Ah, y otra cosa. Celebraré una especie de concurso para cuando Amazon me de el visto bueno. Para resumir (En otras redes será por correo, pero aquí basta con comentar) al terminar la novela, me gustaría leer su opinión, qué les pareció la historia el mundo y eso, y si les apetecen adhieran una ficha con un personaje (Pueden ser basados en ustedes mismo o lo que quieran, con su referente trasfondo basado en el mundo de la novela) que les gustaría apareciese en el siguiente libro de Guerra Divina. Las 3 opiniones/fichas que más me gusten las meteré.
Ahora sí que sí, ¡a leer!
Aviso: Tiene muchas groserías y cosas que podrían herir sensibilidades. Nada obsceno, pero tal vez de mal gusto. No quita que esta historia saliera de mi corazón, y tal vez exista otra gente en este mundo que encuentren diversión o algo útil aquí.
Nadjela: Princesa de la tribu de La Cuna. Anhela ayudar a su padre y salvar a su gente. Posee un collar con propiedades anómalas obsequiado por su difunta madre.
Neddin: Líder de la tribu de La Cuna. Su palabra es la ley.
Erika: Mercenaria venida del Cuarto Reich. Le fue encargado asesinar a Nadjela.
Ash: Mecánica de raíces suizas. Capturada por esclavistas durante su búsqueda para construirse un futuro.
Achú: Hermano de Shura, caudillo esclavista. Controla la Cúpula del trueno. Prefiere que se le conozca como Máscara de la muerte.
Shura: Hermana de Achú, patrona esclavista. Controla la Cúpula del trueno. La persona más temida en el sitio.
Hombre quemado: Anterior mecánico de Achú. Despedido y enviado a una muerte segura luego de que Lord Esclavizador mostrase interés en su trabajo.
Por Dios.
Por la libertad.
Cumplo con mi deber, pagaré el precio de este sacrificio digno.
La frente alta y la conciencia limpia, porque sé que mis actos no serán en vano.
Marcho en la guerra que carga con las plegarias de la humanidad.
Única y última, no habrá repetición.
Guerra divina.
-Carta de un soldado anónimo.
1
El choque del gigante libera agua del subsuelo. Liquido valioso y muy escaso en la superficie de ese continente carcomido. La tribu de La Cuna, el asentamiento más cercano al incidente, envió un equipo de exploradores equipados con arcos y flechas, estos descubrieron al gigante durmiente y al fresco regalo que fluye. La vieja Zakary y el resto de venerables ancianos, señalaron el evento como la llegada del héroe profetizado en las leyendas. Historias trasmitidas durante generaciones sobre aquel que los guiará en un éxodo a un paraíso sin igual, donde la comida y el agua abunden, la hierba sea verde, y la muerte invisible, esa que devora la piel, se mantenga lejos.
Los tribales, a la par que llenan sus recipientes de barro con agua, dan ofrendas y rezos de rodillas en los cantos rodados de la nueva fuente. ¡Despierta! ¡Muéstranos el camino! Claman al titán, sin recibir respuesta y sin desanimarse. Solo uno de ellos estuvo distante y receloso: Neddin, el líder de la aldea. ¿Los motivos de su desconfianza? Desconocidos para la mayoría.
Es la quinta noche desde el arribo del gigante. Acaloradas discusiones continúan dentro de la cámara cilíndrica del templo de las contemplaciones, ubicado en la cima de la cara plana de la montaña que acobija con su sombra a la tribu. El templó posee un vago parentesco con un ave decapitada, tanto por sus alas gruesas extendidas en diagonal, como por su boca dentada y circular justo en el borde.
«¿Serán las alas del templo y el consejo de los sabios capaces de guiarte, padre?» Piensa la princesa Nadjela, mirando por la ventana del cuarto, con sus lindos ojos pardos fijos en la cima, y las manos estrechando las cuentas de hueso tallado del collar obsequiado por su madre (Con quien comparte nombre).
Nadjela deja la ventana y se desliza como un puma por la estera de pieles de bestias. El aura lumínica que llega del cielo, revela la preocupación en su semblante.
«Sé que es incorrecto contrariarte y dudar. Pero si la oportunidad de acabar con meses de tierras crueles se presenta, ¡debemos aprovecharla!»
Fueron años duros. De los 500 habitantes que se cuenta, eran hace una década, ahora quedan menos de 200. El pueblo se esforzó, luchó por la esperanza, se mantuvo fiel… Pero el azote de la enfermedad, el hambre, y otros demonios, no daban tregua. Solo el gigante reflejó una posible mejora. ¿Entonces por qué, cuando todo apuntaba a un futuro más brillante, su padre Neddin lucía como un cuerpo al que arrancan la vida?
