Supérior Octavio Fésorer (Novela, literatura infantil y juvenil)

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yazele
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Supérior Octavio Fésorer (Novela, literatura infantil y juvenil)

Mensaje por yazele »

¡Hola, chicos! Soy nueva en este foro y les traigo una pregunta: ¿Alguna vez escucharon hablar de una historia para niños que lograra llegar hasta los tuétanos de un adulto? SUPÉRIOR, OCTAVIO FÉSORER es una historia que los hará reir, llorar y encender su imaginación hasta el límite. Les dejo algunos capítulos por si quieren entretenerse un rato y el link de amazon por si quieren adquirirlo: https://www.amazon.com/dp/B08S6XZS45/?t ... telibro-21.

Sinopsis

Un extraordinario niño ha llegado a este mundo. Su nombre es Octavio, y desde el día de su nacimiento ya nada será igual. Su esencia logra transformarlo todo a su alrededor, aunque por ello tenga que pagar día a día un alto precio. A través del dominio de su cuerpo, de su mente y de su alma, él hará de su alrededor un mundo que rebasará lo increíble, lo inimaginable y al mismo tiempo lo maravilloso, y sobrepasando las barreras del tiempo y del espacio, vivirá experiencias que lo ayudarán a superarse a sí mismo y a que incluso sus opuestos también lo hagan. Es su naturaleza dar, amar y compartir con otros las verdades que con lo más profundo de su alma ha comprobado. Sin poder evitarlo, arrastrará a muchos hacia ese lugar de paz donde él se encuentra, uno muy especial que él mismo ha acondicionado con el amor que el vivir, muchas veces a la mala y otras tantas a la buena, ha terminado por sembrar en lo más profundo de su ser; ese mismo lugar en el que la sabiduría se presenta como la única respuesta a la incesante búsqueda de la felicidad. Esta es una atrapante historia que se desenvuelve mediante episodios cargados de amor, misterio, humor, ternura, sorpresa y reflexión. Es una mezcla perfecta entre ficción y la más profunda verdad. La intensidad con la que sus personajes viven cada una de sus siniguales experiencias, transmite el sutil deseo de aferrarse con más amor a la vida.
Supérior
Octavio Fésorer
Una historia dedicada al niño que todos llevamos dentro…


