Impala
Publicado: 21 Feb 2015 23:40
Irene ingresó en aquel centro hospitalario una tarde de julio. Se trataba de un ingreso voluntario aconsejado por sus médicos. “Es lo mejor para ella”, “dadas las circunstancias es lo que más le conviene en este momento” y “allí podrá meditar sin distracciones externas”. Sí. Irene sabía que había tocado fondo, lo sabía porque había notado el vértigo de la caída en sus tripas. Era consciente de ello y sabía que aquel encierro era lo mejor, pero cuando puso los pies dentro de aquel recinto cerrado, custodiado, hermético, la sensación de fracaso, de fragilidad, se hizo insoportable.
Cumplimentados los trámites de rigor, respondido a las preguntas y vaciado los bolsillos, a Irene le asignaron una cama y una compañera de cuarto: “se llama Paula y es un amor”, le dijo una enfermera sonriente. La primera noche Paula —que era un amor—le robó el cepillo de dientes y se encerró con él en el cuarto de baño.
—Procura integrarte en el grupo—le aconsejaron por la mañana, después de tragarse las pastillas correspondientes y abrir la boca y girar la lengua para demostrar que las había engullido—. Hablar con el resto de los enfermos es beneficioso y te distraerá. Hay juegos de mesa también, allí en las cajoneras que están bajo la tele.
Pero ella no tiene ganas de jugar. Llueve mucho y está muy triste. ¿Qué ha pasado con su vida? Deambula. Irene deambula por la sala de deambular. Llueve ahora de manera torrencial sobre los tejados grises y el agua resbala por los cristales. Detrás se levanta un enrejado muy alto. ¿Estará electrificado? Sonríe y le viene a la mente un viejo film que habla de nidos y de cucos, y de volar, y luego, por asociación, también recuerda que todos los renglones de Dios no están torcidos.
La voz de una enferma junto a ella la saca de sus pensamientos. Es María, que habla sola. La mira. María se acaricia los labios mientras tararea una canción que habla sobre la lluvia resbalando por los cristales, habla también esta balada sobre la tristeza del otoño y sobre la mansedumbre de un leño en el hogar. Pero María no recuerda la canción completa y esto la desalienta. “Se me olvidan las cosas”, dice. Y no sabe lo que daría ahora por escuchar esa canción mientras observa la lluvia caer sobre los tejados. No es la primera vez que ingresa María en este centro, pero ahora es diferente porque el tratamiento que le aplican hace que se le olviden recuerdos. Ya probaron muchas cosas con ella, pero es tarde, porque el abismo que late bajo sus pies tiene una boca muy grande y no parará hasta tragársela. Ahora le aterra hasta el dolor pensar que una mañana, tras levantarse de esa cama asignada en esa habitación asignada y después de tomar su medicación y enseñar la lengua para demostrar que la ha tomado, solo le quede la opción de matar las horas deambulando por esa sala gris llena de seres despeinados. Puede, incluso, que un día no recuerde quién la trajo de la mano a ese lugar.
—Tu marido, te trajo tu marido y cuando se marchó sin mirar atrás tú dijiste que se te habían derrumbado todos los castillos y te replegaste como un erizo—le dice Paula, la de los cabellos desordenados y la mirada perdida.
—No sé qué sería de mí sin ti.
Paula mira a la mujer y se encoje de hombros mientras acciona el dispensador del agua. La medicación le reseca mucho la boca. El vaso tiembla porque su mano tiembla y Paula se mira la mano recordando que antes su pulso era firme, pero ahora ya no importa, ni siquiera sabe cuándo volverá a pintar. Ha perdido muchas cosas y está casi segura de que no volverá a recuperarlas.
