CP XVI - Nubes del mar - Iliria
Publicado: 22 Abr 2021 21:07
NUBES DEL MAR
Ilós encontró en el ala oeste el espacio abierto y solitario que buscaba. La noche comenzaba a apagar los tonos del crepúsculo en un azul fugaz antes de volverse tinieblas. Flotaba en el aire un aroma a salvia, a ciprés y a pino que le sumergía en la calma, lejos de la algarada que resonaba entre las paredes del recinto. Nadie le extrañaría. Casi echado sobre las escalinatas, contemplaba el edificio semiderruido, en parte tan similar a los que había visto en su Micenas natal. ¿Qué habría ocurrido antes de que ellos llegasen?
—¡Maldita sea! Aquí no hay nada que llevarse—había exclamado Jalepo, antes de dejarse caer en un banco de alabastro, de donde ya no se movió en toda la tarde.
Sin embargo Jalepo, como jefe del grupo, había ordenado a sus hombres que buscasen por el lugar lo que fuese. También Ilós había tomado parte, aunque con disimulo se escabullese para admirar cuanto quedaba de los frescos en las paredes, sus colores rojos, azules, blancos, que parecían saltar a los ojos de cualquiera que los contemplara. Como los de Micenas, sí, pero quizá más antiguos. Igual de evocadores. Animales marinos y terrestres, toros sobre cuya grupa pirueteaban los acróbatas, flores, ofrendas, bellas mujeres de senos descubiertos y muchachos esbeltos y fuertes. Pero habían hallado el lugar vacío. ¿Dónde estaba toda aquella gente?
Varios hombres habían encontrado abundante grano en los silos. Otros—y esto entusiasmó más al cabecilla—jarras de vino todavía selladas. Algunas cabras que merodeaban sin pastores completaron el festín del que ahora disfrutaban, no sin antes haber cargado los barcos con todo lo que pudieron. Como era su costumbre, Ilós había buscado un lugar tranquilo. Podía alejarse de Jalepo y de sus hombres, pero no de sus recuerdos ni de lo que se había convertido. Aún tenía grabada en su mente la primera imagen del cabecilla, sus ojos zarcos entre los cuales la cicatriz de un espadazo surcaba todo el rostro en diagonal. Sus dientes podridos en una sonrisa al descubrir a un asustado Ilós de unos tres años escondido en su choza, sin haber tenido tiempo de correr hacia la ciudad fortificada, que acabó envuelta en llamas y tomada por aquellos dorios salvajes. Diez años habían transcurrido desde entonces.
Jalepo lo había tomado como quien por capricho se apodera de un cachorro. Acabó creciendo y, aunque había aprendido a luchar como ellos, la guerra y el pillaje no formaban parte del espíritu de Ilós. Ni siquiera ese era su nombre. Tampoco recordaba el verdadero. Al verlo por vez primera, Jalepo había exclamado: “¡Ilós!”, pues nunca había visto a nadie con un ojo azul y otro marrón, y a su ruda mente sólo pudo acudir la imagen de alguien bizco.
—Vamos, camina.
Se incorporó de un salto. Reconoció la voz de Kyón, otro de los jóvenes micénicos adoptado por los dorios y que, respondiendo al nombre que Jalepo le había dado, deseaba agradar a su amo a toda costa y lamer su mano. No iba solo. Arrastraba a un pobre anciano que gemía y se lamentaba. Se detuvieron a la altura del muchacho.
—Vente, Ilós. A Jalepo le va a encantar esto.
Sin embargo dejó que el bandido y su prisionero entrasen en las ruinas. No deseaba presenciar el interrogatorio de otro cautivo que caía en sus garras. No esa noche. Sentía de nuevo como si una segunda alma se agitara dentro de él, se debatiera por poseerlo y convertirlo en un ser distinto. En momentos como ese, recordaba las palabras del oráculo a propósito de la anomalía en su iris: “Con un ojo verás la bondad, y con el otro la maldad del mundo” .
.
Antes del amanecer, Jalepo despertó a patadas a varios de sus dorios, que rezongando y frotándose sus doloridos traseros fueron a reunirse en el patio central con el grupo de micénicos ya dispuestos para la marcha. En la penumbra, entre las rojas columnas que rodeaban el recinto, Ilós vio cascos redondos de bandas broncíneas, rematados en enhiestos penachos, escudos de madera y cuero, espadas y lanzas de puntas de hierro salir a campo abierto. También los contemplaba Kyón, sentado en el suelo, sorbiendo una sopa de cereal en un cuenco grasiento.
