Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)
Publicado: 03 Feb 2018 10:29
La piojera
El enfermo de la 412 pulsó el interruptor de la luz y se incorporó con dificultad. Comprobó que el embozo de la sábana continuaba estando blanco y suspiró aliviado. Volvió a recostar la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Desde que Tea había pasado apagando las luces del ala, la escena se había repetido ya cuatro veces. Una de ellas había coincidido con el momento en que la enfermera se hallaba haciendo una ronda para comprobar que todo estaba en orden. Apoyada en el quicio de la puerta, lo había visto inspeccionar la ropa de la cama y, antes de que tuviera tiempo de preguntarle qué le pasaba, el interno había apagado la luz. Acostumbrada a las rarezas de los pacientes, Tea no le había dado mayor importancia al incidente y había continuado con la ronda.
Germán intentó dormirse, pero la voz de su madre lo despabiló. «Hijo, nosotros somos pobres, pobres de necesidad, pero limpios y honrados, no lo olvides nunca», le repetía su madre mientras lo despiojaba en medio de la calle. Vivían en el Barrio de Santa María, en un partidito sin ventanas al exterior. Una vivienda umbría, como la mayor parte de las de aquel vecindario, cuyas calles eran estrechas y se entrecruzaban para combatir el calor y cortarle el paso al viento. Ese era el motivo por el que las madres aprovechaban el mediodía ―único momento en que el sol daba de pleno en el adoquinado― para sacar sus sillas a la calle y, con ayuda de los peines finos, despiojar a la chiquillería. Sin necesidad de hacer mucho esfuerzo, Germán era capaz de escuchar todavía el modesto «clic» de protesta de la liendre al ser aplastadas por las uñas de su madre; mas también el grito de triunfo con el que la combatiente comunicaba al resto del batallón su nueva victoria. Sabían que era una lucha perdida de antemano, pues los piojos siempre reaparecían, pero aquellas madres los encaraban cada vez sin pudor ni vergüenza en mitad de la vía pública, e incluso se jactaban con cierto orgullo del elevado número de liendres que conseguían encontrar en las cabezas de sus hijos.
El enfermo de la 412 sintió una intensa opresión en el pecho y, ofuscado por el miedo, volvió a encender la luz. Se incorporó levemente y, al comprobar que el embozo continuaba estando limpio, recostó la cabeza de nuevo en la almohada y suspiró aliviado. Esta vez, sin embargo, el consuelo que le produjo aquella blancura fue insuficiente y ni siquiera se atrevió a quedarse a oscuras. La garra que últimamente le atenazaba el corazón esa noche no dejaba de atosigarlo con sus zarpazos. Trató de darse ánimo pensando en que era buena señal que la piojera no huyese aún de su cabeza. Ellos eran tan cobardes como las ratas y en cuanto presentían que el barco se iba a pique lo abandonaban. En el mejor de los casos, cuando no estaba enfermo, su vida era ahora un ir de puerta de iglesia en puerta de iglesia, de comedor público en comedor público, de soportal en soportal, durmiendo entre cartones ante la indiferencia de los transeúntes. No había mayor vergüenza que la pobreza sin un techo bajo la que esconderla, y justo esa vergüenza era la que le había tocado en suerte. Aun así, quería seguir viviendo, por él, por su compañero de infortunio…
Germán creyó escuchar su aullido y se le saltaron las lágrimas. Era Canelo, su perro, su fiel compañero. Una mañana en que se encontraba mejor y se había levantado, desde la ventana lo había visto hecho un ovillo a la sombra de la marquesina de la parada del autobús de enfrente del hospital. Se hallaba dormitando, soñando quizás con días mejores mientras lo esperaba con resignación. Pero fue acercarse a la ventana y, con ese sexto sentido que tienen los animales, debió notar su presencia, pues levantó la cabeza y miró justo hacia su ventana. El pobre estaba famélico y ni siquiera había sido capaz de ponerse en pie. Pero Germán había visto cómo arrastraba el rabo por la acera en señal de alegría. El fiel Canelo no lo había abandonado y saberlo ahí afuera, acurrucado bajo la marquesina mientras lo aguardaba, le daba fuerzas para seguir aferrándose a la vida.
