El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

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Tolomew Dewhust
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

Isma escribió: 23 Jul 2020 22:58 Es curioso. No me he parado a pensar porqué, pero al leer las felicitaciones a Tolo me he sentido... agradecido. Me gustan las expresiones de cariño así, sin más, como las que han dedicado el canario o el can.

Te prefiero felicitar por aquí, Tolo, por donde el bujío este, y así aprovecho para deleitarme con los geranios.
¡Gracias, Isma! Felicitado quedo. Gracias a ti también, @Gavalia, eres un máquina, :cunao:. Disculpad que me haya demorado tanto en pasar por aquí, pero anduve liado convirtiendo a John Lennon en águila real...
Hay seres inferiores para quienes la sonoridad de un adjetivo es más importante que la exactitud de un sistema... Yo soy uno de ellos.
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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »



A orillas del Mendo



El Mendo es atractivo y siniestro: invita a mirarse en él como un espejo,
y hay que apartarse deprisa, porque en los adentros del que se mira
nace enseguida un deseo incoercible de aniquilamiento.

(La saga/fuga de J.B., Gonzalo Torrente Ballester)









A lo largo de su vida, la coloración de su voz ha pasado por una anchurosa gama de azules: desde el celeste claro de los primeros balbuceos, hasta alcanzar el azul nazareno de la madurez. Justo en la época en la que ya tintaba las palabras y los silbos de esa tonalidad con connotaciones de penitencia fue cuando nuestros caminos se cruzaron. Dada mi profesión, descubrir la existencia de un mundo de sonidos coloreados fue una experiencia que no solo me dejó atónita, sino que me abrió nuevas perspectivas sensoriales.


Gama de azules.jpg


Desde niña he tenido muy buena voz y un oído excelente. De ahí que, cuando abandoné el refugio familiar, me inclinase por ganarme la vida como profesora de canto. Al grueso de mis alumnos le he dado clases siempre en los colegios, si bien el exiguo importe del estipendio recibido me ha obligado a menudo a complementarlo con la impartición de clases particulares a hijos de familias de buena posición. Mi casa es muy pequeña; y en el tema de los tabiques, de una modestia que rayaría en la indigencia de no ser por el blanco impoluto con que consigo recubrirlos a base de manos de cal. Las viviendas de mis pupilos extras, en cambio, suelen ser mansiones espaciosas y de sólidos muros, mucho más adecuadas para impartir en ellas mi instrucción cantora.

Nunca me ha gustado codearme con ese tipo de gente que, en cuanto se descuidan, dejan aflorar su verdadero sentir y te miran por encima del hombro. Pero dar clase de canto en una caja de zapatos, y cuyo cartón es para más inri de pésima calidad, no ha sido nunca una alternativa viable. Quien haya tenido la experiencia habrá comprobado que, en tales circunstancias, las notas musicales más breves, como las corcheas y las semicorcheas, las fusas y las semifusas, se pisan las unas a las otras; y los pertinentes silencios entre ellas se ensucian o incluso desparecen del todo. El resultado es un galimatías musical poco agradable al oído y de difícil reconducción.

Mas toda norma tiene la excepción que la confirma y en el caso que nos ocupa lo fue aquel silbo azul nazareno. En cuanto vi cómo las notas con color de penitencia ascendían por aquella suerte de pentagrama en espiral y luego se esfumaban entre el follaje del camelio, sospeché que la caja de zapatos de paredes encaladas en la que vivo podría ser el lugar perfecto para darle clase de canto a alguien con semejante tesitura vocal. Hasta aquel día, mi estrategia docente había consistido en cerrar los ojos mientras los alumnos solfeaban, a fin de permanecer absorta en la lectura de las notas musicales que sus glotis van trazando sobre el pautado que, en esos trances, veo en la cara interior de los párpados. Esta técnica me da la posibilidad de confrontar de inmediato la partitura palpebral con la genuina que tengo almacenada en mi memoria; o dicho de otra forma: me permite detectar con rapidez y eficacia los fallos de mis discípulos.

