Doy fe de que la historia que narro es cierta, en el tiempo y lugar que corresponda. Esconderé bien los apellidos, para no profanar las honras y deshonras sepultadas por los siglos.
Aurelio se secó toscamente algunas gotas de sudor, migajas de humedad que se destilaban desde la resequedad de su alma hasta la amargura de su rostro. Era un estío tan seco como una brasa y el sol se avecinaba en lo alto como un enemigo perenne y dispuesto a herir. Las manos callosas hurgaban en la tierra con esperanza inútil…
– «Todo aquí es ruindad, ya no llueve y de esta tierra ya no se puede sacar cosechas. ¿Tendrán su razón esos indios ignorantes? ¿Será cierta su superchería?» –Un estremecimiento repentino, que parecía venir de las profundidades de la tierra, paralizó repentinamente su divagación.
– ¡Aurelio! – se oyó el grito aflautillado de una mujer entre el ladrido insistente de dos perros famélicos. El hombre se santiguó rápidamente para ahuyentar sus malos pensamientos.
– Espérame – respondió él con mal humor, pero la mujer no detuvo su paso y continuó profanando despavorida la quietud agonizante del plantío.
– ¡Es culpa de don Javier! – vociferaba a lo lejos, deformada su imagen por la fisiología del calor intenso.
– Otra vez con esas mañas – murmuró Aurelio desempolvándose las manos. La mujer llegó y se detuvo a medio metro de él, agitada y amenazando con su mirada penetrante y acuosa.
– Ese hombre y su mujer han traído la ira de Dios a esta encomienda, ya te lo he dicho, tenemos que buscar otra…– una ráfaga de viento repentino arrancó de la cabeza del hombre un sombrero de paja. La mujer aquietó su lengua por un momento, su marido corría detrás del polvo que se arremolinaba jugueteando con su sombrero. Cuando lo cogió se escuchó un rugido potente y horrísono que provenía del cielo. Ambos miraron aterrados buscando el origen del estruendo, pero no se veían nubes, ni cercanas ni distantes; solo los cerros, que levantaban lejanas polvaredas por sus laderas azuladas. Al final de su maniobra escrutadora reencontraron sus miradas asustadas.
– ¿Te das cuenta… me crees ahora? – Reprochó de inmediato la mujer –esto es castigo del altísimo, estoy segura. ¿Ya has visto las papas?, no has encontrado ni una buena; pero tu cabeza esta hueca y rellena de sonsa lealtad a ese hombre. Tú sabes biencito que hoy no lloverá y mañana tampoco…
Un silencio pasajero delató los pensamientos atribulados de Aurelio. Su rostro hacia un esfuerzo por parecer incombustible; pero las líneas de expresión se le marcaban más cuando no quería reconocer un error, y eso lo sabía bien la mujer. Darles la razón a otros era algo que realmente se le atoraba en la garganta cuando se trataba de opinar mal de don Javier.
– Tú que sabes Isabelita, tenemos la acequia y las lluvias tendrán que volver – respondió sin despegar las pupilas verdes del celaje inhóspito. La mujer movió la cabeza con enfado, estrujando con fuerza su faldón descolorido y polvoriento.
– La acequia también se va a secar, me lo han dicho los indios.
– ¡Nonadas! Los indios no saben distinguir entre su derecha o su izquierda… ¿Ya está listo el almuerzo, mujer? – Preguntó con indiferencia fingida el hombre.
– Ya está listo – respondió Isabel, parca y con notorio enfado – tú solo piensas en comer – murmuró dándole la espalda y avanzando a grandes pasos.
La casa grande se veía como una obra maestra de los hombres en medio del olvido de Dios, inmaculada y ubicada por error en una alfombra de sembríos y campos amarilleados. Centrífugos a un viejo molle se levantaban las cuatro edificaciones que la componían, con paramentos de sillarejo y techo de tejas de arcilla; una humillación disimulada para los señores del adobe y coberturas de paja. La más depurada de las cuatro se lucia con una fina puerta, con base de piedra, pilastras y dovela de sillar con anagramas religiosos. Tras sus hojas de madera, el espacio oscuro era habitado por el silencio; y el piso de mortero, transitado por la nostalgia del olvido… Solo un hilo de luz le atravesaba desde el hastial hasta el suelo. Quien, si no don Javier, seria digno de profanar su ensueño. En su quietud limpia y pulcra, la casa esperaba el retorno de sus amos; pero el tiempo, como dije antes, estaba ausente o detenido.
Las otras edificaciones eran más sencillas, pero no por ello menos exigidas en acabados. Aurelio e Isabel ocupaban la más pequeña. Allí descansaban sus sueños, bebían sus tertulias y mal disfrutaban de su mutua soledad. Tenían el honor, según repetía Aurelio, de encargarse de que el paisaje siga siendo bucólico y placentero para el ojo de su amo. Para este fin tenían a su cargo una encomienda de veinte familias de indígenas, que ofrecían su trabajo como «pago» por su protección y evangelización.
