La cocina del infierno

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eddievedder
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La cocina del infierno

Mensaje por eddievedder »

La Cocina Del Infierno

Observaba asomado por la ventana de la pared norte del duodécimo piso del edificio Marina el bostezo de San Francisco. El bostezo que sacaba del sueño incómodo y nervioso a una ciudad enferma de insomnio desde hacía demasiados días. El aire se desplazaba allá arriba en rápidas corrientes que me golpeaban la cara y me arremolinaban el pelo encima de mi frente, con sus entradas como fidedigno testimonio de que se me terminaba de asentar la calvicie. Allá abajo los neumáticos desgarraban el polvoriento asfalto de la Cuarta con Doyle. La gente andaba como espectros errantes, sin seguir un rumbo fijo igual que el agua de lluvia arrojada por nubes altas y negras la tarde anterior al perderse por los sumideros.

Me trasladé al Departamento de la policía de San Francisco en el 1997, un año que dejó una honda cicatriz en la piel de aquella ciudad. Washington había sido un hogar dulce para mí, pero me apetecía andar por calles sucias y oscuras. Me apetecía cambiar la pluma con la que firmaba órdenes de registro y redactaba informes por un arma reglamentaria, dejar el nido y deambular por lugares peligrosos. Nada más aterrizar me pusieron como pareja de un perro viejo, Fénix Collins. Llevaba una semana a cargo de una ola de asesinatos y nada más estrecharle la mano me dijo que teníamos trabajo que hacer. Pensé que no podía haber comenzado mejor la cosa.

Fénix inmovilizó mi hombro con sus zarpas. Fumaba Pall Mall y su mirada reflexiva echó un vistazo a la calle para comprobar que todo seguía igual. Tenía la respiración agitada. El pecho se contraía y distendía férreo debajo de su camisa blanca surcada por rayas rojas. Era el detective más viejo del cuerpo. Su olfato preternatural había notado mucho antes de lo que yo o cualquiera lo hubiera hecho que aquel no era un caso normal y corriente. Eran muchos años olisqueando mierda.

Habíamos acudido al edificio Marina tras recibir la llamada de una vecina que decía haber oido golpes y gritos durante toda la noche. Nada más entrar al vestíbulo la mujer de unos cincuenta años, ataviada con un manto gris que le cubría los hombros y la espalda encima de la camisola, nos acompañó en el ascensor. Todo estaba oscuro y en silencio. Durante el trayecto en el interior del agobiante habitáculo nos contó que desde hacía tiempo el inquilino del 12 B vociferaba durante las noches y se oían cosas raras. Pero aquella ocasión había sentido intensos golpes contra la pared y los gritos eran insoportables. Al llamar al timbre nadie contestó. Y ése había sido el motivo de su alarma. Salimos al pasillo en dirección a la puerta del piso. La señora iba a acompañarnos, pero le dijimos que bajara nuevamente.

Fénix llamó un par de veces al timbre mientras comprobaba el pomo. Las paredes empapeladas de beige tenían un par de faros verdes colgados y había en las esquinas macetas de gran tamaño. Nada especial. Cuando la mujer bajó en el ascensor, Fénix echó la puerta abajo de una contundente patada. El pesado rectángulo de madera se desplomó hacia atrás llevándose consigo el encaje de la pared y parte del marco, arrancando varios trocitos de papel. Nuestros oídos, abrumados por el silencio, quedaron desconcertados de repente por los guitarrazos distorsionados que se nos abalanzaron desde dentro. Pasamos con el cañón de nuestras armas mirando al frente.

Conforme íbamos adentrándonos en la casa la música iba ganando en cantidad de decibelios. Era una vivienda austera, sin más de lo imprescindible para sobrevivir. Quiero con éso decir que no se habían considerado necesarios los adornos. Colgaba de la pared algún viejo cuadro retratando el Támesis o algún lugar de Holanda, pero nada digno de mantener ocupada una mirada más de un par de segundos. Había unos jarrones hechos añicos tirados por el suelo. Nuestros pies saltaron por encima y se metieron en la primera habitación contigua al pasillo, de donde procedía el ruido. Los oídos nos retumbaban cada segundo que pasaban expuestos a la música heavy metal, que parecía flotar por todo igual que una bruma invisible.

Vimos algo colgando del techo a través de la fina capa de penumbra. Era un bulto oscuro y alargado. Miré a Fénix. Avanzaba lentamente hacia la figura negra, que no dejaba de moverse, era como un péndulo sometido a una lucha de fuerzas que en algún instante al final del tiempo infinito acabaría hallando el equilibrio. En ese instante le disparé con mi linterna: surgió de dentro de mi mano un túnel amarillo que asustó la oscuridad, para terminar impactando en un rostro inflamado y deforme de dolor. La cabeza estaba rematada por una cresta naranja con varios conos perfectamente alineados partiendo desde su frente. La punta de la lengua asomaba entre los labios pintados de color morado.

Enfoqué algo más abajo, arrastrando el haz de mi linterna por su cuello rodeado por un cable, al parecer de teléfono, anudado en la lámpara del techo. Fui entreteniéndome en desvelar los numerosos detalles que poblaban su cuerpo desnudo, dando respuestas así a mi activa curiosidad: los tatuajes- de dragones, ogros, un diablo lamiendo la vagina de una mujer angelical desnuda-, el pene caído con un piercing en el extremo del grande, las piernas sin vida con clavos decorativos por toda la piel.

