Como cada noche, cinco días por semana, Aurelio salió de su casa a las ocho para ir a trabajar enfundado en su llamativo uniforme verde y amarillo fosforito. «Para que se nos vea de lejos» —rezaba el chiste en el gremio—. «Pero no para evitar que nos atropellen a nosotros, sino para que los ciudadanos nos eviten, y así no atropellemos nosotros su delicado olfato». Tratándose de basureros, hasta los chistes son de mierda.
Esa noche Aurelio no estaba de buen humor —«¡Qué novedad!»—. Pocas veces tenía motivos para estarlo pero, en noches como esa, menos aún. 30 de diciembre. Vale que al día siguiente no tenía que trabajar pero, reconozcámoslo, él se apuntaría voluntario para trabajarlo. Y sin pluses. Bastante plus sería librarse de la cena de nochevieja con su familia.
Mientras vivían sus padres, al menos podía llenarse la panza con la comida de su madre, pero ahora que la celebraban alternativamente en casa de alguna de sus hermanas, no le quedaba ni ese magro consuelo. Ese año tocaba en casa de su hermana mayor, Juana, que personificaba mejor que nadie por qué los programas de Masterchef deberían emitirse codificados y vía satélite, para habitantes de la luna, y no en abierto para lunáticas como ella, que no tenía nada mejor que hacer en la vida que martirizar a sus allegados con miniaturas de colores servidas en una cuchara triste y desamparada sobre un gigantesco plato sopero vacío.
La velada transcurriría calcada a las de los últimos años, en una previsible sucesión de platos insulsos que tendrían más descripción que sustancia, y en la que la conversación alternaría entre las hipócritas alabanzas a dichos platos, la fría indiferencia de sus sobrinos adolescentes pegados a su móvil, las agudas críticas de sus hermanas sobre su eterna soltería, y los chistes de sus cuñados. Porque tratándose de barrenderos, hasta los cuñados son de mierda.
Y, tras las uvas, escaparía como alma que lleva el diablo al infierno de turno que, en forma de cotillón, habían elegido ese año Luís y Santi, los dos compañeros de trabajo también solteros con los que, necesidad obliga, alternaba de vez en cuando, y en cuya companía intentaría alcanzar lo antes posible el olvido etílico en la barra del garito de turno mientras ellos comentarían, entre soplido de matasuegras y soplido de matasuegras, el tamaño de las tetas de toda chica, mujer, o sombra chinesca que vieran.
«Fum, fum, fum».
Elisa terminó de cerrar con cinta de embalar la enésima caja de cartón, y la apiló encima del montón que ya formaban el resto. Se apartó con un soplido el mechón rebelde que se le pegaba en la cara, fue hasta la nevera, abrió una cerveza —la cuarta o quinta ya— y, mientras daba un largo trago, observó el avance de la faena: el pasillo de la casa estaba repleto de cajas de cartón anónimas, y multitud de bolsas de basura amontonadas.
—¡Joder! —exclamó—. Cuanta mierda se llega a acumular en una casa aunque no la uses.
Llevaba tres días «haciendo limpieza», había tirado ya docenas de cajas y bolsas, y aún le quedaba meterle mano al salón y a la cocina. Claro que, para Elisa, «hacer limpieza» significaba «tirar a la basura cualquier cosa que me recuerde al Cabrón de Pedro (con mayúsculas) o la mierda de vida que he llevado con él».
El «Cabrón de Pedro» se había quedado en la casa de Madrid, y ella había vuelto a su Valencia natal, a la que fue la primera casa de ambos, y que los últimos años había quedado relegada a tercera o cuarta residencia. Un lugar donde pasar unos días mientras visitaban a la poca familia y amigos que les quedaba ya por la zona, antes de irse a la casa de la playa o a esquiar a Francia a pasar las vacaciones de verdad.
Mientras seguía dando cuenta de la cerveza, Elisa fue revisando las habitaciones que ya había “limpiado” y en las que quedaba poco más que algún colchón desnudo en el suelo y algunos trastos sueltos. El armazón mondo y lirondo ideal para construir una nueva vida desde cero.
Elisa había aguantado al «Cabrón de Pedro» muchos años. O mejor dicho, había aguantado su indiferencia, porque no es que Pedro le tratara mal —a veces, incluso pensaba que lo hubiera agradecido—: simplemente no la trataba. Muchos días se iban a la cama sin haber cruzado más de media docena de frases de compromiso. Para Pedro, Elisa no era sino un elemento de guardarropía más, un complemento elegante y distinguido que exhibir en los actos sociales a los que asistían y que, al volver a casa, guardaba en el armario del olvido hasta la próxima ocasión.
Ella intentaba llenar su vida con actividades sociales, en el club de paddel, tomando café entre conversaciones intrascendentes con amigas más intrascendentes aún, pero nada de ello era suficiente, así que cada vez pasaba más tiempo imaginando como podría ser su vida sin Pedro.
