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Me confortaba vagabundear ahí, eran pasillos seguros e inmutables, plagados de criaturas como yo, aburridas de las parafernalias que brillan y los eventos que generaban nuevos conflictos y promesas. En aquella época las montañas rusas de mil vueltas y los palacios adornados con dragones dorados, poco aceleraban mi corazón. Ahora cuando las montañas rusas son esqueletos y los dragones se extinguieron, les extraño y rebuscó en sus ruinas para recordarlos. Pero antes prefería los lienzos en blanco, la simpleza de la vacuidad.
No temo a pecar de pedante y decir que las almas más perdidas e interesantes del hotel se desvivían allí, en los sótanos y cuartos destinados a estar siempre a media construcción. Tal vez al igual que yo, buscaban un sitio tranquilo donde reposar hasta ser olvidados. Soy un fantasma más nebuloso que entonces, y poco me falta para ser viento. Pero antes debo contar esta historia, extirpar este demonio de mi sistema, que se plantó en mí sin darme cuenta hace ya más de media década, cuando cruce un umbral sin puerta ni decoración, que me llevó a una habitación igual de anodina que encerraba a una chica extraordinaria. La chica que se ganó mi amistad y mis más profundos sentimientos, incluyendo un venenoso odio que todavía me cuece la garganta cuando la recuerdo.
La vi sentada junto a tres pares de plantas de hojas verdes, con los pies desnudos pegados a las macetas, vistiendo una camisa de tirantes y unos pantalones cortos muy holgados. Pero más allá de esos detalles banales, lo que atrajo mi atención es su cara, su cabeza, cubierta por una bolsa de papel con dos círculos recortados para poder ver. Justo como yo. Miento. Había una sustancial diferencia, ella traía un moño engrapado en una esquina. Seguro para evitar que la confundieran con un muchacho bajito y flaco.
Tal vez algunos de ustedes se pregunten. ¿Por qué bolsas de papel? No sé la respuesta de ella, pero sí tengo la mía. Podría colocarme la careta de esnob y decir que era para contrariar las tendencias, las plumas, las gafas de sol, las pulseras, gargantillas, y las guerreras de cuero. Podría defenderme en una elegante sobriedad y pobreza…
Pero no… No les mentiré. Para que esta historia tenga sentido tiene que ser una confesión honesta y completa.
Mi bolsa de papel, mi amuleto, esa materia barata cuyos únicos rasgos de mí que revelaba era el color avellana de unos ojos tan comunes, se trató de mi barrera personal para protegerme del mundo. Una endeble capa de anonimato que me ayudaba a disimular mejor mis heridas internas y me ofrecían una nueva área de movilidad para labrar confianza.
Fue esa misma valentía infundada la que me hizo acercarme y sentarme a su lado, cerca de las plantas. Y con una conversación que ya no recuerdo, pero que apuesto tuvo poco sentido, empezó una de mis más preciadas amistades y, más adelante, un romance unilateral. Pero no te confundas, lector. Que empezase una amistad no es razón para alegrías o las puertas para el gozo. Bajo esta mascara y tras estos ojos avellana, hay una criatura de corazón complicado de llenar y fácil de derramar. Así que te pido que consideres este inicio como una carretera que apunta siempre abajo. Porque hay pocas cosas en la vida que siempre mejoren, y esta no es una de ellas.
Litania era una chica especial. Hablaba poco, y yo hablaba mucho, por eso congeniamos. Aunque también me percaté que hablaba más cuando yo no estaba cerca, actitud rara que jamás entendí. Muchas cosas de ellas para mí siguen siendo un real misterio. ¿Disfrutaba de mi compañía? Creo que sí. ¿Pero entonces cuando dejó de hacerlo? Tengo mis sospechas.
Cuando digo que era una chica especial lo digo en serio, y no porque juro que todo lo que salga de mi boca sea una certeza. Multitud de criaturas se reunían a su alrededor, celebraban su amistad, apreciaban su compañía, y lamentaban su ausencia. Yo también estaba cerca durante esas reuniones con sus amigos, pero mentiría si dijese que las disfrutase. Me mantenía siempre en la esquina más alejada de la mesa, o directamente iba a otro sofá. Entonces Litania se percataba de mi lejanía y venía a sentarse junto a mí, para después preguntarme cómo me sentía. Que atenta, qué encantadora.
