El secreto de mi padre

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M. Charaja
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El secreto de mi padre

Mensaje por M. Charaja »

El secreto de mi padre
Decía papá que mi abuelo, un hombre extraño y de muy mal genio, le entregó antes de morir un secreto...
Mi madre, nunca quiso hablar de eso; cada vez que le preguntaba me prodigaba una sonrisa y asaeteaba con una mirada fruncida las fantasías de mi padre. Él era un hombre que se pasaba la vida aparentando ser un cuenta cuentos muy serio.
Fue hace tantos inviernos y tantos veranos... Esas, las primeras escenas de la vida que hoy recuerdo, juguetean conmigo, alardean de su existencia fugaz, vienen a mí como dardos envenenados de alegría; proyectiles fatuos que se disuelven con solo tocar mi entendimiento. Hoy intentaré ocuparme un poco de ello, y está claro que cualquier intento será escaso y turbio como el tiempo.
Dominábamos, en este hostil mundo, una casa, no...en realidad era un oscuro hueco, un hueco al que yo amaba con simpleza de niño. Era un cuarto grande con techo altísimo y sin ventanas, seccionado torpemente con maderas, sombras y camas; dos puertas y un patio tan corto como la infancia. El conjunto era para mí todo un mundo hermoso y comprimido; con sus verdades, afectos y misterios.
Papá decía que las puertas fueron hechura de un señor gigante, primer y antiguo propietario de nuestra pequeña casa. El gigante debió pasarla muy mal, debió lastimarle la oscuridad y la falta de espacio. Cierto o no, la puerta principal era muy alta, y giraba su madera descolorida a fuerza de quicios y bisagras. Una entrada o una salida digna de separar los confines de dos mundos infinitos...
–Tu abuelo enterró en la hacienda todo tipo de armas; hizo cavar en la tierra un hueco inmenso y metió pistolas, escopetas, carabinas y municiones – me dijo un día mi padre, mientras hablábamos de las tierras que había perdido el abuelo durante la reforma agraria.
– ¿Ese es el secreto que te dijo mi abuelo?
– No, ese no es ningún secreto, es solo otra historia que te cuento. – ¿Y tú sabías disparar?

– Por supuesto, con una escopeta cazaba patos en la laguna. De un solo tiro caían veinte, los recogía con la balsa y después todo era para la panza.
– ¿Te comías veinte patos? – pregunté asombrado, imaginándolo devorar una pequeña montaña de patos.
– Claro, los patos no tienen mucha carne.
– A mi me daría pena – le comenté, pensando en su barriga hinchada y en el sufrimiento de los patos.
– No cuando tienes mucha hambre...
Mi papá fue por un corto tiempo un niño millonario, o al menos eso decía él. Un chofer vestido de saco lo llevaba a la escuela en el primer vehículo que quemó combustibles y prescindió de caballos. Era un pueblo pequeño, una acuarela pincelada de nostalgias y mullida en la paz del silencio serrano; un pueblo de cuentos. Pero la vida es indecisa y se complace dando y quitando...
– ¿Y el secreto?
– Un secreto es algo diferente – dijo solemne y clavándome una mirada misteriosa – un secreto es algo que solo se le dice a una persona y yo te lo voy a decir a ti.
– ¿En serio?
– Sí, tú eres el elegido –dijo exagerando gestos y frotándome con fantasías la cabeza.
– ¡Dímelo!
– Tu mamá está escuchando, si te lo digo ahora ya no sería un verdadero secreto.
– ¿Puedes irte un ratito, mamá? – pregunté a mi madre exudando toda mi ternura...
– Claro, si ustedes terminan de cocinar – respondió ella sonriendo socarronamente.
– Es una pena, pero yo no sé cocinar... ¿Tú sabes? – preguntó mi papá fingiendo curiosidad.
– No. Pero tú sí sabes cocinar; cocinaste patos.
– Solamente les quitaba las plumas, luego les quitaba las tripas y los hervía con sal. Bueno, si mamá sale se quemará el arroz y se incendiará la cocina.

