CP XVI - Cuestión de pelotas - Raumat
Publicado: 22 Abr 2021 20:59
Cuestión de pelotas
Era un partido a vida o muerte: el ser o no ser, la gloria o el desastre. Había llegado el día decisivo. Todo el trabajo y el sudor de una temporada se irían al traste si perdíamos, todas las patadas recibidas no valdrían para nada, todas las zancadillas que te habían hecho rodar por los suelos y levantarte con los muslos y las rodillas sangrantes no tendrían su justa recompensa. Nos lo jugábamos todo. De ganar, lograríamos el ascenso al quinto grupo de la segunda categoría regional ordinaria; de perder —maldita sea— nos quedaríamos en el séptimo grupo de la tercera categoría regional preferente. Había que ganar. No importaba cómo: justa o injustamente, haciendo fútbol de tiralíneas o jugando al voleón, de penalty en el último minuto, metiendo un gol con la mano, como fuera... pero había que ganar.
Todos los sábados por la noche acostumbrábamos a reunirnos en La Cabaña, único bar medianamente marchoso de Cantavieja y, entre cubata y cubata, charlábamos de mujeres y sobre todo de fútbol. La jugada que hizo Venancio sorteando a varios contrarios el domingo pasado que faltó poco para que se convirtiera en un tanto antológico, el gol que falló el Coco, que hasta un ciego lo hubiera metido; la entrada que le hicieron a Jaime, el papanatas del árbitro que debía estar comprado. Y este sábado, sólo un tema ocupaba nuestra sesera: el partido de mañana; el ascenso, la venganza. Los rivales nos eran conocidos, muy conocidos. Una pandilla de zafios destripaterrones que de fútbol no tenían ni idea y que lo único que sabían hacer era romper piernas. Ya el año pasado nos habíamos enfrentado... y perdimos. Aunque si una cosa estaba clara es que había sido un robo: un descarado y vergonzoso robo. Los jugadores del Tronchón C.F. desconocían la deportividad. Durante todo el partido se emplearon con aviesa dureza, siempre intentando hacer daño, causar alguna lesión que dejara fuera de combate a los hombres más sobresalientes de nuestro equipo, y a fe que lo consiguieron: Venancio —nuestro capitán— y Polvorilla no pudieron acabar el partido. Mientras tanto, el inepto árbitro permanecía impasible ante tanta violencia, favoreciendo de forma descarada a los de Tronchón. Su actuación fue canallesca, anulándonos dos goles clarísimos que hubieran sentenciado la contienda a nuestro favor, y concediéndoles un tanto a ellos en un clamoroso fuera de juego, que a la postre fue el que les otorgó la victoria. Por eso había sed de venganza.
Aunque no era ésa la única razón, ciertamente. También había de por medio algunos líos de faldas, rumores y cotilleos no confirmados, que si me han dicho que tú le propusiste a mi Adela... que he notado que miras demasiado a Pepi... Al parecer, Sergio y Juanma, dos de los más jóvenes de nuestro equipo, quizás un poco juerguistas y ligones, habían tenido algún devaneo con algunas chicas de Tronchón. Una de ellas, Trini, novia oficial del defensa central del equipo rival, una mala bestia que atendía por Choto. Y, según algunas fuentes, ellas habían mostrado un notable entusiasmo durante la refriega, aunque tampoco se sabía con certeza hasta donde había llegado el episodio. El caso es que algo debió oír el Choto, ya que a los pocos días se presentó en el bar donde trabajaba Juanma para simplemente partirle la boca y machacarle la cabeza, actos que quizás hubiera consumado de no ser por la intervención de los clientes que se encontraban en el bar, ¿quién sabe?... porque Juanma tampoco es manco, que una vez le metió un sopapo a un guardia de seguridad de una discoteca que lo dejó un par de minutos despatarrado en el suelo, sin conocimiento.
Esa noche abandonamos La Cabaña un poco más tarde de lo habitual. La ocasión así lo merecía y había que perfeccionar al máximo la estrategia a seguir durante el encuentro. De modo que a eso de las dos de la madrugada, con tres o cuatro cubalibres forcejeando en el cuerpo, ojos vidriosos, paso no muy firme pero a tope eufóricos, nos encaminamos a la piltra. La hora de la venganza se aproximaba. Los golearíamos, los arrasaríamos, tendrían que poner un carro bien grande detrás de su portería para poder llevarse todos los goles que les íbamos a meter; llorarían y rabiarían al sentirse humillados de tal modo, pero nosotros —más duros que Clint Eastwood— no tendríamos piedad de semejantes patanes.
