Como cada mañana desde hacía doce años, Roberto abrió su bar ante la mirada insistente de Javier, que como cada mañana desde hacía veintisiete años, quería su café con leche y su magdalena de pasas. “Tu padre abría siempre a la hora”, dijo a través de la reja. Los demás parroquianos fueron entrando poco a poco, buscando un bocado antes de empezar su jornada de trabajo. Enseguida el aroma del café y el pan tostado inundó cada recoveco del establecimiento. “¿Cuánto te debo?”, dijo Javier al terminar, y se subió la mascarilla. “Lo mismo que ayer y lo mismo que mañana, viejo cenutrio”, respondió Roberto.
Patricia apareció por aquéllo de las siete y media, con el pelo alborotado y cara de “no hace falta que digas nada”. Igualmente Roberto la regañó con la mirada. “Ponte con las mesas”, dijo mientras la chica se ponía el delantal. Roberto puso unas lonchas de panceta en la sartén y salió de la cocina. “Enseguida la tiene lista”, le dijo al cliente de la barra.
En la tele de la esquina la presentadora del noticiario dio paso a una emisión especial desde la Moncloa. El presidente Sánchez apareció tras un atril, generando algún comentario despectivo de la clientela. Decir que tenía cara de circunstancia no haría honor a su semblante. Todos en el bar se le quedaron mirando. Habló sobre un estudio que había durado meses, durante los cuales cientos de astrónomos de todo el mundo habían llegado a una conclusión, trasladada ahora a la población mundial al demostrarse su absoluta certeza e inevitabilidad. “El cuerpo, un asteroide de 113 km de diámetro, se encuentra en trayectoria de colisión con la Tierra”. El presidente miró sus papeles, mordiéndose los labios. Le brillaban los ojos. “No hay duda de ello: impactará la mañana del próximo domingo 1 de noviembre. Se prevé que el impacto tenga lugar en algún punto entre Madrid y Salamanca”. Las lágrimas caían ya por sus mejillas. “Nos enfrentamos a un cataclismo global…”. Dejó entonces los papeles sobre el atril. Inspiró profundo antes de mirar a cámara. “Es momento de elegir cómo queremos vivir estos últimos días, ya sea con nuestra familia, nuestros amigos, rezando al dios de cada uno o de cualquier otro modo. Sea como sea, sé que los españoles sabrán encarar el fin con dignidad y entereza. Para mí ha sido un honor estar a la cabeza de este gran país… Adiós”.
La transmisión volvió al plató del noticiario, donde los presentadores, apenas capaces de hablar, expandieron la información sobre el asteroide, que había llegado desde fuera del sistema solar, y que los astrónomos habían bautizado como Mahapralaya.
En el bar el silencio era tal que sólo se oía el chisporroteo de la sartén. Roberto reaccionó al llenarse la cocina con el humo de la panceta calcinada. Asomó la cabeza fuera, aún medio alelado, y ofreció al cliente prepararle otra tanda gratis. El hombre negó con la cabeza, tiró su mascarilla al suelo y se marchó sin decir nada. Los parroquianos seguían mirando a la tele en silencio. “Se lo están inventado”, dijo uno al final. “¡Cómo van a inventarse algo así!”, replicó otro. “No es más que un cuento para meternos miedo”, añadió un tercero. Detrás de la barra, Patricia se había tapado el rostro con las manos, intentando acallar sus sollozos. Roberto la tomó del hombro, impulsado por unos instintos paternos a los que ya apenas daba uso. “Seguro que es un error”, susurró. La chica se abrazó a él, y ya no hizo nada por contenerse. Él le dio unas palmadas en la espalda, y repitió:
“Seguro que es un error”.
“¿Cuánto te debo?”, dijo Javier. Roberto barrió el bar con la mirada. Ni siquiera Patricia se había presentado. “Nada”, respondió. “Invita la casa”. El viejo asintió con una media sonrisa y caminó hasta la puerta. “¿Ves por qué hay que preguntar?”.
Roberto echó el cierre y salió en dirección a su piso. Las carreteras estaban abarrotadas de coches que intentaba salir de la ciudad, ignorando que si el asteroide era tan grande como se decía, no iban a quedar ni los peces del mar. Por el camino se cruzó con manifestantes. Algunos exigían que el gobierno hiciera algo, que los salvara de la aniquilación. Otros querían que el presidente explicara por qué había tardado tanto en decir la verdad, y que dimitiera por ello. Roberto los pasó de largo. No le interesaba la política.
