El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »



La noche en que vi llorar a mi reina



Doña Juana la Loca.jpg
Cuando supo que era de féminas la comunidad, inmediatamente ordenó que trasladasen el féretro de allí...
(Pedro Mártir de Anglería, Epistolario)



De los amargos recuerdos de aquel terrible periodo de hambruna y peste, el del doliente rostro de mi reina, a la débil luz de las hachas, es el más conmovedor de todos. Porque yo, Beatriz Alfonsa, primogénita de Guzmán de Baltanás, uno de los principales de Palencia, hallándome a la sazón acogida en el convento de religiosas que, entre Torquemada y Hornillos del Cerrato, se levanta en mitad de la campiña, tuve el privilegio de, en una oscura y ventosa noche de abril, formar parte del cortejo fúnebre que velaba el cuerpo embalsamado del difunto rey consorte. Y si ahora, unos días después de conocer la noticia de la muerte de mi soberana, rompo este largo silencio, no lo hago movida por la inmodestia, pretendiendo conseguir un vano lugar en la Historia, sino para dar testimonio de que mi reina, Juana de Castilla, no estaba loca.

Vivir en aquellos años de comienzos del nuevo siglo no era tarea fácil, ni siquiera para la familia acomodada a la que yo pertenecía. Tras varios años de escasas cosechas, las lluvias torrenciales de 1505 arruinaron los ya casi granados campos de trigo y, como las desgracias nunca vienen solas, fue tal la sequía del siguiente año que la hambruna arrasó los pueblos de las dos mesetas. Vagaban, pues, los castellanos de unas tierras a otras, cargando con sus hijos más pequeños a cuestas, en busca de una hogaza de pan con la que adormecer el hambre. Y cada día llamaban a nuestra puerta tal cantidad de indigentes en busca de alimento que mi padre, hombre bondadoso donde los hubiese, a sabiendas de que sus reservas apenas si alcanzaban ya para alimentar a los de casa ―hijos, criados, cabalgaduras y perros―, cerró a cal y canto el portón principal y aleccionó a la servidumbre para que bajo ninguna excusa fuera abierto a los extraños.

Pero los infortunios nunca vienen solos y el hambre llegó seguida de su inseparable compañera: ¡la peste! Una terrible plaga que se extendió por la Meseta y Andalucía y, sin hacer distingo en función de la edad, sexo o clase social, sembró los caminos y barbechos de cuerpos insepultos. Y el miedo al contagio se extendió de tal manera que solo las bestias carroñeras osaban acercarse a los cadáveres; y los vivos no solo huían ya de los muertos, sino también de los otros supervivientes por si acaso estuvieran ya enfermos. Por mi parte, incapaz de asistir impávida a semejante tragedia, tratando de emular la generosa conducta que otrora ―mientras estuvo viva― viera adoptar a mi madre para con los más necesitados, con una temeridad no premeditada, comencé a salir a la calle por la puerta falsa. Llena de cordura, mas también de egoísmo y cobardía, la servidumbre alertó a mi padre de mis escapadas; y temiendo él no sólo por mi salud, sino también por la del resto de mis hermanos, decidió recluirme en el convento de religiosas que se elevaba solitario en mitad de la llanura que hay entre Torquemada y Hornillos del Cerrato.

Pero antes de mi reclusión, coincidiendo con el comienzo del invierno y con el peor momento de la hambruna, en diciembre de 1506 Juana de Castilla decidió desenterrar a su amado esposo. Tan inmenso era su dolor que, no pudiendo hacerlo ella misma, hubo de pedirle a los principales allí reunidos que fuesen ellos quienes se ocuparan de reconocer el cuerpo del finado. Hecho el reconocimiento, ordenó colocar el cadáver en una caja de plomo, que fue introducida, a su vez, en otra de madera; y esta última, envuelta con un suntuoso ornato de seda negra con bordados de oro. Al caer de la tarde, acomodaron el catafalco en un carruaje que, tirado por cuatro recios caballos frisones y escoltado por notables flamencos y castellanos ― fieles a él los primeros, a ella los segundos―, además de por una turba de clérigos entonando lúgubres rezos, abandonó la Cartuja de Miraflores. Se iniciaba así el largo peregrinaje hacia la ciudad en la que el fallecido deseaba dormir el sueño eterno, Granada; ciudad a la que, sin embargo, nunca llegaría.