«Papá, ¿conoces algo del gigante que los demás no? ¿Un secreto imposible de revelar, incluso a tus hijas?»
Las incógnitas le quitan el sueño. Nadjela decide actuar.
Sale del cuarto. Baja las escaleras, muda y en puntillas, consciente de que Zell, el guerrero de mayor confianza de su padre, estaría patrullando por la casa. Nadjela toma la salida trasera. Rodea el corral de los avestruces. Sus pies descalzos dejan huellas en el camino de tierra. Alcanza el hogar de la servidumbre, y aparta las cuentas de una ventana para entrar.
Llega al lecho donde, suspendidas en hamacas, duermen las sirvientas de su familia. Mueve con suavidad los hombros bronceados de una: Majani. Joven como ella, pero de pelo corto, y bonitas facciones acompañadas por aretes de perlas que no se quitaba ni para dormir. Majani abre los ojos primero con lentitud, y después de par en par al reconocer el perfil de su majestad.
—¿Princesa? —Pregunta en voz baja, nerviosa de encontrarse con su ama y amiga a esas horas de la noche y sin avisar. —¿Qué hace deambulando? Si su padre la descubre me regañará. Nos regañará a todas.
—No hay tiempo que perder —La princesa corresponde los susurros. —Esta noche bajaré a la grieta, y averiguaré qué bien o mal esconde el gigante. Confío en ti para que me guíes. Has ido y cargado agua estos días, conoces el mejor modo de alcanzar la fuente y al caído.
—¿Y la prohibición de su padre? Él nos reunió y lo ordenó. No quiere verla ni a usted ni a sus hermanas en la grieta. Si descubre que la llevé, puede que me castigue, o peor, me exilie.
La princesa con una mano rodea los dedos de Majani, y con la otra le calla los labios temblorosos. El gesto y la cercanía con alguien que quiere y admira, calma la turbulencia interior de Majani.
—Lo sé, pero es necesario —Dice Nadjela. —Tal vez consiga una respuesta que disipe las angustias de mi padre. Es un hombre fuerte… Pero hasta los fuertes necesitan apoyo. Ayer lo encontré mirando por largos minutos el fuego de la chimenea, sin parpadear, luciendo desolado —La princesa baja la cabeza. —Temo que se derrumbe.
A Majani eso último le suena a fantasía. Neddin, aquel que comparte nombre con el fundador, es la base de la tribu, un pilar incuestionable e indestructible al igual que sus antecesores. Pero como aprecia a Nadjela y no quiere verla triste, Majani termina por asentir y ceder.
—La llevare.
—Mil gracias, Majani.
Intercambian sonrisas.
Echándose a los hombros frondosas capuchas negras de piel de demonio de Tasmania, y actuando como sombras de la noche, marchan. Cruzan de un salto las murallas de arcilla que miden un metro de altura, y que delimitan la zona residencial. Se mezclan en las plantaciones de El-nido-de-todas-las-plantas, de tallos grandes como personas. Enfilan por la orilla del rio seco, al que Nadjela observa con la cara pesada.
Adelante vislumbran una decena de picos de vidrio, que reflejan el resplandor de las apretadas, móviles, y coloridas estrellas del firmamento gris. Los picos señalan el comienzo de la apertura donde el gigante aterrizó. La grieta es un corte kilométrico e irregular, como producido por una cimitarra oxidada y de grandeza imposible. La entrada intimida, primero con sus cristales altos y luego con su boca oscura. Nadjela respira hondo, cierra los ojos, y reúne ímpetu para superar el miedo. Antes de sumergirse toca uno de los cristales de ángulos duros, quedándole las yemas heladas. Majani suelta un dato.
—Hace días la entrada estaba más hirviente que las termas de la montaña. Pasó tiempo antes de poder acercarnos y revisar. Sin duda es un poder divino como nunca antes vimos.
—Y es lo que salvará nuestro futuro —Dice Nadjela, convencida.
Descienden.
El techo del pasaje es abierto y dentado. Para penetrar en esas sombras que devoran, Nadjela se saca el collar y lo levanta. La gema que cuelga de las cuentas, esfera perfecta, extraterrestre y blanca, prende con el deseo mental de obtener claridad. Proyecta una luz pura y cálida como el abrazo de un ser querido, lo bastante intensa para dispersar la oscuridad. Majani se queda embobada viéndola, hasta que Nadjela le pasa la mano frente la cara y la saca del ensueño.
—Nunca dejará de impresionarme —Dice Majani con los labios entreabiertos.
