CP XVI - Ley de fugas - Rubisco (1º Jurado)
Publicado: 22 Abr 2021 21:05
Ley de fugas
La nave estaba casi oscura. Los ventanucos, ubicados a unos seis metros de alto, debían tener los cristales mugrientos. O tal vez los ficus de afuera impedían que entrara la luz. Y aún no habían encendido los potentes focos del techo, por lo que Hipólito supuso que serían las siete o siete y media de la tarde.
Se enjugó el sudor de la frente. Era un octubre más caluroso que de costumbre y la estructura metálica de aquellas naves industriales que ahora conformaban la Prisión de Faifes empeoraba la situación. Y aún quedaban más de treinta minutos de sol. Más de treinta minutos de calor asfixiante.
A su alrededor solo veía seres antropomorfos de mirada perdida que vagaban de un lado a otro esquivando los colchones, que estaban botados por el suelo de forma azarosa. Todos los individuos, sin excepción, parecían transitar entre la muerte en vida y la vida muriente. Resultaba imposible tratar de adivinar sus edades, envejecidos como estaban por el hambre, la debilidad y las enfermedades, así como posiblemente nadie era capaz de adivinar que él tenía veintiocho años.
Aquellas presencias, sin embargo, le proporcionaban un amargo alivio: el de distraerle de los barrotes y las paredes que delimitaban el área por la que podía moverse. La celda estaba abarrotada por unas trescientas personas, todos hombres, mientras que en la contigua, de un tamaño algo inferior, había solo veinte.
Era la celda de los condenados a muerte.
De cuando en cuando, un condenado era sacado de dicha celda y ajusticiado allí mismo, delante de todos los presos, que eran obligados a mirar. A veces eran varios. Y si había familiares entre la población carcelaria, los guardias se aseguraban de que presenciaran el fusilamiento en primera fila.
—Por lo menos aquí no respiramos guano —decía un preso continuamente desde que lo habían internado.
Tenía razón. Aquella era una de las dos naves orientadas al almacenamiento de las manillas de plátanos recién cortadas y listas para ser llevadas al puerto o para su distribución en los mercados de abastos. La tercera, la aludida por el preso, era el almacén de abonos químicos que se transportaban a las fincas.
Pero ya no había plátanos y de guano solo quedaba el que se hubiera derramado en el suelo. Donde antes había estanterías llenas de fruta ahora había celdas improvisadas con barrotes y alambre de espino. Hipólito suponía que las otras dos naves de Faifes también estaban divididas de igual forma y que se cometían exactamente las mismas atrocidades día tras día.
Día tras día.
Un preso que llevaba desde la mañana tosiendo empezó a escupir sangre. Nada más advertirlo otro reo, un agente se acercó a la celda y ordenó que lo sacaran. Tres internados lo asieron por la camisa y lo acercaron a la puerta, donde dos enfermeras ataviadas con mascarillas lo subieron a una camilla y se lo llevaron a duras penas.
Aquello recordó a Hipólito su episodio de tuberculosis, para el que aún tomaba antibióticos, por lo que se fue al otro lado de la celda, pero no pudo evitar que aflorara el recuerdo.
Había sido hacía un mes. Un guardia había escuchado su tos y, más por evitar una epidemia que por piedad, lo había llevado a rastras al sanatorio de la prisión, formado por cuatro camas y un botiquín mal surtido. Hipólito había ocupado la última de las cuatro camas. Los otros tres pacientes tosían con tanta virulencia como él y las enfermeras les aplicaban el tratamiento inicial mientras los guardias les apuntaban con sus rifles.
Intuyó que había agotado su fortuna en aquel lugar cuando se enteró de que, con las cuatro camillas ocupadas, otros once tuberculosos no habían podido ser tratados y habían sido llevados directamente a la fosa común de Cueva Bermeja, en la costa, donde fueron arrojados al mar en sacos llenos de piedras. Según alardeaban los propios guardias, al menos la mitad de los enfermos aún tosían en el momento de lanzarlos por la borda.
Aún se estaba imaginando en su cabeza el ruido de los sacos cayendo al mar cuando sonó la sirena. Todos los encarcelados se detuvieron al unísono y miraron hacia la verja esperando que apareciera un guardia para dar instrucciones de cara a la noche. Un preso se acercó entonces a Hipólito:
—¿Hoy darán las instrucciones para la cena?