– Entonces vámonos nosotros y me lo cuentas en el cuarto.
–Pero ya va a estar listo el almuerzo – dijo sobándose la barriga – siempre es mejor hablar de secretos y esas cosas con la barriga llena, pueden ser impresiones muy fuertes, alguien hasta podría desmayarse; o a lo mejor te asombras tanto, que tu boca puede quedarse tan abierta que ya no podras masticar el pollo que tu mama está friendo... ¿Qué te parece si hablamos de
eso después del almuerzo?
– ¿Lo prometes?
– Claro, es una promesa – terminó sus excusas mientras mamá sonreía
maliciando algo...
La cocina era apenas un rinconcito en el patio, un espacio ataviado de fruslerías y cubierto con techo de calamina ennegrecida. Mamá iba y venía; ora encendía una hornilla, ora apagaba la otra; esparcía en las sartenes polvillos, en las ollas verduras y en los sentidos aromas. Mientras trabajaba a veces cantaba, tarareaba melodías lejanas; a veces también se quemaba. No se trataba de un oficio cualquiera, era un fino arte, una ciencia de alquimia, trasmutar la rebeldía del fuego en nuestra sencilla comida...
– ¿No podríamos ir a desenterrar esas pistolas? – Pregunté acaramelado por las delicias del relato – yo quiero una pistola de verdad, para ser como Wild Bill Hickok
– Esas ya no son nuestras tierras, hijo, hay gente que vive ahí y no nos dejarían hacer huecos para buscar cosas...Ya todo ha cambiado.
– ¿Y para que tenía tantas pistolas el abuelo?
– La hacienda de tu abuelo era muy grande, él tenía las pistolas para protegerse de los ladrones de ganado. Cuando supo que los militares venían a tomar el control de sus tierras, mandó enterrar todo en un hueco.
– ¿Qué tan grande era la hacienda?, ¿cómo el estadio de futbol?
– Muchísimo más grande; nos demorábamos dos días a caballo solo para rodear y vigilar sus límites.
– Pero tú siempre me has dicho que el abuelo te abandonó cuando eras niño... ¿Ya sabias montar a caballo?

– ¡Yo sabía montar caballos desde que tenía diez años! – Dijo con orgullo y golpeándose el pecho.
– ¿Quién te enseñó?
– Aprendí solo. Cuando murió mi mamá, tu abuelo, se buscó otra familia. Su nueva mujer era malvada, como las madrastras de los cuentos; ella nos quería ver muertos, tuve que aprender a hacer cosas de grandes para sobrevivir.
– ¿Tan mala era esa mujer?
– Sí, era muy mala. Nos odiaba mucho, a mí y a tus tíos; hacia lo imposible por deshacerse de nosotros. Hechizó a tu abuelo y ya no le importaba si teníamos comida o ropa; pero seguíamos trabajando para él en la finca. Yo no llegaba ni a los doce años y ya me daba trabajo de hombres; a veces me mandaba con dos «rodeantes» a vigilar los límites de la hacienda, íbamos a caballo y en el camino dormíamos en una choza de piedra y barro...
– ¿Y no les hacia frio?
– Dormíamos acurrucados sobre paja y nos tapábamos con muchas mantas... fueron otros tiempos. La hacienda era muy grande, tenía cerros y manantiales muy bonitos. Fue muy triste cuando nos lo quitaron todo. Tu abuelo nunca se recuperó de eso.
– ¿Y por eso se murió? – mi padre pausó su relato, sintiendo seguramente un dolor muy propio.
– Murió de pena...
Mi padre, un hombre inquieto, que en su niñez también había cocinado gorriones y enseñado a robar a un perro para no morir de hambre, siempre me contaba historias de esos tiempos; de los campos inmensos, de los cerros inhóspitos, de los puquios y sus sirenas; de cómo domesticó la lluvia y los caballos más tercos. Debieron ser muy duros aquellos tiempos; pero mucho mejores que los nuestros. Siempre he pensado que el día en que mi abuelo perdió su hacienda, ese mismo día una parte de mi padre se marchitó y terminó también muriendo. Pero el resto de él era de una hechura impalpable al sufrimiento...

