La criadita (Cuento)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

Moderadores: Megan, kassiopea

Responder
Avatar de Usuario
Yayonuevededos
Me estoy empezando a viciar
Mensajes: 467
Registrado: 20 Jun 2019 18:10

La criadita (Cuento)

Mensaje por Yayonuevededos »

María Antonia ayudaba en las tareas domésticas. A los veinte años era baja, rechoncha y muy fuerte. Uniceja, tenía cara de luna y una permanente expresión de asombro somnoliento.
—Esta María Antonia no tendrá muchas luces —se burlaba Lucía, la cocinera—. Pero, a recia no hay mula que le gane.
El chiste apuntaba también a las poderosas caderas de la criada que, siempre ocupada, no prestaba atención a los comentarios.
Anadeaba por el patio con un cubo de agua lleno hasta los bordes en cada mano, barría, baldeaba, pasaba la fregona, daba de comer a las gallinas y a los gansos, tendía la colada, cogía la pala y daba vuelta a los terrones con vigor. Nunca murmuraba ni se quejaba ni decía nada; salvo un «sí, señora» susurrado, cuando mi madre le ordenaba algo.
Pasaba muchas horas en la huerta regando las plantas de lechuga, limpiando las tomateras y un sin fin de tareas menores. Cuando los melocotones estaban en sazón, cogía una canasta, acondicionaba un paño en el fondo, y los recogía eligiéndolos con todo cuidado. Jamás vi que mirara uno solo con codicia o que se lo reservara para ella. Comía lo que le ponían enfrente. En silencio, masticando despacio cada bocado, reconcentrada en el plato de cocido, de gazpachos manchegos o de migas ruleras.

Nuestra casa colgaba a orillas de Mota del Negro, donde mi padre oficiaba de maestro. Más allá del muro de piedra que rodeaba la finca, canturreaba un arroyo que algunas primaveras muy lluviosas se daba ínfulas de río. El agua serpenteaba cristalina y helada sobre piedras lustrosas, entre bancos de juncos oscilantes.
En la otra margen había un bosquecillo compuesto de castaños y álamos que susurraban a la menor brisa. Allí comenzaban las amplias tierras de los Aguirre Mencía, familia de jueces, generales, terratenientes de toda la vida, y con algún blasón que daba lustre al apellido. También contaban con los parabienes de un tío abuelo que había llegado a obispo.
La residencia familiar, a la que se accedía por un camino ancho, siempre bien nivelado; era una construcción cuadrada, maciza, de piedra ocre, moteada aquí y allá por líquenes y musgos. En una esquina del edificio había un mirador, envuelto en el frescor amargo que le proporcionaba una hiedra.

Los domingos por la tarde, Manolito Aguirre Mencía Velázquez, hijo menor de la familia y único varón en la línea sucesoria, solía llegarse hasta el pueblo montado en un caballo. Un caballo andaluz con más estirpe y prosapia que el propio jinete. De pelaje blanco hueso, bien cepillado por el mozo de cuadra, con las crines largas que se oscurecían en las puntas hasta alcanzar el color del plomo.
Para verlo pasar, me subía a la tapia de las Bernardas, dos solteronas vecinas a las que les había caído en gracia, y que acostumbraban regalarme frascos de mermelada de melocotón o ciruela que ellas mismas cocían y azucaraban. Mi madre me regañaba por tomarme esas confianzas, y porque le daba miedo verme allí encaramado, haciendo equilibrio sobre las piedras flojas. «Es que ya te veo en el suelo» me reprendía sacudiendo un índice, «en el suelo y con la cabeza rota». Como fuera, yo me las apañaba para desobedecer y trepar a mi otero improvisado.

