Permisoooo... Entré y me dieron ganas |
Un faro
El bote pesquero se bambolea fieramente en la inmensidad brava del mar. El porte descomunal de las olas sumado a la oscuridad de la noche, no permiten ver más que la furia de los relámpagos, que revelan por fogonazos estroboscópicos las negras fauces que quieren devorarlos. El capitán escucha a sus hombres rezar a gritos y pedir ayuda al cielo mientras se aferran como pueden a lo que tiene a mano.
–¡Joder! –vocifera. –Cagoentó, esto es el fin. ¡Dejad de gemir, maricas, que no hay dios, y si lo hubiera es más sordo que un puto cascote! –truena su vozarrón por encima del estruendo. Ante la blasfemia, a la que por otra parte están acostumbrados según el talante de su ateo superior, los hombres se santiguan mentalmente, ya que sus manos están desesperadamente ocupadas en no dejar que sus cuerpos salgan por la borda en cada embestida.
Casi repentinamente, el rugido y el agua empiezan a aquietarse. Un júbilo momentáneo acompaña el inesperado cambio. Momentáneo, porque también los relámpagos han cesado y pierden así la única fuente de luz. Fantasmal, fugacísima, pero luz al fin.
El capitán sabe que si el barquichuelo se acerca a ciegas a la costa, los arrecifes los despedazarán sin remedio.
–¡Ja! –exclama amargo y burlón. –A ver si ahora le lloran a su fantoche, cuando las rocas nos partan como a una nuez…
No acaba de decir eso cuando una luz, vacilante al principio, decidida después, baña el bote con un haz intermitente.
–¡El faro! ¡El faro! –gritan señalando el prodigio.
El capitán, hombre de nervios de acero y reflejos incuestionables, comienza a dar órdenes precipitadas. Todos obedecen afanosos y enfilan hacia la luz. Media hora después, tocan playa, en el exacto momento en que una luna esplendente burla la prisión de las nubes, iluminando el ámbito. Atracan sin problemas y descubren algo insólito: el faro que los ha salvado no está a la vista, por ningún lado. ¡Es que allí no hay ningún faro!
Estupefactos, caen de rodillas y rezan, algunos llorando. Pero les espera otra sorpresa: el capitán está también arrodillado, y con los brazos en cruz, mira al cielo y da las gracias.
–¡Pero, señor! –atina uno. –¿No era que usted no cree en dios?
–¡Claro que no creo! Pero una cosa es ser ateo, y otra ser un desagradecido –brama porfiado.