LA LLEGADA
Siete meses y seis días de gestación. Farah debía darse prisa y encontrar un buen lugar en el cual pudiera nacer su hijo. Su vientre lucía como un verdadero planeta, estaba tan pesado, que apenas podía caminar. Pero para nada le hubiera importado arrastrarse si hubiese sido preciso, todo por aquel humano que traería a este mundo, y al que desde ya amaba como al más sagrado tesoro.
Ella era escritora, tenía tantas historias en mente, quería sentarse a escribir, pero no había tiempo; por ahora.
Algo le decía que aquel castillo antiguo que avistaba a mitad de la colina Melnem sería el lugar perfecto. Su antiguo Hatter negro de cuatro puertas la llevaría la mañana siguiente a visitarlo, pero pasaría la noche en la posada Rimayuth, situada a unos cuantos kilómetros de aquel. No fue nada complicado rentar una habitación en aquel lugar, y tuvo la suerte de encontrar una muy hermosa, fresca y acogedora, justo lo que necesitaba para entregarse a un largo y tranquilo sueño reparador.
Al amanecer, Farah despertó con esa destellante imagen que repentinamente llegaba a su mente y que no la dejaba en paz desde hacía algunos días. “Esa imagen —se dijo en voz baja—, esa imagen, es como... quizás sea... es como un ocho... o tal vez... un signo de infinito o… quizás.... no... no... tal vez... un anillo doblado, pero... tal vez… ¿y si es una cinta de Moebius?, mmm... tal vez solo sea un lindo lazo dorado.... ¡ya! ¡Suficiente! ¿Farah, puedes por favor concentrarte?” —se preguntó con un tono autoritario.
Se levantó, se acicaló un poco, acomodó sus cosas y bajó al cafetín para desayunar. No había muy saludables opciones para alimentarse en aquella aislada posada, así que se conformó con un par de bananas cargadas de fructosa y vitaminas para ella y su amado tesoro. Al salir de la posada, pudo sentir como si el fresco aire de aquel lugar la abrazara como nunca nadie antes lo hizo, así que se detuvo un instante para grabar aquella sensación en su memoria. Y como era de esperarse, al subir al auto no pudo evitar abrir un poco las ventanillas para continuar disfrutando de aquella maravillosa experiencia.
Se propuso concentrar su atención en el arbolado camino. Era encantador, a ambos lados del pavimento podía ver el verdor del joven y radiante pasto, tan delgado y jugoso, que dejaba ver a su través los dorados rayos del sol. A medida que avanzaba, el camino se hacía más pedregoso. La belleza y aroma de las pululantes flores la invitaban a detenerse, pero no podía, en realidad tenía prisa, mucha prisa. “No hay tiempo que perder” —se dijo.
No podía negar que la había invadido la ansiedad, pero aun así, ya estaba en camino, uno tan pero tan agradable, que le permitió recorrer aquellos kilómetros casi sin darse cuenta. Podía ver aquel castillo cada segundo más y más grande, lo cual significaba que estaba más y más cerca. En realidad, se sentía como una niña abriendo una caja de regalo, o mejor aún, descubriendo un pasadizo secreto. Al llegar, no pudo más que pensar: “¡Vaya… lo que el talento y unas toneladas de piedra pueden hacer!”. Lo que veía, era una estructura innegablemente hermosa, muy grande para su gusto, pero a la vez muy pequeña para ser un castillo.
Imaginó que la gran muralla que rodeaba a aquella hermosa estructura, le impediría pasar, pero no fue así. De hecho, le sorprendió que el gran portón de entrada estuviese abierto de par en par al momento de su llegada. Le bastó verlo para sentir algo como un ligero chispazo de electricidad en su cuerpo, algo que ella recibió como una clara señal que la invitaba a pasar sin ningún límite ni restricción, tal como si aquella gran puerta se hubiese abierto especialmente para ella. Desde su inicio, el largo corredor de entrada estaba ornamentado a ambos lados con floreados cerezos rosados perfectamente alineados, y a medida que se aproximaba al castillo, podía ver que el césped se hacía cada vez más denso y tupido, de un verde vivo y luminoso que asemejaba una suave cobija que servía de lienzo a preciosos arbustos de flores multicolores. Aún en el auto, se acercó lo más que pudo a la puerta del castillo, y se detuvo para observar con calma toda aquella exquisita belleza. El castillo estaba hecho de piedra, de un color beige arenoso. En su parte frontal exhibía nueve grandes torres que finalizaban en hermosos techos cónicos de un color azul grisáceo capaz de confundirse con un fresco cielo nublado. Dichas torres rodeaban un amplio porche también enmarcado en gruesas columnas y altas almenas. En su segundo nivel, cuatro torres idénticas, pero de menor tamaño le daban más altura al castillo, este que alcanzaba los casi veinticinco metros con sus tres pequeñas pero desiguales torres superiores.
Era una obra arquitectónica muy vieja, y sus fortalezas habían pasado a ser elementos ornamentales. Las preciosas almenas que coronaban su muralla perimetral, ahora se adornaban con enredaderas de diminutas flores azules, y su foso y puente levadizo, habían sido cubiertos con toneladas de tierra sobre las que ahora reposaban hermosos jardines.
El corazón de Farah latía de un modo muy extraño, tan arrítmico, que no podía pensar en nada más. Un respetuoso golpe en la ventanilla la trajo de vuelta a su tarea. Era el señor Carlos, el amable cuidador del castillo. Él era un hombre alto y de fuerte complexión, de unos cincuenta años, piel siempre tostada por el sol, abundante cabello oscuro, ojos verduscos, nariz prominente y agradable temperamento.
C: —¿Busca a alguien, señora? Porque ya no vive nadie aquí...
F: —Sí, lo sé —dijo mientras abría totalmente la ventanilla—. Sé que este castillo está en venta, escuché que su nombre es “Verdiore”, ¿es cierto?
C: —Bueno, es así como lo han llamado siempre, pero si me lo pregunta a mí, puedo decirle que he recorrido cada rincón de este castillo y jamás he visto grabado ese nombre.
F: —Bueno, el nombre es lo de menos. ¿Puedo entrar? Necesito verlo... ¡es tan hermoso!
C: —Claro. ¡Venga conmigo!
El cuidador no había abierto aún la enorme puerta del castillo cuando Farah comenzó a reír silenciosamente, no sabía por qué, pero no podía parar. Reía y reía mientras se paseaba por cada habitación. Cubrió su cara con sus manos dejando al descubierto únicamente sus ojos con la intención de evitar algún malentendido con el cuidador, pero aun así, este le preguntó:
C: —¿Por qué llora, señora? ¿Se encuentra bien?
A lo que Farah respondió con una explosiva carcajada, un intenso brillo en sus ojos y percatándose de la similitud entre las expresiones faciales de la risa y el llanto:
F: —¿Llorar? ¡para nada! ¡Lo compro!
C: —¿Cómo?... ¿sabe cuánto cuesta? Aún no ha visto el establo... y...
F: —¡No importa! —lo interrumpió ella—. ¡Es exactamente lo que necesito!
Él hizo un instante de silencio esperando que ella recapacitara, pero ella seguía explorando cada área del castillo completamente extasiada.
C: —Muy bien, hablaré con los dueños —respondió encogiéndose de hombros y con una amable sonrisa.
Dos días más tarde, Farah se instalaba en su nuevo hogar, un enorme castillo antiguo en el que se sentía en paz. Todo era perfecto para ella en aquel lugar, todo, excepto una cosa: la luz. Necesitaba mucha más que la que percibía, aquellas ventanas no eran suficientes, no le transmitían nada. Quería recibir de las ventanas aquellos mismos destellos de luz que últimamente visitaban de improviso su mente, así que decidió remodelar todas las ventanas y claraboyas del castillo. No le molestó en lo absoluto hacer unas llamadas telefónicas y soportar un poco de ruido y polvo con motivo de la remodelación. Afortunadamente, esta fluyó sin contratiempos y en pocos días, todo estaba listo. La luz finalmente era perfecta, y todas las ventanas y claraboyas del castillo tenían la forma de aquella destellante imagen que repentinamente aparecía en su mente, y que a ratos le recordaba un doble anillo, a otros, una cinta de moebious, un día, un signo de infinito, pero aquel día, le recordaba nada más que un simple ocho. Y eso le hacía sentir una sublime emoción, la grata sensación de que hacía precisamente lo que tenía que hacer y que se encontraba exactamente donde debía estar.
Unas semanas después, todo estaba listo para recibir a su hijo: abundante comida en la despensa, abrigo, techo y de regalo, unas pocas vacas, ovejas, cerdos, ratas topo desnudas, caballos, hormigas, perros, gatos y arañas, se encargaban de animar el establo; y el cuidador, el amable señor Carlos, la ayudaba a mantenerlo todo en orden.
Aquella noche, el fastuoso sonido de la lluvia despertó a Farah. El cielo se adornó con una extraña aurora cargada de espectaculares luces verdes y rosas y los relámpagos, parecían haber adelantado el amanecer colmando de electricidad el cielo sobre aquel castillo de un modo jamás visto. Farah amaba indeciblemente la lluvia, pero aquella no era una lluvia ordinaria. Su olor y su sonido, la convertían en la lluvia más extraña que Farah hubiera presenciado jamás. Se asomó por la ventana para observarla, y lo que vio, logró erizar de pies a cabeza su piel. Aquella lluvia caía de un modo extraño... diferente, parecía descender tan lentamente, que cualquiera hubiera jurado que se resistía a hacerlo “realmente”. Entrecerrando sus ojos e intentando descifrar lo que veía, se preguntó: “¿Qué? ¿... acaso estoy…?”. Y mientras observaba el comportamiento de aquellas gotas, susurraba: “me siento tan cansada, demasiado cansada… ¿será que estoy «demasiado» embarazada?”. Luego rio dulcemente mientras miraba y rodeaba con sus brazos su abultado vientre. El sueño la venció, y de nuevo se acostó a dormir.