– Trae un lápiz y una hoja, que lo que vas a oír me lo dijo poco antes de morir tu abuelo – sentenció mi padre cuando terminamos el almuerzo.
– ¿Puedo usar tu lapicero?
– No – me dijo después de meditarlo un poco – el secreto es muy antiguo, no habían lapiceros cuando mi abuelo le trasmitió el secreto a tu abuelo. Tiene que ser un lápiz...
– Entonces voy... ¡Ahorita regreso!
La emoción invadió pronto todo mi cuerpo, pues vaya que era un cuerpo pequeño; me lancé ágil en la búsqueda angustiosa de los sencillos objetos. No fue difícil encontrar una hoja, el papel es común y ubicuo donde habitan alumnos de colegio; pero por más que me esforcé, no pude hacerme de un simple lápiz. Mis hermanos eran grandes y solo querían usar lapiceros.
– Papá, ¿Me das dinero para comprar un lápiz? Pregunté imaginando su bolsillo derecho, lleno de monedas ansiosas de pagar el precio de mis anhelos.
– Lo lamento, hijo; pero un lápiz nuevo no serviría para escribir lo que hay en un recuerdo tan viejo.
– Está bien – dije con un plan concebido, sencillo y bien cubierto...
Papá era el chofer de un camión inmenso, a veces parecía rudo y escaso de intelecto; pero solo parecía. Un hombre muy sabio diría que su arquetipo era el de un cuenta cuentos. Dicen que uno no elige en la vida nada; no elige el color de sus ojos, ni el humor de su bilis, ni la hora en que se cerrará este ciclo, para dormir el lapso inevitable que nos corresponde vivir en la muerte. Yo disiento, yo elegí a mi padre más allá de los límites del vientre materno. Mi padre no leía libros, no leía cuentos; a lo mucho hojeaba el periódico y veía las noticias en blanco y negro. Él quedó huérfano de madre a los nueve años; luego de un tiempo su padre buscó otro hogar, perdió su fortuna y lo fue abandonando de a pocos. Lo dejó crecer libre; soberano de su destino y entregado a los bríos inhóspitos de la vida; como a una hierba silvestre. El viejo no volvió a él hasta verse senil e indefenso. No sé si mi padre eligió para su vida aquello; pero estoy seguro que yo elegí para la mía ser una parte de su tiempo...

– ¿Eso te ha dicho tu papá? – Preguntó curiosa mi madre en la tienda de la señora Rosa, mientras nos comíamos un queque cuya fórmula era también un enigma que rumoreaba el viento. En la tienda había caramelos, cocadas y otras glorias para la gente de mi tamaño...
– Se te caerán los dientes – repetía como siempre mi madre, tomándome con cariño de la mano.
Largo camino era el de regreso, tres puertas y un poste retorcido y antaño. Recuerdo la perspectiva infinita de la calle, los paramentos de sillar, las viejas casonas; recuerdo su aroma, la melancolía de un camino salpicado de memorias; recuerdo las grietas, las fisuras, las juntas que fraccionaban la vereda y que intentaba no pisar; pues de hacerlo seguramente me «abombaría». Mi madre, a mi costado, era como una infinitud garantizada; nada podría dañarme estando a su lado; nada podría protegerme mejor que su oración, y la estampita milagrosa de un Cristo plastificado que cada mañana colocaba en mi pecho. Su mano me sostenía en la calle, como sostiene el creador las cuatro esquinas de su universo; en la otra mano sostenía un reluciente lápiz nuevo.
Ahora tenía por fin el lápiz; pero el desafío era envejecerlo rápido y sin pérdida de tiempo. Comencé por hacer garabatos circulares en una hoja, presionaba la punta con fuerza; los trocitos de carbón se desprendían escarchando el papel con sus adentros, como en un crimen diminuto y violento. Cogía con intermitencia un tarjador y despuntaba el lápiz a propósito. Repetí el proceso hasta convertirlo en un enano despreciable. Lo observé y me pareció que algo aún le faltaba. Lo mordí con torpe delicadeza y le dejé algunas marcas bastante feas. Me fui corriendo exultante en busca de mi padre; todos los problemas que cabían en mi pequeña cabeza, estaban ya resueltos...
– ¡Papá!... ya encontré un lápiz, un lápiz muy viejo –. Mi padre escribía en un cuaderno. Él mantenía la sólida costumbre de anotar los ingresos y los egresos de nuestra valiente economía. Dejó de hacerlo, cogió el lápiz, se acomodó los anteojos y lo observó con detenimiento.

