—No me parece bien tirarlas dentro, junto al resto de basura —me dijo Carlos ayer—.
Me parece una falta de respeto añadida: las quiero tirar, claro, pero no dentro del contenedor.
—Déjalas a un lado, las recogerán esta noche. No pasa nada.
Empezamos a visitar cementerios juntas cuando yo tenía siete años. Mi madre disfrutaba, aunque quizá disfrutar no sea el verbo que mejor defina aquello que en realidad ella sentía cuando, tras llegar a un pueblo nuevo, o a una ciudad aún por descubrir, se acercaba a la oficina de turismo y pedía al atónito empleado de la oficina:
—¿Puede decirme dónde se encuentra el cementerio?
La persona tras el mostrador tomaba un mapa, en el mejor de los casos y, mirándome a mí, la pequeña, de reojo y con curiosidad, indicaba a mamá cómo llegar al cementerio más cercano. También podía darse el caso que no tuvieran planos disponibles, entonces una hoja, un bolígrafo, un camino mal dibujado y una cruz como destino final hacían la labor.
Al llegar al cementerio miraba, extasiada, como si de un plano general con el gran angular se tratara, ese paisaje que pronto iba a recorrer, un paisaje que en algunas ocasiones semejaba un jardín botánico, otras eran excelentes miradores sobre el mar y, a menudo, eran la demostración de la riqueza y la pobreza, incluso tras la muerte, de sus ocupantes. Enseguida se hacía una composición del lugar y decidía por dónde iniciar su visita y cómo organizar el recorrido para no perderse ninguna joya. Joyas llamaba a aquellas a las que dedicaba más minutos en su marcado recorrido.
Durante los primeros años yo no me separaba de ella, tenía miedo, ella siempre hacía el mismo comentario:
—Ana, miedo de los vivos, no de los muertos.
Pero a mí el miedo me invadía, también la curiosidad, desde que cruzábamos la verja. A veces, muchas, debíamos abrir una cadena normalmente oxidada atada de cualquier manera a la puerta principal cuya idea, imagino, era entorpecer un poco el paso de los vivos al mundo de los muertos. A veces un cerrojo herrumbroso hacía esa misma función.
A los pocos años, no sé, al poco de cumplir trece, le dije a mamá que me veía capaz de visitar a los muertos por mi propio camino, que ella podía elegir su recorrido, que ya nos encontraríamos…
No sé en qué momento le hice la pregunta:
—Mamá, ¿crees que cuando una de las dos muera la otra seguirá visitando cementerios por placer, como ahora?
Me miró como si no hubiera entendido la pregunta. A veces actúa así, me mira fijamente, me taladra, y se pierde en el infinito. Entonces, como si volviera de nuevo al diálogo, me responde. O no. A veces, dándose la vuelta da la conversación por finiquitada. Y la pregunta puede así seguir planeando en el aire como una hija huérfana de padres, sin rumbo, sin antes y sin después.
Un poco como me siento yo ahora, en este presente difícil y anormal.
—Ana, todo entra dentro de la más absoluta normalidad —sentenciaba mi madre—. Todo aquello que nos ocurre ya ha ocurrido antes a miles de personas, quizá millones. No nos creas tan especiales ni, por supuesto, te creas tú especial tampoco.
Mi madre sabía ser cruel con sus azotes verbales, como si yo fuera un caballo al que domesticar con la vara por no seguir el camino que ella, en su mente, trazaba sin descanso.
No sé aún por dónde empezar a resituarme. El psicólogo me ha aconsejado escribir. «Escribir te ayudará a transitar estos momentos». A transitar, dice, estoy enfadada, rabiosa, hundida, desesperanzada y mi psicólogo en vez de darme una pastilla que acabe de una vez por todas con mi dolor me pide que transite. Así que aquí estoy, de nuevo, en este cementerio cercano a casa que tantas veces visitamos juntas, con unas flores en una mano y el odio apretadito en la otra mano.
Vengo cada tarde desde que murió a traerle flores. No sé a quién le puede servir esto, a mí, por lo pronto no pero sigo viniendo. Carlos no quiere acercarse; aún no ha conseguido borrar esa primera imagen. Él fue quien descubrió su cuerpo moribundo y quien lo acompañó en su agonía hasta la muerte, once días después, en el hospital. No encuentra consuelo y venir aquí tampoco le ayuda. Cuando éramos pequeños y yo visitaba con mamá los cementerios, incluso éste tantas veces recorrido, él prefería quedarse con papá controlando que, nuevamente, el águila sempiterna apareciera. No sé si era miedo, no sé tampoco si ahora sigue siendo miedo o el dolor es demasiado intenso. Con Carlos las cosas no siempre son lo que parecen.
