El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

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Al otro lado del cristal




La habitación de Arles.jpg


La barbería era una modesta sala de forma rectangular, con dos amplios escaparates a ambos lados de la puerta de entrada y un pequeño cuarto de aseo en el costado derecho. A fin de crear la sensación de mayor amplitud, la pared del fondo era toda ella una suerte de trampantojo, simulando un muro enteramente acristalado con una puerta, también de cristal, que daba acceso a un patio muy luminoso y de cuyas paredes colgaban macetas de geranios y gitanillas.

Era viernes y, tras la salida del último cliente, el barbero corrió las cortinas y se aprestó a dejarlo todo listo para el próximo lunes. Como cualquier otra noche, dispuso cada utensilio en su sitio y barrió el suelo de forma escrupulosa. Luego se quitó la bata blanca de trabajo, la colgó en el perchero que había en la pared del aseo y se dirigió hacia la puerta de la calle.

Todo parecía indicar que la semana de trabajo había llegado a su término y que el barbero se disponía a marcharse para casa. Pero, en lugar de abandonar la barbería, bajó las persianas metálicas de los escaparates, entró de nuevo en la sala y, ya desde dentro, bajó la persiana de la puerta. Luego se dirigió hacia la pared del fondo, giró el pomo de la supuesta puerta de acceso al patio y desapareció en el interior de una espesa oscuridad.

Después de una serie de sonidos sordos producidos por el tanteo a ciegas de sus manos, se produjo un sonoro clic y el pequeño tabuco se iluminó. Era también de forma rectangular y estaba aislado por completo del exterior. Como único mobiliario, en un lateral había una mesa escritorio y una silla; y al fondo, un camastro con las sábanas muy bien estiradas. La luz procedía de un flexo fijado a uno de los bordes laterales del escritorio, sobre cuyo tablero había un cuaderno de tapas duras —con el canto redondo y forrado en tela—, un tintero de tinta Faber-Castell azul, un pliego de papel secante usado y otro sin estrenar, y una pluma timonera de cóndor con la punta de su largo cálamo biselada.

El barbero se sentó a la mesa, se puso las gafas de cerca, colocó el cuaderno en el círculo luminoso y lo abrió por donde indicaba la cinta separadora; a continuación destapó el tintero y cogió la pluma como si fuese a escribir. Pero a última hora debió cambiar de opinión, pues en lugar de sumergir la punta biselada en la tinta, volvió a dejar la timonera sobre el escritorio y pasó las páginas del cuaderno hacia atrás hasta que encontró lo que buscaba. Se arrellanó entonces en el asiento y, tras un leve carraspeo, comenzó a leer en voz alta:

De natural tiendo a la misantropía, pero la férrea educación recibida de pequeña me inculcó unos principios éticos y sociales que durante muchos años me obligaron a comportarme en contra de mi propia naturaleza. Pero la pandemia que asoló el planeta en 2020 fue la excusa perfecta para hacer realidad al fin esa pretensión, tanto tiempo reprimida, de convertir la soledad en mi reino.

La primera vez que fui consciente de que mi deseo de aislarme no era fruto del esnobismo, sino que formaba parte de mi propia naturaleza, fue leyendo L’avalée des avalés de Rejean Ducharme. «Solo encuentro momentos verdaderamente felices en mi soledad», proclama su protagonista, Berenice, en un tono quizás demasiado solemne —me incomodan las afirmaciones excesivamente sentenciosas— desde la enorme abadía en la que cohabitaba con su familia. «Mi soledad es mi palacio. Allí tengo mi silla, mi mesa, mi cama, mi viento y mi sol», añade a continuación desde ese edificio que, según sus propias palabras, tenía cuatro tejados más puntiagudos que las hojas de un hacha y más escarpados que las paredes de los acantilados, y cuyo único mástil era un olmo seco.

El contraste entre el mundo exterior, hostil y ajeno —«Cuando estoy sentada fuera de mi soledad, estoy sentada en el exilio», afirmará Berenice—, y ese otro interior, cómplice y próximo, fue lo que me abrió los ojos de forma definitiva. A partir de ese momento tuve la certeza de que deseaba vivir en esa luminosa soledad, rayando en la locura, en la que vivió Vincent van Gogh en su habitación de Arles. Los colores fueron la única compañía del pintor: «los muros lila pálido, el suelo de un rojo gastado y desvaído, las sillas y la cama amarillo de cromo, las almohadas y las sábanas verde limón muy claro, la manta rojo sangre, la mesa anaranjada, la palangana azul espliego y la ventana verde botella», le diría en una carta a su hermano Teo; carta, en la que también añade que, mediante esos tonos diversos, había expresado el reposo absoluto y la soledad plena en los que él vivía en aquel dormitorio.