Un rato después, una fuerte punzada en la zona baja de la espalda despertó a Farah. Estaba muy exaltada y su palidez anunciaba que el gran momento se acercaba.
Horas más tarde nacía su preciado tesoro, y al mismo tiempo, una inusual orquesta de bramidos, cacareos, chillidos, balidos, ladridos y maullidos, se escucharon desde el establo. Y mucho antes de lo que esperaba, su pequeño milagro ya estaba en sus brazos. El momento que había estado esperando por tanto tiempo, al fin había llegado. Una cosa era imaginarlo, pero tener a su hijo en sus brazos y mirar sus brillantes ojos café, no se comparaban con nada. En aquel instante, aquella destellante imagen que había estado visitando su mente, lo hizo de nuevo, pero esta vez, pareció atravesar por completo su cuerpo haciéndola sentir que su ser interior ardía en una llama vigorizante. Y fue entonces cuando Farah sintió que ya no tenía tanto que pensar, ni más nombres que considerar. A aquel niño que acababa de traer al mundo, y al que jamás dejaría de amar, lo llamaría: “OCTAVIO”.
WÍSOB
Casi al mismo tiempo, en la cima de aquella misma colina, en una pequeña casa de madera, algo inusual ocurría. Un sabio anciano, como de costumbre, saludaba a sus plantas. Su nombre era Wísob y solía tener una profunda conexión con aquellos seres vegetales. Él era ferviente respetuoso de ellas y de todo ser viviente, tanto, que había respetado la vida de dos imprudentes piojos que habían tenido la osadía de invadir su barba un par de días atrás. Decidió colocarlos en su consentida planta de espinacas a fin de que esta les sirviera como morada y al mismo tiempo como fuente de alimento, pues había estudiado, en su afán de atender óptimamente a sus plantas, que la estructura molecular de la clorofila era idéntica a la de la hemoglobina excepto por su núcleo, el cual, en la primera es de magnesio, mientras que en la segunda es de hierro. Basándose en ello, aun cuando estaba consciente de que se trataba de ectoparásitos hematófagos (seres que se alimentan de sangre), tenía la convicción de que, si aquellos dos piojos realmente querían vivir, lucharían por ello, se adaptarían a una alimentación vegetariana y sobrevivirían, aunque parcamente, alimentándose de la abundante clorofila de aquella planta. Pero desde el momento mismo en que los expulsó de su barba, estos, minuto a minuto perdían vitalidad. Aquella mañana él temía lo peor, pero increíblemente, al saludarlos, notó que aquellos dos piojos aún estaban vivos. “Wow, ustedes son invencibles” —les dijo gratamente sorprendido.
Minutos después, un segundo detalle lo sorprendió un poco más, pues al saludar a su planta de espinacas, pudo notar que esta cambió repentinamente de un color verde negruzco, a un color verde azulado. Pensó que aquello era solo producto de su imaginación, o más probable aún, que solo era producto de la baja reflectancia de aquella planta. “Es solo el efecto de la luz” —pensó.
Continuó con su acostumbrado ritual de salutación a todo ser viviente a su alrededor, siendo entonces el turno de las miles de plantas de camomila que adornaban su casa. Y entonces, su sorpresa fue un poco más allá, pues tras aquel amistoso saludo, aquellas plantas emitieron un brillo de una intensidad y hermosura tales, que logró paralizar a Wísob de asombro por un largo rato.
Aquello no era posible. Por un momento aquel anciano creyó estar enloqueciendo, y a fin de comprobar que lo que acababa de ver, no era producto de su imaginación, de nuevo les dijo:
W: —¡Hola, hermosas!
Y de nuevo aquellas plantas respondieron, pero esta vez, el brillo que aquellas flores emitieron fue muchísimo más que intenso y muchísimo más que hermoso, fue... absolutamente embelesante.
Wísob ya no tenía dudas. El día había llegado. Aquella era la señal que él había estado esperando por tanto tiempo.
“Eso es, ya nació” —se dijo con una sonrisa cargada de emoción.
No podía esperar ni un segundo más, tenía que conocer a Octavio en aquel mismo instante. Así que a toda prisa, fue por su abrigo y partió colina abajo. No sabía ni cómo ni por qué, pero apenas pudo divisar el castillo, dijo:
W: —¡Ahí es! ¡Ahí está! Y mientras recorría el restante trecho hasta la gran puerta del castillo, tarareaba una canción de cuna: “Despierta niño, despierta ya... que bienvenido siempre serás... Ta ra ra ta ra ta ra ra tá...”
Justo al llegar a la puerta del castillo, Wísob se detuvo, y en lugar de tocar la campana, juntó sus manos en la parte baja de su espalda, tal como si estuviese esperando algo. Unos minutos después, y sin haber escuchado que alguien tocara, Farah, quién sabe por qué razón, abrió la puerta, y al verlo, gritó del susto.
F: —¡AAAAHHHH! —Llevaba a Octavio en brazos e instintivamente, retrocedió unos pasos—. ¿Quién es usted? —le preguntó autoritariamente al anciano.
W: —Soy Wísob, muy buenos días, ¿cómo se encuentra?
Con el ceño fruncido, Farah le preguntó:
F: —¿Qué está haciendo en mi puerta?
W: —Vine a conocer a mi viejo amigo Octavio —respondió con una sonrisa expectante.
El corazón de Farah golpeó impíamente su pecho y comenzó a latir velozmente acelerando su respiración.
F: —¡Disculpe! ¿Cómo dijo, señor?
W: —Sí, vine a ver a mi viejo amigo Octavio.
Farah estaba anonadada y en el acto, se preguntó cómo supo aquel anciano sobre el nacimiento de su hijo si ella no se lo había contado a nadie; cómo era posible que ese anciano supiera el nombre de su hijo, si solo habían transcurrido unas pocas horas desde que pasó por su mente la idea de llamarlo Octavio; y cómo era eso de que su hijo, de horas de nacido, era un “viejo amigo” de aquel hombre mayor. Farah temblaba de nervios, pero aun así, no perdía a Wísob de vista. Lo observaba de arriba a abajo, escudriñando sus plateados cabellos, su larga barba, su recta nariz, su rojiza piel, y especialmente, aquellos ojos azules que miraban fijamente los ojos café de Octavio, en lo que parecía ser, entre ellos, un muy privado momento de comunicación.
La piel de Farah se erizó como la de un puercoespín, y justo cuando iba a pedirle a aquel anciano que se marchara, este le dijo:
W: —Sí, ya debo irme... ¡que tenga un feliz día... hasta luego!
Pero justo cuando Wísob se alejaba, el señor Carlos se acercaba.
C: —¡Oh, mil disculpas, señor! ¡No lo vi entrar! ¡Lo siento, señora Farah!, el portón estaba debidamente cerrado y no sé cómo... ¿Puedo ayudar en algo?
F: —Descuide, señor Carlos, el señor Wi… ¿Wísob dijo era su nombre? —le preguntó con un tono autoritario.
W: —Sí, Wísob.
F: —… El señor Wísob ya se iba.
Y por muy discreto que fuese el señor Carlos, no pudo evitar manifestar su sorpresa al ver a Farah con Octavio en brazos.
C: —¡Señora Farah!, ¡felicidades!... no sabía que… —dijo sonriendo de sorpresa y señalando a Octavio con ambas manos.
Farah miró a Octavio orgullosa.
F: —Bueno… es que aún nadie lo sabe… quiero decir… me tomó por sorpresa, ni siquiera he avisado a mi familia…
C: —¡Vaya! ¡Es usted muy valiente... ni siquiera requirió ayuda!
F: —¿Valiente? Aún estoy atolondrada, casi petrificada… ¡Fue un golpe de suerte… ¡Ya sabe… un poco de horror y una montaña de amor!
C: —Requerirá mucha atención, estoy a la orden para lo que necesite. ¿Cómo lo llamará? ¿Es un varón verdad?
F: —¡Octavio! ¡Su nombre es Octavio! —respondió sonriente.
C: —¿Puedo verlo? preguntó tímidamente.
F: —¡Claro! Acérquese, —le dijo al tiempo que descubría un poco más el pequeño rostro de su hijo.
C: —¡Vaya! ¡Parece que es su vivo retrato!
F: —¿Le parece? Quizás se parezca más a mi esposo, sus ojos... son… —de repente ella paró de hablar y el señor Carlos no quiso importunar.
Ambos hicieron silencio y Wísob, hasta ahora atento a la conversación entre ellos, aprovechó para despedirse nuevamente.
W: —¡Señora Farah...!, ¡Que tenga un feliz día! Señor Carlos, feliz día. ¡Ah... lo olvidaba!, mi casa es la cabaña que está colina arriba. ¡Estaré allí para cualquier cosa que necesite! ¿Recordará eso? ¡Cualquier cosa!
Ella lo miró fijamente a los ojos, y sin saber por qué, desde lo más profundo de su corazón, sacó para él un genuino “Gracias”.
Wísob partió colina arriba con destino hacia su casa, el señor Carlos se dirigió hacia el establo para terminar sus quehaceres, y Farah entró con Octavio en brazos hasta la habitación de este. No tuvo que esforzarse mucho por sacar de su mente ese inquietante momento con aquel anciano, pues por más que las horas pasaban, ella no podía hacer nada más que contemplar con arrobo a su amado hijo.
INOLVIDABLE
Repentinamente comenzó a llover y Farah, por nada del mundo se perdería, y aquella tarde menos que nunca, aquel espectáculo fluvial, pues ahora contaría con la más grata compañía. A fin de evitar interrupciones, decidió ir antes un momento al baño, pero aún con Octavio en brazos, abrió completamente la ventana para disfrutar de la fresca temperatura y el agradable olor a tierra mojada. Dejó a Octavio en su cuna y después de besar su cabeza, le dijo:
F: —Ya vengo, cariño.
Y justo cuando Farah salía del baño caminando en dirección a la cuna de Octavio, una dorada esfera luminosa, nada más y nada menos que un destellante rayo globular, entró por la ventana impactando el diminuto cuerpo de Octavio, luego se proyectó hacia uno de los pararrayos del castillo y se redirigió hacia tierra, cayendo finalmente al pie de la ventana de su habitación. Ver aquella destellante esfera de luz sobre el cuerpo de su pequeño hijo y escuchar al mismo tiempo aquel escalofriante ruido, le heló instantáneamente la sangre y despavorida, se abalanzó sobre Octavio. Su instintiva reacción fue sacarlo de su cuna, abrazarlo fuertemente y luego colocarlo sobre su cama. Inmediatamente pudo notar el pijama de Octavio aún caliente y completamente chamuscado, pero curiosamente, su piel se encontraba intacta. Intacta excepto por una pequeña herida del tamaño de un guisante, situada a un par de centímetros bajo su ombligo, la cual, sangraba ligeramente. Pero lo más curioso era que aquella sangre, no era una sangre común, era un gelatinoso fluido de un color rojo rutilante, cargado de diminutos destellos de luz que emulaban el fulgor de auténticos diamantes.
