La guardiana del cementerio y su cancerbero
Desde muy pequeña he sentido atracción por los cementerios. Son para mí ciudades en miniatura, en las que los muertos descansan en una u otra barriada según de afortunados hayan sido en vida. Están los de los barrios más nobles, reposando con holgura en el interior de suntuosos panteones familiares; los burgueses de medio pelo sepultados en tumbas, excavadas bajo rasante, que no son muy espaciosas pero sí recoletas; los de las barriadas más populares, yaciendo en angostos nichos superpuestos en apretadas hileras a la vista de todos; y por último, los menesterosos, inhumados en revoltijo en esos parias de los enterramientos que son las fosas comunes.
Pero en los camposantos hay también formas de descansar más higiénicas y poéticas, como esa suerte de sagrarios múltiples que son los columbarios, en los que, en lugar de cálices, se guardan las urnas cinerarias procedentes de la cremación de los cadáveres. O los jardines del recuerdo, que son mis preferidos y por los que siento una debilidad avasalladora. Tan es así que, después de haber hecho realidad mi más temprano sueño de ser la guardiana de un camposanto —mi vocación fue muy precoz—, durante un tiempo, dediqué mi escasos ratos libres a asistir a varios cursos de jardinería; al margen de que, en esa misma época, mis breves escapadas vacacionales fueron siempre para visitar los cementerios con encanto recogidos en La guía Caronte de necroturismo europeo. Decisiones, ambas, sin duda muy acertadas, puesto que me permitieron conocer los sacramentales más punteros del momento y adquirir cierta destreza en jardinería. De hecho, de no haber sido por la necesidad de que el jardín del recuerdo a mi cargo fuese clandestino, sin duda ahora estaría entre los que figuran en cabeza de los recomendados por esa prestigiosa guía.
Mi ayudante se llama Guillermo, aunque en la intimidad yo le digo Billie. Es un pastor belga casi tan alto como yo y de pelo algo más canoso que el mío. A pesar de su gran porte y de su veteranía, sigue siendo un perro sumamente tímido, que agacha la cabeza y mete el rabo entre las piernas ante cualquier palabra o gesto de cariño proveniente de algún desconocido. Esa extrema timidez nunca le impide, sin embargo, llevar a cabo su cometido con diligencia y eficacia. En concreto, no permite jamás que ningún muerto con ínfulas de grandeza abandone su tumba para acomodarse en otra de mayor abolengo; o que alguno con complejo de inferioridad trate de mudarse a un enterramiento más plebeyo. Ni tampoco consiente que ningún vivo, sea por necesidad perentoria o por pura extravagancia —pues de todo hay en la viña del Señor—, convierta cualquiera de los nichos vacíos de este camposanto en su lecho habitual. Una tarea, la de mi cancerbero, en absoluto baladí; sobre todo en estos tiempos en los que el movimiento okupa ha alcanzado tanto auge que hasta la paz de los muertos está ahora en riesgo.
Menos mal que Billie se encarga de mantener a raya a los unos y a los otros; de otra forma, yo no daría abasto para llevar a cabo el resto de mis tareas como guardesa de este cementerio. Desde luego, a mí me tocó el premio gordo el día en el que lo dejaron abandonado en el rebate de uno de los panteones. Era aún un cachorro y mi primera reacción fue de contrariedad: «¡Bastante trabajo tengo ya con velar por la paz de los muertos como para tener que ocuparme también de criar a un perro!», exclamé malhumorada. Pero Guillermo —era el nombre que figuraba en su capacho— agachó la cabeza al verme y lloriqueó en un tono tan enternecedor que, contra todo pronóstico, despertó en mí un instinto maternal irrefrenable. No me quedó, pues, otro remedio que hacerme cargo de su crianza; tarea que asumí, dicho sea de paso, con una resignación que se podría considerar jubilosa, puesto que aquel cachorro era un soplo de vida en medio de una inmensa sabana de muerte. Desde entonces, mi percepción de lo ocurrido ha cambiado mucho. Ahora considero su abandono como un golpe de suerte decisivo porque, si Billie no se ocupara de enfrentarse a los rebeldes —sean vivos o muertos—, el exceso de trabajo y el no poder descansar bien de noche habrían hecho que ya estuviera jubilada —edad no me falta—; y, lo que es aún más importante, durante todos estos años, no habría tenido tiempo de crear mi obra maestra.
