El cielo no responde
La Beata Juana, Cata, era creyente y no tuvo por ello el problema al que se enfrentan otros muchos. La otra mañana, sin ir más lejos, tuve una crisis momentánea de vértigo. Pero no como la sarasa por estar al borde de un bordillo, no, sino porque de repente me desperté, como le pasó a Pascal o a Sereno Williams*, en la cama como si fuese un náufrago que se despierta en una balsa, en medio de un mar infinito, que se le antoja además vacío, y al que encima no sabe cómo ha llegado.
Esa idea del aislamiento del hombre en medio de un universo que no entiende fue una de las preocupaciones de Albert Camus. Él nació en Argel, hijo de colonos franceses y se quedó huérfano de padre muy joven. Su infancia la pasó en uno de los barrios más pobres de Argel. Yo he leído alguna novela suya, ensayos (El del mito de Sísifo, en concreto, lo leo y lo releo sin cansarme nunca) y dos o tres obras de teatro.
Pero el otro día me enteré, por casualidad, de que era ante todo poeta (habré de buscar su poesía) y que, como tal, tenía una sensibilidad muy a flor de piel. Y hay quien afirma que su poesía está cargada de nostalgia justo a raíz de este suceso que le hizo caer en la cuenta de que, ante hechos que espantan a los hombres, el cielo no responde...
Ocurrió así. Un día paseaban Camus y un amigo por una calle junto al mar en Argelia. De pronto se encontraron con un apiñamiento de gente. En medio de la multitud, en el suelo estaba el cadáver de un niño árabe. Se hallaba ensangrentado y desfigurado, porque lo acababa de aplastar un autobús. La madre, a su lado, daba alaridos como loca. El padre se había quedado pasmado y permanecía inmóvil, incapaz de reaccionar. La gente en general miraba estupefacta el cuerpo del niño. Y Camus, que por entonces era solo un chaval de dieciséis años, pasados unos segundos, se apartó un poco del grupo, miró hacia arriba, levantó un brazo y, con el dedo índice, le señaló a su amigo un cielo azul y refulgente, que continuaba inalterado, mientras le decía: «Mira, el cielo no responde».
Y porque el cielo no le respondía, creyó en un mundo enteramente humano. Por eso, si bien al comienzo de su Mito de Sísifo nos dices: «Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso.»; al final del ensayo concluye: «Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga […]. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.».
Yo creo, Cata, que eso le pasaba a Camus porque tenía alma de poeta. Y es que tener la sensibilidad a flor de piel es un don, sin duda, que permite a los poetas percibir lo que los demás no perciben. Pero también un arma que dispara a cada instante balas de nostalgia contra sí mismo: «Morimos a los cincuenta de una bala de nostalgia que nos disparamos al corazón a los veinte», nos dice Camus.
Y el otro día, al leer la anécdota que te he contado de Camus, me dije que, si eso hubiese ocurrido aquí, en Cádiz, a la mañana siguiente, en el buzón del bujío encontraríamos un nuevo telegrama azul de nuestro poeta sin trompeta.
*«Cuando considero la corta duración de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y siguiente, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no allí…, y me espanto y me asombro de verme en esta cama y no en la otra.» (Juana Zumajo, modificado de Blaise Pascal y Sereno Williams)
Mira, Cata, a Camus le gustaba el mar tanto como a tí:
Creciendo con el mar mi pobreza ha sido fastuosa, luego he perdido el mar y todos los lujos me han parecido grises, la miseria intolerable. Desde entonces, espero. Aguardo que vuelvan las naves, la casa de aguas, el día límpido. Me lo tomo con calma, pongo mi mayor empeño en ser educado. Se me ve pasar por las hermosas calles de los sabios, admiro los paisajes, aplaudo como hacen todos, doy la mano, no soy yo el que habla. Se me alaba, sueño un poco. Se me ofende, apenas me sorprendo, después olvido y sonrío a quien me ultraja; o saludo con exceso de cortesía a quien me gusta. ¿Qué voy a hacer si tan sólo tengo memoria para una imagen? Finalmente me conminan a que diga quién soy. “Todavía nada, todavía nada…”.
(La mer au plus près, A. Camus).
Siempre he tenido la impresión de vivir en alta mar, amenazado, en el corazón de una felicidad real.