En aquel aciago fin de año, un amigo de mi padre, y testigo presencial, nos contó que recorrer las ocho leguas y media que separan Burgos de Torquemada les había llevado cuatro luengas jornadas, que se prolongaron desde el caer de la tarde hasta que, ya de madrugada, con el canto de los gallos la comitiva se detenía. Y era tal la suntuosidad de sus miembros, y tan desacostumbrado el acontecimiento, que el paso del fúnebre cortejo hacía que los más plebeyos se olvidaran de la hambruna y del pavor al contagio, y se arremolinasen a lo largo de los caminos para no perderse el espectáculo. Y nos contó también que, durante aquellas interminables cuatro noches, pese a estar ella ―mi reina, Juana de Castilla, la única que como a tal he reconocido en toda mi vida― en un estado tan avanzado de gestación que apenas si podía caminar, una vez se detenía el cortejo y las enormes hachas eran dispuestas en torno al cuerpo, velaba el catafalco durante horas, permaneciendo junto a él en pie y sin dar muestras de cansancio. Pero la naturaleza se impuso al cabo y se hubieron de detener en Torquemada para evitar que la soberana diera a luz en mitad del campo. Fue, pues, en esa noble villa donde, en un gélido catorce de enero, tuvo lugar el único acontecimiento feliz de aquel macabro peregrinaje: el nacimiento de Catalina, la hija póstuma del rey consorte.

Y justo unos días después de que la buena nueva se extendiera por Castilla y todos, sin distinción de clases ni de municipalidades, acogiéramos con contenido júbilo ―el rigor del invierno, la hambruna y la enfermedad no nos permitía mayor agasajo― la noticia de que había sido una niña y que madre e hija se encontraban en perfecto estado, decidió mi padre internarme con las hermanas. Durante unos meses no tuve ninguna noticia más del fantasmagórico cortejo; de ahí que fuese tan grande mi sorpresa cuando inopinadamente gocé del privilegio de acompañar en su duelo a mi reina. Mas como no deseo extenderme demasiado, ni otorgarme un protagonismo que no me corresponde refiriéndoles irrelevantes detalles de mi estancia en el convento, paso sin más ambages a narrarles lo acontecido en aquella memorable noche.

Por si las adversidades eran pocas, en aquel durísimo año de 1507, la primavera entró tan perezosa que estaba abril a punto de acabarse y el tiempo continuaba siendo frío y ventoso. La jornada tocaba a su fin y, justo cuando religiosas y acogidas ―la mayoría viudas o hijas de notables― nos disponíamos a retirarnos a los aposentos privados, llegó un doncel a caballo solicitando entrevistarse con la priora. Un hecho inusitado que despertó nuestra curiosidad y nos volvió remolonas a la hora de abandonar el claustro y demás zonas comunales. Una falta de diligencia de mi parte que terminaría siendo recompensada en cuanto terminó la corta visita del mensajero y la responsable del convento, notoriamente excitada por el honor que le había caído en suerte a la comunidad, se aproximó al pequeño grupo de rezagadas. Nos examinó de pies a cabeza y, dando muestras de satisfacción ―todavía andábamos ataviadas con la vestimenta de día―, nos solicitó que tuviéramos a bien permanecer levantadas y prestas a constituir, en cualquier momento, el comité de recepción del cortejo fúnebre.

