Amor mío

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pili-radiohead
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Registrado: 06 Feb 2006 06:27
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Amor mío

Mensaje por pili-radiohead »

Su corazón le latía tan fuerte que creyó le iba a explotar. Ésto prefería a seguir viviendo en tal tempestad. “¡Necesito viajar, necesito viajar!”, gritaba sin consuelo. En la terminal de autobuses nadie entendía el por qué; muchos lo habían imaginado, pero dudo que alguien hubiera dado en la tecla de la situación. “Disculpe, señorita, están todos los boletos vendidos.”
Yo no sé qué otra persona con tanta pasión suspiró y lloró por un viaje. Sus ojos hinchados, por el constante fluir de sus lágrimas, gritaban al unísono con su voz, para formar la pieza más lastimera de todas. Era el canto afligido de un ángel sensible y perdido, a punto de desfallecer. “Señorita, tengo que pedirle que se corra. Hay otras personas detrás de usted.” La joven se dio vuelta y logró vislumbrar siluetas difusas. Las lágrimas y el estrés habían nublado sus ojos. Se dirigió nuevamente a la vendedora y dio comienzo nuevamente a su súplica.
“Por favor... Por favor...” Era un milagro que se dedujeran aquellas palabras. El dialecto ininteligible de la angustia y la desesperación hacía un esfuerzo terrible por darse a entender en aquella lengua tan extraña, como es la de los que se encuentran serenos de sentimiento. “Voy parada, señora, ¡pero necesito ir!” la vendedora no sabía qué más hacer. En su mente pensaba: “¿Por qué me pasan estas cosas a mí?”, descartando el sufrimiento que brillaba en el rostro fino y desolado de la joven.
“Mi novio se va... ¡Tengo que verlo!”, sollozaba. “¡Lo ves después!" Era lo único que le faltaba en su día atareado de intensa labor: una adolescente quisquillosa llorando por el novio. Le ofreció otra fecha de viaje, pero no existió argumento que hiciera sentido en el corazón dolido de la joven; ella quería viajar esa misma noche. “No, no... Él se va pronto, ¡tengo que llegar antes!” Estaba dispuesta a pagar el doble, hasta incluso el quíntuplo del valor original del pasaje. No hubo forma de convencer a la señora. La vendedora tenía aquel espectáculo cruzado. No le vendería un boleto ni aunque lo tuviera. ¿Quién se creía esa “señorita” para exigirle de tal forma? Se sentía el peor de los seres humanos, a decir verdad. Su novio se iba y ella no llegaría a su encuentro.
Siguió rogándole un tiempo más. En fin, a esas alturas, era lo único que podía hacer. Ya se acercaba la hora de partida del colectivo. Quince minutos... Diez minutos... Cinco minutos... Entre tanto, la joven iba y volvía, de rincón en rincón. En un momento, se sentó en un banco desocupado, sacó un cuaderno y una lapicera de su mochila y dio inicio a su escritura. La señora que vendía los boletos la miraba de reojo. “¿Qué estará escribiendo ésta ahora?”, pensaba. Cuatro minutos... Tres minutos... Dos minutos...
La joven se arrimó otra vez al puesto de la vendedora, sin saber qué hacer. Se agarraba la cabeza y apretaba los dientes. Las lágrimas volvieron a inundar sus mejillas, más que antes. El colectivo ya partía y ella no se iría con él. De repente, como iluminada por una luz sagaz y exhortadora, abrió bien los ojos, miró a la vendedora, dejó la nota arrancada de su cuaderno en el mostrador, y le dijo con un ímpetu imposible de comparar a cualquier otra cosa: “voy a viajar.” “¿Q...?” No le dio tiempo a reaccionar, cuando salió corriendo en dirección al colectivo que ya marchaba. Una fuerza sobrenatural permitió que el chofer se distrajera en el instante en que ese ángel se paró en frente del vehículo, dos o tres veces más alto que él mismo. La gente que percibió aquella partícula de segundo, comenzó a gritar tarde, cuando ya el accidente había ocurrido. Todos quedaron pasmados. El chofer, al igual que la vendedora, se petrificó.
Los paramédicos no tardaron en llegar. Familiares, amistades, conocidos, cayeron como lluvia del cielo. La vendedora observaba toda la escena desde su puesto. Se quedó helada, con la nota en la mano, apretándola fuerte, como si el papel hubiera tenido mayor culpa que ella en aquella tragedia. La postraron en la camilla; aún estaba viva. La llevaron de emergencia al hospital más cercano y la trasladaron a terapia intensiva. Su conciencia le prohibió quedarse ausente del suceso por más tiempo, por lo que partió detrás de la ambulancia. Aún llevaba el papel arrugado entre sus dedos; empero, no se acordaba de ello.
Pasó prácticamente toda la noche en una sala fría y desesperante. Se mantuvo alejada de los familiares; sentía que suficientes daños había causado con su actitud, como para entrometerse más en la vida de esas personas. Los médicos no traían noticias. El ensordecedor tic-tac del reloj en la pared le estremecía cada vello de la nuca. Tres, cuatro, cinco, seis horas sin aviso alguno. Cabeceaba en su silla de vez en vez, pero no lograba dormirse del todo. En medio de sus ensueños, recordó la hoja mal cortada que la joven había depositado frente suyo, unos segundos antes de su accionar. Recordó que la sostuvo en su mano, mientras la veía correr y que de ahí, no la había soltado en ningún momento. Terminó de abrir, en frenesí, los ojos entreabiertos, y vio que la hoja seguía allí, en su mano. Si la joven se la había entregado maltrecha, ahora no podría describir el estado en que se encontraba. El sudor y la aceleración la habían convertido en un bollo mojado y apretado. Con algo de temor, se dispuso a leerla. No sabía qué esperar detrás de esos pliegues tan bruscamente concebidos por unos dedos tremendamente ansiosos. Lo que encontró en aquellas líneas de pulso liviano y rápido, la dejó más estupefacta que antes. La nota rezaba lo siguiente:



