Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)
Publicado: 30 Mar 2019 09:00
El soliloquio de Cecilia
¡Cómo me duele tu deslealtad, Mariano, cómo me duele viniendo de ti…!
Es un dolor acompasado, palpitante, que pareciera que nunca se fuese a calmar. Incluso ahora, después de que hayan pasado tantos años, se me recrudece cada atardecer con esas tufaradas a ciénaga que me llegan desde el canal y me recuerdan que todas las cosas tienen su lado feo. Decidí afincarme en esta ciudad, tan melancólica y tan bella, porque deseaba pasar el resto de mis días rodeada de belleza. Tras tu muerte, los niños eran pequeños y hube de desprenderme de la mayor parte de las colecciones que habíamos atesorado juntos. Necesitaba dinero y no sé cómo me las habría arreglado sin la ayuda de mi hermano. Porque fue Ricardo quien me ayudó a montar las subastas: la primera, en Roma; la segunda, en París. Aunque mis favoritos me los quedara, me tuve que desprender también de muchos lienzos tuyos. Y me costaba tanto separarme de ellos que hasta en la propia subasta levanté la mano, en varias ocasiones, para pujar por algunos de los cuadros. Lo hice porque deseaba tenerlos conmigo y seguir deleitándome con su contemplación. El paso del tiempo, sin embargo, les ha hecho adquirir una nueva función: ahora, cuando las estancias de este palacio me resultan demasiado grandes y me abruma la soledad, son justo las piezas que ambos compartimos y que yo he conservado las que más compañía me dan. Tampoco me deshice de esa especie de dardo envenenado que descubrí en tu estudio: esa pintura inacabada que, como si fuese un hijo del que te sintieras avergonzado, tú mismo habías colocado de cara a la pared. ¿Recuerdas que mi padre usaba a menudo la expresión excusatio non petita, accusatio manifesta? Pues justo eso fue lo que me dije nada más girar el cuadro y verla a ella. Sí, Mariano, fue esa posición de cara a la pared del lienzo la que me hizo comprender que allí se recreaba una deslealtad. No creo que haga falta que te aclare que, si ese no se subastó, no fue desde luego pensando en mi solaz ni por apego a tu creación. No, Mariano, sabes de sobra que, si conservé esa prueba de tu ingratitud, fue porque se encontraba en juego tu reputación y la mía. Y si no hice añicos la tela, pues la tentación la tuve, para que nos vamos a engañar, fue porque siempre he vivido rodeada de artistas y respeto demasiado el arte. Tanto, que ni siquiera me sentía capaz de destruir un lienzo que no solo estaba inacabado, sino que para más inri era fruto de una traición…
¿Escuchas, Mariano, ese cadencioso chapoteo? Son los remos de los gondoleros hendiendo el agua maloliente del canal con ese ritmo pausado y armonioso con el que transcurre todo en esta ciudad. Que Venecia esté llena de arte y de bellos edificios, como este palacete en el que nos hallamos, no la libra de que también en ella exista un lado feo y pestilente que el paso de las góndolas pone al descubierto. Sin saber muy bien cómo, ese olor pegajoso y desagradable ha terminado siendo para mí un recordatorio insoslayable del lado turbio, incluso mezquino, de nuestra relación. No supe de su existencia hasta que, después del funeral, fui al estudio y le di la vuelta a aquel cuadro que parecía estar castigado. Sí, Mariano, tuviste buen cuidado de ocultármelo y, cuando al cabo lo descubrí, ya era demasiado tarde. Tú me conoces bien y, porque me conoces, sabes de sobra que no me duele tanto la deslealtad como el hecho de que no me hicieses luego participe de ella. Podrías haber contado con mi complicidad. Siempre he tenido una mente abierta y he sabido ser generosa contigo. Te habría perdonado como en otras ocasiones. No en balde soy nieta, hija, hermana, esposa y madre de artistas, y entiendo bien las necesidades de quien se consagra de lleno a la difícil tarea de la creación. No me ofendí, pues, cuando te escuché decirle a tus amigos que para hacer una venus se necesitaban cuatro o cinco mujeres hermosas, para ir tomando la cabeza de una, las manos y los pies de otra, el torso de una tercera, y así sucesivamente hasta completar un cuerpo perfecto. Ni tampoco lo hice cuando añadiste que ella era la única que se podía usar como modelo para hacer una estatua completa. No te voy a negar que noté un ligero cosquilleo en el estómago al escuchar esa última afirmación. Pero confiaba en ti plenamente y fue algo pasajero que enseguida olvidé. Sabes que mi única exigencia desde el primer día fue que entre nosotros no hubiera nunca cajones cerrados con llave. Porque una deslealtad deja de serlo cuando se tiene la humildad de reconocerla y la valentía de contársela a la persona con quien se ha sido desleal. Pero esta vez, Mariano, no fuiste ni valiente ni humilde y me enteré demasiado tarde. Tarde para que tú me pudieses dar una explicación de lo que había ocurrido; y tarde también para que yo tuviese la oportunidad de perdonarte. Y esa falta de confesión y de posible perdón es lo que hace que, todavía hoy, tu deslealtad me siga doliendo como el primer día.