-Me cago en la puta que me parió. Y ya son cuatro. Tres desaparecidos y un muerto.- dijo Fénix por no dar un buen puñetazo a algo. Se agachó y cogió en maldito radio casette del que salía aquella música del diablo y lo destrozó contra la pared.

Un rato después llegaron los de la Científica y se llevaron el cadáver. Nosotros nos quedamos pululando por la casa en busca de pruebas visuales. Teníamos terminantemente prohibido, bajo orden de expulsión, tocar nada de una escena de un crimen. Fénix, sin embargo, solía saltárselo cada vez que se le antojaba. No entendía tanta modernidad. Antes, los policías contaminaban todo con sus huellas y no pasaba nada. Consideraba todo el cientifismo surgido en los últimos años un jueguecito para idiotas. Fotografió las paredes, llenas de rajas y con raros escritos en una caligrafía ilegible. Recogió un par de pendientes que había debajo de la cama del dormitorio y una grabadora con una cinta en su interior. Ya teníamos material para pasar un rato entretenidos mientras matábamos las horas entre sorbos de asqueroso café de máquina.

El Amanecer conquistó las calles y nosotros permanecimos ahí como supervivientes ajenos a la guerra. Tan sólo éramos dos hombres en busca de la verdad. Pero, tal y como mi Superior vaticinó, hay verdades que tardan mucho en descubrirse y, cuando lo hacen, antes se han llevado a muchos por delante.

Horas más tarde

El cenicero se deslizó dando vueltas encima de la mesa de la cafetería como una pastilla de curling fuera de control. Parte de la ceniza que contenía se salió, moteando el mármol verde y rojo de un gris opaco. Fénix echó el cuerpo hacia delante en su silla de mimbre imitación de las sillas rústicas, hincando los codos en la mesa para intentar dar condición de hegemonía a su discurso.

-¿Te das cuenta de que estamos bien jodidos? He mirado en historiales del Departamento y el tipo al que encontramos colgando como un fiambre tenía contactos con la mafia de Chinatown- lo observé a través de la intangible espiga de humo sin mediar palabra. Me dolía la tripa una barbaridad y sus palabras me aportaron poco más que el murmullo general el cual colapsaba mis oídos. La manzanilla de mi vaso apenas conseguía aliviar los síntomas y de vez en cuando tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no echar la pota allí en medio de todo el mundo. Sería algo vergonzoso, sin duda, pero en Washington había visto cosas mucho peores. Y Fénix no parecía un tipo curtido entre algodones y tacitas de té con leche. Su rostro lo decía todo sin decir nada. Sus cejas eran dos arcos que formarían una M perfecta de no quedar interrumpidas por su grueso tabique nasal con vértice cónico de cartílago. Debajo, una boca grande sellada por unos labios gruesos y de color rojo intenso con dos delgados mamelones partiendo su bozo. La abrió para seguir hablándome del caso-. El chico se llamaba Brian Staley y trabajaba como repartidor de un restaurante de comida china conocido como La Cocina del Infierno.

Eso de la Cocina del Infierno atrajo un poco mi atención, hasta entonces ensimismada en los intensos dolores que me afligían y a los que intentaba con todas mis fuerzas no dar una contestación en público a manera de quejido. Negué con la cabeza y extendí los brazos en señal de desconcierto y cierta incomprensión. Fénix dio un sorbo a su café. Llevaba muy poco tiempo en la ciudad como para que términos tales como mafia, Chinatown o infierno me sugirieran un peligro capaz de despertar mis instintos primarios o invocar el sudor encima de mi piel. Fénix me miró con la conmoción de un perro viejo que atraviesa un peligroso bosque por enésima vez y esquivar las amenazas ya se ha convertido en algo habitual.

-Deberías estar preocupado. Chinatown tiene el honor de haber terminado con el mayor número de agentes de toda la ciudad. He perdido a muchos compañeros allí-se me erizaron los pelos debajo de la camisa blanca ataviada con la placa de policía encima del bolsillo izquierdo. Le dije que había adquirido la suficiente experiencia en las calles de Seattle como para dejarme intimidar por un montón de amarillos armados. Después de decirlo me percaté de que había sido una total falta de respeto por su amigos muertos, pero no hice nada para retractarme. Era novato y había que intentar no mostrar ningún signo de debilidad ante Fénix, que se relamió los labios y suspiró de forma burlona antes de proseguir.

-El caligrafista al que avisaron para intentar descifrar los escritos de la pared ha hallado un nombre- Mi superior se sacó una hoja de papel del bolsillo donde había un par de garabatos con tinta azul.-Leonard Bacall. Es psiquiatra. Debemos encontrarle y escuchar las cintas. Iremos a mi piso a hacerlo esta tarde. Nadie puede enterarse de que cogimos la grabadora. Absolutamente nadie.

-Ni una palabra soltará esta boquita.

Terminamos de desayunar y continuamos con nuestra aburrida ronda matinal, consistente en peinar las calles montados en nuestro coche en busca de cualquier indicio de desorden en una ciudad a las puertas del caos.

Nada más comer hicimos una llamada al psiquiatra. Efectivamente, Brian había sido paciente suyo. Se sorprendió mucho al oír la noticia de su muerte. Le dijimos que necesitábamos charlar con él. Él nos citó en su consulta a eso de las cuatro, así tendríamos una hora antes de que empezasen a llegar los pacientes.