El vestuario parecía un gallinero. Cada cual intentaba convencer al resto de que su táctica era la mejor para vencer. Sergio estaba vomitando en un pequeño retrete situado no muy lejos de las duchas. Al parecer había acabado la noche con jarana y era dudoso que se hubiera acostado siquiera.
—Lo primero que hay que hacer es meterles cuatro palos bien dados para que se acojonen —comentó el Coco, mientras se ajustaba los tacos de aluminio, no muy adecuados por otra parte para la tierra sobre la que jugábamos.
—Tened cuidado con los palos que este árbitro os expulsa rápido —respondió Toshack, el entrenador, hombre serio y un poco intelectual, que había empezado la carrera de Ciencias Políticas aunque no llegó a acabarla. Ahora tenía un chiringuito al aire libre donde servía perritos calientes y hamburguesas y no parecía que le fuese mal. De fútbol no entendía gran cosa, pero como era un tío simpático y «enrollao» pues él era quien hacía las alineaciones para que no hubiese demasiadas discusiones entre nosotros.
—Juanma, ten cuidado con el Choto, que ése va a por ti...
—Ese a mí me va a tocar éstos —repuso Juanma, agarrándose las partes nobles.
Sergio volvió al retrete a vomitar. De todas formas éramos once justos, así que tenía que jugar. El presidente del equipo, el Sr. Benigno, un vejete pequeño, esmirriado y calvo, pero muy marchoso, entró con una bota de vino al vestuario para darnos ánimos. Le cogimos la bota y la liquidamos en un suspiro. La hora de saltar al terreno de juego había llegado.
Calor, mucho calor. Venancio tendió la mano al árbitro y a Isidoro, capitán del Tronchón. El árbitro se la estrechó, pero Isidoro le negó el saludo.
—Serás gilipollas —dijo, con razón, Venancio.
Isidoro le escupió a los pies.
Asqueroso puerco este Isidoro. Pues ya se iba a liar. Venancio alzó el puño con rabia pero el árbitro le sujetó el brazo.
—Tengamos la fiesta en paz —amenazó—, que primero os expulso a los dos y después suspendo el partido.
Venancio se contuvo. No había comenzado el encuentro y ya estaban provocando. Lo iban a pagar caro estos infames.
Isidoro tocó por primera vez el balón. Hizo un par de regates que le salieron de chiripa. Venancio —sonriendo— dejó que se acercara a él. Isidoro intentó regatearlo también. El balón pasó, Isidoro no. Cayó al suelo, dando un alarido que debió oírse en todos los pueblos de la comarca y allí quedó tendido sobre la tierra, retorciéndose de dolor. Venancio le había hecho una entrada contundente, clavándole los tacos en la cintura —merecido lo tenía el chuleta de Isidoro— y con el rival en el suelo, nuestro capitán acercó su cara al caído.
—Escúpeme ahora, gilipollas. Venga.
El árbitro llegó corriendo. Apartó a Venancio de un empellón y empezó a gritarle como un descosido. Nuestro capitán repuso que ni siquiera lo había rozado. El árbitro no pareció estar de acuerdo con el punto de vista de Venancio y le sacó la tarjeta amarilla, amenazándolo con que a la próxima se iría a la caseta. Isidoro fue atendido durante un par de minutos por el masajista del Tronchón y pudo continuar el juego. Sin duda, ese Isidoro lo que más tenía era cuento.
