CN9 - Siete rosarios - Jarg (1º)

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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kassiopea
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CN9 - Siete rosarios - Jarg (1º)

Mensaje por kassiopea »

Siete rosarios

Como tantas otras veces, don Enrique de Quijada y Monforte, tercer marqués de Navarrubias, lee el correo mientras come. La marquesa no se extraña, su marido es un hombre ocupado y apenas tiene un instante para reposar. Los criados entran en la estancia y posan sobre la mesa suculentos manjares servidos en bandejas de plata. Las colocan con decoro y ceremonia en el lado de la marquesa, con silencio y cautela en el del marqués, llevando cuidado de no manchar el desordenado fajo de cartas y disposiciones que cubre casi por completo ese extremo de la mesa.

—Querida —comenta el marqués, levantando la vista de una de las cartas—, tengo entendido que tenéis amistad con doña Beatriz de Mendoza y Fábregas, esposa de don Francisco Torres Formoso, ¿no es así?

La marquesa levanta la cabeza con lentitud y gracia, evitando todo gesto brusco.

—Así es —responde—, el padre de doña Beatriz era un buen amigo de mi abuelo y ella nos visitaba con frecuencia cuando éramos niñas.
—Nunca me habéis hablado de ella.
—¿Es posible que no lo haya hecho? —dice, con fingido descuido—. Supongo que tenéis razón, querido esposo, y creedme que no ha sido por deseo de ocultar el recuerdo de mi niñez, ni por falta de afecto hacia el mismo. Lo cierto es que no he sabido nada de ella desde que se casó, hará ya más de quince años. Los viajes que ha de hacer para acompañar a su marido han impedido que coincidamos en el mismo lugar.
—No os falta razón, querida. Don Francisco es un renombrado militar de la Armada Española y embajador del rey Felipe II. El inestimable servicio que brinda a la Corona lo han llevado por todo el Mediterráneo, desde Venecia hasta Túnez.
—Así es. No es de extrañar que doña Beatriz y yo no nos hayamos visto en tanto tiempo, estando yo siempre en Madrid. Además, he de suponer que los continuos quehaceres que tendrá como madre y esposa le habrán hecho imposible escribirme.
—Bueno —responde el marqués, sonriendo—, entonces creo que os alegrará esta nueva: doña Beatriz y sus hijos pasarán unos días con nosotros. Van de camino a Burgos para visitar a su familia y, como don Francisco no ha podido acompañarlos, me pide en esta carta si pueden quedarse con nosotros en su paso por Madrid. Su esposa no conoce a nadie en la corte, y sabe que le gustará retomar la amistad que os unió antaño.

Por un instante, la marquesa no contesta, se limita a mantener una apacible expresión de serenidad.

—¿Os ha comunicado cuándo llegarán? —dice, al fin.
—En unas dos semanas desde el día de hoy.
—Muy bien, me ocuparé de que esté todo preparado.


Acabada la comida y tras ordenar a los criados las disposiciones para la cena, la marquesa se encierra en sus aposentos, un salón privado adyacente a su dormitorio. Durante un rato, recorre la estancia de un lado a otro, inquieta. Tan acostumbrada está a ocultar su pensamiento e intención en público, que tarda un buen rato en mostrárselos a sí misma cuando está sola. Finalmente, logra tal hazaña: su rostro se contrae y, sabiendo que nadie la ve ni la oye, comienza a reír. Ríen sus ojos, su boca, los hoyuelos de sus mejillas… Hasta sus manos ríen, incapaz como es de tenerlas quietas. Rebosante de gozo, se dirige a un mueble que hay en el extremo de la sala.

Del primer cajón saca un joyero de madera de nogal exquisitamente tallado. Al abrirlo, la luz de la tarde arranca un abanico de destellos a las riquezas que en él guarda: collares, sortijas y pendientes de inigualable factura, adornos de plata, perlas, topacios y esmeraldas, algunas compradas, muchas heredadas, pero todas ellas testimonio de su posición y la de su marido. Las joyas no son, sin embargo, lo que busca la marquesa en esta ocasión. Con cuidado, levanta el interior del estuche para descubrir en él un doble fondo, uno que contiene otro tipo de tesoro. La marquesa examina el contenido sin prisa, recreándose en cada objeto como si el tiempo hubiera dejado de existir. Del joyero emana un olor rancio y familiar, el olor del pasado, de los años que quedaron atrás, de la época en la que nadie la llamaba señora marquesa ni vuestra merced, de los tiempos en los que era solo doña Isabel, Isabelita, Isabel…

Un mechón de cabello negro trenzado y atado con un lazo en el fondo de la caja llama su atención. Regresa así su pensamiento a aquella noche de quince años atrás, le basta cerrar los ojos para hacerlo. «Toma, como recuerdo», había dicho Beatriz mientras se cortaba un extremo de su propio pelo. «Pero también quiero uno del tuyo», añadió entregando las tijeras a una boquiabierta Isabel, que apenas podía contener la emoción por lo ilícito y, a la vez, excitante de aquel momento.

La marquesa deja el mechón en su sitio y coge un pequeño frasco aplanado que contiene un polvo rojizo. Lo abre y sonríe levemente mientras lo contempla. Nunca ha tenido ocasión de usarlo, su madre no lo habría aprobado entonces y su marido se escandalizaría ahora.