Irene supo después que a Paula la trajeron dos robustos enfermeros casi en volandas. De esto hace una semana y los recuerdos de la mujer no son muy claros. Le vienen imágenes difusas, como jirones de niebla. Cuando le preguntan qué sucedió, Paula explica que todo comenzó un mediodía soleado, “recuerdo que sonaba un nocturno de Chopin, mi preferido: el opus nueve, número uno en si bemol menor”. Y recuerdo también que pintaba un mar revuelto, enfadado, y de cómo la música se mezclaba entre las olas descomunales y de cómo el mar se iba calmando como un animal herido que reconoce un olor familiar”
Recuerda Paula que se alejó del lienzo para apreciar mejor su trabajo. Cuando pinta se olvida de todo –confiesa—, el mundo desaparece a su alrededor, incluso se mitigan las voces. Dice que a lo lejos oyó un lamento. Era un quejido lastimoso, que se alargaba hasta romperse. Era un lamento conocido, viejo, odiado. Sí. Paula sabía que provenía de la garganta infecta de su madre, pero intentaba no escucharla. El mar revuelto, colosal y salvaje, huraño y enfadado, el mar esperando a ser pintado. Ella quería seguir pintándolo. Miró el lienzo inacabado y otra vez aquella voz. ¡Calla! Cerró los puños, bebió un largo trago de vino y decidió ignorarla. Ya lo había hecho otras veces. Podía hacerlo porque siempre era una llamada casi inaudible, que remitía a veces cuando el cansancio vencía a la anciana. ¡Ay! Pero esta vez era distinto, esta vez era perseverante, molesta, insistente, o al menos a Paula así se lo parecía, porque aquel aullido de lobo viejo se le colaba ahora en su cerebro como se cuelan las corrientes de aire en las casas viejas, erosionando, arañando las paredes límbicas. “Paula ven, Paula, Paula, Paula, Paula ven y mil veces Paula ven ya, por Dios, Paula hija mía, ven” una y otra vez y la voz quebrada y doliente rebotaba ya en las esquinas del pasillo y las palabras le llegaban a su oído huérfanas de dientes y con olor a rancio y en su cabeza el tigre que llevaba días dormido abrió un ojo, luego el otro y rugió: “¡que se calle de una vez la puta vieja coño!”. Paula miró el mar y vio que las olas se erigían ciclópeas y negó con la cabeza y se llevó las manos a las sienes y las apretó y cuando oyó su nombre de nuevo brotando de aquella boca huera de dientes que apestaba a medicinas no le valió apretarse las sienes para acallar las voces. Y ya no recuerda nada más. Cuando llegaron los de la ambulancia la madre tenía un gran chichón en la frente y olía mucho a mierda. Eso es lo único que dijeron los de la ambulancia. Dijeron “joder, que peste a mierda huele la vieja”.
—¿Qué te pasa con la chica nueva, Paula?—pregunta José, otro interno. Y dice esto porque ve a Irene deambular.
—¡Bah! Es una rencorosa—dice Paula—. No sé por qué me mira tan mal.
—La chica te mira mal porque anoche le robaste el cepillo de dientes—le recuerda el hombre.
José hace una señal con la mano a Irene para que se acerque a la mesa y ésta lo hace con cierta desgana.
—¿Te apetece sentarte con nosotros? Interactuar. Esa es la palabra clave aquí. Si lo hacemos bien el próximo fin de semana podremos salir a comer fuera, con la familia—dice José guiñándole un ojo.
Irene se sienta y apoya la escayola en la mesa. Es una chica flaca pero muy bella. Sonríe y su sonrisa es muy triste y así se lo hace notar José.
—Déjame adivinar tu historia—improvisa José, señalando la escayola de la chica—, te hicieron tanto daño que tu cerebro, para protegerse, encerró todo ese dolor y tiró la llave. Suele ocurrir. Yo le llamo la técnica del impala. Luego el tiempo pasa y pensamos que podemos seguir nuestro camino con esa gran carga a cuestas. Creemos —pobres ilusos— que podemos trabajar, reír y disfrutar, ir a la compra, salir de copas e ir al cine con todo ese dolor anidando entre las tripas, agazapado, como un tigre en reposo que aguarda su momento. Pero no podemos. Un día ese tigre, ese tumor, ese agravio, agresión o como queramos llamarlo abre los ojos y ruge, y, sorprendidos, no sabemos ya que hacer con él. En tu caso, cuando el dolor apareció luchaste contra él como luchó aquel hidalgo de la triste figura contra los gigantes. Y te rompiste la mano.