Mediada la primera parte se produjo una jugada quizás decisiva para el resultado final. Nosotros somos un equipo técnico, con recursos, conocedor de tácticas y estrategias para asfixiar al contrario. Una de las tácticas que más utilizamos es la del fuera de juego. Claro, que es necesario que haya un árbitro que tenga ojos en la cara, y que los utilice para mirar los lances del partido y no a las aficionadas minifalderas que alborotan en la banda. Como resultado del saque de una falta —injusta, por otra parte— que el colegiado nos había pitado en contra, nuestra defensa salió rápida para dejar en fuera de juego a los delanteros del Tronchón. Tres de ellos —no uno, sino tres— cayeron claramente en la trampa, y cuando nosotros esperábamos que el árbitro sancionara la indiscutible infracción del Tronchón, resultó que el del pito estaba embobado con una rubita que enseñaba los muslos junto al banderín del córner. Nuestros rivales —tremendamente antideportivos, repito— aprovecharon la ocasión para marcar un vergonzoso e ilícito gol. Todo el equipo nos fuimos a por el árbitro, rodeándolo y recriminándole su «ceguera» —quizá lo zarandeásemos un poco también y alguien le propinara alguna patadita en el trasero, que todo hay que decirlo— pero el cucaracha hizo oídos sordos a nuestras reclamaciones y se dirigió hacia el centro del terreno, donde los de Tronchón celebraban alborozados la consecución del tanto. El partido comenzaba a ponerse cuesta arriba.
Pero no acabaron ahí las desgracias del Cantavieja, porque poco antes de finalizar el primer tiempo, Polvorilla —nuestro veloz extremo derecho— se fue por piernas de su marcador y enfiló la portería contraria. Era nuestra oportunidad para empatar. Sin embargo, entre Polvorilla y el portero rival surgió la masa deforme del Choto, que en una acción merecedora de la cámara de gas, volteó por los aires al liviano Polvorilla, y allí lo dejó maltrecho en el suelo, lanzando ayes lastimeros cual perro herido, mientras la pelota se perdía mansamente por la línea de fondo. Se había perdido la ocasión de empatar y, lo que era más grave, se había perdido a Polvorilla, que pese a los esfuerzos de Maripili —nuestra masajista— por recuperarlo allí mismo, tuvo que ser sacado del campo en camilla.
El árbitro se dirigió serio hacia el Choto y cuando todos esperábamos que le mostrara la cartulina roja directa, simplemente le advirtió que la entrada había sido un poco dura. ¿Un poco?... Pero si casi había mandado a Polvorilla al otro barrio el cafre ése. Volvimos a protestar enérgicamente al colegiado por tal condescendencia hacia los del Tronchón, pero de nada sirvió. El trencilla estaba claramente a su favor. Quedábamos tan solo con diez jugadores y el resultado nos seguía siendo adverso. Minutos después finalizaba la primera parte. Los de Tronchón se retiraban gozosos a los vestuarios. Nosotros, serios y cabreados. El partido se ponía cada vez más difícil.
Desolación, tristeza. Parecía un velatorio. Tanto esfuerzo para nada. Abatidos, frustrados, sin fe en nosotros mismos, sin las fuerzas necesarias para remontar el partido. Toshack nos contempló con mirada indescifrable, pareció pensárselo unos instantes, y después se subió a uno de los bancos del vestuario.
—¡Silencio y escuchad! —ordenó con voz tajante.
Sorprendidos todos porque jamás lo habíamos visto así, lo miramos expectantes.
—Muchachos —dijo—, no os podéis rendir ahora. El fútbol es como la vida: duro. Sólo los más fuertes logran el triunfo. Sólo los que no se amilanan ante las adversidades consiguen llegar a la cima. Hay que echarle coraje y un par de huevos. Y este partido lo vamos a ganar... me cago en la hostia. Y al primero de vosotros que se rinda lo machaco. Tenéis que luchar hasta el final, hasta la muerte si es necesario, pero esos hijoputas del Tronchón no nos van a derrotar. ¿Estamos de acuerdo?... Pues adelante, salir al campo y coméroslos a bocados.
Salimos al campo dando dentelladas a derecha e izquierda tragándonos varios moscones que pululaban un poco despistados. Nos correspondía el saque de centro a nosotros. Nada más efectuarlo, el Coco lanzó un chupinazo alcanzando al director de la contienda en la cocorota —no había pruebas de que fuera intencionado, aunque eran lógicas las suspicacias— derribándolo por los suelos y haciéndole perder durante unos segundos el sentido. El masajista del Tronchón —un cerdo pelota— acudió a reanimarlo, consiguiéndolo tras ardoroso empeño.
—¿Quién ha sido el cabronazo que me ha dado? —rugió iracundo el trencilla.
