El horror caído del cielo (Relato)

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MarcBarqué
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El horror caído del cielo (Relato)

Mensaje por MarcBarqué »

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EL HORROR CAÍDO DEL CIELO
Por Marc Barqué

Kunga y todo su clan lo vieron. Ya hacía un rato que había oscurecido e incontables mundos, la mayoría ya muertos, llegaban hasta su bóveda celeste en forma de estrellas que despertaban la imaginación de los pequeños y no tan pequeños. Estaban agotados por el duro día que habían tenido, aunque no fue un día demasiado diferente al resto. Cazaron un par de bestias y, mientras uno de los cazadores, que había resultado herido, se aplicaba unas hojas en la nafra que se había hecho en la pierna, el resto de la tribu estaba cociendo las presas sobre el fuego, que habían aprendido a usar desde hacía poco y les había cambiado la vida radicalmente: permitía cocer los alimentos, iluminar la oscuridad de la noche y ahuyentar a los depredadores. Cuando el cazador hubo aliviado un poco el dolor y las presas conseguidas con tanto esfuerzo estaban bien cocidas, Kunga y los otros quince miembros de su clan empezaron su banquete.

A medio festín, lo avistaron. El primero en verlo fue Kuniak, uno de los pequeños del grupo. Llamó la atención de sus parientes con un grito de asombro y levantó el dedo señalando al cielo. Todos vieron algo que se desplazaba entre las estrellas. Era algo esférico que iba dejando tras de sí una estela lumínica muy brillante. Todo el clan miraba muy sorprendido ese extraño fenómeno, pues nunca habían visto nada parecido. Aparte del círculo luminoso del día y la piedra circular de la noche rodeada de millones de estrellas, nunca habían visto nada surcando el cielo.

Estaban absortos viendo el magnífico espectáculo cuando, de pronto, sucedió. Otra pequeña estela de color rojizo se desprendió del astro y cayó. Descendió a gran velocidad y se perdió tras las montañas. Pocos segundos después de haberlo perdido de vista, se oyó un ruido estruendoso, que causó pavor a los miembros del clan y excitó a todos los animales de los alrededores, pues se empezaron a oír gruñidos, alaridos, aullidos y todo tipo de sonidos que indicaban bruscos movimientos entre la maleza y las copas de los árboles. La sorpresa que estaban experimentando hasta hacía un segundo se tornó pavor y miedo, intensificándose en cuestión de milésimas de segundo al notar cómo el suelo tembló bajo sus pies. Los miembros del clan de Kunga, absolutamente atónitos y tremendamente confundidos, estuvieron mirando hacia las montañas durante un rato, sin comunicarse entre ellos. Cuando empezaron a recuperarse del estupor, Kunga tomó una de las peores decisiones que podría haber tomado en toda su vida: por la mañana, partirían a ver qué era aquello que cayó del cielo.

Él no lo sabía, pero acababa de condenar a todo su clan, y a sí mismo, al horror caído del cielo: Ghor-Nakla.



Por la mañana, Kunga y tres de sus compañeros más fuertes, Kringa, Kutsa y Kalanga, partieron hacia las montañas. La expedición duró tres días, durante los cuales Kunga y sus compañeros caminaron durante todo el día, infatigablemente, descansando sólo por las noches. Pese a ser un viaje largo, habían recorrido distancias mucho más extensas cuando, con la llegada del frío, abandonaron lo que había sido su territorio durante tres meses. No se encontraron con demasiados obstáculos, aunque tuvieron que enfrentarse a unos individuos que se habían apropiado de un estanque de agua. Kunga y los suyos, sedientos, lucharon para no morir deshidratados y consiguieron expulsar del estanque al grupo enemigo cuando Kringa ensartó con su lanza a uno de sus adversarios, causándole una profunda herida en un costado del abdomen que obligó a sus compañeros a ayudarlo y llevárselo. Como ya estaban prácticamente en la montaña, decidieron descansar un rato antes de proseguir. Tras reanudar la marcha, se adentraron en el denso bosque que cubría las montañas. A partir de ahí, el viaje fue bastante agradable. La temperatura era más suave que en la extensa llanura que habían cruzado durante tres días, había frutas en abundancia, con lo que no necesitaron arriesgarse a cazar en ese terreno desconocido, y frecuentemente se encontraban con el curso del río y arroyos que les permitían calmar la sed y limpiarse.