Antes de abrir cada mañana las puertas de este camposanto, hago una ronda en compañía de Billie para asegurarme de que todo está en orden. No soporto que ninguna flor esté fuera de su sitio, ni que haya restos vegetales o basura por en medio. Mi insustituible ayudante lo sabe y, durante su turno de noche, aparte de mantener a raya a los unos y a los otros, hace todo lo que haga falta para que a la mañana siguiente yo no me lleve ningún disgusto. Después de tantos años juntos, sabe perfectamente cómo recolocar las flores de las coronas y de los ramos para que yo las pueda mirar con satisfacción; o qué inmundicias debe retirar de las tumbas a fin de que yo no las vea. En reconocimiento a su buen hacer como cancerbero, al término de la ronda, le golpeo cariñosamente el lomo; y entonces Billie parece olvidar por un momento su timidez y menea de forma ostensible el rabo mientras se dirige hacia su caseta para descansar. Por mi parte, abro la cancela de la entrada del cementerio y aguardo junto a ella la llegada del sepulturero y de su joven ayudante. Los espero cada mañana con cierta expectación porque son ellos quienes me informan de los sepelios que tendrán lugar ese día.
Hace ya mucho tiempo que acordé con el sepulturero que la colocación de las urnas cinerarias en el columbario correría de mi parte. Cada vez son más las familias que optan por la incineración de sus seres queridos. La popularización de esta costumbre me acarrea más trabajo y, sin embargo, es para mí causa de regocijo. Y es que, cuantas más urnas llegan a mis manos, mayor es también el número de candidatos entre los que puedo elegir los que pasarán a formar parte de esta niña de mis ojos que es el jardín del recuerdo. A fin de llevar a cabo la selección, cuando los dolientes se me acercan portando la urna cineraria, en vez de hacerme cargo de ella de inmediato, los invito a que den un último paseo por el jardín en compañía de los restos de su ser querido. Salvo que esté lloviendo o haga un calor rabioso, la gente suele aceptar mi propuesta. Mientras paseamos entre los parterres, me empleo a fondo para sonsacarle toda la información posible sobre la forma de ser que tenía el difunto; y si lo que me cuentan lo hace digno de renacer en mi jardín, cuando deposito la urna en el nicho del columbario tomo nota mentalmente de su nombre. Luego, una vez cierro el cementerio al público y me quedo a solas con Billie, los días en que he memorizado el nombre de algún incinerado, decido qué especie vegetal guarda mayor armonía con la que fue su forma de ser y esparzo las cenizas a alrededor de esta. Una decisión en absoluto baladí. Porque, si las plantas crecen en este jardín con una lozanía sin parangón, es precisamente por el armónico maridaje que yo propicio entre los comensales y quienes les han de servir de alimento.
Estoy orgullosa de este jardín del recuerdo: mi obra maestro, sin ninguna duda. Aunque tengo que reconocer que no todo el mérito ha sido mío. Su existencia se debe, en gran medida, a una eventualidad tan inopinada como insólita. Recuerdo que el cementerio estaba ya cerrado cuando, desde la cancela de la entrada, un señor me pidió a voces que hiciera el favor de abrirle. Al aproximarme, me di cuenta de que le faltaba una mano y de que el muñón lo tenía aún vendado. Traía una caja de zapatos bajo el brazo, en cuyo interior, según él mismo me anunció, se hallaba el miembro mutilado. Su pretensión era enterrarlo dentro del recinto de este camposanto. Nunca antes me había enfrentado a una petición semejante y, a fin de ganar algo tiempo antes de darle una respuesta, me interesé por saber qué le había ocurrido. Su relato me resultó increíble y, al mismo tiempo, conmovedor. Por lo visto, al abrir los ojos esa mañana, había visto su mano, ya cercenada, sobresaliendo de un costado de la almohada. Y aunque había acudido de inmediato al hospital con la mano metida en una tartera con hielo, el reimplante no había sido posible porque, según los cirujanos, habían pasado ya demasiadas horas desde la amputación. De vuelta a casa con la mano en la tartera, decidió enterrarla en el jardín al lado de un rosal, de rosas rojas, que tenía en gran estima por haberlo plantado su difunta madre. Pero, justo cuando se hallaba excavando el hoyo, había escuchado un ladrido y, de súbito, se había imaginado la mano cercenada sobresaliendo, esta vez, de la boca de uno de los muchos perros del vecindario. Solo imaginarse la escena le había espeluznado tanto que no había sido capaz de seguir adelante con el entierro.
