Retazos extraños de una alemana insomne...
Publicado: 28 May 2011 23:06
Guardaba, mentalmente, un mapa grabado en las palmas de las manos.
Una mañana, como tantas otras, las luces del amanecer bañaron de azul cobalto las paredes de la cueva. Se miró los pies descalzos y el tono imposible fue trepando, rodeando los huesos de sus rodillas y subiendo por los muslos, se fue enredando en el sexo y en la cintura, cuando llegó a los pechos alzó las manos y entre las rayas de la vida y la muerte un pueblo blanco alzaba el cuello para no ser devorado por la maleza. Secó la piel de una serpiente y con la saliva de la tierra dibujó ese pueblo y sus caminos, por si se le borraban alguna vez las palmas de tanto uso. Las casas formaban un racimo de paredes encaladas alrededor de una iglesia casi en ruinas. Cerró los ojos y el eco de muchas voces rebotaron contra las paredes de ladrillos. Tenía que partir y aún no sabía porqué.
La cueva donde habitó quedó atrás, envuelta en las nieblas que emergen del suelo. Desapareció devorada por la maleza, recuperada vorazmente por la madre tierra. Allí, en aquella gruta escondida quedaron las muescas graduales de su crecimiento, el dolor de sus huesos desplazando la carne, una mancha con forma de fresa de la llegada sorpresiva de la primera regla y su vieja manta de dormir. Siete metros de largo y tres de ancho, tejida a mano con sus cabellos cortados a machete: negro, rubio, rojo, azul, dependiendo de las estaciones.
Un día al despertar se dio cuenta de que llevaba toda la vida sola. No lo había notado hasta una noche en que las fiebres del polvo del camino la llevaron hasta las alucinaciones más extremas, y vio sus huesos apilados entre las axilas de un elefante muerto. Sabía de su idioma porque lo hablaba con los muertos de sus sueños, platicaba con sus ancestros, politiqueaba con difuntos masacrados a tiros, clavados a las paredes por la fuerza de las balas. Consciente de que formaba parte de una especie de puzle decidió partir.
Apoyó la oreja en el suelo y los latidos atronadores de la tierra la llevaron hasta el principio del camino. El inicio de una senda es como una madeja de hilo.
Los caballos la rodearon. Los acarició y se dejó oler. Los animales distinguen matices que a los humanos les pasan desapercibidos. Huelen el miedo y la vergüenza, la culpa y les emociona el dolor. También reconocen la verdad.
A lomos de una belleza negra la noche la cubrió de improviso, y mecida por el vaivén del animal se durmió y soñó que llegaba a esa colina. Los vientos la empujaron con sus voces confusas y llegó al atardecer, con un cielo desangrado en medio de un silencio sepulcral entre los cerros. Desnuda, descabalgó y descalza entró en el pueblo. Arrastrando los cabellos azulados, como un velo de novia, acarició a los perros y se dejó lamer los pies por el barro. Una anciana de ojos amarillos la cubrió con una piel de oso y la llamó por un nombre olvidado. Ella le enseñó las palmas en silencio y la anciana reconoció la mancha blanca entre las líneas de la vida y la muerte. La llevó al rio, lavó el barro, y en el pelo azul le hizo una trenza que cortó después a la altura de las caderas.
-¿Por qué estoy aquí?
-Acompáñame.
El pueblo, en efecto era un laberinto de casas blancas desvencijadas. La iglesia seguía en pie, obstinada. Un día fue un lugar sencillo, tan sólo la forma de un Cristo dolorido en el centro con la mirada brava del que pierde con dignidad.
-Ya no queda nadie.
Muescas de balas y sangre seca formaban extrañas figuras en las paredes.
-En esta pared fueron fusilados tu padre y tus hermanos. Los demás murieron abrasados en la iglesia.
-¿Y tú?
-Yo soy tu abuela. Y no me he muerto porque te andaba esperando para poder hacerlo en paz.
Una mañana, como tantas otras, las luces del amanecer bañaron de azul cobalto las paredes de la cueva. Se miró los pies descalzos y el tono imposible fue trepando, rodeando los huesos de sus rodillas y subiendo por los muslos, se fue enredando en el sexo y en la cintura, cuando llegó a los pechos alzó las manos y entre las rayas de la vida y la muerte un pueblo blanco alzaba el cuello para no ser devorado por la maleza. Secó la piel de una serpiente y con la saliva de la tierra dibujó ese pueblo y sus caminos, por si se le borraban alguna vez las palmas de tanto uso. Las casas formaban un racimo de paredes encaladas alrededor de una iglesia casi en ruinas. Cerró los ojos y el eco de muchas voces rebotaron contra las paredes de ladrillos. Tenía que partir y aún no sabía porqué.
La cueva donde habitó quedó atrás, envuelta en las nieblas que emergen del suelo. Desapareció devorada por la maleza, recuperada vorazmente por la madre tierra. Allí, en aquella gruta escondida quedaron las muescas graduales de su crecimiento, el dolor de sus huesos desplazando la carne, una mancha con forma de fresa de la llegada sorpresiva de la primera regla y su vieja manta de dormir. Siete metros de largo y tres de ancho, tejida a mano con sus cabellos cortados a machete: negro, rubio, rojo, azul, dependiendo de las estaciones.
Un día al despertar se dio cuenta de que llevaba toda la vida sola. No lo había notado hasta una noche en que las fiebres del polvo del camino la llevaron hasta las alucinaciones más extremas, y vio sus huesos apilados entre las axilas de un elefante muerto. Sabía de su idioma porque lo hablaba con los muertos de sus sueños, platicaba con sus ancestros, politiqueaba con difuntos masacrados a tiros, clavados a las paredes por la fuerza de las balas. Consciente de que formaba parte de una especie de puzle decidió partir.
Apoyó la oreja en el suelo y los latidos atronadores de la tierra la llevaron hasta el principio del camino. El inicio de una senda es como una madeja de hilo.
Los caballos la rodearon. Los acarició y se dejó oler. Los animales distinguen matices que a los humanos les pasan desapercibidos. Huelen el miedo y la vergüenza, la culpa y les emociona el dolor. También reconocen la verdad.
A lomos de una belleza negra la noche la cubrió de improviso, y mecida por el vaivén del animal se durmió y soñó que llegaba a esa colina. Los vientos la empujaron con sus voces confusas y llegó al atardecer, con un cielo desangrado en medio de un silencio sepulcral entre los cerros. Desnuda, descabalgó y descalza entró en el pueblo. Arrastrando los cabellos azulados, como un velo de novia, acarició a los perros y se dejó lamer los pies por el barro. Una anciana de ojos amarillos la cubrió con una piel de oso y la llamó por un nombre olvidado. Ella le enseñó las palmas en silencio y la anciana reconoció la mancha blanca entre las líneas de la vida y la muerte. La llevó al rio, lavó el barro, y en el pelo azul le hizo una trenza que cortó después a la altura de las caderas.
-¿Por qué estoy aquí?
-Acompáñame.
El pueblo, en efecto era un laberinto de casas blancas desvencijadas. La iglesia seguía en pie, obstinada. Un día fue un lugar sencillo, tan sólo la forma de un Cristo dolorido en el centro con la mirada brava del que pierde con dignidad.
-Ya no queda nadie.
Muescas de balas y sangre seca formaban extrañas figuras en las paredes.
-En esta pared fueron fusilados tu padre y tus hermanos. Los demás murieron abrasados en la iglesia.
-¿Y tú?
-Yo soy tu abuela. Y no me he muerto porque te andaba esperando para poder hacerlo en paz.