La consulta estaba montada en el cuarto piso de un pequeño bloque azul de edificios. Tras preguntar a un par de transeúntes dimos con el lugar. Fénix dijo que usaríamos las escaleras. No le gustaba emplear el ascensor porque le hacía sentir viejo. A mí no me importaba demasiado. No se veía a nadie en el edificio. El ambiente estaba inundado por un extraño olor, resultado de la mezcla de aromas tan dispares como el de la carne estofada y el salmón a la plancha. Fénix fue subiendo cuatro o cinco escalones por delante de mí. Sus dos piernas enfundadas en botas y vaqueros llenaron todo mi campo de visión durante el ascenso, salvo en los cambios de sentido, cuando dejaba vía libre entre mí y los descansillos.

En la puerta de la consulta había un cartel azul con el nombre del doctor. Llamamos al timbre y al poco se abrió la puerta marrón. En el interior esperaba un hombre con jersey de lana y vaqueros. Llevaba unas gafas de montura gruesa y un pitillo le colgaba de la boca. Nos estrechó la mano y nos invitó a entrar. El aire acondicionado estaba encendido y podría decirse que hacía frío en el interior. Los colores de las paredes y el techo eran claros y transmitían sensación de tranquilidad. Cruzamos la sala de espera precedidos por el doctor, que nos condujo a su despacho. Dentro había una mesa con un historial encima y un par de estanterías llenas de libros de diferentes disciplinas médicas. Se dejaban ver un par de diplomas colgados en las paredes.

-Habéis venido a hablar de Brian Staley, ¿verdad?

-Sí, doctor.

-No puedo creer todavía que haya fallecido. Estuve charlando con él hace tres días aquí mismo. Estaba sentado en esa misma silla- señaló mi silla con el mentón. Yo me removí un poco.

-Pues lo hemos encontrado esta mañana en su apartamento colgando del techo como si fuera una lámpara. Se ha suicidado, o le han asesinado, con el cable del teléfono.- Las duras palabras de Fénix intimidaron al doctor, que se echó hacia atrás en su sillón y cruzó las manos encima de las piernas. Tragó un poco de saliva, gesto que hizo temblar un poco el pitillo en sus labios.

-No sé qué decirles. Aquí tengo su historial.

-Nos lo llevaremos. Pero háblenos de él. Aunque antes un inciso...¿se puede fumar aquí dentro?

- Está prohibido. Esto es un cigarrillo terapéutico.

-Oh, de acuerdo. Responda a mi pregunta, por favor.

-Pues...Brian padecía esquizofrenia. Cuando acudió por primera vez a mí, hará un año, tenía crisis de humor muy importantes. Vivía solo y yo era su única ayuda. con mis terapias y, por supuesto, la idónea medicación, lo llevaba bastante controlado. Hace dos horas, antes de conocer lo de su muerte, habría asegurado que podía llevar una vida normal.

-¿No le dijo nada extraño el último mes o los últimos dos meses ? ¿no percibió usted algo fuera de lo normal?

-Solo sé que había encontrado trabajo después del verano en un restaurante como repartidor. Me decía que le iba bien. No noté nada que me hiciera sospechar un posible suicidio.

-En realidad no sabemos aún si se suicidó o lo mataron, doctor. Pero, ¿de verdad no le dijo nada...especial?

-No...solo sé que había estado saliendo con una chica hace unos meses. Pero cortó con ella en junio si no me falla la memoria.

-¿Le veía capaz de tener una relación estable?

-Quizá sí. Aunque sufría... ciertas desviaciones sexuales, por así decirlo.

-¿Desviaciones sexuales?

-Había épocas en que era heterosexual y otras en que sentía atracción por los hombres.

-¿Y decía usted que tenía una vida completamente normal?

-Dejando aparte ese pequeño detalle, sí. No es algo que pudiera repercutir demasiado a su conducta. No me creo que decidiera ahorcarse así porque sí- el doctor Leonard se encogió de hombros.- Aseguraría que ha sido un asesinato, agentes- arrugó su colilla en el cenicero y lo empujó a un lado.

Me rasqué la barba dura y áspera que poblaba mi mentón. La dejadez del médico estaba poniéndome algo nervioso. Ese tal Brian si asistía a su consulta no podía ser tan normal como nos lo estaba pintando. Nos ocultaba algo y yo no estaba dispuesto a irme de allí sin saber el qué.

-Hemos hallado pintado en la pared de su cuarto su nombre. Leonard Bacall, con todas las letras. Un profesional de la caligrafía ha tenido que estudiar todas las minucias de las fotos para entender el escrito. Nos ha asegurado que garabateó en la pared debido a los enormes temblores que sufría. ¿No sabe a qué se puede deber, doctor?- le presioné.

-Puede deberse a varias cosas. Quizá mezcló mi medicación con grandes dosis de alcohol o droga y se produjeron efectos adversos en su organismo. ¿Sabe todas las posibles contraindicaciones de los fármacos? Solo tiene que leer el prospecto de la aspirina.

-Sí, he leido algo de esa literatura científica. ¿Y tampoco sabe a qué se debe que figurase su nombre y su apellido en el escenario de un crimen? ¿También puede deberse a varias cosas, no? A que usted lo mató, por ejemplo.

-¡Pero bueno! Su conducta está totalmente fuera de lugar, agentes. Vienen a mi consulta y me acusan de un asesinato solo porque aquel hombre escribió mi nombre en letra ilegible.