Mi buena fama docente ha tenido siempre como base esos pautados ocultos tras los párpados, y que han sido mi secreto profesional mejor guardado. Pero a partir del momento en que el albur me puso en el camino una voz tan explícitamente coloreada, mis habituales clases de canto —los idiosincrásicos pentagramas palpebrales incluidos— se me antojaron demasiado insípidas y perdí todo interés por ellas. El hallazgo en cuestión tuvo lugar en los primeros días de abril de 2020, justo en medio de la pandemia vírica que por esas fechas asoló nuestro planeta. Como efecto colateral del estrés reinante, los síntomas de la astenia primaveral que suelo padecer eran ese año más patentes que en ocasiones anteriores. Para contrarrestar el bajón anímico había cogido la costumbre de dar cada mañana un largo paseo por la frondosa alameda de camelieos que hay a orillas del río Mendo.

Y allí, sentado en uno de los bancos de hierro que miran hacia su cauce, estaba el hombre de la voz azul. Los castrofortinos mantenemos que quien se acerca a ese turbio y remansado río debe de apartar pronto la vista de sus cenagosas aguas para evitar que las mismas actúen de espejo y le atrapen la mirada; o, lo que es aún peor, le generen el deseo siniestro de zambullirse en ellas. Y digo siniestro porque ningún lugareño ignora que quien se adentra en el Mendo está condenado, sin remedio, a quedar reducido a un puñado de huesos roídos por los minúsculos y voraces dientes de las legendarias lampreas que pueblan sus aguas desde que llegaron a Castroforte junto al Santo Cuerpo Iluminado de la joven Lilaila de Éfeso.

Olvidé decir antes que mi nombre es precisamente Lilaila y que soy castrofortina en todos los sentidos. Sin ir más lejos, cuando abandoné el refugio familiar, igual que la mayoría de mis paisanos, lo único que hice fue cambiar mi residencia de la casona de mis padres en la Rúa Sacra —pertenezco a una estirpe de burgueses de medio pelo con ínfulas de grandeza— a un modesto entresuelo de la Rúa Traviesa. En ningún momento barajé la idea de abandonar Castroforte: pueblo del que los más niegan su existencia por el mero hecho de que se pasa la mayor parte del tiempo oculto entre la niebla, así como porque padece —esto ya solo de vez en cuando— extravagantes episodios de levitación; y del que los menos —los oriundos que sí conocemos la causa de semejante extravagancia— no solo no renegamos de su vaporosa y flotante realidad, sino que estamos muy satisfechos de poder habitar inmersos en ella.

El motivo de que una mayoría crea que Castroforte es un pueblo fantasma tiene su origen en su privilegiada ubicación en la confluencia de dos ríos que difieren el uno del otro como el día de la noche: rápido y alborotado, el Baralla; lento y sosegado, el ya mencionado Mendo. Por las mañanas, de las aguas trasparentes del primero sube hasta las calles de Castroforte una espesa niebla gris que borra de la vista sus casas; por las tardes, en cambio, antes de que se haya disipado del todo ese vaho grisáceo mañanero, es desde el Mendo desde el que llega una densa niebla azulada. En esos minutos de confusión neblinosa, en los que ambos ríos entremezclan sus alientos, los castrofortinos solemos sentir un profundo desasosiego y nos ensimismamos; y hay días en los que esa suerte de éxtasis comunitario alcanza tal hondura que el pueblo entero levita.

Mas retornando a la mañana en la que paseaba por la orilla del Mendo y oí aquel peculiar silbo azul nazareno, tengo que reconocer que, tras ese primer instante de asombro y fascinación, lo que de verdad sentí fue miedo. Mientras silbaba una melodía minimalista que reconocí de inmediato —era del compositor estonio Arvo Pärt—, el forastero se miraba con una fijeza imprudente en ese falso espejo que son las aguas del Mendo. Y digo forastero porque ningún castrofortino hubiera tenido la osadía de correr semejante riesgo. De hecho, fui testigo de cómo hasta las azulonas notas emitidas por sus labios se doblegaban ante el maleficio fluvial. Como ya he comentado, al principio las había visto ascender por una especie de pentagrama en espiral hacia la copa del camelio; pero luego aquella suerte de tirabuzón pautado sufrió un brusco quiebro de casi ciento ochenta grados y vi cómo las coloreadas notas musicales descendían por las pautas en busca de las aguas del Mendo. Y en cuanto aquel hálito sonoro se deslizó por la remansada superficie del río, azulearon los lomos de la caterva de lampreas que, justo en ese momento, se afanaban en mordisquear el reflejo en el agua de la silueta del forastero. Una imagen especular que, dicho sea de paso, era también de ese color por ir el susodicho vestido enteramente de azul.