—¿Qué es? —había preguntado Isabel, a la luz de la trémula vela.
—Lo compré en Venecia —respondió Beatriz mientras abría el frasco y manchaba su dedo con la sustancia encarnada—. Las cortesanas venecianas se lo ponen en la cara para darse color —y, sonriendo con picardía, añadió—: Así es como enamoran, embrujan y embelesan a sus amantes.

Emergiendo de sus pensamientos, la señora marquesa cierra el frasco con prontitud, casi como si temiera que el recuerdo pudiera desvanecerse. Todo parece tan lejano y, sin embargo, tan fresco en su memoria: Valladolid, la casa familiar, la Domus Magna, como la llamaba su padre, convencido de que seguía los patrones romanos de arquitectura; la soberbia fachada de piedra ocre, el claustro ajardinado, las salas adornadas con tapices castellanos, la severa beatitud de su madre, doña Eulalia, y el adusto y pragmático semblante de su abuela paterna, doña Casimira. Recuerda a esta última con especial cariño, siempre rodeada de documentos. Era ella quien se ocupaba de los negocios de la familia, decía que tales labores eran impropias de su hijo, hidalgo de Castilla.

—Cada generación de esta familia ha aportado algo a nuestra fortuna —le decía a su nieta—. Tu abuelo, por ejemplo, formó parte del Consejo de la ciudad en Valladolid, y logró que esta saliera de la revuelta de esos endiablados comuneros. Por eso el emperador nos ha dado muchas y buenas mercedes, no lo olvides.

Beatriz pasaba algunas temporadas con ellos, pues su padre, diplomático del emperador, viajaba por toda Europa. No se fiaba doña Eulalia de la joven, en la que veía demasiados aires de mundo, por lo que siempre insistía al ama de Isabel para que no las dejara solas. Así pues, durante el día, las dos jóvenes se comportaban con la discreción que cabía esperar de ellas, paseaban, rezaban, bordaban y hacían todo lo propio de muchachas de su edad, siempre bajo la atenta mirada del ama que velaba por su honra.

La juventud, sin embargo, a pesar de su cándida apariencia, otorga una inusitada astucia en sus miembros. Por las noches, cuando la casa dormía, Beatriz se deslizaba a través de la oscuridad de los corredores hasta llegar a la estancia de Isabel, a esas horas ya libre de la rapaz vigilancia de la criada.

Sonríe la marquesa con benevolencia, al recordarlo. Tres golpes espaciados en la puerta, esa era la señal. Al abrirla, hallaría a Beatriz, quien entraría en sus aposentos con traviesa mirada y rapidez furtiva. Allí, a la luz de una vela, se sentaban en la cama con sus blancos camisones de algodón y seda, hablaban y reían, todo con la jovialidad que doña Eulalia tanto desaprobaba. Beatriz sabía todo sobre el ancho mundo. Le hablaba de los reinos que había fuera de Castilla, del inmenso mar que Isabel nunca había contemplado, de los paisajes florentinos y los canales venecianos… Le contaba todo lo que pasaba en las cortes de Francia, Portugal y Castilla, de las que conocía todas las intrigas, las traiciones y también los amoríos.

Fija quedó en su memoria la última noche que pasaron juntas. Contaba quince años Isabel, uno más Beatriz. Esta le hablaba de su prometido, al que desposaría en pocos meses.

—Es un militar al servicio del emperador. Es viudo y tiene veinticinco años más que yo. ¿Te lo imaginas?
—Veinticinco… —comentó Isabel, con ingenuidad—. ¿Crees que llegarás a amarlo?

Beatriz rió de buena gana.

—¡Qué cosas tienes! No debieras leer tantas novelas de amor cortés a escondidas. El matrimonio es para hacer familia e hijos, nada más.
—¿Y no serás desdichada sin amor?
—¿Quién ha dicho que no vaya a tener amor? Mientras respire, eso no me habrá de faltar… siempre que mi futuro marido no esté mirando, por supuesto.
—¡Beatriz! —exclamó Isabel, escandalizada.
—No seas así, querida amiga. Todo el mundo lo hace, incluso en la corte, solo que no lo dicen. Por eso aprecio que mi marido sea viejo, así habré de hallar más ocasión para hacer mi voluntad.

Contuvo Isabel a duras penas la risa ante las ocurrencias de su amiga. Púsose seria, sin embargo, para preguntar lo que la atormentaba:

—¿Y qué sabes del mío, de mi prometido? Por todas partes oigo de su existencia, pero no quiere nadie satisfacer mi curiosidad.
—Por lo que he sabido —respondió Beatriz, con voz experta—, es el hijo mayor del marqués de Navarrubias. Las tierras del marquesado llevan lustros empantanadas y produciendo pobres cosechas, por lo que su familia ha perdido toda la riqueza que alguna vez tuvieron. Con vuestra unión, tu familia pone la fortuna y ellos, a cambio, te hacen marquesa. Aún falta para que os desposéis, sin embargo.
—¿Y qué motivo tienen para retrasarlo?
—Tu marqués estudia en la universidad, como todo noble que en estos tiempos quiera hacer carrera en los consejos reales o en las cortes. Motivos tengo para creer que, una vez empiece su carrera al servicio del emperador, te habrás de casar con él.
—¿Es un Grande de España?
—No, solo tiene título —Rió Beatriz—. Los Grandes no se casarían con la nieta de un comerciante de lana.
—Mi padre es hidalgo —respondió Isabel, ofendida—, y noble, por tanto.
—Hidalgo es, y nadie lo niega. Pero solo porque tus abuelos compraron esa merced a base de donaciones a la causa del emperador. Toda Castilla lo comenta.