Irene desvía la mirada hacia la ventana. Sigue lloviendo. José tiene razón. El dolor sigue ahí y encima tiene la mano rota. Pero no quiere hablar de aquello, no quiere, le duele mucho y prefiere olvidarse. Mira el reloj de la pared, aún falta mucho para la hora de la visitas.
—Me ha contado María que hace unos años fuiste dueño de un karaoke móvil allá en Tenerife—le dice a José, porque quiere dar un rumbo distinto a la conversación.
—Un gran negocio que le daba mucho dinero y que abandonó porque se le apareció una luz, y de la luz salió una voz que le dijo que lo abandonase todo y que le siguiese—añade Paula, que ya conoce la historia.
A José se le ensombrece la cara. Es un hombre de mediana edad, alto y de rasgos duros, pelo corto y canoso. Lleva una barba de varios días y el grosor de los lentes denota una miopía muy alta.
—Dicho así suena un tanto ridículo—dice José, quitándose los lentes para limpiarlos.
—¿Cómo era la luz?—pregunta María, que se acerca levitando y con la lluvia aún reflejada en los ojos.
José se revuelve incómodo en su asiento. Advierte mofa en los comentarios y eso le disgusta.
—No sé qué interés puede tener ese detalle. Era una luz brillante, cegadora—dice José.
Una semana antes del momento que nos ocupa, José se había despertado en la salida del metro de la calle Rocafort, durmiendo sobre unos cartones y con la baba cayéndole sobre el pecho. No le gusta a este hombre hablar sobre su pasado. Igual que a la chica de los ojos tristes, a él también le duele recordar. Le iba muy bien con su karaoke móvil, de lujo, se podría decir que el dinero entraba de una manera escandalosa en sus arcas. Viajaba a lugares hermosos y cada pueblo visitado representaba otro éxito y más dinero. Se volvió despreocupado. Sí, era feliz por fin. Atrás quedó un pasado molesto, el malestar en el trabajo, la incomprensión de la familia, sus padres, el hastío del sedentarismo, las peleas constantes con Carmela y aquellas flores del papel pintado de las paredes de su casa, que parecían que tenían bocas y dientes. Atrás quedaron también los días de juventud en los que veía pájaros negros tras las ventanas, grandes animales peludos que se estrellaban contra los cristales de su habitación con el único propósito de arrancarle las corneas. Atrás quedaron aquellas noches en que su madre, preocupada por los alaridos nocturnos del hijo, acudía solícita a su lecho. Luego, un día, la madre se acostumbró a los gritos y no se levantó más del catre, porque concluyó que si por la mañana las corneas del hijo continuaban en su lugar, es porque los animales no albergaban sed de mal.
José se acaricia los ojos. Las corneas siguen ahí. Decide contar su historia desde el principio y así lo manifiesta. Todos silencian y escuchan.
“Cuando adquirí aquel karaoke móvil no pensé que, unos años después, lo vendería a un precio irrisorio, forzado por un precepto divino. No, no sabía eso entonces y cuando tuve entre mis manos los papeles que certificaban que aquella maravilla ya era de mi propiedad, encendí un pitillo y me senté a contemplarla, henchido de placer, entrecerrando los ojos, mirándola de la misma manera que se mira a una mujer bonita. Pedidos todos los permisos, sorteadas todas las trabas burocráticas, pagadas las tasas, impuestos, recibos, recargos y demás piedras del camino, decidí ponerme en marcha, no sin antes depositar una vela en la Iglesia de San Juan Degollado para solicitar su bendición. No era yo un sujeto dado a visitar templos, que la fe se lleva por dentro, pero tenía la firme convicción de que para tener éxito en el mundo de los negocios hay que llevarse bien con todo el mundo, y no me apetecía provocar un enfado al altísimo, ignorándole en el momento más crucial de mi existencia.
