El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Edgardo Benitez escribió: 14 Jun 2022 21:16 Esta imagen es tan hermosa, como una pintura en mi habitación.
Te la presto para que la cuelgues :P.
Gretogarbo escribió: 15 Jun 2022 11:25 Sí señorita, eso es elegancia y lo demás son cuentos.
Sí, era elegante. Eso lo sé ahora. Entonces sabía que era mi abuelo y me sentía afortunada por ello. Creo que es el hombre con mejor olor que he conocido nunca. Era muy aseado y, cuando salía de su cuarto, siempre olía a agua de colonia. En verano, en el patio, a jazmín por la biznaga; y en invierno a rosas por un rosario cuyas cuentas estaban hechas con pétalos de rosa comprimidas. ¡Una suerte haberlo conocido!
Última edición por jilguero el 15 Jun 2022 23:29, editado 1 vez en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por luchana »

Imagen

No sabia que era y ahora que lo se bonito y oloroso.
https://es.wikipedia.org/wiki/Biznaga_malague%C3%B1a
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Cuentos Peques »

Muy interesante :60:
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Cuentos Peques escribió: 16 Jun 2022 09:18 Muy interesante :60:
¡Hola, Cuentos Peques!


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por luchana »

jilguero escribió: 25 Sep 2021 10:12
La noche que conocí a Vibeke




Vibeke cabeza.jpg



El azar quiso que el 4 de agosto de 1975 me hallara en Paris y, gracias a ello, presenciara una escena que me iba a marcar de por vida. Fue un momento de éxtasis estético al que por nada del mundo renunciaría, pero que me creó tales expectativas sensuales que después no he encontrado a nadie capaz de colmarlas.

Fui una joven —antes, una adolescente; y todavía antes, una niña— muy rebelde. Y aquel verano, en cuanto se terminaron las clases e hice todos los exámenes, decidí marcharme de casa de mis padres. Me llevé lo puesto, la guitarra española colgada en bandolera y lo que buenamente me cupo en mi mochila azul.

Por esa época, París formaba parte de los sueños de muchos jóvenes universitarios y fue la ciudad que elegí como destino. Hubo jornadas en las que caminé durante todo el día por el arcén de la carretera; otras, en las que, cansada de la caminata de la víspera, aguardé sentada en la cuneta —la mano derecha en alto, con el puño cerrado y el dedo pulgar extendido— a que algún conductor compasivo detuviera su vehículo.

Me llevó casi un mes alcanzar mi meta y llegué mugrienta, muerta de hambre y con telarañas en los bolsillos. Lo primero que hice fue cumplir mi deseo de recorrer los interminables malecones fluviales de la ciudad. Pero mi estado era tan lamentable que, mientras recorría las orillas del Sena, tuve la sensación de estar haciendo realidad no tanto un sueño como una pesadilla.

Me hubiera gustado emular a Anaïs Nin, quedándome a vivir en alguna de las viejas gabarras que vi atracadas no muy lejos de la mítica Isla de San Luis. Pero el destino debía estar ya encaminando mis pasos hacia la noche de autos y acabé alquilando una minúscula «chambre de bonne» en una de las antiguas casas burguesas de Le Marais.

En un principio, mi francés dejaba mucho que desear, ya que apenas si era capaz de chapurrear un puñado de palabras sueltas o de frases convencionales aprendidas en el colegio. Por suerte, antes de abandonar la casa de mis padres, a última hora eché en la mochila un pequeño diccionario bilingüe que me acabó prestando un gran servicio.

Lo llevaba conmigo a todas partes; y un día, buscando una palabra que empezaba por eme, me tropecé de forma fortuita con el vocablo «marais». Supe así que el nombre del barrio en el que me alojaba hacía alusión a su pasado, nada halagüeño, de terreno pantanoso anegado, cada cierto tiempo, por las aguas del Sena.

Estar viviendo sobre una antigua ciénaga se me antojó un mal presagio. Mi reacción no fue, sin embargo, la de achantarme, sino todo lo contrario: me esforcé para ser aceptada, como uno más de ellos, por la caterva de artistas diletantes e intelectuales de medio pelo que, en esos años, vivían en las buhardillas del Pletzl.

De noche nos juntábamos en los cafés del barrio. Nuestra consigna era atrincherarse en aquella suerte de comuna metafórica y salir adelante de la mejor forma posible. En mi caso, los francos para mal comer y pagar el alquilé de la habitación me los ganaba rasgueando las cuerdas de la guitarra: unas veces, a orillas del Sena; otras, a bordo de un «bateau mouche».