Entraba Manolito, el señorito Manuel, todo de gris, menos la camisa resplandeciente de puro blanca; muy tieso sobre la montura, de chaleco corto, fusta bajo el brazo, pantalón ceñido y sombrero de ala ancha. Gastaba un bigotito fino sobre la boca de labios prietos y sonrisa suficiente. Enarcaba mucho una ceja, como suelen hacer aquellos que se creen por encima de los males a los que nadie escapa.
Me importaba bien poco el señorito y sus aires de grandeza. Lo que me dejaba muerto de envidia era aquel caballo: al marchar levantaba mucho las patas, y las herraduras arrancaban chispas cuando alcanzaba el empedrado que nacía a mis pies. Yo imaginaba que no eran las herraduras de hierro golpeando sobre las piedras sino que el caballo mismo,al andar, soltaba chispas, como si sus cascos fuesen de pedernal.
En los extremos del bocado lucía dos rodelas de plata trabajada. El freno sería de acero o algo así, pero en mi cabeza debía ser —también— de plata purísima. Ningún otro material sería digno de tocar su boca. Erguida la cabeza fina, los ollares orlados de una pelusa negra, y el hocico rosado, como el más fino terciopelo. ¿Qué no daría por ser yo su mozo de cuadra, aunque fuera por una sola vez; por tener la oportunidad y el regocijo de acariciar sus belfos, palmear su pecho macizo, por ver el agitar nervioso de esos músculos líquidos bajo la piel?
Yo no era el único que aguardaba el paso de Manolito, aunque por razones bien distintas.
Mucho antes de que jinete y montura aparecieran en la lejanía polvorienta del camino, las niñas de Mota del Negro ya se paseaban del bracete por las aceras de la calle Mayor. Endomingadas, recién salidas de la misa vespertina, demoraban su regreso «para verlo a él». Había revuelo de abanicos y mantillas, menudeaban los cuchicheos, las risitas contenidas, algún lunar pintado, y las mejillas sonrosadas por tamaña audacia.
Una tarde de esas, en la esquina de la parroquia descubrí una figura conocida: María Antonia, nuestra criada. Ella también contemplaba el paso del señorito. En sus facciones bastas había algo más que curiosidad; había —lo supe después, con el paso de los años— adoración. Me impresionó tanto que, por primera vez, dejé de embobarme con la cabalgadura y observé a la muchacha. Cuando Manolito ya se había perdido calle arriba, ella seguía allí, clavada, los dedos engarfiados en las piedras del muro parroquial, como si temiera caerse a un precipicio que sólo ella advertía. Su cabeza pendulaba con suavidad, y toda ella se estremecía como azogada.
Al regresar para la cena, mamá me dio un capón por llegar tan tarde. Pero, los capones de mi madre, que salían disparados de sus manos enrojecidas, perdían fogosidad al llegar a mi nuca; más de una vez terminaban en una caricia firme, semejante al posarse de una paloma un poco atolondrada. Me lavé las manos, la cara, y me senté a la mesa. Mi padre me miró de reojo y ordenó que trajeran la sopa.
María Antonia sirvió los platos. Yo la espiaba, a ver si descubría algo nuevo en ella. Me llevé un chasco: era la María Antonia de siempre, torpona, un poco adormilada, con andares de pato.
Fue Lucía quien advirtió los primeros cambios.
—¡Ay! —suspiraba entre risas—. Que la moza está enamorá. Si hay que decirle las cosas dos veces o tres, que no se entera de .
Poco a poco, las tareas que la muchacha había desempeñado siempre con esmero mecánico fueron quedando a medio terminar. Le mandaba mi madre que repasara los muebles de la sala, y quedaba una mesa sin desempolvar. Le ordenaba que fregase el suelo de la cocina, y la limpieza no llegaba a los rincones. Los tomates se marchitaban en el huertecito, y los caracoles se hinchaban de lechuga.
El colmo fue cuando dejó caer una pila de platos del juego de casamiento, que mamá adoraba. Estallaron contra el piso, y los fragmentos de loza se esparcieron por todo el comedor. Mi madre llegó agitada, presintiendo el desastre. Al ver el estropicio abrió mucho la boca, pero no pudo articular ni una palabra. María Antonia, azorada, miraba hacia el suelo como si no comprendiera muy bien qué acababa de suceder.
Lucía se asomó a la puerta y desapareció por unos instantes. Cuando regresó, ya traía la escoba de esparto y el recogedor. Supuse que sería su manera de quitarle hierro al asunto, que pintaba muy mal.
Esa misma noche, ante las lágrimas impotentes de mamá, se acordó despedirla a fin de mes. Sin embargo, por blandura o caridad, el despido se trocó en reprimenda. La filípica corrió por cuenta de mi padre. Estuvo muy bien, si no fuera por el final cuando —después de soltar rayos y centellas, de mucho agitar el índice de aquí para allá, de fruncir el entrecejo, de invocar al cielo y amenazar con el infierno—, terminó la perorata con un «Vale, niña. Vete a la cocina que se te enfría la cena. Y en adelante pon más cuidado...»
María Antonia captó el mensaje, si no las frases tremebundas, al menos los tonos empleados. Volvió a ser, casi, la de siempre. Aunque no del todo.
Le dio por gastarse las pocas moneditas que atesoraba.
Compró polvos de arroz para la cara, una barrita de carmín (se dibujaba un corazón en medio de los labios) y mi madre le regaló un colorete que ella no usaba. A mí me daba pena verla cuando aparecía pintada. Era una pantomima, una caricatura cruel, la mueca de un payaso.
La muchacha no se percataba de las miradas burlonas de las otras mozas, de los codazos que se daban, de las veces que pasaban frente a ella riéndose con descaro. La miraban de arriba a abajo, criticando sin recato la pobreza del único vestido, de lo deslucido de sus zapatos, y la baratura de sus adornos. Pero, María Antonia seguía firme en el lugar de siempre, en la esquina de la parroquia, sujetándose a las piedras desiguales, luchando contra el vértigo. Esperando el paso de Manolito.
Esperando.