En Guimar los niños me recibieron con gran expectación y sabedor de que quien siembra vientos recoge tempestades, los agasajé con golosinas. Cuando despaché a los infantes, aparqué el vehículo bajo un bosquecillo de naranjos amargos y jacarandas floridas que le proporcionaron una sombra fresca, y mientras esperaba la llegada de la noche, coloqué cordeles con banderolas aquí y allá para embellecer el ambiente. Al anochecer los parroquianos fueron llegando, seducidos por la música, el mejunje, el vino dulce y el ron. Cuando el aire se llenó de aromas el primer parroquiano subió al escenario. De madrugada, cuando la última familia se marchó, conté la recaudación y, ebrio de alegría, comprobé que no me había equivocado: era un gran negocio. De Guimar a Candelaria, de allí a Rosario para acabar en San Miguel y vuelta otra vez a la blanca Arafo, donde le volví a colocar velas a San Juan Degollado. Era feliz.
Así pasaron los años y una noche vi que en mis arcas ya no cabía más dinero y ese detalle me complació, porque nada es más grato que hacerse rico llevando la felicidad al prójimo, que no tiene nada que ver con llevarse el dinero del prójimo y de paso su felicidad. Y como el que hace el bien no espera castigo, no entendí por qué aquella misma noche, mientras contaba el dinero de la recaudación, el cielo palideció y una voz atronadora se abrió paso a través de una luz sobrenatural.
—¡José!
—Estoy aquí—confesé.
—Lo sé.
—¿Qué quieres de mí?
—Déjalo todo y sígueme.
—¡Seguirte!
—Sí.
—¿Pero a dónde?
En medio de un silencio obstinado aguardé durante un rato una respuesta aclaratoria que no llegó, mas no lo tomé como una descortesía divina, muy al contrario comprendí que, sin duda, debían ser incalculables los mensajes que el todopoderoso debía contestar a diario. Aun no entiendo por qué, pero dos días después vendí mi negocio a un precio ridículo, muy por debajo de lo que pagué cuando lo adquirí. Con el equipaje hecho y el dinero en el bolsillo pensé que Barcelona era un sitio tan bueno como otro.
Como seguía esperando la señal divina no busqué trabajo y, pasado el tiempo, sucumbí a la tristeza más absoluta. Dejé de salir de aquel cuarto triste de la calle Rocafort y me dediqué a dormir y a beber. Una noche muy oscura, cuando volvieron los pájaros a estrellarse contra mi ventana, tuve una gran revelación: la luz que vi no era la luz del altísimo, ni era aquel un mensaje del Todopoderoso: se trataba del Maligno. Siempre fue Él. Cuando entendí lo ocurrido rugí y tomando una silla rompí todos los cristales y cuando ya no hubo más cristales aporreé las paredes con los puños, y cuando los nudillos sangraron continué dando golpes con la cabeza. Una vecina llamó a la policía y los médicos decidieron que debía ingresar en un centro psiquiátrico y yo y mis pájaros dijimos que bueno, que qué más daba. Y aquí estoy.
Al llegar aquí lo primero que vi a través del ventanuco fronterizo fue a una mujer despeinada deambulando en círculos, sin prisa — miró a Paula y le guiñó un ojo. Después, habiendo contestado la rutinaria batería de preguntas y tras el registro de rigor, donde el personal hospitalario suele decidir cuánto de peligroso es el cordón del zapato de un hombre o los aros de un sujetador de una mujer, me proporcionaron un pijama azul y me asignaron una cama y un acompañante de cuarto. Dos días después, un médico casi adolescente, me diagnosticó un trastorno bipolar y me dijo que en un par de semanas podría estar en la calle, y que incluso podría retomar mi negocio itinerante, siempre que no dejase la medicación. Y como de eso ya han pasado dos semanas, me place comunicaros que mañana me marcho de este inmundo lugar”.