A un par de manzanas de su casa pasó por delante de su supermercado habitual. Le faltaban algunas cosas, pero decidió dejarlo al ver la cola. Unos gritos llamaron su atención mientras se alejaba. Alguien acababa de meterse corriendo en el supermercado, y ahora estaban todos agitados. En cuestión de segundos esas mismas personas, que habían esperado su turno con paciencia, se convirtieron en una muchedumbre enfurecida en la que los niños veían con lágrimas en los ojos cómo sus padres se daban de golpes por comida. Roberto se quedó mirando a la muchedumbre y pensó en sus latas de conserva. ¿Qué importaban ya la sal y el colesterol?
Subiendo por las escaleras de su edificio, se topó con Pilar, la vecina del 5º A, bajando a toda prisa con dos maletas. Aunque él se paró a saludar, y aunque llevaban unos meses acostándose de forma esporádica, Pilar pasó de largo sin decir una sola palabra, ni siquiera un simple adiós. Él se quedó ahí plantado, entre el 2º A y el 2º B, preguntándose si sería mejor quedarse en Madrid o esperar a que la muerte lo alcanzara en algún otro lugar. Concluyó, pues, que si iba a morir al menos presenciaría el impacto en primera persona. Al fin y al cabo, algo así sólo se ve una vez en la vida.
Una vez en su piso se abrió una cerveza y encendió el portátil. La noche anterior Internet se había caído por el tráfico, pero ya podía usarse de nuevo con algún que otro momento de lentitud. Las redes sociales estaban llenas de todo tipo de declaraciones grandilocuentes de amor por la humanidad, a menudo por parte de actores de cine que no se daban cuenta de que a nadie le importaba lo que pensaran. Dios los salvara a todos de un apocalipsis libre de ególatras sobrepagados.
Durante la tarde, entre sesiones de Internet y cervezas, Roberto miró un centenar de veces su móvil, que en ningún momento dio señales de vida. No sabía por qué esperaba que ese día fuera a ser distinto. Ni siquiera sus hermanos querían hablar con él, no desde que Tere lo abandonó. Tal vez debería llamarla, despedirse de ella y de Paula mientras aún era posible, pero no encontraba la fuerza para hacerlo. Envió un mensaje a Patricia para decirle que no tenía por qué volver al bar. Se quedó en visto.
Por la noche Internet tomó un cáliz distinto. Los lamentos dieron paso a teorías conspiratorias de todo tipo, a cada cual más elaborada. Que si los gobiernos del mundo habían construido naves espaciales para las élites; que si todo era una gigantesca mentira para reducir la población mundial; y la que hizo más gracia a Roberto: el universo era una simulación informática, y el asteroide el botón de apagado. Puede que esa última fuera un meme, pero no estaba seguro. Si algo sabía con certeza era que ya nadie hablaba del coronavirus. Distintas organizaciones habían convocado una manifestación masiva en Madrid. Roberto no imaginaba qué objetivo podía tener: si los mejores científicos del mundo no creían posible hacer nada, menos aún el gobierno de España. No le pasaron desapercibidas las convocatorias de orgías del fin del mundo, algunas de ellas en su mismo barrio. No obstante, él siempre había sido muy tradicional con el sexo, así que siguió bebiendo hasta que le vino el sueño.
No se quitaba la sensación de que el piso estaba más vacío de lo habitual.
Los disparos lo sacaron de su estupor. No eran ni las seis, y el piso apestaba a plástico quemado. Asomándose por el balcón, presenció la ira que se desplazaba por las calles. En eso había quedado la manifestación, pues. Grupos de chavales prendían fuego a vehículos y contenedores de basura. Algunos se metían con los transeúntes, y era entonces cuando sonaban los disparos, provocando una marabunta de críos que huían de la zona, sólo para aparecer al rato y reanudar su marcha destructiva. Habían bastado dos días para caer en la anarquía.
Sonaron unos golpes por debajo. Roberto se inclinó sobre el balcón: una docena de energúmenos acababa de reventar la entrada del edificio. Intentó mantener la calma: había cuatro pisos entre ellos y él. Mientras rebuscaba entre sus herramientas, le llegaron los gritos de terror de una anciana. Tenía que ser Maribel, la viuda del 1º B. Roberto fue a la cocina y cogió el cuchillo más grande y afilado que tenía, pero no podía depender de él: necesitaba algo más contundente. Volvió al balcón y siguió vaciando el armario de las herramientas. Los ruidos subían por la escalera, ya habían llegado al 2º, y allí no quedaba ningún vecino. La recordó entonces: el hacha de mano de cuando hacía apaños en la vieja finca. Llevaba cuatro años sin usarla. ¿Dónde la había metido?
