El cielo aún estaba teñido de naranja cuando un Mini azul marino apareció veloz por la bocacalle, como si quisiera huir del amanecer. Al llegar a la zona de aparcamientos frenó lo justo para virar a la izquierda y empotrar el morro en una plaza con la precisión de quien lo ha hecho miles de veces. La ventanilla se cerró justo cuando la radio anunciaba el nuevo single de The Beatles: Hello, Goodbye.
Los goznes de la puerta se quejaron con brevedad y Richard Starkey salió del coche aparentando elegancia, aunque no pudo evitar que su traje se arrugara. Cerró la puerta con llave, atusó su pantalón, revisó el nudo de la corbata y se dirigió a la enorme puerta giratoria de cristal.
De cristal era el ascensor, que subía por el exterior del edificio, alejándose de la ciudad a cinco vértigos por minuto. Starkey tuvo que esperar tres turnos para poder ingresar en el elevador. Por algún motivo, esa mañana el edificio estaba más atestado que de costumbre. En vez de esperar en la cola se dirigió al servicio, donde se limpió los restos legañosos de sus ojos hundidos en el baño. Cuando terminó, se perfiló el bigote con las yemas de los dedos mientras elucubraba por el motivo de una reunión a una hora tan temprana. Este tipo de citas solo podían significar dos cosas: o era algo de extrema urgencia o era una mala noticia, tan mala que hacía falta el día entero para poder digerirla y minimizar así la probabilidad de pasar toda la noche dando vueltas en la cama. Starkey descubriría pronto que se trataba de esto último.
Salió del ascensor y cruzó un pasillo empapelado de arriba abajo con un efecto de fibra vegetal que generaba agobio e ira a partes iguales. Nunca jamás se había escuchado a nadie alabar aquella decoración, y sin embargo seguía intacta. Esa reflexión permitió a Starkey evadirse de sus preocupaciones y llegar con rapidez al séptimo despacho, que era su destino. Al entrar vio al general Tobias L. Whiteman sentado en el extremo de una mesa, y a John Lennon, Paul McCartney y George Harrison al lado contrario.
—¡Ringo! —exclamaron los tres al unísono.
El general permaneció callado y con gesto serio. Tenía pelo grisáceo y poco denso de mitad de la cabeza hacia detrás; el resto era una calva que reflejaba la fuerte iluminación del techo. Estaba vestido de uniforme, pero sobre todo tenía una cara castrense: hasta embutido en un pijama de ositos se adivinaba su rango militar.
—Disculpad la espera. —contestó Starkey. Pensó en las excusas que había improvisado para omitir que se había quedado dormido, pero prefirió descartarlas y dejar que el silencio hablara por él.
El general Whiteman lo invitó a sentarse y comenzó su disertación:
—Señores, los he convocado para hacerles partícipes de una noticia que les involucra directamente y ante la que no caben más opciones que actuar con diligencia y contundencia.
Los cuatro músicos se miraron entre sí aturdidos.
—Su misión —prosiguió— ha sido de gran importancia para la defensa del Reino Unido y para la colaboración con nuestros aliados. Bien es cierto que ya el uso de las canciones para transmitir mensajes secretos a nuestros agentes está superado por métodos más efectivos, pero he de reconocer que la permeabilidad del grupo en todas las capas de la sociedad nos ha permitido acceder a unos niveles de información inimaginables hace apenas ocho años. Lamentablemente, existe un obstáculo que con toda probabilidad constituye una amenaza no ya para la eficacia de sus actuaciones, sino incluso para la propia integridad de los Servicios de Inteligencia.
—¿Qué obstáculo? —preguntó Lennon, erigiéndose en portavoz.
—La popularidad. —Whiteman lo señaló y lo miró fijamente a los ojos—. Han alcanzado un nivel de popularidad tan elevado que corremos el riesgo de perder el control del flujo de información.
—Bobadas —dijo Harrison agitando la mano de forma displicente.
Whiteman dio un puñetazo en la mesa y se acercó a él hasta casi rozar sus respectivas narices.
—¿Acaso va usted a negarme que ha tenido contactos con el KGB? ¿Acaso va a negarme que rechazó la oferta de incorporarse como agente doble porque no le querían pagar en dólares ni en libras esterlinas y porque el acceso a mujeres estaba controlado?
Harrison guardó silencio y agachó la cabeza. Los demás lo miraron con los ojos como platos.
—Bien —retomó Whiteman—. La decisión es irrevocable. El calendario de reestructuración del MI4 está aún pendiente de aprobación y se conocerá en próximas fechas, pero es seguro que incluirá la disolución del grupo.
La palabra «disolución» causó un terremoto en los cuatro músicos. Pese a que Whiteman parecía haber ido preparando el terreno, el monólogo había transcurrido con demasiada rapidez como para que pudieran anticipar la gravedad de la situación.
—¡Un momento! —Starkey saltó de su silla y extendió los brazos—. ¿No podemos encontrar otra solución? No sé. Tal vez podemos centrarnos en la recopilación de información sin tomar contacto con agentes extranjeros.
