Bougoula es una aldea del sur de Mali. Sus habitantes viven en chozas de adobe, sin luz eléctrica ni agua corriente, y se sustentan con lo poco que provee una tierra pedregosa e infértil. En el cielo azul de Bougoula luce siempre un sol de justicia; siempre menos cuando llueve, claro, pero esto apenas importa porque solo ocurre un puñado de veces al año. Los días en Bougoula transcurren despacio. No hay prisas ni preocupaciones más allá de qué llevarse a la boca, y el porvenir no le interesa a nadie porque no existe.
Drissa nació en Bougoula. Su madre murió en el parto. Se cree que su padre terminó de dejarlo huérfano poco después, cuando emigró a Francia en busca de fortuna. Si el hombre consiguió cruzar el Mediterráneo, o se quedó por el camino, eso nadie lo sabe. Lo único cierto es que jamás volvió a dar señales de vida, y así, Drissa y sus hermanos acabaron al cuidado de su abuela, una anciana apenas capaz de valerse por sí misma.
Drissa se levantaba con el canto del gallo para ir a buscar agua al pozo de Nantibougou. Eran dos horas largas de marcha cada mañana, pero no quedaba más remedio: el pozo de Bougoula llevaba años seco, y todos los intentos de excavar uno nuevo habían sido infructuosos.
Si conseguía subirse al carro de los Kanté, todo era más fácil; si, por el contrario, se retrasaba, solo le quedaba caminar con una garrafa vacía a la ida y llena de agua turbia a la vuelta. Entonces llegaba a Bougoula pasado el mediodía, con la garganta llena de polvo y los pies descalzos arrastrando por el pedregal.
El sol daba un respiro al atardecer, cuando Drissa se juntaba con los demás para dar patadas a un balón pinchado. Veinte contra veinte en un descampado lleno de socavones donde apenas se respetaban las reglas del juego: las porterías, hechas con un puñado de piedras, crecían y menguaban conforme a la picardía de atacantes y defensores, y el ancho del campo dependía de lo lejos que uno estuviese dispuesto a correr. Como nadie decía nada cuando los del equipo que iba perdiendo se pasaban al otro, casi siempre acababan treinta contra diez. Y así era mucho mejor, porque los que perdían eran solo unos pocos.
El partido terminaba al empezar el fútbol de verdad. El viejo Lamine había invertido lo ganado con la venta de su carnero sudanés en comprar una antena, un panel solar y un televisor «France, au revoir» en el mercado de Dibidá, y con ello se había convertido en la persona más querida por los niños de Bougoula. En la explanada de su choza el maravilloso circo del fútbol no se detenía jamás. Una noche tocaba fútbol inglés; otra, español; al día siguiente, italiano. Allí se sufría y se gozaba a partes iguales. La alegría de unos era la desgracia de otros, pues todos vivían cada partido como si les fuese la vida en el resultado. Solo había un consenso: cada vez que un jugador africano tocaba el balón, la chiquillada lo jaleaba como si hubiese metido un gol.
Drissa soñaba con corretear algún día sobre aquella alfombra verde. No dejaba de preguntarse cómo sería el tacto de la hierba en sus pies desnudos, y se dormía cada noche sin ser capaz de decidir si de mayor jugaría en el París Saint Germain, en la Juventus o en el Real Madrid.
Yolanda y Juan se conocieron cerca de Bougoula, durante un voluntariado que consistió en repartir cuadernos y lápices de colores en la escuela a la que Drissa nunca llegó a asistir. Entonces permanecía abierta, pero cerró poco después por falta de dinero para pagar a los profesores. Yolanda y Juan no lo saben, pero África está llena de bombas de agua rotas y escuelas vacías. Tampoco saben que, a menudo, unas y otras son vestigios de iniciativas de gente buena que puso su corazón en el qué sin pensar mucho en el cómo.
Los dos guardaban un precioso recuerdo de su tiempo en Mali porque allí surgió el amor. Meses después de la aventura, se casaron en la vetusta iglesia de un pueblo de Guadalajara, de donde eran los padres de él, y desde el principio tuvieron un matrimonio feliz. Solo una desgracia empañaba su dicha: Yolanda y Juan no podían tener hijos. Niñeros como eran, la noticia les supuso un drama al principio, pero el disgusto solo duró hasta que un día vieron en televisión un reportaje sobre parejas que adoptaban niños extranjeros. Decidieron entonces que esa sería la solución a sus males: si no podían engendrar sus propios hijos, volcarían toda su ternura en el niño de una familia desfavorecida, y harían cuanto estuviese en su mano por darle un futuro.