En cuanto las farolas se encendían, guardaba la guitarra en su funda y regresaba a casa haciendo siempre un mismo recorrido. La calle Aubriot no formaba parte de este, pero la noche de marras, absorta en mis preocupaciones —cada día dudaba más de que no hubiera sido un error huir tan pronto del nido—, me desvié de mi ruta. El desánimo hizo, además, que llevara la cabeza gacha y no fuera consciente de mi error hasta que el machacón clic del obturador de una máquina de fotos me incitó a levantar la vista del suelo.

Y entonces la vi a ella, elegante, tentadora: la mirada baja, esquiva, ensimismada en su propio mundo; el cabello corto y relamido hacia atrás; la mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón; la derecha, sosteniendo un cigarrillo con glamur. Llevaba un terno oscuro a juego con su faceta sombría, peligrosa, de criatura de la noche; en cambio, la camisa y la corbata eran blancas y sugerían cierta candidez. En conjunto, irradiaba una impactante belleza andrógina que de inmediato me atarantó.

Mientras disfrutaba de esos minutos de éxtasis contemplativo, el clic de la cámara estuvo sonando de forma frenética. Era como si el fotógrafo tampoco deseara perderse ni un solo instante de aquel estado de gracia en el que parecía hallarse inmersa la joven. Embelesada con tanta belleza, no me di cuenta de que la sesión fotográfica había terminado hasta que se apagaron los focos y su figura se quedó momentáneamente en la penumbra.

Ya no estaba posando, pero su belleza continuaba siendo igual de irreductible. Detenida como un pasmarote en medio de la calle, seguí mirándola. Me sorprendió el rictus de tristeza que vi dibujarse en su rostro, pues no me lo esperaba en alguien que, pese a ser tan joven, ya había triunfado en París. El contraste entre su suerte y la mía era tan grande que, cuando me miré a mí misma, sentí horror de que una joven tan glamurosa pudiera verme con aquella pinta infame.

Me alejé a toda prisa, la cabeza de nuevo gacha, y me acodé en la barra del primer café que encontré abierto. No era propio de mí aturdirme con alcohol. Pero en aquel momento necesitaba hacerlo, y lo hice. Una pena, sin duda, pues ese aturdimiento etílico me ha impedido siempre estar segura de si fue ella, o no, la que se sentó a mi lado y, tras beberse en silencio un par de güisquis, me hizo algunas confidencias.

Había cambiado el esmoquin del posado por unos ceñidos jeans y una camiseta blanca con estampado de mariposas. Éramos dos desconocidas y estábamos, además, bajo los efectos del alcohol. Hablamos, pues, sin tapujos ni inhibiciones, sobre todo ella —su inglés era más fluido que el mío—. Me dijo que era danesa y que estaba en París por motivos de trabajo. Tenía veintidós años —solo dos más que yo— y, sin embargo, me confesó que estaba ya muy cansada de posar y de sufrir flirteos no deseados.

Mientras la escuchaba, no podía dejar de mirarla. Era tan bella que su sola presencia me abrumaba. Es más, la desproporción entre su rotundo éxito y mi no menos rotundo fracaso me hacía sentirme tan insignificante que, como mecanismo de defensa —mi autoestima andaba por los suelos—, me dio por pensar que, detrás de aquella fachada de diosa andrógina, se escondía una criatura tan frágil y tan vulnerable como las mariposas que, en ese momento de sopor etílico, yo veía revoloteando sobre su pecho.

Fue un encuentro fortuito en el que solo hubo ingenuas confidencias y mucha complicidad: dos veinteañeras que, acodadas en la barra de un café a altas horas de la noche, comparten sus escasas experiencias y sus numerosas inseguridades. Supongo que a la mañana siguiente ella ya me habría olvidado; yo, en cambio, ni siquiera ahora, tantos años después, lo he hecho. Fue una suerte de enamoramiento platónico, ni siquiera correspondido, pero que me iba a dejar una huella imborrable.

Unas semanas más tarde, al pasar junto al kiosco de prensa que había en la esquina de mi calle, me llevé la grata sorpresa de ver inmortalizada aquella conjunción extática, de belleza y elegancia, en el número de septiembre de Vogue. En la portada aparecía ella justo en la pose en la que yo la había visto por primera vez en el corazón de Le Marais.