Erizada con lo que veía, Farah cerró sus ojos y abrazó a Octavio con tanta fuerza, que incluso temió lastimarlo. “Hijo… pero ¿qué te han hecho? ¿quién te hizo esto?” —susurró con voz temblorosa. Miró hacia la puerta de la habitación, pero esta estaba tal como ella la había dejado, indemne y cerrada con seguro. Miró hacia afuera desde la ventana y una nube de humo, un fuerte olor a quemado y un ardiente calor le confirmaron todo. “¡Octavio!, ¡hijo! ¡Cuán afortunado eres!... ¡ni siquiera me atrevo a decirlo! ¡Ha caído un rayo sobre ti y solo tienes una quemadura del tamaño de una uña!”. Miró aquella pequeña herida con detenimiento y pudo ver justo frente a sus ojos, que esta lentamente se cerraba. “Pero ¿qué es esto? ¿Qué… qué pasa con tu sangre, hijo querido?” —le preguntó susurrando. Ella necesitaba comprobar que aquello era un error, pensó que aquello no era posible, así que presionó ligeramente la herida de Octavio esperando obtener un poco más de sangre, pero nada ocurrió, en pocos segundos aquella había dejado de ser una herida. Ahora Farah constataba que aquel extraño “accidente” había dejado justo debajo del ombligo de su hijo, una pequeña cicatriz que curiosamente, tenía nada más y nada menos que la misma forma de aquella imagen que a menudo visitaba su mente. Finalmente, Farah entendía que aquella imagen, independientemente de lo que significase, era algo inherente a Octavio.
Temblando, y cargando a su pequeño con su brazo izquierdo, tomó aquella gota de sangre con su mano derecha, la acercó a su nariz para percibir su olor, la presionó ligeramente para verificar su consistencia y finalmente concluyó: “Podrá oler como quiera, tener la consistencia que quiera, pero definitivamente la sangre no brilla como la escarcha. ¿Qué rayos le pasa a mi hijo?”.
Sentía tanto miedo como emoción, una extraña sensación que la hacía sentir tan aterrorizada como afortunada. Entre tanto, la expresión en la cara de Octavio casi evocaba una canción de cuna, lucía exactamente como un bebé feliz lo haría, y hasta podría decirse que disfrutaba enormemente, segundo a segundo, todo lo que acontecía.
Justo en aquel instante, la grave voz del señor Carlos se coló por la ventana.
C: —¡SEÑORA FARAH!, ¡SEÑORA FARAH!, ¡SEÑORA FARAH! —gritó con desesperación.
F: —¡SEÑOR CARLOS!
C: —¿Está usted bien? ¿ambos se encuentran bien? —preguntó consternado.
F: —¡Sí, estamos bien! Bueno… no del todo, pero sí... estamos bien…
C: —No tiene idea de lo que ha pasado. Si estuviera de este lado se le erizaría la piel, —le dijo secándose la frente; el calor y el humo que aún quedaban lo hacían sudar y toser profusamente.
En aquel instante, ella hubiera querido gritar, pero en la privacidad de su mente se conformó con pensar: “… Y si usted estuviera de este lado, su piel se erizaría aún más”.
C: —Usted y Octavio son los dos seres más afortunados de la tierra. Señora Farah, sonará increíble, pero ha caído un rayo justo en este lugar ¡y ustedes están vivos! ¿Sabe lo que eso significa?
F: —¡Lo sé, tenemos tanta suerte! Esto es tan increíble que es imposible de contar. ¿Y usted, señor Carlos? ¿se encuentra bien verdad?
C: —Físicamente sí, pero mi cabeza va a estallar. Es que no puedo entender la trayectoria de este rayo —decía mientras rascaba su cabeza—. ¡Es… es… absolutamente… imposible! ¡Tiene usted un pararrayos que no para los rayos!
F: —Sí, Octavio estaba explicándomelo hace un instante… —dijo totalmente ensimismada.
C: —¿Cómo dice?
F: —Quise decir… que Octavio… lo siento… es que estoy muy nerviosa… me tiembla todo el cuerpo y creo que…
C: —Lo sé, señora Farah, debe haber sido un terrible momento para usted teniendo a un bebé recién nacido al cuál proteger…
F: —Pensé que era un sueño… o más bien... una pesadilla.
C: —Sí, es increíble… no solo por lo cerca que estuvo… sino porque desafía totalmente las leyes de la física… ¿Cómo es que ese pararrayos dirigió hacia acá un rayo que debía dirigir hacia tierra? Debo revisar su conexión. Descuide, señora Farah... ¡lo haré ahora mismo!
Pero lo que el señor Carlos ni siquiera sospechaba, era que la verdadera trayectoria de aquel rayo involucraba el diminuto cuerpo de Octavio. Él comenzaba a hacer demasiadas preguntas y a razonar de un modo muy inteligente, y Farah, empezaba a ponerse nerviosa. ¿Cómo le explicaría al señor Carlos lo que ella misma no podía creer y mucho menos comprender? Pero en el mismo instante, una chispa de claridad llegó a su mente. En realidad, no había razón para preocuparse, pues la misma razón que hacía aquel hecho increíble, incomprensible e inexplicable, era la misma que lo convertía en inimaginable, de modo que ni en un millón de años luz, ni el señor Carlos, ni ninguna otra persona, podrían llegar a imaginar siquiera lo que en realidad había pasado.
F: —No puedo dejar de pensar en lo que pudo haber pasado… —dijo ella mientras pensaba que en realidad había pasado hasta lo inimaginable, y aun así, Octavio estaba sano, salvo y prácticamente incólume.
C: —Vea el lado bueno, solo fue un gran susto y usted y Octavio son los seres más afortunados del mundo. ¿Y sabe qué?, mañana mismo limpiaré y pintaré el muro, quedó mucha pintura de la remodelación de las ventanas.
F: —Cierto… no lo recordaba…
C: —Llenaré este cráter con tierra y lo cubriré con un rollo de césped del jardín trasero. Puedo sembrar algunas flores también si lo desea, solo escoja las especies que prefiera y yo me encargaré.
F: —El césped será suficiente…
C: —Está bien, le gustará, ya lo verá…
Y mientras el señor Carlos se dispuso a revisar el pararrayos, Farah decidió quedarse con Octavio en aquella aún ahumada habitación. Aún muy exaltada, intentaba calmarse y ordenar sus pensamientos: “Octavio está bien... yo estoy bien… Octavio está completo... todo está bien...”, y entre tanto, lo examinaba de pies a cabeza, observando cada uno de sus ángulos frente el espejo del tocador. “Sí” —susurró—, “todo estará bien”, —inhaló profundamente con sus ojos cerrados y una tenue sonrisa. Tomó aquella gota de sangre y mientras decidía que destino darle, la guardó en un reluciente y cuadrado cofre de oro que usaba para guardar sus joyas. Aquel cofre tenía grabado un pequeño círculo con incrustaciones de diamantes, y mientras lo frotaba con su dedo índice derecho, no pudo evitar pensar que encima de aquel círculo debía estar grabada también aquella imagen... que en aquel momento, para ella representaba un ocho.
Las horas pasaron y Farah se entretuvo haciendo sus quehaceres en la cocina. Pero al caer la tarde, decidió volver a la habitación de Octavio para cuidar de él y escribir un poco. Ella aún ordenaba su improvisado escritorio cuando repentinamente, un fuerte resplandor entró por la ventana. Temiendo que este perturbara el sueño de Octavio, se acercó inmediatamente para correr la cortina, y al hacerlo, vio cómÉo miles y miles de destellos luminosos adornaban el suelo metros y metros alrededor del castillo. Farah no podía entender lo que veía. Entrecerraba sus ojos y pestañeaba con fuerza esperando con ello ver con mayor claridad, pero era inútil. Invadida por el asombro, Farah salió a las afueras del castillo para ofrecerles una explicación a sus ojos. Y todo parecía indicar que no estaba alucinando, pues al acercarse pudo constatar que del suelo, en todo alrededor del castillo, habían brotado miles de piedras y metales preciosos que, al reflejar la luz del sol, emitían un destellante fulgor. Era un espectáculo inigualablemente hermoso. Aquel derroche de belleza sobrepasaba incluso lo celestial, más que verlo, Farah sentía que podía oírlo... hacía que su mente volara... sentía como si su cuerpo flotara... Ella hubiera pasado toda la eternidad observando aquel maravilloso despliegue de luces cuando a su espalda, sintió como si algo la llamara, y al voltear, justo al pie de la ventana de la habitación de Octavio, algo aún más hermoso la dejó sin aliento. Frente a sus ojos, lentamente y desde el interior de la tierra, un cuerpo de metal de un dorado resplandeciente, con destellos de luz plateada, comenzó a brotar. Al principio, Farah no podía entender lo que sucedía, pero tras unos minutos, pudo descifrar lo que tenía frente a sus ojos. Lo que había brotado al pie de la ventana de la habitación de Octavio, justo en el lugar en el que había caído aquel inolvidable rayo, era un impactante cuerpo de oro y diamantes de un dorado radiante como el sol, con luminosos destellos de luz plateada, que adoptaba la inequívoca forma de una flor. Tenía veinticuatro pétalos de forma semi circular de casi medio metro de diámetro y bordes ligeramente ondulados. Desde su centro, se proyectaba un único y largo pistilo bordeado por pequeñas réplicas de sí misma, en cuya punta brillaba un bulbo de luz dorada que reflejaba un rostro, y que de un modo casi imperceptible, palpitaba al compás de un corazón: los de Octavio. Aquel fenómeno hizo temblar de impresión a Farah, y aunque su instinto la empujaba a acercarse, su mente no se lo permitió. Aun así, con el ceño fruncido y negando con la cabeza todo lo que veía a su alrededor, podía verse en sus labios una mínima sonrisa. Y justo en aquel momento, corriendo y visiblemente exaltado, se aproximó a ella el señor Carlos diciéndole:
C: —¡SEÑORA FARAH! ¡SEÑORA FARAH! ¡Es incontenible! ¡Incontrolable! ¡No paran de brotar! ¡Y hay miles y miles por doquier!
Ella, sin poder despegar su mirada de lo que veía, asintió ligeramente con su cabeza y le dijo:
F: —¡Mire!
C: —¿Qué co...?
Y solo le bastó girar ligeramente a su izquierda para, al igual que Farah, quedar completamente anonadado.
C: —¿Qué…es?
F: —¿Qué parece?
C: —Eh… una… no sé si decirlo… una… ¿una flor?
F: —Es lo que pensé. Significa que no estoy loca o… que estamos locos los dos…
C: —Y usted que no quería flores ¿eh? “El césped será suficiente” ¿dijo?
F: —¿Será posible?
C: —Tal parece que lo es…
F: —No lo entiendo. Primero el cielo sobre el castillo, luego el castillo y ahora el suelo bajo el castillo…
Ella se dio vuelta para marcharse, no sin antes notar que justo al lado de aquella flor, en un pequeño charco, un solitario renacuajo nadaba resplandeciente de vida. Aquella imagen la hizo recordar a su también diminuto, indefenso y recién nacido hijo, y entonces sin poder evitarlo, unas lágrimas inundaron sus ojos. Sin querer, en aquel momento, Farah lloró de amor.
Y entonces, con un suspiro recortado, exclamó:
F: —¡Octavio! ¡Lo siento, señor Carlos! ¡Debo ir a ver a Octavio!
Y a toda prisa, se dirigió hacia el interior del castillo. Al llegar a la habitación, constató que todo estaba en orden. Octavio dormía plácidamente, y ella decidió sentarse frente a la ventana para continuar disfrutando de aquella espectacular vista. Muy pronto llegó la noche, y todo aquel embelesante espectáculo de destellos, brillo y fulgores se apagó, solo por eso Farah pudo despegar sus ojos de aquella fastuosa función.
Se sentía cansada y su estómago ya comenzaba a rugir, así que se dirigió a la cocina para tomar la cena. Decidió preparar una ensalada de espárragos, pero justo cuando intentaba tomar una taza para servirse, notó que los platos y utensilios estaban todos limpios y ordenados, sin recordar en qué momento lo había hecho. Frunció el ceño e intentó concentrarse y encontrar en su mente ese recuerdo, pero fue en vano. Terminó de cenar y decidió regresar a la habitación de Octavio y prepararlo todo para disponerse a dormir, pero al acercarse a la puerta, esta se abrió por sí sola. Miró hacia todos lados, pero no vio a nadie. “Debí dejarla abierta... sí, han sido demasiadas distracciones hoy” —pensó mientras caminaba hacia la cuna de Octavio. Se acercó a él, besó tres veces su frente y se acostó en la cama justo al lado de su cuna.
Durante la noche alimentó a Octavio tan solo una vez, y a pesar de todo, ambos tuvieron un sueño tranquilo. Al amanecer, tan pronto abrió los ojos, observó con deleite la tenue luz que se colaba tras los bordes de las cortinas. Se levantó para cargar un rato Octavio y al voltear, notó que la cortina y la ventana se corrían por sí solas. Aquello la asustó tanto, que sintió como si un estruendoso ruido la hubiera sacudido por dentro. Con Octavio en brazos, vio cómo su cuna y la cama a su lado lentamente se tendían también por sí solas. Después de aquello, ya no pudo más, y despavorida, tomó las llaves de su auto con la intención de alejarse de aquel lugar, y al llegar a la puerta principal, esta por sí sola hizo lo suyo... y al intentar subir a su auto, no solo la puerta de este se abrió sin que ella siquiera la tocara, sino que aun cuando este solía encender luego de varios intentos, esta vez, encendió por sí solo apenas Farah, temblando como una hoja, tomó asiento frente al volante, para finalmente cerrarse su puerta también por sí sola. Farah palideció justo hasta el umbral del desmayo, su garganta se secó, y ya no podía siquiera salivar. “¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago?” —se preguntaba mientras abrazaba fuertemente a Octavio. Condujo despacio hasta salir de los terrenos del castillo, pero con un recién nacido en brazos no podía llegar muy lejos. “¿Qué estoy haciendo? ¿Hacia dónde voy?” —se preguntó. “Necesitamos un techo, abrigo, comida y tantas cosas… Hijo querido... todo esto llegó contigo... si todo esto es por ti, debe ser algo bueno ¿cierto? ¡Dime! ¿No dices nada...?”. De pronto soltó una entrecortada y confusa carcajada y se dijo: “¡Farah, estás enloqueciendo! ¿Qué no ves que es solo un bebé?”. En aquel momento ella miró fijamente los ojos de Octavio, e inequívocamente, este le correspondió. Nunca nadie sabrá lo que con aquella mirada le decía, pero tras ella, Farah se calmó, y con los ojos llenos de lágrimas le dijo: “Ya volvamos a casa”.
Ella condujo de regreso al castillo lo más rápido que pudo y al llegar, no tuvo que apagar el auto, ni abrir o cerrar sus puertas, tampoco las del castillo, ni de la habitación de Octavio. Todo se hizo por sí solo. Acostó a Octavio de nuevo en su cuna y se alegró de que a pesar de todo aquello, este se encontraba sano y salvo, y más que eso, parecía estar feliz, al menos, eso era lo que expresaban sus radiantes ojos café. Seguidamente, besó tres veces la diminuta frente de su hijo y luego caminó hacia la ventana, y al asomarse, gritó del susto.
F: —¡AAAAHHH! Pero… ¿qué? ¿Qué hacen todos aquí? ¡CARLOS!, ¡CARLOS!, ¿QUÉ HACEN LOS ANIMALES AQUÍ?
El señor Carlos se acercó de prisa a la ventana y mientras se quitaba su boina y observaba apenado a todos aquellos animales, le dijo:
C: —¡No lo sé, señora… les di de comer a todos muy temprano en la mañana! ¡VAMOS! ¡SOOOOHH! ¡VAMOS… ¡TODOS AL ESTABLO! ¡FUERA! ¡FUERA! —les gritaba intentando arrearlos.
Una vaca, una oveja, un cerdo, una gallina, un caballo, un perro, un pato y hasta una colonia de ratas topo desnudas se instalaron frente a la ventana de la habitación de Octavio.
F: —¡Señor Carlos! Regréselos al establo por favor. ¡Ah! Y aún quedan muchas piedras y metales regados por doquier, apílelos y colóquelos en el sótano por favor.
Y hasta que aquellos animales no hubieran regresado a su lugar, Farah no soltaría a Octavio ni por un segundo.
C: —¡Sí, señora! —dijo el señor Carlos totalmente presto.
Él se encargó de regresar a todos los animales al establo y de guardar en el sótano todos aquellos metales y piedras preciosas, y el resto del día transcurrió tranquilamente.
Al día siguiente, Farah se levantó un poco más tarde esperando que todo hubiese vuelto a la normalidad, pero de nada sirvió. De nuevo ocurrió. Los platos, las puertas, la cama, la cuna, las ventanas, las cortinas... lo hicieron de nuevo...
Los días pasaban y cada vez más cosas cobraban vida en el castillo. El árbol de higos, el cual nunca había dado frutos, ahora comenzaba a hacerlo.
A diario, todos los animales se posaban al pie de la ventana de la habitación de Octavio y del mismo modo, el señor Carlos se encargaba de arrearlos de vuelta hacia el establo. Poco a poco, todos los animales fueron acostumbrándose a permanecer en el establo, excepto dos de ellos: la vaca y el cerdo. Si mil veces eran arreados por el señor Carlos hacia el establo, mil veces ellos retornaban a posarse al pie de la ventana de la habitación de Octavio. Era curioso ver como observaban en todo momento cada uno de sus movimientos, sin perderlo de vista ni un solo segundo.
YA NO HABIA DUDA
Con la llegada de Octavio aquello que siempre fue inerte, parecía haber cobrado vida, y aquello que ya la tenía, había ganado un nivel diferente de conciencia. Su llegada pareció haber inyectado una chispa de luz a todo a su alrededor, para bien y también para mal, pero al final, la vida se encargaría de depurarlo todo, poco a poco, paso a paso, y sobre su tamiz, solo quedarían gotas de luz.
Y desde aquel extraño día de agosto, sin ningún disimulo, los ojos de todos en la comarca comenzaron a posarse sobre el castillo Verdiore, o mejor dicho, sobre ese niño que había nacido casualmente el mismo día en que ciertos extraños eventos ocurrieron y luego del cual, muchos más ocurrirían. Suponían que se trataba de una criatura afortunada, una que había llegado al mundo en medio de aquellos eventos extraordinarios. Pero lo que nadie sospechaba era, que era el nacimiento de aquel niño lo que había causado aquellos extraños fenómenos. Nadie excepto Farah. Ella no sospechaba, ella “sabía” que su hijo había traído un raro equipaje. Tenía miedo, mucho miedo, pero al mismo tiempo se sentía afortunada por poder vivir aquella atrapante experiencia. Para ella, todo aquello se estaba convirtiendo en un emocionante viaje. Sabía que nunca más su corazón latiría del mismo modo, que el insomnio la asaltaría robándole el sueño noche tras noche, y que los sobresaltos formarían parte de su diario vivir. Estar tan consciente de su nueva realidad la sorprendía un poco, y la hacía pensar que quizás, algo en ella, desde lo más profundo, había deseado que así fuese.
EL REGALO
El reloj ya marcaba las nueve de la noche y Farah decidió irse a la cama. Estaba exhausta. Ordenó su escritorio, y se acercó a la cuna de Octavio para asegurarse de que estuviera bien abrigado y respirando normalmente. Besó tres veces su frente y luego subió a su cama disponiéndose a dormir.