Por suerte, reaccioné a tiempo y conseguí ponerle una mano sobre el hombro antes de que fuera demasiado tarde. En lugar de sobresaltarse con mi gesto, el desconocido giró la cabeza con suma parsimonia hacia donde yo me hallaba y, sin dejar de silbar, me miró con la misma fijeza con la que instantes antes había mirado su silueta reflejada en la superficie del Mendo. Noté entonces en mi rostro la etérea y triste caricia de aquellas notas azul penitencia y, como si fuera la quinceañera que ya no soy, me ruboricé. Debió darse cuenta de mi azoramiento pues, con una delicadeza también más propia de otra época, dejó de silbar. Luego, mientras me sonreía, lo vi hacerse a un lado en un tácito ofrecimiento de que también yo me sentase en el banco. Mi estado de arrobamiento era tal que acepté su invitación como si fuera un autómata. Pero estar cerca de un extraño en silencio siempre me ha resultado embarazoso, y también esa vez me lo resultó.

A fin de matar dos pájaros de un tiro, decidí hablarle de la llegada a Castroforte, siglos atrás, del cuerpo de Santa Lilaila en una barcaza custodiada por el regimiento de lampreas que desde entonces viven en el Mendo. Mi compañero de banco me escuchó sin despagar los labios: ni siquiera abandonó su mutismo cuando yo hice una pausa intencionada para darle la oportunidad de meter baza. Esa falta de colaboración hizo que me viese obligada a seguir hablándole de las lampreas, de su voracidad, del riesgo que entraña adentrase en esas aguas. Tras un gesto suyo de anuencia que en ese momento no supe cómo interpretar, surgió de su boca una ráfaga sonora de un azul oscuro muy intenso. Tuve así la certeza de que también su voz tenía el mismo color de penitencia que el de la niebla del río Mendo cuando anochece o cuando se espesa justo antes de que Castroforte levite. Distraída con el lado estético de aquel prodigio sinestésico, al pronto no fui consciente de que me estaba dando a entender que su presencia en aquella orilla no era un hecho fortuito; como tampoco lo era esa forma temeraria que tenía de mirar el agua. En realidad, estaba allí porque tenía la firme determinación de convertirse en parte de las emanaciones azuladas que exhalan las turbias aguas del Mendo.

Aunque resulte una expresión un tanto manida, diré que compartir aquel banco a la sombra del camelio fue el comienzo de una bonita amistad. No me hizo falta mi sexto sentido de fémina para darme cuenta de que mi compañero de asiento tenía la moral por los suelos. Intenté subírsela diciéndole que su glotis era prodigiosa. Y para dar mayor entidad a mi elogio, le dije que era profesora de canto y que jamás había tenido el placer de asistir a un fenómeno sinestésico de tal calibre. Como respuesta, primero me habló con nostalgia de la dulzura celeste de su voz infantil; luego con orgullo del azul intenso y luminoso que adquirió esta al crecer; y por último con pesadumbre de su color actual tan parejo al de las túnicas de los penitentes de la Semana Santa. Me confesó que desde hacía un tiempo escuchar su propia voz le provocaba desolación. Un buen amigo suyo, de profesión geógrafo, le había mencionado la existencia de aquella quinta provincia gallega, cuya capital, sita en la encrucijada de los ríos Mendo y Baralla, siempre estaba envuelta por la niebla; y le había hablado, además, de la creencia popular —muy arraigada, por cierto, puedo dar fe de ello— de que el hálito azul nazareno que exhala el cauce del Mendo es una expresión de duelo por todos los incautos bañistas devorados por las lampreas de sus aguas. Y justo porque acariciaba la idea de ser también él parte de esa macabra leyenda, había acudido a sus orillas.