—Al viejo que traje anoche sólo hubo que romperle un brazo y los pocos dientes que le quedaban. Confesó enseguida. Es un comerciante que negocia con Alashiya y otros reinos del Este. Dijo además que los habitantes de aquí huyeron a la montaña en cuanto nos avistaron. Será fácil para los nuestros encontrarles.
Ilós no pareció escucharle. Un pensamiento le rondaba sin parar:
—Este mundo se ha desmoronado…
—Algo así dijo ese abuelo. Los dioses agitaron la tierra el pasado invierno y todo esto—su dedo manchado de pasta trazó un círculo—se vino abajo. Lo intentaron reconstruir cuando la mayor parte de la población enfermaba y moría casi al mismo tiempo. Por eso sus naves quedaron en el puerto sin poder atacarnos. A saber qué sacrilegio habrán cometido…
—¿Y nosotros? ¿Acaso no somos también unos sacrílegos, llevando muerte y miseria por doquier?
—No me cuentes historias. ¿Qué mal hicimos tú y yo aparte de que tu ciudad y la mía no se soportasen? La lluvia dejó de regar nuestros campos, los animales morían y sus cadáveres envenenaban los pozos. Y tu familia no sé, pero la mía me abandonó cuando ya éramos demasiados hermanos para tan poco alimento. De no ser por Jalepo hubiese reventado en cualquier camino. Si tengo que convertirme en dorio, que así sea.
Kyón se levantó y al marcharse arrojó el cuenco en mitad del patio. Los añicos se esparcieron por la superficie empedrada. La mirada de Ilós siguió el trazado que habían dejado hasta la pared del lado opuesto, donde se apoyaban las espadas de quienes habían quedado en el asentamiento. Puede que Kyón estuviera en lo cierto, y su sino fuese mezclarse con los dorios.
.
Las noticias que trajo el grupo armado de Jalepo resultaron ser nefastas. Además de haber sido imposible apresar a los lugareños, regresaron menos hombres. Uno de los dorios relató lo sucedido:
—El ascenso por esas montañas fue tan difícil que muchos tuvimos que dejar nuestros escudos en tierra. Esos perros minoicos están asentados al otro lado, en lo alto de unos desfiladeros tan estrechos que apenas podíamos avanzar en fila. Estaban esperándonos, y conforme íbamos llegando tan mal pertrechados hasta ellos, obligados a abordarlos de uno en uno, nos arrojaban enormes piedras, haciéndonos perder el equilibrio, o directamente nos empujaban al abismo. La mitad de nosotros ha acabado estrellada contra las rocas.
Al escuchar esto, Jalepo comenzó a proferir toda clase de maldiciones y a derribar a puñetazos y patadas los pocos enseres que aún quedaban en pie. Arrojó de allí a sus hombres, no sin antes ordenar que se apoderasen de las reservas de grano y del ganado que quedaba libre y arrasaran todos los campos, a punto como estaban de dar sus cosechas. Luego, más calmado, encomendó a Kyón la custodia del comerciante prisionero. Embarcaría con ellos para guiarles por mar a las tierras del Este.
.
Durante las noches siguientes casas, cultivos y bosques ardieron por toda la zona. Dorios y micénicos corrían ebrios de un lado para otro mientras proferían aullidos y sus rasgos humanos parecían desdibujarse bajo las teas que esgrimían. Desde la distancia, oculto tras unas rocas, Ilós los observaba sobrecogido. Su temor no era por lo que veía, sino porque comprendía lo que en ese momento anidaba en el corazón de esos hombres. En un pasado reciente también él lo había sentido. Como si alguna divinidad malévola hubiese puesto por unos momentos el mundo en sus manos. Destruían y con ello se sentían dioses. En el pecho de Ilós comenzó a arder el odio hacia ellos. Y hacia sí mismo. Su mente comenzó a perfilar ideas incoherentes, pero con el único fin de liberar al prisionero del barco y huir.
.
La noche todavía era cerrada más allá del resplandor de los incendios. En el puerto, los curvados cascos de las barcas invasoras oscilaban junto a los de las minoicas en suave mezcolanza. Desde la orilla el aire salobre llevaba a Ilós el olor a cabra asada que Kyón y algunos hombres daban cuenta en unas brasas. También podía escuchar sus voces pastosas y sus palabras incoherentes por los vapores del vino. Con sigilo, se adentró en el agua hasta llegar a la barcaza de Jalepo. Trepó por la madera de estribor y halló al prisionero sentado en el suelo, con las manos atadas al mástil. Al acercarse para liberarlo se percató de que no estaba dormido. Su cuerpo aún caliente pronto daría muestras de rigidez. Entonces tomó otra decisión. Como pudo, despojó al anciano de sus ropajes y volvió a saltar de nuevo al agua, escabulléndose entre las sombras.