Pusimos cara de inocentes angelitos y elevamos la vista al cielo. Pues, ¿no se había aliado el árbitro descaradamente con el Tronchón en la primera parte? Pues a joderse ahora.
Pasaban los minutos, y a pesar de la tremenda presión que ejercíamos sobre los rivales, embotellándolos en su área, el marcador no se movía. Mala suerte, tiros que salían lamiendo los postes, el portero del Tronchón que parecía ser un pulpo llegando a balones humanamente inalcanzables... la fortuna nos volvía la espalda.
Mediado el segundo tiempo, al saque de un córner, Benito, nuestro aguerrido defensa central, entró en carrera viniendo desde atrás con una fuerza prodigiosa, se elevó cual águila real y asestó un impecable testarazo al balón, que se incrustó en la escuadra izquierda de la portería del Tronchón.
—¡Gooooooool! —gritamos todos.
—¡Gooooooool! —gritaron nuestros incondicionales en la banda.
Nos lanzamos hacia Benito, ¡qué tío este Benito... fabuloso!, y nos subimos encima de él tirándolo al suelo y abrazándolo como locos. Eso era un gol y no el que nos habían marcado ellos. Era el empate a uno.
Faltarían unos diez o quince minutos para acabar el partido, cuando el Choto y Juanma chocaron en el aire al disputar un balón de cabeza. Cayeron al suelo y se levantaron como cohetes. Se miraron durante unos segundos con odio feroz y, sin mediar palabra, se liaron a tortazos. Algunos nos acercamos para separarlos pero, viendo la enorme furia con que ambos se atizaban, nos abstuvimos de ello. Si no llega a ser por Trini, no sé qué hubiera pasado. Llegó corriendo desde el otro lado del campo, toda arrebolada... —mira que estaba buena esta Trini—, se interpuso entre ambos púgiles y les recriminó:
—¡Basta ya de zurraros! ¡A ver si después no vais a rendir conmigo!
El Choto y Juanma miraron a Trini, que se había desabrochado pícaramente los dos primeros botones de la escotada blusa que llevaba.
—Sí cariño, lo que tú digas… —balbuceó el Choto.
—Si sólo estábamos bromeando… —corroboró Juanma.
Ante tal mansedumbre, el árbitro aprovechó para expulsar a los dos tarzanes, que se encaminaron cabizbajos y avergonzados hacia las duchas. Faltaban diez minutos para acabar el encuentro. Ellos se quedaban con diez jugadores. Nosotros, con nueve. Si el marcador no volvía a moverse, el ascenso sería para el Tronchón.
Y llegó el último minuto, nuestra postrera posesión del esférico, la única oportunidad que teníamos para desnivelar la balanza. El balón llegó a los pies de Venancio. El árbitro miró de nuevo el reloj e hizo ademán de levantar los brazos. Venancio lanzó un chutazo impresionante desde el centro del campo y el balón se dirigió como un obús hacia la puerta del Tronchón. El portero se lanzó en portentosa palomita para intentar detener el tiro, rozando con las yemas de los dedos la pelota. Esta cambió ligeramente de trayectoria y se estrelló en el poste derecho, se paseó por la raya de gol sin decidirse a traspasarla y fue a dar contra el poste izquierdo. Pero todavía no estaba muerto el cuero. Nosotros, ellos, todo Cantavieja, Tronchón entero... miraba con angustia el vacilante rodar del balón sobre la raya. El portero se lanzó como un tigre para atrapar la pelota, pero ésta, con el último hálito de vida que le quedaba, se desvió ligeramente introduciéndose lenta y mágica en la portería.
—¡Gooooooooooool! —gritamos, exultantes de júbilo, clamando al cielo.
—¡Gooooooooool! ¡Goooooooooool!
Nos arrodillamos, pataleamos, besamos la tierra. Ya algunos corrían en busca de Venancio, nuestro capitán, un tío cojonudo, un héroe. Nos abalanzamos sobre él llorando de alegría y vociferando. Una gran piña fue creciendo en el centro del terreno de juego... llegaba Toshack también, y nuestras novias, que se echaban encima de Venancio y le decían que querían un hijo suyo. Todo eran risas y llantos, alegría desbordada, un montón de cuerpos apretujados, ebrios de gozo por la victoria. El árbitro silbó el final del partido. Habíamos ganado. Habíamos conseguido el ascenso al quinto grupo de la segunda categoría regional ordinaria.
