El Lancasteriano (Novela completa)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

Moderadores: Megan, kassiopea

Responder
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

¡Buenas! Llevo poco en este foro, y quizás mis temas personales me impiden interactuar tanto como me gustaría, pero me dije: ¿Qué rayos? Y para hacer la historia corta, aquí está mi última novela. Completa. Para quien guste zampársela enterita. En unos tres o cuatro días puede que aparezca por Amazon, así que si quieren apoyar, ya saben por donde. Sino, pues aquí tienen lo gratis, que así es mejor, ¿no? Bueno, eso depende de a quien le preguntes. Soy talibán del libre compartir de texto, porque a veces es la única manera de acceder a historias que de lo contrario quedarían tapadas por el polvo del tiempo. ¡Pero ya, me detengo! Que el libro hable por sí solo.

Ah, y otra cosa. Celebraré una especie de concurso para cuando Amazon me de el visto bueno. Para resumir (En otras redes será por correo, pero aquí basta con comentar) al terminar la novela, me gustaría leer su opinión, qué les pareció la historia el mundo y eso, y si les apetecen adhieran una ficha con un personaje (Pueden ser basados en ustedes mismo o lo que quieran, con su referente trasfondo basado en el mundo de la novela) que les gustaría apareciese en el siguiente libro de Guerra Divina. Las 3 opiniones/fichas que más me gusten las meteré.

Ahora sí que sí, ¡a leer!

Aviso: Tiene muchas groserías y cosas que podrían herir sensibilidades. Nada obsceno, pero tal vez de mal gusto. No quita que esta historia saliera de mi corazón, y tal vez exista otra gente en este mundo que encuentren diversión o algo útil aquí.
***
ElLancasteriano_Portada.jpg
***
Personajes.
Chester: Talentoso piloto y espadachín muskita. Renegando por su familia. Posteriormente conocido como “El Lancasteriano”.

Nadjela: Princesa de la tribu de La Cuna. Anhela ayudar a su padre y salvar a su gente. Posee un collar con propiedades anómalas obsequiado por su difunta madre.

Neddin: Líder de la tribu de La Cuna. Su palabra es la ley.

Erika: Mercenaria venida del Cuarto Reich. Le fue encargado asesinar a Nadjela.

Ash: Mecánica de raíces suizas. Capturada por esclavistas durante su búsqueda para construirse un futuro.

Achú: Hermano de Shura, caudillo esclavista. Controla la Cúpula del trueno. Prefiere que se le conozca como Máscara de la muerte.

Shura: Hermana de Achú, patrona esclavista. Controla la Cúpula del trueno. La persona más temida en el sitio.

Hombre quemado: Anterior mecánico de Achú. Despedido y enviado a una muerte segura luego de que Lord Esclavizador mostrase interés en su trabajo.
***
Doy mi vida por la patria.
Por Dios.
Por la libertad.
Cumplo con mi deber, pagaré el precio de este sacrificio digno.
La frente alta y la conciencia limpia, porque sé que mis actos no serán en vano.
Marcho en la guerra que carga con las plegarias de la humanidad.
Única y última, no habrá repetición.
Guerra divina.

-Carta de un soldado anónimo.
***
Primera parte: La llegada.
1
En el yermo cae un gigante. Corta el cielo a la mitad vuelto una bola de fuego, y al impactar, poderoso, traza en la tierra una grieta como una boca inmensa. El temblor consecuente inquieta a las bestias, y aquel que saldría de allí estremecería a los poderes dominantes del mundo. ¡Que teman los oligarcas, los tiranos, y los cobardes…! ¡Larga vida al Lancasteriano!

El choque del gigante libera agua del subsuelo. Liquido valioso y muy escaso en la superficie de ese continente carcomido. La tribu de La Cuna, el asentamiento más cercano al incidente, envió un equipo de exploradores equipados con arcos y flechas, estos descubrieron al gigante durmiente y al fresco regalo que fluye. La vieja Zakary y el resto de venerables ancianos, señalaron el evento como la llegada del héroe profetizado en las leyendas. Historias trasmitidas durante generaciones sobre aquel que los guiará en un éxodo a un paraíso sin igual, donde la comida y el agua abunden, la hierba sea verde, y la muerte invisible, esa que devora la piel, se mantenga lejos.

Los tribales, a la par que llenan sus recipientes de barro con agua, dan ofrendas y rezos de rodillas en los cantos rodados de la nueva fuente. ¡Despierta! ¡Muéstranos el camino! Claman al titán, sin recibir respuesta y sin desanimarse. Solo uno de ellos estuvo distante y receloso: Neddin, el líder de la aldea. ¿Los motivos de su desconfianza? Desconocidos para la mayoría.

Es la quinta noche desde el arribo del gigante. Acaloradas discusiones continúan dentro de la cámara cilíndrica del templo de las contemplaciones, ubicado en la cima de la cara plana de la montaña que acobija con su sombra a la tribu. El templó posee un vago parentesco con un ave decapitada, tanto por sus alas gruesas extendidas en diagonal, como por su boca dentada y circular justo en el borde.

«¿Serán las alas del templo y el consejo de los sabios capaces de guiarte, padre?» Piensa la princesa Nadjela, mirando por la ventana del cuarto, con sus lindos ojos pardos fijos en la cima, y las manos estrechando las cuentas de hueso tallado del collar obsequiado por su madre (Con quien comparte nombre).
Nadjela deja la ventana y se desliza como un puma por la estera de pieles de bestias. El aura lumínica que llega del cielo, revela la preocupación en su semblante.

«Sé que es incorrecto contrariarte y dudar. Pero si la oportunidad de acabar con meses de tierras crueles se presenta, ¡debemos aprovecharla!»

Fueron años duros. De los 500 habitantes que se cuenta, eran hace una década, ahora quedan menos de 200. El pueblo se esforzó, luchó por la esperanza, se mantuvo fiel… Pero el azote de la enfermedad, el hambre, y otros demonios, no daban tregua. Solo el gigante reflejó una posible mejora. ¿Entonces por qué, cuando todo apuntaba a un futuro más brillante, su padre Neddin lucía como un cuerpo al que arrancan la vida?

«Papá, ¿conoces algo del gigante que los demás no? ¿Un secreto imposible de revelar, incluso a tus hijas?»

Las incógnitas le quitan el sueño. Nadjela decide actuar.

Sale del cuarto. Baja las escaleras, muda y en puntillas, consciente de que Zell, el guerrero de mayor confianza de su padre, estaría patrullando por la casa. Nadjela toma la salida trasera. Rodea el corral de los avestruces. Sus pies descalzos dejan huellas en el camino de tierra. Alcanza el hogar de la servidumbre, y aparta las cuentas de una ventana para entrar.

Llega al lecho donde, suspendidas en hamacas, duermen las sirvientas de su familia. Mueve con suavidad los hombros bronceados de una: Majani. Joven como ella, pero de pelo corto, y bonitas facciones acompañadas por aretes de perlas que no se quitaba ni para dormir. Majani abre los ojos primero con lentitud, y después de par en par al reconocer el perfil de su majestad.

—¿Princesa? —Pregunta en voz baja, nerviosa de encontrarse con su ama y amiga a esas horas de la noche y sin avisar. —¿Qué hace deambulando? Si su padre la descubre me regañará. Nos regañará a todas.

—No hay tiempo que perder —La princesa corresponde los susurros. —Esta noche bajaré a la grieta, y averiguaré qué bien o mal esconde el gigante. Confío en ti para que me guíes. Has ido y cargado agua estos días, conoces el mejor modo de alcanzar la fuente y al caído.

—¿Y la prohibición de su padre? Él nos reunió y lo ordenó. No quiere verla ni a usted ni a sus hermanas en la grieta. Si descubre que la llevé, puede que me castigue, o peor, me exilie.

La princesa con una mano rodea los dedos de Majani, y con la otra le calla los labios temblorosos. El gesto y la cercanía con alguien que quiere y admira, calma la turbulencia interior de Majani.

—Lo sé, pero es necesario —Dice Nadjela. —Tal vez consiga una respuesta que disipe las angustias de mi padre. Es un hombre fuerte… Pero hasta los fuertes necesitan apoyo. Ayer lo encontré mirando por largos minutos el fuego de la chimenea, sin parpadear, luciendo desolado —La princesa baja la cabeza. —Temo que se derrumbe.

A Majani eso último le suena a fantasía. Neddin, aquel que comparte nombre con el fundador, es la base de la tribu, un pilar incuestionable e indestructible al igual que sus antecesores. Pero como aprecia a Nadjela y no quiere verla triste, Majani termina por asentir y ceder.

—La llevare.

—Mil gracias, Majani.

Intercambian sonrisas.

Echándose a los hombros frondosas capuchas negras de piel de demonio de Tasmania, y actuando como sombras de la noche, marchan. Cruzan de un salto las murallas de arcilla que miden un metro de altura, y que delimitan la zona residencial. Se mezclan en las plantaciones de El-nido-de-todas-las-plantas, de tallos grandes como personas. Enfilan por la orilla del rio seco, al que Nadjela observa con la cara pesada.

Adelante vislumbran una decena de picos de vidrio, que reflejan el resplandor de las apretadas, móviles, y coloridas estrellas del firmamento gris. Los picos señalan el comienzo de la apertura donde el gigante aterrizó. La grieta es un corte kilométrico e irregular, como producido por una cimitarra oxidada y de grandeza imposible. La entrada intimida, primero con sus cristales altos y luego con su boca oscura. Nadjela respira hondo, cierra los ojos, y reúne ímpetu para superar el miedo. Antes de sumergirse toca uno de los cristales de ángulos duros, quedándole las yemas heladas. Majani suelta un dato.

—Hace días la entrada estaba más hirviente que las termas de la montaña. Pasó tiempo antes de poder acercarnos y revisar. Sin duda es un poder divino como nunca antes vimos.

—Y es lo que salvará nuestro futuro —Dice Nadjela, convencida.
Descienden.

El techo del pasaje es abierto y dentado. Para penetrar en esas sombras que devoran, Nadjela se saca el collar y lo levanta. La gema que cuelga de las cuentas, esfera perfecta, extraterrestre y blanca, prende con el deseo mental de obtener claridad. Proyecta una luz pura y cálida como el abrazo de un ser querido, lo bastante intensa para dispersar la oscuridad. Majani se queda embobada viéndola, hasta que Nadjela le pasa la mano frente la cara y la saca del ensueño.

—Nunca dejará de impresionarme —Dice Majani con los labios entreabiertos.

—Ni a mí. Siempre que la guarde estaré segura —Nadjela repite las palabras que le heredó su madre.

Oyen el agua correr antes de verla, y pronto el toque fresco se desliza como una tela entre sus pies. La altura del agua pasa del talón a las rodillas. Toca ir saltando sobre las rocas húmedas, actividad en la que muestran una soltura animal. Cada nuevo paso acelera el corazón de la princesa, cuya imaginación vivaz dibuja colosos en las distancias, hasta que se revela el verdadero.

Majani salta a la roca en el centro del manantial, y Nadjela aterriza después, inclinando las rodillas para absorber el impacto. Contemplan mudas y solemnes al ser capaz de aplastar a un hombre adulto con la mano. De aspecto sólido y cuerpo color zafiro, cruzado por líneas que, dependiendo del ángulo de mira, cambian de tono entre el rojo, el amarillo, y el naranja. Las líneas suben y acaban en las zonas puntiagudas del cuerpo: Codos, rodillas, muslos, muñecas, antebrazos, hombros. Tales detalles le otorgan una semejanza a un caballero ataviado con relámpagos. Su cara de momento está escondida por las sombras que proyectan el muro de roca. Nadjela se lo imagina guapo. Con los ojos anclados en el ídolo, junta las manos e implora.

—Rayo azul que duerme en la tierra, sobre un trono de piedra que tú mismo creaste al tocar. ¡Te ruego, cumple mi pedido de auxilio!

Repite la oración varias veces, cada intento con mayor pasión que el anterior. Pero el gigante sigue durmiendo. El agua, fluyendo. Majani, igual de tensa. Pero Nadjela esta empecinada en irse con las manos llenas.

—¡¿Qué hace, princesa?! —Los ojos espantados de Majani siguen a Nadjela. La princesa escala la pared de roca cercana a la pierna derecha del gigante. La cola de la capucha de piel se le engancha en la superficie rustica de la roca, y ella se desembaraza de la misma para continuar.

Nadjela alcanza un reborde a tres metros de altura, donde se sostiene con una mano. Balancea el cuerpo atrás y adelante. Salta, y planea con el impulso, encaramándose en la saliente angulosa que forma la pierna más cercana del titán, justo en el borde que da a la rodilla. Sus dedos sufren ligeros cortes, y su fino abdomen choca contra un tacto liso y robusto, como las zonas menos erosionadas del templo de las contemplaciones. La zona azul de la armadura es tan helada que por reacción natural le erecta los pezones bajo la tela. En cambio, las líneas incandescentes poseían cierta tibieza.

Majani abajo pide a gritos que regrese, pero Nadjela se adhiere a su misión con el mismo ímpetu con el que se adhiere al gigante. Aplicando fuerza con los brazos, la princesa invade las articulaciones tras la coraza, aporreándose un poco la frente al caer. Sobándose la cabeza, levanta y encara una serie de conectores, tubos, y mangueras ascendentes, hechos de un material negro y brillante como los soportes metálicos donde está de pie. Tuvo que pisar con cuidado para no deslizarse por los espacios del esqueleto que, según ve, sostienen la armadura.

Pronto la atención de sus ojos es robada por lo brillante, casi cegador, que se vuelve la gema de su collar. Antes de musitar cualquier sonido de sorpresa, el blanco le obliga a cerrar los ojos. Nadjela abraza el tronco metálico que tiene delante. Alrededor todo tiembla. Ella grita, pero su voz se pierde en el rugir de los motores.

El color zafiro pasa del letargo a un tinte vivo de meteoro o cometa. El rostro en lo alto se ilumina para revelar una cara vagamente humana, que donde debería tener la boca y la nariz, en vez lleva dos placas de metal unidas. Los ojos del ser prenden de rojo. Pedruscos se desploman, causando una reacción en cadena de cantos que ruedan. Majani retrocede para evitar morir aplastada.

La voluminosa figura se endereza, cruje en el molde. Primero libera los brazos. Las enormes manos suben y se entierran en las paredes de la grieta. A espaldas del titán, una explosión de fuego atómico lo empuja. En un segundo libera el resto de su cuerpo y asciende, reventando la boca de la grieta con un estallido.

«¡Moriré!» Piensa Nadjela sin atreverse a abrir los ojos. Soporta una lluvia de guijarros que le amorata la espalda y los hombros. «¡Desperté algo incomprensible! ¡Perdónenme, todos!»

Un impulso desde arriba la presiona con brutalidad, arrebata su aliento, y le pulveriza las ideas. Queda con la cara pegada al pilar, ahora caliente. Aprieta los dientes, soporta el castigo del ruido y del viento…
Hasta que la presión que la empuja pierde fuerza.

El gigante alcanza cierta estabilidad, y el vendaval se convierte en brisa. Nadjela necesita de unos segundos para levantar la cara. Cuando lo logra, tiritando, observa con ojos enrojecidos y el aliento entrecortado un paisaje que la coloca más alto que nunca.

La montaña, la tribu, el templo. Más allá: Las zonas prohibidas, donde solo hay muerte y demonios. Más allá: Una horda de jinetes de caballos de hierro que levantan un telón de polvo y smog a sus espaldas. Más allá: Un jardín de cráteres y picos de metal. Más allá: El infinito… ¿Desde cuándo el mundo es tan ilimitado? Bajo esa nueva perspectiva, y con la tribu luciendo minúscula, casi un punto, Nadjela siente a la tierra capaz de competir de tú a tú con el cielo.

Un traqueteo la saca del asombro. El gigante pierde estabilidad y reanudan las sacudidas. El brillo en la superficie del ser se apaga, y el calor de sus entrañas se disipa. Nadjela vuelve a aferrarse de brazos y piernas al esqueleto. Pierden altura, primero con pausa, luego con vértigo. El suelo precipitándose es lo último que Nadjela ve antes de que, por el estrés excesivo, perdiese la conciencia.
***
2
—Menudo armatoste —Comenta la joven en su sabia madurez de 22 años, mascando con ruido chicle vegano, y echando sobre el blindaje una mirada somnolienta de parpados pintados. El North Star está detrás del barandal amarillo de seguridad, en un marco de piedra tallado para parecer el trono de un rey. Tuberías de agua salada reemplazan el correr del ya seco manantial. Los focos instalados en la roca ayudan a admirar los 20 metros de altura de la máquina. —Que me metan un puño por el culo si esta cosa vieja de verdad podía volar.

—Tracy, el vocabulario —Le riñe la madre sin dejar de parpadear rápido, indicándole con ese gesto a su hardware neuronal que tome fotos de todo lo que ella cree dará para hablar en el ciberespacio.

—Ni es el de verdad. El guía dijo que es una reproducción.

—A tu padre y a tu hermano le gustan.

Tracy observa de reojo a los hombres de la casa. El padre carga al pequeño gusano en su brazo. El niño escucha con una sonrisa estúpida las historias de (Según las palabras exactas del padre) cuando los hombres eran hombres. Si se analiza al niño, el pelo despeinado tintado de azul, el visor de plástico, y el mini-Chester de acción que agita en la mano, resulta obvio que es un fan.

Tracy rueda los ojos y resopla. Vuelve su cara hastiada a la pantalla táctil junto al barandal de la plataforma, donde es posible consultar datos de la exposición. De forma predeterminada la pantalla enseña el siguiente resumen de la escena:
La princesa Nadjela, en completa soledad, bajó a la grieta y terminó por encontrar al North Star. Chester abrió la cabina y se presentó. Se dice que cuando las miradas de ambos se encontraron, cayeron eternamente enamorados.

—Cursi —Murmura Tracy, por no decir que ve a la princesa como tremenda culisuelta al desvivirse por el primer guaperas que encuentra en un hoyo.

Al lado, su mamá guarda silencio. El semblante de la mujer está algo turbado tras imaginar qué pasaría si, a sus tiernos quince años, se hubiera encontrado con el Lancasteriano. El hardware neuronal le ayuda a recrear la fantasía, que evoluciona de rosa a fogosa dentro de la angosta cabina del blindaje. Alterada, le pide al sistema que guarde la experiencia para repetirla luego en la intimidad de la casa volante.
***
3


Los labios de Neddin permanecen rectos como una flecha. Su larga corona de plumas es agitada por el viento árido de todas las noches. El líder clava su mirada severa en la sirvienta sometida y arrodillada. Están en lo que era la entrada a la grieta, ahora convertida en una zanja de rocas apiñadas.

El gigante despertó a la aldea con su estruendoso ascenso, pero solo unos pocos hombres tuvieron autorización para acompañar al líder y averiguar qué sucedía. Sus guardias más leales, los campeones del halcón (Zell), del cerdo (Tashala), del demonio de Tasmania (Maaca), y del dragón de Komodo (Bironte), cada uno vestido con partes de su respectivo animal.

—Repíteme la historia —Demanda el líder. —Ordena tus palabras. No tartamudees esta vez.

Majani, encogida en la tierra, vuelve a relatar cómo la princesa la sorprendió en la cama para pedirle visitar la fisura. En el subsuelo la situación se volvió confusa, pero el foco es que el gigante despertó y se llevó a Nadjela.

—¿Será...? ¿Será que la escogió como esposa? —Murmura Majani. Una idea fantasiosa y romántica para quizás forzarse a creer que su amiga está a salvo.

Neddin tuerce los labios en una mueca de profundo desprecio.

—¿Aseguras que mi hija tentó a ese monstruo?

La furia en el tono del líder estremece a Majani. La chica hunde la frente en el suelo.

—¡Es mi responsabilidad! ¡Todo es mi responsabilidad, mi señor! ¡Debí convencer a la princesa de no venir! ¡Debí llamar a los guardias para que la escoltaran a la seguridad de su morada! Fui muy tonta. ¡Por favor, castígueme como mejor vea! Pero se lo ruego, no me arroje a las zonas prohibidas.

Majani se arrastra y pega la cabeza entre los pies del líder, bañándole los dedos de lágrimas. Neddin chasquea la lengua y retrocede un par de pasos, como si le diera asco aquella demostración.

—Se acaba el tiempo —Dice Neddin. —En nada llegarán esos viejos odiosos.

Majani deja de sollozar, pero no de temer. Extrañada, espía desde abajo la figura de su líder y protector, que ahora poca atención le daba. Neddin mira a lo alto de la montaña, donde queda el templo y duermen los sabios ancianos. Oír como su venerable líder habla de ellos con repudio, la perturba.

—Los sacos de hueso quedarán decepcionados. No hay nada que contarles. Mi hija fue llevada por aquel ser, y su sirvienta pereció bajo el derrumbe. Quizás perder esta última esperanza los lleve un paso más cerca de la tumba, ojalá.
Majani se queda ahí sin entender, como si las palabras de su líder fuesen dichas en un idioma extraño. No nota a Zell colocándose a sus espaldas. Cuando la cuerda del arco le baja por la cara y se le pone contra la garganta, ya es demasiado tarde.

Neddin ordena deshacerse del cuerpo donde las bestias no dejen restos. Bironte y Maaca cumplen el pedido, el segundo aprovecha de quedarse con los aretes de perla. Tashala se retira a su hogar, argumentando un dolor de estómago. Zell por otro lado, permanece con Neddin para una nueva misión.

Enfilan a las termas en el interior de la montaña. Entre la clandestinidad del vapor, Neddin saca de un compartimiento secreto en una pared, una gruesa maleta de cuero. Quita los pasadores, coloca la clave en el candado, abre la maleta, y saca del interior dos lingotes de oro y una computadora portátil rectangular, vieja y poco más grande que una mano. Entrega los elementos a Zell.

—La versión oficial será que viajaras a buscar a mi hija. Encuentra un punto alto y apenas consigas señal, contacta con un mercenario. Alguien hábil, que trabaje rápido y no deje pruebas. Aprecio a mi hija… Pero tengo varias niñas, y tribus solo una. No me arriesgaré a que el pueblo se corrompa con influencias extranjeras.

Mientras el pueblo llora el rapto de Nadjela y la muerte de Majani, Zell se ata una bolsa de tela en la espalda con comida, agua, y los elementos dados por Neddin. En secreto agrega una semilla del El-nido-de-todas-las-plantas, aunque duda necesitarla. En lo que lleva de vida todavía no conoce guerrero que se le compare. Monta su avestruz, y cabalga a las zonas prohibidas.
***
4
Nadjela abre los ojos, e inmediatamente los vuelve a cerrar por el dolor. Todo su cuerpo arde y palpita como recién salido de una paliza. ¿Dónde está? ¿Cuánto tiempo pasó? Necesita un minuto para recordar su aventura con Majani en el subsuelo. El fulgor del collar, el gigante elevándose al cielo…

Busca sentarse, pero “algo” le impide separar los brazos del tronco. Un material grueso y cálido se le ciñe como un capullo hasta los hombros. Es calentito y cómodo… Hasta que rememora las leyendas de arañas gigantes y peludas, de ojos rojos, que utilizan sus patas delanteras para envolver a sus presas en bultos de tela. Nadjela aprieta los dientes para contener los chillidos. Gira en el polvo, y sin pretenderlo se acerca en exceso hasta una fogata recién percibida. La lamida del fuego la asusta. Rueda en dirección contraria hasta pegar la espalda en una superficie dura. Logra sentarse. Espía a la derecha, no hay arañas a la vista. Espía a la izquierda, ve un pie de tamaño imposible. Espía arriba, y la visión del gigante la asusta.

—¡D-Disculpe usted! ¡Le juro que no era mi intención pegarle! —Dice la princesa. Desde su posición resulta imposible sondear el semblante del ídolo que, al contrario de antes, permanece indiferente frente su toque.

Nadjela toma aire y recupera un poco el autocontrol. Se percata que la materia que la envuelve no oprime, solo abraza. Es fácil empujar la boca del capullo para salir. Tras zafarse de la materia extraña, oye el trueno de una voz viniendo del cielo. ¿El gigante? No exactamente.

—¡Cuidado abajo!

Cuatro trozos de algo pegan contra el suelo. Nadjela entona los ojos. A diez pasos de distancia queda la cabeza de un lagarto de grandes dientes relucientes, con ojos en blanco libres de piedad. Nadjela chilla, y busca el collar con las manos en anhelo de seguridad. Otra figura, más completa, cae de cuclillas cerca del lagarto despedazado, levantando una palmada de polvo que perturba el fuego.

Alto como Zell, pero en vez del bronce su tono de piel es rosado y cremoso como la pulpa que las madres sacan de El-nido-de-todas-las-plantas para alimentar a los niños. Los brazos fuertes y las piernas gruesas, abultan la ropa con delineados músculos, y su espalda ancha parece capaz de soportar el peso del mundo. Su pantalón cuenta con tres correas en cada pierna que bien ajustan, y que evitan que la sangre se acumule en la parte baja del cuerpo al volar. Sus botas son de campaña todoterreno. Encima de una elástica camisa viste una chaqueta con exterior de cuero e interior de pelaje sintético que se asoma por las mangas. En el cuello de la chaqueta lleva bordada una insignia con una estrella de plata, en el hombro derecho un rectángulo con una X, y en el pecho sobre el corazón el emblema de un león azul en un rectángulo dorado. Dos arcos enlazados de cristal opaco cubren su mirada, el visor tiene en los extremos asas con puntas curvas que descansan en las orejas.

Nadjela piensa que la luz del fuego la engaña, porque la melena desaliñada del sujeto parece de color azul. El desconocido enseña una sonrisa de dientes blanquísimos, semblante amigable y encantador que contrasta con la espada enfundada al lado izquierdo de su cintura. Arma larga, delgada, y con una ligera curvatura. Aunque La Cuna guardaba guerreros más musculosos que él (Véase Bironte), ninguno tuvo un aspecto semejante.

«¡Un demonio!» Deduce Nadjela.

Demonio, como esos que según cuentan los padres y las nanas, se disfrazan de piel humana para asesinar o raptar a los niños y niñas que se portan mal. ¿Eso pasó? ¿Fue raptada…?

Algo le rueda por el medio de las piernas. La cabeza de komodo, más grande que la suya, queda entre sus muslos. Nadjela grita y levanta de un salto. Patea la cabeza, mandándola a la oscuridad más allá de la fogata. Una marabunta de criaturas rastreras con formas indistinguibles, gruñen y corren detrás del botín. El hombre, de cuclillas delante del fuego, habla con informalidad.

—Me costó separar esa cabeza. No la desperdicies así, mujer —Regaña a la par que reúne las patas traseras y la cola del gran depredador. —Sí que tenía huesos fuertes. Pero nada corta más que mi espada, ni los machetes.

Nadjela se mueve despacio, silenciosa y con las manos por delante para robarle el arma de la cintura ahora que está distraído. Si todo lo relatado sobre los demonios es verdad, no faltaría mucho para que ese hombre buscase arrebatarle la pureza, y eso ella no lo permitiría. Con cada centímetro menos entre sus dedos y la empuñadura, mayores eran sus latidos por segundo.

«Es mi oportunidad. O lo apuñalo ahora, o...»

—¡Ey!

La exclamación repentina hace que Nadjela se asuste y caiga de culo.

—¡La espada de un guerrero es su alma! No la tomes a la ligera —El hombre ladea el rostro hacia ella con la boca torcida en una mueca. —¿Qué pasa? ¿Te tropezaste? Primero pateando la cena y ahora esto. Sí que eres torpe.

La princesa se sonroja. Quiso abrir la boca y decirle que no fue sin querer, que no comería esa basura y que tampoco es torpe. Pero recuerda que no trata con una persona, sino con algo ajeno la educación de las buenas gentes de la tribu. Nadjela corta la línea de pensamiento sobre esas nimiedades, al ver como el tipo utiliza la espada, su proclamada alma de guerrero, para pinchar un trozo de maloliente komodo y ponerlo a asar en el fuego.

—¿Quieres probar? —El demonio le extiende el grueso muslo de lagarto, con escamas aun quemándose. Nadjela cubre su boca con una mano y aparta el rostro. El hombre sonríe. —Que no te engañe su aspecto. Oí decir a un tipo en la calle que mientras más feo, más sabroso.

Nadjela retrocede a gatas para quedar lo más lejos posible de esa carne. El dragón es una criatura carroñera y venenosa, con una mordida capaz de pudrir la madera. Consumir esa carne es peligroso, y Nadjela supone que aquel demonio conoce ese dato, y todo se trata de un juego sádico para destruirle el cuerpo y la mente.

—¿Pero por qué el tipo contaba eso a un par de colegialas? —El espadachín sigue divagando. —Es sabiduría que ellas jamás absorberán. Las chicas prefieren los dulces esponjosos con crema de colores. Los hombres nos conformamos con el simple ponqué. Un ponqué no necesita nada más que el propio ponqué para ser sabroso.

Nadjela se cubre las orejas para protegerse de aquellas palabras inentendibles que el demonio usa para hundirla en un laberinto de incógnitas.

—Que estés viva es un alivio —Continua el hombre. — ¿Pero por qué no dices nada? La boca está para hablar, para gritar todo lo que sientes y que el mundo se entere. ¡Vamos, habla!

La princesa se escuda en el silencio. Igual queda sin palabras tras presenciar como él hunde los dientes en el cuerpo del komodo, tira hacia atrás con el cuello, y arranca un buen trozo grasiento, que luego de un par de mordidas desaparece en su boca. Le debe gustar el sabor, o tal vez carece de sentido del gusto, porque continúa devorando.

¡Ningún humano realizaría esa hazaña sin morir! Nadjela lo tiene claro. Vuelve su atención al gigante y reza para que se la lleve. Pero el gigante calla, y el hombre parlotea.

—Cuando desperté y vi el cielo, y luego a ti, sostenida a la pierna de mi blindaje como si tu vida dependiera de ello, realmente no supe qué pensar. Creí que intentabas robarme.

—¡Eso jamás! —Nadjela alza la voz, rechazando ser catalogada como una vulgar ladrona. Nota como la sonrisa del hombre crece. La chica se ruboriza al entender que esa era justo la reacción que él esperaba.

—¡Buen grito! ¡Suena a metal! —Usando la espada reintroduce el trozo de carne en el fuego. —Maniobré con estilo para atajarte en plena caída, y bajarte hasta el suelo antes que mi compa se echara a dormir. Estuvo emocionante.

Nadjela no recuerda nada de eso, y por lo magullado que siente el cuerpo sospecha que hubo más prisa que estilo.
El demonio continúa zampando durante todo el rato que Nadjela le ve. La chica aguarda sentada, abrazándose las piernas, lo más lejos posible de él, pero sin aventurarse a salir del círculo de luz. El demonio se entretiene mordisqueando la carne de los huesos y chupando el tuétano, mientras con la mano libre toma más ramitas cosechadas de los matorrales cercanos para nutrir el fuego. Nadjela, cansada de esos sonidos pegajosos y de la incertidumbre, reúne el suficiente valor para preguntar.

—¿Qué eres?

—¿Qué soy? —El desconocido la mira, y con la mano se levanta el visor. Por la cercanía al fuego, el carmesís de sus ojos se convierte en un suave amarillo, que refleja calor, franqueza, e iniciativa. Se apunta a sí mismo con el pulgar. —¡Me llamo Chester Lancaster! ¡El que gana! ¡El que manda! Subteniente de… ¡Bah! De nada. Soy lo que ves.

Las palabras raras le entran por una oreja a Nadjela y le salen por la otra. Queda perdida en la mirada de ese rostro que siempre parecía tener una sonrisa secreta, como si nada pudiese empañar su buen humor o su relajo. ¿De verdad un hombre con ese semblante es malo? ¿Acaso no está ligado con el manantial que sació la sed de su pueblo? Es un hombre extraño y único que cayó del cielo, como cuentan las leyendas de La Cuna que el profeta llegaría.

—¿Chester Lancaster, el salvador...?

—¿Yo? ¿Un salvador? —El calificativo le saca una carcajada. Niega con la cabeza antes de echarse de lado en el suelo polvoroso, con la mejilla en la palma. —Eso sería demasiado. Solo soy un tipo que busca vivir bajo sus propias reglas. Tengo mi espada, mi blindaje, y mi libertad. No necesito más.

Al decir la palabra “Blindaje”, Chester mira de reojo al cielo. Nadjela sigue sus ojos hasta el gigante.

—¿Viniste de él? —Pregunta ella.

Chester asiente.

—Entonces es tu padre.

—¿Qué…? Mi viejo no era genial. Este es North Star. Como mi espada, representa otra parte de mi espíritu. Pero como se dañó durante mi última batalla, ya no responde —Se rasca la melena. —En serio no debí subestimar a esas dos...

Suelta una escueta explicación sobre cómo, por encima de las nubes, dos pilotos lo flanquearon y golpearon por ambos costados, atravesando la cabina de su North Star y llevándolo a iniciar un protocolo de aterrizaje de emergencia. Se estrelló por el descontrol y perdió el conocimiento. La idea de darle la espalda al enemigo le resultaba deshonrosa, pero en ese entonces su espíritu de lucha estaba mitigado tras entender contra quienes combatía.

—¡Yo no mato mujeres o niños! Que se queden en casa, y dejen a los hombres hablar tranquilos y en paz con nuestros puños.

—No entiendo. ¿Mujeres guerreras...? ¿Acaso donde vuela la madre de todas las aves siguen existiendo luchas por la supervivencia?

Nadjela abraza aún más sus rodillas y hunde el rostro, preocupada por la absurda posibilidad. El cielo se supone es un sitio lleno de armonía donde los sufrimientos y ambiciones terrenales poco valor tienen. La misma madre de aves levanta fuertes vientos con su aleteo que se llevan los pesares, y castiga los gritos de ambición del corazón con zarpazos relampagueantes y canciones divinas que a oídos mortales suenan como truenos. Otro detalle que la descoloca es que exista una mujer guerrera, cuando en La Cuna a las féminas siempre las instruyeron en el quehacer del cocinar, del tejer, del lavar, del buscar agua, del recoger la cosecha cuando está madura, y del encontrar un buen hombre para casarse y tener hijos. La guerra, el pelear, el cazar, siempre fue cosas de varones. A Nadjela le cuesta imaginarse plantada en una batalla y zarandeando una lanza.

—¿Verdad que no deberían haber? —El tal Chester toma la incredulidad de Nadjela como una aprobación a sus creencias. —Yo no sé de ninguna madre de aves. Pero el mundo está ardiendo arriba y abajo. ¿Cómo no lo notas? Si el calor se siente desde aquí…

Chester cierra los ojos, su mente desplazada a otro ambiente, uno donde la tierra se abre, los mares hierven, el cielo llora, y los hombres perecen a millares. Nadjela no comprende, de hecho, se muere de frío.

—Nos estamos quemando. Alguien tendría que enseñar un par de cositas dolorosas a esos idiotas que lo empezaron todo. ¿Guerra divina? ¡Mis pelotas! —Abre los ojos y mira a Nadjela. —¿No te enteraste del quilombo? ¿Vives en una cueva?

—La Cuna. No una cueva. Soy de la gente de La Cuna.

—Primera vez que lo escucho.

—Necesito volver —Desvía la mirada a los alrededores. —Estamos en zona prohibida. Mi padre, mi amiga Majani, la venerable Zakary, todos deben estar preocupados.

—¿Zona prohibida? ¡No existe algo como la zona prohibida! —Se echa de espalda y levanta una mano hacia las estrellas y satélites. —¡Este es el mundo! Y el mundo es de todos, y está hecho para disfrutarse, explorarlo, y vivirlo. Salir y tomar lo que ofrece sin importar los pronósticos.

Nadjela calla frente esas ideas que contradicen las enseñanzas dadas por generaciones a las gentes de su tribu: Obedecer a la sangre del fundador, y rehuir de las maldades foráneas. Claro que a veces negociaban con otras tribus, mercaderes que llegaban ofreciendo miel, o algodón, o rollizos wombats, y en cambio La Cuna entregaba las bondades de El-nido-de-todas-plantas (Exceptuando las semillas), o la pesca, de cuando el rio corre. Pero jamás salían como tal, y siempre existía una tacita desconfianza hacia lo extranjero.

—¿Puedes usar tu gigante y llevarme casa? —Pregunta Nadjela.

—Necesito un mecánico para ponerlo a andar. Ni sé cómo diantres logró volver en sí tras el choque —Se pasa una mano por la cabellera. —Solo sé que todo estaba negro, y entonces vi una luz y oí una voz.

—¿Qué es un mecánico? ¿Cuál voz?

—¿Cómo no sabes lo que es un mecánico? Y la voz sonaba como tú, más o menos. ¿Qué edad tienes?

Chester la recorre con la mirada. La princesa capta esa creciente atención, y se acurruca como queriendo empequeñecer y restarle a ese hombre sitio donde echar su vista a andar.

—Cumplí quince vueltas la temporada de fuego pasada.

—¡Quince vueltas! Supondré que esos son años. ¿Y le han dado zanahoria a tu conejito?

Nadjela toda colorada, le arroja una mirada de desprecio. La pregunta era tan trasparente que ni requería familiaridad con los ejemplos para entender.

—¡No me mires así! —Chester muestra las manos. —¡No hay manera delicada de preguntarlo! Como sea, entonces no fuiste tú.

—¿Tienes el poder de identificar a una virgen con solo escucharla? —Se le filtra la sorpresa. Una habilidad como esa, sumado al hecho de oír voces, daban pistas de ser un ente sagrado. Como Neddin cuando oye la voz de la madre ave en momentos de disputa, y se requiere intervención divina para esclarecer el camino único y correcto.

—¡Qué va! —Chester se apresura a quitarse lo celestial como quien quiere zafarse de una piel hedionda y recién desollada. —Es simple. La voz que oí me pidió un favor. Pidió que protegiera a su hija. Entiendo que tú serás la hija de alguien, ¿no?

Fin de la primera parte.
No tiene los permisos requeridos para ver los archivos adjuntos a este mensaje.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

Segunda parte: Tierra de nadie.
5
—Hablando en serio... Huevos —Chester lleva el saco de dormir enrollado bajo el brazo. Delante, la tierra árida reluce como un hueso amarillo recalentado por el sol. Se barre el sudor de la frente y sigue hablando. —Todas las creencias de tu gente giran en torno al mejor elemento del desayuno.

Nadjela asiente con aires de dudas, pareciéndole un pelín irrespetuoso el resumen.

—He oído peores —Agrega Chester.

—¿Peores? —Pregunta ella, avanzando con mayor soltura que Chester en esos ambientes cálidos. El conjunto blanco que viste la ayuda a sobrellevar mejor el calor. Tejido con hilos creados a partir de tallos de El-nido-de-todas-plantas, la parte superior carece de mangas y le llega por encima del ombligo. La inferior es una correa de tallos con dos tiras gruesas de tela, una al frente y otra atrás para conservar el pudor. Las telas se deslizan por las curvaturas de sus piernas morenas al andar. Ambas piezas cuentan con un diseño de zigzags y líneas rojas que imitan las alas de las aves, con tinte elaborado de las vísceras de hormigas infernales.

—Una vez, una mujer vestida de pingüino me contó que cuando alguien te pega, hay que ofrecer el otro lado de la cara —Cuenta Chester. —Todo porque un tipo al que clavaron en un pedazo de madera, lo dijo. ¡Huevos! Comparado se oye hasta con sentido.

Recorren sendas sin camino, con el gigante a sus espaldas, ahora relegado más de medio kilómetro al fondo.

—¿Es correcto abandonarlo? —Pregunta Nadjela.

—No es abandono. ¡Es un “Hasta luego”! —Dice Chester con una sonrisa confiada. —Da igual si acabo en el fin del mundo, North Star siempre logrará llegar a mi lado. Nuestro lazo es indestructible.

Nadjela interpreta el tema del mecánico como alguna clase de medico brujo especializado en gigantes. Del mismo modo, ese lazo invisible que Chester asegura poseer, la princesa lo considera un poder místico semejante al contacto incorpóreo que tiene su padre con los ancestros y la madre de aves. Chester se empeñará en negar su divinidad, pero ese cabello, y ese cuerpo capaz de soportar el veneno de komodo, eran señales de una naturaleza distinta. Sea el héroe prometido de La Cuna, o un semidiós caído, Nadjela anhela que, tras volver a su aldea, Chester solucione los problemas de alguna forma. O mínimo que ilumine con su sabiduría, porque aun luciendo joven parecía conocer de todo, aunque también a veces daba la impresión de ser el mayor de los imbéciles.

«Un rio hondo, ancho y feroz que bajo los caprichos del sol se trasforma en una seguidilla de charcos sin sustancia. Este hombre es un auténtico enigma que no sé si pueda descifrar»

Decide que al menos lo intentará. Bajo ese sol, bajo cualquier luna, indagará y salvará a su gente.

—¿Existen varias verdades? ¿Varias creencias como la del hombre en la madera? —Pregunta Nadjela.

—La verdad es la que tú quieras.

«Eso no tiene sentido. ¿Estará poniéndome a prueba?»

Nadjela, esgrimiendo una mirada astuta, cree adivinar el truco. Acelera y se planta frente a Chester haciendo que se detenga y la mire.

—Soy obediente y devota. Firme en mis valores. Capaz de sacrificarme por mi gente si es necesario. Se lo juro por la madre de todas las aves.

Acerca su expresión determinada hasta que se refleja en el visor del espadachín. Chester se inclina para atrás.

—Bien por ti. Si eres feliz con eso…

—¿Feliz? —Junta las manos como si rezara. —¿Cómo, gran señor?

Chester sufre un espasmo y endereza la espalda. Ahora es el turno de Nadjela para retroceder.

—Primero: No me digas ''Gran señor'', no me queda. Segundo: Tú sabrás cómo ser feliz, cada persona tiene su manera. Tercero: Me estoy asando. Consigamos donde reposar.

Nadjela estaba tan acostumbrada a un único paisaje desde hace quince años, que tanta amplitud y falta de límites se le antoja pecaminosa. ¿Dónde está la montaña de cara plana? ¿Las casas de ladrillo de arcilla y sus techos con forma de cúpula? ¿Los orgullosos cazadores patrullando en majestuosos avestruces?

«Se siente equivocado no ver nada de eso. Comparado, él camina tan libre…»

Incluso si quisiera imitar la confianza de Chester, la tierra caliente bajo sus pies se siente tan desconocida que fingir voluntad le cuesta. Ese viento que agita su largo cabello negro sencillamente no es “su viento”. Aunque para más sorpresa, nada está teñido de la maligna representación que barnizan las historias de los ancianos sobre el exterior. Es salvaje, sí, pero también nuevo, y quizás con vacilación Nadjela admitiría, atractivo.

—¡Verde! —Exclama Chester, y apunta con el dedo a una precipitación en el descampado que lleva a un desnivel donde crecen, en un ambiente más fresco, familias de árboles de tronco blanco, con ramas colmadas de hojas verdes entrelazadas. La mayor de estas familias se ubica en el centro. Ahí es donde señala.

Las copas entrelazadas crean un filtro para la luz, que permite a la naturaleza de abajo crecer sin ser quemada por el sol. Nadjela mueve los dedos de los pies para sentir entre estos la grama y la tierra fresca. Hay flores de pétalos blancos y amarillos que ve por primera vez en la vida. Arranca una, la acerca a su perfilada nariz, e inhala el perfume dulzón.

En el centro de la arboleda yace un pequeño lago alimentado por un manantial subterráneo. Nadjela se sienta en la orilla y sumerge los pies en el líquido frio, que le saca un temblor y un jadeo de placer.

—¿Tienes hambre, a que sí? —Pregunta Chester en cuanto llega y la ve.

Nadjela abre la boca para decir que no, pero su estómago gruñe primero, y ella se ruboriza. Tiene al menos un día sin comer. Chester, todo un caballero, dice que se encargará.

Rato después el espadachín vuelve llevando sobre sus hombros a una bestia más alta que él, con un hocico desproporcionalmente grande en comparación al cuerpo, y tres franjas blancas en su lomo negro y peludo. Un demonio de Tasmania. Chester arrastra al animal desde las patas delanteras, con el suficiente cuidado de no cortarse con las garras de 15 centímetros, mientras que las patas traseras dejan surcos en la tierra ofreciendo resistencia post-mortem. Chester alcanza el oasis y descubre que Nadjela está ausente. No hay ni rastro. Abre la boca para llamarla, pero se percata que desconoce el nombre de su compañera.

Ramas se sacuden y unas cuantas hojas se desprenden. Chester deja caer las patas del demonio. Separa las piernas, y lleva las manos a la empuñadura de su katana, listo para alzarla en un segundo restallando las muñecas.

Nadjela se desliza y aterriza. Chester al verla sana y salva, entiende que no hay peligro y aleja los dedos de la vaina.

—Subí a buscar pistas sobre el paradero de mi aldea —Dice Nadjela. Su falta de alegría al explicarse, evidencia el fracaso.

—Eres buena escalando.

—Cerca de la montaña donde vivo hay rocas muy grandes. Cuando era pequeña competía con mi amiga Majani para subirlas, y después escalábamos la montaña en sí. No había mucho más que hacer…

Le apena admitir una actividad tan chabacana, por ello achaca el asunto a un pasatiempo bobo de la niñez. Fue Majani la que recomendó dejarlo, argumentando que no era adecuado que la princesa se le viera saltando como un dingo enloquecido.

—Suena divertido. ¡Hagámoslo! —Exclama Chester.

Nadjela inclina la cabeza hacia un lado, sin entender.

—¿Lo dices en serio...?

—¡Después de comer! Subamos por los arboles como monos. A todos les gustan los monos. En el fondo todos somos uno.

«Es una locura» Piensa ella. Pero como el optimismo de Chester resulta peligrosamente contagioso, acepta.

Chester destripa al demonio. Nadjela utiliza hierba seca para encender una fogata. Prende la llama al borde de la familia de árboles, porque rehúye de encender fuegos en el interior.

Bajo el sol de mediodía, Chester aparece con trozos de carne pinchados en palos. Ponen a cocinar la carne, luego la reparten, y aunque dura, Nadjela come con placer hasta quedar saciada. Un rastro de grasa le corre por la comisura de los labios. Chester le pasa una gruesa hoja que arrancó de alguna planta. La princesa utiliza la hoja como servilleta.

—No me has dicho tu nombre —Dice Chester.

La chica queda atónita, traga, y admite que es así. Estaba tan ocupada desconfiando, pensando y preguntando, que olvidó la cortesía de presentarse.

—Disculpa mi grosería. Soy Nadjela.

—Nadjela. Lindo nombre. Suena como a Nutella.

—¿Nutella es malo?

—¡La Nutella es el mejor invento del mundo mundial, junto al pan Bimbo!

Sin saber qué es la Nutella o el pan Bimbo, la princesa asiente y acepta el cumplido.

Terminando de comer, apagan la fogata y se echan a descansar, cada uno a la sombra de su propio árbol. No pasa ni quince minutos para que Chester se incorpore de un salto.

—¡O estiro las piernas o me saldrán raíces!

—¿De verdad? —Pregunta Nadjela con franca ingenuidad.

Chester se encoje de hombros.

—No lo sé, ni quiero averiguarlo. ¡A escalar!

Encuentran el árbol más alto creciendo a un extremo del oasis, su punta ligeramente curvada hacia el agua. Se colocan en posición, cada uno de pie a extremos contrarios del tronco, fijándose en la copa frondosa. Chester grita “¡Ya!” y ambos saltan.

La princesa planta las manos y pies en la corteza. Llega en segundos a las ramas. Oye las hojas del otro lado agitarse. Su corazón acelera, y deduce que a lo mucho tenía uno o dos segundos de ventaja sobre el espadachín. Apura la escalada, sus movimientos son naturales y ni suda. La luz filtrada entre la cumbre de hojas está cada vez más cerca. Un poco más y gana. Pero las prisas la llevan dar un mal paso… Resbala.

Gira entre las ramas, que la golpean y le raspan los brazos y las piernas. Recibe el viento, y luego la bofetada del agua fría en todo el cuerpo. Se hunde en el oasis sin tocar fondo. Se agita, patalea, y asciende. Saca la cabeza y escupe el agua. Se enjuaga los ojos antes de mirar arriba, descubriendo a Chester mirándole de vuelta con una sonrisa triunfante.

—¡Bola de cañón! —Grita el Lancaster sin esperar.

Nadjela no necesita comprender el significado de esas palabras para leer las intenciones del hombre. Apenas logra apartarse medio metro cuando Chester choca, se zambulle, y levanta un breve aguacero. Con sus prendas y espada empapadas, Chester sale a la superficie. Carcajea con sus mechones salvajes aplacados por la humedad.

—¡Necesitaba un buen refrescón!

Nadjela, consciente que casi le cae encima, lo fulmina con la mirada. Aunque su severidad se suaviza al reparar en cómo se crispa la cara del Lancaster, y este añade con voz torturada:

—¡Mierda! ¡Lo olvidé!

Agita las manos, pero eso no evita que desaparezca su nariz. Su frente. Sus greñas mojadas. Sus dedos en alto.
—No es gracioso. Para ya —Dice la princesa cuando Chester tarda en subir.

Dejan de proyectarse burbujas de aire. La princesa se tensa.

«Está jugando… ¿Verdad?»

Casi un minuto, y todavía sin respuesta.

«¡Por el cielo, que es sagrado!»

Respira hondo para después sumergirse con locura. Bajo el agua vislumbra la borrosa figura de Chester en una nube de sedimento, que el propio Lancaster levantó al tocar fondo. Nadjela envuelve con sus brazos los hombros de Chester. Nada con todas sus fuerzas para ascender, y después arriba lo arrastra a la orilla.

Tras dejar a Chester en la tierra, Nadjela se arrodilla a un costado y palidece al reparar que el espadachín no respira. Con urgencia busca en su memoria las enseñanzas de Zakary por si un día algún niño se caía al río. Como los niños de la tribu no son tontos, jamás Nadjela necesitó tales maniobras, pero ahora…

«El beso de la vida… ¡No! Hay otras opciones, Nadjela. Otras opciones»

Coloca las manos sobre el pecho de Chester, presiona y suaviza su empuje repetidas veces, pero no hay mejoría. Chester está cada vez más frío y blanco. Le falta su visor, sus ojos están sellados. Luce pacifico, si no fuese por el rastro etéreo de una que otra herida, su cara sería típicamente angelical. Nadjela vuelve a pensar en…

«El beso de la vida…»

Traga saliva. Su mirada baja de los ojos a la boca del hombre, muy bien puesta en una fuerte mandíbula. Nadjela lame sus propios labios por reflejo, duda, y sacude la cabeza.

«¡Si esperas demasiado morirá! Te quedarás sola en las zonas prohibidas. Jamás volverás con tu gente porque aparecerá un monstruo grande y feo, y te comerá»

Discute consigo misma.

«¡¿No es esto adulterio?!»

«¡Es cuestión de vida o muerte!»

«¡Pero guardo mis labios para el amor de mi vida!»

«¡La madre de todas las aves te perdonará! Tampoco es que quieras besarlo, o que fueses a disfrutarlo»

«Claro que no me interesa…»

«Claro que no… ¡Ahora a salvar!»

Nadjela toma aire de nuevo. Se inclina. Coloca su mano temblorosa en la boca de él para entreabrirla, y planta los labios. A Nadjela le sube la sangre a la cara, demora unos segundos en recordar que es indispensable soplar. Le entrega a Chester su primer beso y su aliento. Repite tanto la respiración boca a boca, como el empuje con las manos, cada vez más rápido por la creciente urgencia.

Chester recupera poco a poco el color. Su corazón supera la marcha lenta. De un momento a otro abre los ojos, se pone de lado, y vomita el agua de sus pulmones. Nadjela retrocede y espera a que el espadachín se calme. Chester deja de toser y queda de espaldas, con su mirada pastosa fija en las copas de los árboles.

—Nunca aprendí a nadar —Revela con voz ronca.

Nadjela retrocede hasta un árbol, se recuesta en el tronco, y desliza hasta quedar sentada entre las raíces. Suelta un soplido donde filtra tanto sus sentimientos de alegrías como de furia. Feliz de que esté vivo. Furiosa de que esté vivo. Se cubre la cara con las manos y dice:

—Gran idiota.

Chester suelta una risa magullada y contesta:

—Eso sí me queda como anillo al dedo.
***
6
Sobre la rama alta de un árbol se agita el uniforme del Lancaster, acompañado por las botas de campaña colgando desde las trenzas. Al otro extremo del oasis, la ropa de la princesa también fue echada. En espera de que las prendas se sequen, ambos estarían como llegaron al mundo, por lo tanto, Nadjela decretó una separación temporal que terminaría cuando ella vaya y se lo señale.

—¿Para qué el protocolo? No veré nada que me asuste —Dice Chester con el mentón en alto y las manos en la cintura. Su sonrisa se va cuando Nadjela se gira para marcharse a paso airado.

Horas pasaron ya, y ella seguía sin entender el origen de su molestia. De cuclillas entre los arbustos para orinar, lleva los dedos hasta los labios y con lentitud los roza.

«No contó… Por el cielo y la tierra, esto no contó»

Para evitar pensar de más, repite la escalada hasta la rama donde descansa su ropa, y con el tacto averigua que está seca. Ya vestida, se escabulle entre las ramas con el sigilo de un gato, yendo en dirección donde sabe esta Chester. Lo que la motiva a guardar silencio son las bestias que pululan cerca, se convence de ellos, no hay motivos ulteriores.

Avista el torso desnudo del Lancaster, su abdomen marcado por el ejercicio y por los vestigios de cortes y proyectiles. Un brazo tatuado con el rostro de una bestia, otro en limpio. También los pantalones puestos donde van. Nadjela lanza un suspiro que, estaba casi segura, no era de decepción. Aterriza y recorre el resto del camino andando.

Chester estaba tan concentrado en su faena que ni la oye llegar. Sumerge una rama larga en el agua, pica, la alza, y la vuelve a meter. Prueba hasta que logra pescar el visor oscuro, enganchado en la ''V'' de la punta. Retrae, deja la rama a un lado, y se coloca los lentes.

—¡Funcionan! Buenos mal —Suelta un soplido de alivio. Casi como si tuviera ojos en la nuca, se vuelve donde Nadjela aguarda. —¿Y la señal?

La princesa demora unos segundos en responder.

—No escuchaste, así que vine.

—¿De veras...? —Chester muestra escepticismo unos segundos, pera después sonreír. —Soy más despistado que un niño.

Con la noche el cielo palidece. La opaca superficie del espacio terrestre una vez más se curte por las luces del cosmos y del artificio. Sobre la hoguera de la cena descansa el cuerpo incompleto de una cucaracha grande como un pitbull. Nadjela se sienta cerca, en sus manos cobrizas sostiene un trozo del abdomen de cucaracha, con el interior a medio comer. Le supo dulce, un enorme postre que dejó a la mitad para evitar pasarse de golosa. Con el dorso de la mano se quita las migajas blancas de la boca. Lleva su atención a Chester y le pregunta si tiene sueño.

—A veces. Tengo siestas regulares, cuando reposo luego de comer, o incluso cuando ando.

—¿Caminas dormido?

—Duermo caminando.

La princesa entona los ojos, sospechando que le estaban tomando el pelo. Sabe que desvelarse seguido es dañino para el cuerpo, la mente y el espíritu. Por algo los venerables ancianos recomiendan jugos y sustancias para el buen dormir. La cara de Chester carece de ojeras y de cualquier síntoma de cansancio. La princesa igual insiste en que se olvide de la vigilancia para que duerman arriba, entre las ramas.

—¿Juntos? —Pregunta él.

Nadjela sufre un sobresalto.

—¡Juntos no! —Replica alarmada. Chester la ve con guasa. Nadjela resopla y niega con la cabeza. Retoma las palabras, pero con un tono brusco. —Los cazadores en mi tribu usan ese truco para mantenerse a salvo de los depredadores. Si alguna criatura busca subir, te despiertas en el acto porque la madera cruje o se inclina…

«Desearía que una bestia te hiciese su almuerzo ahora, pero luego yo me convertiría en su cena, así que toca soportarte»

Buscan dos árboles que estén cerca, y ubican una rama lo bastante gruesa de cada ejemplar que pueda sostener con comodidad sus piernas mientras recuestan la espalda en el tronco. El hombre del cielo duerme a raso, y Nadjela usa aquel cómodo capullo o saco que él le prestó. Nadjela siente remordimientos por la comodidad que le quita al espadachín, pero evita quejarse pues tampoco quiere renunciar a ella.

A cuatro metros y medio sobre el suelo, Nadjela y Chester disponen de una buena vista de la bóveda celestial. La princesa aprovecha la oportunidad para seguir contando a Chester de su vida y de su gente, sobre cómo esos puntos de colores son huevos que, al eclosionar y desaparecer del firmamento, significan una nueva vida, humana o animal, que nace en la tierra.

—Siempre que exista luz habrá esperanza, porque la vida prevalecerá —Dice Nadjela.

Chester también habla de donde viene, pero el panorama que dibuja poco concuerda con lo predicado en La Cuna. Describe los puntos de luz blanca como esferas gigantes de gas en constante quema, y el resto de fulgores como el parpadeo de centinelas de metal llamados ''Satélites''. Vigilantes flotantes que averiguan lo que ocurre en el planeta, y a su vez obsequian un éter maravilloso llamado ''Internet'', con el que es posible obtener información infinita, comunicarse con cualquiera en cualquier instante, y un millón de actividades más. Paradójicamente, Chester se queja de que en esa área no llega aquel éter todopoderoso. Nadjela tras meditarlo, concluye que esos satélites de los que Chester habla no son tan omnipotentes como pinta, o que en realidad se equivoca y exige demasiado a unos huevos en el cielo. Si esa cosa llamada internet existiera, ¿La Cuna no estaría al tanto ya? Sin duda eso de estar siempre comunicado y saberlo todo, volvería sus vidas más fáciles. Lo de esferas de gas en quema, da igual cuantas vueltas le dé, no le encuentra sentido, siquiera forma. Duda que el espadachín sea un mentiroso, pero quizá el mundo desde las nubes dista mucho de cómo se ve desde el suelo.

Más allá de las apreciaciones personales, Nadjela está atenta al espadachín, porque mucho de lo que cuenta lleva su imaginación a senderos nunca explorados. Trasportes que surcan las nubes y más allá; Hombres y mujeres con entrañas de metal; Una esperanza de vida que supera fácilmente los 100 años; La casi erradicación de toda enfermedad y la continua creación de enfermedades nuevas; Casas que se mantienen solas y son más inteligentes que sus ocupantes; Un rectángulo que tuesta el pan y un circulo en el techo que chilla cuando el pan se tuesta demasiado. Chester también habla de los gigantes, llamándolos ''Blindajes'', y asegurando que hay de todos los tamaños y formas, siendo, más allá de la infantería y las naves, el estandarte de cada batalla.

Chester confirma que incluso volando alto existen conflictos. Algo de mayor gravedad, un concepto que Nadjela capta por explicación y advertencia de los ancianos, pero nunca por experiencia personal: Guerra. Hostilidad que va más allá de una escaramuza entre un puñado de hombres. Hostilidad capaz de arrasar tribus enteras. Chester relata sobre un principado en órbita y una alianza de naciones, que llevan decenas de vueltas en contienda por el dominio del mundo.

—Guerra Divina. Una guerra para poner punto y final y para siempre, a toda disputa—Murmura el hombre. —Que sepas cero de lo que hablo te vuelve tan afortunada.

Nadjela no contesta. Piensa en las noches y en sus luces, y en lo que el horizonte esconde. La rutina en La Cuna promete mucho menos que los excesos de vida de los que alardea Chester, pero también es más simple y pacífica.
«Simple y pacifico se oye como algo bueno»

Con ese pensamiento Nadjela se duerme, pero sus sueños evocan a los gigantes que ascienden con alas de fuego en un paisaje de maravillas futuristas, todo encajado en un marco violento.
***
7
El lago es cristalino, nacido de las lágrimas de la luna, mismo astro que refleja su imagen plateada y llena en la apacible superficie. Las luciérnagas revolotean, y el aura de sus apéndices crea estelas luminiscentes entre los arboles de tronco rosado. Dos cuerpos desnudos están de pie a mitad del agua. Chester acorta la distancia hasta una tímida Nadjela.

La delgada y pequeña joven tiembla por la novedad y la expectativa. Cuando los fuertes brazos la atraen, y su espalda se estrecha contra el pecho ancho y solido de él, Nadjela cierra los ojos y, al mismo tiempo que un calor intimo se esparce de su vientre al resto de su cuerpo, su tensión desaparece al compás del corazón del noble, en perfecta sincronía con el suyo.
Chester se inclina al cuello de la princesa y, tras un beso detrás de la oreja, el héroe susurra su declaración de amor.

—Eres la luz que ilumina mis noches más oscuras.

Nadjela se vuelve. Las miradas chocan, y aunque llevaban poco tiempo de conocerse, sus expresiones estaban preñadas de deseo. Las bocas acortan sus distancias, y con los alientos entrelazados, prometían fundirse y volverse uno al ritmo del violín que toca de fondo. Pero el rumor de unos matorrales detiene el momento. Chester y Nadjela miran el escenario, y encuentran a un tipo de sombrero, chaqueta, y shorts, encorvado entre los árboles.

¡Corte! Grita el director.

Los operadores encienden los focos para aclarar el paisaje. La luna desaparece y da lugar a una cúpula blanca constituida por hexágonos. Un coro de murmullos crece, pero solo una voz se hace notar.

—¿Pero qué coño? —Chester fulmina al biólogo con la mirada. —¡Arruinaste mi toma!

—Me aseguraba que las luciérnagas no estuvieran tensas —Se defiende el trabajador. —Son muy sensibles.

Chester se separa de la coprotagonista y avanza donde el pobre tipo.

—Ooooh, bien por ti. ¿Y cómo estaban?

—¿Relajadas…? —El biólogo mira a los lados, claramente incómodo.

—¿Entonces por qué coño entras así, como en tu casa, directo por el fondo?

—Yo solo-

—¡Quiero patearte el puto culo como no te calles un segundo!

La instantánea de Christian Burroughs con la cara desfigurada por la ira, apuntando con el dedo a un trabajador, y con la coestrella Elena De Silva cubriéndose la cara a sus espaldas, se filtró del set. Ahora el segmento se presenta a mitad del programa “La silla rosada”, trasmitido por Pluto Channel. Más de mil millones de espectadores disfrutan del show a través de diferentes medios de escucha y visionado. El actor esperaba el golpe, pero por como traga saliva, es claro lo que le cuesta masticar el tema.

—Fue inaceptable y fue mi culpa —Dice desde la silla, en un intento de salvar su reputación y su lugar en la película. “El Lancasteriano”, el nuevo episodio del universo multimedia de los “Los héroes planetarios”, se estrenaría en apenas un mes. Pero por la media sonrisa que le dedica Beatriz Yánez, entrevistadora del programa, Christian entiende que no tiene las de ganar. Esa pequeña mujer de pelo muy liso y metida en un vestido rosado, llevaba años fusilando incontables figuras públicas en aquel mueble. Conclusión natural cuando se sabe que desciende del legendario periodista venezolano, Oscar Yánez.

El Lancasteriano, la dramatización cinematográfica de la vida del libertador, anarquista, y proscrito muskita, Chester Lancaster, se retrasaría para el año siguiente debido a la sustitución del actor principal.
***
8
Nadjela dice adiós a los árboles que les ofrecieron cobijo todo el día de ayer, mientras que Chester rellena con agua su cantimplora. Toca seguir la ardua marcha por el yermo.

Para el mediodía el sol ya caía a plomo, y a la noche les visitó un frío lacerante y carente de humedad, que les obligó a esconderse bajo un pedrusco que apenas superaba el metro y medio altura. Si Nadjela supiera del mar, habría comparado la manera en que el viento mece los centímetros de polvo y tierra, con un oleaje.

