Otra vez esa pesadilla, ese latido que asciende desde las profundidades. Una y otra vez me he negado a mirar. No quiero ver qué hay ahí, en la negra vastedad. No tengo más que cerrar los ojos para oír su llamada.
Apenas entra luz por el ojo de buey de la puerta. Me revuelvo sobre el camastro y me quedo sentando en el borde. ¿Por qué ahora? Tres años a bordo del Litany, tres años de cocina impoluta y buena comida, ¿y ahora esto? No puedo andar cansado todo el día: sin mí estos inútiles morirían de hambre antes de la hora del té. Veintidós almas a bordo, veintitrés si tengo en cuenta al pasajero, y ninguno sabe freír un huevo.
Me resigno a intentarlo otra vez, pero no sirve de nada. “Joder”, mascullo entre dientes, y vuelvo a sentarme. Esta vez agarro mi ropa y salgo del camarote. Otra noche en vela, ya son dos seguidas. Me pongo mi suéter de lana y mi boina, y mientras recorro el pasillo intentando no despertar a los oficiales. Una bombilla cuelga del techo con un leve bamboleo. Suerte que el Arábigo está en calma, si no ya se habría estrellado contra la pared. A ver cuándo la arregla el vago de Hudson. A este paso habremos llegado a Bombay y estaremos de vuelta en Londres, y la puñetera bombilla seguirá ahí colgada, y yo seguiré estando en vela.
Me quedo mirando a proa, aunque a nada en particular: no hay nada más allá del pasillo. Niebla. Nunca la había visto tan densa. Suena la campana del puente de mando. Un picado a ciegas, como lo llaman, para hacerse oír y evitar colisiones. El Polaco es el piloto del tercer turno. Él tiene más experiencia que yo en alta mar: sabrá decirme si esta niebla es normal o no. Salgo y sólo hay gris frente a mí, salvo por una luz amarillenta apenas visible a cuarenta metros, en la amura de babor. Uno de los faroles frontales no funciona. Maldito Hudson.
Me mantengo pegado a la pared y subo por la escalera de mano. Aquí fuera las olas suenan fuerte contra el casco, incluso cuando el mar está tan manso. Una escalera más, ésta de escalones, y veo a mi izquierda al Polaco en el puente de mando. Achina los ojos como si fuera a servirle de algo. Entro y dejo que el sonido de mis botas salude por mí. “Chuck”, dice con la cabeza a medio girar, “¿qué te trae por mi humilde morada?”. Es Filip “el Polaco” Kavinski, dueño del mayor mostacho a bordo del S.S. Litany. La alfombra nasal compensa su brillante calva, pero no tanto como él querría. Sujeta la rueda del timón con la siniestra, mientras que mantiene la diestra lista para operar la manivela del telégrafo, por si acaso. La manivela señala “poca”, la velocidad más baja. No quiere arriesgarse con esta niebla. Y quién podría culparle.
“Una de esas noches”, suspiro, y señalo a proa con la barbilla. “¿Es normal?”. El Polaco suelta la rueda y se echa las manos tras la cintura. “Yo no me preocuparía. Estamos en medio del mar, y pico cada dos minutos: no vamos a estrellarnos con ninguna nave. Nos oirían primero, o los oiría yo a ellos”. “No te he preguntado eso”. Filip deja salir un soplido por la nariz, casi una risa, suficiente para agitar su mostacho. “Pues si te soy sincero… no, nunca. He visto nieblas de todos los tipos, pero nada así. Nos hemos adentrado de golpe, como si fuera un muro… Oye, ya que estás despierto, ¿me haces un favor?”. “Claro”. “No sabes cuánto te lo agradezco. Me está volviendo loco ese farol. Creo que aún tiene una de las bombillas viejas, las de bambú. Coge una de las nuevas y sustitúyela, ¿quieres?”. Asiento con un gruñido. “¿Dónde están?”. “Detrás del motor, en cubierta”.