.
Ilós recorrió la isla en dirección sur. Siguió durante varias jornadas el curso de un arroyuelo próximo a la linde de los bosques. El agua estaba asegurada, pero la escasez de alimento comenzaba a ser un problema. Sin duda, las gentes hambrientas habían acabado con la caza. Para Ilós el último recuerdo de carne provenía de un conejillo que días atrás había despellejado con su daga, un pedazo de hierro que él mismo intentó forjar en su niñez y que todavía conservaba haciendo caso omiso de las burlas.
A pesar de sus ropajes minoicos, decidió eludir las poblaciones todo lo que pudo. Su dialecto micénico le delataría. Sin embargo, cuando no estaba oculto en los bosques, pudo observar que Jalepo y los suyos sólo habían sido un problema más para los isleños. Por todas partes campesinos y pastores parecían recomponer lugares derruidos o incendiados. La desolación y el miedo se reflejaban en sus rostros, y quienes podían huían y se refugiaban en las montañas. Cuanto más avanzaba hacia el mediodía, más se repetía una palabra: peleset. Así pues, otros invasores hacían estragos desde la costa sur. Ilós no tardó en verlos. Fue el día que alcanzó el litoral bajo un cielo azul boyante de nubes. Nubes del mar. Aquel espacio de placidez inalcanzable para los hombres y sus miserias.
Le asombró la visión de los peleset, los penachos rojos que cubrían totalmente sus cascos, los faldellines triangulares y las corazas broncíneas que completaban su indumentaria. Sus barcos eran bastante similares a los que había visto hasta el momento, salvo por la madera tallada en forma de cabeza de ave que remataban proa y popa, pintados con la misma profusión que los frescos minoicos. Quizá ellos mismos lo fuesen. Parecían entenderse con grupos de hombres vestidos a la manera en que ahora lo hacía Ilós, y que ayudaban a cargar los barcos. Lo acostumbrado para el joven. Asaltadas y sometidas, algunas gentes que lo habían perdido todo se unían a los atacantes para engrosar sus filas y lanzarse sobre el siguiente pueblo. Si Ilós se unía a ellos, probablemente tendría que volver a luchar o dedicarse al pillaje. Pero estos peleset tenían lo que él ahora mismo necesitaba: barcos que le ayudasen a dejar la isla.
….
—Aquí tienes lo tuyo.
Ilós guardó en su bolsa cuanto le correspondía: un par de ajorcas de cobre que intercambiaría en cualquier taberna o lupanar en cuanto tocasen tierra. Migajas, teniendo en cuenta lo que el botín podía dar de sí. Y lo que los peleset se habían quedado del barco rodio interceptado en su travesía a Egipto. Prefirió no decir nada, pero algunos micénicos y cretenses comenzaron a protestar al recibir la misma parte.
—¡Callaos, chusma! O correréis la misma suerte—amenazó el jefe peleset, señalando con el filo ensangrentado de su espada los comerciantes pasados a cuchillo.
En el fondo, Ilós sabía que el jefe podía cumplir con su amenaza, pero no lo haría. No le interesaba. Al final los extranjeros enrolados resultaban útiles como remeros, para reparar el velamen y los aparejos o para subir las mercancías a bordo. Y tampoco eran tan fáciles de reemplazar. No todos quienes en aquellos tiempos convulsos habían sufrido alguna calamidad en su tierra de origen estaban dispuestos a unirse a cualquier horda de bandidos. Preferían recomponer sus hogares e intentar seguir adelante. Sólo quienes no tenían nada que perder se lanzaban a un destino incierto. Ilós lo sabía, y por ello siguió remando.
Siguieron remando. La vida en el mar era tan pronto invariable y constante como las aguas en un calmo día de estío, o agitada y azarosa como las olas en mitad de una tormenta. Pasaron los años. Y con ellos, Ilós pareció resignarse a la voluntad de Ares. Vio encallecer sus manos a golpe de remo, su piel volverse cuero al sol y los surcos que el látigo del cómitre abría en sus espaldas dolían cada vez menos con el salitre. Y sin embargo, al contrario que sucedía con aquellos extranjeros, Ilós había demostrado en alguna ocasión su valentía y su habilidad con la espada. Por eso, los jefes peleset mostraban alguna deferencia con él y sólo se burlaban y le lanzaban desperdicios en vez de arrojarlo por la borda cuando hablaba de sus planes de vivir en Egipto.