– Este lápiz no ha sido usado para escribir – sentenció severo – no ha envejecido bien porque solo ha hecho garabatos. No servirá para escribir lo que hay en un recuerdo tan viejo.
Me devolvió inmediatamente el lápiz y volvió a lo que estaba haciendo. Yo me quedé parado a su costado, presintiendo que alguna magia debía envolver, con su misterio, a un secreto que se resistía a ser profanado por un impostor o un lápiz sin crédito. Mi padre, un hombre que en su juventud había lamido sangre de corceles para ganarse su respeto, era un cuenta cuentos muy serio y los enigmas eran instrumentos de su oficio.
– ¿Cómo sabes que no es viejo?
– ¿Si te caes por las escaleras y te rompes la ropa y los huesos...ya eres un hombre viejo?
– No.
– Pues por eso –. Vaya que era inteligente papá, o tal vez simplemente me vio... o a lo mejor conocía a mamá mejor que yo.
– Entonces podrías contarme el secreto, yo lo escribiré cuando sepa hacerlo y tenga un lápiz que haya escrito mucho– respondí algo desesperado. Papá dejó el cuaderno a un lado, se quitó los lentes y me dijo muy serio:
– ¿Te acuerdas que una vez te conté cómo se hace para sacar chispas de las orejas de un burro? – ¡Un burro expeliendo chispas por las orejas!... Era un misterio atractivo y digno de sujetar fuertemente la curiosidad al pensamiento; pero tal relato, o fantasía, no reposaba en ninguna esquina de mi memoria y debía ser de cuando no la tenía. Tuve que aceptar que lo había olvidado con un movimiento horizontal de mi cabeza.
– ¿Te das cuenta?... por eso es mucho mejor escribirlo.
– Pero tú lo tienes que escribir – apuré en recordarle que yo no sabía aún hacerlo.
– Eso no vale, un secreto valioso no se obtiene tan fácilmente; tienes que escribirlo tú, y no valen los lapiceros; tienes que hacerlo con un lápiz digno y decoroso... El secreto tendrá que esperar, ahora mejor ve a jugar – ordenó sonriendo.
Enorme problema; pero la solución, en un mundo tan pequeño, no podría estar oculta en muchas partes. Le pedí a mi cómplice de toda la vida que me

enseñara a escribir, como diríamos hogaño, que me diera un «curso intensivo», pues aun no estaba en edad de ir al colegio.
Con mucho amor lo hizo ella, y el lápiz fue testigo de sus afectos y sus caricias, de su mirada tierna y su paciencia infinita. En un par de semanas ya podía hacer caricaturas de todas las letras; pero mi madre me dijo que dejara madurar un poco el fruto de nuestros esfuerzos. Así lo hice...
Con la caída del sol el cielo azul se disolvía, pincelando de fuego el poniente lejano; la oscuridad se acribillaba de estrellas y misterios astrológicos. Los pasos tristes retornaban, los cansancios se conjuraban, la existencia se bendecía al fin con una pausa. El momento había llegado.
Dicen que hogar es donde te esperan. Yo esperaba impaciente el retorno de mi padre. Esa noche el hombre indómito llegó cansado y cubierta la ropa con la insignificancia de un polvillo blanco.
– Hoy tocó harina– dijo haciendo crujir las maderas de la silla en que acomodó su cuerpo aminorado. Mamá le sirvió pronto un buen caldo, le acarició los hombros y lo devolvió a la vida.
–Hemos descargado cien costales de harina en la panadería, si no lo hacíamos el pan de tu desayuno no existiría – dijo exagerando su importancia en un mundo donde todos, alguna vez, hemos sentido ser tan minúsculos como un granito de harina.
–Pero podríamos comer bizcochos – repliqué.
–También los hacen con nuestra harina... es más – me cuchicheó adoptando una pose enigmática – el camión me ha rugido todo el día; pero cuando se ha calmado, me ha dicho que antes hacían los panes con otra harina, la gente muy rico se los comía; pero de tanto comer esos panes, las piernas y los brazos se les caían. Eso está en los libros de historia que estudiaras algún día...
Imaginarme gente que se desprendía de sus extremidades como de un cabello, no era algo que me creería, no a la edad que ya tenía; mucho menos que el camión le rugía cosas que él comprendía. Papá terminó su cena y se fue a descansar al cuarto.
Yo remojaba mi pan en la leche, la sorbía sonoramente, luego quedaba en trance, meditando en placeres que hoy ni entiendo ni recuerdo; mi mama al