—Ni a mí. Siempre que la guarde estaré segura —Nadjela repite las palabras que le heredó su madre.
Oyen el agua correr antes de verla, y pronto el toque fresco se desliza como una tela entre sus pies. La altura del agua pasa del talón a las rodillas. Toca ir saltando sobre las rocas húmedas, actividad en la que muestran una soltura animal. Cada nuevo paso acelera el corazón de la princesa, cuya imaginación vivaz dibuja colosos en las distancias, hasta que se revela el verdadero.
Majani salta a la roca en el centro del manantial, y Nadjela aterriza después, inclinando las rodillas para absorber el impacto. Contemplan mudas y solemnes al ser capaz de aplastar a un hombre adulto con la mano. De aspecto sólido y cuerpo color zafiro, cruzado por líneas que, dependiendo del ángulo de mira, cambian de tono entre el rojo, el amarillo, y el naranja. Las líneas suben y acaban en las zonas puntiagudas del cuerpo: Codos, rodillas, muslos, muñecas, antebrazos, hombros. Tales detalles le otorgan una semejanza a un caballero ataviado con relámpagos. Su cara de momento está escondida por las sombras que proyectan el muro de roca. Nadjela se lo imagina guapo. Con los ojos anclados en el ídolo, junta las manos e implora.
—Rayo azul que duerme en la tierra, sobre un trono de piedra que tú mismo creaste al tocar. ¡Te ruego, cumple mi pedido de auxilio!
Repite la oración varias veces, cada intento con mayor pasión que el anterior. Pero el gigante sigue durmiendo. El agua, fluyendo. Majani, igual de tensa. Pero Nadjela esta empecinada en irse con las manos llenas.
—¡¿Qué hace, princesa?! —Los ojos espantados de Majani siguen a Nadjela. La princesa escala la pared de roca cercana a la pierna derecha del gigante. La cola de la capucha de piel se le engancha en la superficie rustica de la roca, y ella se desembaraza de la misma para continuar.
Nadjela alcanza un reborde a tres metros de altura, donde se sostiene con una mano. Balancea el cuerpo atrás y adelante. Salta, y planea con el impulso, encaramándose en la saliente angulosa que forma la pierna más cercana del titán, justo en el borde que da a la rodilla. Sus dedos sufren ligeros cortes, y su fino abdomen choca contra un tacto liso y robusto, como las zonas menos erosionadas del templo de las contemplaciones. La zona azul de la armadura es tan helada que por reacción natural le erecta los pezones bajo la tela. En cambio, las líneas incandescentes poseían cierta tibieza.
Majani abajo pide a gritos que regrese, pero Nadjela se adhiere a su misión con el mismo ímpetu con el que se adhiere al gigante. Aplicando fuerza con los brazos, la princesa invade las articulaciones tras la coraza, aporreándose un poco la frente al caer. Sobándose la cabeza, levanta y encara una serie de conectores, tubos, y mangueras ascendentes, hechos de un material negro y brillante como los soportes metálicos donde está de pie. Tuvo que pisar con cuidado para no deslizarse por los espacios del esqueleto que, según ve, sostienen la armadura.
Pronto la atención de sus ojos es robada por lo brillante, casi cegador, que se vuelve la gema de su collar. Antes de musitar cualquier sonido de sorpresa, el blanco le obliga a cerrar los ojos. Nadjela abraza el tronco metálico que tiene delante. Alrededor todo tiembla. Ella grita, pero su voz se pierde en el rugir de los motores.
El color zafiro pasa del letargo a un tinte vivo de meteoro o cometa. El rostro en lo alto se ilumina para revelar una cara vagamente humana, que donde debería tener la boca y la nariz, en vez lleva dos placas de metal unidas. Los ojos del ser prenden de rojo. Pedruscos se desploman, causando una reacción en cadena de cantos que ruedan. Majani retrocede para evitar morir aplastada.
La voluminosa figura se endereza, cruje en el molde. Primero libera los brazos. Las enormes manos suben y se entierran en las paredes de la grieta. A espaldas del titán, una explosión de fuego atómico lo empuja. En un segundo libera el resto de su cuerpo y asciende, reventando la boca de la grieta con un estallido.
«¡Moriré!» Piensa Nadjela sin atreverse a abrir los ojos. Soporta una lluvia de guijarros que le amorata la espalda y los hombros. «¡Desperté algo incomprensible! ¡Perdónenme, todos!»
Un impulso desde arriba la presiona con brutalidad, arrebata su aliento, y le pulveriza las ideas. Queda con la cara pegada al pilar, ahora caliente. Aprieta los dientes, soporta el castigo del ruido y del viento…
Hasta que la presión que la empuja pierde fuerza.