—Allí tratan a los extranjeros peor que al estiércol. ¿Crees que te recibirán postrándose a tus pies y dándote tierras? ¿Que sus mujeres querrán mezclarse con tu sucia sangre?
—No será muy diferente su trato del vuestro...
—Sin duda el sol te ha dado de pleno en la cabeza. No seas necio y sigue con nosotros. También vamos a Egipto, pero no tocaremos a su puerta mendigando nada.
De hecho, los jefes peleset estaban coaligándose con otros grupos errantes de tribus lukka y tjeker para atacar el delta del Nilo. Los libios también estaban descontentos con el país vecino. Corrían rumores de que el ejército egipcio, o al menos gran parte de él, estaba ocupado poniendo orden en Siria.
—Además—argumentaban los peleset—no son buenos marineros. Con la ayuda de nuestras tribus hermanas venceremos a su flota.
Conforme se sucedían las jornadas y navegaban en dirección a la costa, Ilós veía a sus espaldas las nubes del mar oscurecerse con el color de la tormenta. Un mal presagio. A sus naves se iban sumando las de otras gentes que él no había visto jamás. Sus jefes pasaban de unos barcos a otros, hacían planes, sellaban pactos y se emborrachaban con las pocas reservas de vino, confiados en nadar pronto entre las riquezas de Egipto. Las esperanzas se fueron contagiando entre toda la tripulación, de modo que Ilós pronto se encontró solo.
.
—Por todos los demonios del Hades… ¿Qué ha sucedido?
La imagen que ofrecía el delta era muy distinta de lo que pensaron encontrar. Al ya dificultoso paso entre los cañaverales se sumaban algunas naves egipcias inundadas, escoradas, los mástiles quebrados. De algunas velas incendiadas todavía subían pequeñas columnas de humo. Salvo el chapoteo del agua contra los oscilantes navíos, todo estaba en un ominoso silencio. ¿Acaso se les había adelantado otro ejército? Lo acontecido, fuese lo que fuese, era muy reciente. Ilós frunció el ceño:
—¿Y los cadáveres?
Los timoneles maniobraron con cuidado. Conforme se adentraban en la desembocadura, más arduo era el avance. A los navíos egipcios semihundidos le comenzó a suceder una maraña de empalizadas que comenzó a atascar las naves, hasta un punto en el que ya no pudieron avanzar ni dar la vuelta. Tras la barrera, comenzaron a divisar más velas egipcias, esta vez de naves intactas. Entonces comprendieron.
—¡Es una trampa!
Desde todos los puntos comenzaron a llover flechas. Los arqueros egipcios, bien posicionados desde la altura de sus castillos de proa, dispararon en masa contra los peleset. De las naves hundidas como señuelo también comenzaron a surgir arqueros que hicieron silbar sus flechas al aire. Las fangosas aguas pronto comenzaron a ser un amasijo sanguinolento de cuerpos caídos que impedía todo avance. Los peleset gritaban y bramaban al ver que sus escudos y espadas no eran suficientes para hacer frente a un enemigo tan distante. En medio de la confusión, Ilós y algunos otros arrebataron las espadas y escudos de los compañeros muertos y chapotearon hacia las filas egipcias. En torno suyo, Ilós vio a muchos compañeros caer, y deseó por unos instantes que ese fuese su mismo destino. Un calculado flechazo en una pierna y un golpe en la cabeza frenaron en seco su carrera.
.
Cuando despertó, todo había terminado. Trató de incorporarse, pero todavía tenía la flecha clavada. Además, un general egipcio le impidió levantarse pisándole la cabeza.
—Ni se te ocurra moverte, perro.
Ilós, en el suelo, comenzó a reír. Una risa loca, histérica. El mismo dios que le arrojaba a la guerra y a la maldad humana parecía burlarse de él.
La confederación había sido aplastada. La mayor parte de los atacantes habían muerto bajo la lluvia de flechas. Quienes lograron alcanzar la orilla fueron abatidos a mazazos, y entre ellos, como Ilós, sólo unos pocos salieron con vida, hechos prisioneros.
.
Ilós acabó sus días en la frontera del este, a las órdenes del faraón. Se ganó el respeto y el afecto de quienes combatían a su lado en la defensa del reino, contra escaramuzas ocasionales de bandidos. Algunos soldados veteranos, en la sombra de su vejez, aseguraban haberlo visto caer a la vez que daba muerte a un veterano guerrero de ojos zarcos y rostro partido por una antigua cicatriz.