– Estamos en pecado – refunfuñó Isabel por delante – no vamos a misa hace más de un año, de nada me sirve limpiar el altar si ya no va a venir el cura.
– El cura vendrá – reprochó Aurelio, enfadado y apurando el paso.
– ¿Vendrá? – Rechazó la mujer con sorna – él te prometió que traería un cura para nosotros y para los indios una vez al mes… ¡Eso fue hace un año! Se supone que le han dado la encomienda para evangelizarlos. Ha de ser que no hay curas en el pueblo o que sus monedas ya no pueden pagarlos.
– ¡Basta ya de subir de punto a la cosa! – defendía obtusamente, como siempre lo hacía, el «gato» Aurelio, al hombre que le puso ese apodo.
– ¿No te das cuenta Aurelio? ... Nos está matando de a pocos.
– ¡Pero qué dices mujer!
– ¡Él mató a mi doña María!, ella era una madre para mí… Jamás lo perdonaré – Volvió a hablar con las entrañas Isabel, atravesando el dintel pétreo de su puerta.
– ¡Otra vez con eso mujer! – Espetó más molesto el hombre – lo de la chichera fue una mala coincidencia; nada más.
– Él se llevó a los niños y seguro los matará también…
Aurelio se quitó el sombrero, lo tiró a un costado con molestia, se atusó el cabello, y algunas canas. Isabel se hizo un moño con la larga cabellera y sirvió el almuerzo con desgano; un caldo de huesos hervidos con tripas de cordero y papa desecada. Aurelio se sentó en una banqueta larga y deforme, descansó la cara sobre su mano y quedó quieto por un momento. Así podía hilvanar sus pensamientos sin distraerse en las curvas sensuales de su mujer. Ella era mucho más joven que él, y a su lado parecía tal vez una hija malcriada.
– Cuando él venga te hará azotar, del maizal has cosechado solo miajas, y la papa está…
– ¡Basta mujer! – Se apuró a interrumpir el hombre con la voz alzada – ¡El único que manda a pringar con azotes soy yo!
La mujer permaneció callada durante el almuerzo. Aurelio terminó el caldo y se fue sin tampoco decir nada. Con la barriga llena y las ganas vacías salió a vigilar las tierras que estaban arando los indios para la próxima siembra. Las últimas palabras de Isabel le habían zaherido fuertemente en el orgullo.
Isabel sirvió la comida para los perros en un plato grande labrado en piedra. Les miró comer apresurados, les sobó después la cabeza con el enorme afecto que aun bullía en ella y que no sabía bien a quién dadivar.
– Ustedes si son agradecidos – les dijo fabulando que le entendían.
La tarde transcurrió entumecida. Isabel descerrajó la puerta de la casa principal y comenzó el ritual de limpieza al que le obligaban los recuerdos y los lunes. Un hilo plateado fulguraba luces minúsculas y ondulantes uniendo débilmente las patas de una silla; la coyunda unía con fuerza los toros al yugo. El hilo fue arrancado y quedó pegado a la mano de Isabel como una incomodidad invisible; los toros rasgaban la costra de la tierra barbechando los campos con su apacible fuerza. En los ojos verdes de Aurelio reposaba la imagen cristalina de un indígena al que también vigilaba con incomodidad. «Estos saben algo que no me quieren decir», pensaba.
Una fina capa de polvo descansaba sobre todo. Los lunes se limpiaba y las camas se sacudían. Las lealtades se renovaban, la mujer esperaba el retorno de los niños; el hombre añoraba, la caricia mórbida de su amo…
– Waka – dijo toscamente, apareciendo por la puerta, una joven mujer de la encomienda. La leche no la consumían los indios y no tenían una palabra para identificarla, la llamaban igual que el animal que la producía, que tampoco poseía nombre propio en su idioma. La indígena le mostró en su rostro inexpresivo y lejano una mirada compasiva, o al menos eso creía Isabel. «Tú presientes mi soledad… ¡Cuánto te podría contar si conocieras mi lengua!... nos sentaríamos junto a la acequia, a la sombra del viejo molle… Te hablaría sin parar de lo bueno que fueron esos tiempos, te hablaría de la mamá María y de sus niños; tú me hablarías de tu traje multicolor y de lo mucho que cuesta hacerlo; de tus abuelos y sus glorias pasadas… a las dos nos han arrebatado el mundo…»
– Waka – insistió la mujer colocando el cántaro de arcilla en el suelo.
– Añayki (1) – respondió Isabel con un gesto cortés, haciendo uso de una de las pocas palabras que conocía de la lengua de los indios. La indígena dibujó en su cara rajada una sonrisa enorme y salió corriendo; sintiendo quizás una vaga vergüenza. Isabel también sonreía mientras le miraba alejarse, era un ritual que se cumplía en cada atardecer y del que parecían disfrutar ambas.
