Déjà vu
Publicado: 07 Abr 2010 04:20
Esta es mi tarjeta personal:
José López Iriart
Corrector de estilo
LA GACETA MEDITERRANEA
Todas las mañanas, desde hace veinte años, recorro en mi automóvil los casi cien kilómetros que me depositan en la oficina de redacción del diario.
Vivo en una casa de campo en un paraje rodeado por montañas, entre las cuales corre alegre un pequeño y cristalino arroyo. Y todas las noches realizo el camino inverso.
Mi trabajo me apasiona, goza de reconocimiento y es bien remunerado. Pertenezco a aquella casi extinta generación que aprendió el oficio en las viejas y serviciales máquinas de escribir Remington y Underwood, esas joyas negras de la mecánica que hoy se venden como antigüedades. Supe tener después una Olivetti, de plástico verde, ¡toda una renovación! Y con una inversión de la cual me costó reponerme accedí a una Panasonic electrónica, allá por los setentas. Esta no era una maquinita así nomás: tenía una pequeña memoria y podía escribir en un visor, y corregir antes de imprimir. ¡Qué época!
Estas reflexiones surgen mientras conduzco mi automóvil por la interminable autopista que lleva a la gran ciudad.
Luego del habitual caos de tránsito urbano, llego por fin al estacionamiento subterráneo del edificio del diario. Aparco el vehículo en la cochera que tiene mi nombre, tomo el maletin y comienzo a caminar hacia la escalera. Qué raro, me parece haber visto detrás de una columna al encargado del estacionamiento, lo cual es imposible porque estaba en la puerta de ingreso. Sin embargo, ahí está: me saluda con la mano. Seguramente no miré bien a la persona del puesto de entrada.
Cierta incomodidad, una extraña sensación, me invade. Es como una desazón que asciende de los pies a la cabeza, junto a un leve dolor punzante en la sien derecha. Hace mucho calor, tal vez la presión o el azúcar en la sangre estén jugándome una de sus pesadas bromas.
Mientras camino hacia la suave escalera que lleva a la planta baja del edificio, me da la impresión de estar viviendo algo que ya he vivido: eso que llaman déjà vu, y del cual no sé nada. Aunque sí sé que en breve, cuando comience a subir por la escalera, va a descender por ella una hermosa mujer, de oscuros cabellos, vestida con una blusa roja y una falda negra. ¡Ahí está! Su cabeza asoma por la escalera, y a medida que subo, y que ella baja, la realidad va confirmando mi ¿intuición? La blusa roja, abierta en el escote insinuante, la pequeña cintura y las caderas generosas, la falda oscura y corta; sus hermosas rodillas e increíbles piernas; el sonido rítmico y sensual de sus tacones altos. Ya he visto esto antes, en este mismo lugar. Esto ya ha sucedido. Pero no puede ser; y sin embargo, así es.
Todavía estupefacto por la visión, llego a la planta baja del edificio. Trato de pisar el piso conscientemente, de sentirlo bajo los pies, de obtener esa tranquilizadora sensación de estar con todo mi ser en este lugar, y librarme así de esa rara impresión de bilocación. Sin embargo, estoy aquí, ¿adónde más?
Todo está bien, todo está en su lugar, gracias a Dios. Pero sé, sin saber cómo, que al llegar al centro del salón, el jefe de seguridad, que debería estar en su despacho de la entrada principal, va a acercarse a saludarme. En un intento de calmarme, que sé vano, pienso: ¿por qué no puede hoy encontrarse en el centro del salón?
--¡Buenos días, señor López Iriart! No sé si la voz salió de mi garganta, juro que traté de responder a su saludo, pero su cara reflejó mi perplejidad.