Después de una mañana entera sin encontrar nada, Kunga y sus compañeros subieron a una altísima colina y, al llegar arriba, por fin vieron lo que buscaban. Al otro lado de la colina, bajo los doscientos metros que medía, vieron un enorme agujero en la tierra, con todo destruído a su alrededor: árboles derribados, restos de rocas, cadáveres de animales y mucho polvo. El agujero era bastante ancho, de unos cincuenta metros de diámetro. Pero sobre todo, era hondo. Estremecedoramente hondo. La luz del sol iluminaba desde el centro mismo del cielo, por lo que la iluminación daba directamente al pavoroso hoyo abierto en la corteza terrestre. Sin embargo, la luz no conseguía llegar hasta el fondo de esa concavidad. Kunga y sus acompañantes miraron fijamente la oscuridad de ese terrorífico hueco abierto en el suelo y tiraron algunas piedras muy grandes y pesadas, pero no oyeron el ruido que podía anunciar el final del pozo. No sabían cuánto debía medir el agujero, pero estaba claro que su profundidad era mayor de lo que podían imaginarse. Mas hubo un detalle que no les pasó por alto: un fétido hedor emergía del oscuro fondo de ese pavoroso agujero. Era un olor tremendamente desagradable, que se clavaba como un puñal en las fosas nasales, viciaba el aire y penetraba dolorosamente hasta los pulmones. Cuando Kunga y los tres miembros de su clan aún estaban examinando los alrededores del lugar del impacto, tapándose la boca y la nariz con la mano, una intensa tormenta empezó a caer sobre todo el bosque. Kunga y sus amigos buscaron algún lugar donde refugiarse, y al cabo de unos cuatrocientos metros vieron la entrada a una cueva, en la que se cobijaron.

La tormenta duró algo más de dos horas, y al terminar ya estaba anocheciendo, por lo que decidieron que era hora de regresar con el clan. Al salir de la cueva, Kutsa se paró en seco y, extendiendo los brazos, hizo parar al resto. Todos vieron, al instante, qué había llamado la atención de Kutsa. Y también llamó poderosamente la suya. Un pequeño ser estaba deslizándose delante de ellos, aparentemente sin percatarse de la presencia de los cuatro hombres. Era un ser que nunca antes habían visto. Se trataba de una criatura pequeña, con un cuerpo enteramente negro de unos diez centímetros del que salían, a cada lado, cuatro patas que debían medir unos quince centímetros cada una. Su cuerpo estaba dividido en dos partes: un abdomen bastante gordo con dos pequeñas protuberancias en la parte posterior, y delante otro segmento algo más pequeño, en cuyo extremo había lo que parecía ser su cara: un rostro horrendo con ocho pequeños ojos, y dos colmillos justo debajo. Al caminar, sus ocho patas se plegaban y desplegaban con un movimiento que causaba repelús. Horrorizados y fascinados a partes iguales por ese extraño y diminuto ser, empezaron a seguirlo a una distancia prudencial, pues pese a su reducido tamaño, sobre todo en comparación con las bestias que ellos cazaban, había algo en esa criatura que asustaba.