Se sintió Isabel enrojecer al oír tales palabras. Sabía que su padre no era hidalgo de sangre, pero ignoraba que estuviera en boca de todos.

—No te acalores, querida amiga, no hay nada malo en eso. Tu familia ha sabido realzar su posición, y eso es lo que cuenta hoy día —Beatriz le empezó a acariciar el brazo con afecto—. Además, no hay otra amiga, por muy hija de un Grande de España que sea, de cuya compañía yo disfrute tanto.

Isabel sonrió, reconfortada por esas palabras. Permanecieron un rato en silencio, con Beatriz que le acariciaba el brazo. En un momento dado, sin embargo, posó su mano sobre el tobillo desnudo de Isabel. No vio ésta nada amenazante en tal gesto y la dejó hacer, cerrando los ojos ante el cosquilleo que le producía. Beatriz dirigió su mano, poco a poco, hacia el muslo, bajo el camisón, deslizando las yemas de sus dedos sobre la piel de alabastro de su amiga.

—¿Beatriz? —Entreabrió los ojos, pero la otra ignoró la advertencia y continuó su camino.

Sin prisa ni vacilación alguna, la mano había ya alcanzado la ingle. Hizo Isabel un débil intento de moverse, pero Beatriz usó su otra mano con suavidad para indicarle que se recostara. Bajo el camisón, sus dedos despedían una tibieza hipnótica. Isabel no pensó que pudiera haber nada indecente en esa caricia, después de todo…

Aún hoy día se estremece la marquesa al recordar ese momento. Bajo el toque de los dedos de Beatriz, un fugaz relámpago recorrió su cuerpo, una sensación jamás vivida hasta entonces. Isabel abrió los ojos, asustada. ¿Qué había causado tal sobresalto? Beatriz presionó una segunda vez en el mismo lugar y, de nuevo, sintió ese cosquilleo que la inundaba bajo su propia piel, haciéndole tensar sus músculos. Se miraron. Los ojos castaños de Beatriz encerraban un brillo enigmático, casi como si le estuviera mostrando un camino que ni ella misma conocía bien. Durante unos instantes no se dijeron nada. Deseaba, y a la vez temía, Isabel que su amiga continuara acariciándola, y de buen grado lo hubiera hecho esta, de no ser porque oyeron unos pasos en el corredor, fuera de la estancia.

Beatriz retiró la mano de debajo del camisón y ambas permanecieron quietas, sin que sonido alguno saliera de ellas. Los pasos se alejaron. Algún criado que se había levantado en mitad de la noche, pensó Isabel. Fuera como fuera, su amiga no quiso correr riesgos. Cuando estuvieron seguras de que nadie las esperaba fuera, se levantó de la cama y salió de la alcoba para perderse nuevamente en la oscuridad de la Domus Magna.

¡Ay, hubo tantas cosas que le quiso decir al día siguiente y no pudo!, se dice la marquesa. Ni un momento estuvieron a solas, y cuando llegó la hora de partir, su amiga no pudo más que prometerle que le escribiría, tras lo cual entró en el carruaje y se alejó para siempre de la casa. Cumplió su promesa, piensa la marquesa al tomar el paquete de cartas que descansa en el doble fondo del joyero. Se escribieron durante meses, justo hasta el día de la boda de Beatriz. Después, nada, por más que Isabel insistió, jamás obtuvo respuesta.

Inquieta, cierra el joyero y lo guarda. Deambula por la casa, poniendo atención en cada objeto, cada baldosa del suelo, comprobando que todo esté limpio y lustroso. Quiere distraerse, pero no lo consigue. Cuán confusos fueron aquellos tiempos, recuerda la marquesa de Navarrubias. Confusos y hermosos. Tras la marcha de Beatriz, pasó varios días meditabunda, incapaz de comprender las sensaciones que la habían embargado aquella madrugada, pero consciente de que no debía hablar de tal asunto con nadie. Una noche, harta de esperar a que se le manifestara la respuesta, decidió ceder ante la intriga. A oscuras en sus aposentos, tumbada en el lujoso lecho, llevó su mano bajo el camisón y palpó sus muslos, su entrepierna y su sexo, buscando entre el rizado vello ese ápice de piel que Beatriz había rozado.