Como todos los días me dirigí a la puerta principal para salir a la calle y comprar, en el puesto de la acera opuesta, cigarrillos y un paquete de galletitas. En mi extraña película sabía que al trasponer la puerta me cruzaría con un señor obeso, de piel negra, en impecable traje gris. No me asombró que así fuese. Ya en mitad de la vereda, una angustia inenarrable me invadió y vi, en mi visión, a un automóvil deportivo rojo que avanzaba velozmente hacia mí cuando cruzaba la calzada y me arrollaba.
Naturalmente, no me atreví a descender al asfalto, pero el terror me penetró hasta los huesos al ver a ese mismo auto detenido en el semáforo, rugiendo furiosamente.
Sin embargo, como si unas manos y unos brazos invisibles me empujaran, me encontré, desesperadamente, en el medio de la calle. Y mientras veía al auto avanzar hacia mí, se me ocurrió que lo único que podía salvarme era escapar de esa ensoñación mediante un pensamiento lo suficientemente intenso. Tan rápido como fui capaz, evoqué mi último cumpleaños sorpresa, la fiesta, los amigos, la alegría; y el auto desapareció. Y volví a ser yo: José López Iriart, corrector de estilo de La Gaceta Mediterránea.
Al día siguiente, mientras conducía por la autopista, de mi casa al trabajo, volví a experimentar la misma sensación de pesadez y dolor en la sien izquierda. Y las imágenes, tan inexplicables como amenazantes, regresaron. Alcancé a detener el automóvil en el costado de la ruta. La trágica sucesión de eventos se produjo una vez más en mi mente (aunque lo sentía en todo el cuerpo), y el terror y la sensación de muerte inminente volvieron al ver otra vez al auto rojo. De alguna manera sabía, sin la menor duda, que si ese deportivo vehículo rojo me arrollaba moriría instantáneamente. Volví a recordar el día de mi cumpleaños, pero esta vez no funcionó: el auto prosiguió su marcha letal a toda velocidad hacia mí.
Entonces, busqué rápidamente otra imagen mental: mi madre, gravemente discapacitada, salvo de la vista, privada de todos los sentidos, inmovilizada en una silla de ruedas. Me vi dándole su papilla, un día que la acompañante terapéutica estaba de franco. Y esto me sacó de la trampa mental en la que estaba atrapado.
¡Tristes momentos pasé junto a mi madre!, cuya enfermedad, sin retorno, le atormentaba cada día un poco más. Y a mí también, al sentirme impotente para mejorar su calidad de vida. En sus últimos meses me instalé en su casa, en la ciudad, a pocas cuadras de la redacción del diario, hasta que su drama terminó, y regresé a mi casa de campo.
Los déjà vu continuaron manifestándose a diario, en distintos lugares y circunstancias, y en todos los casos logré detenerlos antes de que el implacable automóvil rojo me arrollara. Pero un día, luego de evocar las imágenes de mi madre, noté que no podía salir de las mismas: por más que me esforzara, mi mente siempre regresaba a la visión, como si estuviera viviendo otra vez con ella.
Mientras estaba atrapado en estos recuerdos visuales y auditivos, junto a sensaciones corporales –es difícil explicarlo-, con un gesto mi madre me pidió que me quedara a su lado. Le hice notar que no podía, que debía regresar al trabajo. Entonces me señaló un cajón de mi viejo escritorio. Lo abrí y encontré una carpeta, que me indicó que abriera. Al hacerlo encontré unos recortes de diarios que mostraban la noticia de un grave accidente de tránsito. En el mismo, un redactor de La Gaceta Mediterránea había muerto, arrollado por un automóvil en la misma puerta de la redacción. No comprendí hasta que vi mi nombre, mi fotografía y la del auto deportivo rojo. Miré a mi madre, me miré a mí. Esto no puede ser, es pura imaginación. Corrí hasta la puerta del diario, al entrar saludé al jefe de seguridad, que no me devolvió el saludo. No esperé el ascensor, subí a los saltos por la escalera y llegué a mi oficina, que encontré ocupada por otra persona. En la pared había un pequeño cuadro con mi foto.