¿Un explorador dado a caminar hablando solo, formando parte de una algarabía? Podía hacerlo, podía saludar y bromear, pero seguía prefiriendo nuestros momentos a solas. Eran habituales. Nosotros, los largos pasillos, y las interminables habitaciones inferiores, vacías, calcadas unas de otras, carentes de olor o de viento, solo hogar para nuestras voces y nuestras risas, o mis monólogos y su silencio.
Aprendí de ella. Plantas y gatos, dos de sus cosas favoritas. Me quedé con la segunda porque era la que mejor sonaba, y la empecé a llamar princesa gato, y yo era su Don. Y con ella, volví a disfrutar de esos espectáculos dados en los pisos más altos: Las ferias; los disfraces; los laberintos retorcidos; Las piscinas; Los bares; Los castillos góticos; Las montañas nevadas; Y los traicioneros juegos de azar. Todo volvía a brillar como antes, porque tenía a una nueva amiga que iluminaba mi perspectiva. Una amiga de verdad, no otra alma rica y pérdida hecha para un encuentro satisfactorio pero fugaz.
Nuestro lazo duró años, compartiendo tristezas y diversiones. Vuelvo a decirlo, no puedo hablar por ella, pero apuesto que le conté cosas de mí que nadie más supo ni sabrá. Me pregunto qué cosas sé de ella que otros desconozcan. Tal vez nada. Algo me dice que ella también tenía sus cicatrices profundas, cosas de las que nunca me habló. Sentimientos que jamás confesó. Eso, o puede que todo fuesen imaginaciones mías…
Pero era mi princesa gato, y yo creía ser su Don, así que todo estaba bien.
Solo tengo una cosa clara como el cielo, y es que Litania fue mejor persona que yo. Espero que lo siga siendo, aun cuando la odio y se me retuercen las entrañas de tan solo pensar que algún la podría volver a ver. Soy más viejo y más sabio, pero siempre me costó olvidar los rencores. Incluso los que me construí yo mismo… Que lamentable.
Seguro que a alguno le sorprenderá, pero en ningún momento durante esos primeros años, Litania y yo nos liberamos de nuestras bolsas. Ofrecían seguridad, confort, y liberarnos de ellas seguro causaría que la rutina cambiase para siempre. Tampoco nos tocamos, ni si quiera un roce accidental, porque de nuevo estaba seguro que el más leve unir de nuestras pieles dejaría de cabeza toda nuestra relación. No sobreviviría al impacto en las capas más profundas de la intimidad. Y esa capa protectora llamada distancia, sin darnos cuentas, hizo a nuestro lazo endeble como la plastilina.
Siempre me mostré como alguien confiable, alguien que ayuda, inteligente, inevitablemente inmaduro pero también poseedor de un excéntrico sentido del humor y de talentos. O así pensaba en esos años, cuando no era más que un alma joven avejentada por las amarguras y un ambiente algo duro para crecer. Pero dimos un salto de fe, y sospecho que ahí, al quitarnos ese papel, y vernos por fin en una habitación al azar que bañaba con su filtro azul nuestras verdaderas caras, que el declive empezó (O más bien se pronunció). Desconozco qué vio ella, pero recuerdo lo que vi: Una muchacha preciosa. Más hermosa de lo que podría imaginar.
Con el tiempo todo cambia. Conoció nueva gente, nuevas amistades. Y yo no era tan necesario ahí para aconsejarla en sus depresiones ni hacerla reír. Tuvo encuentros en las habitaciones, se enamoró…
La incomodidad que me ahogó al enterarme me ayudó a comprender que lo que sentía por ella no era algo fraternal o amistoso, sino de un tipo más profundo. Fui maldito por el amor. Consciente, lo encerré en una caja de hierro y evité que saliera, y continué compartiendo con ella. Y los pasillos me parecían más opresores, y las habitaciones vacías me causaban sed. La verdad no sé qué esperaba. ¿Qué me dijera que me ama? Seguramente. Pero yo a esas alturas me estaba quedando atrás.