Golpearon la puerta. Él no dejó de rebuscar, incluso cuando entraron y empezaron a correr por el piso. Se le acercaban unos pasos indecisos. Roberto cogió el cuchillo del suelo y se preparó. Un chaval con la cara tapada asomó por la esquina con actitud nerviosa, como si temiera encontrarse con alguien. Roberto le apuntó con el cuchillo. “¡Largo de mi puta casa, niñato!”. El chico se apartó de vuelta al salón. “¡Eh, aquí hay un tío con un cuchillo!”. “¡Mátalo, joder!”, replicó otro saqueador. Roberto atisbó por el rabillo del ojo la cabeza del hacha al fondo del armario. Acercó la mano sin apartar la vista del chaval. “¡Tíos, yo no puedo aquí solo! ¿Tenéis algo?”. “¡Aquí hay unas latas!”, dijo uno de acento latino. “¡Tengo un portátil!”, dijo un cuarto.
Roberto cogió el hacha y se lanzó sobre el chaval. Éste puso pies en polvorosa, gritando: “¡Correr, correr!”. Una fila de saqueadores pasó frente a la puerta del salón. Roberto corrió tras ellos con el hacha en alto. Paró ante su puerta reventada, hiperventilando como si se le escapara el alma. Por poco no había acabado en masacre.
Una lata cayó a su derecha, en la cocina, y un saqueador se le quedó mirando. El chaval, de unos quince años, dejó caer una bolsa de supermercado llena de latas, y sacó una navaja. Sin cruzar palabra, cargó contra Roberto con la hoja apuntada a sus entrañas. Él se apartó de una zancada a la derecha, dejando que el chico se estrellara contra la pared del vestíbulo. Aunque tenía vía libre, el chaval le apuntó de nuevo, planteándose si merecía la pena intentarlo. Roberto alzó el hacha. “¡Largo, coño!”. El chiquillo salió por patas, y mientras bajaba por las escaleras gritó: “¡Ándese con cuidado, viejito!”.
Diez minutos después, habiendo asegurado la entrada con los muebles del salón, Roberto suspiró aliviado e inspeccionó el piso. Se habían llevado su portátil los muy hijos de puta. ¿De qué les servía un portátil? ¿Iban a cambiarlo por un paquete de galletas? Cabreado como pocas veces en su vida, dedicó el resto del día a fabricar una empuñadura larga para su hacha de mano. Armado como era debido, montó guardia mientras las calles a su alrededor ardían y el eco de los disparos rebotaba por las fachadas.
Madrid despertó con resaca. El olor a humo persistía, pero el ambiente se había calmado, como si la ciudad hubiera sufrido un ataque de vergüenza colectiva.
Con la bañera llena de agua limpia y suficientes latas de conserva para llegar al domingo, Roberto se sentó en el sofá con la mirada perdida. En situaciones como ésa, cuando el tiempo sobraba y no tenía nada que hacer, recurría siempre a su portátil o a echar un polvo con Pilar. El wifi aún daba señal, pero su móvil era un trasto viejo y lento, lo que hacía de la navegación algo más frustrante que entretenido. Las cadenas de televisión, además, habían dejado de emitir el martes, así que tenía de frente tres días y medio de silencio.
Si quería mantener la cordura iba a tener que pensar en algo. Rebuscando en el balcón, encontró el viejo reproductor de vídeo y su colección de películas. Era mejor que nada. Enchufó el aparato a la tele y se puso Armageddon, ya que le parecía apropiada, dadas las circunstancias. La cinta llegó hasta la parte en que Bruce Willis le daba al detonador, y entonces se fue la luz, un auténtico coitus interruptus cinematográfico que lo dejó con peores ánimos que al principio. Adiós a la electricidad. Ya le parecía raro que hubiese durado tanto, pero podría haber esperado unos minutos más.