—Espero que sí.
—¿Por qué anoche no las dieron? ¿Habrá pasado algo?
—No creo. De cuando en cuando lo hacen.
—Para desmoralizarnos —agregó otro que estaba por detrás de ellos.
Unos minutos después apareció un sargento con un papel mecanografiado. Se detuvo en el centro del pasillo, sacó una pluma, anotó algunas correcciones y comenzó a leer:
—¡Atención! Esta noche se cenará a las siete y cincuenta y dos. Antes, un guardia abrirá las celdas. Nadie puede salir hasta que suene la sirena. En ese momento todos se dirigirán al patio con su plato formando una hilera.
»A la orden del silbato cantarán el Cara al sol.
»Al terminar de cantar se empezará a servir la cena. Cada uno regresará a la celda con el plato lleno y será allí donde coman. Quien pruebe la cena antes de llegar a la celda será sometido a un Consejo de Guerra.
»¡Viva España!
—¡Viva! —gritaron todos al unísono, pero sin entusiasmo.
—¡Arriba España!
—¡Arriba!
La amenaza del Consejo de Guerra no causaban ningún impacto a quienes las habían escuchado a diario durante al menos dos semanas. Tampoco a Hipólito, aunque durante los primeros días de internamiento temía que ese momento fuera igual de terrorífico que la primera vez que lo escuchó. A esas alturas, sin embargo, ya le sonaban como el parte meteorológico.
De todos modos, los presos procuraban obedecerlas.
Tomó su plato de hojalata, del que salieron espantadas una docena de moscas; lo sacudió con la mano para eliminar el moho y un par de lombrices y se preparó para salir. Tardaron más de lo normal en abrir la puerta y, una vez abierta, la sirena tardó una eternidad en sonar.
Cuando por fin se escuchó la alarma, todos los presos salieron en tromba, aunque la fila se organizó de forma ordenada y sin empujones. Fuera, en el patio, se sumaban las colas de las otras naves.
El silbato sonó cuando aún no habían salido todos y en ese momento los presos se detuvieron y comenzaron a cantar el himno falangista. Al mismo tiempo, varios guardias iniciaron una ronda de un extremo al otro de la fila.
—Aquí hay uno que no ha levantado el brazo —anunció un guardia antes de darle un culatazo en la espalda.
—¡A empezar de nuevo! —ordenó un sargento.
Los presos reiniciaron el canto con fastidio. Apenas habían terminado la primera estrofa hubo una nueva interrupción:
—Sargento, aquí hay uno que, en vez de cantar, está vomitando.
—¡A empezar de nuevo! —ordenó otra vez mientras el amonestado recibía una paliza.
Tras concluir el himno al cuarto intento, un guardia ordenó a los presos que se dirigieran hacia el caldero. A pesar de que el hambre estaba presente las veinticuatro horas del día, la cola avanzaba a un ritmo muy lento. Las piernas escuálidas y con los huesos marcados arrastraban los pies, mientras los ojos miraban de forma esquiva a los guardias.
De pronto la fila dejó de avanzar. Algunos presos se pusieron de puntillas para intentar ver qué ocurría allí adelante, pero nadie distinguía nada fuera de lo común.
—¿Y si se ha agotado la cena? —preguntó alguien en susurros.
—Entonces no cenaremos —respondió Hipólito con resignación—. No es la primera vez que pasa.
—¿Y por qué no nos amotinamos?
Este es nuevo, pensó Hipólito.
—Si quieres que te apliquen la ley de fugas... —contestó un tercero.
—¿Y eso qué es?
—Te dejan libre y cuando estás huyendo te consideran un fugitivo y te disparan por la espalda.
Hipólito agradeció que aquella respuesta mantuviera al insurrecto callado; lo último que deseaba era que le cayera una segunda acusación de rebelión. Incluso esbozó media sonrisa al ver al hombre haciendo el gesto de estar disparando con un rifle y al ver la cara descompuesta del insurrecto. De inmediato el corazón se le encogió cuando se descubrió a sí mismo reprochándose qué clase de desalmado podía encontrar un atisbo de humor en aquella escena.
Unos minutos después pudo ver como, cerca del caldero, los guardias arrastraban el cuerpo inerte de un preso fuera de la cola. A continuación la fila volvió a avanzar de forma aún más lenta.