Tras intentos infructíferos de Chester por encender un fuego, primero frotando ramas secas y luego aporreando piedras, Nadjela se quita el collar y, desde sus palmas juntas, este proyecta una esfera de luz blanca que les rodea, alejando las sombras y el malestar. Incluso el viento se percibe más amable bajo ese foco. Ambos estiran sus cuerpos en ese pequeño rincón de confort. Chester silba y pregunta cómo funciona.

—Es imposible de explicar —Dice la princesa. —Solo sé que me ayuda cuando se lo pido. Es un poder mágico que me cuida.

—¿Crees en la magia?

—¿Tú no...?

—Me cuesta creer en lo intangible para mi espada. La magia; Santa Claus; El impuesto sobre la renta.

—No entiendo que es el impuesto sobre la renta, o Santa Claus, pero… Viniste del cielo, volando, en un ser casi tan alto como una montaña. ¿No es lo bastante mágico para ti?

—Todo eso tiene una explicación lógica, verás…

Chester abre la boca para responderle con ideas de tecnología y ciencia, pero sus labios permanecen quietos, como si reparase en lo inentendible que le resultan esos tecnicismos que ocupan espacio en su cabeza.

—Si la enana dientona que me entregó a North Star estuviera presente, tendría mil quejas y palabrería que soltar. Cosas de física, ingeniería, y aerodinámica, que alguien sonso como yo jamás comprendería... ¿Sabes qué? ¡Me quedo con tu versión! Que todo sea magia y sigamos rodando.

Aun aceptando eso, Nadjela pregunta a Chester sobre qué era la física, la ingeniería, y la aerodinámica, deseosa de ampliar sus conocimientos. La faz de Chester se curte de perlas de sudor. Repite que no es su tema, que él es un tipo de acción. También cae la pregunta de si a los enanos en el cielo les permiten vivir.

—En La Cuna cualquier bebé deforme es considerado maldito y sacrificado por los ancianos, siendo arrojado desde lo alto del templo.

—Arriba —Chester apunta al cielo. —No hace falta ser deforme para que te vean como un maldito o te borren.

—Que cruel.

—¿Y los ancianos que respetas no son crueles?

—Es diferente —Desvía la cara, recelando la facilidad con la que el espadachín plantea la cuestión. —Los niños deformes aportan poco y mueren jóvenes, y durante sus cortas vidas solo reciben vergüenza y dolor. En comparación, ser sacrificado a lo divino es un destino misericordioso.

«Suena un poco mal en voz alta. Pero es lo justo y es la verdad. Se ha hecho así desde generaciones»

Chester ríe. Nadjela lo ve con reproche.

—Perdón. Es que no puedo más que reír frente esa lastima podrida. ¿Nos encanta elegir sobre los demás, a que sí? Como si nuestra vida fuera perfecta, o estuviera escasa de vergüenza y dolor, o supiésemos todas las respuestas. La crueldad es crueldad, y el asesinato es asesinato. Da igual cómo lo pintes, le sigues negando a alguien la posibilidad de experimentar la vida, de reír y llorar, de encontrar la felicidad si hay una mísera posibilidad de que la pruebe, aunque sea por cuatro momentos mal contados.

Chester empuja con los talones para quitarse las botas. Luego con una mano levanta la vaina de su espada. Pone la otra mano en la empuñadura, y desenfunda varios centímetros de metal, reflejando su mirada escarlata en la hoja.

—Por eso jamás seré un salvador, o un héroe de las historietas, o las películas. Al final del día solo soy un paria cuyo único talento es cortar cosas por la mitad. —Cierra el filo y lo recuesta en la roca, entre los dos. —Lo que me redime, más o menos, es que entiendo que esos cuatro momentos felices valen la pena.

Nadjela quiere decirle que no es un paria, recordarle que gracias a sus esfuerzos y atenciones siguen vivos. Pero Chester lucia tan anhelante y esperanzado escudriñando el horizonte, buscando sabe qué secretos o confirmaciones, que a la princesa se le atoraron las palabras.
***
9
Pocos minutos antes del amanecer, Nadjela despierta a causa de un grito lejano. Se frota los ojos y bosteza. En el horizonte ve aparecer a Chester con un evidente sentido de la prisa, cargando un bulto que se sacude.

—¡Corre! —Grita el noble, ahora a 500 pasos y restando. —¡Corre como alma que se la lleva el diablo!

Un centenar de colinas móviles viene detrás, estremeciendo el suelo bajo su polvorienta marcha. Cada vez más perfiladas, Nadjela reconoce los anchos hocicos, y el par de colmillos de metro y medio de longitud capaces de empalar a un hombre adulto. La chica suelta un grito muy agudo.

Huyen de la estampida de cerdos gigantes. El escape fortuito le pasa factura a Nadjela en forma de ardor en el pecho y dolor en las piernas, pero los roncos gruñidos cargados de hostilidad eran un estupendo incentivo para evitar flojear. Chester, sin detenerse ni soltar lo que lleva, le grita que se suba a su espalda.

«¡No tienes que repetirlo!»

Nadjela salta. Sus manos pasan bajo las axilas y se plantan con firmeza sobre los pectorales de Chester, a la vez que sus piernas envuelven la cintura del hombre. Chester ni se inmuta cuando las uñas se entierran en su carne, solo acelera.

Desde su posición Nadjela descubre lo que Chester carga con tanto celo. Otro cerdo pero de un diámetro menor, menos de un metro, y casi completamente redondo. Le faltan los colmillos, y su pelaje también se diferencia de las marañas negras de ira que les persiguen, siendo blanco con una cresta rosada y mechones del mismo pigmento al lado izquierdo del lomo, que forman vagamente una flor. Los ojos pequeños y vidriosos reflejan confusión. Nadjela teniendo contacto visual con la cerdita, se pregunta cómo sería que un ser grande y extraño te tome entre sus brazos y te aleje de todo lo que conoces. Entonces cae en cuenta de que la comprende en su totalidad.

Tras el maratón logran perder a la estampida. Chester se permite parar y caer de cara en la tierra, bañado en sudor. Nadjela se aparta con premura, evitando empeorar la situación con su peso. La cerdita empuja y logra salir debajo, pero antes que pueda alejarse más allá de un brazo de distancia, Chester extiende la mano como un rayo y le atrapa la cola, haciéndola chillar.

—Agárrala —Dice Chester entre jadeos, con la cara empolvada. —Es nuestra comida de emergencia.

Nadjela carga al animal. Es ligera y esponjosa. La mirada de la cerdita parecía lo bastante inteligente para leer intenciones, y percatarse que los intereses de la muchacha eran menos carnívoros que los del troglodita azul, de ahí que se comporte más dócil entre esas gentiles manos. Durante el rato que Chester tarda en reincorporarse, Nadjela sigue tranquilizando al animalejo usando caricias y arrullos.

—Hay historia de antes que naciera sobre mi gente intentando domesticarlos —Cuenta Nadjela al espadachín cuando este ya está de pie. —Pero solo nace una hembra más o menos cada 100 machos, y los machos son muy irritables y hostiles, además de que su carne es demasiado dura. Por eso se abandonó la idea de usarlos como ganado o monturas.

—100 machos. No sé si pueda comer algo al que le han dado por tantos lados —Dice Chester evaluando a la cerdita.
Esos pequeños ojos porcinos lo observan de regreso con infinito reproche.

—Pero cuando el hambre aprieta...

Los pequeños ojos ahora se bañan de espanto, y el redondo cuerpecito tiembla.

—Pobrecita. Déjala, tiene miedo —Dice Nadjela.

—¡Pero si es la comida! ¡Uno no mima a la comida!

—Me contaron que las hembras son más dóciles. Pero esta luce particularmente dada a confiar.

Eso, o es que la puerca teme mucho a Chester. Idea nada extraña, ella también le tuvo terror.

Nadjela interroga a Chester sobre su encuentro con los cerdos. El espadachín revela que buscaba el desayuno cuando les pilló dando vueltas y saltos sincronizados, movimientos que en un animal más esbeltos se verían gráciles, alrededor de la cerdita.

—Esta tenía pinta de saber mejor. Así que fui y la tomé.

—La cortejaban. Seguro apenas llegó a la madurez, y era su primera vez, de ahí los nervios —Deduce Nadjela con toda la comprensión que una virginal doncella de La Cuna puede dar.

—O solo se esperaba a uno con colmillos más grandes —Balbucea Chester con los dedos en la boca. Se saca un trozo de cucaracha e entre los dientes, una pata, y sonríe triunfante. Pero cuando dos pares de ojos le fulminan, desaparece su gozo y se pregunta qué hizo mal.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

10
A la tarde del día siguiente se les acaba el agua antes de lo previsto, principalmente porque Nadjela insistió en compartir con la nueva integrante del equipo. Chester cuestiona por qué tanto amiguismo con la comida de emergencia, cuando Nadjela nunca mostró piedad por los otros tantos bichos y monstruos que se zamparon.

—¿Será porque es pequeña y adorable? —Sospecha.

Nadjela contesta “¡No!” y vuelve la cabeza para ocultar el rubor que le produce el ser tan trasparente.

Con la cerdita Nadjela puede tener conversaciones que con Chester serían imposibles. O más bien charlas unilaterales que, mientras la lleva en brazos, no le dejan la sensación de platicar con una pared.

—Hay algo incorrecto en él —Sus ojos pasan del animal a la espalda de Chester, quien lidera la marcha hacia lo desconocido unos diez pasos adelante. —Luce como un hombre, y a veces se comporta como uno. Pero también se vuelve un niño, o alguien directamente incomprensible. ¿Es salvador o demonio? ¿Sabio o tonto?

La cerdita sube su pequeño hocico y ronca. Nadjela desconoce cómo interpretar esos ojos porcinos, pero las leves reacciones bastan para incentivar aquellas “charlas”.

—Que frescas son las orillas del rio cuando este corre. Quisiera estar en ellas para siempre. A ti también te gustaría. ¿Pero y a él? Tendría que vigilar que se aleje de la parte honda.

Avanza, sudando por el calor y por el martilleo de la culpa.

—¿Se dio cuenta? Seguro que no. ¿Pero y si sí? Soy una víbora con piernas, y de labios terribles.

Y con el achaque de la nostalgia.

—Extraño a papá. Extraño a Majani. Extraño a Gaita y a Suri. Hasta extraño a Zell... Nunca creí que diría eso.
Pero siempre con una misión que la impulsa.

—Mi gente necesita ayuda. Si La Cuna continúa decayendo, será el fin. Necesitamos un héroe que nos guíe a un paraíso sin igual, donde la comida y el agua abunden, la hierba sea verde, y la muerte invisible, esa que devora la piel, se mantenga lejos.

También le cuenta a la cerdita una incógnita que la rondaba como una sombra.

—Esa voz, la que escuchó Chester hace ya varias noches, ¿será mamá...? Ella sin duda querría que me cuidaran. Aun después de lo que pasó, sé que ella me amaba. Sé que me sigue amando.

Agradece a la puerca por ser tan buena oyente, y esta asiente de vuelta en otra muestra de clara inteligencia.
Consiguen donde pasar la noche. Una saliente de la tierra, curvada hacia abajo de tal manera que forma un refugio de metro y medio de altura, y 4 de profundidad. Demoran un rato en sacar la tierra que inunda la saliente. Nadjela carecía de un saco de dormir debido a la apurada huida de la madrugada pasada.

—Más se perdió en Troya —Dice Chester.

—¿Troya?

—Historia antigua. Luego te la cuento. O mejor, te pongo la película. Es vieja, pero se deja ver.

—Vuelves a mencionar esas “películas” tan misteriosas…

Chester sale a cazar y a recolectar materiales para construir un lecho, dejando a Nadjela con el visor. Cuando el espadachín se lo puso, la princesa quedó ciega como si fuese una venda. Pero basta un par de palabras de Chester para que el negro se vuelva trasparente, y después ocupe ante sus ojos el apuesto perfil de Brad Pitt.

«¡Si esto no es magia, no sé qué lo es!»

Chester regresa a la saliente con la costra de un árbol muerto en un brazo, y una tarántula decapitada en el otro. Al agacharse y entrar, Chester observa como las lágrimas corren bajo los lentes y por las mejillas de la chica. La ayuda a quitarse el aparato y pregunta qué le pasa.

—Aquiles no merecía tal destino —Responde moqueando.

Esperan que supere el llanto para montar la hoguera.

La cerdita hace gala de su capacidad de comer cualquier cosa, y disfruta de la araña con ellos. Chester interrumpe la comelona cuando se crispa al atragantarse. Nadjela le pega fuerte por la espalda, llevándole a escupir una gruesa bola de pelos.

Concluida la cena, Chester usa la corteza de árbol, acompañada por hojas rojas y briznas de hierba reseca, para que Nadjela no pase la noche sobre roca. Acostadita ahí, abrazando a la puerca, rodeada de sombras extrañas, y el aullido de bestias muy a lo lejos, la princesa piensa en lo extraño que es estar en tal situación y no temer por su vida. Acompañada de un desconocido y un animal, con sus prendas y cuerpo curtidos por el polvo, saciando su hambre con bichos que nunca antes se habría atrevido comer. Se percata con incredulidad que realmente está disfrutando del viaje.

«¿Estaré enloqueciendo?»

No permite que sus pensamientos la estresen. Deseosa de entablar conversación, derrama todas las dudas recolectadas. Pregunta a Chester si es posible traer todas esas maravillas de las que habla a La Cuna, y solucionar los problemas de su gente.

—Requiere dinero —Contesta Chester.

—¿Y qué es el dinero? ¿Dónde lo consigo?

—Hace dos siglos se representaba con papel. Ahora es invisible, y se mueve a través de ordenadores o chips subcutáneos. También en metal… El metal nunca pasa de moda.

—Oh, yo no tengo de esos.

—Quizás sea lo mejor. Conocí tipos buenos a los que el dinero volvió locos. O que vendieron sus sueños o su tiempo por una pequeña fracción cada viernes, o cada quincena. Hay otros que se sienten los reyes del mundo por tener más capital que los demás, como si su sangre no fuese a correr igual cuando les rebanas el pescuezo.

Bastan escasas palabras para revestir el concepto del dinero con una niebla terrible capaz de perder a las personas. Nadjela encoje por la aflicción, pero la siguiente declaración de Chester la vuelve a iluminar.

—Veré cómo te consigo lo que necesitan. Tengo bien domado a esos nidos de buitres conocidos como bancos —Dice indiferente, como si ese favor tan grande poco significase.

Nadjela, incapaz de contener su gratitud, va y lo envuelve en sus brazos delgados y cobrizos. Chester recibe el abrazo con una mueca confusa que se convierte en una leve sonrisa. Nadjela tarda unos segundos en reparar en su arrebato, y aparta su cuerpo como si la mano de Chester, ahora pasando por la parte superior de su espalda, la quemara. Pide disculpas, y evadiendo la mirada del espadachín realiza otra pregunta.

—¿Y qué quieres a cambio?

—Con tu sonrisa me basta.

Nadjela regresa veloz su cara roja, los ojos desorbitados, y los labios entreabiertos sin palabras. Chester echa más ramitas al fuego, y añade sin mirarla.

—Se supone que las niñas sean risueñas. Tener a una siguiéndome con una cara tan larga, me preocupa.

El rubor de la muchacha se va como un espejismo. Le da la espalda, y decide que no le dirigirá la palabra nunca jamás. Cinco minutos después se olvida de la promesa, y vuelve el cuerpo en dirección a la entrada de la saliente. Chester sigue ahí de cuclillas, solo, cerca del fuego cada vez menos luminoso. Nadjela coloca a la cerdita durmiente en el rincón, y se acerca a gatas a él para sentarse a su lado. Trae el tema de la voz y luz que lo despertó.

—Una madre que busca cuidar de su hija. ¿Podría ser la tuya? —Dice Chester con los ojos anclados en la fogata.

—Puede ser —Dice Nadjela incapaz de enmascarar el anhelo. —Mamá fue exiliada cuando yo era pequeña. Puede que envíe esos mensajes desde su actual hogar, y de alguna manera la escuchaste.

—¿Exiliada?

Nadjela suspira.

—Fue maldita por el cielo…

Solo eso dice. Chester capta que sería inadecuado indagar.

—Donde sea que esté, apuesto que sigue pensando en ti, Nadjela.

La princesa asiente, totalmente muda. Cuando se acuesta en su incomodo lecho y abraza a la cerdita, queda dormida con una pequeña sonrisa de esperanza.
***
11
Paredes de mármol. Suelo de granito. Vajilla de porcelana china. Copas de cristal. Cubiertos de platino. Una mesa de madera hecha de árboles ya extintos en la Tierra, con un mantel de seda encima. Paneles de dos metros con marcos de estilo victoriano, ofrecen un vistazo al espacio exterior, oscuro y profundo, salpicado por luces, y con el arco de un planeta azul en un costado. Más allá del Cydonia, se ven otras naves y colonias espaciales desdibujadas por las distancias.

Tres puertas dobles permanecen abiertas hacia un amplio salón de plataformas giratorias, donde las parejas danzan al ritmo del vals de la orquesta. La servidumbre sirve el banquete y desaparece sin ser vistos ni oídos. La orquesta cesa. El anfitrión hace sonar una campañilla y señala el comienzo de la cena.

Chester toma lugar en su asiento designado. Viste un impoluto traje blanco con bordes tejidos por hilos bañados en oro. Tiene la mano derecha enguantada de blanco. Sus gemelos son zafiros auténticos. Calza zapatos celestes, y un moño del mismo color. En su bolsillo se asoma un pañuelo de seda roja, destinado solo relucir. Malo si lo tocaba, porque ni sonarse los mocos tenía permitido. Tampoco peinarse a su gusto, es decir no peinarse. Su salvaje melena queda aplastada hacia un lado, domesticada por lociones de moda y muchas horas de trabajo de las sirvientas terráqueas. Si una sola hebra salta de su sitio, serían castigadas con dolor, frío, hambre, o las tres combinadas.

Con la boca vuelta una mueca, gira el anillo de compromiso en su dedo anular izquierdo. Está seguro que le brotará sarpullidlo y que se le caerá desde la base de la mano. Más allá de su incomodidad, luce impecable. Es una muestra de la crema y nata de la aristocracia, como sus hermanos, primos, y tíos, presentes en la larga mesa. Avatares de la vanidad. Muskitas. Príncipes del cielo. Leones azules y reyes de oro. Lancaster. Una de las once grandes casas del Principado de Elon. Se reúnen para celebrar el compromiso entre dos de sus integrantes, que como dicta la tradición comparten lazos de sangre.

Ermengarde como buena prometida, ocupa el asiento a su izquierda. Le dedica a Chester miradas esporádicas y sonrisas falsas, aunque se le nota más centrada en charlar con las otras primas, o hacer ojitos a Dorian, el primogénito del líder de la casta. Dorian, al otro lado de la larga mesa, corresponde esos furtivos gestos con medias sonrisas de ave rapaz. Chester lo nota, pero si fuera por él, que se dejen de medias tintas, forniquen sobre el fondue, y lo conviertan en trío sumando al pavo.

Con un dedo se estira el moño para tomar aire. La punta de su pie no deja de tamborilear. Sus ojos buscan cualquier visión medianamente interesante que le distraiga de los brindis cada vez más pomposos y lameculos. Mira al blasón de los Lancaster: Un escudo de plata con una base de olas en un amanecer dorado, flanqueado por los leones azules que dan el apodo a los miembros de la familia (Junto al color de pelo distintivo, como todo linaje respetable). Se le ocurre que el blasón quedaría mejor con un par de calcomanías de flama.

Chester pasa del escudo y ahora contempla a su madre, quien alza una copa y sonríe a su favor, llevando ese ancho vestido con remolinos de crema que le otorga el empalagoso aspecto de un pastel. El espadachín llevaba años sin ver orgullo en el semblante de su progenitora, y no se le ocurre cómo reaccionar. En vez dedica un vistazo a su padre, el hombre que ocupa su merecido lugar en la cabecera de la mesa. El mandamás Lancaster le observa de regreso con una media sonrisa que clama la victoria dentro de esa peculiar batalla bilateral por ver quién sucumbía. Si el padre al aceptar un hijo tan rebelde, o Chester convirtiéndose en otro noble soldado que vive por y para la gloria de un objetivo mayor: Guerra divina. ¡Salve Principado de Elon!

Peinado y perfumado, participando en aquel festival de vanidades, donde cuesta ver venir las palmadas o los puñales, y casi casado con una mujer que ni conoce ni desea… Chester cuestiona para sus adentros: ¿Este soy yo? Parpadea boquiabierto tras encarar su reflejo en la superficie del vino. ¿Dónde quedaron sus juramentos? ¿Su libertad? ¿Su manera de ser?

«Tío, cuanto quisiera que estés aquí… Tío, de verdad, que falta me haces»
Una voz aguda y dulce lo llama. Mira atrás y encuentra a su pequeño hermano, Simon, ataviado con sus mejores prendas, extendiendo sobre sus manitos una katana enfundada. Simon era el único ahí que parecía verlo con ojos curiosos y honestos, y detrás de esa mirada infantil se dejaba entrever verdadero aprecio. Chester, por primera vez desde que llegó a su fiesta de compromiso, esboza una sonrisa. Toma la espada con una mano, y con la otra desordena el cabello de su hermano en una caricia. Le da las gracias por habérsela traído, tal y cómo se lo pidió. Quería decirle a Simon tantas cosas, aconsejarle sobre la clase de hombre que tiene que ser, y también disculparse de antemano. Pero la rapidez resultaba esencial…

De un salto queda sobre la mesa. El comedor se contagia de silencio e inquietud. Todos los ojos caen sobre él. Es como estar de pie sobre un corazón que teme volver a latir. Pero Chester corre y lo obliga a palpitar.

Quiebra la porcelana. A patadas convierte manjares en suciedad derramada sobre las caras y las ropas de los nobles. El semblante severo y reprochador de su padre está cada segundo más cerca. Su madre ruega a gritos que se detenga. Varios pares de manos buscan frenarlo, pero él las aparta con puntapiés. Pega uno especialmente fuerte a Dorian, quebrándole una muñeca. Queda a dos pasos de distancia del objetivo. Apenas el rostro de su padre pasa del enojo a la sorpresa, y de la sorpresa a ojos teñidos de espanto, Chester desenfunda.

Julius, su tío y mentor, una vez le dijo que los japoneses no compran eso de atravesar personas de un tajo. Si golpeas a un hombre con una katana y no te esfuerzas por detener la hoja, probablemente quedará atascada en el esqueleto, y te encontrarás ahí, en mitad del campo de batalla, con un pie sobre la cara de tu difunto enemigo, tirando para liberarla, mientras su hermano de armas se te abalanza por al lado o por atrás. Por eso Julius aconsejó siempre detener la espada por completo, justo después del impacto, matando sin excesos, y luego sacarla y buscar otro rival.

Pero Chester en ese día de presunta celebración, estaba más rebelde que de costumbre.

La cabeza cae a un lado y el cuerpo al otro. Cunden los gritos. Alguien llama a los guardias. Su madre observa con ojos desorbitados la fuente roja en la que se convirtió su marido. Chester permanece congelado en la pose con la hoja extendida, esgrimiendo una sonrisa bestial, e invadido por una libertad que embriaga.

Abre los ojos. El sueño del recuerdo acaba, reemplazado por la boca de la saliente. Colinas rojas, arbustos deshojados, y un amanecer que cuece en un horizonte amplio. El mundo hiede a tierra y a vapor, y suena a desolado, desnudo de destinos. Chester respira hondo, satisfecho con la sensación áspera que deja el aire al pasar por su nariz y garganta. Luego mira al fondo de la guarida, e inconscientemente dibuja una sonrisa enternecida al ver a Nadjela dormir junto su mascota. El sentimiento incuba en su mente una pregunta incomoda. Se cuestiona si podrá protegerla, o si tocaría vengarla. Lo que le amarga, es que lo segundo le sabría más sencillo y liberador.
***
12
Séptimo día desde el comienzo de la desventura. De Nadjela para volver a casa. De Chester para encontrar un mecánico. De la cerdita para el simple viaje de existir. A diferencia de los humanos, el animal parecía satisfecho siendo un mero apoyo emocional, y comiendo todas las criaturas extrañas que Chester caza. No quita que la cada vez más presente sed le apriete tanto como a los demás. Chester da la idea de abrir al animal y beber su sangre cuando ya no puedan más, pero cierra la boca cuando le llueven quejas.

Sudando bajo el peso del sol, las opciones eran cada vez más escasas y estrechas, y sonaba menos loco la posibilidad de beber orine, y la pregunta de si es menos horrible intercambiarlo o beber los propios.

A la situación se le suma una cortina de hierro que se aproxima. La tormenta de arena viaja con rapidez pulverizadora.
Se echan a correr en búsqueda de cualquier barrera que los protegiese de la cólera de viento y polvo, pero aquella mañana el páramo se mostraba más necio de lo habitual. La lluvia de arena los derrumba contra el suelo y convierte el día en noche.

Nadjela, sorda por el tambor de arena en el que está metida, protege a la cerdita entre sus brazos. Ella misma, estremecida por el polvo hiriente que se encaja en la piel, fue guardada por otros brazos y un pecho fuerte. Chester se hace oír dentro del viento ensordecedor con un gritó que indica que hay que moverse. Con el sobresfuerzo, y los cuerpos muy juntos, logran andar contra una tormenta de minúsculas agujas.

El avance es lento, pero continúo. Luego de luchar por largo rato, y agotar buena parte de sus fuerzas, Chester, con su vista protegida por el visor, apunta a su próxima parada. La silueta temblorosa de lo que parece un panqué de crema gigante, balanceándose sobre tres pares de patas paquidérmicas. La ballena errante cede ante la tormenta y se derrumba como un camión volcado. Chester cargar en brazos a la princesa y la cerdita hasta llevarlas junto la panza de la ballena. Ahí quedaron, protegidos del viento y con la arena cada vez más arriba de sus tobillos.
***
13
El ronquido de un cerdo lo saca de la oscuridad, seguido por el sonido de patas excavando. Chester se retuerce cuando sus corneas se ven taladradas por la intensa luz solar. Gruñe. Nota una capa rugosa cubriéndole el cuerpo. Se sienta, y la arena le resbala de encima. Menea la cabeza para quitarse los restos del cabello, y con la mano sacude los lentes. Ya de pie, repara que la cerdita chilla y da vueltas a su alrededor. Chester pregunta qué pasa, y por obvias razones el animal no contesta, solo continua inquieta. El Lancaster se rasca la sien y apuesta que se le olvidó algo. Los ojos se le agrandan al recordar…

—¡Rápido, animal de granja! ¡Llévame donde Nadjela!

La cerdita propina un pequeño salto de alegría cuando Chester por fin se entera, pero pronto regresa al pánico, y gira para correr donde le dicta el aroma. Si pudiera decirlo, contaría que la princesa tiene un olor fresco y almendrado.

El Lancaster corre detrás de la criatura porcina, dando largas zancadas, y deslizándose por las nuevas dunas hijas de la tormenta. Avista un puñado de figuras a los lejos. Cinco, una en el centro, y cuatro unidas con esta a través de líneas oscuras. Con cada metro recorrido, Chester estaba más convencido de que la persona en el centro es la princesa. El visor le permite realizar un acercamiento y reconocer del todo a su menuda compañera. Ahora estaba sola, y mantenía las manos muy juntas.

—¡Nadjela! ¡Aquí estoy! —La llama y zarandea la mano.

Para Nadjela, Chester es fácil de identificar. La cara de la chica está cargada de tristeza y de conflictos. Tal indecisión la lleva gritar.

—¡No te acerques!

Chester para, más por desconcierto que por seguir la orden. La cerdita continua adelante, así que también reanuda la marcha.

—¡Vete, Chester! ¡Sálvate, por favor!

Chester acelera tras captar que las líneas negras antes vistas, en realidad son cadenas. Las muñecas de Nadjela están apresadas por grilletes, cuyos eslabones se extienden y se internan en diferentes montículos de arena cercana. La cerdita mantiene una distancia prudencial de esos montículos. Chester directamente los ignora, hasta que un triángulo rojo que encierra un signo de exclamación, flechas, y números, asaltan su campo ocular. El visor avisa de presencias humanas no identificadas en las cercanías.

La arena salta y llueve. Chester gira y se cubre el rostro con el brazo. Cuatro hombres aparecen, rodeando al espadachín. Usan cascos completos, con visores trasparentes, y respiradores que se conectan a los tanques de oxígenos ocultos bajo sus polvorientas y raídas capas.

Sonidos incomprensibles brotan de los respiradores de los hombres. Chester intuye que conspiran entre ellos usando intercomunicadores integrados.

—Nadjela, échate al suelo… —Ordena. Su mano se cierra sobre la empuñadura de la espada. La princesa asiente y se pone de rodillas, acompañada por la puerca.

Eslabones tintinean, un aviso de movimiento, de crisis. Chester gira al mismo tiempo que el encapuchado a sus espaldas dispara desde una pistola-cañón, un grillete encadenado que se lanza como una serpiente a su cuello. Chester desenfunda. La aleación de metalcorona resplandece con el sol. Choca contra el hierro innoble, y suena como un espejo explotando.

Fragmentos de grilletes y eslabones, saltan en todas direcciones. Un par de trozos rasgan los brazos del Lancaster. La sangre salta copiosa, pero él ni tiembla. Con una mueca furiosa, salta sobre el hombre que disparó... Pero debido a la arena carece de firmeza para realizar tales hazañas. Cae de cara, y le da una mordida a ese polvo árido. Alza la cara, escupe lo que puede. El esclavista ríe, y al mismo tiempo que saca un machete para cortarle los tendones, Chester pega una estocada desde donde está tendido.

La punta entra por el abdomen y se asoma medio centímetro por la espalda, cercenando la columna en dos. El hombre cae con el filo encajado, quitándoselo a Chester de la mano. El Lancaster busca ponerse de pie y recuperar su arma. Apenas saca el pecho de la arena, una garra de metal golpea su brazo derecho, apretando con presión tal que lastima sus abultados músculos. Un segundo de esos grilletes arrojadizos le pega en el brazo izquierdo, casi tumbándolo. Dos de los tres esclavistas, activan los mini-motores instalados en sus cañones. Los grilletes jalan los brazos de Chester en direcciones opuestas. El espadachín aprieta los dientes. Las venas en sus brazos se hinchan como a poco de estallar. El tercer bandido del desierto se aproxima, y le propina un puntapié en la barriga que lo obliga a arrodillarse. Chester escupe saliva. El bandido le agarra de la cabellera, jala, e inclina la cara a sus raíces con interés aumentado. Se saca la mascarilla para hablar.

—Sedoso y brillante. Azul como el cielo. Totalmente natural —Dice con una sonrisa oportunista. Los ojos bajo el visor se mueven hacia su compañero caído. —Un puto noble a costo de Larry… Suena como un intercambio más que justo.

Su cara mugrienta vuelve a Chester, más específico al visor. Se lo desliza arriba para quitárselo y reclamarlo como suyo. Pero enseguida el bandido se arrepiente al reparar en los ojos rojos e intensos del espadachín, y las devuelve a su sitio.

—Un momento… Tengo la ventaja y el control. ¿Por qué ensucié mi traje…? —Se pregunta a sí mismo.

Decide que lo más sano sería matar al Lancaster en el acto, una buena elección que demora demasiado. Chester suelta un rugido.

—¡Yo puedo!

A pura fuerza bruta se inclina, vence la tracción de los mini-motores de los cañones, y propina un cabezazo certero contra el encapuchado que tiene delante. Los lentes del bandido revientan, empujados hacia adentro. Tanto el forajido como el espadachín caen. El primero queda de espalda en la duna, y el segundo fue jalado de nuevo por las cadenas.

Chester maldice al sentirse como un títere ninguneado por pesados hilos. Sin arma y con brazos subyugados, entiende que le faltaba poco para conocer la derrota.

—¡Chester! —Pero entonces la princesa exclama su nombre. Los ojos lacrimosos de ella conectan con los furiosos de él. Nadjela grita. —¡Lucha!

Un calor enciende en el pecho del guerrero. La preocupación de la princesa le recuerda que cuenta con dos piernas fuertes, y una damisela que salvar. Hunde los pies en la arena hasta que las suelas tocan suelo duro. Anclado ahí, empuja todo su cuerpo adelante. Los músculos de sus brazos se tensan hasta el límite, compitiendo contra el arrastre de las cadenas. Los eslabones seguían retrayéndose hacia la boca de los cañones-pistolas, cada vez más lento, hasta que dejan de hacerlo y se detienen, para en los siguientes segundos empezar a salir. Chester gruñe y continúa tirando. Los mini-motores sollozan dentro de las carcasas de las armas. Arrojan chispas y humo, con una notable peste a componentes derretidos. Finalmente estallan en las manos de los esclavistas, quemándoles las palmas.

Las cadenas flojean y se separan de su cuerpo. Chester salta sobre el cadáver de Larry. Choca con Larry. Rueda en la arena con Larry. Toma la espada encajada en Larry, levanta, y desencaja el filo empapado en sangre. En paralelo uno de los bandidos libera una manguera conectada a sus tanques de oxígeno. Quita la palanca de seguro, abre la válvula al máximo, y apenas escucha el silbido correr, apunta la manguera donde Chester y acciona el disparador. Una flama precede a una lengua de fuego. Chester se deja caer. El fuego le pasa por encima, para luego retraerse en espera de una nueva eyección. Chester, tras plantar una rodilla, hace lo primero que le dicta el instinto, levanta la espada sobre su cabeza y, antes de que el esclavista volviese a disparar, la lanza en un movimiento largo de ambos brazos. La katana gira y golpea al delincuente. La punta se clava en el esternón, y el lomo convierte la cara del sujeto en dos, máscara incluida.

El penúltimo esclavista con vida, embobado luego de presenciar a su compañero con el lanzallamas caer, vuelve en sí al sentir los dientes de un animal en la pierna. Baja la vista y descubre a la cerdita. A un segundo de mandarla a volar de una patada, Nadjela le atiza con los grilletes por la cabeza. El bandido termina en la arena, recuperándose solo lo suficiente para realizar una pantomima con las manos en busca de piedad, que Chester al plantarse a un par de pasos, le contesta ensartando su cráneo como una brocheta.

Lancaster y princesa vuelven sus caras al último amigo de Larry, el cagón. Pero este aprovechó de esfumarse durante el ajetreo.

—Cobarde —Sentencia Chester.

El traqueteo de las cadenas le recuerda cual es la prioridad. Encara a la chica, y agita el filo de metalcorona en su dirección.

Nadjela chilla por reflejo, pero fue un corte tan limpio que ni la mueve. Los grilletes se desprenden de sus brazos. Con lágrimas asomándosele, la princesa se arroja contra el pecho macizo de su héroe y lo abraza como si se le fuera la vida.

—¡Tonto! ¡Casi te matan! —Grita. Agradecimiento, susto, enojo, preocupación. Su corazón galopante queda vuelto un crisol de emociones. —¡Apostaste la vida por mí!

Chester respira hondo para apagar sus deseos de perseguir al bandido que huyó, incluso hasta el fin del mundo. Aun con el cuerpo y el espíritu ardiendo, corresponde al abrazo de Nadjela.

—Te prometí que te llevaría con tu gente, y lo cumpliré, aunque tenga que rebanar hasta la última bestia o matón de este desierto. La palabra de un hombre tiene su peso en oro. ¿O qué? ¿Querías que te dejase a tu suerte? Yo no hago eso, preciosa.

Nadjela no contesta. Permanece resguardada en el pecho del guerrero y arrullada por los latidos de ese fuerte corazón. Rememora sus propios gritos desesperados, el deseo de no querer ver a Chester lastimado, que choca de frente con ese deseo tan caliente que quema, de que la salvase tal y como hizo. Jamás lo admitiría, pero quedó complacida y feliz, anhelante de que ese abrazo durase para siempre.

¿Y la cerdita? Con suma discreción y hasta con elegancia, deja que la princesa y el espadachín tengan su momento, y marcha a mordisquear el cadáver de uno de los esclavistas caídos.
***
14


Avanza encorvado, arrastrando los pies, sudando, vencido, con la frente pelada por el sol. Sostiene con una mano su cara retorcida en el dolor. Maldice en voz alta las consecuencias de sus acciones. ¿Cambiaría la vida de haber escogido una especialidad en autómatas, en vez de una carrera en letras y filosofía? Su madre se lo advirtió, y él ni caso le hizo, cuando una madre siempre sabe. Ahora el destino lo deja tirado en esa tierra que es de nadie (Ni del Lord Esclavizador, aunque este lo grite hasta quedarse ronco). ¡No es culpable! Cree con firmeza. Sencillamente la necesidad de comer y de usar desodorante lo empujaron a convertirse en delincuente, como los muchos cadeneros que hay. ¿Acaso no es una víctima de la sociedad? ¿De su tiempo? ¿De la guerra?

—¡Esa mujerzuela era un negocio redondo! Pero el noble lo arruinó… ¡Escupo al cielo! —Dice entre quejidos involuntarios, pero sin escupir de verdad. Sabe qué pasaría si escupe hacia arriba, es inteligente, tiene un título de universidad. Traza en su mente una lenta y dolorosa venganza para sus enemigos. El ardor de la ira que impregna su mente le impide fijarse en lo que viene de frente. —¡Los mataré! No, ¡los destriparé! ¡Les enseñaré un mundo de dolor!

Por cada paso tambaleante que da, la otra sombra del yermo circundante propina diez. Aquella bala humanoide es un espectro de reflejos metálicos que no teme volar de día, va con la cabeza y el torso inclinados, y ambos brazos echados atrás.

—Claro que primero violaré a la maldita —El bandido para a faldas de una duna. Despega la mano de la cara y enseña una desdentada sonrisa al imaginar su triunfo futuro. —Sí, y haré que él mire cuando lo haga, para que saboree el cómo hago gritar a su puta. ¡Les haré pagar tan caro, que ni en la muerte olvidaran mi nom… bre…!

Las últimas silabas le salen cortadas. El fantasma pasa como una brisa. El esclavista, con ojos desorbitados, pierde el equilibrio. Se le cae el cabello, acompañado por una lonja jugosa y roja de frente... Luego la mirada, la nariz, la boca entreabierta de la impresión. Su espalda es lo último en golpear el polvo empapado de rojo.

El cazador acelera. Las cinco cuchillas curvas que sobresalen de los dedos de su mano derecha, se retraen con un desliz agudo, totalmente limpias.

Fin de la segunda parte.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

Tercera parte: Cazador.
15
Las ramas chamuscadas del árbol pata de cuervo asoman desde un lecho de arcilla blanca reseca elevada por dunas rojas. Nuestros héroes suben al lomo de la colina, con esperanzas de que la altura ayude a la orientación. El encuentro del día pasado probó una cosa: Hay más que tribales en esas tierras, y con mucha probabilidad existen asentamientos. Si tales asentamientos son amigables u hostiles, es preferible averiguarlo antes de acercarse con los brazos abiertos.

La princesa suelta un gritito al tropezar con un objeto enterrado en la arena. El espadachín vuelve sobre sus pasos, y se agacha junto a ella para verificar con el visor que no tenga fracturas. A Nadjela le apena su torpeza, apurada se levanta y dice:

—Estoy bien.

Queriendo cambiar de tema, desplaza la atención al causante de su mal paso.

—¿Qué es, Chester?

El Lancaster tampoco lo tiene claro. Decide averiguarlo excavando en la tierra con las manos. En cuestión de minutos el letrero verde y encostrado de oxido revela su secreto.
BI-NVENI--S A AUST--LIA.
El software en el visor de Chester completa las lagunas y traduce el lenguaje arcaico.

—Con que Australia —Dice el espadachín.

Nadjela parpadea rápidas y repetidas veces, confundida. El noble se sube los lentes y aclara que se refiere al verdadero nombre de ese país hostil.

Australia. La palabra retumba como un tambor en la cabeza de la chica. Contempla el horizonte con nuevos ojos… Ojos que cada día conocen un poquito más de lo que la rodea.

«¿Por qué papá o la venerable Zakary nunca me lo dijeron? Tal vez no lo sabían… O tal vez guardaron la información como un tesoro impúdico»

Sacude la cabeza. Ambas opciones le resultan incomprensibles. ¿Cómo los escogidos por la madre de aves ignorarían un detalle esencial como el nombre del mundo, o elegirían dejar en las sombras de la ignorancia a su gente?

—Continuemos hasta el árbol raro —Dice Chester.

Nadjela levanta la cabeza y dirige la cara donde el hombre apunta.

—Reconozco su tipo, mi gente lo llama “Árbol pata de cuervo”. A pesar de que luzcan marchitos y sin hojas, no se pudren, el clima es demasiado seco, y sus raíces crecen tanto que son capaces de alcanzar el inframundo, donde nacen los demonios.

—No lo sabía —Fue franco.

Nadjela se siente terrible de estar feliz con eso. No puede evitarlo, odiaría ser menos lista, o menos confiable, o menos determinada, delante del hombre que tanto la lleva cuidando y enseñando.

La princesa se crispa al pisar algo, pero esta vez evita tropezar. Creyendo que es otro cartel, mira abajo y descubre bajo su planta una tersa mano blanca más fría que la indiferencia. Lanza un chillido y llega de un brinco a los brazos de Chester, este la carga sin dificultad y pregunta por qué tanto alboroto.

—¡Ahí! —Nadjela apunta al antebrazo desconectado. La capa de polvo que recorre la extremidad tendida ahora tiene un espacio despejado donde justo pisó. El pedazo enseña una pálida y bonita piel, en armonía con unos dedos de uñas limpias. —¡Una mano! ¡Y otra! ¡Y un brazo! ¡Y un pie!

El dedo de Nadjela sigue el rastro de las piezas dispersadas en esa masacre sin sangre. Chester se hace una idea de qué pasa, pero Nadjela poco entiende, y continúa temblando en aquel agarre poderoso.

Unos quince pasos adelante, echando en el tronco del árbol de corteza oscura, hallan un nuevo cadáver (Este entero) vestido con una polvorienta bata blanca, y la cabeza, los brazos, y las piernas, envueltos en vendas viejas que apenas esconden el reguero de costras y quemaduras de la piel. Aparentemente alguien se preocupó mucho de que el fiambre se levantara a bailar, y lo envolvió con cadenas.

—Este es territorio maldito —Dice Nadjela. Su semblante desamparado va a Chester. —Lo siento en los huesos.

Al regresar la vista al árbol, los ojos de la princesa se abren al límite, y entierra las uñas en Chester hasta sacarle sangre. El Lancaster gruñe suavemente. El muerto la observa de vuelta, su mirada esta poseída de una sombría inteligencia, como los ojos de alguien que conoce el otro lado de las cosas.

—Saludos, tribal, extranjero —Los labios agrietados suenan como el pisar de hojas secas. —Bienvenidos a Australia. Tenemos varias de las criaturas más grande y peludas del globo.

—¿Tienen a Pie Grande? —Pregunta Chester. Al contrario que Nadjela, está tranquilo y en su salsa.

—Tristemente no… Se los comieron los de Dientes Grandes.

La naturalidad en la charla ayuda a Nadjela a percatarse de que no es una manifestación de ultratumba, sino algo mucho peor.

—Muerte invisible —Susurra la princesa, bajándose de los brazos de Chester para esconderse a sus espaldas. La cerdita la imita, notando por instinto lo que está mal en la persona atada.

—Radiación, pequeña. Radiación —Dice el hombre con tono corrector. —Imagina millones de cuchillas más minúsculas que una mota de polvo atravesándote la piel y pervirtiendo tu esencia, y heme aquí.

Nadjela guarda silencio. Los ojos sin parpados del hombre vagan al espadachín.

—Llevo un par de días aquí. Sin mis gotas ni mi botella de agua tengo mis horas contadas. Una muerte lenta y terrible, y extremadamente ineficiente… Dice mucho de mis captores. Como también dirán mucho las acciones de las personas amables que me encuentren y liberen.

Queda en evidencia que espera que Chester sea esa amable persona. Con la mano bajo el mentón el Lancaster considera la idea, mira de reojo a Nadjela, y esta niega con la cabeza. Chester tampoco está seguro, pero su indecisión viene de planos más terrenales.

—No sé, viejo. Si me cuentas que eres radiactivo, lo justo sería rajarte antes que andes por ahí contaminando todo. Imagínate que meas en un lago y luego yo sin saberlo beba de ese lago…

El desconocido rueda los ojos.

—Oh, boberías. ¿Qué crees que soy? ¿Chernóbil? La radiación que me atormenta hace años que se interiorizó. Lo único que sufre y sangran son mis entrañas, y mis médicos. Al final del día solo soy un hombre quemado, ¿qué daño puedo hacer?

El hombre esboza una sonrisa que vuelve todavía más horrible su cara. Que los dientes estén tan blancos y cuidados, en vez de agregarle encanto termina por el resaltar el desastre carcomido que es su tez.

Chester todavía duda. Mira alrededor, al cadáver desperdigado.

—¿Qué pasó por aquí?

—Nada memorable —El hombre quemado encoje los hombros, y la piel que los une con su cuello se rompe un poco, dejando chorrear un líquido verdoso y maloliente. Chester frunce el entrecejo, Nadjela se cubre la nariz con las manos, y la cerdita esconde el morro en la tierra. El oprimido ignora las reacciones. —Solo la furia de un hombre idiota que optó por desconfiar de mí. Así que asesinó a mi equipo de trabajo, y destruyó ante mis ojos a mi mejor ayudante, esa de ahí, y de ahí, y de en todas partes.

—Autómata —Deduce Chester.

—Exactamente. Pero no es nada grave, nada delicado. El frágil y el pobre de esta historia soy yo —Añade el hombre que, a ojos de Chester, empieza a esbozarse como un investigador, y a ojos de Nadjela como un brujo terrible.

—Te liberaré… Pero solo porque a tus verdugos les faltó honor. ¿Qué es esa mariconada de amarrar a alguien en un árbol a esperar que muera?

Chester propina un paso, y Nadjela se lo obliga retroceder jalándole de la chaqueta. El Lancaster encuentra en la princesa una mirada fulminante seguida de un susurro de una advertencia.

—Él… Él me asusta.

Chester sonríe, y le da una suave palmada en la cabeza, pidiéndole que confíe en él.

—Nadie te hará daño conmigo aquí.

La cara de Nadjela se ablanda. Asiente muy lento, pero una pizca de inquietud la seguía molestando. Chester se aproxima donde el árbol y propina un tajo fugaz. Las cadenas son como mantequilla bajo el filo de metalcorona, y se deslizan a lo lado del hombre hasta terminar en el suelo.

—Estoy agradecido —Dice el hombre quemado. Levanta, y empieza a andar alrededor del árbol tanto para estirar las piernas como para ir reuniendo las partes de su autómata. —Se siente bien no morir. ¿Cómo te llamas, noble?

—Chester Lancaster. ¿Cómo sabes que soy noble?

—El pelo.

—Ah, claro.

—Y la exquisita piel tan resistente a este clima inmisericorde.

—Corta el rollo.

—También se nota a leguas que tu compañera es una clase de tribal.

Nadjela frunce el ceño. En la boca del hombre quemado la palabra “tribal” parece guardar connotaciones negativas. Chester no repara en la expresión amarga de la chica y sigue sondeando a la momia.

—Accidenté mi blindaje y busco un mecánico que le eche un ojo. ¿Sabes de alguno?

—Yo sé de mecánica —Anuncia sin fanfarrea, y sigue recogiendo piezas. Chester sonríe, y el hombre quemado lo nota, así que se apresura añadir. —Hablo de teoría. Mi asistente y mi equipo de trabajo eran quienes resolvían la parte práctica, y como puedes ver, la primera está indispuesta, y los otros o están muertos o como esclavos sexuales de algún señor de la guerra.

—¿No puedes decirme nada útil, viejo?

—Desconozco si este viento ardiente habrá esfumado las huellas de la caravana, pero poseo buena memoria, y les puedo indicar en qué dirección queda la Cúpula del trueno.

—¿Cúpula del trueno? ¡Suena a metal!

El hombre toma el último pedazo a la vista, un pie blanco, y se endereza con la faz a poniente.

—De ahí me despidieron. En realidad, no hay cúpulas, y a no ser que llegue una tormenta, tampoco truenos. Pero el tirano que gobierna el asentamiento, Achú, autodenominado como Máscara de la muerte, es fanático de las películas de acción viejas dirigidas con efectos prácticos, y de una de esas miles de cintas acogió el nombre.

—¿Achú? ¿Quién es ese tipo?

—Apodándose como se apoda, seguro adivinas que es un sujeto con exceso de traumas. Pero no es el único mal de la Cúpula del trueno. Su hermana Shura, que gobierna a su lado, es igual de cruel, incluso más.

—Por eso a las mujeres hay que alejarlas del poder. El gobierno, como la guerra, son cosas de hombres.

El hombre quemado rueda los ojos de nuevo, y el ardor de los mismos le recuerda que ya es hora de refrescarse, así que saca de su bata un envase de colirio.

—Si viajan a la cúpula tal vez encuentren personas que los ayude, pero tengan cuidado. Shura me obligó construirle a Achú un blindaje pesado antes de mandarme a morir —Se encorva hacia atrás, y deja que las gotas caigan sobre sus corneas. Un jadeo placentero florece de sus labios áridos y chamuscados. —Como venganza, cuando nadie veía, le instalé una bomba que se activa automáticamente cuando el piloto anexado suelta un comentario inteligente...

Guarda silencio, cómo replanteándose sus acciones.

—Ahora que lo pienso con la mente fría, puede que nunca explote.
...
16
El hombre quemado apunta lejos, y de su dedo negruzco se desprenden costras. Con voz grave la momia sentencia:

Allá donde la tierra está herida y supurante, cruzando el valle que es tumba de hombres y de máquinas, queda la cúpula del trueno donde los esclavistas reposan sus cadenas.

Ansioso de reparar su blindaje y estar completo, Chester reanuda el viaje, y Nadjela lo sigue con la cerdita en brazos. La princesa continúa sin confiar en el hombre quemado, pero le relaja el alejarse de él. Según las distancias descritas por el científico, si van a paso tranquilo llegarían al campo de batalla a la mañana siguiente.

Nueva noche. Nadjela prepara la hoguera mientras Chester sale a cazar. Llevan escasos días juntos y ya se siente como una esposa enamorada. Porque sin duda es amor, el corazón le pesa de solo verlo, y un calor le crece en el vientre cuando se tocan.

—Mi padre nunca lo aprobaría —Dice para la cerdita y para sí, al mismo tiempo que echa una rama de un matorral para alimentar el fuego. —Somos de mundos distintos... ¿Tú qué crees?

La cerdita se acurruca en las piernas de Nadjela. La princesa interpreta el gesto como un intento honesto de calmar sus ansias, aunque más seguro es que el animalito solo tenga frío. La mirada de Nadjela se concentra en las llamas bailarinas… Medita. Está segura que si fuere una chica normal haría un trato con sus sentimientos, se aferraría a ese hombre, hasta escaparía con él.

«Pero no soy cualquier chica. Soy la princesa de La Cuna. Guardo un deber con mi gente»

—¿Por qué lloras? —Pregunta Chester al volver, arrastrando un buitre desde una pata echada sobre su hombro. Nadjela se excusa asegurando que está nostálgica, y que quiere volver pronto a casa.

—Disculpa, Chester. Necesito espacio para pensar… Y recordar.

Chester asiente y se sienta a desplumar el ave.

Por el resto de la noche mantienen la distancia y el silencio. Chester no parecía sospechar los verdaderos sentimientos de la joven. Con él las indirectas eran inefectivas, más valdría ir de frente con un puñal.

Dos horas después del amanecer, alcanzan el borde de un acantilado desde donde observan el valle prometido por el científico. Nadjela contiene el aliento y agarra la mano del Lancaster. Él levanta el visor y suelta un suspiro cargado de cansancio. Nadjela podrá imaginar qué sucedió, la cerdita con el instinto podrá sentir la carga de la muerte, pero es Chester el único del grupo quien lleva la guerra tatuada. Los cráteres de la tierra son igual de grandes que los cráteres de su alma.

Encuentran una bajada entre los barrancos.

Tres tipos de blindajes se apiñan en el cementerio bélico: Pesados (Lo más grandes, resistentes, y destructivos); Medianos (Más compactos y ágiles, siendo el North Star de los equipos más voluminosos dentro de esta categoría); Y ligeros, armaduras que a veces convertían a un soldado de metro sesenta, en una bestia de dos o tres. Piezas de tecnología que empujan a sentirte como un semidiós colérico y aniquilador. Pero más allá de la sensación de poder que te imbuye el atravesar como una flecha un enjambre de fuego y ruido, y convertir las colinas en guijarros, o ascender y rasgar las nubes, los restos de blindajes desperdigados resultan testimonios claros que hasta los semidioses pueden morir.
La omnipotencia alcanza su tope cuando alguien más hábil, o más determinado, o más suertudo que tú, te logra colar un explosivo entre las articulaciones, o te saca del blindaje, o te atrae donde uno de los acorazados o destructores enemigos apunta los cañones. Entonces, con igual facilidad que la cepa más baja de la infantería (Esos protegidos solo con cascos, chalecos, fusiles, y una correa de explosivo que les hacía tener más valor como granadas andantes) pasabas a engrosar los números de los sacrificados en el arduo viaje. Alimentar al leviatán. Engrasar la gran apisonadora. Ingresar al Valhala. Firmar el Mortuorio. Eufemismos para morder polvo en la Guerra Divina existen a millares.

Con blindaje o sin él, la calavera revelada cuando la piel se pudre tiene la misma mueca burlona en todos, ya sea de hueso o de metal, humano o autómata. Hasta existen casos donde manejar un blindaje acarrea destinos peores. Chester conoció a hermanos de armas cocinarse vivos dentro de sus máquinas, o terminar con los huesos rotos y los pulmones saliéndole por la boca al tener sus cabinas abolladas hacia dentro. Él mismo conoce a la segadora de la guadaña muy de cerca. Es un guerrero, acepta que morirá peleando. Las vidas violentas tienen finales violentos, ¿pero y qué pasa con los mundos violentos? ¿También terminan mal?

Chester cree que, si alguien no pone punto y final a la guerra, estarán todos jodidos. Aunque también se dice que cuando alguien gane y la guerra se resuelva, la humanidad alcanzará un periodo de armonía y prosperidad nunca antes visto, todo en un marco que los viejos llaman “Paz”. ¿Paz? ¿Qué es eso? El Lancaster se lo imagina con una media sonrisa burlona y desgraciada, suponiendo que dentro de esa fantasía también repartirán unicornios.

—Chester, te tiembla la mano. ¿Qué pasa?

—¿Ah? ¿Sí? Perdón. Este ambiente me calienta la sesera —Suelta a Nadjela y se barre con la mano el sudor de la frente. —Me adelantaré a sondear la zona. Tú confía en el león —La risa que acompaña la frase sale hueca.

Nadjela sigue a Chester con la mirada. Ella también sufre y estremece, específicamente por los fantasmas aplastados entre el metal retorcido como emparedados de angustia. Cuando el viento sopla, no sabe diferenciar si lo que llora es el duro material o los espectros.

La tierra que Nadjela pisa, es roja por la sangre que alguna vez inundó el valle. El Lancaster le aconsejó mantenerse alejada de las trincheras, esas grietas kilométricas desde donde se elevan estelas negras de maldad, que tras un vistazo minucioso Nadjela reconoce como nubes de moscas, cultivadas en los miles de cadáveres fundidos en las paredes de las fisuras, y más por debajo del osario están los fósiles de peces y reptiles anteriores a los hombres, y todavía más hondo una línea incandescente herida abierta del planeta.

«¿Cómo es posible que en un solo campo pueda concentrarse tanto final…? ¿Es esto lo que llaman guerra…?»

Esqueletos de gigantes, orugas ciclópeas volcadas, y ballenas de hierro reventadas igual de anchas que montañas, forman los muros del espantoso laberinto. Los blasones raídos y chamuscados del Principado de Elon, y de la Alianza de Naciones Terrestres, todavía se yerguen desde distintos escombros de la masacre, como para dejar en evidencia quienes fueron los responsables.

«Quizás esto es de lo que ansía padre protegernos… Le preocupa que al aceptar lo extranjero, terminemos arrastrados a la barbarie»

Guarda tales pensamientos y mira a Chester con dolor, imaginándolo cabalgando en un rey de metal, destruyendo a diestra y siniestra a otros como él.

«Pronto, en el día que toque separar nuestros caminos, lloraré. Pero también entenderé que será lo mejor»

Penetran en el valle, mudos y reflexivos. La cerdita sufre un sobresalto que la deja mirando a un túnel formado por el pecho abierto de un blindaje pesado. Segundos después, lanza un chillido de advertencia.

Chester vuelve la cara en el momento justo que una sombra borrosa se le arroja encima, venida del túnel. Diez dedos con diez filos buscan su carne. Chester desenfunda en un segundo, y la experiencia lo lleva a poner la espada en horizontal cerca del rostro, con una mano en la empuñadura y la otra dando soporte en la parte sin filo del metal. Las palmas revestidas del enemigo son frenadas por la espada, dejando la punta de las garras a solo un par de centímetros de la garganta del Lancaster.

—¡Nadjela, para atrás! —Grita.

Nadjela carga a la cerdita y corre a esconderse entre los cadáveres de humanos y maquinas. Chester no tiene chance de ver donde la chica se mete, el enemigo con el que forcejea requiere cada gota de atención.

El adversario, en su blindaje ligero. se echa hacia atrás con un paso, después adelanta con otro, y las garras silban por segunda vez sobre el noble. Chester desvía la palma que le viene por la derecha con un espadazo, chispas saltan, y la katana vibra. Repite el tajo, esta vez desviando la palma izquierda, de nuevo chispas, y un estremecimiento para el arma.
Las manos del depredador no dan tregua, tienen a Chester retrocediendo un paso por cada nuevo ataque que el joven león logra bloquear a duras penas. Ninguna falla está permitida dentro de ese baile letal, el cazador siempre ataca a herir de muerte. Chester evita parpadear, aunque las chispas le entren en los ojos. Fuerza el agarre lo mejor que puede sobre la katana, aun cuando el vibrar de la misma hacía que milímetro a milímetro se le escapase de las manos.

Solo quedan tres dedos de empuñadura entre palmas. El siguiente zarpazo de su rival mandaría el arma por los aires. En esa situación, correr a recuperarla seguro significaría que le atraviesen por la espalda. ¿Qué hacer? ¿Cómo sobrevivir…?

Chester suelta la hoja. Antes que la espada toque el suelo y se acueste, las garras del depredador ya llevaban medio camino sobre él, una apuntando al cuello y la otra apuntando a las tripas. Con la derecha Chester atrapa la primera mano desde la muñeca, y con la izquierda atrapa la segunda. Los huesos de los brazos del noble rechinan por la terrible presión que ejerce el blindaje de su enemigo. Chester percibe que debajo de esa armadura hay una persona muy menuda. Ahora más que nunca se niega a perder, menos contra un flacucho que no le llegaba ni a la frente.

—¡¿Quién coño eres?!

—Soy la muerte —Responde el cazador con la voz agravada por su yelmo. Mismo yelmo que precipitó como un martillo. La frente de metal liso embiste contra la frente de Chester. Algo cruje, y la cabeza de Chester es empujada hacia atrás, su melena azul se agita, pero el agarre de sus manos nunca titubea o cede bajo las fuerzas del otro. Chester endereza la cabeza con la carne de la frente roja y el interior de la piel palpitándole. Enseña una sonrisa de monstruo.

—¡Y yo soy un maldito cabeza dura! —A esas palabras les sigue un pie. La bota embiste de lleno contra el vientre del cazador, que se encorva y del casco brota un jadeo. Chester sigue con un nuevo puntapié, y un tercero con el que tensa todavía más los ligamentos de los brazos del cazador. Se oye el rechinar de las articulaciones del blindaje.

Chester retrae la rodilla para una cuarta patada, pero ese resulta un juego donde dos pueden participar. La pierna metálica sube a una velocidad que la vuelve una estela borrosa, y aplasta la entrepierna del espadachín.

Estrías sangrientas impregnan las corneas de Chester, y sus pupilas se contraen. Las manos pierden toda su fuerza, y con una delicadeza involuntaria suelta a su oponente. Chester retrocede con la boca entreabierta, la garganta muda, y afectado por oleaje de dolor que le impide pensar. Tras los brazos, las piernas son las extremidades que pierden fuelle, y las rodillas se le planta en el polvo rojo. Su pecho es lo siguiente que terminar en el suelo, sobre el mismo lugar donde quedó la espada. A duras penas Chester conserva el sentido para llevar las manos debajo y entre las piernas para contarse los testículos. Siguen siendo dos, eso le alivia. Pero el alivio se esfuma cuando un nuevo espinazo de dolor le salta las lágrimas.

—¿No tienes honor, b-basura…?—Pregunta con un ojo cerrado y el otro abierto, espiando al cazador de pie frente a él, tapándole el sol.

El visor del mercenario brilla con un verde fosforescente. La luz esconde los ojos más allá del cristal y le arrebatan cualquier rastro de humanidad.

—El honor es tan útil como pezones en un blindaje. En una batalla solo importa quién vive y quien muere, y yo siempre vivo —Levanta una garra sobre su cabeza, los dedos apuntando abajo, hacia Chester. —Apenas acabe contigo, iré y mataré a esa chiquilla que llevas. ¿Pero quién sabe? Tal vez tome un par de días para divertirme con ella, hasta que me abu-.

Chester le calla de una estocada en el casco, justo en el respirador, y el cazador cae hacia atrás. Pero en vez de terminar de espalda en el suelo, este echa los brazos, planta las palmas en el polvo consiguiendo soporte, equilibra el cuerpo dejando sus pies apuntando al cielo, deja que la gravedad actué y que sus pies regresen a tierra. El mercenario se endereza, concluyendo la voltereta perfecta. Al reconcentrar los visores sobre el Lancaster, lo descubre escalando el costado de una nave de guerra, con dos pies y una mano, mientras la otra la deja aferrada en la ingle.

—¡Me cagó en tus muertos! —Grita Chester como si eso le ayudase a enfrentar el dolor que derretía sus pelotas… Y cierto, le ayuda.

El Lancaster percibe el ataque asesino que se le echa de un salto. Con el instinto pulido de quien sobrevivió a casi un centenar de batallas, suelta su ingle para agarrarse de la carcasa de la nave, y la otra mano, la que usa para escalar y que también sostiene la espada, la lleva para atrás y la zarandea, golpeando una segunda vez el casco del mercenario. El contacto violento de ambos metales retumba sacando nuevas chispas. El cazador regresa abajo y aterriza en una honda sentadilla. Chester sigue trepando.
El cazador sube la mirada por donde ve huir a la alimaña de pelaje azul. De un brinco amplificado por la tecnología, supera el estribor del navío arruinado, y alcanza la cubierta que se extiende como un agujereado paramo verde y marrón. A mitad del aire, los lentes en el interior del casco guían con flechas y líneas brillantes los ojos del cazador, colocándolos en segundos sobre Chester, a quien ve arrastrándose como un gusano dentro de uno de los cañones cortados de la nave. ¿Se esconde? Eso sí que decepciona al mercenario. Empezaba a creer que Chester sería uno de esos idiotas honorables, pero parece que se equivocó. Tampoco es un detalle que marque la diferencia, fuera honorable o fuera patético, igual planea matarlo. Aterriza, y con los brazos echados atrás, corre al tubo gigante.

—Sistema, activa las zarpas de uranio empobrecido.

Las garras prenden de un verde fosforescente, tanto capaz de cortar lo que sea como de pudrirlo. Otro salto con los pies por delante, y se guinda a la boca circular el cañón. Un vistazo adentro, y los sensores ubican a Chester 15 metros más abajo, esperando en la recamara sellada. El cazador sonríe tras imaginar al noble golpeando el muro de metal, desesperado y sin salida. Relame sus labios, y se introduce girando y patinando en el tubo de metal, con sus garras de uranio surcando el contorno y raspando chispas que preceden a la luz exterior, filtrada por las rendijas recién creadas.