Aunque el precio de la revista no estuviese al alcance de mi bolsillo, no pude vencer la tentación de adquirir un ejemplar a crédito. Retorné, pues, a mi habitación abrazada a aquella «Calle de París» que, al margen de una momentánea estrechez económica mayor —la deuda tenía que pagarla—, me iba a regalar muchos instantes de felicidad rememorando lo vivido esa noche.

Ya en casa, hojeando las páginas interiores, me di cuenta de que en la calle Aubriot me había codeado con la «crème de la crème»: mi compañera de barra y confidencias había sido la modelo danesa Vibeke Knudsen; el diseñador del esmoquin que le daba aquel imponderable aire andrógino, el modisto Yves Saint Laurent; y el fotógrafo que la miraba a través del objetivo —su carrera se volvería rutilante a partir de esa portada—, Helmut Newton.

Todavía hoy, después de casi medio siglo, cada vez que miro el recorte de esa portada de Vogue —lo tengo colgado en la pared de mi dormitorio—, me pregunto si aquella travesura del azar fue un golpe de suerte o de infortunio. Porque contemplar tanta belleza y tan de cerca fue sin duda algo sublime, pero la soledad que ese encuentro me ha acarreado después no lo ha sido menos.



Vibeke.jpg







No se hasta donde se bordea la realidad en este relato, pero estoy viendo a Jilguero rasgueando la guitarra a orillas del Sena pasando la gorra... y me impresiona.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

.
luchana escribió: 17 Jun 2022 01:24 No se hasta donde se bordea la realidad en este relato, pero estoy viendo a Jilguero rasgueando la guitarra a orillas del Sena pasando la gorra... y me impresiona.
Se bordea mucho: ojalá yo hubiera estado esa noche allí. Mas no, no estuve. Pero te creo cuando dices que me ves a orillas del Sena porque, mientras escribí esta pamplina, estuve allí (hasta me llevé mi mochila azul que sí es real; y he estado en esas orillas pero en otras cirunstancias) y la conocí a ella (a través de mucho mirar la foto). Lo mismo que mientras estaba escribiendo esta otra pamplina vi al niño de la doble sonrisa rezando solito en un banco de la iglesia o pedaleando en la máquina de coser mientras se imaginaba ser el maquinista del tren de La Robla. :D

En un libro que estoy leyendo dice que el padre de Borges le preguntó a un neurocientífico si cuándo nos acordamos de una cosa, nos acordamos de la cosa en sí o del último recuerdo que tuvimos de esa cosa. Y la respuesta es que de ambas cosas. De manera que cada vez que recordamos algo, la estructura neuronal de la memoria sufre una delicada transformación. En mi caso, mientras escribí la pamplina generé un primer recuerdo de una noche que no viví. A partir de ahí, cada vez que lo recuerdo, se van variando un poquito las imágenes que veo y eso hace que el recuerdo de lo imaginado cada vez se parezca más al resto de los recuerdos de las cosas que he vivido de verdad. :wink:

A todo esto, Luchana, esta mañana me he acordado de ti. Porque lo que venía a decirle a Cata es que esta amanecida ha sido una gozada. Tomasito me ha dejado que lo viera, yo sentada, muy quieta, mientras comía o daba saltos para espantar (o para jugar, eso no lo sé) con las palomas. Tiene el cuerpo más pequeño de lo que había creído. Quizás haya adelgazado o quizás nunca antes lo vi tan bien como lo he visto hoy. He descubierto que come la planta invasora, Galenia secunda, que está cada vez más extendida. Con lo cual, si le resulta nutritiva, tiene la comida asegurada. Comistrea también donde no veo verde, con lo cual es que se come también semillas, raíces o bulbos que hay ente la arena.

Tomás vigilando.jpg
Comistreando.jpg
Poniédnose las botas.jpg


En la primera foto me estaba mirando (fue al principio, recién salido de la madriguera); en la segunda, está comistreando, vete a saber qué, en la arena; y en la tercera, está poniéndose las botas de Galenia, y a la derecha se ve una de las palomas a la que había espantado y luego dado un salto: es como si hiciera un amago de perseguirla cuando ella levanta el vuelo.

Una gran suerte la despedida que me ha brindado Tomás. Porque da la casualidad de que mañana migraré a la otra banda de la ciudad. Ya sabes, al lado de la casa desde donde Fragella le escribía al señor Gilardi y al lado, también, del convento donde supongo que seguirán estando sor María y fray Antonio acudiendo a rezar el ángelus.