verme divagando se acercaba, picaba los panes en la taza, y tomando la cucharilla me alimentaba a su ritmo, permitiendo así que la fisiología del hogar no se obstruyera. Yo era, como decían las abuelas, un melendroso sin cura y sin remedio...
– Ya sé escribir y tengo este lápiz viejo – sorprendí triunfante a mi padre cuando terminé de comer. Él descansaba en su cama, leía un periódico de hojas enormes y monócromas. Tantas noticias debían contener millones de letras. Cerró el periódico, se sentó y me miró sonriendo.
– Ningún padre podría ser un buen contador de historias si no se entera de los acontecimientos... Veamos – murmuró cogiendo el lápiz con sus gruesos dedos. Luego de observarlo por un rato aclaró su veredicto:
– Es cierto, este es un lápiz digno de todos los secretos –. Yo sonreía victorioso, saboreando el sabor místico de su secreto; pero de pronto puso en mis manos el periódico...
– ¿Puedes leerme algún acontecimiento?
– No – respondí comenzando a frustrarme – pero puedo decirte cual es cada una de las letras...
– Para guardar un recuerdo tan viejo, no basta escribirlo, hay que también saber leerlo, de otro modo, solo sería una hoja con muchas letras...
Mis hermanos ya sabían leer, yo moría de envidia; pero ellos nunca tendrían en sus manos «el secreto» valioso y arcaico de sus antepasados. Igual no les hubiera interesado, ellos vivían en su mundo extraño; escuchaban su «música loca», hablaban de futbol, de John Travolta y de peinados «afro». Yo también ostentaba alguna locura; gastaba mi tiempo adherido al espejo, contemplando con obstinación mi rostro y el resto de mi cuerpo. Lo repasaba con las manos, me ponía de frente, me ponía de costado... me sumergía profundamente en mi mirada. Mi conciencia curioseaba observando su envoltura, su cascara extraña. Me obstiné tanto con eso que en cierta ocasión la turbación por poco me hace llorar de terror. ¿Qué era lo real? ¿Mi conciencia descarnada y expuesta? ¿El cuerpo que la contenía?...
Mamá, pensando que era un incurable vanidoso, amenazaba con romper el espejo y, como siempre, me mandaba a jugar.