Era un partido a vida o muerte: el ser o no ser, la gloria o el desastre. Había llegado el día decisivo. Todo el trabajo y el sudor de una temporada se irían al traste si perdíamos, todas las patadas recibidas no valdrían para nada, todas las zancadillas que te habían hecho rodar por los suelos y levantarte con los muslos y las rodillas sangrantes no tendrían su justa recompensa. Nos lo jugábamos todo. De ganar, lograríamos el ascenso al quinto grupo de la segunda categoría regional ordinaria; de perder —maldita sea— nos quedaríamos en el séptimo grupo de la tercera categoría regional preferente. Había que ganar. No importaba cómo: justa o injustamente, haciendo fútbol de tiralíneas o jugando al voleón, de penalty en el último minuto, metiendo un gol con la mano, como fuera... pero había que ganar.
Todos los sábados por la noche acostumbrábamos a reunirnos en La Cabaña, único bar medianamente marchoso de Cantavieja y, entre cubata y cubata, charlábamos de mujeres y sobre todo de fútbol. La jugada que hizo Venancio sorteando a varios contrarios el domingo pasado que faltó poco para que se convirtiera en un tanto antológico, el gol que falló el Coco, que hasta un ciego lo hubiera metido; la entrada que le hicieron a Jaime, el papanatas del árbitro que debía estar comprado. Y este sábado, sólo un tema ocupaba nuestra sesera: el partido de mañana; el ascenso, la venganza. Los rivales nos eran conocidos, muy conocidos. Una pandilla de zafios destripaterrones que de fútbol no tenían ni idea y que lo único que sabían hacer era romper piernas. Ya el año pasado nos habíamos enfrentado... y perdimos. Aunque si una cosa estaba clara es que había sido un robo: un descarado y vergonzoso robo. Los jugadores del Tronchón C.F. desconocían la deportividad. Durante todo el partido se emplearon con aviesa dureza, siempre intentando hacer daño, causar alguna lesión que dejara fuera de combate a los hombres más sobresalientes de nuestro equipo, y a fe que lo consiguieron: Venancio —nuestro capitán— y Polvorilla no pudieron acabar el partido. Mientras tanto, el inepto árbitro permanecía impasible ante tanta violencia, favoreciendo de forma descarada a los de Tronchón. Su actuación fue canallesca, anulándonos dos goles clarísimos que hubieran sentenciado la contienda a nuestro favor, y concediéndoles un tanto a ellos en un clamoroso fuera de juego, que a la postre fue el que les otorgó la victoria. Por eso había sed de venganza.
Aunque no era ésa la única razón, ciertamente. También había de por medio algunos líos de faldas, rumores y cotilleos no confirmados, que si me han dicho que tú le propusiste a mi Adela... que he notado que miras demasiado a Pepi... Al parecer, Sergio y Juanma, dos de los más jóvenes de nuestro equipo, quizás un poco juerguistas y ligones, habían tenido algún devaneo con algunas chicas de Tronchón. Una de ellas, Trini, novia oficial del defensa central del equipo rival, una mala bestia que atendía por Choto. Y, según algunas fuentes, ellas habían mostrado un notable entusiasmo durante la refriega, aunque tampoco se sabía con certeza hasta donde había llegado el episodio. El caso es que algo debió oír el Choto, ya que a los pocos días se presentó en el bar donde trabajaba Juanma para simplemente partirle la boca y machacarle la cabeza, actos que quizás hubiera consumado de no ser por la intervención de los clientes que se encontraban en el bar, ¿quién sabe?... porque Juanma tampoco es manco, que una vez le metió un sopapo a un guardia de seguridad de una discoteca que lo dejó un par de minutos despatarrado en el suelo, sin conocimiento.
Esa noche abandonamos La Cabaña un poco más tarde de lo habitual. La ocasión así lo merecía y había que perfeccionar al máximo la estrategia a seguir durante el encuentro. De modo que a eso de las dos de la madrugada, con tres o cuatro cubalibres forcejeando en el cuerpo, ojos vidriosos, paso no muy firme pero a tope eufóricos, nos encaminamos a la piltra. La hora de la venganza se aproximaba. Los golearíamos, los arrasaríamos, tendrían que poner un carro bien grande detrás de su portería para poder llevarse todos los goles que les íbamos a meter; llorarían y rabiarían al sentirse humillados de tal modo, pero nosotros —más duros que Clint Eastwood— no tendríamos piedad de semejantes patanes.