Y como bien sabes, Cata, eso significa también, que te daré menos la lata pues allí la conexión es mala y me pasaré menos por el bujío. Seguiré pamplineando a otro ritmo, pero lo seguiré haciendo; y alguna pamplina te colgaré de vez en cuando. Me apetece retirarme un poco más, de lo habitual, del mundanal ruido. Y seguro que también a ti te agrada menos locuacidad de mi parte con estos calores. :cunao:
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por luchana »

¡Que bien por Tomas que tenga que comer!
Y ¡Buena estancia en ese Cádiz mas amigable!
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Cuentos Peques »

Me encanta es bonito :60:
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Cuentos Peques escribió: 20 Jun 2022 13:22 Me encanta es bonito :60:
¿Te gusta Tomás el Esquivo? Pues me alegro mucho. Es un conejo muy aventurero, que no para de ampliar su madriguera. Cualquier día llega al centro de la Tierra y empieza a salir lava por los desaguaderos :cunao:.


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »



Un verano más, Cata, dispuesta a pasar estos meses de más calor entre los muros de este edificio que, debido al mayor grosor del muro de la fachada y a la mayor estrechez de la calle, es algo más fresco. Hasta ahora he estado ocupada con el tema de la puesta a punto (limpieza) y eso ha hecho que la puerta no se haya entreabierto. A partir de hoy, además, habrá ya aquí más gente y es muy posible que este verano ya no se abra. Casi lo prefiero, pues cada año habrá menos casas en pie y, por ende, más ausentes.

Con todo, estos días, entre el olor alcanforado y la presencia cada vez mayor de lo que podríamos llamar “reliquias”, ha habido momentos en los que no tenía claro, si estaba aquí o allá, ahora o entonces; y he sentido cierto cosquilleo en el estómago que podríamos denominar vértigo pascaliano de bajos vuelos o de andar por casa, pues no es lo mismo abismarse en el cosmos que hacerlo solo en los propios recuerdos.
En un libro que acabo de leer, se nos dice que el olfato es el sentido que menos filtras el lado racional de nuestro cerebro. De manera que un olor no te evoca un momento del pasado sino que te transporta a él. Quizás por eso, de la mano del olor a alcanfor he vuelto estos días a asistir al ritual que se producía, cada año en casa (y en casa de mi tía, de mis abuelos, etc.), en cuanto subía la temperatura y tocaba guardar las mantas y la ropa de abrigo.

Fueron muchas las primaveras en que vi hacerlo, pero las imágenes de todas ellas se superponen para dar lugar a un patrón único de lo que sucedía en cada uno de ellas. Recuerdo, por ejemplo, aquellas bolas tan olorosas y brillantes, que nuestra santacatalina no se cansaba de repetirnos que eran venenosas; recuerdo las hojas de periódicos viejos, también con su peculiar olor, que eran cortadas en cuadrados, ni muy grande ni muy pequeños. Y recuerdo, sobre todo, como las manos de los adultos usaban estos cuadraditos de papel para envolver las bolas como si fueran caramelos.

Solo a partir de ese momento, cuando ya no era posible el contacto directo con el cacareado veneno, se nos permitía a los más pequeños participar en el rito. Había llegado la hora de agarrar un puñado de esos pseudocaramelos e irlos entremetiendo entre las mantas y la ropa de abrigo. Mantas y prendas que eran guardadas hasta el siguiente otoño en baúles o en los cajones de cómodas enormes, que ahora parecen haber disminuido de tamaño. Y también recuerdo cómo, llegado el siguiente otoño, tocaba airear bien todas las prendas y, pese a ello, cómo la primera vez que me ponía el jersey de lana o el abrigo de patita de gallo seguía oliendo a alcanfor.

El tema de las reliquias es un asunto diferente que, en el caso de este piso, inicialmente amueblado con muebles nuevos, podríamos llamar sobrevenido por la necesidad de dar cabida a los enseres que han ido siendo sido rescatados del interior de las casas, mencionadas al principio, antes de su derribo. Y ese, Cata, lo vamos a dejar para otro momento.

Por lo demás, he empezado los paseos matutinos por la Punta de san Felipe y he vuelto a reencontrarme con la imagen de Gades vigilando, una año más, la bocana de la bahía que hace unas horas, lucía tal que así.