¿Qué tal andas de memoria? Antaño la tenías magnifica. Recordarás, pues, lo felices que éramos y cómo nos envidiaban los demás. No éramos la pareja al uso que solo comparte techo y cama. ¡Por supuesto que no! Nosotros compartíamos también algo mucho más importante: la fascinación por la belleza de las obras de arte en cualquiera de sus múltiples formas. Aunque nuestra mayor debilidad siempre han sido esos tejidos antiguos y raros que, con tanto entusiasmo, coleccionábamos. Cuando partíamos en su busca, lo hacíamos con espíritu aventurero y con camaradería; luego, en cambio, una vez llegaba el momento de dar con la pieza más codiciada, nos convertíamos en contrincantes y, como un par de chiquillos, competíamos por ser quienes nos hiciéramos con el mejor trofeo para la colección. Una pena, dicho sea de paso, que no vivieras lo suficiente para conocer las estampaciones textiles y los artilugios de Mano. Porque nuestro hijo, Mariano, se ha convertido en un diseñador muy cotizado; con decirte que, ahora, en todas las fiestas de cierta relevancia y en los estrenos de ópera, las mujeres más elegantes de este continente compiten por lucir sus modelos, sobre todo el vestido Delphos o el chal de Knossos que están causando furor. Él mismo se ocupa de hacer las estampaciones y de elaborar los tintes para asegurarse de que cada prenda sea exclusiva. Y aunque te cueste creerlo, Mano le confeccionó a Carusso el manto de terciopelo estampado que lució en el estreno de Rigolleto en el Liceo de Barcelona; y como estamos solo, te puedo decir que el tenor no tuvo una buena noche, pero que el manto de nuestro hombrecito causó admiración. Mano es digno nieto de su abuelo. ¿Sabes cómo le llama la gente? ¿No? Pues le llaman “el mago de Venecia” y se relaciona con la crème de la crème. No hace falta que te pongas celoso, Mariano, que también es digno hijo de su padre. Cuando ocurrió lo tuyo, era aún muy niño y casi no se dio cuenta de que te había perdido. Creció, sin embargo, rodeado de tus pinturas y no han sido pocas las veces en las que lo he sorprendido contemplando el cuadro que tengo colgado ahí, en el testero de enfrente. Sí, ese en el que pintaste a su hermana y a él en el salón japonés. Hacía mucho calor aquel día y dejamos que posara desnudo; y como si fuera una premonición de lo que iba a ser en el futuro, le dimos un trozo de tela estampada para que estuviera entretenido y no se moviese. ¡Qué vacaciones tan relajadas pasamos aquel verano en Porteci! En ese momento, ninguno de nosotros se podía imaginar la desgracia que estaba a punto de ocurrir; los niños, menos que nadie. Era la primera vez que les pedías que posaran para ti y eso les hizo sentirse importantes. Ese cuadro es uno de mis favoritos y me ha acompañado de casa en casa. Lo tengo colgado tan a la vista para poderlo mirar cuando me siento demasiado sola y me abruma la nostalgia. Fijo entonces la mirada en él y, al rato, me siento inmersa de nuevo en el sopor de aquella calurosa tarde de verano. Mientras pintabas a los niños, yo os estuve observando sentada en una hamaca que estaba justo detrás tuya. Y si lo miro con insistencia, al cabo nuestros hijos vuelven a ser pequeños, tú te hallas otra vez delante del caballete pintándolos y yo, sentada a tu espalda, os miro a los tres y me sonrío satisfecha de que seáis mi familia.