El viaje hasta el almacén no me supone ningún problema; el problema llega cuando vuelvo a proa y quedo rodeado de un mar de puro gris. Me agarro a la borda como un crío a la pierna de su madre. Este reborde de madera sobre hierro es mi único punto de referencia. No veo ni el mar, aunque puedo oírlo ahí abajo. Voy poco a poco hasta alcanzar la escalera del castillo de proa. Suspiro aliviado: ya casi estoy. Subo los escalones y me encaro otra vez con la borda, encontrando por fin el hueco del farol. Éste y su gemelo de babor van incrustados en la borda, de forma que iluminan al mismo tiempo dentro y fuera. Lo abro y saco la bombilla defectuosa usando la boina a modo de guante. Enrosco la nueva sin complicaciones, lo que no hace sino poner en duda el valor de tener un electricista a bordo. Ni que fuera magia.
Me incorporo y estiro la espalda antes de cerrar el farol. Un ruido me llega por detrás, un siseo seco seguido de pasos. Me doy la vuelta y veo aparecer la figura de un hombre con una luz débil frente a su rostro, que imagino debe ser una cerilla. Al principio no lo distingo, pero un par de pasos más cerca quedan en evidencia el sombrero y después la forma de una larga chaqueta, una levita. Un paso más y queda visible el patrón de cuadros de la levita, y ya con el fino bigote y la pipa a tres palmos de mí, no me queda duda de que es…
“Lord Barrett”. Él se para y da una calada. Exhala el humo antes de responder, dejándome con las ganas de cruzarle la cara. “Señor Fogerty, ¿cierto?”. No puedo con la nobleza. “Sí, señor, Charles Fogerty. Hablamos hace unos días, soy el cocinero”. “Sí sí, lo recuerdo. Es el responsable de esas alubias con tomate tan energizantes. Sus compañeros son afortunados por tenerle a bordo”. Me permito relajarme un poco. Tal vez no sea tan capullo. “Es muy amable, señor”. Lord Barrett esgrime una media sonrisa. “Pero no se lo diga a nadie: no es propio de un hombre de mi posición elogiar los talentos de un irlandés”. ¿Y si lo tiro por la borda? El Polaco no puede vernos desde el puente. Sería el crimen perfecto.
“¿Qué hace un cocinero arreglando un farol a estas horas de la noche?”, dice mientras se apoya en la borda. Giro y me quedo de pie a su derecha. Con el farol tan cerca noto que su levita de cuadros es de un color rojo oscuro. “Podría preguntarle algo parecido”, respondo. “Podría, pero yo he preguntado primero”. Dejo salir un soplido. No me pagan para aguantar a los pasajeros. “A veces no puedo dormir, eso es todo. El señor Kavinski me ha pedido que cambie la bombilla. ¿Y usted?”. Le da una calada a su pipa. “Yo duermo unos minutos aquí, una hora allá… No puedo estar quieto mucho tiempo. El cuerpo me pide que haga algo, así que he salido a estirar las piernas”.
“…¿Qué le lleva a Bombay, señor”, le pregunto, sólo por cortar el silencio. “Tigres”, dice él. “¿Tigres?”. “Los depredadores más increíbles del mundo. Ellos están en la India, y yo los cazo”. “¿Viaja a la India sólo para cazar tigres?”. “Y también para gestionar mis negocios, pero principalmente voy a cazar tigres. Es la llamada de la aventura, no puedo resistirla. Que se queden los demás lores con todos los palacios de Inglaterra, yo tengo mis fusiles y mis tigres. ¿Es usted aventurero, señor Fogerty?”. Joder, qué pregunta. “No particularmente, señor. Aunque trabajo en un barco, así que…”.
Lord Barrett se queda pensativo, fumando su pipa. Me apoyo en la borda y pierdo la mirada en algún punto de la gris nada de fuera. Oscurece un poco. Miro abajo y veo por primera vez el reflejo del farol en las olas. “Es mágico”, dice Lord Barrett de pronto, y señala a nuestro alrededor con la boquilla de su pipa. “Mire esta niebla. Uno cree haberlo visto todo, y de pronto se encuentra con esto”. “Por suerte está clareando”. “¿Suerte? No, mi querido amigo, la suerte es haber presenciado un fenómeno tan extraño. Estos sucesos se cuentan con los dedos de una mano. ¿Quién ha visto nunca una niebla tan densa? Usted, yo y el piloto del turno de noche, nadie más”. “…Sí, supongo”.
