¿Escribimos un relato entre todos? (Juego)
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Capítulo I Aquí
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con
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Ayer: Cañas al viento. Grazia Deledda
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Hoy: Los asesinos del emperador. Santiago Posteguillo
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Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista.
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista.
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Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black
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Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black
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Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse
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Capítulo I Aquí
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Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas
Recuento 2024
Ayer: Cañas al viento. Grazia Deledda
Grito nocturno. Borja González
Hoy: Los asesinos del emperador. Santiago Posteguillo
Hoy es un buen día para morir. Colo
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Re: ¿Escribimos un relato entre todos? (Juego)
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas
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Re: ¿Escribimos un relato entre todos? (Juego)
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las
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Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las
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Re: ¿Escribimos un relato entre todos?
Capítulo I Aquí
Capítulo II
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Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas
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Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas
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Ayer: Cañas al viento. Grazia Deledda
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Hoy: Los asesinos del emperador. Santiago Posteguillo
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Capítulo I Aquí
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño
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En papel: https://www.edicionesatlantis.com/autor ... uiz-panos/
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Re: ¿Escribimos un relato entre todos? (Juego)
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además
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Re: ¿Escribimos un relato entre todos? (Juego)
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba
Aquí puedes encontrar mis libros electrónicos: https://www.amazon.es/Jose-Vicente-Ruiz ... elinks2-21
En papel: https://www.edicionesatlantis.com/autor ... uiz-panos/
En papel: https://www.edicionesatlantis.com/autor ... uiz-panos/
Re: ¿Escribimos un relato entre todos? (Juego)
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba explicarse ante nadie ...
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba explicarse ante nadie ...
Soñar... ¡Donosa locura!
Blanca de los Ríos Nostench.
Erase una persona tan despistada que se quedó una semana en su casa encerrada pues sus llaves no encontraba.
Blanca de los Ríos Nostench.
Erase una persona tan despistada que se quedó una semana en su casa encerrada pues sus llaves no encontraba.
Re: ¿Escribimos un relato entre todos? (Juego)
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba explicarse ante nadie, solo le importaba
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba explicarse ante nadie, solo le importaba
Aquí puedes encontrar mis libros electrónicos: https://www.amazon.es/Jose-Vicente-Ruiz ... elinks2-21
En papel: https://www.edicionesatlantis.com/autor ... uiz-panos/
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Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba explicarse ante nadie, solo le importaba emigrar antes del
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba explicarse ante nadie, solo le importaba emigrar antes del
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Re: ¿Escribimos un relato entre todos? (Juego)
Capítulo II
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba explicarse ante nadie, solo le importaba emigrar antes del desplome del sistema
Antoñin era un niño malote. Tiempo atrás había trapicheado por los suburbios vendiendo apuntes de matemáticas, asignatura que traía a todos de cabeza, y se sacaba unas perrillas que le daban a mayores para comprar revistas porno. Nadie sabía de sus fetiches, que acumulaba en un rincón del desván. Allí guardaba todos los calcetines manchados de sus amantes. Al encontrarlos, su madre le obligó a devolverlos. Furioso, los metió en una caja de Ikea que le sobraba de la mudanza que había hecho hace tiempo cargado de cachivaches sadomaso. Los más brutos eran unas espuelas para caballo que daban pinchazos en los glúteos, generando placer a la víctima y al victimario. Este último tendía a aplicarse descargas umbrías de estrellas perdidas en un firmamento oscuro con luces aladas de luciérnagas para recordarnos que el Big Bang es esa errática y abismal luminaria interna de todo ser.
Rápido aprendió que comprender sin sentir no era suficiente para ser un personaje la mar de masculino, por mucho que le advirtieron de los peligros de las fanecas cuando se hacen mal. Entonces tuvo una gran idea, haría un espeto en medio bidón lleno de aceite de oliva virgen lampante que sería un éxito. Se metió dentro y esperó por él hasta que estuvo bien aliñado y reposado. Salió con trozos de sardinas y un boquerón en escabeche. Como a él no le importaba la política pesquera solo pescó pezqueñines. Sin embargo, comprobó que la infancia canosa es demasiado corta para malgastarla en libros de Harry Potter o de Miguel Corner. Pretendía sufragar la edición de una maravillosa novela negra, con abundantes ilustraciones de Beatrix Poter. Aunque no tenía un editor seguro, continuaba escribiendo y tirando a la basura capítulos enteros que no eran suficientemente explícitos sobre la vida.
Pero un día sobrevino un cataclismo que descolocó a Antoñín. Sucedió que estando en Port Aventura, un hombre mal encarado se le acercó con ínfulas de viejo hidalgo castellano a decirle que Sancho Panza había roto el pacto con Dulcinea porque prohibió brindar a su prima hermana y Rocinante tampoco tuvo...¡Eh!, no... Rocinante sí tuvo comida y agua, pero el meollo de la cuestión fue que al girar la fortuna él se quedó sin un perro lazarillo que la tan insigne Dulcinea había adquirido en Casa de Empeño Sánchez Iglesias S.A.; Vox ofrecía cadena y bozal gratuito a todo monárquico que llevase un caniche dorado a la Moncloa con el águila bicéfala, también dorada, sobre un hombro. Además deberían sonar trompetas llamando a hordas de cosacos para que desfilaran. En épocas pasadas, Gengis Kan había inventado un juego que consistía en tensar una cuerda hasta el límite, atarla a dos purasangres castrados y arrearlos contra los muros del pueblo bereber que acampaba en las afueras del harén turco. Tras la carga del opio llegado de Afganistán, Antoñín ató y amordazó a los guardias que vigilaban la compuerta de madera que daba paso a la bodega donde maduraba la sustancia más peligrosa que jamás se conocería en el mundo civilizado. Era por lo que siempre había suspirado, por lo que siempre había suspirado.
Pero había un problema. Su hermana, la que nunca estaba cuando se le buscaba, ahora acudía solícita siempre con la mirada perdida; aunque dispuesta, siempre irradiaba desconfianza porque era desastrosa a la hora de hacer la lista de la compra. Además no había estudiado las valoraciones actuales del Índice Dow Jones. A la familia se la refanfinflaba si era comunista, podemita o quimtorrista, mientras no fuese dando la matraca con el manifiesto independentista del Casademont y afirmando lo beneficioso que sería para acabar con la monarquía parlamentaria, aunque a él le traía al pairo la política, en el fondo de sus vísceras. Estaba acostumbrado a vivir sin complicarse la existencia con la dictadura consumista. Pasaba del Black Friday sin exponerse a las hordas de zombis drogatas que abarrotaban las oscuras y tenebrosas tiendas del engaño del PP. Además, ya no necesitaba explicarse ante nadie, solo le importaba emigrar antes del desplome del sistema
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