En mi caso, aspiraba a que mis únicas compañeras fuesen las palabras. Y aunque a partir de leer a Ducharme lo tuve muy claro, hube de aguardar la llegada de la providencial pandemia para, echando a un lado esos férreos principios que me encadenaban desde la niñez, entregarme en cuerpo y alma a convertir mi soledad en ese palacio «cálido, agradable y resplandeciente, como para recibir mariposas y aves» —en palabras de Berenice—. En concreto, fue en marzo de 2020 cuando confinaron a toda la población y me vi obligada a cerrar la barbería. Al principio lo hice con cierto temor: ser barbero era, por supuesto, mi medio de vida; pero me servía además de parapeto tras el que me escudaba para no dejar que aflorasen esas zonas de mi subconsciente que yo intuía pantanosas. Pero pasados unos días, el cierre me hizo sentir mucho alivio y también cierto alborozo.

Ya no necesitaba buscar excusas ante mí misma para justificar esa tendencia misántropa que me llevaba a menudo al aislamiento; ni tenía motivos para sentirme culpable por pensar como Berenice: «Si tuviera más orgullo, aniquilaría a los que comprometen mi soledad, a los que hacen resoplar el odio en su chimenea, o a los que cuelgan la tristeza de sus ventanas…». Ahora estar sola era lo correcto, lo mejor que uno podía hacer por sí mismo y por el resto de la humanidad. Que el palacio de mi soledad fuese también demasiado frágil para acoger en ella a los amigos —el simple eco de sus voces y de sus pasos hace que sus paredes tiemblen y que el silencio se escabulla por las rendijas de sus ventanas tapiadas— tampoco representaba ya ninguna deslealtad que me convirtiese en traidora. Fuera había muerte, zozobra, ruina; aquí dentro, vida, sosiego, libertad. Por fin las palabras del cantautor canadiense —«to be free like a bird on the wire»— dejaban de ser una utopía. ¡Por fin podía ser yo misma…!

Que durante los momentos peores de la pandemia los muros de mi nuevo mundo se cimentaran sobre el sufrimiento de otros, o incluso sobre su muerte, no me impidió abandonarme con regocijo en los brazos, tanto tiempo anhelados, de la soledad. ¡Qué alivio poder alejarme de la gente sin remordimiento! ¡Qué gozo ser yo misma de la mañana a la noche sin necesidad de atenerme a las buenas formas, al trato amable! ¡Qué descanso vivir sin estar expuesta a la estupidez y el sinsentido de esa gente cuya cabeza parece contener solo serrín! Fueron días memorables en los que me sentí atemporal e incorpórea, como si mi edad y mi sexo fueran meras contingencias. Incluso hubo momentos en los que me supe tan extasiada que llegué a preguntarme si mi verdadera naturaleza no sería, en el fondo, de índole mística.

Todo parecía marchar miel sobre hojuela, y cada día me hallaba más engolosinada con mi nueva situación. Hasta que de súbito me topé con el muro infranqueable de la realidad. Ocurrió una mañana en la que me desperté sobresaltada porque había tenido una pesadilla terrible. En el sueño, el confinamiento llegaba a su término y la nueva Berenice, esa criatura solitaria y libre que ahora era, tenía que abandonar su recién estrenado palacio para ponerse otra vez al frente de la barbería. Aunque de momento solo hubiera sido un mal sueño, el hecho de soñarlo era un recordatorio de que el encierro se terminaría pronto. Y al igual que el resto, yo me vería entonces obligada a asumir de nuevo mi anterior rol. Sin remedio habría de volver a convertirme en ese buen barbero del que los clientes siempre esperan no solo que los peles o los afeites cabalmente, sino que seas también comprensivo y tolerante con sus manías, estés atento a sus triviales chismorreos o a sus absurdas balandronadas, y respondas de forma amable a sus intempestivos exabruptos. Exigencias, todas ellas, que me obligaban a menudo a tener comportamientos que, al menos en mí, son contra natura.

Fue esa misma mañana, al caer en la cuenta del martirio que se me avecinaba, cuando tomé la decisión de transformar este tabuco —hasta entonces había servido de almacén de los productos de la barbería y de los útiles de limpieza— en mi particular habitación de Arles. Urgía que lo convirtiera en un refugio donde el pincel y la paleta del pintor fueran sustituidos por mi pluma de cóndor y un tintero; y sus colores, por mis palabras. Por suerte lo hice a tiempo: después de haberme sentido libre como nunca antes, de haber conocido ese estado casi místico de ser yo misma, este humilde palacio sin ventanas y sin otro mástil que la vieja pluma de cóndor fue —y sigue siendo— mi salvación. Hilvanar palabras con esta pluma —¡ella sí que fue antaño libre de verdad!— ha sido la válvula de escape que me ha salvado de dar tajos inconvenientes en alguna que otra yugular. Porque, cuando estoy ahí fuera afeitando a los clientes, hay ocasiones en las que un parloteo cargante hace que mis manos sientan la tentación de silenciarlo para siempre; miro entonces hacía el patio soleado y florido, que supuestamente hay al fondo de la barbería, y me digo que muy pronto, en cuanto me halle al otro lado del cristal, en esta habitación con vistas a mi interior, me podré quitar la máscara y ser yo miiismaaa...