Me quedo mirando a las olas, el recordatorio de que aún existe el Arábigo ahí abajo, y mientras Lord Barrett se viene arriba hablando las mil maravillas sobre por qué viajar es lo mejor que hay en la vida. Me fijo en un reflejo rojizo, que desaparece al instante. Aparece de nuevo, pero no… No es un reflejo: hay algo bajo las olas. Una luz aparece, roja y pulsante. “¿Ve eso?”, le digo a Lord Barrett, señalando al agua mientras tiro de su hombro. Él se inclina y sigue mi dedo. “¿A qué se refiere?”. No está, se ha esfumado. Miró a ambos lados. “Habia… había una luz, una luz roja. Era muy intensa. ¿De verdad no la ha visto?”. “¿Una luz roja, en el agua? ¿Está seguro de lo que dice?”. “Del todo. Estaba ahí hace un instante”. “Está histérico, señor Fogerty. Debería dar una cabezada”. “Sé lo que he visto”. Lord Barrett sonríe por lo bajo. “¿No le habrán echado un mal de ojo, no?”. Le miro a los ojos. “Soy irlandés, señor, no un tinker, tampoco un knacker, y desde luego no un gitano”. Lord Barrett se yergue. “Tranquilícese, hombre. No era mi intención causar ofensa”.
No pienso aguantar esto un segundo más. Me doy la vuelta y voy hacia las escaleras, pero entonces paro y miró atrás, consciente de algo que mi mente no había entendido hasta este instante. Lord Barrett me mira inquieto, sin saber qué decir. Miro por encima de su hombro al tiempo que camino hacia él. “¿Le pasa algo?”, dice él, dando un paso atrás. Un contorno asoma entre la niebla. Dejo caer la bombilla de bambú. Joder, no me lo he imaginado. Me doy la vuelta con un nudo en las tripas. “¡¡¡Tierra a la vista!!! ¡¡¡Todo a babor!!!”. Agarro del hombro a Lord Barret y lo empujo hacia babor, pero es demasiado tarde para mí.
El impacto suena como un trueno al que sigue el prolongado lamento del hierro. La sacudida me lanza de frente, dando trompicones, incapaz de mantener el equilibrio. Choco con la borda y amenazo con caer al agua. Me incorporo a duras penas, y entonces hay otra sacudida. “¡Señor Fogerty!”, grita Lord Barrett desde cubierta, y se hace la oscuridad.
El agua del Arábigo enfría mi cuerpo a la vez que me hace dar vueltas. Intento nadar, pero no sé dónde es arriba y dónde es abajo. Una turbulencia me empuja hacia una roca, me golpeo la nuca. Quedo en una posición imposible, mi barbilla casi entra en mi pecho. No sé cómo sigo vivo. Me enfrento a la fuerza del agua, intento escalar la roca. Me corto las palmas con las conchas adheridas a la superficie, pero al menos veo algo de luz. Cada ola me aplasta contra la roca, cada resaca amenaza con separarme de ella. Se me va la cabeza, me abandonan las fuerzas, pero sigo subiendo. Saco la frente del agua, pero la marea me empuja y me frena. Un poco más, vamos. Me agarro a los moluscos y cojo impulso. Salto hacia arriba a la vez que una ola me empuja hacia la roca. Saco la cabeza al completo y quedo pegado a la superficie.
Respiro.
Sincronizo mis impulsos con las olas, y a los pocos segundos consigo encajar un zapato en una grieta de la roca, lo suficiente para darme agarre y subir del todo. Arrodillado sobre la piedra, miro desesperado a mi alrededor. No está: el Litany se ha marchado. Tal vez aún puedan oírme. “¡¡¡Eeeeehhh, socorro!!!”. Me quedo quieto unos segundos. No suenan ni la campana ni la bocina. Tomo aire para intentarlo otra vez, pero aparece una luz roja bajo las olas. ¿Es la misma de antes? ¿Qué clase de animal brilla de esa forma? Contemplo cómo va de un lado a otro, hasta quedarse quieta junto a otra roca, a unos metros a mi izquierda. Otra luz aparece tras la roca. La sigo con la mirada, y en cuestión de segundos ya hay casi una docena de ellas en un semicírculo. Me observan, puedo notarlo. Retrocedo sin apartar la vista. Casi resbalo: no hay más roca. Miro atrás. Estoy cerca de una pendiente de piedra de un par de metros, y más allá asoma una línea de vegetación entre la escasa niebla que queda. Hay un trecho de agua entre mi roca y la isla, unos diez metros. No me queda otra. Salto al agua y nado tan rápido como puedo. A los pocos segundos toco suelo con los pies. Sigo un poco más y me incorporo con el agua por las rodillas. Miro atrás sin dejar de andar: las luces rojas me siguen. Acelero el paso y corro con todas mis fuerzas. Salgo del agua y sigo corriendo hasta quedar rendido junto a un árbol.