El vestuario parecía un gallinero. Cada cual intentaba convencer al resto de que su táctica era la mejor para vencer. Sergio estaba vomitando en un pequeño retrete situado no muy lejos de las duchas. Al parecer había acabado la noche con jarana y era dudoso que se hubiera acostado siquiera.
—Lo primero que hay que hacer es meterles cuatro palos bien dados para que se acojonen —comentó el Coco, mientras se ajustaba los tacos de aluminio, no muy adecuados por otra parte para la tierra sobre la que jugábamos.
—Tened cuidado con los palos que este árbitro os expulsa rápido —respondió Toshack, el entrenador, hombre serio y un poco intelectual, que había empezado la carrera de Ciencias Políticas aunque no llegó a acabarla. Ahora tenía un chiringuito al aire libre donde servía perritos calientes y hamburguesas y no parecía que le fuese mal. De fútbol no entendía gran cosa, pero como era un tío simpático y «enrollao» pues él era quien hacía las alineaciones para que no hubiese demasiadas discusiones entre nosotros.
—Juanma, ten cuidado con el Choto, que ése va a por ti...
—Ese a mí me va a tocar éstos —repuso Juanma, agarrándose las partes nobles.
Sergio volvió al retrete a vomitar. De todas formas éramos once justos, así que tenía que jugar. El presidente del equipo, el Sr. Benigno, un vejete pequeño, esmirriado y calvo, pero muy marchoso, entró con una bota de vino al vestuario para darnos ánimos. Le cogimos la bota y la liquidamos en un suspiro. La hora de saltar al terreno de juego había llegado.
Calor, mucho calor. Venancio tendió la mano al árbitro y a Isidoro, capitán del Tronchón. El árbitro se la estrechó, pero Isidoro le negó el saludo.
—Serás gilipollas —dijo, con razón, Venancio.
Isidoro le escupió a los pies.
Asqueroso puerco este Isidoro. Pues ya se iba a liar. Venancio alzó el puño con rabia pero el árbitro le sujetó el brazo.
—Tengamos la fiesta en paz —amenazó—, que primero os expulso a los dos y después suspendo el partido.
Venancio se contuvo. No había comenzado el encuentro y ya estaban provocando. Lo iban a pagar caro estos infames.
Isidoro tocó por primera vez el balón. Hizo un par de regates que le salieron de chiripa. Venancio —sonriendo— dejó que se acercara a él. Isidoro intentó regatearlo también. El balón pasó, Isidoro no. Cayó al suelo, dando un alarido que debió oírse en todos los pueblos de la comarca y allí quedó tendido sobre la tierra, retorciéndose de dolor. Venancio le había hecho una entrada contundente, clavándole los tacos en la cintura —merecido lo tenía el chuleta de Isidoro— y con el rival en el suelo, nuestro capitán acercó su cara al caído.
—Escúpeme ahora, gilipollas. Venga.
El árbitro llegó corriendo. Apartó a Venancio de un empellón y empezó a gritarle como un descosido. Nuestro capitán repuso que ni siquiera lo había rozado. El árbitro no pareció estar de acuerdo con el punto de vista de Venancio y le sacó la tarjeta amarilla, amenazándolo con que a la próxima se iría a la caseta. Isidoro fue atendido durante un par de minutos por el masajista del Tronchón y pudo continuar el juego. Sin duda, ese Isidoro lo que más tenía era cuento.