Dos metros, cinco metros, ocho metros, diez metros. Penetra en la oscuridad al mismo tiempo que deja pasar la luz, y entre la negrura del fondo del arma, espera encontrar la cara de un hombre asustado. Pero en vez consigue a un loco feliz…
La punta del filo centellea y se hunde el pecho del cazador. Traspasa las placas, al elástico y ajustado traje de debajo, corta carne y toca en hueso. El mercenario en pánico, toma la espada desde el medio, aprisionándola entre las zarpas verde brillante.

Maldice en alemán.
Chester aprieta los dientes hasta que crujen, y las nalgas hasta que le duelen. Empuja con todo lo que pueden dar sus piernas, corre con la katana extendida y al mercenario clavado en el extremo. La estocada del Lancaster los lleva a recorrer la longitud del cañón una vez más, esta vez río arriba, cruzando los haces de luz que abrieron las garras. Quince metros en diagonal después, escapan por la boca de la colosal arma, disparados con la fuerza de la arremetida del león azul.

Caen…

Ante los ojos del mercenario se despliegan avisos de un golpe crítico recibido, señales parpadeantes de que las defensas del blindaje fueron traspasadas. Prácticamente el sistema le grita que haga algo, pero el Lancaster no le da espacio para reaccionar.

Chester desencaja la espada del cuerpo de su enemigo, toma la empuñadura con ambas manos, levanta el filo sobre la cabeza, y propina un tajo firme contra el yelmo de su contrincante. Una línea fina crece hacia los polos del casco, y este abre por la mitad como un melón. Una marea roja se libera, coronando un rostro pálido de mejillas pecosas, una perfilada nariz, labios rosados, y unos ojos azules como de ninfa o hada, mirada desconcertada entre la que baja un hilito carmesís nacido del corte profundo en la frente.

La sorpresa de vérselas con un rostro de mujer frena a Chester. La cazadora frunce el entrecejo, causando que la herida supurante bañe su expresión con una máscara de sangre, cobrando su mirada la furia y amenaza de un siervo de Satanás. El noble, llevado por el sentido de la preservación, atiza la sien izquierda de la colorada con el lado plano de la espada.

El choque del metal contra su cráneo la aturde, pero no basta para noquearla. Lo que si la manda al mundo onírico es la roca que se le incrusta en la nuca al golpear suelo. Tan así que ni siente cuando Chester se le desploma encima.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

17
El Ahorcado era un célebre soldado mexicano de La Alianza de Naciones Terrestres. Su verdadero nombre: Juan Ramos Escopetas. Muy famoso por lanzarse en exoesqueleto y jetpack desde las naves aliadas, con una larga soga enrollada en el brazo. Se aferraba a las maquinas enemigas como una garrapata, y utilizaba los taladros con los que iba equipado para abrir las cabinas, procediendo a forcejear y echar la soga en el cuello de sus adversarios, y luego arrojarlos de una patada al vacío.

Para los nobles resultaba desmoralizante ver a sus semejantes colgando como piñatas sobre el campo de batalla. 22 bajas confirmadas le trajeron a Juan la gloria, y celebraba cada regreso a su patria con banquetes de tacos, bandas de mariachis, y galones de tequila. Cuando la ANT lo solicitó para combatir en las campañas de pacificación australiana, el moreno de poblado bigote seguía ebrio y pensando en Fabiola, la hija de Don Dominico, a la que recordaba con amor y anhelo por la suavidad de sus tetas como meloconcitos. Juan, ciego de pasión y de cerveza, aceptó la misión. Justo pensaba en ello cuando caía, y un extremo de la soga se le resbaló del brazo, longitud que se enredó en el ala de un caza que surcaba por encima.

—Ay, no mames —Dijo El Ahorcado antes de ser jalado a una velocidad 10 veces superior al sonido. Los globos oculares se le desprendieron de las cuencas, y se le reventaron las costillas. El pánico y el dolor lo llevaron a zarandearse, y en el zarandeo se le amarró la soga en el cuello. La cuerda tensó, y tras un crujido ahogado por los estallidos de la batalla, Juan hizo honor a su apodo de guerra y colgado quedó. Dos minutos después el caza que lo llevaba fue derribado de un cañonazo. Los restos ardientes golpearon el valle.

Nadjela descubre un esqueleto ennegrecido metido en los escombros, una buena porción de la cuerda que rodea al fiambre todavía es utilizable. La princesa, con las manos juntas, pide permiso para tomar la soga. Juan no contesta ni se queja. Nadjela desenrolla la cuerda con delicadeza y corre de regreso donde Chester.

Sientan a la cazadora y la atan de pies y manos, contra las rodillas de un titán volcado. A Nadjela todavía le cuesta entender como esa joven, de dulce semblante al dormir, puede ser el mismo siniestro asesino que los amenazó.

«Las mujeres del cielo son tan peculiares…»

Tras comparar al león azul con esa mujer de piel como de nube y cabello de fuego, Nadjela sufre un pinchazo de envidia. Se nota que esos dos comparten mismo plano o mismo mundo.

—Está herida…

—Un enemigo tan duro no moriría por esas memeces —Dice Chester. —Ayúdame a quitarle ese blindaje.

Nadjela contempla la armadura como un tesoro místico, y Chester la ve como un problema muy gordo. Jalarla no serviría, es tecnología que se aferra a su dueño, y para que ceda hay que saber dónde cortar. El noble se para junto a la colorada y le mueve el pelo. Nota el moretón que se le formó en la nuca, pero poca atención le presta, y escabulle la espada por el cuello del peto. Desliza el filo sin dañar la espalda, y aplica un suave movimiento de palanca para despegar la espina de la máquina, de la espalda de la chica. Cuando el sistema del traje no reconoce portador, las articulaciones se abren y las zarpas se retraen.

El espadachín saca las piezas y, una a una, las pasa a Nadjela para que las arroje en una esquina. A Nadjela le asombra lo pesadas que son, y más al considerar lo veloz que la chica se movía. ¿En los cielos las mujeres guardan la fuerza para combatir contra los hombres? Las preguntas iban más allá, ¿acaso la mujer tenía necesidad de luchar, en vez de quedarse en la seguridad del hogar cuidando a los niños y ancianos?

«Tratar de entenderlo es inútil… Ella ni luce como yo. ¡Tal vez hasta tiene una serpiente de túnel!»

Abandona esa última teoría, porque al quitar toda la armadura solo queda un traje negro ceñido como un guante, demasiado apretado para un pene. La tela debe poseer alguna cualidad especial, porque ayudó a sellar la herida dejada por la estocada de Chester.

La cazadora se agita y abre los ojos con la lentitud. Muestra una mirada nublada de quien tarda en identificar lo que la rodea. Sus ojos prenden de fuego y pánico. El fuego se le transporta a la voz, transformándose en un acento muy pronunciado, violento, que Nadjela oye por primera vez.

—¡Hijo de mil…! ¡¿Qué planeas, sucio?!

El noble y la mercenaria confrontan caras. Chester quiere hablar, pero la mujer se le adelanta.

—¡¿Vas a violarme, eh, gallito?! ¡Ojalá te pegue algo! ¡Eres como el culo de un babuino y hueles el doble de feo!

El Lancaster muestra las palmas.

—¡Eh, tranquilidad! ¡Aquí nadie va a violar a nadie! Solo necesito respuestas.

La cazadora entona los ojos.

—¡Mi madre no crio una tonta y mi padre no me crio en absoluto! Luego que te cuente lo que sé, me echarás las manos al cuello, ¿o quién sabe? Puede que primero pongas a tu putita a realizarme alguna obscenidad. ¡Adelante, marica, te reto a hacerlo si tienes huevos!

La princesa retrocede un par de pasos sin dejar de abrazar a la cerdita, intimidada por la atención intensa que le avienta la cazadora, sintiéndose devorada, porque en los ojos de ella se reconoce la lujuria de los hombres.

—¡Eh, tú! Mírame a mí —Chester chasquea los dedos en la cara de la mercenaria para recuperar su atención. La obtiene, pero la cara de ella, aunque bonita, guarda un humor de perros. —No te voy a matar. Lastimar mujeres y niños va en contra de mis valores como guerrero.

—Pues sí que me diste duro en la cabeza, ¿qué pasó con tus valores ahí?

—¡Tuve qué! No ibas a parar, tenías ojos de loca.

La cazadora asiente un par de veces, dándole la razón, pero también bufa.

—Perdonarme la vida por tener vagina… Que mentalidad más idiota.

—¡Soy Chester Lancaster, el idiota más grande que has conocido! —Se señala a sí mismo con el pulgar para que no quedase duda. —Ahora habla.

Ella suspira, mira al cielo nublado, medita varios segundos, decide, toma y suelta aire, y comienza a relatar.

—Ya lo dije, soy la muerte…

Baja la cara.

—O más bien, soy la cazadora que persigue la muerte.

Explica que hace varios años, en la Unión Soviética, conoció a una adivina ciega que profetizó el final de su vida.

—Anda, una muñequita comunista —Interrumpe Chester.

—Comunista tu abuela, perro mugroso. Yo nací, crecí, y me curtí en el Reich. Siempre presta a dar la muerte y recibirla.

—¿El país del bigote gracioso?

—Vuelve a meterte con mi führer, ¡y juro que te rajo! —Una vena se le abulta en la frente y por un momento la cara estuvo tan roja como la sangre que supura. Nadjela, con un trozo arrancado de su vestido, se arrodilla junto la alemana y con suavidad le limpia la sangre. La cazadora la observa en silencio, la agitación en su respiración y la agresividad en su mirada, disminuyen al entender que la tribal no busca lastimarla.

—No queremos ofender… Solo, responde nuestras dudas, por favor —Pide la princesa.

—Es un tema sensible, lo pillo, perdón —Dice Chester. —Pero, ¿qué estabas tramando en el norte?

La germana regresa su atención al león.

—Andaba de vodka y putas. ¿Qué más se puede hacer en el culo del mundo? El caso es que la adivina auguró que moriría bajo las nalgas de una preciosa mujer. Desde entonces voy de campo de batalla en campo de batalla, combatiendo sin temor a perder la vida porque sé que no hay hombre en la Tierra capaz de matarme. Mi corazón solo se emociona y late a máxima velocidad cuando estoy debajo de una deliciosa hembra.

En el transcurso de esas palabras se le rueda la vista a Nadjela, específicamente a los muslos, caderas, y trasero de esta. La princesa soporta las ganas de esconderse, y la sigue tratando.

—Esa es mi historia. Los enemigos solo están para que los venza uno detrás de otro y, ya que estamos, ganar metálico con la labor.

—¿Oro?

—Cobre, aluminio, platino, metalcorona, cualquier metal que valga. Y sí, en este caso en particular me pagaron con oro.

—Entonces alguien te contrató para cazarme a mí, a Chester Lancaster, el león azul, el jinete de la estrella del norte, el hombre sin miedo —Comenta con una sonrisa llena de suficiencia. —Solo que el tiro te salió por la culata, ¡y buenos mal!

La cazadora suelta una carcajada.

—Otro noble con complejo de sol... No idiota, tú no eres mi presa, ella lo es.

Apunta a la princesa con la cabeza. Chester y Nadjela intercambian miradas, ambos igual de confundidos.

¿Por qué alguien querría matarla? ¿Cómo una muchacha recién salida al mundo, podría guardar enemigos? Piensan en el esclavista que se les escapó. El Lancaster pide a la cazadora detalles, y ella asegura que su cliente no era un cadenero, sino un tribal. ¿De qué aldea?

—No sé, a mí todos los salvajes me parecen iguales. Aunque… —Observa al cielo, donde vislumbra a un halcón huir de las incipientes nubes de tormenta. Dos gotas de lluvia le caen en la cara, no parpadea. —El tipo cargaba un disfraz ridículo… Una capa y un casco adornado por plumas marrones, con un pico en la frente como de hueso.

—¿Qué dices, Nadjela? ¿Conoces tribales con pintas de ave? —Pregunta Chester, y al volverse descubre a la princesa muy pálida.

A pesar de su expresión de espanto, Nadjela niega con cabeza, rechazando la idea, aunque calce con el aspecto de Zell ataviado en su manto de campeón. Tal hipótesis además de horrible deber ser falsa. O la mercenaria miente, o se refiere a otra tribu que de casualidad visten así, gente maligna que odia a las nobles habitantes de La Cuna y que, tras enterarse por los espíritus aullantes de su desaparición, invocaron una guerrera del cielo para darle caza.

«Debe ser eso… Zell es el guerrero más leal de mi padre, y el hombre preferido de mi hermana. Que me quiera muerta sería una locura, una fantasía»

Nadjela dice a Chester que desconoce a quien se refiere la cazadora, y que está segura que cuando vuelvan a la aldea, su padre les ayudará a resolver tal misterio.

—Ahora que sé que hay un pájaro loco persiguiéndote, no estaré tranquilo si me marcho sin arreglar eso primero.

El corazón de la princesa se consuela por tales palabras, pero poco chance tiene de disfrutar el confort, gotas de lluvia golpean su cabeza.

El agua rebota en el metal vapuleado, y se desliza transformada en miles de arroyos que ablandan y llenan la tierra. Chester ya tenía el agua roja pantanosa sobre los tobillos, y la cazadora se queja a viva voz de que se le moja el culo.

—¡A subir! —Grita Chester, pero entre el golpeteo de la lluvia y los truenos, Nadjela poco oye. Tampoco necesitaba oírlo para entender la urgencia, va detrás de él y escala con la chancha bajo el brazo. Ascienden por el costado de la misma nave donde Chester y la cazadora combatieron hace rato.

—¡Mi jager! —El quejido de la alemana se pierde en el estruendo. Desde el hombro que la carga como un saco de patatas, ve al agua tragándose las piezas de su blindaje, prometiendo engullirlos a ellos también. Los cráneos de los caídos reflotan en el fango enseñando muecas socarronas.

Nadjela es la primera en alcanzar la cubierta, extiende la mano a Chester y lo asiste en el tramo final. El grupo avanza por la cubierta con cuidado de no resbalar y caer en los agujeros dejados por los proyectiles. El firmamento parpadea como si estallara. Alcanzan una puerta oxidada que Chester tumba de un puntapié.

Quedan a cubierto en un pasillo tan helado como cualquier otra tumba del valle. Una cortina de agua impide saber qué ocurre con el mundo al otro lado. Mojados y tiritando, sondean el oscuro interior. En el suelo los restos de uniformes viejos reposan en una plasta descompuesta, casi una alfombra. El metal gime muy al fondo y esparce ecos.

—Aquí hay fantasmas… —Dice la cazadora con mucha seriedad. Chester la deja caer de culo como castigo por asustarlo, aunque nunca admitiría su miedo.

La princesa toma su collar, cierra los ojos, y pide al cielo claridad y calor. La piedra ilumina dando justo eso, luz, calidez, una blanca proyección que espanta los escalofríos y las miradas de los espectros. La mercenaria tiene razón, ahí y en cualquier lodazal de muerte que se asemeje, hay fantasmas.

Se sientan en el suelo con las espaldas en la pared, acurrucados en la burbuja blanca proyectada por el collar. El noble, la tribal, la cerdita, y hasta la mercenaria que, aun estando atada, no perdió el chance de arrastrase como una oruga hasta quedar pegada al espadachín. El calor de los rencores no la protege del clima con la misma eficacia que el collar de Nadjela.

—¿Dónde compro uno de esos? —Pregunta a la chica al otro lado del Lancaster.

—Un ermitaño misterioso se lo obsequió a mi madre —Revela Nadjela sin abrir los ojos. —Y ella me lo obsequió a mí antes de… Peregrinar.

—Ah, vale… Pero también se siente raro, ¿no?

—¿Raro cómo?

—Raro… Como un beso en la frente. Es… ¿Inocente? ¿Ingenuo?

—Puro. Acogedor. Seguro.

—Eso mismo.

A la cazadora no se le ocurre que más decir, está agotada, anduvo corriendo detrás de esos dos todo el día solo para morder polvo. Los valores de Chester le siguen pareciendo la cumbre de la estupidez, ¿pero puede hablar mal ella, que cree en la profecía de una vieja bruja?

Si hay que matarse de nuevo, decide que será problema del amanecer. Acomoda el cuerpo lo mejor que puede y usa el hombro del Lancaster como almohada. El Lancaster ya está dormido, al igual que la cerdita. La mercenaria al verlo con los ojos cerrados, en total placidez aun teniendo cerca una potencial homicida, sacude la cabeza, catalogándolo como todo un personaje. Tampoco puede culparlo, bajo esa luz blanquecina siente como cualquier preocupación o temor se derrite, de ahí que cediese a revelar su nombre.

—Soy Erika.

—Nadjela.

—Buenas noches, Nadjela —Dice y cierra los ojos. —Perdón por cazarte. Sé que la frase esta trillada, pero no era personal, solo negocios.

—Buenas noches a ti también… Y… Disculpas aceptadas.
***
18


Para cuando se despeja el cielo y cae el sol, el valle yacía vuelto un lago hondo y vino tinto, salpicado por ruinas de metal. A medio metro del barandal de la cubierta, el agua reposa tranquila, perturbada de vez en cuando por una gota rezagada que cae de una vieja ala; el beber de las bestias peludas reunidas en la orilla; el veloz pico de un ave en busca de bichejos acuáticos; o el débil chorro rojizo que sale de Chester al momento de mear.

Un sudor frío recorre al Lancaster al ver como su espada de carne permanece flácida entre sus dedos como un pez muerto. Le da un par de golpecitos con el índice; se imagina a su institutriz desnuda; piensa en una muerte gloriosa donde arrastra a un poderoso enemigo hasta estrellarse contra el sol… Nada funciona para levantar aquel importante mástil. Rememora el combate de ayer, ese momento donde Erika lo pateó a traición. Tiembla de recordar el dolor, y devuelve su verga al pantalón.

Regresa a la proa. Las chicas se asoman desde los huecos y espacios muertos en la baranda. Nadjela sigue con la mirada la sombra de una ballena que crea olas con su cola y patas. Erika intenta vislumbrar el blindaje perdido en el fondo, sin éxito.
La cazadora lleva una venda alrededor de la cabeza. Se crispa al percibir una pesada mirada enterrándosele en la espalda, gira y encuentra al Lancaster viéndola con fijeza.

—¿Por qué me miras como si anduviese profanando a tu madre, a tu hermana, y a tu hija a la vez?

Chester se traga el coraje y, apretando los puños, desvía la cara.

Para demostrar que lo de ayer es agua pasada, Erika se escoge a sí misma para la misión de preparar el desayuno. Para la faena atrae con besitos y gestos de mano a los ingenuos wombats que nadan en familia en el recién nacido lago. Confiados por la cara angelical de Erika, el horror les acoge cuando las zarpas los atrapan, y en un movimiento de su otra mano Erika les rompe el cuello. Como carecían de fuego, Erika despelleja a los animalitos con los dientes, los eviscera usando los dedos, y lava la carne en el lago. La princesa no tiene problema en comer cosas crudas, a veces en la tribu comían pescado vivo y este poseía un interesante sabor. Chester y Erika al ser soldados entendidos en las dificultades de la guerra, disfrutan de las tiras de carne y grasa como quien más. Pero eso no cambia que Erika ataque a Chester con guasa.

—Vaya, el noblecito es más rudo de lo que creí —Sonríe.

Todos están sentados en la borda de la nave, la cerdita sobre los muslos de Nadjela.

—No soy como los otros nobles —Responde Chester, masticando una tira húmeda y rosada.

—Nacido muskita, siempre muskita —Sigue Erika.

—¿Qué es un muskita…? —Pregunta Nadjela, mirando a espadachín y luego a la cazadora.

—Una forma de llamar a los venidos del Principado de Elon, desde que “Hijo puta” y “Marica” se hizo demasiado honroso para ellos —Explica la mercenaria.

—¡Te digo que a mí me importan un bledo los nobles! ¡Yo lucho por mí, no por una casa ni por legados podridos! ¿Pero por qué tengo que justificarme con una demente? Ni sé para qué sigues aquí. ¿O qué? ¿Aun planeas cobrar la recompensa?

—La recompensa ya la tengo… Bueno, una parte. Pero ya tuve suficiente de ustedes dos, que le den por culo al encargo y a la verga con los tribales que me lo pidieron.

—Estupendo —Chester asiente. —Pero oye, antes que te vayas a hacer gárgaras, ¿sabes dónde queda la Cúpula del trueno? Me urge un mecánico.

La cazadora abre los ojos como platos.

—¡Mierda!

—¿Es normal que blasfeme tanto…? —Pregunta Nadjela en voz baja, casi para sí.

—¡Sí! ¡Coño! ¡Carajo! ¡Verga! ¡Maldita sea! —Erika se jala el cabello, baja la vista al lago. —¡Sin mi jager estoy jodida!

—¿Te llegaba el internet?

—¿Acá en Australia? No, demasiado lío en tierra y basura en órbita. Pero tenía una brújula integrada con marquitas de colores que me ayudaba un mogollón —Apunta a Chester con un dedo acusador. —¡Maldito chupapitos!

—¡¿Y yo por qué?!

—¡Perdí el blindaje por tu culpa, mamón!

—¡Tú eres la neurótica que me atacó, yo solo me defendí!

—¡Vete a la mierda, perro de Elon!

—¡No! ¡Tú vete a la mierda, zorra nazi!

—¡Paz, por favor! ¡Paz! —Nadjela intercede e impide que se caigan a los golpes. Los guerreros bufan, intercambian miradas, gruñen, y desvían las caras.

Pasan varios minutos masticando wombats sin dirigirse la palabra, hasta que Erika decide ser la madura y explicar su problema. Resulta que el software instalado en la armadura es lo que la guiaba por el yermo, y sin esa ayuda se perderá.

—Puede que si me zambullo y rebusco en el sedimento… —Se plantea.

La princesa nota su necesidad, mira el al agua, y llega a la conclusión que es demasiado hondo.

—Te ahogarías.

Erika aprieta los dientes y los puños, aguantando el berrinche porque sabe que la joven tiene razón.

Chester comprende que deberá aferrarse a las direcciones dadas por el hombre quemado. Se levanta y, con las manos en la cintura, mueve y estira la espalda. Sus ojos trazan sobre el agua las distintas lomas acorazadas que le servirían como plataformas para llegar a la orilla. Con Nadjela se dejó llevar, pero con Erika se empeña a no revelar su incapacidad para nadar.

—La Cúpula del trueno es el único asentamiento decente de por aquí —Dice Erika mordiéndose la uña del pulgar. —No hay de otra, los acompaño. ¿Problema con eso?

—Solo si no intentas matarnos —Dice Chester muy serio, pero pronto dedica a Erika una mueca de extrañeza. —Te sangra la nariz…

La cazadora percibe un sabor metálico en la boca, se pasa la mano por la cara, y al verse la palma la encuentra barnizada de carmesís. Se le van los tiempos y se le duermen las piernas, sus ojos en blanco, y la cabeza le pega el suelo de metal. Convulsiona, balbucea, escupe espuma por la boca. Nadjela se arrodilla a su lado, trata de mantenerla quieta y procura que no se muerda la lengua.

Chester observa paralizado y atónito. Parece que su pene flácido no es la única consecuencia de la pelea de ayer. Se siente como un maldito por estar aliviado de tener compañía en su dolor.
***
19
Neddin tiene tres hijas. La primera, la mayor, es Nadjela, rica en nobleza y bondad, el futuro de La Cuna prometía ser prospero bajo su mando. A Nadjela le sigue Gaita, con sus ojos de ópalo y sus mechones de bronce ondulante que enmarcan un rostro grácil, y un cuerpo moreno alto y delgado como un suricato, siendo lo más enervante de ella su dejo nasal en la voz, que al oírla hablar uno no sabía si suplica, llora, o gime, particularidad adecuada para alguien tan calenturienta como burra en celo. A sus 13 años de edad Gaita tenía más experiencia en el lecho que muchas de las cuarentonas de tribu.

«Podría ser peor… Podría ser…»

El guerrero del cerdo, Tashala, piensa en la más pequeña, la de 11, y sin duda la más bella, tan así que le toca llevar siempre una bolsa en la cabeza para evitar que los hombres y las doncellas volubles, se enamorasen al primer vistazo de ella. Suri, con su pelo lacio, su pequeña nariz, y sus ojos de gato atigrado, podía quedarse durante horas contemplando las nubes, quizás escondiendo un precoz genio interior, creía la gente, pero Tashala como el resto de los campeones, conoce la verdad. Suri es retrasada. Las sirvientas que la cuidan son obligadas a guardar el secreto a todo lugar, porque divulgar tales historias podría poner en duda la pureza y divinidad del linaje de Neddin.

«El honorable líder es cuidadoso y atento con su imagen… Y su legado… Y sus sentencias de muerte»

Desde que mostró sus dotes como guerreros, y fue nombrado guerrero del cerdo, lo que al principio resultó un honor para Tashala y su familia, no tardó en convertirse en un espiral de decepción y espantó. De cara a la tribu los campeones eran el ejemplo a seguir y la distinguida escolta del jefe, pero en la clandestinidad se convertían en matones. Asesinos que se colaban en las tribus enemigas (O sencillamente de actitud problemática) y degollaban a los líderes en sus esteras, sin una pelea, sin honor, sin la verdad por delante.

«Quise engañarme, quise creer que la cercanía a la madre de todas las aves le permitía ver lo que yo no, que sus decisiones velaban por la integridad de la tribu… Porque somos manada, porque volamos juntos bajo el mismo cielo. Pero fueron excusas, cobardía mía, ceguera… Nuestro líder vuela solo, tan solo que poco le importó deshacerse de su sirvienta y su hija… Y de su amada»

Cuando Zell regresó, y Tashala se enteró por su boca de la misión concedida, el guerrero del cerdo quedó sin aliento. Aun así, miró a otro lado, actúo como si todo fuese normal, y convenció a su familia que la princesa estaría bien. Pero en las noches empezó a sentir la mordida de la consciencia, porque Tashala en el fondo, y a pesar de tener las manos manchadas de sangre inocente, seguía siendo un hombre bueno. Comprendió que, por el bien de La Cuna, no podía quedarse de brazos cruzados y continuar como cómplice.

Noche clara. Tashala agarra su garrote de hueso espinoso, su manto de guerrero cerdo, y una bolsa con suministros para el viaje. Planta un beso en la frente a su esposa e hijos, quienes duermen. Se escabulle al establo y acaricia la cabeza de su avestruz, para después montarlo y tomar las riendas.

Cabalga al horizonte, más allá de la franja creada por el impacto del gigante del cielo, y reza a la luna para que le otorgue un viento amable que aleje su aroma de las bestias. En su corazón siembra una misión: Encontrar a la princesa Nadjela, revelarle la verdad sobre la terrible naturaleza de su padre, y reunir lo necesario para detenerlo.

«La Cuna merece un futuro feliz, libre, limpio, y ajeno a esta tutela podrida»

Y quizás consiguiendo ese final feliz, Tashala obtenga su ansiada redención.
***
20
A la señal del barquero, las familias se arrojan al mar. Nadan, y los pocos que no saben nadar patalean para alcanzar la orilla, esa costa iluminada, el color en la oscuridad. Apenas van llegando agradecen a Dios, y reanudan la huida. Pedro y los suyos se rezagan. La tía María es empujada por la corriente. Pedro tiene que ir y jalarla del brazo para que venza las olas. Son la última familia en pisar arena. El barquero hace rato que desapareció.

Se oye un zumbido, las hélices, y el romper del agua por unas lanchas. Cuando la familia alcanza la playa, una decena de drones los rodean y apuntan con poderosos focos y cañones cargados. Una orden es trasmitida desde las maquinas:

ARROJENSE AL SUELO Y ESPEREN INSTRUCCIONES.

Entienden la situación al instante, obedecen, pero ya las mujeres rompían en llanto. Solo su hija más joven se mostraba taciturna, quizás todavía chocada por la experiencia de zambullirse y luchar contra el agua helada.

Son llevados a un centro de inmigrantes, y separados. Pedro conocía la historia, su compadre Miguel se la narró con la experiencia del fracaso. Te examinan, te interrogan, te humillan, te ponen en las jaulas un mes o dos, bajo la firme vigilancia de una engañosa indiferencia, y después la deportación. Si tienes suerte te echan con toda tu familia, aunque existen casos de niños dejados a Cuidados Sociales.

Pedro estaba empeñado en mantener a su familia unida. En realidad, ser capturado era una posibilidad tentadora dentro de su planificación. Bajo el foco opaco del cuarto gris para interrogación, con dos oficiales delante, Pedro pide alistarse.
Los oficiales intercambian miradas. Preguntan si está seguro. Pedro asiente y repite sus intenciones con una voz más clara. Los oficiales salen y le dejan esperando diez minutos hasta que llega una mujer ataviada con un uniforme de camuflaje color arena gris, el parche de la Alianza de Naciones Terrestres resalta en su hombro. La suboficial cuestiona a Pedro sobre si conoce el costo. Él asiente, estudió las consecuencias múltiples veces antes de tomar la decisión de venir.

—Mi familia… ¿Estará bien?

—Recibirán los permisos necesarios —La femenina le entrega una tableta digital e indica en cual punto de la pantalla tiene que poner la huella. —Además de licencia de trabajo, casa de estadía, educación para los menores de edad, y tutela general hasta que sean capaces de mantenerse solos. Si acatan las normas y se comportan como personas ejemplares, probablemente obtengan la ciudadanía en pocos años.

Pedro baja la cabeza y aprieta los puños. Eso es todo lo que quería, ¿no? La oportunidad de una mejor vida. Si el costo de la esperanza para su gente es solo él, ¿existe posibilidad de duda? Además, es una buena causa. Guerra divina. La guerra para terminar con todas las guerras. Si pelear ayuda a construir un mundo más justo para sus hijos, y para los nietos que no conocerá, Pedro está dispuesto a sacrificarse. Planta el pulgar en la tableta.

Un mes entero de entrenamiento intensivo, con jornadas semanales de 5 vueltas en estaciones de simulación (Más de esa cantidad está prohibido por la Alianza debido al riesgo de quiebre mental), y Pedro se encontraba listo para pelear. Una semana antes de su cruzada, le concedieron un permiso de tres días para visitar a la familia. Pasó las mañanas jugando con sus hijos, las tardes charlando del pasado con su tía, y las noches haciendo el amor con su esposa.

El día de la partida, las familias de los soldados migrantes se reúnen en la fachada de las casas de estadía. Pedro besa a su mujer, e hinca la rodilla donde sus hijos, los abrazas, y pide que se porten bien y estudien mucho para que nadie les engañe. Pedro se saca de la muñeca un reloj de aguja que, de adolescente, un turista fanático del vintage le obsequió. El cristal está mellado, y el Mario Bros de dentro descolorido, pero las agujas funcionan y da la hora, signos de un dedicado cuidado. Pedro está tranquilo, sabe que pueden venderlo si la vida se pone difícil y urge la necesidad.

Largos autobuses automatizados, entran a la calle y abren sus puertas. Los soldados, talegas en hombro, se despiden y marchan a cumplir con el destino. Pedro se une, y utiliza cada gramo de fortaleza mental para no mirar atrás. Ver a su familia llorar lo derrumbaría.
Boca Chica, Texas, el nuevo oeste. Los alistados ocupan un tembloroso rectángulo impregnado de nervios y sudor. Soldados tensos, apretados, silenciosos, expectantes. Alguien al fondo suelta un chiste verde… Nadie ríe.

El vehículo abre la compuerta, los mecanismos internos retumban como una campana. Sale la rampa, entra la luz, y el hedor a fuego invade sus narices. Avanzan y pisan la tierra mellada, tibia a través de las gruesas suelas de las botas. A la izquierda y a la derecha, más vehículos vomitan soldados al campo. El suelo se sacude, son los cañonazos de las naves y la artillería levantando nubes de polvo de treinta metros, y creando cráteres capaces de tragar elefantes. También estremecen las orugas de los tanques, triturando polvo, grava, carne, y hueso.

Pedro corre. Todos corren. Algunas cuantas secciones retroceden, pero como el oleaje, vuelven hacia adelante para cumplir la voluntad. Las instrucciones del comando son dictadas desde los auriculares integrados en los cascos. Los gritos de mando se mezclan con la batalla, convirtiéndose en ruido blanco. Es innecesaria una excesiva comprensión cuando el objetivo es trasparente: Adelante y al centro. Ni un solo paso atrás.

Enjambre contra enjambre. Los exoesqueletos que visten los ayudan a mantener sus piernas siempre en movimiento, gastando el mínimo de energía como si sus cuerpos pesaran lo mismo que una pluma, en contraste, sus corazones y estómagos pasan a sentirse como bolas de hierro. Siguen adelante, aunque el alma llore y patalee para separarse y escapar. Solo la fortuna les evita caer en el barro abyecto y pisar los campos de mina.

Desde las barricadas enemigas, haces de luz que son metralla silban en su dirección. Centenares de los compañeros de Pedro terminan muertos o malheridos. Pedro y miles más, bordean o pisan a los caídos, y se abalanzan hacia los pilares de luz. Elevadores orbitarles que toca destrozar para detener los envíos de orbita a tierra y viceversa.

Pedro grita, ¿por qué grita? No lo sabe, solo lo hace, y sus compañeros gritan con él. El volumen de las voces aumenta cuando los gigantes de hierro aparecen picando desde las nubes. Pero antes de los blindajes, viene la primera trinchera, pequeña, solo 30 metros de profundidad y 10 de anchura. Fácil de saltar con exoesqueletos. Desde la trinchera, la infantería muskita dispara de vuelta. Todavía no se avista entre ellos a los autómatas, quizás están en otro lado del campo, quizás esperan al final.

Gente grita y cae partida por la mitad, o vuelta una niebla rosada. Pedro apunta el fusil ultrapesado y responde. Solo necesita mantener presionado el gatillo, los sensores inteligentes del arma accionan la ráfaga solo al detectar en rango un blanco vivo. En una batalla donde cada proyectil tiene un 80% de posibilidad de acertar, es primordial que cada bando cuente con muchos blancos de repuesto.

La batalla de Boca Chica concluyó con un triunfo para el bando aliado, y un costo en vidas de casi medio millón sumando las bajas de ambos grupos. Marcó el punto y final de la ocupación muskita en Texas, un duro golpe para los nobles considerando el peso histórico y estratégico de la zona. Pero cómo suele pasar, el tiempo barre la sangre bajo una capa de polvo y concreto. Los campos de batalla en Boca Chica se transformaron en suburbios idílicos, que reflejan la imagen en las que todos piensan al oír sobre el “Sueño americano”.

En una de esas casas de verdes jardines, dos jóvenes, un chico y una chica, buscan materiales en un armario. La muchacha se pone de puntillas y toma del nivel superior una caja que, al sostenerla por la tapa, se abre y derrama el contenido. Un reloj de Mario Bros cae y golpea el suelo de madera con un crujido.

—Joder —Masculla. Lo recupera, y descubre que el polvoriento cristal está roto, y las manecillas del plomero italiano ya no se mueven.

—Guau. ¿De dónde sacaste esa reliquia? —Pregunta su compañero de la preparatoria.

—Solo es basura nostálgica. De mi abuelo, creo —Devuelve el reloj a la caja, la cierra, y la pone en su sitio, confiando que nadie se de cuenta de lo que pasó. —Bastante hortera, ¿no?

—A mí me gusta. ¿Y a qué se dedicaba tu abuelo?

—Era… Soldado.

—Otro fascista, eh.

—Cállate y ayúdame a buscar.

Encuentran los rotulares necesarios para rellenar las pancartas de protesta. Bajan a la mesa del comedor y se ponen manos a la obra. Las reclamaciones planteadas son variadas:

ABRAZOS, NO BALAZOS

LA LUNA ES DE TODES

VIDA DIGNA = VIDA SIN GUERRA

RESPETO PARA LOS ANIMALES NO-HUMANES


El joven nota a su compañera muy callada mientras trabajan, y queriendo romper el hielo le dice.

—Que no te mueva el piso lo que dije… Fascistas hay en todas las familias. Tuve un tío que también creía en el cuento y se enlistó. Tú lo sabes. Todo sería más fácil si simplemente… Lo dejaran correr, ¿no? Digo, guerra divina, ¿quién se cree esas chorradas?

La chica disimula una mueca amarga.

—Menos charla, que hay prisa.

—Vale, vale —Ríe y empieza a trazar.

A pesar de su aparente indiferencia, la muchacha se queda pensando en el abuelo que nunca conoció. Cada vez que sus tíos mencionaban a Pedro, su madre quedaba en trance, casi catatónica, como si su mente fuese hurtada por recuerdos de viento y frio. La muchacha no sabe qué pensar. ¿Guerra divina? Sacude la cabeza. ¿Quién es lo bastante idiota para alimentar el problema que destruye al mundo? Es un costo que nadie en su sano juicio pagaría.

Fin de la tercera parte.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

Cuarta parte: Cúpula del trueno.
21
Epilepsia. Es la conclusión de Erika tras que le cuenten los síntomas, y recordar el terrible golpe en la nuca que se dio ayer. Jala al Lancaster de las solapas de la chaqueta y lo zarandea, pero pronto pierde las fuerzas, y lo empuja para alejarse un par de pasos a refunfuñar. La cerdita, llevada por la empatía, se frota contra sus piernas. Erika le agradece en voz baja, y le jura que, si llega la necesidad, primero mataría y se comería a Chester antes que a ella.

—Como buen muskita seguro es todo rosadito y tierno, y será fácil de picar.

—Y sigues con lo mismo —Chester escucha y se apunta a sí mismo con el dedo. — ¡Yo con los nobles tengo poco que ver, mujer! A mí me da igual sudar, me da igual ensuciarme las manos.

Erika vuelve la cara.

—¿Si son tan diferentes por qué tienes el pelo azul y eres tan lampiño?

—¡Nací así! ¡Y tengo barba!

—¿Tú a eso le llamas barba?

—¡Y con honra!

—Genes modificados, típico de cualquier noble acomplejado. ¿Tus papas también te depilaron el culo?

Sí, pero no se lo iba a decir. El espadachín se lleva las manos a la cabeza.

—¡A las pelirrojas las trae el diablo!

Corre a la borda, de un salto golpea las aguas con intención de agitar sus brazos y sus piernas para alcanzar la orilla, impulsado por la flama que Erika despertó. Chester se hunde como una roca.

Nadjela se zambulle, lo agarra de las axilas, y nada a tierra. Erika va detrás de ellos, riendo y soltando puyas, hasta que su cara se congestiona en un nuevo ataque epiléptico. La princesa entra al agua de nuevo para rescatarla.

Chester y Erika vuelven en sí. Plantan sus culos en la orilla, empapados de pies a cabeza. Ambos agradecen a Nadjela, y sin mirarse, acuerdan nunca burlarse de sus problemas médicos.

—Lo tuyo no es un problema médi-

—¡Cállate, Erika! ¡Sí que lo es!

—¿Tienes impotencia natatoria o qué?

—¡No digas esa palabra!

—¿Natatoria…?

Chester no responde.

Allá donde la tierra está herida y supurante, cruzando el valle que es tumba de hombres y de máquinas, queda la cúpula del trueno donde los esclavistas reposan sus cadenas.

El Lancaster rememora las palabras del hombre quemado. Apunta con la mano a la línea que divide el cielo y la tierra, específicamente al bulto que sobresale como una espinilla.

—Puede que sea la cúpula del trueno —Dice Erika, de pie junto a Nadjela, la cerdita, y el espadachín. Los cuatros encaran la misma dirección. —Pero caminando tardaremos vida y media.

—Tengo una idea —Dice Chester, y lleva la vista a una familia de avestruces que toman agua en la orilla, ajenos al mundo.
¡A la cuenta de tres! Trina el león. Desde posiciones furtivas se arrojan a los pájaros, quedando de panza sobre los lomos emplumados, y envolviendo con los brazos los largos cuellos. Los avestruces se dispersan y huyen, solo tres quedan dando giros y brincos, intentando zafarse de los pesados bultos humanos. Tras un minuto de forcejeo la voluntad de los avestruces disminuye. Chester es el primero en lograr sentarse, Erika le sigue, y ambos apoyan a Nadjela para que dome su montura. Cuando los pájaros quedan resignados bajo la voluntad humana, Nadjela se permite inclinarse y recoger a la cerdita del suelo. Todos juntos, cabalgan al horizonte con el viento y el sol dándoles en la cara.

Mediodía. Buitres trazan círculos en el cielo. El grupo ve a lo lejos placas de metal y láminas de zinc que conforman la muralla exterior del asentamiento, cuyos picos oxidados y alambradas retorcidas, le hacían parecer una corona de espinas de tamaño colosal. Los techos de los edificios y las jaulas sobresalen detrás de aquel muro, junto al bramido de la civilización, y el coliseo como un gran cuenco.

Chester jala el pescuezo del pájaro, obligándole a clavar sus poderosas patas en la tierra y frenar. Baja de un salto. Erika lo imita, y Nadjela también pero mucho más amable y despacio. Chester despide a su montura de una nalgada, el indignado animal escapa seguido por sus semejantes.

—Escúchenme, querubines —Erika toma la palabra. —Este es un nido de basura abyecta, de lagañas al despertar, de cera de quince días en tus oídos. Lo peor que la especie humana parió. Más les vale andarse con ojo si no quieren terminar en una jaula, ¿quedó claro?

—Sin novedad. Sé cómo sobrellevar a un puñado de gamberros —Chester alza el pulgar.

Nadjela luce poco convencida, y su nivel de confianza se estrella al reparar en las picas con esqueletos empalados que florecen como setas en el muro ensortijado, varios con harapos y tiras de carne aun colgando. Chester le pasa la mano por la espalda y asegura que la mantendrá a salvo. Nadjela, más calmada, decide continuar.

El asentamiento posee cuatro entradas, una por cada punto cardinal. Dos atalayas protegen la entrada, cada una ubicada en un lateral, equipadas con minigun alimentadas con motores eléctricos, y manejadas por centinelas con el pecho al aire y las caras cubiertas con apretadas Máscaras de cuero.

—¡Oye, compadre! ¿No se te asa la cara con eso puesto? —Grita Chester al de la derecha.

—Para estar a la última toca hacer sacrificios —Contesta el esclavista, moviéndose para agitar los zarcillos dorados que cuelgan de sus pezones. La minigun apunta en la misma dirección que los ojos del cadenero. —Bienvenido a la Cúpula del trueno, viajero.

Entre el ruido y la opresión, habitan hombres y mujeres con piezas de cuero; pulseras y brazaletes con pinchos; conjuntos metálicos; anillos punzantes; crestas pintadas y largas trenzas; tatuajes amenazantes: zarcillos, clavos; y sobre todo… Cadenas. Una masa ruda que hacía lucir aún más pequeños y miserables a los desgraciados en harapos que se remueven dentro de “Las billeteras”, que es como llaman a las jaulas, algunas de ellas tan grandes que cuentan con escaleras para visitar sus diferentes pisos.

Las calles principales servían para mover coches y billeteras, y el entramado de callejones para facilitarle la vida a los transeúntes. La mayoría de los cadeneros se decantaban de vehículos o blindajes de carga para moverse con sus esclavos, mientras que los más pudientes ponían a sus cautivos más musculosos a arrastrar el preciado botín con gruesas cadenas. En pocas palabras, el transito resulta un verdadero infierno, tanto por el dolor humano concentrado, como la imposibilidad para maniobrar, y pobre el criminal que acabe en un atasco entre cadeneros de orgullo inflado.

Nadjela está muda y pálida. Nunca presenció antes tanta cantidad de gente, y tampoco tanta cantidad de caras tristes y resignadas. Su atención es tomada por cada escena nueva, y antes que pudiese procesar la primera, ya se presentaba algo nuevo y horrible para ver.

Cruzaban un callejón colmado de puestos de alimentos y curiosidades, cuando un mercader se acercó al Lancaster con una sonrisa jovial.

—¡Señor, usted parece tener la cabeza bien amueblada!

—¿Quién, yo? Creo que se equivoca.

—¡No se menosprecie, señor, que apuesto tiene buen ojo para las gangas! Y solo un ciego desaprovecharía la siguiente oferta que le presentaré.

Saca de su puesto un grueso tomo cuya portada muestra un par de cadenas cruzadas, con un 4 en el centro.

—¡El secreto de la dominación, volumen 4! ¡Escrita personalmente por Lord Esclavizador! ¿Cómo no comprar esta preciosura, si aquí te viene todo el conocimiento que necesitarás? Incluyendo truquitos varios que jamás encontrarás en la red.

—Paso —Chester enseña las palmas y niega con la cabeza. —Los libros son para maricones.

El mercader chasquea la lengua en cuanto el Lancaster se va. Pero cuando una puerta se cierra, otra abre, y una joven esclavista intrigada por la descripción del volumen, pregunta su precio.

—¡Un esclavo y medio, solo para ti, muñeca!

—Tengo dos filipinos.

Un vistazo a sus espaldas, y es cierto, tiene dos filipinos. La jaula es algo modesta, están apretados.

—Puedo darte un esclavo manco de cambio. El brazo que le queda es el bueno —El mercader hace gala de su talento para negociar. —¡Pero complétame con un puñado de ópalos! ¿Vale?

La joven acepta y, con el libro bajo el brazo, se monta en la moto para conducir una jaula ahora mucho más ligera.

A pocas cuadras de allí.

—¿Qué te parece la cúpula hasta el momento? —Pregunta Erika a Chester.

—¿Esta gente es de fiar? No quiero una chapuza para mi blindaje.

—¡No hay ninguno aquí a quien no le confiaría mi propia madre!

—¿Estás segura?

—La vieja lleva quince años muerta. Poco daño pueden hacer.

—¡Hay que liberarlos! —Nadjela interrumpe, superada y harta de las injusticias que la rodean. En un movimiento Erika se posiciona detrás de ella y le tapa la boca con la mano. La cazadora procede a susurrarle en la oreja.

—¿Todo lo que te dije te entró por un oído y te salió por el otro? Andamos en terreno peligroso, chica. Más te vale cuidar tu lengua si la quieres mantener.

Apenas la cazadora aligera el agarre, Nadjela se aparta bruscamente, dándose la vuelta para ojearla con reproche. También mira a Chester en busca de apoyo, pero el Lancaster aguarda de brazos cruzados… Silencioso, meditativo, perdido en el mundo de sus gafas. Nadjela se mira los pies, por primera vez decepcionada del espadachín.

—Busquemos a El Poste, ya que estamos —Erika los pone en movimiento.

Tardaron en encontrarlo, porque se mueve. El lazarillo da pasos torpes hacia todo visitante desconcertado por el flujo de personas y la arquitectura aporreada de los edificios. El hombre está entrado en años, con una barba gris vuelta un nido de saltarinas familias de piojo, y el cuerpo cubierto por letreros y notas pegadas con clavos, o mensajes en la piel a punta de cuchillo. Ofertas de trabajo, anuncios, obituarios, adivinanzas, todo sobre piel mortecina, agujereada, y con heridas supurantes de pus. Para apalear el mal olor, El Poste lleva clavos con adornos de pinos para autos. No enmascara del todo la peste, pero la vuelve tolerable.

De solo contemplar a esa alma torturada, Nadjela se cubre la cara con las manos y se echa a llorar. Erika rueda los ojos, pero termina por acoger a la joven entre sus brazos y que esta hunda la cara en su hombro.

—Ya, ya, joder, niña…—Para una mercenaria curtida en sangre ajena, se sorprende a sí misma por lo natural que le sale consolar a la princesa. Queriendo ignorar esas ideas, sube la mirada a Chester y arquea una ceja al verlo tan tranquilo entablando conversación con El Poste. Creyó que él, que tanto gritaba sus valores, sería el más ofendido y el primero en cometer una estupidez. Erika acepta que lo subestimó.

—Ey, viejo, estoy seguro que voy por el camino correcto. Pero ya sabes cómo son las damas —Hace un gesto con el pulgar para detrás de sí. —Insistieron que me detenga a preguntar.

Los ojos de El Poste brillan al verse necesitado.

—¿Qué necesita, señor? ¿Busca dónde comprar un grillete de matrimonio? ¿O prefiere ir por la vida esclavizando sin compromiso?

—Nada de eso. Oye, ¿no te duele todo lo que llevas encima?

—Solo cuando me muevo… O respiro… Pero si algo me enseñó la vida, es que las personas se acostumbran a todo, señor. La miseria y el sufrimiento pueden volverse amigos recurrentes. Ahora déjeme ayudarle, ¿busca un trago? ¡Hable con Tor el tuerto! Vende el mejor ron y solo ron, porque hay muy pocas maneras de mantener fría la cerveza por estos lares. ¿O un motel para descansar junto a sus mozas? Muerde-Gargantas tiene las mejores camas en toda la cúpula, casi sin chinches. ¡Y hablando de nuestra gloriosa cúpula! No hay dirección que valga, ella está siempre ahí, en el centro, deleitándonos con su presencia.

—Quisiera un doctor y un mecánico. Ah, y también saber cómo encontrar a Achú.

El Poste sufre un sobresalto. Lleva una mano colmada de cicatrices contra la boca de Chester, callándolo y dándole a sus labios el sabor agridulce de la mugre, la sangre, y el sudor del miedo.

—¡Ese nombre está prohibido! —Grita El Poste con ojos de loco. —¡Ilegal! ¡Nuestro líder es Máscara de la muerte! ¡Nada más!

Chester aparta la mano de El Poste, lo hace suavemente, porque capta que aplicar una presión mayor quebraría ese brazo esquelético.

—Tiemblas como gelatina. ¿Tan aterrador es el hombre…?

—¡Temerías si supieras lo que yo! Máscara de la muerte es un ente despiadado que escapa de la sombra de su nombre dado a nacer. Su madre, llevada por la gripe, lo expulsó del vientre con un estornudo que lo estrelló contra una pared, y su padre, bestia sin empatía, se rio de la desgracia y lo nombró en base a ella. Pasaron muchos años antes de que su talento decapitando silenciaran las burlas de sus pares y lo convirtieran, junto a su hermana Shura, en el amo y señor de la cúpula.

—Sabes mucho de la vida de ese tipo.

—¡Lo sé porque yo estaba ahí! —Se jala la cara con las uñas. —¡Soy el padre de Máscara de la muerte! ¡Y maldigo el momento que Dios me dio la risa!

El Poste ríe y llora. Chester lo toma de los hombros y lo zarandea hasta que consigue calmarlo. El Poste conoce varios talleres mecánicos abiertos al público, pero aclara que todos son deficientes o de baja calidad. Sobre un doctor, encontraría al Astronauta en el módulo junto la carnicería y la tienda de tatuajes. Por otro lado, a Máscara de la muerte se le suele hallar admirando las luchas diarias en la cúpula.

—Un tipo temible que escapa de su nombre… —Murmura Chester, su mirada anclada en la fachada de la cúpula lejana. Las muchachas, al lado, lo escuchan en silencio. —Suena a cobarde.

—¿Cuál es el plan? ¿Quedarnos pasmados todo el día? —Pregunta Erika.

—¿Qué…? ¡No! Tú ni hables. ¿Por fin cuando te vas por libre?

—Si te intimido solo dímelo, princeso.

—¡A mi nada me intimida! Solo… Solo creo que eres mala influencia para Nadjela. Ella es mi prioridad, ¡no quiero que le pegues cosas raras!

La mercenaria enseña una sonrisa de blancos dientes, desliza un brazo por los hombros de Nadjela, y la atrae en un abrazo para quedar mejilla contra mejilla.

—¡Pero si desde la última noche nos volvimos amigas! Amigas íntimas… Amigas muuuuy íntimas —De entre sus labios rosas florece una lengua que resbala contra el cachete de Nadjela, dejando un trazo trasparente.

La tribal está demasiado ocupada ruborizándose como para reaccionar al atrevimiento de la nacional socialista. ¡Es la prioridad de Chester! Oír eso le acelera el motor.

El Lancaster frunce el ceño y apunta con una mano a la mercenaria, quien separa la lengua de Nadjela para mirar al azul con guasa.

—¡Si vas a empezar con tus homosexualidades mejor me voy! —Exclama, da media vuelta, y acelera el paso hacia alguna parte.

—Bebe llorón —Dice Erika. Observa con una sonrisa a Nadjela para ver si coincidían, pero la princesa seguía sumida en su hechizo de congelación. La mercenaria la mueve, y Nadjela parpadea varias veces antes de volver en sí. —Busquemos un desgraciado que nos invite a comer.

—¿Eh…? ¿Comer…? Pero… ¿Tú no necesitabas un chamán también? Por tu… Enfermedad…

La sonrisa de Erika desaparece y lleva su otra mano a tocarse la nuca. Su cara tiembla al pasar las yemas sobre el moretón.

—No dejaré que uno de estos locos toque mi cuerpo… No, tiene que ser alguien en qué confíe. ¿Qué…? ¿Por qué te ves tan…?
—¿Verme cómo?

Nadjela mantiene la cara en la dirección donde Chester se fue, y se muerde el labio. Erika entrecierra los ojos.

—Ah, capto… Te preocupe que le hagan algo raro a Chester. Vamos, ¿en serio crees que alguien lo pueda joder? Jamás digas que lo dije, pero es el sujeto más duro que encontré desde que empecé a operar acá. Estará chévere.
***
22
La pila de cráneos mide tres metros, y termina en punta. Alrededor, queda una plaza donde los hijos de los esclavistas juegan.

Máscara de la muerte hizo esto.

Dice una dedicatoria grabada en una ancha placa de metal.

—El horror… —Murmura Nadjela con labios temblorosos. Evita por cualquier medio el acercarse a ese entretejido de alambre y marfil. Erika a su lado, asiente, pero Nadjela ni la ve, está demasiado atormentada por la barbarie que empoza cada palmo del asentamiento.

La pila rinde honores a la habilidad de Achú para la decapitación, su sello personal. Nadjela jamás entenderá cómo alguien puede sentir orgullo con actitudes tan barbarás. Pide a Erika que se lo explique. La cazadora cruza los brazos detrás de la cabeza y asegura que no existe explicación o justificación.

—Un mundo cruel crea gente cruel, niña. Por eso hay que disfrutar de las pequeñas cosas, como, por ejemplo, ¡comer! Necesito carne, maldita sea. ¡Proteína con doble ración de colesterol, joder!

Erika frena a un vendedor que empuja un puesto de comida. La alemana ofrece una competencia de punzadas, que si gana recibirían tres ratas peladas y empaladas, las más rojillas y jugosas.

—¿Y si yo gano qué? —Cuestiona el vendedor.

—Te hago una mamada.

Una sonrisa amarilla florece de los labios del hombre. Dos esclavistas que iban de clientes contemplan a Erika de arriba abajo, y al considerarla bastante atractiva, le lanza un par de silbidos y piropos.

Hacen espacio en la barra. Tanto Erika como el cocinero plantan el codo y entrelazan las manos. Nadjela mira a Erika a la par que abraza muy fuerte a la cerdita cómo buscando apoyo. Sabe que la alemana es fuerte, pero el brazo derecho del vendedor luce formidable… Seguramente por la laboriosa y repetitiva tarea de preparar roedores. En comparación el brazo de Erika, aunque definido, es delgado. Nadjela desconocía lo que es una mamada, pero intuye que se trata de algo muy grave o valioso para que el grasiento tipo se muestre tan determinado.

—¡A darle! —Ruge el vendedor, ambos brazos se tensan.

Erika casi planta la mano contraria contra la placa, pero el cocinero aguanta y vuelve al punto de partida. Erika, con un gruñido, saca a relucir su segundo aire e inclina un poco. El hombre también da pelea, una vena en su frente se le hincha y recupera terreno. Izquierda, centro, derecha, centro, izquierda, centro, derecha. Otros esclavistas se acercan a mirar aquellas manos tan competitivas, una cubierta de sangre y grasa, la otra vestida hasta la muñeca por un liso látex negro.
Con un último gruñido, el cocinero fuerza el dorso de Erika contra la placa de la barra, venciéndola.

—¡Mierda! —Maldice ella, libera su mano, y la agita para liberar la tensión sanguínea. Habla sin mirar al hombre que le ganó. —Soy una mujer de palabra. Vamos a un sitio más privado.

El vendedor deja su puesto para ir con Erika a un callejón oscuro. Los esclavistas se dispersan. Nadjela espera sentada con las piernas muy juntas en un taburete. No pasó ni un minuto cuando Erika vuelve corriendo, toma varias ratas empaladas de la parrilla, y lanza a Nadjela una mirada apurada.

—¡Le pegué en la cabeza con una piedra! Cuando despierte estará muy enojado… Sí es que despierta. ¡A correr!

Escapan de la escena del crimen.

Rato más tarde, ya seguras que nadie les persigue, comparten los pinchos en una callejuela de la ciudad. Nadjela arranca un trozo de panza de rata con los dientes, le sabe blandita y sabrosa. Erika muerde la cola y la sorbe como un espagueti.

—¡Oíd! ¡Oíd!

Grita un pregonero en la calle. Ambas miran y se preguntan qué pasa. No son las únicas curiosas, varios transeúntes se detienen a escuchar las nuevas buenas.

—¡Máscara de la muerte enojado! —Exclama el pregonero. —¡Papanatas irrumpe en la cúpula y desafía al caudillo!

Erika abre mucho los ojos. A Nadjela se le resbala el palo con la rata... No se desperdicia, la cerdita en el suelo lo termina. Todas captan, y casi de inmediato adivinan la identidad del papanatas.
***
23
Máscara de la muerte está cansado. Le duelen las piernas y la lumbar. Eso de ir de aquí para allá aterrorizando aldeas y poblados, y dirigiendo legiones de desalmados, te revienta las rodillas. ¿Pero qué más puede hacer? Es un cadenero, con eso se gana la vida. Nunca le dijeron que debía rendir pleitesía a Lord Esclavizador, pero eso lo aprendió rápido cuando vio a compañeros ser usados de blasones en vehículos y blindajes. Siendo justos, y comparándole con la mayoría de habitantes de Australia, su vida es de lujo. Cuando se cansa de robar, matar, dominar, y violar, puede hacer lo que le plazca, y lo que le gusta a Achú es echarse en su cuarto del hombre y ver películas hasta el amanecer.

Inserta la cinta dentro del VHS, un antiguo dispositivo que el hombre quemado le arregló. Otra muestra del genio de aquella vieja momia, normal que Lord Esclavizador lo solicitara, y que Achú tuviese que mandarlo a morir.

«Lord Esclavizador ya es bastante poderoso… No hacía falta agregar más peligro con el hombre quemado en juego»

La excusa que envió con sus mensajeros, es que descubrieron un plan del hombre quemado para asesinar a Lord Esclavizador, y por tanto tuvieron que actuar y castigarlo. Achú pensó en empalarlo, pero le tenía simpatía al viejo, que había trabajado muy bien para él. Optó por ser simpático y dejarlo morir frente a los elementos, de manera que el científico tuviera tiempo para pensar y estar en paz consigo mismo.

«Shura tiene razón… A veces soy demasiado blando»

Se deja caer en su sofá orejudo, ubicado frente al grueso televisor analógico, uno de esos “Culones” de la antigüedad. La pantalla azul se estremece mientras el VHS lee la cinta, siendo un aparato mañoso que demora de segundos a minutos.

«Con Rocky 4 tardó diez minutos… Y valió la pena cada maldito segundo»

Estira la mano hacia la mesita junto al sillón, encima está un bol de cotufas y un vaso de jugo de cucaracha con hielo. Toma el vaso y da un largo sorbo. El jugo de cucaracha es un buen remplazo para el jugo de naranja, muy nutritivo, aunque a veces se te queden trozos atorados entre los dientes.

—Muy bien, bellas mías, ¿quién de ustedes me acompañará en esta nueva velada? —Dice en voz alta, y contempla a su estante colmado de cintas, cada una correctamente etiquetada con su nombre, incluyendo varias joyas exóticas como la versión extendida y sin censura de “Galaxy of terror”, o “Casablanca” con su final alternativo. Pero no se fija en sus tesoros cinematográficos, sino en sus tesoros óseos. En el tope del estante hay una seguidilla de cráneos blancos que le devuelven la mirada. No son cabezas cualquiera, sino las de sus favoritas, las mujeres que más amó, empezando con la de su madre siendo esa la primera a la izquierda y la más antigua de la colección, adornada con un grueso velo azul marino tal y como Achú la recuerda en vida. —¿Qué pasa? ¿Ninguna dice algo? Parece que tendré que levantarme, ir para allá, y hacerles la pregunta de nuevo. No, no es ninguna molestia. Como verán, la pantalla sigue azul.

Se alza del sofá y se aproxima al estante. Examina a cada una, pasa la yema de los dedos por los adornos que dotan de personalidad a las inertes expresiones de marfil. Recuerda que quiso conseguirle a Lorena una cachucha de la Femenina Marina Española, pero solo encontró una genérica de la ANT, con su emblema del mundo dentro de un escudo.

Con Vigdis no fue necesaria tanta búsqueda, era una chica simple de vida simple, con una sonrisa bellísima, que pasaba los días encargándose de las vacas de su padre. Vigdis salvó a Achú de una patrulla de la Compañía Libertaria. Cuando él llegó a su granja a mitad de una noche tormentosa, le tuvo que mentir, le dijo a la chica que la herida en su abdomen se la hizo en un accidente, y ella tan ingenua le creyó y lo salvó. Una semana después, cuando la campesina se enteró realmente de lo que es Máscara de la muerte, y Achú vio el espanto en sus ojos, comprendió que tocaba aplicar el filo.

«La fiable cuchilla… Ella sí que nunca me falla» Reflexiona mientras acomoda la peluca rubísima de doble coleta puesta sobre Vigdis. Continúa la revisión, y frunce el entrecejo al encarar a Martha. Su mano derecha, su eslavista preferida, y una víbora que intentó derrocarlo una noche antes de Navidad, eso sí que no lo pudo perdonar. Para pasar el mal trago de los recuerdos, Máscara de la muerte salta directo a su cabeza favorita.

—Oh, amada mía —Dice con cariño a la mujer más hermosa que conoció en la vida. Fue un flechazo instantáneo, despojada como estaba, golpeada por el incesante ambiente y soledad de la cruel Australia, conservaba en su postura recta y cabeza alta una innegable dignidad. ¡Salvaje! Es el consenso de buena parte de los cadeneros para las tribus del yermo, y Máscara de la muerta compartía esa opinión, pero luego descubrió que, comparados con su musa, todos esos “hombres cultos” tienen la decencia de las garrapatas. Ella, con su piel de cobre, su larga coleta de tinta, y sus adornos de huesos que le otorgaban su merecido lugar como dama de lo primitivo, los superaba por mucho. —En un mundo más justo, tú y yo habríamos sido felices.

Pero ella lo catalogó al primer vistazo como un tirano más, y aunque en el mundo existían mujeres lo bastante indecentes para compartir los pecados, Nadjela era demasiado noble para aceptar. Queriendo evitarse desaires con la mujer que le arrebató el aliento, él le arrebató la cabeza. Eso sí, necesitó más de tres golpes en vez de su habitual tajo certero, otra prueba de lo nervioso que le ponía incluso frente la pila.

—¡Achú!

El sonido de la puerta abriéndose de golpe lo sobresalta. Vira para encontrar a la única persona que puede llamarlo por su verdadero nombre sin sufrir las consecuencias: Su hermana Shura.

—¿Otra vez jugando con esas calaveras? ¡Espero llegue el día en que madures y eches esas cosas feas a la basura!

Máscara de la muerte se le queda viendo con ojos de muerto, a esas alturas lo único que veía de Shura eran sus labios, demasiados grandes, demasiado llamativos, le recordó a los de un pez, y siempre se los pintaba del mismo color de su ondulado cabello. Verdes, rojos, dorados, imitación de las melenas naturales de los que viven encima de la atmosfera. ¡Principado de Elon! Para mujeres como Shura eso de venir del espacio como que te daba caché, aun cuando luego vomites sangre las primeras veces que te estés acostumbrando a la presión de un planeta de verdad.