El gigante alcanza cierta estabilidad, y el vendaval se convierte en brisa. Nadjela necesita de unos segundos para levantar la cara. Cuando lo logra, tiritando, observa con ojos enrojecidos y el aliento entrecortado un paisaje que la coloca más alto que nunca.
La montaña, la tribu, el templo. Más allá: Las zonas prohibidas, donde solo hay muerte y demonios. Más allá: Una horda de jinetes de caballos de hierro que levantan un telón de polvo y smog a sus espaldas. Más allá: Un jardín de cráteres y picos de metal. Más allá: El infinito… ¿Desde cuándo el mundo es tan ilimitado? Bajo esa nueva perspectiva, y con la tribu luciendo minúscula, casi un punto, Nadjela siente a la tierra capaz de competir de tú a tú con el cielo.
Un traqueteo la saca del asombro. El gigante pierde estabilidad y reanudan las sacudidas. El brillo en la superficie del ser se apaga, y el calor de sus entrañas se disipa. Nadjela vuelve a aferrarse de brazos y piernas al esqueleto. Pierden altura, primero con pausa, luego con vértigo. El suelo precipitándose es lo último que Nadjela ve antes de que, por el estrés excesivo, perdiese la conciencia.
—Tracy, el vocabulario —Le riñe la madre sin dejar de parpadear rápido, indicándole con ese gesto a su hardware neuronal que tome fotos de todo lo que ella cree dará para hablar en el ciberespacio.
—Ni es el de verdad. El guía dijo que es una reproducción.
—A tu padre y a tu hermano le gustan.
Tracy observa de reojo a los hombres de la casa. El padre carga al pequeño gusano en su brazo. El niño escucha con una sonrisa estúpida las historias de (Según las palabras exactas del padre) cuando los hombres eran hombres. Si se analiza al niño, el pelo despeinado tintado de azul, el visor de plástico, y el mini-Chester de acción que agita en la mano, resulta obvio que es un fan.
Tracy rueda los ojos y resopla. Vuelve su cara hastiada a la pantalla táctil junto al barandal de la plataforma, donde es posible consultar datos de la exposición. De forma predeterminada la pantalla enseña el siguiente resumen de la escena:
La princesa Nadjela, en completa soledad, bajó a la grieta y terminó por encontrar al North Star. Chester abrió la cabina y se presentó. Se dice que cuando las miradas de ambos se encontraron, cayeron eternamente enamorados.
—Cursi —Murmura Tracy, por no decir que ve a la princesa como tremenda culisuelta al desvivirse por el primer guaperas que encuentra en un hoyo.
Al lado, su mamá guarda silencio. El semblante de la mujer está algo turbado tras imaginar qué pasaría si, a sus tiernos quince años, se hubiera encontrado con el Lancasteriano. El hardware neuronal le ayuda a recrear la fantasía, que evoluciona de rosa a fogosa dentro de la angosta cabina del blindaje. Alterada, le pide al sistema que guarde la experiencia para repetirla luego en la intimidad de la casa volante.
Los labios de Neddin permanecen rectos como una flecha. Su larga corona de plumas es agitada por el viento árido de todas las noches. El líder clava su mirada severa en la sirvienta sometida y arrodillada. Están en lo que era la entrada a la grieta, ahora convertida en una zanja de rocas apiñadas.
El gigante despertó a la aldea con su estruendoso ascenso, pero solo unos pocos hombres tuvieron autorización para acompañar al líder y averiguar qué sucedía. Sus guardias más leales, los campeones del halcón (Zell), del cerdo (Tashala), del demonio de Tasmania (Maaca), y del dragón de Komodo (Bironte), cada uno vestido con partes de su respectivo animal.
—Repíteme la historia —Demanda el líder. —Ordena tus palabras. No tartamudees esta vez.
Majani, encogida en la tierra, vuelve a relatar cómo la princesa la sorprendió en la cama para pedirle visitar la fisura. En el subsuelo la situación se volvió confusa, pero el foco es que el gigante despertó y se llevó a Nadjela.
—¿Será...? ¿Será que la escogió como esposa? —Murmura Majani. Una idea fantasiosa y romántica para quizás forzarse a creer que su amiga está a salvo.
Neddin tuerce los labios en una mueca de profundo desprecio.
—¿Aseguras que mi hija tentó a ese monstruo?
La furia en el tono del líder estremece a Majani. La chica hunde la frente en el suelo.
