Toda una vida
Publicado: 08 Sep 2021 00:44
Su inocencia le impedía contemplar la realidad. No veía nada malo en aquello, pues no era la primera vez que su amigo y él habían dormido juntos después de pasar toda la noche viendo películas de terror a escondidas de los mayores. Pero la intención de su padre con aquel hombre no era para nada inocente.
Al menos eso pensó su madre cuando lo siguió por las escaleras y contempló el panorama que se estaba desarrollando en su propia cama. Aquella misma noche se fueron de casa. Él observaba a su madre mientras conducía. Su mirada estaba fija en la carretera y las lágrimas se agolpaban en sus ojos. No eran de tristeza, sino de rabia. Rabia por saber perdidos los años que había pasado con aquel hombre, rabia por haber sido engañada en lo más íntimo por la persona que creía querer.
Pasaron toda la noche en el camino. El alba despuntaba por las nubes tras las montañas cuando llegaron a casa de su abuela. Aquella afable mujer vivía sola desde que su querido esposo falleció algunos años antes. Era una casa de campo acogedora. Cuando entraron, después de pasar la noche en el frío coche, ambos se apelotonaron alrededor de la chimenea encendida. Mientras él disfrutaba de una taza de chocolate caliente fuera nevaba, y en la cocina su madre lloraba mientras relataba todo lo sucedido a una anciana mujer que asentía con la cabeza simulando comprender lo que le estaban contando.
Pensaba que con el paso de los días la tristeza de su madre menguaría, pero no fue así. En la casa reinaba un silencio tenso e incómodo que, como niño que era, no comprendía. Los desayunos solitarios, los almuerzos rápidos al volver de clase y las cenas en la habitación mientras hacía los deberes se convirtieron en la norma. Y así fueron pasando los días hasta que una noche su madre no volvió.
Mucho se rumoreó en el pueblo durante los meses que estuvo desaparecida. Las malas lenguas decían que había abandonado a su hijo por un amante, otros que simplemente se había fugado y otros que había vuelto con un marido al que jamás debió abandonar. Todos estos rumores se despejaron cuando encontraron su cuerpo pendiendo de un olivo. No había dejado ninguna nota, ninguna despedida. Tampoco hacía falta. Tanto su hijo como su madre sabían el porqué. La lloraron durante semanas, juntos y a solas, la añoraron durante meses y siempre la recordaron.
Pasaban los años y aquel que un día llegó a casa de su abuela siendo un niño se había convertido en un hombre. Por aquel entonces su mayor ilusión era salir a conocer mundo, pero no quería abandonar a su abuela. Ésta se encargó de convencerlo ...no te preocupes... decía, estaré bien. Pero ambos sabían que mentía, pues dos semanas después de su partida recibió una carta del párroco diciéndole que había fallecido. Descansaba en paz en un lugar mejor, fueron sus palabras.
Ya nada lo vinculaba a aquella tierra. No se sentía de ninguna parte y sabía que no conocía apenas ningún lugar. Así que, sin dinero ni miedo, decidió emprender un camino del que solo conocía el punto de partida. Esos pasos decididos lo llevaron a conocer todo tipo de personas. Qué bonita es la amistad cuando tú pagas las copas. Eso lo aprendió cuando ya no tenía ninguna moneda en el bolsillo y sus queridísimos amigos se esfumaron al mismo tiempo que las últimas gotas de whiskey se evaporaban del fondo del vaso. Sólo, en un lugar desconocido. Fue una época oscura.
Su día a día se convirtió en una noche eterna, pues antes del amanecer ya enfilaba la carretera hasta el punto donde quedaban con el capataz. Allí una camioneta destartalada los recogía y llevaba a la mina. Carbón, negro como la esperanza de todos los que allí bajaban antes de que el sol apareciera y salían una vez la luna había recuperado su puesto. La única alegría que su cuerpo se llevaba era el cigarrillo que compartía con cuatro más de camino a casa. Nada malo podía hacerle aquel cigarrillo a sus pulmones, al menos nada que no le hiciera ya la mina.
Así pasó varios años. Aunque su suerte cambió cuando las primeras canas hicieron acto de presencia. Una noche de viernes, al igual que las demás noches de viernes, la cuadrilla del cigarrillo comprobaba el boleto de lotería que habían comprado la tarde antes. Nunca se les había visto tanto el blanco de los ojos a aquellos hombres. Eran los premiados. Aquella noche no tuvo fin porque sabían que al día siguiente no volverían a la mina. Al fin vieron el sol.
Cuando cobró el premio arregló sus asuntos y se despidió de todos los que habían formado parte de aquel tramo de su vida. Sabía que no volvería a verlos, y en parte eso lo aliviaba.
Se dirigió a una gran ciudad, quería vivir en un lugar donde para perderse no tuviera más que salir de casa. Allí conoció a una mujer: viuda y con dos hijos. En cuestión de meses pasó de ser un soltero empedernido a tener esposa e hijos que no le llamaban padre.
Su vida fue fácil, quizás no lo vieran así sus hijos pero ellos no sabían lo que era una vida de verdad. Su rutina se redujo a disfrutar del día, pues seguía levantándose a la misma hora que lo había hecho durante años para ir a la mina. Las buenas costumbres nunca se olvidan, decía.
Su mujer y él se miraban a diario, y nunca se vieron diferentes de aquella tarde cuando se conocieron, aunque para el resto era evidente el paso del tiempo por su piel y por su cuerpo. Pese a ello, hasta sus últimos días disfrutaron de su vida, pues aunque sus cuerpos no acompañaran, ambos poseían almas forjadas a fuego por circunstancias que la mayoría de los que les rodeaban no se molestaban ni en imaginar.