¿Te acuerdas, Mariano, de ese verano junto al mar? Fue tan sosegado y tú estabas tan a gusto que decidimos prolongar la estancia hasta octubre. Tuviste tiempo, pues, de pintarme también a mí en una acuarela. La idea de posar con la corona de flores y cosiendo entre las macetas del patio fue mía. Pero lo de ceñirme la cintura con la banda de raso azul cobalto, una de las primeras piezas de nuestra colección de tejidos, fue idea tuya. Me hizo ilusión que eligieras aquel género tan delicado y tan alegre; y tonta de mí, hasta me emocionó que quisieras ser tú mismo quien me hiciese el lazo. ¿Qué pretendías con ese gesto, redimirte de haberla ceñido también a ella? ¿No pensaste que eso podía hacer la deslealtad aún mayor? ¡Menuda ocurrencia tuviste! ¡Qué falta de tacto! ¡Nos tomáis por tontas! No hay otra manera de explicarse, si no, las cosas que hacéis a veces los hombres. Fue después del entierro cuando entré en tu estudio y vi el cuadro de cara a la pared. Girarlo fue algo instintivo; y al verla a ella de esa guisa, lo primero que sentí no fue dolor, sino rabia, muchísima rabia. Ricardo estaba conmigo y trató de calmarme. Intentó disculparte echándose sobre sí parte de la culpa. Como ya te puedes imaginar, su esfuerzo fue en balde. Me contó que un día te había sorprendido con el cuadro en el caballete y que te había comentado que, cuando yo viera así a Carmen, me iba a sentir ofendida. Por lo visto te quedaste pensando unos minutos y luego murmuraste que era mejor no acabarlo. Y como si su objeción te hubiera abierto los ojos, fue entonces cuando lo quitaste del caballete y lo pusiste de cara a la pared. Le explicaste, además, que tu primera intención había sido usar a Carmen como modelo de un cuadro costumbrista. Pero que mientras tú andabas atareado con la preparación del lienzo y las pinturas, ella se había tumbado en el diván y, por iniciativa propia, se había echado a un lado la falda. Y que una vez estuvo todo listo, al mirar hacia donde estaba ella, no pudiste disimular tu asombro ni tampoco fuiste capaz de separar los ojos de aquella venus gitana. La muy descarada se apresuró a decirte que ese era el regalo que te hacía por tu cumpleaños. ¡Menudo regalo de cumpleaños te hizo la muy fresca! Cómo me iba a imaginar yo que, después de haberla acogido como si fuese una más de la familia, me iba a hacer semejante jugarreta… Una mosquita muerta en toda regla es lo que era. Aunque el tiempo, Mariano, acaba poniendo a cada uno en su sitio. Parece que, tras posar para ti, la moza le cogió gusto a eso de repanchigarse en los divanes de los pintores y en Madrid se amancebó con un acuarelista extranjero. Un día se presentó en el estudio del pintor un hermano de ella y, como los gitanos no se andan con bromas estando en juego la virginidad de las suyas, le pegó una paliza por ser la deshonra de la familia. El galán, que debía ser un cobarde de cuidado, dicho sea de paso, se amedrantó con la refriega familiar y decidió abandonarla. ¿Y sabes cómo acabó tu venus perfecta? Pues como una ofelia de tez oscura flotando en el lago del Parque del Retiro…
¡Pobre mujer! Aunque fue ella solita quien se lo buscó. Los míos me han enseñado a acoger bien a la gente. Y cuando me la trajiste a casa, la acogí como a una más de la familia. Tú te quedaste huérfano casi con la misma edad con la que lo hizo Mano, y te criaste solo con tu abuelo. Mérito tuvo, el buen hombre, de sacarte adelante y encima preocuparse de que te formaras y te convirtieses en el artista que yo conocí. Lo que no te pudo dar fue una verdadera familia. Porque me reconocerás, Mariano, que una verdadera familia solo la tuviste al casarte conmigo y entrar a formar parte de la mía. Por eso no me extrañó que, al verla tan joven y viviendo con su abuelo en aquella