Mediada la primera parte se produjo una jugada quizás decisiva para el resultado final. Nosotros somos un equipo técnico, con recursos, conocedor de tácticas y estrategias para asfixiar al contrario. Una de las tácticas que más utilizamos es la del fuera de juego. Claro, que es necesario que haya un árbitro que tenga ojos en la cara, y que los utilice para mirar los lances del partido y no a las aficionadas minifalderas que alborotan en la banda. Como resultado del saque de una falta —injusta, por otra parte— que el colegiado nos había pitado en contra, nuestra defensa salió rápida para dejar en fuera de juego a los delanteros del Tronchón. Tres de ellos —no uno, sino tres— cayeron claramente en la trampa, y cuando nosotros esperábamos que el árbitro sancionara la indiscutible infracción del Tronchón, resultó que el del pito estaba embobado con una rubita que enseñaba los muslos junto al banderín del córner. Nuestros rivales —tremendamente antideportivos, repito— aprovecharon la ocasión para marcar un vergonzoso e ilícito gol. Todo el equipo nos fuimos a por el árbitro, rodeándolo y recriminándole su «ceguera» —quizá lo zarandeásemos un poco también y alguien le propinara alguna patadita en el trasero, que todo hay que decirlo— pero el cucaracha hizo oídos sordos a nuestras reclamaciones y se dirigió hacia el centro del terreno, donde los de Tronchón celebraban alborozados la consecución del tanto. El partido comenzaba a ponerse cuesta arriba.
Pero no acabaron ahí las desgracias del Cantavieja, porque poco antes de finalizar el primer tiempo, Polvorilla —nuestro veloz extremo derecho— se fue por piernas de su marcador y enfiló la portería contraria. Era nuestra oportunidad para empatar. Sin embargo, entre Polvorilla y el portero rival surgió la masa deforme del Choto, que en una acción merecedora de la cámara de gas, volteó por los aires al liviano Polvorilla, y allí lo dejó maltrecho en el suelo, lanzando ayes lastimeros cual perro herido, mientras la pelota se perdía mansamente por la línea de fondo. Se había perdido la ocasión de empatar y, lo que era más grave, se había perdido a Polvorilla, que pese a los esfuerzos de Maripili —nuestra masajista— por recuperarlo allí mismo, tuvo que ser sacado del campo en camilla.
El árbitro se dirigió serio hacia el Choto y cuando todos esperábamos que le mostrara la cartulina roja directa, simplemente le advirtió que la entrada había sido un poco dura. ¿Un poco?... Pero si casi había mandado a Polvorilla al otro barrio el cafre ése. Volvimos a protestar enérgicamente al colegiado por tal condescendencia hacia los del Tronchón, pero de nada sirvió. El trencilla estaba claramente a su favor. Quedábamos tan solo con diez jugadores y el resultado nos seguía siendo adverso. Minutos después finalizaba la primera parte. Los de Tronchón se retiraban gozosos a los vestuarios. Nosotros, serios y cabreados. El partido se ponía cada vez más difícil.
Desolación, tristeza. Parecía un velatorio. Tanto esfuerzo para nada. Abatidos, frustrados, sin fe en nosotros mismos, sin las fuerzas necesarias para remontar el partido. Toshack nos contempló con mirada indescifrable, pareció pensárselo unos instantes, y después se subió a uno de los bancos del vestuario.
—¡Silencio y escuchad! —ordenó con voz tajante.
Sorprendidos todos porque jamás lo habíamos visto así, lo miramos expectantes.
—Muchachos —dijo—, no os podéis rendir ahora. El fútbol es como la vida: duro. Sólo los más fuertes logran el triunfo. Sólo los que no se amilanan ante las adversidades consiguen llegar a la cima. Hay que echarle coraje y un par de huevos. Y este partido lo vamos a ganar... me cago en la hostia. Y al primero de vosotros que se rinda lo machaco. Tenéis que luchar hasta el final, hasta la muerte si es necesario, pero esos hijoputas del Tronchón no nos van a derrotar. ¿Estamos de acuerdo?... Pues adelante, salir al campo y coméroslos a bocados.
Salimos al campo dando dentelladas a derecha e izquierda tragándonos varios moscones que pululaban un poco despistados. Nos correspondía el saque de centro a nosotros. Nada más efectuarlo, el Coco lanzó un chupinazo alcanzando al director de la contienda en la cocorota —no había pruebas de que fuera intencionado, aunque eran lógicas las suspicacias— derribándolo por los suelos y haciéndole perder durante unos segundos el sentido. El masajista del Tronchón —un cerdo pelota— acudió a reanimarlo, consiguiéndolo tras ardoroso empeño.
—¿Quién ha sido el cabronazo que me ha dado? —rugió iracundo el trencilla.
Pusimos cara de inocentes angelitos y elevamos la vista al cielo. Pues, ¿no se había aliado el árbitro descaradamente con el Tronchón en la primera parte? Pues a joderse ahora.