Abrazado al tronco, me giro jadeando para ver qué ha sido de las luces. Suspiro con cierto alivio: han vuelto a las rocas, pero una avanza hacia la pendiente. Me preparo para poner tierra de por medio. La luz se apaga de pronto, una figura sale del agua, y aunque la niebla tapa en parte su forma, reconozco un torso y una cabeza casi humanos. Deja de andar cuando el agua le llega a la cintura. Se queda ahí quieta, mirándome. “Ikhá ek-dagh, munahwá”. Está hablando. Esa cosa está hablando. “¡Fas ek-setrajnah!”. Retrocede sin dejar de mirarme, y entonces lanza un sonoro grito gutural. Las demás criaturas dejan de brillar, y me quedo solo con el sonido de las olas.
Caigo de rodillas y respiro profundo, pero la paz no dura mucho. Algo me golpea en la nuca y caigo de frente como un saco de patatas. Lo siguiente que sé es que me alguien me arrastra agarrado por las axilas. Me pitan los oídos. Abro los ojos y apenas veo nada. Sigue siendo de noche, aunque no sé cuánto tiempo ha pasado. Me revuelvo y caigo al suelo. Suenan gritos a mi alrededor, y otro golpe me deja a oscuras. Mi mente va y viene, intercalando momentos de ir a rastras y visitas a mi pesadilla personal. El latido asciende desde las profundidades. No quiero mirar. No puedo moverme.
Abro los ojos una vez más. Me han atado a algo, estoy de rodillas. A unos metros de mí hay un hombre de piel oscura, y más allá hay una multitud, alrededor de tres docenas, todos ellos vestidos con taparrabos y armados con lanzas y arcos. A nuestro alrededor hay algunas cabañas de paja malamente iluminadas con antorchas. El hombre que tengo delante lleva una especie de tocado de ramas y huesos. ¿Su rey? No sé quién es esta gente, pero su aspecto no es muy distinto al de los indios. El rey arenga a los demás. “¡Ikhá upanayá setrajnah, Umok!”. “Umok”, repiten los demás como feligreses en una iglesia. Miro a los lados: han atado mis muñecas a postes de madera. Mis brazos están estirados casi del todo, apenas dejándome espacio para maniobrar. Estoy en una especie de plataforma de tablas. “¡Ikhá bhojayatí devasaj kurati, Umok!”. “Umok”. Me parece que esto no acaba bien para el hombre atado. Tiro hacia mí con todas mis fuerzas, intento desencajar los postes. Agito los brazos, pero nada se mueve de su sitio. “Ikhá Umok-toká raksati ikhá matrí, Umok!”. “Umok”.
Todo a mi alrededor empieza a brillar de color rojo intenso. Los nativos se arrodillan y bajan la cabeza al tiempo que alzan sus brazos hacia mí. “¡Umok!”. Un latido suena a mis espaldas, tan profundo y potente que parece nacer del centro de la misma isla. “¡Umok!”. Intento girarme y ver qué demonios hay ahí detrás, pero sólo alcanzo a ver que la luz roja llega desde debajo, y que mi plataforma flota un palmo sobre algún tipo de precipicio. El latido retumba de nuevo, y de nuevo los nativos repiten esa palabra. “¡Umok!”. Mi corazón suena como un tambor en mis sienes, y aun así no es nada comparado con el ruido que llega desde debajo. Me revuelvo con todo mi cuerpo. El poste de mi derecha se suelta un poco por la base. El rey de los nativos viene hacia mí con un cuchillo de piedra con forma de colmillo. Habla mientras los demás continúan el cántico a sus espaldas. “Ek-setranaj, devasaj”. Su rostro y pecho están pintados de rojo y líneas blancas. Es pequeño, apenas pasará de metro y medio. Se lleva el cuchillo hacia delante. “Devasaj kurati, Umok”. Con un poco de holgura tiro cada vez con más fuerza. Él se da cuenta y acelera el paso.