Había otros rumores en Mota del Negro: Manolito noviaba con la hija de otro juez. Un juez importante, que tenía oficina en Madrid y propiedades en Valencia. Nadie sabía si la futura esposa era guapa o fea, si había amor entre los novios, o cómo se habían conocido. Tampoco importaba. Con una boda tan provechosa, ambos contrayentes se asegurarían más alcurnia, más conocidos influyentes y más tierras.
Un día bochornoso, cuando ya despuntaba agosto y el verano se me antojaba interminable, la cabalgata de Manolito dio un vuelco. No fue nada espectacular: el caballo, ese que tanto me gustaba, al pasar frente a la parroquia pisó en falso. Las niñas dieron un chillido a coro, y el animal se encabritó.
Antes de que nadie atinara a nada, María Antonia, ciega de amor, cruzó la calle y sujetó la brida. Manolito reaccionó dándole un fustazo en plena cara. Como las mozas se rieran del gesto y él se viera desairado, siguió azotando a la enamorada. Primero casi sin ganas, como apaciguando el exabrupto, pero las carcajadas y las chanzas le hirieron en lo vivo. Los golpes se volvieron más y más duros. Con los labios contraídos en un rictus, morado de furia, Manolito le pegó en la cabeza, en los brazos, en el cuello; hasta que el cura, advertido del escándalo salió a defender a la víctima.
En ningún momento María Antonia hizo gesto de protegerse, se resignó a que la azotaran una y otra vez, dejándole verdugones cárdenos en la piel. Su expresión tampoco cambió, ni siquiera cuando la fusta le cruzó la boca. Sus ojos, fijos en los que Manolito entrecerraba hasta convertirlos en dos ranuras de odio, sólo expresaban esa mezcla de asombro bovino y devoción resignada que yo le conocía tan bien.
Ante la intervención del párroco se acallaron las risas y se disolvieron los grupos. Con un feroz taconazo en los ijares, y un caracolear de su cabalgadura; inclinado sobre el pescuezo y a medias de pie sobre los estribos, Manolito escapó calle abajo, enfermo de rabia y vergüenza. No por la infamia que acababa de cometer sino por haberla llevado a cabo frente a su corte de admiradoras. ¿Quién le habría mandado a esa infeliz que se interpusiera en su camino? ¿Con qué derecho?
Después de esa tarde, María Antonia dejó de arreglarse. Prescindió de polvos y pinturas —vi como lo arrojaba todo al arroyo—, y ya no se dejó ver los domingos por el pueblo.
Mi padre, enterado del suceso, fue a hablar con el párroco, que le aconsejó no meterse en trifulcas con los poderosos del lugar. No obstante papá envió una carta de reproche a casa de los Aguirre Mencía. Nadie se dignó contestar.
Tampoco volvió a pasar Manolito, consciente de la humillación que él mismo se había infligido; de que quienes hasta ayer lo admiraban y aplaudían, hoy lo observarían disimulando un gesto burlón o despreciativo.