Al llegar al caldero, de ochenta centímetros de ancho y un metro de alto, vio en su interior un líquido de color marrón, con una turbiedad heterogénea y pequeños tropezones de forma indeterminada flotando. El cocinero sirvió dos cucharones a medio llenar y resopló como orden para que volviera a la celda.
«Al menos esta vez no hay una suela de zapato en el caldo», pensó para sus adentros.
Aquel líquido era repugnante, pero era su cena, así que anduvo con cuidado para no derramar ni una gota. Llegó a la celda, se sentó en un colchón y, ante la ausencia de cuchara, sorbió el líquido poco a poco. Tenía un cierto aroma a gallina; también a tripas, quizás de cerdo; y a bubango y a batata, además de una capa aceitosa; todo ello con el sabor avinagrado que impregna la ranciedad.
Terminó de sorber las últimas gotas y se enjugó la boca con la camisa que llevaba desde hacía dos semanas y cuyo color se había oscurecido tanto que para poder ver su blanco original había que mirar dentro del bolsillo.
No pasó mucho tiempo antes de que entrara el último preso y cerraran la celda. Hipólito miró al techo de uralita, comprobó que aún no habían encendido los focos y dedujo que esa noche no habría luz artificial. Y sabía lo que eso significaba. La oscuridad era el momento preferido por los guardias para llevar a cabo las sacas colectivas. A veces vaciaban la celda completa; otras solo sacaban a unos cuantos, en ocasiones seleccionados, en ocasiones al azar.
Qué hacían con ellos era una incógnita. Quizás los ajusticiaban en los alrededores de la prisión. Quizás les aplicaban la ley de fugas, también conocida como «el paseo». Quizás se los llevaban a otra prisión de las que habían construido en la isla. O, en el colmo de la humillación, los obligaban a confeccionar los sacos de arpillera en los que serían arrojados al mar después de inutilizarles las extremidades a balazos.
Hipólito se hacía una idea de cuál era el destino de los sacados. Y también sabía qué iban a hacer con él nada más confirmaran sus simpatías republicanas y los numerosos panfletos izquierdistas que habían salido de las imprentas de su editorial.
Precisamente, la espera de saber que un día iba a ser sacado era lo que peor llevaba. Estaba dispuesto a seguir durmiendo entre chinches, cantando el Cara al sol, yendo a misa dos veces al día y sorbiendo las bazofias que le servían para desayunar y para cenar a cambio de que le confirmaran qué día le tocaba el ajusticiamiento, daba igual que fuera en un día o en un año. Solo el poder dejar de desasosegarse por la incertidumbre hubiera supuesto una mejoría en su estancia.
Otras veces, sin embargo, le aterraba más la idea de salir de allí con vida. Después de todo lo que había visto, había llegado a dudar sobre su propia capacidad para enfrentar la vida tras la prisión sin perder la cordura.
Incertidumbre, se dijo otra vez en silencio, y volvió a la reflexión que tantas veces le había rondado desde su primer encierro. Que la incertidumbre pudiera encoger el corazón más que la muerte de un ser querido solo podía ser resultado de la más profunda de las vilezas humanas. La humanidad, artífice de los más inimaginables prodigios, era además la autora de las peores técnicas de tortura, las que dejan cicatrices purulentas en la mente.
Sonó la sirena otra vez.
—¡Hora de dormir! —gritó una voz ronca.
El mismo grito se repitió dos veces más antes de que la prisión de Faifes quedara sepultada bajo el silencio.
Hipólito se había recostado en el colchón. A los pocos minutos sintió un leve hormigueo en las piernas. Ya se había acostumbrado a la presencia de las chinches en su cuerpo y se habían integrado tanto en su rutina para dormir que ni se molestó en matarlas.
Su somnolencia quedó brevemente interrumpida por las pisadas de unas botas militares. Debían estar haciendo la primera ronda de la noche en busca de presos que no estuvieran durmiendo. A esos también los sacaban.
Dejó de escuchar las botas y su cuerpo empezó a sumirse en el sueño ligero que inunda a quienes han de estar siempre alerta, pero entonces escuchó lo que nunca hubiera querido escuchar.
Su nombre.
Un guardia estaba recitando su nombre. Lo hacía con la facilidad de quien se lo ha aprendido para la ocasión y lo hacía dirigiéndose a su celda.
—¡Hi-pó-li-to Gar-cí-a! —volvió a sonar.
