Fin de viaje
Un nuevo otoño con los árboles de la alameda desnudos y el suelo tapizado de hojas secas. Un nuevo otoño con el viejo limonero de la abuela Leonor cargado de limones y la catalpa de mi madre con sus largas vainas a punto de abrirse y provocar una lluvia de semillas. Y sobre todo, un nuevo otoño con ese exuberante manchón rosa destacando en el ocre otoñal del resto de la vegetación de la orilla del arroyo. ¡Qué bien le ha sentado la libertad a mi aportación a este oasis de la infancia y de la senectud…!
Había sido rebelde desde niña y, sin embargo, cuando llegó la hora de contribuir también yo a crear este jardín, no quise romper con la antigua tradición de las féminas de esta familia. La había seguido mi madre; y antes que ella, mi abuela; y todavía antes, mi bisabuela y mi tatarabuela… Y así sucesivamente, trepando siempre por las ramas maternas de nuestro árbol genealógico, hasta llegar a la antepasada que plantó el primer árbol de esta pequeña foresta: esa longeva casuarina cuyas acículas están siseando ahora mismo esa especie de nana ancestral invitándome al sueño eterno.
Cuando tras la boda me instalé en esta casa, el jardín era ya una suerte de santuario femenino, solaz de niñas y ancianas ―las dos efímeras etapas, de antes y después del matrimonio, en las que las mujeres gozan de libertad―. Como aportación personal, pensé en la adelfa por la sencillez de su porte y por el olor anisado que desprende durante casi todo el año gracias a sus flores. No seguí la costumbre de sembrar el nuevo plantón directamente en tierra, sino que lo sembré en un viejo dornajo de madera. Tomé esa decisión de forma azarosa, pero el paso del tiempo revelaría que fue providencial.
Me gusta mucho leer y, de recién casada, le cogí gusto a retirarme después de almuerzo a este rincón en compañía de un libro. Hubiera deseado disfrutar a solas de ese rato de lectura, pero a Jacinto le dio por dormir la siesta en una hamaca que colocaba justo a mi lado. Hasta entonces ningún varón había osado profanar este jardín con su presencia. Era un pacto no escrito entre los hombres y las mujeres de esta familia. Me irritaba que no se diera cuenta de que estaba de más, aunque no tanto como a mis antepasadas, quienes se apresuraban a aguarle el descanso en cuanto soplaba la más mínima brisa. Y es que el follaje de sus árboles lanzaban, entonces, un furibundo murmullo que iba in crescendo hasta lograr infiltrase en sus sueños y causarle pesadillas.
Hubo ocasiones en las que me habría unido con gusto a esa protesta, pero mi contribución a este jardín no quiso nunca secundarla. Ni siquiera en la que debería de haber sido la última siesta de Jacinto. Y fue precisamente el mutismo de la adelfa, su falta de anuencia, lo que me hizo dudar si debía seguir o no adelante con el plan. Vacilación que evitó, a su vez, que yo cometiese un error irreparable; porque, mientras dudaba, experimenté un fogonazo esclarecedor que me permitió ver la situación con claridad: ellas, las que en vida no se habían atrevido a rebelarse contra la tiranía de sus esposos, eran las que desde sus tumbas pretendían ahora vengarse. Una especie de aquelarre post mortem en el que, por el simple hecho haber nacido varón, a Jacinto le tocaba desempeñar el papel de chivo expiatorio y a mí, como mujer, el de verdugo.
En cuanto comprendí que no era mi voluntad, sino la de ellas ―las antaño tiranizadas eran ahora las tiranas―, la que guiaba mis actos me rebelé retirando el vaso justo a tiempo de evitar que mi marido, todavía adormilado, ingiriera su contenido de un solo trago. Esa era su costumbre y contaba con ella para que el intenso olor a almendras amargas lo percibiera cuando ya fuese demasiado tarde. Lo había planeado todo con sumo sigilo, sin despertar en Jacinto la más mínima sospecha. De ahí que, al observar el brusco e inopinado movimiento de mi brazo, me mirase con tal candidez que no pude menos que sentirme culpable.
Había estado a punto de cometer una injusticia y, como desagravio, obvié el tedio que me inspiraba su mediocre mansedumbre y lo besé en la frente. Lo hice con dulzura, demorándome ―como nunca antes lo había hecho― en el contacto. No fue, pues, un beso marital, sino el que una madre le habría dado a su hijo pequeño. En cierto modo, Jacinto seguía siendo un niño y no me resultó difícil adoptar esa actitud maternal. Por su parte, recibió el beso con una mezcla de incredulidad y gratitud, porque dudaba cómo debía interpretar ese gesto exculpatorio que a mí tanto alivio me produjo.