Fue así como me enteré de que Doña Juana de Castilla, mi única reina y señora, tras recuperarse del parto y dejar a su nueva hija en buenas manos, había reanudado su agotador peregrinaje hacia Granada con el único propósito de cumplir la voluntad del finado. Debido al mal tiempo reinante, al saber que se hallaba cerca de nuestro convento, lo había escogido como punto final de aquella aciaga jornada. La cabecera de la escolta se hallaba ya a poco más de media legua; pero según el mensajero el ritmo de avance estaba siendo irregular y la hora exacta de la llegada era incierta. Aprovechando la ocasión que me brindaba ese contratiempo, convencí a la priora de la necesidad de que alguien montase guardia en la torre de poniente. Y con una sagacidad que no me conocía, me las arreglé para ser yo la elegida.

Fue, pues, así como yo, Beatriz Alfonsa, primogénita de Guzmán de Baltanás, aguantando con estoicismo las gélidas rachas de viento que la oscuridad había traído consigo, desde mi puesto de vigilancia divisé en lontananza la vacilante luz de las hachas; y con una ingenuidad que solo mi juventud e inexperiencia pueden justificar, al ver aquel tenue resplandor me dije que aquella iba a ser una de las noches más inolvidables y felices de mi vida. Ciertamente fue ―y lo seguirá siendo mientras yo esté viva― una noche inolvidable, pero no es menos cierto que su recuerdo, todavía hoy, casi cincuenta años más tarde, me conmueve hasta las lágrimas. Y lo que más lamento es que las lágrimas, que tan fácilmente brotan ahora de mis ojos con sólo bajar los párpados y volver la mirada hacia aquella memorable noche, no lo hicieran entonces… No lo hicieran al contemplar el rostro doliente de mi reina, a la trémula luz de las hachas, en aquella oscura y ventosa noche de finales de abril de 1507: la noche en la que tuve el privilegio de conocer a Juana de Castilla, mi reina, la única a la que como tal he reconocido durante toda mi vida.

*****


Y de todas las vergonzosas y siempre mezquinas cobardías de mi vida, la de haber guardado silencio hasta cuando ya es demasiado tarde ―ella, mi única soberana, al fin descansa en paz― es de la que más culpable me siento. Durante todos estos años de pávido mutismo, de haber sido yo la valiente súbdita que ella se merecía, no habría debido dudar en dar un paso al frente para proclamar, a los cuatro vientos, la verdad oculta bajo el comportamiento aparentemente disparatado de mi soberana en aquella ya lejana noche de vigilia, rezos y confidencias. Porque no me cabe la menor duda de que, si yo hubiera tenido el arrojo suficiente para hacer público mi testimonio, poniendo en evidencia la maliciosa falsedad con la que fueron interpretados sus actos, la calumniosa leyenda que de ellos y de los acontecidos en posteriores jornadas coligieron quienes mal la querían, se habría desvanecido como la niebla; pues, estoy convencida de que, tras mi gesto de valentía, otras muchas súbditas ―únicamente el corazón de una mujer sabe comprender esta clase de razones― habrían seguido mi ejemplo, dando a conocer los cuerdos motivos que, sin ninguna duda, también existieron en los demás extraños comportamientos de mi reina.

Mas volviendo al instante en el que, encaramada a la torre de Poniente, trémulos los labios bajo las gélidas rachas de viento, divisé en lontananza las también trémulas luces de los hachones del fúnebre cortejo, debo confesarles que no fue tristeza, sino más bien un inconsciente alborozo, lo que yo sentí. Bajé de la torre con la mayor rapidez posible, arremangándome los engorrosos ropajes con una impudicia impropia de mi clase. Algo que, dadas las circunstancias, incluso a nuestra estricta abadesa pareció pasarle desapercibido, ya que sin hacerme ningún reproche se aprestó a recordarnos, a todas las elegidas por el azar, la sumisión y el respeto con los que habríamos de comportarnos en presencia de la soberana.