Así que al ver que empezaban a acercarse los cincuenta, y no teniendo hijos de los que preocuparse —Pedro no había querido tenerlos—, decidió mandarle a paseo. Cogió cuatro cosas en una maleta, y se largó sin dejarle más noticia que una demanda de divorcio encima de la mesa.
—Bueno, vayamos dejando paso libre por aquí —dijo, dejando la cerveza en la cocina, y cogió la carretilla de carga con la que llevaba varios días bajando trastos al contenedor de basuras más cercano.
Ese día Aurelio compartía camión con Luis, uno de sus compañeros solteros, y con Josemi. Por suerte, le tocaba a Luis conducir el camión mientras Josemi y él se ocupaban de la carga y, siendo ambos igual de callados, el turno transcurriría casi en silencio, lo que daba a Aurelio la oportunidad de dedicarse a su pasatiempo favorito: dedicarse a sus propios pensamientos e ignorar lo que sucediera a su alrededor.
No era un tipo mal parecido y, a pesar de su edad, todavía conservaba una buena planta, pero su forma de ser, seria y taciturna, le había dado pocas oportunidades en el amor. Solo había tenido una novia formal, allá por sus años de instituto, pero le había dejado plantado por el hijo de un empresario rico, y desde entonces no había tenido más que un par de relaciones pasajeras. Para ser sinceros, tampoco es que se hubiera esforzado demasiado en ello, tan sólo se limitaba a dejar que la vida pasara a su alrededor mientras dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a la lectura y a pasear en silencio por los jardines del Turia y, todo lo más, a alguna noche de tragos con sus compañeros, más arrastrado que voluntario.
Esa noche les tocaba hacer el recorrido por la zona chic de la ciudad, entre Gran Vía y Colón, donde se juntaban las tiendas más de moda y los grandes despachos profesionales con las viviendas de la burguesía histórica de la ciudad. Un recorrido que, si bien era bastante cómodo, tenía la cualidad de volver aún más taciturno a Aurelio: el despliegue de derroche y despilfarro que se percibía incluso en la basura que recogían le ponía de bastante mal humor. Y esa noche no iba a ser menos.
Elisa llevaba ya media docena de viajes con la carretilla cargada a tope, y había acumulado ya un buen montón de trastos junto a los rellenos contenedores de basura. Estaba bastante cansada y tenía ganas de dejarlo, pero prefería acabar de una vez.
Además, el día siguiente era nochevieja, y tenía intención de tomárselo como un día de descanso. Se había dejado convencer por Laura, una amiga de la infancia ya viuda, e iban a ir ambas a cenar al Hotel Westin, cuyo restaurante japonés hacía furor en los últimos meses, y luego su amiga había reservado plazas en el Play Club, que celebraba un cotillón temático dedicado a los «Canallas anos 80». Así que iba a dedicar la mañana a descansar, y luego tenía cita de peluquería y manicura.
Así que hizo un par de viajes más hasta vaciar la casa de cajas y bolsas, cogió otra cerveza —«¿Cuántas llevo ya?»—, y se tiró en el sofá a descansar un rato.
En ese momento se fijó que en el salón, aún sin “limpiar”, destacaban las fotos originales de su boda colgadas en la pared. Al mudarse a Madrid habían encargado nuevas copias con marcos a juego con la nueva decoración, dejando atrás las primeras.
—¡Y una mierda! —exclamó mientras se levantaba de un salto—. No voy a empezar un nuevo año y una nueva vida viéndote el mismo careto de cabrón de siempre.
Así que descolgó las viejas fotos, las cogió bajo el brazo, y bajó como una exhalación a la calle.
—Justo a tiempo, oye —dijo al observar que el camión de la basura doblaba la esquina al comienzo de su calle. Dejó las fotos junto al contenedor de basura y, con una gran sonrisa, volvió hacia su casa sin volver siquiera la vista atrás.
Luis hizo girar el camión desde Cirilo Amorós, y embocó con cuidado la semi peatonalizada calle Pizarro.
—¡No me jodas! —dijo Josemi desde el estribo trasero del camión al acercarse a los contenedores de basura. Junto a ellos destacaba una buena pila de cajas de cartón, un montón de bolsas de basura azules, y todo tipo de enseres y muebles viejos desmontados.
—Tiene cojones la gente esta —añadió Aurelio tras dar la vuelta desde el otro lado del camión y ver el panorama que les esperaba—. No son capaces ni de avisar al servicio de recogida municipal, o llamar a un trapero que se lo lleve todo. ¡No!, lo tienen que dejar aquí tirado para que lo recojamos nosotros.
Entre juramentos, ambos empezaron a cargar a mano en el camión las bolsas de basura y luego, entre más y más fuertes juramentos, las cajas de cartón y el resto de los enseres. Iban a mover ya los contenedores para cargarlos con el brazo hidráulico del camión cuando vieron las viejas fotos apoyadas entre ambos contenedores y las cogieron entre ambos para tirarlas en la parte trasera del camión.