Siempre fui un soñador despreocupado. Ella una realista. Yo aun estaba sumido en ese pequeño tesoro que encontré cerca de tres pares de plantas de hojas verdes, y no me di cuenta que mi princesa gato miraba a pisos elevados, a nuevas promesas y encuentros, a los ríos de oro, a la ruptura de las cuatro paredes. Por eso ella estudiaba, y se esforzaba para crecer y ser más lista, a diferencia de mí que me conformaba con mi pobre inteligencia labrada sin cuidado, cómodo con mi mediocridad, orgulloso de conocer esas habitaciones tan viejas y tan lejanas que lloran polvo. Ella buscaba la ciudad de la luz, los jardines petrificados en primavera, la atrevida aventura de crecer, conocer y cometer errores. Mis errores en comparación eran más sucios, tristes y recatados. Yo seguía demasiado encerrado en mi mundo con mi palpitante y maltrecho amor mordiendo mi costado, así que tomé una decisión y me aparté. Es lo que siempre hago. Me aparto. Amistades de muchos años abandonadas porque estoy más cómodo caminando con mi sombra. Yo era su Don, y entonces dejé de serlo.
Giré en cualquier crucé y bajé escaleras cerrando los ojos. Recuerdo que me perdí, y que de vez en cuando seguía migajas de pan a paso veloz como el que conoce la meta del maratón. Pero esas migajas eran quimeras de mi ego. Me perdí, y esa es la verdad. Pero nunca lo bastante hondo para convertirme en monstruosidad. Era demasiado patético, solo un niño negando por meses que me equivocaba de camino. Y Litania me encontró, ahora no llevaba bolsa, y seguía siendo hermosa. Yo me aferré a la mía.
Tuvo que esforzarse mucho para hallarme ahí abajo, pero no me sorprendió, siempre fue atenta y amable. Así que por horas volvimos a hablar, yo de mis desventuras, y ellas de sus aventuras, y quedó bastante claro que ella creció y se preparaba para crecer aun más. Yo mientras, me esforzaba por convertirme en gigante cuando en realidad solo tenía las fuerzas para evitar, a duras penas, quedarme torcido.
Litania manejaba con solturas varios idiomas. Yo me esforzaba en desenrollar hasta el cansancio las capacidades solo del mío. Litania ganó honores frente los señores del conocimiento. Yo les escupí y les apunté con el dedo para decirles que no eran necesarios.
Sentando a su lado en la banca de un invernaderos de cristales rotos, bajo un otoño teñido de nostalgia sepia, y los violines de los grillo entre las plantas muertas del fondo, yo tuve miedo. Temí de Litania, porque ella me recordó todo lo que no soy, lo que quería y jamás logre. Esos ojos cristalinos que fueron mi primer amor, también me reflejaban mis propios fracasos, y eso no podía permitirlo. Así que reí como un loco, y le pedí indicaciones de cómo volver arriba, y si le sobraba un boleto para el elevador o el autobús. Nunca me perdonaré por eso, por haber revelado el fuego asqueroso que se encuentra entre mis costillas, y escupido sobre ella con ese burdo intento de ruego. Así que volví a escapar, esta vez más lejos, a tierras ennegrecidas donde la comida y la amabilidad escasean. Pero no me extenderé con eso, solo señalaré que esos viajes me ayudaron, me fortalecieron. También aclararé que su hallazgo en los sótanos no fue nuestro último encuentro. Faltaban otros dos, uno bajo los fuegos artificiales del invierno, y otro frente tres pares de plantas juntas en una habitación que en algún momento encerró a una chica extraordinaria… Encuentro del que jamás ella se enteró.
El resplandor amarillo que envolvía el exterior del hotel se había convertido en un pálido epitafio de su pigmento original. La recepción y los teatros, cada vez más solos, remaban contra la corriente del abandono mientras que sus capitanes y grumetes, esos mayordomos longevos y criadas que no conocían otra cosa, se esforzaban por mantenerlo vivo y atender a los últimos inquilinos, aquellos dispuestos a hundirse con el coloso. Yo no era uno de ellos, sabía que el hotel, tan abultado por su ingesta cantidad de cuartos, recuerdos y fantasmas, estaba destinado a colapsar y ese era el último año. Como dije, hay pocas cosas en la vida que siempre mejoren. Los declives se afilan.