Y mientras José les contaba lo hermoso que se ve el Teide a la luz de la luna, y todas las cosas que pensaba hacer cuando saliese de allí, la tarde iba declinando poco a poco y el sol se moría entre los tejados pardos. A las ocho, como siempre, servirían la cena, y poco más tarde el personal sanitario les administraría la medicación de rigor, que ellos tomarían obedientes enseñando después la boca, ya vacía de pastillas, y se irían a sus cuartos compartidos. Y cuando las luces se apagaran, todos lucharían contra sus demonios particulares, ya fuera en forma de gigante, molino o pájaro.
Cumplimentados los trámites de rigor, respondido a las preguntas y vaciado los bolsillos, a Irene le asignaron una cama y una compañera de cuarto: “se llama Paula y es un amor”, le dijo una enfermera sonriente. La primera noche Paula —que era un amor—le robó el cepillo de dientes y se encerró con él en el cuarto de baño.
—Procura integrarte en el grupo—le aconsejaron por la mañana, después de tragarse las pastillas correspondientes y abrir la boca y girar la lengua para demostrar que las había engullido—. Hablar con el resto de los enfermos es beneficioso y te distraerá. Hay juegos de mesa también, allí en las cajoneras que están bajo la tele.
Pero ella no tiene ganas de jugar. Llueve mucho y está muy triste. ¿Qué ha pasado con su vida? Deambula. Irene deambula por la sala de deambular. Llueve ahora de manera torrencial sobre los tejados grises y el agua resbala por los cristales. Detrás se levanta un enrejado muy alto. ¿Estará electrificado? Sonríe y le viene a la mente un viejo film que habla de nidos y de cucos, y de volar, y luego, por asociación, también recuerda que todos los renglones de Dios no están torcidos.
La voz de una enferma junto a ella la saca de sus pensamientos. Es María, que habla sola. La mira. María se acaricia los labios mientras tararea una canción que habla sobre la lluvia resbalando por los cristales, habla también esta balada sobre la tristeza del otoño y sobre la mansedumbre de un leño en el hogar. Pero María no recuerda la canción completa y esto la desalienta. “Se me olvidan las cosas”, dice. Y no sabe lo que daría ahora por escuchar esa canción mientras observa la lluvia caer sobre los tejados. No es la primera vez que ingresa María en este centro, pero ahora es diferente porque el tratamiento que le aplican hace que se le olviden recuerdos. Ya probaron muchas cosas con ella, pero es tarde, porque el abismo que late bajo sus pies tiene una boca muy grande y no parará hasta tragársela. Ahora le aterra hasta el dolor pensar que una mañana, tras levantarse de esa cama asignada en esa habitación asignada y después de tomar su medicación y enseñar la lengua para demostrar que la ha tomado, solo le quede la opción de matar las horas deambulando por esa sala gris llena de seres despeinados. Puede, incluso, que un día no recuerde quién la trajo de la mano a ese lugar.
—Tu marido, te trajo tu marido y cuando se marchó sin mirar atrás tú dijiste que se te habían derrumbado todos los castillos y te replegaste como un erizo—le dice Paula, la de los cabellos desordenados y la mirada perdida.
—No sé qué sería de mí sin ti.
Paula mira a la mujer y se encoje de hombros mientras acciona el dispensador del agua. La medicación le reseca mucho la boca. El vaso tiembla porque su mano tiembla y Paula se mira la mano recordando que antes su pulso era firme, pero ahora ya no importa, ni siquiera sabe cuándo volverá a pintar. Ha perdido muchas cosas y está casi segura de que no volverá a recuperarlas.
