, García, Echagüe y Prim al mando de otros cuerpos del ejército. A partir de ahí nos toparemos con todo tipo de personajes (soldados rasos y oficiales con extraordinario concepto del honor, periodistas -por aquí anda el gran Pedro Antonio de Alarcón componiendo su "Diario de un testigo de la guerra de África"-, curas castrenses, intérptetes de la lengua mahometana, cirujanos, cantineras...) y toda clase de lances entre campos de batalla, tiendas de campañas y hospitales de sangre.
Tremenda, por ejemplo, la estampa de Juan Prim en la famosa Acción del 1 de enero de 1860
Y tremenda también la narración del penoso avance del ejército español en su marcha contra Tetuán, acosado por el enemigo, por el mal tiempo, por el hambre y por la epidemia.El suelo estaba lleno de cadáveres, el aire de un alarido en que las dos lenguas, árabe y española, juntaban sus maldiciones y los acentos de la fiereza humana, lenguaje animal anterior al de los hombres. Retrocedían los de Córdoba, empujados por los moros, y casi tocaban ya al sitio en que habían soltado sus mochilas... Ya no había más salida de aquel laberinto, ni más remedio del desastre, que no prodigio del Cielo, o de los hombres por divina inspiración. Prim, lívido, vibrando de pies a cabeza, imagen de la desesperación altanera que no admite la derrota y borra la idea de muerte del espacio mental en que se pintan las ideas, arengó por milésima vez a su gente. Gaminde había desenfundado la bandera de Córdoba, para que, desplegada, fueran sus vivos colores como latigazo en la retina de los soldados, casi ciegos ya del humo, atontados por la fatiga, y a punto de sentir apurada y nula su brutal fiereza. Prim empuñó el mástil de la bandera; al viento dio la tela, y con la tela unas palabras roncas, ásperas, como si las soltara con un desgarrón de su laringe... Más por la expresión que por el sonido las entendieron los que le rodeaban... Coger la bandera, echar la tremenda invocación, hincar espuelas al caballo y saltar este sobre el tropel de moros, fue todo un instante...
Del lado allá de este instante, que era como vértice en los órdenes del tiempo, estaba el milagro. El milagro fue que los hombres se multiplicaron. Ya no se vio más que el cruzarse de bayonetas y yataganes, el brillar de los ojos como brasas, el hervor de un mar en que sobresalían miles de brazos agitando las armas. La masa española se incrustó en la mora. El fiero caballo del General, aunque herido, descargaba sus patas delanteras sobre cuantos cráneos a su alcance cogía. Las bayonetas segaban los haces enemigos. Morazos de tremenda estatura caían hacia atrás, elevando al cielo los remos inferiores como si fueran brazos; españoles caían también, de bruces, heridos de muerte, agujereados vientre y pecho. Otros pasaban sobre ellos... seguían creciendo y multiplicándose, a cada momento más esforzados, con mayor desprecio de la vida... El General, siempre delante, echando rayos de su boca, a todos deslumbraba con su locura increíble.
Sin duda, la figura de Prim, arrojándose a la muerte y ofreciéndose con cierta voluptuosidad de sacrificio heroico a las cuchillas y a las balas enemigas, debió de producir en el ánimo de los moros una fascinación inaudita... Sobrecogidos los que recibieron terribles golpes; desalentados los que veían la inutilidad de su bravura, corrieron todos en querencia de lugares seguros... Les llamaba el interior plácido de su país... Iban a sus aduares, a sus casas, a sus mezquitas, bien como los animales acosados que siempre buscan la orientación de sus viviendas. En bandadas huyeron. Las posiciones quedaron rescatadas; el suelo limpio de moros vivos, no de muertos, pues tantos eran que daba horror ver el campo. No pocos españoles yacían entre los despojos de tan horrible matanza. Las dos patrias, las dos religiones, semejantes, en aquel empeño de honor, a las antiguas divinidades iracundas que no se aplacaban sino con holocaustos de sangre, ya podían estar satisfechas. Y los muertos, el sin fin de hombres sacrificados en el ara sacrosanta, ¿qué pensarían de aquel furor con que los degollaban como carneros para que desarrugase el ceño la diosa implacable?... ¿Será verdad que la diosa, cuando bebe mucha sangre, se pone muy contenta, y en su seno acoge con amor a las innumerables víctimas de la guerra? Así por lo menos se dice en todas las odas que consagran los poetas a cantar batallas...
"Odio la guerra, y admiro a los que sin esperar ningún beneficio de ella, inocentes piezas del ajedrez militar y político, se lanzan a empeños heroicos por un fin que sólo a los jugadores interesa. Cada día veo con más dolor de mi alma estos horrores inhumanos; pero también digo, despojándome hasta del último plumacho de la fanfarronería que fue mi encanto antes de venir aquí; también digo que no hay en el mundo soldados que hagan esto... batirse mojados y muertos de hambre por un ideal colectivo, la gloria, de que sólo les corresponderá parte inapreciable. O son ellos la misma inocencia, o llevan dentro un poder anímico de extraordinaria intensidad. Si el poder anímico produce estos actos en la guerra, ¿qué actos produciría en la paz? Falta saberlo; falta verlo. Pero no lo veremos, porque no hay caudillos que arrastren a los soldados a las hazañas pacíficas... No sé en qué consiste que el patriotismo es casi siempre un sentimiento guerrero; no concebimos la patria sino incrustada en la idea de conquista; no pronunciamos su nombre sin que en el aire repercuta con son de trompetas y tambores»