Fue una suerte que Billie estuviera todavía descansando en su caseta. Porque estoy segura de que, si lo hubiera visto —ya entonces era casi tan alto como yo—, el manco habría dejado ipso facto de considerar este cementerio como un lugar seguro para su mano. La parcela que ahora ocupa el jardín del recuerdo estaba a la sazón asilvestrada y pensé que podría ser un sitio idóneo para enterrarla. Entre la profusa maleza, había en un pequeño cuadrilátero limpio de hierba y, en medio de este, un rosal que, a pesar de mis muchos desvelos, nunca había florecido. Al pasar junto al arbusto, el manco rozó su follaje con la mano que le quedaba y lanzó un enigmático suspiro. Más por ser amable que por otra cosa, le propuse enterrar el contenido de la caja de zapato al lado del rosal. Comprobé que mi propuesta le iluminaba el rostro y, sin más ambages, llevé a cabo el enterramiento. Una semana más tarde, durante la habitual ronda matutina en compañía de Billie, descubrí un capullo en el rosal. Era el primero que echaba y, en unos cuantos días, creció de forma extraordinaria hasta convertirse en una rosa roja con un aroma auténtico y profundo.
Ser testigo de semejante transmutación —un trozo de carne muerta y, en breve, hedionda había propiciado el brote de una flor bienoliente— me hizo caer en la cuenta del partido que se le podía sacar a aquel baldío. No obstante, me encontré con el problema de que, al igual que en tantas otras materias —conseguí este puesto de guardesa siendo demasiado joven—, no tenía ni la menor idea del arte de la jardinería. Pero, si algo se me mete entre ceja y ceja, me vuelvo inmune al desaliento. Y como mi determinación a llenar de vida aquel trozo de tierra yerma iba en serio, compré una excelente enciclopedia de floricultura e hice el esfuerzo de asistir a varios cursos nocturnos sobre la materia. Fue también por esa misma época cuando, buscando modelos a seguir, empecé a tomarme algunos días de vacaciones para visitar los camposantos recomendados por la guía Caronte. El jardín del recuerdo era, sin embargo, un tipo de enterramiento a la sazón en mantillas y apenas si pude ver ejemplos sobre el terreno. Pero la falta de paradigmas, en lugar de desanimarme, me sirvió de acicate para seguir adelante con ese proyecto que, con el paso del tiempo, se ha convertido en la obra maestra de mi vida.
Un gran logro, qué duda cabe, del que puedo estar muy orgullosa porque puse en él todo mi empeño. Fue crucial para su éxito el que, en cuanto la idea fue cogiendo forma, comprendiese que, si de verdad quería hacer algo fuera de lo común, la materia prima habría de serlo también. Eso implicaba tener capacidad de selección y, por consiguiente, que no fuera un servicio prestado oficialmente al público. O dicho de otra manera: el jardín del recuerdo de este camposanto habría de permanecer en la clandestinidad. La colocación de las urnas cinerarias en los nichos del columbario era todavía una tarea del sepulturero y se me planteó el peliagudo dilema —es un buen hombre, pero corto de luces— de tener que convertirlo en mi cómplice. Por fortuna, la necesidad agudiza el ingenio y tuve la feliz ocurrencia de valerme de su machismo infantiloide para conseguir que el columbario pasara a estar a mi cargo. Bastó con que le dijera que andar trajinado con las cenizas era un trabajo más propio de un ama de casa, que de un hombre bragado como él, para que aceptara con alivio mi ofrecimiento de encargarme yo de las urnas cinerarias.
A partir de que hice mía esa tarea, todo fue miel sobre hojuelas. Cierto es que tuve que sortear también ese otro escollo de tener que contar con la connivencia de los familiares de los finados. En un primer momento pensé que me podría granjear su silencio, si los convencía de que, siendo aquel jardín solo un espacio de solaz para los visitantes, el esparcir por él las cenizas de sus seres queridos era un privilegio que, como contrapartida, exigía de su parte una discreción extrema. Pero enseguida caí en la cuenta de que la vanidad podría hacer que, por mero alardeo, alguno se fuera de la lengua y echase por tierra todo mi esfuerzo. Fue entonces cuando se me ocurrió la forma —un tanto ladina, no lo voy a negar, pero también sensata— de solventar el asunto sin correr riesgos innecesarios: el jardín del recuerdo sería clandestino y el secreto quedaría entre Billie y yo. Y así ha sido hasta mi reciente viaje a Guadix, pues los días en los que he depositado en el columbario las cenizas de alguien digno de renacer, en cuanto cierro la cancela del cementerio, Billie monta guardia mientras extraigo la urna de marras y esparzo su contenido alrededor de la planta previamente seleccionada.