Pero siempre fui un nostálgico, así que ataviado con un viejo abrigo pardo y mi bolsa remendada con parches, me aventuré a los salones decorados con motivos navideños: Comí galletas de jengibre; Bebí café con caramelo; Hasta me subí a uno de esos trineos voladores para surca la estrella de Belén. Reí, conocí gente tan interesante como fácil de olvidar, y luego, por una carta de una criada que trabajaba diligentemente antes del colapso, Litania y yo volvimos a estar en contacto… De recordarlo me tiemblan las manos.
Fue un encuentro frente ventanales por donde corría la nieve. No profundizaré, me estaría repitiendo. Una conclusión catártica hubiera sido una profunda confesión de mis sentimientos, desnudar mi alma y recibir un rotundo rechazo. Pero no fue así, recuerdo que la plática fue banal, como de todos los días, el encuentro de dos amigos cuyo lazo se dilató tanto que ya es insensible. Mis manos ocultas en mis bolsillos tiritaban y dolían, y no por el frío. Los celos, los anhelos y el rechazo giraron dentro de mi cuando me habló de cómo era feliz, de cómo amó y de cómo ahora vivió en la ciudad donde las calles son tejidas de luz. Mientras que yo, en mi senda del perdedor, contaba en silencio los días para acabar muerto y tirado en algún basurero, con mis sueños rotos y mis nombres manchados. Y me pregunté, ¿cómo dos almas cómo nosotras, que estuvieron tan juntas, ahora pueden surcar caminos tan separados? Un futuro brillante incapaz de mezclarse con uno tan sombrío. Tal vez esperaba de esa chica extraordinaria, ahora vuelta mujer, un milagro inalcanzable hasta para un santo.
Escapé sin decir adiós, y solo regresé cuando el hotel ya no era más que una carcasa plagada de espectros como yo, vagando en sus polvorientas entrañas. Volví sobre mis pasos hasta un umbral sin puerta ni decoración, que esta vez me llevó hasta una habitación bañada de color. Las plantas seguían allí, ahora de plástico porque las verdaderas hace mucho que habían muerto, pero incluso el plástico se veía mortecino bajo tanto polvo, así que me agaché y las limpié con mis guantes. ¿Y de la chica extraordinaria que alguna vez ocupó ese sitio? Estaba retratada en miles de notas de muchos colores, donde agradecía y nombraba a todas las personas que conoció, declarando su afecto, su aprecio por la compañía que le brindaron. En una, declaró gratitud hombre que le enseñó amar. No era yo. Busqué durante varios minutos, y sé que mis ojos se llenaron de agua salada, y como el papel viejo que cubría mi cabeza se estaba deshaciendo, me quité la bolsa para abandonarla.
Tuvimos buenos momentos, pero ninguno fue tan bueno para recibir una mención en aquel muro del adiós. Pero eso está bien, Litania, porque me ayudaste a crecer y formaste parte de mi historia. Aun cuando no tengo una nota en tu sala con mi nombre, yo todavía tengo clavado una nota con el tuyo en las paredes de mis memorias, y uso los restos de esta apestosa bolsa para dejarte mí último mensaje aquí, junto las plantas falsas. Creía que eran lugares demasiados jóvenes para encubar historias y emociones, pero me equivoqué.
Te amo, Litania. Te odio, Litania. Solo espero que seas feliz, y que jamás leas esto, ni nos volvamos a juntar. Yo seguiré caminando colina abajo, cerrando los ojos, confiando que es el camino correcto hasta que me toque desaparecer.
Es lo que elegí, y no te hubiera deseado surcar este camino conmigo ahora que sé los pesares y sacrificios que conlleva. Concéntrate en reír de gozo, yo reiré con mezquindad. Céntrate en despertar con el hombre que amas y recibir las sonrisas de tus hijos. Yo me deleitaré en lechos pagados con hembras de caras tristes y dormitorios impregnados con un hedor a cigarrillos, sin conocer los nombres de mis bastardos. Y si un día el azar te lleva hacia abajo, espero que el suspiro lejano en el que me convertiré te sirva de alerta para recuperar tu camino y volar alto, lejos de este hotel infinito que nos vio conocer, crecer y distanciarnos.
Para ti, mi princesa gato. Eternamente tuyo, tu Don.
Fin.