Al cabo de unos minutos siguiendo al pequeño engendro, vieron que empezó a escalar el tronco de un pequeño árbol. Al llegar a sus ramas, los cuatro hombres se quedaron anonadados: de las dos pequeñas protuberancias que tenía en la parte posterior del abdomen y que empezaban a rozarse una con otra, surgió una especie de material blanco, que el extraño ser parecía sacar de su interior. En cuestión de pocos minutos, una blanca y flexible red se extendía de una rama a otra, exhibiendo unas formas regulares a lo largo del medio metro que ocupaba. ¿Para qué serviría esa extraña red? Muy pronto lo descubrieron: diversos insectos, al acercarse incautamente a la extraña construcción, quedaron atrapados en sus hileras blancas, que resultaron ser pegajosas trampas mortales. El inquietante ser se posó encima de un abejorro, empezó a envolverlo con la tela blanca, tejiendo un envoltorio alrededor del insecto y, cuando estuvo inmovilizado, le clavó los colmillos. Kunga y sus acompañantes seguían estando tan aterrados como embelesados, y no podían dejar de contemplar ese siniestro espectáculo. Pero, de pronto, algo más llamó su atención. Empezaron a sentir, leve pero claramente perceptible, el repugnante hedor que habían tragado en el agujero que dejó lo que fuese que cayó del cielo. Sorprendidos, y olvidándose del pequeño y siniestro ser que habían estado observando cautelosamente, agudizaron su olfato para seguir el hediondo rastro. Después de recorrer casi un kilómetro, vieron otro agujero en el suelo. Era grande, pero más pequeño que el primero y, además, no era la entrada de un pozo, sino de una galería, lo suficientemente ancha para que, ligeramente agachados, los cuatro hombres pudiesen penetrar. Esa galería, abierta en la tierra y la piedra, descendía con una bajada bastante empinada pero fácilmente transitable. El terreno era irregular pero firme, y las rocas que asomaban por las paredes ayudaban a descender al permitir el agarre. Conforme descendían por esa galería, la oscuridad ganaba terreno a la luz. Llegó un punto en el que estaban totalmente a oscuras, pero la falta de obstáculos en el camino y, sobre todo, la certeza de que estaban a punto de descubrir algo, puesto que el hedor era cada vez más intenso, les impulsaron a seguir adelante. No obstante, Kringa, Kutsa y Kalanga mostraron pronto deseos de volver atrás, pero Kunga, fiel a su rol de líder del clan, tomó otra decisión, y esta vez sí, fue la peor de todas las decisiones de su vida: continuar hasta dar con el origen del hedor. Y lo encontraron. Medio kilómetro más adelante, una luz empezó a hacerse visible al final de la galería. Los cuatro desgraciados llegaron donde nunca debieron haber llegado.

Ante ellos se abría un espacio circular, abierto al exterior, aunque no se podía salir debido a que las paredes, rocosas y llenas de moho y raíces, se alzaban hasta treinta metros. Pese a que estaba anocheciendo, aún había suficiente luz para que los infelices pudiesen observar lo que era ya su tumba, aunque aún no podían ni sospecharlo. De repente, el horror empezó a asomarse. Centenares de miles de pequeños seres de ocho patas, como el que habían estado escrutando hacía unas horas, se movían por el suelo en dirección a las paredes del amplio hoyo en el que se encontraban, y subían al exterior. Si uno de esos seres les había causado cierta turbación, la visión de aquella plaga infernal empezó a resquebrajar su psique. Eran innumerables seres, todos indudablemente de una misma raza, pero con muy variados aspectos: algunos eran como el que ya habían visto, pero también había otros de diversos colores, con cuerpos de diferentes tamaños, con variaciones en el grosor, la altura, el aspecto de los colmillos o la longitud de las patas. Una hueste de tenebrosos bichos que, en su procesión en masa hacia el exterior, emitían un siniestro silbido. Sin embargo, eso aún fue soportable para Kunga y sus compañeros. A lo largo de su vida nómada habían visto otros seres vivos con formas amenazadoras o repugnantes, como serpientes o cucarachas. Pero no fue hasta al cabo de unos segundos que el horror de verdad se materializó ante ellos. De otro agujero que había en el extremo opuesto de ese insoportable espacio, emergió la abominación que, de haber sabido lo que era, jamás habrían ido en su búsqueda. Aquello sí era el horror que cayó del cielo. Una horripilante criatura de más de diez metros reptó hacia donde estaban los cuatro desdichados. Era indudablemente de la misma raza que las diminutas cosas de ocho patas, pero su cuerpo, todo negro y con ojos rojos, tenía una peculiaridad horrenda: de su voluminoso abdomen se alargaban diversos tentáculos de color negro, algunos de los cuales mostraban pequeñas protuberancias puntiagudas en los extremos. Varias bocas baboseantes y amenazadoramente dentadas compartían espacio con la base de los tentáculos, y los cuatro homo sapiens pudieron ver, con una terrible congoja, que de esas bocas salían las pequeñas réplicas que se desparramaban por la superficie.