Se dispone a apuñalarme, pero logro tirar del poste y coger la hoja justo antes de que me ensarte. “¡Ah-arghh!”, grito de dolor. El filo se hunde en mi palma, pero no lo suelto. El rey forcejea, intenta llevarse el cuchillo. Crece el latido de la isla, se hace más rápido, y de la misma forma gana fuerza el cántico. “¡Umok!”. Lanzo una patada a la pierna del rey. Éste pierde el equilibrio y se cae de bruces, soltando el cuchillo. Me levanto a medias e intento cortar la cuerda de mi izquierda. “¡Devasaj kurati!”, ladra el rey a mi lado, y me empuja con una coz. Pierdo el equilibrio y caigo de la plataforma. Mi corazón se detiene un instante, como si contuviera el aliento. La cuerda me ancla a la plataforma y golpeo el borde del precipicio con el costado, vaciando mis pulmones. “¡Hmmff!”. La sacudida me hace soltar el cuchillo. Miro arriba. El rey resopla con rabia y mira a los suyos. “¡Ánayatu khagdá!”.
Me agarro a la cuerda con la diestra y hago fuerza para subir. El corte de mi mano escuece aún más que antes, siento que me estoy arrancando la piel. Asciendo un poco y subo la mano izquierda. A la siguiente tengo un poco más de holgura con la cuerda, y seguidamente alcanzo la plataforma. Me agarro con las dos manos y tiro con todas las fuerzas que me quedan. Acerco el rostro al borde de la plataforma, y entonces el rey de los nativos me da una patada en la frente. Caigo de nuevo y quedo colgado de la muñeca. Suenan unos pasos a la carrera. El rey asoma el rostro y me enseña un cuchillo de piedra que acaban de traerle. “Devasaj kurati, Umok”. Acerca el cuchillo a la cuerda y empieza a cortarla. Sé que no me va a dar tiempo, pero intento subir.
Restalla un trueno. El rey cae de rodillas y se echa las manos al pecho. Mira confuso sus manos cubiertas de sangre. Se desata entonces un caos de disparos y gritos descarnados. Tiene que ser la tripulación del Litany. “¡¡¡Eeeeehhh, aquíííííí!!! ¡¡¡Socorroooo!!!”. El rey cae de frente y me pasa al lado como un suspiro. Lo sigo con la mirada y me pierdo en la visión de lo que hay al fondo del precipicio. Es un agujero en el suelo, una caída vertical similar a una garganta. Al fondo, a unos treinta metros, la luz surge de una masa cambiante y acuosa, una vorágine de apéndices, dientes y ojos que desafía todo entendimiento y orden natural. El rey de los nativos desaparece en la masa brillante, que me llama con cada latido. No puedo apartar la vista.
“¡Fogerty!”, grita una voz familiar. Salgo del trance, consciente de que esa cosa no es sino el fin del alma misma. Me quiere, me llama, pero no me tendrá. Miro arriba: es el capitán Page. Tiene un revólver humeante en la mano. Me ofrece la otra. “¡Fogerty, deme la mano, vamos!”. Me impulso con un bamboleo y alcanzo la mano del capitán. La sangre hace que me resbale. “¡Otra vez, Fogerty, no se rinda!”. Al segundo intento logramos agarrarnos el uno al otro. El capitán tira de mi, inclinándose cada vez más hacia atrás, hasta que logro subir un pie a la plataforma. “¡Necesito un cuchillo!”, dice él mientras cae de culo. Ruedo hasta quedar a salvo, de espaldas al fin sobre la plataforma. Mis pulmones no dan a basto, y me arde todo el cuerpo, pero he salido de la garganta, y eso es todo lo que importa.
El Polaco se acerca y le da un cuchillo de cocina al capitán Page. Éste empieza a cortar la cuerda, y al terminar me pone el cuchillo en la mano. “No hay tiempo para descansar, Fogerty, ¡nos marchamos!”. El capitán se levanta y echa a correr. Me arrastro antes de incorporarme a duras penas. No puedo conmigo mismo. El Polaco me ve y viene corriendo a ayudar. Lo rodeo con el brazo y cargo en él parte de mi peso. Miro al frente. Han venido ocho hombres: aparte del capitán Page y el Polaco, está Lord Barrett con un fusil de cerrojo, así como el señor Walsh, al cual Lord Barret ha confiado un enorme fusil de dos cañones, y los señores Scholz, Burdon y Swaby. El último es el señor Bulsara, el cual porta, para mi alegría, un sable que da auténtico pavor. Benditos sijs y sus extrañas costumbres.