-Es un claro sospechoso. Al fin y al cabo, ustedes dos tenían una relación estrecha- Fénix se incorporó en su asiento, apoyando los brazos en la mesa y, apuntando con mirada de ave rapaz al psiquiatra, formuló la siguiente pregunta: ¿Nunca quedaron fuera de esta consulta, doctor?

-¿Cómo? ¿Qué está insinuando?- tras unos segundos en que la respuesta a esa pregunta pareció caer del cielo en la mente del doctor, comenzó a gritarnos, muy enojado-¡Márchense! ¡Márchense ustedes dos, pero ya!- El doctor desató toda su rabia y fue directo a la puerta para mostrarnos la salida. Mi compañero sacó un folio del interior de su camisa y lo desplegó para que Leonard pudiera verlo.

-Esto es una orden de arresto. ¿Quiere que la utilicemos y terminemos esta entrevista en comisaría, doctor? A saber qué dirán sus pacientes cuando le vean desfilar por esa puerta con las manos esposadas a la espalda. Tendría que dar tantas explicaciones...

Leonard se apaciguó al ver el folio colgar de entre los dedos de Fénix. Tuvo que volver a su asiento. Fénix se guardó de nuevo la hoja, la cual no era ninguna orden de arresto. No habíamos solicitado una orden contra el doctor. Había sido un gesto de absoluta picardía. Me empezaba a gustar eso de hablar poco y tocar los cojones a tope.

-¿Qué queréis que os diga, eh? ¡Ya os lo he contado todo!

-Yo creo que todo no, doctor. Háblenos más de su ex-novia- cuando nombró mi superior a la ex de Brian noté que se puso nervioso. Los labios le temblaban un poco. Sabía más sobre ella de lo que decía.

-Bueno...sé que se dedicaba a la hostelería y era joven. Vivía a las afueras y Brian iba a verla siempre que podía. Tampoco mantuvimos muchas conversaciones sobre ella.

-¿Y quedó con él fuera de su consulta?- y el silencio se hizo en el interior del cuarto. La tensión llenaba el aire de electricidad. El doctor tardó varios segundos en responder.

-Sí, alguna vez- La mirada de Fénix le hizo derrumbarse. Era el momento de tirarle de la lengua.

-¿Cuántas?

-Unas diez o doce veces-confesó con un suspiro y llevándose la mano a la sien.

-Usted mantenía una relación amorosa con Brian, y por eso tiene celos de esa chica- apunté. Lo que acababa de salirme de la boca parecía una intervención de teatro clásico por su marcado carácter pretencioso.

-Eso es ridículo. Estoy casado y tengo dos hijos. No dice nada más que tonterías.

-Se le nota en los ojos.

-Vaya, ¿tiene poderes sobrenaturales?¿puede leer las mentes?

-No, puedo leer la mentira. Sus mentiras son para mí como arrugas que puedo detectar con un pequeño esfuerzo. Son muchos años de oficio, doctor. Y tenemos una cinta que grabó antes de morir y la cual ahora le dejaremos escuchar. Vamos, sé que usted no mató a Brian. No me obligue a arrestarle- Fénix le había cogido el truco a Leonard, definitivamente.

La conversación con el doctor se dilató hasta las cinco y media. Nos confesó que Brian era su amante, pero le abandonó por aquella mujer. Ahora, tras la ruptura, estaban intentando volver. Se veían de vez en cuando fuera de la consulta, a escondidas. Brian y él tenían una relación un tanto peculiar, nos dijo. Dejando aparte algunos datos escabrosos, diré que el doctor recibió una llamada de Brian a su residencia la pasada madrugada. Quería verle, pero el le abroncó por ello. Algo así podía costarle la separación de su esposa. Y no volvió a saber nada de él hasta nuestro aviso aquella misma mañana. Se sentía culpable porque probablemente aquel rechazo le llevó al suicidio. En la cinta Brian hablaba mal del restaurante de comida china, pero el doctor perjuró no saber nada de éso. Decidimos aplazar el interrogatorio porque ya se había hecho la hora.

Cuando salimos de allí la sala de espera estaba llena de gente con cara de impaciencia. Un niño me miró con respeto cuando crucé delante de él y le acaricié su brillante cabello dedicándole una sonrisa. Él se rió un poco y volvió junto a su madre. Era una mujer pelirroja realmente bella. El niño se subió a sus piernas vestidas con finas medias y permaneció allí sentado, sin quitarme el ojo de encima. Ella le regañó y yo le dije que no tenía motivo para hacerlo. Su hijo huyó de mí. Esa es una correcta actitud con un desconocido. Ella se tocó el pelo y se sonrojó un poco. Yo acto seguido me disculpé por mi grosería y acompañé a Fénix fuera del edificio.

-¿Has apuntado el nombre de la chica?

-Sí, margaret Svenson. Por cierto, me gustó eso de la orden. Buen truco.

-Sí, estuvo bien. Lo puse contra las cuerdas.

-¿Iremos a hablar con ella?

-Mañana mejor. Tenemos que escuchar la cinta. ¿Te hace un café en mi casa?

-No se me ocurre nada mejor- dije antes de meterme en el coche oficial. Parecía que Fénix y yo nos empezábamos a llevar bien. Era buen tipo, tan solo exigía un tiempo de adaptación.