—Me temo que no. El grupo ha estado demasiado expuesto. —Hizo una pausa—. Además, una de las políticas de los Servicios de Información es la diversificación de riesgos, y el MI4 ha sido complementado con numerosas unidades adicionales, por lo que el trabajo de The Beatles ya no será imprescindible. Y, ante el riesgo para la vida de cada uno de ustedes —pronunció estas palabras una a una, señalando de forma consecutiva a los cuatro músicos—, lo mejor es disolverlo y darles la oportunidad de continuar sus carreras por caminos separados.
»Y antes de que me lo pregunten: el MI4 no va a disolverse; solo lo hará el grupo. La decisión es que el MI4 pase a denominarse «Servicio de Información y Espionaje a través de Multimedios» y asuma las actividades de coordinación de todos los agentes, grupos y medios que tenemos desplegados por el Planeta.
»Y ahora, si me lo permiten, me retiro para que puedan asimilar la información.
Apenas se hubo marchado Whiteman, Lennon miró a sus compañeros y fijó la vista en McCartney.
—¡Maldito bastardo! —gritó, agarrándolo por la pechera. Sus pequeños ojos se habían agigantado detrás de los cristales redondos de sus gafas—. ¿Por qué no has dicho nada? Tú lo sabías, ¿verdad?
—¡Déjame! —Intentó zafarse sin éxito—. Yo no sabía nada. ¡Déjame!
Lennon estuvo a punto de darle un puñetazo, pero Harrison y Starkey lo detuvieron. Los cuatro permanecieron en silencio, aunque los resoplidos de John se oían por encima de los del resto de integrantes. Unos minutos más tarde regresó el general.
—Espero que hayan tenido tiempo suficiente para reflexionar. No obstante, estaré disponible para atenderles en lo que sea necesario. En los próximos días recibirán información individualizada sobre el devenir de la carrera profesional de cada uno de ustedes. Incluirá una temporalización de los eventos individuales y colectivos, un detalle del género musical al que se dedicará cada uno y varias entrevistas modelo para que tengan claro qué contestar a las preguntas de los periodistas cuando se anuncie la separación y en el futuro. —En ese momento miró a John—. Señor Lennon, espero la colaboración de todos; en especial la suya. Vamos a simularle un matrimonio.
—¿Un matrimonio? Pero si ya estoy casado.
—Lo sé, pero su personalidad es lo suficientemente atractiva como para ser nuestro agente más efectivo. Por ello lo voy a poner en equipo con una de nuestras espías más resolutivas, y simulando un matrimonio no levantaremos sospechas. Así podrán complementarse y continuar proporcionándonos información. Los señores Starkey, McCartney y Harrison irán por su cuenta, pero puntualmente le prestarán apoyos.
—¿Pero cómo voy a simular un matrimonio así de pronto, sin más información?
—Estará todo en el dossier. De momento céntrese en descansar. Cuando le llegue la documentación estaremos en contacto. Ahora, si me disculpan… —concluyó, haciendo un gesto para que abandonaran el despacho los cuatro músicos.
Los cuatro músicos cruzaron Abbey Road en silencio. Al llegar al parque contiguo, rodearon unos jardines y se detuvieron frente a una fuente.
—Lo siento, Paul —dijo Lennon, abrazándolo—. Me he dejado llevar.
McCartney le devolvió el abrazo, pero no confesó que, en efecto, él sí sabía algo. Había sido convocado media hora antes que los demás, aunque luego había abandonado el despacho para simular que había llegado después que Lennon. En esa reunión previa se había producido la siguiente conversación:
—Señor McCartney, el señor Lennon es una amenaza para el grupo. Ha transgredido las normas del MI4, ha ganado demasiada popularidad y la ha estado aprovechando para verter mensajes proselitistas contrarios a los intereses de la Corona. Además, ha puesto en peligro a los demás integrantes del grupo.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Usted es el único con una imagen lo suficientemente fuerte como para eclipsar a Lennon. Mire: en la reunión de hoy anunciaré la disolución del grupo en un futuro cercano. Pues bien, usted tendrá que anunciar una carrera en solitario antes de que lo haga él, y deberá procurar que haya siempre suficiente tensión entre ambos para que los seguidores se polaricen y para que Lennon pierda credibilidad si se empieza a radicalizar.
—No puedo hacerle eso a John —había contestado con un nudo en la garganta tras un largo silencio.
—No le queda más remedio, McCartney. Si quiere salvarle la vida, no le queda más remedio. Y si quiere salvar su propia vida.
Aquellas palabras se habían clavado en el cerebro de McCartney como si sus meninges hubieran cristalizado, pero no podía confesarle nada a Lennon.
No en aquel momento.
Aquel momento había sido hacía casi trece años. The Beatles era un recuerdo del pasado que se proyectaba en el presente, generando comentarios, investigaciones, polémicas y derechos de autor a espuertas, los cuales usaba el MI4 para financiar sus actividades y de los que una cantidad nada desdeñable acababa en los bolsillos de los antiguos integrantes del grupo como pago por su silencio.
Harrison se había especializado como enlace con Asia, lugar al que viajaba frecuentemente con el pretexto de adquirir nociones de música hindú y china para sus siguientes proyectos.