Irene supo después que a Paula la trajeron dos robustos enfermeros casi en volandas. De esto hace una semana y los recuerdos de la mujer no son muy claros. Le vienen imágenes difusas, como jirones de niebla. Cuando le preguntan qué sucedió, Paula explica que todo comenzó un mediodía soleado, “recuerdo que sonaba un nocturno de Chopin, mi preferido: el opus nueve, número uno en si bemol menor”. Y recuerdo también que pintaba un mar revuelto, enfadado, y de cómo la música se mezclaba entre las olas descomunales y de cómo el mar se iba calmando como un animal herido que reconoce un olor familiar”
Recuerda Paula que se alejó del lienzo para apreciar mejor su trabajo. Cuando pinta se olvida de todo –confiesa—, el mundo desaparece a su alrededor, incluso se mitigan las voces. Dice que a lo lejos oyó un lamento. Era un quejido lastimoso, que se alargaba hasta romperse. Era un lamento conocido, viejo, odiado. Sí. Paula sabía que provenía de la garganta infecta de su madre, pero intentaba no escucharla. El mar revuelto, colosal y salvaje, huraño y enfadado, el mar esperando a ser pintado. Ella quería seguir pintándolo. Miró el lienzo inacabado y otra vez aquella voz. ¡Calla! Cerró los puños, bebió un largo trago de vino y decidió ignorarla. Ya lo había hecho otras veces. Podía hacerlo porque siempre era una llamada casi inaudible, que remitía a veces cuando el cansancio vencía a la anciana. ¡Ay! Pero esta vez era distinto, esta vez era perseverante, molesta, insistente, o al menos a Paula así se lo parecía, porque aquel aullido de lobo viejo se le colaba ahora en su cerebro como se cuelan las corrientes de aire en las casas viejas, erosionando, arañando las paredes límbicas. “Paula ven, Paula, Paula, Paula, Paula ven y mil veces Paula ven ya, por Dios, Paula hija mía, ven” una y otra vez y la voz quebrada y doliente rebotaba ya en las esquinas del pasillo y las palabras le llegaban a su oído huérfanas de dientes y con olor a rancio y en su cabeza el tigre que llevaba días dormido abrió un ojo, luego el otro y rugió: “¡que se calle de una vez la puta vieja coño!”. Paula miró el mar y vio que las olas se erigían ciclópeas y negó con la cabeza y se llevó las manos a las sienes y las apretó y cuando oyó su nombre de nuevo brotando de aquella boca huera de dientes que apestaba a medicinas no le valió apretarse las sienes para acallar las voces. Y ya no recuerda nada más. Cuando llegaron los de la ambulancia la madre tenía un gran chichón en la frente y olía mucho a mierda. Eso es lo único que dijeron los de la ambulancia. Dijeron “joder, que peste a mierda huele la vieja”.
—¿Qué te pasa con la chica nueva, Paula?—pregunta José, otro interno. Y dice esto porque ve a Irene deambular.
—¡Bah! Es una rencorosa—dice Paula—. No sé por qué me mira tan mal.
—La chica te mira mal porque anoche le robaste el cepillo de dientes—le recuerda el hombre.
José hace una señal con la mano a Irene para que se acerque a la mesa y ésta lo hace con cierta desgana.
—¿Te apetece sentarte con nosotros? Interactuar. Esa es la palabra clave aquí. Si lo hacemos bien el próximo fin de semana podremos salir a comer fuera, con la familia—dice José guiñándole un ojo.
Irene se sienta y apoya la escayola en la mesa. Es una chica flaca pero muy bella. Sonríe y su sonrisa es muy triste y así se lo hace notar José.
—Déjame adivinar tu historia—improvisa José, señalando la escayola de la chica—, te hicieron tanto daño que tu cerebro, para protegerse, encerró todo ese dolor y tiró la llave. Suele ocurrir. Yo le llamo la técnica del impala. Luego el tiempo pasa y pensamos que podemos seguir nuestro camino con esa gran carga a cuestas. Creemos —pobres ilusos— que podemos trabajar, reír y disfrutar, ir a la compra, salir de copas e ir al cine con todo ese dolor anidando entre las tripas, agazapado, como un tigre en reposo que aguarda su momento. Pero no podemos. Un día ese tigre, ese tumor, ese agravio, agresión o como queramos llamarlo abre los ojos y ruge, y, sorprendidos, no sabemos ya que hacer con él. En tu caso, cuando el dolor apareció luchaste contra él como luchó aquel hidalgo de la triste figura contra los gigantes. Y te rompiste la mano.
Irene desvía la mirada hacia la ventana. Sigue lloviendo. José tiene razón. El dolor sigue ahí y encima tiene la mano rota. Pero no quiere hablar de aquello, no quiere, le duele mucho y prefiere olvidarse. Mira el reloj de la pared, aún falta mucho para la hora de la visitas.