Llegó septiembre y mi cumpleaños. En casa me obsequiaron una enciclopedia con muchos grabados, y las Bernardas —mamá las invitó a tomar el té y comer tarta de nata— me regalaron una caja repleta de caracolas que, dijeron con gran orgullo, ellas mismas habían recogido en su niñez.
—Si es que en esa época ya existían las caracolas —susurró mi padre haciéndome un guiño.
Yo dije «muchas gracias» muchas veces. Mientras, ansioso por escapar del comedor, ardía por dentro. Ser el centro de atención me caía fatal. Además, con la ayuda de mi nueva enciclopedia podría dedicarme a clasificar las caracolas de marras y quizá hasta convertirme en explorador de los mares, o en pirata. Entre abordaje y abordaje podría aumentar mi colección recogiendo nuevos ejemplares en las playas de Tortuga.
Empezaban los primeros fríos. Una mañana ventosa y desapacible María Antonia se presentó a mi madre y le dijo que se volvía a su casa. Su familia vivía en una casucha a media legua de una aldea, en plena sierra, rodeada de almendros añejos y acompañada, apenas, por un mezquino rebaño de cabras y ovejas.
La moza ya llevaba preparado un hatillo con sus escasas pertenencias, que dejó caer ante sí. Mi madre trató de convencerla para que se quedara, ya que le guardaba un afecto especial, y la rotura de los platos era cosa del pasado. No obtuvo más respuesta que un gesto de negativa formulado mirándose los pies. Mamá recurrió a Lucía para que intercediese, pero la cocinera replicó que era inútil, que la chica no se avenía a razones ni ruegos.

Papá convenció a una familia que partía hacia Madrid que hiciera el favor de acercarla.
Acompañamos a María Antonia hasta la carretera. Llegó la familia en un carro abierto, de ruedas bamboleantes, tirado por una mula pellejosa y flaca, lista para recibir los últimos sacramentos. En la parte posterior se apiñaban paquetes envueltos en periódico, bultos, mantas, un colchón enrollado, atado con cuerdas, dos o tres chiquillos con mocos secos en el labio superior, y una mujerona con un pañuelo rojo anudado bajo la barbilla.
—¿Subes o qué? —dijo el conductor, que parecía en peor estado que su mula.
María Antonia subió al carro muy seria y se sentó detrás del carretero, al lado del colchón, sobre un baulito apolillado y con clavos de cobre. No dijo adiós ni saludó con la mano, al partir ni siquiera nos miró.
Lucía y yo nos quedamos viendo como se alejaban. Los chiquillos agitaban las manos, nos hacían muecas y trepaban por las montañas de bultos, la mujer los reprendía con voz aguda. De María Antonia sólo distinguíamos la derecha espalda. No se volvió ni una sola vez, hasta que se los tragó un recodo del camino. De alguna forma misteriosa supe que no volvería a ver a nuestra criadilla. Lucía habría experimentado algo similar, porque me palmeó los hombros.

Supimos, años después, que la muchacha había tenido un niño de padre desconocido, aunque se sospechaba de un mocetón temporero, segador ocasional en los campos cercanos a su aldea.
¿Qué oscuridades se habrían movido en el interior de María Antonia? El hijo, ¿sería producto del cariño, de la rabia, de los sueños rotos? ¿Recordaría ese amor que la había consumido durante todo un verano? ¿Habría vuelto a experimentar ese estremecimiento que sacude a los enamorados no correspondidos?

Manolito no llegó a casarse con la hija del juez, tampoco con ninguna otra candidata. Murió a fines de ese invierno por unas fiebres mal curadas. Su padre, me contaron, mató al caballo de un tiro.
Antiguo proverbio árabe:
Si vas por el desierto y los tuaregs te invitan a jugar al ajedrez por algo que duela, acepta, pero cuida mucho tu rey.
Avatar de Usuario
Berlín
Vivo aquí
Mensajes: 12965
Registrado: 04 Ago 2009 10:07
Ubicación: Barcelona

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Berlín »

¡Ah, qué gran relato, Marcelo! Además inmaculado, limpito, no le falta una tilde, no hay una coma que no esté en su sitio. Y es que tú escribes muy bien, eso lo recuerdo de los concursos antiguos donde competíamos, años ha. ¿Sabes? Ando leyendo una recopilación de relatos de un tal Victor Catalá, es posible que sepas quien es, pero por si no lo conoces te diré que detrás de Víctor Catalá se esconde Caterina Albert. En fin, el recopilatorio se titula La madre ballena y lo encontré el domingo pasado bajo una pila de libros de segunda mano allá en el antiguo Mercat de Sant Antoni, Barcelona. La edición es una maravilla, es de Nórdica, de tapa dura e ilustraciones. Pero eso no es lo que te venía a contar, Marcelo, lo que te venía a contar es que dentro hay un cuento que se titula La novia de Piu, que trata sobre una criadita también y como el tuyo, la criadita también acaba dañada y burlada. Nada, solo es que me lo ha recordado, porque los dos están muy bien escritos y con los dos he disfrutado mucho.

