Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)
Publicado: 31 Mar 2018 12:46
El joven rampero
Catorce años llenos de un fuego semejante a la esperanza.
Tenía catorce años y ya el miedo le había reconocido como suyo.
Si un tronco golpea el pecho deja siempre alguna huella.
Pero un golpe de carbón está siempre debajo de la piel.
Catorce años y bajaba ilusionado, como si buscara cada día un nuevo silencio.
Con todas las venas surcadas por sonidos semejante a la risa.
Cartorce años, pero ahora se le ha quedado negra la mirada.
(Como árboles que andan, Emilio Rodríguez)
Tenía catorce años y la huella del carbón por dentro, y aun así la sangre le circulaba alegre por las venas con un murmullo parecido a la risa. Catorce años y el miedo como eterno compañero, y sin embargo bajaba a las entrañas de la tierra guiado por una fuerza parecida a la esperanza. Catorce años y una hermana con la mirada blanca y la voz pequeña, pero descendía ilusionado, como si buscara arrancarle cada día un nuevo matiz a las tinieblas o descubrir en su interior un nuevo silencio. ¡Tenía catorce años y ya era rampero!
Había nacido en aquel valle, en un lecho de sábanas grises y polvorientas, de un vientre ahuecado por la soledad y el miedo. Flor de una mujer que se había olvidado de la desesperanza y, en medio de la niebla y el hollín, había florecido. Hijo de un picador que, tras prometerle que no sería uno más en aquella la larga historia de raíces que era su piel, nunca regresó. Un hombre que, hasta el día en que la mina decidió retenerlo en su seno, regresaba a casa con la fatiga transformada en un oscuro canto que se parecía al del viento escapando en el invierno a través de una ranura. Un minero que, en sus jornadas de descanso, colgaba el miedo y la pica en el armario, y subía por los bancales masticando la niebla hasta convertirla en saliva, por miedo a olvidarse de que el aire era vida gratuita; o que zigzagueaba por los prados bebiéndose la luz a grandes tragos, para no olvidarse de que allí, fuera de la mina, en el mundo de las ramas y los pájaros, el sol salía de vez en cuando y teñía el agua de colores.
Hijo y nieto de mineros, su niñez había transcurrido en aquel valle, en una casa gris y solitaria, rodeado de orfandad y silencio. Porque, además de ser hijo del picador de la voz oscura que nunca regresó de la mina, también lo era de una madre que, tras parirlo en un lecho gris y polvoriento ―tanto, que el hollín empapó la sangre antes de que esta pudiera colorear la tela― y amamantarlo sin sonrisas, huyó asustada. Asustada de los dos balcones abiertos a la nada, desde los que su hija empezó a contemplar el mundo después de la muerte del padre; mas también asustada de que, conforme la adolescente fue descubriendo que todos los caminos no eran más que niebla, la voz se le volviese cada vez más pequeña hasta que se quedó al cabo sin palabras. Y asustada, sobre todo, de la mirada negra ―idéntica a la del padre y a la del abuelo― que descubrió, en los días siguientes a la explosión, en los ojos del niño que no sabía sonreír.
Descendiente de mineros y, por ende, predestinado a serlo también él desde el instante de su nacimiento. Una flor que se había abierto a destiempo, cuando en el rostro de su madre no quedaban ya mariposas levantando el vuelo que le hicieran sonreír, ni en su voz el monótono bordoneo de abejas incitándole al sueño. Un fruto demasiado tardío, nacido de un padre cuyo destino era quedarse para siempre en las entrañas de la tierra y de una madre incapaz de seguir viviendo más tiempo al acecho del sonido de la sirena de la mina. Un joven con una infancia solitaria, sin otra compañía que la de la muchacha de la mirada blanca y la voz pequeña, y al que, sin embargo, la sangre le bullía por las venas con un murmullo parecido a la risa.
¿Un milagro? ¿Un don natural? No. Aquella especie de júbilo contradictorio lo había originado la observación de los de su casta. Al poco de que el padre se convirtiera en recuerdo, el niño había descubierto que, en el interior de la mina, la muerte no era una extraña, ni tampoco una enemiga o una visita inoportuna. Ella era simplemente un miembro más de la cuadrilla. Una compañera fiel y paciente. Sobre todo, ¡muy paciente! Una especie de verdugo compasivo que aguardaba con calma el más nimio fallo para liberarlos por fin de aquel mundo de raíces y topos. Y porque la muerte era una más de la cuadrilla y como a tal se la trataba, los habitantes de aquel valle ni siquiera aprendían a llorar.