El resto de la carilla estaba en blanco y, tras recrearse en la dicción de la palabra «misma», el barbero se quedó en silencio. Cuando se hallaba fuera y se dirigía a los clientes, lo hacía en un tono grave, enfático, varonil. Durante la lectura, empero, su voz había adquirido un timbre atiplado y no exento de desarmonías guturales. No podía evitarlo y eso le mortificaba en extremo. Mientras se hallaba a solas en el tabuco, el único alter ego que tomaba la palabra era el genuino, la nueva Berenice. Ella tenía una voz dulce y melodiosa cuando resonaba en el interior de su cabeza. Pero, en cuanto Berenice intentaba articular físicamente las palabras, su voz adquiría aquel desagradable timbre contaminado sin duda de su otro yo.

Para mayor escarnio, el proceso inverso también había empezado a producirse, y cada vez con más frecuencia su voz varonil de barbero daba notas en falso. Cuando eso ocurría, sus clientes lo miraban a través del espejo: los más ingenuos, con extrañeza y curiosidad; los resabiados, con sorna, con un «¡ya lo sabía yo!» sin necesidad de palabras. Esas disonancias vocales le creaban, pues, situaciones embarazosas que él había tratado de evitar con ayuda de un tratado de logopedia. De momento no había tenido éxito y, dado que la única voz que ya reconocía como propia era la interior, su laconismo iba lógicamente in crescendo…

Mientras sumergía el extremo biselado del cálamo en la tinta, el barbero dejó escapar un suspiro colmado de resignación. Pero luego, en cuanto la punta de la pluma se deslizó con parsimonia sobre el papel produciendo el habitual runruneo, el rostro se le iluminó. Le gustaba regodearse en el trazado de cada letra mientras escuchaba la híspida queja que el papel lanzaba como respuesta. Aquel sonido áspero le solía recordar esos otros tiempos ya lejanos en los que, siendo aún niño, se despertaba de madrugada y, en el silencio de la noche, oía un susurro similar…

Mi forma de dormir era entonces casi cataléptica. Pero hubo una noche en la que la curiosidad venció a mi catalepsia y me levanté para averiguar el origen de aquel sonido. Mientras bajaba las escaleras a hurtadillas, di por hecho que me encontraría a la gata de mi madre —era solo suya, porque ni mi padre ni yo soportábamos su doblez felina— atusándose las uñas en algún objeto prohibido; y me relamí de gusto, como solía hacer ella, pensando en que me chivaría a su dueña. Me encontré, empero, con la sorpresa de que aquel rasgueo áspero lo hacía mi padre al escribir en un cuaderno con una pluma de cóndor idéntica a la mía —fue él quien, años más tarde, me convenció de que el cálamo de una rémige de cóndor da para toda una vida—. Ignoraba qué escribía a la luz de la palmatoria, pero su gesto absorto, su infinita lejanía, me hicieron comprender que no debía interrumpirlo. No lo hice. Ni esa noche, ni ninguna otra de las muchas en las que a partir de entonces lo observé a escondidas. Ha pasado el tiempo y al cabo he comprendido la razón de su conducta: él era también un buen profesional al que su padre —mi abuelo— le había inculcado —como luego él me inculcaría a mí— unos férreos principios que le obligaron a comportarse toda la vida en contra de su propia naturaleza. De día era un buen barbero, como antes lo había sido su padre y luego lo sería yo; de noche, un escapista solitario que hilvanaba palabras porque esa era su única salida. Ahora lo sé: buscaba ser libre, por eso escribía. Pero lo que quizás mi padre no supiese, y yo sí, es que la verdadera libertad — esa de la que sí disfrutaron los genuinos dueños de su pluma y de la mía— es un horizonte siempre lejano y, sobre todo, siempre en fuga.

Ser libre es una quimera y, sin embargo, me sigo comportando como si pensara que es algo que tengo al alcance de la mano. Cuando se acabó el confinamiento y reabrí la barbería, eran ellos, mis clientes, quienes se mostraban temerosos de traspasar la puerta de entrada de mi negocio. Pero pronto se invirtieron las tornas y fui yo quien sentía pavor cada vez que me veía obligada a salir de mi habitación de Arles. Durante unas semanas me había liberado de la zozobra de vivir en medio de la gente; eso me había permitido saborear por primera vez la serena y libertaria calma que se produce tras la tensa tempestad de vivir una vida que no es la tuya. O dicho de otra forma, después de haber vivido alejada de todos, tener que comportarme de nuevo como el barbero de conducta intachable que los demás me exigían me pareció una tortura insufrible. Comencé, pues, a construirme una agenda de trabajo ficticia en la que cada vez tenía menos horas libres para atender a los clientes que me demandaban cita. La estrategia acabó dando resultado. Hoy en día ya solo atiendo a un puñado de clientes de toda la vida. Tienen edades avanzadas y cambiar a estas alturas de barbero les supondría superar una barrera casi tan insalvable como la que empieza a haber entre este refugio y la sala de la barbería. No me he sentido capaz de dejarlos en la estacada. Espero que ellos me correspondan dándome pronto la alegría de que sus nombres aparezcan en las esquelas del periódico. Precisamente eso, mirar el obituario del Diario de Cádiz, es lo primero que ahora hago cada mañana nada más entro en la barbería. Aguardo con impaciencia la hora en la que al fin lea el nombre del último de ellos, el día en el que por fin sea libre.