—Falta poco para que comience el torneo. Por todos los cielos, ponte algo decente antes de salir —Dice ella como si el cuero tintado en violeta que se le aferra como una segunda piel, y deja al aire libre notables zonas de piel como su escote, espalda, muslos, y caderas, fuese algo que una esclavista decente llevaría.

«¡Picos y cadenas, maldita sea! ¡Picos y cadenas! ¡No se les pide más! Y un color que no te apuñale los ojos» Achú se ahorra decir esos pensamientos en voz alta, no quiere discutir. Menos ese día, donde por fin encontrará a alguien que se haga cargo de ella. «Que Dios me de fuerza…»

Todo empezó hace un par de semanas después del cumpleaños número 30 de Shura. Achú, como buen hermano, le preparó una fiesta con todo lo que sabía que le gustaba: Torta marquesa; Globos; Osos de peluche de dos metros; Y un puñado de macizos jóvenes esclavos que la satisfagan. Pensó que con eso Shura estaría de humor durante un tiempo, pero entonces uno de los guardias interrumpió su maratón de los Cazafantasmas para decirle que algo ocurrió en el dormitorio de su hermana. Achú fue, se plantó delante la puerta del cuarto, abrió, y el potente y familiar olor a oxido le abofeteó, precediendo la visión de su hermana acurrucada en un círculo de cuerpos cercenados. Shura hundió la cara entre sus rodillas, meciéndose atrás y adelante en la sangre aún caliente, su látigo laser de cinco cabezas apagado y flácido en su mano. Achú recuerda haberse pasado la mano por el rostro, entrar y preguntar qué sucedió. Shura subió la cara y exclamó.

—¡Estoy vieja!

Darle un puñado de macizos esclavos no fue mala idea, el problema resulto que fuesen jóvenes. Treinta años sin hijos y sin amor le cayeron a Shura como bolas de cañón, ella hasta amenazó a lanzarse de lo alto de la cúpula luego del incidente. Achú, harto de sus berrinches, le gritó: ¡Vamos, hazlo! ¡No me importa!

Acto seguido Shura dejó la barandilla y empezó a molestar con que quería un marido. Máscara de la muerte, con la idea de zafarse de ella, aceptó… Pero sin palabras quedó al descubrir que nadie quería casarse con ella. Conocidos mujeriegos corrieron a sentar cabeza justo el día después de esparcirse la noticia. Dick Buenatranca, el famoso semental que según decían provocaba orgasmos a cualquier mujer de una sola embestida, anunció su homosexualidad. Incluso entre hombres dados a esparcir terror, Shura era demasiado cruel y aterradora.

—¡Moriré vieja, gorda, y sola!

Luego de esa declaración Shura en secreto empezó a encargar por el mercado de cadenas varias ojivas nucleares. Los infames comerciantes, temiéndose lo peor, pasaron la novedad a Achú quien comprendió que solo tenía dos soluciones para evitar una desgracia. O decapitaba a Shura, o le encontraba un marido…

Como siempre, la idea de decapitar era la que más razonable le resultaba, pero Shura es lista, sospecharía en cuanto le pidiera recoger algo del suelo, y si le adivinan sus intenciones, Achú estaba seguro que ella lo mataría primero.

«Tiene que existir una manera de lograr que algún pobre diablo se case con ella»

Amenazar de poco sirvió, todos preferían el rápido corte de una cuchilla que una larga vida junto a Shura. Un millón de ópalos tampoco bastó para incentivar a los desalmados. Por suerte a Achú le alcanzó la inspiración cuando veía Corazón Valiente.

«Libertad… ¡Claro! ¡Ahí está la respuesta!»

A lo largo de los años sus jaulas contuvieron personas de todo tipo: Tribales; Chatarreros; Soldados; Mutantes; Y uno que otro noble caído en desgracia. Con esas gentes comerciaba, o él mismo los usaba como mano de obra, o entretenimiento, y unas que otras veces como carne de cañón cuando tocaba ir a la guerra. Algunos de ellos sabían cómo pelear, unos pocos hasta podían vérselas de frente con los mejores cadeneros.

«Los que llevan tiempo bajo mi dominio no servirán, seguro ya conocen la mala reputación de Shura… Pero los recién llegados podrían servir»

Y tenía la opción de regresarles los más anhelaban… ¡La libertad! Ese será el premio principal, y de complemento la mano de una bella reina cadenera. La idea empezó a cobrar formar en la cabeza de Achú, y cuando se la presentó a Shura, esta frunció el ceño ya que no quería codearse con un hombre débil, pero Achú se lo vendió de la siguiente forma:

—¡Jamás permitiría que unos genes débiles contaminen tu esencia, querida hermana! Por ello le daré el chance a héroes valientes, derrotados sí, pero muy valerosos, de luchar y, con esfuerzo y bravura, cambiar su destino sellado por uno más brillante… Uno junto a ti.

Sabía que a Shura le gustaban esos dramas de romance baratos, esas pasiones difíciles. A la mujer se le iluminó la cara tras imaginarse un varonil gladiador en cadenas luchando por ser un hombre libre, por ser SU hombre. Desde entonces los hermanos trabajaron en el evento: Achú regando la noticia de que estaba dispuesto a dar importantes sumas por los esclavos más fuertes y apuestos; Shura ejercitando los glúteos e instruyéndose en clases de cocina, su idea de vida matrimonial era una donde ella misma prepararía la comida de su esposo, no alguna esclava vulgar.

Achú se mira en el espejo: Su pelo al ras; La barba bien recortada, pero con una franja pálida recuerdo del puñal de Martha; sus hombreras gemelas con púas; una tira de cuero negro cruzándole desde el hombro izquierdo al costado derecho sobre su abdomen desnudo, y sus pectorales marcados por los puñales de sus enemigos; la fuerte espalda cubierta por una placa de acero; un pantalón también de cuero que le remarca sus firmes posaderas; y unas botas de combate pardas. En la mano izquierda sostiene el mango de su cuchilla, poseedora de un lomo de hierro para darle más peso a los golpes estilo guillotina. De un busto de Julio Cesar Achú saca el detalle que le da su nombre, una careta de metalcorona reluciente, con la forma de un diablo de largos cuernos laterales. Con esa Máscara puesta, Achú se vuelve más monstruo que hombre.

Sale del dormitorio. Los guardas en la puerta se tensan al verlo, saludan, y Achú sigue de largo. El pasillo de cemento armado se curva con los contornos de la cúpula. Alcanza las escaleras que suben al parco, respira hondo, y da el primer paso.

El parco es una caja de metal picudo encajada en la cabeza del inmenso tazón, con un balcón sin baranda flanqueado por altavoces y gárgolas de ojos llameantes, y en el seno dos tronos de hueso tallado, siendo el de Achú más alto y estando más al frente que el de Shura por alguna razón. Las gradas están llenas, hay vítores pidiendo violencia.

Cámaras de televisión trasmiten en vivo a quienes pagan por ver sangre desde la intimidad del hogar. La cúpula también graba para producir el mejor contendido de luchas y gladiadores. Algunos directores compran las filmaciones para usarlas en montajes de películas, considerándolo un material más contundente y efectivo que el generado por inteligencia artificial.

El fondo del coliseo, con su suelo formado por polvo, dientes, y sangre, está vacío de momento. Shura se pone de pie para darle la bienvenida a su hermano, extendiendo la mano en un ritual tácito, que Achú acepta, estrechando los dedos, y ambos vueltos a los espectadores levantan sus manos unidas. Un clamor brota del gentío hacia sus tiranos. Shura se sienta, y Achú va hasta el amplificador en el balcón.

—¡Que entren los sacrificios en nombre de la libertad!

Las verjas del interior de la pulula abren, y once atléticos prospectos salen a la escena.

«¿Once…? ¿No compré solo a diez?»

Aparecen en dos filas, la primera de seis y la segunda de cinco, cada uno ataviado con ropajes que personificaban los diferentes trasfondos de cada cual, haciéndoles lucir galantes, apetecibles para su hermana, quien los sondeaba con seriedad. Máscara de la muerte levanta un puño para dar su discurso de apertura, pero se le quedan las palabras en la boca cuando ve al sexto hombre adelantarse a sus semejantes.

—Ese cabello como el cielo…—Murmura Shura a su izquierda, quedando con sus sensuales labios ligeramente entreabiertos, impresionada por la espalda erguida de aquel hombre que se movía tan libre entre guerreros de orgullo vencido. Shura dedica una sonrisa satisfecha a su hermano. —Lleva las prendas de un pordiosero y el aura de un aristócrata… Un príncipe vagabundo. Ese y el rosado, dos nobles para mí. Por fin me entiendes, hermanito. Espero que uno de esos dos gane.

Achú no contesta, estaba demasiado ocupado pasando su pulgar por el mango de la cuchilla, preocupado, porque algo muy en el fondo le decía que ocurrió un grave desbarajuste. Primero, solo había logrado echarle el guante a uno de la casa Nixx, ese de cuerpo delgado al que metió en un traje impoluto con una rosa en el cuello. Segundo, dejó muy clara las instrucciones de esperar a su discurso, pero aquel hombre de oscuros lentes no pareció entender el mensaje, y para más inri le apunta con la espada, ¡al trono del jefe esclavista! Achú parpadea repetidas veces sin comprender.

—¡Máscara de la muerte! ¡Achú! —Grita sin que le asuste usar el verdadero nombre del tirano. El irrespeto enmudece las gradas, solo el león continúo rugiendo. —¡Yo, Chester Lancaster, te desafío a un duelo! El que venza se queda con todo.

***
24
La casa de Néstor el Astronauta es un módulo espacial, de esos que se venden al por mayor en las gangas de Rock Verano, hechos para quienes buscan vacaciones orbitales donde nada les moleste. Un vistazo más detenido al metal manchado por franjas oscuras, y se hacen evidentes los síntomas de una penetración violenta en la atmosfera. Enterrado sobre los restos del anterior hospital de asentamiento, Néstor literalmente cayó del cielo por un error computacional. Para sobrevivir le tocó colearse con personas que consideraba de lo peor, y solo su vocación médica le valió para conservar la cabeza, elemento muy sencillo de perder en la Cúpula del trueno.

—Una píldora cada 12 horas hasta que dejes de sentir la comezón en tus entrañas. Si no puedes evitar comer ratas asadas, al menos trata de que no tengan pulgas.

—Gracias, doc… —Dice el cadenero aceptando el frasco con una mano y manteniendo la otra sobre su panza. Chester le hace el favor de sostener la cortina de plástico en el umbral a la sala de espera, y cuando el cadenero sale, el Lancaster suelta la cortina y encara a Néstor para preguntarle si es el Astronauta.

—Otro analfabeto. A veces no sé ni por qué me esfuerzo en escribir recetas y en pagar un espacio publicitario esa piltrafa humana mal llamada El Poste —Comenta para sí mientras pone llave a su estante de medicamentos y drogas recreativas. Vira al espadachín para preguntarle qué quería, pero la pregunta cambia al reparar en su aspecto. —Luces como ellos, hueles como ellos, pero esa melena azulada es natural, y eso sí que no es autóctono… —Habla con la confianza de alguien que participó en un curso intensivo de trasplante capilar (No para él, Néstor exhibe sin pena su lustrosa cabeza de billar). —¿Muskita esclavista? No es lo más exótico que hay, pero igual es infrecuente. ¿Caído en desgracia? ¿Buscando tú camino de vuelta al monte de los dioses?

—Tu jaspanglishinese es muy exacto —Admite Chester, porque la fusión de los diez idiomas más hablados del mundo, síntoma de la globalización, siempre cojea según el que lo habla. En Chester se filtra el acento anglosajón característico de su familia, y en Erika se deja entrever aires violentos de su origen alemán, pero en Néstor el jaspanglishinese está perfectamente equilibrado.

—Es lo mínimo a esperar de un espécimen evolucionado… Una tragedia que no pueda decir lo mismo de los otros tantos homo sapiens sapiens de por aquí, cuya capacidad de comunicación se compone de un 50% de sonidos guturales —Néstor sacude la cabeza al caer en cuenta que está perdiendo del tiempo. —Habla rápido, ¿qué servicio quieres?

—Primero necesito saber, ¿hay descuentos para mocosos? Lo digo por mi niño interior.

El semblante de Néstor se frunce y sus ojos parecen fríos como el hielo. Chester levanta las manos y ríe.

—Vale, lo entiendo. Déjame contarte la siguiente historia que me sucedió.

Relata cómo en mitad de una batalla recibió un golpe deshonroso. La historia tarda poco, concluye sin adornos, y Nestor asiente.

—Bájate los pantalones, muskita.

El Lancaster dejó su katana sobre la camilla cercana, afloja las correas, y la gravedad actúa, revelando sus tonificadas y magulladas piernas. Néstor se coloca un par de guantes de goma, y al volverse el noble ya tiene su virilidad circuncidada afuera.

—Veamos qué enfermedad venérea tienes aquí.

—¡Ey! ¿Bromea, c-cierto?

—Quieto.

—¿Esto no se considera gay?

Néstor ignora la pregunta y sigue revisando.

—¡Tiene las manos frías!

—¿Siempre ha sido tan grande?

—¡¿E-Eso es malo?!

—Depende de la edad de la criatura que tus bajos instintos te lleven a inseminar.

Termina la revisión. Néstor se quita los guantes y los desecha en una papelera. Chester se acomoda los pantalones y, con el corazón en un puño, espera el diagnostico.

—Luce tan muerto como mis esperanzas por la humanidad —Nestor es severo.

Chester palidece.

—¡Por favor! ¡Haga algo, doc! —Ruega con las manos juntas.

—Las opciones dependen de cuantos ópalos traigas encima. No acepto esclavos.

—Verá… Traigo ninguno.

La cara de Néstor ensombrece.

—Esto no es caridad. Tú-

—Pero pronto conseguiré todos los tesoros qué quiera, porque yo venceré a Máscara de la muerte.

La ira del médico pasa a la sorpresa, y de la sorpresa al temor, se le ocurre que está hablando con un loco.

—Quita esa cara, doc. Hablo en serio —Chester sube el visor a su frente, y sus ojos escarlatas acorralan la mirada avellana del Astronauta. —Si me ayudas, y cumplo lo que me propongo, cuando me largue tu vida será mejor.

Néstor decide protegerse con el silencio antes de airarse, porque no tiene claro si esto es alguna estúpida prueba de lealtad por parte de Achú.

—¿Me negaras la ayuda? Coopera, doc. Piensa en el juramento hipocondriaco. No me obligues a obligarte.

La súbita aparición de una amenaza envía un escalofrío por la espina dorsal de Néstor. Ya ha recibido cientos de amenazas antes, pero esta fue la primera dicha con una naturalidad piadosa, casi a regañadientes, pero también como si fuese facilísimo de cumplir. Néstor, callado, pero con la frente bañada en sudor, mira de reojo al escritorio, sabiendo que tiene una escopeta recortada atrás. Podría lanzarse, podría…

—¿Qué pasa, doc? ¿Tienes algo peligroso guardado? ¿Quieres probar tu velocidad contra la mía y ver si lo alcanzas? No me satisfacen las competencias que sé voy a ganar. ¡Pero, en fin, tú decides!

Néstor regresa los ojos a Chester, esboza una sonrisa amarga, y entiende que aquel hombre le dejaba dos opciones: Vivir, o morir.

—Y yo que creyendo que fuera de tu pigmento capilar, eras otro neandertal de tiempos modernos como los que tantos hay… Te ayudaré. ¿Conoces el proceso de electro-eyaculación?

—¿Electro-qué? No importa, no me hice fuerte pidiendo detalles. ¡Hagámoslo!

Chester baja sus gafas, y ese aire amenazador que exudaba apenas pocos segundos, desaparece como un espejismo. Néstor saca una fusta eléctrica de un estante. Con el semblante de alguien que fue vencido, pide al Lancaster bajarse los pantalones de nuevo. Chester arruga la cara y decide aceptar las explicaciones. El tratamiento que Nestor plantea le crispa.

—Mejor dejaré que el cuerpo trabaje y sane —Se aprieta las correas.

Néstor regresa la fusta a su lugar. Si Chester hubiese sufrido un desgarre en la ingle no estaría tan vivaz y tan loco de coraje. Una recuperación natural es esperable, aunque Néstor no le pudo asegurar cuando ocurriría.

—Igual gracias por el servicio, doc. Muy profesional.

—Ni lo menciones… —Nestor abre su estante de drogas y hace como si estuviera ordenando, creyendo que si se muestra ocupado Chester se largará. No funciona.

—Oiga, ¿sabrá dónde encontrar un buen mecánico? ¿Uno bueno de verdad? Pasé por unos cuantos talleres de camino, pero ninguno tiene la capacidad de manejar lo que necesito.

—¿Acaso tengo cara de poste?

—Es que mi blindaje quedó averiado.

—¿Un blindaje…? ¿Esa es tu carta secreta para derrotar a Máscara de la muerte…?

Nestor encara a Chester con ojos desorbitados.

—Mis asuntos con Achú son un problema más bien colateral… El caso es que necesito gente que sepa lo que hace.

—Es una locura. Además, el único blindaje en este asentamiento lo tiene el hombre al que buscas derrocar. Máscara de la muerte guarda en su taller privado varios vehículos de guerra, siendo la joya de su corona de terror, el Crocodile. Un blindaje pesado de inmenso poder… No conozco mucho más, aunque oí historias de cierta purga interna celebrada luego de que Lord Esclavizador mostrase interés hacia el trabajo de sus ingenieros.

—Un blindaje necesita mantenimiento, seguro tendrá sus reemplazos.

—Oí rumores de que estuvo esclavizando mecánicos de distintas ciudades aledañas… A casi todos los decapitó, tal vez por carecer de la preparación necesaria, pero hubo una que sobrevivió… Imagino la tendrán encerrada en las celdas de la cúpula hasta que acepte colaborar, o puede que ya este colaborando.

—¿Cómo se llama?

—Soy un doctor, no espía, ni conspirador, ni pitoniso —Por primera vez Néstor esboza una sonrisa sincera. —Parece que deberás ir de frente contra el mandamás… Solo recuerda que, si apuntas al rey, más te vale no fallar.
Chester le devuelve la sonrisa.

—Un tipo orgulloso y ruin… ¡Llevo lidiando con los de esa calaña desde niño! ¡Me los embucho en el desayuno!

Ya más o menos Chester tenía claro cómo hacerlo saltar. Y si fracasa, improvisará.
***
25


Rodea a pie la cúpula un par de veces, estructura alta que se curva hacia afuera, siendo el esqueleto reconstruido de un viejo estadio, con sus huecos y fallas remendadas por chatarra y concreto armado. Los marcos de carteles y pantallas publicitarias, agrietadas y manchadas de polvo, ahora anuncian el cronograma de combates y noticias de la actualidad de la cúpula, entre las que se incluye el compromiso de una mujer llamada Shura. Dos arcos sirven de entradas principales en extremos opuestos del tazón, ambas entradas protegidas por hombres sentados en torretas de minigun, que cada uno hace girar con su respectiva palanca. Chester disfruta de los desafíos, pero no es tan estúpido cómo quiere hacer creer, sabe que lanzarse en carga lo mataría. Seguro, sonaba emocionante, pero no olvida que tiene una princesa que cuidar y proteger.
Mira las calles y aceras aledañas, hay esclavistas y puesto de comida por doquier. Los huevos hervidos de araña bañados en caramelo parecían muy populares entre los niños. Chester despega la espalda del muro y decide entrar por la puerta principal como los demás. Cruza el umbral, sigue adelante como yendo a las gradas, y al asegurarse que la mayoría están pendientes de sus propios asuntos, enfila por un pasillo que nadie más recorre.

Desde el pasillo echa la vista atrás y sonríe al saber que nadie le sigue. Regresa el rostro, su sonrisa se esfuma al encarar a una mujer de músculos marcados, ligaduras de cuero, cabello muy corto pintado de rojo, y un humor de perros. Una cimitarra oscila desde el cinto de la cintura morena.

—Esta es zona restringida. La única sangre y carnicería que encontrarás aquí será la tuya si no te largas —Advierte la moza.

Chester ríe y se rasca la nuca simulando torpeza.

—Esto es incómodo. Verá, buscaba los baños y me perdí.

El semblante de la cadenera se suaviza una pizca.

—Las letrinas fueron reubicadas afuera luego de la epidemia de diarrea del año pasado.

—¡¿En serio?! ¡Mira nada más, llevaba un año sin pasarme! Hay que ver lo mucho que cambia todo en nada de tiempo.

—Y que lo digas… Tengo una nena que cumplió 13 años recién, y en pocos meses pasó de encadenar muñecas a querer salir a atrapar su primer desgraciado.

Chester silba.

—Los niños de ahora crecen tan rápido —Dice el espadachín. —Yo siempre le digo a los míos: ¡Ey, vayan con calma! ¡Despacito y con buena letra! Pero esos diablillos no corren, vuelan. ¡Los amo!

—Sí…

El fantasma de una sonrisa llega y se va en la expresión de la vigilante, que recuerda enseguida su deber.

—Te escoltaré hasta las letrinas.

—¡Gracias!

Chester espera a que la fémina le pase por el lado, se acerca, y desliza los brazos sobre ella. Antes de que la esclavista reaccione, los fuertes brazos cierran entorno a su cuello, y su espalda quedó pegada al pecho del Lancaster. Las suelas de la esclavista se deslizan contra el suelo, y entierra las uñas en los músculos hinchados del león. Chester aprieta, y nota como la mujer pierde fuerza.

—Duerme, vamos —Le apura al oído. —Duerme y podrás vivir para ver a tu hija.

—¡Alto ahí

Grita un hombre a sus espaldas.

Chester maldice por lo bajo, y gira sin soltar a la esclavista. A la moza ya le salen lágrimas y mocos, y estaba a poco de quedar con ojos en blanco. El cadenero recién llegado los apunta con un fusil. —¡Suéltala o le vuelo los sesos a ambos!

El Lancaster capta enseguida que el sujeto cumpliría la amenaza.

—¡Espera! ¡¿Conoces a esta perra?! —Pregunta Chester queriendo ganar tiempo, bajo el visor opaco los ojos barren el pasillo, buscando cualquier puerta para correr.

—Es otro perro guardián como yo.

—¡Entonces sabrás lo que hizo! —Chester improvisa.

—¿A mí que me importa lo que hizo?

—¡Me engañó hombre! ¡Me engañó con mi mejor amigo! ¡Ahora la quiero hacer pagar!

Con su consciencia casi ida, la esclavista niega lentamente con la cabeza y un gorjeo espumoso florece de entre sus labios. Chester sigue maquinando cómo resolver. Pero para su sorpresa el sujeto deja de apuntarle.

—¿En serio hizo eso…? —Pregunta el hombre.

—¿Eh…? ¡Sí! —Asiente viendo para atrás. Ya la esclavista perdió el ímpetu de arañarle, y le cuelgan los brazos.

—Eso está muy mal. ¡Odio cuando estas perras se aprovechan de nosotros! Mi ex era igual.

—¡Todas son unas zorras! —Afirma Chester y retrocede un par de pasos.

—¿Sabes qué? Démosle una lección a esta puta antes de volarle los sesos. Conozco un lugar donde nadie nos molestará.

—¿Qué…? ¡Digo! Vale. Yo te sigo, hermano.

Volcano es su nombre, y sabe que el conserje está ocupado limpiando algún desastre. Guía a Chester hasta el cuarto de mantenimiento, y entran, cerrando detrás de sí. Hay escobas, aspiradores, estantes con químicos de limpieza, y un pequeño televisor, también una cama donde tiran a la mujer inconsciente. Volcano hace un gesto con la mano, ofreciéndole que se sirva con gusto mientras él vigila el pasillo.

—Mejor dale tu primero —Dice Chester. —A mí me gusta mirar.

Volcano acepta la amabilidad y fetiches de su nuevo amigo. Camina hasta la cama y se desabrocha los pantalones. En el momento que las prendas le quedan a la altura de las rodillas, el Lancaster descarga un tajo. Volcano, con la boca abierta en un grito mudo, revela el cangrejo blanco y sanguinolento que es su columna cortada. Se derrumba, y su cara termina sobre el abdomen de la eslavista ausente.

—Hubiera preferido vérmelas contigo de frente —Dice Chester al muerto. —Pero dudo que alguien como tú entienda el lenguaje del honor.

Chester sale del cuarto de mantenimiento, y prueba a abrir cada habitación que encuentra a lo largo del coliseo. Una de las puertas lo lleva a un complejo de escaleras, que bajan y suben en zigzag.

«¡Siempre arriba! ¡Hasta el cielo!»

Sube, y encuentra una puerta cerrada. Puede derribarla, pero de momento evitar llamar la atención, así que baja. Atraviesa unas puertas dobles, queda entre una extensa hilera de celdas que, cómo el pasillo de arriba, se curva junto a la circunferencia del estadio. Rostros llorosos, rostros demacrados, cuerpos despellejados por látigos de múltiples cabezas, una multitud de miradas tristes y resignadas entre los barrotes. Chester aprieta los dientes hasta que truenan. Con Nadjela y Erika se aguantó el coraje para protegerlas de las consecuencias, pero ahora que está solo…

«¡Puedo liberarlos! ¡Zafarlos de sus cadenas! ¡Cortar los candados! Pero con esclavistas respirando sobre esta tierra, con Máscara de la muerte aun mandando, hacerlo será como arar en el mar»

Les ayudará. Lo promete en silencio desde su corazón, y Chester se toma cada promesa como una misión donde el fracaso no es opción. Corre buscando cualquier rastro del jefe del lugar, o de la mecánica. Reduce la velocidad al vislumbrar en la distancia una decena de hombres formando entre las celdas. Todos bien armados, con caras de rudos. Chester sospesa sus posibilidades sin dejar de moverse. El pasillo tiene poco más de tres metros de ancho, resulta lo bastante estrecho para que la ventaja numérica sea inconclusa. Además, tuvo la opción de atacar por sorpresa.

«El que golpea primero, golpea dos veces»

Acelera, aprieta la empuñadura, y su espada silba una amenaza al revelar cinco centímetros de metalcorona. Uno de los hombres se vuelve en su dirección, un tipo bajito, con traje como de pingüino y una bufanda emplumada, quien se mantiene fuera de la formación. El enano parpadea sorprendido tras verlo llegar, y enseña una mueca irritada.

—¡Tú! ¡Llegas tarde!

Chester arquea una ceja. Reduce el paso.

—¡¿Cabeza de chorlito, donde te metiste?! —El hombrecillo de voz chillona, lo apunta con un portapapeles con varios nombres. —¡Los combates están a nada de empezar! ¡¿Te enteras, o te faltó oxígeno al nacer?!

El Lancaster se rasca la cabellera. Cierra la espada, y se excusa.

—Perdón. Fui al baño.

—¡¿Sin permiso?!

—Volcano me dijo que podía.

—Con que Volcano… —La cara se le hincha de furia. —Ya tendré un par de palabras con ese malnacido… Aprenderá a no sobrepasar mi autoriza. Y tú, noblecito, ¡ya fórmate! Máscara de la muerte espera.

A Chester le resulta imposible contener la sonrisa, más ahora que el destino lo puso en el carril que desea. Tal felicidad atrae miradas desconfiadas de los otros guerreros, él los ignora.

«Un hombre orgulloso con un enorme y exigente público… Tengo que hacerlo. Todo está a pedir de boca»

Sabe que su plan tiene agujeros, ¿pero qué plan es infalible? Prefiere actuar y después apalear las consecuencias, que quedarse congelado temeroso de los riesgos.

—¡Formen dos filas, desgraciados! —Trina el hombrecillo. Chester y los otros cumplen sin chistar. El enano cuenta. —Siete… Ocho… Nueve… Diez… ¿Once…? ¿No eran diez…? —Se queda pensando y ojea el portapapeles, hasta que recuerda que no tiene tiempo que perder, mucho menos con un posible error burocrático. —¡Ya! ¡Síganme! Y no se desvíen ni un palmo o perderán la única oportunidad que tienen de ser hombres libres.

La zona de celdas termina en una escalera que asciende hasta una galería. Con cada paso, más estridentes se vuelven los gritos de los espectadores que exigen sangre a manos llenas. Chester ojea al guerrero que más inquieto parece, un tipo grande, con una capucha con agujeros que revelan ojos muy pequeños, y un par de brazos enormes plagados de cicatrices. Chester le propinó una palmada en la espalda, lo sobresalta y le hace voltear, ahí el Lancaster aprovecha para decirle que es normal tener nervios, o ganas de dar la vuelta y correr, o de cagarse encima

—Ya cuando empiece el espectáculo verás como todo fluye solo. ¡Y no hablo de la mierda, eh! Anímate, vamos.
El encapuchado queda más tranquilo… Le da las gracias.

Al fondo de la galería se ubican tres arcos sellados por cortinas de hierro. Altavoces en los laterales trasmiten una voz feroz que da la bienvenida a todos los visitantes, anunciado de paso la competición especial hacia la liberación, y hacia Shura.

—¡Que pasen los sacrificios en nombre de la libertad! —Exclaman los altavoces.

Las cortinas de hierro suben en sincronía, entra la luz del sol y el clamor de la multitud. Tras un carraspeo del hombrecillo elegante, Chester y los diez hombres guerreros entran a la arena.

Van en dos filas, la primera de seis con Chester, y la segunda de cinco. La atención del Lancaster pasa del público y se vuelca en el palco. Dos personas ahí, uno en el borde y otra en su trono, luciendo como dueños absolutos del mundo.

«Justo como mi familia…»

Chester rompe la formación y, al notar cómo la cara del caudillo se crispa, sonríe muy satisfecho de sí.

—¿Qué estás haciendo?

—Arruinarás todo.

—Vuelve aquí.

Escucha a sus espaldas voces bajas, voces preocupadas… Chester sigue con el plan, y en un movimiento desenfunda. Apunta con la katana al parco, ¡al trono del jefe esclavista!

—¡Máscara de la muerte! ¡Achú! —Grita sin que le asuste usar el verdadero nombre del tirano. El irrespeto enmudece las gradas, solo el león continúo rugiendo. —¡Yo, Chester Lancaster, te desafío a un duelo! El que venza se queda con todo.

Es un tajo directo al orgullo de aquel hombre enmascarado, que cimentó su poder en el terror que trasmite al resto de matones. Achú queda de piedra. Las miles de miradas en las gradas van de Chester al líder esclavista, y viceversa. Achú demora en reaccionar. Murmullos crecen, los primeros coletazos de duda a la autoridad. Shura se pone de pie y adelante a su hermano.

—¡Valiente gusano! ¡Lo único que te espera desde ahora es una muerte horri-!

Chester la corta con un nuevo clamor.

—¡Dile a esa mujer que se calle y que mejor vaya a prepararme un sándwich!

El público jadea. Más de uno decide levantarse de su asiento para escabullirse y escapar. Shura queda boquiabierta, tiembla como si sufriera convulsiones por el choque, al ser la primera vez que alguien le hable con mando y descaro.

—¿C-Cómo te atreves…? ¡Tú-!

—¡Escucho mucho cacareo, pero no escucho que preparen mi sándwich!

La cara de Shura enrojece como una manzana, sus puños cierran hasta sacarse sangre de la palma. Pero llegado un punto su cara pierde el color, retrocede, y cae de culo en el trono. Para entonces Achú se había recuperado de la sorpresa. El caudillo gruñe, y acerca a su cara al micrófono del amplificador.

—¡Cambio de planes! Ahora hay dos premios por repartir. El primero que me entregue la cabeza del noble insolente, ganará un boleto directo a ciudad libertad. ¡Demuestren lo que valen! ¡Demuestren que son los mejores guerreros!

Chester enseña una sonrisa bestial al sentir diez pares de ojos clavándose como puñales en su espalda. Aun no gira, quiere calarle a Achú hasta en los huesos.

«Sin rebajarte al nivel de los simples mortales, ¿a qué sí? Muy bien, seguiré tu jueguecito. Diez contra uno… Que injusticia para estos tipos que ese uno sea yo»

—¡Lléname de esbirros, Achú! ¡Retrasa nuestro encuentro tanto como puedas! ¡Tarde o temprano te tocará comparar tu valía ante mí, si es que tienes valía! —Ruge para que cada cabeza escuche su declaración de conquista.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

26
Mickey tiene nombre de conquistador. Icono de un terrible imperio económico que echó su sombría zarpa sobre buena porción del mercado mundial durante tiempos apócrifos. Más allá del estigma del nombre, decir que posee un ansia dominadora es exagerar. Tiene sus ambiciones, sus deseos, pero la principal razón que puso a girar su historia fue… Que era gordo.

Fofo. Grasiento. Tetas de abuela. Colesterolman. Foca. Señor Barriga. Kilos mortales. La masa. Steven Seagal. Presidente Maduro. Apodos le dieron muchos, en el barrio, en el colegio, fue tanta la humillación que decidió encargar un subfusil por la red, dispuesto a pasar a la historia cómo un asesino en vez de como un payaso. Pero en la semana de enfriamiento anterior a la entrega, Mickey descubrió lo mucho que le gustaba la lucha libre, y empezó a ejercitar.

Comenzó exhibiciones con sus primos durante el verano, en los pueblitos, luego subió esas exhibiciones a internet, y lo viral de un accidente casi mortal con una escalera, atrajo la atención de la WWE.

Entrenó, se ganó su malla, su nombre. Lion Mouse, veloz como un ratón y fuerte como un león, un eslogan con gancho. Obtuvo su fama, peleó contra el clon de The Rock, le aguantó varias rondas al nuevo Rey Misterio, hasta sorprendió al público con sus acrobacias en el último Budokai Tenkaichi. También perdió estrepitosamente, Kentaro fue demasiado para él, primera vez que enfrentaba a un samurái, y aunque sabía que las reglas del torneo determinaban que la espada fuese roma, Kentaro se las arregló para casi partirlo en dos y echarlo de la plataforma.

«¡Deshonra! ¡Vergüenza!»

¿Cómo volver a la liga tras ese deplorable espectáculo? Lion Mouse quedó manchado. Necesitaba pulir sus habilidades, regresar con un nuevo nombre que personifique su metamorfosis a mejor guerrero. Empacó sus mallas y encargó un vuelo a uno de los paisajes más peligrosos del planeta: Australia.

Llegó con intención de enfrentar a esclavistas y pulir sus técnicas. Durante el primer mes le fue bien, no había nadie que se le midiera a la hora de combate cercano, todos quedaban con ojos llorosos bajo sus temibles llaves, antes de ser despachado con audibles crujidos al cielo o al infierno.

«Pero caí en la tentación… Y ahora estoy pagando las consecuencias»

Desde niño siempre sufrió de alergias al chocolate. Una pequeña gota de esa dulce ambrosía en su lengua, le hinchaba la cabeza como un globo rojo y le tumbaba en el suelo entre arcadas de dolor. Un duro costo que le estremecía, porque no hay nada que tentase más a Mickey que el chocolate. Tan así que una vez consideró contratar a uno de esos cirujanos del Principado de Elon para que le rediseñe la genética, pero los riesgos eran demasiado altos, y al final desistió, limitándose a probar el chocolate muy de vez en cuando, principalmente en la intimidad de su apartamento en Nueva York, donde puede gemir y retorcerse lejos de las miradas de sus fans.

«Si el diablo quiere seducir, no hay duda de que la forma que toma es la de un chocolate»

Cuando traspasaba el desierto a pie, con el sol y la mochila en el lomo, y la ajustada malla negra rozándole la entrepierna, fue que observó un puesto de helado en el horizonte. ¡Helado gratis! Indicaba el cartel en jaspanglishinese. Una ancianita pálida, de lentes, moño gris, le dijo:

—Buenos días, jovencito. ¿Quieres un poco de helado?

Mickey empezó a sudar. Tamborileaba con los dedos en sus piernas. Sufrió un tic en el ojo. Y su mirada vidriosa se centraba en el tazón con tres bolas frías que la amable viejecita le extendía con ambas manos. Pero su atención completa, su deseo incontratable, solo daba lugar para el color marrón. Tan así que ni notó los esqueletos acumulados detrás del puesto.

—Un poco no hará daño —Se dijo y sonrió, sabiendo que era una vil mentira. Que pronto estaría tirado en el suelo sufriendo.

«¡¿Pero no me lo merezco?! ¡¿No llevo un mes completo entrenando y peleando?! ¡¿Dejándome el cuerpo en este continente sin ley, sin lugar para los débiles?!»

Tomó el tazón, tomó la cuchara, y llevó una porción a sus labios, que se cerraron en lento placer. Medio minuto, y Mickey ya estaba tirado en el suelo, retorciéndose, con la cara convertida en una pelota de baloncesto. La alergia actuó más rápido que la toxina expulsada por las glándulas de la bestia en forma de anciana. Mickey perdió el conocimiento antes de ver cómo los dientes retractiles de la criatura mutante rompían la tierra, formando un corral a su alrededor. El resto de la cabeza surgió de entre el polvo, develando que la viejecita se trataba en realidad de un apéndice de algo mayor. No vio cuando los esclavistas llegaron y lucharon contra el demonio del desierto.

Cuando despertó estaba en una celda, con la misión de pelear para ganarse la libertad y el amor de una mujer que ni conoce.

«Yo solo quiero recuperar mi vida»

Con eso en mente, levanta sus manos velludas, y clava la vista en la espalda del hombre que se interpone entre su regreso a la liga.

«Nada personal, espadachín. ¡Mis fans ansían mi retorno triunfal!»

Sacude los dedos, inclina las rodillas, y se prepara para saltar. Pero una punzada en la nuca lo detiene. Tiembla al notar cómo desde su cabeza se esparce un insoldable frío.

«¿Y eso…?»

Confundido, nota como algo gris se interpone en su visión y divide el espacio entre sus ojos, justo donde debería estar la nariz. El acero desaparece con un sonido deslizante, y el mundo entero se tiñe de rojo antes de venirse abajo y desaparecer.



Virgil El Nixx retrae el estoque. Limpia la hoja, esparciendo rocío escarlata con un único y elegante movimiento de su brazo. El luchador que tiene delante se desploma. Lo despachó con la naturalidad de quien aplasta un insecto, porque para Virgil, todos ahí presentes eran poco más que cucarachas. Él, en comparación, es un noble, señor de los cielos, perteneciente a una de las once grandes casas del Principado.

«Al fin de cuentas, la única persona a la que ansío enterrar mi estoque está lejos, muy lejos, más allá del alcance y los sueños de cualquiera de estos sucios pequeños»

Aprieta los dientes en una mueca que agria sus apuestos rasgos. No hay nadie ahí que valga lo bastante la pena para disimular su rabia. Solo ve carne de cañón que barrer, siendo la primera prioridad en su lista aquel hombre con guerrera de piloto, pose altanera, y melena azul.

«Percibo a un Lancaster de la más pura sangre. ¿Pero cuál de todos? ¿Y por qué está combatiendo aquí?»

Por un momento Virgil piensa en unirse a su causa y desafiar al amo esclavista. Estaba claro que un hombre capaz de retar con tal confianza a un mar de cadeneros, debía guardar un As bajo la manga. Quizás importantes fuerzas que le cubren las espaldas. Virgil mira de reojo el cielo esperando que aparezca un ejército meciendo el estandarte del león azul… De momento, nada. La fanfarria tiene que esperar, porque un enano mugriento con un brazo menos y un enorme garfio, se le arroja con el ímpetu de quien quiere quedarse con el premio mayor.

«¡¿Cómo te atreves a comparar tu destreza con la mía, zángano?!»

Grita en su mente, sintiéndose insultado de que alguien tan feo se viera capaz de ser su enemigo. Desvía la primera embestida del garfio, y también la segunda. El rival, aunque bajito, atiza con una furia que compensa el tamaño. A pesar del arrebato, resultaba lento, predecible. Cuando este echa para atrás su garfio para abalanzarse con un golpe en el que aplica todo el peso de su cuerpo, Virgil de una zancada le pasa por al lado. Al Nixx le sigue el estoque. De nuevo, sangre rocía, y la mitad superior e inferior del enano se separan desde el abdomen.

«¿Por qué es requisito de la batalla traer un escenario tan horrible?»

Piensa, no al ver al enano partido en dos por su propia mano, sino al reparar en las gotas de sangre que empapan su traje blanco. Para su ojo experto, resulta sencillo saber que el traje es una burda imitación, los hilos dorados del contorno no son oro de verdad, sino un tinte muy brillante que se le asemeja, y los botones en el ala de sus mangas anchas están cosidos a máquina, en vez de a mano como señalan las mejores estilistas muskitas. Se lo pusieron para combatir, para lucirse, pero apenas quedaban mejor que los harapos que se vio obligado a llevar durante el último año de exilio.

«Ahora estoy manchado, pero no de la sangre del hombre que me despojó de mis placeres»

Alphonse El Nixx. Al recordar ese nombre maldice para afuera, porque su voz interior le traiciona y le dice que habla de alguien hermoso. Aprieta el agarre sobre su estoque y encara dos nuevos enemigos, que se le abalanzan con intención de barrerlo, pero Virgil ya no veía sus rasgos, sino los de Alphonse… Baja estatura, piel tersa y pura como la leche, esa pequeña nariz, esos jugosos labios, unos ojos con los tintes pasteles de un atardecer, y un cabello rosado que baja en dos coletas sobre sus hombros, perfecta guinda para un ser andrógino cuya presencia creabas discusiones sobre el sexo de los ángeles, y ponía a dudar a hombres y mujeres por igual. Por algo le apodaban “La rosa del Principado”.

«Una rosa que jamás se hartaba de pinchar con su vigorosa espina»

¿Cuántas esposas llevaba Alphonse la última vez que se vieron? ¿Noventa? ¿Cien? A Virgil le impresionó como alguien de colosal harem podría sacar tiempo para dirigir la campaña sur-asiática. Pero Alphonse fue más que capaz, porque no solo era una cara bonita, sino también uno de los mejores estrategas que parió el linaje Nixx en tal vez toda su historia.

«Por ello cuando me apuntó con su exquisita mano, y me ordenó trabajar para él, quedé fascinado a la par que honrado. Imaginé gloria y fortuna, fabricarme un nombre en la lucha contra la República Popular China y sus huestes amarillas. Pero la realidad está muy lejos de la ficción»

Virgil le cruza la cara con la espada al Alphonse más cercano, que echó la cabeza atrás en una mueca de sorpresa y dolor. Virgil sonríe, quiere golpear otra vez, arruinar su belleza, pero el segundo Alphonse le descarga una maza. Esquiva y retroceder.

«Una mujer… Otra más para la colección. ¡Enamorado! Claro, cómo no. Enamorado al igual que la decena de veces antes. No hay ser humano en el mundo que pueda amar tanto, y si lo hay, sería un mutante»

Recuerda el rostro y la figura de la mujer que le arruinó la vida. China, por supuesto, profesora, con un par de ensayos lo bastante importante para que la escogieran en el comité de bienvenida.

«Una mirada por aquí de él, una sonrisa de suficiencia de ella, comentarios de doble sentido, un coletazo de interés de mi señor, una leve resistencia de la furcia. Que sucio ese juego de seducción bajo la mesa diplomática… ¡No me sorprendió descubrir que la llevó a la cama esa misma noche!»

Como tenía novedades importantes sobre el avance de la campaña de Pekín, le tocó esperar sentado en el sofá de la sala del Pent House, con las manos enroscadas en las rodillas, la cabeza baja, los risos rosados de su flequillo brillantes en sudor, y las mejillas encendidas. Al otro lado de las puertas dobles del fondo, se elevaban jadeos y gemidos surgidos de un lecho de un placer tan honesto como desenfadado. Quiso aguantar, quiso evitar que su mente fuera llevada por las rutas de las que ya temía. Pero fue imposible, la carpa en sus pantalones marcaba su límite, y su imaginación lo llevó al dormitorio, a ocupar el lugar de la amarilla. Virgil se masturbó viéndose a sí mismo recibiendo toda la virilidad de su señor. Al terminar, y salir del trance con su mano y sus zapatos salpicados de manchas blancas, el vacío y el desprecio propio surgido de un placer banal, se apoderó de él, para acto seguido buscar con urgencia un pañuelo con que limpiar su desastre.

«¡Hijo de puta!» Atraviesa el corazón del Alphonse con la cara cortada, entrándole por el pecho y saliéndole por la espalda. «¡Muere!» Extrae la hoja en un movimiento del brazo y se gira para encarar al segundo Alphonse, ese con la maza bien en alto. «¡Una guarda llena de huecos! ¡¿No qué eras el mejor espadachín de la familia?! ¡Me decepcionas, señor! ¡Muere por segunda vez!» Y en un parpadeó le pasa la punta del estoque por la panza. Alphonse suelta la maza, y busca detener con manos demasiado suaves la marea roja, antesala de una larga manguera casi tan rosa como su cabello. Cae con la vista perdida y las tripas entre los dedos. Virgil sonríe con una satisfacción efímera, como si se acabara de masturbar. Ante sus ojos el cadáver de Alphonse se transforma en el de un plebeyo irreconocible. Su sonrisa se apaga.

«¿Por qué me dejaste de niñera de esa mujer…? Sabías lo mucho que anhelaba ganarme un nombre en la guerra, y a la vez, mantenerme alejado de ti. Pero no, ¡obviamente tenías que reservar en mí una confianza inmerecida!»

Guardián de la nueva esposa del señor. Un honor, claro, si es que las esposas del señor no abundarán como champiñones en un lodazal. Y con guardián venía la responsabilidad de cargar sus comprar, acordar sus citas, escoltarla donde sea que le venga en gana, responder sus preguntas como si fornicar con un noble la convirtiera en una.

«Pero el destino es caprichoso. Convertirme en su secretario me facilitó en demasía preparar su destrucción. Solo necesité que Alphonse se alejara, cosa que no tardó mucho tiempo debido a la rendición de Neo Taiwán»

Realizó una llamada a la guardia roja, juventudes violentas y nacionalistas, para dar un chivatazo sobre donde estará la querida reaccionista, profesora traidora. Cuando Alphonse regresó era demasiado tarde, la encontraron tendida en una tarima de la escuela, vestida solo con un tacón, la cara pintarrajeada a base de lápiz labial, y una corona de alambre que hacía alusión a su nueva posición como princesa del cielo. Virgil admitió para sus adentros que incluso pálida como el cadáver que era, seguía habiendo belleza en la curvatura de sus magullados pechos o en el contorno de sus nalgas azotadas con varas de bambú hasta sangrar. Pero la sonrisa se le borró cuando volvió su rostro a Alphonse, envuelto en su capa escarlata, arrodillado ante los restos de su mujer, Virgil tembló, porque la frialdad que encontró en esa cara de ángel, lo aterrorizó.

«Realmente esperaba una ejecución… Por su mano, su espada. Y antes de que cayera su acero sobre mí, le habría mirado a los ojos y confesado todo, mi amor, su error, todo. Pero obviamente una conclusión como esa sería demasiado ideal. Cuando capturaron a los miembros de la guardia roja, y los interrogaron, rápidamente salió la noticia del chivato, y pronto esas sospechas cayeron en mí»

Dos semanas de calabozo que terminaron en exilio. Alphonse ni si quiera estuvo al final para verlo partir, para escupirle en la cara, o para maldecirlo. Eso hubiera sido catártico, porque demostraría que a pesar de todo Alphonse terminó teniendo sentimientos por él, negativos sí, pero peor es nada. Y eso fue justo lo que Alphonse le dio a mandarlo ahí, a la nada, a Australia.

«Indiferencia pura…»

El desasosiego le llevó a bajar la guardia, la mano, la espada. Cuando Virgil nota a la sombra que le cubre, recuerda donde está, y se vuelve con la rapidez suficiente para levantar el filo frente la alabarda que desciende. El metal pesado impactó contra el ligero con una fuerza chispeante, furia que se replica hasta sus dedos, ahora insensibles, su muñeca, ahora acalambrada, y su brazo, ahora desfallecido bajo el pálpito del cansancio y el dolor. Un golpe tan monstruoso que el brazo le queda inerte y sin ganas de continuar.

El adversario, a quien Virgil no tiene chance de ver bien, sube la alabarda con intención de golpearlo de nuevo. Virgil grita y fuerza a su brazo a ponerse de nuevo arriba. La alabarda baja, y al chocar con el estoque, no es el brazo lo que revienta, sino el filo, cuya mitad sale volando lejos hasta enterrarse en el cráneo de uno los otros mejores guerreros, que justo estaba por arrojar su jabalina a la espalda de Chester. Pero Virgil ni nota al susodicho caer, estaba demasiado ocupado sintiendo cómo se rasgan sus carnes, cómo se parten sus huesos.



«¿Por qué hago esto…?»

Helena de Troya nunca fue una mujer cualquiera. Con sus dos metros de alto, una marcada musculatura, y el cabello afeitado casi al cero, le salió natural enlistarse en el ejército del Matriarcado Español. Tras la firma del tratado de la alianza, España aceptó colaborar con naciones dominadas por hombre como la Alemania de los Nazis, la Italia del Nuevo Vaticano, o la Francia de la Belle Époque. Así que Helena de Troya se echó encima su uniforme, su talega, y se lanzó a combatir.

«¿Por qué sigo peleando…?»

Al comienzo todo fue sencillo, se trataba de su deber, su destino manifiesto. Las escrituras del Matriarcado las señalaban como el sexo elegido, los seres de luz determinados por la providencia para acabar con las injusticias del mundo machista. Antes del ataque del Principado de Elon, eso es justo lo que hacían en una Europa fracturada, combatían día y noche por su soberanía, en fronteras de líneas desdibujadas y contradictorias.

«Pero no importaba, la misión estaba clara… Ahora todo es tan complicado»

Los hombres tan detestables pasaron a ser necesarios en el afán de combatir a los príncipes del cielo, que luchaban como un bloque perfecto, capaces de caer sobre cualquier punto del mundo con sus naves y blindajes fabricados en el vacío del espacio, superiores en multitud de sentido a las herramientas que poseían los aferrados a la Tierra, y sus ejércitos de autómatas.

Codo a codo con gentes que le habían enseñado a odiar, a mirar con recelo, a los que había combatido. Sin ir muy lejos la enorme raya blanca que cruza en diagonal su cara se la hizo un soldado del reino de Catalunya con una jabalina; Al menos media docena de los puntos blancos que salpican su ancha espalda y cuadriculado abdomen fueron balas de naciones vecinas; Y su media oreja izquierda se las debe a las hordas de la Yehad.

«No es que les tenga rabia, ya sabía lo que me esperaba. Lo sabía desde pequeñita»

Y ese fue el problema, la falta de rabia. Aun con las doctrinas, aun con las terribles historias que le contaron de la España pre-matriarcado, Helena de Troya jamás odió a los hombres, y de hecho, en realidad los consideraba sumamente atractivos. Creyó que enlistarse y pelear contra ellos arreglaría su desperfecto mental, pero no fue el caso.

«Por ejemplo este… Es muy atractivo»

La alabarda golpea y le duerme el brazo al Nixx.

«Quisiera un novio como él… Pero claro, ¿quien se fijaría en mí?»

Lo aprendió en los batallones. A veces, Helena daba su sonrisa más amable a los alistados que llegaban, pero al recibirla palidecían y parecían arrepentirse de unirse a la guerra… Porque hace muchos años que su sonrisa más dulce dejó de ser dulce en absoluto. Helena sospechó que, si tuvieran que elegir entre los nobles y ella, se habrían lanzado a los brazos de los enemigos.

«Digo, no estoy tan mal»

La alabarda vuelve a bajar, esta vez se asegura de tensar en su totalidad los brazos. El estoque se rompe por la mitad, y el arma penetra en el hombro del príncipe hasta quedar incrustada en el plexo solar.

«Tengo buenas tetas, aunque estas tiras las estorben, y un buen culo… ¿Qué más da que sea más alta que la mayoría? Y más fibrosa, y más fuerte. Con mis marcas no sería modelo de catálogo, pero la mayor parte del mundo no lo es»

Coloca el pie contra el abdomen del noble, y patea al mismo que tiempo que tira de la alabarda, liberándola del fiambre. Helena con ambas manos hace girar el arma sobre su cabeza, formando un círculo de sangre. Enemigos se aproximan a la línea roja, tres de los cuatro que quedan en pie (Sin contar a Chester).

«Mis marcas… ¿Todo sería diferente si no las tuviera?»

Tampoco es que se avergonzara de sus cicatrices, le servían para cartografiar y recordar sus 25 años totales de lucha. Las granadas de fragmentación en las refriegas de Britannia, que dejaron sus brazos trazados como un tigre; El asalto a la nave Hyperion, donde fue la primera en entrar, y la primera en caer bajo el asalto de los fusiles láseres del enemigo, que por poco le convierten las piernas en dos jugosos jamones ahumados; La lanza que le atravesó el abdomen y le salió por la espalda durante los combates de oleadas suicidas sobre el Castillo sideral, y que debió llevar enterrada a cuestas de vuelta al cuartel para evitar fugas de su traje espacial. Muchas de esas marcas la dejaron llorando, gimiendo, maldiciendo en el pabellón médico en espera de ser tratada, con los gritos de otros cientos de heridos como música de fondo.

«La diferencia entre ellos y yo, es que aun con todo, sigo aquí, y ellos están muertos… Aun luego de ganarme el odio de mi patria, y el exilio por decir que los hombres que conocí en la guerra no son ni mejores ni peores que yo, sigo aquí»

Zarandea la alabarda de izquierda a derecha, los amplios surcos mantienen a raya a los guerreros que la rodean, y que supuso, buscaran colaborar para vencer al monstruo de las marcas.

«Buena estrategia»

Deja de agitar el arma, en vez la coloca recta contra el piso, reposando los brazos en la base inferior de la barra para recuperar aliento y ahorrar fuerza. Los ojos verdes atigrados de Helena se mueven de izquierda a derecha, siguiendo los movimientos de los hombres, uno de ellos se sale de su campo de visión, pero ella no vuelve la cabeza, predice que la atacará por algún punto de su espalda.

«En momentos así, me encantaría tener una espalda flaca de modelo»

Sonríe, resignada con la mala suerte de su vida. Pero a su adversario de la derecha debió de parecerle un gesto más bien bestial, porque traga saliva más allá de la mascarilla en su boca, y el miedo lo lleva a atacar. Graso error. Helena planta una mano contra la empuñadura de la alabarda usando tanta fuerza que la mano le duele, pero eso estaba bien, el dolor es señal de vida. El señor mascarilla, dando por hecho que un arma tan aparatosa solo podía trazar arcos amplios, propina un salto para atacarle con la cimitarra. La cresta de la alabarda golpea su panza como una lanza, Helena estira el brazo en toda su extensión, destruye el estómago del adversario. Pero la española no se queda en esa posición, retrae y usa la base baja de la barra como un bastón o ariete, para embestir el cuello del segundo guerrero. Hubo suerte, no tuvo tiempo para ojear a quien golpear y mucho menos donde, pero la parte chata aplasta la nuez de Adán con un desagradable crujido, y el hombre cae a la arena para saborear sus últimos momentos de vida.

«Solo quedan…»

Una sombra blanca llama su atención por el rabillo del ojo. Al ladear la cabeza, recibe un golpe contundente contra la cara. Crujido.



Masa más aceleración, igual a fuerza. La gigante envuelta en placas de acero contaba con mucha más masa, pero en aceleración… En aceleración Jaxter carece de rival. Había pureza en sus saltos, en sus movimientos, nada sobraba, y ese sentimiento de letalidad impoluta se trasmitía en su cabello blanco, en su piel como la nieve, en su uniforme blanco que los esclavistas no pudieron identificar, pero que lavaron con lejía para presentarle como ofrenda a la mujer del parco. Impoluto, cómo sus ojos de pupilas e iris plateados. La mente de Jaxter solo tiene espacio para dos factores: Él mismo, y los enemigos.

Su rodilla choca contra la cara de la gigante con un audible crujido. La gigante se desploma, su nariz hundida y las fosas chorreando sangre. Jaxter aterriza inclinando las rodillas, y lleva la mano derecha a su manga izquierda, saca su cuchillo estriado desde un comportamiento secreto, reluciente, retorcido, diseñado para doler. Lo toma, lo hace bailar entre sus dedos probando su peso y equilibrio, y lo deja apuntando abajo, al pecho de la gigante, una guerrera que nunca tuvo oportunidad contra él. Porque Jaxter guarda un secreto. Él es…

«¡…!»



—¡Lléname de esbirros, Achú! ¡Retrasa nuestro encuentro tanto como puedas! ¡Tarde o temprano te tocará comparar tu valía ante mí, si es que tienes valía!

Una voz capaz de ser tan fuerte como amable. Una voz de ira y de honor. Una voz de un buen hombre. Ricote considera que ese hombre formidable podría llevar la palabra de Dios. Antes estaba nervioso de no encontrar a un adversario formidable en Australia, pero es evidente que el señor escuchó sus plegarias, y lo llevó a ese coliseo para curtirse con un rival a su altura. Pase lo que pase, el cielo está de fiesta.

Con eso en mente, su manaza penetra en la espalda del albino, traspasando tela, piel, y carne, y metal, sosteniendo la columna con los dedos entre las vértebras. Sin pensárselo, y en un solo movimiento, arranca la espina de su dueño, que cae al polvo con los ojos abiertos y la sangre saliendo a borbotones por su boca, además del agujero que deja la mano del inquisidor.

Ricote echa la columna a la tierra como quien tira a la orilla un pescado recién sacado del río, y encara al Lancaster al mismo tiempo que este se vuelve para encarar su nuevo desafío. Desde su capucha, los pequeños ojos del inquisidor echan chispas al notar la sorpresa en el semblante del león azul, emoción que luego le trasmuta a un crispamiento de alerta. Eso está bien. Sería terrible que Chester, tan buena persona, se lo tomara a la ligera y se fuese al cielo o al infierno sin saber qué lo golpeó. De algo Ricote está seguro, y es que Chester sería la última parada en su peregrinaje antes de regresar al Nuevo Vaticano, o antes de partir a los brazos del señor.

El inquisidor se lleva la manaza al pecho y se santigua. Pide fuerzas al creador, y se abalanza como un tren sobre el espadachín.
***
27
Apuradas, alcanzan la cúpula.

—Por favor, dime que no es él —Sentada en las gradas con la cara hundida entre las palmas, Nadjela pone a Erika, sentada al lado, en un dilema.

—No es él.

La princesa espía entre sus dedos, y lo primero que ojea es la sonrisa de Lancaster, llena de brillantez y de suficiencia. Cierra los ojos.

—¡Por la madre de todas las aves! ¡Ahí está!

—Pediste mentiras, y te las di —La cazadora levanta una mano para atraer la atención a un esclavo repartidor, fácil de identificar por su gorrito blanco y la bandeja con tirantes. El esclavo de sonrisa chueca y temblorosa, entrega a Erika una bolsita de gusanos fritos caramelizados. La alemana se echa un puñado a la boca, son dulces y crujientes. Recoge otro puñado convida a la cerdita, que descansa sobre sus piernas, y hunde el hocico chato en la palma pringosa.

Una risa nerviosa en el asiento a su derecha, atrae la atención de Erika.

—Lo hizo… El lunático le retó. ¡Desde aquel becerro de dos cabezas, es lo más inaudito que mis ojos presencian! —Exclama un hombre calvo, vestido de doctor. En su tono hay un dejo de reconocimiento hacia Chester.

—¿Conoces al muskita?

—¿Eh? —Nestor el Astronauta la mira. Pronto pierde el interés en ella y vuelve a sondear la arena, donde Chester y el inquisidor se encaran. Encorvado, coloca los codos sobre sus muslos y cruza las manos cerca de sus labios. —Sí, lo conozco, estuvo en mi consulta balbuceando tonterías sobre derrocar a Máscara de la muerte y más… No creí que lo haría. A los idealistas le cuesta andar, y es un milagro que sepan diferenciar la boca del ano. Ahora mis sospechas sobre ese hombre son cristalinas… Se trata de un tipo que se pierde en sus quijotadas, un psicópata.

Erika está de acuerdo con el calvo. Chester es un psicópata como lo es ella. Pero siendo herederos de un mundo echado a perder, ¿quién no lo es?

La mercenaria se limita a desearle suerte al Lancaster, aunque si se muere tampoco le sabría a tragedia. Tal vez Nadjela sí que pierda, pero Erika estaba lista para ofrecerle un hombro en que llorar, consolarla, envolverla en sus brazos y decirle dulcemente al oído que todo mejorará, tal vez hasta le brinde un poquito de ron para que le resbalen más veloz las penas, y si hace frío en las noches, como seguramente hará, le acompañará en la cama para calentar sus sueños y algo más. Sí, ese es el plan de contingencia. Erika sonríe al imaginar cada paso del proceso, pero su diversión desaparece con la cerdita viéndola con ojos que regañan.

—¿Qué? —Pregunta la alemana.

La cerdita resopla y cambia de piernas a las de Nadjela.
***
28
—¡Lléname de esbirros, Achú! ¡Retrasa nuestro encuentro tanto como puedas! ¡Tarde o temprano te tocará comparar tu valía ante mí, si es que tienes valía!

El terror construido sobre el miedo es como un jarrón de una antigua dinastía China, exquisito para quien lo tiene, pero frágil ante el primer travieso de largos dientes. Chester tiene los dientes muy largos… ¿Se arriesgará el caudillo a quedar retratado como un débil y como un nalgas meadas? Chester juega a que no. Achú tenía la opción de ordenar a los esclavistas con fusiles, abrir fuego. En tal situación, el noble confiaba en la velocidad de sus piernas para salir del rango de tiro (Aun carecía de la maestría en esgrima suficiente para cortar las balas). De momento su plan va bien.

Con una sonrisa que invita al conflicto, el Lancaster gira hacia sus contrincantes, encontrándose en vez fiambres golpeados y destripados.

—¿Pero qué coño…?

La sorpresa da paso a la alerta. Un hombre queda de pie entre el jardín de cadáveres. Del cuello ancho del inquisidor pende una cadena con una cruz de oro y otra con una placa de la virgen María, deslizándose sobre una sucesión de músculos hinchados por un entrenamiento que mataría a la mayoría de hombres. Por encima de esas piernas como troncos, de esas manos sanguinarias, y más allá del oscuro velo habitan unos ojos pequeños, carentes de malicia. Chester ríe.

—De todos los adversarios posibles, me tocaste tú. ¿Estás animado? ¡Yo estoy animado!

El inquisidor da un paso al frente y se abalanza como un tren. A Chester debió sorprenderle que algo tan grande fuese así de veloz, pero ganó experiencia lidiando con los depredadores del yermo, que mezclan rapidez con un gran tamaño. Chester espera a que el inquisidor esté a tres pasos de distancia, propina un tajo de su cintura al cuello de él. Busca una decapitación rápida, indolora. Ricote atrapa el filo entre sus gruesos dedos, apretando las yermas contra la parte plana y parándola en seco.

—¡¿Qu-?! —La exclamación se le atora cuando un puñetazo le hunde la nuez de Adán. Chester grazna, ahogado por su propia garganta, y con el blanco de los ojos enrojecido, ve venir un nuevo golpe que ladea su cabeza y manda a volar el visor. Un rodillazo en su plexo solar lo encorva y le saca varios hilos de saliva.

Chester retrocede con una mano en el torso y la otra manteniendo un agarre tembloroso sobre su espada. Regula el aliento, sube la cara, y una palma dura como el hierro le embiste la nariz. Prueba metal en su boca y nota algo caliente que corre a mansalva desde sus orificios nasales. El mundo gira alrededor. Su espalda raspa contra la arena tibia.

Demora en abrir los ojos. Ve el cielo azul, y también oye una ovación. Pero incluso el grito de mil esclavistas eufóricos queda amortiguado por el tambor que es su corazón en esos momentos de peligro.