Su anterior gesto de aquiescencia significaba, por tanto, que era ya conocedor de lo que yo me había empeñado en contarle con necia verborrea de cotorra. A partir de ese momento, fui yo quien se sumió en el mutismo más absoluto. Podría pretender que la única causa de mi silencio era el bochorno que me había ocasionado esa facundia inútil. Pero mentiría, porque el principal motivo de mi mudez no era otro que el deseo de sentirme de nuevo acariciada por aquel evanescente y melancólico azul nazareno que me había hecho enrojecer hasta la raíz del pelo. Creo que intuyó cuál era mi antojo y tuvo la generosa deferencia de complacerme. Esa vez me vi envuelta en un azul cuya tesitura fue cambiando conforme me hablaba de su infancia, de sus padres, de los abuelos que no conoció, de su pasión por el deporte, de su talante enamoradizo, de sus primeros sueños, de sus hijos, de sus renuncias, de su melomanía, de su amor a las pequeñas cosas, de su afición a jardinear, de su desapego de romero… O dicho de otra manera, me hizo partícipe a grandes rasgos de lo que él denominó «la biografía de un solitario siempre acompañado».

A esas alturas, tenía el rostro encendido y, sin embargo, lo último que deseaba es que se callase. Tuve suerte y, tras una breve pausa para tatarear de nuevo la misma melodía de Pärt —el tarareo fue en un azul algo más claro y luminoso que cuando la silbó—, retomó la palabra. Me dijo que vivía en una pequeña aldea de la vecina A Coruña, en una casa rural con un jardín-huerta al que dedicaba la mayor parte de su tiempo libre; y que usaba la tierra de su predio a modo de lienzo sobre el que iba recreando su ideal de belleza con la siembra de flores y hortalizas en lugares muy pensados, o con la poda de los árboles y los arbustos hasta darles un semblante que encajara con sus cánones estéticos. Mientras me describía esas faenas me mostró con orgullo sus manos encallecidas. Luego me habló del mucho tiempo que le llevaba tender la colada, de la gran cantidad de posiciones distintas en las que colocaba las prendas antes de conseguir que celestes, garzos, cerúleos, acianos, cobaltos o índigos formasen una combinación melodiosa. Este último pormenor me hizo concluir que el forastero era un melómano cuyas escalas mayores y menores siempre tenían como punto de partida el azul. Conclusión que me llevó, a su vez, a pensar que tenía ante mí el reto más bello y ambicioso de mi carrera.

Abstraída con estas ensoñaciones profesionales, me distraje unos segundos. Cuando volví a prestarle atención, me di cuenta de que el azul de su voz era ahora aún más sombrío. Decía que sus hijos ya habían volado del nido y que él estaba jubilado. Una situación ideal, según sus propias palabras, para dedicarse de pleno a sus aficiones, de no ser por aquella tremenda postración de ánimo que le había llevado a orillas del Mendo. Una historia confusa de la que solo pude sacar en claro que culpaba a una escritora que había alquilado la casa de su vecino. No fue consciente de su presencia hasta una tarde en la que se hallaba trabajando en uno de los bancales de las hortalizas y, al hacer una pausa, la vio tras los cristales de una ventana. Después de en esa primera ocasión, la había sorprendido observándolo otras muchas veces. Su talante ecuánime le llevó a concluir que, si ella espiaba sus actos, espiar los suyos era tanto un derecho como un deber; y actuó en consecuencia. Y aunque nunca se llegaron a dirigir la palabra, intercambiaron miradas tan a menudo que le cogieron gusto a esa mutua compañía silenciosa y a distancia.

Por más vueltas que le daba, no entendía que la presencia de una vecina fisgona le pudiera haber afectado de esa manera. La curiosidad me corroía y, sin embargo, mantuve un estoico mutismo que muy pronto dio su fruto. Con un azul cada vez más apagado, aquel buen hombre me contó que, justo en aquella época, había empezado a sentirse cada día más débil e indolente; lo cual propició, a su vez, que pasara más tiempo observando a la vecina en detrimento del buen hacer en su jardín-huerta. Por fortuna, la vecina se marchó pronto y él se pudo entregar de nuevo a sus labores de jardineo a tiempo completo. Pero algo había cambiado en su interior y ya nada volvió a ser como antes. Para más inri, una mañana encontró un libro en su buzón y, cuando lo hojeó, en la foto de la contraportada reconoció a la que unos meses atrás había alquilado la casa del vecino. Se titulaba «El hombre de la voz azul», y leerlo le había hecho consciente de lo mucho que se le había ensombrecido la voz con el paso de los años.