Ya sólo le quedaba el teléfono, que al menos tenía la batería llena. Pensó en llamar a sus hermanos, o tal vez a algún amigo. ¿Pero qué iba a decirle a nadie? Todos habían cortado lazos con él. Cada vez que pensaba en ello su mente se desviaba al principio de todo: el día que Tere se marchó con Paula. Menudo espectáculo le dio, la de lágrimas que soltó la niña por su culpa. Qué mujer más exagerada. ¿Tan malo era, por una vez que se había excedido? ¿Tenía que tirarlo todo por lo borda por un simple guantazo? Ni que ella hubiera sido una santa, siempre provocando y buscando pelea en las situaciones más inoportunas. La de navidades que les amargó. Pero él era el malo. Por un guantazo. Por sus santos ovarios.
Roberto se recostó en el sofá, rodeado de silencio, solos él y sus recuerdos. Qué vacío estaba el piso, y qué lleno el mueble bar.
Le iba a estallar la cabeza. Se desperezó sobre el sofá, tumbando con los pies una botella de bourbon, que a su vez tumbó otra de brandy como fichas de dominó. El salón apestaba a vómito. Debía ser el charco de la esquina, junto al reproductor de vídeo hecho trizas.
Algo no estaba bien en su cabeza, y no era sólo el dolor. Sentía que tenía algo a medias, como si se hubiera dejado una puerta abierta. Comprobó su móvil: 12:51 de la tarde. Le quedaba un 41% de batería. Al pasar la pantalla de bloqueo, se vio de frente con una entrada de su lista de contactos: Teresa. Su semblante se vino abajo. ¿La había llamado?
Le vino de pronto, como si hubiera estado agazapado, listo para saltarle a la yugular: llamó para decirle que quería hablar con Paula. Ella dijo que la niña estaba dormida, y que no quería hablar con él. Discutieron, la cosa se puso fea. Dijeron cosas que se habían guardado desde el fin de su matrimonio; que él nunca le hacía caso, que ella lo convertía todo en una batalla… La amenazó con plantarse en su piso si no le dejaba hablar con Paula, y entonces ella colgó la llamada. La había cagado hasta el fondo, otra vez.
Durante toda la tarde no se quitó esa sensación de encima, esa puerta abierta que no había tenido el valor de cruzar. No terminaba de entender su origen. La había llamado. ¿Qué más le faltaba? Las horas pasaban en silencio, y entre trago y trago no tenía nada que hacer salvo darle vueltas al asunto.
¿Por qué le odiaba tanto? Había sido un guantazo, un guantazo en cinco años de matrimonio. Pero no, ahora lo veía claro en el silencio, ese silencio que no le había dejado otra opción que pensar en ello: había sido algo más que el guantazo, algo lento y constante, un tenso crescendo que culminó en un estallido público. Eran las miradas. Las preguntas indiscretas. Las dudas. Era la mirada de Paula, ese miedo en sus ojos, como si fuera a estallar en cualquier momento. El guantazo fue sólo la culminación de la enfermedad que había carcomido los cimientos de su matrimonio. Tere no era una santa, pero él era un capullo, y ahora que había cruzado esa puerta ya no había vuelta atrás.
Su móvil resonó por las paredes del pasillo. Roberto salió corriendo al salón y lo encontró en el sofá. Tere. Se quedó mirando a la pantalla, indeciso. Podía ser su única oportunidad de arreglar las cosas. Inspiró y sopló antes de descolgar.
Silencio al otro lado. “¿Tere?”. Ahora la oía respirar. “¿Tere, eres tú? Tere, di algo, por favor… ¿No? Bueno, al menos… al menos escúchame, ¿vale? Lo s… lo siento. Siento lo que te dije. No digo la otra noche, si no… todo, lo siento todo”. Le pareció captar un gimoteo, como si ella llorara al otro lado. “Oye, escucha, escucha. No hace falta que digas nada. ¿Y si… y si voy allí, eh? Nada de discusiones, ni peleas ni nada. Simplemente voy, me despido de Paula, y si te parece bien me quedo hasta mañana. Por favor, necesito verla antes de… Te juro que no quiero pelea. Si me dices que me vaya, me iré, te doy mi palabra… ¿Te parece bien?”. Tras varios segundos de gimoteo, la voz de Tere sonó débil al otro lado. “Vale”. Y sin más, colgó.
Roberto dejó caer el móvil y tomó una bocanada de aire. Se le iba a salir el corazón. Corrió de un extremo a otro del piso, metiendo en una mochila todo lo que pudiera necesitar ahí fuera. Latas de conserva, botellas de agua, una linterna… Cuando ya lo tenía todo, se lavó con el agua que quedaba en la bañera. Un baño a la luz de las velas, quién se lo iba a decir. Se plantó en el salón, limpio y afeitado, y echó un último vistazo. Menuda pocilga. Miró el móvil y, viendo que sólo le quedaba un 3% de batería, lo tiró por la ventana con una sonrisa de oreja a oreja.