Las horas transcurrían y Farah no hacía más que voltearse de un lado a otro. No pudo dormir en toda la noche. Aquella destellante imagen que repetidas veces visitaba su mente cuando Octavio estaba por nacer, había regresado. No se había hecho consciente de que aquella no había vuelto a revolotear en su cabeza desde el día del nacimiento de Octavio: el 2 de agosto. Y siendo sincera con ella misma, no la extrañó para nada. Comenzaba a ponerla nerviosa el vívido e insistente modo en que ahora aquella imagen aparecía en su mente, pues prácticamente no había cesado en toda la noche. Tal vez fueron nueve o diez las veces que se levantó durante la noche para asegurarse de que Octavio estuviera bien. “Rayos… esto sí que no me lo esperaba... ¿Y ahora qué? ¿No irá a nacer Octavio de nuevo... o sí”? —susurró con un poco de sarcasmo mientras se sentaba al borde de su cama. No quería despertarlo, pero no podía esperar un minuto más. Y de repente, casi de un salto se levantó, encendió la luz de la habitación y se acercó cuidadosamente a Octavio, descubrió su bajo abdomen, y entonces pudo constatar por enésima vez, que la cicatriz que había dejado aquel inolvidable rayo a un par de centímetros bajo su ombligo, tenía justamente la forma de aquella misteriosa imagen. No había duda. Eran exactamente iguales. ¿Para qué iba a negarlo? ¿Qué sentido tendría engañarse? Por muy aterrorizada que estuviera, con esa actitud no ganaría nada. En aquel momento, Octavio se movió un poco, era una clara señal de que estaba despertando. De inmediato, ella lo tomó en sus brazos y no tuvo más que mecerlo unos segundos y acariciar suavemente su cabeza para que volviera a dormirse. De nuevo besó tres veces su frente, lo colocó en su cuna y lo arropó tiernamente.
Ya estaba por salir el sol, y aunque ahora menos que nunca podría conciliar el sueño, subió a su cama, se arropó hasta el cuello y mirando el techo comenzó a pensar: “Hoy es… 2… de Octubre… han transcurrido sesenta días… ¡no!... sesenta y un días… dos meses desde el nacimiento de Octavio… dos meses… ¿qué ocurre en dos meses? Completamente descartada una fase lunar… solo dura… unos… veintinueve días...; un ciclo estacional… unos… noventa y un días; un año… trescientos sesenta y cinco días...; no… no… dos meses… dos meses… ¿qué podrá ser?... tiene que… tiene que haber algo”. Estaba absolutamente segura de que la presencia de aquella imagen otra vez en su mente significaba algo y ese algo, era indudablemente inherente a Octavio. Por eso no podía pasar todo el día echada en su cama haciendo elucubraciones al respecto, tenía que hacer algo.
Y justo en aquel momento, su fiel memoria le trajo un particular recuerdo: Wísob, aquel misterioso anciano que a pocas horas del nacimiento de Octavio había venido a visitarlo, identificándose como su “viejo amigo”. Le resultaba espeluznante incluso la sola idea de desentrañar lo que la frase “viejo amigo” significaba, sobre todo porque ese amigo al cual se refería era nada más y nada menos que un niño de tan solo horas de nacido. Pero aquel no era el momento para analizar ese asunto, ahora tenía uno aún más urgente por resolver, y algo le decía que aquel anciano podía ayudar. “Él dijo… ¿cómo fue que dijo? Mmmm… que vivía en la cabaña que está colina arriba y que estaría allí para cualquier cosa que necesitara, sí… dijo: «cualquier cosa». Lo recuerdo muy bien… como si acabara de decírmelo” —pensó.
A toda prisa, Farah salió de su cama y se acicaló un poco, aunque en realidad, no lo necesitaba en lo absoluto. Ella era una mujer encantadora, de sobresaliente belleza, estatura media, piel muy clara y lampiña y cabello castaño claro con tenues tonos cobrizos. Sus preciosos ojos café enmarcaban una dulce y honesta mirada que solía chocar constantemente con la de quienes resultaban atraídos por su esbelta y armoniosa figura.
Toda aquella angustia inhibió completamente su apetito, pero debiendo lactar a un bebé, no podía darse el lujo de saltarse el desayuno, así que fue a la cocina, tomó un par de ciruelas, regresó a la habitación, tomó a Octavio en brazos aun profundamente dormido, las llaves de su auto, su bolso, y partió a casa de Wísob. Por supuesto que no tuvo que abrir la puerta ni de la habitación, ni del castillo ni del auto. Tampoco tuvo que molestarse en encenderlo, y lo crucial, fue que tampoco tuvo que conducir, pues una vez que acomodó a Octavio en el portabebés en el asiento trasero y se sentó frente al volante, el auto comenzó a andar en dirección a casa de Wísob por sí solo. Antes que ella pisara el pedal del freno y moviera el volante para retroceder, este ya había comenzado a hacerlo, y antes que intentara pisar el acelerador para avanzar, ya el auto estaba andando. No pudo evitar temblar de miedo al verse junto con Octavio a bordo de un auto semoviente, “¿estamos realmente a merced de una cosa?” —se preguntó. Pero increíblemente, aquel auto se desplazaba exactamente a la velocidad, en la dirección y del modo como ella lo hubiera hecho. De pronto recordó el sin número de eventos extraños que la habían rodeado los últimos días, y considerando que aun así ella y Octavio se encontraban más que sanos y salvos, perfectamente bien, se permitió relajarse un poco, aunque volteando de vez en cuando hacia el asiento trasero para observar a Octavio, quien aún dormía plácidamente. Al llegar a casa de Wísob, no pudo evitar esbozar una tenue sonrisa y decirle a aquel auto entre dientes y sintiéndose como una verdadera demente: ¡Gracias!, al tiempo que sintió la extraña y urgente necesidad de colocarle algún nombre. Y mientras bajaba de él y tomaba a Octavio en brazos, se le ocurrió uno: “Klowf”. “Así te llamaré”, —le dijo dándole las gracias de nuevo. “¡Ya volvemos klowf!”. A toda prisa, caminó hasta la puerta y por supuesto ni siquiera tuvo que tocar la campana, pues al acercarse, Wísob la abrió diciéndole:
W: —¡Buenos días, Farah! Qué bueno verlos… qué agradable visita. ¿Cómo está todo?
F: —¿Que cómo está todo? Ni siquiera lo sé, —le dijo con el ceño fruncido y un tono de lamento—. ¡Ah, disculpe, buenos días! ¿Cómo se encuentra, señor Wísob?
W: —Yo, muy bien, gracias. Puedes decirme simplemente Wísob. Pero pasa adelante por favor, no te quedes ahí parada. Ven, toma asiento donde prefieras, ¿quieres algo de tomar? ¿Algo para comer? Lo que quieras, dime…
F: —Un vaso con agua estará bien. Gracias, señor Wísob… eh…, perdón… Wísob.
W: —Claro, voy por él, no tardo.
Ella tomó asiento en el gran sofá del recibidor, y mientras esperaba a Wísob, acomodó a Octavio en su regazo.
Wísob fue a la cocina por el vaso con agua para Farah, y al acercarse a ella para entregárselo, le preguntó mirándola fijamente a los ojos:
W: —¿Y cómo ha estado Octavio?
Aquella mirada la hizo sentir incómodamente radiografiada. Tras un instantáneo esfuerzo, logró despegar su mirada de la de Wísob posándola sobre Octavio en un intento por verificar que este se encontrara bien, y en efecto, así lo estaba, Octavio continuaba profundamente dormido.
F: —Nada bien, o… perfectamente bien… o… es que no lo sé. Es que… Wísob, estoy realmente preocupada… han pasado tantas cosas extrañas en el castillo, tantas cosas extrañas con respecto a Octavio que…
W: —Lo sé… quiero decir… lo imagino…
F: —¿Qué quieres decir? ¿Cómo que lo sabes? ¿Cómo que lo imaginas?
W: —¿Cómo te explico?… en realidad, no son tan extrañas… o quiero decir… a ti, a mi o a cualquiera, podrán resultarnos algo extrañas, pero tratándose de Octavio…
F: —¿Algo extrañas? ¿Dices “algo”? ¿Sabes lo que es que un rayo caiga justo en…? —alcanzó a decir hasta que, consciente de lo increíble que aquello resultaba, decidió callar. Pero aun así continuó diciéndole—: Wísob, no tienes idea de lo increíbles que son las cosas que pasan en torno a Octavio… siento que… siento que… ¿Sabes?, anoche no pude dormir ni siquiera durante un segundo. Una imagen, una que me persigue desde que estaba por nacer Octavio, ha vuelto. Había cesado de aparecer en mi mente desde el día de su nacimiento, pero anoche… anoche fue… el colmo… era tan vívida, tan… insistente… y no puedo más… está volviéndome loca…
W: —Tal vez sé a lo que te refieres…
F: —¿Tal vez? No me digas “tal vez”, ¡di que lo sabes, por favor!
Él se levantó lentamente de su asiento, un blanco y cómodo sillón de goma espuma que estaba ubicado justo frente al sofá en el que se encontraba sentada Farah.
O: —Espérame un momento, no tardo —dijo mientras se dirigía hacia su habitación.
F: —¿Qué? Está bien… —respondió intentando calmarse.
El regresó portando una reluciente caja de madera negra de unos veinte centímetros de largo, por unos diez centímetros de ancho, y unos seis centímetros de alto, se detuvo frente a ella y le dijo:
W: —¡Toma!
F: —¿Qué es? —preguntó evidentemente nerviosa.
W: —Ábrela.
Ella tomó la caja mirando muy extrañada a Wísob, y con las manos llenas de dudas, la abrió.
F: —¡Wow! ¡Son hermosos! —exclamó estremeciéndose completamente. La caja contenía ocho diamantes algo más grandes que una pelota de ping pong, y de colores diferentes: rojo, naranja, amarillo, verde, cian, azul, violeta y negro—. ¡Cielos! ¡Son hermosos! ¡Brillan como diamantes!
W: —¡Es porque lo son! —le dijo mirándola fijamente a los ojos.
F: —¡No es cierto!
W: —Lo son… Solo entrégaselos a Octavio en su debido momento, le pertenecen.
El primer impulso de Farah fue rechazar semejante obsequio.
F: —No puedo aceptar un regalo como este —le dijo despegando sus ojos de toda aquella hermosura.
W: —¿Acaso no me escuchaste? No es un regalo, le pertenecen a Octavio, a nadie más, y es él quien debe tenerlos.
F: —¿Cómo dices? ¿Le pertenecen a Octavio? Pero ¿qué insensateces dices? ¿Cómo va a pertenecerle a Octavio un juego de diamantes? ¿Sabes?, esto no está ayudándome, todo lo contrario, esto está empeorando las cosas. No puedo aceptar…
Y justo cuando Farah intentaba cerrar la caja, lo que vio en la cara interna de su tapa, logró helarle la sangre…
Incrustada en la madera de aquella caja, y hecha del más dorado oro, se encontraba una vez más aquella imagen. La piel de Farah se erizó por completo, estaba totalmente anonadada, y sin querer, la dejó caer al suelo. Wísob, con una inexplicable calma, la recogió y la colocó cuidadosamente en el sofá, justo al lado de Farah.
Ella temblaba de nervios, y mientras volvía a mirar aquella imagen, miraba también a Octavio intentando corroborar que aún continuaba dormido. Pero estaba tan desconcertada, que si Octavio hubiese estado despierto, ella no lo hubiese notado.