Por un momento creyó que no lo hallaría, que solo había sido un cosquilleo nervioso, pero, de pronto, lo encontró. Ahogó un gemido al notar una vez más la fulminante ola que atravesaba su cuerpo. Temió haberse causado algún daño, pero, tras confirmar que nada le dolía, decidió posar sus dedos sobre esa zona nuevamente. Otro relámpago la sacudió, pero no separó la mano de la ingle. Mantuvo la presión y el movimiento, constante a veces, frenético otras, impulsada por una curiosidad que jamás había pisado la mente. Ayudada y asistida por la otra mano y por el vaivén de sus muslos, la tormenta que sus sentidos generaban crecía más y más, su intensidad hacía que sintiera la sangre palpitando en su sien, pero, por algún motivo, era incapaz de desasirse de su cuerpo. Frente a sus ojos cerrados se cruzaban infinidad de imágenes, los ojos de Beatriz, el mar que solo podía imaginar, los galantes caballeros de las novelas de amoríos que tanto le gustaba leer, los labios de Beatriz, los soldados que marchaban hacia la guerra, el cabello azabache de Beatriz, que acababa en exuberantes ondas, los gritos de los hombres en la ciudad, el cuello de Beatriz, su piel, sus manos, sus…

Apenas pudo contener el grito que brotó de su garganta mientras todo su cuerpo se agitaba en un salvaje asalto de placer carnal. No supo cuánto duró, pues, cuando volvió en sí y pudo mirar a su alrededor, entre jadeos, se dio cuenta de haber perdido toda noción del tiempo y de lo que en torno a ella sucedía. Permaneció despierta hasta el amanecer, avergonzada, rezando para que nadie la hubiera oído.

La marquesa no recuerda días de mayor turbación que los que siguieron a aquella noche. No entendía bien lo que había sido, pero sabía con no poca certeza que debía ser pecado. A la Domus Magna acudían tres confesores: a su padre lo visitaba un franciscano de semblante benevolente; a su madre, un sacerdote cuyo rostro le recordaba siempre al de un cuervo; doña Casimira solía recibir a un dominico de mirada tan inquisitiva que parecía penetrar los secretos del alma sin necesidad de hacer pregunta alguna.

Isabel se confesó con el franciscano, quien le dijo con seriedad que aquello era un terrible pecado contra Dios y contra ella misma, y le encomendó que no volviera a cometer nunca semejante acto. Le mandó rezar siete rosarios, penitencia que Isabel cumplió sin tardanza, deseosa de verse libre de la culpa.

El alivio de la confesión no duró mucho, por desgracia. Unas noches después, embargada de nuevo por la curiosidad, deslizó de nuevo su mano bajo el camisón. «Esta vez no llegaré tan lejos», se dijo, «solo un poco…». No supo bien cómo ocurrió, pero de nuevo perdió la noción de lo que pasaba y, para cuando se dio cuenta, temblaba ya todo su cuerpo en incontrolable éxtasis. Avergonzada y temerosa de hallar la decepción en la mirada del franciscano, decidió acudir esta vez al confesor de su madre. Este no se escandalizó tanto como su predecesor, aunque insistió en que le diera detalles sobre lo que hizo, cómo lo hizo, durante cuánto tiempo, en qué y en quién pensaba... Al final le concedió la absolución con apatía, «Reza cinco rosarios», le dijo, aunque Isabel sospechó que podrían haber sido menos si su relato hubiese resultado más prolijo.

Cuatro días resistió a la tentación tras esta última penitencia. Una vez más, la promesa del placer nunca antes conocido pero cada vez más familiar hizo que pecara consigo misma. A punto estuvo al día siguiente de confesarse con el dominico de doña Casimira, pero la mirada de este la aterraba en tal modo que no se atrevió. Decidió, pues, que pediría perdón a Dios en privado, sin mediación alguna, y que rezaría los siete rosarios que el franciscano había decretado la primera vez.


La marquesa se dirige a los ventanales que dan al parque que rodea la casa. Sus tres hijos juegan fuera. Dichosos ellos, piensa, despreocupados y alegres, sin la condena de la memoria y la añoranza. Se pregunta qué pensamientos poblarán sus jóvenes mentes. También ella era así para su madre. Ante doña Eulalia, recuerda, siempre fue una joven discreta y obediente. Pero por las noches… Pocas cosas hubo a sus dieciséis años que no encendieran su deseo. Paseando por la ciudad habían visto un palacio en construcción y a los jornaleros descamisados que apilaban las piedras a su alrededor. A pesar de que su ama le hizo apresurarse para no estar cerca de ellos, la imagen de esos torsos musculosos, oscurecidos por el sol y brillantes de sudor, quedó impregnada en sus retinas. Al día siguiente tuvo que rezar siete rosarios.

Algo similar ocurrió el día que halló, en la biblioteca de su padre, un libro de ilustraciones de antiguas esculturas griegas. La figura de dos jóvenes ninfas desnudas que reían y jugaban junto a un arroyo, con sus delicadas piernas, sus gráciles brazos y sus pechos de leche y nácar, la persiguió hasta que se puso el sol. Por la mañana, rezó otros siete rosarios. Y lo mismo pasó cuando su padre recibió un tratado sobre el Nuevo Mundo; una rápida ojeada le bastó para hallar una página con un grabado que representaba a una pareja de indios: tanto el hombre, semidesnudo, de cuerpo fuerte y recio, como la mujer, que mostraba un pecho descubierto, poseían una sensualidad que Isabel jamás había visto antes. Aquella imagen le costó veintiocho rosarios.