Ilós encontró en el ala oeste el espacio abierto y solitario que buscaba. La noche comenzaba a apagar los tonos del crepúsculo en un azul fugaz antes de volverse tinieblas. Flotaba en el aire un aroma a salvia, a ciprés y a pino que le sumergía en la calma, lejos de la algarada que resonaba entre las paredes del recinto. Nadie le extrañaría. Casi echado sobre las escalinatas, contemplaba el edificio semiderruido, en parte tan similar a los que había visto en su Micenas natal. ¿Qué habría ocurrido antes de que ellos llegasen?
—¡Maldita sea! Aquí no hay nada que llevarse—había exclamado Jalepo, antes de dejarse caer en un banco de alabastro, de donde ya no se movió en toda la tarde.
Sin embargo Jalepo, como jefe del grupo, había ordenado a sus hombres que buscasen por el lugar lo que fuese. También Ilós había tomado parte, aunque con disimulo se escabullese para admirar cuanto quedaba de los frescos en las paredes, sus colores rojos, azules, blancos, que parecían saltar a los ojos de cualquiera que los contemplara. Como los de Micenas, sí, pero quizá más antiguos. Igual de evocadores. Animales marinos y terrestres, toros sobre cuya grupa pirueteaban los acróbatas, flores, ofrendas, bellas mujeres de senos descubiertos y muchachos esbeltos y fuertes. Pero habían hallado el lugar vacío. ¿Dónde estaba toda aquella gente?
Varios hombres habían encontrado abundante grano en los silos. Otros—y esto entusiasmó más al cabecilla—jarras de vino todavía selladas. Algunas cabras que merodeaban sin pastores completaron el festín del que ahora disfrutaban, no sin antes haber cargado los barcos con todo lo que pudieron. Como era su costumbre, Ilós había buscado un lugar tranquilo. Podía alejarse de Jalepo y de sus hombres, pero no de sus recuerdos ni de lo que se había convertido. Aún tenía grabada en su mente la primera imagen del cabecilla, sus ojos zarcos entre los cuales la cicatriz de un espadazo surcaba todo el rostro en diagonal. Sus dientes podridos en una sonrisa al descubrir a un asustado Ilós de unos tres años escondido en su choza, sin haber tenido tiempo de correr hacia la ciudad fortificada, que acabó envuelta en llamas y tomada por aquellos dorios salvajes. Diez años habían transcurrido desde entonces.
Jalepo lo había tomado como quien por capricho se apodera de un cachorro. Acabó creciendo y, aunque había aprendido a luchar como ellos, la guerra y el pillaje no formaban parte del espíritu de Ilós. Ni siquiera ese era su nombre. Tampoco recordaba el verdadero. Al verlo por vez primera, Jalepo había exclamado: “¡Ilós!”, pues nunca había visto a nadie con un ojo azul y otro marrón, y a su ruda mente sólo pudo acudir la imagen de alguien bizco.
—Vamos, camina.
Se incorporó de un salto. Reconoció la voz de Kyón, otro de los jóvenes micénicos adoptado por los dorios y que, respondiendo al nombre que Jalepo le había dado, deseaba agradar a su amo a toda costa y lamer su mano. No iba solo. Arrastraba a un pobre anciano que gemía y se lamentaba. Se detuvieron a la altura del muchacho.
—Vente, Ilós. A Jalepo le va a encantar esto.
Sin embargo dejó que el bandido y su prisionero entrasen en las ruinas. No deseaba presenciar el interrogatorio de otro cautivo que caía en sus garras. No esa noche. Sentía de nuevo como si una segunda alma se agitara dentro de él, se debatiera por poseerlo y convertirlo en un ser distinto. En momentos como ese, recordaba las palabras del oráculo a propósito de la anomalía en su iris: “Con un ojo verás la bondad, y con el otro la maldad del mundo” .
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Antes del amanecer, Jalepo despertó a patadas a varios de sus dorios, que rezongando y frotándose sus doloridos traseros fueron a reunirse en el patio central con el grupo de micénicos ya dispuestos para la marcha. En la penumbra, entre las rojas columnas que rodeaban el recinto, Ilós vio cascos redondos de bandas broncíneas, rematados en enhiestos penachos, escudos de madera y cuero, espadas y lanzas de puntas de hierro salir a campo abierto. También los contemplaba Kyón, sentado en el suelo, sorbiendo una sopa de cereal en un cuenco grasiento.