—¡Es mi responsabilidad! ¡Todo es mi responsabilidad, mi señor! ¡Debí convencer a la princesa de no venir! ¡Debí llamar a los guardias para que la escoltaran a la seguridad de su morada! Fui muy tonta. ¡Por favor, castígueme como mejor vea! Pero se lo ruego, no me arroje a las zonas prohibidas.
Majani se arrastra y pega la cabeza entre los pies del líder, bañándole los dedos de lágrimas. Neddin chasquea la lengua y retrocede un par de pasos, como si le diera asco aquella demostración.
—Se acaba el tiempo —Dice Neddin. —En nada llegarán esos viejos odiosos.
Majani deja de sollozar, pero no de temer. Extrañada, espía desde abajo la figura de su líder y protector, que ahora poca atención le daba. Neddin mira a lo alto de la montaña, donde queda el templo y duermen los sabios ancianos. Oír como su venerable líder habla de ellos con repudio, la perturba.
—Los sacos de hueso quedarán decepcionados. No hay nada que contarles. Mi hija fue llevada por aquel ser, y su sirvienta pereció bajo el derrumbe. Quizás perder esta última esperanza los lleve un paso más cerca de la tumba, ojalá.
Majani se queda ahí sin entender, como si las palabras de su líder fuesen dichas en un idioma extraño. No nota a Zell colocándose a sus espaldas. Cuando la cuerda del arco le baja por la cara y se le pone contra la garganta, ya es demasiado tarde.
Neddin ordena deshacerse del cuerpo donde las bestias no dejen restos. Bironte y Maaca cumplen el pedido, el segundo aprovecha de quedarse con los aretes de perla. Tashala se retira a su hogar, argumentando un dolor de estómago. Zell por otro lado, permanece con Neddin para una nueva misión.
Enfilan a las termas en el interior de la montaña. Entre la clandestinidad del vapor, Neddin saca de un compartimiento secreto en una pared, una gruesa maleta de cuero. Quita los pasadores, coloca la clave en el candado, abre la maleta, y saca del interior dos lingotes de oro y una computadora portátil rectangular, vieja y poco más grande que una mano. Entrega los elementos a Zell.
—La versión oficial será que viajaras a buscar a mi hija. Encuentra un punto alto y apenas consigas señal, contacta con un mercenario. Alguien hábil, que trabaje rápido y no deje pruebas. Aprecio a mi hija… Pero tengo varias niñas, y tribus solo una. No me arriesgaré a que el pueblo se corrompa con influencias extranjeras.
Mientras el pueblo llora el rapto de Nadjela y la muerte de Majani, Zell se ata una bolsa de tela en la espalda con comida, agua, y los elementos dados por Neddin. En secreto agrega una semilla del El-nido-de-todas-las-plantas, aunque duda necesitarla. En lo que lleva de vida todavía no conoce guerrero que se le compare. Monta su avestruz, y cabalga a las zonas prohibidas.
Busca sentarse, pero “algo” le impide separar los brazos del tronco. Un material grueso y cálido se le ciñe como un capullo hasta los hombros. Es calentito y cómodo… Hasta que rememora las leyendas de arañas gigantes y peludas, de ojos rojos, que utilizan sus patas delanteras para envolver a sus presas en bultos de tela. Nadjela aprieta los dientes para contener los chillidos. Gira en el polvo, y sin pretenderlo se acerca en exceso hasta una fogata recién percibida. La lamida del fuego la asusta. Rueda en dirección contraria hasta pegar la espalda en una superficie dura. Logra sentarse. Espía a la derecha, no hay arañas a la vista. Espía a la izquierda, ve un pie de tamaño imposible. Espía arriba, y la visión del gigante la asusta.
—¡D-Disculpe usted! ¡Le juro que no era mi intención pegarle! —Dice la princesa. Desde su posición resulta imposible sondear el semblante del ídolo que, al contrario de antes, permanece indiferente frente su toque.
Nadjela toma aire y recupera un poco el autocontrol. Se percata que la materia que la envuelve no oprime, solo abraza. Es fácil empujar la boca del capullo para salir. Tras zafarse de la materia extraña, oye el trueno de una voz viniendo del cielo. ¿El gigante? No exactamente.
—¡Cuidado abajo!
Cuatro trozos de algo pegan contra el suelo. Nadjela entona los ojos. A diez pasos de distancia queda la cabeza de un lagarto de grandes dientes relucientes, con ojos en blanco libres de piedad. Nadjela chilla, y busca el collar con las manos en anhelo de seguridad. Otra figura, más completa, cae de cuclillas cerca del lagarto despedazado, levantando una palmada de polvo que perturba el fuego.