De que mi compañero de banco necesitaba ayuda no tenía la menor duda; y como me suele pasar en tales situaciones, me crecí. Para empezar, le propuse que dejara para más adelante lo del baño en el Mendo, ya que durante su charla había notado cambios muy prometedores en el registro de su voz: como ejemplo le puse el azul más claro con el que había tatareado la melodía de Arvo Pärt. Le dije, además, que mi oficio era precisamente educar las voces ajenas y que, si me concedía su beneplácito, estaba dispuesta a asumir el reto de hacerle recuperar hasta el celeste más prístino de la niñez. Nunca me había enfrentado a fenómenos sinestésicos y mi sentido de la honestidad me obligó a aclararle que se trataría de una docencia de carácter experimental y, por ende, totalmente gratuita. Vi que los ojos le brillaban con tanta ilusión que, por un instante, tuve miedo de haberme metido en un berenjenal del que no fuese capaz de salir airosa. Pero recordé lo placentera que había sido aquella primera caricia azul y me dije que merecía la pena correr el riesgo. Me imaginé, además, las paredes encaladas de mi casa llena de espirales pautadas y de grafías azules que trepaban por ellas de forma atropellada —un gatuperio de fusas y semifusas, de corcheas y semicorcheas, de blancas y negras musicalmente ingobernable, pero de innegable belleza pictórica—, y me relamí de gusto. Le dije, pues, que vivía en el entresuelo del número 2 de la Rua Traviesa, justo encima de Celso Peleteiro & Cía, una empresa de control de plagas muy conocida, por lo que no había pérdida posible. Quedamos en vernos allí a la mañana siguiente para iniciar el adiestramiento de su fonación.

De eso ya ha pasado un año y, en estos doce meses, el progreso de mi singular pupilo ha sido mayor del que yo me pude imaginar cuando esa mañana, a orillas del Mendo, me ofrecí a ser su profesora de canto. Todavía no he logrado que recupere el celeste genuino de la infancia, ni el azul cobalto de su etapa de plenitud. Pero hay momentos en los que el vibrato de sus cuerdas vocales se aproxima tanto al de un contratenor que las paredes de mi casa se convierten en una suerte de bóveda seráfica digna de la mejor puesta en escena de La Scala; y otros en los que da un azul de pecho tan limpio y tan intenso —propio de un gran tenor— que la caja de zapatos en la que vivo se metamorfosea de súbito en un trozo de Mar Mediterráneo. Con todo, mi registro favorito —el único que hace que el corazón me salte en el pecho como si fuese una rana de san Antón enjaulada— es el cálido azul nazareno de su actual voz de bajo.

Haber recuperado, en parte, el amplio abanico de azules que es capaz de emitir su prodigiosa glotis le ha devuelto una cierta jovialidad a su ánimo. He notado, por ejemplo, que cuando ahora me habla de su antigua vecina, en vez de con rencor, lo hace con agradecimiento: ha comprendido que su libro fue solo una suerte de espejo que le hizo ver cuánto se le había ensombrecido ese reflejo del alma que es la voz. Pero hay otro síntoma que me parece mucho más relevante y esperanzador. Me refiero a que, como los domingos no le doy clase de canto, nos citamos a orillas del Mendo. Mientras paseamos por la alameda de los camelios, nos gusta conversar de las pequeñas cosas que despiertan nuestro interés al paso. Hay, sin embargo, también momentos de silencio en los que con frecuencia él silba o tararea alguna melodía del compositor estonio. Yo me deleito, entonces, viendo cómo las notas musicales se deslizan por las volutas pautadas que nacen de su boca: pueden ser grafías de un azul más o menos intenso, o de un azul más o menos alegre, pero lo que ya nunca cambia es que ahora, en lugar de descender hacia las siniestras aguas del Mendo, siempre trepan por las pautas como si fueran hojas de hiedra en busca de las copas de los camelios.


Banco y camelios a orillas del Mendo.jpg


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

¡Buenos y calurosos días, Cata!