F: —Es… es… esa… ¡es esa, Wísob! ¡Es la imagen de la que te hablaba! —decía una y otra vez casi gimiendo y tragando con dificultad, mientras abrazaba fuertemente a Octavio— ¿Por qué está grabada en esa caja? ¿Por qué?
W: —Es porque le pertenecen a Octavio. ¿Lo ves? ¿Entiendes por qué es él quien debe tenerlos?
F: —Pero ¿cómo? ¿Por qué? ¿De dónde provienen? ¿Cómo es que Octavio llega a este mundo y ya tiene bienes de fortuna? ¿Es una herencia acaso? Ni su padre ni yo hemos muerto, ¿cómo es eso posible?
W: —Farah, ese no es el camino... sabes que no es una herencia —le dijo arrodillándose frente a ella.
F: —Cierto… que estupidez —respondió intentando serenarse respirando profunda y lentamente—. Lo sé… claro que no es una herencia… o tal vez sí, pero… de una naturaleza muy muy especial…
W: —Me alegra que lo veas así —él sonrió complacido—. No dejes que el miedo se apodere de ti.
F: —Dime, ¿debo tener miedo?
W: —Solo una pizca…
F: —Entiendo… —dijo frunciendo los labios—. ¿Qué pasará ahora?
W: —No lo sé, todo dependerá de Octavio. Pero creo… siento… que…
F: —¿Todo estará bien? ¡Dime que todo estará bien, Wísob!
W: —Es mi mayor deseo...
F: —Y el mío.
Ella verificó por enésima vez que Octavio continuase dormido, y un poco más calmada, dijo:
F: —Debo irme. ¿Puedes guardar los diamantes por mí por favor?
W: —No puedo, querida, es con Octavio con quien deben estar.
F: —¿Debo llevármelos entonces? ¿No hay otra posibilidad?
W: —¿Tú qué crees? ¿Aún te quedan dudas? ¿Ver esa imagen grabada en esa caja no te resultó suficiente?
F: —Sí... supongo —dijo soltando un suspiro—. ¿Me acompañas afuera? —preguntó mientras tomaba la caja con los diamantes y la introducía en su bolso.
W: —No tienes que irte ahora, pueden quedarse todo el día si quieres, ¿qué dices? No cocino tan mal...
F: —Gracias, Wísob, te agradezco enormemente la invitación, pero ahora debo irme, tengo demasiadas cosas que hacer. Prometo venir a comer tu “no tan mala” comida muy pronto, pero definitivamente hoy no será…
W: —Está bien… aquí estaré. Puedes venir cuando quieras, a cualquier hora y sea lo que sea que necesites, ¿está bien?
F: —Está bien. Gracias, Wísob —le dijo mientras caminaban hacia el auto.
Por supuesto, ella no tuvo que abrir la puerta del auto, ni encenderlo, ni tampoco conducirlo. Pero lo mejor de todo, fue que no tuvo que dar ninguna explicación, pues sin necesidad de ninguna, Wísob, con una pícara sonrisa le hizo “entender” que él, lo había “entendido” todo.
Desde aquel día, Farah y Wísob se convirtieron en los mejores amigos, o más que eso, en los mejores confidentes sobre un tema que para ambos, resultaba muy importante: Octavio. Algunas veces, ella subía junto a Octavio hasta su cabaña a visitarlo, y otras, él bajaba hasta el castillo a visitarla a ella y a Octavio. Qué afortunados eran los tres…
LAS HABILIDADES
El tiempo pasaba, y Octavio se hacía cada vez más fuerte e independiente, comenzaba a gatear y a mostrar algunas otras habilidades que erizaban todos los días la piel de Farah dejándola sin aliento.
Todos los días a las cinco de la tarde, Octavio tomaba su cena. Esta consistía en un biberón de leche materna que Farah colocaba en el refrigerador, y el que Octavio solía alcanzar de un modo muy particular. Quién sabe de qué modo Octavio pensaba en aquel biberón, pero al hacerlo, la puerta del refrigerador se abría y el biberón, suspendido en el aire, se dirigía hasta su habitación. La puerta de esta se abría para dejarlo entrar, luego se cerraba una vez que este estaba dentro, este continuaba su recorrido hasta llegar a las manos de Octavio quien lo asía, lo bebía y finalmente se dormía. Luego, Farah entraba a su habitación, lo arropaba cuidadosamente, besaba tres veces su frente y le decía: “Hasta mañana, cariño...”. Pero por más que Farah observase todos los días aquel suceso, nunca dejaba de sorprenderse.
Al fin, aquella fría mañana, Octavio pronunció su primera palabra. Farah entró a su habitación para asegurarse de que estuviera bien abrigado. Lo tomó en brazos y le preguntó: ¿Tienes frío, cariño? ¿Tienes frío? ¿Mmm? Y fue entonces cuando Octavio, con una chispeante mirada balbuceó: “Fío”. Pero no solo para Octavio fue la primera vez, aquella fue también la primera vez para aquella vaca y aquel cerdo que día y noche permanecían al pie de la ventana de su habitación, pues casi al mismo tiempo pudo escucharse a la vaca con una voz grave y estruendosa, y al cerdo con algo que parecía un grave carraspeo, balbuceando también “fío”. Para Farah, la emoción de escuchar a su hijo pronunciar por primera vez una palabra fue casi totalmente opacada al escuchar lo que ella y cualquiera considerarían como imposible, pero que más daba, ya esa sensación la había sentido muchas veces últimamente, así que miró fija e inquisidoramente los ojos de Octavio y le dijo: “Cariño…, ¿me lo explicas? ¿Será posible? ¿Mmm? —y mientras tanto miraba de reojo a la vaca y al cerdo que aún permanecían asomados por la ventana—. Bueno... ya me lo explicarás... ya habrá tiempo para eso, ¿no es cierto?”. Luego lo abrazó con mucha fuerza y se meció junto a él durante un muy largo rato.
Y curiosamente en aquel mismo momento, en casa de Wísob, sobre su consentida planta de espinacas, algo muy similar ocurría. De un increíble modo, aquellos dos ectoparásitos que tiempo atrás él había expulsado de su barba, comenzaron a silbar: “Pfiu—Pfiu”. Su primera reacción fue dudar de lo que escuchaba y pensar que alguien le estuviese jugando una broma.
W: —¿Quién anda ahí? —preguntó con ligereza.
Pero lo que él nunca imaginó, fue que escucharía unas voces balbuceando lo que él acababa de decir. Aquellas voces eran tan ridículamente agudas, que era inevitable reírse al escucharlas.
P: —¿Yen… amaí?
Él se acercó a los piojos, y de nuevo escuchó:
P: —¿Yen… amaí?
Y Wísob solo tuvo que escuchar de nuevo aquello para entenderlo todo, al menos eso era lo que dejaba entrever su entusiasmada sonrisa. En aquel momento, él sintió una sensación que ya conocía muy bien, era la misma que experimentó aquel emocionante día cuando esa misma planta de espinacas y sus flores de camomila, de un muy especial y hermoso modo correspondieron a su saludo. Era una sensación indescriptible… era... como encontrarse en grata compañía… como estar con verdaderos amigos… con seres que jamás querrían hacerle daño. Con una sensación como aquella, pensar en voz alta podría convertirse en una regla en lugar de ser una excepción. Y fue precisamente eso lo que Wísob comenzó a hacer, y casi sin querer, aquellos piojos comenzaron a aprender. Y aunque Wísob no lo podía creer, pudo entender que, en lo adelante, tendría en aquella cocina dos compañeros con quienes charlar hasta el amanecer.
LA TERTULIA
Aquella mañana Wísob amaneció con un voraz apetito. Tenía un circunstancial antojo de una receta elaborada con huevos, queso, migas de pan, tocino, cebolla, y crema. Mientras no calmase su voraz apetito su humor estaría un poco tambaleante. Salió de su habitación camino a la cocina vistiendo únicamente su ropa interior y calcetines. Y tal como últimamente lo hacía, comenzó a pensar en voz alta.
W: —No creo que se atrevan a opinar sobre mi aspecto. Hoy no amanecí de humor para tolerar críticas. Además, estoy en mi casa y me visto como yo quiera.
Y también, como últimamente lo hacían, los piojos comenzaron a remedarlo de un modo muy particular.
P: —No creo—creo que se atrevan—trevan a opinar—nar… estoy en mi casa—casa y me visto—visto, como yo quiera—quiera—quiera—quiera—quiera—quiera...
W: —¡Basta! ¡Ya cállense! ¿Cuándo van a aprender a comportarse?
Hubo un minuto de silencio.
Ph: —¿Te enojaste? —preguntó el piojo hembra.
W: —¡Qué pregunta tan tonta! Por supuesto que me enojé —respondió muy obstinado mientras cortaba unas julianas de cebolla.
Ph: —Pero que sensible estás… aprenderemos a comportarnos cuando aprendas a comportarte tú. Ni siquiera nos ha saludado… no nos has dado los buenos días… ¿qué no vas a preguntarnos cómo estamos?
W: —Estoy de mal humor, y estaré de malhumor mientras no haya desayunado, así que tendrán que esperar.
Ph: —¡Anda, no seas descortés… pregúntanos cómo estamos! —insistió ella.
W: —Ya les dije… no estoy de humor...
Pm: —¡Anda, pregúntanos! —prosiguió el piojo macho.
W: —¿Qué? ¿Saludarlos? ¿Cómo se supone que voy a saludarlos?, si ni siquiera sé sus nombres. ¿Puedo saber cómo rayos se llaman? Y luego dicen que el maleducado soy yo.
Pm: —¿Cómo nos llamamos? No tenemos nombre… no... ¿o sí?... ella me dice “tú” y yo le digo “tú”. Así: “¡Hey, tú!”.
W: —¿Qué? ¿Ambos se llaman “Tú”? ¿Cómo se supone que voy a diferenciarlos? Además, la palabra “Tú” ni siquiera es un nombre, es un pronombre personal. ¿Sabían eso? Pero ¿para qué les pregunto? ¡Por supuesto que no lo saben!
Pm: —¡Bah… qué importa! ¿Qué rayos te pasa hoy? ¿Por qué hoy necesitas unos nombres? Solo dinos lo de siempre: “¡Hola, piojos!, ¿cómo están?” y listo.
W: —¡Nooooo! ¿Cómo es posible que a estas alturas ustedes no tengan un bendito nombre? ¿Ni siquiera se les ha ocurrido llamarse Piojo 1 y Piojo 2? ¿No pueden usar sus cabezas para algo?
Ph: —¡Uuuuuuuyyyyyyyy! ¡Pero qué carácter! ¡Y no! No podemos porque soy del género femenino... en todo caso, sería “pioja”, con “a”.
W: —¿Qué? ¿Pioja? La palabra pioja no existe en el diccionario. En todo caso se llamarían piojo hembra y piojo macho.
Ph: —¿Qué? ¿Cómo que no existe en el diccionario? Pues creo que ya es tiempo de que la incluyan ¿no te parece?
yazele
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Registrado: 03 Mar 2021 16:10