Pasaron los meses y continuó la joven Isabel envuelta en tal circunstancia, perpetuamente presa en ese ciclo de jolgorio y culpabilidad, hasta que el tiempo, que todo lo cura, hizo de los incidentes una costumbre, eliminando así el remordimiento que la afligía. Por las noches daba rienda a su deseo y excitación, mientras que por las mañanas rezaba sus rosarios, sin que ello ocupara ulteriormente sus pensamientos durante el día. Así cumplió dieciséis y diecisiete años, hecho que no pasaba desapercibido para su familia.

—¿Habéis visto, querida esposa? —comentaba su padre—. Nuestra hija está floreciendo, y con gracia, debo decir. Posee un rubor que hace su rostro sereno y jovial al mismo tiempo, ¿no creéis?
—Razón no os falta, esposo —respondía doña Eulalia—. Y además es discreta y bondadosa como ha de serlo una cristiana. Se pasa todo el día rezando el rosario, hoy mismo habrá rezado catorce, por lo menos.

No pocas horas pasaban los cónyuges felicitándose por tan abnegada hija, a lo cual doña Casimira nada objetaba ni añadía. Se limitaba a echar una mirada de resignación a su nieta, tras lo cual volvía a sumergirse en sus cartas comerciales, registros y disposiciones.

No tuvo que transcurrir mucho tiempo para que comenzaran a organizarse los esponsales. Don Enrique de Quijada y Monforte, futuro marqués de Navarrubias, había terminado sus estudios y comenzaba una prometedora carrera política en los consejos reales castellanos. Ambas familias se reunieron en noviembre del año de nuestro Señor 1552 para que los prometidos se conocieran y para fijar la fecha del enlace en febrero del año siguiente. A Isabel le agradó ver que don Enrique era solo unos años mayor que ella. Su mirada amable e inteligente la convencieron de que, aun cuando el amor no estuviera garantizado, la unión no resultaría desdichada.

Pocos días antes de la boda, doña Eulalia pidió al ama de Isabel que le explicara a esta los misterios carnales del matrimonio. La joven tuvo que fingir ingenuidad cuando la avezada dueña le hablaba del cuerpo femenino, aunque apenas pudo ocultar la decepción ante los pocos detalles que le dio sobre el masculino. «Quieta y callada has de estar, hasta que él termine», fue lo único que sacó en claro.

La marquesa sonríe cuando recuerda su primera noche como mujer casada, las miradas incómodas que evitaban cruzarse, la torpeza inicial, el brusco dolor… Trató de ser gentil su marido, pero no logró darle a ella tanto placer como él obtuvo. Apenada quedó Isabel al no poder decirle que ella sabía cómo hacerlo, que podía guiarlo, mostrarle hasta el más insólito recoveco de su intimidad. No necesitaba el consejo de nadie para saber que ciertas cosas no se hablan en el matrimonio. Varias veces la visitaba su esposo a la semana, y todas ellas permaneció quieta, como la habían instruido. Solo cuando él se marchaba daba Isabel rienda suelta a su voluntad y destreza, alcanzando hitos de placer que ni la promesa del Paraíso ni la amenaza del Infierno podían ofuscar.

Perdida en sus recuerdos, recorre la casa la marquesa de Navarrubias. Sin darse cuenta, ha regresado a sus aposentos. Se sienta frente al tocador, mirándose en el espejo. Con gran atención e interés observa su rostro. ¿Qué pensará doña Beatriz al verla? Quince años han pasado desde la última vez que se vieron, y no es su piel ya tan suave como lo fue, ni sus pechos tan firmes o su cintura tan fina. Aun así, no le desagrada la imagen a la marquesa. Para haber parido tres hijos, tengo bastante buen talle, se dice. Además, ¿qué sentido tiene vagar por la melancolía de la memoria cuando el presente augura todo lo que se puede desear? Su vieja amiga vuelve a visitarla, eso es lo importante, y ella la recibirá como se merece.


Resuelta a recuperar la dicha pasada, la marquesa pasa las dos siguientes semanas preparándolo todo, haciendo que los criados limpien las estancias, sacudan las alfombras y den lustro a los pasamanos. Manda cambiar las oscuras cortinas por otras de color turquesa con el escudo familiar bordado en tonos cerúleos, ordena tapizar los asientos del salón principal, sacar brillo a los espejos y podar los setos del jardín. Hace traer ingredientes y manjares, tanto exóticos como locales, de Castilla, de Aragón, de Oriente y del Nuevo Mundo. Todo lo cuida y vigila doña Isabel, marquesa de Navarrubias, convencida de que nada será demasiado para doña Beatriz.

El día señalado, un carruaje se detiene frente al palacete de los Navarrubias. Doña Beatriz desciende de él con sus cuatro hijos: tres varones y una niña. Durante las presentaciones, en las que el señor marqués reitera el aprecio que siente hacia su marido, la marquesa observa con disimulo a doña Beatriz. Viste ropajes de calidad pero austeros y negros, según la moda castellana. Debido a sus continuos viajes, había esperado que su amiga llevara hermosos y coloridos tejidos italianos. También su peinado es conservador, dejando entrever alguna que otra cana entre sus oscuros cabellos.