Influido tal vez por mi repentino acercamiento, Jacinto se sintió proclive a hacerme confidencias. Me habló de unas mujeres que, vestidas de negro y con el rostro oculto bajo un velo, lo habían perseguido en sueños con una intención funesta. Lo tranquilicé, como lo habría hecho una madre, diciéndole que solo había sido una pesadilla y desviando, enseguida, la conversación hacia un tema menos siniestro. Le hablé, entonces, de mi nuevo ―acababa de gestarlo― proyecto de que no hubiese más árboles encerrados en este jardín. Deseaba tirar la tapia del fondo para que esta pequeña arboleda pudiera ser un todo con el prado y el arroyo.
Por primera vez estaba tomando decisiones por mí misma y, al ser consciente de ello, me sentí eufórica. Y en un inesperado arrebato de camaradería, le propuse a Jacinto que me ayudara a trasplantar la adelfa del dornajo a la tierra guijarrosa de la ribera del riachuelo. Nunca antes le había propuesto que hiciéramos algo en comandita y, con un gesto igualmente arrebatado, mi marido, siempre tan manso, siempre tan comedido, se puso en pie y me devolvió el beso. En los labios, con ternura, demorándose en el contacto…
¡Pobre Jacinto, con qué poco se conformaba! Aquello fue el comienzo de una nueva etapa de nuestra vida en común. No conseguimos jamás ser buenos amantes, pero sí al menos unos compañeros leales. Y como si fuera una jugarreta del destino, Jacinto acabó muriendo tal como yo había planeado ―mientras dormía plácidamente la siesta en su hamaca―, solo que lo hizo unos años después y de muerte natural. Ocurrió, pues, sin mi intervención y quizás por ese motivo, cuando en aquella sobremesa la brisa agitó las hojas de los árboles, esa vez sí, desde la orilla del arroyo, las adelfas ―el pie primigenio se había convertido ya en un pequeño adelfar― se sumaron al alborozo del resto de los árboles.
Pero de eso hace ya mucho tiempo y Jacinto lleva más de dos lustros criando malvas… A ese primer trabajo de jardinería realizado a cuatro manos, le siguieron otros muchos; y lo que empezó siendo un acto de desagravio de mi parte se convirtió en una saludable complicidad compartida. Su muerte me apenó, pues, mucho; aunque mentiría si dijera que la viudedad ha sido para mí una etapa triste. Por primera vez en la vida, he gozado de una independencia económica que me ha hecho dueña y señora de todos mis actos. De pequeña disfruté mucho en este jardín; pero siempre lo hice en presencia de la abuela Leonor, a la sazón ya vieja e impedida y, justo por ese motivo, obligada a valerse de mí y de mis piernas para hacer todo lo que ya no podía hacer por sí misma. De viuda, en cambio, he podido disfrutar al fin de esta suerte de edén sin estar sometida a la voluntad o los deseos de los demás.
Los años han pasado y, ahora, la anciana soy yo y estoy sola. Me negué a ser madre porque quería poner fin a la estirpe de matriarcas sometidas que me habían precedido. No me pesa mi decisión, ni siquiera en esta hora final en las que he de asumir las consecuencias en solitario. En realidad, no estoy del todo sola porque ellas nunca me han abandonado. A la muerte de Jacinto, rompí con la tradición y no me vestí de negro; ni tampoco me cubrí la cabeza con un velo. Supuse que eso pondría en mi contra a todas mis antecesoras y, sin embargo, no ha sido así. De hecho, cada vez que la brisa sopla y agita el follaje de sus árboles, sé que desde sus tumbas se están comunicando conmigo. Y desde que las adelfas de flores rosas rompieron su mutismo el día que murió Jacinto, yo no he dejado de contestarles mediante el susurro aflautado de sus hojas.
Soy la última del clan y mi fin de viaje será el definitivo para todas. Ya no necesitamos de las palabras para comunicamos, porque lo que nos queda por decirnos es demasiado arcano y elemental: de esa época, anterior al nacimiento del verbo, en la que los hombres vivían en concordia con el resto de los seres vivos y tenían un lenguaje común. Curiosamente, cuanto más se aproxima este fin de viaje comunitario, más añoran ellas su anterior vida terrenal; y en cuanto me descuido, se adueñan de mi quebrantada carcasa. Porque, cuando ahora me pongo en pie y necesito colocarme las manos sobre los riñones, ya no soy yo, sino mi madre, quien se las coloca; o cuando me lagrimean los ojos y me los seco presionando la piel de los párpados con cuidado, es la abuela Leonor quien sostiene el pañuelo. Y detrás del resto de mis gestos cotidianos, intuyo los de esas otras antepasadas a las que ni siquiera he conocido.
En este proceso ―tan natural como abrumador― de envejecimiento, solo hay una aspiración mía que me tiene desconcertada. He sido siempre enemiga de someterme al varón y lamentaría mucho flaquear a última hora. Pero, cada vez que pienso en ese fin de viaje ya tan próximo, no puedo evitar decirme que no quiero que se asemeje al de ninguna de las féminas que me precedieron. Mi deseo inconfesable es que sea él, Jacinto, quien me preste su último gesto para que la muerte me sorprenda mientras dormito plácidamente en esta suerte de edén, hasta ahora solaz de niñas y ancianas y, a partir de ese instante, también estación de llegada...
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