Cuando terminaba de desmontar la barricada, cayó en la cuenta de la botella de vino que quedaba en la cocina. Tal vez fuera una ilusión absurda, y no era un vino particularmente bueno, pero merecía la pena intentarlo. Metió la botella en la mochila y salió del piso. Yendo de San Diego a Aluche, tenía que darse prisa si no quería que se le hiciera de noche.
Una densa capa de nubes sobrevolaba la ciudad esa tarde, atravesada por hilos de humo que languidecían con la brisa. Las calles estaban cubiertas de ceniza. Gigantescas manchas ennegrecían calzada y fachadas por igual. En el silencio de esa gris estampa Roberto echó a andar, pendiente de todos los ángulos. No tardó en encontrar cuerpos tirados por el suelo, algunos cubiertos de moscas, otros con la sangre aún húmeda. Dignidad y entereza.
El bar le pillaba de paso. Pensó en Paula, en lo mucho que la enloquecían los phoskitos. Tal vez quedaba alguno. ¿Por qué no probar suerte? Apenas suponía un desvío, y sería un bonito detalle. Además, sentía curiosidad mórbida por el estado de su negocio.
Lo encontró, como no podía ser de otra forma, con la reja reventada y las lunas esparcidas por todas partes. La vitrina de la barra estaba hecha añicos, pero Roberto guardaba los dulces industriales en la cocina, en una caja de cartón bajo el fregadero. Bingo: phoskitos, tigretones y panteras rosas. Debieron pensar que era una caja de productos de limpieza, ya que ni siquiera la habían tocado. Con la caja bajo el brazo, salió a la calle y giró a la izquierda.
No oyó los pasos a tiempo. Un segundo estaba de pie, al siguiente lo habían tirado al suelo y la caja surcaba los aires. Alguien le había saltado por la espalda, oculto tras la esquina. Dos más surgieron de detrás de los coches que obstruían la carretera. Roberto se dio la vuelta y lanzó un tajo al vacío. El asaltante se apartó de un salto y cayó de culo. Cogiendo el hacha con las dos manos, Roberto rodó para apartarse de los otros, pero uno alcanzó a darle una patada en la espalda, haciendo que cayera de costado. La sangre le subió a la cabeza, palpitando en sus sienes con el sonido de un tambor. Se revolvió, lanzó tajos a diestra y siniestra. Los asaltantes, que ahora veía eran unos chavales con cuchillos y navajas, se apartaron de él.
Durante unos segundos se midieron con la mirada, él frente a la puerta del bar, ellos al otro lado de la acera. El primer niñato hizo un amago de rodearlo a través de la luna del bar, pero un gesto con el hacha bastó para hacerle retroceder. El más bajo de ellos se apartó y cogió la caja de los dulces. Roberto sintió una punzada en el corazón. “¡Suelta eso!”. Cegado por la ira, cargó contra los atracadores rebanando el aire como un lunático. Ellos intentaron apartarse, espantados, pero el chaval de la caja no reaccionó a tiempo. El hacha se hundió en su clavícula, enviándolo al suelo con la contundencia del golpe.
Roberto sintió un pinchazo en la pierna, y luego otro en el costado. Se revolvió, lanzó sendos tajos al aire para hacerles retroceder. Un calor húmedo se extendió por su camiseta y su muslo derecho. Agitó el hacha y gritó con furia, el último rugido de un león ante el desafío de los jóvenes aspirantes. De alguna forma logró alcanzar a uno en el brazo, y como si un hechizo se tratara, su moral cedió al pánico y echaron a correr, abandonando a su amigo a su suerte. Éste renqueaba por la acera en dirección contraria, dejando un rastro de sangre en la pared.
Jadeando, Roberto se apoyó en el hacha cual bastón. Palpó la humedad de sus prendas. Un rayo le atravesaba las tripas: era profundo. Presionó las heridas con sus temblorosas manos. No llegaría lejos si no detenía la hemorragia. Tomó asiento y respiró profundo para calmarse.
Al menos Paula tendría sus phoskitos.
Amanecía en Madrid, una ciudad gobernada por el silencio. Por suerte esa mañana había algo más de color: las nubes se habían retirado, temerosas de lo que iba a pasar en menos de una hora. Los rayos del sol se filtraban por los edificios, e iluminada por ellos una figura arrastraba los pies por la calzada. Su hacha rascaba el suelo con un ronroneo metálico.