Achú sonríe, recuesta el cuerpo en el respaldo del trono, y cruzas las piernas. Al principio, por razones que escapaban a su entendimiento inmediato, se preocupó. Pero ahora al ver al boca-ancha siendo apaleado, la confianza le regresó al cuerpo.
Vuelve la cara a Shura suponiendo que ella está igual de contenta, pero en vez la encuentra todavía en shock, cabizbaja, con las manos vueltas puños temblorosos sobre sus muslos. ¿Tanto le afectó la bravuconada del Lancaster? Achú no comprende.

El jefe esclavista regresa su atención al campo de batalla. Su corazón grita: «¡Destrúyelo, encapuchado! ¡Gánate tu libertad, y libérame de mi hermana!»



Lo que Erika ve es malo. Chester sigue tirado ahí, aturdido por la serie de golpes del inquisidor. No hubo duda, aquel hombre de cuerpo vuelto un Cristo es un sirviente del Nuevo Vaticano. Tipos duros, sin miedo ni consciencia trágica, porque más allá del pulso en la sangre, eran guerreros que según decían tenían ganado el cielo.

«Chester es un gran guerrero, pero ese hombre es indudablemente mejor. No es sorpresa ni menosprecio, resulta lógico sabiendo que el idiota es piloto… Sin su blindaje, al igual que yo, es como si le faltara un brazo o una pierna»
Teniendo al enemigo derribado como lo tiene Ricote, ella habría aprovechado para saltar y aplastarle la cabeza a Chester ahí en la arena. Pero el inquisidor aguarda taciturno a que el Lancaster se reincorpore.

«Un hombre de honor… Sería hasta poético que termine matando a Chester. Mejor él, que yo, o que el traumadito de Achú»

Espía a la princesa y la encuentra con ojos crispados, pálida, temblorosa. Es la mirada de una mujer que ve siendo lastimado a su amado. Nadjela, en su evidente desesperación, aprieta su collar con ambas manos y cierra los ojos para rezar.

«Querida, si supieras… Chester tiene a Dios en su contra. Pero tú sigue… Rezar quizás te de la fuerza para soportar este circo de sangre»



Tiene el cuerpo entumecido, sin dolor, solo capta un cosquilleo leve como si sus circuitos sufrieran una bajada de tensión. Chester mueve una mano hasta su boca, guiándose por la vista como si la contralara a control remoto. Coloca el dorso entre sus dientes y muerde hasta que se saca sangre. Siente ardor, y el sabor caliente a metal le despierta el paladar y la mente. Quita la mano, ladea la cabeza para escupir la sangre, se sienta en la arena, planta la espada que aun sostiene, y en un salto queda de cuclillas. Yergue el cuerpo y dedica una sonrisa enrojecida al inquisidor.

—¡Te dije que todo fluiría solo!

Ricote, al verlo ponerse de pie, asiente como avisando que se lanzará. Una vez más lo más de cien kilos de músculos arremeten.

Ya a distancia de contacto, Chester vuelve descarga el filo desde la cintura, y Ricote de nuevo la frena con los dedos de una mano. Pero eso el Lancaster se lo tenía aprendido, dobla las muñecas hacia atrás, y el filo pasa de apuntar al interior de la palma del inquisidor, para apuntar al cielo, llevándose carne y hueso.

Cuatro dedos derechos caen al polvo, seguidos por gruesas marcas de sangre. Ricote manda un manotazo contra el pechó del Lancaster, que lo esquivó moviéndose hacia atrás. Tan pronto la sonrisa de Chester se ensancha, sus suelas resbalan con las tripas de uno de los guerreros caídos. El noble patina un par de segundos antes de precipitarse hacia adelante. La palma de hierro de Ricote se cierra en su cuello antes que caiga, y lo levanta del suelo, apretando, impidiéndole el aire. Chester, con ojos inyectados en sangre, pincha con su katana, que penetra y sale varias veces bajo la axila del católico. El brazo de Ricote cede, y Chester termina de culo en la arena.

Chester tose sangre, se da la vuelta poniéndose a gatas para vomitar. Una patada en el costado le manda rodando por el suelo hasta quedar bocabajo, con varias de sus costillas rotas. Su vista está nublada, pero capta la sombra que viene corriendo. Chester traga el dolor, se pone de rodillas, alza su filo, y guiado por el oído, mueve los brazos y libera el agarre. La katana gira en el aire para después enterrarse en el pecho de Ricote, frenándolo. Chester levanta y corre donde el encapuchado. Propina un salto, sus botas aterrizan contra el abdomen de acero del inquisidor, su palma derecha envuelve la empuñadura de la espada incrustada, y la izquierda atrapa la coronilla del tipo. Calcula que su impulso bastaría para tumbar al hombre… Calculó mal.

Ricote le pasa los cuatro muñones por la cara, la sangre ajena le entra por la nariz y los ojos, fracturando sus fracturas. El Lancaster pega un salto para atrás, intentando aterrizar de cuchillas, y en vez plantando la rodilla por no cumplir la exigencia que requería la acrobacia. Con el antebrazo se barre la sangre de los ojos, parpadea, y ve al inquisidor sacándose el filo del pecho antes de arrojarla la katana al polvo. La sangre corre libre por el cuerpo de Ricote, quien sin embargo continúa moviéndose con la templanza de una plaga de Dios. Al caminar hacia Chester, no hay miedo en sus ojos, sin embargo, tampoco gozó por la cercanía de la victoria, y eso último sí que lastima al león.

«¿Aquí muero…?» Piensa el Lancaster. Se obliga a erguirse y andar donde el encapuchado. «No siento miedo, eso está bien. Pero tampoco orgullo… ¿Por qué?»

A su mente llegan distintos rostros de Nadjela. Su sonrisa amable; su mohín de fastidio; su ceño fruncido en desconfianza; su semblante de honesta sorpresa y maravilla frente cada descubrimiento, sin importar lo mínimo o mundano que sea. Para Chester, Nadjela es la persona más maravillada del mundo que conoció.

«Incluso un mundo podrido le fascinó. Incluso pudo ver maravillas en un guerrero podrido como yo…»

Ahora entiende lo que le molesta. No es morir por Ricote, eso sería honroso, es un gran guerrero. Tampoco perecer en frente de Achú, es un gran imbécil. Lo que le molesta es no cumplir su promesa con la joven, protegerla y regresarla a su hogar.

«¡Maldita sea! ¿Qué estás pensando, Chester? ¡No te puedes rendir así! ¡Haz lo único que se te da bien y lucha! ¡Si aún tienes sangre y aliento, aun puedes pelear!»

Apresura el paso. Queda delante del inquisidor. Arroja dos golpes, uno contra el pecho, otro contra el rostro. Ricote ni se inmuta. Chester quiere seguir atacando, pero lo inmoviliza una terrible presión en los costados de su cara. Ricote, con sus palmas firmes en la cabeza del espadachín, aprieta hasta que cada vena en sus brazos se marca.

La presión acumula en el cráneo de Chester, quien golpea el pecho y abdomen del inquisidor, decenas de veces, pelándose y quebrándose los nudillos, desollando la piel del hombre de fe hasta revelar las capas medias de esa piel tan rustica. Pero la presión de las manos persiste y aumenta. Chester quiebra a puño limpio varias costillas de Ricote, y le aporrea tanto los pulmones que sangre se desliza por la parte baja de la capucha, también aumentando el flujo de las heridas de espada, que lloran como manantial. Pero aun con todo ese daño sumado, el inquisidor sigue juntando cada vez más sus palmas hinchadas y temblorosas.

Ya no hubo blanco en los ojos de Chester, solo rojo, y estos le tiemblan en las cuencas como indecisos sobre si quedarse o salir de paseo. A ese punto el Lancaster ya no piensa, y cada nuevo puñetazo cuenta con la mitad de fuerza que el anterior.



A Nadjela le arde la vista. Pierde el aliento ante ese espectáculo salvaje. Chester, el héroe de la tribu… Su héroe… Destrozado por el desconocido de la capucha. Imposible, Chester no puede morir… Ella no quiere eso. Mientras, alrededor, hombres y mujeres crueles claman por la sangre del hombre que ama.

«¿Qué puedo hacer…? Madre de aves, te lo ruego, entrégame tu apoyo. ¡Sálvalo!»

Cierra los ojos. Une las manos en su collar. Reza al cielo, a su madre, a lo divino, que por favor imbuyan a Chester con la fuerza necesaria para superar este obstáculo. Pide piedad al universo…

Y el universo contesta.

Nadjela está demasiado ocupada orando para verlo. Erika tampoco lo nota, ya que como el resto queda hipnotizada por la violenta lucha. Solo una persona percibe el brillo sobrenatural entre los dedos de Nadjela. Máscara de la muerte pierde su sonrisa al verla, porque en aquella entre muchos, que sostiene un objeto luminiscente en las manos, reconoce la viva imagen de su amada.

Por encima de las percepciones terrenales, el collar extiende una estela invisible al cuerpo y la mente del Lancasteriano.
Una inyección de vida.
Nace fuego de sus entrañas. Un segundo aliento, ¿o más bien el tercero o el cuarto? Cuando sus fuerzas más flanquean, la inspiración divina llegó. Calor que revitaliza, engulle el dolor. Recupera firmeza en sus piernas, grita de coraje para acto seguido conectar un puño con dedos rotos. Usando un poder desconocido, los nudillos de Chester embisten el abdomen del inquisidor. Algo se rasga, creyó que era su mano estallando. Pero el puño penetra en la piel, atraviesa la carne, va más allá de los músculos, y queda incrustada entre los intestinos.

El público enmudece. Achú se atraganta con su propia saliva. Erika pega un brinco en su asiento. Nadjela continúa rezando, indiferente al súbito silencio.

La presión en las sienes del Lancaster desaparece. Ricote, con ojos abiertos como platos, quiere retroceder, pero las piernas no le responden. Es Chester el que saca su puño ensangrentado de él. Ricote planta una rodilla, luego la otra. La mirada del hombre de fe, ahora vidriosa, contempla al semblante molido de Chester. El Lancaster sonríe, sustancia vital baja por la comisura de su sonrisa.

—Ojalá renazcas como buen tipo. Así un día volveríamos a pelear, pero de un modo amistoso.

El inquisidor, de nuevo, solo asiente, cierra los ojos, y se deja caer. Chester lo ataja, su es semblante solemne, y con delicadeza lo deposita de espalda en la arena. La tranquilidad que se apoderó del rostro del espadachín, desaparece, llevada por una ira avivada por las fuerzas que lo invadieron. Encara el cielo y ruge hasta quedarse sin voz, furioso de ganar, furioso de seguir de pie, furioso de quedarse con una victoria no correspondida. La voz del león llega más allá del coliseo, y pone a temblar a los cadeneros en las gradas, varios se retiran. Nadjela abre los ojos y lo contempla sin palabras. Llegado a un punto, los síntomas del combaten pegan en Chester como plomo, y se derrumba a un lado de Ricote.

Máscara de la muerte vuelve en sí, deja de espiar a Nadjela para soltar una orden a los vigías. ¡Disparen a matar, llenen al Lancasteriano de agujeros! Pero antes que su boca pronuncie tales palabras, Shura lo frena colocando la mano en su brazo. Hermano y hermana se observan, Shura niega lentamente con la cabeza.

—Quiero a ese hombre vivo.

En otra situación Achú habría sobrepuesto su autoridad, no se podía dejar vivo a un hombre capaz de retarlo, menos delante de sus perros y matones. Pero Achú no estaba en sus cabales, su mente flota a ambientes donde su amada vive, igual de bella, aun más joven, y con un nuevo cuello. Máscara de la muerte anuncia el final del evento y ordena que le traigan el cuerpo del noble, los demás se quedarían para los carroñeros y necrófilos.

Las huestes esclavistas suponen que una muerte larga y agónica espera al Lancaster. Algunos sienten pena por él, ya que un hombre capaz de pelear así, merece respeto. Muchos otros sienten alivio, ya que un hombre capaz de pelear así, merece terror.
***
29
Tashala, el guerrero del cerdo, alimenta la fogata con ramas secas. La llama le agradece alejando a los horrores que pululan por la noche y que temen a la luz. El sitio donde se refugia es una prueba de la voracidad del yermo. Lo que antes fue una ballena, ahora es una colosal cámara torácica con arcos de marfil. Acurrucando en su manto, con la espalda descansando en una costilla, Tashala cierra los ojos y decide seguir el ejemplo del avestruz sentado a su lado, y dormir un rato. Necesita descansar, los últimos días estuvo tratando de encontrar cualquier rastro de la princesa, sin mucho éxito.

Sueña con un lugar donde la niebla se alza como una pared a menos de diez pasos, y entre esa bruma etérea vislumbra una silueta esbelta, con un punto de luz en el cuello. Tashala, atraído como una polilla, penetra en la niebla y llega a una colina con la hierba más verde que ha visto jamás. Una silenciosa mujer ubicada diez pasos adelante, le da la espalda. Tiene hombros del color del cobre, y el pelo negro atado en una coleta que le llega a la cintura. ¡La princesa! Piensa emocionado, pero las telas que la cubren son negras, es un poco más alta, y la princesa suele llevar el pelo suelto.

—Madre consorte Nadjela… —Dice Tashala entre la sorpresa y el respeto.

Recuerda cuando Neddin la exilió, acusada de dudar del cielo y de practicar brujería. Pero lo cierto es que ella, al igual que los campeones, estaba demasiado cerca de Neddin y de sus matices oscuros. Nadjela al principio rogó que cambiase sus formas, y se mantuvo al lado de su esposo por el bien de la unidad de la tribu. Pero con los años fue poniendo más en duda sus esperanzas al ver que el líder seguía oprimiendo, y limitando a su gente en nombre de la tradición y de cuidarse de las amenazas exteriores. Nadjela lo acusaba de tirano, de cruel, hasta que Neddin se cansó. Desde el exilio Tashala no tuvo noticias de ella. ¿Ahora está ahí, en sus sueños?

Tashala avanza con intención de hablar, y pedirle disculpas por mirar a otro lado cuando más lo necesitó. Toca el hombro de la mujer, esa piel en apariencia tibia resulta helada como la piedra. Nadjela se vuelve y Tashala palidece de espanto. La mirada que lo encara viene de un cráneo blanco con ojos ausentes.

Nadjela toma a Tashala del pescuezo con la fuerza suficiente para quitarle el aliento, y con la otra mano señala un punto de luz en las lejanías, el mismo que lo llevó a la colina y que hace un rato se exhibía en el cuello de la madre consorte. Más allá de la bruma, casi perdidos en la distancia, Tashala ve a la princesa Nadjela acompañada por un hombre de cuerpo fuerte, ojos rojos, y una abundante melena azul. Ambos se sonríen, pero pronto una pesada seriedad borra el confort de sus caras, y miran abajo para descubrir cómo la sangre fluye de una herida abierta en el costado de la joven.

Tashala se incorpora gritando y empapado en sudor frío. Despierta al avestruz, que lo observa inquieto. El guerrero lleva la mano a su cuello, donde las marcas de unos dedos espectrales permanecen varios segundos allí. El fuego cercano aun crispa. Observa los alrededores esperando más visiones, pero la oscuridad está tranquila y solitaria… Eso lo relaja, aunque la idea de una siesta le fue arrancada de raíz.

—Tengo que seguir moviéndome… —Dice y se pone de pie.

Carecía de pistas sobre el paradero de Nadjela, pero comprende que la madre consorte quiere que encuentre a su hija con premura. ¿Qué pasaría si fracasa? Tashala sacude la cabeza. Una cosa es lidiar con Neddin, y otra muy diferente es lidiar con los muertos. Si algo quedó claro para el guerrero del cerdo, es que la mano y los deseos de la madre de Nadjela provienen de un reino diferente, igual que el collar que guarda la luz.
***
30
En un cráter de la luna, un puente recto se extiende desde el borde sur del boquete gris, con luces que prenden y apagan en un patrón que fluye hacia la entrada del castillo sideral, fortaleza que levita sostenida por potentes imanes, y que se ubica justo en el centro de la boca negra de Shackleton. Cuatro torres blancas, pulcras y lisas, crecen de las esquinas de la fortaleza, estructura construida en su mayor parte de preciada y escasa metalcorona, y roca lunar refinada. Visto desde arriba, el palacio del Lord Edmund Musk luce como una gran equis, cubierta por una cúpula protectora de relámpagos perennes.

Dos féminas entran a la sala del trono, un amplio corredor metálico que se sostiene en un negro vacío, desde donde se alzan una docena de bobinas teslas, cuyos anchos bulbos de cristal, iluminan la larga sala con un espectáculo de luces chispeante que lo envuelve todo como un tubo. Al avanzar, los pasos de las mujeres resuenan como un solo par, van lado a lado en perfecta sincronía. Llevan el mismo uniforme ajustado, pero con un diferente patrón de colores. Una de ellas está bronceada y la otra enfermamente pálida, la primera tiene el cabello de un violeta claro y liso, y la segunda de un violeta oscuro y rizos, sus semblantes poseían cierta semejanza evidente para cualquiera. Elixis, la de uniforme blanco y azul, y Hetalia, la de uniforme negro y rojo, plantan la rodilla a 20 pasos del trono y bajan la cabeza.

Dos hombres observan a las Saga. El más cercano está de pie en la plataforma al final de las escaleras, es alto, fuerte, de cara cuadrada y orgullosa, su cabello castaño claro está atado en una pequeña coleta en la nuca, y la ancha capa que cubre su uniforme es como un manto de estrellas. El más lejano es viejo, bajo, calvo, rechoncho, y está echado en un trono flotante. Las bobinas derraman su electricidad a espaldas de él, y el ajustado traje aislante que realza su enorme barriga, le permite descansar en un respaldo de energía pura casi tan reluciente como el sol. Quizás por eso Lord Edmund lleva esos lentes oscuros, para protegerse la vista de su propio trono. Tanto en las prendas del monarca cómo en el príncipe, se extiende una amplia equis platinada.

—Elixis, Hetalia, levanten las caras. Tienen mi permiso para hablar —Dice el Lord, que, para oídos de sus súbditos, siempre se oye celestial y magnánimo. —Es un placer recibir visitas de mis oficiales, especialmente a unas tan leales como ustedes.
Elixis se apresura a hablar, rinde la pleitesía protocolar, y agrega de su propia cosecha.

—¡Qué va, mi Lord! ¡El placer es mayormente nuestro! Quisiera decir que verlo a usted es tan impactante como admirar el amanecer desde Shackleton, pero me quedaría corta. Sin duda es el ser más bello e impresionante del universo conocido y por conocer.

La risa de Lord Musk es amplia.

—No necesitas mentir, Elixis. Sé que en el principado hay otros nobles mucho más cotizados que este viejo costal. Oí que Sir Nixx es bastante popular entre las damas.

—Y entre los damos también… —Murmura el príncipe Elías para sí, su ceño fruncido en eterno desprecio.

—Alphonse El Nixx es guapo, lo admito —Asiente Elixis. —Pero ya quisiera él poseer la mitad de su rica presencia. A duras penas puedo controlar las ansias de saltar y violarlo, mi Lord. La próxima vez que nos veamos ocúltese detrás de una cortina, por favor.

El príncipe en la plataforma se muestra hosco. Hetalia cierra los ojos y, discretamente, lleva un pañuelo blanco a su boca para ahogar su tos sangrienta. Lord Musk vuelve a reír con suavidad.

—Pero mis rayos te detendrían, Elixis, no quedaría nada de ti, y eso sería una enorme pérdida para la causa.

—Jamás subestime el amor de una doncella. Podría encontrar la manera de apagar las bobinas y desactivar su traje, en tal situación no le quedaría de otra que ser víctima de mis más bajos instintos, y le advierto que puedo retenerlo durante 24 horas sin parar. Claro que después sería ejecutada, pero me iría con la consciencia de que valió la pena.

—24 horas… —Lord Musk se queda viendo a la nada, muy pensativo. —Eso sería peligroso…

—¡Padre, por favor! —La paciencia del príncipe Elías alcanza su límite. —¡Las solicitamos para hacerles declarar sobre su incompetencia, no para debatir sandeces!

Elías lanza a las Saga una mirada fulminante. Hetalia mantiene la cabeza gacha para esconder los coágulos que pintan de rojo sus labios. Elixis continúa esgrimiendo una sonrisa y una mirada vivaz. Lord Musk se queda observando a su hijo con cautela, cómo preguntando si de verdad era eso lo que planeaban hacer, cuando para él, todo eso era un tema de importancia menor.

—Elixis… Ese hombre que cazaron… Oí que era guapo, ¿tú qué piensas?

—¡La belleza está en el ojo de quien mira, mi Lord! Y yo solo tengo ojos para usted.

—¿Cuál es el nombre de ese parricida? El asesino de Krause.

—¡Chester Lancaster! Y no se tiene que preocupar, lo exterminamos cómo se nos ordenó.

Lord Musk sonríe. A Elías se le hincha una vena en la frente.

—¡Chester Lancaster sigue vivo, ilusa!

Elixis queda con la boca abierta, incrédula. Hetalia sube ligeramente el rostro, y en secreto sus ojos helados se clavan como estacas sobre el príncipe.

—¡Recibimos una señal del North Star encendiéndose! —Apunta a las hermanas con un dedo acusador. —No duró lo suficiente para ubicar el lugar exacto, pero sin duda tuvo que ser él. ¡Está vivo! Y ustedes mintieron, o las acabó engañando. No sé qué es peor.

Elixis entrecierra sus ojos atigrados, y por primera vez desde que llegó se muestra de mal humor.

—¡Le digo que Chester Lancaster está muerto! Nuestro informe fue cristalino y detallado, y los suboficiales que examinaron el caso coincidieron… Ningún humano podría sobrevivir a eso. Quizás el North Star es mucho más resistente de lo que los Lancaster aseguran, y la maquina sobrevivió el atravesar la termosfera… ¡Pero de que matamos a Chester, esa es una verdad absoluta!

Elías rechina los dientes, en su semblante brilla la intención de ordenar ejecutar a Elixis en el acto. Pero Lord Musk intercede.

—Hijo mío, si Elixis dice que asesinó al traidor, yo le creo. Las hermanas Saga nunca nos han defraudado. Probaron de sobra su valía en Marte.

El semblante de la Saga del amanecer se ilumina al escuchar cómo su majestad la defiende. La Saga nocturna, por otro lado, sigue distante.

—Quizás sea buena idea investigar esa activación espontanea del North Star —Dice Lord Musk, con la mejilla en el puño. —Los Lancaster podrían esconder detalles de las maquinas que desarrollan, cosas que no nos cuentan. Lo dejo a tu cargo.

Captando que su disposición falló, Elías realiza con atropello la despedida protocolar de un hijo que ama a su padre, aunque su cara está lejos de lucir encantada. Airando la capa, se retira propinando largos pasos. Al cruzar junto a las hermanas, les enseña una mirada hostil que esconde una promesa: Cuando sea Lord, aprenderán que jamás olvido los favores… Ni los desaires.

Ya sin la presencia del príncipe Elías, Lord Musk se permite sonreír de nuevo. Su tranquilidad se trasmite a los rayos, que cobran un ritmo más pausado y armonioso.

—Disculpa a mi hijo, Elixis. En momentos como este desearía que Emir fuese mi primogénito, en vez de él… Sabes que para mí la casa Saga siempre está en muy alta estima. Saluda de mi parte a Sir Palazzo cuando vuelvas al Hyperion.

—¡Le haré saber de sus buenos sentimientos!

—Cómo compensación por este mal rato… Te permito pulir mi calva.

Con ojos amplios y la boca entreabierta, Elixis pasa enseñar una sonrisa gatuna de mejillas rubicundas, y desliza desde su manga un pañuelo dorado que guarda para esas ocasiones especiales.

—¡Será un honor!

Fin de la cuarta parte.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

Quinta parte: Liberación.
31
Desde las gradas observan cómo los esclavistas se llevan a Chester dentro de la cúpula. Nadjela se levanta con intención de lanzarse en su ayuda, pero Erika, previendo su reacción, la toma del hombro y le cubre la boca.

—No estamos en tierra amistosa, cariño —Susurra. —¿Quieres salvar a tu hombre? Muy bien, pero lo haremos con cabeza.
Nadjela, con un semblante apenado y ojos nerviosos, quiso decirle que Chester no es su hombre, pero Erika mantiene el agarre sobre sus labios, hasta que están fuera del coliseo.

Se hospedan en una posada donde pasan la tarde. Erika traza un plan para salvar a Chester entrada la noche, cuando el asentamiento este oscuro y los guardias cansados, o borrachos, o dormidos.

—¡Pero podrían estar torturándolo en este instante!

—Podrían… Pero confiemos que no.

La alemana se rasca la sien y mira a otro lado, sin saber qué más decir, e intentando ser realista. Nadjela se echa en la cama, hunde el rostro en la almohada, y con una mano apretando el collar de su madre, solloza.

A puertas de la operación rescate, Erika sale para conseguir instrumentos. Vuelve con lo necesario y lo coloca sobre una mesa de la habitación. Nadjela la espía desde la almohada, con ojos rojos de tanto llorar.

—No creerás las de mamadas que tuve que prometer, y la de gente que tuve que atizar, para conseguir todo esto… —Dice y de una talega despliega: Un fusil AK-47; Una correa de granadas: Un rollo de dinamita; Ganzúas de titanio; Un pote de gas lacrimógeno; Un par de cuchillos de supervivencia; Linternas de alta intensidad; Un drone kamikaze a control remoto; y dos walkie talkies.

Nadjela se sienta en la cama, sus hombros caídos y su mirada amarga.

—¿Usaremos todo eso…? —Pregunta. La mayoría de esas cosas ni sabe lo que son, pero todas lucen peligrosas.

—Obvio.

Tocan a la puerta. Tanto Nadjela como Erika ladean sus caras en dirección al golpeteo, que se repite, suave y tímido.

—¿Pediste servicio a la habitación? —Pregunta en voz lo bastante baja para que solo Nadjela escuche.

La princesa sacude la cabeza. La cerdita, captando las malas vibras originadas más allá del umbral, corre y se oculta bajo la cama. Erika pide a Nadjela que imite al animal, agarra el cuchillo más grande de los reunidos en la mesa, y enfila a la puerta. Nadjela hace caso al consejo y se esconde.

La cazadora se posiciona de hombro contra la puerta, con una mano mantiene el cuchillo escondido a sus espaldas, y con la otra gira el pomo y abre. Cuando la abertura tiene el suficiente espacio para ver, sufre un pequeño infarto. Máscara de la muerta la contempla de regreso, llevando su habitual careta de metal, también un ramo de rosas en la mano, y una caja de bombones bajo el brazo. Cuesta saber cuál de los dos está más tenso, si Erika con el rostro pálido y el corazón martillando, o Achú con gotas de sudor resbalándole por debajo de la máscara.

—¿Esta Nadjela disponible? ¿Puedo verla…? —Pregunta con voz aflautada, agudeza de la que se percata, y avergonzado, carraspea, recuperando su tono brusco para repetir la pregunta.

—¿Cómo sabes de…? —Lo primero que se le ocurre es que le sacó el nombre a Chester.

—Por favor, sé que está aquí… Di la orden de que me avisaran de cualquier joven libre con aspecto tribal, y el dueño de esta posada cumplió. Entiendo que duden de mí, pero vengo de buena fe. Hasta compré chocolates.

Erika sigue boquiabierta. Achú frunce el entrecejo luego de no conseguir una respuesta positiva a su urgencia.

—Tengo a mis hombres cruzando el pasillo. Esto se puede hacerse de la manera fácil, o de la…

La frase le queda a medias. Erika entierra el cuchillo hasta el pomo, entrando por la cuenca izquierda. Achú balbucea y se desploma con el filo encajado. Las flores quedan aplastadas bajo el cuerpo, y los bombones desparramados. Erika tranca la puerta y corre a la cama.

—¡Mueve el culo y ayúdame a recoger!

Nadjela sale de debajo del colchón, se sacude el polvo de las telas, y ayuda a guardar todo lo que pueda ser útil dentro de la talega, aunque se terminan quedando atrás muchos artilugios. Mientras recoge la princesa pregunta qué sucedió.

—¡Entré en pánico, eso pasó!

Chica, mujer, y cerda, salen por la ventaja y pasan a correr por los techos, saltando sobre los estrechos callejones.
En el pasillo de la posada, un puñado de guardias armados rodea el cuerpo del caudillo. Intercambian miradas, y una pregunta trémula flota en el aire. ¿Quién notificará a Shura de la muerte de su querido hermano?

Todos los esclavistas concuerdan que la vida es demasiado valiosa para perderla en un ataque de histeria, y corren a sus casas para reunir todo lo que puedan y fugarse. El dueño de la posada sube tras ver a los guardias huir despavoridos, y al encontrar el cadáver del líder esclavista, se santigua y apresura a buscar a su esposa para hacer las maletas e irse. Lo mismo ocurre con los inquilinos que salen de sus dormitorios y lo ven, o las parejas que entre arrumacos casi tropiezan con el fiambre. Achú ahí tirado daba el mismo pavor que en vida, incluso más, porque su deceso prometía ser la llave de la ruptura emocional de Shura.

A lo largo y ancho de la cúpula, se esparce como una plaga el rumor de la caída del rey.
***
32
Chester abre los ojos entre almohadones y sabanas de seda. Ve doseles traslucidos rodeando el ancho colchón circular donde se tiende. Todavía adormilado, se tienta a llamar en voz alta a su criada terráquea y preguntarle qué día es. Al intentar moverse puñaladas de dolor por todo el cuerpo lo dejan tieso. El dolor activa sus nervios, ahora nota los resortes encajándose en su espalda, los bordes carcomidos de las sabanas, y el hecho de que las almohadas estén llenas de espuma en vez de plumas. Cubierto de curas y vendas, y metido en esa réplica del lecho de un noble, capta que hay algo mal.
Se arrastra entre los doseles. Cojeando, atraviesa esa extensa habitación de alfombra roja y tapiz de leopardo barato. Lo único definido en su visión borrosa, es la puerta. A diez pasos de la salida, algo tira de su pierna y cae de pecho. Chester queda muy quieto en el suelo, todo su cuerpo es una campana con ecos continuos de sufrimiento. Masculla una barbaridad, y se sienta para revisar qué es lo que muerde su pierna. El grillete se aferra con firmeza, conectado a una cadena que se pierde bajo la cama. Al grillete y a los eslabones se les echó una capa de pintura dorada para que combinen con el mal gusto del dormitorio, pero eso a Chester no le engaña, es un prisionero, y no sabe muy bien de quien.

Perdió contra Ricote, y Achú le debió capturar, preparando ese escenario para Dios sabe qué tormento. El Lancaster sonríe con amargura y mira al techo como listo para encarar a una divinidad burlona, pero en vez confronta a una estupefacta mirada roja en un rostro bien delineado bajo una mata de pelo azul. Una buena cabeza en unos buenos hombres que siguen a un buen cuerpo, cubierto de mallugadas, vendas, y músculos. Está prácticamente desnudo, a excepción de una tanga morada. El espejo cubre todo el techo.

Apremiado por una posible tanda de tortura, Chester gatea y revisa bajo la cama. Descubre que la cadena está conectada a un anclaje en la pared. Se recuesta en el suelo, coloca las plantas de los pies contras las patas de la cama, y al ser esta amplia tiene que estirar bastante las piernas. Verse así en el espejo resulta vergonzoso, pero hace de tripas corazón, y con la cadena de hierro dorado entre manos, jala con la fuerza de sus piernas y de sus brazos. En el reflejo la cara se contrae y enrojece, los músculos se hinchan al igual que las venas, y las vendas se tiñen de un rojo tibio. El metal de la cadena gime, y los tornillos del anclaje amenazan con saltar, pero entonces Chester escucha unos pasos y una puerta que se abre. Deja de tirar y echa la cabeza atrás, descubriendo a una mujer al revés en el umbral, que le observa de vuelta con una sonrisa juguetona, y una mano puesta sobre su curvilínea cintura.

«¡A esta la conozco!» Piensa, pero sin ubicarla entre las caras de sus recuerdos.

La fémina viene y se inclina.

—Tontito descuidado… Si te sigues agitando te desangrarás.

Chester arquea una ceja, y baja la guardia un poco. De momento no percibe amenaza o malicia en la voz de la mujer.

—Guardé tus cosas en el armario, así que nada de preocuparse. Solo relajación.

—Señora…

—¡No me digas señora! Soy Shura.

—¿Shura…?

Se deja llevar hasta la cama, donde ella le acomoda las vendas con tacto suave y afectuoso. Mientras, el noble sigue tratando de ubicarla en sus memorias, el nombre le suena, pero… ¿Será una mujerzuela a la que olvidó pagar? Podría dar el pego, con ese pelo tintado, y ese escote que empuja dos panes fehacientes. Deja de mirarle las tetas cuando el tacto que lo recorre pasa de curarlo a posarse en su pierna. La mujer de pelo chillón está pegada a él, prácticamente recostada, su intenso perfume humedece los ojos del espadachín y lo hace parpadear.

—Así es como se siente un hombre de verdad… —Dice mordiéndose el labio, y apretándole el muslo. —Toda la vida rodeada de gallinas y chupamedias, pensaba que ustedes solo servían para el divertimento. Pero esa actitud tuya, tan intensa, tan varonil… ¡No aguanto más!

—¡Ah!

Empuja a Chester contra el cochón y lo monta a horcajadas como a un semental. Los besos y caricias de la reina esclavista llueven, y Chester, atontado, pero sintiendo cada vez más al cavernícola interno, empieza responder a esos carnosos labios que asaltan su boca, y entrepierna que se frota contra la suya. ¿Qué hay de malo con una canita al aire antes de escapar?
Sin embargo, aunque el espíritu esté dispuesto, la carne es débil… O en su caso, blanda. Incluso cuando Shura mete la mano bajo la tanga y masajea en movimientos cíclicos, el miembro de Chester continua inerte. Tanto el hombre como la mujer pierden fuego, y aparece la incomodidad. Shura es la primera en separarse, huye al otro extremo del colchón, donde queda sentada abrazándose las piernas y apretando la cara entre las rodillas.

—Soy yo, ¿verdad…? Sabía que no sería correspondida. ¡Estoy vieja!

Chester enseña los dientes en una mueca incomoda, y siente todo el peso de la culpa por no cumplir. Respira hondo, recuerda el entrenamiento militar, el cómo debe mantener la calma en cualquier campo de batalla. Se acerca a gatas por el colchón y toma los hombros de Shura con suavidad.

—¡Nada de eso! ¡Eres preciosa! ¡Bella! ¡Súper sensual!

La esclavista se vuelve de golpe con ojos llorosos, casi chocando su frente contra la de él.

—¡¿Entonces por qué no se levanta?!

Chester separa las manos, sobresaltado. Desvía la mirada, toma y suelta aire.

—No eres tú… Soy yo…

En otra situación sería una excusa, y así lo piensa Shura, que casi salta en búsqueda de su látigo laser para convertir al Lancasteriano en una pila de carne molida. Pero entonces Chester relata, con el dolor afligiendo su tono, cómo a mitad de un combate su enemigo le atinó en el honor.

—Una mercenaria cruel te lastimó… —Shura repite parte de sus palabras. Chester, demasiado apenado para verla a los ojos, asiente. La esclavista baja la cabeza, dándose un momento para procesar todo. —Entiendo…

Chester sigue callado y nervioso, no capta que la mujer guarda sentimientos por él. El noble fuerte, cabeza dura, que la retó y le robó el corazón, porque más allá de la crueldad del látigo, habitan sentimientos y debilidades. La historia de la herida de guerra, en vez de causarle repulsión a Shura, despierta una empatía desconocida, un instinto protector, cálido, casi maternal, que la lleva a buscar la mirada del Lancaster y enmarcarle el rostro entre las manos.

—Si puedo amar a un esposo, puedo amar su impotencia.

—¿Esposo…? ¿Amor…? —Chester se aturde, sin comprender cómo una canita al aire escaló tan rápido en categoría. La situación fortalece su teoría de que las mujeres, aunque agradables y con buen olor, provienen de otro universo o poseen un cerebro diferente.

—Eso sí, no toleraré que vagabundees con otra mujer —Dice Shura al bajar las manos. —Cualquier chiquilla o mujerzuela que se te acerque, ordenaré que la despellejen empezando desde los pies.

Con cada palabra dicha, en la cabeza de Chester la posición de la desconocida pasa de tipa extraña, a perra particularmente cruel. Shura habla como alguien dada a cumplir amenazas, y disfrutar haciéndolo.

—Supervisaré personalmente la tortura, no por mí, sino por nosotros —Sostiene una mano de Chester entre la suya y aprieta. —Ahora con las cosas claras, ¿qué tal si te preparo la cena? Algo ligero, tu cuerpo aún se está recuperando del combate, querido.

Chester no oye nada más. Imagina a Nadjela amarrada en una cama de hierro, llorando, gritando desesperada, siendo cortada centímetro a centímetro por una navaja empuñada por la mujer que lo está tocando.

—¿Qué pasa, amor? Estás muy callado.

Apenas acaba la oración, el puño de Chester embiste la mejilla de Shura. La mujer queda tumbada en el colchón, inconsciente y con la mandíbula dislocada. El león sale de la cama y vuelve a forcejear con el grillete dorado en su tobillo, finalmente arrancando la cadena del soporte.
***
33
En una noche incipiente y colmada estrellas que son satélites, Erika y Nadjela saltan de tejado a tejado a un ritmo rápido, una ayudada por el entrenamiento en el Sturmmann, la otra por una vida cercana a lo salvaje. La silueta de la cúpula del trueno está próxima, una mole negra y callada.

Bajan de una terraza a través de un muro. Erika se adelanta encorvada en la oscuridad, con un cuchillo en una mano y un martillo en la otra, flanquea a los esclavistas que vigilan la entrada al coliseo. Uno de los centinelas la siente venir con la sutileza de una brisa fresca, que se transforma en un infierno cuando Erika deja que el hierro en su mano embista contra la rodilla izquierda del tipo, fracturándola. El hombre se desploma sobre sus piernas, su boca paralizada en un grito mudo, para después sentir una clava fría entrándole por la coronilla. Erika gira la muñeca, rompe el cuchillo en la cabeza del muerto, suelta el mango roto, y ladea hacia el anonadado compañero, quien mueve la palanca a su izquierda para posicionar la torreta, y acomoda la mira de la minigun. No le da chance de disparar, Erika ya estaba sobre él, lo tumba al suelo y a base de martillazos convierte su cara en carne aplastada.

Nadjela se acerca con cautela desde donde se escondía, la cerdita le sigue. Erika deja caer el martillo ensangrentado, baja la talega de su hombro al suelo, y saca la AK-47. El líquido vital ajeno le corre por el pecho y el abdomen, y resalta sus pezones erectos bajo el traje ajustado. Con una sonrisa angelical en una cara manchada de rojo, Erika le pide a Nadjela que se mantenga a sus espaldas, de lo contrario podría confundirla con un objetivo. La princesa traga saliva y asiente.

La cerdita va primero, persigue el aroma de Chester con su poderosa nariz. La nazi va detrás, soltando plomo contra cualquier ser humano que aparezca en su campo de visión. Ya sean vigilantes, visitantes rezagados, o esclavos, son tumbados por las ráfagas que escupe y retumban desde el fusil, a grito de: Sieg Heil!

Los cuerpos chocan contra el suelo, las puertas, o las paredes. Erika gasta un segundo para apuntar y disparar, dos para revisar por cual camino va la cerdita, tres para inclinarse, y en el cuarto reanuda la carrera buscando algo nuevo que matar con energías renovadas, como si le nutriese el miedo que cosecha en los ojos de las personas al otro lado del cañón. Nadjela salta los cadáveres que Erika deja a su paso, sin darle tiempo a diferencia entre víctimas o victimarios, más aún cuando descubren fiambres que estaban de antes.

La cerdita raspa una puerta con sus pezuñas. Erika extiende la mano para abrir, pero está se abre sola de un portazo, y una marea de personas desesperadas se derrama hacia el pasillo. Nadjela carga a la cerdita y se aprieta contra la pared para evitar que la pisen. Erika estuvo a punto de soltar una ráfaga contra la muchedumbre, pero en esos demacrados ojos imbuidos de esperanza, y en los grilletes rotos que todavía cargan, está la identidad de los esclavos.

Queriendo respuestas, Erika atrapa a una desgraciada del brazo y la empuja contra una pared, afincándole el cañón en la cara. La desgraciada, poco más que una adolescente avejentada por largas jornadas de esclavitud sexual, grita histérica sobre que prefiere morir a que la encierren de nuevo.

—¡Cálmate! —Erika la tranquiliza de una bofetada con el dorso de la mano. —¡Tú no me interesas! ¡Quiero saber qué está pasando! ¡¿Alguien los liberó?!

La bofetada, además de sacarle unas cuantas lágrimas, le recupera lo suficiente para gritar con ojos bien abiertos el nombre que la masa vitorea.

—¡El Lancasteriano!

Cazadora y princesa intercambian miradas. Nadjela se cubre la boca con ambas manos, siente una hinchazón de orgullo en el corazón, ¡su Chester salvó a esa gente!

Erika decide continuar con la misión. Pregunta a la esclava sobre donde está Chester, pero ella empieza a gritar con ojos poseídos por la ira, palabras sobre que nunca traicionará al libertador, e intenta arañar a la alemana. Erika, entendiendo que no conseguirá nada útil de ella, la tira al suelo y vuelve con Nadjela para proseguir. Sin esclavos obstruyendo, la cerdita entra al complejo de escaleras y sube, descubriendo una puerta con la cerradura destrozada de un corten. Cruzan a un pasillo con más esclavistas muertos, algunos a tiros de arma de fuego, otros desmembrados.

A final del pasillo hay unas puertas dobles. Delante de las puertas está parado un hombre prácticamente desnudo, si exceptuamos el visor, las vendas, y la tanga morada. El hombre de ancha espalda, sostiene una katana ensangrentada, y una pistola humeante en la mano de su brazo tatuado con la cara de un león. La cerdita se acerca a él y le restriega el hocico contra las piernas. Chester da la vuelta y ataja a la chica que se arroja a sus brazos. Nadjela hunde la cara y las lágrimas en el pecho de él.

—¡Idiota! —Nadjela levanta la cara y le pega una sonora una bofetada. El noble se toca la mejilla con un costado de la magnum, más aturdido por el gesto que por la cachetada en sí. —No vuelvas… No vuelvas a preocuparme… Por favor.
Nadjela regresa el rostro a su escondite favorito. Chester enfunda la pistola a un lado de la tanga, y con la mano libre le acaricia el cabello, para después tomarle el mentón con los dedos y levantarle la cara.

—Perdóname, Nadjela. Pero estoy aquí de pie, contigo, ¿verdad? No necesitas llorar —Le limpia las lágrimas con un dedo. —¿Olvidaste mi promesa? Nada me derrotará hasta que estés de vuelta con tu gente. La palabra de un hombre vale, y la mía vale oro.

El ánimo de Chester devuelve la sonrisa a Nadjela. Erika, recostada de brazos cruzados en la pared, se lleva el puño a la boca y carraspea.

—Si quieren les busco un colchón.

La sonrisa de Nadjela pasa a ser nerviosa cuando la mira.

—Lo siento… —Dice ella.

—Ya después te me disculpas con un beso. Ahora toca huir como violador luego de polvo mañanero.

Chester tiene reparos.

—Primero necesito encontrar a mi mecánica estrella —Le manda una sonrisa a la mercenaria. —¿Qué me dices? ¿Lista para la acción, o te falta manicura primero?

—Guarda la manicura para ti y tú tanga, muñeco. Qué bien aprieta y deja poco a la imaginación.

Nadjela bajó la mirada hacia donde apunta Erika, y casi al instante el pudor la lleva a cubrirse la cara con ambas manos, mientras que otros sentimientos le llevan a espiar entre los dedos.

Chester ríe, camina donde Erika, le extiende una mano, y la nazi le choca la palma con fuerza. La firmeza del apretón es proporcional a lo listo que ambos están para seguir con la cruzada. Nadjela y la cerdita se quedan a salvo en el pasillo. El libertador y la jager embisten las puertas con los hombros e invaden el taller. Las alarmas finalmente resuenan, una luz roja cubre la inmensa sala, y altavoces en el techo avisan de la brecha en la contención. Esclavistas sueltan sus equipos de soldadura y mecánica para correr en busca de armas y vehículos. Los que patrullan las pasarelas que cuelgan de las vigas, saltan a las cadenas y las usan como sogas para descender.

Por encima de los camiones, motos, tanques, artillería, y baterías de cohetes, yace una mole asegurada por cadenas de arrastres de los buques. El blindaje de impulsión atómica, tiene cuatro piernas hidráulicas móviles con pies de orugas cómo tanques; dos brazos rectangulares cada uno con distinto arsenal, conectado a un torso denso como un bloque de titanio; en vez de cuello o cabeza se yerguen tres cañones pesado de 406mm; y en el pecho sobresale una carcasa con forma de cocodrilo que entre sus fauces esconde un cañón de riel magnético.

Chester y Erika corren al Crocodile, disparando y cortando a todo lo que se mueva.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

34
La melena esponjosa de Ash Blossom es color ceniza, al igual que su piel, de ahí el nombre. No es que sea vieja o tenga alguna enfermedad, sencillamente sus raíces suizas le dieron esa apariencia desde el nacimiento. Día en que su padre, de misma tez y aún más gris actitud, le echó un corto vistazo y la devolvió a los brazos de mamá sin felicitaciones ni fanfarria.
El señor Blossom siempre fue parco en palabras y atenciones. Ash recuerda todavía cuando, a los 7 años de edad, le dijo lo mucho que quería una bicicleta, y el señor Blossom, con una tableta táctil entre sus nudosas manos, le dijo sin levantar la vista del resultado del partido:

—Pues ve y cómprala.

Ash deseó, con todo su espíritu, que el señor Blossom pagase el desaire y se quedase calvo. No faltó mucho para ver cumplido su anhelo, pero evitó emocionarse, las pronunciadas entradas del señor ya prometían ese camino.
Instalando software en ordenadores y dispositivos pertenecientes a perezosos y ancianos, Ash logró comprar la bici y aprendió una valiosa lección: Si quieres algo en esta vida, tienes que trabajar para conseguirlo. Es cierto que los ricos pueden obviar esa norma vital, pero para los pobres el mérito y el esfuerzo eran la única salida.

A los 9 años de edad, un día pilló por la red su primer combate en vivo de robots, feroces maquinas obras del ingenuo, machacándose… Quedó enamorada, y decidió convertirse en mecánica. No porque su padre también lo fuese, eso podría malinterpretarse como admiración, y ella odiaría regalarle el gesto. La resolución fue suya y de nadie más. Al explicarles los planes a sus progenitores, la mamá sonrió, pero Ash no miró dos veces a quien consideraba la tonta de la familia, y en vez fijó sus ojos ámbar sobre el sujeto más allá de la tableta electrónica.

—Pues ve y hazte mecánica.

Ash asintió, conforme con ello. Se habría ofendido si este decidiese prestarle ayuda.

Las casas se aplastan unas con otras, sobre los pilares de la isla artificial. En el cobertizo del patio trasero, cuyo cerco divisor son láminas de zinc, Ash dispuso su taller. Carecía de herramientas, piezas, contacto, o si quiera fondos. Pero el conocimiento de videos, foros, y manuales de la red, la ayudaron a orientarse y señalar un punto de partida. Marchó a explorar los vertederos kilométricos de Downtown, rebuscando en basura, y conversando con chatarreros, logró ampliar bastante su inventario para ofrecer reparar dispositivos simples como tostadores, o decodificadores para la televisión, todo a precio muy por debajo de los del señor Blossom.

Entre los menos acaudalaos y más tacaños, Ash construyó un nicho que se agrandó cuando Morro, el regente de una famosa tienda de películas y experiencias porno, le pidió arreglar su autómata de alcoba. Cosa que, contra todo pronóstico, y quemándose los ojos con manuales que se obligó a entender, acabó por lograr (En realidad no era tan complicado, solo desarmar al robot, y aplicarle una limpieza profunda para expulsar todo el semen añejo acumulado en las placas y circuitos). Paso a paso, Ash construyó su fama.

Una noche de ese mismo año, durante la cena, al espiar a su taciturno papá, por primera vez sintió que estaba a su altura. A la mañana siguiente, un fulgor carmesí al otro lado de la ventana que va al patio, la sacó del ensueño. Se asomó, y cualquier rastro de somnolencia desapareció por lo que vio. Pálida y pegando gritos, corrió hasta el patio trasero y jaló el brazo del señor Blossom para que se detuviera. Pero su papá continuó echando gasolina al fuego, que feroz y caluroso, consumió el taller improvisado de Ash, llevándose sus logros y la pequeña fortuna que guardaba en un fondo falso de la caja de herramientas. La pequeña Ash, de rodillas y con lágrimas bajándole por el rostro, dijo… ¿Por qué?

El señor Blossom le explicó que, sabotajes como ese, son inevitables cuando eres nueva en la pecera y comienzas a destacar en el juego del capital. Ash arrancó la grama, la tierra se le metió entre las uñas, y gritó que la vida es injusta. El señor Blossom solo tuvo una contestación.

—Pues ve y hazla justa.

Ash escapó de casa ese mismo día, se escabulló en una de las naves mercantes, y desapareció de Downtown para siempre.
Quince años han pasado ya, la vida sigue siendo injusta, pero Ash está más capacitada para sobrevivir a sus puñaladas. Confía tanto en su habilidad para manejar lo que es mecánico, que viajó a Australia para ganarse la vida entre rufianes, porque los dividendos que se mueven allí son tan buenos como los de cualquier otra parte del mundo, y con mucha menos competencia. Los australianos carecían de la misma educación y recursos que ella obtuvo de mala gana durante su infancia, cosa que le permitió sobresalir veloz entre los asentamientos. Lo malo es que cuando lograba congeniar con un patrón y estar medianamente cómoda, su jefe acababa derrocado por algún esclavista ambicioso. Siempre tocaba huir a terrenos más secos de sangre.

Se cansó de tanta corredera y peligro, decidió que sus cuentas y bolsas estaban lo bastante gordas para permitirle abrir un taller en una ciudad limpia y brillante. Viajó a Sídney para conseguir una nave donde migrar, pero en el trayecto una patrulla de Máscara de la muerte la atrapó.

Los cadeneros planeaban usarla como objeto de carne, porque sus pechos y muslos resultaban generosos, y la piel gris y el cabello enmarañado no perjudicaban sus rasgos, todo lo contrario, le aportaban un matiz exótico. Pero al requisar sus pertenencias, y encontrar instrumentos de electrónica e ingeniería, determinaron que se trataba de una mecánica. Desde las jaulas, Ash oyó la conversación, obteniendo datos valiosos como que Achú buscó sustituir la pérdida del hombre quemado.

Oír ese apodo la dejó de piedra… ¡El hombre quemado! Creyó que era una leyenda, un invento de dingos ignorantes, como el Blindaje de Dios, o la tribu de las taipanes. Pero si un científico tan legendario, culpable de destruir una ciudad con una bomba de antimateria, existe… ¿Qué otras fantasías pulularían por el continente?

Tristemente su andar obligado a la cúpula del trueno no le llevó a aprender más de la leyenda. En vez quedó encerrada junto a otros mecánicos en el taller de la cúpula, y al entender que era la única con conocimientos a la altura del desafío, Achú decapitó a los demás. Ash quedó a cargo del Crocodile.

Las proporciones del Crocodile están lejos de la elegancia de las maquinas muskitas, o de la simplificad practica de los exponentes aliados. Guarda una forma babilónica, de anchura en vez de altura, y al verlo uno se pregunta qué muelles y articulaciones serían capaces de soportar maniobras bajo varias toneladas de presión. La respuesta: Ninguno. El blindaje en vez de dar zancadas con sus cuatro piernas, se impulsa con orugas de acero en cada “pie”, que en realidad son viejos tanques Merkava de origen israelí. Los brazos poseen una movilidad casi nula, el derecho sostiene una batería de misiles soviéticos, y el izquierdo cuenta con una mano formada por cinco cañones rotativos GAU-8 Avenger, conjunto conocido cariñosamente por los esclavistas como: La mano del diablo. El torso puede girar en 360 grados, tanto a la derecha como a la izquierda. Bajo los tres cañones pesados de 406 mm, una cúpula de cristal negro blindado, de unos 4 metros de diámetro, cubre a los distintos aparatos de visión, radar, comunicación, y medición. Datos que fluyen al ordenador central y después a la cabina del piloto, ubicada en el centro del torso, suspendida por muelles hidráulicos que absorben la terrible turbulencia del Crocodile. Sobre el asiento reclinable del piloto cuelga un casco, y este, cómo en la mayoría de blindajes modernos, está destinado a conectarse con el cerebro del operador. Es el nexo que transforma al humano en una poderosa máquina de metal. A todo lo anterior se le suma cinco cohetes Saturno en la espalda, que fueron añadidos como a destiempo, quizás por un capricho de Achú deseando volar, aunque la cantidad de energía y combustible que necesita el Crocodile para elevarse sea insana.

Ash se mueve a gatas por los angostos ductos que forman las vías interiores del Crocodile, aislada completamente del exterior. Tiene que admitir que en los escasos días que lleva trabajando, aprendió mucho de estudiar al coloso. Eso sí, hubo una cosa muy extraña dentro de la máquina, un dispositivo explosivo en el corazón del reactor, diseñado para detonar con un comando de voz enviando desde el centro de pilotaje. Supuso que Achú prefería tener un sistema de autodestrucción en caso el Crocodile fuese secuestrado. Por si las moscas, Ash guardó un disciplinado silencio cada vez que iba la cabina
Concluye la inspección, y se devuelve a la trampilla que lleva al hombro izquierdo del Crocodile. Apenas trepa la escalera y abre, el sonido de la alarma golpea sus tímpanos, y descubres dos pares de piernas bien torneadas, unas que siguen hasta un traje muy ajustado, y las otras hasta una tanga. El hombre y la mujer la miran de vuelta, sonriendo, mientras los disparos silban alrededor. Chester coloca el lado plano de la katana contra la mejilla de la suiza.

—Dime, ¿eres tú mi mecánica estrella?

Ash, temerosa de las consecuencias, traga saliva y acepta el papel.
***
35
—¡Cuidado donde disparan, zánganos! —Un cadenero enano, muy bien vestido, corre entre los vehículos intentando poner orden en la marabunta de esclavistas que accionan sus fusiles contra las dos ratas intrusas. Varios montan en las torretas de los coches o en las artillerías móviles para intentar destruirlos, pero en vez solo consiguen marcar y abollar ligeramente la coraza superficial del Crocodile. —¡Si Máscara de la muerte ve que dañan a su bebé, nos decapitará a todos!

Pero la mayoría ni oye al enano, y siguen disparando a ese par de figuras que escala por el brazo izquierdo hasta el hombro del blindaje, donde se les une la mecánica que hace poco trajeron. Las tres ratas desaparecen por la espalda, y los esclavistas se apresuran a rodear al Crocodile por ambos lados para aplicar un ataque de pinza. A poco de alcanzar las piernas delanteras, un objeto rápido y pequeño se eleva de la retaguardia del blindaje.

—¿Qué es ese sonido…? —Pregunta el enano al escuchar un zumbido cada vez más próximo. Lleva la cara al sonido y pega un brinco. Grita, estira las manos frente su cara cómo si eso hiciese diferencia, e intenta correr, pero sus piernas cortas no llegan muy lejos. El drone impacta, la carga explota con un estruendo, y del humo que se levanta saltan plumas y restos sanguinolentos.



Erika ríe, la pantalla del mando ahora enseña pura estática y un letrero parpadeante de NO SIGNAL. Devuelve el controlador a la talega y cruza la puerta por donde fueron Ash y Chester, cerrando detrás de sí, y girando la válvula con firmeza para que cueste abrirla del otro lado. El ascenso está en diagonal, cuenta con una escalerilla que Erika sube, y alcanza la cabina del piloto.

Ash se tapa la nariz con la mano. Chester y Erika están acostumbrados a ese hedor.

El suelo es enrejado. Las paredes y el techo son una esfera, fusión de diferentes metales, con uniones firmes, pero rusticas y sencillas de ubicar a ojo. Focos en el techo iluminan la cabina. Un aire acondicionado de capacidad industrial mantiene estable la temperatura del Crocodile, que de lo contrario cocinaría vivo a su piloto. Ventiladores alejan el dióxido de carbono a los ductos de ventilación. Cadenas mantienen a flote el asiento reclinable, y delante de este cuelga un casco para conexión humano-maquina. Tres pantallas de gran tamaño ocupan lugar en la zona frontal de la cabina, en esos instantes apagadas al estar el blindaje en reposo. Pero quizás lo más llamativo en la cabina (Y lo que asqueó tanto a Ash), sea el cadáver carbonizado, tumbado en el asiento del piloto. Le falta la cabeza, y los restos de materia gris quemada todavía manchan y cuelgan del interior del casco.

—¿Y este…? —Pregunta Chester.

—Algún cadenero… Debió escabullirse e intentar domar el Crocodile, quizás para dar un golpe de estado… Pero fracasó.

—Obvio —Dice Erika.

Ash cruza junto el fiambre sin verlo, y enciende las pantallas. Cada uno de los monitores enseña 9 pantallas dividas, cada sector, una cámara, ofreciendo una perspectiva de 360 grados alrededor del Crocodile. Se ve a los esclavistas rodeando la máquina y buscando por donde entrar. Ash se barre el sudor de la frente con la mano y mira a sus secuestradores. Chester y Erika intercambian miradas, y asienten, ambos entienden que solo hay una salida. Acercan los puños.

—¡Piedra, papel, o tijera! —Exclaman en unisonó.

Chester saca piedra. Erika siempre saca tijera, quizás traicionada por deseos conscientes.

—Mierda…

—¡Sí! —Celebra el Lancaster con el puño al aire.

Ash queda boquiabierta al verlos.

Chester quita al fiambre del puesto, necesita aplicar fuerza, el cadáver está pegado, y este al golpear el suelo produce un sonido crujiente, de las grietas brotan jugos internos que se deslizan por el enrejado hasta manchar la superficie del aire acondicionado. Erika ayuda sacando con los dedos los restos de corteza del casco, y después apretando los grilletes en las piernas y manos del Lancaster, destinados a mantenerlo quieto en el asiento.

—Mantente fuerte —Erika le quita el visor y lo mira directo a los ojos. —Si explotas, no sé qué le contare a la princesa.

—¡Cuéntale que morí como un hombre!

—¡Le contaré que te desangraste cuando un caballo te dio por culo!

—¡Ey!

Erika sonríe, pero pronto su semblante pasa a uno más serio, y en respuesta el de Chester también.

—Sabes que está enamorada de ti, ¿cierto?

Chester asiente. Sus ojos escarlatas se mantienen sobre los azules de Erika.

—No soy bueno para ella…

—Yo tampoco. Pero aquí estamos, haciendo lo mejor que podemos.

—Así es… Tratando de no cagarla.

—Y a duras penas consiguiéndolo.

Ambos fuerzan una sonrisa. Erika se queda con los lentes, la katana, y da un paso atrás. Ash procede a colocar el casco en el Lancaster, el acero guarda la melena azul y el visor trasparente cubre su mirada. Chester cierra los ojos, soporta lo viscoso que se siente el aparato, y espera a que el blindaje se active. Ash corre al respaldo del asiento y prende las dos hileras de 10 interruptores ubicados en la espalda. El rumor del reactor avivando alcanza como un eco el interior de la cabina, junto a la vibración del poder atómico poniéndose en marcha.

Chester no siente ni escucha nada de lo que ocurre, el casco, al reconocer que tiene un piloto disponible, actúa y aísla cada vez más sus sentidos. La computadora principal, que es el cerebro del Crocodile, envía impulsos eléctricos que se funden con las señales neuronales de Chester, estimulando y manipulando la zona encargada de los ciclos de sueño. En su cabeza, Chester realiza una cuenta atrás de treinta. Es en exactamente 30 segundos cuando toca abrir los ojos. Un segundo más y terminaría dormido, un segundo menos y tocaría reiniciar. La clave está en quedar en un estado denominado: Pre-vigilia.
Esa fase inicial es aterradora para cualquiera que pruebe tales cascos por primera vez. Cómo el hechizo de incubo, te roba las fuerzas, las sensaciones, y el ánimo, es casi cómo ser drogado o morir. La clave es no asustarse, entender que el decaimiento forma parte del proceso, y reaccionar cuando la mente esté óptima para establecer conexión. Es la segunda fase la que aterra hasta a los pilotos profesionales, especialmente cuando toca montar un blindaje nuevo o muy acostumbrado a otro piloto. El luto de las maquinas es longevo.

Chester reacciona en el segundo correcto. Abre los ojos, estos se mueven veloces y descontrolados. Las pupilas crecen y decrecen, asaltadas por impulsos que nadie más puede ver. La sangre escala a su semblante, que se retuerce de angustia. El cuerpo se tensa, suda, y los músculos se inflan. Los grilletes rechinan por la búsqueda instintiva del hombre por despegarse del asiento. A pesar de la evidente tortura a la que se expone, ningún sonido florece entre los dientes apretados de Chester.

—No soportará. Hay que desconectarlo —Ash quiere apagar el blindaje.

Pero Erika la detiene de una mirada feroz.

—Lo logrará.

Ash duda, pero tampoco puede acercase con la cazadora dedicándole esa mueca asesina. El chirrido de una puerta abriéndose alerta a las mujeres. Voces amenazantes vienen del ducto de la escalerilla. Erika saca de la talega una correa de granadas, quita el seguro a una con los dientes, lanza el racimo al agujero, acto seguido se arroja al suelo con las manos en las orejas. Ash la imita.

Como un collar de flores, la correa de explosivos termina en el cuello del cadenero que lidera la subida. Demora un segundo en procesar qué pasó, y otro en lanzar un grito de pánico.

El ducto vomita un trueno llameante. El Crocodile tiembla. El único esclavista sobreviviente retrocede tosiendo y maldiciendo, bañado de pies a cabeza con los restos de quienes iban adelante. Afuera, los cadeneros buscan una forma alternativa de invadir, ahora que la entrada principal a la cabina demostró ser complicada.



Rojo y negro. Intercambiando. Cuadrados rojos. Rectángulos negros. Intercambiando a cada segundo. Cuadrados rojos y rectángulos negros y… Triángulos amarillos. Creándose y destruyéndose, en un cubo cuyas líneas son cadenas infinitas.
Huele y prueba humo. Un rugido ensordecedor. Pero lo peor es el peso. Lo empuja, lo aplasta. Su cuerpo cruje, su cabeza amenaza con estallar. La presión quiere pulverizarlo, deformarlo. Y lo logra… De lo contrario, ¿por qué siente que su cráneo sobresale del pecho?

Chester resiste. Recuerda quien es, y sus motivos para pelear. Aunque el rojo y el negro persisten, se dice a sí mismo que está sentado en una cabina, entero y sano, y nada de lo que ve es real.

El cuadrado rojo crece y lo cubre todo. El rectángulo negro cambia hasta ser un largo hocico. Los triángulos amarillos ahora son un par de ojos feroces. La bestia colosal abre sus fauces y revela una garganta de fuego. Al Lancaster le quema el pecho, y quiere parpadear, porque sus ojos arden, y quiere huir, porque su cerebro entra en ebullición.

Grita, pero no de miedo, la bestia lo devoraría. Reúne cada gramo de determinación para gritar con furia, con valor, y amenaza al Crocodile con que, si se le sigue resistiendo, se cogerá a su madre.
—¡Sigan y me cogeré a sus madres! —Grita Erika antes de disparar otra ráfaga de fusil al interior del ducto. Los esclavistas se repliegan. La alemana busca continuar el fuego, pero el gatillo deja de responder. Chasquea la lengua, arroja el fusil descargado al suelo, va donde Chester y le quita la magnum de la tanga. No se percata que el espadachín se tranquilizó, pero Ash le avisa.