A Hipólito no le respondían las piernas. Intentó ponerse en pie, pero todo lo que consiguió fue caer al suelo y quedarse a gachas.
Escuchó su nombre una vez más. Un soplo frío, seguido de una ola de calor, le nació en el pecho y le recorrió el torso hacia abajo. Solo entonces sus rodillas dejaron de flaquear y consiguió erguirse.
Su cuerpo era un temblor, pero no se percató de ello porque estaba más concentrado en intuir en la oscuridad el camino para no tropezar con ninguno de los presos que dormían. Mientras andaba, pudo escuchar algunos susurros deseándole suerte.
Finalmente alcanzó la puerta y miró al guardia que lo había llamado, pero la oscuridad le impidió distinguir su rostro. El guardia abrió la verja, lo asió del brazo con menos rudeza de la que esperaba y lo empujó en dirección a una puerta trasera.
—Cuando te diga que corras, corre —dijo el guardia.
—¡Venga ya! —protestó en un susurro.
—No me jodas, que lo hago por ti, Polo.
Hipólito se detuvo en seco, a pesar de los intentos del guardia por mantenerlo en movimiento.
—¡Hostia! ¿Paco?
—Sí —contestó mientras volvía a tirar de su brazo.
—Joder, Paco, que somos amigos desde que éramos unos críos, ¿me vas a dar el paseo? ¿Pero por qué?
—Me cago en Dios, que te estoy salvando la vida. —Debió notar la cara de incredulidad de Hipólito—. Esta noche van a vaciar tu celda.
—¿Qué?
El guardia no volvió a hablar. Acompañó a Hipólito hasta la puerta, la abrió con cautela y lo acompañó unos minutos más afuera. Entonces lo empujó.
—¡Corre!
Hipólito aún seguía dudando, pero la incertidumbre y el instinto de supervivencia lo forzaron a correr con todas sus fuerzas. En las plantas de sus pies desnudos se clavaban piedras minúsculas y pequeñas ramitas, pero él seguía corriendo.
—¡Fuga! —oyó gritar.
Aquella voz le estremeció el estómago en un dolor insoportable. Había tenido la traición ante sus ojos y le había pasado desapercibida. Mientras corría se preguntaba qué había hecho en el pasado para que su amigo de la infancia quisiera cobrarse la venganza de aquella manera tan atroz. Por su cabeza desfilaron miles de recuerdos, todos ellos con Paco, en los que no encontraba ningún mal gesto, ninguna mala palabra, ningún motivo.
Y de nuevo se sintió culpable. A las puertas de la muerte no estaba pensando en sus padres, ni en su mujer, ni en el bebé que esperaban. Solo pensaba en Paco; pensaba, por tanto, en sí mismo y en la traición que acababa de sufrir. Se llamó egoísta y cobarde, pero no detuvo la huida. Continuó corriendo por inercia mientras su fe se iba vaciando con cada zancada.
Desconocía la sensación de que una bala ingresara en la carne, pero pronto lo iba a experimentar. Deseó que el primer disparo fuera certero, en la nuca; que percutiera en todo su cerebro y lo dejara inconsciente de inmediato para no sentir más dolor antes de que su sistema nervioso colapsara del todo.
Escuchó la primera detonación, pero no sintió ningún impacto. Le siguieron otras, posiblemente por disparos de diferentes rifles, pero ninguno de ellos le acertó. Sin dejar de correr, viró la cabeza y le pareció distinguir que los guardias disparaban en otra dirección. También creyó ver a Paco mirarlo por última vez antes de reiniciar los disparos hacia donde no había nadie.
Entonces se dio cuenta de que su amigo de la infancia le había salvado la vida, posiblemente arriesgando la suya propia si descubrían el engaño. Sin dejar de correr pensó en sus compañeros de celda, que no llegarían a ver el amanecer. Y pensó una vez más en Paco y en cómo había simulado un paseo para librarle del fusilamiento.
Solo entonces sintió miles de pinchazos en los pies. No solo era el dolor de las heridas en sus pies descalzos; era sobre todo el dolor de la vida que ya se había preparado para escapar y que de pronto se estaba aferrando de nuevo a la carne. Aquel dolor, más intenso que el de las piedras y las ramas, subió por las piernas y se adueñó de todo su cuerpo. Entonces se detuvo, cayó derrumbado junto a un árbol y se aovilló en un profundo sollozo.