—Me ha contado María que hace unos años fuiste dueño de un karaoke móvil allá en Tenerife—le dice a José, porque quiere dar un rumbo distinto a la conversación.
—Un gran negocio que le daba mucho dinero y que abandonó porque se le apareció una luz, y de la luz salió una voz que le dijo que lo abandonase todo y que le siguiese—añade Paula, que ya conoce la historia.
A José se le ensombrece la cara. Es un hombre de mediana edad, alto y de rasgos duros, pelo corto y canoso. Lleva una barba de varios días y el grosor de los lentes denota una miopía muy alta.
—Dicho así suena un tanto ridículo—dice José, quitándose los lentes para limpiarlos.
—¿Cómo era la luz?—pregunta María, que se acerca levitando y con la lluvia aún reflejada en los ojos.
José se revuelve incómodo en su asiento. Advierte mofa en los comentarios y eso le disgusta.
—No sé qué interés puede tener ese detalle. Era una luz brillante, cegadora—dice José.
Una semana antes del momento que nos ocupa, José se había despertado en la salida del metro de la calle Rocafort, durmiendo sobre unos cartones y con la baba cayéndole sobre el pecho. No le gusta a este hombre hablar sobre su pasado. Igual que a la chica de los ojos tristes, a él también le duele recordar. Le iba muy bien con su karaoke móvil, de lujo, se podría decir que el dinero entraba de una manera escandalosa en sus arcas. Viajaba a lugares hermosos y cada pueblo visitado representaba otro éxito y más dinero. Se volvió despreocupado. Sí, era feliz por fin. Atrás quedó un pasado molesto, el malestar en el trabajo, la incomprensión de la familia, sus padres, el hastío del sedentarismo, las peleas constantes con Carmela y aquellas flores del papel pintado de las paredes de su casa, que parecían que tenían bocas y dientes. Atrás quedaron también los días de juventud en los que veía pájaros negros tras las ventanas, grandes animales peludos que se estrellaban contra los cristales de su habitación con el único propósito de arrancarle las corneas. Atrás quedaron aquellas noches en que su madre, preocupada por los alaridos nocturnos del hijo, acudía solícita a su lecho. Luego, un día, la madre se acostumbró a los gritos y no se levantó más del catre, porque concluyó que si por la mañana las corneas del hijo continuaban en su lugar, es porque los animales no albergaban sed de mal.
José se acaricia los ojos. Las corneas siguen ahí. Decide contar su historia desde el principio y así lo manifiesta. Todos silencian y escuchan.
“Cuando adquirí aquel karaoke móvil no pensé que, unos años después, lo vendería a un precio irrisorio, forzado por un precepto divino. No, no sabía eso entonces y cuando tuve entre mis manos los papeles que certificaban que aquella maravilla ya era de mi propiedad, encendí un pitillo y me senté a contemplarla, henchido de placer, entrecerrando los ojos, mirándola de la misma manera que se mira a una mujer bonita. Pedidos todos los permisos, sorteadas todas las trabas burocráticas, pagadas las tasas, impuestos, recibos, recargos y demás piedras del camino, decidí ponerme en marcha, no sin antes depositar una vela en la Iglesia de San Juan Degollado para solicitar su bendición. No era yo un sujeto dado a visitar templos, que la fe se lleva por dentro, pero tenía la firme convicción de que para tener éxito en el mundo de los negocios hay que llevarse bien con todo el mundo, y no me apetecía provocar un enfado al altísimo, ignorándole en el momento más crucial de mi existencia.