Hace unas semanas quise hablarte de los metrosideros, árboles que, cuando están floridos, me parecen muy bellos, con el fuerte contraste entre el verde discreto de las hojas y el rojo llamativo de sus flores. Y saqué esta foto que no te colgué por falta de cobertura en condiciones.

Esta especie arbórea es de la misma familia que el mirto o arrayán. Parecido que queda muy patente cuando se contemplan sus flores en detalle (aunque las del mirto son de blancas).

Metrosideros.jpg


Después de hacer la foto, me acerqué al Parque Genovés para hacerle otra al ejemplar de mayor tamaño que tenemos en Cádiz y que representó mi primera vez con esta especie. Con posterioridad, se ha puesto de moda sembrarlos en las calles gaditanas y los de mi propia calle son todos ellos árboles de hierro. El nombre científico deriva de las palabras griegas "metra" que significa "duramen o corazón" y "sideron" que significa "hierro", en alusión a su madera muy dura e imagino que también al color ferruginoso de sus raíces adventicias. Y el nombre vulgar debe hacer alusión a lo mismo.

Era por la mañana temprano y, como no había mucha luz, este fue el resultado. Las farolas, que son de buen tamaño, para que te sirvan de referencia del gran porte de este veterano ejemplar; puedes ver, además, el color rojizo ferruginoso de lase que le cuelgan a modo de melena..

Metrosideros parque.jpg


Días después te comenté que habían quemado una edificación en la que dormían varios sin techo. Al pronto no caí en la cuenta de que el árbol cuya copa se había quemado parcialmente era justo la de ese enorme ejemplar de metrosideros. :? Antes de darte la mala noticia, volví a entrar en el parque para asegurarme.

Me resulta curioso cómo cuando algo llama tu atención a partir de ese momento suceden cosas alrededor de ello. :dragon:

Matrosideros quemado.jpg


PD: se me ha olvidado comentarte que te colgué otra pamplina sobre el mismo protagonista de la que llamé Una voz azul nazareno, pero unos años después, cuando ya está jubilado. Y me he dado el gusto de que la protagonista femenina, la profesora de canto, sea vecina de don Celso Peleteiro, el que nos mandó a Claudia la gallina de Guinea, al gallinero para terminar con la plaga de las gallinas del país. :D
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

:dragon: Me han dicho, Cata, que en la Playita de las Mujeres, de las que tantos atardeceres te he dejado aqui imágenes, ha habido hoy un apuñalamiento.

He visto un video donde compañeros de Catulo (espero que no estuviera él en ese turno) sacaban al herido en camilla.

¡Con lo tranquila que suele ser! Será culpa del calor que nos tiene el cerebro reblandecido...


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Esta mañana, Cata, he salido a pasear ya conformada desde casa.

Conformada a que, como hoy era domingo, ni la Muralla de san Carlos ni la Punta de san Felipe fueran hoy transitables.

Conformada a que una marabunta humana se encontrase bebiendo y gritando en ellas.

Pero he salido de casa y, al doblar la esquina, he notado un silencio extraño. He subido por la escalinata sin querer hacerme ilusiones y, cuando he llegado arriba, me he encontrado con la grata sorpresa de que no había moros en la costa.

Aunque había restos que delataban su presencia en otro momento, parece que la autoridad competente ha tenido más éxito esta madrugada y ha logrado dispersarlos.

Una pequeña sorpresa que ha hecho que hoy haya disfrutado el paseo más, si cabe, y que ahora esté de un excelente humor.

Te dejo aquí la salida del sol con las montañas de la sierra (en la ladera de una de ellas está Benaocaz) en el horizonte. Y el posadero del cormorán que hoy estaba más emergido. (sigo sin saber qué era eso).


Salida de sol con la sierra al fondo.jpg

Posadero del cormorán fenicio.jpg
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Hola.

Interesante el metrosidero y las raíces adventicias que parecen oxidadas, una triste coincidencia que se haya quemado en parte o eso parce al menos, por aquí ya han vuelto las vacas mujiendo y muy hambrientas-

:hola:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió: 03 Ago 2020 00:36 Hola.