Murieron en un accidente de coche. El informe policial recogió un detalle del que la prensa se hizo eco: los cadáveres fueron hallados cogidos de la mano.
Al menos eso pensó su madre cuando lo siguió por las escaleras y contempló el panorama que se estaba desarrollando en su propia cama. Aquella misma noche se fueron de casa. Él observaba a su madre mientras conducía. Su mirada estaba fija en la carretera y las lágrimas se agolpaban en sus ojos. No eran de tristeza, sino de rabia. Rabia por saber perdidos los años que había pasado con aquel hombre, rabia por haber sido engañada en lo más íntimo por la persona que creía querer.
Pasaron toda la noche en el camino. El alba despuntaba por las nubes tras las montañas cuando llegaron a casa de su abuela. Aquella afable mujer vivía sola desde que su querido esposo falleció algunos años antes. Era una casa de campo acogedora. Cuando entraron, después de pasar la noche en el frío coche, ambos se apelotonaron alrededor de la chimenea encendida. Mientras él disfrutaba de una taza de chocolate caliente fuera nevaba, y en la cocina su madre lloraba mientras relataba todo lo sucedido a una anciana mujer que asentía con la cabeza simulando comprender lo que le estaban contando.
Pensaba que con el paso de los días la tristeza de su madre menguaría, pero no fue así. En la casa reinaba un silencio tenso e incómodo que, como niño que era, no comprendía. Los desayunos solitarios, los almuerzos rápidos al volver de clase y las cenas en la habitación mientras hacía los deberes se convirtieron en la norma. Y así fueron pasando los días hasta que una noche su madre no volvió.
Mucho se rumoreó en el pueblo durante los meses que estuvo desaparecida. Las malas lenguas decían que había abandonado a su hijo por un amante, otros que simplemente se había fugado y otros que había vuelto con un marido al que jamás debió abandonar. Todos estos rumores se despejaron cuando encontraron su cuerpo pendiendo de un olivo. No había dejado ninguna nota, ninguna despedida. Tampoco hacía falta. Tanto su hijo como su madre sabían el porqué. La lloraron durante semanas, juntos y a solas, la añoraron durante meses y siempre la recordaron.
Pasaban los años y aquel que un día llegó a casa de su abuela siendo un niño se había convertido en un hombre. Por aquel entonces su mayor ilusión era salir a conocer mundo, pero no quería abandonar a su abuela. Ésta se encargó de convencerlo ...no te preocupes... decía, estaré bien. Pero ambos sabían que mentía, pues dos semanas después de su partida recibió una carta del párroco diciéndole que había fallecido. Descansaba en paz en un lugar mejor, fueron sus palabras.
Ya nada lo vinculaba a aquella tierra. No se sentía de ninguna parte y sabía que no conocía apenas ningún lugar. Así que, sin dinero ni miedo, decidió emprender un camino del que solo conocía el punto de partida. Esos pasos decididos lo llevaron a conocer todo tipo de personas. Qué bonita es la amistad cuando tú pagas las copas. Eso lo aprendió cuando ya no tenía ninguna moneda en el bolsillo y sus queridísimos amigos se esfumaron al mismo tiempo que las últimas gotas de whiskey se evaporaban del fondo del vaso. Sólo, en un lugar desconocido. Fue una época oscura.
Su día a día se convirtió en una noche eterna, pues antes del amanecer ya enfilaba la carretera hasta el punto donde quedaban con el capataz. Allí una camioneta destartalada los recogía y llevaba a la mina. Carbón, negro como la esperanza de todos los que allí bajaban antes de que el sol apareciera y salían una vez la luna había recuperado su puesto. La única alegría que su cuerpo se llevaba era el cigarrillo que compartía con cuatro más de camino a casa. Nada malo podía hacerle aquel cigarrillo a sus pulmones, al menos nada que no le hiciera ya la mina.
Así pasó varios años. Aunque su suerte cambió cuando las primeras canas hicieron acto de presencia. Una noche de viernes, al igual que las demás noches de viernes, la cuadrilla del cigarrillo comprobaba el boleto de lotería que habían comprado la tarde antes. Nunca se les había visto tanto el blanco de los ojos a aquellos hombres. Eran los premiados. Aquella noche no tuvo fin porque sabían que al día siguiente no volverían a la mina. Al fin vieron el sol.
Cuando cobró el premio arregló sus asuntos y se despidió de todos los que habían formado parte de aquel tramo de su vida. Sabía que no volvería a verlos, y en parte eso lo aliviaba.
Se dirigió a una gran ciudad, quería vivir en un lugar donde para perderse no tuviera más que salir de casa. Allí conoció a una mujer: viuda y con dos hijos. En cuestión de meses pasó de ser un soltero empedernido a tener esposa e hijos que no le llamaban padre.
Su vida fue fácil, quizás no lo vieran así sus hijos pero ellos no sabían lo que era una vida de verdad. Su rutina se redujo a disfrutar del día, pues seguía levantándose a la misma hora que lo había hecho durante años para ir a la mina. Las buenas costumbres nunca se olvidan, decía.
Su mujer y él se miraban a diario, y nunca se vieron diferentes de aquella tarde cuando se conocieron, aunque para el resto era evidente el paso del tiempo por su piel y por su cuerpo. Pese a ello, hasta sus últimos días disfrutaron de su vida, pues aunque sus cuerpos no acompañaran, ambos poseían almas forjadas a fuego por circunstancias que la mayoría de los que les rodeaban no se molestaban ni en imaginar.
Murieron en un accidente de coche. El informe policial recogió un detalle del que la prensa se hizo eco: los cadáveres fueron hallados cogidos de la mano.