El sol se debilitaba de a pocos y el crepúsculo se asomaba en el horizonte dorado. Las sombras crecían y la soledad se presentía como una maldición ineludible. La casa se sentía vacía y enferma. Isabel volvió a su cocina, sacó una cubeta de madera y extrajo del pozo una ración de agua; pero el miasma que desprendía le obligó a botarla apresuradamente. Se fue rumiando su desagrado hasta el borde de la acequia; de allí extrajo el agua para hacer los mates. Le tiró al fogón unos trozos secos de guano de vaca y sopló con un cañuto hasta reavivar al fuego que dormitaba. Al ver que las llamas crecían, agregó un grueso leño y pronto todo estaba encendido. El agua descansaba apacible y atrapada en una olla de hierro fundido; allí contemplaba Isabel su imagen, abandonada y rodeada de oscuridad. Pronto el humo lo invadió todo y el aire comenzó a sentirse tibio, pero el agua parecía tardarse mucho en hervir. En la mente de la mujer todo el lugar estaba maldito y aun eso era una mala señal. Isabel se asomó a la puerta. Mientras miraba con devoción las ramas altas del molle, sintió el roce conmovedor de los recuerdos y comenzó a llorar.
Por fin el agua hirvió y era el turno de la leche. El llanto se fue secando de a pocos, lo mismo que la luz del sol. Los recuerdos esperarían por otro ocaso. En la penumbra agónica del día volvió Aurelio, empolvado y marchito, como un fantasma inoportuno que se resistía a ceder en sus penitencias.
– El agua del pozo parece de pálude – dijo Isabel sin voltear, cuando sintió la llegada de su esposo – tuve que hacer hervir agua de la cacera… ¿Quieres leche o infusión?
– Leche – respondió suspirando Aurelio, seguro de que la mujer le seguía lanzando dardos.
– Pues tendrás que esperar a que hierva… ahora tarda más, por si no has caído en cuenta.
Aurelio prefirió hacerse el desentendido, se acercó al fogón, cogió un leño encendido y prendió con su llama un mechero de grasa de cordero, la habitación se iluminó tan débilmente que más parecían acentuarse las sombras.
– Ya casi no se mira nada mujer, ¿Por qué no has prendido el candil?
– Ya está la leche – respondió la mujer eludiendo la respuesta, ella prefería desahogarse en penumbras. Sirvió la leche en una escudilla de hierro, la puso frente a Aurelio con una cuchara de palo al costado.
– ¿Y la sal?
– Ya te dije ayer que se terminó… ¿Te das cuenta que nunca me escuchas? ... toma así nomás – replicó mientras servía con parsimonia su propia ración. Aurelio movió la cabeza sin decir nada. Ya no quería pelear. El día fue duro para él.
– Mañana mandaré a un indio a la villa por sal – refunfuñó Aurelio comenzando a amoscarse.
– Pues si va caminando volverá en tres días, si don Javier te hubiera dejado siquiera un caballo…
– Pues yo hago el camino en dos, además nos dejó una mula; pero los indios lo mismo le temen a la mula que al caballo, siempre han preferido usar los pies…no habría ninguna diferencia – interrumpió Aurelio con astucia.
– Él solo te utiliza, no le importamos; nosotros no somos indios, no tenemos la obligación de seguir sirviéndole como el resto de sus esclavos, deberíamos de irnos de aquí…
– ¿Y si los niños volvieran… seguirías pensando igual? – Isabel se tomó un tiempo para responder.
– No volverán, él me dijo que yo nunca los volvería a ver porque esa mujer le ha fecho creer que los malcrié…
– Él ha dicho tantas cosas… tú sabes que es impredecible.
– Él siempre fue un hombre maldito, es peor que el mismo diablo y tú vives de sus miajas, pareces su perro, Aurelio, y ahora es peor porque está hechizado por esa mujer.
– ¡Ya no blasfemes mujer! – respondió ya muy enfadado el hombre.
– Yo no blasfemo, el juicio final está cerca, todo aquí se está pudriendo y el pueblo también se está pudriendo por hombres como él y hombres como tú que le alcahuetean todo… Dios nos castigará a todos por su culpa y el único mamacallos que no se da cuenta eres tú, Dios nos mandará fuego y…
– ¡Ya cállate! – interrumpió bruscamente Aurelio propinándole una fuerte bofetada. Isabel calló tan repentinamente que hasta el silencio parecía haberse quedado sonando. Una agresión machista era algo que nunca había pasado. Ambos se quedaron con las miradas adheridas y las bocas abiertas. El arrepentimiento comenzó a asomársele a Aurelio; pero mientras volvía completamente en sí, Isabel se levantó lentamente de la mesa, se desató el mandil y lo dejó caer en el piso junto a una chorreada de lágrimas y una dura confesión:
– Él también intentó abusar de mí…
(1)En lengua quechua: “Gracias a ti”