***

La barbería continuaba siendo una modesta sala de forma rectangular y con dos amplios escaparates a ambos lados de la puerta de acceso; pero el deterioro de su fachada y del rótulo que había impreso en ella era tal que no se podía leer ya el apellido de los miembros de aquella acreditada saga de barberos. Una vez dentro, en cambio, llamaba la atención el buen estado en que se encontraba el trampantojo del testero del fondo. Era como si por él no pasara el tiempo y se mantuviese en una perpetua primavera; de hecho, tras la supuesta cristalera del patio, se podían ver las macetas de gitanillas y de geranios en un estado permanente de floración.

Cuando el barbero —un anciano ya de pelo blanco, rostro arrugado, espalda encorvada y manos peligrosamente temblorosas— se encontraba consultando el obituario del periódico, en el reloj del Ayuntamiento sonaron las nueve campanadas. Ellas marcaban el momento de apertura de la mayoría de los negocios, incluida la barbería. Pero aquel decano fígaro estaba absorto en la lectura de una de las esquelas. La releyó varias veces —quería estar seguro de que sus ojos no le engañaban— antes de lanzar un profundo suspiro. Y luego, aunque la jornada no hubiera hecho más que empezar, el barbero corrió con suma parsimonia las cortinas, comprobó que todo estaba limpio y en su sitio, y se encaminó hacia la puerta de la calle.

Gestos, todos ellos, que dieron la impresión de que esa mañana el barbero se veía obligado a salir para resolver algún asunto urgente. Pero una vez fuera, en lugar de marcharse, tiró hacia abajo de las persianas metálicas de los escaparates —hacía media hora escasa que las había levantado—, entró de nuevo en la estancia y, ya desde dentro, bajó la persiana de la puerta. Acto y seguido, atravesó la sala de la barbería, giró el pomo de la supuesta puerta de acceso al patio y desapareció en el interior de una espesa oscuridad.

Se escuchó, entonces, el torpe tanteo de sus manos en busca del interruptor del flexo, y después el consabido clic que hizo que aquella suerte de dormitorio de Arles se iluminara. Sobre la mesa seguía estando el cuaderno de tapas duras, aunque ahora la tela del canto estaba un tanto ajada y la cinta separadora se hallaba ya muy próxima a la tapa posterior. También se encontraban allí el tintero, en el que apenas quedaba un culillo de tinta; los pliegos de papel secante, con la impronta de una multitud de letras dispuesta de forma caótica; y la vieja pluma de cóndor, con el cálamo reducido a un pequeño muñón biselado.

El fígaro se sentó a la mesa, se puso las gafas de cerca, colocó el cuaderno en el círculo luminoso y lo abrió por donde indicaba la cinta separadora; a continuación destapó el tintero, mojó la punta de la pluma en la tinta y comenzó a escribir. Su pulso era ahora mucho más inseguro y eso le obligaba a esmerarse todavía más en el trazado de cada letra. De igual forma, el híspido susurro que producía aquella pequeña excrecencia queratinosa al deslizarse sobre el papel era también más confuso. Por un instante, aguzó el oído y de nuevo fue el niño que espiaba al padre. Notó, entonces, que el titubeante murmullo cesaba, y eso le hizo ser consciente de que la trémula mano que empuñaba la pluma era la suya. Retomó, pues, la tarea de regodearse con el trazado de cada nuevo carácter:

El último de mis clientes ha puesto a prueba mi paciencia. Hasta el punto de que ya había perdido toda esperanza y empezaba a resignarme a que mi encierro definitivo nunca podría tener lugar. Pero al abrir hace un momento el periódico, en una esquela de tamaño mínimo —siempre fue muy tacaño, y parece que ahora los suyos le han pagado con la misma moneda—, al fin he leído su nombre. A partir de hoy, ya nada me impide permanecer en soledad; a partir de hoy, ya nada me obliga a comportarme como quien no soy. Nunca más habré de escuchar esa voz varonil que heredé de mi padre —supongo que él la heredaría del suyo, mi abuelo, al que por desgracia no conocí— y que siempre supe que no era la mía. No cabe duda de que mi situación había mejorado mucho en los últimos tiempos. Porque mi cliente —era el único al que dejaba ya entrar en la barbería — si bien no me hacía el favor de morirse, al menos tenía el detalle de mostrarse ya mucho más callado y circunspecto. Un silencio creciente de su parte que ha dado pie a que mi mutismo haya ido también in crescendo. De hecho, no recuerdo cuándo fue la última vez que utilicé mi garganta para articular un vocablo. ¡Hace ya tanto que ni siquiera recuerdo cómo sonaba ese timbre atiplado que tanto me mortificaba! Las palabras siguen resonando en el interior de mi cabeza, ¡cómo no iban a hacerlo!, pero ya solo con esa voz dulce y melodiosa que es la única que reconozco como propia.