La nave estaba casi oscura. Los ventanucos, ubicados a unos seis metros de alto, debían tener los cristales mugrientos. O tal vez los ficus de afuera impedían que entrara la luz. Y aún no habían encendido los potentes focos del techo, por lo que Hipólito supuso que serían las siete o siete y media de la tarde.
Se enjugó el sudor de la frente. Era un octubre más caluroso que de costumbre y la estructura metálica de aquellas naves industriales que ahora conformaban la Prisión de Faifes empeoraba la situación. Y aún quedaban más de treinta minutos de sol. Más de treinta minutos de calor asfixiante.
A su alrededor solo veía seres antropomorfos de mirada perdida que vagaban de un lado a otro esquivando los colchones, que estaban botados por el suelo de forma azarosa. Todos los individuos, sin excepción, parecían transitar entre la muerte en vida y la vida muriente. Resultaba imposible tratar de adivinar sus edades, envejecidos como estaban por el hambre, la debilidad y las enfermedades, así como posiblemente nadie era capaz de adivinar que él tenía veintiocho años.
Aquellas presencias, sin embargo, le proporcionaban un amargo alivio: el de distraerle de los barrotes y las paredes que delimitaban el área por la que podía moverse. La celda estaba abarrotada por unas trescientas personas, todos hombres, mientras que en la contigua, de un tamaño algo inferior, había solo veinte.
Era la celda de los condenados a muerte.
De cuando en cuando, un condenado era sacado de dicha celda y ajusticiado allí mismo, delante de todos los presos, que eran obligados a mirar. A veces eran varios. Y si había familiares entre la población carcelaria, los guardias se aseguraban de que presenciaran el fusilamiento en primera fila.
—Por lo menos aquí no respiramos guano —decía un preso continuamente desde que lo habían internado.
Tenía razón. Aquella era una de las dos naves orientadas al almacenamiento de las manillas de plátanos recién cortadas y listas para ser llevadas al puerto o para su distribución en los mercados de abastos. La tercera, la aludida por el preso, era el almacén de abonos químicos que se transportaban a las fincas.
Pero ya no había plátanos y de guano solo quedaba el que se hubiera derramado en el suelo. Donde antes había estanterías llenas de fruta ahora había celdas improvisadas con barrotes y alambre de espino. Hipólito suponía que las otras dos naves de Faifes también estaban divididas de igual forma y que se cometían exactamente las mismas atrocidades día tras día.
Día tras día.
Un preso que llevaba desde la mañana tosiendo empezó a escupir sangre. Nada más advertirlo otro reo, un agente se acercó a la celda y ordenó que lo sacaran. Tres internados lo asieron por la camisa y lo acercaron a la puerta, donde dos enfermeras ataviadas con mascarillas lo subieron a una camilla y se lo llevaron a duras penas.
Aquello recordó a Hipólito su episodio de tuberculosis, para el que aún tomaba antibióticos, por lo que se fue al otro lado de la celda, pero no pudo evitar que aflorara el recuerdo.
Había sido hacía un mes. Un guardia había escuchado su tos y, más por evitar una epidemia que por piedad, lo había llevado a rastras al sanatorio de la prisión, formado por cuatro camas y un botiquín mal surtido. Hipólito había ocupado la última de las cuatro camas. Los otros tres pacientes tosían con tanta virulencia como él y las enfermeras les aplicaban el tratamiento inicial mientras los guardias les apuntaban con sus rifles.
Intuyó que había agotado su fortuna en aquel lugar cuando se enteró de que, con las cuatro camillas ocupadas, otros once tuberculosos no habían podido ser tratados y habían sido llevados directamente a la fosa común de Cueva Bermeja, en la costa, donde fueron arrojados al mar en sacos llenos de piedras. Según alardeaban los propios guardias, al menos la mitad de los enfermos aún tosían en el momento de lanzarlos por la borda.
Aún se estaba imaginando en su cabeza el ruido de los sacos cayendo al mar cuando sonó la sirena. Todos los encarcelados se detuvieron al unísono y miraron hacia la verja esperando que apareciera un guardia para dar instrucciones de cara a la noche. Un preso se acercó entonces a Hipólito:
—¿Hoy darán las instrucciones para la cena?
—Espero que sí.