La mirada de Chester es serena y decidida. Su postura abandonó cualquier tensión. Se muestra enfocado, ¿pero dónde…? La atención y sentidos del Lancaster van mucho más allá del titanio de la cabina.
Su cuerpo es lento, pesado, agarrotado, aplastado de poder. Cada musculo está envuelto en bloques de metal. Cadenas disminuyen su casi nulo movimiento. ¿Significa eso que es débil? En absoluto. Chester por un momento cree ser el avatar de la fuerza misma.

No se deja engañar, esas ideas son una ilusión. Percibe apéndices en los hombros, fuego explosivo en la izquierda, y cuando abre y cierra la extremidad derecha, los cinco GAU-8 Avenger giran con un silbido eléctrico.

360 grados de visión le permiten ubicar a los esclavistas que lo escalan. Son cómo hormigas, si no las viese ni sabría que existen. Desplaza los cañones pesados como si fuesen pulgares extras sobre su cabeza, pero el rango de maniobra es escaso. ¿Será por la ingeniería rustica, o porque el Crocodile todavía se resiste?

«Lo admito, no soy tu dueño. Pero colabora, anda. Sé que ansías repartir dolor»

Dispara los tres cañones a la vez. Una gran porción de techo colapsa hacia afuera, revelando el cielo. Cadenas, placas, pasarelas, y trozos de concreto, caen para aplastar vehículos y cadeneros desafortunados. Los esclavistas pegados al Crocodile, son mandados a volar por la onda expansiva e incrustados en las paredes, suelos, y pilares, con el cuerpo vuelto en posiciones anatómicas imposibles. Los que rodeaban al Crocodile sin tocarlo, son derribados con los tímpanos hechos trizas. El resto simplemente cae de culo.

Un silencio se apodera de la escaramuza, y este solo es roto por el movimiento (Limitado por cadenas de arrastre) de la mano del diablo. Chester, con una sonrisa de oreja a oreja, apunta y dispara contra el arsenal esclavista, y los escondidos ahí. Donde sea que el Lancaster dirige los dedos, la muerte llueve desde cinco antorchas resplandecientes. Cada cilindro rotativo cuenta con 7 cañones (En total 35) de calibre 30mm, con una frecuencia de 4200 rondas por minuto. Los proyectiles del tamaño de una botella de cerveza, convierten los tanques y vehículos blindados en chatarra encendida y humeante. ¿Las personas? Totalmente vaporizadas, sin nada que enterrar.

Frente ese poder divino, los esclavistas escapan en todas direcciones. La munición que falla, estremece a la pared reforzada del fondo que, tras medio minuto de castigo, colapsa en una nube polvorienta. Las balas siguen al exterior, asesinan en su trayecto a peatones y vendedores ambulantes, y se incrustan en locales y casas aledañas. Familias que cenaban tranquilamente, o gente que disfrutaba de su hora onanista frente al ordenador, es sorprendida por proyectiles que destruyen paredes y vuelven nada a seres humanos.

Gritos, confusión, estruendo, y llanto. Un ala entera de edificios se derrumba bajo el ataque proveniente del taller. Varias billeteras terminan volcadas, con su contenido convertido en jugo rojo. Cuando la destrucción alcanza depósitos de gasolina y gas, se convierten en voraces incendios que cubren y matan donde no llegan las balas.

A esos australianos, duros y acostumbrados a dominar, ni se les ocurre atacar, solo huyen de la ráfaga, llevados por el miedo. Sobre sus cabezas, venidos del boquete del taller, silban misiles que impactan como golpes de tambor. El bombardeo es como la ley: Ciega.

Entre el fuego y el humo, esclavos prófugos asesinan a sus amos y liberan a sus compañeros. Varios cadeneros intentan recuperar el control agitando sus látigos, pero nada detiene a la ola humana que los acorrala y los despedaza con las manos desnudas, procediendo a elevar los miembros arrancados cómo si fuesen trofeos. Desde el infernal ruido se canta una primicia:

¡Viva la libertad! ¡Viva el Lancasteriano!
***
36
Chester se zafa el casco. El sudor doma la melena y la pega a su frente, casi escondiéndole los ojos. Coloca las manos en las rodillas y se encorvan, parece reflexionar sobre sus acciones. Ash y Erika, hasta entonces hipnotizadas por la masacre en los monitores, se vuelven y lo contemplan.

Las reacciones son opuestas, Ash queda de pie en su sitio, tiesa, con la cara vuelta una mueca de espanto. Erika se acerca, reposa la mano en el hombro de él, y lo felicita.

—¡Enseñaste a esos criminales quien manda! ¡El führer estaría orgulloso!

—Sí… —Chester suena mucho menos emocionado que ella. Erika lo nota.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Si no es nada, ¿entonces qué haces que no levantas las nalgas? Hay que escapar antes de que esta gente recuerde que son fieros. ¿O qué? ¿Planeas llevarte esta cosa grande de recuerdo?

Chester barre con la vista los alrededores, y acaricia el reposo de cuero del asiento.

—Es una buena pieza. El hombre quemado tiene razones para estar orgulloso, pero…

Respira hondo, con el dorso se barre las greñas húmedas de la cara.

—Es malo para mí. Intento ser mejor persona.

—¿Y quién no? Pero ya sabes cómo es. El mundo nos lo complica.

—Esa excusa es de cobardes, Erika. Uno no abandona porque cueste… Somos mejores que esto. Lo presiento, lo sé.
Erika jadea de forma exagerada y se cruza de brazos.

—Es la primera vez que alguien me dice que soy mejor de lo que soy. Nadjela nos debe estar trastornando, o algo.

—Por fin otra buena influencia en mi vida, se podría decir…

Comentarios ligeros cómo esos, le sirven al espadachín para recuperar el buen humor. Chester expresa a Ash las gracias por su asistencia, y confiesa el deseo de que les siga ayudando. Ash permanece callada. Apagan el Crocodile y salen.

No hay más almas en el taller, además de ellos. Erika va a buscar a Nadjela. Chester consigue de varios fiambres la ropa que necesita: Una camisa negra de material transpirable; Un chaleco militar; Pantalones vaqueros hechos polvos; Botas con puntas de hierro adornadas por púas; Y dos anchas pistoleras modificadas donde guarda un par de armas de fuego (Un revolver Taurus Raging Bull y una MAC-10 con silenciador), un par de porras eléctricas, una linterna, y un largo cuchillo de supervivencia con su respectiva funda. Todo el equipamiento es sacado de los restos ardientes del arsenal.

Con ayuda de Ash, Chester encuentra un jeep intacto en el fondo. La mecánica realiza un puente con los cables para despertar el motor. Chester conduce y espera cerca del boquete dejado por la mano del diablo. Erika se aproxima, seguida por Nadjela con la cerdita en brazos.

La princesa observa la destrucción y los muertos sin musitar palabra. Al quedar junto al jeep, su atención es secuestrada por la visión del asentamiento en llamas a través del agujero, gruesas hileras de humo crecen desde las calles y las murallas. Vuelve su cara al Crocodile, acongojada, pero sin apartarle los ojos.

—¿Él hizo esto…?

—Así es… Conseguí que nos fuese útil —Responde Chester a la par que evita mirarla.

—Este gigante es… Diferente. Percibo su maldad. Es una divinidad destructora, al contrario de la tuya que es una divinidad protectora.

El Lancaster no responde, luce avergonzado. Erika se monta en la plataforma trasera del jeep, sección equipada con un lanzallamas. Ash se mueve para darle espacio a la cerdita en los puestos de atrás. Nadjela ocupa lugar en el asiento del acompañante. Chester pone el vehículo en marcha, que traquetea al recorrer los escombros de pared, y se estabiliza al pisar la calle.

Entre el polvo, el humo, y el crispar del fuego, hay sombras deambulando y agitándose. Algunas gritan de dolor… O gimotean… O ríen… O maldicen… Las más vivaces claman un nombre: Lancasteriano. Chester actúa como si la cosa no fuera con él, deja que los esclavos sacien sus pasiones, y sigue adelante por las calles menos destartaladas que encuentra.

La princesa tiene sentimientos encontrados después de ver que la escena de gente siendo libre, no coincide con el paisaje idílico que se imaginó al llegar. ¿Acaso era indispensable la destrucción antes del cambio? Planea discutirlo con la anciana Zakary en cuanto tenga oportunidad.

En varias calles toca dar la vuelta con el jeep debido a billeteras volcadas o edificios derruidos. Erika aprovecha para bajar e ir a saquear algún producto de los locales, imitando a los esclavos. De ese modo consigue agua, comida, y varios galones de combustible. Ash la asiste acomodando el botín en la parte de atrás.

Cruzan las murallas, cuyas atalayas ahora están abandonadas. Conducen largo y tendido hasta que la cúpula desaparece a sus espaldas. Los focos del todoterreno penetran en la noche espesa y silenciosa. Chester le aconseja a Nadjela que aproveche y se acueste a dormir.

—No sabemos cuándo una nueva situación pedirá el 100% de nuestras energías. Tú también relájate, viejita.

Eso último es para Ash.

—¿Cómo que viejita…? —Pregunta con la indignación enmascarando el miedo en sus ojos. —Tendré raíces suizas, pero en años te apuesto llevo los mismos que tú.

Chester la analiza por el retrovisor.

—Pues tienes razón, estás vibrante cómo una rosa. Disculpa, es que el pelo y la piel me confundie-

—¡Cuidado! —Erika apunta delante.

El Lancaster vuelve los ojos, vislumbra una sombra bípeda y aprieta el freno, pero es muy tarde. El parachoques embiste a la criatura y la derrumba. Erika cae sobre la cerdita. Ash sufre un fuerte tirón del cinturón de seguridad. Nadjela termina bajo la guantera. Chester se abre la frente contra el volante. Y Tashala es aplastado por el cadáver de su avestruz.
***
37
Con una eyaculación del lanzallamas, Erika crea una fogata donde cocinan los restos del pájaro para repartir y cenar. Sentado en el borde del jeep, Chester es atendido por Ash que, con agua, aguja, e hilo, le cierra la frente. Ash esperaba que aquel hombre tan chillón y tan rudo, se quejaría o la golpearía por su manera amateur de suturar, pero el Lancaster aguarda mudo y solemne, con el visor en la mano, y sus ojos rojos clavados en el hombre sentado de piernas cruzadas junto al fuego, cerca de la princesa.

Nadjela, de rodillas, acompaña al hombre de careta de cerdo. Sonríen, comparten lágrimas, y hablan con prisas y pasión. ¿De qué? Chester no oye, pero sí arquea una ceja cuando la sonrisa de la princesa se transforma en un semblante entre la extrañeza y el malestar. El nativo coloca una mano en el hombro de Nadjela, y Chester quedó a nada de ir y golpear al tipo en la boca. Pero Nadjela luce relajada, toma la mano en su hombro entre sus dedos, y le aparta con suavidad antes de levantarse del polvo e ir al jeep.

La mecánica concluye la sutura y se aparta, dice algo sobre querer estirar las piernas. Chester le da permiso sin mirarla, porque sus atenciones están en otra. Pero Erika no es afín a tales ligerezas, y con los brazos cruzados sobre el lanzallamas, lanza a Ash una mirada que mata.

—Mantén tus tetitas cerca, bebé. Que me gustan rosaditas, no muy hechas ni al carbón.
Ash sufre un temblor y asiente. Erika sonríe, sabe que la chica aprecia demasiado su propia vida cómo para arriesgarse a huir, cuando la necesitan para arreglar el blindaje de Chester.
Con Ash lejos, Nadjela está más cómoda para hablar. Con las manos juntas cerca del vientre, mira a Chester a los ojos y empieza.

—Tashala puede guiarnos, pero… —Baja la mirada a sus pies. —Creo que el golpe le dañó más de lo que parece. Está muy confundido, me asusta.

—¿Confundido cómo? Nadjela, mírame —Chester se pone de pie. Con los dedos le sube el mentón para después repetir la pregunta. —¿Confundido cómo?

—Empezó a decir locuras —A Nadjela le tiembla la voz. —Cuentos de que mi padre me quiere muerta… Que asesinó a mi amiga Majani… Que mi madre no se marchó por sufrir de muerte invisible, sino que mi padre la quería lejos por poner en duda su autoridad.

Finalmente, Nadjela rompe en llanto. Chester la atraen en sus brazos, dejándola anidar contra su pecho. La voz tranquilizante de Chester le dice que cuando lleguen a la aldea, aclararan cualquier malentendido.

—Déjame hablar con él, ¿okay?

La princesa asiente y se aparta, resistiendo el anhelo de quedarse dormida en sus brazos.

El Lancaster se aproxima a la hoguera. Tashala le dedica una mirada de emociones trasparentes. Chester reconoce en él la misma desconfianza que Nadjela mostró la noche que se conocieron. Decide enseñar las manos en gesto de paz, pero como todavía están rojas por la sangre derramada con su espada durante el escape de la cúpula, el gesto fue vacío.

—No soy un demonio, lo juro. Quiero que me cuentes tú historia.

Se sienta.

Durante un minuto mantienen tensas miradas, hasta que Tashala ladea los ojos en dirección a Nadjela, quien le mira desde la montura metálica. El campeón entiende que la princesa está sana, tanto en cuerpo cómo en alma, incluso luego de viajar por tierras prohibidas, y todo gracias a ese espadachín de piel pálida y raza misteriosa… Una raza a la que Nadjela profesa un mal disimulado afecto y total confianza.

—Bien, hablaré —Dice mirándolo, y agrega. —Agradezco que protegieses a nuestra princesa, pero quiero que sepas que todavía no sé qué seas, y si noto un solo pestañeo de malicia o motivos ocultos, pelearé contra ti.

—Qué coincidencia. ¡A mí tampoco me van los dobles sentidos! —Exclama Chester con una sonrisa que enamoraría a cualquier muchacha de La Cuna. Tashala frunce el entrecejo, preocupado por el corazón de su joven señora.

El experimentado guerrero retorna la vista al fuego y relata lo mismo que dijo a Nadjela. Chester escucha con los codos en las rodillas y las mejillas en las palmas, muy atento, mirando casi como un niño.

Neddin, el líder de la aldea, y aquel que comparte nombre con el fundador de La Cuna, es un déspota que utiliza las tradiciones y el miedo al mundo exterior para controlar a su pueblo. Tashala aclara que si la madre de todas las aves le hubiera otorgado otro talento que no fuese pelear, jamás se habría percatado de la sombra maligna que arropa al cacique. Cumpliendo el papel de campeón del cerdo, acompañó a Neddin en sus viajes y cruzadas, donde observó una y otra vez sus abusos, oyó sus comentarios ofensivos hacia los propios que juraba proteger, y presenció su desdén a las personas que usaba cómo sacrificio con un solo objetivo: Conservar el poder.

—Mis compañeros, los otros campeones, nunca se mostraron contrariaros por el actuar del líder. Te dirían que es por tradición o soberanía, pero mienten… Con la protección y lealtad que jurábamos, recibíamos comodidades y beneficios que nadie más tenía. Los lujos que nos obsequiaba, aunque gustosos para el cuerpo, empañaban y corroían el alma… Alma que es lo único que nos queda tras la vida, y que más vale atesorar.

Coloca un puño contra el lado izquierdo de su pecho y dedica una mirada al campo de estrellas y satélites, que se divide del negro horizonte con su luz.

—Para mí consciencia y mi honor resultaba insoportable el vivir así, engañándome, engañando a todos. Nosotros, los respetados campeones, poca diferencia teníamos con verdugos, o salvajes, o demonios. Me pregunté, ¿en verdad era ese el legado que quería dejar a mis hijos y a mis futuros nietos?

En sus palabras y en sus ojos habita un anhelo de redención. Chester entiende que se trata de un hombre tan lúcido como arrepentido. Podría juzgarlo, pero él mismo sabe lo que es pelear y matar por resoluciones dudosas y líderes crueles, bajo la creencia de que las raíces valen más que los principios, aunque esas raíces estén torcidas, y los principios sean lo único capaz de salvar la integridad del hombre.

El Lancaster decide darle a Tashala el beneficio de la duda, aunque tampoco olvida la promesa de regresar a Nadjela con su gente. Cuando se lo hace saber, Tashala se sobresalta.

—No debiste entenderme…

—Te entendí de 10 —Interrumpió Chester. —Pero un juramento es un juramento, y no quiero pertenecer a esa calaña de disque-hombres, débiles, corruptos, y sin valores, que quebrantan sus valores a la primera que la vida se pone difícil. ¡Jamás, compañero!

El Lancasteriano se apunta con el pulgar y sonríe con una confianza desbordante.

Existe la creencia de que algunos hombres y mujeres, destinados a cumplir grandes hazañas, poseen un magnetismo natural que arropa a otros y les convence para que le sigan, ya sea a la cima o al abismo. Son los “Hombres fuertes” de la teoría del alto costo, hipótesis que cimentó a la Guerra Divina, y donde se incluyen personales tales como Alejandro Magno, Napoleón, Churchill, Ho Chi Minh, Chávez, o Elon Musk.

Tashala se contagia de la confianza que Chester busca trasmitir. Sin embargo, conserva dudas sobre la seguridad de la princesa. Chester insiste que nada pasará, que la protegerán. Al final Tashala cede y acepta llevarlos a La Cuna, en secreto esperanzado que un sujeto tan enigmático cómo es el Lancaster, quizás pueda salvar a su tribu, e incluso encarrilar al cacique que otrora años respetó.

Acabada la cena se ponen en marcha, deseosos de marcar la mayor cantidad de kilómetros entre ellos y la Cúpula del trueno. Chester conduce y sigue las indicaciones de Tashala (Quien se guía leyendo el cielo y las señales de la tierra). Nadjela duerme en los asientos de atrás, acurrucada con la cerdita. Ash se arrima contra la puerta, mirando lejos y meditando sobre los errores que cometió para terminar así.

Chester mira por el retrovisor, en dirección a la cúpula, y piensa en Máscara de la muerte, en las deudas que tiene con él. Erika se percata de la inquietud, y desde su puesto de vigía, se inclina y pregunta a Chester qué ocurre.

—Me escama no haberle cantado sus mañanitas a Achú —Confiesa el noble.

Erika sonríe, pega un brinco y queda en medio de Tashala y Chester. La alemana rodea los hombros del muskita con el brazo, y descansa la cabeza en su sólido hombro.

—Yo de ti no me preocuparía —Dice ella. —El señor Guillotina nunca volverá a tocarnos las narices.

Más que tranquilizarlo, Chester vuelve una mirada llena de preguntas.

—¿Qué me cuentas? Conozco a los tipos como Achú. Son odiosos y crueles, pero muy determinados. ¡Jamás se rinden!

—No te confundas, eres la única excepción. La determinación no suele salvarte de mí.

—Un momento… —Los rústicos engranajes en la cabeza de Chester giran, y adivina. —¡Tú lo mataste! ¿Cómo?

—Se descuidó y… ¡Zaz! —Erika estira una mano hacia adelante. —Puñalada en el ojo.

—¡A traición! Qué injusto. ¡Devuélvemelo!

—Ya está muerto. ¿Cómo quieres que te lo devuelva?

—¿Yo qué sé? ¡Solo devuélvemelo!

—Nop, te jodes —Erika le dedica una sonrisa dulce y un vistazo en primer plano del dedo medio.

Tashala, sintiéndose fuera de lugar, lleva la cara a otros lados, hasta que Erika discretamente le pregunta si Nadjela viajó fuera de su tribu antes, o si ya trataron con los esclavistas de la Cúpula.

—Hace tiempo… No…. Esta es la primera y, esperemos, última vez. ¿Por qué?

—Nada. Simple curiosidad.

Tashala gruñe para sus adentros, aparta el rostro, y evita seguir tratando con Erika. De los tres extranjeros, es la que más le pone los pelos de punta.
***
38
Hace un frío que apuñala. A Helena de Troya le moquea la nariz y le duele la cara. Despierta en una cámara plateada, cubierta por una lluvia de escarcha escupidas por rendijas. Debajo y encima de ella, masas frías y pringosas. Parpadea para aclararse la vista, y ante sus ojos se define la cara de un hombre de largas pestañas, nariz pequeña, cabello rosa, y labios que prometían ser suaves como piel de durazno. A pesar del amaneramiento evidente, Helena quizás le hubiese silbado y dicho guapo… Si estuviera vivo.

En un movimiento se quita los cadáveres de encima, que caen de la encimera al suelo. Sentada sobre otros fiambres, la española se acaricia la cabeza y reconoce los restos de los guerreros del coliseo. Demora en poner orden su cabeza, de ahí que no se percate cuando Néstor entra a la nevera, equipado con tapabocas, guantes de látex, pinzas en una mano, y una sierra en la otra. El doctor luce igual de anonadado.

Astronauta y amazona, salen del congelador y ocupan las sillas de la sala de consultas. A Néstor le desagradó la española, en primer lugar, porque la fisonomía de esta le resulta más cercana a los toros que a los seres humanos. Pero el sentido de caballería y educación que le inculcaron sus padres, lo empujan a invitarle un té.

Néstor explica que pagó calderilla a un puñado de niños esclavistas para que le trajeran los cadáveres del coliseo, esperanzado de encontrar algo valioso. No habla de gemas o metales preciosos, sino de órganos para vender, o incluso conocimientos (Nada enseña más sobre anatomía y biología que el propio cuerpo). Creyó que una bruta con esas pintas jamás lo entendería, y hasta se podría ofender, más cuando descubrió que provenía del aquelarre conocido como Matriarcado Español. Pero Helena se desembaraza de esas etiquetas al mostrarse atenta y respetuosa. El semblante tranquilo de la mujer no computa con las enormes manazas cubiertas de cicatrices que sostienen la taza de té de manzanilla.

Al escuchar que Helena acabó exiliada por no acoplarse a una postura radical, Néstor pasa del desagrado a un sosegado respeto mezclado con empatía. Él también acabó expulsado de su nación, con la diferencia de que su exilio fue obra de un fallo mecánico, y el de Helena no sabría decir si fue un fallo ideológico, e incluso espiritual cuando las creencias del matriarcado rayan lo fundamentalista.

Lo que empezó siendo una charla de cortesía de máximo diez minutos, se transforma en dos horas de plática constante. Néstor expone su amplia visión del mundo, y Helena la suya, igual de amplia, aunque menos elocuente por la disparidad de profesión. La inteligencia de Helena seguía intacta, solo un poco aporreada por la vida que tomó, y como deseosa de compensar el tiempo perdido, la amazona no deja de dispararle preguntas a Néstor. Él responder sin falta, aunque luce cada vez más nervioso. Helena añade comentarios estilo: “¡Anda! ¿De veras?” o “Eso me habría ayudado aquella vez…”.
Llegado un momento, la gigante pregunta si Néstor puede contratarla cómo ayudante o aprendiz. El astronauta queda mudo hasta que logra calmarse, y preguntar por qué.

—Sería bueno cambiar de aires, tratar con nuevas experiencias. ¿Os molesta?

—En absoluto —Sacude la cabeza con lentitud, y se acomoda la montura de los lentes con la mano. —Solo… No esperaba encontrar esa clase de curiosidad por estos lares.

—¿Aceptáis?

El doctor asiente. Helena esboza una sonrisa que hace que a Nestor le cueste respirar, porque una mueca dos horas atrás le habría resultado salvaje, ahora le parece el paisaje más bello del mundo. Maldice por lo bajo a darse cuenta que le duele el pecho.

Una explosión ilumina las ventanas. El cristal salta sobre ambos. Nestor y Helena se echan al suelo, los puntos de vidrio rebotan sobre sus cuerpos, por fortuna sin cortar. Permanecen abajo, con las manos sobre la cabeza, mientras las balas sirvan y los estallidos retumban, a veces cerca, a veces lejos, generando replicas en el suelo.

El bombardeo concluye. Persisten los gritos y las maldiciones en un creciente caos. Néstor mira por la ventana sin cristal, y descubre que la tienda de tatuajes vecina de su clínica, quedó vuelta un cráter humeante.

—Carajo.... —Murmura.

—Joder…—Dice Helena al ponerse a su lado y observar.

El río esta revuelto, y Néstor no quiere salir salpicado. Ahora su pecho duele por razones diferentes. Le pide un momento a Helena y, con una alforja de piel de serpiente bajo el brazo, obtenida de una caja fuerte, corre a buscar a uno de sus viejos pacientes, vendedor de vehículos todoterreno y poseedor de hemorroides sensibles.

Néstor avanza entre los esclavos rabiosos que rompen las jaulas y masacran a sus amos, e intenta pasar lo más desapercibido posible. Por suerte para él, las brisas liberadoras todavía no alcanzan el clímax en esa zona del asentamiento. Llega al local, y negocia una 4x4 con el vendedor, que en esos instantes también prepara las maletas para huir. Néstor entrega la alforja llena de ópalos, y el vendedor le pasa las llaves. Pero cuando se da la vuelta, su nuca es atizada con la alforja. Néstor muerde el polvo.

En la cúpula existen normas en contra de esas “actitudes depredadoras”, castigándolas con la decapitación. Afuera, todo vale. Pero adentro, ni Achú ni Shura aceptan que se violen las reglas o se empañe la economía. En ese sentido el sistema esclavista funciona. Las estafas son escasas cuando las víctimas tienen todo el derecho del mundo en reventarte la cabeza, o pedirle al líder que te la corte. Pero ahora con la anarquía gobernando, ¿quién repararía en esta traición?
El vendedor alza la alforja para finiquitar a Néstor, pero un par de manos fuertes, gruesas, e ibéricas, se asoman por ambos flancos de su cabeza, lo toman, y le tuercen el cuello.

Helena, preocupada por la intensidad creciente del alboroto, decidió ir detrás del doctor. Su intuición salvó a Néstor de un terrible destino.

Abre la camioneta, recupera la alforja de las manos del muerto, la lanza a los puestos traseros, y después carga al chaparro doctor, depositándolo con delicadeza en el asiento del copiloto. Helena conduce de vuelta a la clínica, y con las indicaciones de Néstor, reúne y empaqueta lo indispensable para rápidamente salir y alejarse para siempre de la Cúpula del trueno.

—Helena…

—¿Aja…?

—Gracias.

La amazona asiente.

Juntos escaparon de Australia y cruzaron el mundo para asentarse en los Nuevos estados confederados de América, buscando el sueño en la tierra natal de Néstor. El astronauta fundó una clínica, y la amazona comenzó sus estudios universitarios, deseosa de compararse académicamente con su amado, un objetivo que logró con creces… Porque sí, Helena y Néstor se enamoraron, y al año ya estaban oficialmente casados. Tuvieron tres hijos, y todos al crecer se enteraron, más por casualidad que por otra cosa, que tanto su mamá como su papá conocieron al Lancasteriano. Un dato que les llenó la cabeza de fantasías, porque Néstor conspiró con el rompedor de cadenas para derrocar al maligno Máscara de la muerte (Cuando él aclaró que solo tuvieron una charla, y una no muy grata) y su madre combatió contra el propio león azul (Cuando ella aseguró no alcanzar a enfrentarlo).

Susodichas versiones de la historia fueron incentivadas por uno de los hijos, aspirante a escritor, que logró cosechar pequeños éxitos vendiendo relatos idealistas de la Guerra Divina. Libertades creativas inocentillas, decía… Un poco de aderezo para sazonar las historias de la historia. Y con esa mentalidad el aspirante exclamó: ¡Seré el próximo Jesús A. Olivo! Los hermanos le miraban con condescendencia.

Helena y Néstor estaban demasiado ocupados con sus propias vidas, cómo para pensar en un fugaz encuentro de décadas pasadas, mucho menos para reparar que durante la huída, faltaba un fiambre entre los tirados en el congelador de la clínica. La ausencia de un fantasma blanco.
***
39
Shura contempla a su hermano. Dos esclavistas que aún permanecen fieles, trajeron y presentaron el cuerpo. Achú yace el sofá desde donde disfrutaba de sus películas viejas, ahora con los ojos para siempre sellados, y el izquierdo vuelto trizas. Si se ignora la herida, casi parece dormido.

A Shura las piernas le flaquean, incapaz de seguir en pie, planta las rodillas. Toma esa mano inerte, la besa, pega la frente en ella, y llorando, ruega perdón por sus debilidades cómo mujer, por sus falencias cómo hermana, y por nunca decirle de frente lo mucho que lo amaba. ¿Acaso a partir de ahora tendrá que esclavizar sola en el yermo? Puede que no…

—Shura…

Una voz ronca sin eco de pleitesía le sorprende a sus espaldas. Con espasmos Shura vuelve el rostro, y descubre a la piltrafa humana con carteles colgando. Pero esta vez los ojos de El Poste no se mueven temblorosos entre la línea de la locura y el estén, todo lo contrario, parecen competentes y poseedores de una iniciativa. Shura percibe que ya no es El Poste trastornado por años de humillación, sino el hombre que le dio la vida y que Achú derrocó en venganza por los maltratos y burlas de la niñez.

El hombre, tras enterarse de la muerte de Achú, más que gozó recuperó una valentía perdida. Revitalizado, logró entender que todo lo ocurrido es en parte su responsabilidad, un síntoma del error cometido al fracasar con sus hijos, desde el momento que supuso que una mano dura y cruel los haría fuertes para sobrevivir a este mundo tormentoso. Le dolió saber que con Achú ya más nunca obtendría chance de redención, pero aún existía una luz en la forma de Shura. Podría ayudarla, podría revelarle que hay más en la vida que el horror de las cadenas. Cubierto de dicha determinación, se acerca a Shura y la envuelve en un abrazo.

—Sé que cometí miles de errores contigo, y tu hermano… Pero ahora, en estos momentos de necesidad, quiero que sepas que estoy para ti, para acompañarte, y ayudarte, y lograr que entres en razón. Porque sé, hija mía, que la furia y el dolor te ahogan. Pero antes de dejarte dominar por la ira y condenarte a un destino de más pérdida y sangre, deseo que sepas que solo porque provengas de un hombre podrido, que te inculcó la violencia y la dominación como única manera de vivir, no significa que seas incapaz de cambiar, y mucho menos alejarte de este yermo doliente. Shura, mi deseo es que, en vez de buscar la venganza, encuentres la felicidad.

Las palabras del viejo frenan el torrente de lágrimas de la mujer que, con suavidad, se separa para ver al hombre a la cara, pálida y boquiabierta, expresión que no demora en evocar el rojo y apretar los dientes.

—¿Shura…?



El Poste es atado de pies y manos, a estilo blasón, en un camión de la caravana. El enjambre es formado por coches con pinchos, motocicletas tuneadas, poderosos tanques, y artillería motorizada. El centenar de esclavistas reunidos rugen pidiendo guerra y sangre. Atacan a cualquiera de los rezagados que intentan huir o que reniegan del conflicto, sean esclavos o cadeneros, da igual.

En lo que queda del taller, cadeneros utilizan los recursos supervivientes, para recargar la batería de misiles y los GAU-8 Avenger. Shura, vistiendo la mascará de Achú, escala la escalerilla del ducto quemado y retorcido, y pisa la cabina del Crocodile. Enciende los interruptores en la espalda de la silla, y toma lugar. No necesita los grilletes, esa bestia fue construida para ellos, y si algo confirmó las pruebas bajo la supervisión del hombre quemado, es que su mente y voluntad es incluso más fuerte que la de su querido hermano. Tras deslizar el visor trasparente del casco hacia arriba, colocárselo (Esta diseñado para calzar perfectamente con la máscara), y contar hasta 30, la conexión es hecha, y su mundo se convierte en el del Crocodile.

Shura habla. Su voz y sus instrucciones son trasmitidas por poderosos amplificadores envolventes. Los esclavistas liberan al Crocodile de las cadenas de arrastre y, con el trabajo concluido, huyen a las murallas. Shura empuja sus toneladas hacia adelante, las orugas en sus pies reaccionan y pulverizan todo lo que se atraviesa. Su envergadura termina de derrumbar los restos del muro cuando cruza al exterior.

El rostro del hombre que quebró su nariz relampaguea en su mente. Rememora el testimonio de quienes trajeron a su hermano: Achú, asesinado durante la búsqueda de una misteriosa tribal, misma indígena a la que se vio escapando en un jeep con el Lancasteriano. La furia de Shura llega a su cenit, y prende su espalda. Los cohetes vomitan fuego y humo, levantan las orugas del suelo, y extienden una alfombra incineradora a lo largo y ancho del asentamiento.

La cúpula se transforma en una antorcha, los edificios en brazas, los rezagados en cenizas, y los restos de Achú en polvo de estrellas. El Crocodile se eleva 20 metros sobre el infierno. La mujer que lo pilota honra a su hermano, se despide del pasado, y adopta un nuevo nombre que reúne la fuerza de los dos. Se promete a sí misma, alejarse de las vanidades y torpezas que encadenaban a su viejo ser.

—¡Mi nombre es Ashura! —El Crocodile ruge con ella. Desde la caravana todos alzan la mirada con una mezcla de reverencia y temor. —¡Para todos los gloriosos bastardos que me escuchan y me apoyan, solo tengo una exigencia a cambio de un futuro próspero! ¡Tráiganme la cabeza de Chester Lancaster!

Por primera y última ocasión, hay truenos en la cúpula, y en vez de provenir de un huracán con nombre de mujer, surgen de una mujer con la piedad de una tormenta. El Crocodile aterriza generando un pequeño terremoto. La carava lo sigue… Eso sí, quitando el nitro para no sobrepasarlo.

Fin de la quinta parte.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

Sexta parte: La Cuna.
40
Frenan para lo indispensable: Comer, rellenar el tanque, o ir al baño. Apenas acaban la faena Chester los apremia para reanudar la marcha. No están solos, hay rastreadores, siluetas motorizadas que patrullan a kilómetros muy atrás. Son un recuerdo de que siguen en peligro.

—¿Volvemos y los reventamos? —Ofrece Erika.

—Eso reduciría nuestra ventaja —Chester vota por la paz. —Por ahora dejémoslos tranquilos. Cuando el North Star se active, me encargaré de ellos personalmente.

Ash, al oír eso, se acaricia la garganta temiendo a las consecuencias del fracaso.

Al tercer mediodía, Tashala demuestra su valor cómo guía. En el horizonte aparece una montaña de cara plana, vecina de un río seco. Chester felicita a Tashala con una palmada en la espalda, y voltea donde Nadjela esperando encontrarla inflada de emoción, cómo una niña que vuelve a casa tras un viaje tortuoso. Pero en vez la descubre silenciosa y meditativa. La sonrisa de Lancaster se vuelve una mueca apagada. Al reflexionar, se percata que él tampoco está feliz de alcanzar La Cuna. Quizás por las advertencias de Tashala… Quizás por emociones que su personalidad hiperactiva le impide sopesar.
Un vigía oculto en un eucalipto los ve aparecer, y corre a soltar gritos de alarma en la aldea. Las mujeres agarran a sus niños para resguardarse en las casas. Al mismo tiempo los campeones del halcón, el tasmania, y el komodo, saltan de sus lechos en la barraca, y se apresuran a por sus mantos, monturas, y armas. Los cazadores que quedaban en descanso adoptan una actitud similar y, arco y carcaj en mano, montan a los avestruces y se unen a la cabalgata de los campeones.

El jeep está a 300 metros y acercándose. Los nativos forman tres hileras, dos de 10 cazadores, y la delantera de 12, en la que se incluyen a los campeones. Zell, con ojos entrecerrados bajo el pico de hueso, saca tres flechas del carcaj, eleva el arco unos quince grados, y tensa el hilo. Su mirada 20/20 sigue al vehículo. Ignora los murmullos de voces inquietas qué preguntan qué clase de montura cargada de demonios es esa. Estudia cómo se comporta el viento, y apenas concluye los cálculos, dispara. El arco chasquea como un látigo, y los proyectiles trazan una parábola.

200 metros. Dentro del jeep el grupo nota el gesto, pero demoran en reconocer a las líneas que trazan el cielo y desaparece por momentos en el resplandor del sol.

—Ah, flechas —Murmura Chester, el visor se lo confirma.

El primer proyectil destruye un faro. Ash chilla y Nadjela se esconde bajo el asiento. El segundo cepilla el cabello de Erika, que se agachó justo a tiempo. La tercera flecha traspasa el parabrisas y se hunde en el pecho de Tashala, justo en el corazón.

150 metros. A orden de Zell, los cazadores cargan sus arcos. El campeón del halcón es el primero en notar que la joven del vehículo, esa con el cuerpo y la ropa curtida de polvo, que se alza y agita los brazos, contra todo pronóstico es la princesa Nadjela. Zell quiere ordenar fuego, pero por el rabillo del ojo percibe que, uno de los hombres con casi tan buen ojo como él, ya sospecha la identidad de la chica.

Zell baja la mano, sabe que perdió la oportunidad de resolver el problema al primer encuentro. El cazador que identificó a la princesa empieza a gritar eufórico y a pedir que bajen las armas. Bironte y Maaca observan a Zell esperando instrucciones, pero el líder se limita a cerrar los ojos y aguardar. Finalmente, la distancia deja de ser un impedimento, hasta el más miope de la avanzada reconoce a Nadjela. La euforia de los cazadores alcanza las casas, y los refugiados se derraman tras oír la increíble noticia del regreso de la princesa
.
El jeep frena a un salto de la aldea, y enseguida se ve rodeado por jinetes de avestruces, cuyo entusiasmo pasa a la preocupando al descubrir las caras nuevas, una gris y dos pálidas, pero sobre todo por encontrar a Tashala lastimado, ¡y por la flecha de uno de los suyo! Hasta entonces para la mayoría el paradero de Tashala era un misterio.
Nadjela se sube al soporte del lanzallamas, y desde allí anuncia su llegada.

—¡Nobles cazadores de La Cuna! ¡Estoy bien, estoy a salvo! ¡Pero Tashala necesita llegar con los curanderos!

El campeón del cerdo no es tan optimista como Nadjela, siente un sabor metálico en los labios, y un calor que le resbala por el pecho. Carece de sensibilidad en las extremidades, y a pesar de eso sigue moviendo los brazos. Gasta esa última chispa de vida para atraer a Chester desde el chaleco.

—Júrame que protegerás a la princesa.

—Vamos. Aguanta, hombre. Lucha.

—¡Júramelo! —Pide con dientes rojos y apretados.

Chester entiende que es la última voluntad de un moribundo. Asiente y le da su palabra. Tashala, consolado de que su tarea quedase en buenas manos, suelta al Lancaster y se echa para atrás. Cede ante el misterio que se desentraña bajo la privacidad de sus parpados, el descubrimiento de qué hay después de la muerte.

Desde las casas llega una carrera de hombres, mujeres, ancianos, y niños, bañados de entusiasmo. Aunque al principio sufren escalofríos al reparar en Chester, Erika, y Ash, esa desconfianza se apacigua cuando la princesa anuncia que son sus salvadores. Pero las lágrimas de felicidad se vuelven de angustia cuando reparan en el hombre que Chester sostiene en brazos. El llanto de una mujer y de dos niños sobrepasa al de los demás.

El Lancasteriano lanza una mirada solemne sobre la multitud. Desentraña las caras hasta llegar a los tres campeones en el fondo, ajenos al placer o al pesar del reencuentro. Tres animales: Tasmania, komodo, y halcón… Los ojos del tercero son particularmente helados, no como hielo, sino como piedra. Pero pronto la atención de Chester les deja y se aventura más allá, al balcón del edificio más alto y ancho de la aldea. Un hombre observa el recuentro desde ese lugar, y si Zell parece tener ojos de piedra, Neddin resulta por completo una gárgola.
***
41
A los parias y herejes se los abandona a faldas de una colonia de hormigas infernales que, rojas y gruesas cómo colibrís, surgen para despojar la carne y los huesos. A los hombres y mujeres de a pie, se los coloca en una balsa destinada a perderse en el rio, y con una flecha en llamas se enciende el lecho de hierba seca para que el alma ascienda. Por último, a los héroes y gobernantes de La Cuna se les construye una hoguera amplia, rodeada de piedras, a lo alto de la montaña, y al costado del ave sin cabeza.

Aunque en la privacidad, Tashala fuese señalado por el líder como un traidor, Neddin tardó demasiado en preparar la mentira, y Tashala fue prendido con todos los honores habituales a un campeón.

¡Salvador! ¡Héroe! ¡Que la Madre de todas las aves lo tenga en su gloria!

Lloran las gentes de abajo, y el lamento asciende con el cálido viento por la cara plana de la montaña. Se mezcla con la elegía que brota de los labios secos de los sacerdotes, galimatías sagradas, frente las que Neddin mantuvo los labios firmemente sellados para evitar soltar una risa desdeñosa.

Durante el ritual funerario, Nadjela, ataviadas con prendas ritualistas, ocupa una posición de honor a la derecha de su padre. Su hermana Suri está la izquierda, con la bolsa de piel cubriendo la cabeza entera, a excepción de unos agujeros para sus ojos atigrados. La princesa piensa en el rencuentro…

Luego de un viaje tan intenso que pareció una vida aparte, se arrojó a brazos de su padre con la cara bañada en lágrimas de felicidad. Pero enseguida Neddin arrugó la nariz, se separó, y con una mirada severa le exigió compostura. Nadjela recordó su lugar como princesa y se enjuagó las lágrimas. Entendió que la libertad con la que hablaba y se movía en las tierras prohibidas, ahí en La Cuna no sería aceptada. Nadjela guardaba muchas cosas que decirle a su papá, pero Neddin la calló y le resaltó la importancia de preparar el funeral para Tashala. Quizás hace dos semanas Nadjela habría cedido, pero tras las pruebas superadas, decidió insistir.

—Padre, mis amigos me acompañan. Están agotados por el viaje y la lucha. Necesitan un lugar donde reposar.

La comisura izquierda de los labios de Neddin se torció de forma leve, casi imperceptible, y repitió la palabra “Amigo” como si fuera vulgar. Los ojos cenicientos del hombre pasaron de la joven a los compañeros a varios metros atrás, prestando principal atención al muskita.

—¿Esperas que dé resguardo a estos diablos extranjeros?

El reproche impreso en las palabras del cacique, hizo a Nadjela abrir muchos los ojos y responder con una mano sobre el corazón.

—¡Padre, no son demonios! Me apoyaron. Cómo princesa tengo una deuda con ellos.

—Puede que sus identidades y motivos sean un misterio. Pero lo que sí es cristalino, es que algo allá fuera te cambió, siendo esta la primera vez que me levantas el tono.

Nadjela bajó la cabeza al entender su inconsciente grosería, sintiéndose más pequeña que bajo la sombra de la pila de cráneos.

Neddin añadió.

—Pero si esta deuda te inquieta tanto, hija mía… Resolvámosla… Daremos resguardo a los forasteros hasta que renueven sus fuerzas y estén listos para partir. Esperemos sea más pronto que tarde.

Aquellas nuevas palabras regresaron el color a la princesa. Abrazó su padre, rompiendo una vez más el protocolo, sin parar de decir: ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!

Regresó con el grupo y les informó que ahora son huéspedes de La Cuna. A orden de Neddin, Zell guió a Chester y compañía hasta la casa de Tashala, que fue desocupada para usarse como posada provisional. La mujer y los hijos del campeón, pasarían a quedarse en el hogar de la servidumbre.



Desde los aposentos de la casa ovalada, Chester mueve las cortinas de cuentas de piedra que cubre una ventana, e intenta ver qué ocurre en la montaña, pero las figuras son indistinguibles cerca de la hoguera.
La princesa está a salvo con los suyos, Chester quiere sonreír por eso, pero le cuesta. Se justifica diciéndose que el trabajo no está hecho hasta que destruya la amenaza esclavista, y hasta que resuelva los problemas medioambientales, que también lo prometió.

Erika se acuesta en unas de las hamacas. Acaricia a la cerdita posada en su vientre, y mira al techo sumida en sus propias preocupaciones. Ash cae rendida en otra, todavía no ve ningún blindaje, así que intuye de manera muy acertada, que le toca acompañar al muskita un rato más. Diez segundos después de que ambas cierran los ojos, Chester las llama.

—Necesito que resuelvan algo por mí —Dice el Lancaster.

—Por Il Separatio y todo lo sagrado en este mundo, ¿ahora qué? —Gruñe Ash pero aun sin abrir los ojos, esperanzada de que la cosa sea con la nazi. Pero claro, la pluralidad de la demanda no pasa desapercibida.

—Encuentren mi blindaje y tráiganlo cuanto antes —Declara y se vuelve a la ventana. —Puede que lo necesitemos.

—¿Puede…? —Erika mantiene los brazos cruzados tras la cabeza, y una pierna suelta a un lado de la hamaca, meciéndose. —Es una puñetera certeza que lo vamos a necesitar. Hay una horda de cadeneros degustando cada una de nuestras huellas como si fuesen los jugos íntimos de una diosa. Andarán a marcha lenta, pero sin pausa, y sabiendo el tremendo culo que tiene la que los flagela, tenemos razones de sobras para evitar adelantar el final feliz. ¿O ya olvidaste mi profecía?
Erika evita mencionar las sospechas al rey de La Cuna. Pero por la manera que Chester espía los alrededores, es obvio que tiene en consideración tanto a Shura cómo a Neddin y sus campeones.

Ash desconoce la conexión entre los traseros grandes y el peligro. De lo que sí sabe es de máquinas. Pero ser una experta no significa que posea un sexto sentido para ubicarlos… Ojalá así fuera, le ayudaría a conseguir gangas.

—Odiaría ser una aguafiestas, pero… Australia es como que muy grande.

—Ya me fijé —Ronronea Erika, impasible, cómo si eso no fuese de importancia suya.

Ash rueda los ojos.

—Te lo presto —Chester se quita el visor y, con una sonrisa, invita a agarrarlo. Ash duda, pero termina aceptándolo y descubriendo que, lo que por un lado es un cristal opaco, casi negro, por el otro arroja un nivel de nitidez y color que complementa y eleva la calidad visual del ojo humano.

—Creí que solo era para cuidarte de la radiación del sol…

—Úsalo y prueba a hablarle —Aconseja Chester.

La mecánica se sienta y acomoda el visor en su cabeza. Señales y flechas aparecen en su campo de visión.

—Pide que te ubique el North Star —Dice Chester.

Ash sigue la indicación. Necesitó repetir las frases un par de veces, la faena requería simular un acento británico a la hora de pronunciar “North Star”.

El visor capta el comando. Las flechas en su campo de visión enloquecen, unas coordenadas indecisas toman sitio en la esquina inferior izquierda, mientras que en la pared del fondo se forma un rectángulo azul con cifras variantes, que escalan de metros, a kilómetros, y se auto-calculan hasta quedar en 2 días de viaje.

—Ya lo pillo. Muy útil —Dice Ash.

—¿Quieres que partamos ya? —Pregunta Erika.

—No sé… —Chester cruza los brazos. —¿Qué tan cerca notas el aliento de los esclavistas? ¿Deberíamos preocuparnos?

—Todavía no hay un hedor a mierda impregnando el aire… Lejos andarán. ¿Quizás la niña bonita que trajimos de suvenir sepa ayudarnos con los cálculos?

En perfecta sincronía se vuelven sobre Ash. Ella por reacción involuntaria retrocede un par de pasos.

—Depende… El Crocodile no era muy rápido cuando ellos me secuestraron… Ni tampoco era más rápido cuando ustedes me secuestraron.

Erika arroja una carcajada. Chester sonríe y se rasca la nuca con pena.

—Decir “Secuestro” es un poco feo. Solo fuimos muy apasionados a la hora de pedir tus servicios —Explica con el puño apretado al frente para ejemplificar susodicha pasión. —¡Saldrás ganando de esta, compañera! Lo juro, y mi palabra vale oro.

Ash suspira. Quisiera confiar, ser de utilidad, y largarse con oro de verdad en los bolsillos. Pero no importa que tan blanca sea la sonrisa del Lancaster, Ash todavía sufre pesadillas por la masacre en la cúpula. Que sí, que los esclavistas no eran hermanitas de la caridad, pero sí eres capaz de destrozar personas y luego venderte como un intachable héroe de mundo, alguna tuerca suelta tendrás.

—De cuatro a cinco días… —Ash evita arriesgarse con las predicciones. Una posibilidad clara era que los esclavistas se arrojasen sobre ellos sin esperar al Crocodile, en tal caso quizás los tendrían encima al amanecer y la mejor posibilidad para los tribales sería escapar. Aunque sin vehículos a motor, tarde o temprano la caravana los atraparía, mataría a los guerreros y ancianos, y sumaría a las mujeres y niños a las jaulas. Ya los ha visto operar. —¿Están seguros que un solo blindaje podrá competir contra un ejército? Los cadeneros de Achú no serán los escuadrones de la muerte del Lord Esclavizador, pero igual muerden, y duro. También estará el Crocodile por ahí.

Buscando despejar sus miedos, Chester le pone una mano en el hombro, acción que la inquieta todavía más.

—No es un blindaje de los que te compras en el mercadillo. ¡Es el North Star! La mejor de las cinco estrellas de mi familia. Encuentra al gran tonto y despiértalo, para que este otro gran tonto se encargue de pilotarlo. ¡Acabaré con lo que surja! Siempre lo hago, ¿verdad, Erika…?

Cuando mira, descubre a la alemana caída de la hamaca, convulsionando con espuma escapando de su boca. Ash se pega a la pared con la mano en el pecho y pregunta qué pasa. ¿Veneno? ¿Broma? ¿Posesión demoniaca?

Chester carga a Erika y la devuelve a la hamaca, donde, con una dulzura que jamás demostraría con la alemana lucida, consigue un trapo de cocina para limpiarle la baba de los labios, y le acomoda el flequillo lejos de los ojos. Chester le cuenta a Ash sobre la feroz lucha que tuvo contra la cazadora.

—¿Fueron enemigos a muerte y ahora viajan juntos como si nada? —Le cuesta creérselo.

—Cómo decía mi tío Julius, en nuestra profesión toca aprender a ver el lado bueno hasta de los más hijoputa. También es verdad que con las damas soy un blandengue… Aunque a estas alturas me cuesta ver a Erika como una dama.

—¿Busco un médico? —Pregunta Ash al mismo tiempo que recuerda la clase de sitio donde está. —¿O a un chamán…?

—Sabiendo que Erika es casi un demonio, un exorcismo la mataría. Esperemos a que se le pase, eso ya me funcionó.

Una hora después Erika abre los ojos. Se soba la cabeza y pregunta qué pasó. Chester le cuenta todo, causando que la colorada maldiga en alemán, porque ni recordó llegar a la aldea de Nadjela, tampoco que Tashala murió. Erika se sienta en la hamaca y resopla con el orgullo herido.

—Me tomaré un descanso hasta la noche, y entonces me largaré a cumplir… —Observa a Chester esperando una burla, pero el Lancaster le dedica su sonrisa más comprensiva. —Que te den.

Alguien llama desde la entrada. Chester sale a revisar. En el vestíbulo de la casa, se encuentra con una chica cargada de collares de cuentas, gemas, ropa negra, la cara pintarrajeada con ceniza, y una corona hecha de huesos. Guapa y salvaje, Chester se cuestiona su identidad. Como la cabeza del noble es demasiado pequeña para guardar pensamientos por mucho rato, la incógnita le sale por la boca.

La joven agradece para sus adentros que la ceniza esconda su rubor, y habla con una voz que el Lancaster reconoce.

—Terminó la cremación. El alma de Tashala ahora vuela con la madre de todas las aves —Anuncia Nadjela, haciendo uso de toda su voluntad para mantenerle la mirada a Chester. Sí que le costaba vocalizar con ese bello color rubí maravillándola, y dando fiebre a sus entrañas. Pero como buena princesa, templa su postura y su voz. —Me habría encantado mostrarte la aldea… A ti y a todos, me refiero. Pero mi padre me necesita para finalizar los trámites legales de Tashala.

Chester queda sin palabras, como si Nadjela hubiese confesando que necesitaba un momento para desplegar las alas e irse volando a la luna.

—¿Legalidad? ¿Tienen de eso aquí? —Cuestiona el muskita.

—¿Ustedes tienen de eso allá?

La sorpresa franca de Nadjela es igualable a la Chester. La “civilización” que la princesa conoció en el exterior, se limitó a la Cúpula del trueno y el sistema esclavista. Es normal que para los tribales sean los de afuera los salvajes y primitivos.
—Tashala tenía esposa e hijos. Toca ver quien se encargará de ellos a partir de ahora… En una situación normal quedarían para quien lo mato, pero Zell asesinó a Tashala por accidente.

—¿Y qué sería una situación normal?

—Un duelo.

—Suena divertido… Excepto eso de la responsabilidad. De donde vengo los duelos son al revés, y el que gana se lleva la mejor parte.

—¿No te gustaría casarte en un futuro? —A Nadjela le traiciona la voz, en su tono se filtra un rastro de amargura.

—Soy un espíritu libre que avanza corajudo al horizonte. ¡No hay grillete o anillo de compromiso capaz de encadenar al león azul!

—Entiendo… Un guerrero indomable… Un hombre que siempre busca emociones nuevas. Sin lecho al que volver, ni caras que extrañar.

—¡Exactamente! —Reacciona feliz de que Nadjela entienda el núcleo de su viril odisea, pero quizás se pasó con la bravura, porque la princesa anda barriéndose las lagrimas con los dedos. —¿Por qué lloras…?

Nadjela respira hondo, niega con la cabeza, y se apresura a notificar que tras el ocaso cenaran con su padre. También explica que mandará a alguien que los guie a las termas, donde podrán relajarse y quitarse las impurezas del viaje. Dicho eso, la princesa se retira a paso veloz.

Chester la sigue con la mirada hasta más allá de la cortina de cuentas, ve a la chica desaparecer entre los tribales que lo contemplan con ojos desorbitados, como si fuese Elon Musk en persona. Chester dice: “Mujeres…” Y se dispone a volver al dormitorio, casi tropezando con la cerdita. Humano y animal se encaran. Los ojos porcinos parecen los de una madre… Una madre para nada contenta.

—¡¿Ahora qué?!—Se queja Chester, sin verse merecedor de tal reproche.

La cerdita permanece observándolo.

—No hice nada malo…

La mirada de la cerdita le hace dudar.

—Si hice algo malo, ¡aclárate!

Los ojos de la cerdita siguen implacables.

—Pones a prueba mi paciencia, ¿eh? ¡Pues sigue! Tengo paciencia a manos llenas.

La cerdita echa un ronquido muy similar a un suspiro.

—¿Qué tiene que ver Nadjela en esto? ¡Desvarías! Ahora es feliz con su papá. Solo queda protegerla un poco más y… Cumpliré mi promesa.

La cerdita retrocede.

—¡Dale! ¡Vete! Sigue actuando como si tuvieras todas las respuestas —Al verla cruzar la esquina, Chester forma un altavoz con las manos para gritar. —¡No sabes nada…! ¡Jamón!

Mientras tanto los tribales reunidos afuera seguían compartiendo historias referentes a los demonios extranjeros, seres tan preciosos como excéntricos, capaces de conversar con las bestias.
***
42
Chester mal tocaba unos tambores que encontró por la casa, cuando siente un duro jalón del pelo.

—¡Ay! ¡Mierda!

Lleva una mueca de furia, que se suaviza al descubrir al infante. La niña lleva un vestido colorido y colmado de plumas, con los brazos y las piernas pintadas con patrones de nubes arremolinadas, estilo que constata con la simpleza del saco de piel marrón que engulle la cabeza.

—¿Por qué tanto secreto? —Al espadachín le pica la curiosidad y estira una mano para quitarle el saco. La niña permanece de pie, tiesa como tabla, observando muy callada esos dedos que se acercan.

—Quizás sea deforme —Dice Ash en tono de advertencia. Chester mira a la mecánica, que en esos momentos toma asiento en una esquina en pose de loto, examinando, limpiando, y calibrando los instrumentos de una caja de herramientas, labor en la que parece obsesiva. —Sin capa de Ozono, y con el campo magnético de la Tierra atrofiado, el cáncer y los mutantes solares son tragedias del día a día, especialmente en estas zonas tan pobres y alejadas de la mano de Dios.

Erika, sin mirar a nadie en particular, y masticando una tira de carne seca obsequio del saqueo en la cúpula, suelta una puya.

—Las otras razas poco aprendieron de la paliza en Neuschwabenland, con el fracaso de la operación Highjump. Tardaron demasiado en darse cuenta que arrojarse ojivas nucleares a través de la atmosfera, es una idea de porquería.
Chester baja la mano y la coloca en su cadera, ya consciente de lo maleducado de su gesto. Dedica una sonrisa a la niña y decide hablarle con franqueza.

—El cuerpo es fácil de cortar. Se daña y envejece, pequeña amiga. ¡Lo que vale es lo de adentro! —La apunta con el dedo, causando que la niña se mire al pecho esperando encontrar un punto rojo. —Construye un espíritu honesto, generoso, y valiente… Un alma que sobretodo tú puedas amar. ¡Témplate como una espada y nada podrá resistirse a tu filo!

Suri levanta la cabeza. Si las palabras de Chester tocaron una pieza dentro de ella, ninguna reacción lo demostró. Cómo lo del pelo no funcionó, ahora prueba a jalarlo de la mano.

—¿Quiere que la siga? —Sospecha Chester en voz alta.

—Obvio —Dice Erika.

—Será el lazarillo del que te habló tu amiga —Señala Ash.

Deseosos de pasar un buen rato en las termas, los tres salen con Suri, bajo el sol naranja de la tarde. Los tribales quedan ensimismados frente al paso de los forasteros, y aunque los adultos mantenían una respetuosa distancia, los niños, más intrépidos, se aventuran a mirar más cerca. Erika enseña sus blancos colmillos, salta y gruñe como una furia, llevándoles a correr despavoridos.

Enfilan por la orilla izquierda de un rio que, por lo agrietado y seco del sedimento, es acertado suponer una larga racha de sequía. Aquel canal natural pasa junto a la montaña y sigue al horizonte. Hay una cueva labrada en el costado de la montaña, protegida por centinelas armados con lanzas de hueso y expresiones solemnes. El umbral está adornado por garabatos y quimeras con ínfulas antediluvianas. Nadjela dejó arreglado todo, los guardias dan el visto bueno a los forasteros. Chester, Erika, y Ash, pasan al lugar sagrado.

El corredor es inclinado, y su descenso está iluminado por antorchas de trapo bañadas en grasa de ballena. Chimeneas excavadas en el techo sirven de escape para el vapor que surge del fondo. Sudados de pies a cabeza, alcanzan un escenario donde las aguas termales fluyen y llenan un gran estanque circular, que según las leyendas de La Cuna es tan infinito como el cielo.

Si las lejanías están prohibidas por considerarlas profanas, las termas están prohibidas por decretarlas tierra santa. Cuatro bancas de piedra ocupan los laterales del estanque, y recostada en la más cercana a la salida, yace una mujer postrada con la sensualidad de Cleopatra… O así sería si fuese una mujer. La adolescente de ojos de ópalo y mechones de bronces en su melena castaña, interrumpe el beso con uno de los cuatro chicos mayores que le acompañan. Gaita ni se molesta en acomodarse el pelo, y mucho menos la bata que se desliza por sus hombros. En su faz habita un sentimiento ávido y pecaminoso que crece al preguntar.

—¿Desean unírsenos? —Habla sin que se le agarrote la voz, aun teniendo a esos muchachos atléticos acariciándole impúdicamente los muslos.

Chester mira a los lados, pero la pregunta resulta que es con ellos. El hecho de reconocer rasgos de Nadjela en aquella Diablilla, le deja acida la garganta.

—Gracias, pero no. Iremos al fondo.

—¿Oh, en serio…? Lástima. Nunca antes estuve con demonios extranjeros.

Por lo que respecta al Lancaster, la pequeña golfa puede seguir esperando sentada por saciar su curiosidad. Se gira hacia Suri para decirle que abandone ese ambiente inadecuado, pero la niña enmascarada los dejó sin que se dieran cuenta.

El grupo bordea el estanque hasta el banco del otro extremo. No hubo vestidores, pero tampoco vergüenza. Chester y Erika son soldados, y Ash ya sabía lo que significa vivir tiempos duros donde el pudor vuela por la ventana. Los tres se desvisten, aunque es Erika la que atrae las miradas por el mural de imágenes que es su cuerpo. El ceñido traje escondía una segunda piel hecha de tinta, que empieza en los tobillos y asciende en hileras de alambres que rodean sus piernas, protegiendo los rostros iracundos de soldados del Sturmmann que disparan ametralladoras. Al subir los rostros bravos ceden lugar a una tormenta de panzer, aviones con alas marcadas por la cruz, y rosas muy rojas en los muslos, que adornan calaveras sonrientes, y resguardan la esvástica colocada sobre el monte de Venus, atravesada desde arriba por la daga ceremonial de la SS. Los tatuajes dejan en limpio el estómago y los pechos de Erika, para ascender firmes por su columna y brazos, trazando en la parte media de la espalda el juramento de lealtad a Hitler:

Yo te juro Adolf Hitler
Führer, canciller del Reich
Fidelidad y valor
Prometo seguirte hasta la muerte
A ti, y a los superiores por ti designados
Que Dios me ayude.


Coronada en los omoplatos por un águila gigante que recuerda a los tiempos más gloriosos de Roma.

Chester, exceptuando el tatuaje del león en el brazo, lleva gradaba su disposición de manera distinta, con cicatrices de los tiempos de cólera y plomo. Las quemaduras, las marcas, los cortes, menos numerosos de la que debería, porque su familia lo obligó a sufrir enmascaramientos quirúrgicos y trasplantes de piel para tapar las cicatrices, consideradas innobles y de mal gusto. De ahí que valore tanto la sutura mal hechas de Ash, que lleva en la frente como una medalla al mérito.

Ash también tiene abolladuras, pero por golpes o tropezones, o por carecer del dinero suficiente para comprar cremas que cuidan la piel. Indiferentemente, cuando los tres se sumergen con lentitud en el agua tibia (Chester aferrado a la orilla de estanque), sueltan en unisonó un jadeo de placer. Al fin de cuentas, todos son igual de humanos, igual de imperfectos.
***
43
La casa del líder cuenta con una altura de dos plantas, cada una de amplitud mayor a la de cualquier otra casa en La Cuna. Pero, aunque los detalles y comodidades interiores indican el brillo del privilegio, está muy lejos de ser el palacio de Versalles o el castillo sideral. No quita que Neddin, con esa expresión que parece nunca haber conocido la risa, luce dispuesto a aferrarse al puesto, aunque le echen agua caliente.

Una mesa de piedra baja, ancha y circular, ocupa lugar en el centro del comedor. Sentados de piernas cruzadas sobre gruesas pieles, están Chester y Neddin a las 6 y 12 respectivamente. A la izquierda de Chester esta Ash, y a la derecha Erika. Zell permanece de pie atrás de Neddin, sus ojos no se despegan del muskita… Del mismo modo que los ojos de Erika no se despegan del campeón.

El Lancaster intenta ser diplomático con Zell. Supone que el arquero se tomó a mal el comentario que le dijo al entrar. No es que Chester buscase ser ofensivo, solo le dio un par de consejos sobre cómo tensar un arco. Tener dedos torpes con esa clase de arma es peligroso, y lo que ocurrió con Tashala lo prueba.

Nadjela ocupa un merecido lugar a la derecha de su padre. Gaita permanece a la izquierda, desde donde le lanza besos y lamidas de labios al león. Chester sufre un repelús, tiene ganas de ponerse de pie y gritar: ¡Acoso sexual! ¡No soy un objeto! Pero al tratarse de una princesa, y al estar invitado en una casa que no es la suya, decide comportarse. La mala experiencia lo lleva a pensar que tal vez las polémicas en Plutowood son ciertas, y no solo inventos de gente loca.

Un pesado silencio domina el ambiente.