Boca de la bahía.jpg
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

Disfruta mucho de tu estancia en el otro lado de la bahía, jilguero.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Edgardo Benitez »

jilguero escribió: 22 Jun 2022 10:22

Un verano más, Cata, dispuesta a pasar estos meses de más calor entre los muros de este edificio que, debido al mayor grosor del muro de la fachada y a la mayor estrechez de la calle, es algo más fresco. Hasta ahora he estado ocupada con el tema de la puesta a punto (limpieza) y eso ha hecho que la puerta no se haya entreabierto. A partir de hoy, además, habrá ya aquí más gente y es muy posible que este verano ya no se abra. Casi lo prefiero, pues cada año habrá menos casas en pie y, por ende, más ausentes.

Con todo, estos días, entre el olor alcanforado y la presencia cada vez mayor de lo que podríamos llamar “reliquias”, ha habido momentos en los que no tenía claro, si estaba aquí o allá, ahora o entonces; y he sentido cierto cosquilleo en el estómago que podríamos denominar vértigo pascaliano de bajos vuelos o de andar por casa, pues no es lo mismo abismarse en el cosmos que hacerlo solo en los propios recuerdos.
En un libro que acabo de leer, se nos dice que el olfato es el sentido que menos filtras el lado racional de nuestro cerebro. De manera que un olor no te evoca un momento del pasado sino que te transporta a él. Quizás por eso, de la mano del olor a alcanfor he vuelto estos días a asistir al ritual que se producía, cada año en casa (y en casa de mi tía, de mis abuelos, etc.), en cuanto subía la temperatura y tocaba guardar las mantas y la ropa de abrigo.

Fueron muchas las primaveras en que vi hacerlo, pero las imágenes de todas ellas se superponen para dar lugar a un patrón único de lo que sucedía en cada uno de ellas. Recuerdo, por ejemplo, aquellas bolas tan olorosas y brillantes, que nuestra santacatalina no se cansaba de repetirnos que eran venenosas; recuerdo las hojas de periódicos viejos, también con su peculiar olor, que eran cortadas en cuadrados, ni muy grande ni muy pequeños. Y recuerdo, sobre todo, como las manos de los adultos usaban estos cuadraditos de papel para envolver las bolas como si fueran caramelos.

Solo a partir de ese momento, cuando ya no era posible el contacto directo con el cacareado veneno, se nos permitía a los más pequeños participar en el rito. Había llegado la hora de agarrar un puñado de esos pseudocaramelos e irlos entremetiendo entre las mantas y la ropa de abrigo. Mantas y prendas que eran guardadas hasta el siguiente otoño en baúles o en los cajones de cómodas enormes, que ahora parecen haber disminuido de tamaño. Y también recuerdo cómo, llegado el siguiente otoño, tocaba airear bien todas las prendas y, pese a ello, cómo la primera vez que me ponía el jersey de lana o el abrigo de patita de gallo seguía oliendo a alcanfor.

El tema de las reliquias es un asunto diferente que, en el caso de este piso, inicialmente amueblado con muebles nuevos, podríamos llamar sobrevenido por la necesidad de dar cabida a los enseres que han ido siendo sido rescatados del interior de las casas, mencionadas al principio, antes de su derribo. Y ese, Cata, lo vamos a dejar para otro momento.

Por lo demás, he empezado los paseos matutinos por la Punta de san Felipe y he vuelto a reencontrarme con la imagen de Gades vigilando, una año más, la bocana de la bahía que hace unas horas, lucía tal que así.

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¡Bienvenida a tu tierra!
¡Hay vida antes de la muerte!
Ninguna de tus neuronas sabe quién eres… ni les importa.
Pero si te pego en el centro, será por filosofía.
Pero por poesía, serás mi centro.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por luchana »

Bonita descripción. Salud y a disfrutar.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

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Gretogarbo escribió: 22 Jun 2022 10:43 Disfruta mucho de tu estancia en el otro lado de la bahía, jilguero.
Lo intento, lo intento.
Edgardo Benitez escribió: 22 Jun 2022 12:12 ¡Bienvenida a tu tierra!
Gracias desde allende los mares. :wink:
luchana escribió: 22 Jun 2022 21:06 Bonita descripción. Salud y a disfrutar.
Un viaje por el túnel del tiempo.


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Mira, Cata, cómo está la bahía de bonita.

Mar con Poniente.jpg
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