Cruzamos la ciudad en dirección a su piso, donde estuvimos oyendo una y otra vez la grabación. En ella, como dije antes, Bryan Staley confesaba sus deseos irrefrenables de irrumpir en la Cocina del infierno y llevarse a todos por delante para que “así pagasen por todo el mal que habían estado haciendo en la misteriosa trastienda”. También decía algunas cosas extrañas del doctor, como que no había cumplido con su parte, que se había echado atrás y así nunca iba a reconquistarle. De Margaret hablaba al final, le dedicaba unas últimas palabras de agradecimiento y le deseaba lo mejor en la vida, “una vida que decidía abandonar por la puerta de atrás”.

Decidimos hacer una visita al restaurante. Fuera de servicio, como cualquier ciudadano normal. Daríamos fe de la gran fama de sus rollitos de primavera o la tiraríamos por los suelos tras la cena y, además, indagaríamos todo lo posible durante la velada. Quizá arrojara algo de luz en aquel foso de locura. Nos interesaba especialmente la trastienda. Esperaba de ese modo, además, entablar una relación más allá del forzoso compañerismo con Fénix. Era bueno contar con su amistad en el Departamento, con más motivo un recién llegado como lo era yo.

Dejamos la cinta a escondidas en manos de Edwin, nuestro amigo de la científica. Queríamos que estudiase los sonidos con su equipo por si detectaba algún dato de interés. Se empezaba a hacer tarde y teníamos una cita, así que nos recogimos a eso de las nueve.

Por La Noche

Fénix pasó a por mí en su Audi. Lo detuvo justo delante de la fila de contenedores que había pegados a la acera de mi calle. Yo ya llevaba esperando más de veinte minutos y tenía las manos congeladas. Corrí a abrir la puerta en busca de un ambiente más templado y algo blando donde apoyar el culo. El saludo de Fénix fue tan frío como la noche. Yo le correspondí igualmente. Parecía que el agua de la ducha hubiera apagado su simpatía. En la radio sonaba música clásica. Vaya muermazo. Lo pensé, pero no se lo dije, es evidente. No tenía aún la suficiente confianza con él como para criticar sus gustos.

Me estuvo contando durante el viaje lo que debíamos y no debíamos hacer. Por lo visto, su plan consistía en cenar tranquilamente dentro de la Cocina del Infierno e indagar un poco si la ocasión se prestaba. No llevábamos ninguna orden de registro y lo que estábamos haciendo era un trabajo extraoficial, por lo que nos afectaban las normas como a todos los demás ciudadanos de San Francisco.

Adelantó a un par de coches por la Carretera Principal y dobló a toda velocidad por la Avenida Quincey. El motor rugía de modo silencioso, como si no estuviera allí. Estaba la calle de punta a punta colmada de gente que iba a pasar la noche en los pubs. No aflojó el acelerador y las siluetas desfilaron, desfiguradas y borrosas, al otro lado de mi ventanilla a toda pastilla. Una vez dejamos atrás esta zona más transitada, nos saltó a la vista el cartel luminoso que rezaba entre cambiantes colores morados y rojos “La Cocina del infierno”. Parecía de lo más normal. Había mucho sitio y Fénix dejó el coche en frente. Antes de bajar se miró un instante al espejo, retocándose su pelo canoso.

-¿Te gusta la comida china?- me preguntó.

-No demasiado.

-A mí tampoco. Entonces la noche promete.

El sitio era lo que uno podía esperar. Mesas redondas con manteles blancos, camareros chinos, cuadros de dragones y cosas así. La luz del techo iluminaba toda la estancia de forma tenue, dando una intimidad adecuada al local. Un camarero se nos acercó y nos preguntó donde queríamos sentarnos. Miramos las mesas libres y escogimos la más próxima a la cocina. Nos condujo hasta ella y se esfumó con una sonrisa en los labios. Fénix y yo plantamos nuestros culos allí y esperamos la venida de la carta. Me sentía incómodo cenando con él. Era una persona algo extraña. Un tipo duro. Una especie de Clint Eastwood que solo preguntaba cuando tenía que preguntar y respondía siguiendo la misma norma. Aunque tenía sus momentos.

Nos trajeron agua y la carta. La abrí y la puse con sus tapas ocultando mi rostro. Estaba llena de platos y de categorías. Mis ojos recorrieron toda aquella retahíla de extraños nombres y terminé escogiendo los únicos que me sonaban. Pollo al limón y arroz tres delicias. Deposité la carta nuevamente encima del mantel blanco y esperé a que Fénix decidiera lo que iba a comer. El camarero nos miraba con las manos en la espalda y su ensayado gesto amable. Yo aproveché aquel instante para estudiar el local con un poco más de detenimiento.

La puerta de la cocina, que quedaba a un par de metros de nosotros, se abría y cerraba constantemente. Servían dos camareros, un chico y una chica. Se habían organizado de tal modo que nunca dos coincidieran en la misma habitación. Así, si uno estaba distribuyendo la cena a unos comensales, el otro estaba recogiendo los platos de otros en el interior de la cocina.

El televisor colgado en la pared a media altura emitía en ese momento alguna serie china de drama en versión original subtitulada en la que no deparé. A nuestro alrededor había varias familias cenando gratamente. El alboroto era medianamente soportable. Fénix descubrió su rostro y le entregó el libro al camarero. Se pidió un rollo de primavera y fideos de no sé qué. Nos dijo que la cena estaría lista en seguida.

-La trastienda debe de tener la puerta de acceso a través de la cocina- dijo él.