Lennon se había convertido inicialmente en una especie de agregado cultural no oficial del embajador británico en Estados Unidos. Fue una estratagema para alejarlo de las redes de espionaje, pero su esposa ficticia, Yoko Ono, había conseguido convencer al MI4 para que permitieran al ex Beatle colaborar de forma esporádica, debido a su extensísima red de contactos.
Starkey, que seguía siendo conocido como Ringo Starr, había simultaneado su carrera musical dirigida por el MI4 con actuaciones paramilitares organizadas por el Servicio Exterior. Había sido la única solución propuesta por los Servicios de Inteligencia ante los sucesivos fracasos financieros de Starkey que lo había llevado a la bancarrota.
Por último, McCartney era el único que había mantenido su residencia en el Reino Unido para afrontar las labores de información doméstica, pero pronto se le encomendó vigilar de cerca a Lennon, aprovechando la amistad que unía a ambos.
Un día McCartney se citó con Starkey en el café Hafa, en las colinas de Tánger. Ambos fueron convenientemente disfrazados para no ser reconocidos: McCartney se había envejecido el pelo con polvos de talco y se había dejado un bigote fino que le daba cierto aire a mafioso italiano. Starkey, por su parte, vestía túnica. En aquellos balcones sobre el mar Mediterráneo pasaban absolutamente desapercibidos.
Ambos compartieron té a la menta y algunos cigarrillos liados con hachís. Varias muchachas marroquíes se habían acercado errantes y ambos, muy a su pesar, habían rechazado sus propuestas para no ser descubiertos.
Tras unos cuarenta minutos recordando anécdotas entre risas y llantos, McCartney decidió ir al grano:
—John está en problemas.
—¿Qué le ocurre?
—Ha vuelto a las andadas.
Starkey negó con la cabeza.
—¿Está otra vez como cuando nos obligaron a separarnos?
—Sí. Pero parece que ya no hay marcha atrás. Ha contactado con grupos políticos extranjeros y se teme que haya transmitido información sensible.
—¡Dios mío! —dijo Starkey, ahogando un grito—. ¿Y qué vas a hacer?
—Yo ya no puedo hacer nada. Por eso te he citado.
Starkey entornó los ojos y analizó las córneas vidriosas de McCartney. Por un momento dudó hasta que entendió lo que le estaba pidiendo.
—¡No! ¡No puedo!
—No tenemos elección, Richard. Y no tengo otra alternativa. Ahora sí que estamos todos en peligro.
—¿Por John?
—No. Por el MI4. Estamos en el punto de mira.
El punto de mira tenía motas de polvo, así que Starkey lo bañó en vaho y lo limpió con una toallita. Volvió a posarlo sobre el pie de metal y se tumbó en el suelo de gravilla. Verificó que tenía a la vista la puerta del hotel que le había indicado McCartney, así que solo tuvo que esperar las señales.
Trató de poner la mente en blanco. Cada segundo venían a su cabeza imágenes de reuniones, ensayos y conciertos. Todos los recuerdos eran borrosos, salvo un pequeño fragmento tan nítido que casi podía tocarse: la cara de John Lennon. Cada vez que le venía un recuerdo intentaba borrarlo, pero entonces venía otro. Y otro. Y otro. Tenía miedo de desconcentrarse, de errar en su misión más importante, de arrastrar la losa del fracaso por el resto de sus días.
En ese momento le vino a la cabeza un fragmento de Ticket to ride:
la está hundiendo, sí.
Que nunca será libre
si yo ando alrededor.
Tiene un billete para marcharse,
y no le importa
Con aquella canción habían alertado a los Servicios de Inteligencia de que una joven parlamentaria, Margaret Tatcher, estaría pensando renunciar a su carrera política y regresar a la investigación química si seguía siendo ninguneada por el whip de la Cámara de los Comunes. Tatcher era una desconocida para el gran público, pero no para los Servicios de Inteligencia, que intuían un futuro prometedor para ella. Poco después el whip dimitiría misteriosamente y nunca se supo nada más de él.
Al fin Starkey vio la primera señal. Un hombre con aspecto de lunático apareció por la esquina. Portaba una pistola falsa con la que simulaba disparos a transeúntes invisibles. No solía frecuentar esa zona de Nueva York, pero lo habrían situado a conveniencia para que apareciera en escena en el momento justo.
En ese momento Lennon salió del hotel, de la mano de Ono. Vio al falso pistolero y le devolvió un disparo con la mano simulando una pistola. A continuación rompió a reír.
Starkey, a través de la mirilla, apuntaba a Lennon. Se fijó en que Ono lo había localizado y lo miraba. Aún sin soltar la mano de John, asintió levemente con la cabeza.
A Starkey le cayó una gota de sudor frío por el espinazo. Esa era la segunda señal. Tomó tanto aire que casi se sintió mareado. Contó hasta tres, apretó el gatillo e hizo fuerzas para no llorar. Solo Paul puede llorar, pensó. Se echó para atrás hasta apoyar la espalda en una pared y empezó a rezar.