Ilusionados, viajaron a Mali por segunda vez. Querían que su hijo, como su amor, tuviese raíces en Bougoula. A la abuela de Drissa le faltó tiempo para ofrecerles la custodia del pequeño. Para ella era una boca menos que alimentar. Además, poner a los niños a cargo de familias más pudientes era común entre su gente. Drissa tenía entonces cinco años.
El problema de verdad vino en Bamako, donde la joven pareja se dio de bruces con la maraña burocrática que suponía adoptar a un niño cuya existencia ni siquiera constaba en los registros. Esperas interminables, gratificaciones bajo cuerda a funcionarios, callejones sin salida… amén de un abogado local, que, al cobrar por horas, parecía más interesado en demorar el proceso que en llevarlo a buen puerto. La incertidumbre se prolongó más de dos años, durante los cuales visitaron a Drissa varias veces. Solo cuando estaban a punto de perder la esperanza, recibieron —por fin— la aprobación de las autoridades. Su odisea terminó en el aeropuerto de Barajas una mañana del mes de julio, tras un viaje más largo de lo previsto, con retraso y una escala de más.
—¿Vendréis luego a casa? —preguntó la madre de Yolanda, después de cubrirla de besos.
—Estamos cansados, mamá. Ha sido un viaje larguísimo.
—¡Venga, animaos! Vienen todos los primos a ver la final del mundial. Así conocen a Drissa…
Yolanda miró a Juan.
—¿Por qué no? —dijo este—. Al crío le encanta el fútbol. Y los primos lo atosigarán menos si están pendientes del partido.
La tarde transcurrió festiva. Luego comenzó la final y todo se puso más tenso. Yolanda y su madre, menos interesadas en lo deportivo, se retiraron a la cocina a comentar los pormenores del viaje. El resto pasó los siguientes noventa minutos en un frenesí de nervios y sobresaltos, aderezados con más de un insulto al pobre árbitro.
Tan igualada estuvo la cosa que se llegó a la prórroga con empate a cero. Los holandeses, timoratos al principio, mejoraban por momentos. Rozaron la victoria cuando Robben se escapó de la defensa española, y también con un tiro lejano a pocos minutos del final. Por unos terribles instantes, hasta el más optimista lo vio todo negro.
Entonces marcó Iniesta.
¡Qué momento! Padres, hijos y abuelos saltaron de júbilo. Tres generaciones unidas por la hazaña de once tipos vestidos de corto cuyo mérito ante la sociedad de pronto pareció ir más allá de la simple habilidad con los pies. El pitido final hizo que las lágrimas aflorasen a los ojos de alguno, tal vez más por la emoción colectiva que fruto de la pasión por el deporte rey.
Yolanda escuchó los gritos y quiso unirse a la fiesta. Entonces se dio cuenta de que Drissa no estaba con los demás. Sin decir palabra, subió al piso de arriba en su busca, pero no lo encontró. Miró en el baño y en los dormitorios. Tampoco. Preocupada, regresó al salón.
—¿Alguien ha visto a Drissa? —preguntó en voz alta.
Por las caras de sorpresa —empezando por la de su marido—, supo de inmediato que nadie más se había percatado de la ausencia del pequeño. Todos comenzaron a buscarlo como locos. Los primos salieron a la calle, llamándolo a gritos; los abuelos bajaron al garaje, por si le hubiera dado por ir a explorar; y uno de sus cuñados hizo amago de llamar a la policía.
Yolanda se asomó al jardín, el único sitio de la casa donde no había mirado aún.
Para su infinito alivio, Drissa estaba allí, solo, sentado de piernas cruzadas sobre el césped.
Con la barbilla apoyada en las palmas de sus manitas, el niño contemplaba las límpidas aguas de la piscina.
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Drissa existe; Bougoula, también, y ya tiene pozo. Esta historia está basada en hechos reales.