Fue al ir a lanzar la segunda cuando Aurelio se fijó en la imagen de la fotografía —«¡Hostias!, es Elisa»—.
Se habían conocido por casualidad en una biblioteca del centro. Él buscaba un libro para un trabajo de Historia de COU que no estaba disponible en la biblioteca más cercana a su barrio, así que había acabado yendo a la gran biblioteca provincial en Ciutat Vella. Ella perdía allí el tiempo junto a sus amigas del Colegio Jesús-María con la excusa de hacer los deberes de segundo de BUP, pero pasaban más tiempo cuchicheando y mirando a los chicos entre risas que dedicadas a ninguna tarea escolar.
Fue Elisa la que le vio entrar y, tras preguntar al bibliotecario, dirigirse a la sección de Historia. Cuando pasó cerca de su mesa, hizo una seña a sus amigas, puso los ojos bizcos y se dio la vuelta sin disimulos para mirarle el culo al pasar. Sus amigas apenas podían contener la risa. Fue Laura la que, al cabo de un rato de bromas y miraditas, le retó a ir a decirle algo.
Ella se levantó, y se acercó dónde estaba Aurelio, fingiendo mirar los libros de la estantería y le preguntó:
—¿Te gusta estudiar la historia?.
—Sí —respondió él.
—Pues si alguna vez quieres estudiar algo más joven, ya sabes dónde estoy —dijo ella, y se marchó a la mesa con sus amigas, que lo celebraron con aplausos fingidos.
Aurelio se quedó sin saber que decir y, al cabo de un rato, tras encontrar el libro que buscaba, salió de la biblioteca en silencio sabiéndose el centro de las miradas divertidas de Elisa y sus amigas.
Volvió a los pocos días a devolver el libro prestado y sacó otro. Y volvió a devolverlo. Y cada vez encontró más motivos para acudir a esa biblioteca a buscar algún libro o a devolverlo, o incluso para estudiar allí. A las pocas semanas ya estaban saliendo juntos. A pesar de las circunstancias, y de sus diferentes caracteres, la relación fue viento en popa desde un principio. Elisa llenaba los vacíos de Aurelio y este no tenía ojos más que para ella.
Aurelio empezó la carrera de Historia en la UV mientras Elisa terminaba el bachillerato. A los pocos meses de relación ya habían dado el paso de las presentaciones familiares, para gran jolgorio en casa de Aurelio y con un recibimiento bastante más frío en casa de ella. Sin duda, el padre de Elisa esperaba que ella tuviera un novio más acorde a su categoría social.
Por eso, a Aurelio no le extrañó que cuando Elisa terminó COU, su padre insistiera mucho en que continuara sus estudios universitarios en Madrid, en alguna universidad privada.
Al principio, la relación se mantuvo en la distancia, pero Elisa pasaba casi todo el año en Madrid, y él no podía permitirse ir a visitarla muchas veces. Fue en las vacaciones de Navidad de su tercer curso cuando Elisa le dijo a Aurelio que había conocido a otra persona en Madrid.
El mundo se le vino encima a Aurelio. Consiguió acabar su último curso por los pelos —él, que siempre sacaba de ocho para arriba—, y al acabar el año no se sentía con fuerzas para preparar una oposición como tenía pensado por lo que, por hacer algo, se apuntó a la bolsa de trabajo temporal del ayuntamiento. Allí ejerció de peón, de jardinero, y de lo que surgiera hasta que al final consiguió una plaza fija en la subcontrata de limpieza.
Lo que había empezado siendo algo transitorio, adquirió condición de permanente, dando comienzo a una monotonía que solo perturbaban sus hermanas al grito de: «¡Aurelio! ¡Espabila…!».
—¡Aurelio! ¡Espabila, coño!. ¡Que no tenemos toda la noche! —gritaba Luis asomándose por la ventana del camión—. ¿Qué haces ahí pasmao?
—¡Ya va, hombre, ya va! —contestó mientras tiraba la fotografía al camión y, no sin cierta satisfacción, pulsó el botón que activaba la trituradora. «Parece que no soy el único al que le ha ido mal en la vida» —pensó.
Saltó al estribo y le hizo señas a Luis para que arrancara. «Rumbo al siguiente contenedor de basura, una gran metáfora de mi vida».
Por el camino se entretuvo pensando en tres o cuatro contestaciones mordaces que nunca les diría a sus hermanas durante la cena del día siguiente, y se preguntó si aún le quedaría bien su vieja cazadora Levi’s. Esperaba que sí. No tenía ninguna intención de disfrazarse como querían hacer Luis y Santi, pero con una cazadora vaquera y un par de chapas esperaba pasar lo más desapercibido posible en la fiesta del Play.