Mientras tanto, en el interior del templo, las imágenes habían sido ataviadas con sus ropajes más oscuros y los bancos apartados convenientemente para dejar un amplio pasillo central, por el que se esperaba avanzase el cortejo hasta el altar. Todo estaba, pues, ya dispuesto para montar, por el tiempo que su majestad dispusiera, la capilla ardiente en honor del difunto rey consorte. Hubimos de aguardar aún treinta minutos ―a mí se me hicieron interminables― hasta que la cabecera del cortejo hizo su entrada en el patio porticado del convento. Yo esperaba que lo atravesasen por su parte media para encaminarse directamente hacia el oratorio. Pero, tal como comprendería de inmediato, buscando dar cabida al resto de participantes, los cabeza de fila dieron un bien calibrado rodeo, de manera que, cuando el estandarte real estaba a punto de entrar en la capilla, hizo su aparición el suntuoso carruaje precedido por cuatro caballos frisones, de elegante porte y brillante pelaje, además de pomposamente enjaezados para la ocasión y con los robustos cascos teñidos de negro azabache. A pesar de ser sobre quienes recaía el trabajo más duro, ellos eran los únicos miembros del cortejo que no parecían hallarse extenuados. De hecho, con su llegada el brioso golpeteo de sus cascos sobre los adoquines del patio se impuso a la lastimera salmodia de los clérigos, haciendo que la escena adquiriera una extraña impronta de vitalidad. Una impronta sin duda extemporánea en aquella coyuntura, pero muy adecuada a la naturaleza regia del cortejo.

A escasos pasos del carruaje y en compañía de su dueña de mayor confianza, caminaba Juana de Castilla vestida con una sencillez extrema en medio del suntuoso boato. Su rostro, severo y demacrado, evidenciaba al mismo tiempo la intensidad de su dolor y la serenidad de quien se sabe cumpliendo con su deber. Y mantenía alzada la cabeza con tal gallardía, su porte era de tal elegancia y sus cortos pasos tan majestuosos que, incluso sin haber estado sobre aviso, yo habría sabido que aquella joven señora no era solo una grande más de Castilla. Conocedora de que se debía a su destino y de que su vida estaba sujeta a mayor empeño que el que correspondía a cualquier otra persona, luchaba por superar pronto aquel trance para que su pensamiento volviera a ocuparse ante todo del bienestar de sus súbditos. Mas no solo debía sobreponerse al dolor que le producía la inesperada muerte de su joven y amado esposo, sino también al hecho de hallarse separada de la mayor parte de sus hijos. Y es que, por oscuras razones, había tenido que dejar en Flandes a sus hijos mayores y, cuando regresara de aquel peregrinaje, en Burgos solo le estarían aguardando lo dos menores: el Infante Fernando y, sobre todo, su única alegría en ese tiempo tan aciago, la pequeña Catalina.

Y de repente, justo cuando los palafreneros se disponían a desenganchar los caballos del carruaje, ocurrió aquel extraño suceso del que, con posterioridad, quienes mal la querían, se habrían de valer para construir la maliciosa leyenda de que la reina había perdido el juicio y por eso había huido del convento por el simple hecho de que fuese de féminas. Aunque debo confesar que también yo, en un primer momento, aquel arrebato de ira sin ninguna razón aparente que justificara semejante pérdida de compostura me llevó a pensar lo mismo. Pero a lo largo de aquella memorable noche, escuché furtivamente las confidencias que ella le hacía a Doña Elvira, su dueña de mayor confianza; y en cuanto tuve conocimiento del verdadero motivo por el que había ordenado sacar del convento el cadáver de su mujeriego esposo, dejé ipso facto de dudar de su cordura. Cierto es también que, debido a mi juventud e inexperiencia, no sería hasta pasados los años ―después de que también yo sufriera la deslealtad de quien hasta entonces había creído mi fiel esposo―, que pude comprender de verdad cuánto duele la traición de quien más amas, y hasta qué punto nadie tiene derecho de exigirle a una mujer, ni siquiera cuando esta sea una reina, que pase la noche bajo el mismo techo que la última compañera de felonía de su cónyuge.