Ellos, en su profunda ignorancia prehistórica, no sabían que se encontraban ante una criatura primigenia, surgida de los confines más oscuros del espacio exterior, que algunos individuos de diversas culturas posteriores a ellos, pero ya desaparecidas, identificaron con el nombre de Ghor-Nakla.

Ghor-Nakla es una depredadora de mundos. Todos los planetas que sufren su visita acaban invadidos por sus pequeños vástagos, a los que los actuales homo sapiens, que ignoran su origen extraterrestre y primordial, clasifican con el nombre de “arácnidos”. Ghor-Nakla arroja sus retoños a la existencia, que se esparcen por todo el planeta y, con el paso de incontables milenios, se reproducen y evolucionan, siendo cada vez más mortíferas y prolíficas, hasta cubrir toda la superficie con sus telas, convirtiéndose en los mayores depredadores. Cuánto tardan en llegar a ese punto es algo muy variable. Algunos planetas de otras galaxias ya son siniestros amasijos de telas de araña tan densos que esas redes han llegado a formar parte de su atmósfera. Es un demoníaco proceso que puede durar siglos, milenios o eones enteros. Los vástagos de Ghor-Nakla apenas tienen inteligencia y no conciben ningún plan de invasión. Simplemente, siguen sus instintos, llevando a todos los hábitats planetarios irremediablemente al funesto final. Ghor-Nakla tampoco tiene una inteligencia que sea digna de mención, pero posee habilidades que Kunga y sus compañeros de clan sufrieron, aunque no comprendieron.

La horripilante Ghor-Nakla alargó sus negros tentáculos hasta el grupo de hombres primitivos, que en breves segundos se vieron alzados varios metros por encima del suelo, sufriendo la terrible fuerza de esa bestia primigenia, que clavó las protuberancias puntiagudas de uno de sus tentáculos en la cabeza de Kalanga, y entonces sucedió lo que sucede siempre que Ghor-Nakla clava esos ganglios neuronales en otro ser vivo. Kalanga, aunque seguía prisionero de los tentáculos en ese agujero mortal, se vio de repente en medio de un enorme espacio vacío, rodeado de estrellas. Vio innumerables mundos siendo acechados, invadidos y destruídos por Ghor-Nakla y sus descendientes. Vio a la temible bestia arácnida encima de un cometa, buscando estrellas con vida que devorar. La visión de estos horrores cósmicos, que habrían quebrado cualquier mente, fue demasiado para un homo sapiens que aún no conocía siquiera la agricultura. Mientras Kalanga enloquecía, Ghor-Nakla vio lo que albergaba la mente de su presa. Vio los desplazamientos, las cacerías, los enfrentamientos con otros grupos…pero nada de eso le interesaba. Ella, la terrorífica primigenia de la oscuridad cósmica, sólo quería comida. Y la vio. Vio los restantes miembros del clan de sus prisioneros, condenados entre los tentáculos de la poderosa bestia, que ya había roto los huesos de sus presas. Vio a las mujeres esperando la llegada de sus compañeros, los niños jugando alegremente, los mayores descansando, algunos jóvenes recolectando frutas. El clan seguía su rutina sin percatarse de que una siniestra observadora los miraba desde las conexiones sinápticas de uno de los suyos. Y entonces, hambrienta, fue a por ellos. Kunga, poco antes de desmayarse por el dolor del aplastamiento de sus órganos por la colosal fuerza de los tentáculos de Ghor-Nakla, vio cómo la abominable bestia tejía una extraña red negruzca ante ella, igual de flexible que las de sus vástagos, pero de un tamaño y densidad mucho mayores. La tejía con sus patas delanteras, mediante unos movimientos zarandeantes y vomitando unos sonidos repugnantes, después de haber tomado el extraño material de sus salientes nódulos abdominales posteriores. Kunga no entendió cómo, pero al tener la tela terminada y mover los hilos laterales, el espacio empezó a curvarse y, de pronto, todos los lugares que separaban el hoyo del campamento del clan (la galería, el bosque, la colina, la montaña y la llanura), se iban acercando y comprimiendo dentro de la red que Ghor-Nakla manipulaba. En cuestión de segundos, pese a que seguían dentro del agujero, ya no tenían delante la salida de la galería por la que habían llegado a ese foso infernal, sino el campamento del que habían partido hacía varios días. A su vez, los miembros del clan que estaban en el campamento, dejaron de ver la apacible llanura y pasaron, repentinamente, a contemplar el horripilante rostro de Ghor-Nakla. Kunga no comprendía nada, pero vio horrorizado cómo Ghor-Nakla apresaba a todos los miembros del clan con sus siniestros tentáculos y los lanzaba hacia donde estaban ellos. Cuando los hubo capturado a todos, empezó a destejer la negra telaraña y, al mismo tiempo, el espacio volvía a ensancharse. La llanura desapareció, se fueron alejando las montañas, el bosque y la colina, y la gruta volvió a aparecer. Kunga y su clan murieron desmembrados, aplastados y devorados por la cruel aniquiladora de mundos, que succionó las entrañas aún vivas de sus agonizantes y aterradas presas.