Aunque sea muy exigente a la hora de escoger la materia prima, el paso de los años ha hecho que cada vez haya más urnas vacías en el columbario. Esta irregularidad no me había preocupado hasta ahora lo más mínimo, puesto que yo era la única persona que trajinaba con ellas. Pero Billie está cada vez más achacoso y no creo que le quede ya mucho tiempo de vida. También yo voy cumpliendo años y las goteras van en aumento. Sin ir más lejos, en cuanto refresca en otoño, me duelen tanto los huesos que no soporto los zapatos y me veo obligada a pasarme el día en zapatillas. Nunca he sido presumida, ni me ha preocupado lo más mínimo lo que opinen los demás de mi aspecto. Sin embargo, lo de andar en zapatillas por el cementerio me genera ciertos contratiempos profesionales. Porque, debido a mi pequeña estatura —siempre fui muy menuda y, con la edad, he encogido—, me veo obligada a subirme en una escalera para colocar las urnas en los nichos más altos del columbario; y una vez mis pies quedan a la altura de los ojos de los dolientes, es inevitable que algunos miren con extrañeza mi calzado. Y como soy una profesional y no quiero que nadie pueda interpretarlo como una falta de respeto a mis clientes, me siento en la obligación de comentarles que el reuma me trae por la calle de la amargura.
En los últimos meses, había llegado a perder el sueño pensando en el día en el que Billie ya no esté y las fuerzas no me alcancen para hacer las tareas de ambos; y pensando también en la suerte que correrá la niña de mis ojos cuando yo falte. Pero he logrado acallar mis temores y vuelvo a dormir de nuevo como una bendita. Fue providencial que escuchara en la radio hablar de la Orden de los Hermanos Fossores de la Misericordia y de su consagración al cuidado de los muertos. Entre otras muchas cosas, dijeron que el superior de la orden vivía en el cementerio de Guadix. En cuanto pude, fui a hacerle una visita. Es un camposanto mucho más grande que este y, aún así, la pulcritud impera por todos lados, poniendo en evidencia que los hermanos fossores son unos excelentes profesionales. Como deseaba asegurarme la confidencialidad, me sinceré con Fray Hermenegildo —es el superior actual de la orden— bajo secreto de confesión. Se mostró en todo momento muy comprensivo; incluso con el hecho de que lleve años dispersando las cenizas de los difuntos a espaldas de sus familiares. Es más, hasta me felicitó por la idea de crear un jardín del recuerdo en el que exista cierta afinidad entre las plantas y los finados de las que estas se nutren. La orden no pasa por su mejor momento y en la actualidad solo tienen dos novicios. Aún así, me ofreció que uno de ellos se traslade a este camposanto en cuanto haga los votos. Hemos quedado en que le enseñaré las rutinas para que, llegado el momento, me releve.
Desde mi regreso de Guadix, mimo todo lo que puedo a Billie. Quiero que se sienta muy a gusto para que su deseo de renacer sea imperioso. Me alegro de que se marche antes que yo, porque así podré acompañarlo hasta el último momento. Ya tengo preparado el lugar donde reposarán sus restos. A diferencia de lo que me ha ocurrido a mí, los años no han mermado su tamaño y excavar una fosa acorde con su corpachón me ha dejado exhausta. La he abierto junto al cerezo porque creo que es ahí donde Billie desea ser enterrado. Le encantan las cerezas. Aparte de que todos los días, cuando hacemos juntos la ronda de la mañana, se aproxima a su tronco, levanta la pata izquierda y orina. Mientras lo hace, me mira con fijeza, como si quisiera indicarme que ese es su territorio, y que es ahí donde quiere descansar.
Sé que la muerte de mi fiel ayudante es inminente. Lo sé desde que reconocí su mirada en los ojos del fraile que está a punto de trasladarse a este cementerio. Cuando fray Hermenegildo me lo presentó, vi tanta lealtad y entrega en sus ojos que, por un instante, tuve la sensación de que era el propio Billie quien me estaba mirando. Para más inri, el superior me dijo que se llama Guillermo. No creo en las casualidades, y mucho menos cuando varias se concatenan apuntando en la misma dirección. En este caso, estoy convencida de que forman parte de un plan superior que escapa a mi entendimiento, pero no a mi intuición. Así, pues, columbro que el nuevo Guillermo no llegará a este cementerio hasta que yo no haya enterrado a Billie debajo del cerezo; y columbro, de igual forma, que será en el tronco de ese árbol donde, continuando con la tradición, orinará también él. Y me gusta pensar que, cuando me llegue la hora, su probidad hará que cumpla con mi deseo de que mis cenizas sean esparcidas al pie del mirto que hay al lado del cerezo de Billie.