Y entonces volví junto a mi madre, la única persona que me puede ver.
José López Iriart
Corrector de estilo
LA GACETA MEDITERRANEA
Todas las mañanas, desde hace veinte años, recorro en mi automóvil los casi cien kilómetros que me depositan en la oficina de redacción del diario.
Vivo en una casa de campo en un paraje rodeado por montañas, entre las cuales corre alegre un pequeño y cristalino arroyo. Y todas las noches realizo el camino inverso.
Mi trabajo me apasiona, goza de reconocimiento y es bien remunerado. Pertenezco a aquella casi extinta generación que aprendió el oficio en las viejas y serviciales máquinas de escribir Remington y Underwood, esas joyas negras de la mecánica que hoy se venden como antigüedades. Supe tener después una Olivetti, de plástico verde, ¡toda una renovación! Y con una inversión de la cual me costó reponerme accedí a una Panasonic electrónica, allá por los setentas. Esta no era una maquinita así nomás: tenía una pequeña memoria y podía escribir en un visor, y corregir antes de imprimir. ¡Qué época!
Estas reflexiones surgen mientras conduzco mi automóvil por la interminable autopista que lleva a la gran ciudad.
Luego del habitual caos de tránsito urbano, llego por fin al estacionamiento subterráneo del edificio del diario. Aparco el vehículo en la cochera que tiene mi nombre, tomo el maletin y comienzo a caminar hacia la escalera. Qué raro, me parece haber visto detrás de una columna al encargado del estacionamiento, lo cual es imposible porque estaba en la puerta de ingreso. Sin embargo, ahí está: me saluda con la mano. Seguramente no miré bien a la persona del puesto de entrada.
Cierta incomodidad, una extraña sensación, me invade. Es como una desazón que asciende de los pies a la cabeza, junto a un leve dolor punzante en la sien derecha. Hace mucho calor, tal vez la presión o el azúcar en la sangre estén jugándome una de sus pesadas bromas.
Mientras camino hacia la suave escalera que lleva a la planta baja del edificio, me da la impresión de estar viviendo algo que ya he vivido: eso que llaman déjà vu, y del cual no sé nada. Aunque sí sé que en breve, cuando comience a subir por la escalera, va a descender por ella una hermosa mujer, de oscuros cabellos, vestida con una blusa roja y una falda negra. ¡Ahí está! Su cabeza asoma por la escalera, y a medida que subo, y que ella baja, la realidad va confirmando mi ¿intuición? La blusa roja, abierta en el escote insinuante, la pequeña cintura y las caderas generosas, la falda oscura y corta; sus hermosas rodillas e increíbles piernas; el sonido rítmico y sensual de sus tacones altos. Ya he visto esto antes, en este mismo lugar. Esto ya ha sucedido. Pero no puede ser; y sin embargo, así es.
Todavía estupefacto por la visión, llego a la planta baja del edificio. Trato de pisar el piso conscientemente, de sentirlo bajo los pies, de obtener esa tranquilizadora sensación de estar con todo mi ser en este lugar, y librarme así de esa rara impresión de bilocación. Sin embargo, estoy aquí, ¿adónde más?
Todo está bien, todo está en su lugar, gracias a Dios. Pero sé, sin saber cómo, que al llegar al centro del salón, el jefe de seguridad, que debería estar en su despacho de la entrada principal, va a acercarse a saludarme. En un intento de calmarme, que sé vano, pienso: ¿por qué no puede hoy encontrarse en el centro del salón?
--¡Buenos días, señor López Iriart! No sé si la voz salió de mi garganta, juro que traté de responder a su saludo, pero su cara reflejó mi perplejidad.
Como todos los días me dirigí a la puerta principal para salir a la calle y comprar, en el puesto de la acera opuesta, cigarrillos y un paquete de galletitas. En mi extraña película sabía que al trasponer la puerta me cruzaría con un señor obeso, de piel negra, en impecable traje gris. No me asombró que así fuese. Ya en mitad de la vereda, una angustia inenarrable me invadió y vi, en mi visión, a un automóvil deportivo rojo que avanzaba velozmente hacia mí cuando cruzaba la calzada y me arrollaba.