Una vez a solas, mientras los niños juegan, la marquesa intenta sacar a colación los antiguos temas de los que solían hablar.

—Decidme, querida amiga, vos que viajáis tanto con vuestro marido. ¿Qué podéis contarme de las demás cortes europeas?

Doña Beatriz baja la cabeza, avergonzada.

—Poco puedo deciros, querida señora. Paso la mayor parte de mi día en casa, dedicada al cuidado de mis hijos y al de mi alma.
—Aun así —insiste la marquesa, extrañada—, no podréis negarme que vuestra vida es emocionante. Milán, Nápoles, Borgoña… Seguro que obtenéis tanto gozo de tan ricos y variados ambientes. ¿Qué obras literarias soléis leer? Imagino que algunas no habrán llegado aún a Castilla.
—No sabría responder —Doña Beatriz se remueve, incómoda—. Disfruto de la lectura de los Salmos, pero poco más.

La señora marquesa siente que su corazón se derrumba bajo el peso del desencanto. ¿Quién es esta señora y qué ha hecho con el descaro y la elocuencia de su amiga? Presa de un arrebato, doña Isabel se sienta a su lado y le toma el brazo. Lentamente, comienza a acariciárselo, tal y como la otra hizo una vez con ella. Doña Beatriz da un respingo y se levanta, mirando a la marquesa con perplejidad y horror.

—Perdonadme —dice—, estoy muy cansada por la fatiga del viaje. Necesito reposo.

Dicho esto, sale de la estancia con paso apresurado, dejando a doña Isabel boquiabierta y sin acertar a entender lo que ha sucedido.


La marquesa pasa el resto del día agitada, no sabiendo bien cómo actuar. Doña Beatriz ha permanecido en su estancia todo el tiempo, sin expresar voluntad de salir siquiera para la cena. Por la noche, doña Isabel se remueve en el lecho, inquieta. Quizás he sido demasiado osada, piensa. ¿Y si Beatriz denuncia mi comportamiento inmoral? Sería un escándalo, podrían incluso apresarme. Mi familia sufriría la ignominia durante el resto de sus días. Tal vez debiera…

No acaba ese pensamiento la marquesa, pues alguien llama a su puerta. ¿Quién puede ser, a tan tardías horas de la noche? De repente, se percata de algo: quienquiera que sea el visitante, ha dado tres golpes espaciados para indicar su llegada. Con el corazón en un puño, doña Isabel abre la puerta despacio, casi temerosa, para encontrar, en la oscuridad del corredor, a doña Beatriz, vestida tan solo con un camisón blanco y con el pelo recogido en una trenza. La marquesa se hace a un lado para dejarla pasar, y su amiga entra solemne, cabizbaja, avergonzada por su atrevimiento. Una vez cerrada la puerta, permanecen ambas en el centro de la alcoba, una frente a la otra, iluminadas tan solo por el resplandor de una vela.

—Yo… —musita doña Beatriz, temblorosa.
—Shhh —interrumpe la marquesa—, no digáis nada.

Con ademán seguro, la conduce hasta el lecho. Pacientemente y sin brusquedad alguna, doña Isabel deshace la trenza de su amiga, poco a poco, hasta que la cascada de cabello negro, surcada aquí y allá por hilos de plata, se despliega en toda su salvaje exuberancia. Después se desvisten la una a la otra, sin prisa, sin palabras. Isabel contempla el cuerpo que tiene ante sí: su piel, sus senos, la curvatura de sus caderas, las marcadas estrías, el vello que custodia su sexo, cada arruga, cada cicatriz, cada lunar… Es todo infinitamente más maravilloso de lo que su mente, espoleada por quince años de deseo, podía imaginar.

Y así, en el acogedor silencio de la noche, ocultas de toda mirada y juicio, dejan de ser quien el mundo ha ordenado, doña Beatriz, doña Isabel, Isabelita, marquesa, señora, hija, esposa o madre. En este momento son solo dos ninfas que ríen y juegan junto a la tranquilidad del arroyo.
De tus decisiones dependerá tu destino.


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Gavalia
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Gavalia »

Un relato exquisito tanto en la forma como en el fondo. La ambientación está muy conseguida. Ves las estancias, el comedor, la alcoba de la marquesa y todo lo que rodea las vidas de los personajes de la historia con nitidez. Personajes principales bien perfilados y una historia de fondo contada con una prosa fácil, sin tropiezos, fluida.
El armazón histórico es suficiente y el objetivo del relato conseguido. Podrá gustar más o menos, cuestión de los ojos que lo lean. Yo he disfrutado con su lectura. No le encuentro pegas, ni repeticiones, tampoco comas díscolas o confusiones de sintaxis. Un saludo y suerte.
En paz descanses, amigo.
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Isma
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Isma »

Buah, qué maravilla. La lectura es fluidísima y las escenas en el tiempo encajan como un guante. Me gusta el tema, además, la delicadeza con que se describe la exploración del cuerpo propio y el toque de humor con el número de rosarios, sustituto elegante para palabras tal vez más gruesas. La escena en que descubre la biblioteca me parece genial y además lo has enlazado con el final, simbolizando el regreso a la juventud, del placer redescubierto adulto al placer luminoso de los primeros días. Me parece un relato precioso.