Interesante el metrosidero y las raíces adventicias que parecen oxidadas, una triste coincidencia que se haya quemado en parte o eso parce al menos, por aquí ya han vuelto las vacas mujiendo y muy hambrientas-

:hola:
Sí, si, Hexa, se ha quemado solo en parte y seguro que seguirá vivo, pero es una pena que se le cree una calva en su frondosa copa. Por cierto, bajo el metrosideros florido que he puesto primero había el otro día instalado un sin techo comiéndose su almuerzo. Pese a que hacía bastante calor, a su sombra siempre hay unos grados menos. Un buen comedor si no fuera porque le pasa por el lado bastante tráfico. :batman: Curiosamente, ese sin techo no parece regular bien la temperatura pues suele llevar una abrigada chaqueta o un abrigo, incluso, en verano. No sé si es el frío o que usa su propio cuerpo como percha por no tener armario en el que colgar su escasa ropa.

Me alegro que hayan aparecido las vacas y que tu paisaje serreño, dentro de lo que cabe, vuelva a la normalidad veraniega. :wink:

Aquí te dejo de regalo unas florecillas de metrosideros por ese cumpleaños en plena pandemia, pero que no quieres que celebremos en el bujío.
Imagen


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Gracias por las flores tan bellas, pero por cierto mi cumpleaños no cae por estas fechas. :hombros:

Cuando tengas la infraestructura apaña te indicare unos vídeos que hay en el canal Arte sobre jardines que son una maravilla autentica, desde Madeira a Japón pasando por Inglaterra, Francia e Italia and EEUU desde los estilos mas clásicos a los jardines mas personales.

Nunca habría pensado en que existieran los jardines del Edén pero ahí están y por supuesto se pueden visitar pero ahora mismo como que mejor no.

:hola:

PD tarde o temprano todos cumpliremos años en Covid. :wink:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió: 03 Ago 2020 18:13 Cuando tengas la infraestructura apaña
Desde el sábado tengo móvil apañado, pero lo otro no sera hasta septiembre. Ya te avissré, cuando ocurra. :wink:
hexagono69 escribió: 03 Ago 2020 18:13 PD tarde o temprano todos cumpliremos años en Covid.
Es lo mejor que le puede ocurrir a uno. Quien no lo haga, malísimsa señal en estos tiempos de pandemia :batman:.
*****

Cata, esta mañana he asistido a un bonito paso de testigo: por Poniente, la luna poniéndose; por Levante, el sol levantándose. Pálida y discreta, la una; intenso y llamativo, el otro.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 04 Ago 2020 18:47... esta mañana he asistido a un bonito paso de testigo: por Poniente, la luna poniéndose; por Levante, el sol levantándose. Pálida y discreta, la una; intenso y llamativo, el otro.
Dos amantes que se entienden desde tiempos inmemoriales pero que no acaban de consumar sus amores. Una historia que ha dado y dará mucha poesía.
Recuento 2024
Ayer: Cañas al viento. Grazia Deledda
Grito nocturno. Borja González
Hoy: Los asesinos del emperador. Santiago Posteguillo
Hoy es un buen día para morir. Colo
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 05 Ago 2020 09:37
jilguero escribió: 04 Ago 2020 18:47... esta mañana he asistido a un bonito paso de testigo: por Poniente, la luna poniéndose; por Levante, el sol levantándose. Pálida y discreta, la una; intenso y llamativo, el otro.
Dos amantes que se entienden desde tiempos inmemoriales pero que no acaban de consumar sus amores. Una historia que ha dado y dará mucha poesía.
Con el morbo añadido de que la recatada luna siempre mantiene oculta una de sus caras. Aunque vete tú a saber, si cuando andamos descuidados, no le muestra a Lorenzo sus entretelas mejor guardadas.


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hexagono69
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Que me he enterao que jilguero también ha cumplido años recientemente, que si queréis saber cuando. :cunao:

:adios:
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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió: 05 Ago 2020 20:14 Que me he enterao que jilguero también ha cumplido años recientemente, que si queréis saber cuando. :cunao:

:adios:
Según he visto en su perfil, Jilguero nació el 5 de abril de 2010. Digo yo que en un jilguerito eso debe equivalente a ser centenario :D.

¡Qué barbaridad: diez años ya en el foro!


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Gavalia
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gavalia »

A por otros diez 8)
En paz descanses, amigo.
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Megan
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Megan »

Por muchos años más, pajarillo lindo :60: :60: :60:
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