Alto como Zell, pero en vez del bronce su tono de piel es rosado y cremoso como la pulpa que las madres sacan de El-nido-de-todas-las-plantas para alimentar a los niños. Los brazos fuertes y las piernas gruesas, abultan la ropa con delineados músculos, y su espalda ancha parece capaz de soportar el peso del mundo. Su pantalón cuenta con tres correas en cada pierna que bien ajustan, y que evitan que la sangre se acumule en la parte baja del cuerpo al volar. Sus botas son de campaña todoterreno. Encima de una elástica camisa viste una chaqueta con exterior de cuero e interior de pelaje sintético que se asoma por las mangas. En el cuello de la chaqueta lleva bordada una insignia con una estrella de plata, en el hombro derecho un rectángulo con una X, y en el pecho sobre el corazón el emblema de un león azul en un rectángulo dorado. Dos arcos enlazados de cristal opaco cubren su mirada, el visor tiene en los extremos asas con puntas curvas que descansan en las orejas.
Nadjela piensa que la luz del fuego la engaña, porque la melena desaliñada del sujeto parece de color azul. El desconocido enseña una sonrisa de dientes blanquísimos, semblante amigable y encantador que contrasta con la espada enfundada al lado izquierdo de su cintura. Arma larga, delgada, y con una ligera curvatura. Aunque La Cuna guardaba guerreros más musculosos que él (Véase Bironte), ninguno tuvo un aspecto semejante.
«¡Un demonio!» Deduce Nadjela.
Demonio, como esos que según cuentan los padres y las nanas, se disfrazan de piel humana para asesinar o raptar a los niños y niñas que se portan mal. ¿Eso pasó? ¿Fue raptada…?
Algo le rueda por el medio de las piernas. La cabeza de komodo, más grande que la suya, queda entre sus muslos. Nadjela grita y levanta de un salto. Patea la cabeza, mandándola a la oscuridad más allá de la fogata. Una marabunta de criaturas rastreras con formas indistinguibles, gruñen y corren detrás del botín. El hombre, de cuclillas delante del fuego, habla con informalidad.
—Me costó separar esa cabeza. No la desperdicies así, mujer —Regaña a la par que reúne las patas traseras y la cola del gran depredador. —Sí que tenía huesos fuertes. Pero nada corta más que mi espada, ni los machetes.
Nadjela se mueve despacio, silenciosa y con las manos por delante para robarle el arma de la cintura ahora que está distraído. Si todo lo relatado sobre los demonios es verdad, no faltaría mucho para que ese hombre buscase arrebatarle la pureza, y eso ella no lo permitiría. Con cada centímetro menos entre sus dedos y la empuñadura, mayores eran sus latidos por segundo.
«Es mi oportunidad. O lo apuñalo ahora, o...»
—¡Ey!
La exclamación repentina hace que Nadjela se asuste y caiga de culo.
—¡La espada de un guerrero es su alma! No la tomes a la ligera —El hombre ladea el rostro hacia ella con la boca torcida en una mueca. —¿Qué pasa? ¿Te tropezaste? Primero pateando la cena y ahora esto. Sí que eres torpe.
La princesa se sonroja. Quiso abrir la boca y decirle que no fue sin querer, que no comería esa basura y que tampoco es torpe. Pero recuerda que no trata con una persona, sino con algo ajeno la educación de las buenas gentes de la tribu. Nadjela corta la línea de pensamiento sobre esas nimiedades, al ver como el tipo utiliza la espada, su proclamada alma de guerrero, para pinchar un trozo de maloliente komodo y ponerlo a asar en el fuego.
—¿Quieres probar? —El demonio le extiende el grueso muslo de lagarto, con escamas aun quemándose. Nadjela cubre su boca con una mano y aparta el rostro. El hombre sonríe. —Que no te engañe su aspecto. Oí decir a un tipo en la calle que mientras más feo, más sabroso.
Nadjela retrocede a gatas para quedar lo más lejos posible de esa carne. El dragón es una criatura carroñera y venenosa, con una mordida capaz de pudrir la madera. Consumir esa carne es peligroso, y Nadjela supone que aquel demonio conoce ese dato, y todo se trata de un juego sádico para destruirle el cuerpo y la mente.
—¿Pero por qué el tipo contaba eso a un par de colegialas? —El espadachín sigue divagando. —Es sabiduría que ellas jamás absorberán. Las chicas prefieren los dulces esponjosos con crema de colores. Los hombres nos conformamos con el simple ponqué. Un ponqué no necesita nada más que el propio ponqué para ser sabroso.
Nadjela se cubre las orejas para protegerse de aquellas palabras inentendibles que el demonio usa para hundirla en un laberinto de incógnitas.