Pasaban los minutos, y a pesar de la tremenda presión que ejercíamos sobre los rivales, embotellándolos en su área, el marcador no se movía. Mala suerte, tiros que salían lamiendo los postes, el portero del Tronchón que parecía ser un pulpo llegando a balones humanamente inalcanzables... la fortuna nos volvía la espalda.
Mediado el segundo tiempo, al saque de un córner, Benito, nuestro aguerrido defensa central, entró en carrera viniendo desde atrás con una fuerza prodigiosa, se elevó cual águila real y asestó un impecable testarazo al balón, que se incrustó en la escuadra izquierda de la portería del Tronchón.
—¡Gooooooool! —gritamos todos.
—¡Gooooooool! —gritaron nuestros incondicionales en la banda.
Nos lanzamos hacia Benito, ¡qué tío este Benito... fabuloso!, y nos subimos encima de él tirándolo al suelo y abrazándolo como locos. Eso era un gol y no el que nos habían marcado ellos. Era el empate a uno.
Faltarían unos diez o quince minutos para acabar el partido, cuando el Choto y Juanma chocaron en el aire al disputar un balón de cabeza. Cayeron al suelo y se levantaron como cohetes. Se miraron durante unos segundos con odio feroz y, sin mediar palabra, se liaron a tortazos. Algunos nos acercamos para separarlos pero, viendo la enorme furia con que ambos se atizaban, nos abstuvimos de ello. Si no llega a ser por Trini, no sé qué hubiera pasado. Llegó corriendo desde el otro lado del campo, toda arrebolada... —mira que estaba buena esta Trini—, se interpuso entre ambos púgiles y les recriminó:
—¡Basta ya de zurraros! ¡A ver si después no vais a rendir conmigo!
El Choto y Juanma miraron a Trini, que se había desabrochado pícaramente los dos primeros botones de la escotada blusa que llevaba.
—Sí cariño, lo que tú digas… —balbuceó el Choto.
—Si sólo estábamos bromeando… —corroboró Juanma.
Ante tal mansedumbre, el árbitro aprovechó para expulsar a los dos tarzanes, que se encaminaron cabizbajos y avergonzados hacia las duchas. Faltaban diez minutos para acabar el encuentro. Ellos se quedaban con diez jugadores. Nosotros, con nueve. Si el marcador no volvía a moverse, el ascenso sería para el Tronchón.
Y llegó el último minuto, nuestra postrera posesión del esférico, la única oportunidad que teníamos para desnivelar la balanza. El balón llegó a los pies de Venancio. El árbitro miró de nuevo el reloj e hizo ademán de levantar los brazos. Venancio lanzó un chutazo impresionante desde el centro del campo y el balón se dirigió como un obús hacia la puerta del Tronchón. El portero se lanzó en portentosa palomita para intentar detener el tiro, rozando con las yemas de los dedos la pelota. Esta cambió ligeramente de trayectoria y se estrelló en el poste derecho, se paseó por la raya de gol sin decidirse a traspasarla y fue a dar contra el poste izquierdo. Pero todavía no estaba muerto el cuero. Nosotros, ellos, todo Cantavieja, Tronchón entero... miraba con angustia el vacilante rodar del balón sobre la raya. El portero se lanzó como un tigre para atrapar la pelota, pero ésta, con el último hálito de vida que le quedaba, se desvió ligeramente introduciéndose lenta y mágica en la portería.
—¡Gooooooooooool! —gritamos, exultantes de júbilo, clamando al cielo.
—¡Gooooooooool! ¡Goooooooooool!
Nos arrodillamos, pataleamos, besamos la tierra. Ya algunos corrían en busca de Venancio, nuestro capitán, un tío cojonudo, un héroe. Nos abalanzamos sobre él llorando de alegría y vociferando. Una gran piña fue creciendo en el centro del terreno de juego... llegaba Toshack también, y nuestras novias, que se echaban encima de Venancio y le decían que querían un hijo suyo. Todo eran risas y llantos, alegría desbordada, un montón de cuerpos apretujados, ebrios de gozo por la victoria. El árbitro silbó el final del partido. Habíamos ganado. Habíamos conseguido el ascenso al quinto grupo de la segunda categoría regional ordinaria.