Una vez los animales de tiro estuvieron de nuevo enganchados, todavía fuera de sí, y rehuyendo en todo momento levantar la vista para no volver a ver a aquella desvergonzada morisca ―qué menos que haberse ocultado en su celda durante la regia visita―, Juana de Castilla dio la orden de que el cortejo fúnebre abandonara el convento. La superiora asistió perpleja a aquel repentino cambio de planes y, deseosa de conocer la razón que había desencadenado la ira de la soberana, le solicitó audiencia. Aunque no le fue denegada, si hubo de aguardar para ser recibida a que el catafalco estuviese instalado a cielo raso: en mitad del polvoriento baldío que había a la espalda del convento. Y según supe más tarde, en la breve entrevista mantenida entre ambas, la soberana no le dio a la abadesa justificación alguna de su estrafalaria conducta. A esas alturas, la reina era consciente de que todos los ojos estaban ya puestos en ella y que su inexplicable arrebato de ira daría pábulo a los rumores que sobre su locura ya corrían por Castilla. Y sin embargo, ya fuera por un pudor innecesario ―que el fallecido había sido un mujeriego impenitente era vox pópuli― o por mera reafirmación de su soberanía ―los monarcas no tienen por qué dar explicaciones de sus actos―, optó por guardar silencio. Aunque comprendiendo la afrenta que, para aquella otra responsable, podía representar el rechazo de su hospitalidad, a modo de reparación, autorizó a que su dueña de confianza seleccionara a algunas de las acogidas para que fuesen partícipes del velatorio. Y yo, Beatriz Alfonsa de Baltanás, no sin gran insistencia de mi parte, tuve al cabo la dicha de ser una de las elegidas. Gocé, por ello, del gran privilegio de pasar unas horas a escasos metros de mi reina y, de paso, escuchar las íntimas confidencias que, durante aquella oscura y ventosa noche de vigilia, ella le hizo a Doña Elvira.

Sentada a escasos metros de la reina, al calor del fuego que para ella había sido encendido a sus espaldas, con una indiscreción imperdonable, descubrí el profundo dolor que guardaba en su corazón y la pavorosa amenaza que la tenía atada de pies y manos. Escuché como le decía a Doña Elvira que, una vez desaparecida la reina Isabel, nadie podía detener ya la desmedida ambición de poder de su padre. Las diferencias entre yerno y suegro fueron manifiestas desde el primer día, incluso antes de que el joven matrimonio hubiera regresado de los Países Bajos. En un primer momento, pensó que eran fruto de un exceso de celo protector de su padre en su favor, por miedo a que un extranjero le arrebatara a ella, la verdadera heredera, el poder que le correspondía. Pero después de su nuevo matrimonio con Germana, las intenciones del soberano de Aragón dejaron de parecerle tan bienintencionadas. La repentina muerte de Felipe había sorprendido a todos, mas no a ella. Sus hijos seguían en Flandes y, hasta que su legítimo heredero, el príncipe Carlos, creciera, no se podía permitir entrar en conflicto con la nueva pareja oponiéndose a su ambición, y menos aun a la de su camarilla de confianza. Tenía miedo de que, si ella optaba por la cordura, a esa muerte súbita y enigmática no le siguiesen otras. Ese era su gran dilema: dejar que todos la tuvieran por loca o correr el riesgo de convertirse en eventual verdugo de sus hijos.

Y sería también así, golpeando los leños del fuego, velando porque sus desbocadas llamas no prendieran en los ropajes de mi reina ―en toda la noche no cesó de soplar aquel viento gélido y racheado que me había aterido durante mi espera en el torreón―, que me enteré de la razón por la que, a su vuelta de Flandes, en lugar de la alegre adolescente que partió de Castilla, regresó una mujer abatida, con un jirón de tinieblas en la cabeza y el alma profundamente turbada. Desde el primer encuentro en tierra flamenca, ya con la primera mirada que le dedicó el sudoroso pretendiente ―regresaba de una caza― se encendió de tal manera su deseo que se sintió incapaz de aguardar al día fijado para la ceremonia y exigió que buscaran urgentemente a un sacerdote. Se casaron horas más tarde y esa misma noche consumaron el matrimonio. Nunca antes había conocido varón y en los brazos de Felipe descubrió esa suerte de gozo extremo, de cielo adelantado, que significa amar y sentirse amada a un mismo tiempo. Fue él quien le enseñó a ser ardiente, a entregarse al deseo sin reparo ni pudor; y sería también él quien, en cuanto la supo tierra conquistada y su cuerpo dejó de resultarle novedoso, empezó a reprocharle que, siendo mujer y madre, se entregase al placer con tanta desinhibición y fogosidad. Aun más, a partir de cierto momento, ya sólo sería al calor de los ascensos ―al ser ella nombrada princesa de Asturias y luego reina de Castilla― que él descubriría el atractivo de su esposa y acudiría con ardor a su lecho.