—Que estés viva es un alivio —Continua el hombre. — ¿Pero por qué no dices nada? La boca está para hablar, para gritar todo lo que sientes y que el mundo se entere. ¡Vamos, habla!
La princesa se escuda en el silencio. Igual queda sin palabras tras presenciar como él hunde los dientes en el cuerpo del komodo, tira hacia atrás con el cuello, y arranca un buen trozo grasiento, que luego de un par de mordidas desaparece en su boca. Le debe gustar el sabor, o tal vez carece de sentido del gusto, porque continúa devorando.
¡Ningún humano realizaría esa hazaña sin morir! Nadjela lo tiene claro. Vuelve su atención al gigante y reza para que se la lleve. Pero el gigante calla, y el hombre parlotea.
—Cuando desperté y vi el cielo, y luego a ti, sostenida a la pierna de mi blindaje como si tu vida dependiera de ello, realmente no supe qué pensar. Creí que intentabas robarme.
—¡Eso jamás! —Nadjela alza la voz, rechazando ser catalogada como una vulgar ladrona. Nota como la sonrisa del hombre crece. La chica se ruboriza al entender que esa era justo la reacción que él esperaba.
—¡Buen grito! ¡Suena a metal! —Usando la espada reintroduce el trozo de carne en el fuego. —Maniobré con estilo para atajarte en plena caída, y bajarte hasta el suelo antes que mi compa se echara a dormir. Estuvo emocionante.
Nadjela no recuerda nada de eso, y por lo magullado que siente el cuerpo sospecha que hubo más prisa que estilo.
El demonio continúa zampando durante todo el rato que Nadjela le ve. La chica aguarda sentada, abrazándose las piernas, lo más lejos posible de él, pero sin aventurarse a salir del círculo de luz. El demonio se entretiene mordisqueando la carne de los huesos y chupando el tuétano, mientras con la mano libre toma más ramitas cosechadas de los matorrales cercanos para nutrir el fuego. Nadjela, cansada de esos sonidos pegajosos y de la incertidumbre, reúne el suficiente valor para preguntar.
—¿Qué eres?
—¿Qué soy? —El desconocido la mira, y con la mano se levanta el visor. Por la cercanía al fuego, el carmesís de sus ojos se convierte en un suave amarillo, que refleja calor, franqueza, e iniciativa. Se apunta a sí mismo con el pulgar. —¡Me llamo Chester Lancaster! ¡El que gana! ¡El que manda! Subteniente de… ¡Bah! De nada. Soy lo que ves.
Las palabras raras le entran por una oreja a Nadjela y le salen por la otra. Queda perdida en la mirada de ese rostro que siempre parecía tener una sonrisa secreta, como si nada pudiese empañar su buen humor o su relajo. ¿De verdad un hombre con ese semblante es malo? ¿Acaso no está ligado con el manantial que sació la sed de su pueblo? Es un hombre extraño y único que cayó del cielo, como cuentan las leyendas de La Cuna que el profeta llegaría.
—¿Chester Lancaster, el salvador...?
—¿Yo? ¿Un salvador? —El calificativo le saca una carcajada. Niega con la cabeza antes de echarse de lado en el suelo polvoroso, con la mejilla en la palma. —Eso sería demasiado. Solo soy un tipo que busca vivir bajo sus propias reglas. Tengo mi espada, mi blindaje, y mi libertad. No necesito más.
Al decir la palabra “Blindaje”, Chester mira de reojo al cielo. Nadjela sigue sus ojos hasta el gigante.
—¿Viniste de él? —Pregunta ella.
Chester asiente.
—Entonces es tu padre.
—¿Qué…? Mi viejo no era genial. Este es North Star. Como mi espada, representa otra parte de mi espíritu. Pero como se dañó durante mi última batalla, ya no responde —Se rasca la melena. —En serio no debí subestimar a esas dos...
Suelta una escueta explicación sobre cómo, por encima de las nubes, dos pilotos lo flanquearon y golpearon por ambos costados, atravesando la cabina de su North Star y llevándolo a iniciar un protocolo de aterrizaje de emergencia. Se estrelló por el descontrol y perdió el conocimiento. La idea de darle la espalda al enemigo le resultaba deshonrosa, pero en ese entonces su espíritu de lucha estaba mitigado tras entender contra quienes combatía.
—¡Yo no mato mujeres o niños! Que se queden en casa, y dejen a los hombres hablar tranquilos y en paz con nuestros puños.
—No entiendo. ¿Mujeres guerreras...? ¿Acaso donde vuela la madre de todas las aves siguen existiendo luchas por la supervivencia?