—¿Por qué anoche no las dieron? ¿Habrá pasado algo?
—No creo. De cuando en cuando lo hacen.
—Para desmoralizarnos —agregó otro que estaba por detrás de ellos.
Unos minutos después apareció un sargento con un papel mecanografiado. Se detuvo en el centro del pasillo, sacó una pluma, anotó algunas correcciones y comenzó a leer:
—¡Atención! Esta noche se cenará a las siete y cincuenta y dos. Antes, un guardia abrirá las celdas. Nadie puede salir hasta que suene la sirena. En ese momento todos se dirigirán al patio con su plato formando una hilera.
»A la orden del silbato cantarán el Cara al sol.
»Al terminar de cantar se empezará a servir la cena. Cada uno regresará a la celda con el plato lleno y será allí donde coman. Quien pruebe la cena antes de llegar a la celda será sometido a un Consejo de Guerra.
»¡Viva España!
—¡Viva! —gritaron todos al unísono, pero sin entusiasmo.
—¡Arriba España!
—¡Arriba!
La amenaza del Consejo de Guerra no causaban ningún impacto a quienes las habían escuchado a diario durante al menos dos semanas. Tampoco a Hipólito, aunque durante los primeros días de internamiento temía que ese momento fuera igual de terrorífico que la primera vez que lo escuchó. A esas alturas, sin embargo, ya le sonaban como el parte meteorológico.
De todos modos, los presos procuraban obedecerlas.
Tomó su plato de hojalata, del que salieron espantadas una docena de moscas; lo sacudió con la mano para eliminar el moho y un par de lombrices y se preparó para salir. Tardaron más de lo normal en abrir la puerta y, una vez abierta, la sirena tardó una eternidad en sonar.
Cuando por fin se escuchó la alarma, todos los presos salieron en tromba, aunque la fila se organizó de forma ordenada y sin empujones. Fuera, en el patio, se sumaban las colas de las otras naves.
El silbato sonó cuando aún no habían salido todos y en ese momento los presos se detuvieron y comenzaron a cantar el himno falangista. Al mismo tiempo, varios guardias iniciaron una ronda de un extremo al otro de la fila.
—Aquí hay uno que no ha levantado el brazo —anunció un guardia antes de darle un culatazo en la espalda.
—¡A empezar de nuevo! —ordenó un sargento.
Los presos reiniciaron el canto con fastidio. Apenas habían terminado la primera estrofa hubo una nueva interrupción:
—Sargento, aquí hay uno que, en vez de cantar, está vomitando.
—¡A empezar de nuevo! —ordenó otra vez mientras el amonestado recibía una paliza.
Tras concluir el himno al cuarto intento, un guardia ordenó a los presos que se dirigieran hacia el caldero. A pesar de que el hambre estaba presente las veinticuatro horas del día, la cola avanzaba a un ritmo muy lento. Las piernas escuálidas y con los huesos marcados arrastraban los pies, mientras los ojos miraban de forma esquiva a los guardias.
De pronto la fila dejó de avanzar. Algunos presos se pusieron de puntillas para intentar ver qué ocurría allí adelante, pero nadie distinguía nada fuera de lo común.
—¿Y si se ha agotado la cena? —preguntó alguien en susurros.
—Entonces no cenaremos —respondió Hipólito con resignación—. No es la primera vez que pasa.
—¿Y por qué no nos amotinamos?
Este es nuevo, pensó Hipólito.
—Si quieres que te apliquen la ley de fugas... —contestó un tercero.
—¿Y eso qué es?
—Te dejan libre y cuando estás huyendo te consideran un fugitivo y te disparan por la espalda.
Hipólito agradeció que aquella respuesta mantuviera al insurrecto callado; lo último que deseaba era que le cayera una segunda acusación de rebelión. Incluso esbozó media sonrisa al ver al hombre haciendo el gesto de estar disparando con un rifle y al ver la cara descompuesta del insurrecto. De inmediato el corazón se le encogió cuando se descubrió a sí mismo reprochándose qué clase de desalmado podía encontrar un atisbo de humor en aquella escena.
Unos minutos después pudo ver como, cerca del caldero, los guardias arrastraban el cuerpo inerte de un preso fuera de la cola. A continuación la fila volvió a avanzar de forma aún más lenta.