—Al viejo que traje anoche sólo hubo que romperle un brazo y los pocos dientes que le quedaban. Confesó enseguida. Es un comerciante que negocia con Alashiya y otros reinos del Este. Dijo además que los habitantes de aquí huyeron a la montaña en cuanto nos avistaron. Será fácil para los nuestros encontrarles.
Ilós no pareció escucharle. Un pensamiento le rondaba sin parar:
—Este mundo se ha desmoronado…
—Algo así dijo ese abuelo. Los dioses agitaron la tierra el pasado invierno y todo esto—su dedo manchado de pasta trazó un círculo—se vino abajo. Lo intentaron reconstruir cuando la mayor parte de la población enfermaba y moría casi al mismo tiempo. Por eso sus naves quedaron en el puerto sin poder atacarnos. A saber qué sacrilegio habrán cometido…
—¿Y nosotros? ¿Acaso no somos también unos sacrílegos, llevando muerte y miseria por doquier?
—No me cuentes historias. ¿Qué mal hicimos tú y yo aparte de que tu ciudad y la mía no se soportasen? La lluvia dejó de regar nuestros campos, los animales morían y sus cadáveres envenenaban los pozos. Y tu familia no sé, pero la mía me abandonó cuando ya éramos demasiados hermanos para tan poco alimento. De no ser por Jalepo hubiese reventado en cualquier camino. Si tengo que convertirme en dorio, que así sea.
Kyón se levantó y al marcharse arrojó el cuenco en mitad del patio. Los añicos se esparcieron por la superficie empedrada. La mirada de Ilós siguió el trazado que habían dejado hasta la pared del lado opuesto, donde se apoyaban las espadas de quienes habían quedado en el asentamiento. Puede que Kyón estuviera en lo cierto, y su sino fuese mezclarse con los dorios.
.
Las noticias que trajo el grupo armado de Jalepo resultaron ser nefastas. Además de haber sido imposible apresar a los lugareños, regresaron menos hombres. Uno de los dorios relató lo sucedido:
—El ascenso por esas montañas fue tan difícil que muchos tuvimos que dejar nuestros escudos en tierra. Esos perros minoicos están asentados al otro lado, en lo alto de unos desfiladeros tan estrechos que apenas podíamos avanzar en fila. Estaban esperándonos, y conforme íbamos llegando tan mal pertrechados hasta ellos, obligados a abordarlos de uno en uno, nos arrojaban enormes piedras, haciéndonos perder el equilibrio, o directamente nos empujaban al abismo. La mitad de nosotros ha acabado estrellada contra las rocas.
Al escuchar esto, Jalepo comenzó a proferir toda clase de maldiciones y a derribar a puñetazos y patadas los pocos enseres que aún quedaban en pie. Arrojó de allí a sus hombres, no sin antes ordenar que se apoderasen de las reservas de grano y del ganado que quedaba libre y arrasaran todos los campos, a punto como estaban de dar sus cosechas. Luego, más calmado, encomendó a Kyón la custodia del comerciante prisionero. Embarcaría con ellos para guiarles por mar a las tierras del Este.
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Durante las noches siguientes casas, cultivos y bosques ardieron por toda la zona. Dorios y micénicos corrían ebrios de un lado para otro mientras proferían aullidos y sus rasgos humanos parecían desdibujarse bajo las teas que esgrimían. Desde la distancia, oculto tras unas rocas, Ilós los observaba sobrecogido. Su temor no era por lo que veía, sino porque comprendía lo que en ese momento anidaba en el corazón de esos hombres. En un pasado reciente también él lo había sentido. Como si alguna divinidad malévola hubiese puesto por unos momentos el mundo en sus manos. Destruían y con ello se sentían dioses. En el pecho de Ilós comenzó a arder el odio hacia ellos. Y hacia sí mismo. Su mente comenzó a perfilar ideas incoherentes, pero con el único fin de liberar al prisionero del barco y huir.
.
La noche todavía era cerrada más allá del resplandor de los incendios. En el puerto, los curvados cascos de las barcas invasoras oscilaban junto a los de las minoicas en suave mezcolanza. Desde la orilla el aire salobre llevaba a Ilós el olor a cabra asada que Kyón y algunos hombres daban cuenta en unas brasas. También podía escuchar sus voces pastosas y sus palabras incoherentes por los vapores del vino. Con sigilo, se adentró en el agua hasta llegar a la barcaza de Jalepo. Trepó por la madera de estribor y halló al prisionero sentado en el suelo, con las manos atadas al mástil. Al acercarse para liberarlo se percató de que no estaba dormido. Su cuerpo aún caliente pronto daría muestras de rigidez. Entonces tomó otra decisión. Como pudo, despojó al anciano de sus ropajes y volvió a saltar de nuevo al agua, escabulléndose entre las sombras.
