efectivamente se centra en todo lo que sucede en Plassans con Pierre tomando la estrategia del héroe. Qué cruel Felicite cuando le va esa sesión tortuosa de disgustos a Pierre, para al final tenerlo de rodillas. Luego ya, equipo vencedor, vaya dos cabezas para maquinar urdimbres que les beneficien. El salón amarillo definitivamente es la clave y el espacio que permite respirar a los Rougon, y desde ahí sufrir y desesperarse, así como, de banquete, festejar su ascenso después. Sabrán ir enredando y resolviendo cada uno de los enredos que los ata a medianía y mediocridad, a precariedad.
Ha habido un pasaje que me ha resultado delicioso: el que narra el gusto y el placer de Voille, el sacerdote (o cercano a estos) en la oficia de Correos, excitado por tener bajo su amparo todos los secretos de las gentes del pueblo, con la impunidad de poder leer y enterarse de cuanto quiera. ¡Qué bien lo entiende Felicite en el momento más decisivo cuando la carta de Eugene no llega! No puedo evitar ponerlo aquí, aunque el bloque de spoiler vaya a quedar muy extenso.
Nunca Vuillet había sido tan dichoso. Desde que podía deslizar sus flacos dedos en el correo, disfrutaba de profundas voluptuosidades, voluptuosidades de sacerdote curioso, que se dispone a saborear las confesiones de sus penitentes. Todas las indiscreciones taimadas, todas las vagas habladurías de las sacristías cantaban en sus oídos. Acercaba su larga nariz lívida a las cartas, miraba amorosamente los sobrescritos con sus ojos turbios, auscultaba los sobres, como los curitas hurgan en el alma de las vírgenes. Eran goces infinitos, tentaciones llenas de cosquilleos. Los mil secretos de Plassans estaban allí; tocaba el honor de las mujeres, la fortuna de los hombres, y sólo tenía que romper los precintos para saber tanto como el vicario mayor de la catedral, el confidente de las personas bien de la ciudad. Vuillet era una de esas terribles comadres, frías, agudas, que lo saben todo, consiguen que se lo cuenten todo, y sólo repiten los rumores para asesinar a la gente. Así, había tenido a menudo el sueño de hundir el brazo hasta el hombro en el buzón. Para él, desde la víspera, el despacho del jefe de correos era un gran confesionario lleno de una sombra y un misterio religiosos, en el cual desfallecía al aspirar los murmullos velados, las confesiones temblorosas que exhalaba la correspondencia. Por lo demás, el librero hacía su tarea con perfecta impudencia. La crisis que atravesaba la región le aseguraba la impunidad. Si unas cartas experimentaban cierto retraso, si otras se extraviaban por completo, incluso, la culpa sería de esos sinvergüenzas republicanos, que recorrían los campos e interrumpían las comunicaciones. El cierre de las puertas lo había contrariado por un instante; pero se había entendido con Roudier para que pudieran entrar los correos y se los llevaran directamente, sin pasar por la alcaldía.
Sólo había, en verdad, abierto algunas cartas, las buenas, las que su olfato de sacristán le había señalado que contenían noticias útiles para conocerlas antes que nadie. A continuación se había contentado con guardar en un cajón, para ser distribuidas más adelante, aquellas que podrían ponerle en entredicho y arrebatarle el mérito de tener valor, cuando la ciudad entera temblaba. El devoto personaje, al elegir la jefatura de correos, había entendido singularmente la situación. Cuando entró la señora Rougon, elegía entre un enorme montón de cartas y periódicos, sin duda con el pretexto de clasificarlos. Se levantó, con su humilde sonrisa, adelantando una silla; sus párpados enrojecidos se agitaban de forma inquieta.
(Zola, E., La fortuna de los Rougon, Capítulo VII)
Zola describe muy bien el ambiente y la atmósfera febril y venenosa del pueblo esperando desenlances que no llegan. El sudor de los que, como Pierre, se ponen al frente y ya no saben ni qué esperar ni qué prometer. Al final Felicite y Pierre, ya en el mismo bando sin ambages, juegan a máximos, manchándose, aupándose, sobre la sangre de otros. Es muy maquiavélico. Pero no pude parar de leer. |