Naturalmente, no me atreví a descender al asfalto, pero el terror me penetró hasta los huesos al ver a ese mismo auto detenido en el semáforo, rugiendo furiosamente.
Sin embargo, como si unas manos y unos brazos invisibles me empujaran, me encontré, desesperadamente, en el medio de la calle. Y mientras veía al auto avanzar hacia mí, se me ocurrió que lo único que podía salvarme era escapar de esa ensoñación mediante un pensamiento lo suficientemente intenso. Tan rápido como fui capaz, evoqué mi último cumpleaños sorpresa, la fiesta, los amigos, la alegría; y el auto desapareció. Y volví a ser yo: José López Iriart, corrector de estilo de La Gaceta Mediterránea.
Al día siguiente, mientras conducía por la autopista, de mi casa al trabajo, volví a experimentar la misma sensación de pesadez y dolor en la sien izquierda. Y las imágenes, tan inexplicables como amenazantes, regresaron. Alcancé a detener el automóvil en el costado de la ruta. La trágica sucesión de eventos se produjo una vez más en mi mente (aunque lo sentía en todo el cuerpo), y el terror y la sensación de muerte inminente volvieron al ver otra vez al auto rojo. De alguna manera sabía, sin la menor duda, que si ese deportivo vehículo rojo me arrollaba moriría instantáneamente. Volví a recordar el día de mi cumpleaños, pero esta vez no funcionó: el auto prosiguió su marcha letal a toda velocidad hacia mí.
Entonces, busqué rápidamente otra imagen mental: mi madre, gravemente discapacitada, salvo de la vista, privada de todos los sentidos, inmovilizada en una silla de ruedas. Me vi dándole su papilla, un día que la acompañante terapéutica estaba de franco. Y esto me sacó de la trampa mental en la que estaba atrapado.
¡Tristes momentos pasé junto a mi madre!, cuya enfermedad, sin retorno, le atormentaba cada día un poco más. Y a mí también, al sentirme impotente para mejorar su calidad de vida. En sus últimos meses me instalé en su casa, en la ciudad, a pocas cuadras de la redacción del diario, hasta que su drama terminó, y regresé a mi casa de campo.
Los déjà vu continuaron manifestándose a diario, en distintos lugares y circunstancias, y en todos los casos logré detenerlos antes de que el implacable automóvil rojo me arrollara. Pero un día, luego de evocar las imágenes de mi madre, noté que no podía salir de las mismas: por más que me esforzara, mi mente siempre regresaba a la visión, como si estuviera viviendo otra vez con ella.
Mientras estaba atrapado en estos recuerdos visuales y auditivos, junto a sensaciones corporales –es difícil explicarlo-, con un gesto mi madre me pidió que me quedara a su lado. Le hice notar que no podía, que debía regresar al trabajo. Entonces me señaló un cajón de mi viejo escritorio. Lo abrí y encontré una carpeta, que me indicó que abriera. Al hacerlo encontré unos recortes de diarios que mostraban la noticia de un grave accidente de tránsito. En el mismo, un redactor de La Gaceta Mediterránea había muerto, arrollado por un automóvil en la misma puerta de la redacción. No comprendí hasta que vi mi nombre, mi fotografía y la del auto deportivo rojo. Miré a mi madre, me miré a mí. Esto no puede ser, es pura imaginación. Corrí hasta la puerta del diario, al entrar saludé al jefe de seguridad, que no me devolvió el saludo. No esperé el ascensor, subí a los saltos por la escalera y llegué a mi oficina, que encontré ocupada por otra persona. En la pared había un pequeño cuadro con mi foto.
Y entonces volví junto a mi madre, la única persona que me puede ver.