Un gran trabajo, compañero, qué gusto leerlo.
Si yo fuese febrero y ella luego el mes siguiente...
Avatar de Usuario
Jarg
No tengo vida social
Mensajes: 2124
Registrado: 10 Jul 2018 13:27
Ubicación: En un Gran Ducado...

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Jarg »

Qué maravilla, tanto en fondo como en forma. Es como leer a Delibes narrado por Galdós. Muy bien hecha la presentación de los personajes, las criadas, las Bernardas, los ricos del pueblo, el caballo... No sobra nada, en mi opinión.

¿Fue este el relato que presentaste al concurso de primavera? Recuerdo que hubo un relato con el mismo título pero que no se publicó para las votaciones populares.
Yo amo a la humanidad. Es la gente lo que no soporto.
Linus Van Pelt
Snorry
Me estoy empezando a viciar
Mensajes: 316
Registrado: 23 Nov 2018 14:01
Contactar:

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Snorry »

No soy muy fan del costumbrismo, pero aquí me conquistas, bribón. Un trabajo excelente, de diez.
Avatar de Usuario
Yayonuevededos
Me estoy empezando a viciar
Mensajes: 467
Registrado: 20 Jun 2019 18:10

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Yayonuevededos »

Gracias por las lecturas, compañeros.

Berlín, he tratado de localizar el libro, pero es bastante difícil. Encontré "La novia de Piu", pero sólo medio texto. Sigo en la búsqueda.
Escribí este cuento en poco más que una tarde, pero me llevó años de corrección. Hay frases y palabras reescritas y tachadas muchas veces. Los personajes los he sacado de mi vida en un pueblo pequeño (el apodo real de "Las Bernardas", era "Las Cucharonas", ya fallecidas; dos adorables "mocicas viejas", de mucho incienso y rosario vespertino).

Jarg, con "Es como leer a Delibes narrado por Galdós" te has pasado tres pueblos. Como máximo será leer a Marcelo narrado por Marcelo. :lista:

Snorry, yo tampoco soy fan del costumbrismo, pero me gusta explorar distintas vertientes. En todo caso he desarrollado una historia costumbrista de un país que no es el mío. No podría haberlo hecho si viviera en una ciudad.
Escribí algo parecido en "La bruja", aunque estaba más inclinado al misterio y lo sobrenatural.

Saludos,
Marcelo
Antiguo proverbio árabe:
Si vas por el desierto y los tuaregs te invitan a jugar al ajedrez por algo que duela, acepta, pero cuida mucho tu rey.
Avatar de Usuario
lucia
Cruela de vil
Mensajes: 84559
Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por lucia »

Me encanta cómo escribes, pero ese final no me convence, aunque se vea necesario explicar que pasó a maría Antonia y Manolito para que no quede la historia abierta y como un retazo de algo mayor.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

Imagen Mis diseños
Nuvem
Lector voraz
Mensajes: 140
Registrado: 06 Sep 2023 07:28

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Nuvem »

Me gustó mucho el relato, y como le cogí cariño a la criadita, me ha dejado un poco triste no saber más de ella.

PD.- La forma en que describes los capones de la madre mi hizo sonreír. Un abrazo, Marcelo.
Vivir sin leer es peligroso, obliga a conformarse con la vida, y uno puede sentir la tentación de correr riesgos.
Michel Houellebecq

Publiqué una novela y está disponible aquí :hola:
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Oliverso »

Este cuadro que me pintas con tus letras es tan bonito que dan ganas de meterlo en un marco y montarlo sobre la chimenea. Aquí hay trabajo, aquí hay cariño. ¿Que puedo decir? Me encantó tus formas y tu fondo, es un deleite el simple hecho de leer, y pasar de escena a escena en este pueblito, y degustar un detalle más dentro de esas maneras de vida tan simple pero al mismo tiempo tan profunda y pura, tanto para el amor como para la crueldad. Y eso que no soy fan del costumbrismo, o puede que sí lo sea, y no me hubiese dado cuenta hasta ahora.