Nadjela abraza aún más sus rodillas y hunde el rostro, preocupada por la absurda posibilidad. El cielo se supone es un sitio lleno de armonía donde los sufrimientos y ambiciones terrenales poco valor tienen. La misma madre de aves levanta fuertes vientos con su aleteo que se llevan los pesares, y castiga los gritos de ambición del corazón con zarpazos relampagueantes y canciones divinas que a oídos mortales suenan como truenos. Otro detalle que la descoloca es que exista una mujer guerrera, cuando en La Cuna a las féminas siempre las instruyeron en el quehacer del cocinar, del tejer, del lavar, del buscar agua, del recoger la cosecha cuando está madura, y del encontrar un buen hombre para casarse y tener hijos. La guerra, el pelear, el cazar, siempre fue cosas de varones. A Nadjela le cuesta imaginarse plantada en una batalla y zarandeando una lanza.
—¿Verdad que no deberían haber? —El tal Chester toma la incredulidad de Nadjela como una aprobación a sus creencias. —Yo no sé de ninguna madre de aves. Pero el mundo está ardiendo arriba y abajo. ¿Cómo no lo notas? Si el calor se siente desde aquí…
Chester cierra los ojos, su mente desplazada a otro ambiente, uno donde la tierra se abre, los mares hierven, el cielo llora, y los hombres perecen a millares. Nadjela no comprende, de hecho, se muere de frío.
—Nos estamos quemando. Alguien tendría que enseñar un par de cositas dolorosas a esos idiotas que lo empezaron todo. ¿Guerra divina? ¡Mis pelotas! —Abre los ojos y mira a Nadjela. —¿No te enteraste del quilombo? ¿Vives en una cueva?
—La Cuna. No una cueva. Soy de la gente de La Cuna.
—Primera vez que lo escucho.
—Necesito volver —Desvía la mirada a los alrededores. —Estamos en zona prohibida. Mi padre, mi amiga Majani, la venerable Zakary, todos deben estar preocupados.
—¿Zona prohibida? ¡No existe algo como la zona prohibida! —Se echa de espalda y levanta una mano hacia las estrellas y satélites. —¡Este es el mundo! Y el mundo es de todos, y está hecho para disfrutarse, explorarlo, y vivirlo. Salir y tomar lo que ofrece sin importar los pronósticos.
Nadjela calla frente esas ideas que contradicen las enseñanzas dadas por generaciones a las gentes de su tribu: Obedecer a la sangre del fundador, y rehuir de las maldades foráneas. Claro que a veces negociaban con otras tribus, mercaderes que llegaban ofreciendo miel, o algodón, o rollizos wombats, y en cambio La Cuna entregaba las bondades de El-nido-de-todas-plantas (Exceptuando las semillas), o la pesca, de cuando el rio corre. Pero jamás salían como tal, y siempre existía una tacita desconfianza hacia lo extranjero.
—¿Puedes usar tu gigante y llevarme casa? —Pregunta Nadjela.
—Necesito un mecánico para ponerlo a andar. Ni sé cómo diantres logró volver en sí tras el choque —Se pasa una mano por la cabellera. —Solo sé que todo estaba negro, y entonces vi una luz y oí una voz.
—¿Qué es un mecánico? ¿Cuál voz?
—¿Cómo no sabes lo que es un mecánico? Y la voz sonaba como tú, más o menos. ¿Qué edad tienes?
Chester la recorre con la mirada. La princesa capta esa creciente atención, y se acurruca como queriendo empequeñecer y restarle a ese hombre sitio donde echar su vista a andar.
—Cumplí quince vueltas la temporada de fuego pasada.
—¡Quince vueltas! Supondré que esos son años. ¿Y le han dado zanahoria a tu conejito?
Nadjela toda colorada, le arroja una mirada de desprecio. La pregunta era tan trasparente que ni requería familiaridad con los ejemplos para entender.
—¡No me mires así! —Chester muestra las manos. —¡No hay manera delicada de preguntarlo! Como sea, entonces no fuiste tú.
—¿Tienes el poder de identificar a una virgen con solo escucharla? —Se le filtra la sorpresa. Una habilidad como esa, sumado al hecho de oír voces, daban pistas de ser un ente sagrado. Como Neddin cuando oye la voz de la madre ave en momentos de disputa, y se requiere intervención divina para esclarecer el camino único y correcto.
—¡Qué va! —Chester se apresura a quitarse lo celestial como quien quiere zafarse de una piel hedionda y recién desollada. —Es simple. La voz que oí me pidió un favor. Pidió que protegiera a su hija. Entiendo que tú serás la hija de alguien, ¿no?
Fin de la primera parte.