En esta larga espera, en este interminable camino hacia esa libertad siempre en fuga, mi espalda se ha curvado, mis articulaciones han empezado a chirriar como viejas bisagras y mis ojos apenas si me permiten ya releer lo que escribo. Y sin embargo, mi gusto por jugar con las palabras sigue intacto. Son mi única compañía, no necesito ninguna otra. Recrear con ellas a esa nueva Berenice, en cuya piel me siento tan a gusto, es ahora mi único empeño. A menudo me acuerdo de la gata —he olvidado su nombre— que era solo de mi madre porque ni mi padre ni yo soportábamos su doblez felino. Al cabo de los años, he comprendido que nos disgustaba su doblez porque se parecía al nuestro: menos felino, sin duda, mas no por ello menos hipócrita. Pero todo eso es ya agua pasada. Se acabaron los fingimientos. Ya no me hacen falta.

Ante mí tengo un camino lleno de esperanza. En adelante seré Berenice, solo Berenice. Y la soledad, esta absorta soledad, será mi palacio. Porque en ella tengo mi silla, mi mesa, mi cuaderno y mi pluma. Es todo lo que necesito. He de darme prisa, sin embargo, mucha prisa: el cuaderno está a punto de acabarse, en el tintero no queda casi tinta y el cálamo de esta pluma de cóndor ya no aguantará un nuevo biselado. La vida se me ha escapado mientras rompía esas cadenas que no me dejaban ser yo misma. Y ahora que al fin me he liberado, tengo que apresurarme para que no me ocurra lo que me vaticinaron los versos que un fraile poeta me recitó, hace ya mucho, como pago a haber metido por vereda su barba asilvestrada. «Morir con ansiedad, con toda el alma, mientras vuelvo de un camino que no anduve, y estoy cierto de que es el buen camino.», dicen los versos que aquel dominico improvisó para mí.

***

A los vecinos del barrio de Santa María no les extrañó ver el establecimiento cerrado: el barbero era ya demasiado mayor y hacía tiempo que sus clientes eran escasos. Siempre había sido un hombre muy correcto, pero también muy reservado. En realidad, aparte de que era hijo de su padre y nieto de su abuelo, y que los tres habían sido del mismo gremio, nada sabían de su vida. De ahí que, cuando el mal olor —tenue, pero muy penetrante— se adueñó de la calle y, tras algunas pesquisas, tuvieron la certeza de que su origen era la barbería, no supieran cómo avisar a su dueño.

Ante la imposibilidad, decidieron dar parte en el Ayuntamiento. Fueron los bomberos quienes finalmente se encargaron de forzar la persiana metálica y el cerrojo de la puerta. Una vez dentro, comprobaron que en el salón de barbería todo estaba en perfecto orden, si bien cubierto por una ostensible pátina de polvo. Les extrañó que el hedor procediera precisamente del patio acristalado del fondo, en el que a la vista solo había macetas de gitanillas y geranios en flor. Pero cuando giraron la manija de la puerta y esta se abrió, la bofetada fétida fue tan tremenda que instintivamente dieron unos pasos hacia atrás.

El interior del tabuco se hallaba en penumbra, con la única excepción del círculo de luz que el flexo proyectaba sobre la espalda del barbero. Una de sus mejillas descansaba sobre la última hoja, todavía en blanco, del cuaderno. A un lado de la cabeza, se encontraba el tintero destapado y ya vacio; al otro lado, unos pliegos usados de papel secante; y en su mano derecha, una pluma enorme de cóndor con el cálamo totalmente desmochado. Todos los que presenciaron la escena estuvieron de acuerdo en que la muerte lo había sorprendido mientras escribía.

Una vez efectuadas las pesquisas forenses pertinentes, el cuerpo del barbero acabó, como es natural, en el cementerio. A su vez, el cuaderno de pastas duras y los pliegos de papel secante terminaron en el contenedor azul; el tintero, en el contenedor verde; y la pluma, en el gris. Y como nadie tuvo la curiosidad de leer las últimas páginas del cuaderno antes de tirarlo, nunca se podrá saber si la muerte sorprendió a Berenice recorriendo ya el buen camino mencionado por el fraile: ese camino que es siempre el mismo y no conduce a ninguna parte...



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Última edición por jilguero el 16 Sep 2020 11:33, editado 3 veces en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Os respondo en breve. Quería dejarle a Cata la pamplina par así liberar mi pensamiento y poder ser yo quien agarre la pluma de verdad, no la de cóndor sino la estilográfica, para cumplir mi promesa al fraile.