-Supongo-repliqué mancillando mi copa con el agua de la botella- ¿Vamos a colarnos?

-Será difícil. Hay que esperar.

Yo tenía claro que hallaría algún modo de visitar la trastienda. No había ido allí para degustar la maldita comida. La clave era traer a los dos camareros al salón principal, de ese modo en la cocina tan solo se quedarían los cocineros y con un poco de cuidado podría pasar. Mi pensamiento fue veloz en busca de un plan, y se lo expuse a Fénix mientras se hacía nuestra cena.

-Fénix, creo que lo tengo. Si te fijas, hay dos camareros sirviendo la cena. Se alternan la presencia en la cocina y el salón con el fin de que ninguna de las dos habitaciones quede desatendida- Fénix confirmó con la cabeza que entendía mis palabras.- Entonces la clave es hacer que los dos estén aquí en el salón. Así uno de nosotros, llevando los oportunos cuidados, podría colarse en la cocina.

Fénix no se mostraba muy convencido con el plan. Pero dijo que quizás funcionara. A él no se le ocurría nada mejor. Si Fénix mantenía el tiempo suficiente entretenido al camarero tras atendernos, yo podría meterme con disimulo por la puerta. Se mostró receptivo y dijo que le diría algo. Prefería que fuera la mujer porque le sería más sencillo darle palique.

Fue nuestra noche de suerte porque la camarera vino a nuestra mesa con un carrito metálico y cuatro platos. Mientras nos los entregaba, Fénix comenzó a tontear un poco con ella, preguntándole por las recetas. A ella se la notaba con prisa, pero era difícil escapar de aquella sonrisa conquistadora sin forcejear antes un poco. Además, él la tenía bien aferrada por el brazo, tan bien como yo tenía enfilada la puerta. Cuando la china empezó a soltar por su boquita de piñón decenas y decenas de ingredientes, a cada cual más raro, su compañero entró al salón con un segundo carrito lleno de comida. Era el momento. Me levanté y me deslicé con cuidado por detrás de la mujer, haciéndole un gesto a mi jefe con la mirada para que la entretuviera un poco más. De este modo me pude colar en la cocina sin ningún problema.

Avancé en cuclillas cubriéndome en la larga barra donde tenían dispuestos los montones de kilos de alimentos. Había decenas de fuentes con verduras, arroz, carnes y salsas por la encimera. Tres cocineros tenían que encargarse de preparar todo aquello. El aire estaba turbio del vapor. Fui con cuidado para no tirar nada y así pasar desapercibido. No tenía mucho tiempo hasta que la mujer entrase. Levanté un poco la cabeza en busca de alguna puerta y averigüé para mi desgracia que estaba localizada al fondo. Maldita sea. En ese momento algo comenzó a vibrar dentro de mi bolsillo. Qué momento tan oportuno. Tenía el teléfono móvil en silencio, gracias a dios, pero con el modo de vibración activo.

El sudor empezó a visitar mi frente en ingentes cantidades. Torcí por la esquina de la barra, apoyando mis manos en la encimera de metal. Éstos caminaron salvando los obstáculos y concediéndome el apoyo que necesitaba para avanzar. Las ollas y las sartenes atareaban sobremanera a los chinos, que se cambiaban de un sitio para otro a apenas tres metros de mis narices. Un puesto de cocina pertenecía al primero de ellos, y el otro al segundo. Del tercero no tenía que preocuparme porque estaba en la parte contigua.

Me alejé un poco hacia el centro del pasillo como una especie de asesino sigiloso. Mi caminar era muy estudiado, pero rápido, apoyando primero el talón del zapato y luego dejando caer toda la fuerza en la punta para impulsarme hacia delante. Temía que la china irrumpiera en cualquier momento a mi espalda. Pero ni los cocineros se percataron de mi presencia cuando me deslicé con rapidez a tres palmos de la tela de sus pantalones, ni la china me pilló in fraganti. Me adentré por un pequeño resquicio de la puerta amarilla con un cristal circular adosado y me dejé caer de rodillas una vez a salvo. Cuánta tensión. Acababa de cruzar como una maldita rata la cocina de un restaurante chino. Sonaba a chiste. Seguro que más de una no había contado con mi suerte. Le debía a Fénix una buena jarra de cerveza.

Por poco se me olvida. Extraje mi móvil del pantalón. Me sequé las manos en la tela de mi suéter y activé la pantalla, que se encendió produciendo una intensa luz blanca. Tenía un nuevo mensaje. Era de Fénix. Leer su nombre en aquel momento me dejó trastocado.

“x t bien sal d ayi”

¿A qué demonios venía aquello? No entendía que se retractara del plan en aquel instante en que lo más difícil ya quedaba superado. Abandonar ahora era algo impensable para mí. Me puse en pie y avancé por el oscuro pasillo valiéndome de la luz que me suministraba el móvil. Se oían ruidos de origen mecánico procedentes de la lejanía. Las paredes estaban viejas y había telarañas dondequiera que uno mirase. Por el suelo también me tropecé con varias cosas colocadas sin ningún orden, desde fregonas a motosierras y hachas de mano. No sé por qué mi mano corrió a por una de las hachas. Fue puro instinto. En aquellos momentos eché de menos tener mi pistola encajada en la cintura.

Al alcanzar el final del cuarto oscuro, el sonido se había intensificado bastante. Seguramente algún carnicero estaba cortando la carne con su motosierra. Empujé un poco la puerta que me sacaba de allí y espié un poco.