Al llegar al caldero, de ochenta centímetros de ancho y un metro de alto, vio en su interior un líquido de color marrón, con una turbiedad heterogénea y pequeños tropezones de forma indeterminada flotando. El cocinero sirvió dos cucharones a medio llenar y resopló como orden para que volviera a la celda.
«Al menos esta vez no hay una suela de zapato en el caldo», pensó para sus adentros.
Aquel líquido era repugnante, pero era su cena, así que anduvo con cuidado para no derramar ni una gota. Llegó a la celda, se sentó en un colchón y, ante la ausencia de cuchara, sorbió el líquido poco a poco. Tenía un cierto aroma a gallina; también a tripas, quizás de cerdo; y a bubango y a batata, además de una capa aceitosa; todo ello con el sabor avinagrado que impregna la ranciedad.
Terminó de sorber las últimas gotas y se enjugó la boca con la camisa que llevaba desde hacía dos semanas y cuyo color se había oscurecido tanto que para poder ver su blanco original había que mirar dentro del bolsillo.
No pasó mucho tiempo antes de que entrara el último preso y cerraran la celda. Hipólito miró al techo de uralita, comprobó que aún no habían encendido los focos y dedujo que esa noche no habría luz artificial. Y sabía lo que eso significaba. La oscuridad era el momento preferido por los guardias para llevar a cabo las sacas colectivas. A veces vaciaban la celda completa; otras solo sacaban a unos cuantos, en ocasiones seleccionados, en ocasiones al azar.
Qué hacían con ellos era una incógnita. Quizás los ajusticiaban en los alrededores de la prisión. Quizás les aplicaban la ley de fugas, también conocida como «el paseo». Quizás se los llevaban a otra prisión de las que habían construido en la isla. O, en el colmo de la humillación, los obligaban a confeccionar los sacos de arpillera en los que serían arrojados al mar después de inutilizarles las extremidades a balazos.
Hipólito se hacía una idea de cuál era el destino de los sacados. Y también sabía qué iban a hacer con él nada más confirmaran sus simpatías republicanas y los numerosos panfletos izquierdistas que habían salido de las imprentas de su editorial.
Precisamente, la espera de saber que un día iba a ser sacado era lo que peor llevaba. Estaba dispuesto a seguir durmiendo entre chinches, cantando el Cara al sol, yendo a misa dos veces al día y sorbiendo las bazofias que le servían para desayunar y para cenar a cambio de que le confirmaran qué día le tocaba el ajusticiamiento, daba igual que fuera en un día o en un año. Solo el poder dejar de desasosegarse por la incertidumbre hubiera supuesto una mejoría en su estancia.
Otras veces, sin embargo, le aterraba más la idea de salir de allí con vida. Después de todo lo que había visto, había llegado a dudar sobre su propia capacidad para enfrentar la vida tras la prisión sin perder la cordura.
Incertidumbre, se dijo otra vez en silencio, y volvió a la reflexión que tantas veces le había rondado desde su primer encierro. Que la incertidumbre pudiera encoger el corazón más que la muerte de un ser querido solo podía ser resultado de la más profunda de las vilezas humanas. La humanidad, artífice de los más inimaginables prodigios, era además la autora de las peores técnicas de tortura, las que dejan cicatrices purulentas en la mente.
Sonó la sirena otra vez.
—¡Hora de dormir! —gritó una voz ronca.
El mismo grito se repitió dos veces más antes de que la prisión de Faifes quedara sepultada bajo el silencio.
Hipólito se había recostado en el colchón. A los pocos minutos sintió un leve hormigueo en las piernas. Ya se había acostumbrado a la presencia de las chinches en su cuerpo y se habían integrado tanto en su rutina para dormir que ni se molestó en matarlas.
Su somnolencia quedó brevemente interrumpida por las pisadas de unas botas militares. Debían estar haciendo la primera ronda de la noche en busca de presos que no estuvieran durmiendo. A esos también los sacaban.
Dejó de escuchar las botas y su cuerpo empezó a sumirse en el sueño ligero que inunda a quienes han de estar siempre alerta, pero entonces escuchó lo que nunca hubiera querido escuchar.
Su nombre.
Un guardia estaba recitando su nombre. Lo hacía con la facilidad de quien se lo ha aprendido para la ocasión y lo hacía dirigiéndose a su celda.
—¡Hi-pó-li-to Gar-cí-a! —volvió a sonar.