Mas regresando a aquella oscura y fría noche de abril en la que tuve el privilegio de acompañar a mi reina en su dolor, no sería hasta bien avanzada la madrugada, justo un rato antes de que se escucharan los primeros cantos de los gallos, que le oí decirle a su dueña, con una lucidez fuera de toda duda, que tal vez tuvieran razón los que afirmaban que ella estaba loca, puesto que amar a un ser tan despreciable como Felipe probablemente debía ser una cierta suerte de locura. Aunque inicialmente no había deseado desposarse con aquel hombre, después de que este le descubriera ese otro mundo, sensual, placentero, desmedido, ella se había olvidado de los intereses de ambas familias reales y la unión había dejado de ser un mero matrimonio de conveniencia. Desde la primera vez que Felipe la abrazó, su único deseo había sido convertirse en su verdadera mujer, su cómplice, su amante, su todo. No quería, pues, que buscase en otras lo que ella podía darle y, a sabiendas de que era un mujeriego empedernido, tuvo buen cuidado de escoger sus damas entre las más feas. Una precaución que había al cabo resultado vana.

«Quien no cela no ama y quien no ama no puede estar cuerdo», fueron sus últimas palabras antes de ponerse en pie, aproximarse al ataúd y, mientras el gélido viento parecía que le iba a arrancar la toca y a cristalizarle las lágrimas, con el rostro más doliente que yo haya nunca visto, mas también con una serenidad extrema e inopinada en la persona que horas antes gritaba órdenes como una posesa, la soberana contravino la costumbre de solo avanzar de noche y dio la orden de que el cortejo fúnebre se pusiera de nuevo en marcha.

*****


Ahora, una vez que he aligerado un poco mi conciencia ―mas no mi sentimiento de culpa― haciendo público mi testimonio para que la verdad se sepa, no me queda ya mayor consuelo que el de saber que yo, la primogénita de Guzmán de Baltanás, soy ya la única que sufre. Porque mi señora, la cautiva de Tordesillas, después de morir tal como siempre ha vivido desde la muerte de su madre, sola, sin una verdadera mano amiga a la que aferrarse durante tan duro tránsito, por fin ha escapado de la encubierta prisión en la que se hallaba, y transita ya por ese otro reino en el que al cabo se le hará justicia.

Porque yo, su indigna y cobarde súbdita, tengo la certeza ―tanto como de que me llamo Beatriz Alfonsa y de que nací en Palencia justo diez años después de que ella lo hiciera en Toledo― de que mi reina, la única a la que como tal he reconocido desde el día en que la vi llorar a las luz de las hachas, se encuentra ya descansando en ese otro mundo donde no será soberana de Castilla y León, ni de Navarra, ni de Aragón, ni de Granada y demás reinos de España, ni tampoco de las dos Sicilias y restantes territorios de allende los mares, pero en el que nadie, ni siquiera el más pérfido o el más ignaro de sus habitantes, dudará jamás de su cordura.

(Beatriz Alfonsa de Baltanás, Palencia, 1 de mayo de 1555)


La cautiva de Tordesillas con la pequeña Catalina.jpg
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Última edición por jilguero el 05 Ene 2021 15:26, editado 7 veces en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió:Si claro lo acababa de poner en el otro hilo.--

"Permitirme un egotrip por si alguien tiene curiosidad ese de las gafas soy yo, menos mal que no me dejaron hablar".



https://videos.cervantes.es/legado-de-manuel-alexandre/


:cunao: :wink:
Anda, Cata, ya le has puesto cara al hombre de los mil avatares.