El final no me gustó. No el de Manolito, sino el de María Antonia. Cómo se fue, y la obra está en primera persona, me escama no saber con exactitud cómo quedó, porque en esa vaguedad sé que me habrías podido dar un cierre con palabras de oro, aunque hubiese sido el mismo.
Avatar de Usuario
Yayonuevededos
Me estoy empezando a viciar
Mensajes: 467
Registrado: 20 Jun 2019 18:10

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Yayonuevededos »

Leyendo los comentarios, creo que vale una aclaración (qué mala señal, tener que aclarar un relato terminado).
La criada "se pierde", más allá del posible afecto que despertara en la casa del maestro. Cualquier dato posterior a su marcha, llega de oídas. Un ser anónimo que vuelve a sumergirse en ese anonimato. Le concedí, apenas, la conjetura sobre su felicidad.
No le di más opción que disolverse en la bruma del tiempo y la distancia. En lo que a ella respecta, la historia queda abierta, y que el lector imagine la posible continuidad.
Ya saben que no me gusta cerrar un relato a cal y canto. Prefiero que se vea como un retazo entre un antes y un después.
Dicho lo cual, y en la certeza de no haber arrojado demasiada luz sobre el asunto, les agradezco las lecturas y los comentarios.

Saludos cordiales,
Marcelo el inconcluso
Antiguo proverbio árabe:
Si vas por el desierto y los tuaregs te invitan a jugar al ajedrez por algo que duela, acepta, pero cuida mucho tu rey.
Avatar de Usuario
Gavalia
Chucho
Mensajes: 11875
Registrado: 03 Jul 2008 13:32
Ubicación: Perrera municipal

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Gavalia »

Genial, yayo. Yo no cambiaría nada en la estructura del relato, me gusta tal y como está. El aroma a pueblo y campo es algo que tengo fijado en la mente ya que soy más de pueblo que las amapolas. Una de las cosas que más me llama la atención es que escribas en castellano de forma tan correcta siendo del otro lado del charco. Lo digo porque normalmente siempre que leo a un sudamericano y aunque este intente pasar por español en su relato, normalmente suele haber algo que delata su procedencia. Gracias por darle lustre a este idioma, que no es nuestro, pues creo que es patrimonio de todos.
Saludos.
--- Pareces atribulado!!
--- No entiendo... tan sólo me estoy cagando.
--- Corre raudo, pues...
--- ¡Por los dioses! ¡¡¡Necesito un diccionario!!!
Avatar de Usuario
Yayonuevededos
Me estoy empezando a viciar
Mensajes: 467
Registrado: 20 Jun 2019 18:10

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Yayonuevededos »

Gavalia escribió: 16 Ene 2024 21:54 Genial, yayo. Yo no cambiaría nada en la estructura del relato, me gusta tal y como está. El aroma a pueblo y campo es algo que tengo fijado en la mente ya que soy más de pueblo que las amapolas. Una de las cosas que más me llama la atención es que escribas en castellano de forma tan correcta siendo del otro lado del charco. Lo digo porque normalmente siempre que leo a un sudamericano y aunque este intente pasar por español en su relato, normalmente suele haber algo que delata su procedencia. Gracias por darle lustre a este idioma, que no es nuestro, pues creo que es patrimonio de todos.
Saludos.
Verás, Gavaglia, me ayudó muchísimo leer autores españoles, captar tanto el lenguaje como la idiosincrasia. Al situar el relato en un pueblo, en una determinada época, eso me resultaba imprescindible. También me sirvieron las lecturas de autores "extranjeros", ya que casi todas las traducciones provenían de españoles. Cuando la historia transcurre en Argentina, adapto el texto a esas latitudes, paso del "tu" al "vos", del habla española a la americana.
No por nada, Borges decía que el inglés y el francés eran idiomas "terminados", mientras que el castellano sigue en formación. Afortunadamente, digo yo. Disponer de un idioma tan flexible, tan amplio, da mucho juego.

Gracias por leer y comentar.

Saludos cordiales,
Marcelo
Antiguo proverbio árabe:
Si vas por el desierto y los tuaregs te invitan a jugar al ajedrez por algo que duela, acepta, pero cuida mucho tu rey.
Avatar de Usuario
Nínive
Arquera
Mensajes: 7146
Registrado: 09 May 2011 15:53
Ubicación: En un hospital de campaña...

Re: La criadita (Cuento)

Mensaje por Nínive »

Me he equivocado...
Prometo que lo leeré :cunao:
Siempre contra el viento
Responder