Tenía catorce años y la huella del carbón por dentro, y aun así la sangre le corría por las venas con un murmullo semejante a la risa. Pero aquello no era un milagro, ni tampoco un don natural, sino una temprana intuición de que, una vez te adentrabas en las entrañas de la tierra y la mirada se te iba ennegreciendo, se te olvidaba que afuera amanecía cada mañana y había días en que el agua se teñía de colores. Y el olvido terminaba siendo tan profundo que, de haber estado en sus manos, los mineros que lograban llegar a viejos hubieran regresado al interior de la mina para enfrentarse otra vez a la piedra azul. Porque, de haber dependido sólo de ellos, en lugar de dormitar al sol de los recuerdos, los viejos mineros habrían bajado a la mina con la esperanza de escuchar una vez más el silencio, siempre nuevo, de ese mundo de raíces y topos en el que el aire nunca entra. Y porque los ancianos de aquel valle vivían horadados por la nostalgia, mientras las fuerzas se lo permitían, se arremolinaban a diario alrededor de los que salían de la mina para preguntarles si abajo continuaban siendo silenciosas las noches o si, por el contrario, se escuchaba ya el murmullo de algún nuevo río.
Catorce años y una hermana con la mirada blanca y la voz pequeña por única compañía, y sin embargo bajaba a las entrañas de la tierra guiado por una fuerza parecida a la esperanza. Estaba seguro de que también él descubriría allá abajo el camino sin niebla por el que marcharse del valle. Solo era una cuestión de paciencia. En cuanto la pica despertase al tiempo adormecido por siglos en una concha o en las hojas de un helecho, el grisú se encargaría de hacer el resto. Al igual que su padre y otros muchos antes, se marcharía dejando atrás el pico, la pala y la lámpara, para que pasasen a formar parte de ese tiempo nuevo que, dormido en el interior de la piedra azul, aguardaría a los futuros moradores de ese mundo sin aire y sin sol.
Catorce años, el rostro serio, la mirada oscura y el miedo por eterno compañero, y aun así descendía arrastrado por una ansiedad que recordaba a la de la víspera de los grandes acontecimientos. Y es que en cada nuevo descenso bajaba con la ilusión de que por fin tuviese lugar ese instante, tantas veces imaginado, en el que su piel de hombre se convirtiese otra vez en corteza de árbol. Descendía, pues, soliviantado por el deseo de estar viviendo la jornada en la que, abriéndose paso a mordiscos a través del carbón o a nado por las corrientes subterráneas, por fin iba a retroceder en el tiempo hasta que el miedo dejase de ser su compañero.
Había descubierto que ese era su destino siendo muy pequeño. De ahí que, si bien la mirada se le había vuelto cada día más negra y rostro más serio, la sangre no hubiera dejado jamás de correrle alegre por las venas. Y porque conocía de antemano que ese era su destino, cuando aquella mañana escuchó al grisú silbando entre las frondas de los pétreos helechos y entre las valvas de los moluscos de tiempos remotos, en lugar de huir despavorido, se adentró aun más en la galería y aguardó, con impaciencia, a que se produjera la detonación.
El estruendo no se hizo esperar y, como respuesta, afuera sonó la sirena de alarma de la mina. Por un instante, la muchacha dejó de mirar a la nada y, en el agua adormecida de sus ojos, se reflejó una luz roja parecida a la de un carbón ardiendo. Abrió la boca y, como si de súbito las palabras hubieran vuelto a crecerle en la garganta, la voz se le hizo grande. Muy grande. Tanto, que todos los habitantes del valle, incluidos los mineros que acababan de ser sepultados por el alud, pudieron escuchar, además del estridente sonido de la sirena, un alarido estremecedor.
El rampero, la boca ya llena de carbón, el pecho oprimido por el peso del alud, aguzó el oído. Alguien gritaba su nombre en el exterior. Escuchó atentamente, y enseguida la reconoció. Era su hermana, la de la voz pequeña y la mirada blanca, que había recuperado el habla. Comprendió, así, que la marcha atrás había comenzado. Hora de abrirse paso a través de la piedra azul y del agua oscura. Hora de horadar la montaña hasta donde hiciera falta. Se puso en pie ―o al menos, eso fue lo que él creyó― y, tal como había soñado en tantas ocasiones, en lugar de avanzar por ese laberinto de túneles sin aire, por ese mundo de raíces y topos en el que el agua era negra incluso en los días luminosos, se adentró en un bosque, frondoso y soleado, de helechos gigantes.
Y allí, a la sombra de sus enormes frondas, bajo la protectora mirada de las panteras negras, dormitaban las gacelas grises entrevistas, de crío, en el trozo de carbón que le regaló su padre. Un poco más adelante, el sol teñía de mil colores el agua de un pequeño lago, en el que se bañaban con regocijo una miríada de niños. Y si no hubiera sido por el tremendo alboroto que montaban con sus juegos, el joven rampero habría podido escuchar el murmullo, tan parecido a la risa, con el que la sangre bullía también por las venas de aquellos otros futuros mineros.
Morir bajo la piedra
y en la noche
es demasiado
para una sola muerte.
(Emilio Rodríguez, Como árboles que andan)