El sucio inmueble parecía hundido en un lago de negrura interrumpido en su mitad por un tenue resplandor rojo. Devolví el móvil a mi bolsillo y fui a tientas hasta aquel resplandor. El sonido de los dientes cortando carne desgarraba también mis oidos. Notaba cómo aquella motosierra cortaba mi cerebro en dos. Quedé bañado en el resplandor rojo. A unos metros de mí se veía una cortina blanca manchada de sangre cubriendo un hueco de la pared y una sombra deslizándose en su interior. Alcé mi hacha y me dirigí hacia allí. La tela blanca oscilaba un poco ante el continuo roce con el cuerpo del descuartizador. Los chorros de sangre estaban salpicándolo todo y el ruido de la máquina nunca se detenía, cortaba y cortaba sin descanso.

Me sentía inmerso en una especie de locura roja cuando una cabeza de cerdo asomó por en medio de la cortina. La cabeza estaba a casi dos metros del suelo. Imaginé que se trataba de un cerdo enorme, mas cuando se descubrió tras haber cruzado el negro umbral de la puerta me di cuenta de que no era más que un hombre obeso y sin camiseta con una especie de máscara hecha de piel porcina. Empezó a perseguirme con la motosierra al máximo.

En acto de servicio, aquel psicópata habría probado ya el sabor de mi munición, pero dadas las circunstancias no tuve más remedio que huir corriendo, cagado de miedo. Tenía una potencia de carrera inusitada para su talla y se pegó a mis talones en un momento. El ruido mecánico quedaba más cerca que nunca. Al adentrarme en la penumbra del cuarto de máquinas me tropecé con algún estorbo y caí al suelo rodando.

Creí que ése sería mi final y esperaba con integridad que el afilado metal rebanase mi cabeza allí mismo. Pero el cerdo bípedo era algo torpe y también se chocó con unas sartenes que había amontonadas en la entrada. Cuando estaba a punto de levantarme sucesivas explosiones me hicieron abortar la idea. Unos cuantos fogonazos iluminaron la cara de Fénix, que estaba tiroteando a aquel loco. Gruñía de dolor como un verdadero cerdo en una matanza. Creo que nunca había sentido tanta alegría de ver a alguien. Ni siquiera a mi madre.

Fénix se agachó a mi lado y me ayudó a levantarme. Detrás un montón de gente empezó a apelotonarse, con gesto de horror y desconcierto. Un poco de la luz de la cocina sirvió para iluminar el interior de la sala, mostrando los múltiples impactos de bala pintados de sangre por todo el cuerpo del obeso. Alguna gente empezó a salir del local, intentando huir. Fénix y yo íbamos a actuar, pero las sirenas de nuestros compañeros nos informaron de que no era necesario. Estaban atrapados.

¿Ahora quién tenía agallas para internarse al otro lado de la cortina ensangrentada? Pasamos junto a un grupo de agentes, que portaban cámaras y maletines para la recolección de pruebas.

Jamás en mi vida había sentido tanto asco. Ni tanto horror. El estómago amenazaba con salirse de mi boca entre bocanada y bocanada de aire. El pañuelo que sujetaba contra mi boca apenas paliaba aquella náusea suprema al ver los cinco cadáveres colgados de ganchos como bolsas o como animales en una carnicería, desmembrados y con enormes y sucias heridas por todas partes. Pendían con leves movimientos algunos centímetros por encima de las extremidades esparcidas por el piso que el cerdo les había cercenado. Éstas llenaban junto a sus vísceras y litros y litros de sangre todo el suelo de cemento. Al lado había una mesa con instrumental de carnicero. Los impactos resplandecientes de los flash de las cámaras hicieron que me marease. Tuve que abandonar aquella cámara de los horrores.

Cunado salimos de allí vomité en plena calle varias veces. Estaba muy mal. Fénix también lo hizo en una ocasión. Mientras se quitaba los últimos restos de saliva de la boca me recriminó mi actitud. Nada más colarme Edwin, del laboratorio, le llamó alarmado. Decía que había descubierto cosas interesantes, como que el doctor Leonard y Brian habían estado tentados de practicar el canibalismo. Que lo tenían acordado la noche de la muerte de Brian, el cual se suicidó en una crisis porque el doctor Leonard Bacall se había negado finalmente a ser su comensal.

-¿Brian se suicidó porque Leonard...se negó a comérselo? ¡Dios, ésto es de locos!- empecé a saltar en medio de la calle lanzando mis brazos en el aire y con el llanto en los ojos. Todo aquello me superaba.

-Resulta que Edwin había sido compañero de instituto de Margaret, la ex-novia de nuestro Brian. Al oír su nombre en la cinta quedó con ella para recordar viejos tiempos y de paso ver si podía pescar algo. Ella estaba al tanto de todo. Se lo confesó a la hora de pagar el café. Le confesó que había dejado a Brian al descubrir su perversa relación con Leonard.

-Maldito hijo de puta, maldito hijo de puta...- repetí incesantemente esas palabras en el interior de mi cabeza como un disco con toda su superficie rayada.

-Y este sitio...La Cocina del Infierno...es una secta satánica y caníbal. Aquí solo sirven carne humana. Aquellos fiambres colgados de ganchos son la cena de todos los exquisitos gourmets que había sentados a nuestro alrededor. ¿No has visto lo que han tardado en desaparecer al ver que éramos polis?