El dolor era cada vez más insoportable. De no ser porque la sábana continuaba estando limpia, hubiera pensado que la de la guadaña estaba ya al acecho. Sabía que los piojos son infieles y cobardes. También son otras muchas cosas, pero ante todo infieles y cobardes, puesto que abandonan a quien les ha dado de comer en cuanto notan que va a estirar la pata. Lo aprendió el día en que murió su madre, ya muy anciana, en medio de la pobreza en la que siempre había vivido con tanta dignidad. Como cada mañana, antes de marcharse al muelle, le había acercado la palangana llena de agua; y ella, con la ayuda de una esponja bien estrujada, se había aseado en la cama entretanto le recitaba la cantinela de siempre de que ellos eran pobres, muy pobres, pero honrados y limpios. Cantinela que le hizo recordar los picores de cabeza que había tenido esa noche. «Por si acaso», le había anunciado su madre rehuyendo mencionar la causa de su temor, el próximo domingo, al mediodía, cuando el sol estuviera bien alto, iban a colocar una silla en mitad de la calle para que él le desenredara el pelo. «Con el peine fino, hijo», había apostillado la anciana buscando su complicidad sin tener que nombrar al humillante enemigo. Pero su madre no llegó al domingo y ni siquiera por una vez en la vida pudo él proporcionarle el alivio que tan a menudo ella le había prodigado de niño. Y porque no tuvo tiempo de despiojarla, en el momento de su muerte Germán fue testigo de cómo la desleal piojera huyó de ese barco a punto de irse a pique que era la cabeza de su madre. Gracias a Dios, ella estaba ya inconsciente y no vio aquel hervidero de puntitos oscuros huyendo con premura sobre el blanco impoluto del embozo de la cama.
Esta vez la luz de la 412 no se apagaba y Tea consideró prudente acudir para ver qué le pasaba al enfermo. Llevaba en planta poco más de un mes. Cuando lo hospitalizaron, su salud era muy precaria y su higiene dejaba mucho que desear. En cuanto lograron controlarle la severa arritmia cardiaca que padecía, decidieron raparlo al cero ―una medida que aplicaban sistemáticamente a los indigentes, cuando eran hospitalizados, para evitar males mayores―. Era un enfermo afable y muy agradecido. Pero desde su ingreso no había recibido ni una sola visita y se le saltaban las lágrimas ante el menor gesto de cariño. Había trabajado en el muelle descargando pescado durante muchos años, hasta que los caladeros se fueron agotando y el jefe le dijo que ya no lo necesitaban. En la oficina del INEM le habían dado pocas esperanzas de que, a su edad y con su escasa formación, pudiera encontrar un nuevo empleo. El vaticinio se cumplió y había terminado viviendo de la caridad y durmiendo en la calle en compañía de su perro. En la cafetería, Tea había escuchado a su compañeros comentar que el perro del de la 412 se había instalado en los alrededores del hospital a la espera de que su dueño fuera dado de alta.
Al entrar en la habitación, Tea se alarmó. Después de tantos años de experiencia, con un simple golpe de vista era capaz de distinguir cuándo un paciente estaba grave. La lividez azulada del rostro y la dificultad con la que respiraba le hicieron temerse lo peor. Se aproximó a la cama y, procurando ocultar su nerviosismo, trató de tranquilizarlo con la promesa de que enseguida vendría el médico a examinarlo. Al escuchar que le hablaban, el enfermo abrió los ojos al instante y levantó un poco la cabeza. Luego miró el embozo de la cama y, tras emitir un leve suspiro, dejó caer la cabeza sobre la almohada. Aquella especie de tic no sorprendió a Tea, pero sí lo que ocurrió a continuación. Con una voz que casi no le salía del cuerpo, el enfermo le dijo que estuviese tranquila porque, mientras la piojera no comenzase la desbandada, la de la guadaña no le visitaría. Tea miró su cráneo rapado y concluyó que estaba delirando. Eso la alarmó todavía más y se marchó a la carrera en busca del médico guardia.
En cuanto se quedó solo, Germán se incorporó con dificultad, dobló en dos la almohada y se la colocó bajo la cabeza. En aquella postura podía vigilar mejor el embozo de la cama que, por suerte, seguía estando blanquísimo. Se sentía tan mal que, de no ser porque la piojera continuaba en calma, hubiera creído que estaba en las últimas. Los zarpazos que le daba la garra en el pecho eran cada vez más dolorosos y ya casi no le dejaban respirar. De súbito, sintió una nueva punzada, esta vez insoportable, y el cuerpo entero se le contrajo instintivamente. La cabeza, ya inerme, resbaló de su atalaya hasta quedar bocarriba e inmóvil sobre el colchón. Ahora sus ojos miraban el techo de la habitación y Germán tuvo la fortuna de confundir la blancura de la cal con la de la sábana. Eso le permitió albergar todavía un atisbo de esperanza y morir creyendo que quizás pronto estaría en la calle gozando del sol y del vino junto a Canelo. «Sí, quizás…», fue lo último que pensó.
Cuando unos minutos después los sanitarios entraron en la 412, el dificultoso jadeo del paciente había cesado y lo único que se escuchaba en la habitación era el aullido de un perro en la calle. Porque el destino, tan poco generoso con Germán mientras estuvo vivo, al menos había tenido el detalle de dejarlo morir con la esperanza de esos nuevos días de sol y vino junto a su mejor compañero, su perro Canelo.