Re: SUPÉRIOR OCTAVIO FÉSORER (Novela, literatura infantil y juvenil)

Mensaje por yazele »

...Continuación (SUPÉRIOR, OCTAVIO FÉSORER)


W: —¿Eh? Pues sí, ciertamente… si existiera, hubiera solucionado este problema… pudiera llamarte pioja, pero…
Ph: —¿Sabes? No me importa si existe en el diccionario. Si yo quisiera llamarme “pioja” así me llamaría, pero ese nombre no me gusta en lo absoluto.
W: —¿Ah no? ¡Ah caramba! Vaya problema… Pero está bien. ¿Qué tal si te llamo mmmm... a ver a ver... mmm...?
Ph: —No te esfuerces tanto, no es necesario. Yo misma me pondré un nombre, me llamarás: “Débora”.
W: —¡Ah! Qué buen nombre, ¡Débora! Pues Débora te llamaré. ¿Y tú cómo quieres llamarte? —preguntó Wísob al piojo macho.
Ph: —¡Bah… tonterías! ¡“Piojo” estará bien! Ahora lo que quiero es subir a algo peludo donde pueda morder y succionar un poco de sangre. ¿Me dejas subir a tu barba un rato?
W: —¿Qué? ¡Pero por supuesto que no! Además, esto es un asunto serio. Tendrás que tener un nombre y yo mismo te lo pondré. Te llamarás “Toro”. Eres un piojo rudo ¿no? Creo que ese nombre te irá bien —concluyó esbozando una sonrisa burlona.
Pm: —¿Eh? ¿Toro? ¿Eh? ¿Y no me sentiré raro en el futuro llamándome así?
W: —¿Y crees que tienes alguna opción? —preguntó estallando en carcajadas—. Te sientas raro o no, así te llamarás.
Pm: —¿Eh? Bueno… siendo que abiertamente todo depende de mí, ¡acepto!
Y entonces los tres: Wísob, Débora y Toro estallaron en carcajadas.
T: —Eh… ¿pero en qué estábamos? ¡Ah sí… en tu mala educación! ¿Al fin nos saludarás? ¿Nos preguntarás cómo estamos?
W: —¡Nooo! ¡Estoy de mal humor!
T: —¡Anda, pregúntanos! —insistió riendo burlonamente.
W: —Esta bien… ¡Hola, piojos! ¿Cómo están?
Y de nuevo los tres se destornillaron de risa.
T: —¿Qué no querías unos nombres para poder saludarnos, cabeza de tornillo?
W: —¡No me faltes el respeto! Puedo ir por el insecticida en cualquier momento.
T: —¡Oooops! Parece que continúa de muy mal humor —le susurró a Débora al oído.
W: —¡Ya bastaaaa! Está bien. Los saludaré… pero déjenme concentrarme. No es fácil…
Wísob afinó su garganta y muy serio, les dijo:
W: —¡Hola, Débora! ¡Hola, Toro! ¿Cómo están?
T: —¡Aaaaahhhh! Ese si es un anciano educado…
W: —¿Anciano? ¡No soy ningún anciano, soy un hombre mayor!
T: —¿Mayor? ¿Mayor que quién?
W: —¿Te suena la palabra “insecticida”?
T: —Sí… eh… no. ¿Pero sabes? No amanecimos muy bien. Esta planta de espinaca está vieja y sus hojas secas apestan, pero son muy pesadas y no podemos sacarlas, ¿nos das una mano por favor?
W: —Claro —respondió, y luego sacó una por una, unas cinco hojas muy descompuestas que aún estaban adheridas a la planta—. ¡Listo! ¿Mejor?
T: —Sí, mucho mejor. Gracias.
D: —¿Qué tal si nos regalas una gota de sangre? ¡Por una miserable gota de sangre que pierdas no te pasará nada! ¿Qué dices?
W: —¿Qué? ¡No! ¡Ni lo pienses! Ya cierren sus bocas, me están distrayendo —les dijo mientras cascaba un par de huevos.
Pero los piojos no paraban de hablar y Wísob rio tanto que no pudo evitar elogiarlos un poco.
W: —Vaya, que graciosos son. Se merecen una moneda. ¿Pero qué harían con ella? —dijo riendo burlonamente.
P: —Sí, yo soy muy gracioso, mi talento es inigualable. Y Débora, ¡ni se diga!, es toda una profesional.
D: —Sí, Toro y yo somos lo mejor de lo mejor del planeta.
Wísob rio entre dientes.
T: —Ya verás, te haremos reír tanto que nos dejarás subir a tu barba muy pronto.
W: —¿Ah sí? ¡A ver! ¡Hazme reír!
T: —No, ahora no puedo... estoy agotado porque no pude dormir en toda la noche por culpa de un odioso cálculo.
D: —¡Ah! Pero debiste habérmelo dicho, yo te hubiese ayudado, soy muy buena con las matemáticas.
T: —¿Matemáticas? ¡No! Me refiero a un cálculo en mi riñón —dijo estallando en carcajadas.
Y entonces, llorando de risa, Wísob, agradecido porque le hubiesen regalado aquel buen rato, los invitó a subir a su barba unos minutos.
W: —Está bien, suban. ¡Y nada de desorden, ni desperdicios, ni mordiscos ¿eh? Es solo un rato.
Wísob hizo a un lado los huevos que cascaba en aquel momento y gentilmente se acercó a Débora y a Toro, quienes al trepar su lacia barba, gritaron de emoción.
T: —¡AAAAAAAHHHHH… UUUUUUHHHHHH! ¡Qué delicia… esto sí es un hogar... mmmm excelente!
D: —¡Maravilloso, sublime! Gracias, Wísob. ¡Tu barba es un paraíso!
W: —Sí que lo es —respondió con una pícara sonrisa.
Y justo a bordo de aquella barba era cuando Toro y Débora se sentían más enérgicos, y entonces aprovechaban la ocasión para vanagloriarse un poco y fantasear haciendo sus vanidosos comentarios:
D: —Afortunadamente somos unos piojos con mucha clase.
T: —¡Seeeee! Allá aquellos piojos que viven en lugares vulgares, malolientes y sucios... nosotros vivimos en una barba digna.
D: —Para nada tenemos que preocuparnos por eso, ellos son “polución social”.
Y aquel era el momento que Wísob aprovechaba para recordarles algo:
W: —¿Saben que puedo ir por el insecticida en cualquier momento verdad?
T: —¡Eh nop!
W: —¿Qué opinan sobre un saca-piojos?...
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Megan
Beatlemaníaca
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Re: Supérior Octavio Fésorer (Novela, literatura infantil y juvenil)

Mensaje por Megan »

Bienvenida al foro, @yazele, :D .

Gracias por tu participación, en cuanto pueda te leo.
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yazele
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Re: Supérior Octavio Fésorer (Novela, literatura infantil y juvenil)

Mensaje por yazele »

Gracias! Me encanta este foro! :D
Espero que te guste!
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