—Tiene una casa muy hogareña, señor Neddin —Dice Chester para romper el hielo.

El cacique de la aldea parpadea con lentitud, y su cara pintada de rojo no agita un solo rasgo al contestar.

—No podría ser menos. Este lugar pertenece a mi familia desde incontables generaciones, y confió que siga así durante muchos siglos más. Es más que una casa grande, es nuestra identidad.

A Chester se le tuerce la sonrisa, ese hombre se escuchó justo como Krause, su papá.

Las criadas traen la cena. Necesitan ser cinco para cargar el ancho plato de madera que sostiene el festín. Lo colocan sobre la mesa, casi cubriéndola entera. El comedor se llena con el aroma de grasas saladas y perfumes empalagosos. A Chester le ruge el estómago, y le echa mano a un muslo de avestruz más grande que su cabeza. Pero bajo el silencio consecuente, y con el muslo entre los dientes, se da cuenta que nadie más come.

Neddin permanece con cara de piedra. Gaita suelta una risilla. Nadjela se inclina hacia su padre y busca suavizar la ofensa.

—Es que desconocen nuestras costumbres… Considerando eso, ¿no sería este encuentro una oportunidad invaluable de intercambio cultural? —Junta las manos, ladea la cabeza, y enseña su sonrisa más tierna.

Neddin la ve de reojo, y una sola mirada basta para borrarle la mueca a Nadjela.

—Parece que los días en intemperie te trastornaron. Nada que provenga de afuera está hecho para nosotros. Como futura heredera, tú más que nadie deberías tenerlo claro —Dice tajante. Lleva su atención a Chester y le reprende. —En esta casa el líder es el que abre la cena.

—Oh, perdón.

—¿Y bien…?

—¿Y bien qué?

—¡Suelte ese muslo!

—Ah, disculpe.

Lo lame antes de devolverlo a la mesa para que todos sepan que le pertenece.

Neddin concede el permiso para comer. Sin cubiertos, se sirven de hojas de El-nido-de-todas-las-plantas para tomar las salsas, carnes, frutos, y verduras. Las bebidas, leche y frutas fermentadas, se sirven en cascaras de huevo de avestruz. Mientras disfrutan de la cena, Gaita decide abrir una cháchara.

—Me llena la curiosidad, ¿cómo conocieron a mi hermana? Cuando el gigante se la llevó, con todo el dolor del mundo creí que la devoraría. ¿Intimaron mucho? ¿Acaso desde ahora debería llamarlo “Querido cuñado”?

Nadjela escupe la leche hasta por la nariz. Erika ríe. Chester se limpia la grasa de la boca con el antebrazo, listo para responder, pero la firme voz de Neddin vuelve a cortar.

—Los asuntos de tu hermana y sus… Benefactores, no son temas para esta mesa. Alégrate de que la devolvieran sana y salva. Además, el marido de Nadjela todavía no lo escojo… ¿Quién sabe? Puede que Zell sea el indicado.

Gaita baja la cabeza y pide disculpas por su impertinencia, luciendo sombría. Nadjela se sigue recuperando de la leche. Ash y Erika intercambian miradas de duda. Chester dice:

—De veras no me molesta contarle. Es una gran historia y…

Neddin levanta la mano para que se detenga.

—Expuse mi manera de ver —Dice como si su manera de ver fuese ley de mundo. —Lo dicho, dicho está, y desandar es inaceptable. ¿Usted no es un hombre que conoce el valor de las palabras?

Chester asiente. Con lo del valor de las palabras lo tienen calado.

Desde el umbral una criada atrae la atención de Zell. El campeón va, se inclina, oye la novedad con un semblante inescrutable, y regresa al lado del patrón para susurrarle la noticia. Neddin arquea una ceja.

—Díganles que vuelvan al templo. No es lugar ni momento para preguntas. Ya tuvimos más que suficiente con todo el barullo de hoy.

Pero la orden queda en punto de partida. Desde el umbral aparece una decena de ancianos encapuchados en largas túnicas, marcadas en el pecho y la espalda por trazos de tinte rojo que dibujan las alas de una gran ave. Zell va y toma del brazo a la primera de la procesión, que se zafa dando un zarpazo con sus garras de bruja.

—Venerable Zakary, venga con-

—¡Quítame tus garras de encima, buitre! ¡Sigo viva! —La feroz mujer de lacios pelos grises y sonrisa agujereada, avanza hasta la mesa. El resto de ancianos también se envalentonan y la acompañan. Observan con ojos desorbitados a Chester. La mitad de ellos caen de rodillas y plantan la frente en el suelo. Zakary enmarca la cabeza del Lancaster entre sus manos. —Las leyendas eran ciertas… En momento de crisis y dolor, un gigante llegaría a la aldea y traerá la salvación… ¿Quién adivinaría que la salvación sería condensada en un cuerpo de carne y hueso? ¿O me equivoco?

Chester, sin saber cómo reaccionar, ladea los ojos donde Nadjela esperando que le aclare si es esa otra tradición de la tribu. La venerable Zakary también observa a la princesa esperando una confirmación. Nadjela, con la mano apretando el orbe de su collar, asiente.

—Chester Lancaster es un héroe y un salvador… Probó su coraje, fuerza, y sabiduría, a lo largo todo nuestro viaje.

—¿Sabiduría? —Murmura Erika.

—¿Sabiduría? —Murmura Chester.

—Fui testigo, y pongo las manos en el fuego por él —Concluye la joven.

Con tal afirmación, el resto de ancianos caen postrados. Zakary retrocede y le lanza una mirada contemplativa al confundido hombre.

—En ese caso, nosotros, los sabios que avistamos las fronteras de la vida desde nuestro templo en lo alto…

Ash se inclina sobre Erika y susurra.

—¿Con templo se refiere al Boeing 777-200 estrellado en la cima?

Erika se encoje de hombros, y susurra de vuelta que no sabe de aviones comerciales del año de la pera.

La anciana continua su suplica.

—Le rogamos… ¡Salve a nuestra gente, salve a La Cuna!

Y se arrodilla con los otros.

Neddin rueda los ojos. Chester enseña las palmas pidiendo calma. Estuvo cerca de decirles que, aunque la determinación de un hombre puede lograr muchas cosas, no es garantía de poder hacer llover. Pero entonces repara en Nadjela, y al ver su dulce semblante, el pecho del Lancaster se hincha con disposición y un fuerte sentido del deber. ¡Quiere ayudarla! Y si la voluntad no basta, hará uso del ingenio y la tecnología.

—Me comprometí, vieja. Los ayudaré, o de lo contrario mi nombre no es Chester Lancaster. Así que vamos, levántense del suelo o se les joderá la espalda.

—¡Bendecido seas! —Zakary es la primera en incorporarse. —Si fuese 40 años más joven, ofrecería mi cuerpo en tu lecho cómo agradecimiento.

—¡No, Dios! ¡No es necesario! —Chester palidece al imaginar.

—Pero intuyo que ese lecho ya está apartado… —Zakary arroja una sonrisa pícara a Nadjela.

La princesa esconde la cara detrás de una pila de frutas. Erika cae al suelo, abrazándose el estómago por la risa. Los venerables se van.

La cena concluye. Las criadas se llevan los trastos. Erika, tendida de espaldas, palmea su vientre levemente hinchado por el festín. Ash muestra una niebla de satisfacción en los ojos. Neddin se pone de pie y anuncia que se retira a sus aposentos, es seguido por Zell. Gaita es la siguiente en marcharse, su humor sigue sin recuperarse de los comentarios paternos.
Ya libres del protocolo, Nadjela se desliza hasta quedar con el grupo, sintiéndose de nuevo como una más entre ellos. Pregunta qué les pareció la comida, todos coinciden que estupenda.

—Es lo mínimo que merecen. Si no fuera por Chester, y por ti, Erika, hoy estaría volando alto.

—No nos debes nada —Dice el Lancaster.

—Hicimos lo que hicimos, porque quisimos —Asegura Erika, con la cara tintada por el licor de la fruta fermentada. — Y en mi caso sin pago de por medio… Eso es lo que más me enerva… —Se sienta y lanza una mirada prolongada a la joven. —Nadjela, ¿eres una bruja?

—No que yo sepa… —La princesa muestra sorpresa y confusión por partes iguales.

—Algo extraño sucedió cuando nos conocimos. No se supone que me caigas tan bien, no se supone que yo te caiga tan bien —Quizás sea el licor, pero Erika parece abstraída, cómo incapaz de saber si lo que le ocurre es positivo o una traición a sus raíces.

—¿Por qué dices eso…? —Preocupación, es lo que trasmite Nadjela en la voz.

Erika se acaricia un brazo, respira hondo, y suelta el aire.

—Jamás me vi capaz de… ¿Ser buena persona? ¿Ayudar por ayudar? ¿Pelear sin beneficios definidos?

Chester y Ash la observan, muy callados y atentos. Erika continúa.

—Estoy rota, Nadjela, Estoy fatal. Por eso ando sola y perdida en este mundo. Todavía somos compañeras, pero espera a que el peligro pase, entonces verás mis costuras y me mandarás a la mierda, porque soy el puto mal —Cierra los ojos y se aprieta el puente de la nariz con la mano. —¡Y lo acepto! ¿Qué más me queda? Cuando no tienes a nadie hay dos opciones: O haces las paces contigo misma, o te metes un tiro. ¡Y eso último sí que no, señor! ¡No soy una cobarde, señor!

La cazadora mantiene la cabeza gacha, sus hombros tiritan, y un leve gimoteo florece entre sus cabellos. Dos manos pequeñas y amables toman los dedos temblorosos. Erika al subir la cara, queda muy cerca de la sonrisa de Nadjela.

—Yo… No veo costuras… Pero te diré lo que sí —Le pasa las yemas por la mejilla y por el pelo. —Veo a una mujer muy hermosa, muy inteligente, y muy fuerte, que se enfrentó al peligro por mí.

Erika, con ojos lacrimógenos, sorbe por la nariz y dice:

—Intenté matarte, ¿recuerdas?

—Es verdad… Nuestra relación es complicada —Asiente, sabe que eso no se puede ignorar. —Pero en lo poco que llevo de vida, deduzco que todo lazo valioso lo es. Nada ni nadie es perfecto. Y si los problemas me ayudan a conocer más personas valiosas como tú, que sigan lloviendo —Dicho eso, Nadjela atrae a Erika en un fuerte abrazo, y al oído le susurra. —Perdí a una amiga… Y el cielo me trajo una nueva. Gracias.

Se estrechan.

Permanecen entrelazadas un minuto hasta que Erika termina de desahogarse. Al separarse y quedar con las manos en los brazos de la otra, los ojos trémulos de la cazadora quedan fijos sobre la princesa, sus mejillas encendidas y el aliento acelerado.

—Nadjela…

—¿Sí? —Pregunta con total inocencia.

Chilla al momento que Erika la empuja al suelo y la monta a horcajadas, asaltándole los labios e invadiendo su boca con la lengua. Chester pierde su sonrisa enternecida y corre a salvar a Nadjela, quien se sacude bajo el cuerpo de la mercenaria. El Lancaster intenta tirar de Erika, pero esta se aferra con demasiada insistencia.

—¡Ash, ayúdame!

—¡V-Voy!

Las criadas también aparecen, atraídas por el alboroto, y al presenciar cómo el demonio rojo devora la cara de la señorita, superan el susto y corren a jalar. Las separan. Erika esta roja y jadeante. Nadjela quedó sin fuerzas, y con esos labios brillantes de saliva ajena, intenta recuperar el aliento.

—¡Discúlpate! —Chester riñe a Erika.

—Perdón… —La alemana ya parece más en sus cabales. Se estira la cara. —Cristo, ¿qué me pasó…? No era mi intención montar una telenovela, y tampoco, eh, robarte tu primer beso…

Desde el suelo, Nadjela a medias de recuperarse, suelta una respuesta que asombra a todos.

—No fue… No fue mi primer beso.

El más anonadado es Chester.

—¿Cómo…? ¿Pero quién…?

Nadjela esboza una sonrisa no tan inocente, y se lleva dos dedos a los labios.

—Secreto de mujer.

El Lancaster queda con la boca abierta. Resopla, mira al techo, y con la mano se echa el pelo hacia atrás.

—Soy un caballero. No indagaré por capricho en el pasado de una dama —Sentencia.

Erika dice que saldrá a pasear para que le dé el fresco. Ash también quiere estirar las piernas, pero primero espía por cual camino va Erika, para después tomar el contrario. Chester ayuda a Nadjela a levantarse, y apenas salen de la casa del líder, el Lancaster intenta adivinar.

—¿Fue el tal Zell?

—Ew, no.

—Ese Bironte es bastante musculoso. ¿Te latió?

—No.

—Tashala tenía esposa… ¿Entonces Ash?

—¿Cómo podría ser ella?

—Yo qué sé. ¿Qué me cuentas de tu hermana?

—Ew.

—No me digas que la cerdi- ¡Aah!

Nadjela pone fin a esa conversación al propinarle un puntapié en la espinilla.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

44
Desde la casa de Tashala, la cerdita reconoce el aroma y sale a recibirlos. Nadjela se pone de cuclillas, le acaricia el lomo y la papada.

—¿Las criadas te trajeron comida cómo ordené, querida?

El animal sopla en señal de confirmación. En vez de entrar a la casa, la princesa pregunta al espadachín si pueden pasear un rato a solas. El Lancaster le sonríe de esa manera que tanto le fascina.

Los satélites están particularmente brillantes esa noche. Chester y Nadjela recorren la orilla de guijarros del rio seco. Observan una fractura en el yermo, con el interior cubierto de rocas. La princesa apunta con el mentón.

—Ahí aterrizaste. Parece que fue hace mucho.

—No recuerdo nada de eso. Mi viaje empezó cuando te vi.

—Será cuando escuchaste la voz de mi madre.

—Cierto… Pero ahí seguía indeciso. Me preocupaba quedarme a cargo de una niñata malcriada e insufrible, cómo las que viven en el Principado.

—A mí me preocupaba que me fueses a comer.

—¿Y ya no te preocupa eso? Tengo espacio para el postre —Dice y se palmea el abdomen con fuerza.

La princesa esboza una sonrisa traviesa y cruza las manos detrás de la espalda.

—Hmm, depende.

—¿Depende…? —Chester arquea una ceja, intuyendo algo. —En serio tienes que pasar menos tiempo con Erika, te está corrompiendo.

—Aprendo mucho con ella. ¿Sabías que la raza aria es indudablemente superior y más inteligente que las demás?

—Joder, ya empezó.

—En realidad no sé qué es la raza aria. Solo le seguí la corriente y se mostró feliz.

—Está bien. Pero sí se pone demasiado intensa, me avisas.

—¿Intensa cómo?

—Cómo hace rato cuando te besó.

—Oh… Vale.

Los ojos de Nadjela vuelven a la fisura tapada. Su sonrisa desaparece. Neddin le dijo que Majani falleció por el derrumbe, y al imaginar el cuerpo de su compañera aplastado entre la piedra, el pesar la estremeció. Junta las manos y reza.

«Majani, leal amiga… Fue mi decisión el que me acompañaras aquella noche, y es mi decisión el cargar el peso de tu muerte. Rezo por tu alma inmortal y por tu perdón. Que la madre de todas las aves te tenga bajo su ala»

Chester le pregunta por quien ora.

—Por todos los que se quedaron en el camino —Responde la joven.

Ocupan asiento sobre un gran canto rodado, desde donde ven a los ciclones de polvo pasar. Chester avisa a Nadjela sobre la misión de Erika y Ash, quienes se marcharán esa misma noche.

—Y por eso no llevo los lentes —Termina la explicación.

—Tú gigante… Lo necesitas para proteger nuestra aldea de los esclavistas, ¿cierto?

—Exacto. ¿Qué pasa? ¿Te asusta lo que pueda pasar?

—No.

—Es normal tener miedo. Son gente mala.

—Dije que no —Repite Nadjela con firmeza. —Me cuidarás. Siempre me cuidas.

—Confías demasiado en mí. Si mi padre te viera diría que cometes un error.

—Te ganaste mi confianza con hechos, Chester. Lo que digan o dejen de decir los demás, no me afecta.

Chester silba.

—A veces creo que eres mucho más madura que yo…

—No sé cómo responder a eso.

—Ni te preocupes.

El silencio crece entre ellos, y dentro de esa paz tan impropia de esas épocas, Chester desliza el brazo por la cintura de Nadjela y la acerca. Ella acepta gustosa y se acurruca con él, plantando la mano en su espalda fuerte. Contemplan el cielo.

—No hay luna esta noche —Dice Nadjela tras un rato de escrutar el cielo.

—Aunque no se vea, está. Puede que las mareas de chatarra la oculten, pero nunca nos abandona.

—Nunca abandona… Es como tú.
—No —Chester se apresura a rechazar el halago, como si esas palabras le quemaran. —No se parece en nada a mí. La luna eres tú, Nadjela. Jamás abandonaste a tu gente. Búscate cómo salvarlos, incluso poniendo el futuro de ellos por delante de tu propia seguridad o beneficio. Al contrario de mí, que lastimé por revancha, y escapé. Es un milagro que North Star decidiera obedecerme después de…

Deja la oración sin terminar.

—¿Quieres hablar de eso? —Pregunta Nadjela.

—Puede… Puede que luego. Ahora solo quiero disfrutar del momento y olvidarme de todo. Los esclavistas, los Lancaster, la guerra… Todo.

—Yo igual —Nadjela hace una pausa para reunir valor y pregunta. —Chester, cuando todo acabe, ¿me dejarás?

Ambos se miran a los ojos, y en sus alientos cercanos hay palabras y deseos que no se atreven a decir.

—Te hice promesas y planeo cumplirlas —Afirma el espadachín.

—Lo sé, y cuando las cumplas, ¿me dejarás?

Chester demora en responder, en su semblante hay dolor. Un dolor que va más allá del cuerpo.

—No lo sé —Traga saliva. —Yo también estoy roto, Nadjela. Odiaría… Odiaría cortarte.

—Entonces es cierto… Te irás.

Aunque sus ojos estén vidriosos, Nadjela no llora, y en vez enseña una trémula sonrisa. Acerca el rostro a Chester, y con extrema delicadeza, planta un beso en su pómulo derecho. Hecho eso la princesa se aparta y aleja, dejando al Lancaster solitario en la roca. Queda el silencio.
Erika y Ash esperan en la puerta de la posada provisional, cerca del jeep. La mecánica lleva el visor puesto, y lleva una muy cargada caja de herramientas bajo el brazo. Ella es la primera es vislumbrar a Chester, quien aparece desde el río.

—¿Qué pasa? ¿Con sueño? —Pregunta Erika al notarlo decaído.

El Lancaster se encoje de hombros.

—Iré a calentar el coche —Comenta Ash, y añade con cautela mirando en dirección a Erika. —¿Segura que quieres conducir?

—¡No estoy ebria, maldita sea!

—Solo digo-

—¡Cómo quieras, conduce tú!

Ash abraza esa pequeña victoria y se marcha trotando hacia el vehículo.

—¿Algún motivo para ser tan dura con ella? —Pregunta Chester.

—¡Que se joda! Dijo que el holocuento fue real.

—¿Y acaso no lo fue?

La alemana acorta la distancia y le pega con el puño en el hombro, lo bastante blando para que entienda que es jugando, lo bastante fuerte para hacerle gruñir.

—No sabes nada. ¡Y me debes una bien gorda! ¿O estoy dejando que me robes? ¿Cuántos favores van ya? Todavía no sé por qué me sigo esforzando —Erika suspira.

Chester se rasca la cabeza.

—¿Porque soy guapo, carismático, y mi espíritu heroico despierta pasiones?
—Ni en tus sueños más húmedos.

Otro golpe blando consigue sacarle a Chester una pequeña sonrisa, que luego vacila y desaparece al encarar la casa del líder a la distancia, en donde duerme Nadjela.

—Creo que la cagué.

—¿Cómo?

Le cuenta la plática. Erika rueda los ojos.

—No la cagaste del todo. Si lo hubieras hecho, lo sabrías, porque yo te estaría pateando en las bolas… De nuevo.

Chester retrocede un paso, lo bastante lejos para evitar cualquier puntapié.

—¿De verdad le dijiste que estabas roto? —Pregunta Erika con las manos en la cintura. Chester asiente. —Y sonaste cómo un maldito marica.

—¡Ey, usaste las mismas palabras en el comedor!

—Yo soy yo. Soy una reina. A las reinas se nos permite ser dramáticas, queda bien.

—¡Que odioso! —Chester resopla. —Debería existir un ideal para desaparecer esas barreras y desigualdades entre hombres y mujeres. ¡Una fuerza que construya consciencia, un movimiento social! Y con un nombre que resuene. ¡El movimiento hombrista!

Erika pega su palma contra su frente.

—Eres un bobo, Chester.

—Te arrepentirás de hablarle así al fundador del hombrismo.

Erika vuelve a rodar los ojos. Baja la mano y habla.

—El caso es que Nadjela tiene razón. Las relaciones son complejas, tanto de origen como de forma. Por ponerte un ejemplo, tuve una compañera en el ejército que se enamoró de su perro.

—No me jodas.

—Un dobermann. Se casaron y todo. ¿Te interesa descubrir donde colocó el anillo?

—¡No!

—Bien —Acepta ahorrarse los detalles sucios. Le agarra de los brazos. —Chester, somos ignorantes sobre lo qué nos prepara el futuro, así que evita dentro de lo posible ser tan egocéntrico.

—¿Yo?

—Sí, tú —Erika entona la mirada. —Noble retrasado y afeitado y con complejo de sol. Piensas en cómo afectaras a Nadjela, y ni se te pasa por la cabeza que ella sea capaz de afectarte y cambiarte a ti. Hasta apuesto que ya lo ha hecho.

Chester queda sin palabras. Ash, en el jeep, presiona el claxon, que se oye igual que el coro de Bohemian Rhapsody mezclando con la cabalgata de las Valquirias. La suiza observa el volante, boquiabierta, incapaz de entender que ese sonido exista. Erika capta que su compañera de misión se impacienta.

—Hora de mover el culo y traerte tu juguete, niño bonito —Le suelta los brazos. —Cuando vuelva seguimos con la charla. Tú no te azores e intenta dormirte, hazte una paja, o algo.

Pasa junto a Chester para ir al jeep, pero frena al recordar un dato importante. Se inclina y murmura.

—Una cosa más… Si fuera tú, vigilaría al tal Zell.
***
45
Neddin se echa en la estera de pieles del dormitorio mayor, en el segundo piso. La habitación carece de ventanas, él sabe lo vulnerables que son aquellos líderes con gusto por el paisaje nocturno. Varias veces aprovechó tal capricho para eliminar caciques revoltosos. Todo sea en nombre de La Cuna, porque le enseñaron desde pequeño que la paz se mantiene y se lustra con una mano estricta sobre la gente, y con dolor, también de la gente.

Ganas siempre tuvo de echarles en cara a los sabiondos arrugados del templo, que sus plegarias no sirven para nada, y que es él, y su linaje, lo que mantiene a salvo La Cuna. Pero la mitología necesita mantenerse. En las situaciones de crisis, a veces firmes tradiciones son lo que ayuda al pueblo a seguir en el carril correcto. Su carril. El carril de hace más de 200 años, que el discurso altisonante multiplica a 1000.

«Si tan solo pudiera manipular del mismo modo el clima y doblegar la naturaleza» Piensa con los ojos clavados en el techo. Eran típicas esas cavilaciones. Los que carecían de poder, estaban lejos de entender los dilemas de los gobernantes. Para más inri, cuando todo empezaba a salir mal (No por su culpa, sino por jugarretas de agentes externos como la propia naturaleza), el pueblo, en vez de bajar la cabeza y soportar como las lecciones mandan, cantan alabanzas al cielo pidiendo un Mesías y mortificándose. «Todo lo que tienen que hacer es aguantar. ¿Acaso es tan difícil? No hay mal que dure cien años»

Con ese pensamiento de reproche a los gusanos inconformes, cierra los ojos para conciliar el sueño. En ese plazo indefinido en que la mente deja la oscuridad para tejer escenarios oníricos, la pesadilla inicia.

Legiones claman bajo una tormenta roja. Nubes violentas arremolinadas compiten para devorarse unas con otras, escupiendo rayos que iluminan un ejército de azul y oro. La infantería clama palabras que la pasión desbordada convierte en ruido. Los innumerables rinden culto a un palco construido con hueso y metal. Tirados a un lado del atril de cadáveres y chatarra, están los blasones raídos del Principado de Elon y de la Alianza de Naciones Terrestres, cerca de un epitafio de piedra que dicta:

AQUÍ YACE LA GUERRA DIVINA

Entre las hileras de cráneos usados cómo mortero para el palco, reconoce unas cuencas que le hablan desde el fondo de la negrura, gritando una advertencia silenciosa. En aquella mirada vacía Neddin reconoce el matiz de su propia esencia.

«¡Mi mirada! ¡Mi cabeza! ¡Mi sentencia de muerte!»

Ingrávido como está, flotando en ese escenario hambriento de pelea, Neddin levanta los ojos asustados hacia el hombre de pie sobre la torre de gloria y muerte. Chester Lancaster con el pecho descubierto para mostrar las cicatrices; la mano en alza esgrimiendo una espada; un parche negro en su ojo izquierdo; el cuerpo envuelto por telas blancas que ondean y le aportan el aura de un héroe griego; su corona nacida de un oro que fue fundido junto las cadenas de esclavistas muertos; Y la disposición de combate impregnada en la orden que suelta a su Yehad.

—¡La libertad duele! —Ruge el león. —¡Pero vale la pena aguantar ese dolor!

Los soldados y las maquinas permanecen atentos. El orador intensifica su discurso.

—¡No hay un paraíso allá afuera! ¡Hay muchos! Pero nada viene gratis. ¡Toca ponerse los pantalones y sangrar, y pelear, y tomar lo que es nuestro! Pero les diré algo, mis tropas. Yo ya estoy en el paraíso. ¡Vivo sin arrodillarme ante nadie! ¡¿Qué más cielo que ese?!

La masa explota en ovaciones, pero la voz de Chester continúa por encima del tumulto.

—¡Sus destinos son el mío! ¡Mi destino es el vuestro!

El Lancasteriano extiende las manos como buscando abrazar el mundo.

—¡Justicia! ¡Sabiduría! ¡Honor! ¡Gloria! ¡Libres más allá de esta tierra…!

Apunta al cielo con el filo de metalcorona.

—¡Y más allá de las estrellas!

La tormenta crece, y después del parpadeo de un rayo, Neddin vislumbra detrás del Lancaster a Nadjela, la mayor de sus hijas, más madura y templada, sonriendo feliz, con cuatro pequeños bastardos de cabello azul aferrados a sus brazos y tobillos. Pero lo que llenó de terror a Neddin no es la visión de su descendiente convertida en la puta de un diablo, sino una figura más etérea y fantasmal, cubierta de un negro traslucido, que le devuelve la vista desde más atrás: La madre consorte Nadjela, igual de hermosa que el día que la exilió.

—¡No era mi intención!

Neddin le grita.

—¡Envíe a Tashala y a Bironte a buscarte…! ¡Convencería al pueblo de que el cielo te perdonó y te curó!

Aprieta sus temblorosas manos.

—Pero ya era demasiado tarde… Me avisaron que los esclavistas te tenían entre sus cadenas. ¡No podía arriesgar a mi gente y combatir contra ellos! ¡Destruiría nuestra paz!

La voz se le rompe, pero no parece alcanzar a nadie.

—¡Solo quería que pensases en tu error, que entendieses que lo que hago es por el futuro de todos nosotros, y luego volvieses devota a mis brazos!

La única mirada que repara en su existencia es la su esposa. Neddín deseó encontrar cualquier sentimiento en aquellos ojos, incluso el odio le valdría para calentarse las entrañas, pero solo haya una helada indiferencia que no acepta ni espera nada de él.

Neddin despierta. Se sienta en la estera, empapado de sudor frío por encima de la cintura y por algo tibio por debajo. El corazón le golpea desde adentro, y la sangre en la boca le deja entrever que se masticó la lengua.

—¡Zell! ¡¿Dónde está Zell?! —Clama con desespero.

El campeón del halcón aparece pocos segundos después, mantiene un estoico semblante incluso frente el profundo hedor a amoniaco que contamina el dormitorio. Encuentra a Neddin cambiándose de prendas a unas más nobles y colocándose su larga corona de plumas.

Neddin poco se interesó en las razones por las que Zell llegase tan pronto, tenía temas más apremiantes que los gustos de cama de su hombre más leal. Encara al campeón, y con todo el aplomo que le confirió la ira hacia Chester, ordena usando frases cortar para evitar cualquier duda.

—Hay que actuar. Esta noche. Sin dilación.
***
46
Nadjela daba por hecho que sus preocupaciones y esperanzas para el futuro la dejarían en un prologando desvelo. Pero el cansancio acumulado de un día lleno de actividad, y el placer de estar de vuelta en su cama de toda la vida, la desplazaron a un dulce y profundo sueño apenas entró en las calentitas pieles. Descansa hasta que una mano firme la toma del brazo y la zarandea.

—¿Chester…? —Murmura al entreabrir los ojos y vislumbrar entre la niebla del sueño un rostro varonil. La cara se oscurece y perfila, revelándose como Zell.

—Su padre la requiere en el templo, princesa.

—¿Ahora…?

El campeón asiente.

Nadjela ahoga un bostezo con su mano. Se echa encima unas cuantas pieles antes de salir al frio, detrás de Zell. A la joven le inquieta encontrarlo con el arco y el carcaj cargado. ¿Avistaron a los esclavistas, quizás?

—¿La tribu está en peligro?

—No —La respuesta de Zell es seca.

—¿Entonces…?

—Su padre aclarará cualquier pregunta que tenga.

Alcanzan la subida de la montaña. Zell frena.

—Vaya usted sola. Necesito verificar unos asuntos con mis hermanos de armas.

—¿Bironte sufrió otro accidente con sus sustancias…? —Nadjela con una mueca intenta adivinar y asume lo peor. Zell siempre está serio, pero esa noche su seriedad resulta más honda, hasta sombría.

—Es Maaca… Descuide, apuesto que ya resolvió el problema.

—Confío que no sea nada grave. ¿Puedes decirme para qué me demanda mi padre?

—Eso solo el líder lo sabe. Por favor, no lo haga esperar.

Nadjela se ciñe las pieles para evitar que aleteen y la empujen por los barrancos. Sigue el estrecho camino zigzagueante que acaba cuarenta metros más arriba. Desde la cumbre de la montaña, la princesa ojea sus tierras, y las tierras prohibida… Que hace pocos días le generaban solo miedo, pero ahora también significaron recuerdos felices con el hombre del que, sin quererlo ni esperarlo, se enamoró. Suspira, pero sus anhelos acaban ahogados por el rumor del viento alto.

El templo de las contemplaciones yace en total oscuridad, cosa extraña cuando suele estar iluminado por antorchas de grasa de bestias. Nadjela se aproxima a paso tranquilo. No necesita atravesar el umbral ubicado en un costado de la estructura, para captar que algo va mal. Una peste metálica se arrastra desde el interior, le hace detenerse y palidecer. Reconoce el olor, su nariz lo degustó todavía más de cerca durante el viaje. Una sombra se delinea desde la puerta, Neddin aparece con sus prendas de líder y su semblante pétreo de siempre.

—¿Y los sabios…? —Pregunta Nadjela, le vacila la voz.

—Muertos —Dice su padre como si fuese poca cosa. —Asesinados sin piedad con un arma cortante.

—¿C-Cómo? ¡¿Quién?!

—¿Quién más que el culpable evidente? El falso héroe los mató —Aclara Neddin.

—¡Eso es imposible! —Reacciona al instante, sacude la cabeza. —¡Confío en Chester con mi vida! ¡¿Quién te dijo que fue él?! ¡¿Quién busca inculparlo de un crimen tan espantoso?!

Neddin frunce el ceño. Nadjela reconoce ese gesto de descontento. El día que exiliaron a su madre bajo los cargos de ser maldita por la muerte invisible, Neddin esgrimía un semblante similar, que ella con el tiempo interpretó cómo el enojo de tener que dejar ir a un ser amado contra tu voluntad. Su madre no tenía ningún síntoma de la maldición, ¿pero para qué el líder les mentiría con un asunto tan delicado? Algo parecido piensa ahora Nadjela, ¿para qué su padre acusaría a Chester de ese escenario vil?

—No solo compartes el nombre de tu madre, también su tozudez, su belleza, su poderosa determinación —La joven no es la única rememorando el pasado. —Es natural que fueses mi favorita, Nadjela. A diferencia de Gaita, que es una puta. O Suri, que es un enigma.

Avanza para tocar la mejilla de Nadjela. Pero la princesa da un paso atrás, se aleja de esos dedos que hace poco le resultaban incontestables. Neddin chasquea la lengua.

—Amaba a tu madre, en serio. Aunque había mujeres más dóciles a mi disposición, la escogí a ella, intuyendo que me entregaría formidables herederos. Claro que con los años su actitud de meterse en todo me empezó a molestar…
Las lágrimas asoman desde los ojos de Nadjela, pero todavía sin caer.

—¿De qué hablas, papá? No entiendo nada. Por favor, te lo ruego, dime qué ocurre.

Una bofetada la manda al suelo. Se raspa una rodilla, y una raya de sangre aparece en la comisura de sus labios. Los grandes ojos de Nadjela observan temblorosos al semblante ensombrecido y distante de su progenitor.

—Niña tonta. ¡Eras mi favorita y lo arruinaste todo!

El líder la toma del mentón y la jala, sin importarle que su brusquedad le duela. Acerca sus rostros.

—Debiste morir allá fuera. Pero en vez regresaste y trajiste a ese incordio.

Está soñando, atrapada en una pesadilla. Es lo único que tiene lógica para Nadjela cuando ve al hombre que respetó y amó, convertirse en un monstruo que le grita y le salpica con gotas de saliva.

—¡¿Salvador?! ¡Nuestra tribu no necesita salvador! ¡Lo único que merece es mi mando! La Cuna es mi principado personal. Todo lo demás es el enemigo, la destrucción, la traición a nuestras raíces. ¡Y esta noche servirá de lección para esos descerebrados! ¡Finalmente entenderán, con la sangre de sus sabios y de su querida princesa, lo dañino que es esperar algo mejor!

Neddin empuja a Nadjela. La princesa acaba con las palmas plantadas en la roca. Aunque su cuerpo sigue aturdido, su mente trabaja a toda velocidad queriendo entender qué ocurre. Las palabras de Tashala vuelven a ella. También recuerda al tribal misterioso vestido de ave que encargó los servicios de Erika. Su madre, traicionada. Majani, otra víctima. Zell, otro victimario. Mientras más lo piensa mejor calza.

Su padre nunca protegió La Cuna, solo se protegía a sí mismo. Que Chester apareciera, que la vida prometiera un futuro mejor, eso poco le interesaba. Una tierra prospera y con gente libre que aspire a más, podría dañar su estilo de vida superior. Con la decepción y el dolor retratados, Nadjela vuelve la cara hacia su progenitor.

—Te atreves a juzgarme… —Neddin le mantiene la mirada. —Muy bien, cumple ese capricho ahora que puedes. Pero antes de darte el dulce alivio de la muerte, utilizaré mi derecho de padre para propinarte un último castigo…

Alguien se aproxima desde la subida. Neddin sonríe.

—Justo a tiempo. Vienen mis campeones. Da la vuelta y encara la cabeza de tu héroe.

Nadjela gira esperando el horror. Desde el fondo de la cima plana, aparece una figura musculosa que, con un movimiento largo del brazo, arroja un bulto. El bulto traza una parábola y golpea la tierra, rodando y rebotando hasta detenerse. Es una cabeza quemada.
***
47
—Una cosa más… Si fuera tú, vigilaría al tal Zell. Es igualito al tribal que me contrató para matar a Nadjela.

—¿Cómo? —Por reflejo Chester lleva una mano a la empuñadura y enseña cinco centímetros de filo, dispuesto a salir corriendo a buscar a Zell.

—Relájate. Nada me gustaría más que la cagues y te metan una flecha por atrás, pero Nadjela no merece que montemos un show. Habla con ella en cuanto puedas, e investiguen si mi intuición es correcta. Como ya dije, a mí todos los tribales me parecen idénticos.

El Lancaster vuelve a envainar.

—¿Si quisieran matarnos, no habrían intentado algo ya? —Cuestiona Chester. —Durante el baño, y después en la cena, todos estábamos muy vulnerables.

—Es difícil de decir o saber lo que piensan, apenas conocemos a estos nativos. Quizás el sujeto aquel, el de la máscara de cerdo, se confundió, o su plan era engatusarnos para realizar un golpe de estado.

—Para mí Tashala era sincero…

—Puede, no lo sé. Indiferentemente de eso, vencer a Shura es nuestra principal prioridad. Su blindaje pesado es más peligroso que cualquiera de estos tira-flechas.

Las palabras de Erika le dejan profundas dudas. ¿En verdad es Shura lo más peligroso?
Chester tirado en la hamaca, tiene que hacer uso de toda su prudencia para mantenerse acostado. Transcurre una hora, o puede que dos, y en ese plazo es incapaz de dormirse. Cada vez que cierra los ojos y promete descansar, alguna imagen construida por su cerebro sobre lo que pueda suceder mañana, lo zarandea y le quita el sueño. Intentando relajarse lleva la mano a su pantalón queriendo despertar al amigo, masajea, pero es fútil.

—Maldita sea… —Dice para sus adentros.

Oye un gruñido de alarma. Chester observa de reojo al suelo oscuro, donde la porcina chilla con los pelos crispados.

—¿Qué pasa…? —Pregunta. Momento cuando se percata de la otra presencia en la habitación.

La silueta avanza entre las sombras, sin hacer ruido, esbelta como una pantera. Chester, preocupado de que se trate de un asesino enviando por Shura, se sienta y estira la mano hacia la espada que reposa cerca de la pared. La silueta se arroja y lo tumba de vuelta a la hamaca.

—¿Pero qué coño?

Entre la escasa claridad de la noche, descubre un rostro grácil y moreno, de grandes ojos y sonrisa traviesa, con pelo muy liso cortado a la mitad del cuello. Los aretes de perlas, la gargantilla de cuero tintada de rojo, y lo etéreas de sus prendas que poco protegen a ese cuerpo menudo de pecho plano, dejan sospechando a Chester de que no es una muchacha que se perdió. Además, puede jurar que la conoce, ¿pero dónde le vio? En la aldea, eso es seguro, ¿pero cuándo? Antes de hospedarse en la casa, lo tiene claro.

Ella en vez de disculparse o retroceder, se sube a horcajadas. La estrecha cercanía le permite a Chester olisquear un perfume peculiar, empalagoso, que le impide pensar, pero a su vez pone cada uno de sus nervios como escarpias.

—Señorita, váyase a su cuarto —La toma de los brazos para apartarla, pero ella en vez corta la distancia con un beso. Es más que un inocente piquito accidental, la lengua le invade la boca, y las pequeñas manos, más fuertes y callosas de lo que Chester habría esperado, recorren el cuerpo del Lancaster con ansia, desabrochando cada prenda, casi como si lo cacheara. Chester pronto queda sin camisa.

—Qué fuerte —La intrusa pasa la yema de los dedos por las líneas de los abdominales.

—En serio, ¿cuál es tu nombre? —Pregunta el Lancaster, soportando el desconcierto. En ese fugaz descanso se percata por el rabillo del ojo que la cerdita ya no está, cómo si algo la hubiese espantado, posiblemente el potente perfume de la desconocida.

—Eso no importa. Solo relájate, y disfruta de esta noche cómo si fuese la última.

Dicho eso vuelve a fundirse con él. Chester, que hasta recién se mantenía como una tabla, empieza a responder luego de sentir un cosquilleo de vida entre las piernas. Sus ojos se humedecen de alegría y se le ocurre que tal vez su adversario de la cúpula tenía razón, y existe un Dios.

La fe de Chester crece al ritmo de su erección, que no tarda en marcarse a plenitud, por poco rasgando la tanga. Palpa el cuerpo de su pareja, y entrando en confianza, propina una resonante nalgada en el trasero de burbuja de la intrusa, que suelta un chillido. Al contrario que él, la desconocida parece estar llenándose de dudas.

—Déjame ponerme más… Cómoda —Se da la vuelta como queriendo abrir distancia entre su cuerpo y ese prominente miembro que le presiona.

—Estás perfecta —Él la atrae entre sus brazos, pecho con espalda, besa su cuello. Bajo las prendas la intrusa nota como si un pistón se restregara contra su retaguardia.

—Q-Quizás es demasiado —Dice con un dejo de pánico.

—¿Ah, sí?

La intrusa busca disimuladamente la aguja de hueso de 15 centímetros que esconde en su cabello, y que bien sabe puede perforar hasta el cerebro del objetivo a través de los ojos, las orejas, o las fosas nasales. Pero no le da chance de cumplir su misión, las atenciones del Lancaster aumentan, y de los labios de la morena florecen tiernos jadeos traicioneros que intenta ahogar con su propia mano, pero pronto se vuelven imposibles de contener, convirtiéndose en largos jadeos al ritmo de las embestidas cada vez más veloces del león. Primero con dolor, y luego insoportablemente deliciosas.

La desconocida cae rendida luego de la tercera ronda. Chester no puede culparla, quizás se pasó con la rudeza, pero el tiempo reprimido y la esperanza revivida lo convirtieron en una auténtica locomotora. Decide que cuando amanezca le pedirá disculpas y pensará cómo pagarle la noche, pero de momento, se pone los pantalones y las botas, y sale a refrescarse con el aire de la noche. Apenas cruza la fachada, ve aparecer entre las casas a un hombre ataviado con el manto de un halcón. El Lancaster lo saluda con la mano.

—Eres Zell, ¿a qué sí? Linda noche.

El arquero le dedica una mirada de pocos amigos antes de preguntar:

—¿Acabaste con Maaca?

—Je, es una forma de decirlo. Entonces Maaca era su nombre —Responde con una sonrisa vaga para después fruncir el entrecejo, algo molesto con el campeón. —¿Pero tú no sabes que un caballero jamás pregunta sobre las andanzas de una dama soltera?

Zell entrecierra los ojos.

—¿Dama soltera…? —Los abre de par en par. — Espera, ¿no te diste cuenta?

—¿Cuenta de qué?

Zell bufa y niega con la cabeza.

—Neddin estaba en lo cierto, eres solo un idiota. Hasta aquí llegan mis esperanzas de enfrentar a un guerrero de la misma habilidad e ingenio que yo.

—¡Ey! —Lo señala con un dedo acusador. —Eso no es muy amable por tu parte.

—Cállate y… —Carga una flecha en el arco y apunta al noble. —Muere.

La cuerda vibra. La flecha traza su trayectoria a una velocidad capaz de desmembrar. Chester, en vez de apartarse o dar la vuelta como cabría esperar, se abalanza, y lo siguiente que ocurre escapa de la compresión de Zell. A menos de un segundo que la flecha golpee al noble, este mueve una mano borrosa y la flecha desaparece. Chester sigue corriendo, llega delante de Zell y le entierra un puñal hasta la empuñadura.

Las rodillas de Zell golpean el polvo. Con un semblante descolorido y confuso mira hacia abajo, y descubre el culetín de su propio proyectil sobresaliendo del pectoral izquierdo. El campeón del halcón termina de costado en la tierra. Desde esa posición, ve a Chester apresurarse dentro de la casa de Tashala.

El Lancaster termina de vestirse, agarra la espada y las pistoleras, además de cubrir a la intrusa dormida con una piel que encontró. Sopla de alivio, porque fue un regalo que tal mujer apareciese, de lo contrario, ¿quién sabe? Seguramente algún asesino de Neddin lo habría sorprendido en la hamaca.

Chester ya entiende que el padre de Nadjela es malvado, y ahora su único objetivo es ir y protegerla de ese hombre cruel. Sale de la casa y corre en dirección a la guarida del jefe de La Cuna. Poco se percata que Zell no está donde lo dejó.

***
48
Irrumpe en la casa del líder, iluminando con la linterna y gritando el nombre de Nadjela, por cada habitación en la que entra. El vestíbulo, el comedor, la cocina, los baños. Sube las escaleras de arcilla en dirección a los dormitorios, planeando despertar a las otras princesas si hace falta. Tal plan queda a medias cuando casi se da de bruces con una mole de dos metros a mitad del pasillo.

Chester prepara un tajo, pero Bironte ya tenía la mano levantada cerca de su cara. El guerrero del dragón sopla, y el veneno en polvo choca la faz del noble. Chester retrocede con los ojos ardiendo y la nariz picándole. Tose, suelta la linterna, pierde el equilibrio, y al intentar agarrarse de la pared termina sentado en el suelo.

—¡Mierda! ¡Molesta! —Se talla los ojos con los puños.

—Hace más que molestar —La voz de Bironte es particularmente tranquila y suave, en contradicción a su ciclópea musculatura que aventuraba un tono grave. —Tal polvo es un veneno de mi propia creación, mezcla de diferentes plantas, frutos, y vísceras de animal, entre los que se incluyen varios de los más tóxicos de las tierras prohibidas. En los siguientes segundos se trancará tu garganta, y la falta de aire no tardará en matarte. Recomiendo que aproveches el poco tiempo que te queda y reces a tus dioses. Luchaste bien, forastero.

Confiando en la letalidad de su producto, Bironte le da la espalda a Chester para dirigirse a los dormitorios y tranquilizar a las princesas, quienes seguro estarán inquietas por el alboroto. No da ni dos pasos cuando la punta de una porra electrificada se le hunde entre las costillas, sacudiendo todo su cuerpo y convirtiendo la saliva de su boca en espuma. El Lancaster mantiene la porra clavada y encendida a máxima potencia, hasta que el cese del zumbido indica que se consumió toda la carga.

Bironte deja de sacudirse y, con ojos nublados, planta una rodilla. Chester tira al piso la porra descargada, agarra la segunda porra de la pistolera, y lanza otra estocada en el costado. La mano de Bironte atrapa la muñeca del noble, y lo fuerza a soltar la nueva porra. Chester tira, zafándose del agarre, retrocede un paso, y propina una patada contra la sien del campeón, mandándolo rodando.

El campeón se aporrea repetidas veces contra los escalones antes de quedar de espaldas en el suelo. Parpadea, su oído izquierdo zumba y sangra, y al fijarse, ve a Chester de pie en la cima de las escaleras. El Lancaster, todavía con ojos llorosos, desenfunda una MAC-10 con silenciador y, desde la cintura, abre fuego. La ráfaga dura menos de un minuto. Chester parpadea, observa, y descubre a un Bironte estupefacto mirándolo de vuelta, rodeado por pequeños puntos humeantes.

—Joder.

Arroja la MAC-10 y desciende con pasos apurados.

Al mismo tiempo que Chester iba a mitad de la escalera y sacaba un revolver Taurus Raging Bull de la pistolera modificada, Bironte desenfunda desde su manto escamado un cuchillo arrojadizo, cuyo filo reluce con un potente veneno. Chester apunta la pistola, Bironte lanza. El cuchillo silba y golpea el revólver antes de que Chester pueda disparar. La pistola salta de entre los dedos del león.

—¡Joder!

El Taurus Raging Bull rebota y termina sobre Bironte. El campeón lo toma y estira el brazo. A sus dedos gruesos cómo troncos se les dificulta entrar al gatillo, y cuando finalmente lo logra, la katana le cercena el antebrazo entero. Bironte aprieta los dientes.

—¿Cómo es posible…? —Pregunta Bironte con ojos desorbitados. —Mi obra maestra es capaz de exterminar a las más grandes bestias, un humano no sería problema… ¿Cómo puedes ser más que humano?

—Magia —Contesta Chester. Por primera vez en mucho tiempo está agradecido de que su familia jugara con sus genes. De pie sobre el primer escalón, apunta a Bironte con la espada. —Dime donde está Nadjela.

El semblante de Bironte pasa de la sorpresa a un ceño fruncido y congestionado por el dolor.

—El líder la tiene en la cima de la montaña. Ella cumplirá su castigo, y yo cumpliré mi misión. Tal vez no pueda llevarle tu cabeza, pero al menos… —Planta la única mano que le queda, y se levanta poco a poco hasta quedar de pie. De entre el manto de escamas negras obtiene una bolsita atada con mucha firmeza.

—Para ya, soy inmune a esa basura —Dice Chester.

—Lo eres… Pero yo no.

Rasga la bolsa con los dientes y echa la cabeza atrás para tragar el contenido, siendo este un polvo amarillo. Bironte se estremece, el muñón le empieza a humear.

—¿Te estás suicidando? —Chester aquea una ceja.

—Te estoy matando —Dice Bironte con voz ronca y ahogada.

Ahora cada orificio de Bironte echa humo. De un segundo a otro, la química en su interior sufre un trastorno y el campeón se convierte en una antorcha humana. La luz y el calor espontaneo e intenso, hacen que Chester ladee la cara y apriete los dientes. El campeón, vuelto una bola de fuego, estira su mano para atraerlo y que las llamas también le consuman. Chester se aparta y aleja fácilmente de los dedos encendidos. A Bironte se le atora un grito, y solo logra dar un par de pasos antes de precipitarse de cabeza contra el primer escalón, quedando encima del brazo cortado. Arde sin vida.

—Los venenos son para maricones —Dice el Lancaster.

Cómo es consciente que el fuego y el humo serían peligrosos para las hermanas de Nadjela, se baja el cierre y deja que todo fluya.



Gaita espía desde la puerta de su dormitorio. Chester rebana una parte del cadáver calcinado de Bironte, y se va. La princesa aguarda un minuto para que se tranquilice su pecho, entonces baja, y descubre a Suri sentada cerca del charco de diferentes sustancias, jugando con los casquillos de balas. La mezcla de carne quemada, orín, y sangre, hace que Gaita se vaya a una esquina a vomitar la cena.

Se limpia la bilis de los labios con el antebrazo, y al regresar la cara, descubre que Suri también se marchó. Evitando mirar el fiambre, decide salir de la casa y gritar por la ayuda de sus súbditos, pero apenas cruza el umbral descubre tirado cerca del pórtico a un hombre que le quita el aliento.

—¡Zell! —Se arrodilla delante del campeón, y repara en la flecha encajada en su pecho. Por reflejo lleva una mano para intentar arrancársela, pero Zell le atrapa los dedos y se los aprieta tanto que le saca un quejido de dolor. La princesa mira con ojos bañados en lágrimas a su amante favorito. —¿Quién te hizo esto? ¿Fue el demonio?

—Escúchame con atención —La voz de Zell es rasposa, y las esquinas de su boca brillan por la sangre filtrada de su interior. —Dirígete a las barracas y busca mi bolsa, tráeme todo lo que encuentres. Rápido… Y no avises a nadie.

Gaita asiente, aunque no entiende por qué debería rehuir de los cazadores, en vez de pedir ayuda para matar todos juntos al extranjero. Igual obedece y corre descalza hasta cuartel. Sin despertar a nadie, encuentra la estera y debajo de esta una bolsa. La abre para cerciorarse que dentro está lo que supuso sería ungüento medicinal, pero en vez su rostro es iluminado por un brillo morado ominoso. Un mal aliento venido de otra dimensión.

Por el susto suelta la bolsa y retrocede. Hiperventila con una mano sobre su pecho agitado. Reúne coraje y la vuelve agarrar, con manos todavía temblorosas. Echa un segundo vistazo, traga saliva. No hay dudas, es una semilla maldita.

—Primera vez que veo una sin sembrar —Susurra para sí.

Pero el aspecto coincide con las descripciones de los sabios ancianos, aquellos únicamente autorizados por el cielo para manipularla. Es un crimen que el campeón del halcón llevase una, podría merecer el exilio por ello, incluso la muerte. Gaita duda si llevársela, pero bajo las pieles de la cama no hay más. Regresa donde el guerrero tumbado, se arrodilla a su lado, pero no se atreve a entregarle el envoltorio.

—Zell, esto es…

—Dámelo —El campeón le arrebata el saco. Con una mano saca un ovalo negro con bulbos carnosos que brillan con tonos amatistas. Gaita siente nausea de solo verlo, aunque últimamente siente nauseas de todo. Zell contempla la semilla como si fuese su salvación.

—Esto es una locura. Buscaré a la vieja Zakary para que te cure y-

—Zakary ya no está. Ninguno de los ancianos está. Todos murieron.

Gaita enmudece y observa a Zell sin entender. Bajo el brillo profano de la semilla, la piel del campeón luce cada vez más mortecina, como si ya estuviera muerto.

—Tu padre los mató. Y todos somos cómplices en su blasfemia.

—¿Cómo…?

A pesar de las aterradoras palabras, Zell no se muestra acongojado, y en vez su perfilado rostro esboza una sonrisa burlona tanto para sí como para el mundo.

—Jamás pensé que así terminaría. Pero no volaré alto así sin más. Mataré a Chester Lancaster, aun si deba cometer una blasfemia todavía mayor que la de Neddin.

Hablando como quien ya no teme perder nada, Zell hunde los dientes en la semilla. Gaita se crispa, levanta, y se aleja del campeón como si la presencia de este estuviera electrificada. Se pasa la mano por el vientre antes de dar media vuelta y escapar.

Zell termina de engullir el núcleo de El-nido-de-todas-las-plantas.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

49
La caravana esclavista reposa a la oscuridad del yermo. Entre las billeteras y vehículos de guerra, se alza el Crocodile. En la cabina del blindaje pesado, duerme Ashura con el casco puesto. Es una actitud que cualquier ingeniero o piloto recriminaría, pero Ashura está más allá de esas advertencias. No quiere soñar, no quiere recordar, no quiere lamentarse, y mantener el nexo con el Crocodile es una forma óptima de llenar su cabeza con odio y vaciarla de todo lo demás. Una maquina despiadada hecha para personas despiadadas.

Alrededor de las hogueras los cadeneros platican, disfrutando del ron y de los aperitivos traídos en cabás diseñadas para mantener el interior regulado sin gastar recursos. En general las charlas son animadas, pero cada cierto tiempo se siembra un comentario referente a la muerte de Achú y el futuro.

—El Lancasteriano lo mató —Afirma un cadenero de barba enmarañada y con profundas sombras bajo los ojos, con los que miraba atentamente el fuego. —Le metió el pene por el ojo izquierdo y le pulverizó el cerebro.

—Yo escuché que una pelirroja natural lo apuñaló —Comenta un esclavista más joven e inexperto, que en vez de ron bebía una lata de pluto cola.

—¡No seas idiota! ¡Las pelirrojas naturales son un mito! —Le pega un zape un truhan muy viejo, flaco, y cascarrabias.
El joven esclavista pide disculpas.

—En realidad…—Intercede una sensual mujer, cuyo asiento estaba formado por los cuerpos contorsionados de tres macizos esclavos, dos que sostienen con sus palmas en alza el gigantesco busto fruto de la cirugía más estrambótica. —Me preocupa más lo sucedido luego. El Lancasteriano escapó de su celda sin ayuda, mató a Achú, liberó a todos los esclavos, asesinó a decenas de guardias armados, y destruyó de un espadazo una pared… ¿Cómo puede ser eso posible?

—Puras patrañas —Dice un cadenero obeso y desdentado, tendido en la tierra, con una esclava menor de edad a su lado cuya cadena sostenía de la mano. —Es inhumano, tonterías, puro cuento chino. Creí que estábamos en la edad de la razón, por todos los santos.

—¿Seguro que usó su espada? —Entra a la conversación una jovial esclavista principiante, de aspecto y manierismos marimachos, quien recién venía de hacer del dos. —¡Yo oí que destruyó el taller con rayos láseres disparados desde los ojos, y que quemó la ciudad con su aliento atómico!

—Si fueran flatulencias atómicas, me lo creería —Dice el obeso.

—¡Confundes al Lancasteriano contigo! —Se burla el viejo.

Una risa cruel florece entre los presentes. El obeso gruñe.

—Puede que no sea humano. ¿Y si es un mutante? —Comenta el ojeroso, quien no se unió a la comedia. —Un experimento del Principado, por ejemplo. La Guerra Divina ha llevado la tecnología a niveles insospechados. No sabemos qué construyen los muskitas en órbita.

—¡Un experimento secreto, eso explicaría los rayos láseres! —Defiende la marimacho, emocionada de que exista una leyenda cómo esa.

—¡Sí, pienso lo mismo! —Dice el inexperto sin creerlo realmente, deseando meterse en los pantalones de la antedicha.

—Sean verdades o mentiras, no sé si desee enfrentarme a un enemigo tan peligroso —Comenta la mujer exuberante. —Siendo honestos, ¿qué beneficio nos traería? La Cúpula del trueno ya es historia. Ashura necesita construir un asentamiento desde cero, pero sin la influencia de su hermano es como si le faltara una mitad. ¿Puede realizar tal hazaña estando incompleta?

Los presentes guardan silencio por un rato. Reconocen tales palabras cómo problemáticas, pero casi todos tienen incertidumbres sobre el mandato de Ashura.

—Ashura posee al Crocodile —Señala el obeso. —Con esa bestia no será problema arrebatar los dominios a gobernadores más débiles. Consecuentemente el botín de tal saqueo será repartido entre sus leales cadeneros, es decir nosotros.
—Eso sí lo conserva bajo su poder… —Murmura la mujer para que solo ellos escuchen.

Todos se inclinan preguntando tácitamente: ¿A qué te refieres?

—No lo oyeron de mí, pero Lord Esclavizador está muy interesado en el Crocodile. Ahora que Achú murió, ¿no creen que aprovechará este momento turbulento para finalmente obtenerlo?

Más de uno traga saliva frente la idea de vérselas contra los escuadrones de la muerte del Lord Esclavizador. El viejo se santigua, cómo si hablasen de un mal de planos superiores.

—Puede que no haga falta irnos tan lejos al futuro. Puede que en pocos días todo esto concluya —Dice el barbudo con aires enigmáticos. El resto escucha, y aunque sospechan por donde irán las tornas, ninguno se atreve a abrir la boca. —¿O dan por hecho que la victoria del Crocodile es absoluta?

El obeso bufa.

—¡Yo vi al maldito Lancasteriano ser apaleado! ¡Quedó grabado! ¡Claro que no tiene oportunidad contra un blindaje pesado!

—Pero al final ganó, ¿verdad? —Les recuerda el inexperto, quiso sonar varonil, pero le tembló la voz al imaginarse en el lugar de Ricote. —Se levantó y…

No le salían las palabras, así que el viejo flaco completa la oración al mismo tiempo que lanza un escupitajo marrón al polvo.

—¡Asesinó a su adversario de un solo golpe!

—Y después tuvo las fuerzas para escapar y asesinar a muchos de nosotros —Ve necesario recordar la mujer de pechos gigantescos.

—¿Quizás antes del combate era una persona normal, pero estando al borde de la muerte despertó un poder oculto en su interior? —A la marimacho, que gustaba mucho del anime, le emocionó su propia hipótesis.

Un silencio tenso crece entre ellos. El barbudo ojeroso se pone de pie.

—Ustedes tienen derecho a creer lo que les plazca. Pero les daré un consejo —Su semblante pesado barre los ojos de cada uno. —Cuando enfrenten al Lancasteriano, recuerden llevar gafas muy gruesas.

Comentarios cómo esos se esparcían por el campamento, y al profundizar la noche, muchos esclavistas azorados por las historias, decidieron huir sin ser vistos.

—Rápido, recojan todo —Ordena el obeso a sus esclavas para largarse en su camión tuneado. Las menores de edad trabajan lo más rápido y silencioso que pueden, cargando los lujos y mercancías en la sección trasera. —Y tú, deja de agitarte que te reviento, plasta.

Riñe a El Poste, que sigue atado cómo blasón en el parachoques cuyo acero tiene la forma de una orgía de mujeres.

—¡Déjame! ¡Quiero estar con mi hija! —Exclama el desgraciado.

El obeso gruñe y lleva una mano a la funda del látigo láser en su cintura, pero los dedos se le contraen antes de tomar la empuñadura. Nota un punzante dolor en la columna, y al voltear, descubre a su vagina favorita internándole un machete en la espalda. Por reflejo intenta estirarse y tomar la empañadura, pero las fuerzas le fallan. El obeso cae a la tierra, y la niña se le sube encima para seguir cortándole, ahora el pecho y la cara. Las demás ayudan a El Poste a bajar.

—Gracias, pequeñajas.

Como las niñas desconocen cómo usar el camión, reúnen todos los suministros que puedan cargar, dispuestas a internarse en el yermo. El Poste les avisa que la noche está llena de peligros, pero eso ya lo saben e igual deciden correr el riesgo.

—Preferimos morir libres que seguir viviendo encadenadas —Responde con voz aguda la que empuña el machete sangriento. En sus ojos infantiles hay un fuego, ubicando en el lugar antes ocupado por una resignación hueca. Ese fuego es el ánimo para sublevarse contra los tiranos, avivado por el nacimiento de un símbolo, por el destino señalado con la espada de un héroe. La niña desaparece con sus semejantes.

Muchos, de todas las clases, se unen a la escapada furtiva. El número aumenta cuando un evento inesperado rompe el cielo.
Ashura abre los ojos. Por un momento piensa que el fulgor que asalta sus sentidos es el amanecer. Pero no, la noche sigue presente, solo que fracturada por un largo pilar hecho de una luz amatista, tan hermosa cómo enfermiza, surgido del horizonte hacia donde la caravana planea ir. Los espectadores quedan entre la atracción y la repulsión, pero termina ganando el primer sentimiento. Contemplan el pilar, boquiabiertos, algunos interpretándolo como un terrible augurio.
***
50
Nadjela gira esperando el horror. Desde el fondo de la cima plana, aparece una figura musculosa que, con un movimiento largo del brazo, arroja un bulto. El bulto traza una parábola y golpea la tierra, rodando y rebotando hasta detenerse. Es una cabeza quemada.

La bota de Chester aplasta el cráneo ennegrecido y lo vuelve poco más que porquería.

—Chester —Musita Nadjela, con la esperanza encendiendo su faz.

El Lancaster esgrime una sonrisa y acto seguido lanza el cuchillo de supervivencia. Neddin reacciona, saca de entre su manto una cuchilla alargada de hueso con la hoja ensangrentada, la zarandea, y de un golpe bloquea el filo que volaba directo a su cara. Envuelve el cuello de la princesa con el brazo libre, la estrecha, y le planta la hoja contra la garganta.

—¡Alto! ¡O la traidora muere!

Chester, quien se acercaba corriendo, para en seco. Nadjela observa de reojo a su progenitor.

—Padre, te lo ruego, acaba con esta locura. Estás enfermo, o poseído. Sé que te podemos ayudar. Solo… Baja el arma. Piensa en la tribu, en nuestra familia.

Recibir la compresión, e incluso la lastima de su hija, más que calmar a Neddin lo trastorna todavía más profundo.

—¿Pensar en la tribu? —Su boca se tuerce y su ojo derecho sufre de un tic. —¡Yo siempre pienso en la tribu! —Afinca todavía más la hoja al cuello de Nadjela, una gota de sangre se desliza hasta el esternón de la joven. —¡La Cuna soy yo! ¡Y haré lo necesario para que todo permanezca igual!

Chester, preocupado de que a Neddin se le vaya la pinza, da un paso, luego otro. El líder se percata, se pone nervioso, y en pánico empuja la hoja en su mano. Un corte, y el cuello de la princesa se derramaría. Terminaría esta historia… Pero el dolor súbito le frena.

Una mandíbula pequeña pero fuerte se le afinca en la pierna, y le arranca un trozo de tobillo. Neddin grita, ve abajo, y con un puntapié manda a la cerdita hasta a un metro del desfiladero. Nadjela aprovecha que el agarre de su padre flojea para escabullirse bajo el brazo y correr.