En Guimar los niños me recibieron con gran expectación y sabedor de que quien siembra vientos recoge tempestades, los agasajé con golosinas. Cuando despaché a los infantes, aparqué el vehículo bajo un bosquecillo de naranjos amargos y jacarandas floridas que le proporcionaron una sombra fresca, y mientras esperaba la llegada de la noche, coloqué cordeles con banderolas aquí y allá para embellecer el ambiente. Al anochecer los parroquianos fueron llegando, seducidos por la música, el mejunje, el vino dulce y el ron. Cuando el aire se llenó de aromas el primer parroquiano subió al escenario. De madrugada, cuando la última familia se marchó, conté la recaudación y, ebrio de alegría, comprobé que no me había equivocado: era un gran negocio. De Guimar a Candelaria, de allí a Rosario para acabar en San Miguel y vuelta otra vez a la blanca Arafo, donde le volví a colocar velas a San Juan Degollado. Era feliz.
Así pasaron los años y una noche vi que en mis arcas ya no cabía más dinero y ese detalle me complació, porque nada es más grato que hacerse rico llevando la felicidad al prójimo, que no tiene nada que ver con llevarse el dinero del prójimo y de paso su felicidad. Y como el que hace el bien no espera castigo, no entendí por qué aquella misma noche, mientras contaba el dinero de la recaudación, el cielo palideció y una voz atronadora se abrió paso a través de una luz sobrenatural.
—¡José!
—Estoy aquí—confesé.
—Lo sé.
—¿Qué quieres de mí?
—Déjalo todo y sígueme.
—¡Seguirte!
—Sí.
—¿Pero a dónde?
En medio de un silencio obstinado aguardé durante un rato una respuesta aclaratoria que no llegó, mas no lo tomé como una descortesía divina, muy al contrario comprendí que, sin duda, debían ser incalculables los mensajes que el todopoderoso debía contestar a diario. Aun no entiendo por qué, pero dos días después vendí mi negocio a un precio ridículo, muy por debajo de lo que pagué cuando lo adquirí. Con el equipaje hecho y el dinero en el bolsillo pensé que Barcelona era un sitio tan bueno como otro.
Como seguía esperando la señal divina no busqué trabajo y, pasado el tiempo, sucumbí a la tristeza más absoluta. Dejé de salir de aquel cuarto triste de la calle Rocafort y me dediqué a dormir y a beber. Una noche muy oscura, cuando volvieron los pájaros a estrellarse contra mi ventana, tuve una gran revelación: la luz que vi no era la luz del altísimo, ni era aquel un mensaje del Todopoderoso: se trataba del Maligno. Siempre fue Él. Cuando entendí lo ocurrido rugí y tomando una silla rompí todos los cristales y cuando ya no hubo más cristales aporreé las paredes con los puños, y cuando los nudillos sangraron continué dando golpes con la cabeza. Una vecina llamó a la policía y los médicos decidieron que debía ingresar en un centro psiquiátrico y yo y mis pájaros dijimos que bueno, que qué más daba. Y aquí estoy.
Al llegar aquí lo primero que vi a través del ventanuco fronterizo fue a una mujer despeinada deambulando en círculos, sin prisa — miró a Paula y le guiñó un ojo. Después, habiendo contestado la rutinaria batería de preguntas y tras el registro de rigor, donde el personal hospitalario suele decidir cuánto de peligroso es el cordón del zapato de un hombre o los aros de un sujetador de una mujer, me proporcionaron un pijama azul y me asignaron una cama y un acompañante de cuarto. Dos días después, un médico casi adolescente, me diagnosticó un trastorno bipolar y me dijo que en un par de semanas podría estar en la calle, y que incluso podría retomar mi negocio itinerante, siempre que no dejase la medicación. Y como de eso ya han pasado dos semanas, me place comunicaros que mañana me marcho de este inmundo lugar”.
Y mientras José les contaba lo hermoso que se ve el Teide a la luz de la luna, y todas las cosas que pensaba hacer cuando saliese de allí, la tarde iba declinando poco a poco y el sol se moría entre los tejados pardos. A las ocho, como siempre, servirían la cena, y poco más tarde el personal sanitario les administraría la medicación de rigor, que ellos tomarían obedientes enseñando después la boca, ya vacía de pastillas, y se irían a sus cuartos compartidos. Y cuando las luces se apagaran, todos lucharían contra sus demonios particulares, ya fuera en forma de gigante, molino o pájaro.