.
Ilós recorrió la isla en dirección sur. Siguió durante varias jornadas el curso de un arroyuelo próximo a la linde de los bosques. El agua estaba asegurada, pero la escasez de alimento comenzaba a ser un problema. Sin duda, las gentes hambrientas habían acabado con la caza. Para Ilós el último recuerdo de carne provenía de un conejillo que días atrás había despellejado con su daga, un pedazo de hierro que él mismo intentó forjar en su niñez y que todavía conservaba haciendo caso omiso de las burlas.
A pesar de sus ropajes minoicos, decidió eludir las poblaciones todo lo que pudo. Su dialecto micénico le delataría. Sin embargo, cuando no estaba oculto en los bosques, pudo observar que Jalepo y los suyos sólo habían sido un problema más para los isleños. Por todas partes campesinos y pastores parecían recomponer lugares derruidos o incendiados. La desolación y el miedo se reflejaban en sus rostros, y quienes podían huían y se refugiaban en las montañas. Cuanto más avanzaba hacia el mediodía, más se repetía una palabra: peleset. Así pues, otros invasores hacían estragos desde la costa sur. Ilós no tardó en verlos. Fue el día que alcanzó el litoral bajo un cielo azul boyante de nubes. Nubes del mar. Aquel espacio de placidez inalcanzable para los hombres y sus miserias.
Le asombró la visión de los peleset, los penachos rojos que cubrían totalmente sus cascos, los faldellines triangulares y las corazas broncíneas que completaban su indumentaria. Sus barcos eran bastante similares a los que había visto hasta el momento, salvo por la madera tallada en forma de cabeza de ave que remataban proa y popa, pintados con la misma profusión que los frescos minoicos. Quizá ellos mismos lo fuesen. Parecían entenderse con grupos de hombres vestidos a la manera en que ahora lo hacía Ilós, y que ayudaban a cargar los barcos. Lo acostumbrado para el joven. Asaltadas y sometidas, algunas gentes que lo habían perdido todo se unían a los atacantes para engrosar sus filas y lanzarse sobre el siguiente pueblo. Si Ilós se unía a ellos, probablemente tendría que volver a luchar o dedicarse al pillaje. Pero estos peleset tenían lo que él ahora mismo necesitaba: barcos que le ayudasen a dejar la isla.
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—Aquí tienes lo tuyo.
Ilós guardó en su bolsa cuanto le correspondía: un par de ajorcas de cobre que intercambiaría en cualquier taberna o lupanar en cuanto tocasen tierra. Migajas, teniendo en cuenta lo que el botín podía dar de sí. Y lo que los peleset se habían quedado del barco rodio interceptado en su travesía a Egipto. Prefirió no decir nada, pero algunos micénicos y cretenses comenzaron a protestar al recibir la misma parte.
—¡Callaos, chusma! O correréis la misma suerte—amenazó el jefe peleset, señalando con el filo ensangrentado de su espada los comerciantes pasados a cuchillo.
En el fondo, Ilós sabía que el jefe podía cumplir con su amenaza, pero no lo haría. No le interesaba. Al final los extranjeros enrolados resultaban útiles como remeros, para reparar el velamen y los aparejos o para subir las mercancías a bordo. Y tampoco eran tan fáciles de reemplazar. No todos quienes en aquellos tiempos convulsos habían sufrido alguna calamidad en su tierra de origen estaban dispuestos a unirse a cualquier horda de bandidos. Preferían recomponer sus hogares e intentar seguir adelante. Sólo quienes no tenían nada que perder se lanzaban a un destino incierto. Ilós lo sabía, y por ello siguió remando.
Siguieron remando. La vida en el mar era tan pronto invariable y constante como las aguas en un calmo día de estío, o agitada y azarosa como las olas en mitad de una tormenta. Pasaron los años. Y con ellos, Ilós pareció resignarse a la voluntad de Ares. Vio encallecer sus manos a golpe de remo, su piel volverse cuero al sol y los surcos que el látigo del cómitre abría en sus espaldas dolían cada vez menos con el salitre. Y sin embargo, al contrario que sucedía con aquellos extranjeros, Ilós había demostrado en alguna ocasión su valentía y su habilidad con la espada. Por eso, los jefes peleset mostraban alguna deferencia con él y sólo se burlaban y le lanzaban desperdicios en vez de arrojarlo por la borda cuando hablaba de sus planes de vivir en Egipto.
