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(El resto sigue tal como en el relato final.)El automóvil viró, haciendo que su carrocería se inclinara más de la cuenta. A lo lejos, su conductor pudo divisar el mismo barracón que frecuentaba todos los días. Sobre el tejado el sol asomaba, deslumbrándolo, hasta que improvisó una visera con su mano izquierda.
Rio de forma espontánea al percatarse de que ese gesto se repetía día tras día.
Ubicó el vehículo entre otros dos sedanes y, al detenerlo, sintió la sacudida del servofreno. Apagó el motor y se apeó, levantando una leve nube de polvo. Al llegar al barracón dio unos cuantos taconazos sobre el suelo de hormigón para quitarse los restos de arena. Entró y tuvo que tomar una bocanada de aire para no asfixiarse. El verano no estaba siendo excesivamente caluroso, pero aquel primero de julio los termómetros cobraron vida, y la ventilación de aquel barracón era prácticamente nula.
Llegó a su oficina, colgó la americana y el sombrero en la percha y se sentó al escritorio. Al instante sonó un golpe de nudillos en la puerta.
—Adelante.
Un muchacho joven, apenas entrados en los veinte, vestido de militar, de espaldas anchas y apariencia irlandesa, asomó por la puerta. Llevaba en las manos una pila de papeles.
—Señor, traigo su correo.
—Déjemelo —dijo mientras cabeceaba en señal de agradecimiento. A continuación tendió la mano con unos pocos dólares.
—No, señor. Sabe que no puedo…
No le dejó terminar. Agarró la mano del soldado y le entregó las monedas.
—Hace muy bien su trabajo. Permítame recompensarlo.
El soldado guardó silencio por unos segundos.
—En ese caso, señor, si no fuera mucha molestia, me gustaría perdirle…
—No se preocupe, joven. Sus superiores ya están al tanto de su diligencia.
Aquellas palabras dibujaron una sonrisa difícil de disimular en la cara del improvisado cartero, quien se cuadró y se despidió haciendo un saludo militar.
Una vez a solas miró el correo. Eran cuatro documentos sin sobre, de acuerdo con las reglas. Tal como siempre pedía, ordenados según la fecha de sellado.
Ojeó los dos primeros por encima. Uno era el justificante de su nómina y el otro un recuento de días festivos y vacaciones pendientes de adjudicar. Teniendo en cuenta que llevaba tres años sin un solo día de descanso, concluyó, sin necesidad de hacer un solo cálculo, que la cifra de sesenta días era ridícula. Aun así, estaba decidido a no reclamar ningún día adicional. Arrugó el papel y lo encestó limpiamente en la papelera.
En ese momento escuchó un crujido bajo sus caderas y su cuerpo cayó al suelo. Cuando logró reubicarse comprobó que las patas de la silla se habían abierto, provocando que la estructura colapsara. Miró a su izquierda y vio en el suelo los dos documentos pendientes de leer. Aún con una punzada en la rabadilla se acercó gateando y los tomó. Ambos tenían la misma fecha en el matasellos, así que empezó a leer uno de ellos al azar.
Era una carta firmada por un buen número de científicos y en la que el químico Ernest Lawrence parecía erigirse en portavoz. El texto, de cuatro páginas grapadas, aludía a unos imprecisos deberes morales y a un cargo de conciencia del que no se sentía partícipe. Pero le llamó la atención uno de los párrafos: (...)
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.Qué visionario
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.Con retraso he descubierto este comentario tan significativo. Si hay algo que espero de un relato es que algo se quede anclado en la mente, que el impacto trascienda más allá del punto final. Si he conseguido eso me doy por satisfecho.