Ayer empezamos a vaciar el piso. Me digo que es absurdo pagar el alquiler por un piso que posiblemente ya nadie va a volver a habitar en mi familia. Es de renta antigua, un piso viejo, grande, enorme, y muy agradable gracias a ese sol que entra por los ventanales con tanta alegría bañando de colores, tantos colores como los que conforman la cristalera, el salón. En él nació mamá y también tío Luís; en él vivimos con los yayos hasta que los dos murieron. Mamá lo tenía arregladito, no digo yo que papá no colaborara en ese ‘tenerlo arregladito’, pero sí es cierto que a él, como a mí, nunca le han molestado ni los cristales sucios, ni la capa de polvo que el sol evidenciaba en los muebles antiguos pero bien cuidados. Él siempre ha sido muy práctico, muy del día a día, sin tener que hacer tantos talleres, tantos cursos, sin darle el nombre dichoso de moda hoy en día, “mindfulness” de las narices, esto que tanto me cuesta a mí: vivir el día a día. Él nació sabiendo cómo hacerlo y así ha vivido.
Carlos no quiere tirar muchos de los objetos que tanto han significado en la vida con nuestros padres, yo prefiero deshacerme de todo. Me parece un absurdo, una traición, un renuncio, un apoyar un final que no tocaba. Sí, estoy llena de rabia, ni todos los psicólogos del mundo conseguirán que algún día transite, mierda para quien sepa transitar, tanta rabia. Tanto engaño, tanto miedo, tanta frustración, tanto odio...
Las peores noticias suelen venir por teléfono. Creo que por eso nunca me ha gustado contestar llamadas. Siempre he preferido hablar cara a cara. O las cartas, la cantidad de cartas que escribía de pequeña en los meses que pasábamos en el pueblo de los abuelos, los padres de papá. Mis amigos del colegio esperaban mis largas cartas, sabían que iban a recibir muchas, muchas cartas de montones de hojas escritas por delante y por detrás. No porque me aburriera en el pueblo, que no, sino porque les explicaba cosas que ellos, quizá, no vivían en su verano. Cartas en las que me gustaba explicar con todo lujo de detalle el olor del campo, en julio, tras la siega del trigo. O el placer que sentía al compartir cómo se trillaba el centeno segado semanas antes que el trigo. Relataba en ellas cómo disfrutaba acompañando a mi abuelo a regar las patatas y las alubias, qué ricas me sabían cuando tras horas y horas de fuego muy, muy lento las comíamos todos juntos. Ir al pueblo de mis abuelos, en Toledo, era toda una experiencia, y ya entonces, agradecía poder compartir mis aprenderes de verano con mis amigos. Un poco como ahora, como en estos momentos en que, por prescripción vital, parece que compartir por escrito puede aliviar un poco mi alma. Mi alma ya muerta.
Tengo 23 años, Carlos 25, y creo que ya hemos vivido demasiado. Innecesariamente demasiado. Me pregunto cuántos años más seguiré viniendo aquí a traer flores. Cuántos años más me resistiré a hacer una visita a la cárcel en la que ahora está, en esas horas de visita programada, visitas higiénicamente programadas.
¿Por qué lo hizo? ¿Se quisieron alguna vez? ¿Nos quiso alguna vez?
Se casaron en el 94, en unos meses hubieran cumplido 25 años de la boda. De pequeña sentía celos de mi madre porque yo estaba enamorada de papá: él era mi hombre ideal, mi amor eterno, mi héroe. Decía a quien quisiera escucharme que iba a casarme con él. Qué jóvenes eran en las fotos de la boda. Mamá, guapísima, estaba embarazada de Carlos pero apenas si se le notaba, siempre ha sido muy delgada, incluso ahora; un nervio, puro nervio, muy delgadita. La mala sangre, seguramente, heredada de su padre, mi abuelo, es la que le impide engordar.
Tengo frío, se ha hecho tarde, estoy cansada, estoy harta, apenas han pasado unos días de su muerte y no puedo hacerme a la idea. No consigo borrar las palabras de Carlos cuando me llamó:
—¡Ana, papá está sangrando! Anaaaaaaaaa, ¿puedes venir a casa ahora? ¡Ana, por favor, papá!
No sé por qué no pregunté por mamá. No entendí por qué me llamó él y no ella. No sé cuánto tardé en llegar a la que hasta hacía un año había sido mi casa. No sé qué sentí al ver tanta sangre. No sé qué siento aún ahora. No sé cómo voy a conseguir seguir viviendo.
Miro las flores, reconozco la lápida, el camino mal dibujado que me hizo Carlos tras el primer día me ha traído hasta aquí. El día del funeral, el mismo día que ella entró en la cárcel, el trankimazin me facilitó volar como las águilas que papá siempre decía ver, me permitió no ser consciente aún de cuánto había cambiado nuestra vida para siempre en apenas unos minutos.
Lloro. Por fin lloro, creo que ya nunca dejaré de hacerlo al reconocer su tumba, una tumba sin foto, una tumba que no será una joya según mamá, una tumba con su nombre en letras negras:
Pablo Gómez Escudero (Quintanar de la Orden 1967 – Orihuela 2019)