El arranque, quizás, es lo único flojo. El diálogo entre los dos es demasiado decimonónico: quedan mal ambos, no se transmite mucho y el lector se atranca un pelín.

Y esta frase, como sugerencia para redondear el resto (que está, por lo demás, perfecto). Te propongo un ligero cambio:
Deseaba Isabel, y a la vez temía, Isabel que su amiga continuara acariciándola
Mucha suerte y gracias por presentar un relato tan delicioso.
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Raúl Conesa
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Raúl Conesa »

Los saltos temporales están muy bien hilados, así que punto adicional por eso, ya que siempre se corre el riesgo de confundir al lector. La historia, aunque se me ha hecho previsible (desde la primera mención a la vieja amiga de su infancia ya me estaba imaginando por dónde iban los tiros), el desarrollo está bien planteado y avanza con un ritmo adecuado. No me ha sorprendido, pero ha sido entretenido durante toda la lectura, y técnicamente es impecable.

Lo único que creo merecedor de crítica es una notable inconsistencia. Me explico: al masturbarse la primera vez como adulta se nos dice "No entendía bien lo que había sido, pero sabía con no poca certeza que debía ser pecado". Y aun así luego se nos dice que de joven solía masturbarse con asiduidad. Así que en qué quedamos. ¿Por qué se sorprende de sus impulsos sexuales?
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
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Megan
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Megan »

Autor/a, me encantó tu relato.
Lo narraste como si lo hubieras visto, las descripciones de todo el entorno en que la marquesa se mueve, parece vivo para el lector. Los diálogos entre las mujeres son excelentes y muy cuidados. Diría que cuidaste cada momento del relato con muchísimo mimo. Es un cuento muy bello, donde la sexualidad de una joven se descubre y disfruta de ella siempre que puede.
Me pareció hermosa la prosa, tan adornada, tan poética que me hizo corto para lo bien que lo llevaste. El final fue como la culminación de algo que había quedado en el debe.
Precioso relato, con mucha poesía y un trato hermoso a un tema tan escondido.
Te felicito.

Muchas gracias por compartirlo, y suerte, :D .
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Megan
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Megan »

Autor/a, estoy aquí porque no sé nada de la historia original, :roll: , la busqué por todos lados y no sé de dónde la sacaste. A ver si alguien me puede ayudar, ya que es un tema español, sobre la realidad del mismo. Gracias, :D .
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Isma
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Isma »

Megan escribió: 24 Ene 2021 18:21 Autor/a, estoy aquí porque no sé nada de la historia original, :roll: , la busqué por todos lados y no sé de dónde la sacaste. A ver si alguien me puede ayudar, ya que es un tema español, sobre la realidad del mismo. Gracias, :D .
Yo la he tomado como ficción histórica, sin más. Añado que eso no hace al relato menos válido en este tema.
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Megan
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Megan »

Isma escribió: 24 Ene 2021 19:10
Megan escribió: 24 Ene 2021 18:21 Autor/a, estoy aquí porque no sé nada de la historia original, :roll: , la busqué por todos lados y no sé de dónde la sacaste. A ver si alguien me puede ayudar, ya que es un tema español, sobre la realidad del mismo. Gracias, :D .
Yo la he tomado como ficción histórica, sin más. Añado que eso no hace al relato menos válido en este tema.
Gracias, Isma, :60: .
Por supuesto, que para mí tampoco hace menos válido el tema, sólo quería saber si tenía algún antecedente histórico que yo no supiese, pero es lo que menos me importa, es un relato precioso, escrito con mucha ternura, como ya lo dije, suerte autor/a, :60: .
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Fernweh
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Fernweh »

¡Autor/a, hola y :marie_bow: :marie_bow: !

¡Me ha encantado de principio a fin! Tu forma de narrar me ha conquistado, y la historia me ha parecido tierna, entrañable, con un sutil toque de humor de los que consiguen sacarme una sonrisa. En el fondo es una historia sencilla, y es cierto que no hay sorpresa porque se ve venir desde el comienzo, pero lo importante es que tu forma de contarlo es lo que realmente transforma algo sencillo en algo grande.
Me gusta que comienzo tan sobrio y que exista esa tensión palpable en Isabel intentando disimular sus emociones ante su marido porque contrasta con la parte en la que, una vez en su alcoba, da rienda suelta a todos sus recuerdos, deseos y nerviosismo por la llegada de Beatriz.
Y me encanta el final, cuando vemos que Beatriz ya poco viene que ver con la que fue quince años atrás porque el hastío de su nueva vida la ha ido apagando poco a poco, y como Isabel, al igual que su amiga hizo por ella en su día, le descubre (en este caso le redescubre) el amor y el placer. Así, como yo lo he resumido, parece que es un argumento simple visto ya mil veces, pero insisto en que la magia de este relato está en lo bien que lo has escrito, en como sabes llevar el ritmo de la narración para que el lector no pueda dejar de leer, en lo bien que transmites las emociones de la protagonista (e incluso, con muy pocas palabras, los de Beatriz), en la manera tan exquisita con la que describes las sensaciones de Isabel al descubrir su sexualidad, en ese toque desenfadado y de humor... Vamos, que creo que tu pluma es una varita mágica que puede convertir cualquier historia, por sencilla que sea, en una auténtica delicia.