—Allí tratan a los extranjeros peor que al estiércol. ¿Crees que te recibirán postrándose a tus pies y dándote tierras? ¿Que sus mujeres querrán mezclarse con tu sucia sangre?
—No será muy diferente su trato del vuestro...
—Sin duda el sol te ha dado de pleno en la cabeza. No seas necio y sigue con nosotros. También vamos a Egipto, pero no tocaremos a su puerta mendigando nada.
De hecho, los jefes peleset estaban coaligándose con otros grupos errantes de tribus lukka y tjeker para atacar el delta del Nilo. Los libios también estaban descontentos con el país vecino. Corrían rumores de que el ejército egipcio, o al menos gran parte de él, estaba ocupado poniendo orden en Siria.
—Además—argumentaban los peleset—no son buenos marineros. Con la ayuda de nuestras tribus hermanas venceremos a su flota.
Conforme se sucedían las jornadas y navegaban en dirección a la costa, Ilós veía a sus espaldas las nubes del mar oscurecerse con el color de la tormenta. Un mal presagio. A sus naves se iban sumando las de otras gentes que él no había visto jamás. Sus jefes pasaban de unos barcos a otros, hacían planes, sellaban pactos y se emborrachaban con las pocas reservas de vino, confiados en nadar pronto entre las riquezas de Egipto. Las esperanzas se fueron contagiando entre toda la tripulación, de modo que Ilós pronto se encontró solo.
.
—Por todos los demonios del Hades… ¿Qué ha sucedido?
La imagen que ofrecía el delta era muy distinta de lo que pensaron encontrar. Al ya dificultoso paso entre los cañaverales se sumaban algunas naves egipcias inundadas, escoradas, los mástiles quebrados. De algunas velas incendiadas todavía subían pequeñas columnas de humo. Salvo el chapoteo del agua contra los oscilantes navíos, todo estaba en un ominoso silencio. ¿Acaso se les había adelantado otro ejército? Lo acontecido, fuese lo que fuese, era muy reciente. Ilós frunció el ceño:
—¿Y los cadáveres?
Los timoneles maniobraron con cuidado. Conforme se adentraban en la desembocadura, más arduo era el avance. A los navíos egipcios semihundidos le comenzó a suceder una maraña de empalizadas que comenzó a atascar las naves, hasta un punto en el que ya no pudieron avanzar ni dar la vuelta. Tras la barrera, comenzaron a divisar más velas egipcias, esta vez de naves intactas. Entonces comprendieron.
—¡Es una trampa!
Desde todos los puntos comenzaron a llover flechas. Los arqueros egipcios, bien posicionados desde la altura de sus castillos de proa, dispararon en masa contra los peleset. De las naves hundidas como señuelo también comenzaron a surgir arqueros que hicieron silbar sus flechas al aire. Las fangosas aguas pronto comenzaron a ser un amasijo sanguinolento de cuerpos caídos que impedía todo avance. Los peleset gritaban y bramaban al ver que sus escudos y espadas no eran suficientes para hacer frente a un enemigo tan distante. En medio de la confusión, Ilós y algunos otros arrebataron las espadas y escudos de los compañeros muertos y chapotearon hacia las filas egipcias. En torno suyo, Ilós vio a muchos compañeros caer, y deseó por unos instantes que ese fuese su mismo destino. Un calculado flechazo en una pierna y un golpe en la cabeza frenaron en seco su carrera.
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Cuando despertó, todo había terminado. Trató de incorporarse, pero todavía tenía la flecha clavada. Además, un general egipcio le impidió levantarse pisándole la cabeza.
—Ni se te ocurra moverte, perro.
Ilós, en el suelo, comenzó a reír. Una risa loca, histérica. El mismo dios que le arrojaba a la guerra y a la maldad humana parecía burlarse de él.
La confederación había sido aplastada. La mayor parte de los atacantes habían muerto bajo la lluvia de flechas. Quienes lograron alcanzar la orilla fueron abatidos a mazazos, y entre ellos, como Ilós, sólo unos pocos salieron con vida, hechos prisioneros.
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Ilós acabó sus días en la frontera del este, a las órdenes del faraón. Se ganó el respeto y el afecto de quienes combatían a su lado en la defensa del reino, contra escaramuzas ocasionales de bandidos. Algunos soldados veteranos, en la sombra de su vejez, aseguraban haberlo visto caer a la vez que daba muerte a un veterano guerrero de ojos zarcos y rostro partido por una antigua cicatriz.