Ya estoy aquí:

Gretogarbo escribió: 14 Sep 2020 09:41 Nuestros pequeños actos cotidianos sí son significantes para nosotros mismos y los nuestros y quiero creer que también se realizan con sentido, aunque con el sentido propio de cada uno que no tiene que coincidir con el de aquellos que nos sufren. Quieras o no, esa significancia sí carga nuestra mochila.
Conformada. Pero quizás es bueno no perder de vista que muchas veces solo son tan significantes porque el otro quiere y que no conviene cargar la mochila demasiado porque el otro decida que la carguemos.
Gretogarbo escribió: 15 Sep 2020 08:25 Si no es mucho preguntar, jilguero... ¿es una piedra pintada lo que hay frente a tu dedo?
No, no es mucho preguntar. Sí, es una piedra pintada. Pintada por un buen amigo que se divierte tocando muchos palos. Tengo esa, un avefría sobre canto rodado; y un sietecolores (que diría JoseW) sobre piedra sedimentaria. Cada una con su correspondiente sujetapiedra a juego pegado por detrás.

Avefría.jpg
Sietecolores.jpg


*****

hexagono69 escribió: 15 Sep 2020 09:38 Los sucesos azarosos podían ser filamentos verdosos, y pegajosos esponjosos que en un momento de la travesía/vida atraparan a la embarcación sin posibilidad de escape.
Salvo esponjosos, que no veo claro su significado, el resto estoy de acuerdo contigo (creo que igual hay que hacerle hueco en las memorias inconexas :D ): en la travesía (vida) nos van ocurriendo sucesos azarosos pero, según sean estos y según sean nuestras reacciones, puede llegar un momento en que nuestra nave se vea atrapada en una mar de los sargazos del que ya no es capaz de escapar. Es decir, los sucesos son azarosos hasta que algunos de ellos dejan de serlos y se convierten en casi inevitables.

*****

magali escribió: 15 Sep 2020 11:11 Sobre usar un color u otro al escribir ya dejé un mensaje hace algún tiempo: viewtopic.php?p=4348699#p4348699
Aunque no suelo creer en estas cosas, tengo que reconocer que me identifico en varias de las características de quienes usan tinta azul.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Si mas o menos eso quería decir Jilguero, y si el problema se agrava cuando se convierten todos en inevitables y ya no queda ningún azaroso y verdoso como las algas. :cunao:

PD no el adjetivo esponjosos no esta bien traído aquí habría que buscar otro.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 15 Sep 2020 13:56... quizás es bueno no perder de vista que muchas veces solo son tan significantes porque el otro quiere y que no conviene cargar la mochila demasiado porque el otro decida que la carguemos.
Bueno, jilguero, en tratándose de cosas de dos, y ya no digamos cuando esos dos suman más personas, la mochila puede cargarse de cosas que no nos complacen en su totalidad. Pero dejando la cremallera abierta, en cualquier momento puede aligerarse.
jilguero escribió: 15 Sep 2020 13:56Sí, es una piedra pintada. Pintada por un buen amigo que se divierte tocando muchos palos. Tengo esa, un avefría sobre canto rodado; y un sietecolores (que diría JoseW) sobre piedra sedimentaria.
Ahora que la has puesto en su totalidad, me suena haber visto ya anteriormente por aquí esa avefría. Muy chula, ya lo creo.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió: 15 Sep 2020 17:18 Si mas o menos eso quería decir Jilguero, y si el problema se agrava cuando se convierten todos en inevitables y ya no queda ningún azaroso y verdoso como las algas.

PD no el adjetivo esponjosos no esta bien traído aquí habría que buscar otro.
El esponjoso lo he eliminado, con la venia de Usía, y con algún otro leve cambio ya está en la sección de Pensamientos abismales de las Memorias inconexas.

Por cierto, qué buena idea tuve, cuando andaba pachucha y la imaginación sin alas, de dedicarme a rastrear las lindezas que suertas por esos deditos. Me he tenido que volver a reír con eso de: "Fueron felices y comieron altramuces". Y el epitafio genial: Al final no te conoces a ti mismo, ni sabes las razones de tu conducta; al final desconoces el argumento y el título; al final no hay final, solo miedo...

Y he visto, por casualidad, la manera hexagoniana de hablar de la insignificancia de nuestras vidas/actos de la que ayer hablaba con Greto:

Greto dixit: Nuestros pequeños actos cotidianos sí son significantes para nosotros mismos [...]Pero que yo me levante a las seis de la mañana todos los días para venir a trabajar sí es insignificante para los descendientes de los indios arapajoes.

Usía dixit: ¿Qué soy cuando el traje se arruga y desmenuza? Para mi, todo; para el universo, nada.


*****

Gretogarbo escribió: 16 Sep 2020 09:35 en tratándose de cosas de dos, y ya no digamos cuando esos dos suman más personas, la mochila puede cargarse de cosas que no nos complacen en su totalidad. Pero dejando la cremallera abierta, en cualquier momento puede aligerarse.
Leer tu comentario y, sobre todo, eseo de dejar la cremallera abierta me ha recordado algo leído en la novela que estoy leyendo:
"la conciencia es, en el individuo, el guardián de las reglas que la comunidad ha creado para su propia conservación. Es el policía de nuestros corazones, el cual nos vigila para que no quebrantemos las leyes. Es el espía que permanece sentado en la fortaleza principal de nuestro Yo." (Soberbia, de S. Maugham)


*****


Y en la misma novela he leído también algo que creo que le puede gustar a Usía:
"En aquel tiempo desconocía aún lo que hay de contradictorio en la naturaleza humana e ignoraba cuánto de falso hay en la sinceridad, de ruin en la nobleza y de bueno en la amistad."