La puerta que se abría al patio era también una antigualla de madera consumida y desvencijada, con una hoja siempre abierta y la otra bien cerrada. La hoja abierta me invitaba a la aventura, a las manos sucias, a las bolitas, a los carritos, a la ropa cochina y remendada; la hoja cerrada era surcada por rendijas y grietas verticales al piso de cemento. Cada tarde las rendijas encendían de vida el polvo, creando criaturas minúsculas de luz que flotaban en un hilo invisible de plata. Esa puerta era también enorme y pensada para gigantes. En las hendiduras que se formaban entre la pared y su marco, se verificaba la rutina macabra de la muerte; practicada por arañas sigilosas y moscas desmañadas. Debo reconocer que el morbo de estos espectáculos me cautivaba mucho. Mi padre decía que las puertas tenían también su secreto; una puerta abierta es un sonido, una cerrada es un silencio; según se hiciera sabiamente esto en el tiempo, podíamos tener música o ruidos molestos. «En la vida hay puertas que se abren y otras que se cierran, hay que saber respetar los tiempos». Sé de su propia boca que esto se lo dijo un hombre sabio, un hombre anónimo que antaño intentó enseñarle a tocar la guitarra. Al enterarse de esto mi abuelo, mandó hornear un cordero, y junto a la leña ardieron la guitarra y sus anhelos... «Yo no quiero por hijo un bohemio, vago y coplero».
Y así, respetando las pautas sabias del tiempo, llegó por fin un día en que podía leer y escribir, como diríamos coloquialmente, una «nadita»...
– Bien, el momento ha llegado – habló solemnemente mi padre sentándose a la mesa y espantando algunas moscas inoportunas. Yo me frotaba las manos y saboreaba el almíbar de una curiosidad añejada y satisfecha; pero solo en la mente, en el mundo real mis manos acomodaban torpemente la hoja y sostenían el lápiz viejo, esperando el dictado más trascendente de mis pocos años.
Me he puesto a pensar hoy, ya un poco viejo, en el profundo valor de lo que me dijo ese día; pero el presente es infinito y mi lápiz sigue siendo nuevo, su alma de grafito no ha podido atrapar siquiera alguna de sus historias, menos su secreto. Tendría que vivir su camino y respirar sus esfuerzos. Pienso también en mi madre, la recuerdo como una luz que se fue extinguiendo en el hueco inmenso que le fueron dejando las ausencias... ¡Si pudiera volver atrás! Si alguien me enseñara a escribir con su afecto; levantaría verdaderas poesías,

poesías con alma, poesías con vida, poesías construidas sobre las ruinas de la razón y sobre el cadáver pútrido del intelecto. Su mano me siguió sosteniendo, hasta el día en que yo la solté... Ella cayó hace mucho en el abismo de la muerte, y a veces sueño que la empujé con mis acciones a destiempo... todo su amor no mereció siquiera un epitafio. Ahora que mis propios hijos han crecido la admiro, desde la perspectiva del tiempo...
– Este es el secreto que me heredó tu abuelo – dijo con voz solemne mi padre – el mismo que recibió de su padre, y del padre de su padre hasta perderse en el tiempo... Escribe esto: «Todo lo sabrás cuando llegue su momento...»
Terminé de escribir el escueto texto, mi caligrafía era maltrecha y descalabrada; mi mano esperaba impaciente, como usted, lector, el resto de la revelación; la medula, el éxtasis y el espasmo de los sentidos... pero no, no había bromas, ni mesura o exageración; en verdad eso era todo.
¿Había en verdad un secreto? No bastaría la simpleza de una vida para saberlo todo. Creo que mi padre inventó o improvisó otro cuento con lo del secreto; aunque sin saberlo, lo que me compartió fue mucho más que eso. Él me entregó un tesoro; lo hizo con cada acto, con cada cuento y con cada costal de harina que entregó para mantener mi mundo infinito de ensueños. Lo mismo hizo con él mi abuelo, cuando lo entregó a una vida llena de peligros, paisajes y sucesos.
Mi padre era el mejor de los cuenta cuentos y ese arte se lo obsequió, sin saberlo, el desgraciado de mi abuelo...
Todos los hombres tienen para los suyos un secreto, o a lo mejor un tesoro; algunos lo entregaran del labio al oído y en acto de sacramento; otros, simplemente, lo dejaran a cargo del infalible tiempo.
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lucia
Cruela de vil
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Re: El secreto de mi padre

Mensaje por lucia »

Menuda forma de incitar al hijo a escribir y leer, poca gente tan motivada para hacerlo así de rápido :lol:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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M. Charaja
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Re: El secreto de mi padre

Mensaje por M. Charaja »

Gracias por leer Lucila. Parece que tienes el don de la ubicuidad :cunao: :cunao:
Esta fue una historia que en parte es fantasía y en parte realidad. Mi padre abandonó este mundo hace un año; pero no morirá mientras sus recuerdos sigan morando en el corazón de los que le amamos. Un abrazo!
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Cuentos Peques
No tengo vida social
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Re: El secreto de mi padre

Mensaje por Cuentos Peques »

Conservar los recuerdos mas preciados de la familia, en este caso la figura de un padre, es de lo mas valioso que se puede conservar :60:
Escritor de Relatos y Microrrelatos :60:
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