¡Gracias por compartirlo y suerte! :60:
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Fernweh
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Fernweh »

Raúl Conesa escribió: 22 Ene 2021 00:41
Lo único que creo merecedor de crítica es una notable inconsistencia. Me explico: al masturbarse la primera vez como adulta se nos dice "No entendía bien lo que había sido, pero sabía con no poca certeza que debía ser pecado". Y aun así luego se nos dice que de joven solía masturbarse con asiduidad. Así que en qué quedamos. ¿Por qué se sorprende de sus impulsos sexuales?
Tal como yo lo he entendido, ese pensamiento es de la primera vez que se masturba tras aquel encuentro con Beatriz, y ya de adulta, en su alcoba, lo único que hace es recordar aquel día y todo lo que vino después.
Perdonadme, Raúl y autor, si me equivoco.
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Jarg »

Autor/a, me ha gustado tu relato, con esa historia de descubrimiento sexual en el Renacimiento. No suele ser mi periodo favorito para leer (soy más de romanos), pero en este concurso me está gustando la variedad de épocas que hay en los relatos.

En general no tiene muchísima acción, es solo los recuerdos de la marquesa, aunque creo que los has alternado bien y la idea de fondo se entiende. Yo suelo preferir más acción, pero eso es algo subjetivo, entiendo que para ti estuviera bien así. También me han gustado las menciones al contexto histórico, porque si no no habría sabido dónde ubicarme :) . Quizás me habría gustado saber más sobre Beatriz, ¿qué le pasó para volverse tan apocada y tímida?

Sobre el estilo, me gustan las descripciones y el ambiente. Coincido con Isma en lo del diálogo de arranque, pero bueno, eso lo puedes solucionar revisándolo un poco. Gracias por compartirlo y buena suerte :60: :60: .
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Iliria »

De este relato destaco la ambientación, que es brillante, y las pinceladas de humor que le dan los rosarios cada vez más frecuentes :cunao:
Le veo pocas pegas; si acaso me ha parecido un poco forzado el recato inicial de Beatriz adulta. Me hubiera resultado más creíble un personaje un poco más mundano.

Gracias por participar y suerte :60:
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pmarsan
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por pmarsan »

El último que me faltaba por comentar. Voy al grano:

Puntos fuertes: Me agradó cómo está escrito. El estilo fluye bien, se lee del tirón y no se hace largo. Se percibe una estructura clara, con su introducción, su nudo y su desenlace, a pesar de estar narrado en forma de recuerdos. El tema es un tanto peliagudo, pero está tratado con gusto. La ambientación también está lograda. :wink:

Puntos menos fuertes: No hay muchos. Tal vez me pareció el menos "histórico" de todos en el sentido de que es el relato en el que el período juega el papel menos relevante, pero eso no quita para que lo considere un buen trabajo.

Esto está muy caro esta vez, pero casi seguro que te va a caer algún punto por mi parte. :D
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rubisco
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por rubisco »

Un relato histórico nunca es fácil, especialmente si intentas tratar un asunto que era tabú en la época en que lo encuadras.

Pero lo haces con mucha dignidad y, lo más importante, con respeto a los personajes. Creo que has conseguido un relato muy logrado, con un ritmo adecuado y que encaja perfectamente con el tema que tratas.

Será que mi mente está contaminada, pero desde la primera reacción de Isabel al saber que Beatriz vendría de visita ya me imaginé por donde iban los tiros.

Coincido con los compañeros: la ambientación es exquisita y las descripciones son dosificadas para no atragantarnos con ninguna escena que requiera mucha información.

Reconozco, eso sí, que me ha costado contextualizar la historia. Hasta bien entrado el relato no he encontrado mención ninguna al año o la época en la que se desarrolla, y eso me ha tenido la mente dando vueltas, haciéndome la lectura más lenta. También creo que, si el tema es el descubrimiento sexual del cuerpo de Isabel y el posterior reencuentro con Beatriz, el inicio es lento en demasía y aporta mucha información que se podía haber dosificado más adelante.

En líneas generales es un relato muy bien pergeñado y que parece que ha estado muy bien trabajado. Eso se nota en el resultado y en los puntos que te asignaré.

Muchas gracias por compartirlo :60: .
69
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Sinkim
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Re: CN9 - Siete rosarios

Mensaje por Sinkim »

Me ha gustado mucho como está escrito y la ambientación que recrea la historia. Me ha parecido que la historia desborda sensibilidad y buen gusto, sobre todo teniendo en cuenta la historia y lo fácil que hubiera sido pecar de ordinario :D :D Además me parece que está muy bien plasmada la mentalidad de la época y como se pensaba y se actuaba al respecto. La única pega que le veo es que me he quedado con las ganas de ver cómo hubiera recibido la confesión del dominico :lol: :lol:

Coincido en que es el menos "histórico" de los relatos pero aún así me parece que es muy bueno y que demuestra un gran talento por parte del autor :D :D
"Contra la estupidez los propios dioses luchan en vano" (Friedrich von Schiller)

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