Bueno, esto otro, Cata, te viene a ti y a tu Proceso (de santificación, claro, espero que no estés haciendo novillos :lol:) de maravilla, porque llegará el día en que también tú seas capaz de hacer brotar flores en el asfalto. Por supuesto, también a tu retoño mediano, que tiene alma de poeta. Dice así:
"Sólo el poeta y el santo pueden regar una calle asfaltada en la confianza de que, como premio a su labor, nacerán lirios en ella.".


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Hoy, Cata, viendo el Cádiz duplicado, gracias a su reflejo en la arena mojada, me he dicho que cada lugar tiene su hora de encanto. Los bloques de esta zona (donde trabaja Catulo y donde vive Jilguero), de día y en directo, no tienen el menor encanto. Sin embargo, cuando todavía es casi de noche y la arena hace de espejo la cosa cambia.

Como siempre, las fotos no son buenas, pero las saco con mi mejor voluntad para mostrarte lo que posiblemente solo con las palabras no lograría hacer, al margen de que sería muy laborioso :wink:.

Aquí tienes donde está Catulo cuando no está patrullando. Es justo el edificio que hay delante del pirulí.

Pirulí a las 7h.jpg


Y aquí el bloque donde vive Jilguero, el que hace esquina y en su parte baja hay luces azules:

Mi bloque.jpg


La verdad es que ir andando descalza por la arena, justo por la línea donde el agua va y viene, y ver imágenes como esta hace que la imaginación vuele hacia lejanos países. En este caso, fue hacia la india :D:

Refelejo indio.jpg


Incluso en la amanecida, son mucho más bonitos los reflejos (el bordeo) que la realidad.

Desde arriba, desde el paseo marítimo, en cambio, da gusto mirar hacia el mar casi en cualquier momento del día. Es desde ahí desde donde hemos visto iamágenes como esta otra que te enlazo aquí.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jose2v »

Curioso. Divagando sobre nombres, he dado con un nombre que me ha gustado: Karisma Kapoor. Es una actriz india. Hay otra pero creo que tiene h intercalada.

Bonitas fotos y no te ha molestado la sombra.
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Gretogarbo
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 17 Sep 2020 19:40... viendo el Cádiz duplicado, gracias a su reflejo en la arena mojada,...
Pero el reflejo será en el agua, jilguero. No soy consciente de ver tan nítido un reflejo sobre arena de playa.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 18 Sep 2020 09:30
jilguero escribió: 17 Sep 2020 19:40... viendo el Cádiz duplicado, gracias a su reflejo en la arena mojada,...
Pero el reflejo será en el agua, jilguero. No soy consciente de ver tan nítido un reflejo sobre arena de playa.
Esas fotos (las del mensaje anterior) están tomadas estando yo justo donde llega el agua en cada ida y venida: (me roza un instante los pies y se retira). Esa parte está descubierta ya desde hace cierto tiempo pero todavía está muy jugosita, bien empapuchada, porque la playa tiene en esa zona muy poca pendiente, algo logrado en parte por la sedimentación que favorecen los espigones que hay ambos lados de la Playita de las Mujeres.

En esta foto puedes ver un poco mejor el estado de esa arena. Cuando va subiendo la marea, entonces si lame esa zona cada vez. En este caso estamos con marea bajante.

Piruli a las 8h.jpg
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 18 Sep 2020 11:22Esas fotos...
Conformado, jilguero.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Decia JiL .- Y en la misma novela he leído también algo que creo que le puede gustar a Usía:
"En aquel tiempo desconocía aún lo que hay de contradictorio en la naturaleza humana e ignoraba cuánto de falso hay en la sinceridad, de ruin en la nobleza y de bueno en la amistad."

Bueno hay sinceridad, mentira y doble verdad, la nobleza de sentimientos es de agradecer y la valoro como también la amistad.

A mi me gusta la sinceridad y hay momentos en que somos sinceros, no siempre desgraciadamente, porque para ser sincero con cualquiera tendrías que ser Par del Reino y llevar escoltas.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió: 18 Sep 2020 19:01 Decia JiL .- Y en la misma novela he leído también algo que creo que le puede gustar a Usía:
"En aquel tiempo desconocía aún lo que hay de contradictorio en la naturaleza humana e ignoraba cuánto de falso hay en la sinceridad, de ruin en la nobleza y de bueno en la amistad."

Bueno hay sinceridad, mentira y doble verdad, la nobleza de sentimientos es de agradecer y la valoro como también la amistad.