Amor mío:

No sabés cuán grande es el amor que te tengo. No desistas de esto, tan solo por un pequeño impedimento. El cáncer fue solo un anticipo de que nada, jamás, podrá destruir lo nuestro. Aquél no es astuto; corroerá tu tierno cuerpo, pero nunca tu hermoso corazón eterno. No te vayas antes que yo llegue; sos, de mi vida, la razón que siempre expreso.
Mi alma dejará de existir si no llego antes que vos partas. Como último deseo, te imploro que, de mí, aún no corras. Si no llego de una forma, será por otra, pero, por favor, todavía no te vayas.
Si, por gracia divina, vuelan hacia vos estas palabras, escuchalas y esperá a que yo parta. Siempre vamos a estar juntos, en las buenas y en las malas. Esperame. Te suplico. No te vayas.


Por primera vez, hacía mucho en su vida, la vendedora sentía ganas de llorar. ¿Tanto era el amor que esta joven incubaba en su interior? Le comenzó a doler la cabeza. Las náuseas se volvían insoportables, cada vez que recordaba su desastroso estado negativo. Aunque no pudo conseguirle el pasaje, había tenido el pensamiento de que no se lo daría, en el caso de tenerlo. Debía salir a respirar, o a vomitar, o a cualquier cosa, pero no podía permanecer más en ese lugar. Estaba a punto de retirarse, cuando unas puertas internas se abrieron y apareció el médico encargado del caso. La madre, atolondrada, se levantó de un salto y los demás la siguieron. Ella no optó por no moverse. No alcanzaba a escuchar bien. Sin embargo, el lenguaje kinésico era más que suficiente. La madre movía los brazos hacia todas partes y, el médico, evitaba todo contacto visual. Sus labios se volvían mecánicos de tanto abrirse y cerrarse; mas los del médico, a penas se habían despegado. Finalmente, desde lejos, se pudo percibir la energía expulsada de un “lamento su pérdida”, que no necesitaba ser oído para ser comprendido. La madre estalló en llanto perturbador, mientras que los que estaban a su alrededor, intentaban, inútilmente, consolarla.
La vendedora abandonó el sitio. Imágenes superpuestas atravesaron su mente como la más cruel película: la joven corriendo; la nota brutalmente doblada; la sala exasperante; el llanto de la madre. Podría haberle parecido, a cualquiera, que aquella tragedia había sido el producto de un brote sicótico, tan común en la juventud actual. “Ojalá todos los jóvenes tuvieran arranques tan desgarradores”, pensaba clandestinamente. Ella sabía que no había sido un accidente común. La joven, por supuesto, también había sido consciente de ello. Aquel secreto, quedaría sellado en un silencio insondable e infinito, entre las dos.
Años de reflexión le llevó a esta pobre mujer, darse cuenta que no era la única partícipe de aquel complot. El otro protagonista –más protagonista que ella, que sólo resultó ser la tercera intermediaria– era aquel amado anónimo que, esperando a su amada anónima hasta el último momento, emprendió el viaje hacia el eterno amor que ambos merecían, y por el cual ambos habían luchado y, en definitiva, marchado.
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