-Cuando vine aquí quería emociones fuertes, pero ésto no me entra en la maldita cabeza. ¿Entonces este sitio es un lugar donde la gente trae a otras personas para que las sacrifiquen y se las sirvan de comida?

- Exacto. Rinden culto al diablo. Y hay un pequeño detalle muy gracioso dentro de esta jodida locura. Seguramente, incluso dentro de la más honda tragedia, hay un lugar apropiado para la comedia. No sé quién dijo éso, pero seguro que alguien famoso. Leonard Bacall es conocido entre sus amigos por Lenny Bacall. Y arrancando la pareja de la “l” y la “n” se obtienen nueve letras que forman...”El canybal”. ¿No es muy curioso?

-¿Tengo que responder algo? ¿Cómo te pones a pensar en esas gilipolleces tras ver ese antro del demonio?

-Me lo dijo Edwin y me pareció realmente interesante. Esta vez mi olfato ha fallado. Jamás sospeché algo así del psiquiatra cuando le visitamos.

-No te culpes. Quizá estemos ante uno de los casos mas horripilantes de la historia.

En los días sucesivos a toda aquella tragedia que sacudió los cimientos de San Francisco, los análisis de los cuerpos revelaron que dos de los desaparecidos estaban allí colgados. El tercero fue encontrado en las faldas de una colina, muerto en el interior de su coche. No tenía nada que ver con los asesinatos de la Cocina del Infierno. Pero eso fue lo de menos. La inmensidad de aquel caso fue destapándose con el paso de las semanas, conforme un río de pruebas y testificaciones comenzó a inundar el Departamento de la policía de San Francisco. Numerosas casos de desapariciones y asesinatos que llevaban abiertos años quedaron resueltos en unos días. Era rebuscar por las esquinas de la Cocina del infierno, por los expedientes de todos los miembros de aquella secta, por sus ordenadores, y obtener cientos de datos referentes a casos abandonados sin una resolución. No dábamos abasto.

Tengo que decir que mis compañeros me arroparon todo lo que pudieron para que me adaptase a aquello. Adaptarse era una palabra que me resultaba muy graciosa en aquel contexto. ¿Cómo coño puede uno adaptarse a aquello? No me gustó lo que descubrí de la condición humana. Somos peligrosos, muy peligrosos.

Casualmente una de aquellas tardes, cuando volvía del trabajo, me crucé en la puerta del cine con la mujer pelirroja de la consulta del doctor Leonard y su travieso hijo. El niño se me quedó mirando, sonriéndome, y me señaló con el dedo índice. La mujer, muy bella en nuestro segundo encuentro casual con sus botas negras y aquel abrigo de piel que le cubría hasta las rodillas, me sonrió también esta vez bajando la mano de su hijo. Me acerqué a ellos. Les pregunté qué película iban a ver. El chico me mostró una mano abierta al completo y solo el pulgar y el índice de la otra.

-Venga, Jack, no seas maleducado- le inquierió la madre.

-¿Tienes siete años?-contesté yo.

-No, el título de la película es ¡Seven!

Eché un ojo a la cartelera. En el cartel de la película aparecían Brad Pitt, Morgan Freeman, Gwyneth Paltrow y Kevin Spacey. Tenía toda la pinta de thriller policíaco.

-¿No es muy pequeño para ir a ver esas cosas?

-Se ha empeñado en venir. Yo le dije lo mismo, pero cuando se empeña no hay manera de disuadirlo...le encanta el cine. Sobre todo el de disparos y esas cosas.

-Bueno, pues que disfrutéis de los asesinatos- cuando estaba dándome la vuelta la voz de la mujer me reclamó.

-¿Te apetecería verla con nosotros?- el esmalte de sus dientes tenía restos de la pintura roja la cual coloreaba sus turgentes labios. Aquello embellecía aún más su tímida sonrisa.

-No tengo mucho que hacer, pero resulta que los asesinos en serie no son muy de mi agrado.

-Vamos, hombre. Ni que fueran reales. Son solo películas.

-Sí, no van a salir de la pantalla a matarte- dijo el chico. La verdad es que tenía un enorme desparpajo para su temprana edad.

-Sí, son solo películas- dije sonriendo, y me puse junto a la diablesa pelirroja y su hijo en la cola de gente, esperando a que llegase nuestro turno.
Última edición por eddievedder el 14 Sep 2010 16:27, editado 2 veces en total.
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lucia
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Re: la cocina del infierno (al estilo de la película Seven)

Mensaje por lucia »

No cuadra que alguien de un sitio así se lance sin mas con una motosierra a por alguien que aparezca por allí, pero está entretenida. Les hubiese sido muy fácil dejarlos salir y limpiar todo mientras llegaba la poli.
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Re: la cocina del infierno (al estilo de la película Seven)

Mensaje por eddievedder »

Sí que cuadra si el hombre de la motosierra es un loco perturbado el cual ni siquiera sabe que el tipo es policía. Nadie sabe que son polis.
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lucia
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Re: la cocina del infierno

Mensaje por lucia »

A un loco perturbado de ese tipo lo hubiesen cazado mucho antes.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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eddievedder
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Re: la cocina del infierno

Mensaje por eddievedder »

jaja no en el caso de que sea un loco el cual habita oculto de la gente en la trastienda del restaurante como si fuese un animal.
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karen mendoza prada
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Re: la cocina del infierno

Mensaje por karen mendoza prada »

:D hola esta bonito tu cuento, besos
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