Hexa, ¡qué bueno el video! :cunao:
¿Quién era ella?


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Era Yvonne Blake, presidenta de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas, que precisamente hizo los figurines o trajes para
Fahrenheit 451 y muchas más, era muy simpática ya falleció y con mucha paciencia porque le estuve dando la lata con que me llevaba mal con manolo que si discutimos etc .... :oops:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió:Era Yvonne Blake, presidenta de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas, que precisamente hizo los figurines o trajes para
Fahrenheit 451 y muchas más, era muy simpática ya falleció y con mucha paciencia porque le estuve dando la lata con que me llevaba mal con manolo que si discutimos etc .... :oops:

Mítica película fetiche sin duda para mi. :hola:
Pero ha debidoo morir hacer poco, ¿,no?, porque el vídeo dice que es de diciembre de 2017.



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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Si no recuerdo bien pero hace poco; nos vamos a ver a mi suegra y tomar el roscón ya tiene 99 años y se recuperó de la fractura, lo que peor tiene es la chola.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió:Si no recuerdo bien pero hace poco; nos vamos a ver a mi suegra y tomar el roscón ya tiene 99 años y se recuperó de la fractura, lo que peor tiene es la chola.
Hombre, Susana. Pues que lo paséis bien.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Buscando información sobre Carmen Bastián, me he encontrado este artículo:

https://www.diariodealmeria.et/opinion/ ... 78767.html

Dice al final: El cuadro destila una rudeza tan ibérica -tan goyesca- que apabulla. Revela una sexualidad bestial, animal, capaz de espantar a todo puritanismo, incluido el tan ingenuo feminista-hembrista de hoy..

¡Qué exageración! Con razón, Cata, tenemos los andaluces fama de exagerados. Muy pudorosa no era la gitanilla pero tampoco es para ponerle esos calificativos a la escena. Igual tiene que ver con el coco de quien mira el cuadro :roll: .

Aquí ya más vestidita, para que no digan esas cosas de la muchacha :D
Bohemia bailando en un jardin.jpg


Y resulta evidente que no soy nada original a al hora de elegir los cuadros inspiradores de textos.
Me pasó con el jilguero de Fabritius y ahora con este :D.

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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió:¡Qué exageración! Con razón, Cata, tenemos los andaluces fama de exagerados. Muy pudorosa no era la gitanilla pero tampoco es para ponerle esos calificativos a la escena.
Te doy toda la razón en cuanto a la exageración. Que se vea el sexo de la gitana y que ésta dibuje una sonrisa pícara no tiene nada que ver con la sexualidad, si consideramos ésta como el conjunto de fenómenos emocionales, de conducta y de prácticas asociadas a la búsqueda de emoción sexual.

No estoy tan de acuerdo en lo de poco pudorosa. Si tenemos en cuenta que se dice que Mariano y Carmen eran amantes, el pudor que podría mostrar la gitanilla al desnudarse ante su amante sería nulo. Además quiero creer que el cuadro estaría destinado a quedar en propiedad del pintor o de su modelo, y no a ser expuesto o vendido. Pero no lo sé.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió:
jilguero escribió:¡Qué exageración! Con razón, Cata, tenemos los andaluces fama de exagerados. Muy pudorosa no era la gitanilla pero tampoco es para ponerle esos calificativos a la escena.
Te doy toda la razón en cuanto a la exageración. Que se vea el sexo de la gitana y que ésta dibuje una sonrisa pícara no tiene nada que ver con la sexualidad, si consideramos ésta como el conjunto de fenómenos emocionales, de conducta y de prácticas asociadas a la búsqueda de emoción sexual.