A Hipólito no le respondían las piernas. Intentó ponerse en pie, pero todo lo que consiguió fue caer al suelo y quedarse a gachas.
Escuchó su nombre una vez más. Un soplo frío, seguido de una ola de calor, le nació en el pecho y le recorrió el torso hacia abajo. Solo entonces sus rodillas dejaron de flaquear y consiguió erguirse.
Su cuerpo era un temblor, pero no se percató de ello porque estaba más concentrado en intuir en la oscuridad el camino para no tropezar con ninguno de los presos que dormían. Mientras andaba, pudo escuchar algunos susurros deseándole suerte.
Finalmente alcanzó la puerta y miró al guardia que lo había llamado, pero la oscuridad le impidió distinguir su rostro. El guardia abrió la verja, lo asió del brazo con menos rudeza de la que esperaba y lo empujó en dirección a una puerta trasera.
—Cuando te diga que corras, corre —dijo el guardia.
—¡Venga ya! —protestó en un susurro.
—No me jodas, que lo hago por ti, Polo.
Hipólito se detuvo en seco, a pesar de los intentos del guardia por mantenerlo en movimiento.
—¡Hostia! ¿Paco?
—Sí —contestó mientras volvía a tirar de su brazo.
—Joder, Paco, que somos amigos desde que éramos unos críos, ¿me vas a dar el paseo? ¿Pero por qué?
—Me cago en Dios, que te estoy salvando la vida. —Debió notar la cara de incredulidad de Hipólito—. Esta noche van a vaciar tu celda.
—¿Qué?
El guardia no volvió a hablar. Acompañó a Hipólito hasta la puerta, la abrió con cautela y lo acompañó unos minutos más afuera. Entonces lo empujó.
—¡Corre!
Hipólito aún seguía dudando, pero la incertidumbre y el instinto de supervivencia lo forzaron a correr con todas sus fuerzas. En las plantas de sus pies desnudos se clavaban piedras minúsculas y pequeñas ramitas, pero él seguía corriendo.
—¡Fuga! —oyó gritar.
Aquella voz le estremeció el estómago en un dolor insoportable. Había tenido la traición ante sus ojos y le había pasado desapercibida. Mientras corría se preguntaba qué había hecho en el pasado para que su amigo de la infancia quisiera cobrarse la venganza de aquella manera tan atroz. Por su cabeza desfilaron miles de recuerdos, todos ellos con Paco, en los que no encontraba ningún mal gesto, ninguna mala palabra, ningún motivo.
Y de nuevo se sintió culpable. A las puertas de la muerte no estaba pensando en sus padres, ni en su mujer, ni en el bebé que esperaban. Solo pensaba en Paco; pensaba, por tanto, en sí mismo y en la traición que acababa de sufrir. Se llamó egoísta y cobarde, pero no detuvo la huida. Continuó corriendo por inercia mientras su fe se iba vaciando con cada zancada.
Desconocía la sensación de que una bala ingresara en la carne, pero pronto lo iba a experimentar. Deseó que el primer disparo fuera certero, en la nuca; que percutiera en todo su cerebro y lo dejara inconsciente de inmediato para no sentir más dolor antes de que su sistema nervioso colapsara del todo.
Escuchó la primera detonación, pero no sintió ningún impacto. Le siguieron otras, posiblemente por disparos de diferentes rifles, pero ninguno de ellos le acertó. Sin dejar de correr, viró la cabeza y le pareció distinguir que los guardias disparaban en otra dirección. También creyó ver a Paco mirarlo por última vez antes de reiniciar los disparos hacia donde no había nadie.
Entonces se dio cuenta de que su amigo de la infancia le había salvado la vida, posiblemente arriesgando la suya propia si descubrían el engaño. Sin dejar de correr pensó en sus compañeros de celda, que no llegarían a ver el amanecer. Y pensó una vez más en Paco y en cómo había simulado un paseo para librarle del fusilamiento.
Solo entonces sintió miles de pinchazos en los pies. No solo era el dolor de las heridas en sus pies descalzos; era sobre todo el dolor de la vida que ya se había preparado para escapar y que de pronto se estaba aferrando de nuevo a la carne. Aquel dolor, más intenso que el de las piedras y las ramas, subió por las piernas y se adueñó de todo su cuerpo. Entonces se detuvo, cayó derrumbado junto a un árbol y se aovilló en un profundo sollozo.