“Chuck”, dice el Polaco mientras echamos a andar, “espero que no te moleste que hayamos desvalijado tu cocina. Aquí los únicos que tienen armas son Lord Barrett y el capitán”. “Me parece genial…” digo sin apenas aliento, “pero limpiad los cuchillos… antes de… antes de dev… devolverlos”. Nos abrimos paso entre las cabañas, custodiados por el capitán, el señor Walsh y Lord Barrett, que abaten con gran puntería a cualquier nativo que intenta acercarse. Pasa un minuto en el que apenas se atreven a hacer nada, pero cuando ya casi hemos entrado en el bosque el señor Swaby lanza un alarido a los cuatro vientos. Todos nos detenemos, y Lord Barrett se coloca en retaguardia para vigilar. “¿Es grave?”, pregunta alzando su fusil. El señor Swaby hinca la rodilla y agarra la flecha que acaba de atravesarle el hombro derecho. “¡Estése quieto”, dice el señor Burdon, y agarra él mismo la flecha. La rompe, dejando la punta dentro. “¡Vamos, vamos!”, ordena el capitán, y retomamos la marcha.
Los nativos nos siguen de cerca, lanzando flechas que suenan como silbidos y rebotan en los árboles, estallando en mil astillas. Los tres hombres armados se mantienen en retaguardia y devuelven el fuego a nuestros perseguidores. Empieza a temblar el suelo, se agitan las copas de los árboles. La isla ha despertado. “¡¿Qué está pasando?!”, se alarma el capitán. Los demás están cada vez más nerviosos. A unos metros de la línea de vegetación el señor Scholz se adelanta para preparar el bote, y finalmente llegamos a la playa entre flechazos y gritos de los nativos. Me suben el primero a bordo, junto con el Polaco y Lord Barrett, que cubre al resto. El capitán Page es el último en subir. Scholz y Burdon se ponen a los remos y nos hacemos a la mar. Durante los primeros metros siguen cayendo flechas, y Lord Barrett termina siendo el último en disparar, atravesando el pecho de un nativo que corría hacia nosotros con intención de arrojar una lanza.
Ya a una distancia segura, todos nos quedamos mirando a la isla, que suena como un rugido abismal y monstruoso. El agua a su alrededor vibra y salta a borbotones, y aunque al principio creo que debe ser cosa de mi imaginación, no soy el único que se ha quedado atónito. “¿Pero qué…?”, se extraña el Polaco, y se inclina sobre la borda de babor. Todos lo vemos, pero ninguno termina de dar crédito: la isla se mueve. Nos quedamos mirando en silencio cómo se desplaza, provocando olas enormes a su paso, hasta que segundos después desaparece en la niebla.
Pasan unos segundos en los que nadie sabe qué decir. Visiblemente estupefacto, el capitán Page ordena a Burdon y Scholz que se pongan en marcha, y hace sonar un silbato. Nos llegan las campanadas del Litany, haciéndonos saber en qué dirección hay que remar. Me quedo tirado al fondo de la proa, agotado y dolorido, presionando una mano contra la otra para ralentizar la hemorragia. Lord Barrett se sienta a mi lado, sobre la borda de estribor. Se le ve satisfecho mientras carga su fusil. “Uno cree haberlo visto todo…”. Se ríe con sus propias palabras y saca algo de su levita. Me deja caer encima mi querida boina, que debí perder antes de la caída. Me apoyo de espaldas contra la borda y me pongo la boina. “Se lo agradezco”. Contemplo el corte de mi mano derecha. “…Me quería a mí”. “¿Disculpe?”, dice Lord Barrett. “Umok me quería a mí, quería mi alma. Lo he sentido al verla. Me llamaba”. “Interesante…”. Lord Barrett monta el fusil y apoya la culata en el suelo, pensativo. “¿Qué le parecería ir de caza, señor Fogerty?”. “¿Cómo dice? ¿Se refiere a cazar tigres?”. Lord Barrett sonríe y niega con la cabeza.
“No, mi querido amigo: me temo que los tigres se me han quedado pequeños”.