cueva del Barranco de la Zorra, te compadecieras de ella y me rogases que la tomara a mi servicio. A Granada solo habíamos ido a pasar el verano y nos hospedábamos en la Fonda de los Siete Suelos, justo al lado de la muralla de la Alhambra. Pero le cogiste gusto a levantarte temprano y marcharte a callejear solo por la ciudad en busca de modelos para tus cuadros; y cuando llegó septiembre, no quisiste que partiéramos. Yo te reclamé, por supuesto, que nos fuésemos para Sevilla, una ciudad mucho más cosmopolita y con más diversiones. Entonces me dijiste aquello de que allí estabas siendo feliz como nunca antes lo habías sido, y yo, que ya sabes que soy de natural generosa, accedí a que nos quedásemos. Lo hice por ti, Mariano, porque te quería mucho y deseaba que fueras feliz; y tú vas y me lo pagas metiendo en casa a la gitanilla y abusando luego de mi confianza. Para más inri, me fuiste desleal por partida doble. Lo de posar de esa manera tan desvergonzada puede que se le ocurriera a ella, a fin de cuentas era todavía una chiquilla; pero ya sabes que siempre hay almas caritativas dispuestas a abrirle a una los ojos y me han contado que le comentaste a un amigo que habías pintado ese cuadro porque querías darte el gusto de pintar algo solo para ti. Y luego está lo otro, lo de la pieza de raso azul cobalto con la que le ceñiste el pecho. Era gitana hasta la médula y le gustaban los colores llamativos y los estampados toscos. No me puedo creer que fuera idea suya envolverse el pecho con aquel tejido tan delicado y elegante. Y que tú eligieras una pieza de nuestra colección para pintarla primero a ella y luego a mí hace que tu deslealtad me resulte mucho más dolorosa. Que admiraras la belleza del cuerpo de la que, según tú decías, daba para pintar una venus completa puedo hasta entenderlo: eres hombre y además artista. Pero que la adornaras con algo tan nuestro, Mariano, es lo que más me duele; y quizás sea ese también el motivo de que no consiga perdonarte…
¡Qué calor hace!, ¡qué bochorno tan insoportable! Es lo que tienen los veranos de Venecia: el aire recalentado se carga de humedad y de ese olor desagradable y pegajoso que desprende el agua estancada del canal. Y cuando huelo esa hálito de ciénaga, me acuerdo del lado feo de las cosas y no puedo evitar que se me venga a la cabeza tu deslealtad. ¡Y cómo me duele viniendo de tí…! Aunque esta tarde no sé lo que me pasa: me siento rara, como aturdida. Sí, ¡muy aturdida! Tanto que me digo que sería mejor hablar en pasado de lo mucho que me ha dolido tu traición. Desde que se ha hecho de noche, la llegada de una nueva tufarada no me hace ya pensar en el lado feo de nuestra relación, sino que te veo vomitando sin tregua y yo, con una mano en tu frente y la otra en la nuca, sosteniéndote la cabeza para intentar darte un poco de alivio. Estuve a tu lado, ayudándote como mejor pude, muchas horas. Hasta que empeoraste y los médicos me pidieron que los dejase a solas contigo. Y luego, cuando al cabo me dejaron verte de nuevo, tu cuerpo estaba frío… ¡Qué sola me dejaste, Mariano, y cuánto me costó acostumbrarme a vivir sin tu compañía! Y tal vez esa sea la razón de que, desde hace un rato, los malos olores de Venecia no me recrudezcan ya el dolor que me causó tu ofensa, sino el que me provocó tu muerte.
Sí, Mariano, cada vez que los gondoleros hunden ahora los remos en el agua y me llega el aliento viciado del tremedal, me duele ese silencio tuyo que me hace hablar sola como si fuese una loca. Pero sobre todo, lo que más me duele es no tenerte cerca para poder agarrarte la mano y no volver a soltarme de ella nunca más…
Nota del autor: Cecilia de Madrazo Garreta, viuda del pintor Mariano Fortuny y Marsal, murió el 12 de agosto de 1932 en el palacio Martinengo de Venecia.