Llegó a la entrada exterior de un edificio, una puerta de metal en una verja de barras verticales. La gasolinera a un lado, una notaría en frente: era ése, estaba seguro. No le hizo falta abrir la puerta: su manivela estaba en el suelo.
Pasada la verja, entró en el edificio y se apoyó en la pared, junto a las escaleras. Su abdomen seguía rígido desde anoche, pero iba a tener que subir de alguna forma, aunque fuera un séptimo piso. Si tenía que ser por las malas, que así fuera. No iban a pararle unas escaleras, no con lo que había pasado para llegar en primer lugar. Sacó la linterna de su mochila y subió poco a poco, intentando no malgastar energías. A cada paso que daba sentía cómo la puñalada del abdomen amenazaba con abrirse de nuevo.
Ya en el séptimo, tomó asiento en los escalones y dejó reposar su corazón disparado. No había lugar para los lamentos en su mente. Había llegado, lo había logrado. Si al menos arreglaba eso, entonces todo esa miseria habría merecido la pena.
Sacó la botella de vino y tocó a la puerta, apoyándose con la frente. “Tere. Tere, soy yo”. Pegó el oído. Nada. Tocó otra vez y habló más alto. “Tere, soy Roberto, ¿me abres?”. Pasaron los segundos, y no oyó nada al otro lado. Golpeó más fuerte. “¡Tere!, ¿estás ahí?… ¡Tere!”. Dejó la botella y los dulces en el suelo. Desesperado por la falta de cualquier respuesta, o siquiera un sonido que indicara que había alguien al otro lado, se colocó en posición y golpeó la puerta con el hacha. Tras dar varios golpes alrededor de la cerradura, la puerta cedió, y pudo así entrar.
Dentro flotaba un leve aroma a óxido, un aire estancado propio de un cobertizo de herramientas polvoriento. Pasó de largo un salón alborotado y una cocina hasta arriba de trastos sin lavar, tal y como dejó la suya. “¿Tere?”, repitió. Siguió por un pasillo, iluminándose con la linterna. El aire era cada vez más denso. El olor era ya insoportable. En medio del pasillo el suelo se volvió pegajoso, haciendo sonar como velcros las suelas de sus zapatos.
Giró para comprobar la habitación de su izquierda. Apuntó al fondo con la linterna, y la vio, recostada en el interior de la bañera, cataratas de rojo sobre blanco, una melena oscura pegada a su cuello, tapando su rostro. Su brazo colgaba lacio por fuera. Debajo había un teléfono móvil. Roberto se acercó lentamente. Se arrodilló ante la bañera y miró su rostro, tan pacífico, tan indiferente. ¿Lo hizo para herirle, o fue por desesperación? Cualquiera que fuese el motivo, ella había tenido la última palabra, como siempre.
Un escalofrío recorrió su espinazo, se entrecortó su respiración. “¿Paula? ¡Paula!”. Tirando el hacha, salió corriendo del baño y atravesó el pasillo en un suspiro. Al llegar al fondo entró en una habitación de paredes amarillas. Recorrió con la mirada los juguetes del suelo hasta llegar a una cama de madera con corazones. Entró con un temblor en las piernas, se acercó a la cama y cayó de rodillas, su grito ahogado en el colchón. Había sido un corte limpio. Tenía que serlo. No podía imaginar otra cosa. No quería imaginar otra cosa.
Acarició su dulce rostro, la besó en la frente y se marchó de ese lugar convertido en un hombre vacío. Sangraba una vez más, pero ya no le importaba. Nada importaba. Nada había importado nunca. Agarró la caja y la botella y subió por las escaleras. Salió a la terraza y, una vez en la esquina, equilibró los dulces y el vino en la media pared que le separaba de la calle. Allí recostado abrió la botella, comió unos bollitos, y esperó. Esperó a esa roca del espacio, ese fin del todo que había viajado millones de años en la oscuridad, encaminado sin su entendimiento a un lejano sistema solar, a un planeta insignificante lleno de seres que durante milenios crearon una civilización con fecha de caducidad. Roberto tenía primera fila para el espectáculo, y no era el único. Otros habían tenido la misma idea, cada uno en su terraza. Nadie decía nada. No había cabida para gritos ni lamentos. Todos sabían para qué estaban allí, reunidos en la solitaria distancia, sin pasado ni futuro, los primeros de los últimos.