Los desgraciados miembros del clan de Kunga no fueron las únicas víctimas. Ghor-Nakla atacó a homo sapiens durante cientos de miles de años, con resultados fatales para sus víctimas. Pero a veces, sólo algunas veces muy raras, algunos sapiens lograban huir y sobrevivir. Se dice que la visión de Ghor-Nakla provoca un efecto epigenético en el ADN de quienes tienen la desdicha de cruzarse con ella, y que ese efecto genera un terror irracional hacia las formas de vida que recuerdan a su tenebrosa figura. También se dice que esa alteración epigenética se perpetúa en las cadenas cromosómicas, y que cientos de miles de años no han conseguido borrar de los genes de algunas estirpes humanas la fobia hacia los seres de ocho patas, pese a desconocer que son los retoños de Ghor-Nakla y que algún día, tal vez dentro de miles o millones de años, convertirán la Tierra en un infierno de seda.
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lucia
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Re: El horror caído del cielo

Mensaje por lucia »

Tienes que revisar de arriba abajo los tiempos verbales que empleas. Hay muchos que no pegan entre sí dentro de un párrafo.

También tienes que procurar no utilizar tanto la palabra horror y demás: el horror mejora si lo dejas a la imaginación del lector. De hecho, el párrafo que mejor funciona dentro del texto es en el que Gor Nakla captura a los cuatro cazadores, por la atmósfera y la forma de descripción.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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MarcBarqué
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Re: El horror caído del cielo (Relato)

Mensaje por MarcBarqué »

Muchas gracias, Lucía.

¿Podría pedirte que me pusieras un par de ejemplos de tiempos verbales que no cuadren entre sí? Te lo agradecería mucho.
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Yayonuevededos
Me estoy empezando a viciar
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Re: El horror caído del cielo (Relato)

Mensaje por Yayonuevededos »

El texto es plano, lo mismo que los personajes.
Hay explicaciones que no aportan nada al relato. "... consiguieron expulsar del estanque al grupo enemigo cuando Kringa ensartó con su lanza a uno de sus adversarios, causándole una profunda herida en un costado del abdomen que obligó a sus compañeros a ayudarlo y llevárselo"
Las repeticiones molestan: en un mismo párrafo: "... enorme agujero...", "... El agujero era...", "... pavoroso agujero...".
El lenguaje es un tanto pretencioso, y que todos o la mayoría de los nombres empiecen por "K", en fin...
Abusas del tandem adjetivo-sustantivo.
Al hilo del comentario de Lucía, por favor, tacha todas las veces que empleas "horror", "horrible", "horroroso", "horripilante", etc. Eso da la sensación de que el autor no sabe como expresar la idea.
Hilando un poco más fino: "... en breves segundos se vieron..." En todo caso "... en pocos segundos se vieron..." los segundos no son breves, duran todos el mismo tiempo.
Antiguo proverbio árabe:
Si vas por el desierto y los tuaregs te invitan a jugar al ajedrez por algo que duela, acepta, pero cuida mucho tu rey.
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