Ahora tomo café con leche. Nunca me ha gustado el sabor del café, por lo que me venía decantando por el zumo de melocotón o de naranja, un colacao o, las menos (por un absurdo decoro cuando me siento con los compañeros), un manchado. Esta mañana me han puesto uno muy oscuro, demasiado. Aun así lo he disfrutado. La tostada era de aceite y tomate... ¿quién me lo iba a decir, con la de tiempo que he pasado pidiendo mantequilla y mermelada?
A veces, a la hora del
angelus, cuando el Papa anda con la copita de vino a eso de las doce del mediodía, me apetece ponerle una anchoita de sombrero a la alcachofa. Jajaja. Me recuerda a cuando íbamos a casa de mi abuela los domingos por la tarde y los mayores las negociaban, mientras nosotros nos entreteníamos con las patatas de paquete y la cocacola dentro de un vaso de cristal de color verde (de los que ya no quedan). Entonces era cocacola, cocacola, no zero, ni light, ni zero cero.
El otro día dejé atrás los quesos semicurados y me decanté por uno añejo... Por la noche lo caté con unas uvillas blancas y unos picos.
Creo que se lo he dicho a mi padre: me ha dejado en herencia dos pelillos (siempre los mismos) que me nacen dentro de la oreja izquierda. Qué cachondo, el hombre... A él se los quita mi madre con unas pinzas. Yo de momento soy autónomo en eso,
.
Esta mañana el ginecólogo nos ha puesto el sonido que producen ambos corazones dentro de la barriga de su mamá. Laten fuerte, como dos locomotoras. La niña es más pequeñita que su hermano mellizo, y se ve que están más a gusto que un arbusto ahí juntitos, a oscuras, escuchando a sus hermanos canturrear carnaval y a su padre decir pamplinas a cada poco.
Se llamarán Emilio y Sofía (y mira que he dado guerra hasta el último momento para bautizarlos como aquellos dos protagonistas de
El hombre corazón... pero no ha colado). El caso es que aún no han nacido, pero, sin duda, ya me están haciendo mayor.
Cata, como imaginas, anda loca de contenta, desempolvando la nana del barquito que no sabía navegar y el cuento del rey que tenía tres hijas y las metió en una botija para echarlas río abajo... |
Mientras te escribo esto se me viene a la azotea la tontería aquella que escribí un día, no sé si te acuerdas o si llegaste a leerla, que decía lo de:
Un fuerte asediado por treinta mil indios con plumas de colores en sus cabezas, en su interior apenas sí fuimos capaces de mantener con vida a unas pocas mujeres y niños. Una cámara de fotos de siete duros fabricada en Taiwán con plástico verde, y un disparador que descubría un simpático monigote de goma con el que te mondabas de la risa. También un pequeño robot repleto de luces; sus destellos amarillos iluminaban nuestra pálida habitación. La bicicleta roja cuyas huellas aún persisten en forma de cicatriz en mi rodilla izquierda. Juegos Reunidos, unos “walkies”, los patines, el “Scalextric” o una ambulancia para compartir... Cuando era pequeño tenía tantas cosas que ahora extraño tanto.
Con cada pérdida, cada extravío, con cada olvido... Cuando el robot se oxidó, cuando el indio se perdió, cuando la bici se rompió… ¿Acaso no fueron aquéllos mis años más coloridos?
Entonces apareces, inoportuno tú, ajeno al dolor en blanco y negro de mi madurez. Me agarras del cuello, me estampas un beso y te vas a la cama recitando en prosa un “Buenas noches, papá”. Y yo, que enjugo mis lágrimas, cierro los ojos, inspiro el azul de tu presencia y vuelvo a sonreír.