—¡Hija de…! —Neddin, con los ojos inyectados en sangre, estira la mano queriendo agarrar la larga melena negra. Pero al mismo tiempo que sus dedos toman las greñas, una katana separa la mano del antebrazo a través de la muñeca. Neddin suelta un grito y cae de espalda, con su muñón supurante manchando la cima.

Chester camina donde Neddin hasta quedar a dos pasos de distancia, y levanta la katana sobre la cabeza para propinarle el golpe final. Pero antes que el filo baje, Nadjela se interpone con los brazos extendidos.

—¡Basta! —Pide la princesa.

—Nadjela, quita de en medio.

—¡No!

Confrontan sus miradas, la de uno furiosa, la de la otra trémula.

—Es un maldito. ¡Trató de matarte!

—Lo sé… ¡Pero sigue siendo mi padre! —Aunque su mirada baje, la chica no se quita de en medio ni deja de proteger al líder caído. —No te pido que lo comprendas, yo tampoco entiendo lo que acaba de pasar… Pero…

Levanta el rostro.

—Él me dio la vida. Bajo su ala construí mi carácter y mis valores. Quizás su amor fuese una mentira, no lo sé, pero me niego a seguir manchando nuestra historia, la historia de mi familia, con más sangre e intrigas.

—Nadjela…

La chica junta las manos cerca de su collar y le ruega.

—Déjalo vivir, Chester. La Cuna… Nosotros… Veremos qué hacer con él. Tal vez podamos curarlo. Tal vez-

Se estremece.

De los labios entreabiertos de Nadjela escapa un hilito de sangre. La joven vuelve lentamente el rostro, con mucho esfuerzo, hasta su padre. Neddin tiene la mano extendida, y la cuchilla de hueso se hunde hasta la empuñadura en el costado de Nadjela, subiéndole al hígado.

—Escupo sobre ti y tu piedad —Dice el líder y suelta el arma, dejándola encajada en la princesa. El hombre se levanta y retrocede.

Las piernas de Nadjela pierden todas sus fuerzas. Chester grita, suelta su espada, corre y la ataja antes de que el cuerpo de la chica golpee el suelo. La acuna en brazos, la zarandea, repite su nombre. Los ojos de ella, aunque se mueven, parecen perdidos, cubiertos de bruma. La palidez que segundo a segundo pinta su tez, la hace parecer como una niña desamparada.

—¿Chester, eres tú? No veo…

Nadjela levanta una mano temblorosa y débil.

—¡Si, soy yo! ¡Tienes que aguantar!

Chester toma la pequeña mano con la suya y la estrecha contra su mejilla. Una débil sonrisa aparece en los labios manchados de la joven al sentir, entre sus yemas cada vez más frías, la calidez de su héroe.

—Me salvaste… Otra vez…Gracias.

La cara de Chester cambia y se retuerce a cada segundo entre la furia, la confusión, la angustia. Las palabras le salen rotas.

—No seas boba… Tú me salvaste a mí.

Nadjela pierde la sonrisa, y en vez su semblante es apoderado por un súbito entendimiento de que le queda poco tiempo. Mirando a donde cree está la cara de Chester, la princesa reúne su último aliento y se apresura.

—Chester, yo te…

El Lancaster aguarda un rato, pero los labios de la chica no se mueven más de ahí. No parpadea tampoco cuando un par de lágrimas del hombre le caen sobre el rostro. La chica tiembla, aunque Chester no demora en descubrir que es él quien se estremece. Cae de rodillas con Nadjela aun en brazos. La estrecha. Lleva la cabeza hacia atrás, y grita. Ruge hasta que le duelen los pulmones. Y el lamento es oído por las bestias y tribales. Abajo, quienes dormían, salen de sus lechos y se asoman hacia la cima. Los gritos se mantienen durante un minuto hasta que de pronto cesan.

Chester queda cabizbajo con la chica inerte. La cerdita se escurre donde ambos y se acurruca a un costado, echando el hocico sobre la pierna de la princesa muerta. Chester entreabre los ojos, su mirada cae en el collar de Nadjela, blanco e intacto. Aprieta los dientes, toma la gema con la mano, estriñe y su voz truena.

—¡Vamos, trozo de mierda! ¡Sálvala ahora! ¡¿Qué esperas?! ¡Tráela como hiciste conmigo!

Pero el letargo de la princesa permanece. Y en vez de un brillo, una voz. Chester, sorprendido, levanta la mirada hacia la aparición. La madre consorte Nadjela, en sus mantos negros, y con los pies cubiertos por la bruma, aparece a un palmo de distancia y le sentencia con tono etéreo.

—Comprende, Lancasteriano, que un corazón violento y maltrecho como el tuyo jamás podrá usar ese tesoro del cielo —Es la misma voz que le encomendó proteger a la chica que ahora tiene muerta en los brazos. —Solo aquel que reconozca las caras del bien y el mal, y sin embargo mantenga su espíritu recto y pulcro, sería apto para manipular el transformador.
Las ansias en los ojos de Chester dan paso a un profundo pesar, su mandíbula se afloja, lo mismo el agarre sobre el collar. Abraza a Nadjela más de cerca, y en murmullos, le pide perdón por fallarle.

—Esta carga nunca te perteneció —Dice la aparición buscando darle consuelo, aproximándose y dejando su mano traslucida en su hombro. Chester siente solo una brisa fría. —Si todos nosotros hubiéramos poseído una mayor iniciativa, reparado en los problemas, y actuando en vez de esperar a un mesías, puede que está conclusión fuese distinta. Quizás en otro mundo, sí tuvimos un final feliz.

Chester esboza una pequeña sonrisa carente de humor.

—¿Y se supone que con eso tengo que sentirme mejor? —Dice, pero cuando levanta el rostro, el fantasma ya no está.

Chester respira hondo y luego sopla. Planta una pierna, se inclina, y levanta con la princesa en brazos.

Algo estalla. Una poderosa brisa sopla a sus espaldas, agitando la melena desgarbada del león y el cabello de Nadjela.
Desde la base de la montaña sale disparado un pilar de luz de anchura considerable, que crece dispersando las nubes, y sobrecargando los circuitos de los satélites con un poder profano y ultra terreno, dejando un círculo de oscuridad perfecto en el cielo. Chester, bañado en la luz roja y morada que viene del pilar, actúa tranquilo. Baja con dos dedos los parpados de Nadjela, la besa en la frente, y lentamente se da la vuelta para encarar el último gran desafío de la noche.

Abajo, hombres, mujeres, ancianos, y niños, presencian espantados el infame fulgor que también se deja ver en el resto de Australia. El pilar asombra a las bestias y a las tribus; a los esclavos en sus jaulas y a los esclavistas en sus guaridas; al hombre quemado y al ermitaño de Pine Gap; a los guerreros extranjeros y a Lord Esclavizador en el balcón de su torreón espinoso; hasta el propio Lord Edmund Musk, desde el puente del castillo sideral, se muestra intrigado al ubicar un punto de luz morada, entre las mareas de chatarra que cubren un continente conocido por siempre estar casi en completa oscuridad.



Neddin envuelve el muñón con sus trapos y aprieta fuerte para detener la hemorragia. Empeñado en sobrevivir, baja por la ladera de la montaña tan rápido como puede, mentalizado en reunir a sus cazadores y convencer a su pueblo de que toda la sangre derramada esa noche, es culpa del Lancasteriano.

«Y si eso no funciona, siempre puedo reunir a los más leales y fundar una nueva tribu, evitando caer en los mismos errores. ¡Entregué demasiada libertad a estos gusanos!»

Pensar en animales le recuerda la mordida en su pierna, que le obliga a cojear e ir más lento de lo que quisiese.

«También debo encontrar a Zell. Entiendo que eliminase a Maaca y a Bironte, pero Zell es mi mejor guerrero, jamás caería a manos de un bárbaro extranjero»

No necesita llegar al fondo para encontrar a Zell. El pilar de luz ascendiendo lo sobresalta, y el ensordecedor vendaval consecuente lo lleva a pegar la espalda en la roca. Observa sin palabras la línea de luz, y a la silueta humanoide que flota, gigante, dentro del resplandor.

El brillo amaina, reduce su diámetro, volviéndose una fina línea que da lugar a un coloso rojo que levita. El tronco es de un carmesís brillante, lo mismo con el miembro viril que cuelga entre esas piernas que terminan en garras de ave. En vez de brazos, cuatro alas, cada una de dos metros de grosor y diez de largo, casi como tentáculos emplumados, se mueven a destiempo. Sobre los hombros, la cabeza de halcón abre su pico y lanza un graznido capaz de retorcer los tímpanos.
Neddin se cubre los oídos en respuesta, incapaz de comprender la visión que se alza sobre su pueblo. El miedo y la confusión le paralizan. Zell sí que se mueve, torpemente, pero con fuerza brutal, atiza con sus dos alas izquierdas la cima de la montaña, dando más en un costado que en el centro. La montaña se agita y agrieta en respuesta.

Guijarros y pedruscos llueven. Neddin pierde en el equilibrio y se desploma, rebotando en los caminos que le quedaba por bajar. Su cuerpo llega al fondo amoratado, con la mayor parte de sus huesos rostros, la cara supurante de sangre, varios dientes menos, y las extremidades dobladas en direcciones inhumanas. El burbujeo sangriento que florece entre sus labios, demuestra que sigue vivo. Piedras golpean en su cercanía, y por el desangelado grito que se brota de las casas de la gente, entiende que más elementos se vienen abajo.

Oye un golpe carnoso. Luego otro más. Ve un pie. Una pierna. El últimos de los cuerpos en caer es el de Zakary, que queda con la mandíbula desencajada y la cara desecha a 30 centímetros de la suya. Esos ojos abiertos, muertos, y acusadores, llevan a Neddin a gritar en un pedido de auxilio que se pierde en el gorgoteo de su propia sangre y en el estruendo general. Su llanto se extiende durante unos pocos segundos, y cesa cuando el templo de las contemplaciones golpea, extirpando todo lo que tiene debajo.
Chester recupera la katana del suelo. Hace una seña a la cerdita con la cabeza, esta salta donde él, y se le mete por debajo del chaleco. En el brazo izquierdo el Lancaster lleva cargada a la princesa, y en la mano derecha sostiene el filo de metalcorona. Arroja una mirada al titán emplumado. La montaña se desmorona por el golpe de hace un instante, y por la manera que la criatura alza sus alas, vienen otros ataques.

El Lancaster ruge, inclina las rodillas, y pega una carrera en dirección al mutante. Con una torpeza animal, las alas se dirigen en su dirección. Uno de los tentáculos barre la cima desde la derecha, amenazando con mandarlo a volar. Chester lanza un tajo y rebana el apéndice, la punta de este sale despedida y el muñón arroja un geiser de sangre.

Otra ala le viene encima, esta vez en diagonal. Chester salta, gira en el aire, y también la corta. Nuevos riachuelos escarlatas se forman. El halcón grita, más por furia que por dolor. El ala superior derecha intenta aplastar al Lancaster, Chester sigue corriendo hacia Zell, pero segundos antes de que el ala le pulverice, gira en el suelo y lo esquiva. El apéndice se estrella contra la coronilla del monte, que se termina de deshacer. Chester salta antes que la superficie que daba soporte a sus pies se convierta en guijarros, y aterriza en el ala.

El espadachín corre por el tentáculo, dejando atrás la montaña, y a cada segundo acercándose más al núcleo del cuerpo. Sin frenar, entierra la espada en el hueso, y aunque este le ofrece resistencia, Chester usa cada gramo de fuerza en sus piernas para correr sin desencajar la espada. A sus espaldas se levanta una cresta de fluido vital. Ya casi puede sentir el aliento fétido del monstruo. La última ala intenta tumbarlo, pero Chester se adelanta y pega un salto hacia la cabeza del halcón.

Las botas aterrizan en el pico, agrietándolo bajo la fuerza del impacto. El Lancasteriano, la princesa, y la cerdita asomada desde el chaleco, se reflejan en los ojos negros y libres de raciocinio. Chester extiende el brazo y penetra con la punta el globo ocular derecho del titán. Zell grita de nuevo, esta vez indudablemente de dolor.

La espalda de la criatura se echa para atrás. Su poder de levitación cede. Pierde altura. Chester encaja todavía más hondo la katana, y usa un pie para destrozar el otro ojo a pisotones, sin placer ni orgullo, solo ira. La fuerza de cada puntapié es equivalente a su impotencia, y el azul de su pelo ya hace rato que desapareció bajo la sangre de su enemigo. Los tribales, abajo, se apartan corriendo para evitar que el coloso les caiga encima.

Zell termina en el suelo, provocando un temblor. Su cabeza, debilitada por los ataques del Lancaster, explota con el impacto. La materia gris putrefacta fluye como un manantial, bañando a los tribales que no se habían apartado lo suficiente, entre los que se incluyen Gaita y Suri.

El Lancaster rueda en la tierra y queda de espaldas, con los ojos fijos en el cielo que lento pero seguro va cobrando su infame luminiscencia nocturna. La cerdita salta del chaleco y se sacude para liberase de la sangre sucia. Los tribales rodean a Chester, ven que no está solo, y unos cuantos reconocen a la chica de ojos sellados.

La Cuna llora. Chester, sin embargo, no les presta atención. Limpia con la mano la mugre en la cara de Nadjela, queriendo ver de nuevo su expresión apacible, casi como si durmiera. Pero hay demasiada sangre.

Chester se empeñó en nunca manchar a Nadjela con su podrida esencia. Incluso en eso fracasó al final.

Fin de la sexta parte.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

Última parte: North Star.
51
Llevan 3 días de sol y 2 noches de frío. El jeep levanta una cola de polvo al recorrer el desierto australiano. Ash conduce, guiada en todo momento por las señales del visor. Erika maneja el lanzallamas, labor que llegado a un punto perdió cualquier seriedad, y ahora gira el arma de lado a lado, produciendo soniditos con la boca como si destruyera naves espaciales. Ash reza a Il Separatio para que Erika controle bien los gatillos.

—¿Hay rastro de los esclavistas atrás nuestro? —Ash decide abrir una charla.

Erika deja de jugar con el lanzallamas, recuesta los brazos sobre este, y mira el horizonte que dejan atrás.

—Ni un alma —Se le oye decepcionada.

—Mejor que mejor, ¿no? Shura es aterradora.

—¿Crees eso?

Ash asiente. Durante el poco tiempo que llevó en la Cúpula del trueno, oyó historias muy escabrosas sobre ella.

—A mí no me impresiona —Dice Erika. —Tiene una linda cara y un gran culo… Pero es demasiado blando. Esas nalgas aguadas jamás me derrotarían hasta la muerte.

Erika vuelve a jugar. Ash considera que, para tener esa clase de conversación, prefiere quedarse callada.

Una hora más tarde el visor le promete que falta poco. Media hora después, ni necesita el visor, es capaz de ver los 20 metros del North Star en la línea que divide el cielo de la tierra. Ash aumenta la velocidad del jeep, hasta que frenan a cobijo del coloso.

La mecánica queda fascinada con la coraza de vectores, formas que buscan la resistencia y velocidad, sin ignorar la elegancia. La diadema en la frente del blindaje es de tres puntas, siendo la del centro más gruesa y recta que las laterales. Si uno tiene en cuenta todas las secciones que acaban en punta, le otorgan el aspecto general de una estrella azul, o de un rayo, trazado por líneas rojas incandescentes. Es una pieza exquisita de tecnología, construida en gravedad cero como el resto de ejemplares del Principado de Elon. A diferencia del Crocodile, parte del arsenal del North Star está integrado en el diseño y no se puede admirar con un vistazo superficial.

Erika baja del coche y no pierde el tiempo, corre y salta para espantar a la manada de koalas que convirtieron la máquina de Chester en su nuevo hogar. Mientras la alemana despega a las criaturas, Ash saca de su caja de herramientas un par de guantes súper adherentes. Cada una de las gruesas manoplas cuentan con una serie de almohadillas, dos en cada dedo y una en cada pulgar, cubiertas por un material especial que imita el comportamiento de adherencia de las patas de las lagartijas y las arañas, efecto al que se suman varias ventosas accionadas por pistones alrededor de las almohadillas, que crean una presión hermética cuando el escalador aplica presión.

Con una soga enrollada en el brazo, escala de los pies a las rodillas, de las rodillas a las piernas, de las piernas al abdomen, y del abdomen con mucho cuidado va a la espalda. Encima le quedan las bocas de los propulsores del North Star, cinco escapes en total.

—La entrada estará más arriba —Dice Ash para sí.

Continúa ascendiendo, sin mirar abajo para evitar el vértigo. Se sienta en el hombro izquierdo para recuperar el aliento, desde ahí observa la nuca, protegida por una placa curva conectada a la cabeza. Detrás del cráneo ubica las líneas que forman la entrada a la cabina. Ash determina el camino más seguro y sube.

La puerta tiene un cuadrado con la equis del Principado de Elon, pero fuera de eso es totalmente lisa, sin interruptores ni nada donde jalar. Ash deja de enfocarse en la puerta y empieza tamborilear con los dedos a los lados del marco. Pronto descubre una pequeña zona que se oye hueca. Presiona la mano, el área se delinea cómo un cuadrado, y desaparece al desplazarse a la derecha dentro de la coraza, revelando una lámina enrejada con una cerradura.

De los bolsillos de su holgado pantalón, Ash consigue un cilindro que parece el pomo de un destornillador con una punta recta y hueca, de apenas milímetros de longitud y grosor. Conecta el destornillador en la cerradura, y con el pulgar presiona el botón en el extremo posterior de la empuñadura. Un conjunto de nanomáquinas emerge del tubo y obtienen la forma exacta del interior de la cerradura. El pomo vibra indicando que el proceso concluyó, Ash gira la muñeca, y con un clic la lámina es abierta. Vuelve a presionar el botón, las nanomáquinas regresan a su sitio, guarda el destornillador, y echa un vistazo a la palanca de emergencia, que tiene una manecilla roja en forma de aza.

Ash lame sus labios, toma el aza con una mano, y la otra la mantiene conectada a la coraza. La manopla es lo suficientemente adherente para soportar el doble de su peso. Jala, suelta un gruñido porque requiere toda su fuerza, y finalmente, con un soplido de presión liberada surgido del blindaje, la entrada a la cabina se despliega, revelando un pasillo corto y angosto que lleva a la oscuridad. La capa interna de la puerta plegable cuenta con escalones que pueden servir tanto para subir o bajar, dependiendo del ángulo de apertura. Ata la soga en los tubos hidráulicos de la puerta y la arroja al fondo para que Erika pueda subir. Cuando la alemana llega arriba y percibe a Ash algo dubitativa, le pregunta qué pasa.

—¿Y si hay algo dentro? —Ash intenta que no le tiemble la voz, pero falla. Le asustan esos koalas, parecen maliciosos.

—¿Quieres que vaya primero?

—Por favor.

Erika entra equipada con los puños. Segundos más tarde, Grita que no hay moros en la costa. La mecánica se sumerge y alcanza la cabina, débilmente iluminada por la luz filtrada desde la puerta abierta, y por un agujero del tamaño de un puño que entra en diagonal desde la frente del blindaje, haz de luz que termina en el asiento del piloto y atraviesa un agujero dejado allí. Erika se inclina, y recupera del suelo un trozo de metal deformado.

—Un proyectil. El choque y la aceleración debieron dejarlo así. Seguramente fue disparado desde un mata-blindajes.

Mata-blindajes es la manera coloquial de llamar a los cañones de riel electromagnéticos, o Railgun. Tipo de arma que puede disparar con gran precisión, proyectiles metálicos a velocidades de hasta 9000 km/h, sin requerir de la deflagración de ninguna clase de químico propulsor, cómo la pólvora. Gracias a una serie de poderosos imanes que se encuentran dentro de su mecanismo, la energía cinética liberada por los proyectiles de un cañón de riel, es bastamente superior a las municiones de las armas de fuego, de ahí que suelan usarse contra las gruesas corazas de los blindajes medianos y pesados.
Ash se queda mirando el agujero en el asiento. Le sube brillo al visor, y la claridad le permite ver la sangre que impregna la silla.

—Erika…

—¿Sí?

—¿Este es el blindaje de Chester?

—Eso dijo. Yo también pienso que es demasiada máquina para tan gran tonto.

—Me refiero a si él la pilotaba cuando… Se accidentó.

—Eso tendrás que preguntárselo a él. Tú céntrate en arreglar esta infernal máquina de metal, yo buscaré a uno de esos koalas para el almuerzo.

—¿Sabes? Creía que todos los de tu clase eran…

—¿Eran qué?

—Vegetarianos…

—¡No somos mente colmena! Adoro la carne. No hay nada más sabroso que un buen bistec, además de la vagina, claro.

—¿Cómo?

—Aunque si lo meditas, una vagina es más como un bacalao.

—¡Por favor, para!

Erika enfila a la salida. La mecánica, como tiene la vista concentrada en el agujero venido de la frente, no repara en que Erika también se detiene para contemplar el asiento. La alemana entrecierra los ojos, aprieta un puño, toca con los nudillos el metal cercano un par de veces, y se retira.

Con ayuda de Erika, Ash sube unos galones de hidrogeno liquido con el que rellena los tanques del North Star. La cantidad está muy lejos de alcanzar la máxima capacidad, pero la nueva adición, sumado a los restos del combustible sin usar ya en el blindaje, más la conjetura de que una máquina de punta como esa está hecha para rendir, Ash deduce que el North Star puede dar de dos a tres vuelos, con un despliegue de media intensidad en el combate. Es más que suficiente para volver a La Cuna rápidamente y destruir las huestes esclavistas.

El resto de la inspección es positiva. Por fuera los daños fueron mínimos (Si se ignora el agujero), y por dentro los circuitos están intactos, más que capaces de ponerse a funcionar sin novedad. ¿Pero entonces por qué no enciende? Luego de una ronda intensiva de evaluación, y tras caer la noche, Ash llega a la conclusión de que la maquina no sufre desperfectos mecánicos.

—Lo único que se me ocurre es que se trate del software —Dice cerca de la fogata montada por Erika. Descansa la espalda en la puerta izquierda del jeep. Trozos de koala humean en la vara que sostiene. —Mañana temprano subiré con el PDA para aplicar un sondeo.

—Tú eres la experta.

Erika duerme en el coche. Ash pasa otro par de horas gateando en los ductos del North Star, antes de ir y quedar dormida en el asiento del piloto. Una cama manchada es preferible a ninguna, y quienes digan lo contrario, Ash bien sabe que jamás han padecido esa situación.

Con el amanecer Ash vuelve a las andadas. Sube su dispositivo PDA (Para Demasiadas Acciones), un bloque con una pantalla táctil en el centro y los laterales colmados de cables y puertos para memorias y otros aparatos. Busca por la cabina algo donde conectar el PDA. En caso no lo encuentre, tendría que empezar a levantar cosas, y la verdad prefiere ahorrarse ese proceso. Las paredes de la cabina están forradas por pantallas, las más cercanas al centro están agrietadas, pero funcionales. Ninguna tiene puertos o botones.

—Quizás en…

Revisa la silla. En el respaldo del brazo derecho hay un sistema de control simple, con el que se puede ajustar el ángulo a gusto del piloto. Ahora el asiento está inclinado, pero cuando llegaron andaba recto. También sirve para manejar las luces, activar la línea interna de comunicaciones, enviar un pedido de ayuda a quienes estén supervisando la misión, o encender la maquina. Son instrucciones simples y muy generales, porque la principal forma que tiene un piloto para manipular su blindaje es a través del nexo.

—No hay casco.

O al menos no encuentra ninguno. Es la primera vez que revisa un producto muskita, hay multitud de cosas que desconoce. Procede a observar con una mano bajo el mentón, los cincos sensores de presión en la punta del respaldo, cada uno puesto a la altura promedio de los dedos. Deduce que se usa para prender el North Star.

—¿Huellas digitales? ¿O quizás agujas microscópicas para identificar el ADN muskita? Está apagado, cómo todo. Pero prefiero no probar a lo loco y cagarla.

Revisa la espalda del asiento.

—¡Eureka!

Con el destornillador abre el panel. Sonríe victoriosa al descubrir varios puertos.

—¡Ash 1, North Star 0!

Mira a los lados para que asegurar que nadie vio un lado suyo tan vergonzoso.

Conecta el PDA a través de un cable. La pantalla táctil enciende, y un aviso rojo parpadeante le indica la presencia de un bloqueo para dispositivos no autorizados.

—No esperaba menos.

Si algo bueno sacó de su viaje a Australia, fue la obtención de diferentes programas ilegales para su faena. Los desarrolladores demostraron una eficacia del 91%, cosa que tiene sentido cuando los esclavistas que encargan dichos programas, hacen que del resultado dependa la vida o la muerte del programador.

Ash activa en primera instancia un descifrador especializado en maquinaria muskita, aunque también para reducir el tiempo de espera, activa otro basado en máquinas aliadas y otro en máquinas genéricas. La activación de tres programas tan pesados podría generar un error catastrófico que prenda las alarmas del North Star, pero Ash confía en su aparato, es su bebé, lo empezó a modificar y actualizar desde los diez años, que fue cuando lo obtuvo. Se sienta cruzada de piernas y espera.

Una hora transcurre sin novedad. Dos, y ya empieza a impacientarse. Tres, y baja con Erika para hablar. La alemana pregunta sobre los avances, y Ash explica que la seguridad del North Star es demasiado férrea.

—Confío en la potencia de mis programas. Pero tardará.

—Ya llevamos cuatro días de viaje… —Jala una tira de carne seca entre sus dientes, la arranca, mastica, y traga mirando por donde vinieron. —Maldita sea. Chester, Nadjela, aguanten, que pronto llegará la caballería.

Ash también comenta su preocupación sobre la posibilidad de que salten las alarmas, o que se active algún protocolo en el blindaje que las haga volar hasta el Principado. Pero es un riesgo inevitable.

Llega la tarde y después la noche. Al quinto amanecer, Ash viene de enjuagarse la boca cuando descubre que el PDA indica: ACCESO DISPONIBLE.

Da un pequeño brinco de alegría, y recupera el dispositivo para mirar las entrañas etéreas del North Star. Se confirman sus sospechas, tiene programado un protocolo de regreso al Principado, uno de auxilio en caso de choque, y también uno de suspensión de las funciones. Tanto el de auxilio cómo el de suspensión están activados desde hace varios días.

—Tendrán sus motivos para no venirlo a buscar —Comenta, pero no le extraña, en Australia las trasmisiones y señales son erráticas. Algunos hasta bromean y dicen que algo se las come. Lo que sí es indudablemente cierto, es que hay zonas en el desierto donde los aparatos funcionan de manera errática.

Indiferentemente de las incógnitas, Ash desactiva los susodichos protocolos, y procede a encender el North Star.

Se oye un ronco rumor. Erika despierta sobresaltada, gira y cae del asiento al suelo del jeep. Desde abajo descubre al cristal que forma la mirada del blindaje, encendiéndose. El rojo de los ojos y las líneas, hace contraste con el azul del resto de la coraza y el negro del esqueleto interno.

Las luces en la cabina prenden. Lo mismo con las pantallas, que ahora muestran el cielo y el yermo. La sonrisa triunfante de Ash se reduce cuando cae en cuenta de la cantidad de sangre seca que mancha el suelo y la silla. Erika aparece por la puerta, se queda mirando las manchas otra vez, pero casi de inmediato recupera su ánimo y envuelve a Ash en un abrazo.

—¡Lo hiciste, nena! —Completa el halago con una nalgada. —No te tenía plena confianza, pero me callaste la boca. Eres metal.

Ash asiente con una sonrisa forzada y se soba el trasero.

—¿Nos largamos ya? —Pregunta Erika, confiando que la respuesta sea afirmativa.

—Falta poco. Eliminé la suspensión y forcé el encendido, pero hay una segunda capa.

—Buscaré los suministros. Vuelvo en nada, no quedaba mucho ya —Dice y enfila a bajar por la soga.

Ash reconoce la medida de la segunda capa: Rigor Mortis. Se usa para que, cuando los signos vitales de un piloto cesen por completo, el blindaje se bloquee y no sea tomado por los soldados enemigos. Algunos van más allá y utilizan un sistema de autodestrucción, pero cuando el blindaje es demasiado valioso o único en su especie, se vota por medidas menos drásticas. Ash murmura algo para sí, y se queda contemplando los datos en la pantalla con un semblante de duda. Estando Chester, el piloto original, bastante vivo, no entiende cómo se activó tal proceso.

—Será un error por el choque —Un lado de ella le dice que eso es ilógico. Una maquina con tecnología de punta como esa, construida en gravedad cero, está lejos de sufrir esos desperfectos. Sacude la cabeza. —Pero no es mi problema. Enjuágate las lágrimas y sigue adelante, Ash. Tú puedes, Ash. Eres la mejor.

El objetivo es activar el North Star, para que Chester y Erika le permitan vivir. Ash frunce el ceño, aprieta los puños. Reconoce que lo único que lleva haciendo desde el comienzo de su emancipación, es ser mangoneada por barbaros con armas grandes y malas pulgar. Lo que ella construye con sus manos, viene otro y lo destruye con los pies. Si lo piensa, Chester y Erika no son muy diferentes de Achú. ¿Cuándo escapará de ese círculo vicioso? ¿Cuándo pondrá a valer su talento y potencial, sin que le afecte lo que hagan los demás?

—A estas alturas debería tener un negocio propio con una cartera de clientes, ingresos estables, y puede que hasta un marido o una casa —Mira las pantallas, el paisaje árido está lejos de ser lo que imaginaba en el pasado, cuando era niña. —¿Dónde está mi futuro brillante…? Puto mundo injusto. Punta injusticia de vida.

Pues ve y hazla justa.

Las palabras de su padre resuenan en su cabeza.
Erika echa un último vistazo a la parte trasera del jeep para asegurarse que no se le quedó nada. Mira el lanzallamas con ternura, ya se andaba encariñando. Cuando estaba por volverse, oye un rugido y el suelo se echa a temblar.

Una flama atómica enciende a espaldas del North Star. La onda expansiva levanta el polvo, casi vuelca el jeep, y manda a los suministros y a Erika contra el polvo. La alemana levanta la cara curtida de tierra y descubres al blindaje asciendo. Pierde el color, y luego lo recupera cuando su cara se pone roja.

—¡Hija de…! —Se levanta y libera lo que sale del fondo de su alma. —¡Perra malparida e hinchada de mierda! ¡Rata traidora bañada en vómito y pus! ¡Despojo corrosivo de un enema! ¡Rezumado de un forúnculo testicular! ¡Por el coño te debí meter el lanzallamas, por el coño! ¡Y apretar el gatillo hasta quedarme sin gas!

Da igual cuánto grite o se jala el pelo, Ash se aleja en el North Star. Erika cae de rodillas, con las manos en la cabeza, preguntándose cómo hará para explicarle a Chester y a Nadjela tamaño error. A su mente salta la imagen de un ejército esclavista rodeando La Cuna. Erika, sin dejar de maldecir, recoge los suministros, corre al jeep, y lo prende para regresar por donde vino. Sin visor, y con el polvo tapando cualquier rastro de las ruedas, necesitará un milagro para llegar a buen puerto, pero en espera de uno, opta por la acción.

Si Ash conducía con la precaución de una abuela, Erika directamente aplasta el acelerador. No es sorpresa que, a mitad de camino a La Cuna, una esquina del parachoques terminase impactando con un pedrusco semienterrado, y Erika pasase a girar en el aire cómo un trompo. Con un estruendo, el jeep se estrella de cabeza.
***
52
A faldas de la montaña rota, Gaita, con la cara pintada de ceniza y llevando una corona de huesos, dirige los preparativos para prenderle fuego a la pila funeraria. El ritual demoró más de lo que debería debido a lo mucho que costó excavar y encontrar los pedazos. E incluso tras la recolecta, mentirían si dijesen saber cuál parte es de quien.

Mientras los cuerpos arden, Gaita anuncia a viva voz las mentiras tejidas para mantener el orden. La leyenda de cómo Zell, con ansias de obtener el poder, consumió la semilla prohibida y se transformó en un monstruo maligno que destruyó la montaña y el templo, arrastrando a los grandes sabios de la tribu, a Neddin, a Nadjela. La princesa, apoyada por el sombrío campeón del demonio de Tasmania a su izquierda, y de un Chester ausente a su derecha, acepta la responsabilidad sobre su gente, al mismo tiempo que proscribe el nombre del único hombre que verdaderamente quiso.

A poco de concluir la ceremonia, Chester vuelve a la casa del jefe, donde el único cuerpo importante que no se quemó, yace en la estera que era el antiguo lecho de la muchacha. Se reanuda la creación de una fila de gente, jóvenes y ancianos qué, bajó supervisión del Lancaster, se plantan de rodillas junto al cadáver pálido de Nadjela, y apretando la positivita entre las palmas, ponen empeño en traerla de vuelta. Lo mayor que consiguen es un pequeño punto de luz en el centro del orbe, manifestado entre los dedos de los más jóvenes e inocentes. Pero con cada nuevo fracaso el humor de Chester empeoraba, hasta que finalmente explotó, y a gritos y patadas, espanta a todos los visitantes. Solo Gaita se mantiene en el lugar.

—Ser un héroe no te da derecho a comportarte como un perro rabioso —Le riñe.

Chester se sienta junto la princesa muerta y agarra las manos frías y pequeñas, entre las suyas. Su ira ya está aguada, pero mantiene cierta acidez en la voz.

—¿Héroe, yo? Mejor vete a fornicar con un mindundi, anda —Dice sin verla.

—Lo haría si pudiera, pero no me queda otra que atender las responsabilidades que heredé. Sé que no nos conocemos, pero por Nadjela, un poco de apoyo…

Chester mira sobre su hombro. Profundas y negras bolsas cuelgan bajo los ojos de Gaita, quien en menos de un par de día pareció envejecer diez años. Chester baja la mirada, apenado.

—Discúlpame… Es que, luego de lo que pasó… Joder, no sé ni qué estoy haciendo. Lo único claro es que un héroe no soy.
Ninguno dice nada durante el siguiente minuto. Gaita observa a su hermana tendida, el semblante mortecino avecina a la putrefacción.

—Nadjela se está…

—Sí.

—Necesita que-

—Sí —Chester le corta las palabras.

Otro minuto de silencio.

—Hay un favor que debo pedirte —Es Gaita la que rompe la quietud, y de nuevo, posa involuntariamente una mano sobre su vientre. —Estoy embarazada. Traigo al hijo de Zell.

—Felicidades —Dice Chester sin prestarle verdadera atención. Gaita, captando que al Lancaster no le pilla el nombre, lo pone al tanto de los antecedentes. El muskita la mira. —Zell. Ese que se transformó en alguna clase de mutante, ¿no?

—Sacrificó su humanidad con intención vencerte.

—En un momento más feliz, habría admirado ese nivel de compromiso.

Gaita niega con la cabeza.

—No hay nada que admirar. Zell cometió la mayor de las blasfemias, y ahora ningún hijo suyo será aceptando en la tribu, mucho menos para dirigirla.

—Capto el concepto. ¿Pero adonde quieres llegar?

—Quiero que seas su padre.

—Creo que escuché mal —Se mete un dedo en la oreja y se saca una capa de cerilla.

—No tienes que criarlo ni quererlo. Solo decir que es tuyo, y cuando toque, gobernará la tribu cómo la tradición manda. Nadie juzgará al hijo del Lancasteriano.

Chester se reconcentra en Nadjela.

—Di lo que te plazca. Que es mi hijo, que te lo trajo la cigüeña, que salió de un huevo de avestruz. Con tantos muertos sobre mis hombros, el peso de un bebé ni lo sentiré.

Gaita suelta el aire que, sin darse cuenta, llevaba conteniendo desde que empezó a pedirle el favor. Su semblante, hasta entonces serio y cansado, se distorsiona, y lágrimas de alivio dañan su maquillaje.

—Gracias-

Su agradecimiento tembloroso se ve interrumpido cuando Maaca aparece desde el pasillo con una noticia. Princesa y espadachín se vuelven a la vez. El campeón evita todo lo posible el contacto visual con el Lancaster, y por fortuna Chester no le reconoce.

—Princesa, una patrulla descubrió a un nuevo gigante. Está a pocas horas de distancia, a lo mucho cuatro.

Gaita y Chester abren mucho los ojos.

—¿Bajó del cielo? —Pregunta Gaita.

—Hace temblar la tierra. Parece la mezcla entre una montaña y un lagarto.

Chester no necesita oír más. Crocodile. Mira por la ventana, confiando ver aparecer al North Star. Pero el cielo sigue azul y despejado.
***
53
¿Cuánto tiempo lleva ya? ¿Días? ¿Meses? ¿Años? La última vez que vio su reflejo (En un charco de su propio orín) no parecía muy avejentada. Los labios resecos, la piel pelada por el sol, muchas aéreas del cuerpo magulladas y raspadas, pero todavía parece en sus veintes, aunque en el expediente salga que su verdadera edad son 30 años.

¿Cuándo dejarás de perseguir la muerte como una idiota y sentaras cabeza de una maldita vez? Este mundo no es un puto videojuego, Erika.

La voz de su hermana gemela, Alexandra, le azora desde los recuerdos. Alex siempre fue la mejor amueblada de las dos, quizás por eso sí ascendió, mientras que ella acabó con baja deshonrosa por (Según la corte marcial) el incumplimiento de órdenes y atentar contra la moral. ¡Cuando todo el mundo sabe que no existe hembra en el mundo con la moral más alta que ella! Además, que está bastante segura que acabó sancionada por ser descubierta dándole buenos polvos a la esposa de un general de la fuerza aérea de su país.

«¡No es mi culpa que esos masca-nubes no sepan dar un polvo como Dios manda! Tanta correa en las piernas para evitar que la sangre les baile cuando vuelan, se ve que pasa factura»

Erika defiende la teoría que solo una mujer sabe verdaderamente cómo atender el cuerpo de otra, de la misma forma que solo un nativo conoce los dimes y diretes de su país. Los hombres, para Erika, son visitantes extranjeros.

«Podrían aprender un par de cosas… Un par de cosas… Un par de cosas…»

Se le nubla la vista. Despotricar y desvariar la ayudaban a distraerse del hecho de qué se está muriendo. Los suministros que quedaban se le arruinaron al chocar, y tras dos días y medio sin lograr cazar nada ni encontrar agua, caminando sobre esa tierra humeante bajo un sol que te clava sus rayos como dedos entre las vértebras, sumado al estrés emocional de evitar dormir para cuidarse de los depredadores, y el hecho de que le fallase a Chester, se traducía en un coctel para un triste final.

«Tomaré… Un descanso»

Se deja caer en la tierra caliente. Cierra los ojos, está cómoda con la cara pegada al polvo. El mundo no le puede decir que no luchó. Es una guerrera, una alemana ejemplar, el führer la recibirá de brazos abiertos en el Valhala, apuesta por ello. Durante sus paces con el más allá, oye una voz con un tinte etéreo que casi confunde con el galopar del viento.

Erika…

El cuerpo y el semblante de la mercenaria se estremecen.

Erika, levántate…

La voz es dulce, familiar, con un deje ingenuo.

Querida amiga, por favor, no mueras.

La alemana murmura un nombre.

—¿Nadjela…?

Hace un esfuerzo, levanta su cara empolvada, y ve en el horizonte a una chica morena vestida de blanco, que la llama con las manos.

—¿Qué haces aquí…? Tendrías que estar con el bobo.

Moviéndose como en un sueño, Erika se pone de pie y camina detrás de la aparición con pasos automáticos. Su mente no procesaba bien lo que sucede, solo el dolor en sus pies, y el cambio del brillante calor abrasador a unos naranjas más templados, le dan pistas del paso del tiempo. Cada vez que promete desfallecer, la voz de la princesa le apremia a seguir.

¡Alto!

Erika despierta de su trance y pega un pequeño brinco. Se descubre al borde de una precipitación en el descampado, que lleva a un desnivel donde crecen, en un ambiente más fresco, familias de árboles de tronco blanco, con ramas colmadas de hojas verdes entrelazadas. La mayor de estas familias se ubica en el centro, y esconde un pequeño lago alimentado por un manantial subterráneo.

—¡Verde! —Exclama Erika, con la vida y el ánimo volviendo a su semblante.

Incluso tras saciarse con el agua del manantial y enfriar su cuerpo, no dejaba de preguntarse donde Nadjela se metió, o si fue real. Al final, con toda ella sumergida en el agua para calmar las quejas de sus músculos, Erika cierra los ojos y opta por relajarse.

El agitar de unas ramas la enerva.

—¡Si eres un cadenero o un mirón! ¡Sepa que traigo un revolver aquí justo y te volaré los malditos sesos! —Lo grita como si ella misma se lo creyera.

Pero quienes salen de los arbustos no son cadeneros ni mirones, sino una decena de niñas muy jóvenes, de diferentes nacionales, y con el hambre y el maltrato marcado en sus cuerpos cubiertos por harapos raídos. Una entre ellas avanza y extiende un machete en su dirección, en sus ojos carente de emoción se avista una pregunta o una amenaza, no está muy claro.

—¿Qué carajo…? —Erika queda sin palabras.
Avatar de Usuario
Oliverso
Lector voraz
Mensajes: 179
Registrado: 28 Dic 2022 17:53

Re: El Lancasteriano (Novela completa)

Mensaje por Oliverso »

54
Los cazadores se alinean montando en avestruces, con sus carcajes llenos, y los arcos con cuerdas recién hiladas. La frente les suda tanto por el calor como por la amenaza, pero sus corazones y sus miradas, permanecen templadas.

Desde el horizonte viene una montaña que se mueve, tritura las piedras y le saca grietas al desierto, arrastrando consigo el sonido de un tambor gigante e irregular. A los lados vienen los vehículos y las jaulas de los esclavistas que siguen leales a Shura. Poco más de dos docenas, pero los vehículos equipados con ametralladoras y los fusiles de asalto, lo convierten en una fuerza con potencial asesino superior. En el aire se masca la catástrofe.

—Aprovecharemos que el río está seco para que los incapaces de luchar, huyan sin que los vean —Dice Gaita, de pie junto a Chester mirando a la horda cadenera. A pesar de las palabras de abandono, ninguno de los cazadores muestra miedo o decepción, están decididos en morir para darle una oportunidad a su gente. —Puedes venir con nosotros, Lancasteriano. La tribu necesita un hombre fuerte ahora que mi padre ya no está.

Chester contempla los vehículos esclavistas con desapego, cómo si no existieran. El blindaje pesado sí que avivaba su interés. Pero más que provocarle miedo o respeto, lucía reflexivo, cómo buscando un factor en su cerebro, un dato decisivo. Sus ojos están serenos cómo su voz.

—No escaparan —Dice el león.

Gaita tiembla.

—¿Crees que no tenemos oportunidad…?

—Nadie escapará —Mira a la princesa. —Ninguno de ustedes peleará. Resolveré esto... Nadjela lo querría así.

Las miradas sorprendidas y desconcertadas de los tribales caen en la espalda del espadachín. El propio corazón de Gaita martillea conmovido. Muy atrás, un niño grita: ¡El héroe nos salvará! Y aunque su madre lo calla, crecen los murmullos esperanzados. Gaita quiere creer, pero mira al Crocodile, y su fe tambalea. ¿Cómo un hombre podría vencer a una montaña? Ni Zell, con la humanidad perdida, puede compararse con un desafío como ese. Está varias escalas por encima de las habilidades físicas de los hombres. Pero Chester se muestra con la tranquilidad de quien sabe que todo está controlado.

—Denme un avestruz.

Del corral le traen un ejemplar albino, el más joven y fuerte de la camada. Pertenecía a Neddin, pero él poco lo usaba. Ahora, a nivel de promediad, es natural que pase al control del nuevo hombre fuerte.



Los esclavistas se frotan las manos. La escena promete una buena recolecta: hembras jugosas; hombres útiles y fuertes; infantes buenos para subastar; hay bastante gente con fetiche por lo primitivo.

—¿Pero no está el Lancasteriano entre ellos…?

Alguien susurra la inquietud que hizo desertar al grueso de sus compañeros. Pero pronto esa duda es opacada por aspavientos y bravuconadas. ¿Qué puede hacer un hombre contra el Crocodile? ¡Nada! Repiten como un mantra al mirar el blindaje construido por el hombre quemado.

Pero muchas sonrisas se pierden cuando vislumbran un jinete solitario acercándose. ¿Un mensajero, quizás? Los que llevan binoculares los suben para husmear. Uno al reconocer el cabello azul, lanza un chillido de pánico, y enciende su motocicleta para dar una vuelta en U y desaparecer en una nube de polvo. ¿Por qué el horror? Se preguntan quienes carecen de larga vista. Pronto la distancia deja de ser un inconveniente, todos reconocen los rasgos de la leyenda.

El pecho ancho.

Los brazos fuertes.

La piel clara.

Las nalgas prietas (Esto no lo pueden ver, pero se intuye).

La despeinada melena azul.

La espada en su cintura.

Y unos ojos escarlatas carentes de cualquier rastro de temor, incluso tras sumergirse en la sombra del poderoso Crocodile.

¿Por qué no teme? ¿Por qué no huye? ¿Por qué desafía? Frente la incomprensión a esas preguntas, y ante la posibilidad de que las historias que se cuentan estén más cerca de la realidad que de la ficción, de los 24 cadeneros, huye la mitad. Pero ninguno de los protagonistas de la escena presta atención a esos cobardes.

Chester y Ashura. Ambos sienten la mirada del otro como una máscara sobre la tez. La mujer se molesta al notar al Lancaster algo apagado. Sigue sin ser la expresión de un hombre que encara a la muerte, sino del que perdió algo muy valioso.

—Lancasteriano, tú espíritu parece maltratado, y no por mi mano. Que fastidio.

La voz de Shura hace ecos en el yermo. Muy atrás, en La Cuna, muchos se sorprenden al darse cuenta que el gigante es en realidad una mujer. Chester, para que su voz alcance los sensores del Crocodile, grita a todo pulmón.

—¡Una amiga me contó lo de tu hermano! ¡Una pena! ¡Este encuentro final debió ser entre él y yo!

—Sácate a mi hermano de tu vocabulario, muskita. Me aseguraré que la leyenda de Máscara de la muerte perdure, y sea usada para que los niños obedezcan y se marchen a dormir temprano. Tu historia, por otro lado, finaliza aquí. Supongo que me rogaras por piedad, que no dañe a tu mujerzuela ni a esa gente… Pero solo mostré comprensión a dos hombres en mi vida. Y ya se me terminó.

Dirige un dedo al fondo, lista para disparar los misiles contra la tribu y que Chester vea morir primero a los que protege. Luego capturaría al hombre y le obsequiaría años del dolor. Se lo imagina desnudo, con el cuerpo marcado, la mirada desangelada, y un grillete de oro en el cuello, conectado a una cadena que ella llevaría, paseándolo como si fuese su perro favorito, y finalmente cuando Chester quede con la voluntad hecha papilla, lo plantaría en una pila donde la guillotina de Achú concluiría la historia con un tajo certero. Pero los planes futuros de Ashura chocan contra una estridente carcajada en el presente. Es el noble que, con las manos puestas en la cintura, lleva la cabeza atrás y ríe.

—¡¿Qué?! ¡No! ¡Estás jodida! ¡Ya gané, mujer!

Ashura sufre un tic en el ojo, queda con los labios entreabiertos, incapaz de creer lo que oye.

—Lunático… E imaginar que tuve sentimientos por ti.

—¡Olvídalo! ¡Ni en cien años luz podrás derrotarme!

Una vena se abulta en la frente de la mujer.

—¡Los años luz miden distancias! ¡No tiempo, idio-!

Quería acelerar y aplastar al Lancaster, convertirlo en nada. Pero entonces oye un pitido y una voz que parece venir de entre los muertos.

¿Aló? ¿Me escuchas, Achú? Quizás no me recuerdes, solo soy un simple hombre quemado.

Este es mi último mensaje para ti, considéralo un obsequio de despedida. Pero antes de partir, una pequeña acotación…

¡Eres basura, y tus gustos en películas una mierda!


Ashura palidece. Oye un estruendo, y una fuerza imposible la separa de la silla.
***
55
El Crocodile explota. Su torso es cubierto por feroces llamas venidas del reactor, que en segundos se extienden a otras secciones del blindaje. Los esclavistas huyen en pánico, dejando las billeteras atrás. Chester agita las riendas y cabalga entre las jaulas, rompiendo los candados a tajos. Le grita e indica a los recién liberados que se alejen del fuego y corran a la aldea.

Ya todas las jaulas están vacías. Las placas del Crocodile gimen, cada vez más retorcidas por el calor nuclear. La mandíbula inferior del cocodrilo es lo primero es desprenderse. Chester contempla la pila humeante, duda, frunce el ceño, y finalmente se decide.



El Poste está de rodillas cerca de la montaña de fuego. Golpea la tierra repetidas veces, las lágrimas corren por sus mejillas hundidas.

—No solo Achú… También Shura… ¡Y todo por mi insensatez!

Se pone de pie, listo para arrojarse al fuego y desaparecer consumido junto a su linaje, pero el sonido del metal siendo rajado lo detiene. Mira arriba, y desde la espalda semiderruida del blindaje, ve aparecer la punta de un filo de metalcorona. El filo baja dejando un surco y se vuelve a internar, para al segundo siguiente aparecer en otro lado. El proceso se repite unas quince veces, con inconformidad y una pizca de desespero.

Ya con la coraza debilitada, Chester empuja el metal a patadas. Cuando consigue el espacio suficiente, pega un salto, llevando un bulto en brazos. Golpea la tierra y gira con el fin de apagar las llamas que le muerden. Se incorpora, Ashura queda en el suelo. El Lancaster se quita el chaleco chamuscado, y lo usa para cubrir el cuerpo enrojecido de la esclavista, cuyo vestido está casi desecho por el incendio.

Ashura quedó con profundas quemaduras en las piernas y en los brazos, y un hilito de grasa bajando por su bonito rostro, es una pista de que la máscara quedó pegada a la piel, e intentar zafársela seguro le arrancaría media cara. Su pecho sube y baja… Está viva.

El Poste se acerca. Observa al Lancaster con ojos llorosos, se rinde, y planta la cabeza entre las botas del muskita para besarle los pies. Chester, cansado de todo, lo toma de los hombros y lo detiene.

—¡Gracias, gracias, gracias! —Repite el desgraciado.

—¡Cálmate! —Lo sacude. —Tú eres el tipo de la otra vez, ¿no? El Poste.

—Dime Richard.

—Muy bien, Richard. Escucha, mis valores me impiden matar mujeres y niños… Al menos no con intención. Llévatela, y trata de que no se meta en problemas, ¿vale?

Richard asiente, vuelve a agradecer a Chester, y con las fuerzas que le otorga el deseo de proteger lo único que le queda, carga a Ashura para subirla en el camión ex-propiedad del hombre obeso. De esa manera se alejan de La Cuna.

Chester busca el avestruz blanco, lo monta, y cabalga hasta la tribu. Apenas llega, todos, nativos y esclavos, lo observan mudos durante incómodos segundos. Chester recibe tales miradas con una mueca, abre la boca para preguntar si tienen problemas con él, pero en perfecta sincronía, hombres, mujeres, niños, anciano, e incluso Gaita, se postran a su alrededor, ofreciendo pleitesía total.

¡Que teman los oligarcas…!
Claman unos.

¡Que teman los tiranos…!

Rezan otros.

¡Que teman los cobardes!

Pero todos coinciden en:

¡Larga vida al Lancasteriano!

Chester queda congelado en el centro de esa lluvia de alabanzas. La cerdita, asomada desde la puerta de la casa del líder, y Suri, hurgándose la nariz bajo su bolsa, se muestran ajenas al espectáculo, y hasta anonadadas.
***
56
Hay dos montañas ahora, una de roca quebrada, y la otra de chatarra retorcida. Erika deja a las niñas entre los tribales, quienes al verla le dicen, con caras amargas, que se preparan para partir.

—¿A dónde…? —Pregunta sin entender.

La respuesta siempre es la misma: Donde el Lancasteriano decida.

Cuando pide noticias sobre Chester y Nadjela, todos le señalan al cráneo de cocodrilo derretido, que sobresale a la mitad de la montaña de metal calcinado. Erika va, escala los restos del blindaje, y llega a la entrada de la calavera. Chester está tirado sobre los restos del cañón de riel, con la espalda puesta en uno de los lados del arma. En una mano sostiene una botella de ron a medio acabar, obtenida del botín dejado por los esclavistas.

Erika acorta la distancia y se sienta a su lado, con las piernas muy juntas. ¿Si quiera puedes embriagarte? Le cuestiona, pero Chester guarda silencio. Ella mira al fondo, donde yace una pila funeraria con un cuerpo envuelto por largas telas.

—¿Y ella es…? —Por la silueta de la figura, la reconoce cómo femenina.

—Es Nadjela —Contesta Chester sin abrir los ojos, dando un prologando sorbo a la botella.

Erika abre muchos los ojos.

—¿Cómo…?

—No pude protegerla —Esboza una sonrisa de auto-desprecio. —Yo, que me llené la boca con poder hacer de todo, fui incapaz de ser un héroe para ella. La quemaran esta noche. Se elevará, cómo dicen. Será el último ritual de ellos aquí, porque se mudarán. El Crocodile es dañino… En más de un sentido.

Vuelve a empinar la botella, pero Erika se la arrebata. Ahora la que da un prolongado sorbo es ella.

—También fallé. Ash se robó tu blindaje.

—¿En serio…? —No se le oye molesto. Únicamente parece capaz de sentir odio hacia sí mismo. —Qué mala pata. Tampoco es que me sorprenda, jamás le caí bien.

—¿Y decidiste confiarle tu juguete de todas formas?

—Tenías razón —Chester recibe la botella y da otro sorbo. —Nadjela me afectó. Me pegó su confianza hacia los demás. Pero ya no más, ahora mi espada nunca dudará. ¿Crees que estaría decepcionada si me oyera?

—Creo que estaría triste de verte tan decaído por su culpa. Te amaba, Chester. ¿Tú la amabas…?

El Lancaster queda meditativo, observando el cuerpo en el fondo.

—No lo sé —Responde, y sin ver, regresa la botella a la alemana. —Yo estos sentimientos no los comprendo.

Se mira las palmas duras y callosas por apretar tan fuerte su espada.

—Que me odien. Que me envidien. Que me quieran muerto. Sé cómo reaccionar a eso. La furia y la violencia son viejas amigas, estoy cómodo con ellas, quedaría desorientado en un mundo donde no estén. Pero responder a que me amen… Eso nadie me lo enseñó. Nadie me dijo que eso fuese útil.

—¿Y qué hay de tu tío? Hablas mucho de él, suena a que te quería.

—El tío Julius no era un hombre de sentimientos. Me dio valores de piedra, un ideal para perseguir, y siempre estaré agradecido con él por eso. De lo contrario hoy no sería yo, sino un monstruo. Más adecuado para el Crocodile que para el North Star. También está Simon… Siempre me admiró, siempre quiso seguir mis pasos. Y yo me pregunto. ¿Hay algo que admirar? ¿Hay pasos que seguir?

—A mí me da que si la amabas —Erika saca la lengua y deja que las últimas gotas de ron caigan. Arroja la botella vacía hacia la chatarra, y se quiebra en mil pedazos. —Por instinto y a lo bruto, pero tenían química.

—Entonces amo cómo el puto culo.

—He visto peores… Yo misma…

—¿La Erika que conozco puede amar?

—No seas imbécil, claro que tengo mi corazoncito. Negro, frío, y arrugado, pero lo conservo. Ahora no te cuento la historia por mamelufilo.

—Perdón.

—Jódete —Dice la nazi, pero su sonrisa, que se debate entre la dulzura y la amargura, deja entrever que está lejos de molestarse en serio. —Desde ahora recibirás mucho amor. Toda esa gente allá abajo está encantada contigo, ¿verdad, Lancasteriano?

Erika suelta el apodo con retintín y con movimientos rápidos de ceja. Chester lanza un largo suspiro y se lleva una mano a la cara.

—Están encantados con la fantasía que construyeron sobre mí —Se le oye muy frustrado. —¿Lancasteriano? ¿Qué coño significa eso? El que lo inventó es un idiota. Ni me dejaron escoger el nombre. Espero que se quede solo aquí, es demasiado vergonzoso.

—¿Qué nombre habrías elegido, pues?

Chester se recuesta, lleva las manos a las rodillas, mira el techo y piensa.

—Algo que suene a metal… Algo cómo… ¡Súper Mega Chester!

Transcurren varios segundos de silencio, que dan paso a la risa. Fuertes y estridentes carcajadas compartidas. Se agarran el estómago, se les salta las lágrimas, pierden el aliento. La risa de Erika es la primera en cesar. La de Chester se convierte paulatinamente en un gimoteo, y luego en un sollozo. Encorvado, con las palmas conteniendo su llanto, se arrima a Erika buscando consuelo. La alemana lo acepta en un abrazo. El pesar del muskita descansa contra el pecho de la mercenaria.

—Se puso delante —Murmura Chester.

—Ya, ya —Ella le acaricia la espalda.

—¿Por qué se puso delante, Erika?

—No es tu culpa.

—Lo sé. Pero eso no impide que me sienta mal.

Permanecen enlazados hasta que el silencio los cubre. Bajo esa calma, Erika decidió guardar para sí la anécdota de apariciones y señales que guiaron su regreso a la tribu. Al menos hasta que Chester pase su luto.



La luna bendice la noche, hermosa y llena.

El fuego aletea en los restos del Crocodile. Chester observa el humo elevarse, vigila el rito desde una ventana de la casa de Tashala. Habló con la familia, y ellos consideraron un honor que decidiera hospedarse con ellos. Lo cierto es que Chester no toleraba quedarse en el hogar de Neddin. La tragedia es demasiado reciente.

Echado en una hamaca, y acariciando la cerdita sobre su panza, el Lancaster prueba a dormir. Necesitaría de todas sus energías para dirigir el éxodo de mañana. Prometió llevarlos a un paraíso sin igual, donde la comida y el agua abunden, la hierba sea verde, y la muerte invisible, esa que devora la piel, se mantenga lejos. ¿Y si no encuentran ese paraíso soñado? Decidió que lo construirían con ingenio y voluntad.

¿Será difícil? Seguro. ¿Habrá dolor? Posiblemente. ¿Enemigos querrán impedírselo? Los vencerá. ¿Y si fracasa…? Aceptará la responsabilidad de sus actos y la penalización, sea cual sea. O triunfa, o triunfa, no hay medias tintas cuando tu meta engloba la vida de tantas personas. De lo contrario al aferrarse y negar el error, sería igual que Neddin, un déspota ciego de necedad que mantuvo en hambre y miseria a su pueblo.

Chester se consuela con la idea de que seguramente el nombre de Neddin desaparecerá en los mares tormentosos de la historia. Y el de Nadjela quedará atesorado cómo el nombre de aquella joven y hermosa princesa que, armada solo con su bondad y mejores deseos, enfrentó lo desconocido y abrió la puerta a un futuro mejor.

—Salgo a orinar —Dice una somnolienta Erika que se levanta de una hamaca cercana.

—No tienes que anunciarlo —Responde Chester con una sonrisa vaga.

—Cállate.

—Tampoco tienes que ir fuera.

—Prefiero el monte, ¿y qué?
—Carajo —Gruñe y jala. —Necesito… Una… Jodida… Pijama.

Da pequeños brincos hasta que lograr subirse del todo el cierre del uniforme. Vicisitudes de los héroes que el pueblo no ve. Sale de entre los arbustos, para acto seguido sufrir un sobresalto por la aparición. De nuevo Nadjela, esta vez manifestada con una nitidez tal, que parece la de carne y hueso.

—Necesito pedirte un favor —Dice la princesa con una voz muy clara, libre de cualquier subterfugio sobrenatural. Erika puede jurar incluso, que hay cierto rubor en las mejillas de la chica.

—¿Qué favor…? —Erika tartamudea.
La cerdita chilla de emoción y salta de Chester, a los brazos de alguien. Los ronquidos de júbilo no se hacen esperar. El Lancaster se pregunta la razón de tanto alboroto, y al echar un vistazo la impresión le arrebata el aliento.

—¿Eri…? ¿Nad…? —La lengua se le enreda, lo mismo con las ideas. Queda paralizado.

La fémina viste un conjunto blanco tejido con hilos creados a partir de tallos de El-nido-de-todas-plantas. La parte superior carece de mangas y le llega por encima del ombligo. La inferior es una correa de tallos con dos tiras gruesas de tela, una al frente y otra atrás para conservar el pudor. Las telas se deslizan por las curvaturas de sus piernas pecosas al andar. Ambas piezas cuentan con un diseño de zigzags y líneas rojas que imitan las alas de las aves. Cómo guinda, el collar, un orbe blanco perfecto. Luego están los tatuajes de guerra, su altura mayor, las facciones germanas, el cabello de fuego, nada de eso debería computar… Pero aquellos ojos poseían una pureza y piedad, que la Erika que conoce jamás podría falsificar.

—Fuiste tú —No hay rastro alguno de un acento violento en su tono piadoso.

—¿Qué…? —Chester sigue aturdido.

—Mi primer beso. En el lago, después de salvarte, me aproveché de ti… —Nadjela deja a la cerdita en el suelo y se sienta con Chester. Lo abraza. Hunde el rostro en su nido favorito. —Ahora quiero otro… Uno que me alcance para toda la eternidad.

Chester se lo da. Saborean cada segundo, cada cosquilleo del aliento, cada regusto del otro, cómo un obsequio celestial. Se miran a los ojos sin cansarse. El noble sonríe.

—¿Te aprovechaste de mí?

—Ajá…

Las prendas que estorban, se eliminan.

—¿Me perdonas, Nadjela?

—¿Perdonarte qué?

—Moriste…

—Viví bien.

Nunca antes esos cuerpos mellados habían sido tratados con tanta dulzura cómo ahora. Las caricias que se otorgan arden más que cualquier corte o disparo.

—¿Volveremos a vernos?

—Dentro de muchos años, espero.

—¿Por qué no ahora?

—Te falta…
—¿Qué cosa?

—Vivir bien.

Bajo la luna, princesa y espadachín se vuelven uno.

—Nadjela.

—¿Sí?

—Te amo.

Fin de la leyenda de la princesa Nadjela.
***
El Vuelo 370 de Malaysia Airlines fue un vuelo internacional regular de pasajeros desaparecido el 8 de marzo de 2015, operado por un Boeing 777-200 donde viajaban 239 personas (227 pasajeros y 12 tripulantes). Desde el momento en que se perdió contacto con el avión, se inició y desarrolló una operación de búsqueda y rescate que ha sido considerada la más larga de la historia, así como "una de las operaciones de investigación y búsqueda más difíciles y costosas de la historia de la aviación". Tras varias semanas de búsqueda en aguas del golfo de Tailandia y sus alrededores, donde se presuponía habría caído el avión, nuevas pistas indicaron que el avión había seguido rumbo al Sur adentrándose en el océano índico lejos de tierra firme, tanto la ubicación de los restos del avión como las causas del accidente siguen siendo desconocidas. El hecho de que la ubicación de este avión y sus ocupantes permaneciese desconocida después de casi cuatro semanas de intensa búsqueda, fue calificado por algunos medios de comunicación de "suceso sin precedentes en la aviación moderna", como "uno de los mayores misterios de la historia de la aviación", o "el mayor misterio de la aviación civil de la historia". El en aquel entonces primer ministro de Australia, Tony Abbott, afirmó que la búsqueda del MH370 era la "más difícil en la historia de la humanidad".

... el lugar real donde se encontraría el avión no fue determinado, y los restos de la nave y sus tripulantes no fueron encontrados. Tras más de tres años desde la desaparición del avión, el informe final considera "socialmente inaceptable" que hoy en día un avión comercial pueda desvanecerse y que "el mundo no sepa qué fue de él y de las personas que iban a bordo"…

-Revocspedia. Renovación del articulo Nª 1287043569. Día 16, del mes 01, del año 2223.
Responder