A mi me gusta la sinceridad y hay momentos en que somos sinceros, no siempre desgraciadamente, porque para ser sincero con cualquiera tendrías que ser Par del Reino y llevar escoltas.
¿A que llamas doble verdad? Ese concepto es nuevo para mí. Conozco la media y la entera, peor no la doble :P.

Yo he interpretado lo de falso en la sinceridad como referido a las medias verdades o a la sinceridad gratuita; es decir, cuando en el fondo no buscas tanto ser sincero como soltarle al otro lo que deseas soltarle por razones conscientes o inconscientes. Respecto a lo ruin de la nobleza, lo he interpretado de igual forma: esos actos nobles que haces más por ennoblecerte tú que por el otro, que no te salen del corazón, vamos, lo cual tiene su ladito de ruindad. Respecto a la amistad, no le pongo pega, pues creo que, si es verdadera (esta es la clave) es un regalo que se hacen mutuamente los amigos: no se son estrictamente necesarios y, sin embargo, deciden implicarse el uno con el otro de forma permanente o temporal, porque el que no sea eterna no siempre significa que no haya sido una verdadera amistad.

Y otra frase del mismo libro que me ha parecido interesante: "No es cierto que el dolor ennoblezca los corazones; la felicidad lo consigue algunas veces, pero el dolor, en la mayoría de los casos, hace a los seres humanos mezquinos y rencorosos.

*****


Y cambiando de tercio, Cata. Acabo de hacer algo que llevaba años sin hacer. Tan es así que no atinaba a hacerlo como está mandado. Me refiero a echar la primera carta amanuense, dirigida al fraile, en el buzón. Llevaba tanto tiempo sin hacerlo que primero he intentado meter la carta por la ranura que hay encima del "alero o pestaña" (no sé cómo se llama) que protege la ranura auténtica. Al verla me dije que no recordaba yo la ranura tan estrecha y entonces me he agachado, he visto la otra y ya he levantado la pestaña. :cunao:

A ver si hay suerte y él tiene ganas de responderme y luego atina con la ranura correcta del buzón.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

jajaaj podríamos llamarlo el buzón de la doble ranura.

Viendo lo que hay por la red sobre la doble verdad no es ni de lejos la idea que podía tener sobre ella con la conclusión de que en este momento no tengo ni idea de lo que pueda ser la doble verdad.

También se podría popularizar la verdad al peso, media verdad, cuarto y mitad,...

¿Por qué lo que si es un tema espinoso o controvertido es hasta donde decimos la verdad, la decimos completa hasta el final o nos paramos antes?

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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jose2v »

hexagono69 escribió: 19 Sep 2020 17:45 jajaaj podríamos llamarlo el buzón de la doble ranura.

Viendo lo que hay por la red sobre la doble verdad no es ni de lejos la idea que podía tener sobre ella con la conclusión de que en este momento no tengo ni idea de lo que pueda ser la doble verdad.

También se podría popularizar la verdad al peso, media verdad, cuarto y mitad,...

¿Por qué lo que si es un tema espinoso o controvertido es hasta donde decimos la verdad, la decimos completa hasta el final o nos paramos antes?

Divagaciones de una lluviosa y larga tarde sabatina

Si también opino que el dolor te va erosionando lentamente.
¿Por besos no nos reproducimos es alguna verdad tipificada?
Creo recordar que había una canción sobre besos.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió: 19 Sep 2020 19:16 ambién se podría popularizar la verdad al peso, media verdad, cuarto y mitad,...
Jajaja, ¿lo de cuarto y mitad se usa también por ahí? Yo pensaba que era algo gaditano.

Durante muchos años, mientras mis sobrinos gaditanos fueron pequeños, los sábados iba con mi hermana mayor y el cochecito de turno (con el niño dentro, claro) al mercado central a hacer la compra para toda la semana. Era una ambiente que me gustaba mucho y en la cola del puesto del carnicero fue donde escuché pro primera vez lo de: "Paco, ponme cuarto y mitá de carne picá". :lol:

Y recuerdo que fue al charcutero (no recuerdo ahora su nombre) que frecuentábamos a la sazón a quien por primera vez le escuché hablar de que el jamón de York se ponía "lamioso" enseguida si lo dejaba uno en contacto con plástico.

Con el paso de tiempo te acababas sabiendo la vida de los tenderos. Una lástima haber dejado esa costumbre y haberla cambiado por la compra, mucho más impersonal, de los supermercados.
hexagono69 escribió: 19 Sep 2020 17:45 Si también opino que el dolor te va erosionando lentamente.
Y te puede volver, además, erosionador. No podemos dar lo que no tenemos y el dolor es muy castrante. Por eso, cuando nos duele algo, en sentido físico o moral, nos es raro que nos volvamos más egoístas y huraños.

PD: por cierto, Cata, esta mañana el agua estaba muy arriba y me he quedado sin ese segundo Cádiz de los reflejos; y mañana estará todavía más alta, con lo cual no sé si tendré espacio siquiera para poder pasear por la arena. :batman:
Última edición por jilguero el 20 Sep 2020 19:23, editado 1 vez en total.


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