No estoy tan de acuerdo en lo de poco pudorosa. Si tenemos en cuenta que se dice que Mariano y Carmen eran amantes, el pudor que podría mostrar la gitanilla al desnudarse ante su amante sería nulo. Además quiero creer que el cuadro estaría destinado a quedar en propiedad del pintor o de su modelo, y no a ser expuesto o vendido. Pero no lo sé.
Por lo que me he podido enterar, el pintor murió tres años después y el cuadro estuvo en poder de la familia bastante tiempo. He leído por ahí que, además de posar, Carmen pasó a ser una especie de protegida/criada de la familia. Igual a la esposa del pintor, Cecilia Madrazo, pese a ser hija y nieta de pintores, igual no le hizo gracia el cuadro. En ese sentido, en otro lado dice que el cuadro lo encontró, muerto el pintor, un amigo suyo de apellido Ferrándiz: Ferrándiz medió como pudo en el espinoso asunto de aquel desnudo indecoroso, que desconocía y que hubiera preferido no encontrar. Cecilia de Madrazo, primero sorprendida, después indignada y al fin resignada, se quedó con el cuadro. Carmencita fue cesada en el servicio. Si esto es verdad o fruto de que alguien bordeo ya antes la realidad, no lo podemos saber.

En cuanto al no tener pudor por ser su amante, te diría que es posible; pero también que ser amante de alguien no hace necesariamente que no te incomode tener que posar para él. Otra cosa es que, aunque la chavala solo tuviese 15 años, vete tú a saber por lo que no habría pasado ya, con lo cual posar así le parecería casi algo de señoritinga. Vamos a tener que buscar una médium para que nos ponga en contacto con la susodicha.

PD: Cata, esto pontelo en los haberes que te harán merecedora del Mártir de la Artes :cunao:.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Pues en mi habitación hay una estantería y en uno de los estantes alineados al fondo tengo unos cacharros de cerámica, velas, unos prismas de cuarzo y un sabio taoísta de piedra verde, y una figura de plástico fluorescente de la virgen de Lourdes, que creo recordar aunque no se si sera la misma utilizaba para asustar a mi hermana pequeña por la noche cuando todo estaba a oscuras movía la figura como si fuera volando, he notado que a veces la figura de la virgen se adelanta a la fila que como digo esta al fondo del estante de la estantería de mi habitación.

Pensaba que era una broma de Nines pero le he preguntado y me ha contestado que sí creo que no tiene otra cosa que hacer que mover figuritas.

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió:Pues en mi habitación hay una estantería y en uno de los estantes alineados al fondo tengo unos cacharros de cerámica, velas, unos prismas de cuarzo y un sabio taoísta de piedra verde, y una figura de plástico fluorescente de la virgen de Lourdes, que creo recordar aunque no se si sera la misma utilizaba para asustar a mi hermana pequeña por la noche cuando todo estaba a oscuras movía la figura como si fuera volando, he notado que a veces la figura de la virgen se adelanta a la fila que como digo esta al fondo del estante de la estantería de mi habitación.

Pensaba que era una broma de Nines pero le he preguntado y me ha contestado que sí creo que no tiene otra cosa que hacer que mover figuritas.

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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió:Si esto es verdad o fruto de que alguien bordeo ya antes la realidad, no lo podemos saber.
Muy cierto, jilguero. Si Fortuny no dejó nada escrito sobre el cuadro, se pueden hacer variadas suposiciones. Por ejemplo, que la modelo del cuerpo fuese otra mujer y luego el pintor le hubiese puesto el rostro de Carmen Bastián.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

hexagono69 escribió:... he notado que a veces la figura de la virgen se adelanta a la fila que como digo esta al fondo del estante de la estantería de mi habitación.
Eso es un efecto óptico, hexagono69. A mí también me tiene sucedido con algún objeto fluorescente; incluso le tengo echado la mano para cogerlo y no acertar con la distancia del objeto.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

No creo yo lo veo por el dia y la frecuencia es muy insidiosa pueden pasar un par de meses y se me olvida paro ya ha ocurrido varias veces y la he vuelto a poner en su sitio, no adelantada. :roll:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

hexagono69 escribió:No creo yo lo veo por el dia...
¡Ah, coño, de día! Pues entonces como si no hubiese dicho nada. ¡Llama a Iker Jiménez!
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